Juan estaba sentado al piano mientras Jorge, repantigado sobre el
sofá, respondió: —Es que yo no puedo escuchar un solo trozo de esa ópera sin recordar un pasado que me enferma. Hace pocos días que estuve de visita en una casa y tan luego como uno de los presentes se sentó al piano a tocarla, me vi obligado a despedirme. Esta es la razón porque no quiero oírtela a ti. —Entonces —replicó Juan— oirás cualquier cosa. —Como gustes. Juan comenzó con una variación de «Lucía», pero Jorge, al escuchar las primeras notas, se levantó nervioso y precipitándose sobre su amigo le impidió seguir adelante. —¿Tampoco quieres esta? —murmuró el joven pianista, mirando burlonamente a su interruptor. —¡Tampoco! —Pues, hombre, quiere decir que ella lo tocaba todo. —Todo, todo... Cuando no estaba junto a mí estaba sentada al piano. ¿Qué música le era desconocida? Desde Beethoven hasta Mascagni, todas las de alguna importancia le eran familiares. —¡Soberbia criatura! —murmuró Juan, como hablando con sí mismo. —Sí, ¡soberbia! Por eso rompimos. —Es curioso. ¿Te disgustaba que supiese tanto?
53 Escrito en Lima, el 14 de julio de 1897. Publicado en El Comercio (EC).
La mujer de Diógenes 609
—No; que tocase tanto. —Era natural... Y, dime, ¿no eras feliz oyéndola, no estabas orgulloso de su talento musical? Porque, indudablemente, lo tenía. —Mucho, mucho. Desgraciadamente tuvimos que romper. Lo quiso ella, pues, nada le habría costado satisfacer mi gusto o mi capricho. Para eso era yo su novio... Al principio me respondió, amorosamente, que no. Bien; la dejé hacer su gusto por un tiempo, hasta que un día no pude ya contenerme y volví a pedirle que accediera. Esta vez lloró y me reprochó mis exigencias, añadiendo que si ella me quería era por bueno y nada más que por bueno, pero que no lo era ya puesto que me encaprichaba en privarla de lo que más amaba. Fíjate: de lo que más amaba. Cuando le oí decir que lo que más amaba era el piano, me levanté violentamente y, encarándome con ella, le dije más o menos estas palabras: «Pues bien, si lo que más amas es el piano; ahí te dejo con él». Tomé el sombrero y salí sin mirarla siquiera. Lo cierto era que me retiraba con unos celos horribles. —¡Celos de un piano! ¡Qué niño eres, qué niño! No debiste ser tan exigente. ¿Por qué privarla de su pasión? ¿Ella te exigió acaso alguna vez que rompieras con las musas? Y cuidado que a ella también le habrían sobrado motivos para sentirse celosa. Y, sin embargo, ya lo ves, fue más prudente que tú. —No, no es lo mismo. Yo escribía muy poco en esa época; no pensaba sino en amarla. Ella, por el contrario, todo era música y más música. Como sabía la hora en que yo acostumbraba ir a verla, me recibía siempre con «El trovador». Desde el piano me saludaba con una sonrisa, y luego me decía: «¡Muy buenas tardes tenga el señor trovador!». Ciertamente que este recibimiento me hacía feliz. Me lo decía con tanta naturalidad que jamás lo tomé como burla. Después se acercaba a mí por un rato, me hablaba de mis últimos versos, que leyera en alguna revista, e insensiblemente íbamos a parar en esos coloquios insustanciales de los enamorados. Así, una media hora, hasta que ella volvía al piano, desahogando su impaciencia. «Cómo, me dije una vez, al verme solo en el sofá: ¿me ama o no me ama? ¿No es más natural que mientras yo estoy aquí
610 Enrique López Albújar ● Narrativa
lo deje todo por estar a mi lado?». Estos monólogos míos fueron despertándome cierta prevención contra aquellas óperas malditas, muy especialmente contra «El trovador». De lo que no me quedó dudas, andando el tiempo, fue de que en su alma no pesaba yo ni la mitad de su pasión musical. De ahí el origen de mis celos. Tenía dos rivales inseparables: «El trovador» y el piano. Ella para llegar al uno tenía necesidad de acariciar al otro. Era entonces cuando, al verla frente al teclado, se despertaban mis celos. Ella, con mano delicada, comenzaba a acariciarlo suavemente. No sé por qué los preludios se me antojaban reproches tiernos y lacrimosos que el piano le hacía por haberlo dejado casi abandonado por mí, y que ella los escuchaba con resignación amorosa. Y cuando repentinamente pasaba de los preludios a cualquier trozo clásico, mi susceptibilidad era mayor todavía. Ya no eran reproches los que yo creía oír, sino frases ardientes, gorjeos de pájaros misteriosos, sonrisas sonoras como las vibraciones de un cristal, chasquidos de ósculos impalpables... Toda una fraseología de amor, inteligible solo para quienes la escuchan con el alma y sienten celos. Jamás me había imaginado cosas tan extrañas. Concluí por tomar al piano por un rival correspondido, que se estremecía de amor al contacto de las manos y los pies de mi amada. Era tanta la obsesión de mis celos que varias veces creí que aquel instrumento ancho y chato como un elefante de ébano, se esfumaba imperceptiblemente hasta tomar la forma de un hombre. Yo cerraba los ojos para no presenciar semejante metamorfosis, pero luego los abría pensando sorprenderlos abrazados. Y lo único que encontraba era la sonrisa de ella y esta pregunta cariñosa: «¿Tienes sueño?». —«No» —me apresuraba yo a responderle, avergonzado de haber sido sorprendido en esa actitud y de que tal vez hubiera adivinado mi pensamiento—. «Es que me gusta escuchar lo que tocas con los ojos cerrados. Así se reconcentra mejor la atención». Y la ocasión de romper no tardó en presentarse. Rompimos para siempre, porque mis remordimientos son profundos, porque tengo un corazón que oscila inalterablemente entre la pasión y la indi- ferencia. Esta es la causa porque ella me es tan indiferente ahora.
La mujer de Diógenes 611
—Pues si lo es —objetó Juan—, debe serte también todo lo que con ella se relaciona. ¿Qué te importa hoy oírme tal o cual trozo musical? —No, eso no. Es que a mí me pasa lo que a ciertos convalecientes, que sienten náuseas al ver la droga que les ha devuelto la salud. Yo sin ella, estoy mejor, soy menos esclavo del mundo, y «El trovador» es quien me ha dado la libertad; pero cuando lo escucho me hace el efecto también de droga, que me revuelve el espíritu. —¡«El trovador» haciéndote efecto de droga! Parece imposible creer que semejante música no seduzca, no entusiasme a un corazón que, como el tuyo, ama la poesía. Di más bien que te hace sufrir, que te trae recuerdos amargos. Di, en fin, que cuando lo oyes te imaginas verla a ella y sentir que todavía la amas. ¿No es verdad, señor hipócrita? Si me engañarás tú... —Juro que no —apresurose a responder con vehemencia Jorge—. Cierto es que su recuerdo no se me ha borrado aún de la memoria, como no se borra, a pesar del tiempo, la cicatriz que un puñal nos ha hecho. Lo que me queda es un recuerdo doloroso, un recuerdo que ha matado mi amor a la música clásica. Porque has de saber que yo la he amado tal vez más que tú; pero no al extremo de hacer sentir por ella celos a nadie. Y a mí me ha hecho celoso, a mi pesar, y los celosos odian. —Celos ridículos. A nadie, fuera de ti, se le ocurre encelarse de un piano. Si hubiese sido de un hombre... —Pero el piano era para mí como un hombre, me parecía serlo. Y para que me des la razón te contaré los fenómenos extraños que siento cuando escucho «El trovador». Comenzaré por referirte, con un poco de detalles, indispensables desde luego, mis amores con ella. Creo haberte dicho ya que yo acostumbraba ir en las tardes a casa de... Pero ¿a qué ocultarte su nombre?... de Lucrecia. Ya sabes también de qué modo me recibía. Pues bien, se había establecido, con beneplácito de su madre, por supuesto, que esas visitas serían interdiarias y que después de la comida me quedaría de tertulia hasta las diez u once de la noche.
612 Enrique López Albújar ● Narrativa
Durante mis visitas solía ver, lo menos una vez por semana, a un sujeto de aspecto simpático, de ojos azules, barba y cabellos rubios, elegante y de distinguido porte. Este sujeto, que llamaré Luis, era muy amable conmigo. Nunca se descompuso ante mi presencia. Cuando yo entraba al salón y le hallaba conversando junto a Lucrecia, inmediatamente me cedía el puesto y con una sonrisita, que a mí no me sabía bien, se alejaba, yendo a sentarse al lado de alguno de los padres de mi novia, o al piano, a distraer a los contertulios con alguna sonata. Luis tocaba muy bien, tan bien que yo veía a Lucrecia entusiasmarse y pedirle, con demasiada frecuencia, que le tocara «El trovador». Y el joven, por supuesto, le daba gusto y comenzaba a tocarlo admirablemente. «¿Oyes, oyes, Jorge?», me dijo en cierta ocasión. «¡Eso es admirable! ¡Con qué gusto, con qué ejecución, con qué sentimiento toca! ¿En qué tiempo crees tú que Luis ha alcanzado esa perfección?». «En ocho o diez años», le respondí yo. «Sí, eso es lo que se imagina cualquiera al oírle, pero empezó casi contigo...». «¿Conmigo?», le interrumpí. «Pero si yo jamás me he puesto a aprender piano». «No, no es eso lo que he querido decirte, sino que comenzó al mismo tiempo que nuestros amores. Y de esto apenas hace tres años. ¿No te acuerdas ya?». Yo no pude menos que contestarle: «Pues confieso que tiene mucho talento musical, aunque no llega ni a la mitad del tuyo». «Zalamero!», murmuró ella. Y, después de un breve silencio, agregó: «No me creas a mí tanto, ni a él tan poco. A muchos maestros de música les he oído alabarle. Dicen que será una gloria nacional. Y no lo creas un simple amateur: es un maestro. Él fue quien me ha enseñado a interpretar “El trovador”». Ante esta declaración sentí en mi alma una sacudida brutal. Repuesto un poco, respondí: «Si es así, bien merece que le envidien. De buena gana me entregaría yo a la música». «¡Qué tonto eres!, me replicó. A ti te sobra con ser poeta. Para mí un poeta vale más que un músico. ¿Y sabes por qué? Porque la música ha perdido para mí su misterio, su importancia desde que me he iniciado en ella. Pero la poesía, aunque la siento y me la explico y la comprendo lo suficiente como para admirarte, sin embargo, soy incapaz, por más esfuerzos de mi imaginación, de
La mujer de Diógenes 613
componer un verso». Y luego añadió tristemente: «¡Soy tan torpe para la poesía!...». «¿De veras?», le contesté en tono de burla. «Habría jurado que no te gustaban los versos. Te he visto siempre tan apasionada de la música...». «Cierto, pero mi pasión es fingida, hija de mi despecho al ver que no puedo ser lo que quisiera. Cuando estás a mi lado me siento empequeñecida al pensar en tus estrofas tan tiernas e inspiradas. Tú, para mí, eres la poesía». Y luego, extendiendo un brazo y señalando con el índice a Luis, que en ese momento tocaba, prosiguió: «En cuanto a ese rubio tonto, me hace el efecto de... un muñeco automático, y a veces me lo figuro un piano». A lo que yo la interrumpí: «Y como te gusta el piano, la consecuencia no puede ser más clara». «¡No seas tontuelo! El piano me gusta como piano, como desquite de mi ineptitud de poetisa, pero nada más». No quise llevar adelante el diálogo, que me causaba ya zozobra por las escabrosidades en que nos íbamos metiendo. Callamos, pero yo quedé apresado entre las mallas de un soliloquio doloroso. Así es que el rubio tonto, pensaba, es para ella un piano o, lo que es lo mismo, el piano es para ella un rubio tonto. Extraño modo de ver las cosas. Dice también que ama la poesía y que yo soy la poesía, lo que significa, en términos claros, que me ama. Pero ¿me ama a mí por mí o porque le parezco la poesía? Si es así, continuaba mi soliloquio y mirándome a un espejo, la poesía debe parecerle un poco fea. Ahora, que muy bien puede suceder que ame al rubio tonto como piano, lo que nada de extraño tendría. No, yo debo deslindar este enredo. O me ama a mí por mí sin tomar en cuenta la poesía, y ama al piano por ser piano y sin ver en él un trasunto de un rubio tonto, o no hay más poesía ni más piano. Una vez tomada esta resolución la puse en práctica. Empecé por no hablarle más de poesía y evitar que leyera mis versos, lo cual no dejaba de ser un sacrificio para mi vanidad de poeta enamorado. Pero esta resolución acabó por hacer crisis. Fue en la noche del cumpleaños de Lucrecia, quien desde la tarde de aquel día pasara a ser mi novia oficialmente. Estaba hermosa como nunca y lucía,
614 Enrique López Albújar ● Narrativa
con regio porte, un traje de color cárdeno, un poco raro, con el que contrastaba la aterciopelada albura de su rostro y la noche de sus retintos y undosos cabellos. Llevaba unas mangas aglobadas más arriba del antebrazo, guantes blancos, de venosas costuras negras, cuyas bocas iban a besarse con las mangas, dejando entrever un filo de carne sonrosada y túrgida, y un abanico de plumas albas, prendido a su cintura, fuertemente ceñida y flexible. Su enroscada trenza, sujeta por un alfiler de diamantes, parecía una víbora de fosforescentes y malignos ojos, que amenazaba saltar por encima de las cabezas que giraban al son de los valses. Aquella noche fui feliz, no lo niego, como puede serlo un amante en el día de su novia. Recuerdo muy bien todo lo que pasó durante el baile. La primera cuadrilla y los primeros valses de Lucrecia fueron, naturalmente, para mí. Después, los otros, para el rubio tonto. Y de los valses al bar, y del bar al salón. Y cada vez que él volvía de allí con ella traíala a sentarse a mi lado, con una atención y una sonrisa que en otra parte se los hubiera correspondido con una bofetada. Y muy pausadamente, como dando tiempo para que todos volvieran al salón, se aprovechó de cierto momento para sentarse al piano. Por supuesto, lo primero que tocó fue el inevitable «El trovador». Un éxito y un triunfo. Los aplausos atronaron el salón. Sin saber por qué, me sentí humillado. Confieso que fui el único que no aplaudió, no por envidia, sino por embarazo, por paralización. Tenía un nudo atravesado en la garganta. Todos los hombres se acercaron a felicitar al héroe de aquel triunfo ruidoso, muy merecido ciertamente. Luego vino a sentarse al otro lado de Lucrecia, quedando así ella entre los dos. «Muy bien lo ha hecho usted, Luis —le dijo mi novia—. Nunca lo había oído tocar así “El trovador”». «Cuando hay personas como usted, Lucrecia, que nos escuchan, la timidez se vuelve desembarazo y la frialdad, sentimiento», le respondió Luis. «Gracias por la virtud que me atribuye —replicó ella, y volviéndose a mí, agregó—: «¿Qué te parece, Jorge? Este caballero es muy galante». «Tanto —añadí yo, deseoso de terciar en la conversación—, que si de mí dependiera no tendría más remedio que premiarle con algo por su galantería».
La mujer de Diógenes 615
Este algo lo pronuncié acentuadamente. Lucrecia soltó una carcajada, sin que yo pudiera explicarme el porqué, y sacando de un cartucho de bombones, que tenía en la mano, uno, se lo ofreció a Luis, diciéndole: «Este es algo que le obsequio por su galantería». Después, volviéndose a mí y procurando que nadie lo notara, sacó otro bombón y me lo puso en los labios, con cierta intención provocativa y dándome en la mejilla una leve y rápida palmada. Llegó la hora del ambigú y todos nos sentamos a la mesa. Yo, como tú supondrás, lo hice al lado de Lucrecia, mientras Luis se sentaba frente a nosotros. Al final de la cena se le ocurrió no sé a quién que yo dijera algo, que improvisara algo. La proposición fue secundada unánimemente, pero yo la rechacé. «No, no —dijo Luis—, que hable». Su exclamación me pareció un reto y, después de una ligera vacilación, acepté. Tú muy bien sabes, Juan, que yo no improviso. Tuve que recurrir, pues, a mi memoria, que esta vez no me abandonó. Recité, con la mejor entonación y desenvoltura que pude, una de mis poesías inéditas. Como era natural, me aplaudieron, pero yo advertí cierta indecisión en los aplausos. Creo que me aplaudieron más por condescendencia que por el mérito de mis versos. Zumbaron algunos cuchicheos en mi redor. Las mujeres me miraban con más curiosidad que admiración o simpatía. Verdad que yo no había recitado lo mejor de mi repertorio poético, pero para el caso habría sido lo mismo haber recitado otra poesía cualquiera. Me limité, pues, a recitar la que creía más sentimental. ¿Qué podía esperarse de un auditorio en que había mujeres que llamaban verso a una poesía y hombres que llamaban bonito a lo que podrían llamar bello? ¡Ah, con Luis el éxito había sido distinto! La música agrada hasta a los imbéciles. Pero con mis versos no podía suceder lo mismo. Para entenderlos, para apreciarlos, era preciso cierta cultura, a donde no llega, seguramente, la mayoría de esa sociedad que frecuenta bailes. Terminada mi recitación, me sentí casi avergonzado. La única persona que me felicitó especial y efusivamente fue... ¿quién iba a ser?, Lucrecia. No me he olvidado de lo que me dijo muy por
616 Enrique López Albújar ● Narrativa
lo bajo: «No vuelvas a recitar nada delante de imbéciles». Esta frase me cayó como un lenitivo. Lucrecia tenía razón. Tres meses después vino nuestro rompimiento. Los celos me decidieron al fin. Yo habría querido tener la suficiente filosofía para ver las cosas de otro modo, para no haberme encelado de un piano... Pero es que tras del piano creía ver siempre una barba rubia. Ella me había dicho que al rubio tonto se lo figuraba un piano; luego me sobraban motivos para sentirme celoso del maldito instrumento. Así, cuando la oía yo decir a su hermanita María, una pequeña de cinco años: «No, yo no quiero que toques mi piano», me sentía profundamente celoso. Ese mi me sublevaba. Mas lo cierto era que yo jamás noté de parte de ella ninguna preferencia por el rubio tonto. Por el contrario, varias veces le había puesto en ridículo en mi presencia y ante otras personas. Casi estaba yo convencido de que no pensaba en él. «Sí, ciertamente que no le ama, me decía yo. ¿Pero si al fin llegara a amarle?». Y esta suposición bastó para echarlo todo a perder. Y así fue. —¿De modo que tú has renunciado a Lucrecia para siempre? —le interrumpió Juan, que le había escuchado su relato atentamente. —Para siempre. He renunciado a ella, pero me ha quedado su recuerdo, tan doloroso que en mis excursiones musicales me impide seguir por el camino que siguió ella. Jamás toco una ópera. No toco más que valses, valses de Strauss, Chopin, Valdteufeld, aires españoles y una que otra fantasía. —Entonces jamás pasarás de ser un músico mediocre. —Tal vez, pero si yo llegara a ser así como un príncipe del vals no sería, por cierto, un príncipe de la mediocridad. En las medianías no hay príncipes. —Estoy de acuerdo contigo en esto último. ¿Pero crees que haya tanto genio musical en un vals como en una ópera? ¿Acaso tú comparas un vals de Strauss, por ejemplo, con Lucía? —Sí. No serán iguales en extensión e importancia, pero un vals es un trozo cantable y Lucía es muchos trozos cantables. Es
La mujer de Diógenes 617
decir, que en cantidad son distintos, pero en calidad bien puede ser superior un vals a un trozo de ópera. Un vals es un poema musical corto; una ópera, una serie de poemas encadenados... Así me lo figuro yo. —Mal camino llevas, chico, mal camino para tus estudios musicales. ¡Cuánto daría por oírte tocar «El trovador»!... —Eso ¡jamás! Lo odio y lo odio por ella y... por él. —¿Por el rubio tonto? —exclamó Juan, riendo a carcajada tendida. —Por el rubio tonto o por el piano. —Hombre, si es así, no deberías tocarlo y menos tener uno en tu casa. —Ah, es que yo odio el piano de ella; ese que me la arrebató, que me la conquistó en mi presencia. Al mío, no. ¿Y sabes por qué tengo este piano, que ves delante de ti? Porque quiero hacer con él lo que ella con el suyo. Ella se ha figurado el suyo como un rubio tonto; yo me figuro ahora el mío como una morena romántica. Yo sé que Lucrecia sabe que estoy dado a la música, que soy así como un príncipe del vals, que estoy enamorado de mi piano, de mi morena romántica. Sé también que ahora le ha dado por los valses y que estos son, precisamente, los míos; que me alaba en los salones, sin reserva; que a «El trovador» y al rubio tonto los ha mandado al diablo. Pero ya es tarde. Quién sabe si en vez de un rubio tonto que le toque «El trovador» habrá otro ahora que le toque valses. ¡Son tan enrevesadas las mujeres!... Jorge enmudeció por un rato. Luego, como despertando de un letargo profundo, prosiguió: —Tú no sabes, Juan, lo que me pasa cuando escucho música semejante. Tal o cual parte me trae tales o cuales recuerdos. Aún no puedo olvidarme de una noche en que vi representar «El trovador». Cuando estallaron los aplausos al final del primer acto, creía ver surgir del proscenio, de los palcos, de las galerías, una ola rojiza, que poco a poco se iba desmayando hasta hacerse cárdena y que amenazaba envolverme y aturdirme. Pero de repente la ola desapareció y vi luego alzarse, como una triunfante visión, a un
618 Enrique López Albújar ● Narrativa
joven rubio, que me miraba sonriendo irónicamente. Después sentí como un sabor en la garganta, medio agrio y medio dulce. A la mitad del segundo acto, lo que sentía yo era un sabor mezcla de oporto y mistela que se me extendía por el paladar. Y así, a medida que avanzaba la representación, creía ver una variedad de colores y paladear una infinidad de sabores. Acabé por no mirar a la escena: me causaba un insoportable malestar. Sin intención, me puse a mirar con el anteojo los palcos, detenidamente. De pronto vi en uno de ellos a una morena hermosa, muy conocida por mí, de vestido acardenalado y con un joven rubio junto a ella. Ya supondrás quiénes eran. Ella estaba igual que la noche aquella de su cumpleaños. Los diamantes del afiler que le sujetaba el empinado moño me parecían unas pupilas infernales, empeñadas en fascinarme y atraerme... Cogí el sombrero y el abrigo y salí. Esta es la razón porque, mi querido Juan, no puedo ver el color cardenal y por qué siempre que escucho «El trovador» siento el gusto de un bombón agridulce, que me trae el recuerdo de un joven rubio.