Está en la página 1de 1608

Las novelas de May transcurren

principalmente en el Oeste
americano y el próximo Oriente. En
el primer caso el protagonista es
Old Shatterhand, acompañado de
su amigo, el indio apache
Winnetou. En el segundo, el
protagonista se hace llamar Kara
ben Nemsi, y su compañero de
aventuras es el joven musulmán
Hachi Alef Omar Ben Hachi Abul
Abas Ibn Hachi Davud al Gossarah.
Ésta última saga es la que
presentamos ahora (tomadas de la
edición de G. G. de 1928). El
protagonista recorre con sus
aventuras todo el norte de África,
Egipto, Turquía —incluido el
Kurdistán— para acabar en
Albania… y volver, cómo no, a
Arabia.
El escritor seducido por sus propios
sueños y los de sus lectores, hizo
creer a sus admiradores que el
héroe de sus obras, Old
Shatterhand o Kara Ben Nemsi, era
él mismo.
May disfrazaba los elementos
autobiográficos de sus obras,
escogiendo escenarios exóticos, y
descubre a los lectores un amplio
espectro de necesidades y deseos,
ofreciéndoles elementos fantásticos
y aspectos realistas, posibilidades
de afirmarse y de huir de la
realidad, estímulos religiosos,
pacifistas, nacionalistas y una visión
romántica de la naturaleza.
La mayoría de las obras de May,
están compiladas de anteriores
escritos publicados en periódicos y
revistas.
Karl May

A través del
desierto
Por tierras del profeta - 1

ePub r1.0
FLeCos 05.08.15
Título original: Durch die Wüste
Karl May, 1892
Traducción: Desconocido
Retoque de cubierta: FLeCos

Editor digital: FLeCos


ePub base r1.2
El rastro
perdido
CAPITULO I

EL RASTRO DE UN
CRIMEN

—¿Y es cierto, sidi (señor), que quieres


seguir siendo un yaur, un infiel, que es
más despreciable que un perro y más
repugnante que las ratas que no comen
más que podredumbre?
—Sí —contesté.
—Effendi, yo odio a los infieles y
deseo que a su muerte vayan a parar al
Gehena, donde habita el diablo; pero a ti
quiero salvarte de la eterna perdición,
que te alcanzará si no reconoces el
Ikrarbil Lisán, el Santo Testimonio. Tú
eres muy bueno, muchísimo mejor que
los demás sidis a quienes he servido, y
por eso deseo convertirte, quieras o no.
Así hablaba Halef, mi criado y guía,
con quien me había arrastrado por las
angosturas y precipicios del Ysbel
Aurés para descender después hacia Dra
el Hauna, e ir por el Ysbel Tarfani a
Seddada, Kris y Dgache, desde donde
conduce a Fetnassa y Kbillí un camino
que atraviesa el famoso Chot Yerid.
Halef era un muchachillo muy
notable; tan pequeño de estatura que
apenas me llegaba debajo del brazo, y
tan delgado y enjuto, que se habría
podido afirmar en serio que había
estado en prensa un par de lustros entre
las hojas de papel secante de un
herbario. Su rostro desaparecía por
completo bajo un turbante de tres pies
de diámetro, y su albornoz, antaño
blanco, pero que brillaba entonces con
todos los matices de la grasa y el barro,
parecía: como el turbante, cortado para
una persona mucho más corpulenta; de
manera que cuando Halef se apeaba y
echaba a andar tenía que recogérselo,
como hacen las amazonas con la falda.
Mas con todas estas insignificancias
exteriores, era hombre a quien había que
guardar toda clase de respetos. Poseía
una perspicacia nada común, mucho
valor y agilidad, y una resistencia que le
permitía soportar excesivas fatigas. Y
como, además, hablaba todos los
dialectos que se usan desde los
territorios de los Uelad Bu Seba hasta
las bocas del Nilo, puede el lector
figurarse cuán satisfecho estaría yo de su
compañía y si le consideraría más bien
amigo que criado.
Tenía, sin embargo, una cualidad que
llegaba a serme a veces muy molesta.
Era un musulmán fanático, y se había
propuesto convertirme al Islam. Aquel
día se había lanzado nuevamente a una
de sus tentativas, y yo me reía de buena
gana, por lo ridículo que se ponía.
Montaba yo un potro berberisco
semisalvaje, y tan pequeño que mis pies
rozaban casi el suelo; Halef, en cambio,
había elegido para sostener su
cuerpecillo una yegua flaca y vieja, pero
altísima, de raza Hassi Ferchán; y así
estaba el hombre tan encima del nivel
mío, que podía mirarme por debajo del
brazo. Mientras hablaba estaba en
movimiento continuo; agitaba las piernas
(pues no usaba estribos), meneaba los
bracitos, delgados y morenos, e
intentaba dar expresión a sus palabras,
por medio de unos gestos tan vivos, que
a mí me costaba gran trabajo mantener la
seriedad.
Como no contestase yo a sus últimas
palabras, prosiguió.
—¿Sabes, sidi, lo que les pasa a los
yaur después de muertos?
—¿Qué les pasa? —le pregunté.
—Al morir, todos los hombres, sean
musulmanes, cristianos, judíos o
cualquiera otra cosa, van al Bartzakh.
—¿Eso es el estado entre la muerte y
la resurrección?
—Sí, sidi. De él seremos
despertados todos por el sonido de las
trompetas del Juicio, pues habrán
llegado el laum el aakhar, el día menor,
y el Akhiret, el fin; y entonces todo se
desvanecerá, excepto el Kuhrs, o sea el
trono de Dios, el Ruh o Espíritu Santo,
el Lauhel mafús y el Kalam, esto es, la
tabla y la pluma de la divina
predestinación:
—¿No quedará nada más?
—¡No!
—¿Y el paraíso y el infierno?
—Sidi, eres discreto y sabio; notas
hasta lo que yo olvido, y por eso es aún
más triste que quieras seguir siendo un
maldito yaur. Pero yo juro por mis
barbas, que te he de convertir, quieras o
no.
Al decir estas palabras arrugó la
frente en seis amenazadores pliegues,
tiró de las siete fibras de su barbilla,
atusó los ocho hilos de araña que tenía a
la derecha de la nariz y que, con los
nueve de la izquierda, formaban el
bigote, levantó las piernecillas, y con la
mano libre tiró vigorosamente de las
crines a su yegua, como si fuera el
mismo demonio que, según él, había de
arrebatarme.
El animal, tan inopinadamente
interrumpido en sus meditaciones, trató
de encabritarse; pero acordándose al
momento de su venerable ancianidad, se
dejó caer otra vez al abismo de su
paciencia, y Halef prosiguió su perorata:
—Sí, Ysnnet, el paraíso, y Gehena,
el infierno, tienen que existir también,
pues si no ¿adónde irían los justos y
adónde los condenados? Pero antes
tienen que pasar los resucitados por el
puente Sireth, que se extiende sobre la
laguna Handh y es tan estrecho y
cortante como el filo de una espada.
—Te has olvidado de otra cosa —
observé.
—¿Cuál?
—La aparición del Dedchel.
—Es verdad. Sidi, tú conoces el
Corán y todos los libros santos, y sin
embargo no quieres convertirte a la
verdadera fe. Pero no tengas cuidado,
que yo haré de ti un buen musulmán. Así,
pues, antes del Juicio vendrá el Dedchel
a quien los yaur llamáis el Anticristo,
¿no es verdad, effendi?
—Sí.
—Después se abrirá el libro Kitab,
en el que están anotadas todas las obras
buenas y malas, y se procederá al Hisab,
o sea a la revisión de las acciones
humanas, que durará cincuenta mil años;
los cuales para los buenos pasarán como
un instante, mas a los malos les
parecerán una eternidad. Esto es el
Hukm, o sea el repeso de todas las obras
humanas.
—¿Y después?
—Después viene la sentencia.
Aquellos cuyas buenas obras prevalecen
sobre las malas van al paraíso; los
infieles pecadores van al infierno; al
paso que los musulmanes, aun siendo
pecadores, sólo serán castigados por
poco tiempo. Ya ves, sidi, lo que te
aguarda, aun en el caso de que hagas
más obras buenas que malas. Pero tú
tienes que salvarte; tienes que ir
conmigo al Yennet, al paraíso, pues
tengo que convertirte, quieras o no.
Y ante esta seguridad, volvió a
pernear de tal manera, que la vieja
yegua, en el colmo del asombro, aguzó
las orejas y con los grandes ojos
procuró mirarle de soslayo.
—¿Y qué es lo que me aguarda en
vuestros infiernos? —le pregunté.
—En el Gehena arde el Narr, el
fuego eterno; allí corren unos arroyos de
tal hedor, que, no obstante la sed que los
abrasa, los condenados no quieren beber
en ellos; y hay además árboles
horrorosos, entre ellos el espantoso
Zakum, de cuyas ramas brotan cabezas
de diablo.
—¡Brrrr!
—¡Sí, sidi: es horrible! El amo del
Gehena es Thabek, el ángel del castigo.
Tiene siete departamentos, a los cuales
se entra por siete puertas. En el primero,
llamado Yshenén, van a expiar los
musulmanes pecadores, hasta quedar
purificados; Landa, el segundo
departamento, es para los cristianos;
Hotama, el tercero, es para los judíos;
Sair, el cuarto, para los sabir; Sakar, el
quinto, para los magos y adoradores del
fuego, y Gehirn, el sexto, para todos los
que adoran a los ídolos o fetiches. Pero
Zaoviat, el séptimo departamento,
llamado también Derk Asfal, es el más
profundo y horrible; a él van a parar los
hipócritas. En todos esos lugares, los
condenados serán arrastrados a los
torrentes de fuego por malos espíritus,
que además les darán a comer cabezas
de diablo del árbol Zakum, las cuales
muerden y desgarran las tripas. ¡Oh,
effendi, conviértete al Profeta, para que
no tengas que pasar por el Gehena sino
corto tiempo!
Yo moví la cabeza y le dije:
—Entonces ¿quieres que vaya yo a
parar a nuestro infierno, que es tan
horrible como el vuestro?
—¡No lo creas, sidi! Yo te prometo
por los profetas y por todos los califas,
que irás al paraíso. ¿Necesito
describírtelo?
—Descríbelo.
—El Ysnnet está sobre los siete
cielos, y tiene ocho puertas.
Primeramente viene la gran fuente Havus
Keyser, de la cual pueden beber a la vez
cien mil bienaventurados. Sus aguas son
más puras que la nieve, su aroma más
grato que el del almizcle y la mirra, y en
sus orillas hay millones de copas de oro
guarnecidas de diamantes y piedras
preciosas. Luego llegas al lugar donde
descansan los bienaventurados, en
cojines bordados de oro, y donde
inmortales doncellitas y huríes
eternamente jóvenes les sirven
deliciosos manjares y bebidas. Sus
oídos son sin cesar deleitados por los
cantos del ángel Israfil y por la armonía
de las campanas suspendidas de los
árboles, cuyas ramas mueve un viento
emanado del trono de Alá. Todos los
bienaventurados tienen sesenta varas de
estatura y no pasan nunca de los treinta
años. Mas entre todos los árboles
descuella el Tubah, el árbol de la
felicidad, cuyo tronco está en el palacio
del gran profeta y de cuyas ramas, que
llegan a las viviendas de los
bienaventurados, cuelga todo lo que es
preciso para que sea completa la dicha.
De las raíces del árbol Tubah nacen
todos los ríos del paraíso, que manan
leche, vino, miel y café.
No obstante lo sensual de esta
representación, he de advertir que
Mahoma se inspiró en las creencias
cristianas, aunque amoldándolas a la
inteligencia y el temperamento de las
hordas nómadas a las cuales se dirigía.
Halef me miró esta vez con una cara
en que se leía muy claramente la
esperanza de que su descripción del
paraíso hubiera triunfado de mi
rebeldía.
—¿Qué me dices a eso? —me
preguntó al ver que me callaba.
—Voy a decirte, en primer lugar, que
no me gusta eso de tener sesenta varas
de estatura; tampoco quiero saber nada
de las huríes, pues soy enemigo de las
mujeres y de las doncellitas.
—¿Por qué? —preguntó admirado.
—Porque el Profeta dice: «La voz
de la mujer es como el canto del bilbil
(ruiseñor), pero su lengua está llena de
veneno, como la lengua de la víbora».
¿No lo has leído?
—Lo he leído.
Agachó la cabeza; pues yo le había
derrotado con palabras de su mismo
profeta. Entonces me preguntó, ya con
menos seguridad:
—Ello no obstante, ¿no es hermoso
nuestro cielo? Tú no tienes obligación
de mirar a ninguna hurí.
—Permanezco cristiano.
—Pero ¿tan difícil es decir: La ila
ila Alá ve Mohamedresul Alá?
—¿Es más difícil acaso rezar: la
abana ’Iledsi, fi ’ssemavatijatahadeso
’smoka?
Me miró iracundo.
—Ya sé que Isa Ben Marryam, a
quien llamáis Jesús, os ha enseñado esa
oración, que llamáis Padrenuestro. Bien
veo que quieres convertirme a tu
religión; pero no creas que vas a hacer
de mí un renegado del Tauhid, de la fe
en Alá.
Y había tratado muchas veces de
oponer las mías a sus tentativas de
conversión. Cierto que yo estaba
completamente convencido de que nada
adelantaría; pero era el único medio de
que me dejara en paz; y así ocurrió
también esta vez.
—Entonces déjame tú en mi fe,
como yo te dejo en la tuya.
Refunfuñó un poco y luego dijo:
—Sin embargo, he de convertirte,
quieras o no quieras. Y no renuncio tan
fácilmente a lo que una vez me
propongo, porque soy el hachi[1] Halef
Omar Ben Hachi Abul Abbás Ibn Hachi
Davud al Gossarah.
—¿Así tú eres hijo de Abul Abbás,
hijo de Davud al Gossarah?
—Sí.
—¿Y los dos fueron peregrinos?
—Sí.
—¿Y también eres tú hachi?
—Sí.
—¿Entonces habéis estado los tres
en la Meca y habéis visto la Kaaba
santa?
—Davud al Gossarah no.
—¡Ah! ¿Y le llamas, sin embargo,
hachi?
—Sí, porque lo fue. Vivía en Ysbel
Chur-Chum y de joven partió en
peregrinación. Llegó felizmente a El
Yuf, que llaman el vientre del desierto;
pero allí enfermó y tuvo que detenerse
junto al pozo Trasah. Allí se casó y
murió, después de haber conocido a su
hijo Abul Abbás. ¿No se le puede llamar
con razón hachi, peregrino?
—¡Hum! ¿Pero Abul Abbás estuvo
en la Meca?
—No.
—¿Y también fue hachi?
—Sí. Empezó la peregrinación y
llegó hasta la llanura de Admar, donde
tuvo que quedarse.
—¿Por qué?
—Vio allí a Amareh, la perla del
Yunet, y la amó. Amareh fue su esposa y
de ella nació Halef Omar, aquí presente.
Después murió Abul Abbás; ¿no fue
acaso un hachi?
—¡Hum! ¿Pero y tú? ¿Has estado tú
alguna vez en la Meca?
—No.
¡Y sin embargo te das el título de
peregrino!
—Sí. Cuando murió mi madre, salí
en peregrinación. Anduve hacia Levante
y hacia Poniente, hacia el Mediodía y
hacia el Norte; aprendí a conocer todos
los oasis del Desierto y todos los
lugares de Egipto; no he estado todavía
en la Meca, pero pienso llegar allí. ¿No
soy, por lo tanto, un hachi?
—¡Hum! Yo creía que solamente el
que ha estado en la Meca puede tomar el
nombre de hachi.
—Propiamente, sí; pero yo estoy ya
en camino.
—Es posible. Sin embargo, el mejor
día puedes encontrarte con una hermosa
doncella, y te quedarás a su lado; al hijo
que tengas le pasará lo mismo, pues
parece ser éste vuestro kismet (destino);
y dentro de cien años dirá tu tataranieto:
Yo soy Hachi Mustafá Ben Hachi Alí
Asabet Ibn Hachi Said al Hanstza Ben
Hachi Chehab Tofail Ibn Hachi Halef
Omar Ben Hachi Abul Abbás Ibn Hachi
Davud al Gossarah. Y ninguno de esos
siete peregrinos habrá visto La Meca, y
ninguno de los siete habrá sido hachi
auténtico; ¿no te parece?
No obstante su seriedad
acostumbrada, Halef tuvo que reírse ante
mi inofensiva ironía. Entre los
musulmanes hay muchos, muchísimos,
que, particularmente cuando se
encuentran entre extranjeros, se hacen
pasar por hachís sin haber visto la
Kaaba, ni haber recorrido el camino
entre Safa y Mervé, ni haber estado en
Arasá, ni haber jurado y haberse
afeitado en Miná. Mi buen Halef se
consideró derrotado, pero no me puso
mala cara.
—Sidi —me dijo humildemente—,
¿vas a divulgar por ahí que no he estado
en la Meca?
—Sólo hablaré de ello si vuelves a
tus tentativas de convertirme al Islam; de
lo contrario, callaré. Pero, mira: ¿no son
huellas en la arena lo que veo?
Habíamos entrado en el vadi[2]
Tarfani hacía mucho rato, y nos
encontrábamos en un sitio en el cual el
simún, el viento del Desierto, había
acumulado la arena que había barrido de
los altos peñascos. En aquella arena
podían reconocerse claramente varias
huellas.
—Por aquí han pasado jinetes —
dijo Halef con la mayor indiferencia.
—Pues vamos a desmontar para
examinar el rastro.
Halef me miró interrogándome.
—Sidi, ¿para qué? Basta con saber
que por aquí ha pasado alguien. ¿Por
qué quieres examinar las huellas que han
dejado las herraduras?
—Siempre es bueno saber a quién
tenemos delante.
—Si vas a reconocer todas las
huellas que vayamos encontrando, ni en
dos lunas llegaremos a Seddada. ¿Qué te
importa a ti de la gente que va delante
de tus pasos?
—Y he visitado lejanas tierras,
extraordinariamente selváticas, donde
muy a menudo la vida depende del
examen que haga uno de todos los darb
y ethar, de todas las huellas, una a una,
para estar advertido y saber si va uno a
encontrarse con amigos o con enemigos.
—Aquí no encontrarás enemigo
alguno, effendi.
—Eso no se puede asegurar.
Diciendo esto me apeé. Las huellas
eran de tres cabalgaduras: un camello y
dos caballos. El primero era, sin duda
alguna, camello de silla, según pude
colegir por la ligereza de sus pisadas.
Después de minuciosa inspección noté
una particularidad; una de las huellas me
hizo sospechar que uno de los dos
caballos padecía de hormiguillo. Esto,
forzosamente, tenía que llamarme la
atención, pues me encontraba en un país
donde la riqueza caballar hacía extraño
que se montara un caballo con tal
defecto. El dueño del animal no debía
de ser, por lo visto, un árabe, o en todo
caso sería un árabe muy pobre.
Halef se reía de la minuciosidad con
que examinaba yo la arena, y al
levantarme del suelo me preguntó:
—¿Qué has visto, sidi?
—Eran dos caballos y un camello.
—¡Dos caballos y un yemmel! ¡Alá
bendiga tus ojos! Y he visto lo mismo
sin necesidad de apearme. Quieres ser
un taleb, un sabio, y haces cosas de las
cuales se mofaría un hamahr, un
borriquero. ¿De qué te sirve ahora el
tesoro de ciencia que aquí has
descubierto?
—Sé, en primer lugar, que los tres
jinetes han pasado por aquí hace cuatro
horas, poco más o menos.
—¿Y quién te dará un comino por tal
descubrimiento? Vosotros, los hombres
de Belad er Rumi, de Europa, sois gente
muy singular.
Y acompañó estas palabras con una
mueca en la que pude leer la más honda
compasión; pero yo preferí continuar en
silencio nuestro camino.
Seguimos las huellas durante una
hora, hasta que, en el punto donde el
vadi forma una curva y al dar la vuelta a
un recodo, se detuvieron de repente
nuestros caballos, y vimos tres buitres,
posados detrás de una duna, no lejos de
nosotros. Al notar nuestra presencia
remontaron el vuelo lanzando roncos
graznidos.
—¡El bidj, el buitre barbón! —dijo
Halef—. Donde él está seguramente hay
carroña.
—Habrá algún animal muerto —
contesté siguiéndole.
Halef había espoleado a su yegua
hacia aquel sitio, de manera que yo me
había quedado atrás. Apenas hubo
alcanzado él la duna, dio un tirón de las
riendas y lanzó un grito de horror.
—¡Mach Allah! ¡Maravilla de Dios!
¿Qué es esto? ¿No es un hombre, sidi, lo
que aquí veo?
Tuve que contestar afirmativamente.
Era, en realidad, un hombre, en cuyo
cadáver se habían cebado los buitres.
Me apeé rápidamente y me arrodillé
junto a él. Tenía el traje destrozado por
las garras de los buitres; pero no podía
hacer mucho tiempo que había muerto,
como pude notar al palparle.
—¡Allah kerihm! ¡Dios es clemente!
Sidi, ¿ha muerto de muerte natural este
hombre? —me preguntó Halef.
—No; ¿no ves las heridas del cuello
y el agujero del cráneo? Ha sido
asesinado.
—¡Alá pierda al que lo ha hecho!
Pero ¿no podría ser que hubiese muerto
en lucha franca y leal?
—¿A qué llamas tú lucha franca y
leal? Quizá haya sido víctima de una
venganza de sangre. Vamos a reconocer
sus ropas.
Halef me ayudó a ello, y no
encontramos ni la cosa más
insignificante, hasta que se fijaron mis
ojos en las manos del muerto, que
llevaba en un dedo un sencillo aro de
oro, de la forma corriente en los anillos
nupciales. Se lo quité y en su parte
interior vi grabado en letra muy
pequeña, pero claramente: E. P. 15
juillet 1830.
—¿Qué has encontrado? —me
preguntó Halef.
—Este hombre no era Ibn arab[3].
—¿Qué era, entonces?
—Francés.
—¿Franco, cristiano? ¿En qué lo
conoces?
—Cuando los cristianos toman
mujer, se regalan uno a otro unos anillos
en los cuales se graba el nombre y el día
de la boda.
—¿Y ese es uno de esos anillos?
—Sí.
—Pero ¿en qué conoces tú que el
muerto pertenecía al pueblo de los
franceses? Podría ser inglis (inglés), o
nemsi (alemán) como tú.
—Son palabras francesas las que
hay aquí.
—Sin embargo, podría ser de otro
pueblo. ¿No puede uno encontrar una
sortija y aun robarla?
—Es verdad; pero mira la camisa
que lleva debajo del vestido; es de
europeo.
—¿Quién le habrá matado?
—Sus dos acompañantes. ¿No ves tú
que la tierra está removida por la lucha?
¿No ves que…?
Me interrumpí a la mitad de la frase.
Me había levantado para examinar el
suelo, pues en el sitio en que yacía el
cadáver no se veía más que el principio
de un ancho rastro de sangre, el cual se
dirigía a unos peñascos que había a un
lado. Lo seguí con el fusil amartillado,
pues los asesinos podían encontrarse en
las cercanías, y pocos pasos había dado
cuando se elevó con fuerte aleteo un
buitre y, en el lugar de donde se había
levantado, vi tendido un camello.
También estaba muerto, con el pecho
abierto por una honda y ancha herida.
Halef cruzó las manos y exclamó con
lástima e indignación.
—¡Un hedjihn gris, un tuareg-
hedjihn gris, y esos asesinos, esos
infames, esos perros lo han matado!
Era evidente; Halef sentía más la
muerte de la magnífica cabalgadura que
la del francés. Como buen hijo del
desierto, para quien el más ínfimo
objeto es precioso, se inclinó y examinó
la silla del camello, mas no encontró
nada, pues las alforjas estaban vacías.
—Los asesinos se lo han llevado
todo, sidi: quieren arder por toda la
eternidad en el Gehena. Nada,
absolutamente nada han dejado, más que
el camello… y los papeles que hay allí,
en la arena.
Estas palabras me hicieron volver la
cabeza y distinguí a cierta distancia
algunos pedazos de papel arrugados y
tirados como inútiles. Pensé que podrían
tal vez prestarme alguna luz y fui a
recogerlos. Eran hojas de periódico.
Alisé los estrujados pedazos y los junté
exactamente: tenía en las manos una hoja
de La Vigie Algérienne, otra de
L’Indépendant y otra del Mahouna, el
primero de Argel, el segundo de
Constantina y el tercero de Guelma. No
obstante estas diferencias locales, noté,
en un detenido examen, una consonancia
extraña en el contenido de las tres hojas,
es decir, que las tres daban cuenta del
asesinato de un comerciante francés en
Blidah. Las sospechas del asesinato
recaían en un comerciante armenio
fugitivo a quien se perseguía, y cuyas
señas personales publicaban en los
mismos términos las hojas de los tres
periódicos.
¿Por qué razón llevaba el muerto
aquellos tres relatos? ¿Le atañía
personalmente, de algún modo, el
suceso? ¿Era pariente del comerciante
de Blidah? ¿Era el asesino, o acaso se
trataba de un agente de la policía que
hubiese perseguido a los criminales?
Me guardé los papeles, como me
había guardado la sortija, y volví con
Halef junto al cadáver. Sobre él se
cernían constantemente los buitres, que
al alejarnos se pararon encima del
camello.
—¿Qué piensas hacer ahora, sidi?
—me preguntó mi compañero.
—No nos queda más que enterrar el
cadáver.
—¿Quieres cavarle una fosa?
—No; para eso nos faltan
herramientas. Levantaremos encima de
él un montón de piedras, para que no lo
despedacen las bestias feroces.
—¿Y sabes tú de fijo que es un yaur?
—Es un cristiano.
—Sin embargo, es posible que te
equivoques, sidi. ¿Por qué no había de
ser un creyente? Por eso, permíteme que
te pida una cosa.
—¿Cuál?
—Coloquémosle de manera que
mire hacia la Meca.
—No hay inconveniente, porque
también mirará hacia Jerusalén, donde el
Salvador del mundo padeció y murió.
¡Manos a la obra!
Fue una operación muy triste, que
ejecutamos en el más profundo silencio.
Cuando el montón de piedras que cubría
al desgraciado tuvo suficiente altura
para protegerle completamente contra
las fieras, le añadí otras hasta formar
una cruz, y me puse a rezar una oración.
Cuando hube terminado, volvió Halef la
vista a Oriente para recitar el sura 112
del Corán:
«¡En nombre del Dios todo
misericordia! Di: Dios es el único y
eterno Dios. No engendra ni ha sido
engendrado, y ningún ser es como Él. El
hombre ama la vida pasajera y descuida
la futura. Pero tu partida ha llegado, y
serás llevado a tu Señor, quien te
despertará a nueva vida. Sean entonces
considerados tus pecados como muy
pequeños y el número de tus buenas
obras tan grande como los granos de
arena sobre la cual duermes en el
desierto».
CAPITULO II

LOS ASESINOS

Dichas estas palabras se agachó para


lavarse con arena las manos,
contaminadas al tocar el cadáver.
—Ahora, sidi, estoy otra vez tahir, o
lo que los hijos de Israel llaman kauch,
esto es: limpio, y puedo volver a tocar
lo que es puro y santo. ¿Y qué hacemos
ahora?
—Vamos a perseguir a los
criminales.
—¿Quieres matarlos?
—Yo no soy su juez. Hablaré con
ellos y sabré por qué han asesinado a
ese hombre. Entonces ya sabré lo que he
de hacer.
—No deben de ser hombres
discretos, pues de lo contrario no
habrían sacrificado a un hedjihn que
valía más que sus caballos.
—El hedjihn quizá los habría
vendido. Aquí están las huellas.
¡Adelante! Nos llevan cinco horas de
ventaja; quizá mañana los alcancemos,
antes de llegar a Seddada.
No obstante el calor y lo difícil y
pedregoso del suelo, cabalgábamos con
mucha velocidad, como si cazáramos
gacelas, por lo cual nos era casi
imposible mantener una conversación.
Pero era más imposible todavía que mi
buen Halef guardara silencio durante tan
largo tiempo.
—¡Sidi! —gritó detrás de mí—.
¡Sidi!, ¿vas a abandonarme?
Volví la cabeza, diciéndole:
—¿Abandonarte?
—Sí; mi yegua tiene las piernas más
flacas que tu potro berberisco.
En verdad, la vieja yegua Hassi
Ferchán estaba cubierta de sudor y de
sus belfos caía la espuma en grandes
copos.
—Pero hoy no podemos seguir la
costumbre de descansar en las horas de
más calor, sino que hemos de cabalgar
hasta la noche; de lo contrario no
daríamos con los fugitivos.
—El que se apresura demasiado no
por eso llega más temprano que el que
va despacio, effendi, porque… ¡Allah
akbar! ¡Mira ahí abajo!
Nos encontrábamos en lo alto de un
escarpado despeñadero del vadi, y
abajo, a la distancia de un cuarto de
legua, vimos a dos jinetes, o, mejor
dicho, dos hombres sentados junto a una
pequeña sobha (charca) en la cual había
un poco de agua turbia. Sus caballos
ramoneaban las raquíticas mimosas que
crecían alrededor.
—¡Ah! ¡Ellos son!
—Sí, sidi: son ellos. También ellos
habrán sufrido el excesivo calor y han
determinado esperar a que hayan pasado
las horas más ardorosas.
—O se habrán detenido para
repartirse el botín. Atrás, Halef, échate
atrás, para que no nos vean. Nos
apartaremos del vadi y cabalgaremos un
poco al Oeste para darles a entender que
venimos del Chot Rharsa.
—¿Por qué, effendi?
—No quiero que presuman que
hemos encontrado el cadáver.
Nuestros caballos treparon por un
lacio del vadi e inmediatamente nos
internamos en el desierto en dirección al
Oeste. Después dimos un rodeo y nos
dirigimos al sitio en que se encontraban
los desconocidos. Estos no podían
vernos por estar ellos en el fondo del
vadi; pero podían oír nuestras pisadas,
pues nos encontrábamos cerca de ellos.
Efectivamente, cuando volvimos al
borde del barranco ya se habían
levantado y empuñaban sus carabinas.
Naturalmente, yo hice como que me
sorprendía también, como a ellos,
encontrar hombres tan de improviso en
el desierto; pero no juzgué necesario
echar mano a mi rifle.
—¡Salam aaleikum! —les grité
deteniendo mi caballo.
—¡Aaleikum! —contestó el de más
edad—. ¿Quiénes sois?
—Viajeros pacíficos.
—¿De dónde venís?
—Del Oeste.
—¿Y adónde vais?
—A Seddada.
—¿De qué tribu sois?
Señalé a Halef y contesté:
—Este procede del valle Admar y
yo de los Beni-Sachsa. ¿Y vosotros, qué
sois?
—Somos de la famosa tribu de los
Uelad Hamalek.
—Los Uelad Hamalek son buenos
jinetes y bravos guerreros. ¿De dónde
venís?
—De Gaffa.
—Entonces habéis hecho buenas
jornadas. ¿Adónde vais?
—A la bir (fuente) Sanidí, donde
tenemos amigos.
Ambas cosas, que vinieran de Gaffa
y que fueran a la fuente Sanidí, eran
mentira; pero yo fingí creer en su
palabra y les pregunté:
—¿Nos permitís que descansemos
aquí, con vosotros?
—Nosotros nos quedamos aquí hasta
el amanecer —fue su respuesta, que no
contestaba sí ni no a mi pregunta.
—También nosotros pensamos
descansar aquí hasta la salida del sol.
Hay aquí agua suficiente para todos.
¿Nos permitís que nos quedemos con
vosotros?
—El desierto pertenece a todos.
¡Marhaba! Sed bien venidos.
A pesar de tal contestación vi
claramente que habrían preferido que
nos marcháramos; pero nosotros hicimos
bajar el declive a nuestros caballos y
nos acercamos a la charca, junto a la
cual nos sentamos en seguida y sin
cumplidos.
Las dos fisonomías, que pude ya
estudiar, no inspiraban confianza. El de
más edad, que hasta entonces había
llevado la voz cantante, era de larga y
flaca contextura. El albornoz le caía
sobre el cuerpo como si fuera un
espantapájaros. Debajo de su pringoso
turbante azul chispeaban siniestramente
dos ojos pequeños y agudos; sobre los
delgados labios descoloridos se
prolongaba un delgado y mísero bigote;
la puntiaguda barbilla mostraba una
chocante propensión a levantarse, y la
nariz… Si, la nariz de aquel hombre
recordaba vivamente a los buitres que
hacía poco habíamos ahuyentado. No era
una nariz de pico de águila ni de halcón,
sino que tenía la misma forma de un pico
de buitre.
El otro era un joven de extraña
belleza; pero las pasiones habían
deslucido sus ojos, extenuado sus
nervios, y demacrado antes de tiempo
sus mejillas. No inspiraba la menor
simpatía.
El de más edad hablaba el árabe con
el acento con que se habla en el
Eufrates, y el más joven me hizo
sospechar que no era oriental, sino
europeo. Sus caballos, que estaban
cerca de nosotros, demostraban a simple
vista estar reventados. Los trajes de los
dos tenían aspecto miserable, pero eran
muy buenas las armas que llevaban.
Tenían en el suelo varios objetos, todos
ellos raros en el desierto, y que
continuaban allí porque no les habíamos
dado tiempo de esconderlos; un pañuelo
de seda, un reloj de oro con su cadena,
un compás, un magnífico revólver y un
libro de apuntes encuadernado en
tafilete.
Aparenté no haberme fijado en tales
objetos, tomé de las alforjas un puñado
de dátiles y me puse a comerlos con
indiferente y pacífico semblante.
—¿Qué vais a hacer en Seddada? —
me preguntó el de más edad.
—Nada. Seguiremos luego adelante.
—¿Hacia dónde?
—Por el Chot Yerid a Fetnassa y
Kbillí.
Por una mirada que dirigió
furtivamente a su compañero, comprendí
que aquel era su mismo camino.
Entonces siguió preguntando:
—¿Tienes negocios en Fetnassa o en
Kbillí?
—Sí.
—¿Vas a vender allí tus rebaños?
—No.
—¿Tus esclavos quizá?
—No.
—Entonces, ¿qué vas a hacer allí?
—Nada. Los hijos de mi tribu no
hacen negocios en Fetnassa.
—¿Es que vas a buscar allí mujer?
Afecté un semblante iracundo.
—¿No sabes que es una ofensa
hablar a un hombre de su mujer? ¿Acaso
eres yaur, que no lo has aprendido
todavía?
El hombre se azoró de veras y
sospeché que mis palabras habían dado
en el clavo. No tenía en su fisonomía
trazo alguno de los que caracterizan a
los beduinos; caras como la suya las
había encontrado yo más bien entre los
hombres procedentes de Armenia…
Pero ¿no era acaso un traficante armenio
el que había asesinado al comerciante
de Blidah y cuyas señas llevaba yo en el
bolsillo? Y no me había tomado el
trabajo de leer atentamente toda la
requisitoria, ni aun las señas personales.
Mientras como un relámpago pasaban
por mi mente estos pensamientos,
tropezaron otra vez mis ojos con el
revólver. En su culata había una placa
de plata con unas palabras grabadas.
—¡Permíteme!
Al decir esta palabra cogí el arma y
leí: Paul Galigné, Marseille. No era el
nombre del fabricante, sino el del
dueño; pero no demostré en mi rostro el
interés que me movía, sino que pregunté
con indiferencia:
—¿Qué clase de arma es ésta?
—Un… un… un rifle que gira.
—¿Quieres enseñarme cómo se
dispara?
Me lo explicó. Yo le escuchaba
atentamente y después le dije:
—Tú no eres un Uelad Hamalek,
sino un yaur.
—¿Por qué?
—Acabo de conocerlo ahora muy
claramente. Si fueras un hijo del Profeta,
me habrías matado de un tiro por haberte
llamado yaur. Además, solamente los
infieles usan el rifle que da vueltas.
¿Cómo ha llegado esta arma a manos de
un Uelad Hamalek? ¿Es un regalo?
—No.
—Entonces ¿lo has comprado?
—No.
—¿Es que se trata de botín?
—Sí.
—¿De quién?
—De un franco.
—¿Luchaste con él?
—Sí.
—¿Dónde?
—En el campo de batalla.
—¿En cuál?
—En el de Güevara.
—¡Mientes!
Esta vez le apuré la paciencia. Se
levantó empuñando el revólver y
gritando:
—¿Qué dices? ¿Que yo miento? Voy
a matarte como a…
Le corté la palabra diciendo:
—¿Como al francés de allá arriba,
en Vadi Tarfani?
La mano que empuñaba el revólver
se bajó y una palidez mortal cubrió la
cara de aquel hombre. Sin embargo, se
arropó de nuevo en su chilaba y
preguntó con acento amenazador:
—¿Qué quieres decir con esas
palabras?
Me eché mano al bolsillo, saqué los
periódicos, y les di una ojeada por
encima, con objeto de ver cuál era el
nombre del asesino.
—Quiero decir que tú no eres un
Uelad Hamalek. Tu nombre me es
conocido; te llamas Hamd el Amasat.
Retrocedió y extendió hacia mí las
manos en actitud de defensa.
—¿De dónde me conoces?
—Te conozco y basta.
—No, tú no me conoces; no me
llamo así… ¡Soy un Uelad Hamalek, y al
que lo niegue le pego un tiro!
—¿A quién pertenecen esos objetos?
—A mí.
Yo cogí el pañuelo, y vi que estaba
marcado con las iniciales P. G. Abrí
luego la tapa del reloj y en el interior
encontré grabadas las mismas letras.
—¿De dónde has sacado esto?
—¿Qué te importa a ti? ¡Déjalas!
En lugar de escucharle abrí el libro
de notas. En la primera hoja leí el
nombre de Paul Galigné; pero lo demás
estaba estenografiado, y yo no sé leer
los caracteres taquigráficos.
—¡Deja eso!
Al decir estas palabras me arrancó
de las manos el libro con tanta fuerza
que fue a parar a la charca. Me puse en
pie para ir a recogerlo; pero encontré
doble resistencia, pues entonces el joven
se interpuso también entre la charca y
yo.
Cualquiera habría dicho que Halef
presenciaba con indiferencia la cuestión;
pero yo le veía con el dedo en el gatillo
de su carabina; el joven no esperaba
más que una señal mía para disparar. Yo
me incliné otra vez para recoger la
brújula.
—¡Alto! ¡Eso es mío! ¡Déjalo ahí!
—gritó el de más edad.
Y asió mi mano para dar más fuerza
a sus palabras; pero yo le dije tan
pausada y tranquilamente como pude:
—Siéntate otra vez; tengo que
hablarte.
—No tengo nada que ver contigo.
—Pero yo sí con vosotros. Siéntate,
y no me obligues a hacerte sentar.
Esta amenaza surtió su efecto. El
hombre se sentó otra vez en el suelo, y
lo mismo hice yo. Luego saqué a mi vez
el revólver y le dije:
—Mira: también tengo yo mi rifle de
los que giran. Suelta el tuyo si no
quieres que dispare yo antes.
Puso pausadamente el arma en el
suelo, a su lado; pero en situación de
empuñarla en el instante oportuno.
—Tú no eres un Uelad Hamalek.
—Lo soy.
—Tú no vienes de Gaffa.
—De allí vengo.
—¿Cuánto tiempo hace que recorres
el Vadi Tarfani?
—¿Y a ti qué te importa?
—Me importa mucho, pues allí he
visto el cadáver de un hombre a quien tú
has asesinado.
Los músculos de su rostro se
contrajeron siniestramente.
—¿Y si lo hubiera hecho, qué
tendrías tú que decir?
—No mucho; sólo algunas palabras.
—¿Cuáles?
—¿Quién era aquel hombre?
—No le conozco.
—Entonces ¿por qué le has
asesinado a él y has matado su camello?
—Porque me dio la gana.
—¿Era un creyente?
—No. Era yaur.
—¿Te has apoderado de lo que
llevaba?
—¿Debía dejarlo?
—No, pues lo has robado para
entregármelo a mí.
—No comprendo.
—Tienes que comprenderme. El
muerto era un yaur; yo también lo soy y
seré quien le vengue.
—¿Derramando mi sangre?
—No; si yo quisiera eso ya no
existirías. Estamos en el desierto, donde
no rige otra ley que la del más fuerte. No
quiero probar quién de nosotros lo es
más; te entrego a la justicia de Dios que
todo lo sabe, que todo lo ve y que no
deja acción alguna sin castigo o
recompensa; pero te digo una cosa, en la
cual tienes que fijarte bien; entrégame
todo lo que has quitado al muerto.
El hombre sonrió con gesto de
superioridad.
—¿Me lo pides formalmente?
—Sí.
—Entonces ¡toma lo que estás
pidiendo!
Bajó la mano para coger el revólver;
pero al momento le encaré yo la boca
del mío, exclamando. —¡Quieto, o
disparo!
Era en verdad algo crítica la
situación en que me encontraba; pero
felizmente mi adversario, que parecía
tener más astucia que valor, retiró la
mano y pareció quedar indeciso.
—¿Qué quieres hacer con esos
objetos?
—Los entregaré a los parientes del
difunto.
Me miró fijamente, expresando en su
rostro una especie de compasión, y me
dijo:
—Mientes; lo que tú quieres es
quedarte con ellos.
—No miento.
—¿Y qué piensas hacer contra mí?
—Ahora, nada; pero guárdate de
volver a cruzar otra vez por mi camino.
—¿Piensas efectivamente en ir
desde aquí a Seddada?
—Sí.
—Y si te entrego estos objetos, ¿nos
dejarás a mí y a mi compañero que
vayamos a Bir Sanidi?
—Sí.
—¿Me lo prometes?
—Sí.
—¡Júralo!
—Los cristianos no juramos;
cumplimos nuestra palabra sin
necesidad de juramento.
—Pues toma el arma, el reloj, la
brújula y el pañuelo.
—¿Qué otras cosas llevaba consigo?
—Nada más.
—¿Y el dinero?
—Ese me lo guardo yo.
—No me opongo; pero dame la
bolsa o el portamonedas donde lo
llevaba.
—Lo tendrás.
Se metió la mano en el cinto y sacó
una bolsa bordada con perlas, que me
entregó después de vaciarla.
—¿No llevaba nada más?
—Nada. ¿Quieres registrarme?
—No.
—Entonces ¿podemos irnos?
—Sí.
Pareció sentirse más libre que antes;
su compañero era indudablemente un
hombre tímido y mostraba estar muy
contento por salir del paso sin más
consecuencias. Recogieron sus efectos y
montaron a caballo.
—¡Salam aaleikum! ¡La paz sea con
vosotros!
Yo no contesté y ellos tomaron con
indiferencia mi descortesía. A los pocos
instantes habían desaparecido detrás del
borde del vadi.
A todo esto no había pronunciado
Halef una sola palabra; pero entonces
rompió el silencio para decirme:
—¡Sidi!
—¿Qué quieres?
—¿Puedo hablar?
—Sí.
—¿Conoces al avestruz?
—Sí.
—¿Sabes cómo?
—¿Cómo?
—Tonto, muy tonto.
—Ve diciendo.
—Perdóname, effendi, pero me
pareces más tonto aún que el avestruz.
—¿Por qué?
—Porque has dejado escapar a esos
infames.
—No podía detenerlos ni tampoco
matarlos.
—¿Por qué no? Si hubieran
asesinado a un creyente, puedes seguro
de que los habría enviado al Cheitán, al
diablo. Tratándose de un yaur me es
indiferente que encuentren castigo o no.
¡Pero tú eres cristiano y dejas escapar al
asesino de un hermano tuyo!
—¿Quién te dice a ti que se ha
escapado?
—¡Si ya están lejos! Irán a Bir
Sanidi y de allí a Debila y El Ued, para
internarse en el Areg (región de las
dunas).
—No; no harán semejante cosa.
—¿Por qué no? Bien claro han dicho
que van a Bir Sanidi.
—Mienten; irán a Seddada.
—¿Cómo lo sabes?
—Mis ojos me lo han dicho.
—¡Alá bendiga tus ojos que vieron
las pisadas en la arena! Como tú, sólo
un infiel puede obrar; pero ya te
convertiré a la fe verdadera —puedes
estar seguro—, quieras o no.
—Entonces me llamaré peregrino sin
haber estado en la Meca —le contesté.
—¡Sidi! Me has prometido no
mentar eso…
—Sí, mientras tú no intentes
convertirme.
—Eres el amo y tengo que
someterme. Pero ¿qué hacemos ahora?
—En primer lugar cuidar de nuestra
seguridad. Aquí puede alcanzarnos una
bala. Hemos de convencernos de que
esos infames se han marchado.
Escalé el borde del barranco y vi a
los dos jinetes a gran distancia al
Sudeste. Halef me había seguido.
—Por ahí van —me dijo—. Esa es
la dirección de Bir Sanidi.
—Cuando estén más lejos darán la
vuelta hacia el Oeste.
—Sidi, me parece que tienes la
cabeza débil. Si hicieran eso volverían a
caer en nuestras manos.
—Ellos creen que partiremos
mañana, y así piensan llevarnos mucha
delantera.
—Tú cavilas, pero no das con lo
cierto.
—¿Eso crees? ¿No he dicho allá
arriba que uno de sus caballos padecía
de hormiguillo?
—Sí; eso lo he visto yo al
emprender la marcha.
—Pues también acierto ahora; repito
que van a Seddada.
—¿Por qué no los seguimos
inmediatamente?
—Porque les cogeríamos pronto la
delantera, pues nosotros tomaríamos el
camino en línea recta; darían con
nuestras huellas y se esconderían para
no encontrarse con nosotros. Volvamos
junto a la charca y descansaremos un
poco.
Bajamos de nuevo. Me tendí sobre
mi manta, que había extendido en el
suelo, tiré de una punta de mi turbante,
formando como un licham (velo) sobre
el rostro, y cerré los ojos, no para
dormir, sino para meditar sobre nuestra
última aventura. Pero ¿quién puede
ocupar largo rato la memoria en cosas
confusas en el horrible ardor del
Sahara? Me adormecí, y apenas habrían
pasado unas dos horas, cuando desperté,
y entonces emprendimos la marcha.
El vadi Tarfani desemboca en el
Chot Rharsa; por lo cual teníamos que
dejarlo si queríamos dirigirnos a
Seddada por el Este. Al cabo de algunas
horas encontramos las pisadas de dos
caballos que se dirigían de Occidente a
Levante.
—Dime, Halef, ¿conoces esas ethar,
estas huellas?
—¡Mach Allah! Tenías razón, sidi; a
Seddada van.
Me apeé y examiné las pisadas.
—Han pasado por aquí hace media
hora; cabalguemos despacio, pues de lo
contrario notarían que les vamos a la
zaga.
Las estribaciones del Yebel Tarfani
descendían suavemente hasta el llano, y
cuando el sol se ocultó y al poco rato
apareció la luna, vimos a Seddada a
nuestros pies.
—¿Seguirnos bajando? —preguntó
Halef.
—No. Pasaremos la noche entre los
olivos, allí, en el declive de la montaña.
Nos desviamos un poco de nuestra
dirección y encontramos entre los olivos
un sitio magnífico para acampar. Como
estábamos ya acostumbrados al
lamentable aullido del chacal, al gañido
del fennek y a los gritos más bajos de
tono de la sigilosa hiena, estas voces
nocturnas no perturbaban nuestro sueño.
En cuanto despertamos, lo primero que
hice fue examinar las huellas del día
anterior. Y creía que allí, cerca de un
lugar habitado, sería superfluo hacerlo;
pero con gran sorpresa mía vi que las
huellas no se dirigían a Seddada, sino
que torcían hacia el Sur.
—¿Por qué no habrán bajado? —
preguntó Halef.
—Para no dejarse ver. Todo asesino
a quien se persigue debe ser precavido.
—Pero, entonces, ¿adónde van?
—En todo caso a Kris, para viajar
por el Yerid. Entonces habrán salido de
Argelia, y estarán, por tanto, en relativa
seguridad.
—Sin embargo, nos hallamos ya en
territorio de Túnez. La frontera corre de
Bir el Khalla a Bir el Tam, pasando por
Chot Rharsa.
—Eso no les basta a esa gente. Yo
apuesto a que van a Kufarah por Fezzán,
pues sólo desde allí estarán
completamente seguros.
—También aquí estarán seguros sólo
con que tengan un budieruldu
(pasaporte) del Sultán.
—Ante un cónsul o un agente de
policía no les había de servir gran cosa.
—¿Así lo crees? ¡Yo no aconsejaría
a nadie que pecara contra el poderoso
Guiolgueda Padichanín! (Literalmente:
«Bajo la sombra del Padischá»).
—¿Tú dices eso? ¿Tú, un árabe
libre?
—Sí. Yo he visto en Egipto lo que
puede el Gran Señor, aunque en el
Desierto no le temo. ¿Iremos ahora a
Seddada?
—Sí; para comprar dátiles y beber
agua pura, a lo menos una vez. Después
seguiremos nuestro camino.
—¿Hacia Kris?
—Hacia Kris.
Al cabo de un cuarto de hora nos
habíamos avituallado y seguimos el
camino que conduce de Seddada a Kris.
Abajo, a nuestra izquierda, brillaba al
sol la superficie del Chot Yerid, cuya
vista me produjo singular alegría.
CAPITULO III

AL BORDE DE LA
MUERTE

El Sahara es un enigma no descifrado


aún. Desde Virlet d’Aoust, en 1845,
existe el proyecto de transformar una
parte del Desierto en un mar y por tal
medio convertir las regiones
circundantes en fértiles comarcas,
llevando asi los beneficios de la
civilización a los habitantes de aquellas
tierras; mas para realizar semejante
proyecto y para que el buen éxito lo
corone hay que trabajar y estudiar
mucho todavía.
Al pie del declive Sur del Yebel
Aurés y de la prolongación oriental de
este macizo montañoso, así como de Dra
el Haua, Yebel Tarfani, Yebel Lituna y
Yebel Hadifa, se extiende una inmensa
llanura con depresiones, cuyos parajes
más hondos están cubiertos de láminas y
cristales de sal, restos sin duda de las
aguas que en otro tiempo la cubrían, y
que en Argelia se llaman Chots y en
Túnez Sobjas o Sebjas. Los límites de
ese especial e interesantísimo territorio
son: al Oeste las estribaciones de la
meseta de Beni Mzab, al Este el istmo
de Gabés y al Sur la región de las dunas
de Suf y Nifzana, junto al prolongado
Yebel Tebaga. Quizá allí estuvo el golfo
de Tritón, de que habla Herodoto, el
padre de la historia.
Fuera de un gran número de
pequeños pantanos, secos en verano,
esta región se compone de tres grandes
lagos de sal; esto es: de Este a Oeste,
los Chot Melrir, Rharsa y Ysrid,
llamado también, el último, El Kebir.
Estos tres lagos marcan una zona, cuya
parte media, en dirección a Poniente,
está más baja que el nivel del
Mediterráneo cerca de Gabés y en baja
mar.
La depresión en las regiones de los
Chot está hoy día en gran parte cubierta
de masas de arena, y sólo en el centro de
cada Chot hay una considerable masa de
agua que por su aspecto da motivo a los
autores árabes y a los viajeros para
compararlos con una alfombra de
alcanfor o una cubierta de cristal, y a
veces con una placa de plata o con una
superficie de metal derretido. Esta
apariencia obedece a la costra de sal de
que están cubiertas las aguas y cuyo
espesor varía entre diez y más de veinte
centímetros. Sólo en algunos puntos es
posible arriesgarse sin inminente peligro
de perder la vida. ¡Ay del que se desvía
de la estrecha senda, aunque sea en un
ancho de la mano! La capa de sal cede y
el abismo devora instantáneamente a su
víctima. Sin socorro posible, sobre la
cabeza del desgraciado vuelve a
cerrarse la capa de sal. Los estrechos
vados que conducen por cima de ella
son peligrosísimos, especialmente en
tiempo de lluvias, en que éstas arrastran
la arena y disuelven la costra salina.
El agua de los Chot es verde y
espesa y mucho más salada que la del
mar. Toda tentativa de medir la
profundidad sería infructuosa, a causa
de la índole misma del terreno, aunque
puede asegurarse, que ninguna de
aquellas cuencas pantanosas tiene más
de cincuenta metros de profundidad. El
verdadero peligro, al romperse la capa
de sal, está en las masas de arena
movedizas y flotantes que hay debajo de
la capa verdosa de agua, a profundidad
de cincuenta a ochenta centímetros, las
cuales son fruto del trabajo constante del
simún, que durante siglos y siglos ha
acarreado las arenas desde el Desierto
al agua.
Los más antiguos geógrafos árabes,
como Ebn Y^beir, Ebn Batuta, Obaidah
el Behrí, el Istakhrí y Omar Ebn el
Vardi, están de acuerdo en indicar el
grave riesgo que ofrecen estos Chot para
el viajero. El Ysrid ha engullido
millares de camellos y de hombres, que
desaparecieron en aquel abismo sin
dejar rastro. En el año 1826, una
caravana formada por más de mil
camellos tuvo que atravesar el Chot.
Una fatal casualidad hizo que el animal
que iba a la cabeza de la caravana se
desviara y separara de la angosta senda,
y desapareciera en el fondo del Chot
seguido de todos los demás camellos,
que fueron tragados uno tras otro por la
masa resbaladiza y jabonosa. Apenas se
había hundido la caravana, la capa de
sal tomó su antigua forma, y ni el más
pequeño indicio, ni la más mínima señal
marcaron la huella de la horrible
hecatombe. Un suceso así puede parecer
imposible, a no tener presente que el
camello está acostumbrado a seguir
ciega e incondicionalmente al que va
delante y con el cual, generalmente, va
ligado por medio de una cuerda, y que la
senda que se ha de recorrer por el Chot
es en ocasiones tan estrecha que a un
animal, y más a una caravana, le es
completamente imposible volverse
atrás.
La vista de esa pérfida llanura,
debajo de la cual acecha la muerte,
recuerda en algunos puntos el espejo
azul tornasolado del plomo derretido. La
corteza es a veces dura y transparente, y
suena a cada paso como el suelo de la
Solfatara, en Nápoles; pero en general
está formada por una masa blanda y
pastosa que parece firme y no tiene
consistencia más que para soportar una
capa de arena. Cualquier otro peso la
hace ceder para cerrarse luego encima.
Los guías se sirven de piedras
pequeñas colocadas en hileras para
señalar el camino. En el Chot El Kebir
había antes, con igual objeto, ramas de
palmera clavadas en el suelo. La rama
de la palmera datilera se llama yerid, y
a esta circunstancia debe aquel Chot su
segundo nombre. Los montoncitos de
piedras, que se llaman gmair, faltan en
algunos sitios, donde en el espacio de
varios metros está el suelo cubierto de
agua que llega hasta el pecho de los
caballos.
Por la demás, la costra de los Chot
no se muestra como terreno llano, sino
que, por el contrario, forma
ondulaciones, alguna de las cuales
alcanza hasta treinta metros de altura.
Las crestas de estas elevaciones son lo
que utilizan como vados las caravanas y
entre ellas, en la parte más baja, es
donde acecha la muerte. El viento,
aunque sea moderado, hace oscilar la
capa de sal, y se forman agujeros y
resquicios por donde brota el agua con
la fuerza de un manantial.
Esta brillante, pero traidora
superficie, se hallaba a nuestra izquierda
cuando emprendimos nuestra marcha
hacia Kris, desde donde una vereda
sobre el Chot conduce a Fetnassa,
situada en la opuesta península de
Nifzana. Halef extendió la mano y
señaló abajo.
—¿Ves el Chot, sidi?
—Sí.
—¿Lo has pasado alguna vez?
—No.
—Entonces da gracias a Alá, pues
quizá estarías ya reunido con tus
antepasados. Y ahora hemos de
atravesarlo, ¿no es verdad?
—Sin duda.
—¡Bismilludah! ¡En nombre de
Dios! Mi amigo Sadek debe de vivir
aún.
—¿Quién es ese Sadek?
—Mi amigo Sadek es el guía más
afamado del Chot Ysrid; no ha dado
nunca un paso en falso. Pertenece a la
tribu de los Merazig y su madre le dio a
luz en Mui Hamed; pero vive con su
hijo, que es un valiente guerrero, en
Kris. Conoce el Chot mejor que nadie, y
a él te voy a confiar, sidi. ¿Vamos
directamente a Kris?
—¿Cuánto nos falta para llegar?
—Poco más de una hora.
—Entonces daremos la vuelta al
Oeste. Hay que ver si encontramos el
rastro de los asesinos.
—Pero ¿crees realmente que han ido
a Kris?
—También ellos habrán dormido al
aire libre y estarán antes que nosotros en
el paso del Chot.
Nos salimos del camino que
habíamos seguido hasta entonces y nos
dirigimos en línea recta al Oeste. Junto
al sendero que habíamos de seguir
encontramos varias huellas; pero poco
después fueron éstas disminuyendo hasta
que cesaron por completo. Filialmente,
donde la senda guía a El Hamma, vimos
en la arena el rastro bien marcado de
dos caballos, y como después de
haberlo examinado tuve la convicción
de que era el que buscaba yo, lo
seguimos hasta cerca de Kris, donde se
perdía en el ancho camino. Así tuve la
seguridad de que allí se encontraban los
asesinos. Halef Omar estaba
meditabundo.
—Sidi, ¿puedo decirte una cosa?
—Dila.
—Es bueno leer en la arena.
—Celebro que lo reconozcas. Pero
ya estamos en Kris. ¿Dónde vive tu
amigo Sadek?
—Sígueme.
Anduvimos por la aldea, que se
componía de algunas chozas rodeadas
de palmeras, hasta llegar a un grupo de
almendros, que resguardaba una choza
ancha y baja de techo. De ella salió un
árabe, y al vernos echó a correr
alegremente a recibir a mi pequeño
Halef.
—¡Sadek, hermano mío, preferido
del Califa!
—¡Halef, bendecido por el Profeta!
Se tendieron mutuamente los brazos
y se abrazaron como dos enamorados.
Al separarse me dijo el árabe:
—Perdona que no te haya atendido.
Entrad en mi casa, que es la vuestra.
Cumplimos su deseo. Estaba solo y
nos presentó diferentes refrescos, con
los cuales nos animamos un poco.
Entonces le pareció llegada a Halef la
hora de presentarme.
—Este es Kara Ben Nemsi, un gran
taleb (sabio) de Occidente, que sabe
hablar con los pájaros y leer en la arena.
Hemos realizado ya grandes hazañas;
soy su criado y amigo y tengo que
convertirle a la verdadera fe.
Mi bravo guía me había preguntado
una vez mi nombre, y en verdad lo había
retenido en la memoria. Pero como Karl
le era de difícil pronunciación, lo
convirtió en Kara, añadiendo Ben
Nemsí, es decir, descendiente de los
alemanes. De dónde podía yo haber
hablado con los pájaros no me
acordaba; pero esta afirmación la hacía
él con objeto de colocarme a la altura de
Salomón, pues también el rey sabio
poseía el don de entender el lenguaje de
los animales. Tampoco sabía cosa
alguna de las grandes hazañas que,
según Halef, habíamos llevado a cabo, a
no ser que considerara como tal el
haberme quedado una vez enganchado en
el ramaje al deslizarme de mi rocín
abajo, ocasión que había aprovechado
Halef para bromear a costa mía. El
punto culminante de la diplomacia
halefiana fue el aserto de que yo me
dejaba convertir por él. Entonces
aproveché la ocasión para darle su
merecido, y pregunté a Sadek:
—¿Conoces tú el nombre entero de
Halef?
—Sí.
—¿Cuál es?
—Hachi Halef Omar.
—Eso no basta. Se llama Hachi
Halef Omar Ben Hachi Abul Abbás Ibn
Hachi Davud al Gossarah. Ya ves, pues,
que pertenece a una familia muy piadosa
y benemérita, cuyos miembros han sido
todos hachi, aunque…
—¡Sidi! —interrumpió Halef con
indescriptible espanto—. ¡No hables de
los méritos de tu criado! Ya sabes que
yo te he de obedecer siempre.
—Así lo espero, Halef; no hablemos
más ni de ti ni de mí. Pregúntale más
bien a tu amigo Sadek dónde se
encuentra su hijo, de quien me has
hablado.
—¿Es verdad que te ha hablado de
él, effendi? —preguntó el árabe—. ¡Alá
te bendiga, Halef, pues te acuerdas de
los que te aman! Omar Ibn Sadek, mi
hijo, ha ido por el Chot a Seftimí y
regresará hoy mismo.
—También nosotros queremos pasar
el Chot, y deseamos que tú nos guíes —
dijo Halef.
—¿Vosotros? ¿Cuándo?
—Hoy.
—¿Adónde queréis ir, sidi?
—A Fetnassa. ¿Cómo está el
camino?
—Peligroso, muy peligroso. No hay
más que dos vados verdaderamente
seguros para pasar a la otra orilla, y son
El Toseriya, entre Tóser y Fetnassa, y Es
Suida, entre Nefta y Sarsín. Pero el de
aquí a Fetnassa es el peor, y sólo hay
dos personas que lo conozcan bien; esas
personas son Arfán Rakedihm, de aquí,
de Kris, y yo.
—¿No lo conoce también tu hijo?
—Sí; pero todavía no lo ha pasado
solo: mejor conoce el vado hacia
Seftimí.
—Ese vado está unido hasta cierta
distancia con el de Fetnassa, ¿no es
cierto?
—Hasta unos dos tercios del
camino, sidi.
—Si partiéramos al mediodía,
¿cuándo llegaríamos a Fetnassa?
—Antes del amanecer, si tenéis
buenos caballos.
—¿También viajas por el Chot
durante la noche?
—Si la luna brilla, sí; pero si la
noche es oscura, la pasamos en el Chot,
en sitio donde la sal sea bastante dura
para sostenernos mientras descansamos.
—¿Quieres guiarnos?
—Sí, effendi.
—Quisiera antes ver el Chot.
—¿No has atravesado ninguno?
—No.
—Entonces ven. Vas a ver el pantano
de la muerte, el lugar de perdición, el
mar del silencio, por el cual te guiaré
con paso seguro.
Salimos de la choza y nos dirigimos
al Oeste. Después de haber atravesado
una margen ancha y cenagosa, llegamos
a la verdadera orilla del Chot, cuyas
aguas, cubiertas de sal, no se veían. En
aquel punto era tan dura y resistente que
podía sostener a un hombre
medianamente grueso. Estaba cubierta
por una capa de arena, y en los sitios en
que ésta era más delgada, brillaba la sal
con reflejos de color blanco azulado.
Estaba todavía ocupado en mi
examen, cuando detrás de nosotros sonó
una voz.
—¡Salam aaleikum, la paz sea con
vosotros!
Volví la cabeza. Ante nosotros
estaba un beduino delgado, patizambo, a
quien alguna enfermedad, o tal vez una
bala, le había arrebatado la nariz.
—¡Aaleikum! —contestó Sadek—.
¿Qué viene a hacer en el Chot mi
hermano Arfán Rakedihm? Llevas el
vestido de viaje. ¿Es que vas a guiar
viajeros por el Sobha?
—Así es —contestó el interpelado
—: dos hombres que acaban de llegar.
—¿Adónde van?
—A Fetnassa.
Aquel hombre se llamaba Arfán
Rakedihm y era, por tanto, el otro guía
de quien nos había hablado Sadek.
Señalándonos a Halef y a mí, preguntó a
Sadek:
—¿Quieren también esos forasteros
pasar el lago?
—Sí.
—¿Y adónde van?
—También a Fetnassa.
—¿Y tú vas a guiarlos?
—Así es.
—Podrían venir conmigo y tú te
ahorrarías la molestia.
—Son amigos, que no me molestan
de ningún modo.
—Sí, ya veo que eres un avaro y que
me quitas todas las ganancias que
puedes. ¿No me has quitado siempre los
viajeros más ricos?
—Yo no te quito a nadie; solamente
guío a las personas que me buscan por
su propia voluntad.
—¿Por qué Omar, tu hijo, ha ido a
Seftimí? Os esforzáis por quitarme el
pan y conseguiréis que muera yo de
hambre; pero Alá os castigará y guiará
vuestros pasos de tal manera que os
engullirá el Chot.
Podía ser que la competencia
hubiera dado ocasión entre ellos a la
enemistad; pero aquel hombre tenía mal
aspecto, y seguramente yo no me habría
confiado a él de buena gana. Se alejó de
nosotros y se dirigió orilla adelante al
encuentro de dos jinetes que aparecieron
entonces, sin duda los que él había de
acompañar. Eran los dos hombres a
quienes habíamos encontrado y
veníamos siguiendo desde el desierto.
—Sidi —exclamó Halef—. ¿Los
conoces?
—Sí, los conozco.
—¿Hemos de dejarles partir
tranquilamente?
Y diciendo esto empuñó el rifle,
dispuesto a disparar. Yo le contuve.
—¡Déjalos, que no se nos
escaparán!
—¿Quiénes son esos hombres? —me
preguntó nuestro guía.
—Asesinos —contestó Halef.
—¿Han asesinado a alguien de tu
familia o de tu tribu?
—No.
—Déjalos entonces. No conviene
mezclarse nunca en negocios ajenos.
El hombre hablaba como buen
beduino. Ni siquiera se tomó la molestia
de fijarse en aquellos hombres tachados
de criminales. También ellos nos habían
visto y reconocido, y yo observé que se
apresuraban para llegar a la capa de sal.
Apenas hubieron puesto el pie en ella,
soltaron una carcajada de desprecio y
nos volvieron la espalda.
Regresamos a la choza, donde
descansamos hasta el mediodía;
entonces tomamos las provisiones
necesarias y emprendimos el peligroso
viaje.
En invierno había patinado yo
muchas millas sobre ríos desconocidos,
preparado a cada momento a ver
romperse el hielo bajo mis pies y a
hundirme; pero no había experimentado
jamás emoción como la que sentí al
entrar en el pérfido Chot. No era miedo
ni angustia, sino más bien la sensación
del funámbulo que no sabe si la cuerda
que ha de sostenerle está bastante
segura. En lugar de hielo, tenía que pisar
una capa de sal… y esto era algo más
que nuevo para mí. El sonido, el color y
lo vidrioso de aquella costra, todo era
demasiado extraño para que yo me
sintiera completamente tranquilo. A cada
paso hacía pruebas y buscaba señales
precisas para conocer la solidez del
piso. En algunas partes era éste tan duro
y liso, que se habría podido patinar
sobre él; pero muy luego ofrecía la
blandura de la nieve floja y
desmenuzada, que no podía soportar el
menor peso.
Después de haberme orientado algo
en cosa para mí tan nueva e insólita,
monté a caballo para seguir al guía y
confiarme al mismo tiempo al instinto
del animal. El menudo potro parecía no
recorrer por primera vez tal camino,
pues pasaba sin cuidado por los sitios
seguros, y si desconfiaba del terreno
buscaba cuidadosamente los puntos más
firmes del estrecho sendero. Movía las
orejas hacia atrás o hacia adelante,
husmeaba el suelo, resoplaba en caso de
vacilación y a veces llevaba su cautela
hasta tal punto, que antes de dar un paso
dudoso golpeaba el suelo con una pata
delantera.
El guía iba delante; yo le seguía, y
detrás de mí cabalgaba Halef. El camino
absorbía nuestra atención de tal manera
que hablábamos muy poco. Hacía ya tres
horas que estábamos en marcha, cuando
Sadek se volvió a decirme:
—Ten cuidado, sidi. Ahora viene el
trecho más peligroso de todo el camino.
—¿Por qué?
—El vado está ahora debajo del
agua y en un largo trecho es tan angosto
como dos palmas de la mano.
—¿Está el suelo bastante firme?
—No lo sé con exactitud; varía a
menudo su resistencia.
—Me apearé, pues, para disminuir
el peso.
—¡No lo hagas, sidi! Tu caballo es
más seguro que tú.
Como allí el guía era amo y maestro,
le obedecí y permanecí montado.
Todavía recuerdo con horror los diez
minutos que siguieron; sólo diez
minutos, pero que en tales circunstancias
valen por una eternidad.
Habíamos llegado a un paraje en que
alternaban lomas y hondonadas. Las
cumbres de estas ondulaciones estaban
formadas por sal dura y resistente, pero
las partes más bajas se hallaban
cubiertas por una masa resbaladiza y
pastosa en la cual se hallaban algunos
puntos estrechos, donde se podía hacer
pie poniendo en ello toda la atención y
corriendo el mayor peligro. En aquel
sitio, no obstante ir montado, me llegaba
la verdosa agua hasta el muslo, de
manera que antes de asentar el pie había
que buscar sitio donde hacerlo. Lo peor
era que el guía, y tras él las bestias,
tenían que ir tanteando aquellos puntos
antes de aventurarse a echar sobre ellos
todo su peso; y eran aquellos pasos tan
angostos, pérfidos y traidores, que no
podíamos desviar un instante los ojos
para no vernos sepultados… Era
horrible.
Llegamos a un sitio donde la senda,
no muy firme, en una extensión de unos
veinte metros no tenía más allá de un
palmo de anchura.
—¡Sidi, atención! ¡Estamos ahora en
medio de la muerte! —exclamó el guía.
Y sin dejar de explorar el terreno,
volvió los ojos a Oriente y rezó en alta
voz la santa fatja:
«En nombre de Dios misericordioso.
Alabanza y honor al Todopoderoso,
Señor de los mundos, el clementísimo,
el que reinará en el día del Juicio.
Queremos servirte y te rogamos que nos
guíes por el camino recto, el que sea tu
voluntad, y no el camino por el que…».
Halef estaba detrás de mí, repitiendo
en alta voz la oración; pero súbitamente
enmudecieron los dos; entre las dos
lomas próximas había sonado un tiro. El
guía levantó ambos brazos, lanzó un
grito inarticulado, dio un paso en falso y
al momento desapareció debajo de la
capa de sal, que volvió a cerrarse sobre
él inmediatamente.
En tales momentos el espíritu
humano adquiere una flexibilidad que le
permite conocer claramente y con la
rapidez del relámpago las causas de las
cosas y sus consecuencias, para lo cual
necesitaría ordinariamente largos
minutos de reflexión y aun horas enteras.
No había expirado aún el eco del
disparo ni estaba todavía Sadek del todo
sumergido, cuando ya me había dado yo
clara cuenta de todo. Los dos asesinos
habían querido perder a sus acusadores,
y habían ganado a su guía con tanta
mayor facilidad cuanto que éste sentía
celos del nuestro. No necesitaban
matarnos a nosotros, pues quitándonos a
Sadek también nosotros estábamos
perdidos. Por eso nos acecharon en el
paraje más peligroso de todo el camino
y derribaron de un tiro al infeliz. Ya sólo
tenían que contemplar nuestra
desaparición bajo la capa de sal.
No obstante la celeridad con que
pasó todo, pude ver que Sadek había
sido herido en la cabeza. ¿Había herido
también la bala a mi caballo, o fue el
espanto causado por el estampido? Lo
cierto es que mi potro se estremeció,
perdió pie y se abalanzó hacia adelante.
—¡Sidi! —gritó Halef detrás de mí
con indecible angustia.
Si no aprovechaba rápidamente el
instante, estaba perdido para siempre:
mi caballo se hundía y con las patas
delanteras buscaba donde afirmarse.
Apoyé ambas manos en el arzón de la
silla, eché las piernas al aire y di una
voltereta por cima de la cabeza del
pobre animal, que por la presión que yo
ejercí sobre él se hundió rápidamente.
En el instante en que volaba yo como he
dicho, oyó Dios la plegaria más
fervorosa de mi vida. Honda fue mi
oración; pero de escasas palabras.
Cuando se está entre la muerte y la vida
no se pueden contar los vocablos ni los
minutos.
Al fin logré tierra firme; pero ésta
cedió al momento bajo mi pie; ya medio
hundido di otro paso y me levanté; caí y
me levanté de nuevo; tropecé, di un mal
paso, pero no encontré tierra; me hundía,
pero iba adelante. Ya no oía, sentía ni
veía nada, salvo a los tres hombres, que
continuaban inmóviles allí, en la onda
de sal, y dos de los cuales me esperaban
con los rifles encarados.
En el mismo instante pisé finalmente
un suelo ancho y firme, naturalmente de
sal, pero resistente. Sonaron dos tiros…
Como Dios quería qué yo viviera aún,
tropecé y caí, y las balas silbaron junto
a mis oídos. Llevaba yo aún el rifle a la
espalda y era milagro que no lo hubiese
perdido; mas en aquellos momentos no
pensé en él, sino que me lancé con los
puños cerrados contra los infames, pero
éstos no me esperaron; el guía huyó; el
de más edad de los viajeros, sabiendo
que sin guía estaba perdido, le siguió
corriendo; yo sólo pude coger al más
joven, pero se me escapó de las manos y
huyó. Corrí tras él. Cegados ambos, él
por el miedo y yo por la cólera, no nos
curábamos de mirar dónde poníamos los
pies… De pronto dio él un grito de
horror y yo me eché atrás, y vi
desaparecer a aquel hombre en la
charca, cuando yo me encontraba apenas
a treinta pulgadas de la pérfida tumba.
En esto oí a mi espalda un grito de
angustia.
—¡Sidi, socorro, socorro!
Me volví y en el mismo punto donde
yo había logrado hallar un suelo firme,
vi a Halef luchando por la vida. En
realidad se había hundido, pero pudo
agarrarse a la costra de sal, por fortuna
muy gruesa y resistente. Eché a correr,
cogí la carabina y se la alargué
tendiéndome en el suelo.
—¡Agarra la correa!
—¡Ya la tengo, sidi! ¡Oh, Allah illa
Allah!
—¡Levanta las piernas! ¡Yo no
puedo acercarme más; pero tú no
sueltes!
Reunió todas sus fuerzas para
levantarse y yo al mismo tiempo tiré
fuertemente y le saqué afuera. Apenas
hubo recobrado un poco de aliento, se
arrodilló y rezó el sura vigésimosexto.
«Todo cuanto está sobre la tierra y
en el cielo alaba a Dios; de Él es el
reino y a El corresponde el honor, pues
es el Todopoderoso».
Él, el musulmán, oraba; yo, el
cristiano, no podía orar, pues no hallé
palabra alguna para hacerlo, lo confieso
ingenuamente. Me rodeaba la horrible
superficie salada, tan quieta, tan tersa y
brillante, y que, sin embargo, se había
engullido a nuestro guía y nuestros
caballos; ¡y en mis mismas barbas veía
yo escaparse el asesino, al culpable de
tanto horror! Se me erizaron los pelos y
estuve un buen rato sin recobrar la
serenidad.
—Sidi, ¿estás herido?
—No; pero dime: ¿de qué manera te
has salvado?
—He saltado del caballo como lo
has hecho tú, effendi, y no sé nada más,
sino que he logrado agarrarme a la
costra de sal. Pero, a pesar de todo,
estamos perdidos.
—¿Por qué?
—No tenemos guía. ¡Oh, Sadek,
amigo de mi alma! Tu espíritu me
perdonará, pues soy causa de tu muerte.
Pero yo te vengaré ¡lo juro por la barba
del Profeta!, y lo haré si no muero aquí.
—No temas, Halef.
—Sí: pereceremos, moriremos de
hambre y de sed.
—Tendremos guía.
—¿Cuál?
—Omar, el hijo de Sadek.
—¿Nos encontrará aquí?
—¿No oíste que partió para Seftimí
y que debe volver hoy?
—Pero no nos encontrará.
—Sí, Halef. ¿No dijo Sadek que el
camino a Seftimí y Fetnassa es el mismo
en sus dos terceras partes?
—Effendi, me das nuevas esperanzas
y nueva vida. Sí, esperemos a que Omar
pase por aquí.
—Para él será una suerte
encontrarnos, pues se hundiría aquí: el
antiguo paso ha quedado ya inutilizado.
Nos acostamos sobre la costra de
sal, uno junto al otro: el sol brillaba con
tanto ardor que en pocos minutos se nos
secó la ropa y quedó cubierta de una
capa de sal en las partes que se habían
mojado.
CAPITULO IV

UN JUICIO EN EL
DESIERTO

Aunque yo tenía por seguro que el hijo


del guía tan vilmente asesinado pasaría
por allí, como bien podía haber
regresado rodeando el Chot en lugar de
atravesarlo, le aguardamos con intensa y
angustiosa ansiedad. Pasó la tarde, y no
faltaban ya más que unas dos horas para
la noche, cuando a lo lejos divisamos un
ser humano que se nos acercaba
lentamente. Se fue aproximando más y
más, hasta que al fin también él nos vio.
—¡Él es! —dijo Halef; y haciendo
bocina con las manos, le gritó—: ¡Omar
Ben Sadek, date prisa!
El guía apretó entonces el paso y al
poco rato estuvo delante de nosotros, y
conoció al momento al amigo de su
padre.
—Sé bien hallado, Halef Omar —
dijo saludándole.
—¡Hachi Halef Omar! —corrigió
Halef.
—Perdóname. La alegría de verte
tiene la culpa de esa falta. ¿Vienes de
Kris, de casa de mi padre?
—Sí —contestó Halef.
—¿Dónde está él? Si te encuentro a
ti en el Chot él no debe de estar lejos.
—Está a tu lado —contestó Halef
solemnemente.
—¿Dónde?
—¡Omar Ibn Sadek, el buen creyente
ha de ser fuerte ante el destino!
—¡Habla, Halef, habla! ¿Le ha
sucedido alguna desgracia?
—Sí.
—¿Cuál?
—Alá le ha reunido con sus padres.
El joven estaba delante de nosotros
sin poder hablar, con los ojos clavados
en Halef y horrorosamente pálido. Al fin
recobró la palabra; pero fue para decir
cosa muy distinta de lo que yo esperaba.
—¿Quién es ese sidi? —preguntó.
—Es Kara Ben Nemsi, a quien
conduje a casa de tu padre;
perseguíamos a dos asesinos que
pasaban el Chot.
—¿Mi padre debía guiaros?
—Sí, nos guiaba. Los asesinos
sobornaron a Arfán Rakedihm y nos
prepararon aquí una emboscada.
Mataron a tu padre de un tiro; a él y a
nuestros caballos se los ha tragado el
Chot, y a nosotros ha querido salvarnos
Alá.
—¿Dónde están los asesinos?
—A uno de ellos le ha engullido el
Chot; pero el otro se ha escapado con el
jabir (guía) a Fetnassa.
—¿Entonces aquí está cortado el
paso?
—Sí; no puedes ir ya por él.
—¿Dónde se ha hundido mi padre?
—A treinta pasos de aquí.
Omar avanzó hasta donde lo
permitía la espesa costra de sal y estuvo
un rato con la vista clavada en el suelo,
e inmóvil como si sus miembros
estuviesen entorpecidos. Después se
volvió hacia Oriente y exclamó.
—¡Oh, Alá, Dios del poder y de la
justicia, óyeme! ¡Oh, Mahoma, tú, el más
grande de los profetas, óyeme! ¡Oh,
vosotros, califas y mártires de la fe,
escuchadme todos! Y, Omar Ben Sadek,
no reiré nunca más, ni me cortaré la
barba, ni visitaré la mezquita, hasta que
el Gehena haya recibido a los asesinos
de mi padre. ¡Lo juro!
Y estaba horrorizado al oír tal
juramento; pero no me atrevía a
contradecirle en nada. Luego se llegó
Omar a sentarse a nuestro lado, y con
tranquilidad que parecía poco humana,
nos dijo:
—Contad cómo fue.
Halef cumplió su deseo, y cuando
hubo terminado, el joven se levantó
exclamando:
—¡Venid!
Esta fue la única palabra que
pronunciaron sus labios, y al instante
echó a andar en dirección contraria a la
que había traído. Así no había ya peligro
para nosotros aunque anduviéramos toda
la noche, pues los puntos difíciles del
paso estaban ya vencidos. A la mañana
siguiente pisamos por fin la tierra firme
en la península de Nifzana y vimos a los
lejos el caserío de Fetnassa.
—¿Y ahora? —preguntó Halef.
—No tienes más que seguirme —
contestó Omar.
Esto fue lo primero que le oía yo
decir desde el día anterior. El joven
anduvo hasta la primera choza que
encontramos al tomar tierra firme, y a
cuya puerta estaba sentado un anciano.
—¡Salam aaleikum! —dijo Omar.
—Aaleikum —respondió el viejo.
—¿Eres tú Abdallah el Hamis, el
pesador de sal?
—Sí.
—¿Has visto al jabir Arfán
Rakedihm, de Kris?
—Ha llegado al amanecer con un
extranjero.
—¿Qué han hecho aquí?
—El jabir ha descansado en mi casa
y se ha marchado después a Bir Hekeb.
De allí ha vuelto a Kris. El forastero ha
comprado un caballo a mi hijo, y ha
preguntado por el camino de Kbillí.
—¡Gracias, Abú el Malah! (padre
de la sal).
Siguió adelante en silencio y nos
guió a una choza, donde comimos
algunos dátiles y bebimos un tazón de
agua. Después le seguimos a Bechní,
Negua y Mansurah, donde vinimos en
conocimiento de que teníamos al asesino
a nuestro alcance. Mansurah se
encuentra a corta distancia del oasis de
Kbillí. En aquel tiempo había allí un
Vekil (Gobernador) turco, que
gobernaba el Nifzana bajo la inspección
del bey de Túnez y tenía a su mando diez
soldados.
Entramos en un café, donde Omar
descansó muy poco, pues nos dejó para
salir a informarse, y regresó al cabo de
una hora.
—Le he visto —nos dijo.
—¿Dónde? —le pregunté.
—En casa del vekil.
—¿En casa del gobernador?
—Sí. Es su huésped y lleva
magníficos vestidos. Si queréis hablar
con el gobernador tenéis que ir en
seguida, pues a esta hora da audiencia.
Se había despertado mi interés en
grado extremo. ¡Un asesino, perseguido
y reclamado por la justicia, era huésped
de un representante del Gran Señor!
Omar nos guió atravesando una
plaza y nos condujo a la parte trasera de
una casa baja de techo, en cuyas
fachadas no había ventana alguna.
Delante de la puerta había unos nefers
(soldados) que hacían ejercicios al
mando de un ombachí (cabo), mientras
el saká (tambor) estaba arrimado a la
puerta en calidad de espectador. No
pusieron obstáculo a nuestra entrada y
un negro nos preguntó qué queríamos.
Nos introdujo en el selamlik, una
estancia de desnudas paredes, donde por
todo ajuar vimos una vieja alfombra
extendida en uno de los rincones.
Encima de ella estaba sentado un
hombre de cara inexpresiva, que fumaba
en una antiquísima hukah persa.
—¿Qué se os ofrece? —nos
preguntó.
El tono con que hizo esta pregunta no
me agradó, y le contesté con otra
pregunta:
—¿Quién eres tú?
Me miró fijamente y con gran
asombro, y me dijo:
—¡El vekil!
—Pues nosotros queremos hablar
con el huésped que hoy o ayer ha
llegado a tu casa.
—¿Tú quién eres?
—Aquí está mi pasaporte.
Y le puse el documento en las
manos. El hombre le echó una ojeada y
después de plegarlo se lo metió en tino
de los bolsillos de sus pantalones
bombachos.
—¿Quién es ese hombre? —
preguntó señalando a Halef.
—Mi criado.
—¿Cómo se llama?
—Se llama Hachi Halef Omar.
—¿Quién es el otro?
—Es el guía Omar Ben Sadek.
—¿Y tú, quién eres?
—Ya lo has leído.
—No lo he leído.
—Pues está en mi pasaporte.
—Pero está escrito con los signos de
los infieles. ¿Quién te lo ha dado?
—El gobernador francés de Argelia.
—El gobernador francés no tiene
nada que ver aquí. Tu pasaporte tiene el
mismo valor de un papel en blanco. Así,
pues, dime quién eres.
Tomé al instante la determinación de
conservar el nombre que Halef me había
puesto.
—Me llamo Kara Ben Nemsi.
—¿Eres un hijo de los Nemsi? No
los conozco. ¿Dónde habitan?
—Desde el Oeste de Turquía hasta
las tierras de los fransezler y
engleterri.
—¿Es grande el oasis donde viven,
o tienen muchos oasis pequeños?
—Habitan uno solo; pero es tan
grande que en él viven cincuenta
millones de personas.
—¡Allah akbar! ¡Dios es grande!
Hay oasis donde la gente hormiguea. Ese
oasis ¿tiene también arroyos?
—Tiene quinientos ríos y millones
de arroyos. Muchos de esos ríos son tan
grandes que en ellos navegan barcos que
llevan más gente de la que hay en Basma
o Kahmath.
—¡Allah kerihm! ¡Dios es clemente!
¡Qué desgracia si a todos esos barcos se
los engulleran de una vez los ríos! ¿En
qué Dios creen los nemsi?
—Creen en el mismo Dios que tú,
sólo que no le llaman Allah, sino Padre.
—¿Entonces no son sunitas, sino
chiitas?
—Son cristianos.
—¡Allah iharkilik! ¡Dios los
condene! ¿Entonces también tú eres
cristiano?
—Sí.
—¡Un yauñ! ¿Y te atreves a hablar
con el vekil de Kbillí? Voy a mandar que
te apaleen si no te quitas inmediatamente
de mi vista.
—¿He cometido alguna falta contra
las leyes, o acaso te he injuriado?
—Sí. Ningún yaur debe atreverse a
presentarse en esta casa. De modo
que… ¿cómo se llama tu guía?
—Omar Ben Sadek.
—Bueno: Omar Ben Sadek, ¿cuánto
tiempo hace que sirves a ese nemsi?
—Desde ayer.
—No es mucho. Por eso seré
clemente y te mandaré dar solamente
veinte palos en la planta de los pies.
Vuelto luego hacia mí, me preguntó:
—¿Y cómo se llama tu criado?
—¡Allah akbar! ¡Dios es grande!
Pero te ha dado una memoria tan dura
que no puedes retener dos nombres. Este
mi criado se llama, como ya te he dicho,
Hachi Halef Omar.
—¿Es que pretendes insultarme,
yaur? ¡Después vendrá tu sentencia! De
modo que tú, Halef Omar, ¿eres hachi y
sin embargo sirves a un infiel? Eso
merece doble castigo. ¿Cuánto tiempo
hace que le sirves?
—Cinco semanas.
—Siendo así, recibirás sesenta
palos en las plantas de los pies y
además padecerás hambre y sed durante
cinco días. Y tú vuelve a decirme cómo
te llamas.
—Kara Ben Nemsi.
—Bien: Kara Ben Nemsi, tú has
cometido tres grandes delitos.
—¿Cuáles son, sidi?
—Y no soy sidi: has de llamarme
yenabin-iz o hazredin-iz, o sea vuestra
gracia o vuestra alteza. Tus delitos son
los siguientes: has sobornado a dos
fieles para que te sirvan; quince
bastonazos. En segundo lugar, te has
atrevido a molestarme en mi kef quince
palos más. En tercer lugar, has dudado
de mi memoria; veinte palos. Total,
cincuenta palos en la planta de los pies.
Y como, además, tengo derecho a exigir
el vergui, o sea el impuesto sobre mis
sentencias, desde ahora todo lo que
posees me pertenece: todo queda
confiscado.
—¡Oh gran yenabin-iz, yo te admiro!
Tu justicia es elevada, tu sabiduría
eminente, tu clemencia augusta y tu
prudencia y astucia sublime. Y te ruego,
noble Bey de Kbillí, que nos dejes ver a
tu huésped antes de recibir los
bastonazos.
—¿Qué quieres de él?
—Sospecho que es conocido mío y
me alegraría de verle.
—No es ningún conocido tuyo, pues
es un gran guerrero, un noble servidor
del Sultán y un fiel cumplidor del Corán;
así, pues, no ha sido jamás conocido de
ningún infiel. Mas para que vea él cómo
sabe sentar la mano el vekil de Kbillí,
voy a llamarle. Así no te alegrarás de
verle, sino que será él quien se recree al
verte recibir los palos. Ya sabía él que
vendríais. —¡Ah! ¿Y por dónde lo
sabía?
—Vosotros habéis pasado por
delante de el sin verle y él os ha
acusado inmediatamente. Si no hubierais
venido yo habría mandado por vosotros.
—¿Nos ha acusado? ¿Y de qué?
—Ya lo oiréis. Entonces recibiréis
otro castigo mayor que el que he
dictado.
Era muy extraño y peregrino el giro
que iba tomando la audiencia. Un vekil
con diez soldados en un oasis tan
avanzado y solitario no había sido
seguramente más que chauch (sargento)
o mülasi’m (teniente), y ya se sabe el
concepto en que se tiene a esos grados
en Turquía. Esos subalternos no son o no
eran otra cosa que limpiabotas o
encargados de cuidar las pipas de los de
mayor graduación. Se había enviado sin
duda al vekil a Kbillí para que apandase
lo que pudiese y después no se habían
vuelto a acordar de él, pues el Bey de
Túnez había expulsado ya de su
territorio a todos los soldados turcos, y
las tribus beduinas estaban de tal manera
bajo el amparo del Gran Señor, que éste
se contentaba con enviar anualmente a
los jefes la chilaba de honor consabida,
a lo cual correspondían ellos no
acordándose del Gran Señor para nada.
El bravo vekil, por razones de manduca,
se veía forzado a la extorsión, y como
entre los indígenas era esto muy
peligroso, un extranjero como yo le
venía como llovido del cielo. No sabía
nada de la existencia de Alemania, ni
conocía la significación de los
consulados; vivía entre nómadas
rapaces, y como me juzgaba sin amparo
pensó que podía hacer impunemente lo
que le diera la gana.
Verdad es que yo no podía contar
sino conmigo mismo, pero no me pasó
siquiera por las mientes la idea de temer
a «su alteza»; más bien me cayó en
gracia que con tan genial insolencia nos
quisiera regalar con tales palizas. Al
mismo tiempo, estaba deseoso de saber
si en realidad era el huésped la persona
a quien buscábamos. Omar podía
haberse equivocado, aunque esto no me
parecía posible sabiendo que el viajero
nos había acusado. Y presentía el delito
que seguramente nos había achacado.
Sin duda era algún antiguo conocido del
vekil y aprovechaba esta circunstancia
para eludir nuestro castigo.
El vekil dio unas palmadas y al
momento apareció el criado negro, quien
se echó de bruces, como ante el Sultán.
Su amo refunfuñó tinas palabras y el
criado se alejó. Al cabo de un rato se
abrió la puerta y entraron los diez
soldados con su ombachí. Ofrecían un
miserable aspecto, con sus trajes
zurcidos y hechos jirones, que en nada
se asemejaban a ningún uniforme
conocido; la mayoría iban descalzos y
todos llevaban fusiles, con los cuales se
podía hacer todo menos disparar. Se
echaron todos a la vez a los pies del
vekil, quien los revistó primero con
mirada marcial y dio después una orden
de mando:
—¡Kalkin —levantaos!
Levantáronse y el ombachí
desenvainó el poderoso chafarote.
—¡Kylyn syrayi! ¡En fila! —rugió
con voz estentórea.
Se colocaron uno junto al otro, con
los fusiles cogidos cada uno a su
manera.
—¡Has-dur! —¡Al hombro!—
ordenó entonces.
Los fusiles se levantaron, chocando
uno con otro, contra la pared o contra
las mismas cabezas de los gallardos
héroes; pero al cabo de algún tiempo
llegaron felizmente a los hombros de sus
dueños.
—¡Isalam-dur! —¡Presenten, armas!
Nuevamente formaron con los fusiles
un totum revolutum, y no fue extraño
que uno perdiera el cañón. El soldado se
agachó tranquilamente, lo levantó,
mirándolo por todos lados y poniéndolo
a contraluz para convencerse de que el
tubo por el cual debía dispararse existía
aún, sacó del bolsillo un cordel de fibra
de palmera y ató por fin el cañón
desertor en su sitio correspondiente, es
decir, en la caja. Al fin, con el
semblante más satisfecho del mundo,
colocó el fusil en la posición que la
última orden de mando prescribía.
—¡Sessitz soyle-me-nitz! —¡Estaos
quietos y no charléis!
—Al oír estas palabras apretaron
con visible fuerza y energía los labios,
dando a comprender por medio de
guiños cuán firme era su resolución de
guardar silencio. Comprendieron que
habían sido llamados para custodiar a
tres reos y que convenía asustarnos.
Gran trabajo me costó mantenerme
serio al ver el singular ejercicio; y pude
notar que mi aspecto risueño dio
confianza y ánimos a mis acompañantes.
Se abrió nuevamente la puerta y
entró el esperado huésped. Era él.
Sin dignarse mirarnos se encaminó a
la alfombra, se sentó al lacio del vekil y
tomó la pipa ya encendida de manos del
negro que con él había entrado. Levantó
luego los ojos y nos pasó revista, con
una expresión de desprecio imposible
de explicar.
Entonces el gobernador tomó la
palabra, preguntándome:
—¿Es ese hombre el que querías
ver? ¿Es conocido tuyo?
—Sí.
—Has dicho bien; es un conocido
tuyo; es decir, que le conoces, pero no
es tu amigo.
—Ni quisiera yo tal amistad. ¿Cómo
se llama?
—Su nombre es Abú en Nasr.
—¡Eso es mentira! Se llama Hamd
el Amasat.
—Yaur, no te atrevas a desmentirme,
si no quieres recibir veinte palos más.
Sin duda, mi amigo se llama Hamd el
Amasat; pero sabe, tú, perro infiel, que
cuando yo estaba en Estambul en calidad
de miralaí fui atacado una noche por
bandidos griegos; entonces llegó Hamd
el Amasat, habló con ellos y me salvó la
vida. Desde aquella noche se llama Abú
en Nasr, el Padre de la Victoria, pues
nadie puede resistirle, ni siquiera los
bandidos griegos.
No pude contenerme y le pregunté
moviendo la cabeza y riendo:
—¿Tú pretendes haber estado en
Estambul como miralaí, es decir,
coronel? ¿Y de qué cuerpo?
—En el de la guardia, hijo de
chacal.
Me acerqué a él y levantando la
mano le dije:
—¡Atrévete a ultrajarme otra vez y
te doy tal puñetazo que tu nariz parecerá
mañana un alminar! Lo que has sido tú
es criado de un coronel. Puedes contar
esos cuentos aquí, a tus héroes del oasis,
pero no a mí, ¿entiendes?
Se levantó el vekil con
extraordinaria ligereza. Nunca le había
ocurrido cosa semejante, que era
superior a su comprensión. Me miró
fijamente, como si fuera una aparición, y
tartamudeó no sé si con cólera o
confusión.
—¡Hombre, yo habría podido ser
liva-bajá, es decir, mariscal de campo,
si no hubiese preferido mi empleo en
Kbillí!
—¡Ah, sí! En realidad eres un
dechado de ánimo y valentía. Luchaste
con unos bandidos, a quienes tu amigo
rindió sólo con palabras. ¿Entiendes lo
que eso quiere decir? Pues que en todo
caso era conocido suyo, o mejor aún uno
de su ralea. En Argel cometió un
asesinato con robo; en el vadi Tarfani ha
matado a un hombre, y en el Chot Ysrid
ha pegado un tiro a mi guía, padre de
este joven, porque quería perderme. Le
he perseguido hasta Kbillí y aquí vuelvo
a encontrarlo como amigo y huésped de
uno que afirma haber sido coronel de la
guardia del Gran Señor. ¡Le acuso ante ti
como autor de esos asesinatos y exijo
que le prendas!
Entonces se levantó también Abú en
Nasr y gritó.
—Ese hombre es un yaur, que ha
bebido vino y no sabe lo que se dice.
Que duerma antes la mona, y luego
responderá de sus palabras.
Esto fue ya demasiado para mí. En
un abrir y cerrar de ojos lo cogí, lo
levanté en alto y lo arrojé al suelo; pero
en seguida se levantó y sacó su cuchillo.
—¡Perro! Te has atrevido a poner la
mano en un creyente y vas a morir.
Esto diciendo se lanzó sobre mí con
toda su fuerza; pero yo le recibí con un
puñetazo que le derribó al suelo sin
sentido.
—¡Cogedle! —ordenó el vekil a sus
soldados, señalándome a mí.
Yo creí que al momento me echarían
mano, pero, con gran sorpresa mía, lo
tomaron con la mayor cachaza. El
suboficial se puso al frente de los suyos
y ordenó:
—¡Komyn silahlavi! —¡Dejad los
fusiles!
Se inclinaron todos a una, pusieron
los fusiles en el suelo y volvieron a su
primera postura.
—¡Dondürmek saghá! —¡Media
vuelta a la derecha!
Obedecieron colocándose en fila
uno tras otro.
—¡Guitin erkekchevresinde,
kochyn-itz! —¡Rodead a ese hombre,
marchen!
Como si se tratara simplemente de
un ejercicio en el campo de instrucción,
levantaron el pie izquierdo y el ombachí
se puso a marcar el paso: ¡sol-sagha!,
¡sol-sagha! (¡izquierdo-derecho!,
¡izquierdo-derecho!), y marcharon a mi
alrededor hasta que hubieron formado un
cerco en torno mío; entonces, a la voz de
mando del cabo, se detuvieron.
—¡Onu tutmyn! —¡Cogedle!
Veinte manos casi negras, con sus
cien sucios dedos, se extendieron por
todos lados agarrando mi albornoz. Era
demasiado ridícula la escena para que
yo intentara resistirme.
—Yenabin-itzbizim varherifú. —
Alteza, tenemos al individuo— exclamó
el jefe supremo del reducido ejército.
—¡Brakyn-yok anu tekrar atzad! —
¡No le soltéis!— ordenó el gobernador
con severo semblante.
Los cien dedos agarraron más
fuertemente que antes mi albornoz; y el
carácter rígido y oriental que se dio al
acto, que parecía algo así como una
escena de teatro guiñol, estuvo a pique
de hacerme soltar la carcajada.
Entretanto se había levantado Abú
en Nasr, cuyos ojos centelleaban de ira y
sed de venganza.
—¡Vas a fusilarle! —dijo al vekil.
—Sí: será fusilado; pero antes tengo
que oír su declaración, pues soy un juez
recto y no puedo condenar sin haberle
escuchado. Explana tu acusación.
—Ese yaur —empezó diciendo el
asesino— iba con un guía y su criado
por el Chot; se acercó a nosotros y
precipitó en las aguas a mi compañero,
que pereció ahogado.
—¿Por qué lo hizo?
—Para vengarse.
—¿De qué quería vengarse?
—En el vadi Tarfani asesinó a un
hombre, y nosotros llegamos y quisimos
prenderle, pero se nos escapó.
—¿Puedes jurar que fue así?
—¡Por la barba del Profeta!
—Eso me basta —dijo el
gobernador; y me preguntó a mí: ¿Has
oído esas palabras?
—Sí.
—¿Qué respondes a eso?
—Que es un infame. Él fue el
asesino, y en su acusación ha invertido
los personajes.
—Pero él ha jurado y tú eres un
yaur. No te creo a ti, sino a él.
—Pregunta a mi criado que es mi
testigo.
—Tu criado sirve a un infiel y su
palabra no tiene ningún valor.
Convocaré el gran consejo del oasis, el
cual oirá mis palabras y resolverá lo
que haya que hacer de ti.
—No quieres dar fe a mis palabras
porque soy cristiano, y la das a las de un
yaur. Ese hombre es armenio, y por lo
tanto no es musulmán, sino cristiano.
—Ha jurado por el Profeta.
—Es una vileza y un pecado, que
Dios castigará. Si tú no quieres oírme le
acusaré yo ante el consejo del oasis.
—Un yaur no puede acusar a un
creyente, y el consejo no podría nada
contra él, pues mi amigo posee un
Budieruldu y por consiguiente es un
guiolgueda padichanín, es decir, uno
que está bajo la sombra del Sultán.
—Y yo soy un guiolgueda senín
kyralín, es decir, uno que viaja bajo la
sombra de su rey. También poseo yo un
Budieruldu; tú lo tienes en el bolsillo —
le contesté con toda calma—. Está
escrito en el lenguaje de los yaures, y
me contaminaría si lo leyera. La causa
se resolverá hoy mismo; pero se os
darán los palos: a ti cincuenta, a tu
criado sesenta y a tu guía veinte en la
planta de los pies. Llevadlos al patio,
que yo os sigo.
CAPITULO V

EL VEKIL Y LA
VEKILESA

—¡Alykomín eleri!… —¡Soltad las


manos!— ordenó en seguida el ombachí.
Los cien dedos se aflojaron al
momento.
—¡Alyn-itz tüfenkleri! —¡Levantad
los fusiles!
Los héroes se abalanzaron a los
fusiles y los cogieron nuevamente.
—¡Wirmyn hep-üch! —¡Rodead a
los tres!
En un momento nos rodearon a
Omar, a Halef y a mí, y nos condujeron a
un patio en cuyo centro había un tronco
de madera en cierto modo parecido a un
banco. Su forma indicaba que lo
destinaban para sujetar a los que habían
de recibir la paliza.
Como yo me había dejado conducir
tranquilamente, también mis compañeros
me siguieron sin resistencia; pero en sus
ojos leí que esperaban una señal mía
para dar fin a la farsa.
Poco rato hacía que esperábamos
junto al lugar del suplicio cuando
apareció el vekil acompañado de Abú
en Nasr. El negro llegó con la alfombra,
la extendió en el suelo, y presentó luego
a los dos personajes fuego para las
pipas. Entonces el vekil me señaló a mí,
diciendo:
—Wermyn ona eli. —Dadle
cincuenta.
Había llegado la hora.
—¿Tienes todavía mi Budieruldu en
el bolsillo? —le pregunté.
—Sí.
—Dámelo.
—No volverás a verlo.
—¿Por qué?
—Ningún fiel puede contaminarse
tocándolo —me contestó secamente.
—¿De veras quieres hacerme
apalear?
—Sí.
—Entonces voy a demostrarte cómo
se toman los nemsi la justicia por su
mano si se les obliga a ello.
El patinillo estaba cercado por altas
tapias, y no había más puerta que la que
habíamos cruzado al entrar. No había
espectadores y éramos, por
consiguiente, tres contra trece. Nos
habían dejado las armas, pues así lo
exigía la caballeresca costumbre del
desierto. El vekil no era peligroso,
como tampoco lo eran sus soldados, y
sólo a Abú en Nasr había que temer. Por
consiguiente, lo primero que había que
hacer era ponerle fuera de combate.
—¿Tienes aquí un cordel? —
pregunté a Omar en voz baja.
—Sí, el cordón de mi chilaba.
—Desátatelo —le ordené; y luego le
dije a Halef—: Tú ponte en la puerta y
no dejes salir a nadie.
—A ver cómo te tomas esa justicia
—me había contestado entre tanto el
vekil.
—¡Al punto!
Diciendo estas palabras rompí por
entre los soldados, me eché sobre Abú
en Nasr y le sujeté por detrás los brazos,
apoyando mi rodilla en su espalda de
manera que no pudo hacer el menor
movimiento.
—¡Átalo! —ordené a Omar Ben
Sadek.
Mi orden estaba de más, pues ya el
joven me había comprendido y estaba
atando las manos del armenio, y antes
que los demás se dieran cuenta ya lo
tenía inmovilizado. Mi repentino ataque
había dejado al vekil y a su guardia tan
perplejos, que me miraban consternados.
Con una mano agarré al gobernador por
el pescuezo y saqué mi cuchillo con la
otra. Su alteza estiró manos y piernas
como si ya estuviera muerto, mientras
los soldados, al contrario, parecieron
reanimarse.
—¡Hachyn, aramín imdadi! —
¡Arrancad, id a pedir auxilio!— gritó el
ombachí, que fue el primero en
recuperar el uso de la palabra.
Y como el sable le estorbaba lo
arrojó y corrió hacia la puerta, adonde
le siguieron sus soldados. Pero ya
estaba allí el bravo Halef con la
carabina a la cara.
—¡Gueri, durar-sitz bunda! —
¡Atrás, os quedáis aquí!— les gritó.
Se pararon y luego empezaron a dar
vueltas y correr en todas direcciones,
atropellándose para buscar refugio en
los rincones del patio.
También Omar había sacado su
cuchillo, y con mirada tétrica parecía
dispuesto a clavarlo en el corazón de
Abú en Nasr.
—¿Estás muerto? —pregunté al
vekil.
—No; pero ¿me vas a matar tú?
—Eso depende de ti, dechado de
justicia y de valor; pero he de decirte
que tu vida pende de un hilo.
—¿Qué exiges de mí, sidi?
Antes que tuviera tiempo de
contestar se oyó un angustioso grito de
mujer. Miré hacia la puerta y vi una
figura femenina, pequeña y gorda, que se
dirigía con gran trabajo hacia mí. —
¡Deteneos!— gritó. —¡Eldirme onu;
dirbenim koya!— ¡No le matéis; es mi
marido!
¿De modo que aquella gorda y
esférica madama que envuelta en tupidos
mantos y con movimientos natatorios
hacía rumbo hacia mi, era la ilustre
gobernadora? Seguramente había
querido presenciar el castigo desde la
reja de madera del harén que daba al
patio, y con el consiguiente espanto
había tenido que ver que el castigado
iba a ser su marido. Y le pregunté
tranquilamente. —¿Quién eres?
—Im kary vekilün. —Soy la mujer
del vekil— contestó.
—Evet, dir benim avret, gül
Kbillinün. —Sí; es mi mujer, la rosa de
Kbillí— confirmó gimiendo el
gobernador.
—¿Cómo se llama?
—Demar-im Mersinah. —Me llamo
Mersinah— me dijo ella.
—He, demar Mersinah. —Sí, se
llama Mersinah— repitió como un eco
la boca del vekil.
De modo que era la Rosa de Kbillí y
se llamaba Mersinah, esto es, Mirto.
Ante criatura tan delicada había que ser
condescendiente.
—Si me enseñas la aurora de tu cara
¡oh flor del oasis!, le soltaré —dije yo.
En seguida echó atrás el yachmak o
velo que le ocultaba el rostro. Hacía
mucho tiempo que vivía entre árabes,
cuyas mujeres van descubiertas, y por
eso era menos recatada de lo que suelen
ser las mujeres turcas, amén de que
entonces se trataba, según ella suponía,
de la preciosa vida de su marido.
Vi una cara descolorida, abotagada,
tan gorda que apenas se le veían los
ojos, y no mucho la chata nariz. La
señora vekilesa tendría quizá cuarenta
años, pero procuraba paralizar el curso
del tiempo, pintándose de negro las
cejas y de rojo los labios. Dos lunares
negros, hechos con carbón, uno en cada
mejilla, le daban pintoresca apariencia;
y cuando estiró los brazos y salió de
entre el velo, pude observar que no sólo
las uñas, sino toda la mano estaba
pintada con alheña.
—Gracias, sol del Yerid —le dije
sonriendo—. Si me prometes que el
vekil no se escapará, yo te ofrezco no
hacerle mal alguno.
—Kalayad-dir. —Estará quieto; yo
te lo aseguro.
—Así puede él agradecer a tu
hermosura que no le haya aplastado
como un inyir, un higo, que se pone en la
prensa para secarlo. Tu voz se asemeja
al rumor del riachuelo; tus ojos brillan
como el sol; tu figura es semejante a la
de Scheherazada. Por ti sola hago el
sacrificio de perdonarle la vida.
Entonces solté al vekil, que se
incorporó más aliviado y gimiendo; pero
se quedó sentado y obediente. Su mujer
me miró muy atentamente, de pies a
cabeza, y me preguntó en tono amistoso:
—¿Quién eres tú?
—Soy un nemsi, un extranjero, cuya
patria está muy lejos, al otro lado del
mar.
—¿Vuestras mujeres son bonitas?
—Son hermosas; pero no pueden ser
comparadas con las del Chot El Kebir.
Bajó los ojos sonriendo y comprendí
que había obtenido su gracia con mi
pregunta.
—Los nemsi son muy prudentes, muy
valerosos y muy corteses; muchas veces
lo he oído decir —me contestó—. Sé
bien venido. Pero ¿por qué has atado a
ese hombre, por qué huyen de ti nuestros
soldados y por qué querías matar al
poderoso gobernador?
—He atado a ese hombre porque es
un asesino; tus soldados han huido de mí
porque comprenden que puedo más que
todos juntos, y al vekil le he sujetado
porque quería mandarnos apalear, y
quizá nos habría condenado a muerte sin
hacerme justicia.
—¡Se te hará justicia!
Entonces comprendí que las faldas
tienen en Oriente la misma fuerza
encantadora que en Occidente. El vekil
vio amenazada su autoridad e hizo una
tentativa para recuperar su prestigio.
—Yo soy un juez justo y…
—¡Sus-olmar-sen! —Tú te callas—
le ordenó su mujer. —Tú sabes que
conozco bien a ese hombre, que se dice
a sí mismo Abú en Nasr, Padre de la
Victoria, pero tendría que llamarse Abú
el Ialamí, Padre de los Embusteros. Él
fue la causa de que te enviaran a
Argelia, cuando habrías podido
ascender a mülasim; él tuvo la culpa de
que luego te enviaran a Túnez, y te
enterraras en esta soledad; y cada vez
que ha venido a verte has tenido que
hacer algo que te perjudicara. Le odio,
le odio, y no tengo inconveniente en que
ese extranjero le mate. ¡Se lo tiene bien
merecido!
—¡No se le puede matar: es un
guiolgueda padichanín!
—¡Tut aghytzi! ¡Cierra el pico! Es
un guiolgueda padichanín, esto es, está
a la sombra del padichá; pero ese
extranjero es un guiolgueda vekilanin,
es decir, que está a la sombra de la
gobernadora, a mi sombra, ¿entiendes?
Y al que esté a mi sombra no le ha de
perder tu furor. Levántate y sígueme.
Se levantó el gobernador, y ella se
dispuso a partir y él a seguirla; pero esto
no entraba en mis planes.
—¡Alto! —exclamé asiéndole de
nuevo por el pescuezo—. Tú te quedas
aquí.
Entonces su mujer se volvió a
preguntarme:
—¿No has dicho que le dejarías
libre?
—Sí; pero sólo con la condición de
que se quede donde estaba.
—¡No puede permanecer aquí
sentado por toda la eternidad!
—Tienes razón ¡oh perla de Kbillí!
Pero sí debe quedarse aquí hasta que el
asunto esté arreglado.
—Es que ya está terminado.
—¿Desde cuándo?
—¿No te he dicho que eres
bienvenido?
—Eso es verdad.
—Serás nuestro huésped y te
quedarás aquí con los tuyos hasta que te
plazca y quieras dejarnos —me dijo.
—¿Y Abú en Nasr, a quien has
llamado tú Abú el Ialamí?
—Queda en tus manos, y puedes
hacer de él lo que quieras.
—¿Es verdad eso, vekil?
Vaciló éste en contestar; pero una
mirada imperiosa de su consorte le
obligó a decir:
—Sí.
—¿Me lo juras?
—Lo jura.
—¿Por Alá y su profeta?
—¿Tengo que hacerlo? —preguntó a
su señora, la Rosa de Kbillí.
—¡Debes hacerlo! —contestó ella,
decididamente.
—Bueno, pues lo juro por Alá y su
profeta.
—¿Puede ahora venir conmigo? —
me preguntó ella.
—Que vaya —le contesté.
—Tú vas a venir también luego y
comerás con nosotros un carnero con
alcuzcuz.
—¿Tienes algún sitio donde Abú en
Nasr pueda estar bien encerrado?
—No; pero puedes atarlo al tronco
de la palmera, ahí, junto a la pared. No
se escapará, pues yo haré que lo vigilen
nuestras tropas.
—Y seré quien le vigile —contestó
Omar antes que yo pudiera hacerlo—.
No se me escapará, pues si lo intenta
pagará con su vida la de mi padre. Mi
cuchillo será tan agudo como mis ojos,
te lo aseguro.
Desde que le teníamos atado, el
asesino no había pronunciado palabra;
pero sus ojos centelleaban pérfidamente,
mirándonos de reojo al conducirlo a la
palmera, donde le atamos. En realidad
no tenía yo intención de quitarle la vida;
pero un juramento de venganza había
caído sobre él y yo sabía que ningún
ruego bastaría para que Omar le
perdonara. Ed d’em, b’ed d’em o, como
dicen los turcos, can cani odomar,
sangre por sangre. Con todo, yo prefería
que pudiese escaparse sin que yo lo
supiera; pero desde el momento en que
había encontrado sus huellas y le tenía
en mi poder, tenía que considerarle
como enemigo y tratarle como tal.
Tampoco él me habría perdonado a mí si
yo hubiese tenido la desgracia de caer
en sus manos.
Déjele, pues, bajo la custodia de
Omar, y entré con Halef en el selamlik.
Mientras allá íbamos me preguntó el
pequeño hachi:
—Has dicho que ese hombre no es
musulmán. ¿Es verdad eso?
—Sí; es un cristiano armenio y se
hace pasar por mahometano cuando le
conviene.
—¿Y le tienes tú por un mal
hombre?
—Por muy malo.
—¿Ves, effendi, como los cristianos
son gente mala? Tú tienes que
convertirte a la verdadera fe, si no
quieres arder en el Gehena por toda la
eternidad.
—¡Y tú vas a arder allí tanto tiempo!
—¿Yo? ¿Por qué?
—¿No me contaste que en el Derk
Asfal, en el séptimo infierno, que es el
más profundo, arderán todos los
mentirosos e hipócritas y tendrán que
comer cabezas de diablo del árbol
Zakum?
—Sí; pero yo ¿qué tengo que ver con
eso?
—Tú eres un embustero e hipócrita.
—¿Yo, sidi? Mi lengua dice siempre
la verdad y mi corazón no abriga la
falsía. Si alguien me llamara eso que tú
has dicho le pegaría un tiro.
—Tú mientes al decir que has estado
en la Meca y finges ser hachi. ¿Tengo
que contarlo al vekil?
—¡Amán, amán! ¡Perdona! No le
hagas eso a Hachi Halef Omar, el criado
más fiel que puedes hallar.
—No, no lo haré; pero ya sabes la
condición que te impuse a cambio de mi
silencio.
—La conozco y te prometo no
olvidarla, aunque, sea como fuere, tú
llegarás a ser un verdadero creyente,
quieras o no, sidi.
Cuando entramos en la habitación el
vekil nos esperaba ya. El semblante con
que me recibió no era muy afable.
—Siéntate —me dijo.
Acepté su invitación y me senté a su
lado, mientras Halef preparaba las pipas
en uno de los rincones de la estancia.
—¿Por qué has querido ver el rostro
de mi esposa? —empezó diciendo.
—Porque soy europeo y estoy
acostumbrado a ver la cara de las
personas con quienes hablo.
—¡Tenéis malas costumbres!
Nuestras mujeres se esconden y las
vuestras se dejan ver. Las nuestras
llevan vestidos anchos por arriba y
estrechos por abajo, pero las vuestras
llevan vestidos estrechos por arriba y
anchos por abajo, o estrechos por arriba
y por abajo a la vez. ¿Habéis visto a
ninguna de nuestras mujeres con
vosotros? Al contrario, vuestras
doncellas vienen hasta aquí, y ¿por qué?
¡O jatzik! ¡Oh, dolor!
—Vekil, ¿es ésta la hospitalidad que
me ofreces? ¿Desde cuándo es
costumbre comenzarla con una
calumnia? No necesito del cordero ni
del alcuzcuz y me vuelvo al patio.
¡Sígueme!
—¡Effendi, perdóname! Yo quise
decir lo que pensaba, pero no ofenderte.
—El que no quiere ofender no dice
todo lo que piensa. El hombre charlatán
se parece a un puchero roto, del que
nadie puede servirse porque nada
conserva.
—Siéntate, y cuéntame dónde
encontraste a Abú en Nasr.
Le hice el relato completo de nuestra
aventura, que él escuchó en silencio;
luego meneó la cabeza.
—¿Entonces crees que asesinó al
comerciante de Blidah?
—Sí.
—Tú no estabas presente.
—Pero lo conjeturo.
—Sólo Alá puede conjeturar: Él lo
sabe todo; pero el pensamiento del
hombre es como el jinete a quien un
caballo indómito lleva adonde quiere.
—¿Conque solamente Alá puede
conjeturar, porque lo sabe todo? ¡Oh,
vekil, tu espíritu está fatigado por los
muchos corderos con alcuzcuz que has
comido! Precisamente porque lo sabe
todo Alá no necesita conjeturar. Deduce
y hace conjeturas el que se ve obligado
a buscar una verdad fundándose en
razones, sin conocer esa verdad de
antemano.
—Veo que eres un taleb, un sabio,
que ha visitado muchas escuelas, pues
hablas en términos que nadie puede
comprender. ¿Y crees también que mató
al viajero en el vadi Tarfani?
—Sí.
—¿Estabas tú allí?
—No.
—¿Entonces te lo ha contado el
muerto?
—Vekil, hasta los corderos que te
has comido sabían que los muertos no
hablan.
—¡Effendi, eso es una descortesía!
Si tú no estabas presente y el muerto no
te lo dijo, ¿cómo sabes tú que Abú en
Nasr es el asesino?
—Lo deduzco.
—Ya te he dicho que sólo Alá puede
deducir.
—Yo busqué su rastro y le perseguí,
y cuando le encontré me confesó el
crimen.
—Que tú encontraras su rastro no es
ninguna prueba de que él sea el asesino,
pues por unas huellas no se ha matado
aún a nadie. Y eso de que él te confesara
el crimen no me convence; su intención
sería darte una broma, pues es un kuch-
chakanün, un guasón.
—Con un asesinato no bromea
nadie.
—Pero sí con un hombre, y eso eres
tú. ¿Crees también que mató a Sadek?
—Sí.
—¿Tú estabas allí?
—Ciertamente.
—¿Y lo viste?
—Con estos ojos. Hachi Halef Omar
también es testigo.
—Es decir que lo mató. ¿Quieres
decir con eso que es un asesino?
—¡Naturalmente!
—Sidi, pídele a Alá que fortifique tu
cerebro, pues no comprendes que el
hombre no puede hacer deducciones.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¿Porque viste que disparaba
contra el guía deduces tú que es un
asesino?
—Eso se demuestra por sí mismo.
—¡Falso! Pudiera ser una venganza
de sangre. ¿En tu tierra no se conocen
esas venganzas?
—No.
—Pues sabe que no son asesinatos, y
que ningún juez las condena. Sólo los
parientes del difunto tienen derecho a
perseguir al matador.
—¡Pero Sadek no le había ofendido!
—Entonces le habría ofendido otro
de la tribu de Sadek.
—Tampoco ha habido eso. Mira,
vekil, quiero decirte que, por mi parte,
mientras no se meta conmigo, nada tengo
que ver con ese Abú en Nasr, que en
realidad se llama Hamd el Amasat, y
que seguramente antes usó un nombre
armenio. Pero ha asesinado al guía
Sadek, cuyo hijo es Omar Ben Sadek y
éste sí tiene derecho, como tú mismo has
declarado, a la vida del criminal.
Arréglate con Omar; pero cuida de que
ese Padre de la Victoria no vuelva a
interponerse en mi camino, pues
entonces le arreglaré yo por mi propia
cuenta.
—Sidi, tus palabras están ahora
llenas de sabiduría. Hablaré con Omar
para que le deje libre y tú serás mi
huésped mientras se te antoje.
Se levantó y se encaminó al patio. Y
sabía de antemano que sus esfuerzos
respecto de Omar serían inútiles. Al
cabo de un rato volvió el vekil con cara
sombría, y estuvo silencioso hasta
cuando nos sirvieron el cordero asado
que habían aderezado los dedos de
ámbar de la Rosa del Kbillí. Halef y yo
comíamos con apetito, y en el momento
en que el vekil nos decía que a Omar se
le serviría la comida en el patio, pues no
quería moverse de allí, se oyó un grito
penetrante. Escuché sorprendido y el
grito se repitió: «¡Breh, effendi,
socorro!».
Este grito iba dirigido a mí. Me
levanté de un salto y corrí afuera, Omar
yacía en el suelo, peleando con los
soldados, pero al preso no se le veía por
ninguna parte. En la otra puerta estaba el
negro, que me dijo sonriendo con
sarcasmo:
—¡Se ha marchado, sidi! ¡Allí va
corriendo!
En dos saltos me encontré delante de
la casa y vi a Abú en Nasr que
desaparecía por entre las palmeras.
Montaba un camello y llevaba paso
ligerísimo. Todo lo comprendí. El vekil
había tratado inútilmente de convencer a
Omar; pero como quería salvar al
asesino, había dado orden al negro de
que tuviera un buen camello preparado,
y a los soldados de que sujetaran a
Omar y soltaran al preso. Los once
héroes se habían arriesgado a la
aventura y el golpe estaba dado.
Caro pagaron su atrevimiento. Omar
había hecho uso del cuchillo y cuando
pude deshacer el ovillo que formaban
los combatientes vi que algunos de ellos
sangraban.
—¡Se ha escapado, sidi! —gritó el
joven guía con rabia.
—Lo he visto.
—¿Hacia dónde va?
—Hacia allá —le dije señalando
con la mano la dirección que había
tomado el fugitivo.
—Castiga tú aquí, effendi, que yo
salgo a perseguirle.
—Es que va en un camello muy
veloz.
—Yo voy a serlo mucho más que él
—me dijo.
—Pero no tienes cabalgadura.
—Tengo aquí amigos que me darán
una bestia de resistencia, dátiles y odres
de agua. Antes que desaparezca él en el
horizonte estaré sobre sus huellas.
También tú encontrarás las mías si
quieres seguirme.
Y se alejó corriendo.
Halef lo había presenciado todo, y
me había ayudado a libertar a Omar de
manos de los soldados. Ardía en cólera.
—¿Por qué habéis soltado a ese
hombre, perros, descendientes de ratas y
ratones?
La filípica habría continuado de no
haber aparecido la vekilesa, nuevamente
velada.
—¿Qué ha pasado? —me preguntó.
—Que tus tropas se han echado
sobre mi guía.
—¡Ah, infames, bribones! —gritó
ella pateando y sacando los rojos puños
de entre sus velos.
—Y han soltado al preso.
—¡Ladrones, malditos! —continuó;
e hizo ademán de acometerles.
—Por mandato del vekil —añadí yo.
—¿Del vekil? ¿De ese gusano, de
ese desobediente, de ese inútil, de ese
pingajo? Mi mano caerá sobre él, y en
seguida, inmediatamente.
Se volvió y se lanzó hacia el
selamlik con todo el furor de una
pantera.
¡Oh poderío de las faldas, tu cetro es
el mismo en el Norte que en el Sur, en
Oriente que en Occidente!
Halef puso una cara muy alegre y
exclamó:
—Ella es el vekil y él la vekilesa, y
nosotros estamos mejor aquí, a la
Guiolgueda vekilanin, a la sombra de la
gobernadora, que si tuviésemos un
Budieruldu, y que si la Guiolgueda
Padichanín, la sombra del Gran Señor,
nos amparase. ¡Hamdulilah, alabado sea
Alá, que no me ha concedido la suerte
de ser el vekil de esta vekilesa!
CAPITULO VI

UN FAMOSO MEDICO

Era la hora en que el sol de Egipto envía


a la tierra sus más ardientes rayos, y en
que todos los que no se ven forzados a
salir a cielo abierto se esconden en sus
casas e intentan procurarse algún
refrigerio contra el irresistible calor.
También yo estaba echado en un
diván, en una casa que había alquilado;
sorbía aromático moka y me recreaba
con el aroma del rico diebeli que mi
pipa despedía. Las paredes, gruesas y
sin ventanas, ofrecían amparo contra el
ardor solar, y las colgantes y porosas
alcarrazas, por cuyas paredes rezumaba
el agua del Nilo, hacían la temperatura
tan soportable, que me veía libre de la
atonía que tan comúnmente aplana allí, a
las horas del mediodía.
En esto oí, por la parte de afuera,
regañar a mi criado Halef Aghá.
¿Halef Aghá? Sí: mi bueno y
diminuto Halef se había convertido en
un aghá, un señor. ¿Quién lo habría
dicho?
Habíamos llegado a Egipto pasando
por Trípoli y Kufarah, habíamos
visitado El Cairo, que los egipcios
llaman El Masr, es decir, la capital, o,
mejor aún, El Kahirá, la Victoriosa.
Habíamos navegado río arriba hasta
donde mis limitados medios lo
permitían, y habíamos arrendado para
nuestro descanso una casa, en la que yo
habría encontrado mis delicias si en mi
diván y en todas las alfombras no
hubiese buscado refugio una legión de
seres, punzantes y saltarines, de los
cuales, además de los Pulex canis, de
grandes ojos, y de los rojizos Pulex
musculi, se conocen los Pulex irritans y
los furiosos Pulex penetrans. Con
sentimiento mío debo declarar que
Egipto es el dominio, no de los
irritantes, sino de los penetrantes, e
inútil será añadir que mi kef, es decir,
mi siesta, estaba acompañada de toda
suerte de molestias.
Decía, pues, que se oyó fuera la voz
gruñona de mi criado Halef Aghá, la
cual me despertó de mi sueño:
—¿Qué? ¿Cómo? ¿A quién buscas?
—Al effendi —contestó tímidamente
otra voz.
—¿Al effendi, al Kebihr, al Gran
Señor y maestro quieres importunar?
—Necesito hablarle.
—¿Qué? ¿Tú necesitas interrumpir
ahora su kef? ¿Es que el diablo, —¡Alá
me libre de él!— te ha llenado la cabeza
de lodo del Nilo, que no comprendes lo
que significa un effendi, un hekim, un
hombre a quien el Profeta alimenta con
sabiduría, de manera que todo lo
conoce, y que hasta resucita a los
muertos sólo con que le digan de qué
mal han muerto?
¡Ah! Tengo que confesar que mi
Halef había cambiado totalmente desde
que entramos en Egipto. Se había vuelto
extraordinariamente orgulloso, grosero
sin medida y enormemente exagerado, lo
cual en Oriente quiere decir mucho.
En Oriente se considera que todo
alemán es un gran jardinero y todos los
extranjeros buenos tiradores o médicos.
Por desgracia, en El Cairo me había
llegado a las manos un botiquín
homeopático a medio usar, y había
ensayado en casa de algunos extranjeros
y conocidos, la dosis de cinco gránulos
de la trigésima potencia. Luego, durante
mi viaje por el Nilo había administrado
a algunos marineros, contra todos los
males imaginables, un poco de lactosa, y
con pasmosa celeridad me había ganado
el título de gran médico, en pactos y
contratos con el Cheitán (el demonio),
porque con sólo tres granitos
miserables, hacía resucitar a los
muertos.
Esta fama mía había despertado en
Halef cierta clase benigna de delirio de
grandezas, que, por fortuna, no le
impedía prestarme fiel y
desinteresadamente sus servicios. Que
contribuyera él en la mayor parte a la
propagación de mi renombre no
admirará a nadie; Halef había caído en
el feo vicio del barón de la Castaña, y a
la vez aspiraba sin duda a ser un
verdadero clásico en punto a grosería.
Así, entre otros objetos, había
comprado un látigo de piel de
hipopótamo y rara vez se le veía sin él.
Conocía Egipto desde mucho antes y
afirmaba que allí no se podía hacer nada
sin un buen látigo, pues éste obraba
maravillas mayores que la cortesía y el
dinero, del cual no andábamos muy
sobrados por cierto.
—Dios escuche tus palabras, sidi —
oí que respondía la voz suplicante—;
pero yo tengo que ver a tu effendi, el
gran médico de Frankistán, y necesito
hablar con él.
—Ahora no.
—Es preciso: de otra manera no me
habría enviado mi amo.
—¿Y quién es tu amo?
—Es el opulento y poderoso
Abrahim-Mamur, a quien Alá conceda
largos años.
—¿Abrahim-Mamur? ¿Quién es ese
Abrahim-Mamur y cómo se llama su
padre? ¿Quién era el padre de su padre
y quién el padre del padre de su padre?
¿De quién nació y dónde viven aquellos
a quienes él debe su nombre?
—No lo sé, sidi; pero es un señor
muy poderoso, como indica su nombre.
—¿Su nombre? ¿Qué quieres decir?
—Abrahim-Mamur. Mamur significa
jefe de una provincia, y en verdad yo te
aseguro que ha sido Mamur…
—¿Lo ha sido? ¿Luego ya no lo es?
—No.
—Eso me hace entrar en sospechas.
Nadie conoce a tu amo; ni siquiera yo,
Halef Aghá, el valiente amigo de mi
señor, he oído hablar nunca de él, ni he
visto jamás ni aun la punta de su tarbuch.
Vete: mi amo no tiene tiempo.
—Entonces, sidi, dime qué debo
hacer para verle.
—¿No conoces tú el lenguaje de la
llave de plata, que abre los arcanos de
la sabiduría?
—Llevo esa llave conmigo.
—Entonces, abre.
Escuché atentamente y distinguí el
sonido de unas monedas.
—¿Una piastra? Hombre, tu llave es
más pequeña que el agujero de la
cerradura y no sirve para abrir.
—Entonces tendré que agrandarla.
De nuevo oí sonar monedas de plata
y no supe si reírme o enojarme. ¡Halef
Aghá era un portero muy aprovechado!
—¿Tres piastras? Bien; eso ya vale
la pena de preguntarte qué deseas de mi
effendi.
—Tiene que venir conmigo con su
medicina encantada.
—¿Pero tú qué te figuras? ¿Por tres
miserables piastras tengo que inducirle a
que gaste su medicina, que le entrega un
hada sólo el primer día de cada luna
nueva?
—¿Es cierto eso?
—Lo digo yo, Hachi Halef Omar
Ben Hachi Abul Abbás Ibn Hachi Davud
al Gossarah. Lo he visto yo mismo, y si
no lo crees vas a probar esta
kamchilama, mi látigo del Nilo.
—¡Lo creo, sidi!
—¡Esa es tu suerte!
—Y voy a darte dos piastras más. —
Vengan. ¿Quién es el enfermo en casa de
tu señor?
—La mujer de mi señor.
—¿La mujer de tu señor? —preguntó
Halef—. ¿Cuál mujer?
—No tiene más que una.
—¿Y dices que ha sido Mamur?
—Es tan rico que podría tener cien;
pero sólo ama a ésa.
—¿De qué se queja?
—Nadie lo sabe; pero su cuerpo está
enfermo y su alma aun más.
—¡Allah kerihm! Dios es
misericordioso, pero yo no. Tengo el
látigo en la mano y voy a acariciarte con
él la espalda. ¡Por la barba del Profeta!
Tu boca habla con una sabiduría que no
parece sino que el juicio se te ha caído
al agua al venir por el río. ¿No sabes tú
que la mujer no tiene alma y que por eso
no puede ir al cielo? ¿Cómo puede,
pues, enfermar el alma de una mujer, y
más aún que su cuerpo?
—Eso no lo sé, pero el effendi me lo
dirá. Déjame entrar para verle.
—No puedo consentirlo.
—¿Por qué no?
—Mi amo conoce el Corán y detesta
a las mujeres. La más hermosa es para él
como el alacrán en la arena, y su mano
no ha tocado nunca ni aun el vestido de
una mujer. No puede amar a ninguna de
este mundo; de lo contrario no volvería
el hada.
A cada palabra que decía iba yo
reconociendo más talento en Halef
Aghá; pero al mismo tiempo
experimentaba un gran deseo de hacerle
probar su propio látigo. Luego oí la
respuesta:
—Has de saber, sidi, que no ha de
tocar sus vestidos ni verle la cara.
Bastará que hable con ella por la reja.
—Admiro la prudencia de tus
palabras y tu sabiduría; pero ¿no se te
ocurre que precisamente por la reja no
debe hablar con ella?
—¿Por qué?
—Porque la salud que mi effendi
despediría de si no llegaría a la mujer,
sino que se quedaría en la reja. ¡Vete!
—No puedo irme, pues recibiría
cien palos en las plantas de los pies si
no fuera conmigo el effendi.
—¡Ah, esclavo de un egipcio! Da
gracias a tu buen señor, pues con tanta
facilidad te acaricia los pies. No te voy
yo a privar de esa dicha. ¡Salam
aaleikum! ¡Alá sea contigo, y déjate dar
los cien palos!
—Permíteme que te diga una cosa,
valiente Aghá. Mi señor tiene más
bolsas de dinero de las que tú podrías
contar, y me ha encargado que fueras tú
con el tuyo para darte un bakchich, un
regalo, tan espléndido como no lo daría
el mismo jedive.
Al fin, el hombre se había sentido
astuto, y cogía a Halef por el punto flaco
de todo oriental. Mi pequeño
mayordomo cambió de tono en seguida y
contestó con voz suave y amable.
—¡Alá bendiga tu boca, amigo! Voy
a ver si puedo molestar al effendi, si es
cierto que tu amo da un backchich tan
espléndido. Aguarda, pues.
Entonces juzgó Halef, el muy zorro,
que era cosa de molestarme. Pero en
cierto modo era disculpable su
proceder, ya que obedecía a la mala
costumbre general en el país; tanto más
cuanto que lo que yo le daba en pago de
sus servicios no merecía el nombre de
salario.
Lo que más me llamaba la atención
en aquel caso era la circunstancia de que
me llamasen, no para asistir a un
hombre, sino a una mujer; mas como,
excepto entre las tribus nómadas, los
musulmanes no permiten que ninguna de
sus mujeres se muestre a los ojos del
extranjero, debía de tratarse,
indudablemente, de alguna mujer que
hubiese salido ya de la juventud y que
por ciertas condiciones de carácter y
talento, hubiese sabido conservar entero
el amor de Abrahim-Mamur.
Halef Aghá entró en mi habitación.
—¿Duermes, sidi?
¡Ah, bribón! Dentro de casa me daba
el tratamiento de sidi y fuera se hacía
llamar el así.
—No. ¿Qué quieres?
—A la puerta hay un hombre que
desea hablar contigo. Tiene preparada
una barca en el Nilo y dice que yo te
acompañe.
Esta observación la hizo el astuto
Aghá con el único objeto de asegurarse
la propina. Y como yo no quería dejarle
confuso hice como si nada hubiese oído.
—¿Pero qué quiere?
—Parece que hay alguien enfermo.
—¿Es preciso que yo vaya?
—Muy preciso, effendi. El alma del
paciente está a punto de dejar la tierra.
Por eso debes darte prisa si quieres
detenerla.
¡Valiente diplomático estaba hecho
mi Halef!
—Haz pasar a ese hombre.
Salió el mozo y volvió en seguida
con el mensajero. Este se inclinó hasta
el suelo, se descalzó y esperó
humildemente a que yo le hablara.
—Acércate —le dije.
—¡Salam aaleikum, Alá sea contigo,
señor! Presta tu oído al ruego que te
dirige el más humilde de tus servidores.
—¿Quién eres?
—Un siervo del gran Abrahim-
Mamur, que vive a la orilla del río,
aguas arriba.
—¿Qué tienes que decirme?
—Una gran aflicción ha caído sobre
la casa de mi dueño, pues. Güzela,
corona de su corazón, se consume allí a
la sombra de la muerte. Ningún médico,
ningún fakir ni ningún hechicero sabe
detener la enfermedad. Pero mi señor —
a quien Alá favorezca— ha oído hablar
de ti y de tu fama y sabe que la muerte
huye ante tu voz. Y me ha enviado para
que te diga: Ven y quita de mi flor el
rocío que la mata y mi reconocimiento
será suave y claro como el brillo del
oro.
La descripción me poco exagerada
para entrada en años.
—No conozco el lugar donde vive tu
señor. ¿Está lejos de aquí?
—Vive a la orilla del río y te envía
una lancha. En una hora podemos llegar.
—¿Quién me conducirá luego aquí?
—Yo mismo.
—Voy, pues; aguárdame afuera.
Tomó sus babuchas y salió. Y me
levanté, cambié de traje y tomé mi
cajita, en que había acónito, azufre,
pulsatila y todos los remedios que suele
haber en un botiquín de cien números. A
los cinco minutos tomábamos asiento en
una lancha de cuatro remos, yo absorto
en mis pensamientos, y Halef más
orgulloso que un bajá de tres colas. En
el cinto llevaba las pistolas con
guarniciones de plata que yo le había
regalado en El Cairo, y un agudo y
reluciente puñal, y en la mano el
imprescindible látigo, como el mejor
medio para ganarse aprecio, honor y
consideración entre aquella gente.
El calor que hacía era más que
regular; pero la velocidad de la
embarcación nos procuraba una
corriente de aire bastante fresca.
Bogamos un buen trecho, pasando
junto a plantaciones de sorgo, tabaco,
ajonjolí y sen, de las cuales sobresalían
esbeltas palmeras; seguían tierras
incultas cubiertas de mimosas y
sicomoros, y finalmente se veían
pedregales desprovistos de toda
vegetación; y en medio de pedruscos
esparcidos por allí quizá desde hacía
millares de años, vimos una pared
cuadrangular entrada, la cual había que
buscar la entrasa.
Al desembarcar observé que un
estrecho canal se metía desde el río por
debajo de la tapia, seguramente para
abastecer de agua a los habitantes de la
casa sin que tuvieran necesidad de salir
a buscarla. Nuestro guía nos tomó la
delantera, nos guió hacia la parte de la
casa opuesta al río, llamó a la puerta
que allí encontramos y al instante nos
abrieron.
Apareció un negro que, cuando
pasamos por delante de él nos hizo una
reverencia hasta el suelo. Como no hay
que esperar hermosura alguna
arquitectónica en una casa oriental, no
me chocó ver la fachada sin ventanas;
pero el clima de la región había ejercido
su influencia demoledora sobre los
viejos muros, y eso no hacía la casa muy
recomendable como vivienda de una
mujer delicada y enferma.
En otro tiempo el espacio
comprendido entre las tapias y el cuerpo
del edificio debió de estar cubierto de
plantas y flores para dar a los
moradores un agradable recreo; pero
todo estaba ya marchito y seco.
Doquiera que se dirigiera la vista
aparecía todo desierto, y únicamente las
idas y venidas de las golondrinas que
anidaban en las grietas daban alguna
vida y movimiento al triste cuadro.
El mensajero, que iba delante, nos
guió por una puerta baja y oscura a un
patio pequeño, en cuyo centro vimos un
estanque también reducido. Hasta él
llegaba el canal que habíamos visto a la
parte de afuera; evidentemente el que
construyó aquella solitaria casa había
procurado con mucho acierto dotarla de
lo que en aquellas tierras cálidas es más
necesario, mejor dicho, indispensable:
el agua. Al mismo tiempo observé que
todo el edificio estaba levantado de
manera que pudiera resistir sin grave
daño la inundación anual del gran río.
En las paredes que daban al patio se
veían varias rejas de madera, a las
cuales correspondían seguramente otras
tantas habitaciones. Como yo no podía
dedicar en aquel instante mucho tiempo
a estudiar su disposición, hice una seña
a Halef para que me aguardara allí con
el botiquín y seguí al guía hacia el
selamlik de la casa.
Este era una estancia espaciosa…
algo oscura y alta de techo, por cuyas
enrejadas ventanas entraba una luz
agradable y amortiguada. Los tapices,
arabescos y ornamentos que en ella
había le daban aspecto habitable, y las
vasijas de agua del Nilo colocadas en
hornacinas le prestaban una frescura
muy grata. Una barandilla dividía la
estancia en dos; la parte delantera para
la servidumbre y la posterior para el
señor de la casa y sus visitantes. El
testero, de suelo más elevado que el
resto de la sala, estaba adornado por un
ancho diván, que ocupaba toda la pared,
y sobre el cual vi sentado a Abrahim-
Mamur, el «dueño de muchas bolsas».
Al entrar yo se levantó, pero, según
la costumbre del país, permaneció en
pie en el mismo sitio. Como yo no
calzaba las babuchas que se usan
siempre allí, no pude descalzarme, y
avancé como si tal cosa, pisando las
magníficas alfombras y me senté a su
lado. Un criado nos trajo el
indispensable café y las aun más
necesarias pipas. Hecho esto, podía
empezar a tratarse del asunto que allí me
llevaba.
Mi primera mirada fue,
naturalmente, para la pipa del amo de la
casa, pues en Oriente todo el mundo
sabe que por la pipa se coligen los
recursos pecuniarios de su dueño. El
canuto largo, oloroso y envuelto en hilo
de plata sobredorada, habría costado sus
buenas mil piastras. Más cara sería aún
la boquilla de ámbar, que consistía en
dos mitades unidas por un rico anillo
guarnecido de piedras preciosas. A
juzgar por estos detalles aquel hombre
debía de tener, efectivamente, muchas
bolsas, pero eso no era razón para que
yo me intimidara, pues a veces hay
potentados que tienen pipas de un valor
de más de diez mil piastras, compradas
con el dinero robado a sus súbditos
tiranizados. Preferible era mirarle a la
cara.
¿Dónde había visto yo antes aquellas
facciones finas, hermosas, y sin embargo
diabólicas por su falta de armonía? No
ya escudriñadora, ni aguda, ni punzante,
sino realmente taladrarte, se hundió en
la mía la mirada de sus ojos, sin
pestañear, y serena y fría se retiró
después. Pasiones ardientes y enervantes
habían impreso huellas hondísimas en su
rostro; el amor, el odio, la venganza, la
ambición se habían ayudado mutuamente
para derribar una naturaleza
privilegiada al fango de los vicios, y
habían dado a sus facciones un no sé qué
indescriptible.
¿Dónde había encontrado yo a aquel
hombre? De haberle visto estaba seguro;
y me daba el corazón que no había sido
en circunstancias agradables.
—¡Salam aaleikum! —me dijo
pausadamente, moviendo la barba
poblada, magnífica, pero teñida de
negro.
El timbre de su voz era opaco, sin
sonoridad, sin vida y sin calor; podía
hacer temblar el oírlo.
—¡Aaleikum! —contesté.
—¡Haga Alá que crezca el bálsamo
en las huellas de tus pies y que gotee
miel de tus dedos, para que mi corazón
no vuelva a oír la voz de su dolor!
—Dios te dé la paz y me dé a mí
gracia para encontrar el veneno que
carcome tu felicidad —le dije
contestando a su saludo; y empleé tales
rodeos porque ni aun al médico le está
permitido preguntar al musulmán por la
salud de su mujer sin cometer una falta
gravísima contra las costumbres y la
cortesía.
—He oído decir que eres un sabio
hekim. ¿En qué medersa (Universidad)
has estudiado?
—En ninguna.
—¿En ninguna?
—No soy musulmán.
—¿No? Entonces, ¿qué eres?
—Nemsi.
—¡Nemsi! ¡Oh! Ya sé que los nemsi
son gente muy inteligente; conocen la
piedra filosofal y el abracadabra, que
ahuyenta a la muerte.
—No existen ni la piedra filosofal ni
el abracadabra.
—Conmigo no tienes que ocultar tus
pensamientos —me dijo mirándome
fríamente—. Ya sé que los magos de tu
arte no deben hablar, y no quiero
sonsacarte; sólo quiero que me ayudes.
¿Cómo expeles tú la enfermedad? ¿Con
la palabra o por medio de talismán?
—Ni con palabras ni con talismanes,
sino con medicinas.
—Te repito que no tienes que ocultar
tu pensamiento. Y creo en ti, pues
aunque no seas musulmán, tu mano posee
el triunfo, como si la hubiese bendecido
el Profeta. ¿Encontrarás y vencerás la
enfermedad?
—El Señor es Todopoderoso; El
puede salvar y perder, y a El sólo
pertenece toda gloria. Si quieres que te
ayude, habla.
Esta directa invitación a que
expusiera un secreto de su casa debió de
serle desagradable, aunque sin duda
estaba preparado para ella. No obstante,
trató de sobreponerse en seguida a su
debilidad, y contestó a mi indicación:
—¿Eres del país de los infieles
donde no es deshonra hablar de una hija
de madre?
Interiormente me divertía observar
cómo buscaba circunloquios para
hablarme de «su mujer»; pero conservé
mi grave continente y contesté con
bastante frialdad:
—Quieres que te ayude, y, sin
embargo, me ofendes.
—¿En qué?
—Llamas a mi patria la tierra de los
infieles.
—En realidad lo sois.
—Creemos en un Dios, el mismo a
quien llamáis vosotros Alá. Tú me has
llamado infiel desde tu punto de vista;
con el mismo derecho puedo yo, desde
el mío, llamarte infiel a ti; pero no lo
hago, porque nosotros, los nemsi, no
olvidamos los deberes de cortesía.
—No hablemos de nuestras
creencias. El musulmán no puede hablar
de su mujer; pero ¿me permites que
hable de las mujeres de Frankistán?
—Te lo permito.
—Si la mujer de un franco está
enferma…
Me miró como si aguardara una
observación mía y yo le hice seña de
que continuara.
—Digo que si está enferma y no
toma alimento ninguno…
—¿Ninguno?
—Ni un bocado.
—Adelante.
—Si pierde el brillo de los ojos y la
plenitud de las mejillas… Si está
cansada y no conoce más goce que el del
sueño…
—Adelante.
—Si está siempre recostada y anda
pausadamente y arrastrándose… Si se
estremece de frío y arde de calor…
—Escucho. Sigue…
—Si cualquier ruido la espanta y la
hace temblar… si no desea nada, ni
quiere nada, ni aborrece nada y los
mismos latidos de su corazón la
estremecen…
—Sigue… adelante.
—Si su aliento no se nota más que el
de un pajarito… Si no ríe, ni llora, ni
habla… Si no deja oír ninguna palabra
de alegría ni de queja, y si no se
perciben ni sus suspiros… Si no quiere
ya ver la luz del sol y pasa las noches
acurrucada en un rincón…
Me miró otra vez y en el parpadeo
de sus ojos noté una angustia que
parecía sostenida y aumentada por cada
uno de los síntomas enumerados. Aquel
hombre debía de amar a la enferma con
la última y, por consiguiente, la más
encendida brasa de su corazón casi
consumido, y me había descubierto, sin
saberlo ni quererlo, su conducta para
con la enferma. —¡No has acabado
todavía!— le dije.
—Si a veces da un grito repentino
como si se le hubiera clavado un puñal
en el pecho… Si balbuce sin cesar una
palabra extranjera…
—¿Qué palabra?
—Un nombre.
—¡Adelante!
—Si tose y sus pálidos labios se
manchan de sangre…
Entonces me miró tan fijamente y
con tanta angustia, que conocí que mi
diagnóstico había de ser para él una
sentencia de liberación o de
condenación. No vacilé en pronunciar
esta última.
—Entonces morirá.
CAPITULO VII

EN EL HARÉN

Estuvo unos instantes tan inmóvil como


si le hubiese herido un rayo; pero luego
se levantó y se irguió delante de mi. El
fez rojo se le había caído de la afeitada
cabeza y la pipa se le había escapado de
las manos; las arrugas de su cara
denotaban los sentimientos más
contradictorios. Era una cara extraña,
formidable; se parecía a las imágenes
del diablo que tan bien concebía el
genial Doré; no con rabo, pezuñas y
cuernos, sino con perfecta armonía en
sus miembros, con hermosura en cada
una de sus facciones; y sin embargo en
conjunto ¡es su rostro tan repugnante, tan
odioso, tan… diabólico! Sus ojos me
miraron con expresión de horror que se
tornó colérica y amenazadora.
—¡Yaur! —exclamó con voz
terrible.
—¿Qué dices? —le pregunté
fríamente.
—Yaur he dicho. ¿Así te atreves a
hablarme, perro? El látigo te dará a
conocer quién soy y te enseñará que no
debes hacer sino lo que yo te mande. ¡Si
ella muere morirás tú también; pero si la
curas puedes marcharte en paz y
pedirme lo que tu corazón desee!
Pausadamente y con la mayor
serenidad me levanté también, e
irguiéndome delante de él cuan alto era
le pregunté:
—¿Sabes tú qué afrenta es la mayor
para un musulmán?
—¿Cuál?
—Mira tu fez en el suelo. Abrahim-
Mamur, ¿qué dice el Profeta y qué el
Corán de los que descubren ante un
cristiano la desnudez de su cabeza?
Al instante recogió el fez y se
cubrió, mientras rojo de ira sacaba de su
cinto un puñal.
—¡Vas a morir, yaur!
—Moriré cuando a Dios le plazca,
no cuando a ti se te antoje.
—¡Morirás te digo! ¡Reza tu
oración!
—Abrahim-Mamur —contesté yo tan
serenamente como antes—, he cazado
osos y he perseguido a nado a los
hipopótamos; el elefante ha oído mis
disparos y mis balas han matado al león,
el degollador de rebaños. Dale gracias
a Alá porque vives todavía, y pídele que
someta tu corazón. No puedes matarme,
pues eres demasiado débil para hacerlo,
y morirás si lo intentas.
Era ésta otra ofensa, más grave que
la anterior; al oírla dio un salto para
agarrarme; pero yo di un brinco atrás y
empuñé el arma, que en aquellas tierras
nadie puede dejarse olvidada.
Estábamos, pues, frente a frente sin que
nadie nos estorbara, pues él había hecho
salir a los criados con el servicio de
café y las pipas, para que nuestra
delicada conversación no fuera oída.
Auxiliado por mi Halef, no tenía el
menor motivo para temer a los
moradores de la vieja casa; en caso
necesario habríamos podido matar a
tiros a todos los hombres; pero temí por
la suerte de la enferma, por quien
empezaba a interesarme vivamente, y a
quien deseaba ver y hablar.
—¿Vas a disparar? —preguntó
rugiendo y señalando mi revólver.
—Sí.
—¿Aquí, en mi casa, en mi diván?
—Sin duda, si me obligas a
defenderme.
—¡Perro! Ahora veo que es verdad
lo que sospeché al verte.
—¿Qué sospecha era esa, Abrahim-
Mamur?
—Que ya te había visto antes.
—¿Dónde? ¿Cuándo?
—No lo sé; pero estoy seguro de que
no fue en buena ocasión.
—Sería en un caso como éste, pues
me admiraría que esta entrevista tuviera
buen fin. Me has llamado «perro», y
ahora te digo que si repites esa palabra
te meteré una bala en los sesos. ¡No lo
olvides, Abrahim-Mamur!
—¡Llamaré a mis criados!
—Llámalos, si quieres ver sus
cadáveres y juntarte después a ellos.
—¡Oh! ¿Eres un dios?
—No, pero soy un nemsi. ¿No has
sentido todavía el peso de la mano de un
nemsi?
Sonrió despreciativamente.
—Cuida de no sentirlo —proseguí
—, porque no está untada de aceite de
rosas como la tuya. Pero no quiero
turbar la paz de tu casa: me voy:
¡Rabbena chaliek, el Señor te guarde!
Me metí el revólver en el cinto y me
dirigí a la puerta.
—Quédate —gritó; pero yo seguí
andando.
—¡Quédate! —repitió en tono
suplicante.
Yo estaba ya en la puerta y no me
volví.
—¡Entonces muere, yaur!
Al momento me volví, y tuve tiempo
de echarme a un lado. Su puñal voló
rozándome y fue a clavarse en las
maderas de la pared.
—¡Ahora eres mío, canalla!
Diciendo esto di un salto, le agarré a
bulto, lo levanté en vilo y lo arrojé
contra la pared.
Permaneció unos segundos en el
suelo y luego se levantó. Tenía los ojos
desmesuradamente abiertos, las venas
de la frente hinchadas hasta reventar y
los labios amoratados por la cólera;
pero, cuando yo le encaré el revólver, se
quedó parado ante mí completamente
intimidado.
—Ya conoces la mano de un nemsi.
¡No te atrevas a provocarla otra vez!
—¡Es que…!
—¡Cobarde! ¿Qué nombre merece el
hombre que llama al médico para que le
auxilie y después de insultarle de
palabra intenta asesinarle a traición?
—Por fuerza debes de ser brujo,
porque si no lo fueras, mi puñal te
habría alcanzado sin remedio y no
habrías tenido fuerza para levantarme y
arrojarme contra la pared.
—Si fuera lo que tú dices habría
podido curar a Güzela, tu mujer.
El nombre, que pronuncié con toda
intención, hizo su efecto.
—¿Quién te ha revelado su nombre?
—Tu mensajero.
—Un infiel no puede pronunciar el
nombre de una creyente.
—He pronunciado el nombre de una
mujer que tal vez mañana haya muerto.
Me miró otra vez con ira. Después
se pasó la mano por la frente y dijo:
—¿Es verdad, hekim, que tal vez
muera mañana?
—Es verdad.
—¿No puede salvarse?
—Quizá sí.
—No digas quizá, sino con certeza.
¿Estás dispuesto a auxiliarme? Si la
curas te daré cuanto me pidas.
—Estoy dispuesto a curarla.
—Dame, pues, tu talismán o
medicina.
—No tengo talismán y la medicina
no puedo dártela.
—¿Por qué no?
—Los médicos no pueden curar a
los enfermos si no los ven. Vamos a
verla, o haz que venga ella.
Al oír esto retrocedió como si
hubiese recibido un golpe.
—¡Machallah! ¿Estás loco? El
espíritu del Desierto ha debido de secar
tu cerebro, pues no sabes lo que pides.
La mujer en quien se hayan fijado los
ojos de un extranjero tiene que morir.
—Más seguro es que muera si no la
veo. Necesito tomarle el pulso e
interrogarla acerca de muchas cosas
referentes a su enfermedad. Sólo Dios lo
sabe todo sin necesidad de preguntar.
—¿Es cierto que no te sirves de
talismán?
—Es cierto.
—¿Tampoco curas por la palabra?
—Tampoco.
—¿Ni rezando?
—Yo rezo siempre por mis
pacientes; pero Dios ha puesto en
nuestras manos medios para curarlos.
—¿Qué medios son esos?
—Plantas, metales y tierras, cuyo
jugo y esencia extraemos.
—¿No son venenos?
—Yo no enveneno a los enfermos.
—¿Puedes jurarlo?
—Ante cualquier juez.
—¿Y necesitas hablar con ella?
—Sí.
—¿Qué tienes que decirle?
—Tengo que interrogarla sobre su
enfermedad y sobre todo lo que se
relaciona con su mal.
—¿Sobre otras cosas no?
—No.
—¿Antes de hacer las preguntas me
las dirás a mí para que las autorice?
—Con mucho gusto.
—¿Y es preciso tentarle la mano?
—Sí.
—Te lo permito durante un minuto.
¿Tienes que verle la cara?
—No; puede permanecer
completamente velada; pero tendrá que
andar algunos pasos de un lado a otro de
la habitación.
—¿Por qué?
—Porque con el andar y la postura
pueden conocerse muchas cosas que
conciernen a la enfermedad.
—Te lo permito; voy a mandar que
la conduzcan aquí.
—Eso no puede ser. He de verla en
su habitación y observar bien lo que la
rodea.
—Y eso ¿por qué?
—Porque muchas enfermedades
tienen por causa la estancia en
habitaciones mal acondicionadas y eso
lo ha de ver el médico.
—Entonces ¿quieres pisar mi
harén[4]?
—Sí.
—¿Tú, un infiel?
—Un cristiano.
—No lo permito.
—Entonces confórmate con su
muerte. ¡Salam aaleikum, la paz sea
contigo!
Me dirigí a la puerta. Aunque por la
enumeración de los síntomas había
comprendido ya que se trataba de una
grave dolencia del ánimo, hice como si
creyera que Güzela padecía una
enfermedad puramente corporal; pues
precisamente porque presumía que el
mal era fruto de alguna violencia que la
habría puesto en manos de aquel
hombre, quería aclararlo lo mejor
posible. Abrahim-Mamur me dejó llegar
hasta la puerta, pero al fin me llamó:
—¡Espera, hekim, espera! Entrarás
en su habitación.
Volví atrás sin denotar mi
satisfacción. Había vencido y estaba
sumamente contento por tales
concesiones, pues había obtenido más
de lo que ningún europeo pudo lograr. El
amor del egipcio y sus consiguientes
temores por la vida de la enferma
estaban fuera de lo común, y así lo
demostraba al acceder a mis exigencias.
Verdad es que en su semblante podía yo
leer la más airada irritación contra mí,
pues me entrometía yo a la fuerza en los
secretos de su casa; y tenía la
convicción de que, aun en el caso feliz
de curar yo a su mujer, él me
consideraría como enemigo declarado,
sobre todo estando él, como yo, seguro
de que nos habíamos encontrado con
anterioridad en circunstancias
desagradables En aquel instante salió de
la habitación para prepararlo todo, pues
ningún criado debía sospechar que daba
entrada a un extranjero en el santuario
de su casa.
Al cabo de un rato volvió. En sus
apretados labios podía leerse la firme y
decidida determinación que tomaba; y
con una mirada henchida de odio mortal,
me dio sus instrucciones.
—Irás donde está ella…
—Ya me lo has prometido.
—Y observarás su cuarto…
—Naturalmente.
—Y a ella misma…
—Velada y envuelta en su manto.
—¿Y hablarás con ella?
—Es necesario.
—Te concedo mucho, infinitamente
más de lo que pensaba, effendi. Pero por
la bienaventuranza del cielo y por los
tormentos del infierno, te juro que tan
pronto como digas una palabra que yo
no desee o hagas con ella cualquier cosa
que yo no te haya permitido, la mataré.
Tú eles fuerte y vas bien armado, y por
eso mi puñal no se asestará contra ti,
sino contra ella. ¡Lo juro por todos los
suvar[5] del Corán y todos los Califas, a
quienes Alá bendiga!
Había llegado a conocerme y
comprendía que su amenaza sería más
eficaz que todas las baladronadas que
me dirigiera a mí. Por lo demás no tenía
yo la menor intención de ofenderle en
sus derechos; pero cuantas más
dificultades me oponía más me afirmaba
yo en la sospecha de que en sus
relaciones con la enferma había algún
punto oscuro.
—¿Es hora ya?
—Ven.
Echó a andar, y yo le seguí.
Primeramente pasamos por algunos
cuartos sumidos en la oscuridad, y en
los que habitaban diversos bichos
nocturnos; entramos después en un
aposento que parecía servir de antesala,
y luego en un cuarto que tenía todas las
apariencias de alcoba femenina. Estaban
esparcidas allí todas esas cosas
menudas que tanto agradan a las mujeres
y que tan buscadas y utilizadas son por
ellas.
—Este es el cuarto que deseabas
ver. Mira si encuentras en él al demonio
de la enfermedad —dijo Abrahim-
Mamur con risa un poco burlona.
—¿Y la alcoba de al lado?
—La enferma se encuentra en ella;
pero antes tengo que convencerme de
que el sol ha velado su cara, ocultándola
a los ojos de un extranjero. No me sigas:
espera a que yo vuelva.
Quedé solo.
¿Conque allí se encontraba Güzela?
El nombre significa literalmente «la
hermosa», y esta circunstancia y la
conducta del egipcio hicieron vacilar mi
sospecha de que se trataba de una
persona de edad.
Entretanto examiné la habitación en
que me encontraba. El mobiliario era
igual al del cuarto del amo de la casa: la
barandilla, el diván y la hornacina con
las vasijas de agua fresca.
Al cabo de un rato volvió Abrahim-
Mamur.
—¿Has examinado la habitación? —
me preguntó.
—Sí.
—¿Y qué?
—No puedo decir nada hasta haber
visitado a la enferma.
—Entonces ven, effendi; pero no
hagas nada que pueda molestarme.
—Conforme. Sé muy bien lo que
tengo que hacer.
Nos metimos en la alcoba contigua.
En el fondo de ella, y envuelta en anchos
vestidos estaba una figura de mujer
enteramente velada, sin que pudieran
verse de ella más que sus menudos pies
calzados con babuchas de terciopelo.
Empecé las preguntas, cuya
moderación satisfizo completamente al
egipcio; hice que diera unos pasos la
enferma y al fin le pedí que me alargara
la mano. No obstante lo peligroso de la
situación estuve a punto de soltar la risa.
La mano estaba tan bien envuelta en una
tela gruesa, que era imposible discernir
la forma de los dedos ni dónde se
encontraban éstos. Incluso el brazo
estaba envuelto del mismo modo.
Me volví a Abrahim:
—Mamur, estos vendajes tienen que
ir fuera.
—¿Por qué?
—Así no puedo tomarle el pulso.
—Quítate esos paños —ordenó él.
Un momento después dejó ver la
enferma una mano delicada en cuyo
dedo anular observé un aro estrechito
que ostentaba una perla. Abrahim
observaba mis movimientos con
ansiedad. Mientras ponía tres dedos en
su muñeca bajé mucho la cabeza, no
sólo para tomar el pulso, sino como si
escuchara; y —¡no me engañé!— oí
como un soplo de aire, bajito, muy
bajito, casi imperceptible a causa del
velo, que me decía:
—¡Kurtar Senitzaji! (¡Salva a
Senitza!).
—¿Has terminado? —preguntó
Abrahim, acercándose apresuradamente.
—Sí.
—¿Qué tiene?
—Tiene un dolor muy grande, muy
hondo; el más grande que existe, pero…
yo la salvaré.
Pronuncié estas tres últimas palabras
lentamente y dirigiéndome más a ella
que a él.
—¿Cómo se llama ese mal?
—Tiene un nombre extraño, que
solamente los médicos entienden.
—¿Cuánto tardará en ponerse
buena?
—Podrá tardar mucho o poco, según
se cumpla o no lo que yo ordene.
—¿Qué tengo que hacer?
—Tienes que darle con regularidad
mis medicinas.
—Lo haré.
—Tiene que estar sola y libre de
toda clase de molestias.
—Será así.
—Necesito hablar con ella todos los
días.
—¿Tú? ¿Por qué?
—Para conocer el estado de la
enferma y según él sea darle la
medicina.
—Sería lo mismo que te diga yo
cómo se encuentra.
—No puedes; tú no sabes juzgar del
estado de un enfermo.
—¿Qué vas a hablar con ella?
—Solamente lo que tú me permitas.
—¿Y dónde ha de ser eso?
—Aquí, en este cuarto, como hoy.
—Di exactamente los días que has
de venir.
—Si me obedecéis, dentro de cinco
días estará… salvada.
—Entonces dale la medicina.
—No la tengo a mano; la tiene mi
criado, que está en el patio.
—Entonces, ven conmigo.
Me volví hacia ella para despedirme
con una inclinación, pero sin decirle
nada. Ella levantó las dos manos por
cima de los velos, en actitud de implorar
socorro, y se atrevió a pronunciar estas
sílabas:
—¡Evv, Allah! (¡Con Dios!).
Pero en seguida interrumpió él:
—¡Cállate! No debes hablar si no te
preguntan.
—Abrahim-Mamur —contesté yo
severamente—: ¿no te he dicho que le
evites todo disgusto y toda pena? ¡Así
no se habla a un enfermo que está a las
puertas de la muerte!
—Pues que procure ella no dar
ocasión a que la disgusten. Ella sabe que
no debe hablar. ¡Ven conmigo!
Volvimos al selamlik. Allí mandé en
busca de Halef, quien al instante se
presentó con el botiquín. Receté ignatia,
con las necesarias instrucciones, y me
dispuse a marcharme.
—¿A qué hora vendrás mañana?
—A la misma que hoy.
—Te enviaré una barca. ¿Cuánto
pides por esta visita?
—Nada. Si la enferma cura me darás
entonces lo que quieras.
Ello no obstante, se metió la mano
en el bolsillo y sacó una bolsa bordada;
tomó de ella unas monedas y las entregó
a Halef.
—Toma tú.
El bizarro Halef las tomó con un
ademán de protección, como si con ello
hiciera un gran honor al egipcio, y dijo,
a la vez que guardaba la propina en su
bolsillo sin mirarla:
—Abrahim-Mamur, tu mano está
abierta, como también la mía. Yo no la
cierro ante ti, porque el Profeta dice que
una mano abierta es el primer peldaño
que conduce a la mansión de los
bienaventurados. ¡Alá sea contigo, como
también conmigo!
Acompañados del egipcio salimos
hasta el jardín, donde un criado nos
abrió la puerta exterior. Cuando nos
encontramos solos, metió Halef la mano
en el bolsillo para ver lo que el egipcio
le había dado.
—¡Tres cequíes de oro, effendi!
¡Bendiga el Profeta a Abrahim-Mamur y
haga que su mujer esté enferma mucho
tiempo!
—¡Hachi Halef Omar!
—¡Sidi! ¿No me deseas ni el
beneficio de algunos cequíes?
—Sí; pero más deseable es la salud
de una enferma.
—¿Cuántas veces volverás?
—Quizá cinco.
—Cinco por tres son quince cequíes;
si cura quizá me dé otros quince, que
sumarán treinta cequíes. Voy a enterarme
de si existen más enfermas a la orilla del
Nilo.
CAPITULO VIII

NUEVOS PERSONAJES

—Nos embarcamos en la lancha, donde


nos aguardaban los remeros. Nuestro
primer guía estaba junto al timón, y en
cuanto nos hubimos sentado la barca
bogó río abajo, más de prisa,
naturalmente, que al remontarlo, de
manera que al cabo de media hora
estuvimos en casa.
Desembarcamos al lado de una
dahabie, que había echado anclas
durante nuestra ausencia junto a la
orilla. Tenía los cables atesados, las
velas plegadas y, según la piadosa
costumbre mahometana, el reis, el
patrón, invitaba a su gente a la oración.
—¡Hai al el salah! ¡Arriba,
preparaos para la oración!
Y había ya echado a andar; pero me
volví de pronto. Aquella voz me era muy
conocida. ¿Habría oído bien? ¿No era el
viejo Hasán, que llamaban Abú el
Reisán, Padre de los navegantes? Nos
habíamos encontrado en Kufarah, donde
él había visitado a un hijo suyo con
Halef y conmigo, y habíamos regresado
con él a Egipto. Habíamos simpatizado
extraordinariamente y yo estaba seguro
de que se alegrarla mucho de volver a
verme. Aguardé a que hubiese terminado
la oración y grité después hacia el
buque:
—¡Hasán el Reisán, ohío!
Inmediatamente apareció en la borda
la bondadosa y barbuda cara del
anciano, que me preguntó. —¿Quién es?
¡Allah akbar, Dios es grande! ¿No es ése
mi hijo el nemsi Kara effendi?
—Él es, Abú Hasán.
—Sube a bordo, hijo mío, que
quiero abrazarte.
Subí y fui cariñosamente acogido.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó.
—Descanso del viaje. ¿Y tú?
—Vengo de Dongola, donde he
tomado un cargamento de sen. Tenemos
una vía de agua y hemos anclado en este
sitio.
—¿Cuánto tiempo permanecerás
aquí?
—Todo el día de mañana. ¿Dónde
vives?
—Ahí, a la derecha: en esa casa
aislada.
—¿Tienes buen huésped?
—Es el jeque el belet (juez
municipal) del lugar; un hombre de
quien estoy muy contento. ¿Irás a mi
casa esta tarde, Abú Hasán?
—Iré si tus pipas no están rotas.
—Sólo tengo una; de modo que
habrás de llevar la tuya; pero fumarás un
magnífico diebeli que no he dado a
probar jamás a nadie.
—Iré, te lo aseguro. ¿Vas a estar
aquí por mucho tiempo?
—No. Tengo que volver al Cairo.
—Entonces vente conmigo. Yo me
quedaré en Bulag[6].
Al oír esta proposición me asaltó
una idea.
—Hasán, me has llamado tu amigo.
—Y lo eres. Pídeme lo que quieras:
haré por ti lo que esté en mi mano.
—Tengo que pedirte una cosa muy
grande.
—¿Está en lo posible?
—Sí.
—Entonces, concedida de antemano.
¿Qué es?
—Te lo explicaré esta noche si vas a
tomar café conmigo.
—Iré… Pero aguarda, hijo mío;
olvidaba que estaba ya convidado.
—¿Dónde?
—En la misma casa donde tú vives.
—¿Por el jeque El benet?
—No, sino por un hombre de
Estambul que ha navegado dos días
conmigo y ha alquilado un cuarto para sí
y otro para su criado.
—¿Quién es?
—No lo sé; no me lo ha dicho.
—Pero su criado ha podido
decírtelo.
El patrón se echó a reír contra su
costumbre.
—Ese hombre es un pícaro, que ha
oído hablar todas las lenguas y no ha
aprendido gran cosa de ninguna. Fuma,
silba, tañe un instrumento y canta todo el
día; y si se le pregunta da respuestas que
hoy son verdad y mañana mentira.
Anteayer era turco, ayer montenegrino,
hoy es druso, y sabe Alá lo que será
mañana y pasado mañana.
—¿Entonces no irás a verme?
—Iré, así que haya fumado una pipa
con el otro. Alá te guarde; yo tengo que
trabajar todavía.
Halef había echado a andar; yo le
seguí y al llegar a casa me tendí en el
diván, con objeto de meditar a mis solas
sobre los sucesos de aquel día. Pero no
pude conseguirlo, pues al cabo de poco
rato entró a verme mi hospedero.
—¡Salam aaleikum!
—¡Aaleikum!
—Effendi, vengo para obtener un
permiso tuyo.
—Tú dirás.
—Ha venido un extranjero; me ha
pedido una habitación y se la he dado.
—¿Dónde está esa habitación?
—Arriba.
—En ese caso no me molestará
mucho. Haz lo que quieras, jeque.
—Pero tu cabeza trabaja mucho y mi
nuevo huésped tiene un criado que
parece muy aficionado a silbar y cantar.
—Si me molesta, ya le mandaré
recado.
El celoso hospedero se alejó y yo
me quedé otra vez solo, pero pude
meditar muy poco, pues sentí los pasos
de dos hombres que, uno desde el patio
y el otro de fuera de la casa, llegaron
juntos hasta mi puerta.
—¿Qué buscas aquí? ¿Quién eres?
—preguntó uno, en quien, por la voz,
conocí a Halef, mi criado.
—Primero dime quién eres tú y qué
buscas en esta casa —replicó el otro.
—¿Yo? ¡Yo vivo aquí! —exclamó
Halef muy indignado.
—¡También yo!
—¿Quién eres?
—Soy Hamsad el Yerbaia.
—Y yo soy Hachi Halef Omar Aghá.
—¿Aghá?
—Sí, y compañero y protector de mi
amo.
—¿Quién es tu amo?
—Un gran médico, que vive aquí, en
este cuarto.
—¿Un gran médico? ¿Qué es lo que
cura?
—Lo cura todo.
—¿Todo? Eso no me lo digas a mí.
Sólo hay uno que pueda curarlo todo.
—¿Quién es?
—Yo.
—¿Entonces también tú eres
medico?
—No. Yo soy también protector de
mi señor.
—¿Quién es tu señor?
—Eso no se sabe. Hace un momento
que hemos llegado.
—Pues mejor habríais hecho
quedándoos fuera.
—¿Por qué?
—Porque sois gente descortés y no
contestáis a lo que se os pregunta.
¿Quieres decirme quién es tu señor?
—Sí.
—¿Quién?
—Es… es… mi señor, pero no el
tuyo.
—¡Tunante!
Dicha esta palabra oí que Halef se
alejaba indignadísimo. El otro se quedó
en la puerta silbando; luego se puso a
zumbar y canturriar en voz baja, y
después de un rato de silencio empezó a
cantar entre dientes.
¡Cómo!
Estuve a punto de dar un salto,
sorprendido por aquel canto, pues las
estrofas, en lengua árabe, eran
traducción fiel de una canción alemana,
con cuya melodía, nota por nota, cantaba
la desconocida voz. Al acabar la
segunda estrofa corrí hacia la puerta, la
abrí y vi a mi hombre, el cual vestía
pantalones bombachos azules y llevaba
fez. Era, por consiguiente, una figura
muy vulgar.
Al verme se puso en jarras, y como
si no me diera la menor importancia me
preguntó:
—¿Te gusta, effendi?
—¡Mucho! ¿Dónde has aprendido
esa canción?
—Yo mismo la he compuesto.
—¡Embustero!
—¡Effendi, soy Hamsad el Yerbaia y
no me dejo insultar!
—Tú eres Hamsad el Yerbaia y
además un grandísimo bribón. Esa
melodía la conozco yo.
—Entonces la has oído silbar o
cantar a otro que antes me la había oído
a mí.
—¿Y tú a quién se la has oído?
—A nadie.
—Eres incorregible. Esa melodía es
de una canción alemana.
—¡Oh, effendi! ¿Qué sabes tú de
Alemania?
—La canción dice así —le contesté,
iniciando la primera estrofa.
—¿Qué es esto, effendi? —me
interrumpió lleno de júbilo en su lengua
—. ¿Es usted quizá alemán?
—¡Pues claro está!
—¿De veras? ¿Un effendi alemán?
¿De qué punto es usted, señor hekim-
bachí?
—De Sajonia.
—¡Sajón! ¡Si dan ganas de echarse
al fuego, de pura alegría! ¿Y se ha
convertido usted en turco?
—No. ¿Y usted es prusiano? —
¡Vaya! Prusiano de Jüterbock.
—¿Cómo ha venido usted aquí?
—En tren, por mar, a caballo y en
camello y a ratos a patita.
—¿Cuál era su oficio?
—Barbero. Me cansé de estar en
casa y me fui por el ancho mundo, de un
sitio para otro. Finalmente, he llegado
aquí.
—Tiene usted que contármelo todo.
Pero ¿a quién sirve usted ahora?
—Al hijo de un comerciante de
Constantinopla, llamado Isla Ben
Maflai, que es disparatadamente rico.
—¿Qué ha venido a hacer aquí?
—¡Qué sé yo! Busca algo.
—¿Y qué es lo que busca?
—Tal vez una moza.
—¿Una moza? ¡Qué idea más
singular!
—Pues no es otra cosa.
—¿Qué clase de moza es esa?
—Una montenegrina: Senicha o
Senitza, que no sé cómo se pronuncia.
—¿Qué-é-é? ¿Se llama Senitza?
—Si.
—¿Lo sabe usted fijamente?
—¡Claro! En primer lugar, mi amo
tiene su retrato; en segundo, hace
siempre… Pero, basta; mi amo me llama
y tengo que dejarle a usted.
No volví a tenderme en el diván,
sino que me puse a dar paseos a lo largo
de mi habitación. En verdad, aquel
barbero de Jüterbock, que tan
poéticamente se llamaba Hamsad el
Ysrbaia, era en extremo interesante;
pero en más alto grado se había
despertado mi simpatía por su señor,
que allí, en las orillas del Nilo, buscaba
a una montenegrina llamada Senitza.
Desgraciadamente, en aquel momento
vinieron algunos felás que tenían
dolores de vientre o de cabeza, y a los
cuales tuve que auxiliar con algunos de
mis granitos encantados. Según la
costumbre oriental, estuvieron sentados
en mi casa por espacio de una hora antes
que pudiera yo saber de qué mal
padecían, y cuando los hube despachado
permanecieron en el mismo sitio hasta
que les dio la gana de acabar la
audiencia.
Se había hecho de noche. El capitán
entró y subió al piso de arriba, pero al
cabo de media hora percibí sus pasos,
que yo conocía porque arrastraba un
poco los pies, y entró en mi cuarto.
Halef sirvió el tabaco y el café y se
alejó. Al poco rato oí que regañaba con
el turco de Jüterbock.
—¿Está arreglada la avería? —le
pregunté a Hasán.
—Todavía no. Hoy solamente hemos
podido tapar el agujero y sacar el agua.
Alá nos dará mañana un nuevo día.
—¿Y cuándo partes?
—Pasado mañana, al amanecer.
—¿Quieres llevarme contigo?
—Mi alma se alegrará de que
vengas.
—¿Y si llevara yo a alguna persona
más?
—En mi dahabie queda sitio para
muchos. ¿A quién deseas llevar?
—No es un hombre, sino una mujer.
—¿Una mujer? ¿Has comprado
alguna esclava, effendi?
—No; es la mujer de otro.
—¿Y ese otro vendrá también?
—No.
—Entonces ¿se la has comprado?
—No.
—¿Te la ha regalado?
—Tampoco. Se la voy a quitar
—¡Allah kerihm! (¡Dios es
clemente!). ¿Se la vas a quitar sin que él
lo sepa?
—Tal vez.
—Pero, hombre, ¿sabes tú lo que es
eso?
—¿Qué es?
—¡Una chikarma, un rapto!
—Sin duda.
—¡Una chikarma, que se castiga con
la muerte! ¿Es que tu espíritu se ha
oscurecido y se ha vuelto sombría tu
alma, que así quieres ir a tu perdición?
—No; el asunto es muy dudoso. Yo
sé que tú eres mi amigo y callarás. Voy a
contártelo todo.
—Abre la puerta de tu corazón, hijo
mío: Hasán te escucha.
Le conté punto por punto mi aventura
de aquel día, que él escuchó con gran
atención. Cuando hube terminado se
puso en pie.
—Levántate, hijo mío; toma tu pipa y
sígueme.
—¿Adónde?
—Vas a verlo en seguida.
Presumí lo que intentaba y le seguí.
Me condujo arriba, a la habitación del
comerciante, cuyo criado no estaba. Nos
anunciamos con una tos y entramos.
Nuestro visitado se levantó al
vernos. Era muy joven, pues no
aparentaba arriba de veintiséis años. El
precioso chibuquí en que fumaba me
hizo pensar que mi paisano el de
Jüterbock no exageraba al hablar de la
«disparatada riqueza» de aquel joven.
El semblante de éste era simpático e
interesante; y desde el momento en que
le vi me dije que podía depositar en él
mi benevolencia. El viejo Abú el Reisán
tomó la palabra para hacer nuestra
presentación.
—El comerciante al por mayor Isla
Ben Maflai, de Estambul… El effendi
Kara Ben Nemsi, amigo mío muy
querido.
—Sed los dos bien venidos y
sentaos —contestó el joven.
Su semblante manifestaba gran
curiosidad, pues debió de pensar que el
patrón tenía indudablemente poderosas
razones para una presentación hecha tan
de improviso.
—¿Quieres darme un testimonio de
tu afecto, Isla Ben Maflai? —preguntó el
viejo.
—De buena gana. Dime qué tengo
que hacer.
—Relata a este effendi la historia
que me has contado antes a mí.
En las facciones del comerciante se
pintaron la sorpresa y el enojo.
—¡Hasán el Reisán —exclamó— me
prometiste callar y ya has hablado!
—Pregúntale a mi amigo si le he
dicho una sola palabra.
—Entonces ¿por qué lo conduces
aquí y me pides que le cuente también a
él mis asuntos?
—Tú me encargaste que
dondequiera que desembarcara tuviera
los ojos abiertos y te informara de
cuanto lograra averiguar sobre lo que se
te ha perdido. Y he abierto ojos y oídos,
y te presento a este caballero, que quizá
quiera informarte.
Isla se levantó de un salto, arrojando
la pipa, y exclamó:
—¿Es verdad? ¿Puedes darme
noticias?
—Mi amigo Hasán no me ha dicho
una palabra, y por tanto no sé acerca de
qué tengo que informarte. Habla tú
primero.
—Effendi, si me dices lo que yo
quisiera oír, te recompensaré como
ningún bajá lo haría.
—Yo no pretendo premio alguno.
Habla.
—Busco a una doncella llamada
Senitza.
—Y yo conozco a una mujer que se
da a sí misma ese nombre.
—¿Dónde, dónde, effendi? ¡Habla,
dímelo!
—¿No quieres decirme antes algo
que caracterice a esa doncella?
—¡Oh! Es bella como la rosa y
suave como la aurora; su aroma es como
el de la reseda en flor, y su voz suena
como el canto de las huríes. Su
cabellera es como la cola del caballo
Guilia y su pie como el de Dalila, la que
perdió a Sansón. Su boca derrama
palabras de bondad, y sus ojos…
Le interrumpí con un ademán, y le
dije:
—Isla Ben Maflai, esa descripción
no es la que deseo. ¡No me hables con la
lengua del enamorado, sino con la
lengua del juicio! ¿Cuánto tiempo hace
que la perdiste?
—Hace dos lunas.
—¿No llevaba consigo nada por lo
cual se la pueda reconocer?
—¡Oh effendi!; ¿a qué te refieres?
—Algún adorno tal vez, una sortija,
una cadena…
—¡Una sortija, una sortija, sí! Yo le
di una sortija, fina como papel, pero con
una perla muy hermosa.
—Yo la he visto.
—¿Dónde, effendi? ¡Oh, dilo en
seguida! ¿Y cuándo?
—Hoy; hace pocas horas.
—¿Dónde?
—En estas inmediaciones; a media
hora escasa de aquí.
El joven se arrodilló delante de mí y
me puso sus manos en los hombros.
—¿Es eso verdad? ¿No dices
mentira? ¿No me engañas?
—Es cierto: no te engaño.
—Entonces ven; levántate y
condúceme adonde está ella.
—Eso no.
—¡Sí, effendi! ¡Te doy mil, dos mil,
tres mil piastras si me llevas allá!
—Aunque me dieras cien mil no
podría llevarte hoy.
—Entonces ¿cuándo? ¿Será mañana,
mañana muy temprano?
—Coge tu pipa, enciéndela y
siéntate. El que lleva las cosas con
demasiada prisa las logra muy despacio.
Tenemos que conferenciar largo y
tendido.
—Effendi, no puedo. Mi alma
tiembla.
—¡Enciende tu pipa!
—No tengo tiempo; yo…
—Bien está. Si no tienes tiempo
para hablar reposadamente, me voy.
—¡Quédate! Haré todo lo que
quieras.
Se sentó de nuevo y tomó un ascua
del braserillo para encender la pipa.
—Estoy dispuesto. Habla, pues —
me suplicó.
—Un rico egipcio me ha mandado
llamar hoy porque su mujer estaba
enferma…
—¡Su mujer!
—Así me ha dicho.
—¿Y tú has ido?
—Sí.
—¿Quién es ese hombre?
—Se llama Abrahim-Mamur y vive
río arriba, en una casa solitaria, medio
ruinosa, a la misma orilla del Nilo.
—¿Está rodeada de una tapia?
—Sí.
—¡Quién podía sospecharlo! He
explorado todas las ciudades, lugares y
campamentos del Nilo; pero no imaginé
siquiera que esa casa estuviera habitada.
¿Es ella realmente su mujer?
—Yo no lo sé; pero creo que no.
—¿Y está enferma?
—Mucho.
—¡Walahí, vive Dios! Si le ocurre
algo malo a ella, lo va a pagar él. ¿Qué
enfermedad la aqueja?
—Su mal radica en el corazón. Ella
le odia, se consume en ansias de huir de
él, y morirá si no escapa pronto.
—¿No te lo habrá dicho él, sino
ella?
—Soy yo el que lo ha observado.
—¿La has visto?
—Sí.
—¿A escondidas?
—No. Él me ha llevado a la
habitación de su mujer para que pudiera
visitarla.
—¿Él mismo? ¡Imposible!
—Es que la ama…
—¡Alá le castigue!
—Y temía que muriese si yo no la
asistía.
—¿Entonces has hablado también
con ella?
—Sí; solamente las palabras que él
me permitía; pero ella ha tenido ocasión
de decirme muy bajito «¡Salva a
Senitza!», de manera que su nombre es
ese, aunque él la llama Güzela.
—¿Qué le has contestado tú?
—Que la salvaría.
—¡Effendi, mi vida te pertenece! Él
la ha raptado, la ha atraído con
engaño… Ven, effendi, vamos allá.
Tengo que ver al menos la casa donde
está secuestrada.
—Tú te quedas aquí. Yo iré mañana
a verla, y…
—¡Yo voy contigo, sidi!
—Tú te quedas aquí. ¿Conoce ella la
sortija que llevas tú en el dedo?
—La conoce muy bien.
—¿Quieres con fiármela?
—De buena gana. ¿Para qué la
quieres?
—Yo hablaré mañana con ella y haré
de manera que se fije en tu sortija.
—¡Sidi, eso es muy acertado! Así
sabrá que yo estoy cerca. Pero ¿y
después?
—Cuéntame tú antes lo que necesito
yo saber.
—Lo sabrás todo, effendi. Nuestra
casa de comercio es una de las más
importantes de Estambul. Soy hijo
único, y mientras mi padre administra el
bazar y dirige el personal, yo hago los
viajes que requiere nuestro negocio.
Estuve muchas veces en Escutari y vi a
Senitza mientras paseaba con una amiga
suya por el lago. Luego la vi otras
veces. Su padre no vive en Escutari,
sino en la Montaña Negra; pero ella
bajaba muchas veces al lago para visitar
a su amiga. Hace dos meses volví a
aquellos parajes, y supe que habían
desaparecido Senitza y su amiga,
juntamente con el marido de ésta.
—¿Dónde fueron?
—Nadie lo supo.
—¿Ni sus padres tampoco?
—Tampoco. Su padre, el valiente
Osko, partió de Chernagora
(Montenegro) para buscar a su hija por
toda la tierra; pero yo tuve que venir a
Egipto, reclamado por los asuntos de
nuestra casa. En el Nilo se cruzaron un
vapor y el sandal[7] en que yo iba
embarcado. En el instante de pasar uno
junto a otro ambos buques, oí que en lo
alto del vapor pronunciaban mi nombre.
Miré y reconocí a Senitza, que se había
quitado el velo de la cara. A su lado
estaba un hombre guapo, sombrío, que le
echó el velo encima… y no vi nada más
desde entonces no hago otra cosa que
seguir sus huellas.
—¿Entonces no sabes de fijo si ha
dejado su casa por su voluntad o por
fuerza?
—Por su propia voluntad no.
—¿Conocías al hombre que estaba a
su lado?
—No.
—¡Es maravilloso! ¿No te habrás
equivocado? Quizá haya sido otra que se
parezca a ella.
—¿Me habría llamado entonces y
habría dirigido hacia mí sus brazos,
effendi?
—Es verdad.
—Sidi, ¿le has prometido tú
salvarla?
—Sí.
—¿Cumplirás tu palabra?
—La cumpliré si realmente es ella.
—Si no me llevas contigo ¿cómo
podrás saberlo?
—Tu sortija me dará el
convencimiento.
—¿Y cómo la sacarás de la casa?
—Diciéndote cómo podrás ir tú a
buscarla.
—Yo la buscaré; de eso te respondo.
—¿Y después? Hasán el Reisán
¿estarías dispuesto a admitirla en tu
dahabie?
—Estoy dispuesto, aunque no
conozco al hombre con quien está ahora.
—Se llama Mamur, como ya he
dicho.
—Si ha sido verdaderamente un
Mamur, es decir, gobernador de
provincia, es bastante poderoso para
perdernos, si nos coge —dijo el capitán
con grave semblante—. Un rapto se
castiga con la muerte. Kara Ben Nemsi,
amigo mío, tienes que obrar mañana muy
prudentemente y con gran cautela.
—En lo que a mí se refiere, me
preocupa menos el peligro que el buen
éxito de la aventura. Naturalmente, no
movería yo mi mano si Abrahim-Mamur
pudiera alegar algún derecho sobre la
enferma.
Hablamos aún mucho tiempo sobre
lo que habíamos de intentar y nos
separamos después para ir a descansar,
aunque yo estaba seguro de que Isla no
hallaría descanso.
CAPITULO IX

EL RAPTO

Como ya era muy tarde cuando me


acosté, no es extraño que al despertarme
estuviera ya muy entrada la mañana.
Quizá habría dormido algo más si no me
hubiera despertado el canto del barbero,
el cual, arrimado al portal de la casa,
parecía querer obsequiarme agotando su
repertorio de canciones alemanas.
Hícele entrar para charlar un rato
con él, y me pareció un muchacho de
buen natural, pero muy atolondrado; a
pesar de nuestro paisanaje no le hubiera
cambiado con mi bravo Halef. No
sospechaba yo entonces que había de
volver a encontrarle más adelante en
circunstancias realmente
comprometidas.
Antes del mediodía fui a visitar a
Abú el Reisán en su barco, para lo cual
apenas hube acabado de comer fue a
recogerme la lancha. Hacía rato que
Halef la aguardaba.
—¿Voy contigo, effendi? —me
preguntó.
Moví la cabeza y le dije bromeando.
—Hoy no te necesito.
—¿Cómo? ¿No me necesitas?
—No.
—¿Y si te sucede algo?
—¿Qué ha de sucederme?
—Puedes caerte al agua.
—En tal caso, nadaré.
—O Abrahim-Mamur puede matarte.
He conocido que no te quiere.
—Entonces, si me matara, no
podrías tú auxiliarme.
—¿No? ¡Sidi, Halef Aghá es el
hombre en quien puedes confiar a todas
horas!
—Entonces, ven.
Naturalmente, lo que le interesaba
era el bakchich, la propina.
El camino se hizo de igual manera
que el día anterior, aunque, como es
natural, poniendo más atención por mi
parte en todo lo que pudiera serme de
alguna utilidad. En el jardín que
habíamos de atravesar había varias
estacas fuertes y largas. Tanto en el
exterior como en el interior, las puertas
se cerraban siempre con gruesos
cerrojos de madera, cuya disposición
examiné y fijé en mi memoria. No vi
perro alguno, y por el timonel supe que,
además del amo, la enferma y una vieja
sirvienta, había en la casa once felás que
pernoctaban en ella. El señor dormía en
el diván del selamlik.
Al entrar salió a recibirme Mamur
con semblante cortés en apariencia,
como el que había mostrado el día
anterior al despedirme.
—¡Bien venido, effendi! Eres un
gran médico.
—¿Y eso?
—Ayer comió algo la enferma.
—¡Ah!
—Y habló con la enfermera.
—¿Amablemente?
—Amablemente y mucho.
—Buena señal. Quizás en menos de
cinco días esté completamente buena.
—Y esta mañana hasta ha cantado un
poco.
—Eso es mejor aún. ¿Hace tiempo
qué te casaste con ella?
En seguida se ensombreció su rostro.
—¡Los médicos de los infieles sois
muy curiosos!
—Sólo estamos deseosos de saber;
pero ese anhelo nos permite salvar la
vida o dar la salud que vuestros médicos
no pueden dar.
—¿Es necesaria realmente tu
pregunta?
—Sí.
—Es doncella aún, a pesar de que
me pertenece.
—Entonces el buen éxito es seguro.
Me guió hasta la habitación donde
había tenido que aguardar el día anterior
y me dejó allí. Aproveché la ocasión
para examinarlo todo minuciosamente.
No había ventana alguna y las aberturas
que daban paso a la luz estaban
enrejadas, y el enrejado colocado de
manera que podía abrirse quitando una
varita larga y delgada. Me decidí al
momento y quité una de las varitas, que
escondí detrás del enrejado para que no
se viera. Apenas lo hube hecho apareció
Mamur y detrás de él Senitza.
Me acerqué a ella y le hice varias
preguntas. Entretanto jugaba yo con la
sortija de Isla Ben Maflai para llamar su
atención, y para asegurar mejor mi
deseo dejé caer al suelo el anillo. Rodó
éste hasta los pies de Senitza, quien se
inclinó rápidamente para cogerlo y lo
levantó; pero en seguida se acercó
Abrahim y se lo tomó de la mano. No
obstante la rapidez con que ocurrió esto,
Senitza tuvo tiempo de mirarlo. Había
reconocido la sortija, lo cual comprendí
yo al notar que se estremecía y que, con
movimiento involuntario, se llevaba la
mano al corazón.
Por entonces no tenía yo nada más
que hacer allí.
Abrahim me preguntó cómo
encontraba a la enferma.
—Dios es bueno y todopoderoso —
contesté yo—, y envía su auxilio antes
de lo que se espera. Si Él quiere,
mañana estará libre de su enfermedad.
Le darás la medicina que te entregaré, y
esperarás con confianza hasta que yo
vuelva.
Aquel día me despidió ella sin
atreverse a decir una palabra. En el
selamlik esperaba Halef con el botiquín.
Y no ordené más que unos polvos
azucarados, por los cuales recibió el
pequeño Agá una propina mayor todavía
que la de antes. Luego volvimos a casa
río abajo.
El patrón Hasán me estaba
aguardando con el joven comerciante.
—¿La has visto? —exclamó éste.
—Sí.
—¿Ha conocido mi sortija?
—Sí; la ha conocido.
—¡Entonces sabe que estoy cerca!
—Lo presumo, y si ha interpretado
bien mis palabras, sabe también que esta
noche estará libre.
—Pero ¿cómo?
—Hasán el Reisán, ¿está lista la vía
de agua?
—Esta noche quedará arreglada.
—¿Estás dispuesto a llevarnos a
todos al Cairo?
—Sí.
—Entonces, atiéndeme. Tiene la
casa dos puertas; pero están provistas de
cerrojos, y por ellas no podernos
penetrar. Sin embargo, hay otro camino,
que también es muy difícil. Isla Ben
Maflai, ¿sabes nadar?
—Sí.
—Bien. Por debajo de las tapias
pasa un canal que va desde el Nilo a un
estanque que hay en el centro del patio.
Poco después de media noche, cuando
todos duerman, iremos allí y tú
penetrarás por el canal y llegarás al
estanque. La primera puerta que
encuentres está cerrada con un cerrojo
fácil de descorrer. Una vez abierta
pasarás al jardín, cuyas puertas se abren
de igual manera. Tan pronto como las
puertas estén abiertas entraré yo.
Buscaremos un poste de los que hay en
el jardín y lo apoyaremos contra la
pared para levantar el enrejado, detrás
del cual se hallan las habitaciones de las
mujeres. Yo lo he abierto ya por la parte
de dentro.
—¿Y luego?
—Lo que después suceda depende
de las circunstancias. Primeramente
iremos en un bote hasta el sitio donde
está amarrada la lancha de Abrahim-
Mamur y la echaremos a pique. Nuestro
reis puede preparar entretanto su
dahabie para hacernos a la vela.
Tomé un lápiz, y en una hoja de
papel tracé un plano de la casa, de
manera que Isla Ben Maflai pudiera
estar completamente orientado para
cuando tuviera que salir del estanque.
Ocupados en los necesarios
preparativos transcurrió el día y vino la
noche, y al llegar la hora hice entrar a
Halef y le di las instrucciones
convenientes para la próxima aventura.
Halef hizo nuestro equipaje, y quedó
todo preparado para dejar la casa, cuyo
alquiler había yo satisfecho por
adelantado.
Me fui a bordo y poco después llegó
Halef con nuestro equipaje. El buque
estaba preparado para hacerse a la vela
y no había más que quitar las amarras.
Al cabo de un rato apareció también Isla
con su criado, a quien había dado sus
instrucciones, y nos embarcamos todos
en una lancha larga y estrecha que
pertenecía a la dahabie. Los dos criados
remaban y yo llevaba el timón.
Era una de esas noches en que la
naturaleza duerme un sueño profundo,
como si en toda la redondez de la tierra
no hubiera un solo elemento que
amenazara su paz.
Las leves brisas que habían jugado
con las brumas del crepúsculo, parecían
descansar; las estrellas del Sur brillaban
alegremente sobre el azul oscuro del
firmamento, y las aguas del venerable
río corrían tranquilas y silenciosas por
su ancho cauce. Esta misma tranquilidad
reinaba también en mi interior, aunque
parezca difícil creerlo.
No era cosa muy fácil lo que
intentábamos llevar a cabo. El hombre
suele temblar al hallarse ante el peligro;
pero una vez en mitad de la empresa
cobra ánimos y la acomete sin zozobra.
Quizá mejor que aquel rapto nocturno
habría sido acusar a Abrahim-Mamur
ante la justicia. Pero no sabíamos
nosotros como estaban las cosas ni de
qué medios, legales o ilegales, disponía
él para hacer valer su derecho sobre
Senitza. Sólo de labios de ella podíamos
averiguar lo que queríamos para obrar
contra él, y esto sólo podía conseguirse
llevándonosla sin que él lo supiera.
Al cabo de una hora escasa vimos
aparecer los oscuros contornos del
edificio, entre sus grises y pedregosas
inmediaciones. Desembarcamos en la
estrecha orilla al pie de los muros y me
acerqué yo solo a hacer un
reconocimiento. En todo el contorno no
encontré el menor indicio de vida, y en
el interior de la casa también parecía
estar todo sumido en el más profundo
sueño. En el canal se hallaba amarrada
la lancha de Abrahim con los remos. Yo
me metí en ella y la conduje al lado de
la nuestra.
—Aquí está el bote —dije a los dos
criados—. Lleváoslo un poco más
abajo, llenadlo de piedras y hundidlo;
pero como los remos pueden sernos
útiles, embarcadlos en nuestra lancha y
tenedlos dispuestos para cuando
salgamos. Isla Ben Maflai, sígueme.
Dejé la embarcación y nos
acercamos al canal, cuyas aguas no
convidaban a meterse en él. Dejé caer
una piedra y noté que no era muy
profundo. Isla se quitó la ropa y se metió
en el agua, que le llegaba hasta la
barbilla.
—¿Va bien? —le pregunté.
—Nadando irá mejor que andando.
El canal tiene tanto fango que me llega a
las rodillas.
—Pero ¿estás decidido?
—Sí. Llévame los vestidos a la
puerta del jardín. ¡Haidi! ¡Ea!
Levantó las piernas, extendió los
brazos y desapareció debajo de la
brecha de la tapia por la cual pasaba la
acequia.
Y no me fui en seguida, sino que
aguardé un rato, pues era muy posible
que ocurriera algo imprevisto que
hiciera necesaria mi presencia. Había
acertado: apenas fui a alejarme apareció
de nuevo por la abertura la cabeza del
nadador.
—¿Vuelves atrás?
—Sí; no puedo pasar adelante.
—¿Por qué?
—¡Effendi, no podemos libertar a
Senitza!
—Pero ¿por qué?
—La tapia es demasiado alta…
—De poco nos serviría que fuese
más baja, pues la casa está bien cerrada.
—Y el canal también.
—¿Cerrado?
—Sí.
—¿Con qué?
—Con un enrejado muy fuerte.
—¿No puedes apartarlo?
—Ha resistido a todos mis
esfuerzos.
—¿Cuánto hay de aquí al enrejado?
—Debe de encontrarse en los
cimientos del edificio.
—Voy a verlo. Vístete tú; toma mis
vestidos y espérame aquí.
Me introduje en el agua y de
espaldas nadé hacia adelante. En el
jardín la acequia estaba cubierta con
losas. Cuando, según mis cálculos, había
alcanzado la casa, topé con el enrejado,
que tenía la misma anchura y altura del
canal y estaba formado de fuertes
barrotes bien encajados, y fijo por
ambos lados a la pared con grapas de
hierro. El objeto del enrejado era
seguramente evitar que entraran en el
estanque ratas, ratones de agua y otras
alimañas. Lo sacudí; pero no cedía y
tuve que reconocer que era imposible
arrancar el enrejado entero. Agarré uno
de los barrotes con las dos manos,
apoyé los pies a cada lado del
armatoste, di un tirón con todas mis
fuerzas y el barrote se rompió. Esto me
animó a ensanchar la brecha, y a los dos
minutos tenía rotos cuatro barrotes más,
de manera que ya podía pasar por la
abertura.
¿Debía volver atrás para encargar de
lo demás a Isla? Hacerlo así habría
significado pérdida de tiempo. Y me
encontraba ya en el agua y conocía la
disposición de la casa mejor que él.
Pasé, pues, por la abertura que había
hecho y nadé acequia adentro, por
aquella agua espesa y negra a causa del
fango removido. Cuando, según mis
cálculos, me encontraba en el patio
interior, vi que la bóveda se achataba
bruscamente hasta la misma superficie
del agua y colegí que estaba inmediato
al estanque. La acequia se había
convertido en una especie de caño
completamente lleno de agua, en el cual
no había medio de respirar. Era forzoso
pasar el trecho que todavía quedaba
arrastrándome por debajo del agua o
zambullido, lo cual no solamente era
muy enervante y molesto, sino en
extremo peligroso. ¿No podía ocurrir
que al avanzar encontrase otro obstáculo
imprevisto y tampoco pudiera volver
atrás para recobrar el necesario aliento?
¿Y si me descubrían al llegar a la
superficie? Era muy posible que hubiese
alguien en el patio.
Ello no obstante, no desistí de mi
empresa. Llené de aire mis pulmones,
me zambullí y avancé nadando con toda
la rapidez posible.
El trecho que recorrí de este modo
era ya considerable, y cuando empezaba
a sentir la falta de aire toqué con la
mano un nuevo obstáculo. A juzgar por
el tacto, era una plancha de metal
agujereada que llenaba todo el caño del
canal y que, por decirlo así, servía de
colador o filtrador del agua turbia y
fangosa.
Este descubrimiento me produjo una
angustia indecible.
No podía retroceder, pues antes que
alcanzara el sitio donde la bóveda del
canal me permitiera sacar la cabeza y
respirar, estaría ya ahogado; y por otra
parte la plancha aquella parecía ser muy
resistente. No había, por consiguiente,
más que dos soluciones: o conseguía
pasar o tenía que ahogarme en seguida.
No podía perder un instante.
Me apoyé contra la plancha, pero fue
en vano; empujé con todas mis fuerzas, y
lo mismo. Vínome al pensamiento que si
conseguía pasar y no salía en seguida al
estanque estaba igualmente perdido. No
tenía fuerza y aire por más de un
instante; sentí como si una fuerza
horrible hiciera saltar mis pulmones y
reventar mi pecho… El último
esfuerzo… ¡Señor, Dios del Cielo,
ayúdame! Sentí que la muerte con marro
húmeda y helada me agarraba el
corazón, lo cogía con su puño cruel e
inexorable y lo estrujaba aniquilándolo;
el pulso se paralizaba; el sentido se me
iba; el alma se resistía con toda su
fuerza contra el horror de la muerte; una
expansión convulsiva y mortal puso en
tensión mis nervios y músculos
entorpecidos; oí un ruido, un crac, y la
agonía de la muerte consiguió lo que la
vida no podía… La plancha cedió, saltó
de sus junturas, y yo subí y emergí del
agua. Hice una aspiración larga, larga y
honda, que me volvió a la vida, y me
zambullí de nuevo. Podía haber alguien
en el patio y ver mi cabeza, que
sobresalía en el centro del pequeño
estanque. Llegué con cautela al borde y
miré a mi alrededor.
No había luna, pero las estrellas del
Sur esparcían bastante luz para
distinguir todos los objetos. Salí del
estanque, e iba a deslizarme hasta el
muro, cuando oí un crujido. Miré arriba,
al enrejado donde estaba el cuarto de las
mujeres. Allí, a la derecha, se hallaba la
reja a la cual había quitado yo la varilla,
y a la izquierda, en la del cuarto sido
posible entrar, noté un resquicio. Era
aquélla, sin duda, la habitación de
Senitza. ¿Habría velado para
esperarme? El crujido que acababa de
oír ¿lo había que ella misma había
abierto? En tal caso me habría visto
salir del estanque y se habría retirado
nuevamente en la imposibilidad de
conocerme. Me acerqué a la con las
manos.
—¡Senitza! —Dije en voz baja.
Entonces se agrandé el resquicio y
apareció un bulto.
—¿Quién eres? —me preguntó con
voz velada.
—El hekim que te ha visitado.
—¿Vienes a salvarme?
—Sí. ¿Habías interpretado mis
palabras?
—Sí. ¿Estás solo?
—Isla Ben Maflai está afuera.
—Ah, lo van a matar.
—¿Quién?
—Abrahim; no pega los ojos en toda
la noche y la enfermera duerme a mi
lado. ¡Pero… escucha! ¡Oh, huye, de
prisa!
Detrás de la puerta que conducía al
selamlik se dejó oír un rumor. La reja se
cerró en seguida y yo volví al estanque,
único sitio donde podía esconderme.
Cautelosamente, para que no se
formaran ondas que pudieran hacerme
traición, me deslicé al agua.
Apenas me hube sumergido apareció
Abrahim, quien pausadamente y
acechando fue recorriendo el patio. Y
estaba con agua hasta la boca y con la
cabeza arrimada al borde del estanque
para que no pudiera verme. Abrahim se
convenció de que la puerta estaba
cerrada y se metió dentro de la casa una
vez que hubo dado la vuelta al patio. Al
poco rato salí yo otra vez del estanque y
me acerqué a la puerta que daba al
jardín. Descorrí el cerrojo, la abrí, y
luego corrí a abrir la puerta de la tapia
exterior. Al ir a salir para llamar a Isla,
me encontré con él.
—¡Hamdullilah, alabado sea Dios,
effendi! Has logrado pasar…
—Ya lo ves; pero he tenido que
pelear con la muerte. Dame mis
vestidos.
Mis pantalones y mi chaleco
chorreaban agua. Me puse solamente la
chaqueta, para no verme estorbado en
mis movimientos, y entretanto dije a
Isla:
—He hablado con Senitza.
—¿Es verdad, effendi?
—Me había comprendido y nos
esperaba.
—¡Oh, ven, en seguida, en seguida!
—Aguarda un poco más.
Fui al jardín en busca de una de las
largas estacas que había visto en mi
segunda visita a la casa. Después
entramos en el patio, cuya reja había
vuelto a abrirse.
—¡Senitza, lucero mío, mi…! —
empezó a decir Isla con voz sofocada,
cuando le hube mostrado la reja.
Yo le interrumpí.
—¡Silencio, por lo que más ames en
el mundo! No es este el momento de las
ternezas. Calla tú y déjame hablar a mí.
Después me dirigí a Senitza. —
¿Estás pronta a venir con nosotros?
—¡Oh, sí!
—¿No puedes salir por la puerta?
—No; pero detrás de esas columnas
de madera hay una escala de mano.
—Voy por ella.
No necesitábamos ya ni la estaca ni
la cuerda. Fui donde me indicaba
Senitza y hallé la escalera de mano, que
parecía bastante fuerte. La arrimé a la
pared y subió Isla hasta la reja. En el
momento en que acababan de bajar
cedió la escalera y cayó al suelo con el
consiguiente estrépito.
—¡Huid, a la lancha! —les ordené.
Echaron a correr, y al mismo tiempo
oí pasos que se acercaban. Abrahim
había oído el ruido y acudía. Y tenía que
cubrir la retirada de la pareja y después
seguirles sin gran prisa. El egipcio me
vio a mí, así como la escalera
desplomada y la reja abierta, y lanzó un
grito que debió de ser oído por todos los
de la casa.
—¡Iirsita! ¡Haidut! ¡Ladrón, raptor,
alto! ¡Aquí, aquí mis hombres, aquí mis
esclavos! ¡Socorro!
Con estos gritos salió corriendo
detrás de mí. Como en Oriente no se
conocen las camas al estilo de Europa y
la gente duerme vestida sobre los
divanes, pronto acudieron los criados.
El egipcio me seguía de cerca. Al
trasponer la puerta exterior me volví, y
vi que Mamur estaba a diez pasos de
distancia, y que en la puerta del patio
había aparecido uno de sus criados.
Afuera vi que Isla y Senitza corrían
hacia la derecha, y por esta razón apreté
yo a correr hacia la izquierda, con lo
cual conseguí engañar a Abrahim, el
cual no les veía a ellos, sino a mí, y a
mí, por tanto, me perseguía. Doblé la
esquina en dirección al río, pero hacia
arriba, mientras que el bote estaba en la
parte de abajo. De pronto torcí y me
encaminé a la lancha corriendo a lo
largo de la orilla.
—¡Alto, bribón! ¡Alto o disparo! —
gritó detrás de mí.
No le hice caso y seguí corriendo,
aunque sabía que, si me alcanzaba su
disparo, quedaría muerto o prisionero,
pues detrás de él corrían sus criados
armando gran gritería. Sonó un tiro.
Abrahim había disparado sin dejar de
correr. La bala pasó por delante de mí, y
yo simulé que me había herido y me
eché al suelo.
El egipcio apretó entonces a correr
hacia adelante, pues acababa de ver que
se embarcaban en la lancha Isla y
Senitza. Pero yo me levanté en seguida y
en dos saltos le alcancé, le cogí por el
pescuezo y le eché al suelo.
La gritería de los felás sonaba detrás
de mí. Los tenía ya muy cerca, pues
había perdido terreno al derribar a
Mamur; pero tuve tiempo de llegar a la
barca y salté a ella. Al momento Halef
empujó la orilla y nos metimos río
adentro, de modo que ya no pudieron
alcanzarnos los que nos perseguían
Abrahim se había puesto otra vez en pie
y contemplaba la escena.
—¡Gueri! —gritó—. ¡Gueri
erkekler! (¡Atrás, al bote!).
Echaron a correr hacia la acequia,
donde sabían que estaba su barca.
Abrahim llegó el primero, y al ver que
la lancha había desaparecido lanzó un
grito de cólera.
Entretanto nosotros habíamos salido
de las aguas tranquilas de la orilla y
entramos en la corriente. Halef y el
barbero de Jüterbock remaban; también
yo empuñé dos de los remos que
habíamos quitado al bote de Abrahim, e
Isla siguió mi ejemplo, con lo cual
nuestra barca iba disparada río abajo.
No pronunciamos una sola palabra;
no era hora de gastarlas en vano.
La aventura había durado bastante
tiempo, de modo que empezaba a
alborear, y podía verse hasta muy lejos
el curso del río. Divisábamos aún en la
orilla a Abrahim-Mamur con los suyos,
y arriba, a lo lejos, apareció una vela
iluminada por la claridad de la aurora.
—¡Un sandal! —exclamó Halef.
Era, en efecto, una de esas
embarcaciones largas y bien equipadas,
que, con buen viento, siguen la marcha
de los vapores sin quedar a la zaga.
—Lo llamará para perseguirnos —
dijo Isla.
—Quizá sea un velero mercante y no
les hará caso.
—Si Abrahim ofrece una cantidad al
capitán, éste no se negará a admitirlos a
bordo.
—Aun en ese caso le llevamos
bastante delantera, pues antes que el
sandal haya atracado y Abrahim haya
tratado con el patrón, pasará un buen
rato. Para embarcarse, Abrahim tiene
que proveerse de todo lo necesario para
un viaje largo, pues no puede prever qué
giro tomarán las cosas.
El velero desapareció de nuestra
vista y nosotros bogamos tan velozmente
que a la media hora escasa estábamos
cerca de la dahabie en que habíamos de
embarcarnos.
El viejo Abú el Reisán, que iba al
timón, vio que en la lancha iba una
mujer y comprendió que nuestra empresa
estaba lograda, por lo menos hasta aquel
instante.
—¡Embarcad —gritó—; la escala
está echada!
Subimos a bordo y el bote quedó
atado a popa. Después se soltaron las
amarras y se izaron las velas. La
embarcación hizo proa al centro del río.
Yo me había acercado al reis.
—¿Cómo ha ido la cosa? —me
preguntó.
—Muy bien. Te lo contaré todo; pero
antes dime si a tu buque puede
alcanzarle un buen sandal.
—¿Nos persiguen?
—Creo que todavía no; pero os
posible.
—Mi dahabie es buena; pero un
buen sandal corre más que ella.
—Entonces hagamos votos por que
no nos persigan.
Le conté cuanto había ocurrido en
nuestra aventura y me fui después al
camarote para mudarme de ropa, pues
me hallaba empapado. El camarote
estaba dividido en dos partes: una
destinada a Senitza y otra al capitán, Isla
Ben Maflai y yo.
Al cabo de unas dos horas de
navegación, vi yo desde el puente del
buque la punta de una vela que cada vez
se tornaba más grande. Cuando pude ver
además el casco, conocí que era el
sandal que habíamos visto antes.
—¿Ves aquel buque? —le pregunté.
—¡Allah Akbar! ¡Dios es grande y tú
también lo eres! —me contestó—. Soy
reis y ¿no he de ver un velero que boga
tan cerca del mío?
—¿Es un buque al servicio del
jedive?
—No.
—¿En qué lo conoces?
—A ese sandal lo conozco yo muy
bien.
—¡Ah!
—Pertenece al reis Jalid ben
Mustafá.
—¿Conoces tú a ese Jalid? —
Mucho, pero no somos amigos.
—¿Por qué?
—Un hombre honrado no puede
tener amistades con quien no lo sea.
—¡Hum! Eso me hace presentir algo.
—¿Qué?
—Que Abrahim debe de encontrarse
a bordo del sandal.
—Lo sabremos.
—¿Qué harás tú si el sandal quiere
detener a la dahabie?
—Tendré que pararme: la ley así lo
dispone.
—¿Y si yo no quiero?
—Es igual. Yo soy el reis de la
dahabie y tengo que obrar conforme
ordenan las leyes.
—Pero yo soy el reis de mi
voluntad.
En aquel instante se nos acercó Isla.
Yo quería exponerle el caso; pero él
empezó a decirme:
—Kara Ben Nemsi, tú eres mi
amigo, el mejor de mis amigos. ¿Quieres
que te diga cómo llegó Senitza a manos
de ese maldito egipcio?
—Tengo deseos de oírte; pero eso
requiere un sosiego que ahora no
podemos tener.
—¿Estás inquieto? ¿Por qué?
No había visto el buque que nos
seguía.
—Vuelve tus ojos y mira ese sandal.
Volvió la cabeza y al verlo preguntó:
—¿Va Abrahim a bordo?
—No lo sé; pero es muy probable,
pues el capitán es un miserable, que se
habrá dejado sobornar por nuestro
enemigo.
—¿Cómo sabes que es un
miserable?
—Abú el Reisán lo asegura.
—Sí —afirmó el reis—. Conozco al
patrón y el buque. Aunque estuviera
mucho más lejos lo conocería por sus
velas, que lleva tres veces remendadas y
zurcidas. —¿Qué hacemos?— preguntó
Isla.
—Ante todo esperar a saber si
Abrahim va a bordo.
—¿Y si va?
—En la dahabie no entrará.
CAPITULO X

DOS NUEVOS
PELIGROS

El capitán examinó la velocidad del


sandal y la que llevábamos nosotros y
dijo:
—Se acerca cada vez más. Voy a
izar una triketa (vela pequeña).
Se hizo así; pero a los pocos minutos
observé que, si bien no tanto como
antes, el sandal nos iba ganando camino.
Se fue acercando más y más y,
finalmente, cuando estuvo solamente a
pocas esloras de nosotros arrió una vela
para disminuir su velocidad. Entonces
vimos a Abrahim a bordo.
—¡Allí está! —exclamó Isla.
—¿Dónde? —preguntó el reis.
—A proa.
—Kara Ben Nemsi, ¿qué hacemos?
Nos preguntarán y tendremos que
contestarles.
—¿Quién tiene que responderles,
según la ley?
—Yo, el dueño de la dahabie.
—Por atención a lo que te digo, Abú
el Reisán: ¿estás dispuesto a alquilarme
el buque desde aquí a Kahira?
El capitán me miró admirado; pero
comprendió en seguida mi intención.
—Sí —me dijo.
—¿En tal caso soy yo el dueño?
—Sí.
—Y tú, como reis ¿harás lo que yo
disponga?
—Sí.
—¿Y no habrá responsabilidad para
ti?
—No.
—Bien. Reúne a tu gente.
A su llamada acudieron todos y el
capitán les manifestó.
—Os hago saber que este effendi,
llamado Kara Ben Nemsi, ha alquilado
la dahabie desde aquí a Kahira. ¿No es
eso?
—Sí, eso es —confirmé yo.
—¿Podéis, pues, dar testimonio de
que yo no soy ya el dueño?
—Sí, somos testigos.
—Pues ahora, cada cual a su puesto,
y yo a la dirección del buque, pues así
se me ha encargado.
Se alejaron todos visiblemente
sorprendidos de lo que se les acababa
de comunicar.
Entretanto, el sandal había llegado a
nuestra altura; su patrón, un hombre alto
y seco, que llevaba una pluma de garza
en el turbante, se llegó a la borda y
gritó. —¡Ah, de la dahabie! ¿Qué reis?
Me incliné y respondí
—Reis Hasán.
—¿Hasán Abú el Reisán?
—Sí.
—Bien: le conozco —contestó él
con acento de perversidad—. ¿Lleváis a
bordo a una mujer?
—Sí.
—Entregádmela.
—Jalid Ben Mustafá ¿estás loco?
—Eso se verá. Vamos a abordaros.
—Ya lo evitaremos.
—¿Cómo?
—Te lo demostraré en el acto. ¡Ojo
a la pluma de tu tarbuk!
Me eché a la cara rápidamente el
rifle que tenía a mi lado, apunté y
disparé. La pluma voló por el aire. Ni la
más horrible desgracia habría alterado
tanto al venerable Ben Mustafá como
aquel disparo de advertencia. Dio el
salto más grande que le permitía la
elasticidad de sus flacas piernas, se
llevó las manos a la cabeza y fue a
ocultarse detrás del mástil.
—¡Ahora ya sabes cómo tiro, Ben
Mustafá! —le grité—. Si tu sandal
continúa un minuto más a nuestro
costado, no te haré ya saltar a pluma del
turbante, sino el alma del cuerpo.
¡Puedes estar seguro!
La amenaza hizo efecto instantáneo.
Ben Mustafá corrió al timón, apartó al
que lo gobernaba e hizo virar
rápidamente al sandal. A los dos
minutos estaba éste a tal distancia que
no podían alcanzarle mis balas.
—Por ahora estamos seguros —dije
yo.
—No volverá a acercarse tanto —
asintió Hasán—; pero no nos perderá de
vista hasta que lleguemos a algún sitio
de la orilla donde pueda llamar en su
auxilio a la justicia. Eso no me da
miedo, pero temo otra cosa.
—¿Qué?
—¡Aquello!
Señaló con la mano hacia adelante y
comprendimos en seguida lo que quería
dar a entender.
Desde un buen trecho atrás
observábamos que las olas se
empujaban con más ímpetu y velocidad
que antes y que se iba estrechando el
cauce del río. Nos acercábamos a una de
esas cataratas que, más o menos
peligrosas para el marinero, oponen al
tráfico por el Nilo obstáculos casi
insuperables. La enemistad de los
hombres tenía que acallarse allí para
prestar toda la atención al amenazador
elemento. Desde el puente se oyó la
poderosa voz del reis:
—¡Atención todos, se acerca el
chelal, la catarata! ¡Unámonos y
recemos la santa fatja!
Obedeció la tripulación y
empezaron:
—¡Guárdanos, Señor, del demonio
apedreado por Ti!
—¡En nombre del Misericordioso!
—entonó el reis.
Los marineros le acompañaron en el
rezo del primer sura del Corán, y debo
confesar que yo hice lo propio, no por
miedo ante el peligro, sino por respeto a
la arraigada religiosidad de aquellos
hombres semisalvajes, que nada
emprenden ni empiezan sin acordarse
del que da fuerza al débil.
—¡Ea!, jóvenes, valerosos héroes,
id a vuestros puestos —ordenó el reis
—; la corriente nos ha cogido ya.
El mando de una embarcación en el
Nilo no es tan descansado y tranquilo
como el de los buques europeos. La
ardiente sangre meridional que corre por
las venas de los tripulantes los precipita
durante el peligro desde la más
extravagante esperanza al más hondo
abatimiento y desconfianza. Todo el
mundo grita, vocea, brama y gime, reza
o huye en el momento del peligro, para
saltar, silbar, cantar y gritar de alegría
en cuanto el peligro ha pasado. Entonces
trabajan todos con ansiedad, con todas
sus fuerzas, y el capitán va de un lado a
otro para animar a todos, reprender a los
amilanados con expresiones que sólo un
árabe es capaz de inventar y premiar a
los otros con los epítetos más delicados
y cariñosos, entre los cuales la palabra
«héroe» es de las que más se repiten.
Para pasar aquel peligro, Hasán lo había
dispuesto todo y tenía tripulación de
reserva; dos hombres para cada remo y
junto al timón tres barqueros de los que
conocen palmo a palmo todos los sitios
peligrosos del río.
Las olas se levantaban con fuerza
enorme sobre las rocas colocadas a flor
de agua y se lanzaban espumeantes sobre
cubierta; y el fragor de la catarata lo
ensordecía todo, hasta las órdenes de
mando dadas a gritos. Gemían y crujían
todas las tablas y cuadernas del buque;
los remos se resistían a entrar en el agua
y el timón era ingobernable, con lo cual
la dahabie volaba sin dirección entre
las hirvientes olas.
Los peñascos negros y como
pulimentados se acercaron de pronto,
estrechando el cauce de tal manera que
sólo dejaron un boquete que parecía
tener un ancho poco mayor que el de
nuestro buque. Las aguas se oprimían
allí y en poderosa catarata se
despeñaban en una hondura cuajada de
peñas agudas como lanzas.
Con rapidez vertiginosa nos lanzó la
corriente hacia el boquete. Se
embarcaron los remos y nos
encontramos en el horroroso paso cuyos
muros a cada lado podíamos alcanzar
con sólo tender la mano. Como si
quisiera arrojarnos al aire, la rabiosa
fuerza del agua nos lanzó sobre la
encrespada y espumosa cresta de la
catarata, y nos despeñamos en el abismo
de aquella hirviente caldera. Oíamos y
sentíamos borbotar, salpicar, humear,
tronar y rugir a nuestro alrededor. Luego
la corriente nos asió de nuevo con fuerza
irresistible y nos echó por un plano
inclinado cuya superficie se mostraba
llana y tranquila; mas precisamente
debajo de aquella tersa sábana de agua,
la más peligrosa perfidia nos acechaba,
pues no flotábamos ya, sino que
caíamos, nos precipitábamos, nos
despeñábamos con vertiginosa
velocidad aguas abajo y…
—¡Allah kehrim, Dios es
misericordioso! —gritó el viejo. Hasán
con voz tan estridente que lo dominó
todo—. ¡Allah il Allah, a los remos,
todos a los remos, jóvenes, vosotros,
héroes, tigres, panteras y leones! La
muerte está delante de vosotros… ¿No
la veis? ¡Amahl, amahl, ia Allah!
¡Remad, remad, por Dios, remad,
vosotros, perros, cobardes, bribones y
gatos; trabajad, trabajad, vosotros,
valientes, buenos, héroes
incomparables, probados y elegidos!
Fuimos disparados hacia unas simas
que se abrían enfrente y parecía que nos
iban a aniquilar en un momento. Los
arrecifes eran tan agudos y la catarata
tan rápida que al parecer no podía
quedar del buque, si nos estrellábamos,
una astilla mayor que la palma de la
mano.
—¡Allah, a Suhtir, oh, Salvador,
danos tu auxilio! ¡A babor, a babor,
vosotros, perros, buitres, devoradores
de ratas, digeridores de carroña; a
babor, a babor todo el timón, bravos,
famosos, padres de héroes! ¡Allah,
Allah, machallah! ¡Dios ha obrado un
prodigio, démosle gracias!
El buque había obedecido a tantos
esfuerzos sobrehumanos y había pasado
volando por entre los escollos. A los
pocos minutos nos encontramos en aguas
tranquilas y navegables, y toda la
tripulación cayó de rodillas para dar
gracias al Todopoderoso.
—¡Ech’hete inn la il laha il Allah!
—gritó Hasán desde el puente—.
¡Testificad que sólo hay un Dios! ¡Selem
aaleina baraktak, Él nos ha favorecido
con su bendición!
Después vino hacia nosotros algo
que parecía disparado como por un
arco. Era el sandal, que había corrido
los mismos peligros que nosotros. Su
velocidad volvía a ser mayor que la
nuestra; pero el canal navegable era tan
angosto, que con gran trabajo teníamos
que maniobrar y casi se tocaban las dos
embarcaciones. Al mástil del sandal
estaba arrimado Abrahim-Mamur, con la
mano derecha oculta. Cuando el sandal
pasó por nuestro lado se encaró lo que
tenia escondido, que era una larga
espingarda árabe. Y me eché al suelo; la
bala pasó por encima del buque, y el
sandal nos tomó ya la delantera.
Todos vieron que su intención había
sido matarme; pero nadie tuvo tiempo de
sorprenderse o encolerizarse, pues la
corriente se apoderó de nosotros de
nuevo y nos llevó a un laberinto de
escollos.
Delante de nosotros sonó un grito
espantoso. El sandal fue lanzado por la
fuerza de la catarata contra un peñasco;
los marineros consiguieron a fuerza de
remos apartarse de él, y el buque,
ligeramente averiado, se lanzó otra vez
hacia adelante, arrastrado por las olas.
Mas, por efecto del choque, había sido
despedido de a bordo un hombre que
estaba agarrado desesperadamente a los
escollos. Cogí una de las cuerdas de
fibra de palmera que había sobre
cubierta; me abalancé a la borda y la
eché al desgraciado, quien la asió. Le
izamos a bordo de la dahabie y entonces
conocimos en él a… Abrahim-Mamur.
En cuanto puso los pies sobre
cubierta, sacudió el agua de sus vestidos
y se abalanzó hacia mí con los puños
cerrados.
—¡Perro! —gritó—. ¡Eres un
ladrón, un embustero!
Yo le esperé puesto en guardia; y al
notar él mi actitud se quedó quieto, sin
utilizar los puños.
—¡Abrahim-Mamur, sé cortés, pues
no estás en tu casa! Si dices una sola
palabra que no me agrade te mandaré
atar al mástil y te haré apalear.
La ofensa más grave para un árabe
es un golpe y la que la sigue la amenaza
de pegarle. Abrahim hizo un ademán,
pero se contuvo.
—¡Tú tienes a mi mujer a bordo!
—No es verdad. La mujer que tengo
a bordo no es tuya, sino la prometida del
joven que está a tu lado.
Abrahim se lanzó hacia la cámara;
pero le salió al encuentro Halef.
—¡Abrahim-Mamur, yo soy Hachi
Halef Omar Ben Hachi Abul Abbás;
estas son mis dos pistolas, y te voy a
derribar de un tiro tan pronto como
quieras meterte aquí, donde mi señor
tiene prohibido que entres!
Mi pequeño Halef puso tal cara, que
el egipcio conoció que lo del tiro era
cosa segura. Se retiró, pues,
exclamando:
—Os denunciaré tan pronto como
lleguéis a tierra para dejar la tripulación
de reserva.
—Hazlo; pero hasta entonces no te
consideraré mi enemigo, sino mi
huésped, con tal que te portes
pacíficamente.
Habíamos salvado los pasos más
peligrosos del río y podíamos
dedicarnos ya tranquilamente a nuestros
asuntos.
—¿Quieres contarnos ahora de qué
manera llegó Senitza a manos de ese
hombre? —pregunté a Isla.
—Voy por ella —contestó—. Ella
misma os lo contará.
—No. Conviene que se quede en el
camarote, pues al verla se exaltaría el
egipcio. Dinos ante todo si es
musulmana o cristiana.
—Cristiana.
—¿De qué confesión?
—De la que llamáis griega.
—¿No ha sido su mujer?
—No; pero la compró.
—¡Ah! ¿Es posible?
—Sí. Las montenegrinas no van
veladas. La vio en Escutari y le dijo que
la amaba y que quería hacerla su mujer;
pero ella se burló de él. Después él fue
a Chernagora a ver a su padre, y le
ofreció una gran suma para que se la
cediera; pero el padre lo echó de su
casa. Luego quiso sobornar al padre de
la amiga a quien visitaba a menudo.
—¿Cómo?
—La hizo pasar por esclava suya y
la vendió a Abrahim-Mamur,
entregándole una escritura en la que se
dice que Senitza es una esclava
circasiana.
—¡Ah, por eso desaparecieron tan
de improviso osa amiga y su padre!
—Sólo por eso. Abrahim la llevó
después a bordo de un barco y viajó con
ella, yendo primeramente a Chipre y
después a Egipto. Lo demás ya lo
sabéis.
—¿Cómo se llamaba el hombre que
la vendió? —preguntó casualmente.
—Barud el Amasat.
—El Amasat… el Amasat… Ese
nombre me suena mucho… ¿Dónde lo he
oído? ¿Era turco?
—No: era armenio.
¡Armenio, no cabía ya duda! ¡El
Amasat, aquel armenio que quiso
perdernos en el Chot Yerid y se nos
escapó en Kbillí! ¿Era el mismo? No
podía ser: las fechas no concordaban.
—¿No sabes tú —pregunté a Isla—,
si ese Barud el Amasat tenía un
hermano?
—No; Senitza tampoco lo sabe; le he
preguntado muy minuciosamente por esa
familia.
En esto se acercó el criado de Isla y
me dijo:
—Señor, tengo algo que decirle a
usted.
—Habla.
—¿Cómo se llama ése?
—Abrahim-Mamur.
—Ya. ¿Entonces ha sido
gobernador?
—Sin duda.
—Eso que se lo cuente a otro; pero
no a mí, que le conozco mejor que su
madre.
—¿Sí? ¿Quién es?
—Yo le vi recibir la pena de azotes,
y como fue el primer apaleado que yo
veía, me fijé muy bien en él.
—Pues ¿quién y qué es?
—Era agregado a la embajada persa,
o cosa tal, y se le castigó por haber
vendido un secreto o algo parecido.
Estaba condenado a muerte; pero tenía
buenos valedores, y se le conmutó la
pena de muerte por los azotes. Su
nombre es Davud Arasim.
Que el barbero de Jüterbock
conociera a aquel hombre era una
casualidad realmente extraña, y yo, en
aquel momento, sentí como si una venda
se me cayera de los ojos. También yo
había visto a aquel hombre en Ispahán,
en el Almaidan-Sha, donde le habían
atado a un camello para conducirlo
preso a Constantinopla. Mi viaje me
llevó durante corta distancia con la
misma caravana, y ocurrió que él
también me vio entonces, y ahora me
recordaba.
—Te doy las gracias, Hamsad, por tu
revelación.
Y no tenía ya temor alguno de que
Abrahim me acusara. No sé cómo fue,
pero no pude alejar la sospecha de que
él y Barud el Amasat, que le había
vendido a Senitza, no se habían visto
por primera vez al hacer semejante
negocio. Abrahim era un funcionario
degradado; había estado preso y
castigado al apaleo… Se hacía pasar
ahora por mamur y poseía una fortuna…
Estas circunstancias daban inagotable
pábulo a mis pensamientos.
Yo prefería no manifestar a nadie,
por de pronto, lo que el barbero me
había dicho, a fin de que Abrahim no
notara que había sido reconocido.
En el primer desembarcadero
habíamos de dejar en tierra a los
marineros que para pasar los escollos
había tenido que tomar la dahabie.
Nuestro barco atracó, pues, a la orilla.
—¿Echamos anclas o no? —
pregunté al reis.
—No; seguiremos el viaje después
de haber desembarcado a la gente.
—¿Por qué?
—Para evitar la visita de la policía.
—¿Y Abrahim?
—Lo dejaremos en tierra con los
marineros.
—Yo no temo a la policía.
—Eres extranjero y nadie puede
hacerte nada, porque estás bajo la
protección del cónsul. ¡Ah!
Esta exclamación fue motivada por
la vista de un bote tripulado por gente
armada y de mal aspecto. Eran kavases,
esto es, policías.
—No partirás en seguida —le dije a
Hasán.
—Lo haré si lo mandas, pues tengo
que obedecerte.
—Es que yo no lo mando; es sólo
que deseo conocer a la policía de aquí.
El bote se acercó a nosotros y todos
sus tripulantes subieron a bordo de la
dahabie antes que hubiéramos llegado a
la orilla. La tripulación del sandal
también había desembarcado allí,
contando que Abrahim se había ahogado
en el chelal y que nosotros habíamos
raptado a Senitza. Como después
supimos, el viejo reis Jalid Ben Mustafá
había ido a todo correr a casa del juez y
le había hecho una relación tan bien
tramada contra mí, el infiel, el asesino,
el rebelde, el raptor y faccioso, que yo
tenía que estar muy contento si podía
salir del trance solamente ahorcado o
metido en un saco y echado al fondo del
río.
Como la justicia en aquellas tierras
no tiene la menor idea del interesante
invento del expediente y los legajos, en
caso de delito los juicios eran
sumarísimos y se fallaban con
grandísima rapidez.
—¿Quién es el reis de este buque?
—preguntó el jefe de los kavases.
—Yo —contestó Hasán.
—¿Cómo te llamas?
—Hasán Abú el Reisán.
—¿Llevas a bordo un effendi, un
hekim infiel?
—Sí; aquí está, y se llama Kara Ben
Nemsi.
—¿Y está también una mujer
llamada Güzela?
—Está en la cámara.
—Ea, pues, daos presos todos y
seguidme a casa del juez, mientras mi
gente custodia el buque.
La dahabie atracó, y toda su
tripulación y los pasajeros fuimos
desembarcados en seguida. Senitza,
completamente velada, fue llevada en
una litera que se había preparado
expresamente, y tuvo que seguir a
nuestra comitiva, que a cada paso
engrosaba, porque jóvenes y viejos,
grandes y chicos, se incorporaban a ella.
Hamsad el Ysrbaia, el exbarbero,
caminaba detrás de mí y silbaba, al
compás de sus pisadas, una canción
alemana.
El sábet-bey o jefe de policía, con
su secretario, estaba ya sentado,
aguardando nuestra llegada.
Llevaba el distintivo de bimbachí, o
sea comandante de mil hombres, aunque
no era muy marcial su aspecto, ni
parecía tener gran inteligencia. Él, así
como toda la tripulación del sandal,
tenía a Abrahim por ahogado, por lo
cual recibió al resucitado con un respeto
que formaba extraño contraste con la
mirada hostil que nos dirigió a nosotros.
Estábamos divididos en dos bandos:
a una parte la tripulación del sandal,
con Abrahim y algunos de sus criados,
que habían ido con él; y a otra la
tripulación de la dahabie con Senitza,
Isla y yo, con el barbero y Halef.
—¿Quieres una pipa? —preguntó el
sábet-bey al pretendido Mamur.
—Manda que la traigan.
Le llevaron una pipa a una alfombra
donde el jefe de policía le invitó a
sentarse, y empezó el interrogatorio:
—Alteza, dame a conocer tu nombre
bendecido por Alá.
—Abrahim-Mamur.
—¿Entonces eres mamur? ¿De qué
provincia?
—De En-Nasar.
—Tú eres el acusador. Habla yo te
escucho y juzgaré.
—Y acuso a este yaur, que es hekim,
de haber cometido una chikarma; acuso
del mismo delito al que está a su lado y
acuso al capitán de la dahabie de haber
favorecido el rapto de mi mujer. En
cuanto a los criados y a la tripulación, tú
lo verás ¡oh bimbachí!
—Cuenta de qué manera se ha
llevado a cabo el rapto.
Abrahim lo refirió. Cuando hubo
terminado, declararen los testigos de su
parte, lo cual trajo por consecuencia que
fuera yo acusado, por Jalid Ben Mustafá,
de haber intentado asesinarle.
En los ojos del sábet-bey brilló un
relámpago de ira al volverse a mí.
—Yaur, ¿cuál es tu nombre?
—Kara Ben Nemsi.
—¿Cómo se llama tu patria?
—Germanistán.
—¿Dónde está ese puñado de tierra?
—¿Puñado de tierra? Bimbachí,
sospecho que eres muy ignorante.
—¡Perro! —contestó—. ¿Qué
quieres decir con eso?
—Germanistán es un gran país, y
tiene diez veces más habitantes que
Egipto; pero tú no lo conoces. En una
palabra, no sabes nada de geografía y
por eso dejas que te engañe Abrahim-
Mamur.
—Atrévete a repetir eso y te hago
clavar por las orejas en la pared.
—Sí, me atrevo. Este Abrahim dice
que es mamur de la provincia de En-
Nasar, y mamures sólo los hay en
Egipto…
—¿No está En-Nasar en Egipto,
yaur? Yo mismo he estado allí y conozco
al mamur como a mi hermano; más aún:
como a mi mismo.
—¡Mientes!
—¡Clavadlo! —ordenó el juez.
Yo saqué el revólver y Halef
empuñó sus pistolas.
—¡Bimbachí, te advierto que voy a
pegar un tiro al que intente tocarme, y
después a ti mismo! ¡Mientes, repito!
En-Nasar es un oasis muy pequeño y
humilde, entre Homoh y Tighert, en
tierra de Trípoli; allí no hay ningún
mamur, sino un pobre jeque, que se
llama Mamva Ibn Halef Abutzín, a quien
conozco muy bien. Y podría seguir la
comedia y hacerte interrogar mucho más,
pero seré corto. ¿De dónde viene que el
acusador esté en pie, mientras al
acusado, al delincuente, le permites
sentarse y encima le sirves una pipa?
El buen hombre me miró muy
confuso.
—¿Qué dices, yaur?
—Te prevengo que no permito que
vuelvas a insultarme con esa palabra.
Llevo conmigo mi identificación así
como un izin-guitich (pasaporte) del
jedive de Egipto; pero ése, mi amigo, es
de Istambul y lleva un Budieruldu del
Gran Señor; y es, por lo tanto, un
guiolgueda padichanín.
—Enseñadme esos documentos
ahora mismo.
Yo le di el mío e Isla el suyo. El
bimbachí los leyó y nos los devolvió
con semblante consternado.
—Sigue hablando.
Esta indicación me demostró que el
pobre funcionario no sabía ya qué hacer.
Yo tomé nuevamente la palabra.
—Tú eres sábet-bey y bimbachí, y
sin embargo no sabes lo que te toca
hacer. Al leer un documento emanado
del Sultán, tienes antes que todo que
llevártelo a la frente, los ojos y la boca,
y mandar a todos los presentes que se
inclinen, como si estuvieran ante Su
Majestad. Yo contaré al jedive y al Gran
Visir de Estambul el caso que haces de
sus firmas.
Esto no lo esperaba el bimbachi, el
cual se espantó de tal manera que se
quedó con ojos y boca
desmesuradamente abiertos, sin decir
palabra. Yo proseguí. —Tú quieres
saber lo que he dado a entender antes
con mis palabras. ¡Yo soy el que acusa y
tengo que estar en pie, mientras que ése,
el acusado, se sienta ahí!
—¿Quién le acusa?
—Yo, éste, éste y todos nosotros.
Abrahim estaba admirado; pero no
se atrevía a hablar.
—¿De qué le acusas? —preguntó el
sábet-bey.
—De chikarma, del mismo delito de
que nos ha acusado él.
Observé que Abrahim empezaba a
inquietarse. El juez me ordenó:
—¡Habla!
—Me duele, bimbachí, que hayas de
experimentar una pena tan grande.
—¿Qué pena?
—La que te dará el condenar a un
hombre a quien has dicho que conoces
tan bien como a tu hermano, como a ti
mismo. Hasta le has visitado en En-
Nasar y sabes fijamente que es un
mamur; pero yo te digo que también le
conozco. Se llama Davud Arasim; era
empleado del Gran Señor de Persia,
pero fue degradado y hasta apaleado por
la justicia.
Entonces se levantó Abrahim.
—¡Perro! ¡Sábet-bey, ese hombre ha
perdido el juicio!
—Sábet-bey, sigue escuchándome y
después se verá qué cabeza está más
firme, la mía o la suya.
—¡Habla!
—Esa mujer es cristiana, una
cristiana libre de Karadagh[8]. Él la robó
y huyó con ella, trayéndola por la fuerza
a Egipto. Este mi amigo es su prometido
legítimo, y para recobrarla ha venido a
Egipto, donde la ha hallado. A nosotros
nos conoces, pues has leído nuestros
documentos; pero a ése no le conoces.
Es un raptor y un embustero. Haz que te
enseñe sus papeles, o de lo contrario iré
a ver al jedive y le diré qué clase de
justicia administras. Ese hombre y el
reis del sandal me han acusado de
tentativa de asesinato. Pregunta a éstos.
Todos oyeron que iba a disparar a la
pluma de su turbante, y lo hice y saltó la
pluma. Pero ese que se llama Mamur
disparó contra mí con intención de
matarme. Y le acuso. Ahora tú decide.
El buen hombre se encontraba,
naturalmente, en grave perplejidad. No
podía desmentir sus palabras y actos,
pero comprendía muy bien que de mi
parte estaba la razón, y se decidió a
hacer lo que sólo puede hacer un juez
egipcio.
—¡Salgan afuera y retírense a su
casa los espectadores! —ordenó—. Yo
meditaré el asunto y por la tarde se
celebrará el juicio; pero todos vosotros
quedáis presos.
Los kavases echaron a palos a los
espectadores. Abrahim y todos los
tripulantes del sandal fueron declarados
presos, y finalmente a nosotros nos
condujeron al patio de la casa, donde
podíamos movernos sin que nos
molestaran, aunque algunos kavases,
apostados a la salida, parecían
vigilarnos. Sin embargo, al cuarto de
hora no quedaba ninguno.
Yo presumía lo que intentaba hacer
el sábet-bey, y me acerqué a Isla Ben
Maflai, que estaba sentado con Senitza
en el brocal del pozo.
—¿Crees que ganaremos hoy el
litigio?
—Yo no pienso en nada; lo pongo
todo en tus manos —contestó.
—Y si lo ganamos ¿qué le harán a
Abrahim?
—Nada. Yo conozco a esta gente.
Abrahim dará al juez dinero o alguna de
las preciosas sortijas que lleva, y el
bimbachí le dejará escapar.
—¿Deseas su muerte?
—No. He encontrado a Senitza y eso
me basta.
—¿Y qué piensa de esto tu amiga?
Senitza contestó:
—Effendi, yo era muy desgraciada y
ahora estoy libre. No volveré a
acordarme de él.
Esto me satisfizo. Faltaba
únicamente consultar a Abú el Reisán,
quien me manifestó a secas que se daba
por contento con haber salido sano y
salvo de aquella aventura, y así no me
quedaba que hacer sino lo que hice.
Me colé por la puerta y salí a la
calle. Era la hora más calurosa del día,
y la calle estaba desierta. Se veía
claramente que el sábet-bey deseaba que
nos pusiéramos en libertad nosotros
mismos y no aguardáramos su sentencia;
y así regresé al patio, manifesté a mis
compañeros mi opinión y los invité a
que me siguieran. Así lo hicieron y a
nadie se le ocurrió acudir a impedirlo.
Al llegar a la dahabie no
encontramos ya en ella a los kavases.
Cualquier amigo y admirador de nuestro
cargamento de hojas de sen habría
podido apropiarse una partida sin
molestia alguna.
El sandal no estaba ya en la orilla:
había desaparecido. Seguramente el
venerable Jalid Ben Mustafá había
comprendido antes que nosotros la
intención del juez y se había hecho a la
mar con el barco y su tripulación.
Pero ¿dónde se encontraba Abrahim-
Mamur?
El saberlo no nos habría sido
indiferente, pues no sólo era posible,
sino probable, que no nos perdiera de
vista. Por lo menos, yo presentía que
tarde o temprano había de topar con él.
La dahabie levó anclas, y
proseguimos nuestro viaje con la
satisfacción gratísima de haber
escapado de un duro trance…

FIN DE EL RASTRO
PERDIDO
VÉASE EL EPISODIO
SIGUIENTE
LOS PIRATAS DEL
MAR ROJO
Los piratas del
Mar Rojo
CAPITULO I

EN EL MAR ROJO

En esto, alzándose el ángel


de Dios, que iba delante del
ejército de los israelitas, se
colocó detrás de ellos; y con
él juntamente la columna de
nubes, la cual, dejada la
delantera, se situó a la
espalda, entre el campo de
los egipcios y el de Israel; y
la nube era tenebrosa para
aquéllos, al paso que para
Israel hacía clara la noche;
de tal manera que no
pudieron acercarse los unos a
los otros, durante todo el
tiempo de la noche.
Extendiendo, pues,
Moisés la mano sobre el mar,
abrióle el Señor por en
medio, y soplando toda la
noche un viento recio y
abrasador, lo dejó en seco y
las aguas quedaron divididas.
Con lo que los hijos de
Israel entraron por en medio
del mar en seco; teniendo las
aguas como por muro a
derecha e izquierda.
Los egipcios, siguiendo el
alcance, entraron en medio
del mar tras ellos, con toda
la caballería de Faraón, sus
carros, y gente de a caballo.
Estaba ya para romper el
alba, Y he aquí que el Señor,
echando una mirada desde la
columna de fuego y de nubes
sobre los escuadrones de los
egipcios, hizo perecer su
ejército.
Y trastornó las ruedas de
los carros, los cuales caían
precipitados al profundo. Por
lo que dijeron los egipcios:
Huyamos de Israel, pues el
Señor pelea por él contra
nosotros.
Entonces dijo el Señor a
Moisés: Extiende tu mano
sobre el mar, para que se
reúnan las aguas sobre los
egipcios, sobre sus carros y
caballos.
Luego que Moisés
extendió la mano sobre el
mar, se volvió éste a su sitio
al rayar el alba; y huyendo
los egipcios, las aguas los
sobrecogieron y el Señor los
envolvió en medio de las
olas.
Así las aguas vueltas a su
curso, sumergieron los
carros, y la caballería de
todo el ejército de Faraón,
que había entrado en el mar
en seguimiento de Israel: ni
uno siquiera se salvó.
Mas los hijos de Israel
marcharon por medio del mar
enjuto, teniendo las aguas
por muro a derecha e
izquierda.
De esta suerte libró el
Señor a Israel en aquel día
de mano de los egipcios.
Y vieron a la orilla del
mar los cadáveres de los
egipcios, y cómo el Señor
había descargado contra
ellos su poderosa mano. Con
esto temió el pueblo al Señor
y a su siervo Moisés…

En este pasaje del Éxodo (capítulo


XIV, versículos 19-31) pensaba yo,
cuando en el «Valle de Hiroth, hacia
Baal Zephón» detuve mi camello para
tender la mirada sobre las aguas del Mar
Rojo. No sentía el miedo al elemento
«que no tiene piso firme», sino ese
piadoso sentimiento, ese religioso temor
que invade al creyente al pisar algunos
de aquellos sitios señalados en la
Historia Sagrada por haber descansado
en ellos la planta del Eterno y obrado la
mano del Infinito. Parecíame oír aquella
voz que había llamado al hijo de Muram
«¡Moisés, Moisés, no te acerques sin
descalzarte, pues el lugar que pisas es
sagrado!».
A mi espalda quedaba la tierra de
Isis y Osiris, de las pirámides y las
esfinges, la tierra en la cual el pueblo de
Dios soportó el yugo de la esclavitud, y
tuvo que arrastrar las rocas de Mokatam
para edificar aquellas obras admirables
que aun hoy excitan el asombro de
cuantos viajan por el Nilo. Entre los
juncos del venerable río había
encontrado la hija del rey al niño que
estaba llamado a libertar a un pueblo de
esclavos y a darle en los diez
mandamientos una legislación que aun
después de tantos milenios constituye la
base de todas las leyes y de todos los
preceptos.
Delante de mí, a mis pies, brillaban
las aguas del Golfo Arábigo bajo los
ardientes rayos del sol. Aquellas aguas,
obedientes a la voz de Jehová Sabaoth,
habían formado una vez como dos
murallas, por entre las cuales los
esclavizados hijos de la tierra de Gosen
habían hallado el camino de su libertad,
mientras sus opresores encontraban allí
su muerte. Eran las mismas aguas en
que, muchos siglos más tarde, el Sultán
Kebir, Napoleón Bonaparte, estuvo a
punto de perecer.
Enfrente del Birket Faraún, el Mar
de Faraón, como llaman los árabes al
sitio donde las dos masas de agua se
juntaron para sepultar a los egipcios, se
levanta el monte pétreo del Sinaí, la
montaña más famosa de la tierra, que
resiste a los tiempos, poderosa e
incólume, como cuando se oyeron desde
su cima, entre truenos y relámpagos,
aquellas palabras: «Yo soy el Señor tu
Dios, y no has de reconocer a otros
dioses a mi lado».
No era solamente el lugar: era más
bien su historia la que me producía
aquella impresión, que no habría podido
evitar aunque hubiese querido.
¡Cuántas veces, en el regazo de mi
vieja abuela, buena y piadosa, la había
escuchado, sin pestañear y con el aliento
suspenso, cuando me contaba la
creación del mundo, el primer pecado,
el primer homicidio, el diluvio, la
destrucción de Sodoma y Gomorra, la
entrega de las Tablas de la Ley sobre el
monte Sinaí!… Años hacía que reposaba
la buena anciana bajo tierra, y yo me
hallaba ahora ante el mismo lugar que
me había descrito con tan vivos colores,
aunque sólo lo habían visto los ojos de
su alma. La fe lleva en sí misma una
fuerte convicción que no podría inspirar
el más soberbio monumento de la lógica
humana. Eso era lo que yo sentía tan
vivamente en aquel instante, lo que
habría absorbido horas enteras mi
pensamiento, allí, montado en mi
camello, en muda contemplación,
clavado en un sitio, si la voz de mi
valeroso Halef no me hubiera sacado de
mi ensimismamiento:
—¡Hamdulillah, alabado sea Dios,
que hemos pasado ya el desierto! Sidi,
aquí hay agua. Apéate y toma un baño,
que yo lo haré después de ti.
Entonces se me acercó uno de los
dos beduinos que nos habían guiado y
levantó la mano en son de grave
advertencia:
—¡No lo hagas, effendi!
—¿Por qué no?
—Porque aquí habita Melek el nevt,
el ángel de la muerte. El que entra en
estas aguas o se ahoga o se lleva
consigo el germen de la muerte. Cada
gota de este mar es una lágrima de los
cien mil hombres que perecieron al
querer matar a Sidua Musa (Moisés) y a
los suyos. Por aquí todos los botes y los
buques pasan sin detenerse, pues Alá, a
quien los hebreos llamaban Yehuva
(Jehová), maldijo este paraje.
—¿Es cierto que no se detiene aquí
ningún buque?
—Sí.
—Yo esperaré uno que me
embarque.
—¿Para llevarte a Suez? Nosotros te
acompañaremos, y con nuestros
camellos llegarás más pronto que
embarcado.
—Es que no voy a Suez, sino a Tor.
—En ese caso tienes que pasar
forzosamente el mar; pero aquí no te
tomará ningún buque. Permítenos que te
acompañemos hasta un poco más al Sur,
a un sitio donde no habiten malos
espíritus y donde cualquier buque se
detendrá de buena gana para llevarte.
—¿Cuánto tenemos que andar aún?
—Menos de tres veces el tiempo que
los francos llamáis una hora.
—¡Adelante, pues!
A fin de alcanzar el Mar Rojo, no
había tomado el camino acostumbrado
del Cairo a Suez. El desierto que hubo
entre estas dos ciudades no merece ya el
nombre de tal. Antes era temido por su
falta de agua y por los ladrones
beduinos que en aquel despoblado
territorio perpetraban sus fechorías.
Pero hoy ha cambiado del todo, y esta
fue la causa de que me dirigiera yo más
al Sur. Un viaje en camello por un país
despoblado tenía más alicientes para mí
que un viaje en ferrocarril. Por eso
quería yo evitar el paso por Suez, pues
no tenía nada que hacer allí y lo conocía
ya mucho por haberlo visitado tiempo
antes.
Durante nuestra caminata
aparecieron ante nosotros las dos áridas
alturas de Yskem y de Daad, y cuando a
nuestra derecha se hizo visible la
elevada cumbre de Ysbel Gharib,
dejamos detrás de nosotros la tumba de
Faraón. El mar formaba, a la izquierda,
una bahía, en la cual estaba anclada una
embarcación.
Era uno de aquellos barcos que en el
Mar Rojo llaman sambuk. Tenía,
aproximadamente, sesenta pies de
longitud por unos quince de anchura, con
una especie de alcázar, debajo del cual
se encuentra la cámara para el capitán o
los pasajeros distinguidos. El sambuk
tiene, además de los remos —pues
también se rema— dos velas
cuadriláteras, las cuales están situadas
de manera que cuando las hincha el
viento se mueven en la proa del buque y
se juntan formando un semicírculo en
forma de globo, como suele verse en las
monedas y frescos antiguos. Podría
asegurarse que los buques de aquel país,
en cuanto a estructura, dirección y
aparejo, son todavía los mismos que en
la antigüedad surcaban aquellas aguas, y
que los navegantes de hoy día visitan las
mismas bahías y fondeaderos que se
frecuentaban ya en los tiempos en que
Dionysos emprendió su famoso viaje a
la India. Los buques costeros del Mar
Rojo suelen estar construidos con la
madera india que los árabes llaman
sach, la cual, con el tiempo y el contacto
del agua se endurece de tal modo que es
imposible clavar un clavo en ella. No
hay temor de que se pudra; tanto, que se
ven muchas veces sambuks que datan de
cerca de doscientos años.
Como la navegación por el Golfo
Arábigo es muy peligrosa, nunca se
navega durante la noche, sino que todos
los buques procuran llegar a un
fondeadero donde pernoctar.
El sambuk que teníamos a la vista lo
había hecho así. Estaba anclado y
amarrado a la orilla. Los marineros
habían desembarcado y se hallaban
sentados o echados junto a una pequeña
corriente de agua potable que
desembocaba en el mar. Uno de ellos, un
poco apartado de los demás, estaba
recostado sobre una manta, y por la
gravedad de su semblante, colegí que
sería el capitán o el propietario del
buque. De la primera ojeada conocí que
no era árabe, sino turco, así como la
embarcación, que llevaba bandera de
Turquía, y la tripulación, que vestía el
uniforme del Gran Señor.
Ninguno se movió al acercarnos
nosotros. Y me llegué al que me pareció
el jefe, y levantando la diestra la llevé
al pecho y le saludé, no sin intención, en
lengua árabe, no en turco.
—¡Dios te guarde! ¿Eres el capitán
de ese buque?
Levantó la cabeza con altivez y
después de haberme examinado
minuciosa y pausadamente, contestó. —
Sí.
—¿Adónde va tu sambuk?
—A todas partes.
—¿Qué cargamento llevas?
—Varias cosas.
—¿Tomas también pasajeros?
—No sé.
Esto era más que lacónico, era
grosero; por lo cual moví yo la cabeza y
dije en tono compasivo:
—Tú eres un kelleh, un desgraciado,
a quien el Corán recomienda a la
compasión de los fieles. ¡Te
compadezco!
Me miró entre colérico y
sorprendido y me contestó. —¿Me
compadeces? ¿Me llamas desgraciado?
¿Por qué?
—Alá te ha concedido el don de la
palabra; pero tu alma está muda. Vuelve
el rostro hacia el Kiblah[9] y pide a Dios
que cese tu mudez; de otra manera no
podrás ir al Paraíso. Soltó una carcajada
despreciativa y se llevó la mano al
cinto, donde llevaba dos pistolas
enormes.
—Callar es mejor que charlotear. Tú
eres un charlatán; pero el Vergui-bachí,
Murad Ibrahim, prefiere el silencio.
—¿Vergui-bachí, es decir,
recaudador de contribuciones? Tu cargo
es importante, y supongo que serás
hombre muy renombrado; sin embargo,
vas a contestar a lo que te pregunte.
—¿Quieres amenazarme? Ya veo
que he sospechado bien: eres un árabe
yeheine.
Los hombres de la tribu Ysheine son
conocidos en el Mar Rojo como
contrabandistas y bandidos. El
recaudador de portazgos me tomaba por
uno de ellos, y ésta era la razón de su
conducta para conmigo.
—¿Tienes miedo de los Beni
Yeheine? —pregunté yo.
—¿Miedo? ¡Murad Ibrahim no lo ha
tenido jamás!
Al decir estas palabras sus ojos
brillaron de soberbia; pero en su cara
había algo que me hacía dudar de su
valor.
—¿Y si fuera yo en realidad un
yeheine?
—No te temería.
—Naturalmente: te acompañan doce
gnemi-taifasyler (marineros). Yo no
pertenezco a los Beni Arab, sino que
procedo de Occidente.
—¿De Occidente? ¡Pues bien llevas
el traje de los beduinos y hablas la
lengua de los árabes!
—¿Está prohibido eso?
—No. ¿Eres franzets o ingli?
—Pertenezco a los nemsi.
—¿Nemche? —exclamó con acento
de menosprecio—. Así, serás bostanyi o
batsirguin (jardinero o comerciante).
—Nada de eso. Soy yatsmakyi.
—¿Escritor? ¡Oh iatsik! ¡Oh, dolor!,
¡y yo que te tenía por un valiente
beduino! ¿Qué es un escritor? El escritor
no es un hombre: un escritor es un bicho
que come plumas y bebe tinta; no tiene
sangre ni corazón, ni valor ni…
—¡Alto! —le interrumpió mi criado
—. Murad Ibrahim, ¿ves esto que tengo
en la mano?
Se había apeado y se plantó delante
del turco empuñando el látigo. Murad
Ibrahim contrajo el ceño, pero, no
obstante, contestó:
—Un látigo.
—Pues bien; yo soy Hachi Halef
Omar Ben Hachi Abul Abbás Ibn Hachi
Davud al Gossarah. Este sidi es Kara
Ben Nemsi, que no teme a ningún
hombre. Hemos recorrido el Sahara y
todo el Egipto y hemos llevado a cabo
grandes proezas; se habla de nosotros en
todos los cafés y cementerios del
mundo, y si te atreves a decir una sola
palabra desagradable para mi effendi,
vas a probar mi látigo, aunque seas
vergui-bachí y tengas a tu mando muchos
hombres.
Esta amenaza produjo un efecto
extraordinariamente rápido. Los dos
beduinos, que hasta aquel instante nos
habían acompañado, espantados por la
audacia de Halef, se echaron algunos
pasos atrás; los marineros y demás
compañeros del turco se pusieron en pie
y tomaron las armas, y el bachí se
levantó también con la misma ligereza,
empuñando uno de sus pistolones; pero
Halef se adelantó a ponerle la boca de
su pistola en el pecho.
—¡Cogedle! —ordenó el bachí,
mientras bajaba lentamente la mano
armada.
Los marineros, impacientes,
conservaron su actitud amenazadora;
pero ninguno se atrevió a tocar a Halef.
—¿Sabes tú lo que significa
amenazar a un vergui-bachí con el
látigo? —preguntó el turco.
—Sí lo sé —contestó Halef—.
Amenazar a un vergui-bachí con el
látigo quiere decir que verdaderamente
se lo dará a probar si se atreve a seguir
hablando como tú lo has hecho. Tú eres
un turco, esclavo del Gran Señor; pero
yo soy un árabe libre.
Hice arrodillar a mi camello, me
apeé y saqué mi pasaporte.
—Murad Ibrahim, ya ves que os
tememos bastante menos que vosotros a
nosotros. Has cometido una falta muy
grave, pues has ofendido a un effendi,
que posee la guiolgueda padichanün.
—¿Bajo la sombra del Gran Señor, a
quien Alá bendiga? ¿De quién hablas?
—De mí.
—¿De ti? Tú eres un nemche y por
lo tanto yaúr…
—¡Mira que me injurias! —le
interrumpí.
—Eres un infiel y de los yaúr dice el
Corán: «¡Oh, vosotros, fieles, no tengáis
amistad con aquellos que no pertenecen
a nuestra religión! ¡Ellos no cesan de
perseguiros y de desear vuestra ruina!».
¿Cómo puede estar, pues, un infiel al
amparo del Gran Señor, que es el
amparo de los fieles?
—Conozco las palabras que has
dicho: están en el tercer sura del Corán,
en el sura Amram; pero abre los ojos e
inclínate humildemente ante el bu-
dieruldu del Padichá. Aquí lo tienes.
Tomó el pergamino, se lo llevó a la
frente, a los ojos y al pecho; se inclinó
hasta el suelo y lo leyó,
devolviéndomelo luego.
—¿Por qué no me has dicho en
seguida que eres un arkadar (protegido)
del Sultán? No te habría llamado yaúr,
aunque seas infiel. ¡Sé bien venido,
effendi!
—¡Me das la bienvenida y en la
misma frase ofendes mi fe! Nos, otros,
los cristianos, conocemos las leyes de la
cortesía y de la hospitalidad mejor que
vosotros; no os llamamos yaúres, pues
nuestro Dios es el mismo que vosotros
llamáis Alá.
—Eso no es verdad. Nosotros no
tenemos más Dios que Alá; pero
vosotros tenéis tres dioses: un padre, un
hijo y un espíritu.
—Pero no tenemos más que un Dios,
pues Padre, Hijo y Espíritu Santo son
uno mismo. Vosotros decís: Alah il Alah,
Dios es Dios. Y nuestro Dios, dice: «Y
soy el poderoso, el único Dios». Vuestro
Corán dice en el segundo sura: «Él es el
Viviente, el Eterno; no duerme; suyo es
todo cuanto está en el cielo y en la
tierra». Nuestra Santa Biblia, dice:
«Dios es eternidad sobre eternidad; ante
sus ojos está todo manifiesto; Él ha
fundado la tierra, y los cielos son obra
de sus manos». ¿No es lo mismo?
—Sí: vuestro Kitab (Libro, Biblia)
es bueno; pero vuestra fe es falsa.
—Te equivocas. Vuestro Corán dice:
«La justicia no consiste en que vuestra
cara se dirija al Este o al Oeste en la
oración, sino que el justo es el que cree
en Dios, en el día del juicio, en el ángel,
en la escritura y en los profetas, y da de
buena gana su caudal a sus parientes, a
los huérfanos, pobres y peregrinos; el
que ruega por ellos, libra a los
prisioneros, dice sus oraciones, cumple
sus promesas y sufre con paciencia la
necesidad y la desgracia. Es justo el que
verdaderamente teme a Dios». Nuestro
libro sagrado nos manda: «Amarás a
Dios sobre todas las cosas y a tu
prójimo como a ti mismo». ¿No nos
manda a vosotros vuestra fe lo mismo
que a nosotros la nuestra?
—Eso lo ha copiado vuestro Kitab
de nuestro Corán.
—¿Cómo es posible, si nuestro
Kitab se escribió más de dos mil años
antes?
—Tú eres un effendi, y los effendis
hallan siempre argumentos y pruebas,
hasta cuando no tienen razón. ¿De dónde
vienes?
—De la tierra de Guipt[10], de allá,
del Oeste.
—¿Y adónde vas?
—A Tor, de paso.
—¿Y después?
—Al monastyr (convento) del yebel
Sinaí.
—¿Entonces tendrás que pasar el
mar?
—Sí. ¿Hacia dónde partes tú?
—También para Tor.
—¿Quieres llevarme contigo?
—Si pagas bien y cuidas de no
contaminarnos…
—¡No tengas cuidado! ¿Cuánto
pides?
—¿Por los cuatro y los camellos?
—Sólo por mí y mi criado Hachi
Halef Omar. Estos dos hombres se
volverán atrás con sus camellos.
—¿Cómo quieres pagar, en dinero o
con otra cosa?
—En dinero.
—¿Tienes que comer de lo nuestro?
—No; nos daréis solamente agua.
—En tal caso, paga por ti diez misri
y por tu criado ocho.
Rompí a reír en sus barbas. Era
turco castizo. Por tan corto trecho y por
algunos sorbos de agua, me pedía poco
más o menos treinta duros.
—¿Tu buque llega en un día a la
bahía de Nayazat, y tu buque ancla allí
por la noche? —le pregunté.
—Sí. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque por un viaje tan corto no te
voy a dar dieciocho misri.
—Entonces tendrás que quedarte y
embarcarte en otro buque y te pedirán
más aún.
—Ni me quedaré en tierra ni me
embarcaré en otro buque. Iré contigo.
—Entonces dame la cantidad que te
he pedido.
—Oye lo que voy a decirte. Esos
dos hombres me han prestado sus
camellos y me han acompañado desde
Kahira por cuatro thaler de María
Teresa; durante el hach cobran a cada
peregrino por pasar el mar un thaler. Por
mí y por mi criado te daré tres; ya es
bastante.
—Entonces te quedas aquí. Mi
sambuk no es barco de alquiler, pues
pertenece al Gran Señor. Tengo que
cobrar la zehka[11] y no puedo tomar
ningún pasajero a bordo.
—¡Pero lo tomas si te dan dieciocho
misri! Precisamente porque tu sambuk
pertenece al Gran Señor tienes que
llevarme en él. Lee otra vez mi bu-
dieruldu. Aquí dice: jhel imdad vermek,
sahihlik ichin mechghul, ejerce
akyesitz, esto es: «prestar con solicitud
toda clase de ayuda para su seguridad,
aun sin paga». ¿Lo has entendido? A un
simple particular, tendría que pagarle;
pero no necesito hacerlo con los
funcionarios del Estado. Yo te doy
voluntariamente estos tres thalers; si no
estás conforme, tendrás que llevarme
gratis.
CAPITULO II

VIAJEROS
SOSPECHOSOS

Viéndose cogido, empezó a moderar sus


pretensiones y al fin, después de larga
discusión, me tendió la mano.
—Sea, pues. Posees la guiolgueda
padichanün y quiero llevarte por tres
thaler. Dámelos.
—Te los pagaré al llegar a Tor.
—Effendi, ¿todos los nesarah[12] son
tan avaros como tú?
—No son avaros, sino prevenidos.
Voy a subir a bordo, pues no quiero
dormir en tierra, sino en el buque.
Pagué a los guías lo estipulado y les
di, además, una propina, con lo cual
montaron muy satisfechos en sus
camellos, y a pesar de lo avanzado de la
hora emprendieron su regreso. Luego
subí a bordo con Halef, pues no tenía
tienda en que guarecerme. Durante la
marcha por el desierto, después del gran
ardor del día, tiene el viajero que sufrir
el fresco desproporcionado de la noche.
El que es pobre y no posee tienda, se
arrima a su camello o caballo para
calentarse, mientras descansa; pero yo
no tenía entonces cabalgadura alguna, y
como el fresco de la noche junto al mar
es más intenso que en el interior, preferí
buscar un refugio en el tenducho que
había en la popa del sambuk.
—Sidi —me preguntó Halef—, ¿he
hecho bien en enseñar el látigo a ese
vergui-bachí?
—No quiero censurarlo.
—Pero ¿por qué dices a todo el
mundo que eres infiel?
—¿He de tener miedo de decir la
verdad?
—No; pero tú estás ya en camino de
ser creyente. Estamos en el mar que los
francos llaman Barel-Arara, el Mar
Rojo: hacia allá cae Medina y más a la
derecha la Meca, la ciudad del Profeta.
Yo las visitaré; y tú ¿qué harás?
Me planteaba Halef una cuestión que
hacía muchos días me había yo
propuesto. Al cristiano que se atreve ir a
Medina o a la Meca, le amenaza la
muerte: así se lee en los libros. ¿Es
realmente tan fatal la sentencia? ¿Hay
necesidad de publicar allí que uno es
cristiano? ¿No habrá diferencia entre las
épocas del año de poco movimiento de
peregrinos y aquellas en que mil
caravanas acuden allí y por consiguiente
el fanatismo llega a su mayor grado?
Muchas veces había yo leído que los
cristianos no pueden entrar en las
mezquitas, y sin embargo yo había
visitado algunas. ¿No podría ocurrir lo
mismo respecto de las ciudades santas?
En general había encontrado yo el
Oriente, por muchos, muchísimos
estilos, muy diferente y bastante más
prosaico de lo que se suele imaginar, y
no podía tomar en serio que una corta
estancia en la Meca, quizá de una hora,
fuese tan terriblemente peligrosa. Aquel
bachí turco me había tomado por
beduino; era de suponer también que los
demás me juzgaran lo mismo. Y no
obstante no podía decidirme.
—Todavía no lo sé —contesté a
Halef.
—Tú vendrás conmigo a la Meca,
sidi, y antes profesarás en Yidda la
verdadera fe.
—No: no haré tal.
Una voz de mando dada desde la
orilla interrumpió nuestra conversación.
El vergui-bachí había ordenado a su
gente el rezo de la oración de la tarde.
—Effendi —me dijo Halef—, el sol
se esconde; permíteme que rece.
Se puso de rodillas y oró. En el rezo
su voz se mezclaba al unísono con la de
los turcos. Apenas cesaron las voces se
oyó otra, detrás de los peñascos que
hacia el Norte cerraban la vista del mar:
—¡En Alá tenemos nuestra
satisfacción, y grande es Él, el Protector.
No hay fuerza ni poder sino en Dios, el
Altísimo, el Grande. Oh, Señor nuestro,
ia Allah, oh Clemente, oh Bondadoso, ia
Allah, Allah hu!
La voz que entonaba esta oración era
de bajo profundo, aunque al pronunciar
el nombre de Alá subía el tono una
quinta. Yo conocía aquellas palabras y
aquel tono; así acostumbran rezar los
derviches. Los turcos se habían puesto
en pie y miraban en la dirección de
donde la voz había venido. Luego
apareció una pequeña zatara, que apenas
tendría seis pies de largo por cuatro de
ancho, y en la cual estaba arrodillado un
hombre que manejaba un par de remos, y
por eso recitaba su oración a compás.
Alrededor del turbante rojo llevaba otro
blanco, y blanco era todo el resto de sus
vestiduras; lo cual significaba que
pertenecía a los faquires de Kaderiych,
secta compuesta, en su mayor parte, de
pescadores y marineros, y fundada por
Abd-el-káder El Guilani. Cuando
descubrió el sambuk quedó el hombre
un instante suspenso y luego gritó:
—¡La ilahá ila lah!
—¡Ila lah! —Contestaron los otros
a coro.
Se llegó al buque, atracó su zatara y
subió a bordo. Nosotros, esto es, Halef y
yo, no estábamos solos, pues nos había
seguido el kürekyi (timonel), y a éste se
dirigió el derviche. —¡Dios te guarde!
—A ti y a mí —contestó el timonel.
—¿Cómo te encuentras?
—Tan bien como tú.
—¿A quién pertenece ese sambuk?
—A su majestad el Gran Señor,
favorito de Alá.
—¿Y quién lo manda?
—Nuestro effendi, el vergui-bachí
Murad Ibrahim.
—¿Qué cargamento lleváis?
—No llevamos cargamento; vamos
de un lugar a otro recaudando la
contribución que ha ordenado el Gran
Jerife de la Meca.
—¿Han contribuido los fieles con
largueza?
—Ninguno se ha negado a dar, piles
a quien da limosna, Alá se lo
recompensa con el doble.
—¿Adónde vais desde aquí?
—A Tor.
—No llegaréis allá mañana.
—Desembarcaremos en Ras
Nayatsat. ¿Adónde vas tú?
—A Yidda.
—¿En tu zatara?
—Sí. He hecho voto de ir a la Meca
navegando solo y de rodillas.
—Pero hay que tener en cuenta les
bancos, los peñascos, los bajos, los
vientos malos que reinan aquí y los
tiburones que rodearán tu zatara.
—Alá es el único fuerte; Él me
protegerá. ¿Quiénes son esos dos
hombres?
—Un ya…, un nemsi con su criado.
—¿Un infiel? ¿Y adónde va?
—A Tor.
—Permíteme que coma aquí unos
dátiles; después continuaré el viaje.
—¿No quieres quedarte esta noche
con nosotros?
—Tengo que salir adelante.
—Eso es muy peligroso.
—El verdadero creyente no tiene
nada que temer; su vida y su fin están
anotados en el Libro.
Se sentó y sacó un puñado de
dátiles.
Yo había encontrado cerrada la
puerta del alcázar y me había arrimado a
la borda. Como los dos interlocutores se
hallaban bastante lejos y yo fingía estar
distraído contemplando el mar, pensaron
indudablemente que no podía entender
lo que decían. El derviche preguntó:
—¿Ese es nemtche? ¿Es rico?
—No.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque da solamente la sexta
parte de lo que se le ha pedido por el
pasaje; pero tiene un dieruldú del Gran
Señor.
—Entonces será hombre distinguido.
¿Lleva mucho equipaje?
—Casi nada; pero buenas armas.
—Y no conocía aún a ningún
nemche, pero siempre he oído decir que
son gente muy pacífica: sólo debe de
llevar las armas por puro alarde. Ya he
terminado mi comida y voy a seguir mi
viaje. Da gracias a tu señor por haber
permitido que un pobre faquir entrara en
su buque.
Momentos después se arrodillaba en
su extraña embarcación y empuñando
los remos remaba a compás, cantando al
mismo tiempo su ¡ia Allah, Allah hu!
Aquel hombre me había causado una
impresión extraña. ¿Por qué había
subido a bordo y no había
desembarcado en la orilla? ¿Por qué
había preguntado si era yo rico, y
durante todo el diálogo había examinado
el buque con una vista cuya agudeza no
pudo ocultar del todo? No tenía yo el
menor motivo para temer nada de él y
sin embargo en mi fuero interno
sospechaba algo malo. Habría jurado
que aquel hombre no era tal derviche.
Cuando hubo desaparecido a lo lejos
dirigí hacia su embarcación mi anteojo,
y aunque en aquellas regiones el
crepúsculo es muy corto, era todavía lo
bastante claro para verle distintamente.
No estaba ya arrodillado, como debía
según el voto que decía haber hecho,
sino sentado cómodamente, y había
virado remando hacia la costa.
Indudablemente había allí gato
encerrado.
Halef estaba a mi lado y me
contemplaba, muy ocupado al parecer en
adivinar mis pensamientos.
—¿Le ves aún? —me preguntó.
—Sí.
—¿Se figura que no le vemos y rema
hacia la costa?
—Así es. ¿En qué te fundas para
sospecharlo?
—Sólo Alá es sapientísimo; pero
Halef tiene la vista muy clara. ¿Y qué
han visto tus ojos?
—Que ese hombre no es derviche ni
faquir.
—¡Ah!
—Sí, sidi. ¿Has visto y oído alguna
vez que un derviche de la secta de los
kaderiyeh recite y cante las letanías de
los havlajüp[13]?
—Tienes razón. Pero ¿por qué había
de fingir que es faquir si no lo es?
—Eso es lo que hay que averiguar,
sidi. Ha dicho también que durante la
noche navegaría. ¿Por qué no lo hace?
En esto el timonel interrumpió el
diálogo. Se nos acercó y preguntó:
—¿Dónde dormirás, effendi?
—Me acostaré en el tajta-perde[14].
—No puede ser.
—¿Por qué?
—Porque allí está guardado el
dinero.
—Entonces procúranos unas
alfombras y dormiremos sobre cubierta.
—Las tendrás, effendi. ¿Qué harías
tú si los enemigos atacaran al buque?
—¿A qué enemigos te refieres?
—Los ladrones.
—¿Hay ladrones por aquí?
—Los yeheine viven en estas
cercanías. Tienen fama de ser los más
grandes lirsitzler (ladrones), y ningún
hombre ni ningún buque está seguro
cerca de ellos.
—Yo creo que vuestro amo, el
vergui-bachí Murad Ibrahim, es un
héroe, un hombre valiente que no teme a
nadie; tampoco temblará ante ningún
ladrón ni ningún yeheine.
—Así es; pero ¿qué puede él ni
podemos nosotros contra Abú-Seif, el
Padre del Sable, más peligroso y
temible que el león en el desierto y el
tiburón en el mar?
—¿Abú-Seif? No le conozco ni le he
oído nombrar nunca.
—Porque eres extranjero. Cuando
llega la época de los pastos, los yeheine
llevan sus ganados a las dos islas
Libnah y Ysbel Hasán y dejan poca
gente con ellos, mientras los demás se
dedican al robo y al bandolerismo.
Asaltan las embarcaciones y toman todo
lo que se halla en ellas, o piden un buen
rescate. Abú-Seif es su jefe.
—¿Y qué hace el gobierno para
impedirlo?
—¿Qué gobierno?
—¿Pues no estáis bajo la protección
del guiolgueda padichanün?
—Eso río tiene poder alguno entre
los yeheine. Son árabes libres,
protegidos por el gran jerife de la Meca.
—Entonces ayudaos vosotros
mismos. Coged a los ladrones.
—Effendi, tú hablas como un franco,
que no entiende de estas cosas. ¿Quién
es capaz de coger a Abú-Seif y matarle?
—Sin embargo, no es más que un
hombre.
—Pero posee la ayuda del Chaitán
(Satanás). Puede hacerse invisible;
puede recorrer el aire y el mar; no puede
ser herido por sable ni por cuchillo ni
por bala; pero su sable está falyirnich
(encantado); penetra puertas y paredes y
de un golpe divide en dos el cuerpo y el
alma de ciento o más enemigos.
—Si es así, desearía verlo.
—¡Oh desgracia! ¡No lo desees,
effendi! El demonio le dirá que deseas
verle, y no dudes que él vendrá. Voy a
buscarte las alfombras; luego échate a
dormir; pero antes reza a tu Dios para
que te guarde de los peligros que te
amenazan.
—Te doy las gracias por tu consejo;
de todas maneras mi costumbre es rezar
al acostarme.
Nos trajo unas mantas, en las cuales
nos envolvimos y no tardamos en
dormirnos, pues estábamos cansados del
viaje.
Durante la noche algunos marineros
habían estado de centinela, en tierra
guardando a sus camaradas, y a bordo
custodiando el dinero. Al amanecer se
reunieron todos en el buque. Levaron el
ancla, soltaron las amarras, izaron las
velas y el sambuk hizo rumbo en
dirección al Sur.
Habríamos navegado tres cuartos de
hora, poco más o menos, cuando
divisamos una lancha que bogaba en la
misma dirección delante de nosotros. Al
acercarnos vimos que en ella iban dos
hombres y dos mujeres enteramente
tapadas por el velo.
Se detuvo la pequeña embarcación
al poco rato y los hombres hicieron
señal de que deseaban hablar con los
del sambuk. Se arriaron las velas y
disminuyó con esto el andar de nuestro
buque. Uno de los dos remeros se puso
en pie y gritó. —¡Ah del sambuk!.
¿Adónde vais?
—A Tor.
—También nosotros. ¿Queréis
llevarnos?
—¿Pensáis pagar?
—Naturalmente.
—Entonces podéis subir.
El sambuk se detuvo y aquellas
cuatro personas embarcaron en él,
dejando la lancha a remolque. Después
continuamos el viaje.
El vergui-bachí se dirigió al
camarote, sin duda con objeto de
disponer sitio para las mujeres, y luego
se retiraron éstas de la vista de los
hombres, para lo cual tuvieron que pasar
por mi lado. Como europeo no tenía
necesidad de volver la cara, y con gran
sorpresa mía observé que no las
envolvía atmósfera alguna de perfumes,
y eso que las mujeres orientales gustan
tanto de ellos que desde regular
distancia se siente el olor que despiden.
Olor sí despedían, pero era un rastro
que dejaron tras de sí, como invisible
apéndice, de aquel conocido olor
oriental mitad a camello mitad a tabaco
rasr sin fermentar, que los beduinos
suelen fumar y que en las membranas del
olfato y nervios del paladar hace el
mismo efecto que la crin vegetal de los
jergones franceses que, a falta de cosa
mejor, llenaba en la guerra del 70 las
pipas de tantos soldados alemanes. A mí
me hizo la impresión de que pasaban por
delante de mí dos camelleros; por lo
menos es seguro que el afamado poeta
persa Hafis Ohems Ed-Din Mohamed no
hubiera dedicado a aquellas dos gracias
estos versos:
Si tus sutiles perfumes llegan hasta
nuestra tumba, brotarán luego mil
flores fuera de mi sepultura.
Las examiné muy atentamente hasta
que hubieron traspuesto la puerta del
alcázar, pero no pude averiguar nada
más de particular. Quizá habían hecho su
viaje por tierra montadas en camello y
el vaho del «buque del desierto» las
había impregnado.
Sus dos compañeros conversaron
largo rato con el bachí y el timonel; y
luego uno de ellos buscó la manera de
acercarse a mí.
—Me dicen que eres franco, effendi
—me dijo.
—Sí.
—¿Entonces eres desconocido en
esta tierra?
—Sí.
—¿Eres nemche?
Sí.
—¿Tienen también los nemsi un
padichá?
—Sí.
—¿Y bajaes?
—Sí.
—¿Tú no lo eres?
—No.
—¿Pero sí hombre distinguido?
—¡Pek, bilahi! ¡Oh, sí, mucho!
—¿Sabes escribir?
—Pek ne giitsel. Y muy bien.
—¿También sabes tirar?
—Daha ei. Todavía mejor.
—¿Irás a Tor en este sambuk?
—Sí.
—¿Seguirás más al Sur?
—Sí.
—¿Eres conocido de los ingli?
—Sí.
—¿Tienes amigos entre ellos?
—Sí.
—Eso está muy bien. ¿Eres fuerte?
—Korkulu —terriblemente—
arslanya —como un león. ¿Quieres que
te lo demuestre?
—No, effendi.
—Y sin embargo, tu curiosidad es
mayor de lo que puede aguantar la
paciencia de un hombre. ¡Vete a paseo y
no vuelvas!
Le agarré, le hice volver de espaldas
y le di tal empujón que fue recorriendo
la cubierta hasta dar con el abdomen en
el suelo. Pero en un santiamén se puso
en pie.
—¡Vaisana! ¡Ay de ti! ¡Has ofendido
a un creyente y vas a morir!
Desenvainó su hanyar y se abalanzó
contra mí. Su compañero le siguió
también, empuñando un arma, y yo de un
manotón arrebaté a Halef su látigo para
recibirlos dignamente; pero esto no fue
necesario, pues en el mismo instante se
abrió la puerta del camarote, y una de
las mujeres levantó la mano y volvió a
cerrar. Los dos árabes se detuvieron y se
alejaron sin pronunciar palabra; pero
con sus miradas me dijeron que no podía
esperar de ellos cosa buena. Los turcos
de la tripulación habían contemplado el
incidente con mucha indiferencia. Si en
el buque hubiera sucumbido alguno de
los pasajeros, habría sido su Kismet
(destino) el que lo habría dispuesto, y el
caso no habría tenido más
consecuencias.
En cuanto a mí he de confesar que
las necias preguntas de aquel hombre me
habían sacado de quicio. ¿Pero
realmente eran necias? ¿No tenían algún
fin desconocido para mí? El oriental no
es charlatán, y menos aún acostumbra a
malgastar palabras con un desconocido,
de quien sabe, además, que es yaúr.
Mi mal humor me había obligado a
hacerme pasar por hombre distinguido y
gran tirador. ¿Por qué quería él saber si
era yo bajá, hombre distinguido, escritor
o buen tirador? ¿De qué podía servirle
saber si iría yo más al Sur y si eran
amigos míos los ingleses? ¿Por qué al
contestar yo afirmativamente a esto
último, había contestado él: «Eso está
muy bien», y qué le importaba que fuese
yo fuerte y vigoroso? Y por remate de
esto, me había preguntado como de
superior a subordinado, como si me
sometiese a un interrogatorio.
Lo más sorprendente era la
obediencia espontánea que él y su
compañero prestaron a la seña que les
hizo aquella mujer. Esto, en un país
donde las mujeres están tan sometidas a
los hombres, y donde fuera de la
intimidad de la familia no tienen
voluntad propia, era muy extraño y harto
sospechoso.
—Sidi —me dijo Halef, que no se
había movido de mi lado—, ¿la has
visto?
—¿A qué te refieres?
—A la barba.
—¡La barba! ¿Qué barba?
—La de esa mujer…
—¿La mujer? ¿Lleva barba esa
mujer?
—No llevaba el yachmak (velo)
doblado como antes, sino echado
simplemente sobre la cara, y así es que
le he visto la barba. No es mujer, sino
hombre. ¿Debo decírselo al bachí?
—Sí; pero de manera que nadie lo
oiga.
Y Halef lo hizo en seguida.
Seguramente no se había equivocado; yo
sabía que podía tener confianza en sus
ojos de lince, e involuntariamente puse
aquella nueva circunstancia en la cuenta
del derviche. Vi a Halef hablar con el
bachí, y observé que éste movía la
cabeza y se reía, pues no le daba
crédito. Halef volvió con cara de mal
humor.
—Sidi, ese bachí es tan tonto que me
ha tomado a mí por tal.
—¿Cómo es eso?
—Y a ti por más tonto que a mí.
—¡Ah!
—Dice que las mujeres jamás tienen
barba y que los hombres no se visten
nunca de mujer. Sidi ¿qué te parece de
una mujer que lleve barba? ¿No serán
yeheine?
—Lo sospecho.
—¡Entonces hay que abrir los ojos,
sidi!
—Eso es lo que haremos, y para ello
lo principal es ocultar nuestras
sospechas. Sepárate algo de mí, pero de
modo que podamos ayudarnos uno a otro
si llega el caso.
CAPITULO III

EL PADRE DEL SABLE

Se apartó de mi unos pasos y yo me eché


sobre la alfombra. Después me dediqué
a hacer unas anotaciones en mi libro de
memorias, pero sin perder de vista ni el
alcázar ni los árabes. Me parecía que de
un momento a otro iba a suceder algo
desagradable; sin embargo iba
transcurriendo el día sin que ocurriera
nada de particular.
Anochecía ya cuando anclamos en
una pequeña bahía, formada por una
curva del Yebel Nayazef en forma de
herradura, que pertenece a la gran
cadena de granito del Sinaí.
La orilla era muy estrecha, pues a
pocos pasos de ella se elevaban los
gigantescos acantilados. El fondeadero
nos ofrecía, por tanto, seguridad
completa contra los vientos; pero ¿la
ofrecía también contra otros percances?
De buena gana habría yo examinado los
riscos y cortaduras más cercanos, pero
la noche había cerrado ya cuando la
tripulación del sambuk desembarcó para
encender una hoguera, como de
costumbre.
El Mogreb y una hora después El
Achia, las dos oraciones de la noche,
resonaron solemnemente en las altas
rocas. Si había alguien escondido por
allí debió de enterarse forzosamente de
nuestra presencia, aun sin ver el fuego.
Como el día anterior, determinamos
pasar la noche a bordo, y yo tenia ya
arreglado con Halef que velaríamos
alternativamente. Más tarde subieron a
bordo algunos marineros para
encargarse de la guardia y salieron
también de su camarote las dos mujeres
para gozar del aire fresco de la noche.
Se habían ocultado otra vez con velo
doble, cosa que pude distinguir porque
las estrellas del Sur esparcían tal
claridad que no era difícil ver toda la
cubierta del buque. Poco después se
retiraron ambas al alcázar, cuya puerta
podía yo seguir observando a pesar de
haberme trasladado a proa.
Halef dormía a cinco pasos de mí.
Cuando llegó la media noche me
acerqué a él disimuladamente y le dije
en voz baja:
—¿Has dormido?
—Sí, sidi. Duerme tú ahora.
—¿Puedo fiarme de ti?
—Como de ti mismo.
—Al menor motivo de sospecha,
despiértame.
—Lo haré, sidi.
Me envolví bien en la manta y cerré
los ojos. Quise dormir, pero no pude
conseguirlo. Quise desterrar todos mis
pensamientos y no me sirvió de nada.
Luego recurrí a un medio que atrae
indefectiblemente el sueño, y que
consiste en cerrar los ojos y hacer que
las pupilas miren hacia arriba, y me
esforcé en no pensar en nada. El sueño
vino… pero de pronto ¿qué era aquello?
Saqué la cabeza de la manta y miré
al sitio donde estaba Halef. También él
debía de estar atento, pues se había
incorporado un poco, como escuchando.
No oí ningún otro ruido; pero al aplicar
de nuevo el oído sobre cubierta, que era
mejor conductora del sonido que el aire,
volví a notar el extraño rumor que me
había despertado, no obstante ser muy
suave.
—¿Oyes algo, Halef? —susurré yo.
—Sí, sidi. ¿Qué será?
—No lo sé.
—Tampoco yo. Escucha.
Hacia la parte de popa se oían unas
pisadas muy suaves y cautelosas. En
tierra el fuego se había extinguido.
—Halef, voy por un momento a
popa. Vigila tú mis ropas y mis armas.
De los turcos que habían vuelto a
bordo, dormían dos; otro se había
acurrucado y… dormía también. Como
era posible que me vieran desde el
alcázar, me veía obligado a proceder
con la mayor cautela. Dejé la carabina y
el rifle e igualmente el turbante y el
haik[15], los cuales por su color blanco
eran más fáciles de descubrir. Después
me tendí cuan largo era en el suelo, y
arrimado a la borda me arrastré
lentamente hasta llegar al sitio de la
popa donde una escalerilla conducía por
cima del alcázar al timón. Subí con la
cautela de un gato y llegué arriba.
Había conseguido mi intento; luego
me arrastré hacia el ángulo que formaba
el timón. El extraño ruido estaba
explicado. La lancha que habíamos
encontrado con las dos mujeres y a la
cual se había dado remolque, estaba
atracada de tal manera al sambuk que
caía perpendicularmente debajo de un
portalón abierto en la parte más ancha
de la popa. Por aquella abertura, como
pude observar asomándome con la
mayor cautela, bajaban un bulto
pequeño, pero de mucho peso, que al
rozar con el borde del portalón sonaba
con aquel ruido que antes pude percibir
solamente aplicando bien el oído sobre
la cubierta. Abajo, en la lancha, había
tres hombres que recibían el bulto, le
soltaban la cuerda y aguardaban a que se
bajara otro.
Lo comprendí todo en seguida. Lo
que se cargaba en el bote era el dinero
del vergui-bachí, esto es, el producto de
la contribución que había recogido… Y
no tuve tiempo de deducir nada más.
—¡Alarghá it jiyanichi! —
¡Atención, nos han descubierto!— gritó
una voz profunda en lo alto de la orilla,
desde donde se dominaba la cubierta; al
mismo tiempo sonó un tiro y una bala se
incrustó a mi lado en las tablas del
sambuk. Arriba dispararon otros dos
tiros; aunque las balas pasaban
afortunadamente sin herirme, yo no
debía continuar exponiéndome a ellas.
Sólo pude ver que cortaban la cuerda
que sujetaba el bote y que éste se
alejaba. Luego salté del alcázar a
cubierta.
En el mismo instante se abrió la
puerta del alcázar y pude observar dos
cosas: que del fondo del camarote se
habían arrancado dos tablas, y que por
el hueco se habían introducido varios
hombres sin ser vistos. No vi ya mujer
alguna; pero sí que nueve hombres se
arrojaban contra mi persona.
—¡Halef, a mi! —grité.
No había tenido tiempo de coger un
arma. Tres me agarraban por el cuerpo y
cuidaban de que no pudiera llevarme la
mano al cinto. Tres se echaron sobre
Halef, y los otros tres se esforzaban en
sujetar mis puños, con los cuales me
defendía. En tierra sonaban disparos, y
se lanzaban maldiciones y gritos de
socorro, sobresaliendo entre todas la
voz de bajo que antes había reconocido,
la voz del derviche.
—¡Es un nemche! ¡No le matéis, sino
apresadle! —Exclamaba uno de los que
me atacaban.
Intenté desasirme; pero no pude.
¡Seis contra uno! Entonces sonó un tiro
de pistola, no lejos de mí.
—¡Socórreme, sidi! ¡Estoy herido!
—Gritaba Halef.
Di un fuerte revolcón y eché a mis
opresores a algunos pasos.
—¡Aturdidle! —gritó una voz
jadeante.
Fui asido de nuevo y a pesar de mi
desesperada resistencia, recibí un golpe
en la cabeza que me derribó. Bramaba
algo en mis oídos semejante al embate
de las olas. En medio de aquel bramido
oía disparos de rifles y fuertes voces
luego sentí como si me ataran de pies y
manos y me arrastraran, y, finalmente, no
percibí nada más.
Al despertarme sentí un dolor en la
parte posterior de la cabeza, como si me
la machacaran, dolor que duró mucho
tiempo, hasta que conseguí acordarme
de lo sucedido. A mi alrededor estaba
completamente oscuro, pero un sog[16]
muy perceptible me hizo comprender
que me encontraba en la sentina de un
barco que navegaba velozmente. Tenía
las manos y los pies tan fuertemente
atados, que no podía mover ninguno de
mis miembros. En verdad las ligaduras
no me segaban la carne, pues no
consistían en cuerdas ni correas, sino en
largos trozos de lienzo; pero me
impedían defenderme de las ratas que
infestaban el buque y sometían mi
persona a un examen muy minucioso.
Pasó mucho, mucho tiempo sin que
se aliviara mi situación. Finalmente, oí
rumor de pasos, pero no pude ver nada.
Sentí que mis ataduras se soltaban y una
voz me ordenó:
—¡Levántate y ven con nosotros!
Me levanté, me sacaron de la
sentina, y por el entrepuente, donde
apenas llegaba luz, subí a la cubierta.
Mientras subía, examiné mis vestidos y
noté con admiración y para tranquilidad
de mi espíritu, que, fuera de las armas,
no me habían tomado absolutamente
nada.
Al pisar la cubierta observé que me
encontraba en una embarcación muy
estrecha, con dos velas triangulares y
una trapezoidal. Este aparejo exigía, en
un mar donde son tan constantes los
temporales y borrascas, y que está tan
lleno de bajos y escollos, un capitán
muy experimentado, que uniera al valor
la serenidad. La tripulación era tres
veces más numerosa de lo necesario, y a
proa había un cañón de tal manera
oculto con cajas, fardos y cuerdas, que
no podía ser visto desde otro barco.
Formaban la tripulación hombres
curtidos por el sol y el mar y todos
llevaban al cinto armas blancas y de
fuego. En la parte de popa estaba
sentado un hombre vestido con
pantalones rojos, turbante verde y caftán
azul. Su largo chaleco estaba ricamente
bordado de oro, y en el chal de Basora,
que le servía de cinturón, lucían ricas
armas. En él conocí en seguida al
derviche. A su lado estaba el árabe a
quien había yo lanzado al suelo en el
sambuk. Ante los dos fui conducido.
El árabe me contempló con mirada
rencorosa y el derviche con desprecio.
—¿Sabes quién soy? —me preguntó
éste.
—No; pero lo sospecho.
—A ver, dilo.
—Eres Abú-Seif.
—Sí, lo soy. ¡Arrodíllate ante mí,
yaúr!
—¡Vaya una ocurrencia! ¿No está
escrito en el Corán que sólo a Alá se
debe adoración?
—Eso no rige para ti, pues eres
infiel. Te mando que te arrodilles y des
testimonio de humildad.
—Todavía no sé si mereces respeto,
y aunque así fuera no lo demostraría de
esa manera.
—¡Yaúr, arrodíllate o te corto la
cabeza!
Se había levantado y empuñaba su
encorvado sable. Yo di un paso hacia él.
—¿Mi cabeza? ¿Eres realmente
Abú-Seif o un verdugo?
—Soy Abú-Seif y mantengo mi
palabra. Arrodíllate, o tu cabeza caerá a
mis pies.
—¡Guarda la tuya!
—¡Yaúr!
—¡Korkakchi!
—¿Qué has dicho? —rugió—.
¿Korkakchi, cobarde me llamas?
—¿Por qué, si no, atacaste el
sambuk de noche? ¿Por qué vestiste a
tus Yasúsler (espías) de mujer? ¿Por qué
haces alarde de valor, aquí, rodeado y
protegido por los tuyos? ¡Si estuvieras a
solas conmigo, hablarías de otra
manera!
—Soy Abú-Seif, el Padre del Sable,
y diez hombres de tu ralea no pueden
nada ante la hoja de mi alfanje.
—¡Aferihn!, ¡bravo! Así se habla
cuando se teme obrar.
—¿Obrar? Si tuviera aquí diez
enemigos, en seguida te probaría que he
dicho la verdad.
—No hay necesidad de que sean
diez; bastaría con uno.
—¿Quieres serlo tú?
—¡Bah! No me lo permitirías. —
¿Por qué no?
—Porque me temes. Eres de los que
matan con la lengua, no con el sable.
Y esperaba que a mis palabras
respondería con un acceso de cólera,
pero me engañé, porque dominando su
rabia con una tranquilidad fría y mortal,
cogió el sable del árabe que estaba a su
lado y me lo alargó, diciendo:
—Toma y defiéndete; pero te
aseguro que aunque tuvieras la destreza
de Afram y la fuerza de Kelad, al tercer
golpe serías cadáver.
Yo cogí el sable.
La situación en que me encontraba
era muy particular. El «Padre del
Sable», según las ponderaciones árabes,
debía de ser un notable tirador; pero no
ignoraba yo que el oriental es, por lo
regular, tan mal tirador de arma blanca
como fuego. La destreza de Afram y la
fuerza de Kelad debían de ser muy
grandes; pero yo lo ignoraba. No había
cruzado aún un arma blanca con ningún
oriental, según las reglas de la esgrima,
y aunque no estaba acostumbrado a
manejar un sable tan fuerte y pesado
como el que me ofrecían, tuve un
verdadero placer en que se me
presentara la ocasión de demostrar al
«Padre del Sable» la superioridad de la
esgrima europea.
Toda la tripulación se había
acercado a nosotros, y en todos los
semblantes dominaba la persuasión de
que, realmente, al tercer golpe de Abú-
Seif sería yo cadáver.
Me asaltó tan rápida y fieramente y
tan sin tino, que no tuve tiempo de
ponerme en guardia. Paré su poco
limpio ataque en cuarta y procuré
cogerle al descubierto; pero con gran
sorpresa mía evitó magníficamente mi
golpe circular pasando por debajo de mi
acero. Dio un paso de costado, haciendo
una finta; yo me tiré también a fondo y
herí. Mi golpe fue certero, aunque sin
lastimarle gravemente, pues no había
sido tal mi intención. Lleno de cólera
por mi golpe descuidó retroceder, y
dando un salto rechazó mi ataque en
cuarta. Y di medio paso hacia adelante,
descargué con toda mi fuerza un golpe
sobre su acero y el arma, saltando de su
mano, fue a parar al agua pasando por
encima de la borda.
Resonó un grito a mi alrededor; pero
yo di un paso atrás y bajé el arma. Mi
adversario estaba frente a mí como
petrificado.
—Abú-Seif, eres un tirador muy
hábil.
Estas palabras le hicieron volver en
sí; pero contra lo que yo esperaba, su
rostro no expresaba la ira, sino la
sorpresa.
—¡Eres un infiel, y, sin embargo, me
has vencido! —exclamó.
—Tú me lo has hecho fácil, pues tu
esgrima no es noble ni reposada. Mi
segundo golpe te ha hecho derramar
sangre, y con el tercero te he desarmado,
es decir, que casi no te he dado el
tercero, mientras que tú al tercero habías
de derribarme. Aquí está mi sable: estoy
en tus manos.
Este voluntario llamamiento a su
nobleza dio buen resultado.
—Sí; estás en mi poder; eres
prisionero mío; pero tienes tu suerte en
tus manos.
—¿Cómo?
—Si haces lo que te pido, pronto
estarás libre.
—¿Qué he de hacer?
—¿Quieres enseñarme esgrima?
—Sí.
—¿Y me la enseñarás al estilo de
los nemsi?
—Sí.
—¿Y mientras estés en mi buque no
te dejarás ver a ojos extraños?
—Como tú quieras.
—¿Dejarás la cubierta tan pronto
como te lo ordene yo, cada vez que se
presente un buque a la vista?
—Sí.
—¿No hablarás una palabra con tu
criado?
—¿Dónde está?
—Aquí, a bordo.
—¿Atado?
—No; está enfermo.
—¿Le habéis herido?
—Está herido en un brazo y tiene
una pierna rota, de manera que no puede
moverse.
—Entonces no puedo cumplir la
promesa que te he hecho. Mi criado es
mi amigo, a quien debo cuidar; tú me lo
permitirás.
—No te lo permito; pero te prometo
que estará bien cuidado.
—Eso no me basta. Si tiene la pierna
rota debo curársela; aquí no hay nadie
que entienda de eso.
—Yo lo entiendo. Conozco el arte de
curar como un yerrah (cirujano); le he
vendado la herida le he entablillado la
pierna. Ya no le duele nada y está
contento de mí.
—¡Necesito que me lo diga él
mismo!
—¡Yo te lo aseguro por Alá y el
Profeta! Si no quieres prometerme que
no hablarás con él, ya cuidaré yo de que
no puedas verle; pero tengo algo más
que pedirte.
—Dilo.
—Eres cristiano y has de guardarte
de no contaminar a ninguno de los míos.
—Bien.
—¿Tienes amigos entre los ingleses?
—Sí.
—¿Son gente notable?
—Entre ellos hay bajaes.
—¿De modo que te rescatarán?
Esto era cosa diferente. Por lo visto
no quería matarme sino hacerme pagar
mi libertad.
—¿Cuánto pides tú?
—Llevas muy poco oro y muy poca
plata; no puedes rescatarte a ti mismo.
¿De modo que había registrado mis
bolsillos? Pero lo que no había
encontrado era lo que llevaba yo cosido
en la manga de mi chaquetón turco. Bien
es verdad que tampoco eso habría
bastado para mi rescate. Luego le
contesté:
—Yo no tengo nada; no soy rico.
—Lo creo, por más que tus armas
son buenas, y llevas contigo
instrumentos que no conozco. Pero eres
persona distinguida.
—¡Ah!
—Y notable.
—¡Psé!
—Tú se lo manifestaste a éste en el
sambuk.
—Lo hice en broma.
—No; hablabas en serio. Quien es
tan fuerte y esgrime el sable tan bien
como tú no puede ser otro que un gran
zabit (oficial), por el cual su padichá
dará un buen rescate.
—Mi rey no pagará mi libertad con
dinero; al contrario, te la exigirá.
—Yo no conozco a ningún rey de los
nemsi: ¿cómo podrá tratar conmigo y
forzarme a que te suelte?
—Lo hará por mediación de un elchi
(embajador).
—Tampoco conozco a esos. En este
territorio no hay ningún elchi de los
nemsi.
—El embajador está en Estambul,
con el Gran Señor. Tengo un budieruldú,
que aquí llamáis biuruldú, y por tanto
estoy bajo el amparo del padichá.
Se echó a reír.
—Aquí no tiene nada que ver el
padichá. Aquí sólo manda el gran jerife
de la Meca, y yo soy más poderoso que
los dos juntos. No trataré con tu rey ni
con sus embajadores.
—Entonces, ¿con quién?
—Con los ingli.
—¿Por qué con ellos?
—Para que te canjeen.
—¿Con quién?
—Con mi hermano, que está en su
poder. Atacó con su buque a un barco
inglés y fue hecho prisionero por ellos.
Lo condujeron a Eden[17] y quieren
matarle; pero ahora tendrán que ponerlo
en libertad para libertarte a ti.
—Quizá te equivoques. No
pertenezco a los ingli. Me dejarán en tus
manos y matarán a su prisionero.
—Entonces morirás tú también. Tú
sabes escribir y les enviarás una carta,
que yo haré llegar a sus manos. Si
escribes bien la carta, ellos te canjearán;
si la escribes mal te habrás condenado a
ti mismo. Escríbela lo mejor que sepas;
tienes aún muchos días de tiempo.
—¿Cuántos?
—Tenemos ahora que atravesar un
mar peligroso; pero en cuanto sea
posible navegaremos de noche. Si el
viento sigue siendo favorable, estaremos
dentro de cuatro días en Ydda. Desde
allí hasta el litoral de Sahna, donde
esconderé mi buque, hay igual distancia;
por lo cual tienes una semana entera de
plazo para pensar en lo que has de
escribir; y tan pronto como lleguemos a
Sahna enviaré los mensajeros.
—Escribiré la carta.
—¿Me prometes no intentar la fuga?
—No puedo prometerlo.
Me miró fijamente a la cara largo
rato y al fin exclamó
—¡Allah akbar, Dios es grande! No
habría creído que entre cristianos
hubiera gente tan leal. ¿Es decir que
intentarás escaparte?
—Aprovecharé cualquier ocasión
para hacerlo.
—Entonces no quiero esgrimir más
contigo. Podrías degollarme y echarte
luego al agua para salvarte nadando.
¿Sabes nadar?
—Sí.
—Te advierto que aquí, en estas
aguas, hay muchos peces que te
despedazarían.
—Lo sé.
—Te haré custodiar muy
estrechamente. Este hombre que ves aquí
estará siempre al lado tuyo. Tú le
ofendiste, y él no te perderá de vista
hasta que estés libre o muerto.
—¿Qué le sucedería a mi criado en
cualquiera de esos casos?
—A él nada le pasaría. En verdad,
ha cometido un gran delito al entrar
como criado al servicio de un infiel;
pero no es ni turco ni yaúr, y recibirá la
libertad contigo o después de tu muerte.
Ahora puedes quedarte sobre cubierta;
pero tan pronto como tu guardián te lo
ordene, irás abajo, donde estarás
encerrado en una cámara.
Luego me dejó.
Yo me dirigí primeramente a proa,
me paseé luego a lo largo de la cubierta,
y cuando estuve cansado me eché sobre
una manta. El árabe, mi centinela, no me
dejaba un instante, y me seguía,
guardando siempre una distancia de
cinco o seis pasos.
Esto era tan superfluo como
desagradable. Nadie sino él parecía
cuidarse de mi persona y nadie me decía
una palabra. Me servían en silencio
agua, alcuzcuz y dátiles. Tan pronto
como un buque cualquiera hacía rumbo
hacia nosotros tenía que descender a la
cámara, a cuya puerta se apostaba mi
guardián hasta que el buque se había
alejado. Por la noche bajaba a la cámara
y se echaban los cerrojos.
CAPITULO VI

EN LIBERTAD

En estas circunstancias pasaron tres


días. A mí me preocupaba, más que mi
situación, el estado de Halef; pero todas
mis tentativas de ir a verle fueron
inútiles. Naturalmente, estaba bajo
cubierta, lo mismo que yo, y cualquier
intento de comunicarme con él a
espaldas de mi guardián no nos habría
reportado a los dos otra cosa que
perjuicios.
Estábamos, sobre poco más o menos
—pues habíamos hecho un viaje rápido
y feliz—, en la región comprendida
entre \febel Eyub y \febel Kelaya, desde
donde la costa, hasta Ydda, se iba
mostrando cada vez más baja y llana.
Era la hora del ocaso. Hacia el Norte,
cosa rara en aquellas regiones, había en
el cielo una nube pequeña, tenue como
un velo, que Abú-Seif observaba con el
mayor recelo. La noche entró y yo tuve
que bajar a la cámara. El calor era allí
más sofocante que de costumbre y este
ardor aumentaba por instantes. Llegó la
media noche sin que yo hubiera logrado
pegar los ojos. Se oía a gran distancia
un rumor sordo de truenos, que fueron
acercándose a gran velocidad, y al fin
envolvieron nuestro buque. Sentí cómo
se hundía la proa en las olas, cómo se
levantaba nuevamente y cómo se lanzaba
otra vez adelante con redoblada
velocidad. Todas las tablas del barco
gemían; la base de los mástiles crujía en
su asiento, y sobre cubierta corría la
tripulación de un lado a otro entre
angustiosos gritos, lamentos y oraciones.
Todo lo dominaba la voz de mando,
vibrante y tranquila, del capitán. Era
necesario que éste conservase la
serenidad. Según mis cálculos,
estábamos a la altura de Rabbegh,
llamada Rabr por los árabes, y desde
allí hacia el Sur hay una infinidad de
escollos y bancos de coral que hacen
peligrosa la navegación, aun de día. Allí
está también la isla de Ghaut, y entre
ella y Ras Haliba sobresalen dos
escollos de coral, cuyo paso a la luz del
sol y con buen tiempo ofrece las
mayores dificultades, por lo cual, antes
de intentarlo, los navegantes árabes se
preparan con oraciones. Este lugar se
llama Om-EI-Hablein, esto es «lugar de
las dos cuerdas», lo cual da a entender
de qué medios se valían antes para
evitar el peligro de aquel mal paso.
Hacia aquel canal nos empujaba la
tormenta con furiosa velocidad. Tomar
tierra antes era imposible.
Me había levantado de mi lecho, por
más que si el barco se hubiera estrellado
contra una roca yo no tenía salvación,
pues mi cámara estaba cerrada.
De pronto, en medio del fragor de la
tormenta, me pareció oír ruido delante
de mi puerta. Me acerqué a ella, me
puse a escuchar, y vi que no me había
engañado: alguien descorrió los
cerrojos y la puerta se abrió.
—¡Sidi!
—¿Quién va?
—¡Hamdulilah, alabado sea Dios,
que me ha permitido llegar donde yo
quería! ¿No conoces la voz de tu fiel
Halef?
—¿Halef? ¡Imposible! ¡No puede
ser, no es cierto!
—¿Por qué?
—Porque está herido y tiene una
pierna rota.
—Sí; herido estoy, de una bala en el
brazo, pero muy ligeramente. La pierna
no está rota.
—¿Entonces Abú-Seif me ha
engañado?
—No es eso, sino que yo le he
engañado a él. Tenía que fingir, para
poder ayudar a mi buen sidi. He pasado
tres días con la pierna entre tablillas,
tumbado en una bodega, y por la noche
me las quitaba y salía arrastrándome en
busca de noticias.
—Nunca olvidaré tu proceder, mi
bravo Halef.
—He averiguado muchas cosas.
—¿Cuáles?
—Abú-Seif desembarcará a alguna
distancia de Yidda para ir en
peregrinación a la Meca y orar allí por
la libertad de su hermano. Muchos de
los suyos le acompañarán.
—Tal vez entonces nos sea posible
escaparnos.
—Veremos. Ello ocurrirá mañana.
Tus armas están en la cámara de Abú-
Seif.
—¿Volverás mañana si esta noche no
hemos muerto?
—Volveré, sidi.
—Pero corres peligro, Halef.
—Hoy está tan oscuro que no pueden
verme, y además no se fijan en mí ni
tienen tiempo para hacerlo. Pero mañana
ayudará Alá.
—¿Te duele la herida?
—No.
—¿Qué ha sido del sambuk? Porque
yo me desmayé y no supe más.
—Robaron todo el dinero que está
ahora en la Oda (cámara) del capitán y
ataron a la tripulación. Solamente a
nosotros nos cogieron prisioneros, con
la idea de que tú libres al hermano de
Abú-Seif.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque he escuchado sus
conversaciones.
—¿Y de dónde salió este buque
aquella noche?
—Estaba anclado entre los escollos
y nos esperaba. ¡Jayirolá, buenas
noches, sidi!
—¡Buenas noches!
Salió de la cámara, echó el cerrojo y
atravesó los barrotes.
La visita me había hecho olvidar del
todo el huracán, que pasó con la misma
velocidad con que había venido; y
aunque el mar estaba todavía
alborotado, como pude observar por los
cabeceos del buque, sospechaba que el
cielo se había aclarado, lo cual
disminuiría notablemente el peligro de
un naufragio. Me acosté entonces y me
dormí profundamente.
Al despertar, el buque había
anclado, mi puerta estaba abierta y fuera
se hallaba mi guardián.
—¿Quieres salir? —me preguntó.
—Sí.
—No puedes quedarte arriba más
que hasta la deghri (oración del
mediodía).
Subí al puente y no encontré rastro
alguno de la tormenta. El buque estaba
anclado en una cala angosta, abierta en
una bahía. Las velas se habían arriado y
el aparejo movible se había puesto a un
lado de la cubierta, de modo que la
embarcación no pudiera ser vista ni
desde el mar ni desde la tierra, no
obstante ser ésta desierta y despoblada.
Estuve hasta el mediodía sin
observar nada insólito. Luego Abú-Seif
ordenó que fuera a verle. No se hallaba
sobre cubierta, sino en su cámara, en la
cual vi colgadas todas mis armas.
También estaba allí mi cartuchera, y
además vi en el suelo varios grandes
kechikises[18] que seguramente contenían
pólvora. Un sandik, o sea una caja en
forma de armario, estaba abierto, pero
Abú-Seif lo cerró en cuanto yo entré.
Sin embargo, había yo tenido tiempo de
observar que contenía pesados
ketchuval (saquitos de lona) en los que
se encontraba seguramente el dinero
robado al sambuk.
—Nemche, tengo que hablar unas
palabras contigo.
—Tú dirás.
—¿Te niegas aún a prometerme que
no intentarás escaparte?
—No quiero mentir, y por eso te
digo honradamente que huiré tan pronto
como se me presente la ocasión.
—No se te presentará ninguna; pero
me obligas a proceder contigo más
severamente de lo que yo quisiera. Voy a
ausentarme por dos días, en los cuales
no podrás salir de tu cámara, y además
te atarán las manos.
—Eso es muy duro.
—Sí, pero es tuya la culpa. Y ten en
cuenta que daré orden de que te maten
tan pronto como intentes desatar tus
ligaduras. Si fueras creyente, te
ofrecería mi amistad; pero eres yaúr y a
pesar de eso no te odio ni te desprecio.
Yo habría dado fe a tus promesas; pero
como no quieres hacerlas, sufrirás las
consecuencias. Vete ahora abajo.
Fui conducido a mi cámara y allí me
encerraron. Era un gran tormento para
mí tener_ que estar atado y encerrado
con el sofocante calor que hacía; pero
me conformé, aunque a mi guardián le
pareció poco todo ello y satisfizo su
rencor no llevándome comida ni bebida.
Yo aguardaba a Halef con una tensión de
espíritu que pocas veces había
experimentado, y empeoraba mi
situación la circunstancia de hallarme a
oscuras. Había oído rezar El Asr, El
Mogreb y El Achia; luego pasó mucho
tiempo, mucho, y debía de ser bastante
más de media noche cuando finalmente
percibí fuera, junto a mi puerta, un leve
ruido.
Escuché con afán, pero no pude oír
nada más. Me estaba prohibido hablar, y
además tal vez aquel ruido no fuera más
que el correr de una rata.
Pasó un rato sin que se sintiera nada;
luego oí pasos que se acercaban, a los
cuales siguió el susurro particular que se
produce al extender en el suelo un tapiz
o una manta. ¿Qué significaba aquello?
Seguramente mi guardián se había
propuesto pasar el resto de la noche
junto a mi puerta. Perdía, pues, todas las
esperanzas, pues si Halef intentaba
acercarse, entonces… Pero ¡Dios mío!,
¿qué iba a ocurrir? Agucé todos mis
sentidos y noté que el cerrojo de madera
se descorría muy despacio. Algunos
instantes después oí un fuerte golpe, un
ruido semejante al que produciría
alguien que intentara levantarse y no
pudiera, un gemido ahogado, y luego, a
media voz, las siguientes palabras:
—¡Sidi, yen; aquí lo tengo!
Era Halef.
—¿A quién? —le pregunté.
—A tu centinela.
—No puedo ayudarte; tengo atadas
las manos.
—¿Estás también sujeto a la pared?
—No; puedo andar.
—Ven, pues; la puerta está abierta.
Al salir vi que el árabe tendido en el
suelo hacía esfuerzos desesperados.
Halef, arrodillado a su lado, le tenía con
ambas manos agarrotado el cuello.
—Palpa su cinturón, a ver si le
encuentras algún cuchillo.
—Uno lleva; aguarda.
Se lo saqué con mis manos, que
estaban atadas solamente por las
muñecas; cogí el mango con los dientes
y aserrándolas con él corté mis
ligaduras.
—¿Va bien, sidi?
—Sí; ahora tengo libres las manos.
Gracias a Dios todavía no ha muerto.
—Se lo tendrá bien merecido.
—Sin embargo, no deseo que muera.
Le pondremos una mordaza y le
meteremos en la cámara.
—Gruñirá por las narices y nos
descubrirá.
—Deshazle la tela del turbante y
envuélvesela por la cara. Déjasela ahora
un poco floja para que pueda respirar…
así. Con su mismo cinturón le ataremos
las manos y los pies… Suéltale la
garganta y cógele de las piernas… así;
listos. ¡Ahora, adentro con él!
Respiré profundamente cuando hube
cerrado la puerta, dejando dentro a mi
centinela, y me encontré en la escalera
con Halef.
—¿Qué hacemos ahora, sidi? —me
preguntó éste.
—¿Cómo te has arreglado para
venir?
—¡Oh, muy fácilmente! Me he
arrastrado silenciosamente fuera del
cuarto, he subido y he acechado luego.
—¡Si te hubieran descubierto!
—No me custodiaban, porque
pensaban que no podía moverme. He
oído que el Padre del Sable se ha ido
con doce de sus hombres a Ydda. Se ha
llevado mucho dinero para entregárselo
al gran jerife de la Meca. Después he
supuesto que el árabe que te guardaba
debía de dormir junto a la puerta de tu
encierro. Te odia y hace mucho tiempo
que te habría matado, si no temiera a
Abú-Seif. Si quería venir en tu busca
tenía que encontrarte antes a él, y así he
llegado hasta el puente, arrastrándome
sin que me observaran, como me
enseñaste tú en el desierto. Apenas
había llegado, ha aparecido también él.
—¡Ah, entonces eras tú! Te había
oído.
—Cuando se ha recostado, me he
echado sobre él y le he agarrado por la
garganta. Lo demás lo sabes tú, sidi.
—¡Gracias, Halef! ¿Cómo estaba la
cosa arriba?
—Muy bien. Al deslizarme por la
cubierta he visto que estaban
disponiéndose a fumar su afiyón (opio).
Como su jefe está de excursión se han
atrevido a hacerlo.
—Entonces tómale a éste las armas,
que son mejores que las que tenías antes,
y ven conmigo: yo voy delante.
Mientras trepábamos escalera
arriba, no pude menos de reír al pensar
que Abú-Seif llevaba al gran jerife un
regalo, que consistía en parte de lo que
le había robado.
Al sacar la cabeza por la escotilla
percibí el peculiar olor que impregna
las tabernas donde se fuma opio. Los
tripulantes todos estaban sin
movimiento, tendidos sobre el puente.
No se podía saber si dormían o si
aguardaban en completa inmovilidad el
efecto enervador de la droga. Por
fortuna, el trecho que nos separaba del
camarote del capitán estaba libre. Nos
arrastramos como culebras en aquella
dirección y llegamos sin novedad a la
puerta, la cual, gracias a la negligencia
oriental, no tenía cerradura. Sus goznes
no podían rechinar porque consistían
sencillamente en tiras de cuero clavadas
arriba y abajo y en el marco.
Abrí solamente lo necesario para
colarnos dentro, y en seguida cerré otra
vez. Entonces me sentí tan libre y seguro
como si me hubiera encontrado en mi
casa, y en mi cuarto. Allí estaban mis
armas, y a cinco pasos la borda del
buque, desde la cual de un salto podía
llegar a tierra. Recuperé mi reloj, mi
brújula y mi dinero.
—¿Tengo que llevarme algo? —me
preguntó Halef.
—Una de las mantas que están ahí,
en el rincón. Yo me llevaré otra, porque
las necesitamos.
—¿Y nada más?
—Nada más.
—Es que yo he oído decir que hay
aquí mucho dinero.
—Sí, allí en el sandik, pero lo
dejaremos, pues no nos pertenece.
—¿Cómo, sidi? ¿No quieres llevarte
dinero? ¿Quieres dejar a estos ladrones
lo que a mí me es tan necesario?
—¿Quieres ser ladrón como ellos?
—¿YD? ¿Hachi Halef Omar Ben
Hachi Abul Abbás Ibn Hachi Davud al
Gosarah ladrón? ¡Sidi si me lo dijera
otro! ¿No me has ordenado tú mismo allí
abajo, en la cámara, que le quitara a
aquel hombre las armas? ¿No me has
ordenado tomar esta manta?
—Eso no es ningún robo. Estos
ladrones nos han quitado nuestras
mantas y nuestras armas y por lo tanto
tenemos derecho a indemnizarnos. Pero
nuestro dinero lo tenemos aún. —No,
sidi; el mío se lo han llevado.
—¿Tenías mucho?
—¿No me habías dado cada
quincena tres thaler de María Teresa?
Yo los conservaba todos y ahora no los
tengo; y yo he de tomar lo que me
pertenece.
Se acercó al armario. ¿Debía yo
impedirlo? Mirada la cosa rectamente
tenía razón Halef. Nos encontrábamos en
circunstancias en que nos era preciso
tomarnos nosotros la justicia por nuestra
mano, y defender nuestro derecho. ¿Ante
quién debíamos acusar a Abú-Seif para
que nos devolviera el dinero? Y tenía
que ahorrar luego demasiado si quería
pagar a mi criado de mi propio bolsillo
lo que le habían robado aquellos piratas,
y una disputa con Halef acerca de esto
nos habría hecho perder mucho tiempo,
exponiéndonos a un gran peligro. Me
contenté, pues, con alegar un pretexto:
—El sandik estará cerrado.
Halef se acercó al armario, lo
examinó y dijo luego:
—Sí; tiene cerradura y falta la llave;
pero no importa; yo lo abriré.
—No, eso no. Si haces saltar la
cerradura, dará un crujido que nos
descubrirá.
—Tienes razón, sidi; pero yo me
quedaré sin mis thaler. Ven, salgamos.
El tono con que pronunció estas
palabras me dio lástima, y sentí que
tuviera que renunciar a su
indemnización. Ningún otro árabe lo
habría hecho. Esto me obligó a hacerle
una promesa.
—¡Halef, tendrás otra vez esos
thaler: te los daré yo!
—¿De veras… sidi?
—De veras.
—Vamos, pues.
Salimos del camarote y llegamos
felizmente a la borda del buque. La
distancia a que éste se hallaba de la
orilla era mayor de lo que habíamos
calculado a la luz de las estrellas. —
¿Podrás saltar, Halef?— le pregunté en
voz baja.
Yo sabía que era buen saltarín; pero
entonces no podíamos tomar impulso.
—¡Míralo, sidi!
Se puso en pie sobre la borda y en
un segundo estuvo en la orilla. Yo le
seguí al momento.
—¡Hamdulilah, gracias a Dios!
Estamos libres. Y ahora ¿qué hacemos?
—me preguntó Halef.
—Vámonos a Yidda.
—¿Conoces el camino?
—No.
—¿Acaso tienes una harita (mapa)
que te lo enseñe?
—Tampoco; pero no hemos de hacer
más que dirigirnos al Sur. Abú-Seif
debe de viajar a pie. Esa es señal cierta
de que la ciudad no está muy lejos de
aquí. Ante todo, veamos nuestras armas.
Nos metimos en una mata de
euforbios, que nos ocultaba
perfectamente, pues no eran de especie
árabe, pequeños y raquíticos, sino de la
especie alta, del Este de la India. Mis
armas estaban cargadas; seguramente no
habían sabido abrir el revólver ni el
rifle Henry y les había admirado mucho
el pesado mataosos. El árabe está hecho
a su espingarda larga y ligera, y hay
todavía tribus enteras armadas con
escopetas de las más antiguas, de
construcción extraña.
Una vez convencidos de que nuestra
fuga no había sido notada aún,
emprendimos un camino enteramente
desconocido para los dos. Teníamos que
seguir la costa hasta donde fuera
posible, y como la costa tenía infinidad
de senos, que nos era menester rodear,
avanzábamos muy despacio. Además, el
suelo, no obstante la proximidad del
mar, estaba muy poblado de
coloquíntidas y áloes, que hacían
extraordinariamente difícil el camino.
Finalmente, amaneció el día y la marcha
se hizo más fácil y rápida. Desde lejos
se podía observar y distinguir qué
camino se debía tomar para cortar una
curva de la costa; y serían quizá las
ocho de la mañana cuando divisamos el
minareh (alminar) de una ciudad,
rodeada por una muralla alta y bastante
bien conservada.
—¿Preguntaremos si eso es Yidda?
—me dijo Halef.
Hacía ya una hora que
encontrábamos a alguno que otro árabe,
sin cruzar palabra con ellos.
—No; seguramente lo es.
—¿Y qué haremos en la ciudad?
—Primero la visitaré.
—Y yo también. ¿No sabes que en
Yidda está enterrada Eva, la madre de
todos los vivientes?
—Sí lo sé.
—Cuando Adán la hubo enterrado,
la lloró por espacio de cuarenta días y
cuarenta noches; después se fue a
Selam-Dib, donde murió, y allí está
enterrado. Es una isla que únicamente
los fieles conocen.
—Te equivocas, Halef. A esa isla la
llaman sus habitantes Sinhala Dvipa, que
significa isla del león. Pertenece a los
cristianos, los ingleses, y yo mismo he
estado dos veces en ella.
Me contempló admirado.
—¡Pero si todos nuestros talebs
(sabios) dicen que los infieles que pisan
esa isla caen muertos!
—¿Estoy muerto yo?
—No; pero tú eres un predilecto de
Alá, aunque no tengas la fe verdadera.
—Te daré otra prueba. ¿No es cierto
que todos los infieles que pisan las
ciudades santas de la Meca y Medina
deben morir?
—Sí.
—Y, sin embargo, hay cristianos que
han estado en ellas.
—¿Es cierto?
—Sí. Han hecho lo mismo que si
fueran musulmanes.
—Entonces debían de conocer
nuestra lengua y nuestras costumbres.
—¡Claro está!
Me miró angustiosamente, como si
quisiera investigar en mi rostro mis
pensamientos.
—Sidi, tú también las conoces.
¿Piensas ir a la Meca?
—¿Me llevarías contigo?
—Eso no, sidi, pues ardería luego en
el más profundo Gehena.
—¿Me descubrirías si me vieses
allí?
—¡Effendi, no me aflijas! ¡Yo
tendría que delatarte, y sin embargo no
podría hacerlo! ¡No viviría ya más!
Vi claramente que era ésta una
convicción profunda; habría sido una
crueldad mía probarle más y tenerle
angustiado más tiempo.
—Halef, ¿me quieres?
—Más que a mí mismo, créeme.
—Lo creo. ¿Cuánto tiempo viajarás
todavía conmigo?
—Tanto como tú quieras. Iré contigo
hasta donde alcance la tierra, aunque
seas cristiano. Pero yo sé que vendrás a
la verdadera fe, pues te convertiré,
quieras que no.
—Eso puede decirlo solamente un
hachi.
—¡Oh, sidi, ahora lo seré de veras!
Ahí está Ydda, donde visitaré la tumba
de Eva; luego iré a la Meca, me
detendré en Arasah, me haré afeitar en
Minah y seguiré todos los santos usos.
¿Me aguardarás hasta entonces en
Yidda?
—¿Cuánto tiempo piensas estar en la
Meca?
—Siete días.
—Me encontrarás otra vez en Yidda.
Pero ¿será tu hach valedero no siendo
este el mes de la peregrinación?
—Sí lo será. Mira, aquí está la
puerta de la ciudad. ¿Cómo se llamará?
—Esta es la puerta del Norte, o sea
Bab-el-Medina. ¿Cumplirás un ruego
mío?
—Sí, pues yo sé que no exigirás lo
que no pueda yo hacer.
—No digas a nadie que yo soy
cristiano.
—Obedeceré.
—Tienes que obrar como si yo fuera
musulmán.
—Sí; pero ¿cumplirás tú también un
ruego mío?
—¿Cuál?
—Necesito comprar en la Meca el
Azz-kumach (tela santa) y hacer muchos
regalos y limosnas…
—No te dé cuidado; hoy mismo
tendrás tus thaler.
—No pueden servirme, porque están
acuñados en tierra de infieles.
—Entonces te daré la misma suma
en piastras.
—¿Tienes piastras?
—Todavía no; pero me las procuraré
en casa de un sarraf (cambista).
—¡Gracias, sidi! ¿Tendré bastante
para ir también a Medina?
—Si eres económico, sí. Además, el
viaje hasta allí no te costará nada.
—¿Por qué?
—Porque iré contigo.
—¿A Medina, sidi? —preguntó algo
pensativo.
—Sí. ¿Está prohibido?
—El camino hasta allí es libre; pero
no puedes entrar en la ciudad.
—¿Y si te esperara en Yambo?
—¡Eso me alegraría mucho, sidi!
¡Eso está muy bien!
—Entonces estamos de acuerdo.
—¿Adónde irás después?
—En primer lugar a Medain-Saliha.
—¡Effendi, entonces morirás! ¿No
sabes que esa ciudad es la ciudad de los
espíritus, que no toleran que ningún
mortal entre en ella?
—Tendrán que tolerarme. Es un
lugar lleno de secretos; se cuentan cosas
extraordinarias de él y por eso tengo que
verlo.
—No podrás verlo, pues los
espíritus te lo impedirán; pero yo no te
abandonaré, y moriré contigo. Entonces
seré un verdadero hachi para quien
estarán abiertas las puertas del cielo. ¿Y
adónde irás después?
—Al Sinaí, Jerusalén y Estambul, o
a Basora y Bagdad.
—¿Y me llevarás contigo?
—Sí.
CAPITULO V

OTRO ENCUENTRO

Habíamos llegado a la puerta de la


ciudad. Fuera de la muralla había allí
chozas de paja u hojas de palmera, en
las cuales habitaban pobres hadhesí
(obreros) o vendedores de verduras y
leñadores más pobres aún. Un
hombrecillo andrajoso me gritó:
—¿Taibihn, effendi, saiak,
keifjelak? (¿Estás bien, effendi, cómo te
va, cómo está tu salud?).
Me detuve. En Oriente tiene uno que
detenerse siempre para contestar a los
saludos.
—Gracias. Estoy bien, me va bien y
mi salud es excelente; pero ¿cómo te va
a ti, hijo de valeroso padre, y cómo van
los negocios, oh miembro de la tribu
más piadosa del Islam?
Usé estas palabras, porque vi que
llevaba el m’echaleeh. Ydda era
considerada como una de las ciudades
santas, aunque desde algún tiempo se
permitía la entrada en ella a los
cristianos, y los habitantes de esas
ciudades santas tienen la prerrogativa de
llevar su señal. Cuatro días después del
nacimiento se le hacen al recién nacido
tres cortes en cada mejilla y tres en las
sienes, cuyas cicatrices quedan para
toda la vida: en eso consiste el
m’echaleeh.
—Tus palabras son zaharri (flores),
que huelen como las benaht el yennet
(hijas del paraíso: huríes) —contestó el
hombrecillo—. También a mí me va
bien, y estoy contento de mis negocios.
A ti te serían útiles.
—¿Qué comercio es el tuyo? —le
pregunté.
—Tengo tres caballerías. Mis hijos
son hamahri (borriqueros) y yo los
ayudo.
—¿Los tienes en tu casa?
—Sí, sidi. ¿Quieres que te traiga
aquí dos borricos?
—¿Qué pides por ellos?
—¿Adónde quieres ir?
—Soy forastero y quiero buscar
albergue.
Me echó una mirada investigadora.
Forastero y a pie, era cosa bien extraña.
—Sidi —me dijo—: ¿quieres ir
adonde guié a tus hermanos?
—¿Qué hermanos?
—Ayer, a la hora del Mogreb
llegaron trece hombres a pie, como tú, y
los conduje al gran jan.
Indudablemente se trataba de Abú-
Seif y los suyos.
—No eran hermanos míos. No
quiero hospedarme ni en el jan ni en
ningún funduk (fonda), sino en una casa
particular.
—¡Ama di bajt! (¡Qué felicidad!).
Yo sé una casa donde puedes encontrar
una habitación digna de un príncipe.
—¿Qué pides por llevarnos allá en
tus asnos?
—Dos piastras.
Era, poco más o menos, veinte
céntimos por persona.
—Ve por los borricos.
Se alejó gravemente y sacó de un
cercado dos asnos, tan pequeños que
casi podían pasar por debajo de mis
piernas.
—¿Podrán llevarnos? —le pregunté.
—Sidi, uno solo de ellos podría
llevarnos a los tres.
Esto era algo exagerado; pero la
verdad es que el que me tocó a mí no
dio la menor señal de que mi peso le
fuera excesivo; antes al contrario,
emprendió un trote muy ligero tan pronto
como me hube montado en él, y se paró
en el mismo arco que formaba la puerta
de la ciudad.
—¡Tut! —gritó una voz tartajosa
desde un lado de la puerta—. ¡Tut,
vermya-its akche! (¡Alto, entregad el
dinero!).
En el muro medio derruido, a mano
derecha, se abría un agujero
cuadrilátero, por el cual asomaba una
cabeza; la cara de aquella cabeza
ostentaba unos enormes anteojos, en los
cuales sólo había un cristal. Debajo de
estos anteojos se distinguía una nariz
gigante, y algo más abajo,
proporcionada con la nariz, una gran
abertura, de la cual habían salido
aquellas palabras.
—¿Quién es ése? —pregunté a
nuestro guía.
—El Kayal El Bab, el hombre de la
puerta, el portero, que cobra la
contribución para el Gran Señor.
Guié al borrico hasta el agujero y
para divertirme un poco saqué el pase.
—¿Qué quieres?
—Dinero.
—Toma.
Le puse el mehir o sello de lacre del
Gran Señor delante del ojo que no
estaba protegido por el cristal.
—¡Lutf, yenabín! (¡Perdón,
señoría!).
La abertura de debajo de la nariz se
cerró, desapareció la cara y al momento
vi hacia un lado una figura flaca, que
saltaba por cima de las piedras de la
muralla. Llevaba gastado uniforme de
genízaro, es decir, pantalones azules,
medias rojas, chaqueta verde, y en la
cabeza una gorra blanca terminada en
una especie de bolsa colgante. Era el
bravo Kayal El Bab.
—¿Por qué se escapa? —pregunté al
guía.
—Tienes un bu-dieruldú y no
necesitas pagar el portazgo. De modo
que te ha ofendido y teme tu venganza.
Seguimos adelante, y al cabo de
cinco minutos llegarnos a la puerta de
una casa que tenía, cosa rarísima en
tierras mahometanas, cuatro grandes
ventanas enrejadas, que daban a la calle.
—Esta es.
—¿Quién es el dueño?
—El yevahirchi (joyero) Tamaru.
Me tiene encargado que le traiga
huéspedes.
—¿Estará en casa?
—Sí.
—Entonces puedes marcharte. Toma,
además, un bakchich.
Con muchas palabras de gratitud, el
borriquero se montó a mujeriegas en una
de sus bestias y se alejó.
Entré con Halef en la casa y fuimos
conducidos por un negro al jardín, en el
cual se encontraba el amo. Expuse a éste
mi deseo, y me acompañó a ver algunas
habitaciones. Alquilé dos por una
semana y tuve que pagar por ello dos
talaríes, lo que se consideraba allí como
un precio elevado. En cambio, no me
molestaron con preguntas, y di el
nombre con que Halef me había
bautizado.
Aproveché la tarde para recorrer la
ciudad.
Ydda es muy bonita, y me pareció
que su nombre —Ydda quiere decir
«rica»— no lo llevaba sin razón. En tres
de sus lados está protegida por una
muralla alta y gruesa, con torres y
cercada por un foso profundo. Por el
lado del mar la protegen un fuerte y
varias baterías. Sus murallas tienen tres
puertas: Bab el Medina, Bab el Ysmen y
Bab el Meca, que es la más hermosa,
con dos torres de caladas almenas. La
ciudad forma dos declives: una nisf
(mitad) hacia Siria y la otra hacia el
Ysmen; tiene calles bastante anchas y no
muy descuidadas, y varias y hermosas
plazas. En ellas choca la multitud de
casas con ventanas al exterior. Las
casas, en su mayor número, son de
varios pisos, de buena construcción y
con lindas puertas en arco, balcones y
azoteas.
El bazar atraviesa en toda su
longitud la ciudad, paralelo al mar, y en
él convergen muchas calles. Se ven allí
árabes y beduinos, falatah, comerciantes
de Basora, Bagdad, Mascate y Mekala,
egipcios, nubios, abisinios, turcos,
sirios, griegos, tunecinos, tripolitanos,
indios, judíos, malayos, todos con su
propio traje nacional, e incluso puede
encontrarse alguna vez tal cual cristiano.
Traspuesta la muralla, empieza en
seguida, como en casi todas las ciudades
de Arabia, el Desierto, y allí se
encuentran las chozas de la gente que no
halla sitio en la ciudad misma.
No lejos del barrio en que está la
puerta de Bab el Medina, se extiende el
cementerio, en el cual se enseña el
sepulcro de nuestra primera madre, de
unos sesenta metros de largo, y en cuyo
centro se levanta una pequeña mezquita.
No es extraño que en Ydda abunden
los mendigos, cuyo mayor número
proviene de la India. Los peregrinos
pobres de otros países buscan trabajo
con objeto de ganar el dinero necesario
para el regreso a su tierra; pero los
indios son demasiado gandules para que
intenten imitarlos.
Desde el cementerio fui al puerto y
caminé lentamente por la orilla. Pensaba
en la posibilidad de ver la Meca, y no
me daba cuenta de que cada vez estaba
el sitio más solitario, cuando de pronto
—¿no me engañaban los oídos?— llegó
hasta mí, desde el mar, una voz que
cantaba en alemán.
A casa del cordelero voy a comprar
una cuerda; ato a la espalda a mi moza
y corro mundo con ella.
¡Una canción de la patria, allí, en
Ydda! Miré a mi alrededor y vi una
barca en la cual había dos hombres. Uno
de ellos era indígena. El color de su
cara y su vestido eran los de un
hadharemieh; seguramente era el dueño
de la embarcación. El otro estaba en pie
y presentaba un aspecto muy raro.
Gastaba turbante azul, rojos bombachos
turcos, y sobre éstos un gabán europeo
de corte algo antiguo; tenía un pañuelo
amarillo de seda, enlazado al cuello, a
cada lado del cual salían dos enormes
puntas de un cuello de pajarita.
Alrededor de su voluminosa cintura
llevaba ceñido un chafarote, arma cuya
vaina era tan ancha que hacía sospechar
si llevaba tres sables en ella.
Este era el cantor. Al notar que yo
me había quedado parado de sorpresa,
debió de pensar que había topado con un
beduino aficionado al canto, pues se
puso la mano izquierda a modo de
tornavoz, se volvió hacia mí y cantó esta
copla.
A mí los turcos y rusos me tienen
muy sin cuidado, si entre Margarita y
yo la guerra no se ha entablado.
Tuve una alegría mucho mayor que
la que experimenté cuando Hamsad al
Yerbaia, el de Jütterburg, me sorprendió
con su canto en mi casa del Nilo.
También yo me puse la mano junto a la
boca y grité:
—¡Tirki chaghyr durmak! (¡Sigue
cantando!).
Si me entendió no lo supe entonces,
pero volvió a cantar:
Entre mi sitio y el tuyo hay una
calle muy ancha; mozo, si no te
interesa, no debes atravesarla.
Entonces me pareció oportuno hacer
yo también el juglar y canté:
Entre mi sitio y el tuyo es la calle
muy estrecha; mozo, si me necesitas,
haz que remen y atraviésala.
El hombre lanzó un grito de júbilo;
se quitó el turbante de la cabeza, sacó el
chafarote de la vaina, y saludó
levantando al aire turbante y sable;
luego volvió los dos objetos a su lugar,
empuñó el timón y gobernó hacia la
orilla.
Yo había ido a su encuentro. El
hombre saltó a tierra, pero se quedó un
poco perplejo al observarme de cerca.
—¿Un turco que sabe alemán? —me
preguntó indeciso.
—No, sino un alemán que ha
ensayado un poco el turco —le
respondí.
—¡Entonces es verdad! No quería
dar crédito a mis oídos; pero usted
parece realmente turco. ¿Me permite
usted que le pregunte quién es?
—Un escritor. ¿Y usted?
—Un… un… un… ¡hum!, violinista,
cómico, cocinero de buque, particular,
bookkeeper (tenedor de libros), casado,
merchant (comerciante), viudo, rentista,
y ahora turista de regreso a mi casa.
Lo fue enumerando todo con tanta
franqueza que me fue forzoso echarme a
reír.
—¡Entonces habrá aprendido usted
mucho! ¿De modo que se va usted a su
tierra?
—Sí; es decir, a Trieste, si por el
camino no me ocurre otra cosa. ¿Y
usted?
—Yo espero volver a mi patria
dentro de algunos meses. ¿Qué hace
usted en Yidda?
—Nada. ¿Y usted?
—Nada. ¿Vamos a ayudarnos
mutuamente?
—¡Claro! Es decir, si usted lo
desea…
—¡No faltaba más! ¿Tiene usted
habitación?
—Sí, desde hace cuatro días.
—Y yo, aproximadamente desde
hace el mismo número de horas.
—Entonces no está usted
definitivamente instalado. ¿Me permite
usted que le invite a mi casa?
—De buen grado. ¿Para cuándo?
—Para ahora mismo. ¡Venga usted;
no está lejos!
Echó mano al bolsillo y pagó al
barquero; luego nos fuimos a pie al
muelle. Por el camino cambiamos
únicamente algunas observaciones de
carácter general, hasta que llegamos a
una casa de un solo piso, en la cual
entró. El zaguán estaba dividido en dos
mitades. Mi hombre abrió la puerta de la
derecha y entramos en un cuarto
pequeño, cuyo único mueble consistía en
una sola tarima de madera sobre la cual
se veía extendida una larga estera.
—Esta es mi habitación. Bien
venido; tome usted asiento…
Nos estrechamos nuevamente las
manos y yo me senté en el suelo,
mientras él entraba en un cuarto de al
lado y abría un gran cofre.
—A un huésped como usted no
puedo ocultarle mi opulencia —exclamó
—. ¡Vea usted lo que le ofrezco!
Sin duda eran muestras de gran
opulencia las que me enseñaba.
—Aquí hay un puchero con rajas de
manzana que cocí ayer en el hornillo del
café. Es lo mejor que puede comerse
con el calor que se siente aquí. Vea
usted: dos buñuelos, uno para cada uno.
Este pedazo de pan inglés, de trigo.
Duro está, pero todavía puede pasar,
sobre todo teniendo buenos dientes
como veo que tiene usted. Además, este
medio salchichón de Bombay… huele
tal vez un poco, pero no importa. En esta
botella hay coñac legítimo, añejo;
aunque no es vino, siempre será mejor
que el agua; no tengo vaso, pero
tampoco es necesario. Después, en esta
petaca… ¿Toma usted rapé?
—No.
—Lo siento. Es magnífico; pero
¿usted fuma?
—Eso si, y de buena gana.
—Aquí hay doce cigarros, que
partiremos: once para usted y uno para
mí.
—O al revés.
—De ninguna manera.
—Guárdelos usted. ¿Y ahí, en esa
lata, qué guarda usted?
—Adivínelo.
—Acérquemela usted.
Me acercó la caja de hojalata y yo la
olí. —¡Queso!
—Acertó usted. ¡Lástima que no
tengamos mantequilla! Ahora, sírvase
usted. Seguramente tendrá usted
cuchillo; aquí hay un tenedor.
Comimos con placer.
—Yo soy sajón —le dije, al darle mi
nombre—. ¿Ha nacido usted en Trieste?
—Sí; me llamo Martin Albani. Mi
padre era de oficio zapatero. Yo quería
ser algo mejor, comerciante, por
ejemplo; pero me aficioné más al violín
que a los números. Tuve después
madrastra… y ya sabe usted cómo suele
acabar eso. Y quería mucho a mi padre;
pero trabé amistad con una compañía de
arpistas de Pressnitz y me uní a ella.
Fuimos a Venecia, Milán y más adentro
aún de Italia, hasta que andando,
andando, llegamos a Constantinopla.
¿Conoce usted a esa clase de gente?
—Ciertamente: viajan muy a menudo
por mar.
—Primeramente toqué con ellos el
violín; luego ascendí a cómico; pero,
desgraciadamente, la fortuna nos
persiguió, y yo me consideré dichoso
por haber encontrado colocación en un
buque mercante de Brema. A bordo de
éste fui más adelante a Londres, donde
me embarqué en otro buque inglés y fui a
la India. En Bombay enfermé y tuve que
ir al hospital. El administrador del
establecimiento era hombre activo; pero
no una notabilidad en escritura y
cálculo, por lo cual me tomó a su
servicio en cuanto estuve restablecido.
Más tarde fui a parar a casa de un
comerciante, como tenedor de libros. El
comerciante murió de unas fiebres y yo
me casé con su viuda. Vivimos felices y
sin hijos hasta que ella murió. Entonces
sentí la nostalgia de la patria y vuelvo a
ella…
—¿A casa de su padre?
—Tampoco vive mi padre; pero,
gracias a Dios, no ha sufrido ninguna
privación. En cuanto me encontré en
buena posición nos carteamos con
frecuencia. Ahora he realizado mi
negocio, y regreso, sin darme gran prisa,
a mi patria.
Me fue muy simpático aquel hombre,
que se mostraba tal cual era. Sin duda no
era rico; sólo me producía la impresión
de un hombre que posee lo suficiente
para vivir y está satisfecho con ello.
—¿Por qué no se va usted
directamente a su país?
—Tengo que arreglar algunas
cuentas en Mascate y Aden.
—Es decir que ha acabado usted por
reconciliarse con los números.
—Sí, por cierto —dijo riendo—.
Pero ahora no tengo negocios que me
urjan; soy dueño de mí mismo. ¿Qué le
importa a nadie que haya venido a
contemplar el Mar Rojo? También lo
hace usted.
—Es cierto. ¿Cuánto tiempo piensa
usted permanecer aquí?
—Hasta que toque en el puerto un
buque que me convenga. ¿No ha creído
usted encontrar en mí, al oírme cantar,
un bávaro o un tirolés?
—Sí; pero no me considero
defraudado; sea como fuere, somos
paisanos, y hemos tenido una alegría al
habernos encontrado.
—¿Cuánto tiempo estará usted aquí?
—No sé; mi criado se va en
peregrinación a la Meca; tendré que
aguardarle una semana entera.
—Me alegro; entonces podremos
estar mucho tiempo juntos.
—Participo de su alegría; pero
estaremos privados también de vernos
durante dos días.
—¿Cómo es eso?
—Tengo grandes deseos de ir yo
también a la Meca.
—¿Usted? ¡Creo que a los cristianos
les está prohibido!
—Sin duda; pero ¿acaso me
conocen?
—Es verdad. ¿Habla usted árabe?
—Sí; lo necesario para darme a
entender.
—¿Y sabe usted portarse también
como peregrino?
—También, aunque lo cierto es que
mi conducta no será exactamente la de
un peregrino. Si quisiera seguir todos
sus pasos, someterme a las ceremonias
prescritas, invocar a Alá y a su Profeta,
cometería una gran ofensa contra nuestra
santa fe.
—Pero usted pensaría por dentro lo
contrario.
—Eso no disminuye la falta.
—¿Puede escatimarse algún
sacrificio en aras de la ciencia?
—No, excepto esos. Por lo demás,
yo no soy hombre de ciencia. Si lograra
ir a la Meca, el haberla visitado no me
serviría más que para contárselo a mis
conocidos. Y pretendo afirmar que se
puede visitar la ciudad del Profeta sin
renegar de la fe cristiana, aun usando el
nombre de peregrino. Y calculo que hay
dieciséis horas de camino de aquí a la
Meca. Cabalgando puede irse en ocho.
Si tuviera un buen bicharihnhedjíd[19]
emplearía solamente cuatro. Llego allí,
me apeo en cualquier sitio, camino
grave y pausadamente por la ciudad y
contemplo el santuario; para eso
necesito muy pocas horas. Todo el
mundo me tomará por musulmán y yo
regresaré sano y salvo.
—Tal como usted lo dice, parece
factible; pero, no obstante, es
aventurado. Yo he leído que los
cristianos sólo pueden acercarse hasta
nueve millas de la ciudad.
—Entonces no podríamos
permanecer en Ydda, a no ser que se
cuente por millas inglesas. En el camino
de aquí a la Meca se encuentran once
cafés; yo me atrevo a entrar
confiadamente hasta en el noveno,
manifestando a todos que soy cristiano.
Los tiempos han cambiado mucho, y
actualmente sólo está prohibido a los
cristianos entrar en la ciudad. Haré la
prueba.
Me había encariñado tanto con la
idea, a fuerza de hablar de ella y de
rumiarla, que en aquel instante
determiné resueltamente ponerla por
obra. Me fui a mi hospedaje con este
pensamiento, me dormí dándole vueltas,
y al despertar volvió a asaltarme. Halef
me sirvió el café. Yo había cumplido mi
palabra y el día anterior le había dado el
dinero prometido.
—Sidi, ¿me permites que vaya a la
Meca? —me preguntó.
—¿Has visitado todo Yidda?
—Todavía no; pero pronto estaré
listo.
—¿Cómo viajarás? ¿Con un delil?
—No; cuesta demasiado. Esperaré a
que se junten varios peregrinos y luego
viajaré en un camello de alquiler.
—Puedes partir cuando quieras.
Los deliles son unos funcionarios
que acompañan a los peregrinos y
cuidan de que no omitan ningún
precepto. Entre los peregrinos se
encuentran muchísimas mujeres y
muchachas; pero como a las solteras les
está prohibida la entrada en los lugares
santos, los deliles hacen su negocio,
desposando mediante algún dinero a las
peregrinas solteras, que buscan en
Yidda; las acompañan a la Meca y una
vez terminada la peregrinación, les dan
carta de divorcio.
Apenas había salido Halef de mi
cuarto, cuando oí una voz fuera de la
puerta:
—¿Está tu amo en casa?
—Dehm arably (Habla árabe) —
contestó Halef a la pregunta hecha en
alemán.
—¿Arably? No puedo hacerlo,
joven; a lo sumo sé hablar un poco de
turco. Pero, aguarda: yo mismo me
anunciaré, pues tu amo debe de estar
detrás de esa puerta.
Era Albani, quien dejó oír su voz:
¡Tra taralá laralá!
Lo que tú quieres yo quiero, y pues
que lo quieres, ábreme, ya que para
verte vengo.
Amoldaba a las circunstancias el
texto de sus coplas alpinas. Sin duda
estaba Halef con la boca abierta,
estupefacto, y si yo no contesté fue por
él; quería que oyera algo más. Al
instante soltó otra copla el triestino:
Soldado soy y me gusta vigilar con
atención, mas no hacer de centinela
cuando no es mi obligación.
Y al ver que este delicado recuerdo
tampoco daba chispa, amenazó:
Como soy mozo y robusto, en este
instante te digo que si no me abres la
puerta echaré abajo el postigo.
Como a tal punto no debía yo dejarle
llegar, fui y abrí la puerta.
—¡Ja! ¡ja! ¡ja! —exclamó él riendo
—. ¡Buen remedio ha sido! Empezaba a
pensar si habría partido usted ya para la
Meca.
—¡Silencio! Mi criado no debe
saber nada de eso.
—¡Perdón! Adivine usted a qué
vengo.
—¿A tomar desquite de su
hospitalidad de ayer? Lo siento mucho,
pues en caso necesario puedo procurarle
a usted municiones, pera no provisiones,
y mucho menos con tan singular menú
como el de usted.
—¡Quia! Pero la verdad es que
tengo que hacerle a usted un ruego, o,
mejor dicho, una pregunta.
—¡Diga usted!
—Ayer hablamos muy poco de usted;
pero yo sospecho que es usted buen
jinete.
—En realidad sé montar un poco.
—¿Sólo a caballo, o también en
camello?
—Me es igual; y en burro también, y
a ello me vi forzado ayer, sin ir más
lejos.
—Yb no me he subido nunca basta el
lomo de un camello. Muy de mañana he
oído decir que en las cercanías hay un
deveyi (alquilador de camellos), en casa
del cual adquiere uno la posibilidad de
echárselas de beduino.
—¡Ah! ¿Quiere usted arriesgarse a
dar un paseo?
—Eso es.
—Sufrirá usted una especie de
mareo.
—No importa.
—Contra el cual no hay alivio ni con
una dosis de creosota.
—Ya me lo figuro; pero ¡mire usted
que haber viajado por la costa del Mar
Rojo y no saber lo que es montar en
camello! ¿Me permite usted que le invite
a dar un paseo?
—El tiempo me sobra. ¿Adónde
quiere usted ir?
—El lugar me es igual. Quizá si
hiciéramos una excursión alrededor de
Yidda…
—¿Quién se encarga de los
camellos, usted o yo?
—Naturalmente, yo. ¿Quiere usted
que venga también su criado?
—Si usted quiere… En estas tierras
no se sabe nunca lo que puede uno
hallar, y un criado no está nunca de más.
—Entonces dígale usted que venga
con nosotros.
—¿Cuándo hemos de encontrarnos?
—Dentro de una hora.
—Bien; pero permítame una
advertencia. Antes de montar en el
camello, examine usted bien la silla y la
manta; esa precaución es necesaria, pues
de otra manera es fácil trabar
conocimiento con esos bachí-bozuks de
seis patas, que los orientales designan
con el dulce nombre de bit.
—¿Bit? No soy ninguna lumbrera
tocante a lenguas orientales.
—Me refiero a esos bichitos cuyo
nombre casi pronuncian los polluelos
con su pío-pío.
CAPITULO VI

UNA AMAZONA

—¡Ah! ¡Piojos! ¿Tan grave es eso?


—A veces lo es mucho. En Hungría he
oído llamar a esos parásitos, mineros,
seguramente porque trabajan de arriba
abajo. En las excursiones en camello
hay que temer a dos clases de mineros;
los de los árabes y los del propio
camello. Sólo hay una suerte, y es que
los primeros guardan tan afectuosa
lealtad a sus señores y dueños, que
desdeñan invadir a los yaúres. Por eso,
lo mejor es que ponga usted sobre los
arneses del camello una manta suya, y
una vez hecha la excursión, la entrega
usted a cualquier pastelero, que, por
unos cuantos borbi[20] se la pasará por
el horno.
—No está mal. ¿Llevaremos armas?
—Naturalmente. Por mi parte me
veo forzado a tomar esa precaución,
pues a cada momento puedo encontrar
enemigos, aquí o en los alrededores.
—¿Usted?
—¡Sí, yo! Me encontraba prisionero
de un pirata y me escapé ayer de
madrugada. Él está camino de la Meca,
y no sería extraño que no hubiera salido
todavía de Yidda.
—Eso es asombroso. ¿Era árabe? —
dijo mi interlocutor.
—Sí; y si me encuentro con él y su
gente, no doy un ochavo por mi cabeza.
—¡Y no me dijo usted ayer nada!
—¿Para qué había de hablar de ello?
Se dice y se escribe hoy muy
frecuentemente que la vida es cada vez
más sosa y que ya no existen aventuras.
Hace pocas semanas hablaba yo con un
sabio que ha viajado mucho, y afirmaba
haber atravesado el mundo antiguo,
desde Hammerfest hasta la Ciudad del
Cabo y desde Inglaterra al Japón, sin ver
ni por asomo eso que llaman aventuras.
Yb no le contradije; pero estoy
convencido de que ello depende de la
personalidad del viajero y de la clase y
modo de viajar. Un viaje contratado con
una agencia y con billete circular será
muy tranquilo, aun cuando se vaya a las
Celebes o a la Tierra del Fuego. Yo
prefiero el caballo y el camello al
correo y al tren; la piragua al vapor, y la
carabina al pasaporte bien visado. Viajo
más a gusto hacia Timbuctú o Tobolsk
que a Niza o Heligoland; no me dejo
guiar por ningún intérprete ni por el
Baedeker. Para un viaje a Murzuk llevo
menos dinero qua el que muchos
necesitan para visitar a la imperial
Viena, desde Praga, y nunca he tenido
que quejarme por falta de aventuras. A
quien visita con muchos medios el Atlas
o los Estados Unidos, esos mismos
medios le sirven de estorbo; pero el que
anda con el bolsillo ligero busca la
hospitalidad de los beduinos y procura
serles útil. Al que en la otra parte del
desierto tiene que cazar su comida y
luchar con mil peligros, nunca le faltan
aventuras. ¿Apostamos a que en nuestro
paseo encontraremos una aventura,
siquiera sea pequeña? Los héroes de los
tiempos antiguos salían en busca de
aventuras; los de hoy día viajan a estilo
de commis-voyageurs, turistas,
veraneantes, bañistas o feriantes; corren
sus aventuras bajo un paraguas, en la
mesa redonda, al lado de una seudo-
pastora suiza, junto a la mesa de juego, o
en el skating-ring. ¿Quiere usted
apostar?…
—Me va usted picando la curiosidad
—dijo en esto mi paisano,
interrumpiéndome.
—Sí, pero entiéndame usted bien.
Quizá llame usted aventura únicamente a
encontrarse, por ejemplo, en el Yungel
con dos tigres que peleen a vida o
muerte. Aventura tan grande como esa
llamo yo a encontrar en la linde de un
bosque a dos ejércitos de hormigas,
cuyo choque no sólo puede compararse
con un combate entre godos o hunos en
cuanto a valor y esfuerzo, sino que nos
ofrece tal ejemplo de espíritu de
sacrificio, de disciplina, de cálculo
estratégico o táctico y de astucia que es
verdaderamente pasmoso. La
omnipotencia divina se muestra más
patente en esos insectillos que en los
dos tigres, que le parecerán a usted más
grandes sólo porque los teme. Bueno;
vaya usted y contrate los camellos, para
que, al llegar la hora del mayor calor,
podamos descansar junto a alguna
fuente.
—Me voy; pero déme usted palabra
de que habrá aventura.
—Se la doy a usted: palabra de
caballero.
Y con esto se fue. Le había dado yo
mis explicaciones intencionadamente,
pues en el primer viaje en camello hay
que ir con el espíritu algo dispuesto a lo
novelesco.
Cuando al cabo de tres cuartos de
hora entré con Halef en la morada de
Albani, hallé a éste como envarado por
las armas que se había echado encima.
—Vamos allá: el deveyi nos
aguarda… O quizá quiera usted tomar
algo antes —me dijo.
—No.
—Entonces llevémonos provisiones.
Esta bolsa está llena.
—¿Quiere usted correr aventuras y
se lleva provisiones? Deje usted eso. Si
tenemos hambre buscaremos un aduar,
donde encontraremos dátiles, harina,
agua y quizá hasta un poco de chekir.
—¿Chekir? ¿Y eso qué es?
—Tortas de saltamontes
machacados.
—¡Qué asco!
—No lo crea usted; son excelentes.
Para los que comen ostras, caracoles,
nidos, ancas de rana y leche averiada, o
sea queso con gusanos, no sé por qué no
han de ser un manjar exquisito los
saltamontes. ¿Sabe usted quién comió
durante mucho tiempo saltamontes con
miel silvestre?
—Creo que fue un personaje de la
Biblia.
—Sin duda, y en verdad fue un
hombre muy grande y santo. ¿Lleva usted
una manta?
—Aquí está.
—Bien. ¿Por cuánto tiempo tiene
usted alquilados los camellos?
—Por todo el día.
—¿Con la compañía del deveyi o
alguno de sus criados?
—Sin compañía.
—Muy bien. Verdaderamente, en tal
caso hay que andar con cautela; pero a
pesar de eso nos encontraremos mucho
mejor y sin estorbo. ¡Vamos!
El dueño de los camellos vivía dos
casas más abajo de la del triestino. Al
entrar vi en seguida que aquel hombre
no era árabe, sino turco. En el patio
estaban preparados tres camellos tales
que daba pena verlos.
—¿Dónde está el establo?
—Allí —dijo el camellero
señalando a una pared que dividía en
dos el patio.
—Abre la puerta.
—¿Para qué?
—Porque quiero ver si tienes otros
yemali.
—Sí los tengo.
—Enséñamelos.
El hombre empezó a recelar; pero
abrió la puerta y me dejó echar una
ojeada al establo. Allí estaban ocho de
los mejores camellos de montar. Me
acerqué a ellos y los examiné.
—Deveyi, ¿cuánto te ha pagado este
hazretín (alteza) por los tres camellos
que has ensillado?
—Cinco zequíes mahbub[21] por los
tres.
—¿Y ese precio nos llevas por estas
bestias de carga, con las piernas y los
pies llagados? ¡Si se puede ver al través
de sus costados! Sus belfos penden
como las mangas rotas de tu chaqueta y
sus gibas… —¡Ah, deveyi, no tienen
gibas!— Acaban de llegar de un viaje
muy largo; están consumidos y sin
fuerzas, y apenas pueden con el peso de
la silla. ¡Y qué sillas! Mira, hombre:
¿qué es eso que nada por esa manta?
¡Date prisa y ponnos otros camellos,
otras mantas y otras sillas!
—¿Quién eres tú para darme esas
órdenes? —dijo mirándome entre
receloso y colérico.
—¿Yo? ¿Ves este bu-dieruldú del
Gran Señor? ¿Tendré que contarle que
eres un infame que maltratas a tus
pobres bestias hasta matarlas? Pronto,
ensilla esos tres heyihn, los dos pardos
de la derecha y el gris que está en ese
rincón. De lo contrario mi látigo te
decidirá.
Un beduino habría echado mano en
seguida a su pistola o su cuchillo; pero
aquel hombre era turco, y se apresuró a
cumplir mi orden; pronto se hallaron de
rodillas delante de nosotros sus tres
mejores camellos, con sillas y mantas
muy limpias. Me volví a Halef.
—Ahora enseña a ese sidi cómo ha
de montar.
Lo hizo y yo me acerqué al camello
destinado a Albani y le sujeté las dos
patas delanteras.
—Siéntese usted. Tan pronto como
esté usted en la silla, se levantará el
animal con los remos anteriores, de
manera que le echará a usted hacia atrás.
Luego se levantará por detrás y le
echará a usted hacia adelante. Procure
usted salir bien de esas dos sacudidas
haciendo movimientos contrarios con su
cuerpo.
—Voy a probarlo.
Se agarró y montó. En seguida se
levantó el animal, a pesar de que yo no
había dejado de sujetarle las piernas. El
bueno del cantor alpino fue echado hacia
atrás, pero no se cayó porque se había
agarrado fuertemente; luego se levantó
el camello por la grupa y como Albani
estaba todavía asido hacia adelante,
voló directamente desde la silla por
cima de la cabeza del animal, hasta dar
con su cuerpo en la arena.
—¡Caramba, la cosa no es tan fácil!
—exclamó levantándose y frotándose el
hombro, que había llevado la peor parte
en la caída—. Pero yo he de montar.
Ponga usted otra vez de rodillas a ese
camello.
—¡Rrree!
A esta voz volvió a echarse el
camello, y la segunda probatura tuvo
mejor resultado, aunque el jinete tuvo
que soportar dos crueles sacudidas.
Todavía hube de reprender al amo de los
animales.
—Deveyi, ¿sabes montar en
camello?
—Sí, señor.
—¿Y regirlo también?
—Sí.
—Pues no lo parece, pues ignoras
que es necesario un metrek[22].
—Perdona, señor.
Hizo una seña y un criado trajo las
varitas. Luego monté yo también.
Nuestro aspecto era indudablemente
muy distinto del que habríamos tenido
caso de habernos conformado con los
cansadísimos camellos de carga. Las
sillas eran muy bonitas, adornadas con
madroños y bordados de colores, y las
mantas eran tan grandes que cubrían a
los camellos casi por completo. Salimos
a la calle.
—¿Adónde vamos? —pregunté a
Albani.
—Lo dejo en manos de usted.
—Bien. Saldremos por Bab-el-
Medina.
Mi nuevo amigo llamaba demasiado
la atención, pues iba vestido con tanta
extravagancia como cuando le encontré
en el puerto. A causa de ello me metí
por varias encrucijadas, y después de
algunos rodeos llegamos felizmente a la
puerta. Una vez allí anduvimos al paso
por entre grupos de nubios y habechanos
y llegamos al instante al desierto, que se
extendía sin una faja de plantío en todo
el término, cosa común a todas las
ciudades del Heyar.
Hasta allí se había mantenido Albani
en la silla sin gran dificultad. Pero
entonces emprendieron los camellos el
trote cochinero que es su peculiar modo
de andar, y que pone a los novatos en
situación propicia de conocer el mareo,
aun sin ver una sola gota de agua. A los
primeros pasos se reía Albani de sí
mismo. Como no tenía maña suficiente
para suavizar las sacudidas que el
animal le hacía dar, se balanceaba de un
lado a otro, hacia atrás y hacia adelante;
la espingarda le golpeaba la espalda y el
gigantesco chafarote azotaba rechinando
el costado del camello. Albani se lo
sujetó entre las piernas, chasqueó la
lengua y los dedos y se puso a cantar:
Este sable mete ruido y me estorba
horriblemente; el camello da bandazos
y es una bestia indecente.
Entonces di yo a mi camello un
golpecito en la nariz, y el animal levantó
las patas delanteras y salió disparado,
de tal manera que la arena se
arremolinaba algunas varas detrás de él.
Los otros dos camellos le siguieron,
naturalmente, y se acabó el canto.
Albani empuñaba el palito con la
izquierda y la espingarda con la
derecha, a modo de trampolines para
conservar el equilibrio, en actitud
cómica de veras.
—¡Cuélguese la espingarda y
agárrese fuerte, con las dos manos en la
silla! —le grité.
—Vaya un… ¡alza!… vaya un… ¡so,
burr, so!… consejo. ¡Si no tengo ti…
¡sopla!… no tengo tiempo! ¡Detenga
usted su con… ¡anda, so!… su
condenado animal!
—¡Ya cuido de él!
—Sí, pero el mi… ¡oh, burr, eh!, el
mío me sigue… ¡so, válgame!… como
un loco.
—¡Párelo usted!
—Pero ¿con qué?
—¡Con los estribos y las riendas!
—He perdido los estribos… ¡anda,
arriba!… y las riendas yo no las…
¡alto!, ¡eh, alto, eh!… ¡ya no las tengo!
—Entonces habrá que esperar a que
el animal quiera pararse.
—Es que ya no tengo… ¡burr, oh!…
¡aliento!
—¡Pues abra la boca, que aire no
falta!
Seguí adelante sin hacer más caso de
sus exclamaciones. Se encontraba en
buenas manos, pues a su lado cabalgaba
Halef.
Al cabo de algún tiempo habíamos
traspuesto ya una elevación del suelo y
más allá se extendía la llanura abierta.
Albani se sostenía cada vez mejor en la
silla y ya no se quejaba. Así en el
espacio de dos horas anduvimos dos
leguas largas. De pronto apareció
delante de nosotros la silueta de un
jinete solitario, que se hallaba a media
milla de distancia y montaba un camello
excelente que acortaba con gran rapidez
el espacio que nos separaba; al cabo de
unos diez minutos nos encontrábamos
cara a cara.
Llevaba el traje de los beduinos
acomodados y la capucha de su albornoz
echada sobre el rostro. Su camello era
mejor que los tres nuestros juntos.
—¡Salam aaleikum, la paz sea con
vosotros! —exclamó saludándome.
—¡Aaleikum! —contesté—. ¿Qué
camino llevas en este desierto?
Su voz había sonado débilmente
como la de una mujer y su mano era muy
morena, pero pequeña y delicada; y
cuando se levantó la capucha, vi una
cara completamente lisa, en la cual dos
ojos grandes y negros me examinaban
intensamente. Era, sin duda, una mujer.
—No llevo camino alguno —
contestó—. ¿Adónde te conduce el tuyo?
—Vengo de Yidda, pues quiero dar
un paseo y volver luego a la ciudad.
Su rostro se ensombreció y su
mirada se tornó recelosa.
—¿De modo que tú vives en la
ciudad?
—No; soy extranjero.
—¿Eres peregrino?
¿Qué había de contestar? Mi
intención era hacerme pasar por
mahometano; pero al ser interrogado
directamente sobre este punto, no pude
contestar con una mentira.
—No; no soy hachi.
—¿Eres extranjero en Yidda y sin
embargo no has venido para visitar la
Meca? O ya has estado antes en la
ciudad santa o no eres creyente.
—No he estado nunca en la Meca,
pues mi fe no es la vuestra.
—¿Eres judío?
—No; soy cristiano.
—¿Y esos dos?
—Este es cristiano como yo, y este
otro es un musulmán que desea ir a la
Meca.
Entonces se iluminó de repente su
rostro y le dijo a Halef:
—¿Dónde está tu patria, extranjero?
—En el Oeste, lejos de aquí, más
allá del gran desierto.
—¿Tienes mujer?
Halef se asombró tanto como yo de
la pregunta, pues el hacerla era
absolutamente contrario, a las
costumbres de Oriente. Halef contestó:
—No.
—¿Eres amigo o criado de ese
effendi?
—Soy su criado y su amigo.
—Sidi, ven conmigo —me dijo la
mujer volviéndose otra vez a mí.
—¿Adónde?
—¿Es que te da miedo una mujer?
—¡Bah! ¡Adelante!
Hizo dar la vuelta a su camello y se
puso a desandar el mismo camino que
había traído. Yo iba a su lado y mis
compañeros nos seguían.
—Ahora —dije volviéndome a
mirar a Albani— ¿me da usted la razón
en lo tocante a la aventura que le he
augurado?
En lugar de contestarme, Albani
entonó una copla:
La muchacha es muy hermosa de
los pies a la cabeza, mas tiene un bulto
en el cuello de esos que llaman
paperas.
La mujer había pasado sin duda de
la juventud y los rayos del sol del
desierto y las fatigas y privaciones
habían tostado su cara y marcado en ella
sus surcos; pero no había sido fea, como
se podía conocer muy claramente. ¿Qué
la llevaba tan sola por el desierto? ¿Por
qué había emprendido el camino a Ydda
y ahora lo desandaba con nosotros? ¿Por
qué se había mostrado tan contenta al oír
que Halef iba a la Meca, y por qué no
nos decía adónde nos guiaba? Esto era
para mí un enigma. Llevaba escopeta,
yatagán en el cinturón, y hasta en el
correaje del camello había metido uno
de esos venablos tan peligrosos en las
diestras manos de un árabe. Daba la
impresión de una amazona independiente
e intrépida; y el calificativo le venía que
ni de molde, pues tales hembras se ven
más a menudo en las regiones de Oriente
que en Occidente, donde la mujer,
aunque en posición social más libre,
vive más guardada.
—¿Qué lengua es esa? —me
preguntó cuando Albani hubo terminado
su copla.
—La lengua de los alemanes.
—¿Entonces eres tú nemche?
—Sí.
—Los alemanes deben de ser
valientes.
—¿Por qué?
—El hombre más bravo fue el
Sultán El Kebir y sin embargo le
vencieron los nemche-chimakler
(alemanes del Norte) y los
nemchememleketler (austriacos) y los
moskowler… ¿Por qué me miran tus
ojos tan fijamente?
Aquella mujer había oído hablar de
Napoleón y de las guerras de
independencia, de manera que su pasado
no debía de ser un pasado vulgar.
—Perdóname si mis ojos te han
ofendido —contesté—. No estoy
acostumbrado a tratar con mujeres como
tú en esta tierra.
—¿Una mujer armada? ¿Una mujer
que mata hombres y hasta gobierna a su
tribu? ¿No has oído hablar de Galie?
—¿Galie? —pregunté cómo
recordando—. ¿No era de la tribu de
Begum?
—Veo que la conoces.
—Era el verdadero jeque de su
tribu, y derrotó en la batalla de Faraba a
las tropas de Mehemed Alí, mandadas
por Tunsún-Bey.
—Así es. ¿Ves ahora cómo una
mujer puede hacer lo que hace un
hombre?
—¿Qué dice el Corán acerca de
eso?
—¿El Corán? —contestó con un
ademán de desdén—. El Corán es un
libro; aquí tengo mi yatagán, mi tüfenk
(fusil) y mi yerid (venablo). ¿En qué
crees tú, en el libro o en las armas?
—En las armas. Como ves, no soy
un yaúr, pues pienso lo mismo que tú.
—¿Crees tú también en tus armas?
—Sí; pero aun más, mucho más en el
Kitab-aziz (libro sagrado) de los
cristianos.
—No lo conozco; pero tus armas sí
las veo.
Esto era sin duda un cumplido que
me hacía, pues el árabe acostumbra a
juzgar al hombre por las armas que
lleva. Y prosiguió:
—¿Quién ha matado más enemigos,
tu amigo o tú?
A juzgar por el volumen y número de
las armas, Albani debía de ser
notablemente más mortífero que yo; sin
embargo, yo estaba convencido de que
el buen triestino no había sido jamás
peligroso, no obstante su enorme
chafarote. Así, contesté con una evasiva:
—No he hablado todavía de eso con
él.
—¿Cuántas intikam (venganzas) has
tenido que cumplir?
—Ninguna. Mi fe me prohíbe matar
a mis enemigos; me mataría la ley.
—¿Y si ahora viniera Abú-Seif y
quisiera matarte?
—Me defendería y en caso de
necesidad le mataría yo a él, pues nos es
permitida la defensa de la propia vida;
pero tú hablas del Padre del Sable; ¿le
conoces?
—Sí, le conozco; pero también tú lo
nombras: ¿has oído hablar de él?
—No solamente he oído hablar, sino
que le he visto.
Se volvió a mí con rápido
movimiento.
—¿Le has visto? ¿Cuándo?
—No hace aún muchas horas.
—¿Dónde?
—La última vez en su buque. Fui
prisionero suyo y ayer me escapé.
—¿Dónde está su buque?
Señalé en la dirección en que lo
había dejado.
—Allí, escondido en una bahía.
—¿Y está él a bordo?
—No. Está en la Meca para llevar
un regalo al gran jerife.
—El gran jerife no está en la Meca,
sino en Tarif. Tengo que agradecerte una
gran noticia. ¡Ven!
Hizo tomar a su camello un gran
trote y al cabo de un rato torció hacia la
derecha, donde en el horizonte se
divisaba una hilera de montes. Al
acercarnos observamos que aquellas
alturas estaban formadas por el mismo
granito, pardo y hermoso, que más
adelante encontré en la Meca. En una
hondonada había plantadas varias
tiendas de lona. Galie señaló con la
mano y dijo. —Ahí viven.
—¿Quiénes?
—Los beni-kürf (malditos) de la
tribu de los ateibeh.
—Yo pensaba que los ateibeh vivían
en El Zalaleh, Taleh y el vadí El
Nobeyat.
—Estás bien enterado; pero ven. Lo
sabrás todo.
Delante de las tiendas estaban
acostados en el suelo unos treinta
camellos al lado de algunos caballos y
unos cuantos perros del desierto, flacos
y ariscos, que se pusieron a ladrar
furiosamente al acercarnos. En seguida
salieron de sus tiendas los que las
habitaban. Habían tomado las armas y su
aspecto era muy belicoso.
—Esperad aquí —ordenó la
desconocida.
Hizo arrodillar a su camello,
desmontó y se acercó a los hombres.
Nuestra conversación no había sido oída
ni por Albani ni por Halef.
—Sidi —me preguntó este último—,
¿de qué tribu es esta gente?
—De la de los ateibeh.
—Conozco su nombre. A ella
pertenecen los hombres más valientes de
este desierto, y ninguna caravana está
segura contra sus balas. Son los más
grandes enemigos de los yeheine, cuyo
jefe es Abú-Seif. ¿Qué quiere de
nosotros esa mujer?
—No lo sé todavía.
—Entonces vamos a enterarnos;
pero ten prontas tus armas, sidi; no me
inspiran confianza estos hombres, pues
están desterrados y malditos.
—¿En qué lo conoces?
—¿No sabes que todos los bedavís
(beduinos) que viven en la región de la
Meca recogen las gotas de los cirios, las
cenizas de los sacrificios y el polvo del
umbral de la Kaaba y se frotan la frente
con ellos? Esos hombres llevan la frente
limpia, y no pueden ir a la Meca ni a la
Kaaba; están malditos.
—¿Por qué los han desterrado?
—Quizá nos lo digan ellos mismos.
Entretanto la desconocida amazona
había dicho algunas palabras a los
hombres, después de lo cual se nos
acercó un anciano de venerable aspecto.
—¡Alá bendiga vuestra llegada!
Apeaos y entrad en nuestras tiendas:
seréis nuestros huéspedes.
CAPITULO VII

LOS MALDITOS

Estas palabras me dieron a entender que


no teníamos que temer nada de ellos.
Tan pronto como un árabe pronuncia la
palabra misafir (huésped), puede uno
confiarse completamente en sus manos.
Desmontamos y fuimos conducidos a una
tienda, donde nos recostamos en el
serir[23] y nos obsequiaron con una
comida frugal.
Mientras comimos no se pronunció
palabra alguna; pero luego se nos alargó
un bery a cada uno y mientras
fumábamos el picante tabaco tombak,
procedente de Bagdad o de Basora,
empezó la conversación.
La circunstancia de que nos
ofrecieran un bery era prueba patente de
que no eran ricos. En la región de la
ciudad santa se fuma con tres diferentes
clases de pipas. La clase primera y más
cara es la jedra, la cual descansa
comúnmente en un trípode, es de plata
pura y cincelada, está provista de un
largo tubo que se llama laich, y según la
fortuna de su dueño está adornada con
piedras preciosas u otros adornos. En la
jedra se fuma las más de las veces el
exquisito tabaco de Chiraz. La segunda
clase, entre las pipas, es la chicheh,
bastante parecida a la jedra, sólo que
más pequeña y menos rica. La tercera y
más común es el bery, que consiste en
una cáscara de coco llena de agua a la
cual está atada la pipa, y en lugar del
tubo una caña.
Había más de veinte hombres en la
tienda. El anciano que nos había
saludado, tomó la palabra.
—Soy el jeque El Urdi (gobernador
del campamento) y tengo que hablar
contigo, sidi. La costumbre prohíbe
molestar al huésped con preguntas; pero
yo tendría que hacerte algunas. ¿Me lo
permites, sidi?
—Habla.
—¿Tú perteneces a los nesarah?
—Sí: soy cristiano.
—¿Qué vienes a hacer en la tierra de
los fieles?
—Quiero conocer la tierra y sus
habitantes.
Puso una cara muy llena de dudas.
—Y cuando los hayas conocido,
¿qué harás?
—Volveré a mi patria.
—¡Alah akbar! Dios es grande y los
pensamientos de los nesarah son
inescrutables. Eres mi huésped y he de
creer lo que me dices. ¿Es ese hombre tu
criado?
Al decir esto señaló a Halef.
—Es mi criado y mi amigo.
—Mi nombre es Malek. Al hablar
con Bint-Cheik-Malek[24] le has dicho
que tu criado quiere ir a la Meca para
llegar a ser hachi.
—Te ha dicho la verdad.
—¿Le esperarás hasta que regrese?
—Sí.
—¿Dónde?
—No lo sé todavía.
—Eres extranjero; pero conoces la
lengua de los fieles. ¿Sabes lo que es un
delil?
—Un delil es un guía que ejerce el
oficio de enseñar a los peregrinos los
lugares santos y las curiosidades de la
Meca.
—Lo sabes; pero los deliles tienen
otro oficio. A las mujeres solteras les
está prohibido entrar en los santos
lugares. Ahora bien, si una doncella
quiere ir a la Meca, va a Ydda y se casa
por pura fórmula con un delil. Así la
lleva él como mujer suya a la Meca,
donde cumple los faradh y vayib[25] y
luego la deja libre otra vez; ella queda
doncella como antes y a él se le paga su
trabajo.
—También sé eso.
El preámbulo del viejo jeque
excitaba mi curiosidad. ¿Qué intención
le inducía a relacionar la peregrinación
de Halef con el oficio de los deliles?
Pronto habla de saberlo, pues de repente
exclamó:
—¡Permite a tu criado que mientras
dure su hach sea a la vez delil!
Esto era sorprendente.
—¿Para qué? —le pregunté.
—Te lo diré cuando hayas dado tu
permiso.
—No sé si podrá hacerlo. Los
deliles son funcionarios, y sin duda los
designan las autoridades.
—¿Quién puede impedir que se case
con una doncella y la deje libre una vez
acabada la peregrinación?
—Eso es verdad. Por lo que a mí
toca, doy mi permiso de buena gana si tú
lo juzgas preciso. Mi criado es hombre
libre, y, por consiguiente, tienes que
preguntarle a él mismo. Daba gusto ver
la cara que ponía mi buen Halef. Estaba
completamente perplejo.
—¿Quieres hacerlo?, le preguntó el
anciano.
¿Puedo ver antes a la muchacha?
El jeque se rió un poco y contestó:
—¿Para qué quieres verla antes?
¿Quieres saber si es vieja o joven, si es
hermosa o fea? Eso ha de serte
indiferente, pues acabado que sea el
hach tienes que dejarla otra vez libre.
—¿Son las benath El Arab como las
de los turcos, que no pueden mostrarse a
los hombres?
—Las hijas de los árabes no
necesitan esconder la cara. Verás a la
muchacha.
A una señal suya se levantó uno de
los presentes y salió de la tienda. Al
poco rato entró con una doncella, cuyo
parecido con la amazona me permitió
adivinar que era hija suya.
—Esta es: mírala —dijo el jeque.
De esta orden se aprovechó bien mi
buen Halef. Aquella belleza de ojos
negros, quizá de quince años, pero
completamente desarrollada ya, pareció
gustarle.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Hanneh (Ana) —contestó la niña.
—Tus ojos brillan como nur el
kamar (la luz de la luna); tus mejillas
son como el zaharí (la flor), tus labios
son encendidos como la remmahm (flor
del granado) y tus pestañas sombrean
como las hojas del szeint (acacia). Mi
nombre es Halef Omar Ben Hachi Abul
Abbás Ibn Hachi Davud al Gossarah, y
si puedo cumpliré tu deseo.
Los ojos de mi Halef lucían también;
pero no como nur el kamar, sino como
nur ech chems (luz del sol); su hablar
estaba lleno de flores poéticas y quizá
se encontraba ya al borde del mismo
precipicio que se había engullido las
esperanzas de hachi de su padre y de su
abuelo Abul Abbás y Davud al
Gossarah: el precipicio del amor y del
matrimonio.
La muchacha se alejó de nuevo y el
jeque preguntó a Halef:
—¿Cuál es tu determinación?
—Pregúntalo a mi señor. Si él no
aconseja lo contrario, cumpliré tu deseo.
—Tu señor ha dicho ya que da su
consentimiento.
—Así es —asentí yo—. Pero dinos
ahora, ¿por qué ha de ir esa muchacha a
la Meca y por qué no buscas en Yidda
un delil?
—¿Conoces a Ajmet-Izzet-bajá?
—¿El gobernador de la Meca?
—Sí; debes de conocerle, pues
todos los extranjeros que entran en Ydda
se presentan a él para lograr su
protección.
—¿Es que vive en Ydda? No le he
visitado; yo no necesito la protección de
los turcos.
—Es verdad, aunque cristiano, eres
todo un hombre. El apoyo del bajá sólo
se obtiene pagándolo bien. Si no vive en
la Meca, donde le corresponde, sino en
Ydda, es porque aquí está el puerto. Su
sueldo se eleva a un millón de piastras,
pero él sabe aumentar sus ingresos a
cinco veces más. Todos tienen que darle
algo, hasta los mendigos y piratas, y por
eso reside en Ydda. Se me dice que has
visto a Abú-Seif.
—Sí, le he visto.
—Pues ese ladrón es un buen amigo
del bajá.
—¡No es posible!
—¿Por qué no? ¿Qué es más
provechoso, matar a un ladrón o dejarle
libre para sacar de él una renta? Abú-
Seif es yeheine; yo soy ateibeh. Nuestras
dos tribus viven en enemistad mortal; sin
embargo, él se atrevió a introducirse en
nuestro aduar y me robó a mi hija. La
forzó a que fuera su mujer; pero ella
pudo escaparse y vino con una niña. Tú
has visto a las dos; has llegado en
compañía de mi hija, y mi nieta es la
doncella que acabas de ver. Desde
entonces le busco para arreglar nuestras
cuentas. Una vez le encontré: era en el
serai (palacio) del gobernador. Este
protegió al ladrón y lo dejó escapar,
mientras yo le acechaba en la puerta.
Más adelante el jeque de mi tribu me
envió con estos hombres a la Meca para
llevar una ofrenda a la Kaaba. Nos
instalamos no lejos de la puerta de Er
Ramah; allí vi llegar a Abú-Seif con
algunos de sus hombres para visitar el
santuario. No pude contenerme y le
agarré, aunque está prohibido pelearse
en las cercanías de la Kaaba. Y no
quería matarle allí, sino forzarle a que
me siguiera para reñir con él fuera de la
ciudad; pero él se defendió, y le ayudó
su gente. Se empeñó un combate, que
acabó con la llegada de los eunucos.
Estos nos llevaron presos, pero a él y
los suyos les dieron libertad. Como
castigo nos vedaron la visita a los santos
lugares. Nuestra tribu fue maldecida
toda y tuvo que desterrarnos para
librarse de la maldición. Ahora somos
despreciados; pero tenemos que
vengarnos, y luego dejaremos esta tierra.
¿Tú has sido prisionero de Abú-Seif?
—Sí.
—¡Cuéntamelo!
Le hice un breve relato de la
aventura.
—¿Sabes exactamente el lugar
donde está escondido el buque?
—Hasta de noche lo encontraría.
—¿Quieres guiarnos allí?
—¿Vais a matar a los yeheine?
—Sí.
—Entonces mis creencias me
impiden serviros de guía.
—¿Te prohíben vengarte?
—Sí; nuestra religión nos manda
amar a nuestros mismos enemigos. Sólo
la autoridad tiene derecho a castigar a
los malos, y vosotros no sois jueces.
—Tu religión está llena de amor;
pero nosotros no somos cristianos, y
castigaremos a nuestro enemigo por
nuestra propia mano, pues del juez en
vez de castigo obtendría protección. Me
has dado señas bastantes para que yo
encuentre el buque sin tu ayuda. ¿Me
prometes no dar aviso a los yeheine?
—No los avisaré, pues no tengo
deseo alguno de que me cojan otra vez.
—Entonces estamos de acuerdo.
¿Cuándo parte Halef para la Meca?
—Mañana, si tú me lo permites, sidi
—contestó Halef en mi lugar.
—Entonces déjale que se quede con
nosotros —me rogó el jeque.
—Le acompañaremos a la ciudad
hasta donde nos está permitido llegar y
luego te lo devolveremos.
Entonces me asaltó una idea, que
manifesté en seguida.
—¿Puedo ir con vosotros y
esperarle con vosotros también?
Observé al punto que este deseo
excitaba general alegría.
—Effendi, veo que no desprecias a
los desterrados —contestó el jeque—.
¡Sé bien venido! Quédate y nos ayudarás
por la noche a cerrar el evlenma
(casamiento).
—Eso no. He de volver a Yidda
para arreglar mis asuntos. Mi hostelero
ha de saber dónde me encuentro.
—Entonces te acompañaré hasta la
puerta de la ciudad. Tampoco puedo
entrar en Yidda, porque es ciudad santa.
¿Cuándo vas a partir?
—En seguida, si no te opones.
Necesito muy poco tiempo y luego
volveré. ¿Tiene que venir algún cadí o
mullah para el casamiento?
—No necesitamos ni cadí ni mullah.
Yo soy el jeque de mi campamento y lo
que se trata en mi presencia tiene
validez. Lo que sí te suplico es que me
traigas un pergamino o papel donde
escribir el contrato. Yo tengo el mohür y
el guemech (sello y cera).
Al poco rato estaban prestos los
camellos y montamos. La pequeña
patrulla estaba formada, además de
nosotros tres, por el jeque, su hija y
cinco ateibeh. Seguí al anciano sin
hablar palabra, aunque observé que no
tomaba el camino directo, sino que se
desviaba más a la derecha, hacia el mar.
Albani ya no se veía apurado, como
antes, para sostenerse en el camello, y
las largas piernas de las cabalgaduras
salvaban rápidamente la distancia.
De pronto se detuvo el jeque y
señaló con la mano a un punto distante.
—¿Sabes lo que hay allí, sidi?
—¿Qué?
—La bahía donde se encuentra el
buque del ladrón. ¿Lo he adivinado?
—Puedes pensar lo que quieras,
pero te ruego que no me preguntes.
Sí, había adivinado; pero yo callé, y
seguimos cabalgando. Al poco rato se
divisaron dos pequeños puntos en el
horizonte, en dirección de Ydda. Según
parecía a simple vista, no venían hacia
nosotros sino que seguían la dirección
de la costa. Iban a pie, como pude
observar con mi catalejo. Este era
chocante en el desierto y hacía recelar
que pertenecieran a la gente de Abú-
Seif. Había que pensar que mi guardián
habría mandado recado a su jefe,
haciéndole saber nuestra fuga, y en tal
caso serían aquellos dos hombres los
mensajeros que regresaban.
También Malek los había reconocido
y los observaba atentamente. Luego se
volvió a los suyos y les dio una orden.
En seguida tres de ellos retrocedieron en
la dirección en que habíamos ido.
Comprendí la intención. Malek
sospechaba lo mismo que yo y quería
apresar a los dos caminantes. Para
conseguirlo tenía que cortarles el paso
hacia la costa, pero de tal manera que
ellos no lo notaran. Por eso no hizo
adelantar a sus tres hombres atravesando
el camino, sino aparentando que
retrocedían, y luego, tan pronto como
hubieron desaparecido de la vista de los
dos caminantes, dieron la vuelta.
Mientras seguíamos nuestro viaje, me
preguntó el jeque.
—Effendi, ¿quieres aguardar un
poco a que volvamos o prefieres
llegarte a la ciudad y que te aguardemos
en la puerta?
—Tú quieres hablar con esos
hombres, y yo me quedaré contigo hasta
que hayas hablado con ellos.
—¡Quizá sean yeheines!
—También yo lo creo así. Tus tres
enviados les cortarán el paso hacia el
buque; vete hacia ellos, y yo con Halef
seguiré la dirección que hasta ahora
hemos llevado, a fin de que no se les
ocurra volverse a Yidda.
—Tu consejo es bueno; voy a
alcanzarlos.
Se volvió y yo hice seña a Albani de
que se juntase allí con él. Ambos
hicieron el movimiento tan de prisa que
Halef y yo tuvimos que ir al galope más
fuerte. Avanzamos como un huracán, y al
entrar en la misma línea que los
perseguidos, nos dirigimos hacia ellos a
sus espaldas. En seguida comprendieron
nuestra intención, y titubearon un poco.
A retaguardia nos tenían a Halef y a mí,
a un lado a Malek y sólo el frente
parecía estar libre. Lo siguieron, pues,
con redoblada rapidez; pero no habían
avanzado mucho, cuando divisaron a los
tres que habían ido de avanzada. Aunque
a tal distancia no les era posible
conocer a ninguno de los que
formábamos los tres grupos, tenían que
sospechar forzosamente que éramos
enemigos y debían intentar la fuga a todo
correr. Tenían una posibilidad de
conseguirlo. Estaban armados. Si se
separaban, también nosotros teníamos
que dividirnos, y a un tirador seguro, a
pie y sereno, no le era imposible
habérselas con dos y hasta con tres
jinetes en camellos. Pero o no se les
ocurrió esta idea o les faltaba valor para
llevarla a cabo. Ello fue que no se
separaron y se vieron rodeados en un
instante por todos nosotros. Yo los
conocí al punto; eran, en efecto, dos
tripulantes del barco de Abú-Seif.
—¿De dónde venís? —les preguntó
el jeque.
—De Yidda —contestó uno de ellos.
—¿Adónde vais?
—Al desierto, a buscar trufas.
—¿A buscar trufas? No lleváis ni
animales ni cestos.
—Sólo vamos a ver si las hay en
esta tierra; luego iremos en busca de
cestos.
—¿De qué tribu sois?
—Vivimos en la ciudad.
Esto era una mentira descaradísima,
pues aquellos hombres debían de
comprender que yo los conocía.
También Halef se encolerizó ante el
atrevimiento, y empuñando el látigo
exclamó:
—¿Pensáis acaso que ese effendi y
yo somos ciegos? ¡Sois unos miserables
embusteros! Sois yeheine, y pertenecéis
a Abú-Seif. ¡Si no lo confesáis, mi
látigo os enseñará a decirlo!
—¿Qué os importa lo que somos?
Salté del camello sin hacerlo
arrodillar y tomé el látigo de la mano de
Halef.
—¡No nos obliguéis a reírnos de
vosotros! Oíd lo que os digo. Lo que os
quieran estos guerreros ateibeh no me
importa nada; pero tenéis que
contestarme a algunas preguntas. Si lo
hacéis no tenéis nada que temer de
nosotros; pero si no, voy a marcaros de
tal manera con este látigo, que no
podréis presentaros ya jamás como
libres y valientes ibn arab.
Amenazarle con golpes es la mayor
ofensa que se puede hacer a un beduino.
Los dos echaron mano a los cuchillos.
—Te mataríamos antes que pudieras
pegarnos —me dijo uno de ellos.
—No sabéis todavía lo que pesa un
látigo de piel de hipopótamo en manos
de un franco. Corta tan agudamente
como un yatagán, cae con más fuerza que
una maza y es más rápido que la bala de
vuestros tabandjab (pistolas). ¿No veis
cómo las armas de todos estos hombres
os apuntan? Meted otra vez vuestros
cuchillos en el cinto y contestadme:
¿habéis sido enviados con un recado de
Abú-Seif?
—Sí —contestaron vacilando, pues
comprendieron que no había por dónde
escapar.
—¿Para decirle que me he fugado
del buque?
—Sí.
—¿Dónde le habéis visto?
—En la Meca.
—¿Cómo habéis ido y vuelto tan de
prisa?
—Alquilamos camellos en Yidda.
—¿Hasta cuándo se queda Abú-Seif
en la ciudad?
—Poco tiempo: irá a Taif, donde se
encuentra el jerife-emir.
—Bueno: ya no tengo nada más que
preguntaros.
—Sidi: ¿vas a dejar que se larguen
así esos bandidos? —gritó Halef—.
¡Voy a fusilarlos para que no puedan
hacer más daño a la gente honrada!
—Les he dado mi palabra y tú la
respetarás. ¡Sígueme!
Monté en mi camello y me aparté.
Halef me siguió; pero Albani se quedó
atrás. Había desenvainado su largo
chafarote; pero yo estaba seguro de que
la enérgica pantomima no tendría fatales
consecuencias. En efecto, Albani se
quedó tranquilamente montado en su
camello cuando los ateibeh saltaron de
los suyos para aprisionar a los dos
yeheine, lo cual consiguieron después de
haberse cambiado algunas cuchilladas
sin llegar a alcanzarse. Ambos fueron
atados, cada uno a un camello, y los que
los montaban se los llevaron al
campamento, mientras el resto de la
patrulla nos seguía.
—Tú los has perdonado, sidi; pero,
no obstante, morirán —me dijo Halef.
—No me toca a mí resolver su
suerte, ni a ti tampoco. Recuerda lo que
hoy vas a ser; un novio debe ser más
conciliador.
—Sidi, ¿serías tú delil de esa
Hanneh?
—Si fuera musulmán, sí.
—Señor, tú eres cristiano, un franco
con quien se puede hablar de estas
cosas. ¿Sabes lo que es amor?
—Sí: el amor es una coloquíntida;
quien la come pilla un cólico.
—¡Oh, sidi!, ¿quién compararía el
amor con una coloquíntida? ¡Alá ilumine
tu juicio y ponga ardor en tu corazón!
Una buena mujer es como una pipa de
jazmín y como una bolsa donde nunca
falta el tabaco. Y el amor de una
doncella es… es… como el turbante en
una cabeza calva y como el sol en el
cielo del desierto.
—Sí; y al herido por sus rayos le da
una insolación. Yo creo que ya la has
pillado, Halef. ¡Alá te proteja!
—Ya sé que tú no quieres ser novio;
pero yo lo soy y mi corazón está abierto
como una nariz que aspira el aroma de
las flores.
Nuestra breve conversación terminó
con esto, pues Malek y los suyos ya nos
habían alcanzado. No se dijo una sola
palabra sobre lo ocurrido, y al llegar a
la vista de la ciudad, el jeque se detuvo.
Llevaban dos camellos de repuesto que
debíamos montar nosotros a la vuelta.
—Aquí te aguardaré, sidi —me dijo
Malek—. ¿Cuánto tiempo tardarás en
volver?
—Estaré de vuelta antes que el sol
haya caminado el largo de tu lanza.
—¿Y no olvidarás el tircheh o el
kiahat? (pergamino o papel).
—No, y también llevaré mirek y un
kalem (tinta y pluma).
—Hazlo. Alá te guarde. Hasta la
vista.
Los ateibeh se agacharon junto a sus
camellos y nosotros nos encaminamos a
la ciudad.
—¿No ha sido ésta una aventura? —
le pregunté a Albani.
—Sin duda. ¡Y qué aventura! Ha
estado a punto de acabar con sangre. Yo
ya me había preparado al combate.
—Sí; tenía usted el aspecto de un
Orlando furioso, con quien no se puede
andar con bromas. ¿Cómo le ha sentado
el viaje?
—¡Hum! Al principio me metió
usted en un buen trance; pero después ha
ido todo regular. ¡Prefiero un buen
canapé alemán! ¿Pero se va usted con
esos árabes? Porque siendo así no
volveremos a vernos.
—Probablemente, puesto que usted
quiere aprovechar la primera ocasión
para embarcarse. Pero yo he visto tantos
ejemplos de encuentros inesperados, que
no tengo por imposible que volvamos a
encontrarnos.
Estas palabras debían cumplirse más
adelante. Por entonces, después que
hubimos devuelto los camellos a su
dueño, nos despedimos con la
cordialidad que corresponde a dos
paisanos que se encuentran
inesperadamente en lejanas tierras.
Luego me dirigí con Halef a mi morada
para hacer mi equipaje y despedirme de
Tamaru, el hostelero. No había creído
tener que dejarle tan pronto la
habitación. En dos burros alquilados
salimos de la ciudad hasta encontrar los
camellos que nos aguardaban, y en los
cuales volvimos con los ateibeh al
campamento.
CAPITULO VIII

UNA BODA

Durante el camino estuvimos todos muy


callados, pero la más silenciosa fue la
hija del jeque. Esta no decía una
palabra; pero en sus ojos ardía una luz
siniestra. Si miraba hacia la izquierda,
donde debía de presumir que más allá
del bajo horizonte estaba anclado el
buque de Abú-Seif, su mano diestra se
dirigía maquinalmente al puño de su
hanyar o la culata del largo rifle, que
llevaba atravesado en la silla.
Al llegar a las inmediaciones del
campamento, se colocó Halef a mi lado.
—Sidi —me preguntó—, ¿cómo son
las costumbres de tu tierra? ¿Allí el que
toma mujer tiene que hacerle un regalo?
—Sí, y también se acostumbra entre
vosotros.
—Es verdad. En \fesirat el Arab y en
todo el Charki (Oriente) es costumbre.
Pero como Hanneh sólo aparentemente
será mi mujer, y por algunos días no
más, no sé si es indispensable el regalo.
—Un regalo es un acto de galantería
que siempre excita gratos sentimientos.
Yo, en tu lugar, sería esta vez galante.
—Pero ¿qué voy yo a darle? Soy
pobre y no estoy preparado para una
boda. ¿Te parece que le regale mi
adechlik (encendedor)?
En el Cairo había comprado una
cajita de cartón y guardaba en ella las
cerillas. La cosa tenía para él gran
importancia, porque había pagado por la
cajita al comerciante diez veces más de
su verdadero valor, que apenas llegaría
a real y medio. El amor le llevaba a la
heroica determinación de desprenderse
de tan valiosa joya.
—Dásela —contesté gravemente.
—Bien; se la daré. Pero ¿me la
devolverá cuando deje de ser mi
esposa?
—Se quedará con ella.
—¡Allah kehrim, Dios es clemente!
¿No volveré a poseer lo que es mío?
¿Qué harías tú, sidi, en mi lugar?
—Si tienes tanto apego al adechlik,
dale otra cosa.
—Pero ¿qué? No tengo nada más.
¡No puedo regalarle mi turbante, ni mi
rifle, ni mi látigo!
—Entonces no le des nada.
Halef movió la cabeza muy inquieto.
—Tampoco eso está bien, sidi. Es
mi novia y tiene que recibir alguna cosa.
¿Qué pensarían de ti los ateibeh si tu
criado tomara mujer sin hacerle ningún
regalo?
¡Ah! El muy ladino acudía a mi amor
propio, y de rechazo a mi bolsillo.
—¡Alabado sea Alá que ilumina tu
cerebro, Halef! Pero a mí me pasa lo
mismo que a ti. No puedo regalarle a tu
novia ni mi jaique, ni mi chaqueta, ni mi
carabina.
—Alá es justo y bondadoso, effendi;
por cada dádiva recompensa más de mil
veces su valor. ¿No lleva tu camello una
bolsa de cuero, donde tiene escondidas
cosas que llenarían de gozo a una novia?
—¿Y si yo le diera algo del saquito,
volvería a poseerlo en caso de que
Hanneh te dejara?
—Sin duda podrías exigirlo.
—Eso no se acostumbra entre los
francos; pero ya que me hablas de una
recompensa de mil veces su valor, voy a
abrir el saquito a ver si encuentro algo
para ti.
Al oírme Halef dio un salto en la
silla de puro contento.
—Sidi, eres el effendi más sabio y
mejor que Alá ha criado. Tu bondad es
más ancha que el Sahara y tu
beneficencia más larga que el Nilo. Tu
padre era el hombre más afamado y el
padre de tu padre el más eminente de
todo el Nemsistán. Tu madre era la rosa
más bella y la madre de tu madre la flor
más encantadora del Occidente. ¡Sean
tus hijos numerosos como las estrellas
del cielo, tus hijas como las arenas del
desierto y los hijos de tus hijos
innumerables como las gotas del mar!
Fortuna para mí fue que llegáramos
en aquel instante al campamento; de otra
manera su gratitud me habría casado con
todas las hijas de los samoyedos,
tunguses, esquimales y papúas. En
cuanto al saquito que me había hecho
recordar Halef, contenía, en efecto,
algunos objetos muy apropiados para
regalárselos a una muchacha beduina.
Cuando hubimos terminado nuestro viaje
por el Nilo y nos separamos en el Cairo,
Isla ben Maflai, el hijo del comerciante
de Estambul, no me dejó partir sin
ponerme en la mano una colección de
objetos que durante mis viajes podían
servirme para hacer algunos regalos y
conquistar simpatías. Eran objetos que
ocupaban poco sitio, y aunque pequeños
y no de gran valor, para los habitantes
del desierto eran cosas raras y
preciosas.
En nuestra ausencia del campamento
se había desalojado una tienda que
arreglaron para nosotros. Cuando
hubimos tomado posesión de ella, abrí
el saquito de cuero y saqué un medallón,
bajo cuya tapa de vidrio se movía
artificialmente un diablillo. Estaba
construido por el mismo sistema que se
emplea para los gemelos con tortugas y
otras sabandijas movibles, y pendía de
una cadena de cuentas de vidrio talladas
que a la luz del sol o al resplandor del
fuego brillaban con todos los colores
del arco iris. Aquel objeto no habría
costado en París más allá de dos
francos.
Se lo enseñé a Halef, el cual le echó
una mirada y retrocedió espantado.
—¡Machalah, maravilla de Alá!
¡Esto es el mismo Satanás, maldito de
Alá! Sidi, ¿cómo has llegado a
apoderarte del demonio? ¡La ila ila
Alah, ue Muhammed resul Alah!
¡Guárdanos, Señor, del demonio tres
veces lapidado, pues no a él, sino a Ti
solo queremos servir!
—No puede hacer nada, pues está
fuertemente encerrado.
—¿No puede salir de veras?
—No.
—¿Puedes asegurármelo por tu
barba?
—¡Por mi barba!
—¡Enséñamelo, entonces, sidi! Pero
si logra salir estoy perdido, y la
condenación de mi alma caerá sobre ti y
sobre tus padres.
Cogió la cadena con las puntas de
los dedos, y con muchísima cautela puso
el medallón en el suelo y se agachó para
observarlo minuciosamente.
—¡Valahí —bilahí— talahí! ¡Por
Alah, es Satanás! ¿Ves cómo abre la
bocaza y saca la lengua? ¡Tuerce los
ojos y menea los cuernos! ¡Enrosca el
rabo, amenaza con las garras y patalea!
¡O iazik, oh desgracia, si rompe la
cajita!
—No puede hacerlo. No es más que
una figura artificial.
—¿Una figura artificial, hecha por
manos de hombre? Effendi, tú me
engañas para que me tranquilice. ¿Quién
puede hacer un diablo? ¡Ningún hombre,
ningún creyente, ningún cristiano, ningún
judío! Eres el mayor taleb y el hombre
más audaz que la tierra sustenta, pues
has forzado al diablo y lo has encerrado
en este estrecho zndán (cárcel).
¡Hamdulilah, pues ahora está la tierra
libre de él y de sus espíritus, y todos los
descendientes del profeta pueden gritar
de alegría por los tormentos que tiene
que padecer! ¿Pero para qué me enseñas
esta cadena, sidi?
—Quiero que sea el regalo que
hagas a tu novia.
—¿YD? ¿Esta cadena, que es más
preciosa que todos los diamantes del
Gran Mogol? El que posea esta cadena
será ilustre entre todos los hijos y las
hijas de los fieles. ¿Quieres, en verdad,
regalársela?
—De veras.
—Entonces sé bondadoso, sidi, y
permite que la guarde para mí. De mejor
gana daré a la muchacha mi caja de
fósforos.
—No; le darás la cadena. Te lo
mando.
—Entonces tengo que obedecer.
Pero ¿dónde has tenido tú esto y las
demás cosas, antes de meterlas ayer en
el saquito?
—Del Cairo aquí el viaje es
peligroso, y por eso he llevado mis
alhajas ocultas en las piernas de mis
chalvars (calzones anchos turcos).
—Sidi, tu prudencia y tu cautela
sobrepujan a la astucia del diablo, pues
le has forzado a vivir en tus chalvars.
¿Cuándo tengo que darle a Hanneh la
cadena?
—Tan pronto como sea tu mujer.
—Será la más famosa de las benat
El Arab, pues todas las tribus hablarán y
ensalzarán a la mujer que tendrá
prisionero al diablo. ¿Puedo ver los
demás tesoros?
No pudo ser, pues el jeque nos
mandó decir en aquel instante que
fuéramos, por favor, Halef y yo. En su
tienda encontramos reunidos a todos los
ateibeh.
—Sidi, ¿has traído pergamino?, me
preguntó Malek.
—Tengo papel, que es tan bueno
como el pergamino.
—¿Quieres escribir el contrato?
—Si tú lo deseas, sí.
—¿Empezamos, pues?
Halef, a quien iba dirigida esta
pregunta, se arrodilló, y en seguida se
puso en pie uno de los presentes para
preguntarle:
—¿Cuál es tu nombre completo?
—Me llamo Halef Omar ben Hachi
Abul Abbás Ibn Hachi Davud el
Gossarah.
—¿De qué tierra procedes?
—Procedo del Garbí (Occidente),
donde el sol se pone detrás del gran
desierto.
—¿A qué tribu perteneces?
—Mi padre y el padre de mi padre,
a quienes Alá bendiga, vivían en el gran
Yebel Chur-Chum con las famosas tribus
de los Uelad Selim y Uelad Bu Seba.
El que preguntaba, sin duda pariente
de la novia, se volvió luego al jeque.
—Todos nosotros te conocemos, ¡oh,
bravo, valiente y justo! Tú eres Hachi
Malek Iffandí Ibn Ajmed Jadid El Einí
Ben Abul Alí El Besani Abú Chejab
Abdolatif El Hanisí, jeque de la valiente
tribu de los Beni Aleibeh. Este hombre
que está en tu presencia es un héroe de
las tribus Uelad Selim y Uelad Bu Seba,
que viven en las montañas que llegan
hasta el cielo y se llaman Yebel Chur-
Chum. Lleva el nombre de Halef Omar
Ben Hachi Abul Abbás Ibn Hachi Davud
al Gossarah, y es amigo de un gran
effendi de Frankistán, a quien hemos
acogido como huésped en nuestra tienda.
Tú tienes una hija cuyo nombre es
Hanneh; sus cabellos son como la seda,
su piel como óleo y sus virtudes puras y
brillantes como los copos de nieve que
revolotean en las montañas. Halef Omar
la pide por mujer. Di ¡oh jeque!, lo que
tienes que manifestar acerca de ello.
El interpelado simuló una
meditación profunda y piadosa y
contestó después:
—Tú has hablado, hijo mío. Siéntate
ahora y escucha lo que voy a decirte.
Este Halef Omar Ben Hachi Abul Abbás
Ibn Hachi Davud al Gossarah es un
héroe cuya fama ha llegado a nosotros
hace años. Su brazo es invencible, su
carrera se asemeja a la de la gacela; sus
ojos tienen la agudeza del águila; lanza
el yerid a centenares de pasos; su bala
acierta siempre y su hanyar ha visto la
sangre de muchos enemigos. Ha
aprendido el Corán, y en el Consejo es
uno de los más sabios y prudentes.
Además este poderoso Bey de los
francos tiene en mucho su amistad…
¿por qué había de negarle a mi hija, si
está pronto a cumplir las condiciones
que yo imponga?
—¿Qué condiciones le impones? —
preguntó el otro orador.
—La muchacha es hija de un
poderoso jeque; por eso no puede
tenerla a precio corriente. Pido por ella
una yegua, cinco camellos de silla, diez
de carga y cincuenta ovejas.
Al oír estas palabras puso Halef una
cara como si se estuviera tragando las
cincuenta ovejas, los diez camellos de
carga, los cinco de montar y la yegua,
con piel y lana. ¿De dónde había de
sacar él tanto animal? Por fortuna,
continuó el jeque:
—Por lo cual le doy a ella en dote
una yegua, cinco camellos de silla, diez
de carga y cincuenta ovejas. Vuestra
sabiduría debe demostraros que es
completamente inútil en tan excelentes
circunstancias cambiar el precio por la
dote. Pero exijo ahora que mañana por
la madrugada, a la hora del fagr
(oración matinal), emprenda una
peregrinación a la Meca, en la cual se
llevará a su mujer. Allí seguirán los
santos usos y volverán en seguida a
nosotros. Tiene que tratar a su mujer
como doncella y a su vuelta tiene que
devolvérmela nuevamente. Por ese
servicio recibirá un camello y un saco
de dátiles. Pero si en el viaje no ha
mirado a su mujer como a una extraña no
recibirá nada y perderá la vida. Vosotros
sois testigos de que impongo esta
condición.
El que había tomado antes la palabra
se volvió luego a Halef:
—Ya lo has oído. ¿Qué respondes?
Se veía claramente que al
preguntado le satisfacía todo menos
tener que devolver la novia; pero fue lo
bastante prudente para amoldarse a las
circunstancias y contestó:
—Acepto esas condiciones.
—Entonces escribe el documento,
effendi —me rogó el jeque—. ¡Hazlo
dos veces, una para mí y otra para él!
Cumplí su deseo y leí luego el
contrato. Obtuvo éste la aprobación del
jeque, quien sobre cada ejemplar dejó
gotear un poco de cera, y utilizó el pomo
de su puñal como sello, una vez que él y
Halef hubieron firmado.
Con esto quedaban cumplidas las
formalidades y podían empezar las
indispensables fiestas nupciales, que,
por tratarse de una simulación, fueron
muy modestas. Se degolló y asó un
cordero, y mientras se asaba en una
lanza sobre el fuego, se llevó a cabo un
simulacro de combate, pero sin
disparos. La razón de esto no era difícil
de adivinar.
Al cerrar la noche empezó la
comida. Los hombres comimos solos y
cuando hubimos terminado comieron
aparte las mujeres. En aquella ocasión
tuvo que mostrarse Hanneh, y Halef la
aprovechó para acercarse a ella y
entregarle el consabido regalo. La
escena que siguió a esto no es posible
describirla. El diablo prisionero en el
medallón era un milagro que la
imaginación de aquellas gentes no
comprendía. De nada sirvió todo mi
empeño en explicarles el mecanismo.
No me creían, y esto obedecía
especialmente a que el diablo estaba
vivo. Todos me celebraban como al
mayor héroe y encantador; pero el final
de todo ello fue que Hanneh se quedó
sin regalo. El diablo prisionero era una
maravilla de tan enorme importancia,
que sólo el jeque era digno de guardar la
incomparable alhaja; naturalmente,
después de haberles asegurado yo con
toda solemnidad que el diablo no
lograría salir ni hacer mal alguno.
Era ya cerca de media noche cuando
me retiré con Halef a mi tienda con
objeto de descansar.
—Sidi —me dijo Halef en voz baja
—; ¿tengo que guardar y cumplir todo lo
que has escrito?
—Sí; tal como lo has prometido.
Pasó un rato y al cabo volvió a
decirme muy bajito:
—¿Devolverías tú a tu mujer?
—No.
—¡Y sin embargo me dices que yo
tengo que hacerlo!
—Sin duda; pero si yo tomara mujer
no prometería devolverla.
—¡Oh, sidi! ¿Por qué no me has
dicho que lo hiciera yo así?
—¿Eres acaso un niño que necesita
tutor? Y además, ¿cómo podrá un
cristiano instruir a un musulmán en ese
punto? Yo creo que tú quieres quedarte
con Hanneh.
—Lo has adivinado.
—¿Entonces quieres dejarme?
—¿A ti, sidi? ¡Oh!
Carraspeó confundido, pero no dio
respuesta alguna.
Un ininteligible murmullo y más
tarde algunos suspiros fue todo lo que
pude oír. Halef se echaba ya de un lado,
ya de otro; sin duda su afición a la
muchacha y su apego a mi persona,
habían trabado lucha en su corazón. Le
dejé que se arreglara como pudiera y me
quedé dormido.
Mi sueño era tan profundo, que sólo
me despertó un fuerte patear de
camellos. Me levanté y salí de la tienda.
En Oriente se aclaraba el horizonte, y a
la otra parte, donde estaba la bahía, el
cielo se mostraba rojo. Allí había un
incendio, y la sospecha que tuve al verlo
se confirmó por el bullicio que reinaba
en el campamento. Los hombres habían
estado ausentes y acababan de llegar con
sus camellos cargados de botín. También
la hija de Malek se había ido con ellos,
y cuando desmontó observé que sus
vestidos estaban salpicados de sangre.
El jeque me dio los buenos días, y me
dijo señalando la nube que se formaba
en el lugar del incendio:
—¿Ves cómo hemos hallado el
buque? Al llegar nosotros dormían, y
ahora esos perros están reunidos con sus
padres.
—¿Los has matado y has robado el
buque?
—¿Robado? ¿Qué quieres decir con
esa palabra? ¿No corresponden a los
vencedores los bienes de los vencidos?
¿Quién puede disputarnos lo que hemos
ganado?
—La zehka que robó Abú-Seif
pertenecía al gran jerife-emir.
—¿Al jerife-emir, el que nos
desterró? Aunque el dinero fuese suyo,
no volvería a él. ¿Es que tú crees
realmente que era la zehka? Te han
engañado. Sólo el jerife tiene derecho a
cobrar esa contribución, y, en ningún
caso, se lo encomendaría a un turco. ¡El
turco que tomaste tú por un portazguero
del Gran Señor o era un contrabandista
o un aduanero del bajá de Egipto, a
quien Alá dé muerte!
—¿Le odias?
—Le odiamos todos los árabes
libres. ¿No has oído hablar nunca de las
crueldades que ocurrieron aquí en
tiempo de los vajabitas? Sea del bajá o
del jerife, el dinero queda conmigo.
Pero dejemos esto. La hora del fagr se
acerca. Prepárate a seguirnos. No
podemos permanecer aquí más tiempo.
—¿Dónde irás a establecer tu
campamento?
—En un sitio desde el cual pueda
observar el camino entre la Meca y
Yidda. No quiero que Abú-Seif se me
escape.
—¿Has calculado también los
peligros que te amenazan?
—¿Crees tú que los ateibeh temen el
peligro?
—No; pero el hombre más valeroso
debe ser al mismo tiempo el más
precavido. Si Abú-Seif cae en tus manos
y le matas, tienes que dejar al momento
este país. Luego perderás tal vez a la
hija de tu hija, que estará con Halef en la
Meca.
—Yo diré a Halef dónde ha de ir a
buscarnos si eso ocurre. Hanneh tiene
que haber estado en la Meca antes que
nos vayamos. Es la única persona entre
nosotros que no ha visitado aún la
ciudad santa, y más tarde le será tal vez
imposible hacerlo. Por eso le estaba
buscando un delil desde hace mucho
tiempo.
—¿Has resuelto ya adónde irás?
—Al desierto de Er Nahmán, hacia
Mascate, y luego quizá envíe un
mensajero a El Frat (Eufrates), a los
Beni Chammar o a los Beni Obeide para
que nos admitan en su tribu.
A la breve aurora siguió el día. El
sol asomaba en el horizonte y aquellos
árabes, que aun olían a la sangre que
habían derramado, se arrodillaron para
rezar. Al poco rato, las tiendas estaban
levantadas y emprendimos la marcha.
Entonces, ya bien claro el día, vi los
objetos que se habían apropiado los
ateibeh en su asalto al buque de Abú-
Seif. Con ello se habían convertido, de
un solo golpe, en gente bien acomodada,
por lo cual reinaba entre ellos una
alegría desbordante. Ya me mostré algo
retraído. Estaba disgustado, porque me
acusaba de ser la causa, aunque
inocente, de la muerte de los yeheine.
Naturalmente, no podía reprocharme
nada; pero la conciencia me preguntaba
si no habría podido portarme de otra
manera. También me daba algo que
pensar la proximidad de la Meca. ¡Allí
estaba la ciudad «santa», la vedada!
¿Tenía que detenerme ante ella o debía
atreverme a visitarla? Aquella ciudad
me atraía con irresistible fuerza, y sin
embargo se me representaban todas las
dificultades que se me opondrían. ¿Qué
ganaría yo caso de que lograra entrar en
ella?
Podría decir que había estado en la
Meca… y nada más. Si me descubrían,
mi muerte sería inevitable, ¡y qué
muerte! Pero como estos razonamientos
en pro y en contra a nada conducían,
resolví dejarme llevar por las
circunstancias tal como se presentaran.
Lo mismo había hecho muchas veces y
siempre había salido adelante con
felicidad.
CAPITULO IX

EN LA MECA

Para evitar posibles encuentros, el jeque


dio un gran rodeo, sin permitir ningún
alto en la marcha hasta que llegó la
noche. Nos encontrábamos en un angosto
barranco, rodeado de acantilados de
granito, entre los cuales anduvimos hasta
llegar a una especie de valle en forma
de caldera que al parecer no tenia
salida. Allí nos apeamos. Se plantaron
las tiendas y las mujeres encendieron
lumbre. Luego hicimos una comida
opípara y variada, muchos de cuyos
manjares procedían indudablemente del
buque. Luego vino el momento, deseado
por todos, del reparto del botín.
Como en él no tenía yo nada que ver,
me aparté un poco y fui a dar una vuelta
por el valle. En un sitio me pareció que
podía trepar a las rocas y lo probé, a la
luz de las estrellas que brillaban
claramente. Al cabo de un cuarto de
hora, poco más o menos, me encontré
arriba, en lo alto del monte, desde donde
la vista se esparcía libremente por todas
partes. Hacia el Sur vi como una hilera
de montañas calvas, sobre las cuales se
levantaba ese blanco resplandor que
durante la noche esparcen las luces de
las grandes ciudades. ¡Allí estaba la
Meca!
Abajo oía las voces de los ateibeh,
que disputaban acerca del reparto del
botín. Pasó un buen rato y al fin volví al
campamento. El jeque me recibió con
estas palabras:
—Effendi, ¿por qué no te has
quedado con nosotros? Te corresponde
una parte de todo lo que hemos
encontrado en el buque.
—¿A mí? Te equivocas. Yo no
estuve con vosotros y por eso no me
corresponde nada.
—¿Habríamos dado acaso con los
yeheine si no te hubiéramos encontrado
a ti? Tú has sido nuestro guía sin darte
cuenta y por eso tienes tu parte en el
botín.
—¡No acepto nada!
—Sidi, conozco muy poco tu
doctrina y por eso y porque eres mi
huésped no puedo menospreciarla, pero
es falsa si te prohíbe tomar parte en el
botín. Los enemigos han muerto y el
buque ha sido destruido. ¿Tenemos que
quemar y destruir estas cosas que nos
son tan necesarias?
—No vamos a disputar; quedaos con
lo que decís que es mío.
—No lo admitimos. Permite que se
lo demos a Halef, tu compañero, aunque
a él ya se le ha dado su parte.
—¡Dádselo!
El pequeño Halef Omar se deshacía
en acciones de gracias. Había recibido
algunas armas y prendas de vestir,
además de una bolsa con monedas de
plata. Me obligó a que se las contara,
para que fuera yo testigo de que aquel
día había venido a ser hombre
extraordinariamente rico. La cantidad
era de ochocientas piastras poco más o
menos y esto bastaba para hacer feliz a
un árabe pobre.
—Con ese dinero puedes sufragar
más de cincuenta veces los gastos que
tendrás en la Meca —observó el jeque.
—¿Cuándo he de ir a la ciudad
santa? —le preguntó Halef.
—Mañana, entre la mañana y el
mediodía.
—No he estado nunca. ¿Qué es lo
que se hace allí?
—Voy a explicártelo. Es deber de
todo peregrino ir en seguida, en cuanto
llega, a El Hamram (la gran mezquita).
Cabalgas, pues, hacia Baith-Alah (casa
de Dios), que así se llama también la
gran mezquita; dejas los camellos y
entras. Allí encontrarás seguramente un
metovef (guía de forasteros) que te
instruirá en todo lo que hay que hacer;
con él has de tratar el precio antes y no
después, si no quieres que te engañe.
Tan pronto como descubras la Kaaba
haces dos rikat (postraciones) con la
oración prescrita, para dar gracias por
haber llegado felizmente al sagrado
lugar. Luego te llegas al mambar[26] y te
descalzas. Debes dejar allí los zapatos,
que te guardarán, pues en Bath-Alah no
es permitido, como en otras mezquitas,
llevarlos en la mano. Luego empieza el
tovaf, es decir, el paso alrededor de la
Kaaba, que se repite siete veces.
—¿Hacia qué lado?
—Hacia la derecha, de manera que
la Kaaba quede siempre a tu izquierda.
Las tres primeras vueltas se dan muy de
prisa.
—¿Por qué?
—En memoria del Profeta. Se había
extendido el rumor de que estaba
gravemente enfermo, y él para
desmentirlo corrió tres veces muy
ágilmente alrededor de la Kaaba. Las
vueltas restantes se dan más despacio.
Ya sabes las oraciones que en esta
ocasión se han de rezar. A cada vuelta se
besa la santa piedra. Por fin, cuando el
tovaf ha terminado, aprietas el pecho
contra la puerta de la Kaaba, extiendes
los brazos y pides a Alá en alta voz que
te perdone tus pecados.
—Y ya estoy listo —dijo Halef,
impaciente.
—No. Te diriges al mayem[27] y
delante de Mekam-Ibrahimí[28] haces
otros dos rikat. Después te llegas a la
santa fuente Zem-Zem y tras una corta
oración bebes el agua que quieras. Te
daré dos botellas, que tienes que llenar y
traerme, pues el agua santa es un
remedio para todos los males del alma y
del cuerpo…
—Eso se refiere a la Kaaba
solamente. ¿Qué sigue después?
—Luego viene el Say, el camino de
Szafa a Merua. Sobre el cerro le Szafa
hay tres arcos abiertos. Allí te colocas;
diriges tus ojos a la mezquita, levantas
las manos al cielo y pides ayuda a Alá
en la santa vía. Luego andas seiscientos
pasos hacia el terrado de Merua. En el
camino hallarás cuatro pilares de
piedra, por cima de los cuales tienes que
saltar. En Merua rezas otra oración y
recorres seis veces el mismo camino.
—¿Y ya está todo hecho?
—No, pues tienes que mandarte
afeitar la cabeza y visitar a Omrah, que
está tan distante de la ciudad como
nosotros ahora. Hecho esto, has
terminado las ceremonias sagradas y
puedes volver al campamento. En el mes
de la gran peregrinación los creyentes
tienen que hacer más, y necesitan mucho
tiempo para ello, porque están presentes
muchos millares de peregrinos; pero tú
no necesitas más que dos días, y al
tercero puedes estar otra vez con
nosotros.
A estas instrucciones siguieron
varias advertencias que no tenían interés
para mí, pues en su mayoría se referían a
Hanneh. Me eché para descansar, y
cuando, finalmente, vino Halef, me miró
a ver si estaba ya dormido, y al notar
que no, me preguntó.
—Sidi, ¿quién te servirá durante mi
ausencia?
—Yo mismo. ¿Quieres hacerme un
favor, Halef?
—Sí; ya sabes que por ti hago todo
lo que puedo y debo.
—Tienes que traerle al jeque agua
de la fuente Zem-Zem. Tráeme también a
mí una botella.
—Sidi, pídeme lo que quieras, pero
no puedo hacer eso. Sólo los fieles
pueden beber agua de esa fuente. Si te la
trajera, nada podría salvarme del fuego
eterno.
Me contestó con una convicción tan
profunda, que no intenté insistir más en
mi pretensión. Después de una pausa
continuó:
—¿No quieres procurarte tú mismo
el agua santa?
—Yo no puedo.
—Sí, puedes, convirtiéndote antes a
la verdadera fe.
—No lo haré; durmamos.
A la mañana siguiente se fue con su
mujer, como buen marido. Le ordenaron
decir que venía de lejanas tierras y no
descubrir que su compañera, que
acababa de ponerse el velo, era una
ateibeh. Con él se fue un guerrero que
debía vigilar el camino entre la Meca y
Yidda. También a la entrada de nuestro
barranco se colocó un centinela.
El primer día transcurrió sin
novedad; en el segundo, por la mañana,
pedí permiso al jeque para dar un
pequeño paseo, y él me entregó un
camello y me encargó que procediera
con cautela para que no fuera
descubierto el campamento. Yo había
pensado dar solo mi paseo; pero la hija
del jeque se me acercó en el instante en
que iba a montar y me preguntó:
—Effendi, ¿quieres que vaya
contigo?
—Sí; puedes venir.
Al dejar el barranco tomé
involuntariamente la dirección de la
Meca. Yo había creído que mi
compañera me advertiría; pero continuó
a mi lado sin decirme una palabra.
Cuando habíamos andado un cuarto de
legua torció un poco a la derecha
diciéndome:
—Sígueme, effendi.
—¿Adónde?
—Quiero ver si nuestro centinela
está en su puesto.
Al cabo de cinco minutos escasos, le
vimos. Estaba sentado en un otero y
miraba atentamente hacia el Sur.
—No conviene que nos vea —me
dijo la amazona—. Ven, sidi, te
conduciré adonde tú quieres ir.
¿Qué quería decir con estas
palabras? Se dirigió hacia la izquierda y
me miró sonriendo. Luego soltó la
rienda a su camello y al fin se detuvo en
un valle angosto, donde desmontó y se
tendió en el suelo.
—Siéntate a mi lado y hablemos —
me dijo.
Se me hacía cada vez más
enigmática, pero seguí su invitación.
—¿Crees que tu fe es la única
verdadera, effendi? —dijo empezando
la conversación.
—¡Ciertamente! —contesté.
—También yo —repuso
tranquilamente ella.
—¿Tú también? —le pregunté
admirado, pues era la primera vez que
oía yo tal confesión en una boca
musulmana.
—Sí, effendi; yo sé que solamente tu
religión es la verdadera.
—¿Por quién lo sabes?
—Por mí misma. El primer lugar
donde hubo seres humanos fue en el
paraíso; allí vivían todos los seres de la
creación sin hacerse mal alguno. Así lo
había querido Alá, y por eso la religión
verdadera es la que ordena lo mismo.
Esa religión es la vuestra.
—¿La conoces tú?
—No; pero un viejo turco nos habló
una vez de ella. Dijo que rezáis: Ile
unutbizma günahlerboile unutar-iz
günahler[29]. ¿Es así?
—Así es.
—Y que en vuestro Corán está
escrito: Allah muhabbet dir, ile
muhabedda kiln durar, bu durar Alanda
ile Allah durar onada[30]. Dime si
también eso es verdad.
—También es así.
—Entonces tenéis la verdadera fe.
¿Puede un cristiano robar a una
doncella?
—No. Quien lo hiciera recibiría un
gran castigo.
—¿Ves cómo vuestra religión es
mejor que la nuestra? A estar yo con
vosotros, no me habría robado Abú-Seif
y forzado a que fuera su mujer. ¿Conoces
la historia de estas tierras?
—Sí.
—Entonces sabrás que los turcos y
los egipcios se han ensañado contra
nosotros, aunque tenemos una misma fe.
Deshonraron a nuestras madres y
empalaron a miles de nuestros padres;
los descuartizaron y quemaron, les
cortaron los brazos, las piernas y las
narices, les sacaron los ojos y
despedazaron a sus hijos. Y odio esa fe,
pero tengo que observarla.
—¿Por qué? En todo tiempo te es
dable…
—¡Calla! —me interrumpió
bruscamente—. Te digo mis
pensamientos, pero no te erijas en
maestro mío. Y sé lo que hago; he de
vengarme y me vengaré de todos los que
me han ofendido.
—¿Cómo dices, pues, que la religión
del amor es la verdadera?
—Sí; pero ¿tengo que ser yo sola la
que ame y perdone? Hasta de eso, de
que no podamos pisar la ciudad santa,
he de vengarme. Adivina cómo.
—Dímelo.
—Tú tienes el secreto deseo de ir a
la Meca.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Yo lo he adivinado. Contéstame.
—Sin duda; deseo ver la ciudad.
—Eso es muy peligroso; pero yo
quiero vengarme, y por eso te he traído a
este sitio. ¿Seguirías los ritos si fueras a
la Meca?
—Quisiera poder evitarlo.
—No quieres ofender tu fe y haces
bien. Ve a la Meca; yo te aguardo aquí.
¿No era esto extraordinario? Quería
vengarse del Islam procurando que los
pies de un infiel profanaran los santos
lugares. Como misionero se me
presentaba un hermoso problema que
resolver —naturalmente con mucho
gasto de tiempo y trabajo—; como
«trotamundos» me era imposible.
—¿Dónde está la Meca? —le
pregunté.
—Si subes a ese monte, la verás en
el valle; pero tendrás que ir a pie.
—¿Por qué a pie y no montado?
—Si vas montado te tomarán por
peregrino y no dejarán de vigilarte; pero
si atraviesas a pie la ciudad, pensarán
que ya has estado en ella y que has
salido a dar un paseo.
—¿Y tú me esperarás?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo?
—El tiempo que vosotros, los
francos, llamáis cuatro horas.
—Eso es muy poco.
—Considera que pueden descubrirte
si estás allí mucho tiempo. Sólo tienes
que recorrer unas calles y ver la Kaaba;
con eso te basta.
Tenía razón. ¡Qué bien había hecho
en dejarme llevar por las circunstancias!
Me puse en pie; pero ella señaló mis
armas y meneó la cabeza.
—Pareces un indígena en todo; pero
los árabes no usan esas armas. Deja aquí
tu rifle y toma el mío.
En aquel instante me asaltó cierta
desconfianza; pero en realidad no había
el menor motivo para ella. Cambié mi
carabina por su rifle y eché a andar
monte arriba. Al llegar a la cumbre vi la
Meca a una distancia de media hora en
un valle, en medio de alturas pedregosas
y solitarias. Distinguí la ciudadela Ybel
Chad y los alminares de algunas
mezquitas. El Hamram, la mezquita
principal, estaba en la parte Sur de la
ciudad.
Hacia allí dirigí primeramente mis
pasos. Por el camino mi ánimo era
semejante al del soldado que ha
combatido en algunos pequeños
encuentros y de pronto oye el cercano
fragor de una gran batalla.
Llegué felizmente a la ciudad. Como
había observado ya la situación de la
gran mezquita, no tuve necesidad de
preguntar a nadie. Las casas de las
calles por donde pasaba eran de piedra,
y el piso estaba cubierto con arena del
desierto. Al cabo de un rato llegué al
gran rectángulo que forma la Baith-Alah
y anduve pausadamente alrededor de
ella. Los cuatro lados consistían en
hileras de columnas y pórticos, sobre
los cuales se elevaban seis alminares.
Conté doscientos cuarenta pasos de
largo y doscientos cinco de ancho.
Como quería contemplar después el
exterior, entré por una de las puertas, en
la cual estaba un mekkaní o habitante de
la Meca, vendiendo botellas de cobre.
—¡Salam aaleikum! —Le dije,
saludándole con mucho respeto—.
¿Cuánto llevas por una de esas kuleh?
—Dos piastras.
—Alá bendiga a tus hijos y a los
hijos de tus hijos, pues tus precios son
moderados. Aquí tienes dos piastras y
me llevo una kuleh.
Me metí la botella en el bolsillo y
penetré entre las columnas. Me
encontraba junto a la cancela y me quité
los zapatos. Luego contemplé el interior
de la santa casa. Casi en el centro está la
Kaaba, que, como estaba tapada con el
kisma, o tela de seda negra, ofrecía un
aspecto extraño. A ella conducen siete
caminos empedrados, entre los cuales
había espacios cubiertos de césped.
Cerca de la Kaaba vi la fuente santa de
Zem-Zem, junto a la cual varios
empleados distribuían agua a los
peregrinos. Nada de ello me dio la
impresión de sagrado. Mozos con cofres
y literas corrían de un lado a otro con su
carga; debajo de los pórticos se veía a
varios escribientes y memorialistas
sentados e incluso había vendedores de
fruta y de pasteles. Al mirar casualmente
por entre las columnatas, vi un camello
ensillado que acababa de arrodillarse
para dejar que se apeara su dueño. Era
un animal admirable. Su dueño se volvió
de espaldas a mí e hizo seña a un criado
de la mezquita para que fuera a
guardarle el camello.
Todo esto lo observé de paso al
dirigirme a la fuente. Y quería llenar en
seguida mi botella, pero tuve que
aguardar un rato a que me tocara la vez.
Di luego una pequeña limosna, tapé la
botella y me la metí en el bolsillo.
Después me volví, y… ¡a diez pasos de
mí se encontraba Abú-Seif!
Un terrible espanto invadió mis
miembros, que, por fortuna, no se me
paralizaron. En trances así resuelve el
hombre las cosas con extraordinaria
rapidez. Sin huir de una manera visible
me metí a grandes zancadas por entre las
columnas fuera de las cuales se hallaba
el camello del mismo Abú-Seif. Aquel
animal era lo único que podía salvarme.
Era uno de esos heyihn leonados de las
montañas de Yammar.
Di por perdidos mis zapatos, pues
no tenía tiempo de recogerlos, ya que
había oído detrás de mí el grito de:
—¡Un yaúr, un yaúr! ¡Prendedle,
guardias del santuario!
El efecto que produjo este grito fue
formidable. No tuve tiempo de mirar a
mi alrededor, pero detrás de mí oí como
un ruido de una catarata, el aullido de un
huracán, el pataleo y el galopar de una
manada de millares de búfalos. Atravesé
la plaza volando, corrí entre las
columnas, salté los peldaños y me
encontré junto al camello aquel, que no
estaba atado a ningún sitio. De un
puñetazo eché a un lado al que lo
guardaba, y en un instante me encontré
en la silla, revólver en mano. Pero…
¿obedecería el camello?
—¡E… o… ah! ¡E… o… ah!
¡Alabado sea Dios! Al conocido
grito se levantó el heyihn con dos
sacudidas y emprendió veloz carrera.
Detrás de mí silbaban las balas; pero no
hice caso: ¡adelante!, ¡adelante!
Si aquel camello hubiera sido uno de
esos animales testarudos que tanto
abundan entre los de su especie, estaba
yo perdido sin remedio.
En menos de tres minutos me
encontré fuera de la ciudad, y entonces,
por primera vez, me atreví a volver la
vista atrás, cuando ya había salvado casi
la mitad de las colinas. Abajo veía un
sinnúmero de jinetes que me perseguían.
Todo el mundo se había lanzado a los
próximos james y seráis buscando
cabalgaduras.
¿Adónde debía dirigirme? ¿Hacia el
sitio donde me aguardaba la hija del
jeque? Esto tenía el grave inconveniente
de que podían descubrirla; mas era de
todo punto preciso avisarle. Con
incesantes gritos excité a mi camello,
cuya velocidad era incomparable. Al
llegar a lo alto del monte, miré otra vez
hacia atrás y comprendí que me
encontraba ya en salvo. Un solo jinete
había llegado relativamente cerca de mí,
y era Abú-Seif. Por casualidad había
cogido un caballo que corría con
velocidad pasmosa.
Me lancé disparado por la ladera
opuesta. La hija de Malek me esperaba.
Al verme montado en un camello y
volver a tan desenfrenada carrera,
adivinó lo ocurrido. Montó en seguida
en su animal y tomó de la brida el que
yo había montado antes.
—¿Quién te ha descubierto? —me
gritó.
—Abú-Seif.
—¡Allah akbar! ¿Te persigue el
infame?
—Viene bastante cerca.
—¿Con cuántos más?
—Los otros quedan muy rezagados.
—Entonces aléjate de mí y huye
siempre en línea recta.
—¿Para qué?
—Ya lo verás.
—Luego volveré. Dame mis armas.
Al pasar cambiamos los rifles y en
seguida la hija del desierto se escondió
detrás de una roca desprendida.
Entonces adiviné su intención: quería
colocar a Abú-Seif entre ella y yo. Al
cabo de un instante apareció el pirata en
la cumbre del monte. Entonces hice
aflojar un poco el paso a mi camello y
observé que el bandido redoblaba su
ardor. Mientras trepaba yo por la ladera
de un cerro, galopaba él cuesta abajo
por el anterior y transversalmente por el
declive sin fijarse en las huellas, que le
habrían revelado que no era yo solo el
que había pasado por allí. Al alcanzar
yo la segunda cumbre vi en la otra a
algunos perseguidores más y muy abajo,
en el fondo de la hondonada, vi a mi
amazona, que había emprendido el
camino. Su intento estaba logrado. Abú-
Seif se encontraba entre ella y yo, y
como ella no llevaba ya de la brida al
otro camello, sino que éste la seguía
suelto, si el pirata volvía la vista atrás,
tenía que tomarla por otro perseguidor
mío.
Por mí no tenía ya nada que temer; y
como los demás perseguidores se
quedaban cada vez más rezagados, sólo
había que procurar que Abú-Seif no se
nos escapara. Busqué, pues, el modo de
salir del terreno montañoso para entrar
en la llanura, siempre en la dirección en
que se encontraba el campamento de los
ateibeh. Al mismo tiempo iba refrenando
cada vez más a mi yemel.
De esta manera transcurrieron tres
cuartos de hora largos, hasta que entré
en pleno desierto, donde corrí en línea
recta, cuidando de que Abú-Seif
estuviese siempre a tal distancia que no
pudieran alcanzarme sus balas. Entonces
había alcanzado ya la hija del jeque el
pie de las colinas; pero al mismo tiempo
vi aparecer en la cima de la última a
otro jinete cuyo camello debía de ser
excelente, pues nos ganaba cada vez más
terreno. Corría mucho más que el
caballo de Abú-Seif.
CAPITULO X

EL VENGADOR

Empecé a temer entonces, pero no por


mí, sino por mi compañera; mas vi con
admiración que aquel jinete torcía a un
lado, describiendo un gran arco, como si
quisiera cogernos de costado. Detuve mi
montura y le miré fijamente. ¿Era
posible? El jinete que montaba el heyihn
que tanta velocidad llevaba era un
hombrecito exactamente igual a Halef.
¿Qué habría hecho para agenciarse
aquella montura y cómo era que venía
detrás de nosotros? Detuve otra vez mi
camello para mirarle más atentamente.
Sí, era Halef, que quería dárseme a
conocer y movía los brazos en el aire
como si cazara golondrinas. Entonces
me quedé tranquilamente parado y tomé
en la mano la carabina. Abú-Seif estaba
al alcance de mi voz.
—¡Rrrrree, Padre del Sable! ¡Tente
ahí, si no quieres que te envíe una bala!
—¡Que me detenga, perro! —gritó
—. ¡He de cogerte vivo y llevarte a la
Meca, profanador del santuario!
No pude obrar de otro modo: apunté
e hice fuego. Para no matarle a él había
apuntado al pecho del caballo, el cual
dio una vuelta y cogió debajo al jinete;
luego se revolvió un par de veces, y
finalmente quedó muerto. Creí que Abú-
Seif se levantaría inmediatamente; mas
no fue así. O estaba mal herido o lo
fingía solamente para poder echarme
mano al acercarme yo. Lo hice con las
debidas precauciones, al mismo tiempo
que llegaba la ateibeh. Abú-Seif yacía
en la arena, con los ojos cerrados, y no
se movía.
—Effendi, tu bala se ha adelantado a
la mía —me dijo aquella mujer con
hondo pesar.
—Yo he disparado contra su
caballo, no contra él; pero podría
haberse desnucado. Espera, que voy a
reconocerlo.
Me apeé y le examiné. Si la herida
no era interna, estaba solamente
atontado. La ateibeh sacó su hanyar.
—¿Qué vas a hacer?
—Llevarme su cabeza.
—No lo harás, pues yo tengo
también derecho sobre él.
—¡Mi derecho es más antiguo!
—Pero el mío es mayor, pues yo le
he derribado.
—Eso es justo, según las costumbres
de esta tierra. ¿Le matarás?
—¿Qué harás tú si no le mato, sino
que le dejo en libertad, o a lo menos
aquí tendido?
—Entonces acaba tu derecho y
empieza el mío.
—No lo dejo, pues.
—En tal caso, llevémoslo y se
resolverá lo que haya de ser de él.
En aquel instante llegó Halef.
—¡Machallah, maravilla de Dios!
Sidi, ¿qué has hecho?
—¿Cómo has llegado tú aquí?
—Te he seguido corriendo.
—Ya lo he visto. Explícate.
—Sidi, tú sabes que tengo mucho
dinero. ¿Por qué llevarlo en el bolsillo?
Quería emplearlo comprando un buen
yemel y me he dirigido con Hanneh a un
tratante que vive en la parte Sur de la
ciudad. Mientras examinaba sus
cabalgaduras para ver cuál era la mejor
y examinaba ésta, tan cara que sólo un
bajá o un emir podrían pagarla, se ha
levantado afuera gran gritería. He salido
corriendo con el traficante y he oído que
decían que un yaúr había profanado el
santuario y se había escapado. En
seguida he sospechado que eras tú, sidi,
y he visto a los pocos momentos cómo te
apresurabas a ganar las alturas. Todo el
mundo se ha lanzado al patio para
buscar animales con que perseguirte. Y
he hecho lo mismo y he tornado este
heyihn. Después de ordenar a Hanneh
que se apresurara a ir al campamento
para contar el caso al jeque, he dado un
empujón al tratante, que no quería
dejarme el camello y he corrido detrás
de ti para cogerte. Los demás se han
quedado rezagados, y ahora te tengo a ti
y tengo al camello.
—El camello no es tuyo.
—De eso hablaremos después. Los
perseguidores no se han vuelto atrás y
no podemos quedarnos aquí. ¿Qué
hacemos con este Padre del Sable y de
las uñas?
—Lo ataremos a ese camello que
está libre y nos lo llevaremos. Ya
volverá en sí.
—¿Y dónde nos metemos?
—Yo lo sé —contestó la ateibeh—,
y también lo sabes tú, Halef, pues mi
padre te lo indicó para el caso de que al
volver no nos encontraras ya en el
campamento.
—¿Te refieres a la cueva Alafrah?
—Sí; Hanneh te habría guiado allí.
Es una cueva que solamente conocemos
los ateibeh. Vamos, ayúdame a atar
ahora al prisionero.
No fue difícil la operación y Abú-
Seif quedó atado al camello en que yo
había montado antes de entrar en la
ciudad. Todo cuanto llevaba el pirata le
fue arrebatado por la ateibeh; luego
cabalgamos apresuradamente hacia el
Sudeste.
Así fue como logré escapar
felizmente. No pensaba yo entonces
volver a la Meca, cuya descripción dejo
para más adelante.
Por el camino tuve que sufrir los
reproches de Halef.
—Sidi —me dijo—: ¿no te había
avisado que ningún infiel debe entrar en
esa ciudad? ¡Has estado a punto de
perder la vida!
—¿Por qué te negaste tú a traerme el
agua que te pedí?
—Porque no debía hacerlo.
—Por eso he tenido yo que ir por
ella.
—¿Has estado en la fuente santa?
—¡Mira! Esta es agua legítima de la
fuente Zem-Zem.
—¡Alah kerihm, Dios es clemente,
sidi! Él ha hecho de ti un verdadero
creyente y hasta un legítimo hachi.
Ningún yaúr puede entrar en la ciudad;
pero el que posee agua de la Zem-Zem
es un hachi, y por consiguiente un
verdadero musulmán. ¿No te he dicho
siempre que te convertirías, quisieras o
no?
La interpretación que Halef daba al
asunto era tan graciosa como atrevida;
pero tuvo la virtud de apaciguar la
conciencia muslímica de mi buen criado,
y a mí no se me ocurrió llevarle la
contra.
Los alrededores de la Meca son
extraordinariamente pobres en agua, y
donde se encuentra un manantial se
forma con seguridad un poblado o por lo
menos un campamento. Teníamos, pues,
que evitarlos, y así, no obstante el gran
ardor del día, no hicimos ningún alto
hasta llegar a una región formada de
rocas abruptas. Seguimos a la ateibeh
por aquellos despeñaderos y pedregales
y entre colosales peñas llegamos a una
hendedura de la roca que tendría el
ancho aproximado de un camello.
—Esta es la cueva —dijo nuestra
guía—. También los camellos pueden
entrar si les quitamos las sillas.
—¿Nos quedamos aquí? —pregunté
yo.
—Sí, hasta que el jeque venga.
—¿Vendrá?
—Vendrá con seguridad, porque
Hanneh le habrá informado. Si algún
ateibeh no vuelve al campamento, ya
sabemos todos que hay que venir aquí a
buscarlo. Apéate y sígueme.
Abú-Seif había vuelto en sí; pero
durante todo el trayecto no se había
dejado oír para nada, y había tenido
siempre los ojos cerrados.
Inmediatamente fue bajado a la cueva.
Siguiendo la hendedura vi que se iba
ensanchando y formaba al cabo un
espacio capaz para cuarenta o cincuenta
hombres con sus monturas. Su mayor
ventaja consistía en que había en ella un
charco de agua que destilaba la roca, en
el fondo de la gruta. Después de haber
dejado en seguridad al prisionero, y los
camellos, salimos fuera y buscamos
grandes matas de retama, que tiene la
propiedad de arder lo mismo verde que
seca. Las recogimos para encenderlas
por la noche, pues de día la humareda
habría podido descubrir nuestro refugio.
Por lo demás, no había que temer
que nos descubrieran. Habíamos
caminado por un suelo tan pedregoso
que nuestras huellas no podían
ciertamente denunciarnos.
Un descubrimiento curioso hice al
registrar las alforjas de mi camello;
contenía dinero y en cantidad
considerable.
Nuestros camellos estaban fatigados
y nosotros igualmente; el prisionero
estaba bien atado y por lo tanto
podíamos dormir tranquilos, aunque,
para mayor seguridad, nos repartimos la
guardia Halef y yo. Así pasaron las
últimas horas de la tarde y entró la
noche. Al amanecer estaba yo de
centinela cuando me llamó la atención
un ruido que se acercaba; aceché por la
grieta y vi fuera a un hombre que se
deslizaba cautelosamente.
—¡Gracias a Alá que te hallo,
effendi! —me dijo saludándome—.
Nuestro jeque me ha hecho adelantarme
para ver si estabais aquí. No necesito
volver atrás, pues la señal de que os he
encontrado es que no me mueva.
—¿Quién sospechas que está aquí?
—Le dije.
—Tu criado Halef, la bint El Malek,
y tal vez Abú-Seif sea el prisionero.
—¿Cómo podías pensarlo?
—Effendi, no es difícil de adivinar.
Hanneh ha aparecido sola con los
camellos en el campamento, y ha
contado que tú habías estado en la Meca
y te habías escapado. La bint El Malek
había salido contigo, y seguramente no
te podía abandonar, aunque has
cometido un gran pecado. Halef ha
corrido detrás de ti, y más allá de las
montañas hemos encontrado el caballo
del yeheine muerto de un tiro, pero a él
no. Así, pues, lo tenéis con vosotros.
Naturalmente, esto lo hemos adivinado
nosotros; tus perseguidores no.
—¿Cuándo llegará el jeque?
—Tal vez dentro de una hora.
—Entonces, entra.
Sin dignarse siquiera mirar al
prisionero, se echó en seguida a dormir.
En el tiempo que me había indicado
llegó una pequeña caravana delante de
la cueva, y los que la formaban se
apearon y entraron. Yo esperaba algún
reproche del jeque; pero su primera
pregunta fue:
—¿Has cogido prisionero al
yeheine?
—Sí.
—¿Está aquí?
—Sano y salvo.
—¡Entonces, lo juzgaremos!
Cuando se hubo ordenado todo, era
cerca de mediodía, hora en que debía
empezar el juicio. Antes tuve con Halef
una interesante conferencia.
—Sidi, ¿me permites una pregunta?
—me dijo.
—Habla.
—¿No es verdad que recuerdas aún
todo lo que escribiste sobre mí y
Hanneh?
—Todo.
—¿Cuándo tenía yo que devolver a
Hanneh?
—Tan pronto como hubieses
terminado la peregrinación.
—Pero todavía no la he terminado.
—¿Qué te falta?
—Nada, pues he acabado con la
Meca, donde todo ha ido muy de prisa.
Pero yo querría quedarme con mi mujer
y se me ha ocurrido que para ser un
verdadero hachi es necesaria todavía
una visita a Medina.
—Es muy cierto. ¿Qué dice a ello
Hanneh?
—Sidi, ella me ama. ¡Créeme: ella
misma me lo ha dicho!
—¿Y tú insistes en quererla?
—La quiero. ¿No está escrito que
Alá sacó una costilla de Adán y de ella
hizo a Eva? Debajo de las costillas está
el corazón y por eso el corazón del
hombre está siempre con la mujer.
—Pero ¿qué dirá el jeque?
—Eso es lo que me da cuidado, sidi.
—¿No tienes otros temores?
—No.
—¿Y yo? ¿Qué he de decir yo de
ello?
—¿Tú? ¡Oh, tú me darás tu permiso,
pues yo, aunque me case, te seguiré
mientras tú quieras tenerme contigo!
—Pero tu mujer no puede ir
corriendo mundo con nosotros.
¡Medítalo bien!
—Ya lo sé, pero la dejaré con los
suyos hasta que yo pueda volver.
—Halef, ese es un sacrificio que no
puedo pedirte. Puesto que os queréis los
dos, tienes que hacer todo lo posible por
quedarte con ella. Quizá, si lo pides al
jeque, no habrá necesidad de que la
devuelvas.
—Sidi, yo no la devuelvo, aunque
tenga que escaparme con ella. Ella sabe
que yo soy Hachi Halef Omar Ben Hachi
Abul Abbás Ibn Hachi Davud al
Gossarah, y vendría conmigo hasta el fin
del mundo.
Con este íntimo convencimiento me
hablaba. Entretanto se había formado un
círculo, en medio del cual estaba Abú-
Seif. Y fui asiento al lado del jeque
Malek.
—Effendi —empezó diciendo éste
—, ¿he oído decir que pretendes tener
derecho sobre ese hombre y reconozco
que esa es nosotros sobre su suerte?
—Yo votaré y Halef también, pues
también él tiene derecho a la venganza
contra Abú-Seif.
—Entonces quitad las ligaduras al
prisionero.
Fue desatado, pero no se movió,
como si estuviera muerto.
—¡Abú-Seif, levántate ante estos
hombres para defenderte!
El pirata quedó tendido, sin abrir los
ojos.
—Ha perdido el habla; ya lo veis:
¿por qué esperar? El sabe lo que ha
hecho y nosotros también lo sabemos:
¿de qué pueden servirnos las palabras y
las preguntas? Y digo que tiene que
morir y servir de alimento a los
chacales, hienas y buitres. Quien
apruebe mis palabras, que lo diga.
Todos dieron su aprobación; yo
quise oponer un veto; pero me lo
impidió un suceso inesperado. Al
pronunciar el jeque sus últimas
palabras, se levantó de pronto Abú-Seif,
pasó rápidamente entre dos ateibeh y de
un salto se plantó en la boca de la cueva.
Sonó un grito de consternación, e
inmediatamente se lanzaron todos en
persecución del pirata. Y fui el único
que me quedé en mi puesto. Abú-Seif
había cometido un gran delito, y según
las leyes del desierto, merecía algo más
que la muerte; sin embargo, a mí me
habría sido imposible asentir a tal
castigo. Quizá consiguiera escapar, y en
tal caso no podíamos permanecer una
hora más en aquel sitio.
Estuve solo durante mucho tiempo.
El primero en volver fue el viejo jeque,
que se había quedado a la zaga de los
más jóvenes.
—¿Por qué no le persigues tú,
effendi? —me preguntó.
—Porque tus bravos no necesitan mi
ayuda. ¿Le volverán a coger?
—No lo sé. Es un gran corredor y al
salir nosotros había desaparecido ya. Si
no le alcanzamos, tendremos que huir,
pues ahora conoce él nuestro refugio.
Poco a poco fueron volviendo todos
los ateibeh, que ni habían visto a Abú-
Seif ni sus huellas. Más tarde llegó
Halef y la última en llegar fue la hija del
jeque. Las ventanillas de su nariz
temblaban de cólera. Un breve cambio
de palabras dio por resultado que nadie
había visto al pirata. La sorpresa, y la
circunstancia de que por el angosto paso
habían tenido que salir uno a uno, habían
dado a Abú-Seif una regular delantera; y
además el terreno allí era muy propicio
para la fuga.
—¡Oíd! —dijo el jeque—: Ese
malvado descubrirá nuestro escondite.
¿Juzgáis mejor que partamos en seguida
o que le persigamos con nuestros
camellos? Si recorremos estos parajes
trazando círculos, es muy probable que
le veamos.
—No debemos huir, sino buscarle
—exclamó su hija.
Los demás asintieron.
—Ea, tomad vuestros camellos y
seguidme. El que le coja, vivo o muerto,
recibirá una gran recompensa.
Entonces se adelantó Halef y dijo:
—El premio es mío. Ahí fuera está
muerto el «Padre del Sable».
—¿Dónde le has alcanzado?
—Señor, has de saber que mi effendi
es maestro en la lucha y en descubrir
toda clase de makam (huellas) en la
arena, en la hierba, en las piedras y
hasta en las rocas; y él me ha enseñado
cómo se debe perseguir a los fugitivos.
Y he sido el primero en salir de la cueva
corriendo tras Abú-Seif; pero ya no le
he visto. Primero he subido corriendo a
la derecha y luego he bajado a la
izquierda; y como no le veía he
sospechado que se había escondido
astutamente cerca de la cueva. Le he
acechado detrás de las rocas y le he
visto. Hemos luchado un momento a
brazo partido, y le he hundido mi puñal
en el corazón. Os enseñaré el cadáver.
También esta vez me quedé sentado
en mi sitio, mientras los demás iban con
Halef a ver el cuerpo sin vida de Abú-
Seif.
Pronto volvieron todos con muestras
de gran júbilo.
—¿Qué pides como recompensa? —
preguntó el jeque al pequeño y valiente
Halef.
—Señor, yo vengo de una tierra muy
lejana, a la cual seguramente no he de
volver. Si me tienes por digno de ello,
admíteme como uno de tus servidores.
—¿Quieres ser ateibeh? ¿Qué dice a
eso tu amo?
—Estará conforme, ¿no es verdad,
sidi?
—Sí —contesté—. Uno mi petición
a la suya.
—Por lo que a mí se refiere daría
también mi consentimiento —declaró el
jeque—; pero tengo que preguntar a mi
gente, y la adopción de un extraño
requiere mucho tiempo. ¿Tienes
parientes aquí, en las cercanías?
—No.
—¿Eres sunita o chiíta?
—Partidario de la suna.
—¿En realidad no has tenido nunca
mujer ni hijos?
—No los he tenido.
—Si es así podemos consultar al
momento a la tribu.
—Pregúntale también sobre otra
cosa.
—¿Sobre qué?
—Sidi, ¿no hablas tú por mí?
Me incorporé adoptando la actitud
más venerable que supe, y empecé mi
discurso:
—Oye mis palabras ¡oh, jeque!, y
Alá te abra el corazón para que tenga
entrada su gracia en tu voluntad. Y soy
Kara Ben Nemsi, emir entre los sabios y
héroes del Frankistán. Fui a África y he
venido luego a esta tierra para conocer a
sus habitantes y llevar a cabo grandes
hechos. Para ello necesitaba un criado
que entendiera todas las lenguas del Este
y del Oeste, que fuera prudente y sabio y
no se arredrara delante de leones, tigres
ni hombres. Encontré a este Hachi Halef
Omar Ben Hachi Abul Abbás Ibn Hachi
Davud al Gossarah y hasta hoy estoy tan
contento de él que más no puedo estarlo.
Es fuerte como un jabalí, fiel como un
galgo, prudente como un fennek y listo
como un antílope. Luchamos sobre la sal
de los chot y nos hundimos; pero
conseguimos salvarnos. Hemos
dominado a las fieras del campo y del
desierto; hemos hecho frente al perverso
simún, hasta traspasar la frontera de
Nubia, y libramos a una prisionera, la
flor de las flores, de manos de su raptor.
Luego hemos venido a Belad El Arab y
lo que aquí hemos realizado lo sabéis
ya, pues habéis sido testigos de ello.
Luego mi fiel criado ha ido con Hanneh,
tu nieta, a la Meca. Ella ha sido
aparentemente su mujer, y él tiene
firmado un contrato de devolverla; pero
Alá ha tocado sus corazones, que se han
enamorado, y ya no quisieran separarse.
Tú eres Hachi Malek Iffandí Ibn Ajmed
Jidid El Einí Ben Abul Alí El Besani
Abú Chejab Abdolatif El Hanisí, el
sabio y valiente jeque de estos hijos de
los ateibeh. Tu entendimiento te dirá que
a un compañero como Halef no lo dejo
yo de buena gana; pero deseo que sea
feliz, y por eso te suplico que te dignes
aceptarlo en la tribu de los ateibeh, y
romper el contrato en que prometía
devolverte a su mujer. Y sé que
atenderás a mi petición; y si regreso a
mi patria, yo divulgaré tu fama y la de
los tuyos por todo el Occidente. ¡Salam,
oh jeque, salam!
Todos los circunstantes me habían
escuchado atentamente. Malek contestó:
—Effendi, yo sé que eres un
afamado emir de los nemsi, aunque
vuestros nombres son tan cortos como la
hoja de un cuchillo de mujer. Tú viajas
como un sultán que lleva a cabo grandes
hechos sin darse a conocer, y, sin
embargo, los hijos de nuestros hijos
contarán tus proezas. Hachi Halef Omar
te acompaña como un visir cuya vida
pertenece a su sultán, y habéis llegado
los dos a nuestras tiendas haciéndonos
gran honor. Nosotros os queremos, a ti y
a él, y uniremos nuestros votos para
hacerle hijo de nuestra tribu. También
hablaré con su mujer, y si quiere
quedarse con él, romperé el contrato
como tú has pedido, pues es un valiente
guerrero que ha dado muerte a Abú-Seif,
el pirata y ladrón. Ahora permítenos
preparar una comida para celebrar la
muerte de nuestro mayor enemigo, y
luego hacer la consulta en debida forma.
Eres nuestro amigo y hermano, aunque tu
fe sea distinta de la nuestra. ¡Salam,
effendi!

FIN DE LOS PIRATAS


DEL MAR ROJO
VÉASE EL EPISODIO
SIGUIENTE
LOS LADRONES DEL
DESIERTO
Los ladrones del
desierto
CAPITULO I

EL ROBO DE LOS
CABALLOS

«Terrible se mostrará el Señor, y


aniquilará a todos los dioses de
la tierra, y le adorarán todos los
hombres, cada uno en su país, y
todas las islas de las gentes.
Pues extenderá el Cadeo su mano
contra el Aquilón y exterminará
a los Asirios y convertirá la
hermosa ciudad de Nínive en una
soledad y en un país despoblado
y yermo. De suerte que sestearán
en medio de ella los rebaños y
todos los ganados de las gentes
vecinas; y se guarecerán dentro
de sus casas, el onocrótalo y el
erizo; oiráse el canto de las aves
campesinas en sus ventanas y los
cuervos anidarán sobre sus
dinteles o arquitrabes; pues yo
acabaré con todo su poder. Esta
es aquella ciudad gloriosa que
nada temía y que decía en su
corazón: Y soy, y fuera de mí no
hay otra ninguna. ¡Cómo ha
venido a quedar hecha un
desierto y una guarida de fieras!
Todo el que transite por ella la
silbará, y mofándose batirá una
mano contra otra».

En estas palabras del profeta


Sofonías pensaba yo cuando, con la
última claridad del día, atracamos
nuestro bote a la orilla derecha del
Tigris. Toda la región, a derecha e
izquierda del río, es una tumba; un
cementerio gran de, monstruoso y
solitario. Las ruinas de las antiguas
ciudades de Romay Atenas están
iluminadas por los rayos del sol, y los
monumentos de los egipcios se elevan
como gigantescas figuras hacia el cielo,
hablando con bastante claridad del
poder, riqueza y sentido artístico de los
pueblos que los levantaron. Pero aquí,
entre las dos corrientes del Eufrates y el
Tigris, yacen solamente montones de
ruinas, sobre las cuales cabalgan
indiferentes los beduinos, a veces sin
presentir siquiera que bajo los cascos de
sus caballos están enterrados los goces y
los gemidos de millares de años.
¿Dónde está la torre que los hombres
edificaron en la tierra de Sinear cuando
se decían uno a otro: «¡Venid,
edifiquemos una ciudad y una torre cuya
cima llegue hasta el cielo, para que nos
hagamos nombre!»? Edificaron ciudad y
torre; pero el lugar está solitario.
Quisieron hacerse nombre; pero el
nombre de los pueblos que uno tras otro
habitaron la ciudad y que en la torre
practicaron su pecaminoso culto, y los
nombres de las dinastías y de los
gobernadores que nadaban allí en el oro
y en la sangre de millones de hombres,
han desaparecido, y con gran trabajo, a
pesar de las más científicas
investigaciones de los modernos, apenas
se conocen.
Mas ¿cómo fue que llegué al Tigris y
cómo alcancé el vapor que nos llevó
hasta cerca de las cataratas de Jelab?
Había ido yo con los Ateibeh hasta
el desierto Er Nahman, pues no podía
aventurarme a que me vieran en el Oeste
de aquella tierra. Las cercanías de
Mascate me sedujeron obligándome a
visitar aquella ciudad. Lo hice solo y
contemplé sus muros almenados, sus
calles empedradas, sus mezquitas e
iglesias portuguesas; admiré también la
guardia de corps beluchistana del Imán,
y me senté finalmente en uno de los
abiertos cafés para deleitarme con una
taza de kechreh. Esta bebida se hace con
la cascarilla del grano de café y se
aromatiza con canela y clavo. Turbó de
pronto mi contemplación un bulto que
apareció en la puerta y privó de luz al
establecimiento. Miré, y vi una figura
realmente digna de largo examen.
Un sombrero de copa, gris y muy
alto, se asentaba sobre una cabeza larga
y delgada, que en la parte que debió de
ser cabelluda, era un completo desierto.
Una boca infinitamente ancha, de
delgados labios, se abría debajo de una
nariz larga y puntiaguda, que tenía,
además, la propensión a inclinarse en
busca de la barba. El gaznate, desnudo y
flaco, arrancaba de un cuello de camisa
muy ancho, vuelto, y pulcramente
planchado, acompañado de una corbata
de rayas grises; el indumento eran
chaleco, levita y pantalón, todo de
cuadros grises, con polainas y botas
convertidas también en grises por el
polvo. Aquel hombre de cuadros grises,
llevaba al lado derecho un instrumento
muy parecido a una azada, y al izquierdo
una pistola de dos cañones. Por uno de
sus bolsillos, asomaba curiosamente un
periódico doblado.
—¡Vermyn kahve! —exclamó con
voz tartajosa, que se parecía al piar de
un gorrión.
Se sentó encima de un senieh, que
propiamente debía servir de mesa, pero
que él empleó como silla. Le llevaron el
café y el hombre hundió la nariz en la
taza, olfateó el humo que despedía, echó
el contenido a la calle y puso la taza en
el suelo.
—¡Vermyn tiitiin, dad tabaco! —
ordenó luego.
Le entregaron una pipa ya encendida
y el sujeto dio una chupada, echó el
humo por la nariz, escupió y colocó la
pipa junto a la taza.
—Vermyn… —Y estuvo
discurriendo, pero la palabra turca no
acudía a su memoria, y de árabe
probablemente no sabía nada. Así fue
que dijo sencillamente—: ¡Verniyn
roastbeef!
El kaveyi no le entendía.
—¡Roastbeef! —repitió el de los
cuadros, mientras con la boca y las dos
manos hacía señas de querer comer.
—¡Kebab! —indiqué al hostelero,
quien desapareció en seguida detrás de
la puerta para arreglar la comida.
Consistía ésta en pedacitos
cuadrados de carne que se asa en un
pincho.
Esto llamó hacia mí la atención del
inglés.
—¿Árabe? —me preguntó.
—No.
—¿Turco?
—No.
Entonces levantó las escasas cejas
demostrando gran expectación.
—¿Englishman?
—No; soy alemán.
—¿Alemán? ¿Qué hace aquí?
—Tomar café.
—¡Very well! ¿Quién es?
—Soy escritor.
—¡Ah! ¿Qué quiere aquí, en
Mascate?
—Ver.
—¿Y luego, qué?
—No lo sé todavía.
—¿Tiene dinero?
—Sí.
—¿Cómo se llama?
Le dije mi nombre. Su boca se abrió
de tal manera que sus delgados labios
formaban un cuadrado perfecto,
mostrando los largos dientes; sus cejas
se levantaron más que antes y la punta
de la nariz se le movió de un lado a otro,
como si quisiera informarse de lo que
iba a decir el agujero que tenía debajo.
Luego echó mano al bolsillo de la levita,
sacó un libro de notas, lo hojeó unos
instantes, y se levantó después para
quitarse el sombrero y hacerme una
reverencia.
—Welcome, sir, yo conozco a usted.
—¿A mí?
—Yes, ¡mucho!
—¿Quiere usted hacerme el favor de
decirme de dónde?
—Soy amigo de sir John Raffley,
miembro del Traveller Club, London,
Mear street, 47.
—¿Es cierto? ¿Conoce usted a sir
Raffley? ¿Dónde se encuentra ahora?
—Viajando, por aquí o por allá, no
sé. ¿Estuvo usted con él en Ceilán?
—Sin duda.
—¿Cazó usted elefantes?
—Sí.
—¿Luego, por mar, fueron a Girl
Robber?
—Así es.
—¿Tiene usted tiempo?
—¡Hum! ¿Por qué me hace usted esa
pregunta?
—He leído cosas de Babilonia…
Nínive… excavaciones… adoradores
del diablo… Quiero ir… excavar
también… buscar fowling-bull… para
regalar al Museo Británico. No sé
árabe… quiero de buena gana
cazadores… ¿Viene conmigo? Pago
bien, muy bien.
—¿Quiere usted decirme su nombre?
—Lindsay, David Lindsay… no
necesita título… nada de sir Lindsay.
—¿Intenta usted de veras ir al
Eufrates y al Tigris?
—Yes. Tengo vapor. Subo río
arriba… bajo… vapor espera o vuelve a
Bagdad… compro caballos y
camellos… viajar, cazar, excavar,
regalar Museo Británico, contar en
Traveller Club. ¿Viene usted conmigo?
—Me gusta ser independiente.
—¡Naturalmente! Me deja usted
cuando quiera… Yo pago dinero, muy
bien; pero véngase usted conmigo.
—¿Quién ha de ir, además?
—Tantos como usted quiera; pero yo
prefiero dos criados.
—¿Cuándo parte usted?
—¡Pasado mañana… mañana…
hoy… en seguida!
Era una oferta que no podía llegar
más a tiempo. No vacilé mucho y acepté,
naturalmente, con la condición de que en
cualquier momento era yo libre de
seguir solo mi camino. Mi inglés me
condujo al puerto, donde estaba anclado
un hermoso vaporcito, y al cabo de
media hora me convencí de que no podía
haberme juntado con mejor compañero.
Quería él cazar leones y todas las fieras
posibles, visitar el país de los
adoradores del diablo y a toda costa
desenterrar lo que él llamaba un foWing-
bull, es decir, un toro alado, para
regalarlo al Museo Británico. Estos
planes eran aventurados, pero
precisamente por esto tenían mi
completa conformidad. En todos mis
viajes no había encontrado jamás un
bicho tan extraño.
Desgraciadamente no me dejó
volver a los Ateibeh. Un mensajero tuvo
que ir por mis cosas y a comunicar a
Halef hacia dónde viajaría. Al regresar
me contó que Halef, con un ateibeh, iría
a la tierra de los Abú-Salmán y
Chammar para tratar con ellos de la
incorporación de los Ateibeh. Se
llevaría mi heyín, y ya sabría
encontrarme luego.
Esta noticia me alegró. La
circunstancia de que Halef fuera
escogido para aquella embajada me
demostró que había venido a ser el
favorito del abuelo de su mujer.
Navegamos por el Golfo Pérsico arriba,
vimos Basora y Bagdad, y llegamos,
remontando el Tigris, al lugar donde
desembarcamos.
Más arriba de nuestro punto de
desembarque, desembocaba el Zab-
Asfal en el Tigris, y las orillas, a
derecha e izquierda, estaban cubiertas
de un inmenso y tupido cañaveral de
bambúes. Como ya he dicho antes, había
entrado la noche, y, sin embargo,
Lindsay insistió en desembarcar y
plantar las tiendas. No era esto muy de
mi gusto, pero no podía dejarle solo, y
le seguí. La tripulación del vaporcito se
componía de cuatro hombres, y como al
amanecer había de regresar a Bagdad, el
inglés tomó la resolución, contra mi
consejo, de desembarcarlo todo, incluso
los cuatro caballos que en Bagdad había
comprado.
—Mejor sería que lo dejáramos, sir
—le advertí.
—¿Por qué?
—Porque podríamos hacerlo
mañana al romper el alba.
—Puede también de noche… pago
bien.
—Nosotros y los caballos estamos
mejor a bordo que en tierra.
—¿Hay aquí ladrones… bandidos…
asesinos?
—No hay que fiarse nunca de los
árabes. No estamos aún preparados.
—No nos fiaremos; pero estamos
preparados… tenemos carabinas;
ladrones… fusilados.
No se apeó de su burro, y al cabo de
dos horas estuvimos listos; las dos
tiendas quedaron emplazadas, y entre
ellas y la orilla atamos los caballos.
Después de la cena nos fuimos a dormir.
Y tenía la primera guardia, los dos
criados la segunda y tercera, y él mismo
Lindsay la cuarta. La noche era
hermosísima: delante de nosotros se
abalanzaban las olas del ancho río y
detrás se levantaban las alturas del Ybel
Yshennem. La claridad del firmamento
iluminaba suficientemente todas las
cosas, pero la misma tierra en que
reposábamos era un enigma. Su pasado
se parecía a las olas del Tigris que allí
abajo desaparecían en las sombras de la
espesura. A los nombres de Asiria,
Babilonia y Caldea se enlaza el
recuerdo de grandes naciones y ciudades
monstruosas; pero tales recuerdos se
parecen a la mirada retrospectiva de un
sueño cuyos pormenores se han
olvidado.
Cuando hubo terminado mi guardia,
desperté a un criado y le di
instrucciones sobre lo que tenía que
hacer. Se llamaba Bill, era irlandés y
daba la impresión de que el vigor de sus
músculos era treinta veces superior al
de su espíritu. Se echó a reír
irónicamente al oír mis advertencias y
empezó luego su guardia paseando como
un centinela, de arriba abajo. Yo me
dormí.
Me desperté, pero no
voluntariamente, sino porque me sentí
zarandeado por un brazo. Lindsay estaba
frente a mí, con su traje de cuadros
grises, del que no se separaba ni aun en
el mismo desierto.
—¡Sir, despierte!
Me puse en pie de un salto y
pregunté:
—¿Ha sucedido algo?
—¡Hum! Sí.
—¿Qué?
—¡Desagradable!
—¿Qué?
—¡Caballos desaparecidos!
—¿Los caballos? ¿Se han soltado?
—No lo sé.
—¿Estaban ahí todavía cuando se ha
encargado usted de la guardia?
—Yes.
—¿Pero ha velado usted?
—Yes.
—¿Dónde?
—Allá.
Señaló una colina aislada, bastante
alejada de nuestras tiendas.
—¿Allí? ¿Y por qué allí?
—Es una colina llena de ruinas… he
ido por foWing-bulls.
—¿Y al volver no estaban los
caballos?
—Yes.
Fui al sitio donde habíamos dejado a
los animales y examiné las estacas. Los
cabos de las cuerdas colgaban todavía
de ellas, lo cual me demostraba que las
cuerdas habían sido cortadas.
—¡No se han soltado; los han
robado!
Formó Lindsay el consabido
paralelogramo con los labios y se echó a
reír de puro contento.
—¡Oh! ¿Y quién?
—¡Los ladrones!
Puso una cara todavía más
satisfecha.
—¡Very well! ¡Ladrones! ¿Dónde
están? ¿Cómo se llaman?
—¿Lo sé yo?
—No… yo tampoco… ¡hermoso,
muy bonito! ¡Aventura tenemos!
—No ha pasado una hora desde que
se ha llevado a cabo el robo.
Aguardemos cinco minutos más y habrá
claridad bastante para reconocer las
pisadas.
—¡Bien… notable! Usted ha cazado
en las pampas… Encontrar huellas…
perseguir… matar a tiros… ¡diversión
magnífica! ¡Pago bien, muy bien!
Entró en su tienda para hacer los
preparativos que juzgó indispensables.
Al cabo de un rato reconocí yo a la
claridad de la aurora las pisadas de seis
hombres, y le manifesté mi
descubrimiento.
—¿Seis? ¿Cuántos nosotros?
—Solamente dos; los otros dos
tienen que quedar al cuidado de las
tiendas, y el vapor no puede marcharse
hasta que volvamos.
—Yes. A ordenar esto y marchar.
—¿Es usted buen andarín o tengo
que llevarme a Bill?
—¿Bill? ¡Bah! ¿Para qué he venido
yo al Tigris? ¡Aventura! Yo corro bien,
corro como un ciervo…
Después de haber dado las órdenes
correspondientes se echó al hombro la
azada enigmática y la carabina y me
siguió. Había que alcanzar a los
ladrones antes que se juntaran a una
partida más numerosa, y por eso anduve
lo más de prisa posible. Las largas
piernas de cuadros de mi compañero se
portaban muy bien, y daba gusto correr
con él.
Nos encontrábamos en primavera, y
por consiguiente el suelo se parecía, no
al de un desierto, sino al de una pradera,
sólo que las flores brotaban en manojos
o más bien en matas. No habíamos
adelantado mucho, y ya nuestros
pantalones estaban cubiertos de polen.
La crecida hierba nos mostraba más
claramente el rastro que seguíamos, y
que nos llevó directamente a un pequeño
afluente cercano, procedente del Ybel
Yhennem y cuyas aguas bajaban
tumultuosamente. En su orilla había un
sitio enteramente pisoteado por cascos
de caballos y en un nuevo examen
descubrí que las distintas huellas
aumentaban de cuatro a diez. Dos de los
seis ladrones habían llegado a pie, y
aquel era el punto donde habían dejado
sus cabalgaduras.
Lindsay puso un semblante muy
airado.
—¡Miserables! ¡Da rabia!
—¿De qué?
—¡Se escaparán!
—¿Por qué?
—Ahora tienen ellos todos
caballo… Nosotros a pie.
—¡Bah! Los alcanzaremos, a pesar
de todo, si usted resiste; pero ni eso es
preciso siquiera. No basta con mirar,
sino que hay que sacar conjeturas.
—Conjeture, conjeture.
—¿Cree usted que esa gente ha
llegado a nuestro campamento por
casualidad?
—¡Hum!
—Puede que sí y puede que no. Me
parece que habrán seguido por tierra al
buque, que ha anclado todas las noches.
Si hubiera sido así, sus huellas se
dirigirán al Oeste; pero sólo porque
tienen necesidad de atravesar el río, y
no se habrán atrevido a pasarlo con
caballos desconocidos en sitio de mucha
agua.
—¿Entonces darán rodeo ellos?
—Sí. Buscarán un vado o algún
punto mejor que este, y luego volverán a
tomar su antigua dirección.
—¡Bonito, bien, muy bien!
Se quitó la ropa y se acercó a la
orilla.
—Está bien, sir. ¿Es usted buen
nadador?
—Yes.
—Eso tiene algún peligro, sobre
todo si se quieren conservar secas las
armas y la ropa. Haga usted con ésta un
turbante sobre su cabeza.
—Perfectamente; yo lo hago.
También hice yo con mi ropa una
especie de bola hueca que me puse en la
cabeza, y luego nos metimos en el agua.
Aquel inglés era tan buen nadador como
corredor resistente. Llegamos a la otra
orilla y nos vestimos otra vez.
Lindsay se sometió por completo a
mi dirección. Anduvimos poco más o
menos dos millas inglesas hacia el Sur, y
tomamos luego la dirección Oeste,
donde las alturas nos ofrecían ancho
horizonte. Subimos a una colina y
miramos a nuestro alrededor. Hasta
donde alcanzaba la vista no se mostraba
un ser viviente.
—¡Nothing, nada! ¡Ni un alma…
miserables!
—¡Hum! Tampoco yo veo nada.
—Si usted se equivoca, ¿entonces
qué hacer?
—Tenemos tiempo aún de
perseguirlos en el río. A mí no me ha
robado nadie todavía un caballo
impunemente, y en esta ocasión tampoco
retrocederé hasta haber recobrado esos
cuatro.
—Yo lo mismo.
—No; usted tiene que cuidar de su
propiedad.
—¿Propiedad? ¡Bah! Si lo roban, yo
compro uno nuevo… Pago aventura de
buena gana… ¡muy bien!
—¡Alto! ¿No se mueve algo allí?
—¿Dónde?
—¡Allí!
Señalé la dirección con la mano. El
inglés abrió enteramente los ojos y la
boca y se esparrancó. Las ventanillas de
la nariz se le dilataron y pareció como si
su órgano nasal tuviera también la
propiedad de la vista, o por lo menos
que estuviera dotado del don del
presentimiento.
—Yes: veo también.
—Viene hacia nosotros.
—Yes. Si son ellos, matarlos a tiros.
—¡Sir, que son hombres!
—¡Ladrones son! Deben morir,
morir sin remisión…
—Entonces sentiré mucho tener que
abandonarle a usted.
—¿Abandonar? ¿Por qué?
—Yo defiendo mi vida si me atacan;
pero no mato a ningún hombre sin
necesidad. Yo supongo que es usted
inglés.
—Yes: englishman… nobleman…
gentleman. Matar no; solamente coger
caballos.
—¡Parece verdaderamente que son
ellos!
—¡Yes! Diez bultos… conforme.
—Cuatro caballos sin jinete y seis
montados.
—¡Hum! ¡Buen cazador de la
pampa! Usted tiene razón… sir John
Raffley me ha contado mucho. Quédese
conmigo… pago bien, muy bien.
—¿Es usted buen tirador?
—¡Hum! Bastante.
—Entonces venga conmigo. Tenemos
que retirarnos para que no nos
descubran. Nuestro campo de
operaciones está abajo, entre el monte y
el río. Vamos diez minutos más al Sur.
Desde allí se estrecha de tal modo el
paso entre la montaña y el agua que es
casi imposible escapar.
Bajamos a la carrera y llegamos así
al sitio que acababa yo de señalar. La
orilla del río estaba muy poblada de
cañas y bambúes, y como al pie de la
montaña había mimosas y altos
matorrales de ajenjo, había sitios de
sobra para ocultarnos.
—¿Y ahora? —me preguntó Lindsay.
—Se esconde usted aquí, en este
cañaveral y deja que pasen por delante
de usted. A la salida de esta angostura
me meto yo detrás de esas mimosas y
cuando los ladrones estén entre dos
fuegos, salimos. Sólo yo dispararé, pues
quizá sepa yo amoldarme mejor a las
circunstancias. Usted no debe hacer
fuego hasta que yo se lo indique, a
menos que esté su vida en peligro.
—¡Well… excelente aventura!
CAPITULO II

UNA TRIBU NOMADA

Desapareció el inglés entre las cañas y


también yo me oculté. Al cabo de un rato
percibimos ruido de pisadas, y los
ladrones llegaron y pasaron por delante
de Lindsay sin sospechar nada, y sin
mirar a su alrededor. Luego vi salir al
inglés de entre las cañas, y los jinetes
pararon en seco. Llevaba yo el
«mataosos» en bandolera; pero tenia
amartillado el rifle Henry.
—¡Salam aaleikum! —exclamé.
Mi cordial salutación los turbó.
—Aaleik… —contestó uno de ellos
—. ¿Qué haces aquí?
—Espero a que mis hermanos me
ayuden.
—¿Qué ayuda necesitas?
—Ya ves que estoy sin caballo.
¿Cómo he de atravesar el desierto? A ti
te sobran cuatro caballos: ¿quieres
venderme uno?
—¡No están a la venta!
—Me parece que tú eres uno de los
favoritos de Alá. No quieres venderme
un caballo porque tu buen corazón te
incita a regalármelo.
—Alá te devuelva la razón; tampoco
estoy dispuesto a regalártelo.
—¡Oh, dechado de misericordia!, tú
gozarás cuadruplicadas las delicias del
paraíso, pues no sólo me darás un
caballo, sino que me favorecerás con los
cuatro, que son, precisamente, los que
necesito.
—¡Alah kerihm, Dios nos asista!
Este hombre es deli, está
verdaderamente loco.
—¡Piensa, hermano, que los locos
toman lo que no se les da de buen grado!
Mira a tu alrededor. Quizá des a ese
hombre lo que a mí me niegas.
Entonces, a la vista del inglés,
vieron clara la situación, y empuñaron
las lanzas, dispuestos a embestirnos.
—¿Qué queréis? —me preguntó el
que llevaba la voz cantante.
—Los caballos que nos habéis
robado esta madrugada.
—¡Hombre, tú estás loco de remate!
Si te hubiéramos quitado los caballos,
¿cómo ibas a alcanzarnos tú a pie?
—¿Eso piensas? Vosotros sabéis que
esos cuatro caballos pertenecen a los
francos que desembarcaron anoche de un
buque. ¿Cómo es posible que os
imaginéis que los francos se los van a
dejar robar impunemente, y que no son
más listos que vosotros? Y he sabido
que en el río habíais de dar un rodeo, y
lo he pasado nadando y os he salido al
encuentro. Os habéis dejado coger; yo
no deseo derramar sangre humana; pero
os pido que nos devolváis de buen grado
los caballos. Luego os podréis marchar
libremente.
Se echó a reír y dijo:
—Sois dos hombres, y nosotros seis.
—Bueno; pues haga cada cual lo que
pueda.
—¡Apártate del camino!
Enristró la lanza, adornada de
plumas de avestruz, y espoleó al
caballo. Y me eché el rifle Henry a la
cara; salió el tiro y caballo y jinete
rodaron por el suelo. En menos de un
minuto disparé cinco tiros más. Todos
los caballos yacían en tierra y sólo los
nuestros, que iban emparejados,
quedaban ilesos. El que antes los
llevaba de la cuerda, los había soltado.
Aprovecharnos aquel momento de
confusión para montar y alejarnos
rápidamente.
Detrás oíamos la gritería de los
árabes, pero sin hacer caso de ella,
arreglarnos las riendas y nos marchamos
riendo.
—Magnificent… bonita aventura…
¡Vale cien libras! Nosotros dos; ellos
seis; ellos nos toman cuatro caballos a
nosotros; nosotros a ellos, seis.
¡Notable, grandioso! —Decía Lindsay
riendo.
—Ha sido una suerte que todo se
haya arreglado tan a gusto nuestro. Si
estos caballos se hubieran espantado, no
habríamos podido alejarnos tan
rápidamente, y tal vez nos habría
alcanzado una bala.
—¿Damos nosotros también un
rodeo o seguimos directamente el
camino?
—Directamente. Conocemos a
nuestros caballos, y podemos atravesar
el río nadando.
Llegamos sin novedad a nuestras
tiendas y al poco rato zarpó el
vaporcito, dejándonos solos en el
desierto.
Había querido Lindsay al principio
llevar mucho equipaje y provisiones;
pero yo le hice desistir de ello. Quien
quiera estudiar un país tiene que saber
también limitarse a los recursos que él
ofrece, y ningún jinete debe llevar nunca
consigo más que su propia montura. Por
otra parte, estábamos muy bien provistos
de municiones, que era lo principal, y
además el nobleman disponía de tanto
dinero que habría podido pagar con el
que llevaba encima los gastos de
algunos años de viaje.
—Ahora solos en el Tigris. Ahora,
en seguida, excavar, buscar fowling-
bulls y otras antigüedades para el
Museo Británico.
El buen hombre había leído mucho,
seguramente, y habría oído hablar de
excavaciones en Korsabad, Kusiunchik,
Hammum Alí, Nemrod, Kechaf y El
Ilather, y por eso había alimentado la
idea de enriquecer también el Museo
Británico y hacerse célebre con ello.
—¿Ahora, en seguida? —le pregunté
—. No puede ser.
—¿Por qué? Yo llevo esta azada.
—¡Oh! ¿Con ese trasto? No podrá
usted hacer gran cosa. Si queremos
excavar aquí, tenemos que entendernos
primeramente con el gobierno.
—¿Gobierno? ¿Cuál?
—El turco.
—¡Bah! ¿Pertenecía Nínive a los
turcos?
—Claro está que no, pues en
aquellos tiempos no se sabía nada
todavía de ellos; pero las ruinas les
pertenecen ahora, pues están en
territorio turco, aunque aquí el brazo del
Sultán no llegue con mucha eficacia. Los
árabes nómadas son los verdaderos
señores, y el que quiera hacer aquí
excavaciones tiene que conquistar antes
su amistad, pues de otro modo ni sus
bienes ni su vida están seguros. Por eso,
precisamente, le aconsejé a usted que
trajera regalos para los jefes.
—¿Los vestidos de seda?
—Sí; aquí es lo más apreciado, y en
el equipaje ocupan poco sitio.
—Well; en tal caso buscaremos su
amistad; pero en seguida, ¿no?
Como yo sabía que no podría
hacerle cambiar de opinión, no quise
contradecirle.
—Yo estoy dispuesto, pero el caso
es saber a cuál de los jefes de tribu hay
que ofrecer antes nuestros respetos.
—¡Acertado!
—La tribu más poderosa es la que
llaman El Chammar; pero tiene sus
pastos más arriba, al Sur de las
montañas Sinyar, a la orilla derecha del
Thathar.
—¿Cuánto hay de aquí a Sinyar?
—Un grado completo de latitud.
—¡Muy lejos! ¿Qué otros árabes hay
aquí?
—Los Obeidas, Abú Salmán, Abú-
Ferhán y otros, aunque no se puede decir
nunca exactamente dónde se puede
hallar a esas hordas, puesto que están
continuamente de viaje. Cuando sus
rebaños han pacido en las praderas,
levantan las tiendas y se marchan a otra
parte. Por eso esas tribus están entre sí
en perpetua y sanguinaria enemistad y
tienen que evitar el encuentro unas con
otras, lo cual contribuye también no
poco a lo errante de su vida.
—Hermosa vida… muchas
aventuras… encontrar muchas ruinas…
excavar mucho… ¡notable, excellent!
—Lo mejor será entrar en el
desierto, y preguntar al primer beduino
que encontremos por el sitio donde
acampa la tribu más cercana.
—Bien… well… ¡muy bonito! Ahora
mismo a cabalgar y preguntar.
—Hoy podemos quedarnos todavía
aquí.
—¿Quedarnos sin excavar? ¡No…
esto no va bien! ¡Fuera tiendas y
adelante!
Ytuve que acceder a sus deseos,
tanto más cuanto que pensándolo mejor
me dije que, a causa de lo que nos había
ocurrido, era preferible alejarnos de
aquel sitio. Desmontamos, pues, las
ligeras tiendas, que tuvieron que ser
transportadas por los caballos de los
criados, cabalgamos y emprendimos el
camino del lago Sabakah.
La marcha al través de la florida
pradera era maravillosa. Cada pisada de
nuestros caballos levantaba nuevos
aromas, y no podía compararse con esta
región ni aun la más suave y jugosa
sabana de Norteamérica. La dirección
que habíamos tomado parecía
acertadamente escogida, pues apenas
hubo transcurrido una hora cuando
vinieron hacia nosotros, a carrera
tendida, tres jinetes que producían un
efecto muy hermoso con sus largos
mantos flotantes y sus airosas plumas de
avestruz. Lanzando gritos de guerra
avanzaron a nuestro encuentro.
—Ellos braman; ¿pinchan también?
—me preguntó el inglés.
—No; es la manera de saludar de
esta gente. El que se atemoriza por eso
no muestra para ellos ser hombre.
—¡Nosotros lo somos!
Hizo honor a su palabra, y ni
siquiera movió los párpados al recibir a
uno de los jinetes, que a carrera tendida
se dirigió a él lanza en ristre y no se
detuvo hasta que la lanza le rozó el
pecho.
—¡Salam aaleikum! ¿Adónde vais?
—exclamó uno de ellos.
—¿De qué tribu eres?
—De la tribu de los Haddedín, que
pertenece al gran pueblo de los
Chammar.
—¿Cómo se llama tu jeque?
—Mohamed Emín.
—¿Se encuentra lejos de aquí? —
pregunté.
—Si quieres ir a verle te
acompañaremos.
Volvieron grupas y se nos unieron; y
mientras nosotros continuarnos
cabalgando sosegadamente, Lindsay y yo
delante, y detrás los criados, ellos
caracoleaban a nuestro alrededor,
formando anchos círculos para
mostrarnos sus ecuestres habilidades. Lo
más notable de ellas consiste en parar en
seco el caballo en medio de una veloz
carrera, para lo cual tienen que
refrenarlo violentamente y con eso lo
fatigan y revientan. Creo poder afirmar
que el salvaje indio en su mustango los
supera por todos conceptos. Al inglés le
entusiasmaba el modo de montar de
aquellos hombres.
—¡Magnífico! ¡Hum! ¡Eso no puedo
hacerlo yo; me rompería la nuca!
—Yo he visto otros jinetes mejores
que éstos.
—¡Ah! ¿Dónde?
—Una carrera a vida o muerte en
una selva virgen de América, sobre un
río helado, con el caballo sin herrar, o
en un «cañón» pedregoso, es algo muy
distinto de esto.
—¡Hum! También iré yo a
América… Cabalgar en la selva
virgen… un río helado… un cañón
pedregoso… ¡Bonita aventura,
magnífico! ¿Qué dicen éstos?
—Nos han saludado y preguntado
adónde nos dirigimos. Nos llevan a su
jeque, que se llama Mohamed Emín y es
el jefe de los Haddedín.
—¿Valientes todos?
—Estos hombres se llaman todos
valientes y hasta cierto punto lo son. Eso
no es maravilla. La mujer tiene que
hacerlo todo, y el hombre no hace más
que cabalgar, fumar, robar, combatir,
charlar y holgazanear.
—Buena vida… magnífico… Me
gustaría ser jeque… Excavar mucho;
encontrar muchos foWing-bulls y
enviarlos a Londres… ¡hum!
Poco a poco la pradera se fue
animando y conocimos que nos
acercábamos al campamento de los
Haddedín. Cuando los alcanzamos, la
mayor parte de la tribu estaba todavía en
marcha. No es fácil describir el aspecto
de una tribu árabe puesta en camino en
busca de nuevos pastos. Y había
atravesado el Sahara y parte de Arabia,
y por tanto conocía diversas tribus del
Oeste; pero ahora se me ofrecía una
escena completamente desconocida para
mí. La misma diferencia que existe entre
los oasis del Sahara y «la tierra Sinear»
de que nos habla la Sagrada Escritura,
se observa en las costumbres y las
relaciones con sus respectivos
habitantes. Cabalgábamos aquel día por
una casi ilimitada merdj (pradera), que
no tenía ni la más remota semejanza con
los uah (oasis) del Oeste. Más bien
parecía una inmensa alfombra, formada
de matas cuajadas de flores, en la cual
no había rugido nunca el terrible simún y
donde no era posible descubrir ni rastro
de arenas movedizas. No había ningún
escarpado y reseco vadi, y se dice que
allí el fenómeno llamado Fata Morgana
no tiene poder para burlar al cansado y
solitario caminante. La ancha llanura se
había adornado de flores, y nadie
mostraba allí ni rastro de aquel «humor
del desierto», del cual al Oeste del Nilo
ningún viajero se ve libre. La florida
vega estaba llena de color, que en nada
recordaba la luz aplastante y por ello tan
cruel, a veces lúgubre y mortal del gran
desierto.
Nos encontrábamos entonces en
medio de un rebaño de millares de
corderos y camellos. Hasta donde la
vista alcanzaba, a derecha e izquierda y
delante y detrás de nosotros, se movía
un mar de reses que caminaban y pacían.
Había largas hileras de bueyes y asnos
cargados de lonas negras para las
tiendas, alfombras multicolores,
enormes calderos y toda clase de
enseres. Sobre aquellas montañas de
utensilios iban sentados y aun atados
mujeres y hombres cuya edad no les
permitía andar o sostenerse en la silla.
Algunos de aquellos animales llevaban
niños tan embutidos en los serones, que
sólo sacaban la cabecita por las
pequeñas aberturas. Para el debido
equilibrio, llevaban al otro lado de los
serones, corderitos y cabritos que
sacaban la cabeza lo mismo que las
criaturas y balaban sin cesar. Les
seguían muchachas vestidas sólo con la
estrecha camisa árabe; mujeres con los
niños de teta al hombro, muchachos que
guiaban grupos de ovejas, hombres
montados en camellos que llevaban de
la rienda a sus nobles caballos, y
finalmente infinidad de jinetes armados
de adornadas lanzas, que cortaban el
paso a las reses desmandadas.
Aspecto muy típico ofrecían los
camellos de montar, destinados a llevar
a las mujeres de los notables. En el
Sahara había yo visto camellos que
transportaban mujeres en unos cestos
semejantes a cunas, pero un aparato
como el que vi en el Sinear no lo había
visto nunca. Dos palos de diez o más
varas de largo se atan delante y detrás
de la giba, transversalmente unidos por
los extremos y sujetos con correas o
cuerdas. Esta especie de bastidor se
recubre de flecos y borlas de algodón de
todos colores y se adorna de conchas y
perlas, así como la silla y los jaeces, y
así asoman nueve o más varas a un lado
y otro del animal. Encima de la giba
hace las veces de silla una especie de
pabellón, parecido a una garita, formado
de listones recubiertos de tela, y del
cual cuelgan también franjas y borlas.
En tal palanquín se sienta la dama. El
conjunto alcanza una altura
extraordinaria, y al aparecer en
lontananza, gracias al balanceo del
camello, podría tomársele por una
mariposa gigante o por una libélula
monstruosa que batiera las alas.
Nuestra llegada despertaba gran
sorpresa en los grupos. De ello tenía yo
mucha menor culpa que sir Lindsay,
quien, lo mismo que sus criados,
mostraba a primera vista su calidad de
europeo. Con su traje de cuadros
parecía aún más extraño para aquella
gente que si un árabe se presentara con
su pintoresco traje en el sitio más
concurrido de Munich o Leipzig.
Nuestros guías nos precedieron hasta
que llegamos frente a una tienda muy
grande, delante de la cual había muchas
lanzas clavadas en el suelo, para denotar
que aquella era la tienda del jefe. Al
llegar nosotros trabajaban varios
hombres en plantar otras tiendas
alrededor de la principal.
Los dos árabes se apearon y entraron
en ésta. A los pocos instantes salieron en
compañía de otro, cuya figura y aspecto
eran de un venerable patriarca. Así
debía de ser Abraham al salir de su casa
en el bosque de Mambre para saludar a
sus huéspedes. La barba, blanca como la
nieve, le llegaba hasta más abajo del
pecho, y, sin embargo, daba el anciano
la impresión de un hombre vigoroso,
capaz de soportar cualquier fatiga. Sus
ojos oscuros nos examinaron y no
ciertamente con benevolencia ni
amabilidad. Se puso la mano en el pecho
y saludó.
—¡Salama!
Este es el saludo del mahometano
fanático al dirigirse a un infiel; en
cambio, recibe a los creyentes con el
Salam aaleikum.
—¡Aaleikum! —contesté yo
apeándome.
Me miró como interrogándome y me
preguntó.
—¿Eres musulmán o yaúr?
—¿Desde cuándo el hijo de la noble
tribu de los Chammar recibe a sus
huéspedes con tal pregunta? ¿No dice
acaso el Corán: «Da de comer y beber
al extranjero; déjale descansar bajo tu
techo sin inquirir su término ni su
principio»? ¡Alá te perdone haber
recibido a tus huéspedes como lo haría
un kavás (policía) turco!
El viejo levantó la mano como
excusándose.
—Todos son bien venidos a la tienda
de los Chammar y los Haddedín, menos
los mentirosos y los traidores.
Al decir esto lanzó una mirada
significativa al inglés.
—¿A quién se refieren tus palabras?
—le pregunté.
—A los hombres venidos de
Occidente para instigar al bajá contra
los hijos del desierto. ¿Por qué necesita
un cónsul en Mosul la Reina de las Islas
(de Inglaterra)?
—Estos tres hombres no pertenecen
al consulado. Somos viajeros cansados
y no te pedimos más que un sorbo de
agua y unos dátiles para nuestros
caballos.
—Si no pertenecéis al consulado se
os dará lo que pedís. Entrad y sed bien
venidos.
Atamos nuestros caballos a las
lanzas y entramos en la tienda. Allí nos
dieron para beber leche de camella; la
comida consistió solamente en unas
tortas de cebada, delgadas, duras y
medio quemadas, prueba de que el jeque
no nos consideraba como huéspedes.
Mientras comimos nos contemplaba con
mirada sombría y sin decir palabra.
Debía de tener razones fundadas para
desconfiar de los extranjeros, y noté en
su rostro que sentía curiosidad por saber
algo más acerca de nosotros.
Lindsay miró a su alrededor,
preguntándome.
—Mal pájaro, ¿no?
—Así parece.
—Tiene trazas de querer comernos.
¿Qué ha dicho?
—Nos ha saludado como a infieles.
No somos huéspedes suyos todavía, y
tenemos que tomar precauciones.
—¿No somos huéspedes? ¡Bebemos
y comemos en su casa!
—Pero no nos ha dado el pan con su
propia mano ni nada de sal. Comprende
que es usted inglés y parece que odia a
los ingleses.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—Pregúntelo.
—Eso no, pues sería descortesía;
pero me figuro que pronto lo sabremos.
Habíamos terminado el frugal
refrigerio, y me puse en pie.
—Nos has dado de comer y de
beber, Mohamed Emin; te damos las
gracias y esparciremos la fama de tu
hospitalidad por todas partes adonde
vayamos. Consérvate bueno y Alá os
bendiga a ti y a los tuyos.
Esta rápida despedida no la había
esperado él.
—¿Por qué queréis dejarnos ya?
Quedaos aquí y descansad.
—Nos vamos, porque el sol de tu
gracia no brilla sobre nosotros.
—Sin embargo, estáis seguros aquí,
en mi tienda.
—¿Eso dices? No creo en la
seguridad de la beit (tienda) de un Arab
el Chammar.
Se llevó la mano al puñal.
—¿Quieres ofenderme?
—No: sólo quiero manifestarte mi
pensamiento. La tienda del Chammar no
ofrece seguridad al huésped; cuanto más
al que no ha sido recibido como tal.
—¿Quieres que te derribe a
puñaladas? ¿Cuándo han negado la
hospitalidad los Chammar?
—La han negado, no sólo a los
extranjeros, sino a individuos de su
propia tribu.
La acusación era formidable; pero
no se me ocurría que tuviese que guardar
consideraciones con un hombre que nos
había acogido como mendigos. Y
proseguí.
—No me matarás, jeque; primero
porque he dicho la verdad y luego
porque mi puñal te heriría a ti antes que
el tuyo llegara siquiera a tocarme.
—¡Prueba lo que has dicho!
—Voy a contarte una historia. Había
una tribu muy grande y poderosa, que se
dividió en pequeñas ferkah (tribus
secundarias). Esa tribu estaba regida por
un jefe grande y valiente, en cuyo
corazón, no obstante, anidaba la astucia
junto con la falsedad. Los suyos,
descontentos de su proceder, se
apartaron de él poco a poco y volvieron
los ojos hacia el jefe de una ferkah. A
causa de esto el jeque envió un mensaje
al jefe de la ferkah invitándole a una
conferencia; pero el jefe no acudió.
Entonces el jeque le envió a su propio
hijo, un hombre valeroso, bravo y
amante de la verdad. Y dijo al cabecilla:
«Sígueme. Te juro por Alá que estarás
seguro en la tienda de mi padre. Y doy
mi vida por tu seguridad». A esto
contestó el cabecilla: «No iría a la
tienda de tu padre, aunque jurara mil
veces respetarme; pero a ti te creo, y
para demostrarte que confío en ti, iré
contigo sin escolta». Montaron a caballo
y se pusieron en camino. Al llegar a la
tienda del jeque, la hallaron llena de
guerreros. El cabecilla fue invitado a
sentarse junto al jeque y recibió la
comida y las palabras de hospitalidad;
pero apenas hubo comido fue atacado.
El hijo del jeque quiso salvarle; pero le
sujetaron. Un tío del jeque derribó al
cabecilla, sujetó su cabeza entre sus
rodillas y a traición fue degollado como
un cordero. El hijo del jeque desgarró
sus vestiduras y reprochó a su padre;
pero tuvo que huir, para que no le
asesinaran. ¿Conoces esa historia, jeque
Mohamed Emín?
—No la conozco: una historia como
esa no puede haber sucedido.
—Ha sucedido en tu misma tribu. El
traicionado se llamaba Nechris; el hijo
del jeque, Farhán; el tío, Hayar, y él, el
jeque, era el famoso Sofuk, de la tribu
de los Chammar.
CAPITULO III

UN BANQUETE
ÁRABE

El anciano, al oír esto, se turbó.


—¿De dónde conoces tú estos
nombres? No eres Chammar, ni Obeida,
ni Abú-Salmán. Hablas el lenguaje de
los árabes del Oeste y tus armas no son
las de los árabes de El Yesire[31].
¿Quién te ha contado esa historia?
—El deshonor de las tribus se
difunde lo mismo que su buena fama. Tú
sabes que he dicho la verdad. ¿Cómo
puedo confiarme a ti? Tú eres un
Haddedín; los Haddedín pertenecen a
los Chammar y nos has negado la
hospitalidad. Nos iremos.
Hizo con el brazo un ademán de
protesta:
—Eres hachi y te veo en compañía
de yaúres.
—¿En qué conoces que soy hachi?
—En tu hamail[32]. Tú eres libre;
pero esos infieles tienen que pagar el
yisiiet[33] antes de marcharse.
—No lo pagarán, porque están bajo
mi protección.
—No necesitan tu protección, pues
están bajo la del cónsul, a quien Alá
confunda.
—¿Es enemigo tuyo?
—Sí lo es. El indujo al gobernador
de Mosul a coger prisionero a mi hijo;
hizo levantar contra mí a los Obeidas,
los Abú-Hamed y los Ywaris, que
robaron mis rebaños y quieren juntarse
ahora para perderme a mí y a la tribu
entera.
—Llama, entonces, en tu auxilio a
las otras tribus de los Chammar.
—No pueden venir, pues el
gobernador ha reunido un ejército para
invadir en son de guerra sus pastos en
Sinyar. Yo estoy abandonado a mis
propios recursos. ¡Alá me ampare! —
Mohamed Emín, he oído decir que los
Obeidas, los Abú-Hamed y los Yivaris
son bandidos. No simpatizo con ellos;
pero soy amigo de los Chammar, porque
son los árabes más nobles y valientes
que conozco, y deseo que venzas a tus
enemigos.
Con estas palabras no intentaba yo
dirigirle un cumplido, sino que
obedecían a una verdadera convicción.
Así debió de traslucirse en el tono de
mis palabras, pues conocí que habían
causado en el anciano una impresión
favorable.
—¿Eres, en verdad, amigo de los
Chammar? —me preguntó.
—Sí, y deploro que la discordia
haya penetrado en vuestro campo, pues
así vuestro poder está perdido.
—¿Perdido? Alá es grande, y
todavía les queda a los Chammar valor
bastante para combatir. ¿Quién te ha
hablado de nosotros?
—Hace mucho tiempo que he leído
cosas vuestras, y además me han
hablado de vosotros. Las últimas
noticias las tuve en Belad Arab entre los
hijos de los Ateibeh.
—¡Cómo! —exclamó sorprendido
—. ¿Has estado con los Ateibeh?
—Sí.
—Son muchos y poderosos; pero ha
caído sobre ellos una maldición.
—¿Te refieres al jeque Malek, que
fue desterrado?
Al oír estas palabras se puso en pie.
—¡Maschallah! ¿Conoces a Malek,
mi amigo y hermano?
—Le conozco a él y a su gente.
—¿Dónde los encontraste?
—En las cercanías de Yidda, y he
atravesado con ellos el Belad Arab
hacia En Nahmán, el desierto de
Mascate.
—¿Luego los conoces a todos?
—A todos.
—¿Y también, y perdona que hable
de una mujer, aunque esa no es mujer
sino hombre, también a Amcha, la hija
de Malek?
—También. Fue mujer de Abú-Seif,
y ha tomado venganza de él.
—¿Ha logrado vengarse?
—Sí; el pirata ha muerto. Hachi
Halef Omar, mi criado, le mató, y a
cambio de ello ha recibido por mujer a
Hanneh, la hija de Amcha.
—¿Tú criado? Entonces no eres tú
un guerrero vulgar.
—Soy hijo de los Uelad German, y
viajo buscando aventuras.
—¡Ah! Ahora comprendo. Haces lo
que hizo Harun al Rachid; eres un jeque,
un emir, y vas en busca de combates y
aventuras. Tu criado ha dado muerte al
poderoso «padre del sable». Tú, como
señor suyo, debes de ser un héroe
todavía más grande que tu criado…
¿Dónde se encuentra ese bravo
Hachi Halef Omar?
Naturalmente no se me ocurrió
destruir la buena impresión que de mí
había formado, y le dije:
—Quizá lo veas pronto. Fue enviado
por el jeque Malek para preguntarte si
podrían ponerse él y los suyos bajo tu
protección.
—Serán muy bien recibidos, muy
bien venidos. ¡Háblame de ellos, emir,
háblame!
Se sentó otra vez. Yo seguí su
ejemplo, y le referí mi encuentro con los
Ateibeh, hasta donde me pareció
conveniente. Al terminar me alargó la
mano.
—Perdona, emir; yo no sabía nada
de eso. Llevas a esos ingleses contigo, y
los ingleses son mis enemigos; pero
ahora seréis mis huéspedes. Permíteme
que vaya a encargar la comida.
Me había dado la mano y podía
desde entonces considerarme seguro en
su tienda. Yo entonces saqué del bolsillo
la botella en que llevaba el agua
«sagrada».
—¿Encargarás la comida a tus bent
amm[34]?
—Sí.
—Entonces salúdalas de mi parte y
bendícelas con algunas gotas de esta
botella. Es agua de la fuente Zem-Zem.
¡Alá sea con ellas!
—Sidi, eres un héroe valeroso y un
santo. Ven y bendícelas tú mismo. Las
mujeres de los Chammar no ocultan su
rostro a los hombres.
Ya había oído yo decir que las
mujeres Chammar, casadas y solteras,
eran refractarias al velo, y aquel día
habíamos visto a muchas con la cara
descubierta. Se levantó el jeque y me
hizo seña de que le siguiera. No fue
largo nuestro camino. Junto a su tienda
estaba otra, y al entrar en ésta encontré a
tres mujeres árabes y dos muchachas
negras, las cuales debían de ser
esclavas. Las otras tres eran mujeres del
jeque. Dos de ellas molían cebada entre
dos piedras, para hacer harina, y la
tercera vigilaba el trabajo desde un
asiento más alto. Era, seguramente, la
esposa principal.
En un rincón de la tienda había
varios sacos de arroz, dátiles, café,
cebada y alubias, sobre los cuales
estaba extendida una rica alfombra; y
esto formaba el trono de la favorita, la
cual era joven aún, esbelta, y de color
más claro que el de las demás mujeres;
sus facciones eran proporcionadas, sus
ojos oscuros y brillantes. Tenía los
labios teñidos de carmín y las cejas de
negro, dibujadas de tal manera que iban
a juntarse en el arranque de la nariz.
Llevaba en la frente y las mejillas
lunares artificiales y los desnudos
brazos y pies estaban tatuados de un
color rojo granate. De sus orejas
pendían sendos aros de oro, tan grandes
que le llegaban a los hombros, y también
su nariz estaba provista de un aro de
gran tamaño en el cual brillaban grandes
piedras preciosas… cosa bastante
molesta para comer. De su cuello
pendían gruesos collares de perlas,
corales y piedras de vario color, y sus
tobillos, muñecas y brazos, junto al
codo, ostentaban brazaletes y ajorcas de
plata. Las otras mujeres iban menos
adornadas.
—¡Salam! —les dijo el jeque—.
Aquí os presento a un héroe de la tribu
de, los German, que es un gran santo y
quiere bendeciros con el agua del Zem-
Zem.
En seguida se echaron todas al
suelo. También la favorita bajó de su
trono y se arrodilló. Yo me eché unas
gotas de agua en la mano y las rocié con
ellas.
—¡Recibid esto, oh flores del
desierto! El Dios de todas las tribus os
conserve hermosas y alegres, para que
vuestro aroma conforte el corazón de
vuestro dueño.
Al ver que me guardaba otra vez la
botella, se levantaron y se apresuraron a
darme las gracias con un apretón de
manos, lo mismo que habrían podido
hacer en Occidente. Luego les dijo el
jeque:
—Ahora daos prisa a preparar un
banquete que sea digno de nuestro
huésped. Habrá otros convidados que
llenarán la tienda, y todos se alegrarán
del honor que hoy se nos ha hecho.
Regresamos a la tienda del jeque, y
mientras yo entraba, se detuvo él en la
puerta con objeto de dar algunas
órdenes.
—¿Dónde han estado ustedes? —me
preguntó sir Lindsay.
—En la tienda de las mujeres.
—¡Ah! ¡No es posible! ¿Se dejan
ver estas mujeres?
—¿Por qué no?
—¡Maravilloso! ¡Yo quedo aquí!
También veré mujeres.
—Eso es según las circunstancias. A
mí se me tiene por hombre piadoso, pues
tengo agua de la fuente Zem-Zem. Una
sola gota de ella obra maravillas, según
la creencia de esta gente.
—¡Ah, desdichado de mí! ¡Yo no
tengo Zem-Zem!
—Tampoco le serviría gran cosa
tenerla, pues no entiende usted el árabe.
—¿Hay ruinas aquí?
—No; pero creo que no habrá
necesidad de andar mucho para
encontrarlas.
—¡Pues a preguntar! Yo encontraré
ruinas, buscaré foWing-bulls… Por lo
demás, la comida ha sido horrible.
—Mejor será la que nos den ahora.
Dentro de un momento nos obsequiarán
con un banquete árabe legítimo.
—¿Sí? Pues el jeque no parecía muy
bien dispuesto hacia nosotros.
—Su opinión ha cambiado. Conozco
a algunos amigos suyos, y eso nos ha
valido para alcanzar su hospitalidad.
Pero haga usted salir a los criados.
Quizá se ofenderían si los hiciéramos
estar en la tienda con ellos.
Al aparecer de nuevo el jeque, que
no tardó mucho, se juntaron los
convidados, los cuales se colocaron en
círculo, cada uno según su jerarquía, y
el jeque se sentó entre el inglés y yo.
Poco después trajeron las esclavas la
comida y la sirvieron algunos beduinos.
Primeramente pusieron delante de
nosotros un sufrah, o sea una especie de
mantel de piel curtida, adornado en los
bordes con franjas de colores y borlas.
Estos manteles contienen algunas bolsas,
y, plegados, sirven para alforja de
provisiones. Luego nos sirvieron café,
pero por de pronto no recibió cada
comensal más que una jícara de la
bebida. Luego vino un plato de salatah,
manjar muy refrigerante, consistente en
leche cuajada, con pedacitos de pepino,
que se salan un poco y se sazonan con
pimienta. Al mismo tiempo colocaron al
alcance de la mano del jeque una olla
con agua fresca, de la cual sobresalían
los golletes de tres botellas. Dos de
ellas, como luego observé, contenían
araki y la tercera estaba llena de un
líquido oloroso con el cual nos rociaba
el jeque, como quien bendice, después
de cada plato.
Luego presentaron una enorme
cazuela con manteca derretida, que allí
se llama Samn y es comida y bebida
predilecta de los árabes, los cuales la
toman lo mismo de principio que de
postre, y a cualquier hora del día.
Después nos sirvieron cestitas con
dátiles. Allí vi el riquísimo chelebi,
aplastado y ancho, que es objeto de
exportación, como nuestras ciruelas e
higos pasos. Tiene sobre poco más o
menos dos pulgadas de largo, es de
hueso pequeño y su olor es tan rico
como su sabor. Luego probé el rarísimo
achvá, con el cual no se comercia, pues
el profeta ha dicho de él: «Quien rompe
el ayuno por el disfrute de seis o siete
achvá no tiene que temer ni al veneno ni
a la magia». Estaban también
representados el hilvah, el más dulce; el
yusai riyeh, el más verde, y el birni y el
saihani. Para los convidados menos
importantes había el balah, dátil secado
en el árbol, junto con el yebeli y el
hilaieh. También nos sirvieron kelladat
el Cham, o sea collares sirios, que son
unos dátiles que, verdes aún, se echan en
agua hirviendo para que conserven su
color amarillo; luego se ensartan en
hilos y se secan al sol.
Después de los dátiles nos trajeron
una vasija con kunafah, esto es,
macarrones espolvoreados de azúcar.
Entonces levantó el jeque las manos.
—¡Bismillah! —exclamó; y dio con
ello la señal de que comenzaba el
banquete.
Metió los dedos en los cazos,
fuentes y cestas y luego introdujo en mi
boca, y después en la de sir Lindsay, los
dos macarrones que mejor le parecieron.
De veras habría yo empleado con más
gusto mis propios dedos, pero tuve que
mostrarme complacido, pues de otra
manera le habría agraviado. Pero mister
Lindsay abrió la boca, formando el
conocido trapezoide, recibió en ella el
primer macarrón que el jeque le metió
en la boca y no la cerró hasta que le
llamé la atención:
—Coma usted, sir, si no quiere
ofender gravemente a estos hombres.
Cerró la boca, engulló el bocado y
me dijo luego, en inglés, naturalmente:
—¡Brrr! ¡Yo llevo conmigo mi
cubierto!
—Guárdeselo usted: hay que
amoldarse a las costumbres de la tierra.
—¡Horrible!
—¿Qué dice ese hombre? —me
preguntó el jeque.
—Dice que le encanta tu amabilidad.
—¡Oh, yo os he cobrado afecto!
Y al decir esto metió la mano en la
leche cuajada e introdujo un puñado por
debajo de la larga nariz del honorable
sir Lindsay, quien resopló algunas veces
para encontrar aire y ánimo, y trató de
llevar con la lengua la dádiva del
benévolo jeque desde la parte inferior
de la cara al interior de aquella
abertura, que bien podía llamarse el
vestíbulo de su aparato digestivo.
—¡Esto es espantoso! —gimió—.
¿Tengo que aguantarlo por fuerza?
—Sí.
—¿Sin defenderme?
—Sin defenderse. Pero procúrese el
desquite si puede tomarlo.
—¿Cómo?
—Observe lo que yo hago y haga
usted lo mismo que yo.
Cogí un puñado de macarrones y los
metí en la boca del jeque. No los había
engullido aún cuando David Lindsay le
hizo comer otro puñado de manteca.
Entonces ocurrió lo que yo no esperaba,
y fue que el jeque aceptó sin resistirse la
dádiva de un infiel. Seguramente se
propuso lavarse más tarde, y purificarse
con un ayuno más o menos prolongado.
Mientras el jeque nos servía a los
dos, repartía yo abundantemente mis
dádivas entre mis vecinos. Ellos las
recibían como una gran distinción y me
ofrecían la boca con visible placer.
Pronto hubo desaparecido todo lo
comible.
Entonces dio el jeque unas palmadas
y trajeron un sini, es decir, una gran
fuente, de unos seis pies de
circunferencia, adornada con dibujos e
inscripciones. Estaba llena de birgani,
guiso de arroz y cordero que nadaba en
manteca. Luego sirvieron una varah
machí, ragú fuertemente condimentado
de tajadas de carnero; después kebab,
pedacitos de carne, asados en ristra, en
unos palitos de madera; luego kima, o
sea carne cocida; granadas, manzanas y
membrillos, y finalmente raha, una
especie de postre azucarado, como
solemos hacer los occidentales.
¿Finalmente, he dicho? ¡Oh, no! Pues
cuando yo creía terminado el banquete
trajeron la pieza principal: un carnero
entero asado y atravesado aún en el
asador. Y no pude ya más.
—¡El hand ul illah! —Dije entonces
en alta voz; y me lavé las manos en la
olla de agua, enjugándomelas después en
mi propio vestido.
Esta era la señal de que no comería
nada más. Los orientales no conocen
nuestro molesto «importunar» en la mesa
y el que pronuncia el hamd no se ve ya
molestado. Lo observó el inglés, y
exclamó también:
—¡El hamdillah! —Y metió las
manos en la olla y se quedó
mirándoselas muy confuso.
El jeque lo notó y le alargó su
jaique.
—Dile a tu amigo —me indicó a mí
— que enjugue sus manos en mi vestido.
Los ingleses no entienden mucho de
limpieza, pues no llevan siquiera un
traje en que puedan secarse las manos.
Yo di a entender a Lindsay el
ofrecimiento del jeque y él lo aprovechó
al instante del modo más concienzudo.
Luego gustamos el araki, y por fin se
nos sirvió a cada uno café y una pipa.
Entonces juzgó del caso el jeque
presentarme a los suyos.
—Vosotros, hombres de la tribu de
los Haddedín El Chammar, sabed que
este hombre es un gran emir de la tierra
de los Uelad German; su nombre es…
—Hachi Kara Ben Nemsi —añadí
yo.
—Sí: su nombre es Hachi Kara Ben
Nemsi; es un gran guerrero entre los de
su tierra y el taleb más sabio de su
pueblo. Lleva consigo agua de la fuente
Zem-Zem y corre todos los países
buscando aventuras. ¿Sabéis ahora quién
es? Es un yihad, o campeón de la fe.
Veremos ahora si se complace en unirse
con nosotros contra nuestros enemigos.
Este discurso me colocaba en una
situación muy especial e inesperada.
¿Qué iba a contestar? Que aguardaban
de mí una respuesta era cosa que se veía
en las miradas de todos. Pero me limité
a decir:
—Yo combato por todo lo justo y
bueno contra lo injusto y falso. Mi brazo
os pertenece; pero antes tengo que
conducir a este mi amigo adonde le he
prometido.
—¿Dónde?
—Os lo explicaré. Hace miles de
años que habitaba esta tierra un pueblo
que poseía grandes ciudades y
magníficos palacios. El pueblo ha
perecido y las ciudades y palacios yacen
debajo de la tierra. Quien cava en lo
profundo puede ver y aprender lo que
sucedió en aquellos tiempos, y eso es lo
que quiere hacer mi amigo. Quiere
buscar en la tierra antiguos signos y
escrituras para descifrarlos y leerlos.
—Y también oro para llevárselo —
me interrumpió el jeque.
—No —contesté—. Mi amigo es
rico; tiene el oro y la plata que necesita.
Sólo busca inscripciones e imágenes;
todo lo demás lo dejará él para los
habitantes de estas tierras.
—¿Y tú que harás?
—Le acompañaré al lugar en que
haya lo que él busca.
—Para eso no te necesita a ti, y tú
puedes salir en seguida a combatir con
nosotros. Nosotros mismos le
enseñaremos los lugares que busca.
Toda esta tierra está llena de ruinas y
escombros.
—Pero nadie puede entenderle si no
estoy yo con él. Vosotros no
comprendéis su lenguaje ni él el vuestro.
—Si es así puede ir primero al
combate con nosotros y luego le
enseñaremos muchos lugares donde
podría encontrar muchos escritos e
imágenes. Lindsay notó que la
conversación se refería a él.
—¿Qué dicen? —me preguntó.
—Me preguntan qué busca usted
aquí.
—¿Se lo ha dicho usted, sir?
—Sí.
—¿Les ha dicho que quiero
desenterrar foWing-bulls?
—Sí.
—¿Y qué?
—No quieren que vaya yo con usted.
—¿Qué quieren, pues?
—Que vaya a combatir con ellos.
Me tienen por un gran héroe.
—¡Hum! Pero ¿dónde encuentro yo
fowling-bulls?
—Ellos se encargan de eso.
—Pero yo no entiendo a esta gente.
—Eso les he dicho yo.
—¿Y qué han contestado?
—Que venga usted también al
combate, y luego nos enseñarán dónde
se pueden encontrar inscripciones y
cosas por el estilo.
—¡Entonces, well! Vamos con ellos.
—Eso no, amigo mío.
—¿Por qué no?
—Porque corremos un peligro. ¿Qué
nos importan a nosotros las enemistades
de estas tribus?
—Nada; pero por eso mismo
podemos ayudar a quien queramos.
—Es cosa de pensarlo bien.
—¿Tiene usted miedo?
—No.
—¡Me figuraba! Entonces iremos;
dígaselo usted.
—¿No cambiará usted de modo de
pensar?
—¡No!
Y volvió al otro lado la cabeza, lo
cual era señal indubitable de que había
dicho su última palabra.
CAPITULO IV

LAS TRIBUS
ENEMIGAS

En vista de la resolución de Lindsay, me


dirigí yo al jeque.
—Ya te he dicho que combato por
todo lo que es bueno y justo. ¿Vuestra
causa es realmente justa y buena?
—¿Tengo que explicártelo?
—Sí.
—¿Has oído hablar alguna vez de la
tribu de los Yehech?
—Sí; es una tribu de traidores. Se
junta muchas veces con la de los Abú-
Salmán y los árabes de Tai para robar a
las tribus vecinas.
—Tú lo has dicho. Pues los Yshech
cayeron sobre nosotros y nos robaron
varios rebaños; pero nosotros los
perseguimos y lo recobramos todo.
Entonces nos acusó su jeque al
gobernador, a quien ha sobornado. El
gobernador me mandó recado de que,
con los guerreros más notables, fuera a
conferenciar con él a Mosul. Y estaba
herido y no podía cabalgar ni andar, por
lo cual envié a mi hijo con diez
guerreros. El traidor los mandó prender
y los tiene encerrados en un lugar que no
he podido averiguar todavía.
—¿Has hecho pesquisas?
—Sí; pero sin resultado, pues ningún
hombre de mi tribu puede aventurarse a
ir a Mosul. Las tribus amigas nuestras,
los Chammar, se indignaron ante tal
traición y mataron a algunos soldados
del gobernador, y éste se prepara ahora
para ir contra ellas, mientras ha lanzado
contra mí a los Obeidas, los Abú-
Hamed y los YOvaris juntos, aunque
estos últimos no pertenecen a su
jurisdicción, sino a la de Bagdad.
—¿Dónde se encuentran tus
enemigos?
—Se están preparando.
—¿No quieres tú juntarte con las
otras tribus de los Chammar?
—En tal caso, ¿dónde se
apacentarían nuestros ganados?
—Tienes razón. ¿Queréis dividiros a
fin de atraer a las fuerzas del
gobernador al desierto y aniquilarlas
allí?
—Así es; él no puede derrotar a los
Chammar; pero no ocurre lo mismo
tratándose de mis enemigos, que son
árabes como nosotros. Y sin embargo,
yo no puedo consentir que se acerquen a
los pastos de mis rebaños.
—¿Cuántos guerreros cuenta tu
tribu?
—Mil quinientos.
—¿Y tus contrarios?
—Más de tres veces más.
—¿Cuánto tiempo necesitas para
reunir a tus guerreros?
—Un día.
—¿Dónde están acampados los
Obeidas?
—En la corriente inferior del Zab-
Asfal.
—¿Y los Abú-Hamed?
—En las cercanías de El Fattha, en
el punto donde el Tigris atraviesa los
montes de Hamrín.
—¿En qué orilla?
—En las dos.
—¿Y los Yovaris?
—Entre el Yebel Kermina y la orilla
derecha del Tigris.
—¿Has enviado espías?
—No.
—Debías haberlo hecho.
—No puede ser. A los Chammar nos
conocen en seguida, y los matarían si los
encontraban. Pero…
Se interrumpió y me miró con ojos
escrutadores. Luego dijo:
—Emir, ¿eres realmente amigo de
Malek, el Ateibeh?
—Sí.
—¿Y también amigo nuestro?
—Sí.
—Ven conmigo: voy a enseñarte una
cosa.
Salió de la tienda, y yo le seguí con
el inglés y todos los árabes allí
presentes. Durante la comida habían
plantado, junto a la gran tienda, otra más
pequeña para los dos criados de
Lindsay, y de paso noté que también les
habían llevado comida y bebida. Fuera
del círculo de las tiendas estaban atados
los caballos del jeque, y allí me condujo
éste. Eran animales magníficos; pero en
especial dos de ellos me sedujeron: uno
era una yegua joven, blanca, el más
hermoso ejemplar que en mi vida he
visto. Tenia las orejas largas,
puntiagudas y transparentes; los ollares
anchos, abultados y de rojo vivo; las
crines y la cola finas como madejas de
seda.
—¡Magnífica! —exclamé
involuntariamente.
—Di: ¡Machallah! —me suplicó el
jeque.
Los árabes son muy supersticiosos
respecto de las alabanzas de las cosas, y
si a alguien se le escapa una tiene que
añadir: Machallah, si no quiere cometer
una falta.
—¡Machallah! —exclamé.
—¿Querrás creer que con esta yegua
he cazado yo el asno salvaje de Sinyar
hasta reventarlo, sin que ella se cansara?
—¡Imposible!
—Por Alá que es verdad: éstos
pueden atestiguarlo. Esta yegua no se
separará de mí si no es por la muerte —
declaró el jeque—. ¿Qué otro caballo te
gustaría?
—Ese potro. ¡Qué estructura, qué
proporciones, qué nobleza! ¡Y ese color
maravilloso, un negro que tira a azul!
—No es eso sólo. El potro tiene las
tres virtudes principales del buen
caballo.
—¿Cuáles son?
—Ligereza de piernas, valor, y un
gran aliento.
—¿En qué se le conoce?
—En la grupa se le arremolina el
pelo, y eso demuestra que es gran
corredor; al principio de la crin se le
encrespan las cerdas, lo cual denota que
tiene un gran aliento, y se le retuercen en
la frente, lo cual es señal de que tiene un
valor ardiente, lleno de orgullo. No deja
que le espolee nunca su jinete y es capaz
de llevarlo por entre millares de
enemigos. ¿Has poseído jamás un
caballo como éste?
—Sí.
—Entonces debes de ser muy rico.
—No me costó nada: era un
mustango.
—¿Qué es un mustango?
—Un caballo salvaje, que hay que
cazar primero para domarlo después.
—¿Comprarías este caballo si
pudieras pagarlo y yo quisiera
venderlo?
—Lo compraría al instante.
—Tú puedes ganártelo.
—¡Imposible!
—Sí, pues puedes recibirlo como
regalo.
—¿En qué condiciones?
—Con la condición de que nos des
noticias de dónde van a reunirse los
Obeidas, los Abú-Hamed y los Yovaris.
A pique estuve de lanzar un ¡hurra!,
de puro júbilo. El precio era elevado;
pero el caballo era de más valor
todavía. No lo pensé mucho y le
pregunté:
—¿Qué tiempo me concedes para
que te traiga esas noticias?
—El que necesites para obtenerlas.
—¿Y cuándo recibiré el caballo?
—Cuando vuelvas.
—Tienes razón; no puedo exigirlo
antes; pero en tal caso no puedo cumplir
tu deseo.
—¿Por qué?
—Porque el buen éxito quizá
dependa de que pueda yo montar un
caballo de entera confianza en todos
sentidos.
El jeque bajó la cabeza, y luego me
dijo:
—¿Sabes tú que en una empresa
como la tuya puede perderse con mucha
facilidad el caballo?
—Lo sé; pero eso depende también
del jinete. Con un caballo como ese no
temería yo que nadie nos cogiera ni a mí
ni a él.
—¿Tan bien montas?
—No montó como vosotros;
primeramente tendría que acostumbrar al
caballo a mi sistema de equitación.
—Entonces te aventajamos.
—¿Me aventajáis? ¿Sois buenos
tiradores?
—Disparamos al galope sobre la
paloma que se posa en nuestras tiendas y
la matamos.
—Bien. Préstame el potro y envía
detrás de mí a diez guerreros. No me
alejaré a más de mil lanzas de tu
campamento y les doy permiso para que
disparen sobre mí tantas veces como
quieran; ni me cogerán ni me acertarán.
—¿Hablas en broma, emir?
—Hablo en serio.
—¿Y si te cojo la palabra?
—¡Atrévete!
Los ojos de los árabes brillaban de
júbilo. Seguramente eran grandes jinetes
y ardían en deseos de que el jeque
accediera a mi proposición.
Él, en cambio, miraba al suelo,
indeciso.
—Yo sé los pensamientos que te
embargan ¡oh jeque! —Le dije—; pero,
mira: ¿se separa un hombre como yo de
unas armas como las que llevo?
—Jamás.
Me desprendí de ellas y las coloqué
a sus pies en el suelo.
—Aquí las dejo como prenda, para
que veas que no intento robarte tu potro;
y si eso no te basta te doy mi palabra y
dejo en rehenes a mi amigo.
Entonces, ya tranquilo, se sonrió.
—¿Han de ser, precisamente, diez
hombres?
—Lo mismo da que sean doce o
quince.
—¿Pueden disparar contra ti?
—Sí. Si me hieren o me matan nadie
reclamará. Elige tus mejores jinetes y
tiradores.
—¡Estás loco, emir!
—Te equivocas.
—¿Tienen sólo que correr detrás de
ti?
—Pueden maniobrar como quieran
para cogerme o para herirme.
—¡Alá kerihm! Entonces puedes
darte ya por muerto.
—Pero tan pronto como consiga
llegar a este sitio con mi caballo habrá
terminado el juego.
—Bien; sea así. Yo montaré en mi
yegua para presenciarlo todo. —Déjame
primero que pruebe el potro.
—Como quieras.
Monté a caballo, y mientras el jeque
escogía a los que tenían que
perseguirme, observé que podía fiar en
absoluto en el animal. Luego me apeé y
lo desensillé. El noble bruto notó que se
le estaba preparando para algo
extraordinario. Sus ojos echaban
chispas, la crin se le encrespaba y sus
pequeños cascos se levantaban como los
pies de la bailarina que quiere
cerciorarse de si el tablado está lo
suficientemente liso. Le eché una correa
por el cuello y la abroché luego a la
bien sujeta cincha.
—¿Lo has desensillado? —me
preguntó el jeque—. ¿Para qué esa
correa?
—Ya lo verás. ¿Has elegido los
guerreros?
—Sí; aquí están los diez.
Estaban montados ya en sus
caballos, y lo mismo hicieron todos los
árabes que se enteraron del caso.
—Entonces podemos empezar. ¿Veis
aquella tienda aislada, a unos
seiscientos pasos de aquí? Pues tan
pronto como haya llegado yo a ella,
podéis empezar a disparar; no debéis
dejarme ninguna ventaja. ¡Adelante!
De un salto monté en el potro, que
partió en seguida como una flecha. Los
árabes me seguían a todo correr. Era un
caballo magnífico. Apenas había
salvado yo la mitad de la distancia
señalada y ya el perseguidor más
cercano a mí quedaba a cincuenta pasos
de distancia.
Entonces me eché a un lado para
introducir el brazo en la lazada del
cuello y el pie en la de la cincha. Poco
antes de llegar a la tienda señalada miré
atrás; los diez jinetes tenían preparados
los largos rifles o las pistolas, prontos a
disparar. Luego me lancé al galope
trazando un ángulo recto. Uno de los
perseguidores detuvo su caballo en
seco, con esa seguridad que sólo los
árabes poseen; estaba como si hubiera
brotado de la tierra. Levantó el arma y
sonó el disparo.
—¡Allah il Allah la Allah, Valah,
Talah! —Gritaban.
Creían que había sido herido, pues
no me veían. Y me había dejado caer del
caballo a la manera de los indios, y
colgaba cogido de las lazadas al costado
opuesto a los perseguidores. Una mirada
por debajo del cuello del animal me
convenció de que nadie más apuntaba;
en seguida me levanté, dirigí el caballo
hacia la derecha y seguí corriendo.
—¡Allah akbar! ¡Machallah! ¡Allah
il Allah! —Gritaban detrás de mí. Los
pobres no se explicaban la cosa.
Espolearon sus caballos y
levantaron otra vez sus armas. Dirigí yo
al mío hacia la izquierda, me eché otra
vez colgado de la correa y pasé delante
de ellos describiendo un ángulo agudo.
No podían disparar si no querían herir
al caballo. Aunque la cosa parecía
peligrosa, a causa de la excelencia de
mi montura resultaba un juego de niños,
que entre indios no me habría atrevido a
intentar. Rodeamos varias veces el
campamento; después, suspendido de las
lazadas, atravesé el grupo de mis
perseguidores, y llegué al sitio de donde
habíamos partido.
Al desmontar no se veía en el animal
el menor rastro de sudor ni de espuma.
Realmente, no había dinero con que
comprar tal caballo. Uno tras otro fueron
llegando los diez jinetes, que habían
hecho cinco disparos. El viejo jeque me
dio la mano.
—¡Hamdulillah! ¡Alabado sea Dios,
que no vienes herido! Estaba con
angustia por ti. En toda la tribu de los
Chammar no hay un jinete como tú.
—Te equivocas. Hay en tu tribu
muchísimos que montan mejor que yo;
pero no sabían que el jinete puede
ocultarse detrás de su caballo. Si no he
sido herido por ninguna bala, tengo que
agradecérselo a tu potro. Pero ¿quieres
que invirtamos ahora el juego?
—¿Cómo?
—Lo mismo que antes, con la sola
diferencia de que yo también podré
disparar contra mis perseguidores.
—¡Allah kerihm! Sería desgracia
muy grande si los hirieras a todos.
—¿Crees, pues, ahora que nada
tengo que temer de los Obeidas, ni de
los Abú-Hamed ni de los Yovaris si
puedo contar con un potro como éste?
—Sí, lo creo.
Conocíale yo que luchaba
interiormente; pero luego añadió.
—Tú eres Hachi Kara Ben Nemsi, el
amigo de mi amigo Malek, y confío en ti.
Toma el potro y parte al amanecer. Si no
me traes las noticias que necesito,
vuelve a mí el caballo; pero si las traes
es tuyo. Entonces te diré su secreto.
Todo caballo árabe, si es algo más
que mediano, tiene su secreto; esto es,
está acostumbrado a cierta señal, y al
oírla extrema su velocidad, la cual no
disminuye si no es por cansancio o
porque su jinete lo pare. Su dueño no
descubre el secreto ni a su mejor amigo,
ni a su hermano, ni a su padre, ni a su
mujer, ni a su hijo, y no lo emplea si no
se encuentra en grave peligro.
—¿Y no puede darse el caso de que
únicamente el secreto nos pueda salvar a
mí y al caballo?
—Es verdad; pero tú no eres todavía
su dueño.
—¡Lo seré! —exclamé con acento
de profunda convicción—. Y si no lo
fuera, el secreto quedará enterrado
conmigo, de manera que nadie podrá
averiguarlo.
—Entonces, ven.
Me llevó a un lado y me dijo en voz
baja:
—Si el caballo tiene que volar como
el halcón en el aire, ponle la mano entre
las orejas y di en alta voz la palabra
Rih.
—Rih significa viento.
—Sí; Rih. Así se llama él, pues es
aún más ligero que el viento; es tan
veloz como la tormenta.
—Gracias, jeque. Cumpliré tu deseo
tan exactamente como si fuera yo un hijo
de los Haddedín o como tú mismo.
¿Cuándo quieres que parta?
—Mañana al romper el alba, si te
place.
—¿Qué dátiles he de tomar para el
caballo?
—Únicamente come balahat. No
necesito decirte cómo has de tratar a un
animal de tanto valor.
—No.
—Duerme hoy a su lado y recítale el
sura ciento, que trata de los caballos
corredores. De esa manera te querrá y
obedecerá hasta el último aliento.
¿Sabes tú ese sura?
—Sí.
—A ver; dímelo.
Realmente, mostraba mucha
solicitud por mí y por el caballo; y como
me lo pidió así lo hice:
—«¡En el nombre de Alá el
misericordiosísimo! Por los caballos
veloces de fuerte resoplido, y por
aquellos que hacen saltar chispas de sus
cascos, y por los que a la madrugada se
lanzan rápidos sobre el enemigo; por los
que levantan nubes de polvo y rompen
las filas enemigas, en verdad que el
hombre es ingrato con su Señor y así
tiene que confesarlo. Con demasía se
apega a los bienes terrenales. ¿Pues no
sabe él que luego, cuando todo ha
terminado, lo que yace en las tumbas y
lo que estaba escondido en el pecho del
hombre será mostrado a la luz, y que
entonces, en ese día, el Señor lo
conocerá por completo?».
—Veo que sabes el sura. Y se lo he
recitado mil veces por la noche a mi
caballo; haz tú lo mismo y conocerá que
tú has venido a ser su dueño. Pero ahora
ven conmigo a la tienda.
Hasta aquí había sido el inglés mudo
espectador de todo, pero entonces se me
acercó y me dijo:
—¿Por qué han tirado contra usted?
—Tenía que enseñarles algo que no
sabían.
—¡Ah, ya! ¡Magnífico caballo!
—¿Sabe usted a quién pertenece?
—¡Al jeque!
—No.
—¿Entonces, a quién?
—A mí.
—¡Bah!
—A mí; de veras.
—Sir, mi nombre es David Lindsay,
y no me dejo embaucar. ¡Entiéndalo
usted!
—Bien; pues me guardo lo demás
para mí solo.
—¿Qué?
—Que mañana por la mañana le
dejo a usted.
—¿Por qué?
—Para ir en busca de noticias. De la
enemistad de estas tribus ya está usted
enterado. Tengo que indagar dónde y
cuándo se han de reunir las tribus
enemigas de ésta, y en pago de ello, si lo
logro, recibiré el caballo.
—¡Hombre de suerte! Iré con usted;
obedeceré, buscaré noticias.
—Eso no puede ser.
—¿Por qué?
—No puede usted ayudarme, sino
más bien perjudicarme. Su traje…
—¡Bah! Vístame de árabe.
—¿Sin entender una palabra de la
lengua?
—Verdad. ¿Cuánto tiempo estará
usted fuera?
—No lo sé aún. Algunos días. Tengo
que ir mucho más allá del pequeño Zab,
que está bastante lejos de aquí.
—¡Mal camino! ¡Mal pueblo de
árabes!
—Ya tendré cuidado.
—Yo quedaré aquí si usted me hace
un favor.
—¿Cuál?
—No preguntar sólo por los
beduinos.
—Entonces, ¿por qué más?
—Por buenas ruinas. Tengo que
excavar, encontrar foWing-bulls; enviar
foWing-bulls al Museo.
—Lo haré: pierda usted cuidado.
—¡Well! Listo: entremos.
Tomamos asiento en la tienda en el
mismo sitio de antes y pasamos el resto
del día embebidos en un sinfín de
narraciones, como les gusta a los árabes.
Por la noche hubo música y canto, para
lo cual no contaban más que con dos
instrumentos: la rubaba, especie de
cítara de una sola cuerda, y el tabl,
timbal pequeño, que en combinación con
el sonido bajo, uniforme de la rubaba,
hacía un ruido horrible. Luego rezaron la
oración de la noche y nos fuimos a
descansar.
El inglés se quedó en la tienda del
jeque; pero yo fui junto al potro, que
estaba tendido en el suelo, y me eché
entre sus patas. ¿Le recité? ¡Claro está!
No se movió a ello la superstición, sino
que, como el caballo estaba
acostumbrado a ello, teníamos que
hacernos amigos por tal ollares para
recitar aquellas palabras, aprendió el
bruto a conocer el olor del nuevo amo.
Yo me acosté entre sus remos como un
niño. Al amanecer se abrió la tienda del
jeque y salió el inglés.
—¿Ha dormido usted, sir?, me
preguntó.
—Sí.
—Yo no.
—¿Por qué?
—Muy alborotados en la tienda.
—¿Los árabes?
—No.
—Entonces ¿quién?
—Los fleas, lice y gnats.
Todo el que sepa algo de inglés
comprenderá a qué se refería; yo me
eché a reír.
—¡Pronto se acostumbrará usted,
sir! —Le dije para consolarle.
—¡Nunca! Tampoco he podido
dormir, porque pensaba en usted.
—¿Pues?
—Podía usted haberse marchado sin
hablar antes conmigo.
—Nunca lo habría hecho sin
despedirme de usted.
—Quizá habría sido demasiado
tarde, porque tengo muchas cosas que
preguntarle.
—Pregúnteme usted.
Ya la tarde anterior le había dado yo
toda clase de instrucciones y le había
hecho multitud de advertencias. En aquel
momento sacó su libro de notas.
—Haré que me guíen a las ruinas,
pero necesito hablar árabe. Dígame
usted varias cosas. ¿Cómo se dice amigo
en árabe?
—Achab.
—¿Y enemigo?
—Kimán.
—Cuando haya que pagar, ¿cómo se
dice dólar?
—Rijal franch.
—¿Y portamonedas?
—Surrah.
—Excavaré piedras: ¿cómo dicen
piedra?
—Hachar y también hachr o jachr.
Así me fue preguntando algunos
centenares de palabras y las fue
anotando. Luego empezó el despertar del
campamento y tuve que ir a la tienda del
jeque para recibir el sahur, es decir, el
desayuno que ya me tenían preparado.
Tratamos aún de muchas cosas y por
fin me despedí, monté a caballo y dejé
el paraje que acaso no volviera a visitar.
CAPITULO V

PRISIONERO

Me había propuesto acercarme primero


a la tribu de más al Sur, los Yovaris. El
camino más recto hubiera sido seguir el
río Thathar, que corre casi
paralelamente al Tigris; mas, por
desgracia, era muy probable que
precisamente en sus orillas apacentaran
los Obeidas sus rebaños, y por eso me
mantuve más al Oeste. Tenía que
cabalgar de manera que alcanzara el
Tigris a una milla, poco más o menos,
por arriba de Tekrit; después tropezaría
sin dificultad con la tribu que buscaba.
En cuanto a vituallas, iba yo
abundantemente provisto; agua para el
caballo no necesitaba, pues los pastos
eran jugosísimos, de modo que no había
de tener otro cuidado que el de seguir el
rumbo que me había propuesto y evitar
todo encuentro que pudiera
comprometerme. Para lo primero tenía
yo mi brújula y el sol, y para lo último
mi catalejo, con el cual podía reconocer
todo el horizonte antes que me vieran.
Pasó el día sin incidente alguno, y
por la noche me eché a descansar al pie
de una roca solitaria. Antes de dormirme
me acometió la idea de que tal vez lo
mejor fuera llegarme a Tekrit, ya que
allí, sin llamar la atención, podía
enterarme de muchas cosas de las que
me eran necesarias. Pero esta idea fue
del todo inútil, como pude ver a la
mañana siguiente.
Había dormido profundamente, y me
despertó un fuerte resoplido de mi
caballo. Al abrir los ojos vi a cinco
jinetes que venían directamente desde el
Norte al sitio donde yo me encontraba.
Estaban tan cerca, que me habían visto
ya, y huir no entraba en mis propósitos,
por más que con mi excelente caballo
me habría sido fácil. Me levanté y monté
para estar prevenido, y cogí mis pistolas
negligentemente.
Aquellos jinetes, que venían al
galope, se detuvieron a algunos pasos de
mí. Como en su rostro no mostraban
señales de hostilidad, podía estar
tranquilo… por de pronto.
—¡Salam aaleikum! —me dijo,
saludándome, uno de ellos.
—¡Aaleikum! —le contesté.
—¿Has dormido aquí esta noche?
—Así es.
—¿No tienes una tienda bajo la cual
recostar tu cabeza?
—No. Alá ha repartido sus dones de
muy diversas maneras. A unos les da un
techo de lona y a otros el cielo por
cubierta.
—Pero tú podrías poseer una tienda,
pues tienes un caballo que vale más que
cien tiendas.
—Es toda mi fortuna.
—¿Lo vendes?
—No.
—Debes de pertenecer a una tribu
que no acampa lejos de aquí.
—¿Por qué lo supones?
—Porque tu potro está muy
reposado.
—Y, sin embargo, mi tribu vive
lejos, a muchos, muchos días de camino
de aquí, hacia el Oeste; todavía más allá
de las ciudades santas.
—¿Cómo se llama esa tribu?
—Uelad German.
—Sí; allá arriba, en el Mogreb, se
dice muchas veces celad en lugar de
Beni o Abú. ¿Por qué te alejas tanto de
tu tierra?
—He visto la Meca y quiero ver los
aduares y ciudades que están situados
camino de Persia, a fin de poder contar
muchas cosas a los míos al volver a mi
casa.
—¿Hacia dónde te diriges ahora?
—Siempre hacia donde sale el sol y
adonde Alá me guíe.
—Entonces ven con nosotros.
—Y vosotros ¿adónde vais?
—Más arriba de los escollos de
Kermina, donde nuestros rebaños pacen
a la orilla y en las islas del Tigris.
¿Serían Yovaris? Como ellos me
habían interrogado, no era descortesía
preguntarles yo a mi vez.
—¿A qué tribu pertenecen los
rebaños que dices?
—A la tribu Abú-Mohamed.
—¿Hay otras tribus en las
cercanías?
—Sí; más abajo están los Alabeidas,
que pagan tributo al jeque de Kermina, y
más arriba los Yovaris.
—Y éstos ¿a quién pagan tributo?
—Ya se ve que vienes de tierras
lejanas. Los Ywaris no pagan, sino que
cobran tributos. Son ladrones y bandidos
de los cuales no están seguros ni un
momento nuestros rebaños. ¡Ven con
nosotros, si quieres combatir contra
ellos!
—¿Combatir contra ellos?
—Sí; nos hemos aliado con los
Alabeidas. Si quieres llevar a cabo
hazañas puedes aprender de nosotros.
Pero ¿por qué dormías aquí, en el Cerro
del León?
—No conozco este lugar. Estaba
fatigado y me he acostado para
descansar.
—¡Allah kerihm, Dios es
misericordioso! Tú eres un predilecto
de Alá; de otra manera te habría
despedazado el degollador de nuestros
ganados. Ningún árabe descansaría aquí
ni una hora, pues entre estas rocas se
reúnen los leones.
—¿Hay leones aquí, en las orillas
del Tigris?
—Sí; los hay en su curso inferior;
más arriba no se encuentran más que
leopardos. ¿Quieres venir con nosotros?
—Conforme si me admitís como
huésped.
—Lo eres. Toma mi mano y come
nuestros dátiles.
Nos alargamos uno a otro la mano y
luego recibí de cada uno un dátil, que
comí mientras ellos comían los que yo
les di en cambio. Luego echamos a
andar hacia el Sudoeste. Al cabo de un
rato vadeamos el Thathar, donde la
llanura empezaba a convertirse en
montaña.
En mis compañeros vi a cinco
honrados nómadas, en cuyos pechos no
se albergaba la falsedad. Para festejar
unas bodas habían visitado a una tribu
amiga, y regresaban llenos de alegría y
satisfechos de las fiestas y banquetes de
que habían disfrutado.
El terreno se elevaba cada vez más,
hasta que de repente volvió a descender.
A lo lejos, a la derecha, se veían las
ruinas de la antigua Tekrit; a la
izquierda, también muy lejos, el Ysbel
Kermina, y delante de nosotros se
extendía el valle del Tigris. Al cabo de
media hora habíamos alcanzado la
corriente, que en aquel sitio tendría la
anchura de una milla inglesa y cuyas
aguas dividía una isla extensa, de verde
vegetación, en la cual descubrí varias
tiendas.
—¿Vendrás con nosotros a la isla?
Serás bien recibido por nuestro jeque.
—¿Cómo pasamos por aquí?
—Vas a verlo en seguida, pues ya se
han dado cuenta de nuestra llegada. Ven
más abajo, donde atraca el kellek.
Kellek llaman los árabes a una
almadía, dos veces más larga que ancha,
que consiste en pellejos de cabra
hinchados y sujetos por travesaños,
sobre los cuales van unas tablas que
sirven de cubierta. Las ligaduras son de
mimbres. Gobiernan estas balsas por
medio de dos remos, cuyos estrobos
están hechos de cañas de bambú
hendidas y trenzadas después. Un kellek
de éstos se destacó de la isla; era tan
grande que había sitio sobrado para
nosotros y nuestros caballos, y pudo
llevarnos a la isla con toda felicidad.
Fuimos acogidos por un sinnúmero
de chiquillos, algunos perros y un árabe
de venerable aspecto, que era el padre
de uno de mis compañeros.
—Permíteme que te conduzca a la
casa del jeque —me dijo el que hasta
entonces había llevado la voz cantante.
Durante nuestra caminata se juntaron
a nosotros algunos hombres que se
mantenían modestamente detrás de mis
compañeros, sin molestarme con ninguna
clase de preguntas. Sus miradas de
admiración se dirigían a mi caballo.
El camino fue corto, y terminó
delante de una cabaña bastante
espaciosa, formada de troncos de sauce,
cubierta de bambúes y en el interior
revestida con esterillas. Al entrar yo se
levantó de una alfombra un hombre
fuerte y vigorosamente conformado, que
estaba ocupado en afilar su charay[35] en
una piedra.
—¡Salam aaleikum! —Le dije
saludándole.
—Aaleik —me contestó,
examinándome atentamente.
—Permíteme ¡oh jeque!, que te
presente a este hombre —dijo mi
acompañante—. Es un guerrero notable,
y por eso no me he atrevido a ofrecerle
mi tienda.
—El que tú acompañas sea bien
venido —fue la respuesta.
El otro se alejó y el jeque me tendió
la mano.
—Siéntate, extranjero. Estás
fatigado y hambriento y tienes que
descansar y comer. Permíteme antes que
vea tu caballo.
Esta conducta era la propia de un
buen árabe; primero el caballo y
después el caballero. Al entrar otra vez
en la casa, vi en seguida que mi caballo
había despertado su interés hacia mí.
—Tienes un noble animal,
¡Machallah!, y te deseo que puedas
poseerlo mucho tiempo. Yo lo conozco.
¡Ah! Esto podía perjudicarme o tal
vez favorecerme.
—¿De dónde lo conoces?
—Es el mejor caballo de los
Haddedín —me contestó.
—¿También conoces a los
Haddedín?
—Conozco a todas las tribus; pero a
ti no te conozco.
—¿Conoces al jeque?
—¿A Mohamed Emín?
—Sí: de su tienda vengo.
—¿Y adónde vas?
—Vengo en tu busca.
—¿Te ha enviado él?
—No, y sin embargo vengo a ti
como mensajero suyo.
—Descansa antes de hablar.
—No estoy fatigado, y lo que tengo
que decirte es tan importante que quiero
decírtelo en seguida.
—Habla, pues.
—Me dicen que los Yovaris son tus
enemigos.
—Sí, lo son —contestó con
semblante sombrío.
—También lo son míos; también son
enemigos de los Haddedín.
—Ya lo sé.
—¿Sabes también que se han aliado
con los Abú-Hamed y los Obeidas para
atacar los pastos de los Haddedín?
—Lo sé.
—Me dicen que te has aliado con
los Alabeidas para castigarlos.
—Sí.
—Vengo, pues, a ti para tratar
contigo de algunos pormenores relativos
a ese asunto.
—Si es así, te digo otra vez: «¡sé
bien venido!». Quiero que descanses y
te repongas y no nos dejes hasta que
haya convocado a los ancianos.
Al cabo de una hora escasa, se
sentaban a mi alrededor ocho hombres,
comiendo grandes tajadas de un carnero
que se había asado al efecto. Eran los
hombres más ancianos de los Abú-
Mohamed. Les conté cómo había llegado
al campamento de los Haddedín y cómo
me había nombrado el jeque su
mensajero.
—¿Qué planes puedes indicarnos?
—preguntó el jeque.
—Ninguno. Sobre vuestras cabezas
han pasado más años que sobre la mía.
No corresponde a los jóvenes señalar el
camino a los ancianos.
—Tú hablas el lenguaje de los
sabios. Tu cabeza es joven aún; pero tu
entendimiento está maduro; de lo
contrario Mohamed Emín no te habría
enviado. ¡Habla! Nosotros oiremos y
resolveremos después.
—¿Cuántos guerreros cuenta tu
tribu?
—Novecientos.
—¿Y los Alabeidas?
—Ochocientos.
—Entonces sois mil setecientos, esto
es, la mitad de lo que suman las dos
tribus enemigas.
—Mil ciento; pero no todo depende
del número.
—¿Sabéis, acaso, cuándo se
reunirán los Yovaris con los Abú-
Hamed?
—Al día siguiente de la próxima
Jaunt El Djema[36].
—¿Lo sabes con certeza?
—Tenemos un hombre fiel entre los
Yovaris.
—¿Y dónde se reunirán?
—En las ruinas de Kan Kermina.
—¿Y después?
—Luego se juntarán con los
Obeidas.
—¿Dónde?
—Entre el remolino de Kelab y el
extremo de las montañas de Kanuza.
—¿Cuándo?
—Al tercer día después de la
reunión.
—Estás extraordinariamente bien
informado. ¿Adónde irán luego?
—Directamente al campamento de
los Haddedín.
—¿Qué pensáis hacer vosotros?
—Esperar a que partan y caer sobre
sus tiendas, donde dejarán a sus mujeres
e hijos, y robarles los ganados.
—¿Sería eso prudente?
—Queremos recuperar lo que nos
arrebataron.
—Muy bien; pero los Haddedín son
mil ciento y los enemigos son tres mil.
Si vencen volverán triunfantes y se
lanzarán sobre vosotros para tomaros el
botín y todo lo que hoy poseéis. Si no
tengo razón, decidlo.
—Tienes razón; pero nosotros
creíamos que los Haddedín serían
reforzados por otras tribus de los
Chammar.
—Esas tribus están amenazadas por
el gobernador de Mosul.
—¿Qué nos aconsejas, pues? ¿No
sería mejor aniquilar a los enemigos uno
a uno?
—Venceríais a una tribu y llamaríais
la atención de las otras dos. Hay que
atacarlos cuando estén reunidos, esto es,
en el remolino de Kelab. Si os parece
bien, al tercer día después de Vaunt El
Yema bajará Mohamed Emín con sus
guerreros de las montañas de Kanuza y
se arrojará sobre los enemigos, mientras
vosotros los atacáis por el Sur, y así se
verán empujados al remolino El Kelab.
Después de larga discusión, fue
aceptado este plan y luego
detenidamente estudiado. Con esto se
pasó gran parte de la tarde y vino la
noche, de manera que tuve que pernoctar
allí. A la mañana siguiente me pasaron
muy temprano a la otra orilla, y tomé el
camino que había recorrido a la ida.
Mi tarea, que tan difícil parecía,
había sido cumplida de manera tan
sencilla y fácil, que casi me daba
vergüenza contarlo. Caballo tan hermoso
no podía ser ganado de modo tan trivial.
Pero ¿qué más podía yo hacer? ¿No
sería quizá conveniente estudiar el
campo de la futura batalla? Estas ideas
no me dejaban tranquilo; y así fue que no
vadeé el Thathar, sino que seguí su
orilla izquierda hacia el Norte con
objeto de llegar a los montes de Kanuza.
Hasta media tarde no se me ocurrió la
idea de si el Vadi Yshennem, donde el
inglés y yo habíamos encontrado a los
ladrones de caballos, podría ser una
parte de los montes Kanuza. Sin
poderme contestar a esta pregunta, seguí
mi camino y me desvié después más a la
derecha para llegar a las cercanías del
Yebel Hamrín.
El sol se había hundido ya casi por
completo en el horizonte, cuando vi en
lontananza, hacia occidente, dos jinetes
que se acercaban a todo correr, y que al
verme se detuvieron un instante; pero
luego se dirigieron hacia mí. ¿Tenía que
evitar el encuentro? ¿Huir de dos
hombres? No. Detuve mi caballo y los
aguardé.
Eran dos hombres en plena edad
viril, que pararon delante de mí.
—¿Quién eres? —me preguntó uno
de ellos dirigiendo una mirada
codiciosa a mi caballo.
Una pregunta de esta clase no me la
había dirigido ningún árabe.
—Un extranjero —le contesté
secamente.
—¿De dónde vienes?
—Del Oeste, como ves.
—¿Adónde vas?
—Adonde me guía mi kismet.
—Ven con nosotros; serás nuestro
huésped.
—Te doy las gracias. Tengo quien
cuida de mi lecho.
—¿Quién es?
—Alá. Adiós.
Fui demasiado confiado, pues no me
había vuelto aún, cuando uno de los
jinetes echó mano al cinto, y al momento
voló su maza dándome en la cabeza de
tal modo que caí al suelo sin sentido. No
duró mucho mi atontamiento; pero sí lo
suficiente para darles tiempo a que me
ataran.
—¡Salam aaleikum! —exclamó uno
de ellos irónicamente—. No hemos sido
antes bastante corteses y por eso nuestra
hospitalidad no te era agradable. ¿Quién
eres? Naturalmente, no le contesté.
—¿Quién eres? —repitió.
No abrí la boca, a pesar de que el
árabe acompañó su pregunta con un
puntapié.
—Déjale —le dijo su compañero—.
Alá obrará un prodigio y abrirá su boca.
¿Tiene que ir montado o a pie?
—A pie.
Me aflojaron las correas con que me
habían ligado las piernas y me ataron al
estribo de un caballo. Luego tomaron al
mío de las riendas y echamos a andar a
paso acelerado hacia el Este. A pesar de
mi buen caballo, había caído prisionero.
¡El hombre es un ser muy vanidoso!
El terreno se elevaba poco a poco.
Pasamos entre montañas y más allá vi en
un valle el reflejo de varias hogueras.
Era media noche poco más o menos
cuando entramos en el valle; nos
acercamos a un campamento y nos
detuvimos al fin delante de una tienda,
de la cual en aquel mismo instante salió
un joven. Él me miró a mí y yo a él y nos
conocimos al momento.
—¡Allah il Allah! ¿Quién es ese
prisionero? —preguntó.
—Le hemos cogido allá en la
llanura, Es un extranjero que no nos
acarreará ninguna thar, o venganza de
sangre. Mira qué caballo tan soberbio
monta.
—¡Allah akbar! Ese es el caballo de
Mohamed Emín, jeque de los Haddedín.
Llevad a este hombre adentro para que
le oiga mi padre, el jeque. Yo avisaré al
consejo.
—¿Qué hacemos nosotros con el
caballo?
—Se quedará delante de la tienda
del jeque.
—¿Y sus armas?
—Dejadlas en la tienda.
Media hora después volvía a
encontrarme ante un consejo, pero esta
vez era para mí un tribunal. Como ante
él no podía servirme de nada el silencio,
me resolví a hablar.
—¿Me conoces? —me preguntó el
más viejo de los presentes.
—No.
—¿Sabes dónde te encuentras?
—No.
—¿Conoces a este joven y valiente
árabe?
—Sí.
—¿Dónde le has visto?
—En el Yebel Yehennem. Me había
hurtado cuatro caballos que yo volví a
recobrar.
—¡No mientas!
—¿Quién eres tú, que me hablas de
ese modo?
—Soy Zedar Ben Huli, el jeque de
los Abú-Hamed —me replicó
altaneramente.
—¡Zedar Ben Huli, jeque de los
ladrones de caballos!
—¡Cállate! Ese joven guerrero es mi
hijo.
—Puedes estar orgulloso de él, ¡oh
jeque!
—¡Cállate, repito, pues si no tendrás
que arrepentirte! ¿Quién es ladrón de
caballos? ¡Tú! ¿A quién pertenece el
caballo que montabas?
—A mí.
—¡No mientas!
—Zedar Ben Huli, agradece a Alá
que tenga yo las manos atadas. De lo
contrario no volverías a insultarme.
—¡Atadle más fuerte! —ordenó el
jeque.
—¿Quién se atreverá a maltratar al
Hachi, en cuyo bolsillo se encuentra el
agua de Zem-Zem?
—Veo que eres Hachi, puesto que
llevas el hamail al cuello; pero
¿realmente traes contigo el agua santa?
—Sí.
—Danos un poco de ella.
—No.
—¿Por qué no?
—La llevo solamente para mis
amigos.
—¿Somos nosotros tus enemigos?
—Sí, lo sois.
—No es cierto. No te hemos hecho
todavía mal alguno. Sólo queremos
devolver a su dueño el caballo que has
robado.
—El dueño soy yo.
—Tú eres un Hachi que lleva agua
santa de Zem-Zem y, sin embargo,
mientes. Conozco ese potro, que
pertenece a Mohamed Emín, jeque de
los Haddedín. ¿Cómo has llegado a
poseer ese animal?
—Me lo ha regalado Mohamed.
—¡Mientes! Ningún árabe regala un
caballo como ese.
—Ya te he dicho antes que debes
agradecer a Alá que esté yo atado.
—¿Por qué te lo ha regalado?
—Eso es cosa de él y mía; a
vosotros no os importa nada.
—Eres un Hachi muy descortés.
Debes de haber prestado un gran
servicio al jeque de los Haddedín
cuando te ha hecho un regalo tal. No te
preguntaremos más sobre eso. ¿Cuándo
dejaste a los Haddedín?
—Anteayer, de madrugada.
—¿Dónde pacen sus rebaños?
—No lo sé: los rebaños de los
árabes tan pronto están en un sitio como
en otro.
—¿Podrías guiarnos allá?
—No.
—¿Dónde has estado desde
anteayer?
—En todas partes.
—Bien; no quieres contestar y ya
verás lo que ocurre contigo. ¡Llevadle
afuera!
Me llevaron a una tienda más
pequeña y baja y allí me ataron. A cada
lado mío se acurrucó un beduino, mas
muy pronto adoptaron los dos el sistema
de velar uno y dormir el otro. Yo había
creído saber el mismo día lo que sobre
mí resolvería el consejo, pero no fue
así, pues, según averigüé luego, la
reunión se disolvió sin que se me
participara la sentencia.
CAPITULO VI

EL REY DEL DESIERTO

Yo me dormí.
Un sueño inquieto se apoderó de mí,
y soñé que no me hallaba en una tienda
junto al Tigris, sino en un oasis del
Sahara. El fuego del vivaque llameaba;
el laguni o zumo de la palmera pasaba
de mano en mano y los cuentos se
sucedían de boca en boca. De repente se
dejó oír aquel profundo rodar de trueno,
que no olvida nadie que una vez lo haya
escuchado: el rugido del león. Assad-
Bey, el degollador de ganados, se
acercaba en busca de su cena. De nuevo
y más cerca sonó su voz… y yo
desperté.
¿Había sido en realidad un sueño? A
mi lado estaban acostados los dos
beduinos y oí que uno de ellos rezaba el
santo faja. El rugido sonó por tercera
vez. Era realidad; un león rodeaba el
campamento.
—¿Dormís? —pregunté.
—No.
—¿Oís al león?
—Sí: hoy es la tercera vez que viene
en busca de la comida.
—¡Matadle!
—¿Quién va a matar al poderoso, al
augusto, al señor de la muerte?
—¡Cobardes! ¿Entra también en el
interior del campamento?
—No. De lo contrario no estarían
los hombres delante de sus tiendas para
oír perfectamente su voz.
—¿Está el jeque con ellos?
—Sí.
—Ve a decirle que yo mataré al león
si me entrega mi carabina.
—¡Estás loco!
—Estoy en mi pleno juicio. Anda,
ve.
—¿Lo dices en serio?
—Sí; date prisa.
Una excitación tremenda se apoderó
de mí; habría querido romper mis
ligaduras. Al cabo de un instante volvió
aquel hombre y me desató.
—Sígueme —me dijo.
Afuera había muchos hombres con
las armas en la mano; pero ninguno se
atrevía a salir dos pasos más allá de sus
tiendas respectivas.
—Has pedido hablar conmigo —me
dijo el jeque—. ¿Qué quieres?
—Permíteme que mate a ese león.
—Tú no puedes matar al león. Veinte
de nosotros no bastaríamos para cazarlo,
y muchos morirían en la empresa.
—Yo lo mataré solo; no sería la
primera vez.
—¿Dices la verdad?
—La digo.
—Si quieres matarlo, no alego nada
en contra. Alá da la vida y Alá la toma
de nuevo: todo está anotado en el libro.
—Dame, pues, mi rifle.
—¿Cuál de ellos?
—El más pesado. Dame también mi
cuchillo.
—Traedle las armas —ordenó el
jeque.
El hombre se decía seguramente
para su capote que yo me buscaba la
muerte y que luego sería él heredero
incontestable de mi caballo; pero a mí
me interesaban mucho el león, mi
libertad y mi caballo, y las tres cosas
podía lograr si me daban mi carabina.
Me trajeron las armas y las pusieron
a mi lado.
—¿No mandas que me suelten las
manos, jeque?
—¿Piensas de veras no matar más
que al león?
—Júralo. Tú eres un Hachi; júralo
por el agua de Zem-Zem que llevas en el
bolsillo.
—Lo juro.
—Soltadle.
Ya estaba libre. Mis otras armas
estaban en la tienda del jeque y junto a
su puerta mi caballo. Estaba ya
tranquilo.
Era la hora en que el león suele
rondar alrededor de los rebaños, poco
antes de amanecer. Me palpé el cinto
para convencerme de que tenía aún mi
cartuchera, y luego eché a andar hasta
más allá de la última tienda. Allí me
detuve un rato para acostumbrar mis
ojos a la oscuridad. Delante de mí noté
un grupo, de camellos e infinidad de
ovejas, que se habían apiñado. Los
perros, que de noche guardan los
rebaños, habían huido y se habían
escondido detrás o dentro de las tiendas.
Me eché al suelo y me arrastré
silenciosa y lentamente hacia adelante.
Sabía que el león me olería a mí antes
que yo llegara a verle en la oscuridad.
De pronto —era como si el suelo debajo
de mí temblara— resonó a un lado el
rugido, y un instante después percibí un
golpe sordo, como el de un cuerpo
pesado que choca contra otro; luego
sentí un débil gemido, un crujir como de
huesos… y allí, a veinte pasos, a lo más,
vi cómo echaban chispas dos esferas
fosforescentes… Al reconocer aquella
luz verdosa y oscilante, me eché a la
cara el rifle, no obstante la oscuridad,
apunté lo mejor que pude, y disparé.
Un rugido horroroso atronó el
espacio. El fogonazo me había delatado
al león; también yo le había visto,
aferrado sobre el lomo de un camello
cuyo pescuezo trituraba con los dientes.
Le había acertado. Un bulto oscuro y
enorme saltó en el aire y vino a caer a
tres pasos de mí. Las dos esferas
luminosas estaban allí, brotando fuego.
O el león había calculado mal el salto o
estaba herido. Me arrodillé y le disparé
mi segundo y último tiro, no entre los
ojos, sino a uno de ellos. Luego,
rápidamente dejé caer el arma y empuñé
el cuchillo. El león no se acercó; mi
último disparo había sido de veras
mortal. No obstante, me eché unos pasos
atrás para cargar de nuevo. A mi
alrededor reinaba un gran silencio, y
tampoco en el campamento se oía el
menor ruido… Sin duda se me daba por
muerto.
Pero en cuanto la escasa claridad
primera del día me permitió distinguir
las cosas, me acerqué al león. Estaba
muerto y me puse inmediatamente a
desollarlo. Y tenía mis motivos para no
retrasarme, ni dejar mi trofeo a los
árabes. La operación era más pesada de
lo que parecía y la llevé a cabo
guiándome más por el tacto que por la
vista, y en plena aurora la terminé.
Luego me cargué la piel al hombro y
volví al campamento, que debía de ser
sólo de una parte de la tribu de aquellos
rapaces Abú-Hamed. Hombres, mujeres
y niños, que estaban delante de las
tiendas, llenos de expectación, al verme
armaron una gritería espantosa. ¡Allah!,
se oía en todos los tonos, y todas las
manos se alargaban hacia mi botín.
—¿Lo has matado? —me preguntó el
jeque—. ¿Realmente? ¿Solo?
—Solo.
—Entonces te ha ayudado el
Chaitán.
—¿Puede el demonio ponerse al
lado de un Hachi?
—No; pero ¿tienes acaso un encanto,
un amuleto, un talismán con cuya ayuda
has realizado esa hazaña?
—Sí.
—¿Dónde está?
—Aquí.
Le puse la carabina delante de las
narices.
—Eso no es; no quieres decírnoslo.
¿Dónde está el cadáver del león?
—Allí, fuera del campamento, a la
derecha de las tiendas. Id a verlo.
La mayoría de los presentes se
apresuró a ir. Esto era lo que yo
deseaba.
—¿A quién pertenece la piel del
león? —preguntó el jeque con ojos de
codicia.
—De eso hablaremos en tu tienda.
¡Entrad!
Todos me siguieron; no eran más que
diez o doce hombres. Al entrar, lo
primero que vi fueron mis armas,
colgadas de un poste. En dos pasos las
alcancé, me eché el rifle a la espalda y
tomé la carabina en la mano. La piel del
león, por su peso y su gran tamaño, me
estorbaba; pero había que salvarla.
Rápidamente me coloqué a la entrada de
la tienda.
—Zedar Ben Huli, te he prometido
no disparar con este rifle más que al
león…
—Sí.
—Pero no he dicho contra quién
dispararé estas otras armas.
—¡Son mías: devuélvelas!
—Están en mi mano y sabré
conservarlas.
—¡Va a huir… cogedle!
Entonces me encaré la carabina.
—¡Alto ahí! ¡Quien intente
detenerme dese por muerto! Zedar Ben
Huli, gracias por la hospitalidad que
aquí he gozado. ¡Volveremos a vernos!
Me eché fuera de la tienda, y
pasaron unos instantes sin que nadie se
atreviera a seguirme; los suficientes
para que pudiera yo desatar mi caballo y
cargarle la piel. Cuando la tienda se
abrió galopaba yo fuera ya del
campamento.
Detrás de mí y hacia el lado en que
estaba el cadáver del león sonó una
gritería espantosa, y vi que todo el
mundo corría en busca de armas y
monturas. Cuando estuve fuera del
campamento puse a mi corcel al paso. El
noble animal estaba espantado; no podía
resistir el olor a león y resoplaba
angustiosamente.
Miré hacia atrás y vi que los
perseguidores brotaban de entre las
tiendas. Entonces puse a mi caballo al
trote, y cuando vi que el más aventajado
estaba ya a tiro de fusil, pensé acelerar
el paso; mas luego resolví otra cosa.
Detuve al animal, me volví y apunté.
Salió el tiro, y el caballo de mi
perseguidor cayó muerto sobre su jinete.
A aquellos ladrones de caballerías no
les estaba mal empleada una lección.
Después me lancé al galope y cargué de
nuevo.
Volví la cabeza y vi que otros dos
jinetes se me habían acercado bastante;
pero sus tiros no podrían aún
alcanzarme. Me paré otra vez y apunté…
Dos tiros sonaron y los dos caballos
cayeron. Para mis restantes
perseguidores esto bastó se detuvieron y
se quedaron atrás. Al poco rato ya no
divisé más que a algunos, a lo lejos, que
parecían seguir mis huellas.
Para desorientarlos corrí por
espacio de una hora hacia el Oeste;
luego, por un terreno pedregoso, donde
no pudieran verse las pisadas, torcí al
Norte, y al mediodía había alcanzado ya
el Tigris en el remolino Kelab. Un poco
más abajo vi el afluente Zab-Asfal, y a
pocos minutos de camino, aun más
abajo, el sitio en el cual los montes
Kanuza se juntan con la montaña
Hamrín. Esta unión se efectúa por medio
de algunas estribaciones aisladas,
separadas por valles hondos y bastante
angostos. El más ancho de ellos era sin
duda el elegido por los enemigos de los
Haddedín para su paso, y por eso grabé
en la memoria el valle y sus entradas
con la mayor exactitud posible. Luego
me apresuré a llegar al Thathar, que
alcancé y vadeé por la tarde. Mi deseo
me impulsaba a regresar al campamento
de mis amigos; pero debía dar descanso
a mi caballo, y por eso me detuve y pasé
otra noche al raso.
Hacia las doce del siguiente día
divisé el primer rebaño de ovejas de los
Haddedín, y puse mi caballo al galope
hacia el campamento, sin cuidar de las
llamadas que de todas partes me
dirigían. Por los gritos conoció el jeque
que algo importante ocurría y salió de su
tienda en el momento en que llegaba yo
a ella.
—¡Hamdulillah, alabado sea Dios,
que estás de vuelta! —exclamó al verme
—. ¿Cómo te ha ido?
—Bien.
—¿Has averiguado algo?
—Todo. Convoca a los ancianos y
os haré relación completa.
Entonces se fijó en la piel que yo
había dejado caer al otro lado del
caballo.
—¡Machallah, milagro de Dios, un
león! ¿Cómo tienes esta piel?
—Yo se la he arrancado.
—¿A él, al señor mismo?
—Sí.
—¿Entonces has hablado con él?
—Pocas palabras.
—¿Cuántos cazadores erais?
—Ninguno.
—¡Alá sea contigo, para que tu
entendimiento no se extravíe!
—Estaba solo, te digo.
—¿Dónde?
—En el campamento de los Abú-
Hamed.
—¡Oh! Esos te habrían matado.
—Como ves, no lo han hecho. Hasta
Zedar Ben Huli me ha dejado vivir.
—¿También le has visto a él?
—También a él, y les he matado tres
caballos.
—¡Cuéntamelo todo!
—Perdona, a ti solo no, pues luego
tendría que contarlo muchas veces.
Llama a tu gente y os daré todos los
pormenores que queráis.
Se fue el jeque, y al ir a entrar yo en
la tienda vi a sir Lindsay que llegaba al
galope.
—¡Me acaban de decir que está
usted aquí, sir! —gritó desde lejos—.
¿Ha encontrado usted…?
—Sí; el enemigo, el campo de
batalla y todo.
—¡Bah! ¿Y las ruinas con fowling-
bulls?
—También.
—Bien, muy bien. Excavaré,
encontraré y enviaré a Londres; pero
¿antes hay que batirse?
—Sí.
—Bien. Lucharé como Bayardo. Yo
también he encontrado…
—¿Qué?
—Una inscripción; ¡oh, rarísima!
—¿Dónde?
—Un hoyo, ahí cerca… Un ladrillo.
—¿Una inscripción en un ladrillo?
—¡Yes! Escritura cuneiforme. ¿Sabe
usted leer?
—Un poco.
—Yo no. ¿Quiere verlo?
—Sí. ¿Dónde está el ladrillo?
—En la tienda. Voy en seguida. Se
metió dentro y me trajo su pesado
hallazgo.
—¡Aquí, vea, lea!
El ladrillo estaba casi desmenuzado,
y las pocas cuñas que la destrozada
inscripción mostraba aún apenas se
distinguían.
—¿Qué le parece? —preguntó
mister Lindsay con verdadera ansiedad.
—Aguarde usted, que no es esto tan
fácil como se cree. Sólo veo tres
palabras, que tal vez puedan descifrarse.
Si no me equivoco, dicen: Tetuda
Babrut esis.
—¿Qué significan?
—Levantado en honor de Babilonia.
El buen mister Lindsay abrió el
paralelogramo de la boca hasta las
orejas.
—¿Lee usted bien, sir?
—Creo que sí.
—¿Qué piensa usted de ello?
—¡Todo y nada!
—¡Hum! ¡Pero aquí no estaba
Babilonia!
—Entonces ¿qué?
—¡Nínive!
—¡Por mí como si estuviera Río
Janeiro! Arréglelo usted como prefiera,
que ahora no tengo tiempo para eso.
—Pero ¿para qué viene usted
conmigo?
—Está bien. Guarde usted el ladrillo
hasta que tenga yo tiempo.
—¡Well! ¿Qué va usted a hacer
ahora?
—Habrá una reunión en la cual
tendré que contar lo que me ha pasado.
Y ante todo necesito comer, pues tengo
un hambre como un oso.
—También le acompañaré en eso.
Entró conmigo en la tienda.
—¿Cómo le ha ido a usted con su
árabe?
—¡Miserablemente! Pido pan… y el
árabe trae botas; pido el sombrero… y
me da sal; pido el rifle y me trae la
gorra… ¡Horrible! ¡No vuelva usted a
dejarme!
No mucho después volvió el jeque a
la tienda y me sirvieron la comida, y
mientras yo la despachaba tomaron
asiento los convocados. Las pipas se
encendieron, el café se sirvió, y luego
Lindsay me dijo:
—¡Empiece, sir! Estoy ansioso.
Los árabes habían aguardado
pacientemente sin decir palabra,
esperando que hubiese yo satisfecho el
hambre, pero yo comencé muy luego.
—Me habíais encargado una
empresa muy difícil, mas contra lo
supuesto me ha sido muy fácil darle
término. Y os traigo noticias tan
explícitas como seguramente no las
esperáis. —Habla— suplicó el jeque.
—Los enemigos han hecho ya sus
preparativos. Han convenido los sitios
en que han de reunirse, e igualmente el
día en que han de hacerlo.
—Pero tú no habrás podido
averiguarlo…
—¡Vaya! Los Ywaris se reunirán con
los Abú-Hamed en las ruinas de Kan
Kermina al día siguiente a la próxima
Yaum el Yema. Estas dos tribus se
juntarán con los Obeidas al tercer día
después de Yaum el Yema, entre el
remolino El Kelab y el principio de los
montes de Kanuza.
—¿Lo sabes con certeza?
—Sí.
—¿Quién te lo ha dicho?
—El jeque de los Abú-Mohamed.
—¿Has hablado con él?
—Incluso he estado en su tienda.
—Los Abú-Mohamed no viven en
paz con los Yovaris ni con los Abú-
Hamed.
—Así me lo dijo. Conoció tu
caballo, y es tu amigo. Vendrá a ayudarte
con la tribu de los Alabeidas.
—¿Es cierto?
—Sí.
Entonces se pusieron en pie todos
los circunstantes y me estrecharon con
júbilo las manos. Casi me magullaron.
Luego hube de contar mi aventura
minuciosamente. Todo lo creyeron; pero
parecían dudar que hubiese matado al
león yo solo y en una noche tan oscura.
El árabe está acostumbrado a atacar al
león siempre de día y muchos hombres a
la vez. Finalmente, les presenté la piel.
—¿Tiene esta piel muchos agujeros?
La examinaron con gran atención.
—No —me respondieron.
—Cuando los árabes matan a un
león, la piel presenta muchos agujeros.
Y le he tirado dos tiros. Mirad: al
primero le apunté demasiado arriba,
porque le tenía lejos y en la oscuridad
no pude apreciar bien la distancia. La
bala le rozó la piel de la cabeza y le
hirió en la oreja. Aquí está la prueba. La
segunda bala la disparé cuando le tuve a
dos o tres pasos, y le entró por el ojo
izquierdo, como se ve aquí, donde la
piel esta chamuscada.
—¡Allah akbar, es verdad! Dejaste
acercarse tanto a la fiera que el
fogonazo le chamuscó el pelo. ¿Y si te
hubiera devorado?
—Habría estado escrito. Yo he
traído este trofeo para ti ¡oh jeque!
Acéptalo como regalo mío y empléalo
como adorno de tu tienda.
—¿Lo dices formalmente? —me
preguntó con visible contento.
—Sí, jeque.
—¡Gracias, emir Kara Ben Nemsi!
Sobre esta piel dormiré yo y el valor del
león penetrará en mi pecho.
—No hay necesidad de esa piel para
que tu corazón se llene de valor, del cual
tendrás que dar pruebas muy pronto.
—¿Combatirás tú con nosotros
contra nuestros enemigos?
—Sí; son ladrones y bandoleros y
han conspirado también contra mi vida;
yo me pongo bajo tu mando y mi amigo
lo hará también.
—No, tú no has de obedecer, sino
mandar. Serás jefe de un destacamento.
—De eso hablaremos luego; por de
pronto permitidme que tome parte en
vuestras deliberaciones.
—Es muy justo; tenemos que
deliberar, pues sólo nos quedan cinco
días.
—¿No me dijiste que en un día
puedes reunir a todos los guerreros de
los Haddedín?
—Así es.
—Pues yo en tu lugar los convocaría
hoy mismo.
—¿Por qué tan pronto?
—Porque no basta tener reunidos a
los guerreros; es preciso ejercitarlos
para el combate.
El jeque sonrió con orgullo.
—Los hijos de los Haddedín están
acostumbrados desde su niñez al
combate. Venceremos a nuestros
enemigos. ¿Cuántos hombres de armas
tienen los Abú-Mohamed? —
Novecientos.
—¿Y los Alabeidas?
—Ochocientos.
—Entonces sumamos dos mil
ochocientos hombres, a lo cual hay que
añadir la sorpresa que les preparamos.
¡Tenemos que vencer!
—O ser vencidos.
—¡Machallah! ¿Mataste al león y
temes a los árabes?
—Te equivocas. Eres bravo y
valeroso; pero el valor se duplica si le
acompaña la prudencia. ¿No tienes por
posible que los Alabeidas y los Abú-
Mohamed lleguen demasiado tarde?
—Es posible.
—Entonces quedan nuestros mil cien
hombres contra tres mil. El enemigo nos
aniquilará primero a nosotros y después
a nuestros aliados. ¡Cuán fácilmente
pueden enterarse de que vamos a
marchar contra ellos! Entonces no
existirá ya la sorpresa. ¿Y de qué te
sirve combatir con ellos si no logras
más que rechazarlos? Si fuera yo jeque
de los Haddedín quebrantaría a mis
enemigos de tal modo que no volvieran
a levantar la cabeza, y me haría pagar
todos los años un tributo.
—¿Cómo lo harías?
—No combatiría como los árabes,
sino como los francos.
CAPITULO VII

UN GENERAL
IMPROVISADO

Dicho esto me puse en pie para soltar un


discurso sobre estrategia moderna, yo,
lego en asuntos militares. Pero me
interesaba mucho aquella brava tribu de
los Haddedín, y no creía de ninguna
manera atentar a la vida de mis
semejantes con tomar yo parte en
aquellas hostilidades; más bien estaba
en mi mano suavizar las crueldades que
lleva siempre aparejada una victoria
entre aquellas tribus semisalvajes.
Primeramente hice la crítica de su
táctica y manifesté sus inconvenientes;
luego empecé la explicación de mi plan.
Ellos me escuchaban atentamente, y al
terminar observé la impresión que
habían causado mis palabras por el
silencio que las siguió. El jeque fue el
primero en tomar la palabra.
—Tu discurso está lleno de verdad;
tu plan podría darnos la victoria y
ahorrar mucha sangre a los Haddedín, si
tuviéramos tiempo de ejercitarnos.
—Es que lo tenemos.
—¿No acabas de decir que son
necesarios varios años para organizar un
ejército de esos?
—Sí que lo he dicho; pero no vamos
a formar un ejército, sino a derrotara los
Obeidas, y para ello sólo necesitamos
una preparación de dos días. Si envías
hoy a tus mensajeros, mañana estarán tus
guerreros aquí y yo les enseñaré el
ataque en columna cerrada a caballo,
que derribará a los contrarios a
montones, y luego el combate a pie con
armas de fuego.
Descolgué una varita de guiar
camellos y tracé un croquis en el suelo.
—Mirad: aquí corre el Tigris; aquí
está el remolino; aquí se levanta el
monte Hamrín y aquí los Kanuza. El
enemigo se reúne aquí. Las dos primeras
tribus vienen a la orilla derecha del río;
detrás de ellos y en silencio se colocan
nuestros aliados. Los Obeidas
atravesarán el río para colocarse a la
orilla izquierda, a esta parte. Para venir
hacia nosotros tienen que pasar por entre
estas montañas aisladas; pero todos
estos caminos van a parar al valle
\ferach, que se llama «valle de las
gradas», porque sus escarpados muros
se levantan en forma de peldaños. Ese
valle tiene una sola entrada y una sola
salida. Aquí debemos aguardarlos.
Guarneceremos las alturas con tiradores
que derribarán al enemigo sin que a
ellos pueda ocurrirles mal alguno.
Cerraremos la salida con un parapeto,
defendido también por tiradores, y aquí,
en estos dos barrancos laterales, a una
parte y a otra, se esconderán los jinetes,
que saldrán tan pronto como el enemigo
haya entrado en el valle. Desde la
entrada los atacarán por la espalda
nuestros aliados, y si llegan a tiempo los
obligarán a huir.
—¡Machallah, tu discurso es como
la palabra del profeta, que ha
conquistado el mundo! Seguiré tu
consejo si los aquí presentes no se
oponen. El que tenga algo que decir en
contra puede hablar.
No objetó nadie y el jeque
prosiguió.
—Entonces voy a enviar en seguida
a los mensajeros.
—Sé prudente, jeque, y no les digas
a ellos de qué se trata; de otra manera
podría ocurrir que el enemigo se
enterara de nuestras intenciones.
Hízome una señal de asentimiento y
se alejó. Sir David Lindsay, que había
escuchado esta larga conversación con
visible impaciencia, halló entonces
ocasión para decirme.
—¡También estoy yo aquí, sir!
—Ya lo veo.
—Quisiera también saber algo.
—¿De mis aventuras?
—¡Claro!
—Ya podía usted pensar que no iba
a hacer mi relato en inglés; pero ahora
lo sabrá usted todo, no se apure usted.
Le repetí minuciosamente mi
narración y el contenido de la plática
que la había seguido. Lindsay estaba
como electrizado.
—¡Ah! Nada de ataque salvaje, sino
cuerpos militares… ¡Evolución, choque,
táctica, estrategia, rodear al enemigo!
¡Parapeto! ¡Magnífico, grandioso!
¡Usted general, yo ayudante!
—¡Nos sentarían maravillosamente
esos empleos! Un general que sabe tanto
de milicia como un hipopótamo de hacer
calceta, y un ayudante que no puede
hacerse entender de las tropas… Por lo
demás le sería a usted más conveniente
no meterse en estos asuntos.
—¿Por qué?
—Por causa del vicecónsul inglés en
Mosul.
—¡Ah! ¿Cómo?
—Se sospecha que anda él bajo
mano en este juego.
—¿Qué me importa a mi del cónsul?
¡Bah!
En este momento volvió el jeque que
había enviado a los emisarios y venía
repleto de nuevas ideas.
—¿Ha dicho el jeque de los Abú-
Mohamed qué parte de botín espera?
—No.
—¿Qué piden los Alabeidas?
—No lo sé.
—¡Debías haberlo preguntado!
—No lo he hecho, porque yo, si
fuera jeque de los Haddedín, no
preguntaría estas cosas.
—¡Machallah! ¿Por qué? ¿Quién me
indemniza de mis daños?
—El vencido.
—Entonces tengo que entrar en sus
pastos y llevarme a sus mujeres y niños
junto con sus rebaños.
—No es necesario. ¿Quieres hacer
la guerra contra mujeres? No des
libertad a los prisioneros que cojamos,
si la suerte nos favorece, hasta haber
obtenido lo que pidas. Si tu victoria es
completa, pide un tributo anual y retén al
jeque o a algunos de sus parientes como
rehenes.
Se deliberó sobre este punto y al fin
fue aceptado lo que yo proponía.
—Y ahora viene lo último —a añadí
—. Es preciso tener noticias de los
movimientos del enemigo, por medio de
nuestros aliados. Por eso desde aquí
hasta el Ysrach hay que colocar una
hilera de escuchas.
—¿Qué quieres decir?
—En el Ysrach se esconden dos de
nuestros guerreros, de cuya fidelidad
estés seguro. No se dejan ver y lo
observan todo. Desde el Ysrach aquí
colocas otros a ciertas distancias; bastan
cuatro hombres, que deberán cuidar de
no encontrarse con ningún extraño y de
informarnos de lo que les avisen los dos
primeros. Uno da la noticia al otro y
vuelve después a su puesto.
—Es buena idea: la seguiré.
—Una línea de esas, sólo que más
larga, se coloca entre este campamento y
el de Abú-Mohamed. Ya he hablado de
ello con su jeque, que formará con su
gente la mitad de esa línea. ¿Conoces las
ruinas de El Fa?
—Sí.
—Allí se encontrará su puesto más
avanzado.
—¿Cuántos hombres se necesitan?
—Sólo seis: los Abú-Mohamed
colocarán los mismos. ¿Cuántos
guerreros hay ahora en tu campamento?
—Unos cuatrocientos.
—Te ruego que los reúnas. Pásales
revista, y hoy mismo vamos a empezar
su instrucción.
Esto llenó de animación el
campamento. En cosa de media hora
estuvieron reunidos los cuatrocientos
hombres. El jeque les dirigió una arenga
larga y ardiente, y al terminarla les hizo
jurar por las barbas del profeta que no
comunicarían nada de sus proyectos a
nadie que no perteneciera a la tribu.
Luego les ordenó que se formaran en
fila.
Pasamos a caballo por delante de la
larga hilera. Todos estaban montados y
armados de cuchillo, de sable y de la
larga lanza adornada de plumas que bien
manejada es un arma terrible. Muchos
llevaban pendiente del cinto la peligrosa
nibat (maza) o el venablo. Algunos
llevaban aún el antiguo escudo de cuero,
el carcaj con flechas y el arco. Otros
poseían fusiles de chispa, más
peligrosos para quien los manejaba que
para sus enemigos, y los demás
empuñaban espingardas.
A estos últimos les hice pasar
delante, y despedí a los demás
encargándoles que volvieran a la
madrugada siguiente. Hice apear a los
que se habían quedado y les mandé que
probaran su destreza en el tiro. En
general me dejaron satisfecho. Eran
doscientos hombres, y con ellos formé
dos compañías, cuya instrucción
comencé inmediatamente. Necesitaban
aprender a guardar el contacto, a
avanzar y retroceder y a sostener un
tiroteo seguido. Estaban acostumbrados
a atacar a caballo y a foguear al
enemigo, sin resistirle formalmente; todo
dependía entonces de que aprendieran a
atacar a pie y a hacer frente al enemigo
sin perder la serenidad.
A la mañana siguiente llamé a los
otros. Mi intención era hacerles capaces
de dar una carga cerrada lanza en ristre,
después de haber disparado los fusiles.
He de confesar que lo comprendieron
todo muy bien y que estaban muy anima
dos.
Por la tarde supimos que la
comunicación con los Abú-Mohamed se
había establecido, y tuvimos al mismo
tiempo la noticia de que el jeque estaba
ya enterado de mi aventura con los Abú-
Hamed. Se le envió respuesta y desde
aquel momento la comunicación con los
puestos de vigilancia no se interrumpió
un instante.
Anochecía ya cuando monté en mi
potro con objeto de dar una carrera por
la llanura. No había avanzado mucho
cuando vi que en dirección contraria a la
mía venían dos jinetes; uno de mediana
estatura, y el otro muy pequeño, el cual
parecía tan entusiasmado con la
conversación que sostenía con su
compañero que movía piernas y brazos
como si se entretuviera en cazar
mosquitos.
En seguida recordé a mi pequeño
Halef.
Puse mi caballo al galope y lo
detuve al llegar a ellos.
—¡Machallah, sidi! ¿Eres tú en
realidad?
Efectivamente, aquel hombre era el
pequeño Hachi Halef Omar.
—Yo soy: de lejos te he conocido.
Se apeó de un salto y vino a coger
mi albornoz para besarlo, lleno de
alegría.
—¡Hamdulillah, alabado sea Dios
que vuelvo a verte, sidi! Anhelaba verte
como el día anhela al sol.
—¿Cómo está el venerable jeque
Malek?
—Está muy bien.
—¿Y Amcha?
—Lo mismo.
—¿Y Hanneh, tu esposa?
—¡Oh, sidi, es una hurí del paraíso!
—¿Y los demás?
—Me encargaron que te saludara si
te veía.
—¿Dónde están?
—Se han quedado atrás, en las
faldas de los montes Chammar, y me
envían como mensajero para pedir
hospitalidad al jeque de los Chammar.
—¿A cuál de ellos?
—Es indiferente: al primero que
encuentre.
—Ya lo he hecho yo por vosotros.
Allí está el campamento de los
Haddedín.
—Son verdaderos Chammar. ¿Cómo
se llama su jeque?
—Mohamed Emín.
—¿Nos admitirá? ¿Le conoces tú?
—Le conozco y le he hablado ya de
vosotros. ¡Mira este potro! ¿Te gusta?
—Señor, ya hace rato que lo estoy
contemplando; para mí es seguro que
desciende de una yegua de Kohelí.
—Es mío; me lo ha regalado el
jeque. Por esto comprenderás si es o no
amigo mío.
—¡Alá le dé larga vida por ese
hecho! ¿Nos aceptará también a
nosotros?
—Seréis bien recibidos. Venid
conmigo.
Nos pusimos en marcha hacia el
campamento.
—Sidi —me dijo Halef—, los
designios de Alá son inescrutables. Y
creí tener que preguntar mucho, antes de
saber noticias tuyas, y tú eres el primero
que encuentro. ¿Cómo has llegado a
trabar amistad con los Haddedín?
Le referí lo acontecido en
brevísimas palabras y proseguí. —
¿Sabes tú lo que soy ahora entre ellos?
—¿Qué?
—General.
—¿General?
—Sí.
—¿Tienen tropas?
—No; pero están en guerra.
—¿Con quién?
—Contra los Obeidas, los Abú-
Hamed y los Yovaris.
—Esos son ladrones, que habitan en
el Zab y en el Tigris: he oído contar
cosas que no les favorecen.
—Se están preparando a atacar por
sorpresa a los Haddedín; pero nosotros
lo hemos sabido, y yo soy ahora el
general que instruye a sus guerreros.
—Sí, sidi: ya sé que entiendes de
todo, y es una verdadera suerte que no
seas ya yaúr.
—¿No?
—No. Te has convertido a la
verdadera fe.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Estuviste en la Meca y llevas
contigo el agua sagrada de Zem-Zem,
por lo cual has venido a ser un buen
musulmán. ¿No te había dicho siempre
que te convertiría, quisieras o no?
Llegamos al campamento y nos
apeamos ante la tienda del jeque, el
cual, al entrar nosotros, estaba reunido
con sus consejeros.
—¡Salam aaleikum! —exclamó
Halef saludando.
Su compañero hizo lo mismo y yo
me encargué de presentarlos.
—Permíteme ¡oh jeque!, que te
presente a estos dos hombres, que
desean hablar contigo. Este se llama
Nasar Ibn Motaleh y este otro Hachi
Halef Omar Ben Hachi Abul Abbás Ihn
Hachi Davud al Gossarah, de quien ya te
hablé.
—¿Me hablaste dices?
—Si. Pero no te dije todo su
nombre, sino sencillamente te hablé del
Hachi Halef Omar.
—¿Tu criado y compañero?
—Sí.
—¿El que mató a Abú-Seif, el
«padre del sable»?
—El mismo. Pertenece ahora a la
tribu de los Ateibeh, cuyo jeque es tu
amigo Malek.
—¡Seáis bien venidos, hijos de los
Ateibeh! ¡Sé bien venido, Hachi Halef
Omar! Tu cuerpo es pequeño, pero tu
valor es grande y tu bravura extremada.
¡Ojalá fueran como tú todos los
hombres! ¿Me traes noticias de Malek,
mi amigo?
—Las traigo. Malek te saluda y te
pregunta si quieres aceptarle a él y los
suyos en la tribu de los Haddedín.
—Conozco su desgracia; pero serán
bien recibidos. ¿Dónde se encuentran
ahora?
—En las faldas de los montes
Chammar, a día y medio de aquí. ¿Me
dicen que necesitas guerreros?
—Así es. Se ha roto la paz entre
nosotros y nuestros vecinos.
—Yo te traeré sesenta guerreros
valerosos.
—¿Sesenta? Mi amigo Hachi Kara
Ben Nemsi me dijo que no erais tantos.
—Se han unido a nosotros, durante
nuestro viaje, los restos de la tribu Al-
Hariel.
—¿Qué armas tenéis?
—Sable, puñal, cuchillo, y cada uno
un buen fusil. Algunos tienen pistolas,
además. Lo que entiendo yo en esto de
las armas te lo dirá mi sidi.
—Ya lo sé; pero ese hombre no es
sidi, sino emir. ¡Tenlo en cuenta!
—Lo sé, señor; pero él me ha
permitido que le llamara sidi. ¿Quieres
que uno de nosotros parta en seguida en
busca del jeque Malek con los suyos,
puesto que necesitáis guerreros?
—Estáis cansados.
—No lo creas. Voy a ponerme en
camino.
Su compañero tomó la palabra:
—Tú has encontrado a tu sidi y
tienes que quedarte con él yo seré el que
vaya a buscarlos.
—Come y bebe antes —le dijo el
jeque.
—Señor, llevo un odre con agua y
dátiles en mis alforjas.
El jeque entonces le dijo:
—Pero tu caballo está cansado.
Toma el mío, que ha reposado durante
varios días y te llevará pronto al sitio
donde aguarda Malek, a quien saludarás
de mi parte.
Aceptó el hombre el ofrecimiento y
a los pocos minutos se encontraba en
camino hacia los montes Chammar.
—Emir, ¿sabes lo que dicen de ti
mis guerreros?
—¿Qué?
—Que te quieren.
—¡Te doy las gracias!
—Y que alcanzarán la victoria si
estás con ellos.
—Estoy satisfecho. Mañana
organizaremos unas maniobras.
—¿Cómo? ¿Qué has dicho?
—Hasta hoy se han juntado
ochocientos hombres. Los demás
vendrán mañana por la mañana. Se
ejercitarán rápidamente y luego haremos
un simulacro del combate que hemos de
tener con los enemigos. La mitad
representarán a los Haddedín, la otra
mitad a los adversarios. Las viejas
ruinas que hay ahí cerca harán las veces
de los montes Hamrín y Kanuza y así
enseñaré a tus guerreros las maniobras
que han de hacer al combatir luego con
los verdaderos enemigos.
Este aviso multiplicó el entusiasmo
que ya existía, y cuando la noticia se
hubo extendido por todo el campamento,
que se había ensanchado mucho por
guerreros, estallaron gritos de júbilo por
todas partes.
Lo que había vaticinado sucedió.
A la mañana siguiente habían
llegado todos los que faltaban. Nombré
oficiales y suboficiales que ejercitaban
a los que iban llegando, y por la tarde
empezó muy bien. Los infantes
maniobraban con exactitud y las cargas
de caballería se dieron con gran
seguridad.
Durante el simulacro llegó el último
de los escuchas que habíamos apostado.
—¿Qué nos traes? —le preguntó el
jeque, cuyo semblante brillaba de
satisfacción.
—Señor, ayer se juntaron los
Yovaris con los Abú-Hamed.
—¿Cuándo?
—Hacia la noche.
—¿Y los Abú-Mohamed?
—Los están siguiendo ya.
—¿Han enviado exploradores para
que no sean descubiertos, como les
aconsejé?
—Sí.
Todavía estaba con nosotros el
citado escucha cuando llegó otro. Era el
más cercano de los apostados en el
camino de Yerach.
—Traigo una noticia importante,
señor.
—¿Cuál?
—Los Obeidas han enviado gente
desde el Zab para explorar la comarca.
—¿Cuántos hombres han enviado?
—Ocho.
—¿Hasta dónde han llegado?
—Hasta el mismo Yerach.
—¿Han visto a los nuestros?
—No, pues están escondidos. Luego
se han instalado en el valle y han
hablado de muchas cosas.
—¡Ah! ¡Debía habérseles espiado!
—De eso se encargó Ibn Nazar.
Ibn Nazar era uno de los dos
escuchas apostados en el valle de
Yerach.
—¿Qué ha podido averiguar? Si es
cosa importante tendrá una recompensa.
—Han dicho que mañana al
mediodía se juntarán los Obeidas para ir
a reunirse con los Ywaris y los Abú-
Hamed, que los estarán esperando.
Avanzarán hasta el Ysrach y llegarán por
la noche, pues creen que allí no los verá
nadie. A la mañana siguiente piensan
atacarnos.
—¿Continúan allí esos ocho
hombres?
—Se marcharon seis, y los dos
restantes se han quedado de centinela.
—Vuelve allá y di a Ibn Nazar y sus
compañeros que hoy mismo iré yo allá.
Que se quede uno vigilándolos y el otro
que me aguarde en el último puesto para
enseñarme el camino.
El árabe partió al galope. El primero
aguardaba respuesta todavía.
—¿Has oído lo que ha dicho éste?
—le pregunté.
—Sí, emir.
—Lleva, pues, nuestro aviso al
jeque de los Abú-Mohamed. Tiene que
mantenerse siempre detrás del enemigo
sin dejarse ver. En cuanto haya
penetrado en el valle el enemigo, él
tiene que atacarlo por la espalda y no
dejarlo ya. Hay que custodiar todos los
barrancos entre el Hamrín y el Kanuza.
De lo demás cuidaremos nosotros.
Se marchó e interrumpimos las
maniobras para dar descanso a la gente.
—¿Quieres ir a Yerach? —me
preguntó el jeque.
—Sí. Quiero coger a los dos
escuchas enemigos.
—¿No puede hacerlo otro? —
insistió Mohamed Emín.
—No. El asunto es tan importante
que no puedo confiarlo a nadie. Si no
cogernos a esos dos hombres con todo
sigilo, echarán a perder todo nuestro
plan.
—Llévate algunos hombres.
—No es necesario. Los dos
escuchas y yo bastamos.
—Sidi, voy contigo —dijo Halef,
que no se había movido de mi lado.
Yo sabía que insistiría en que le
llevara conmigo y accedí, pero le dije:
—No sé si tu caballo podrá seguir al
mío; en una noche he de ir y volver.
—Yo le daré uno de mis caballos —
dijo el jeque.
CAPITULO VIII

PREPARATIVOS

Una hora después estábamos en camino;


yo en mi caballo negro y Halef en un
alazán que hacía honor a su dueño.
Llegamos muy pronto, como nos
proponíamos, adonde nos aguardaba Ibn
Nazar.
—¿Has acechado a esos hombres?
—le pregunté.
—Sí, señor.
—Recibirás una parte extraordinaria
en el botín. ¿Dónde está tu compañero?
—Junto a los dos escuchas.
—Guíanos.
Seguimos cabalgando. La noche no
era del todo oscura y pronto divisamos
la línea de alturas detrás de las cuales
estaba el \ferach. Ibn Nazar se desvió a
un lado y tuvimos que trepar por un
amontonamiento de rocas hasta llegar a
la entrada de una caverna.
—Aquí están nuestros caballos,
señor.
Nos apeamos y dejamos también los
nuestros. Allí estaban tan seguros que no
había necesidad de vigilarlos. Luego
subimos a la cumbre, desde la cual el
valle se mostraba a nuestros pies.
—¡Ten cuidado, señor, de que no
caiga ninguna piedra, pues podrían
descubrirnos!
Bajamos cautelosamente, yo detrás
del guía y Halef detrás de mí, pisando
uno donde había puesto la planta el otro.
Finalmente, llegamos abajo. Un bulto
nos salió al encuentro.
—¿Nazar?
—Soy yo. ¿Dónde están?
—En el mismo sitio.
Me acerqué al escucha.
—¿Dónde es eso?
—¿Ves aquella punta de la roca, a la
derecha?
—Sí.
—Están detrás de ella.
—¿Y sus caballos?
—Los tienen atados algo más lejos.
—Quedaos aquí, y si os llamo,
acudid. Ven tú conmigo, Halef.
Me eché al suelo y me arrastré hacia
adelante. Halef me siguió y llegamos sin
ser notados al sitio que me habían
indicado. Sentí olor a tabaco y oí hablar
en alta voz. Al acercarme a la roca pude
oír que decían:
—¡Dos contra seis!
—Sí. El uno tiene apariencia negra y
gris, es alto y delgado como una lanza y
lleva un tubo gris en la cabeza.
—¡El demonio!
—No, sino un mal espíritu, un yini.
—Pero el otro ¿era el demonio?
—En forma humana, pero terrible.
Su boca echaba humo y sus ojos llamas.
Levantó solamente la mano, y los seis
caballos fueron derribados a la vez;
pero con los otros cuatro, los dos
diablos —¡Alá los maldiga!— se
marcharon montados por el aire.
—¿En pleno día?
—En pleno día.
—¡Horrible! ¡Alá nos guarde del
diablo tres veces lapidado! ¿Y luego
llegó el al campamento de Abú-Hamed?
—No; le llevaron.
—¿Cómo?
—Le tomaron por un hombre y a su
montura por el célebre potro del jeque
Mohamed Emín el Haddedín. Querían
tomarle el caballo y se lo llevaron
preso; pero al llegar al campamento le
reconoció el hijo del jeque.
—Tenía que haberle dado la
libertad.
—Sin embargo, todavía creían que
era un hombre.
—¿Le ataron?
—Sí; pero un león se acercó al
campamento y el extranjero dijo que él
se comprometía a matarlo si se le
entregaba su carabina. Se la dieron y él
salió en medio de la oscuridad. Al cabo
de algún tiempo cayeron rayos del cielo
y sonaron dos tiros. Pocos minutos
después se presentó él. Había desollado
al león; y después de colocar la piel
sobre su caballo, montó de un salto y
huyó por los aires.
—¿Nadie intentó cogerle?
—Sí, pero los perseguidores no
podían asir más que aire, y cuando le
persiguieron montados cayeron de lo
alto tres balas que mataron a los tres
mejores caballos de la tribu.
—¿Quién te ha contado eso?
—Un mensajero de Zedar Ben Huli
que vino a nuestro campamento. ¿Crees
ahora que era el diablo?
—Sí que debía de serlo.
—¿Qué harías si se te apareciera?
—Dispararía contra él y al mismo
tiempo rezaría la santa fatja.
Di vuelta a la roca y me presenté a
ellos.
—¡Rézala, pues! —le ordené.
—¡Allah kerihm!
—¡Allah il Allah, Mohamed rasul
Allah!
No pudieron pronunciar más que
estas palabras.
—Yo soy aquel de quien has
hablado. ¿Me llamas Satanás? Pues
bien, pobre de ti, si mueves una mano
para defenderte. ¡Halef, coge sus armas!
Dejaron que Halef cumpliera mis
órdenes sin oponer resistencia, y me
pareció oír que castañeteaban sus
dientes.
—Átales las manos con sus propios
cinturones.
Pronto estuvo listo Halef y pude
convencerme de que los nudos no se
desharían.
—Si vuestra vida os es grata,
contestadme: ¿de qué tribu sois?
—Somos Obeidas.
—Vuestra tribu ¿pasará mañana el
Tigris?
—Sí.
—¿Cuántos guerreros sois?
—Mil doscientos.
—¿Qué armas llevan?
—Flechas y fusiles de chispa.
—¿Tenéis también otra clase de
fusiles y pistolas?
—No muchos.
—¿Cómo pasaréis el río? ¿En
barcas?
—No las tenemos; en balsas.
—¿Cuántos guerreros tienen los
Abú-Hamed?
—Tantos como nosotros.
—¿Qué armas llevan?
—Más arcos y flechas que fusiles.
—¿Y cuántos hombres de los
Yovaris vendrán con vosotros?
—Mil.
—¿Qué tienen ésos, flechas o
fusiles?
—Las dos cosas.
—¿Vienen vuestros guerreros solos,
o pasaréis por aquí con vuestros
rebaños?
—Sólo vienen los guerreros.
—¿Por qué queréis hacer la guerra a
los Haddedín?
—El gobernador lo ha ordenado.
—No tiene derecho a mandaros,
pues vosotros pertenecéis a la
jurisdicción de Bagdad. ¿Dónde están
vuestros caballos?
—Allí.
—Sois mis prisioneros. Al primer
intento que hagáis de escaparos seréis
fusilados. ¡Nazar, ven acá!
Se acercaron los dos árabes y les
dije:
—Atad a estos dos hombres sobre
sus propios caballos.
Los Obeidas se sometieron a su
suerte; montaron sin oponer resistencia y
fueron atados tan fuertemente en sus
propias cabalgaduras que no había que
pensar en que se escaparan.
Después ordené.
—Ahora id por vuestros caballos y
llevadlos a la entrada del valle. Ibn
Nazar, tú te quedas aquí, en el Yerach; tu
compañero ayudará a Halef a llevar los
prisioneros al campamento.
Los dos Haddedín fueron a conducir
nuestros caballos al sitio que les
indicaba. Luego montamos y
emprendimos el camino del
campamento, excepto Ibn Nazar, que se
quedó de escucha.
—Yo os tomaré la delantera;
vosotros seguid el camino tan de prisa
como sea posible.
Hecha esta indicación, piqué
espuelas a mi caballo. Hice esto por dos
razones: primera porque mi presencia en
el campamento era necesaria, y segunda,
para aprovechar la ocasión de probar el
secreto de mi caballo, que corría como
un pájaro por la llanura. La carrera
parecía hasta darle placer, pues
relinchaba algunas veces de contento.
De repente le puse la mano entre las
orejas y le dije:
—¡Rih!
A esta llamada echó hacia atrás las
orejas, y pareció alargarse y adelgazar,
como si quisiera meterse entre las
partículas del aire. El galope que había
sostenido hasta entonces habrían podido
seguirlo también otros cien buenos
caballos; pero comparado con el que
siguió luego era como un viento suave al
lado de un huracán, como el andar del
pato junto al vuelo de la golondrina. Una
locomotora o un camello de montar no
habrían podido lograr la velocidad de
aquel caballo, y además de esto su
carrera era suave y regular. No era
ciertamente una hipérbole lo que
Mohamed Emín me había dicho: «Este
caballo te llevará en salvo por entre mil
jinetes», y yo me sentía orgulloso de ser
el dueño de tan excelente corcel.
Pero pensé que no debía prolongar
tan extraordinario esfuerzo, y le puse al
paso, acariciándole el cuello con la
mano. El inteligente animal relinchó
alegremente al sentir mi caricia y arqueó
orgullosamente el cuello.
En llegar al campamento había
empleado la cuarta parte del tiempo que
había necesitado para ir al vadi Ysrach.
En las cercanías de la tienda que el
jeque habitaba se habían detenido,
montados en camellos y caballos, gran
número de jinetes, a quienes no pude
reconocer en seguida por causa de la
oscuridad; y en la tienda misma me
esperaba una agradable sorpresa: Malek
estaba ante el jeque Mohamed Emín,
quien iba a pronunciar palabras de
bienvenida, expresivas de la más grande
amistad.
—¡Salam! —me dijo el Ateibeh
tendiéndome las dos manos—. Mis ojos
se regocijan de verte y mis oídos se
alegran al percibir el ruido de tus
pisadas.
—Alá bendiga tu llegada, amigo del
alma. Ha obrado un milagro al traerte
hoy mismo a esta tienda.
—¿A qué milagro se refiere tu
lengua?
—No era posible esperarte hoy. Hay
tres días de viaje de aquí al Yebel
Chammar, entre ida y vuelta.
—Así es; pero tu mensajero no tuvo
necesidad de llegar a la montaña de
Chammar. Después que él y Halef nos
hubieron dejado, supe por un pastor
descarriado que los guerreros de los
Haddedín apacentaban aquí sus rebaños.
Su jeque, el afamado y bravo Mohamed
Emín, es mi amigo. Hachi Halef no
podía haber encontrado a otro que a él, y
por eso acordamos no esperar su vuelta,
sino salir al encuentro a su mensajero.
—Tu determinación fue buena, pues
sin ella no habríamos podido saludarte
hoy.
—A medio camino hallamos al
mensajero y mi corazón se alegró al
saber que también a ti, Hachi Kara Ben
Nemsi, te encontraría entre los guerreros
de los Haddedín. Alá nos ama a ti y a
mí, pues guía nuestros pasos por sendas
que vuelven a encontrarse. Pero, dime:
¿dónde se encuentra Hachi Halef Omar,
hijo de mis cuidados y mi cariño?
—De camino hacia acá. Yo les he
tomado la delantera y ellos vienen más
despacio con dos prisioneros. Dentro de
poco le verás.
—¿Has logrado lo que querías? —
me preguntó Mohamed Emín.
—Sí. Los espías están en nuestras
manos; no pueden dañarnos.
—He oído decir —dijo Malek—
que se ha roto la paz entre los Haddedín
y los ladrones del Tigris.
—Has oído bien. Mañana, cuando el
sol haya subido a lo más alto de su
carrera, tronarán nuestros fusiles y
brillarán nuestros sables.
—¿Los atacaréis?
—Ellos son los que piensan
atacarnos; pero nosotros nos
anticiparemos.
—¿Permites que os presten sus
sables los guerreros de los Ateibeh?
—Yo sé que vuestros sables son
como Dsu al Fekar[37] a la que nadie
puede resistir. Sé bien venido con todos
los tuyos. ¿Cuántos hombres sois?
—Más de cincuenta.
—¿Estáis cansados?
—¿Siente acaso el árabe el
cansancio al percibir el fragor de las
armas y el estruendo del combate?
Danos caballos frescos y os seguiremos
adonde queráis.
—Ya os conozco. Vuestras balas son
certeras y la punta de vuestras lanzas
encuentra siempre el corazón del
enemigo. Tú, con tus hombres,
defenderás el parapeto que cerrará la
salida del campo de batalla.
Durante esta conversación los
Ateibeh que había fuera habían
desmontado y descargado sus efectos.
Se les había preparado una cena y
también en la tienda del jeque estaba
otra dispuesta. No habíamos acabado
aún de comer cuando entró Halef y avisó
la llegada de los prisioneros. Estos
fueron llevados a la presencia de
Mohamed Emin, quien los miró
despectivamente y les dijo:
—¿Sois de la tribu de los Obeidas?
—Así es, ¡oh jeque!
—Los Obeidas son cobardes. Temen
combatir ellos solos con los guerreros
de los Haddedín y por esto se han aliado
con los chacales de los Abú-Hamed y
los Ywaris. La superioridad de su
número había de aplastarnos; pero
nosotros los devoraremos y
aniquilaremos. ¿Sabéis cuál es el deber
del guerrero valiente cuando quiere
combatir con un enemigo?
Bajaron los ojos al suelo y no
contestaron.
—El Ben Arab valiente no ataca
como un asesino, sino que envía un
mensaje avisando su acometida, para
que el combate sea honroso. ¿Lo han
hecho vuestros jefes?
—¡No lo sabemos, oh jeque!
—¿No lo sabéis? ¡Alá corte vuestras
lenguas! De vuestra boca no sale sino la
mentira y la falsedad. ¡No lo sabéis y sin
embargo tenéis el mandato de guardar el
valle Ysrach para que nadie pudiera
darnos noticia de vuestro ataque! A
vosotros y a los vuestros os trataré como
merecéis. ¡Que venga al instante Abú-
Mansur, el dueño de la navaja!
Uno de los presentes se alejó y al
poco rato volvió con un hombre que
llevaba consigo una cajita.
—Atadlos de manera que no puedan
moverse y quitadles el marameh[38].
Así lo hicieron, y el jeque se volvió
al hombre de la cajita:
—¿En qué consiste el adorno del
hombre y del guerrero, Abú-Mansur?
—En el pelo que hermosea su cara.
—¿Qué merece el hombre que tiene
miedo como una mujer y miente como
una hija de mujer?
—Debe tratársele como a mujer y
como a hija de mujer.
—Esos dos hombres llevan barbas,
pero son mujeres. Procura, Abú-Mansur,
que se les tome por mujeres.
—¿Tengo que afeitarlos, oh jeque?
—Te lo mando.
—¡Alá te bendiga a ti, el más bravo
y el más sabio de entre los hijos de los
Haddedín! Eres amable y bondadoso
con los tuyos y justo con los enemigos
de tu tribu. Haré lo que mandas.
Abrió su cajita, que contenía
diversos instrumentos, y sacó de ella un
chambiyeh, o puñal curvo, cuya hoja
reluciente brillaba a la luz de la
hoguera. Era el barbero de la tribu.
—¿Por qué no empleas la navaja de
afeitar? —le preguntó el jeque.
—¿Tengo que quitar la barba a estos
cobardes con la navaja que luego ha de
tocar la cabeza y el chuchah[39] de los
bravos Haddedín?
—Tienes razón. Hazlo como
piensas…
Los Obeidas se defendieron como
les fue posible contra aquella operación
que, representaba para ellos la mayor de
las ignominias; pero sus esfuerzos de
nada les sirvieron. Los sujetaron, y el
puñal de Abú-Mansur era tan afilado
que los rasuró con la facilidad de una
navaja de afeitar.
—Ahora llevadlos afuera —ordenó
el jeque—. Son mujeres y tienen que ser
vigilados por mujeres. Que les den pan,
dátiles y agua; si intentan escapar se les
pega un tiro.
El cortarles la barba no era
solamente un castigo, sino un excelente
medio de impedir que huyeran, pues no
se atreverían a presentarse a los suyos
sin barba.
Luego se levantó el jeque y sacó el
cuchillo. En lo solemne de su semblante
comprendí que iba a pasar algo
extraordinario, y que sobre ello recaería
su discurso.
—¡Allah il Allah! —empezó
diciendo—. No hay Dios sino Alá. Todo
lo que existe es obra suya y nosotros
somos sus hijos. ¿Por qué tienen que
odiarse los que se aman y por qué tienen
que enemistarse los que se pertenecen
uno al otro? Murmuran muchas ramas en
el bosque y en la pradera hay muchas
hierbas y muchas flores. Son iguales
entre sí y por eso se conocen y no se
separan. ¿No somos también nosotros
semejantes uno al otro? Jeque Malek, tú
eres un gran guerrero, y te he dicho:
¡Manu malihín, comamos juntos la sal!
Hachi Kara Ben Nemsi, también eres tú
un gran guerrero y te he dicho: Manu
malihín. Habitáis en mi tienda; sois mis
amigos y compañeros; seríais capaces
de morir por mí y yo por vosotros. ¿No
he dicho la verdad? ¿No he hablado
rectamente?
Afirmamos con una seña solemne
bajando la cabeza.
—Pero la sal se disuelve y
desaparece —prosiguió el jeque—. La
sal es la señal de la amistad; pero
cuando se ha disuelto y desaparecido
del cuerpo, la amistad está en su fin y ha
de ser renovada. ¿Es bueno eso, es
bastante? Y lo niego. Los valientes no
sellan su amistad con la sal. Hay una
materia que no desaparece del cuerpo.
¿Sabes tú, jeque Malek, a qué aludo?
—Lo sé.
—Dilo, pues.
—A la sangre.
—Has dicho bien. La sangre
permanece hasta la muerte y la amistad
que se sella con sangre no se desvanece
sino con la muerte. Jeque Malek, ¡dame
tu brazo!
Malek comprendió, lo mismo que
yo, de qué se trataba. Se arremangó el
antebrazo y lo ofreció a Mohamed Emin;
éste lo tocó ligeramente con la punta del
cuchillo y dejó caer las gotas que
brotaron en una copa de madera con
agua que sostenía abajo. Luego me hizo
seña de que me acercara.
—Emir Hachi Kara Ben Nemsi,
¿quieres ser mi amigo y el amigo de este
hombre, que se llama el jeque Malek El
Ateibeh?
—Lo quiero.
—¿Quieres serlo hasta la muerte?
—Lo quiero.
—¿Así, pues, tus amigos y enemigos
son también amigos y enemigos nuestros,
y nuestros amigos y enemigos son
también amigos y enemigos tuyos?
—Lo son.
—Dame, pues, tu brazo.
Lo hice así. Pinchó ligeramente en la
piel y dejó caer en la copa las escasas
gotas de sangre que salieron. Luego hizo
él lo mismo con su propio brazo y
removió después la copa para mezclar
bien la sangre con el agua.
—Ahora dividamos la bebida de la
amistad en tres partes, y bebámosla con
el pensamiento puesto en el
infinitamente sabio, que conoce nuestras
más escondidas ideas. Tenemos seis
pies, seis brazos, seis ojos, seis oídos,
seis labios, y sin embargo es todo un
pie, un brazo, un ojo, un oído y un labio.
Tenemos tres corazones y tres cabezas, y
sin embargo somos todos un solo
corazón y una sola cabeza. Donde el uno
está, allí está el otro, y lo que hace uno
es como si lo hicieran sus compañeros.
¡Alabado sea Dios, que nos ha dado este
día! Me alargó la copa.
—Hachi Kara Ben Nemsi, tu pueblo
es el que vive más alejado de aquí; bebe
tu parte, primero, y ofrécelo después a
nuestro amigo.
Pronuncié un pequeño discurso y
luego tomé un sorbo; Malek hizo lo
mismo y Mohamed Emin bebió el resto.
Luego nos abrazamos y besamos,
mientras uno a otro nos decíamos.
—Ahora eres tú mi rasik[40] y yo soy
tu rasik, nuestra amistad será eterna,
aunque Alá separe nuestros caminos.
La noticia de esta alianza se divulgó
rápidamente por todo el campamento, y
todo el que pensaba tener la menor
prerrogativa o derecho entró en la tienda
para felicitarnos. Esto consumió algún
tiempo, de manera que hasta muy tarde
no pudimos encontrarnos solos para la
debida conferencia.
Tuvimos que hacer al jeque Malek
una descripción del terreno en el cual
pensábamos dar la batalla, y exponerle
nuestro plan de defensa. Él lo aprobó
todo y preguntó por último.
—¿No pueden huir los enemigos
hacia el Norte?
—Pueden escapar por entre el río y
el Ybel Kanuza, esto es, a lo largo del
valle Yhennem; pero también les
cerraremos ese camino. Jeque
Mohamed, ¿has ordenado que estén
preparadas las cosas para levantar un
parapeto?
—Lo he ordenado.
—¿Están escogidas las mujeres que
han de acompañarnos para vendar a los
heridos?
—Ya están prontas.
—Entonces dispón que busquen
caballos para nuestro compañero Malek
y sus hombres. Tenemos que partir, pues
pronto amanecerá.
CAPITULO IX

LA SORPRESA

Media hora después se ponían los


Haddedín en movimiento; no en una
nube desordenada y dispersa, como
suele ocurrir entre los árabes, sino en
filas paralelas, formando columna. Cada
cual sabía dónde estaba su puesto.
Delante de nosotros cabalgaban los
guerreros; detrás, en camellos y bajo la
dirección de algunos ancianos bastante
vigorosos aún, iban las mujeres que
tenían a su cargo los servicios de
sanidad; y por último venían los
destinados a guardar y mantener
comunicación con los pastos y a vigilar
a los prisioneros que hiciéramos en la
batalla.
Cuando el disco solar asomó en el
horizonte se apeó toda la columna y se
postraron todos en el suelo para rezar la
oración de la mañana. Era un cuadro
conmovedor el que ofrecían aquellos
centenares de hombres arrodillados en
el suelo, inclinados ante el Señor, que
aquel mismo día iba a llamar a sí a
algunos de nosotros.
En los puestos de vigilancia supimos
que no había ocurrido nada nuevo.
Llegamos sin interrupción al extenso
\febel \ferach, detrás del cual se extiende
el valle del mismo nombre, que tiene
más de una hora de longitud de Este a
Oeste. Los que habían sido escogidos
como tiradores, se apearon; sus caballos
quedaron atados a postes empotrados en
el suelo, en el mismo orden en que
estaban sus jinetes, para que, en caso de
retirada, no hubiera confusión. No lejos
de allí fueron descargados los camellos
y se emplazaron las tiendas que
habíamos traído para dar amparo a los
heridos. Agua había bastante en los
pellejos; pero teníamos muy pocos
vendajes, lo cual sentía yo en extremo.
Habíamos ido replegando detrás de
nosotros la línea de avanzadas que nos
unía con los Abú-Mohamed, pero sin
dejar la comunicación continua con
ellos. Casi de hora en hora recibíamos
noticias, y la última nos hizo saber que
los enemigos no habían descubierto
todavía nuestra presencia.
Sir Lindsay había permanecido muy
callado la noche anterior y también
aquel día lo estaba. Yo no había tenido
tiempo tampoco para conversar con él.
Al hacer alto vino a mi lado.
—¿Dónde combatiremos, sir?
¿Aquí? —me preguntó.
—No; detrás de esa altura —le
contesté.
—¿Quedare yo con usted?
—Como usted quiera.
—¿Dónde estará usted? ¿Infantería,
caballería, ingenieros, pontoneros?
—En caballería; pero de dragones,
pues lo mismo emplearemos el fusil que
el arma blanca, si es necesario.
—Quedaré con usted.
—Aguárdese, pues, aquí. Mi tropa
se queda en este sitio hasta que venga yo
por ella.
—¿No entra en el valle?
—No: iremos más arriba, al río,
para impedir que los enemigos huyan
por el Norte.
—¿Cuántos hombres son?
—Cien.
—¡Well, muy bien, notable,
espléndido!
Y me había encargado de aquel
puesto con segunda intención. Aunque
fuera yo amigo y compañero de los
Haddedín, me repugnaba matar, aun en
campo abierto, a gente que nada me
había hecho. La lucha que iba a estallar
allí, entre árabes, no me importaba
personalmente nada, y como no era de
esperar que los enemigos se volvieran
hacia el Norte, yo había pedido el
mando del destacamento que había de
impedir el avance del enemigo por aquel
lado. De mejor gana me habría quedado
en el hospital de sangre; pero esto era
imposible.
Entonces condujo el jeque su
caballería al valle y yo me junté a ellos.
Repartimos la fuerza a derecha e
izquierda y luego vino la infantería, un
tercio de la cual trepó a la altura de la
derecha; otro tercio se situó a la
izquierda, a fin de que parapetados
detrás de las rocas pudieran acosar
desde arriba al enemigo, y el último
tercio, que se componía en su mayor
parte de guerreros de los Ateibeh, se
quedó a la entrada del valle, mandado
por el jeque Malek, para formar
trincheras y parapetos y saludar desde
ellos al enemigo. Una vez apostadas
todas las fuerzas me fui con mis cien
hombres a ocupar mi puesto.
Debíamos marchar directamente
hacia el Norte; pero encontramos
algunas sendas en el valle que nos
permitieron subir al Ybel. Al cabo de
una hora descubrimos, enfrente, el río.
Más a la derecha, esto es, hacia el Sur,
había un sitio en el cual la montaña
entraba por dos partes en el río y así
formaba un semicírculo del cual era muy
difícil escapar si se tenía la desgracia
de meterse dentro. Allí aposté a mi
gente, pues en aquel sitio era posible,
sin mucho esfuerzo, contener a una
fuerza diez veces mayor.
Una vez que hube colocado puestos
avanzados, nos apeamos y nos echamos
cómodamente. Sir Lindsay me preguntó.
—¿Conoce usted este sitio, sir? —
No— le contesté.
—¿Habrá ruinas?
—No sé.
—¡Pregunte!
Lo hice y le di la respuesta,
traduciendo lo que me habían
contestado.
—Más arriba las hay.
—¿Cómo se llaman?
—Muk hol Kal o Kalah Chergata.
—¿Hay fowling-bulls?
—¡Hum! Se ha de ver,
primeramente.
—¿Cuánto falta para el combate?
—No será hasta el mediodía o quizá
más tarde. Puede que a nosotros no nos
toque batirnos.
—Entretanto, voy a ver.
—¿Qué?
—Kalah Chergata. Excavaré;
mandaré foWing-bulls al Museo
Británico; tendré fama. ¡Well!
—Eso no será posible ahora.
—¿Por qué?
—Porque para llegar allí necesita
usted cabalgar unas quince millas
inglesas.
—¡Ah! ¡Miserable de mí! Entonces
me quedo.
Se metió detrás de una mata de
euforbios y yo me resolví a hacer un
reconocimiento. Di a mi gente las
instrucciones necesarias y me dirigí a
caballo hacia el Sur, a lo largo del río.
Mi caballo, como todos los de los
Chammar, era gran trepador, y podía
arriesgarme a subir en él al Ybel; y así,
tan pronto como se me presentó terreno
favorable, subí a la cumbre para tener
desde allí un buen punto de mira. Al
llegar a lo alto examiné con mi catalejo
el horizonte hacia el Este, y vi que más
adelante, a la otra parte del río, había
mucho movimiento. Al Sur, esto es, en la
orilla izquierda del Zab, hormigueaba de
jinetes la llanura hasta el pie del Tell
Hamlia, y más abajo del chelal
(torrente) yacían grandes montones de
pellejos de cabra, con los cuales estaban
entonces armando las balsas que habían
de transportar a los Obeidas. La orilla
de más acá del Tigris no se podía
divisar a causa de la altura detrás de la
cual está el valle de Yerach. Como me
quedaba tiempo aún, me propuse subir a
dicha altura.
En la cresta de la sierra el suelo era
muy quebrado, y tuve que andar más de
una hora para alcanzar el punto más alto.
Mi caballo estaba tan fresco como si
acabara de dormir toda una noche; lo até
y trepé por un peñasco. Allí estaba, a
mis pies, el valle de Yerach. En el fondo
observé el parapeto tras del cual
descansaban sus defensores, y vi a una
parte y a otra los tiradores escondidos
detrás de las rocas, y también allí
arriba, precisamente delante de mí, la
reserva de caballería.
Luego dirigí mi anteojo hacia el Sur.
Allí había tiendas; pero noté que
estaban levantándolas. Eran los Abú-
Hamed y los Yvaris. En aquel sitio
habían acampado en otro tiempo las
huestes de Sardanápalo, Ciaxares y
Aliates. Allí se habían arrodillado los
guerreros de Nabopolasar cuando el 5
de mayo del quinto año de su gobierno
siguió un eclipse de luna a un eclipse
total de sol que hizo tan terrible la
batalla de Halys. Allí, en las aguas del
Tigris, había abrevado sus caballos
Nabucodonosor cuando marchó a Egipto
para destronar a la reina Hofra, y
aquellas eran las mismas aguas sobre las
cuales había resonado el grito de muerte
de Nerikolasar y de Nabonad hasta los
montes de Kara Zchook, Zibar y Sar
Hasana.
Vi cómo hinchaban y ataban los
pellejos de cabra, vi a los jinetes que
llevando de la brida a sus caballos
entraban en las balsas y vi cómo éstas se
destacaban y llegaban a la otra orilla
para desembarcar su carga. Parecíame
oír la gritería con que eran recibidos por
sus aliados; que se echaban sobre sus
caballos para representar sus brillantes
fantasías, o simulacros de combate.
Esto nos convenía mucho, pues
cansaban sus caballos.
De esta manera estuve
inspeccionando las cosas durante una
hora. Los Obeidas habían pasado ya
todos el río y vi que emprendían su
marcha hacia el Norte. Entonces
descendí de la roca, monté a caballo y
me volví atrás. El momento crítico había
llegado.
Necesité casi otra hora para llegar al
puesto desde el cual podía bajar la
montaña. Pensaba dirigirme al valle
cuando en el horizonte, hacia el Norte,
vi brillar algo. Había sido algo así como
si los rayos del sol hubieran dado sobre
un espejito. Sólo había que esperar al
enemigo desde el Sur; pero yo asesté
hacia aquel sitio mi catalejo y al fin
encontré la causa de aquel reflejo. Junto
al río había gran número de puntos
oscuros que se movían hacia abajo.
Debían de ser jinetes y uno de ellos
aquel en quien se reflejaba la luz del
sol.
¿Eran enemigos? Se encontraban al
Norte y tan lejos del escondite de mi
gente como yo lo estaba desde el Sur.
No había que vacilar: era necesario que
llegara yo antes.
Hice apretar el paso a mi caballo,
que bajó velozmente; pero luego, al
pisar el fondo del valle, echó a volar
como un pájaro. Y tenía la convicción
de que llegaría a tiempo. Y así fue en
efecto.
Al punto junté mi destacamento y le
comuniqué lo que había observado.
Sacamos los caballos de la especie de
olla que el terreno imitaba, y luego, la
mitad se escondieron detrás del saliente
que el terreno formaba al Sur, mientras
los restantes, ocultos por las matas de
euforbio y gomeros, habían de cortar
luego la retirada a los que venían.
No tuvimos que aguardar mucho
para oír las pisadas de los caballos. Sir
Lindsay estaba a mi lado y acechaba,
encarada la carabina.
—¿Cuántos? —preguntó
sencillamente.
—No puedo contarlos con exactitud
—le contesté.
—¿Poco más o menos?
—Veinte.
¡Bah! ¿Para qué darse tanta molestia,
pues?
Se levantó, salió de su escondite y
fue a sentarse en una roca, seguido de
sus dos criados.
Luego aparecieron, rodeando el
saliente, los jinetes esperados. Delante
de todos venía un árabe alto y robusto,
el cual debajo de su abá llevaba una
coraza de escamas de acero, que debía
de ser lo que yo había visto relucir
desde lejos. Era una real figura.
Seguramente aquel hombre no había
conocido jamás el miedo, pues en tal
instante, al encontrarse tan de repente
con la extraña figura del englishman, no
pestañeó siquiera, y sólo su mano se
dirigió instintivamente al corvo alfanje.
Avanzó unos pasos y esperó a que
todos los suyos se le hubieran reunido;
luego hizo seña a un hombre, que se
encontraba a su lado; era un individuo
muy alto y flaco, y estaba montado en su
rocín de tal manera que parecía no haber
tocado jamás una silla. Desde luego se
le conocía la procedencia griega. A la
seña del jefe, preguntó al inglés en
lengua árabe.
—¿Quién eres?
Sir Lindsay se puso en pie, se quitó
el sombrero e hizo una media
reverencia, pero no dijo una palabra.
El otro repitió su pregunta en turco:
—¿Quién eres?
—I’m an Englishman (soy inglés)
—respondió.
—¡Ah, entonces reciba usted mi
saludo, apreciable señor! —le contestó
entonces el otro también en inglés—. Es
una verdadera sorpresa encontrar aquí,
en esta soledad, a un hijo de Albión.
¿Quiere usted decirme su nombre?
—David Lindsay.
—¿Estos son sus criados?
—Sí.
—Pero ¿qué hace usted aquí?
—Nothing(Nada).
—Pero ¿debe usted de tener un
objeto, un fin?
—Yes.
—Y ¿cuál es ese objeto?
—To dig (Excavar).
—¿Qué?
—FoWing-bulls.
—¡Ah! —exclamó riendo aquel
hombre—. Para eso se necesitan
medios, tiempo, gente y permiso. ¿Cómo
ha venido usted hasta aquí?
—En vapor.
—¿Dónde está el vapor?
—Ha vuelto a Bagdad.
—¿Entonces desembarcó usted aquí?
—Yes.
—¡Hum! ¡Maravilloso! ¿Y adónde
quiere usted ir primero?
—Donde encuentre foWing-bulls.
¿Quién es aquí el máster?
Al decir esto señaló al hombre de la
coraza. El griego tradujo al jefe árabe la
conversación y dijo luego a Lindsay:
—Este es el célebre Eslah El
Mahem, jeque de los árabes Obeidas,
que tienen sus pastos ahí, a la otra parte
del río.
Mucho me sorprendió esta respuesta.
Por lo visto, el jeque no había estado
presente a la partida de su tribu.
—¿Quién es usted? —siguió
preguntando el inglés.
—Soy uno de los dragomanes del
viceconsulado inglés en Mosul.
—¡Ah! ¿Dónde va usted?
—A presenciar una expedición
contra los árabes Haddedín.
—¿Expedición, ataque, guerra,
combate? ¿Por qué?
—Esos Haddedín son una tribu
turbulenta a quien hay que dar una
lección, pues favorecieron a varios
Ysidis cuando estos adoradores del
diablo fueron castigados por el
gobernador de Mosul. Pero ¿cómo es
que…?
Se calló al oír detrás del saliente el
relincho de un caballo y luego otro. En
seguida el jeque de los Obeidas empuñó
las riendas para avanzar y reconocer el
terreno. Entonces me puse yo en pie.
—Permíteme que también yo me
presente —le dije.
El jeque se quedó mudo de sorpresa.
—¿Quién es usted? —preguntó el
intérprete—. ¿También es usted inglés?
Usted va vestido de árabe.
—Soy alemán y pertenezco a la
expedición de este señor. Queremos
buscar por aquí antigüedades, y al
mismo tiempo instruirnos un poco en las
costumbres de esta tierra.
—¿Quién es? —preguntó el jeque al
griego.
—Un nemche.
—¿Son creyentes los nemche?
—Son cristianos.
—¿Nazarah? Pero ese hombre es un
Hachi. ¿Estuvo en la Meca?
—Sí, estuve —le contesté.
—¿Hablas tú nuestra lengua?
—Ya lo ves.
—¿Has venido con ese inglés?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo hace que estáis en
esta comarca?
—Hace algunos días.
El jeque enarcó el ceño y me dijo:
—¿Conoces a los Haddedín?
—Sí, los conozco.
—¿Dónde los has conocido?
—Yo soy rasik de su jeque.
—Entonces estás perdido.
—¿Por qué?
—Eres prisionero mío, lo mismo
que esos tres.
—Tú eres fuerte; pero Zedar Ben
Huli, el jeque de los Abú-Hamed, lo es
también; a pesar de lo cual me cogió
prisionero y no supo retenerme. —
¡Machallmah! ¿Eres tú el que mataste al
león?
—Yo soy.
—Entonces eres mío. De mí no te
escapas.
—O tú eres mío y no te me escapas a
mí. ¡Mira a tu alrededor!
Hízolo así el jeque y no vio a nadie.
—¡Arriba! —grité yo entonces.
Inmediatamente se levantaron todos
mis Haddedín y apuntaron con sus
fusiles a los Obeidas.
—¡Ah, eres astuto como un Abul-
Hosein[41], y mataste al león, pero a mí
no me coges! —gritó.
Sacó su alfanje, lanzó su caballo
contra mí y levantó el brazo para darme
el golpe mortal. No me fue difícil
deshacerme de él. Disparé contra su
caballo, y éste cayó y con él el jinete, a
quien agarré al instante. Entonces se
empeñó entre él y yo una lucha en que
me demostró ser hombre
extraordinariamente vigoroso. Antes de
poder sujetarle tuve que quitarle el
turbante y darle un golpe en la sien para
atontarlo.
Durante esta breve lucha se había
empeñado entre los árabes una pelea
que no podía llamarse combate. Y había
ordenado a los Haddedín que tiraran
solamente contra los caballos; y como
consecuencia de esto, a la primera
descarga que hicieron al ver avanzar al
jeque contra mí, todos los caballos de
los Obeidas fueron derribados. Los
guerreros habían rociado por el suelo y
de todos lados los amenazaban las
largas lanzas, adornadas de plumas, de
los Haddedín, cinco veces mayores en
número. Ni el río les daba medio de
huir, pues nuestras balas los habrían
alcanzado. Al disiparse la humareda de
la primera descarga, estaban aún todos
sin saber qué hacerse, agrupados unos
junto a otros, mientras que a su jeque lo
había entregado yo a los criados de
Lindsay. Mi único deseo era terminar el
lance sin derramar sangre alguna.
—No os molestéis, guerreros de los
Obeidas; estáis en nuestras manos.
Vosotros sois veinte hombres y nosotros
cien jinetes. Vuestro jeque está en mis
manos.
—¡Matadle! —les gritó el jeque.
—¡Si cualquiera de vosotros levanta
su mano contra mí, esos dos hombres
matarán a vuestro jeque! —contesté yo.
—Pegadle un tiro a ese dib (lobo), a
ese Ibu Avah (chacal), a esa erneb
(liebre)-gritó él, no obstante mi
amenaza.
—¡No lo hagáis, pues también
vosotros estáis perdidos!
—¡Vuestros hermanos os vengarán a
vosotros y a mí! —gritó el jeque.
—¿Vuestros hermanos? ¿Los
Obeidas? ¿Y quizá también los Abú-
Hamed y los Yovaris?
—¿Qué sabes tú de ellos? —gritó
mirándome confuso.
—Que serán sorprendidos por los
guerreros de los Haddedín, como
vosotros lo habéis sido por mí.
—¡Mientes! Eres una fiera que no
puede hacer daño a nadie. Mis guerreros
Os cogerán a ti y a todos los hijos e
hijas de los Haddedín y os matarán.
—Alá guarde tu cabeza de manera
que no pierdas el juicio. ¿Te habría yo
esperado aquí a no haber sabido lo que
tramabais contra el jeque Mohamed?
—¿De dónde sabes tú que yo estuve
en la tumba del Hachi Alí?
Yo me resolví a sonsacarle y
contesté.
—Estuviste en la tumba del Hachi
Alí para impetrar el buen éxito de tu
empresa; pero esta tumba está a la orilla
derecha del Tigris y has venido luego a
esta otra orilla para averiguar por el
vadi Murr dónde se encuentran las otras
tribus de los Chammar.
Por la expresión de su rostro
comprendí que había acertado. Sin
embargo el jeque lanzó una carcajada de
burla y replicó:
—Tu entendimiento es tardo y
perverso como el lodo que yace en el
fondo del río. ¡Déjanos libres y no te
ocurrirá nada!
Entonces me tocó a mí reírme y le
pregunté:
—¿Y qué nos ocurrirá si no os
suelto?
—Los míos me buscarán y me
encontrarán. ¡Entonces estáis perdidos!
—Tus ojos están ciegos y tus oídos
sordos. Ni has oído ni has visto lo que
va a suceder antes que los tuyos
atraviesen el río.
—¿Qué va a suceder? —preguntó en
tono de desprecio.
—Que los esperan de la misma
manera que yo te he esperado a ti.
—¿Dónde?
—En el valle Yerach.
Entonces se estremeció visiblemente
y yo añadí:
—Ya ves que vuestro plan está
descubierto. Tú sabes que estuve en las
tiendas de los Abú-Hamed. Antes que
fuera allí estuve con los Abú-Mohamed,
y sé que éstos y los Alabeidas, a quienes
vosotros tan frecuentemente
despojabais, se han aliado con los
Haddedín para encerraron en el valle
Yerach. ¡Escucha!
En el mismo instante se oyó un sordo
tiroteo.
—¿Oyes esas descargas? Los tuyos
están ya encerrados en el valle, y todos
morirán si no se entregan.
—¡Allah il Allah! —gritó—. ¿Es
eso verdad?
—Es cierto.
—¡Si es así, mátame!
—¡Eres un cobarde!
—¿Cobarde cuando pido morir?
—Sí. Tú eres el jeque de los
Obeidas, el padre de la tribu: es tu
deber ayudarles en la necesidad; pero
quieres abandonarlos.
—¿Estás loco? ¿Cómo puedo
ayudarlos si soy tu prisionero?
—Con tu consejo. Los Haddedín no
son monstruos sedientos de sangre;
quieren solamente reduciros y hacer
luego la paz con vosotros. En las
deliberaciones no puede faltar el jeque
de los Obeidas.
—¿Dices la verdad?
—Sí la digo.
—¡Júralo!
—La palabra de un hombre como yo,
equivale a un juramento. ¡Alto, rapaz!
Este grito mío iba dirigido al griego,
el cual hasta entonces había
permanecido quieto, pero en aquel
instante dio un empujón a uno de los
guerreros, se abrió paso y echó a correr.
Algunos tiros sonaron; mas por la
precipitación ninguno le acertó y él
consiguió llegar al saliente de la roca y
desaparecer tras ella.
—¡Matad al que se mueva de aquí!
—grité a los Haddedín.
Y diciendo estas palabras eché a
correr tras el fugitivo. Cuando llegué yo
al reborde me llevaba una ventaja de
unos cien pasos.
—¡Párate! —le grité.
Volvió la cabeza y siguió corriendo.
Y lo sentía; pero me vi obligado a
disparar, proponiéndome tan sólo
herirle. Apunté con cuidado y disparé.
El griego corrió unos pasos y se detuvo.
Después pareció que una mano invisible
le hacía dar una vuelta sobre sí mismo, y
cayó al suelo.
—¡Id a traerle! —Mandé a mis
hombres.
Al oír mi orden echaron a correr
algunos Haddedín y lo trajeron. Tenía la
bala en un muslo.
—Ya ves, Eslah El Mahem, que la
cosa es seria. Ordena a tu gente que se
entregue.
—¿Y si no se lo ordeno? —preguntó
él.
—Tendríamos que obligarlos
nosotros y entonces se derramará sangre,
que es lo que yo trataba de evitar.
—¿Darás testimonio de que si nos
entregamos es porque sois cinco veces
superiores en número, y porque me has
asegurado que los míos están encerrados
en el valle Yerach? —Lo daré— repuse.
—¡Entregad vuestras armas! —gritó
él no sin rechinar los dientes—. Pero
Alá te mande al más profundo gehena si
has mentido.
Los Obeidas fueron desarmados.
—¡Sir! —gritó entonces Lindsay.
—¿Qué hay? —pregunté yo
volviendo la cabeza.
El inglés, que tenía agarrado por la
mano al herido, me dijo:
—¡Este hombre come papel!
Me acerqué, y en efecto, el griego
tenía aún un pedazo de papel en la mano
fuertemente cerrada.
—¡Suelta eso! —le grité.
—¡Nunca!
—¡Bah!
Le apreté fuertemente el puño, lo
cual le hizo lanzar un grito de dolor y
abrir los dedos. El papel consistía en un
pedazo de sobre con la única palabra:
Bagdad. El resto del sobre y la propia
carta los tenía o ya en el estómago o
todavía en la boca.
CAPITULO X

LA VICTORIA

—¡Escupe lo que tienes en la boca! —le


ordené.
Una sonrisa burlona fue su respuesta,
y vi cómo estiraba un poco el cuello
para poder tragar con más facilidad. Al
momento le agarré de la garganta, y bajo
mi puño, no muy suave, abrió la boca en
la angustia del ahogo. Entonces conseguí
que escupiera una bola de papel, cuyos
pedazos contenían únicamente unos
signos de escritura cifrada; además
parecía imposible poder juntar todos los
pedacitos. Miré severamente al griego y
le pregunté:
—¿Quién ha escrito eso?
—No lo sé.
—¿De quién lo has recibido?
—No lo sé.
—¡Embustero! ¿Es que quieres
quedarte aquí solo y hambriento y morir
abandonado?
Me miró temblando y yo proseguí:
—Si no contestas no se te perdonará
y aquí te dejaremos para pasto de
buitres y chacales.
—Debo callar —contestó.
—¡Calla, pues, para siempre!,
exclamé yo airado.
Y me puse en pie. Esto hizo su
efecto.
—¡Pregunta, effendi! —me gritó.
—¿Quién te ha dado esa carta?
—El vicecónsul inglés en Mosul.
—¿A quién iba dirigida?
—Al cónsul de Bagdad.
—¿Conoces su contenido?
—No.
—¡No mientas!
—¡Juro que no pude leer ni una
letra!
—Pero ¿sospechabas lo que
contenía?
—Sí.
—¡Habla, pues!
—Política.
—Naturalmente.
—No puedo decir nada más.
—¿Has hecho juramento?
—Sí.
—¡Hum! ¿Eres griego?
—Sí.
—¿De dónde?
—De Lemnos.
—¡Lo sospechaba! El legítimo turco
es más honrado, más leal y al obrar lo
hace de otra manera. Vosotros tenéis la
culpa si el turco cambia de carácter,
vosotros, que os llamáis cristianos y sin
embargo sois más malos que los
paganos más perversos. Si en Turquía
ocurre una canallada o se comete una
mala acción, seguro es que en ello anda
la sucia mano de un griego. ¡Con
seguridad que ahora mismo faltarías a tu
juramento si te forzara o te pagara bien,
espía! ¿Cómo has conseguido ser
dragomán en Mosul? ¡Callas! Y lo
sospecho, pues no ignoro de qué medios
os valéis para conseguir esos empleos.
Puedes muy bien hacer honor a tu
juramento, pues ya conozco yo la
política de que hablas. ¿Por qué azuzáis
a estas tribus unas contra otras? ¿Por
qué incitáis unas veces a los turcos y
otras a los persas contra ellas? ¡Y eso lo
hacen cristianos! Otros, que realmente
siguen la doctrina del Salvador, traen a
estas regiones palabras de amor y
compasión. Vosotros metéis cizaña entre
las mieses que ellos siembran y vuestra
semilla ahoga el buen fruto. Vete a ver a
tu pope para que pida por ti el perdón.
¿Has servido también a los rusos?
—Sí, señor.
—¿Dónde?
—En Estambul.
—¿Qué tal? Veo que por lo menos
eres capaz de declarar la verdad y por
eso no te dejaré abandonado a la justa
venganza de los Haddedín.
—¡No me abandones, effendi! Mi
alma te bendecirá por ello.
—Guárdate tus bendiciones. ¿Cómo
te llamas?
—Alejandro Kolettis.
—Llevas un nombre muy famoso,
pero nada tienes de común con el que lo
llevó antes que tú. ¡Bill!
—¡Sir! —contestó el criado de
Lindsay.
—¿Sabes vendar una herida?
—Eso no, sir; pero sí ligarla.
—Lígasela.
El griego fue curado por el inglés.
¡Quién sabe cómo habría obrado yo en
aquel instante si hubiese sabido en qué
circunstancias había de encontrarme otra
vez con él! Me volví al jeque y le dije:
—Eslah El Mahem, eres un valiente
y me da lástima ver atado a un guerrero
como tú. ¿Me das palabra de que
permanecerás a mi lado y no intentarás
escapar?
—¿Por qué me la pides?
—Porque haré que te quiten las
ligaduras.
—Lo prometo.
—¿Por la barba del profeta?
—¡Por la barba del profeta y por la
mía!
—Torna a tu gente ese mi juramento.
—¡Juradme que no huiréis de este
hombre! —exclamó.
—¡Lo juramos! —Respondieron.
—Entonces no estaréis atados —dije
yo, y al punto corté las ligaduras al
jeque.
—Sidi, eres un noble guerrero —me
dijo éste—. Has hecho matar a nuestros
caballos y nos has perdonado a
nosotros. Alá te bendiga, aunque mi
caballo me era más querido que un
hermano.
En sus nobles facciones vi
claramente que aquel hombre extraño a
toda traición, bajeza e infidelidad, y le
dije:
—Tú te has dejado arrastrar contra
los hijos de tu mismo pueblo por lenguas
extrañas. En adelante sé más precavido.
¿Quieres que te devuelva tu alfanje, tu
puñal y tu fusil?
—¡No serás capaz de hacerlo,
effendi! —contestó sorprendido.
—Sí lo haré. Todo jeque debe ser el
más noble de su tribu; no puedo tratarte
como a un hutaiyeh o un jelaviyeh[42].
Te presentarás ante Mohamed Emín con
las armas en la mano, como un hombre
libre.
Le entregué sus armas, y él, dando un
salto, se plantó delante de mí y me miró
fijamente.
—¿Cuál es tu nombre, sidi?
—Los Haddedín me llaman el emir
Kara Ben Nemsi.
—¡Emir tú, un cristiano! Hoy
comprendo que los nazarah no son
perros, sino que son más nobles e
inteligentes que los muslimes. Créeme:
con las armas que me devuelves me has
vencido más fácilmente que si hubieses
empleado contra mí esas que tú llevas y
con las cuales habrías podido matarme.
Enséñame tu puñal.
Hice lo que deseaba, y él examinó la
hoja y me dijo:
—Este acero lo rompería yo con las
manos; en cambio, mira mi chambiyeh.
Sacó de la vaina su puñal, que era
una obra de arte, de doble filo,
ligeramente corvo, maravillosamente
damasquinado y con esta inscripción, a
cada lado de la hoja, en árabe: «Sólo
después de vencer entro en la vaina».
Seguramente era obra de alguno de
aquellos antiguos y afamados armeros
de Damasco, cuya tradición se ha
extinguido y con los cuales no se puede
comparar ninguno de los actuales.
—¿Te gusta, sidi? —me preguntó el
jeque.
—¡Vale muy bien cincuenta
corderos!
—Di ciento o ciento cincuenta, pues
lo han usado diez antepasados míos, y
nunca se ha quebrado. Es tuyo; en
cambio, dame el que llevas tú.
Era un cambio que yo no podía
rehusar si no quería ofender al jeque.
Así, le entregué mi puñal.
—Gracias, Hachi Eslah El Mahem;
llevaré este puñal en memoria tuya y en
honor a tus padres.
—No te fallará mientras tu mano sea
firme.
Entonces oímos el pisar de un
caballo y en seguida apareció un jinete
en el saliente de rocas que cerraba
nuestro escondite por el Norte. No era
otro que mi pequeño Halef.
—Vengo en tu busca, sidi —gritó al
verme.
—¿Cómo va eso, Hachi Halef
Omar?
—¡Hemos vencido!
—¿Os ha costado mucho?
—No; han caído todos prisioneros.
—¿Todos?
—Incluso sus jeques. ¡Hamdulillah!
Sólo falta Eslah El Mahem, el jeque de
los Obeidas.
Yo me volví a éste.
—¿Ves como decía la verdad?
Luego pregunté a Halef:
—¿Han llegado a tiempo los Abú-
Hamed?
—Venían detrás de los Yovaris y han
cerrado el vadi de tal manera que ningún
enemigo ha podido escapar. ¿Quiénes
son esos hombres?
—Este es el jeque Eslah El Mahem.
—¿Prisionero tuyo?
—Sí; vendrá conmigo.
—¡Va/ah, bi/ah, ti/ah! Permíteme
que vuelva allá en seguida para dar la
noticia a Mohamed Emín y al jeque
Malek.
Y se marchó otra vez a carrera
tendida.
El jeque Eslah El Mahem montó en
uno de nuestros caballos y también el
griego fue montado en otro; los restantes
prisioneros fueron a pie. De esta manera
se puso en marcha el escuadrón. Si en el
valle Yerach había costado todo tan
poca sangre como a nosotros, podíamos
darnos por contentos.
La senda que anteriormente he citado
nos condujo a la otra parte del monte;
luego nos dirigimos al Sur. No hacía
mucho que habíamos llegado al vadi
cuando divisamos a cuatro jinetes que se
dirigían hacia nosotros. Yo me apresuré
a salir a su encuentro: eran Mohamed
Emín, Malek y los jeques de los Abú-
Mohamed y Alabeidas.
—¿Le has cogido? —me gritó desde
lejos Mohamed Emin.
—¿A Eslah El Mahem? Sí.
—Gracias a Alá. Sólo él nos faltaba.
¿Cuántos hombres has perdido?
—Ninguno.
—¿Y heridos?
—Ninguno: sólo uno de los
enemigos ha recibido un balazo.
—Entonces Alá ha sido clemente
con nosotros. Sólo tenemos dos muertos
y once heridos.
—¿Y de los enemigos?
—Les ha ido muy mal. Han quedado
rodeados de tal manera que no podían
moverse. Nuestros tiradores han hecho
lo que debían sin ser alcanzados.
También nuestros jinetes se han
mantenido unidos y firmes como tú les
enseñaste. Al salir de la hondonada para
cargar, han derribado todo lo que han
hallado al paso.
—¿Dónde se encuentra el enemigo?
—Prisionero en el vadi. Han tenido
que entregar todos sus caballos y
ninguno puede huir, pues los tenemos
encerrados por todas partes. Ahí está
Eslah El Mahem; ¿cómo le veo con
todas sus armas?
—Me ha dado palabra de no
escapar. ¿No sabes que a los valientes
hay que honrarlos?
—¡Pero él quería exterminarnos!
—Ya llevará su castigo.
—Cuando tú le has dejado las
armas, sabrás lo que haces. Vamos.
Pusimos los caballos al galope,
dirigiéndonos al campo de batalla, y los
otros nos siguieron tan de prisa como les
fue posible. En el hospital de sangre
había mucho movimiento, y delante de él
algunos Haddedín armados guardaban a
los jeques vencidos y atados. Esperé a
que llegara Eslah El Mahem y le
pregunté:
—¿Quieres quedarte conmigo?
Su contestación fue la que yo
esperaba.
—Son mis aliados; he de correr su
suerte.
Y acercándose al grupo se sentó al
lado de los vencidos. No se dijeron una
palabra; pero vi que los otros dos al
verle temblaron. Seguramente habían
puesto en él su esperanza. —Lleva tus
prisioneros al vadi— me dijo Malek.
Seguí su consejo, y al llegar allá se
ofreció ante mis ojos una vista
extraordinariamente pintoresca. En el
parapeto, para facilitar el tránsito, se
había abierto una brecha, y en todas las
salidas del valle se habían colocado
puestos de vigilancia. En el fondo
hormigueaban los prisioneros y sus
caballos y más lejos acampaban los
nuestros, que habían entrado en el vadi.
Entretanto, algunos Haddedín estaban
ocupados en juntar los caballos de los
prisioneros y llevarlos a la llanura,
donde estaban ya sus armas en un gran
montón único.
—¿Has visto alguna vez cosa
parecida? —me preguntó Malek, que me
había acompañado.
—Y más grande aún —le contesté.
—Pues yo no.
—¿Han sido bien atendidos los
heridos enemigos?
—Se les ha vendado, como tú
dijiste.
—¿Y qué pensáis hacer ahora?
—Celebraremos hoy nuestra victoria
y representaremos la más brillante
fantasía que se ha visto.
—No, no haremos tal cosa.
—¿Por qué?
—¿Vamos a amargar todavía más a
nuestros enemigos con esa fiesta?
—¿Nos preguntaron ellos si con su
agresión nos habían de amargar a
nosotros?
—No; pero, además, no tenemos
lugar para una fiesta así.
—¿Qué nos lo impide?
—El trabajo y el tiempo. Hay que
alimentar a amigos y enemigos —le
contesté.
—Pondremos gente para eso.
—¿Y hasta cuándo queréis tener aquí
a los prisioneros?
—Hasta que puedan volver a sus
campamentos.
—¿Y cuándo será eso?
—Cuanto antes; no tenemos
provisiones para tanta gente.
—¿Ves como tengo razón? Hay que
celebrar una gran fiesta; pero cuando
tengamos tiempo. En primer lugar es
preciso que os reunáis todos los jeques
para acordar lo que sea necesario, y los
acuerdos se deben poner inmediatamente
por obra. Diles a tus compañeros que
seis mil hombres no pueden permanecer
aquí muchos días.
Se alejó Malek y entonces se me
acercó Lindsay.
—¿Magnífica victoria, verdad? —
me dijo.
—Magnífica.
—¿Cómo me he portado, sir?
—Admirablemente.
—Bien ¡jum! Hay mucha gente aquí.
—Ya lo ve usted.
—Quizá haya alguno que sepa donde
hay ruinas.
—Es posible: nos enteraremos.
—Pregunte usted, sir.
—Tan pronto como sea posible lo
haré.
—Ahora mismo; en seguida.
—Dispénseme, sir, ahora no tengo
tiempo. Tal vez sea necesaria mi
presencia en el consejo que va a
celebrarse.
—Perfectamente; pero después
preguntará.
—Sin duda.
Le dejé para acercarme a las
tiendas, donde había trabajo abundante,
pues algunos vendajes dejaban mucho
que desear. Una vez que estuve listo,
entré en la tienda donde conferenciaban
los jeques, cuya discusión era muy
animada. No podían llegar a un acuerdo
en lo fundamental y creo que me vieron
llegar con gusto.
—Tú nos aconsejarás, Hachi Kara
Ben Nemsi —me dijo Malek—. Has
estado en todos los países de la tierra y
sabes lo que es justo y conveniente.
—Preguntad, que yo contestaré.
—¿A quién pertenecen las armas de
los vencidos?
—Al vencedor.
—¿Y sus caballos?
—Al vencedor.
—¿Y sus vestidos?
—Los ladrones se los toman; pero
los verdaderos creyentes se los dejan.
—¿Y su dinero y sus joyas?
—Los verdaderos creyentes toman
solamente sus armas y sus caballos.
—¿A quién pertenecen sus rebaños?
—Si no poseen nada más que sus
rebaños, les pertenecen a ellos; pero
tienen que pagar los perjuicios de la
guerra y un tributo anual.
—Hablas como amigo de nuestros
enemigos. Nosotros los hemos vencido y
ahora nos pertenece su vida y cuanto
poseen.
—Yo hablo como amigo suyo y
vuestro. ¿Dices que su vida os
pertenece?
—Así es.
—¿Queréis quitársela?
—No. No somos verdugos ni
asesinos.
—Y sin embargo, pensáis quitarles
sus rebaños. ¿Pueden vivir ellos sin sus
rebaños?
—No.
—Si les quitáis los rebaños, les
quitáis la vida. Es más, en ese caso os
robáis a vosotros mismos.
—¿Cómo?
—¿Queréis que en adelante os
paguen tributo?
—Sí.
—¿Con qué? ¿Puede pagar tributo
ningún Beni Arab si no tiene ganado?
—Tu boca habla sabia y
razonablemente.
—Seguid escuchándome. Si se lo
tomáis todo, sus vestidos, sus alhajas,
sus rebaños, los obligáis a dedicarse al
hurto y al robo para no morir de hambre.
¿Y a quién van a robar? En primer lugar,
a sus vecinos: es decir, a vosotros.
Después a los que los han empobrecido
y los han forzado al robo: es decir, a
vosotros. ¿Qué es mejor, tener por
vecinos a amigos o a ladrones?
—Lo primero.
—Hacedlos, pues, amigos vuestros y
no vuestros ladrones. Sólo hay que
quitarles aquello con que puedan
perjudicaros. Si les arrebatáis las armas
y los caballos recibís diez mil armas
diferentes y tres mil caballos. ¿Os
parece poco?
—Es mucho, bien considerado.
—Entonces no tendrán ya armas ni
caballos para hacer la guerra. Vosotros
los dominaréis y ellos tendrán que
ponerse bajo vuestro amparo, con objeto
de estar protegidos contra otros
enemigos suyos; y por la misma razón
tendrán que ayudaros contra vuestros
enemigos. ¡He dicho!
—Tienes que hablar más todavía.
¿Cuántas cabezas de ganado hay que
tomarles hoy?
—Tantas como importan los gastos
que os ha causado su agresión.
—¿Y cuánto ha de importar el
tributo?
—Sólo hay que pedirles lo que les
permita vivir sin estrechez. Todo jeque
prudente ha de cuidar de que no vuelvan
a ser tan poderosos que puedan tomar el
desquite de esta derrota.
—Ahora queda pendiente la
venganza de sangre. Nosotros hemos
matado a varios de ellos.
—Y ellos a varios de vosotros.
Antes de soltar a los prisioneros, tienen
que juntarse los jamseh y los aamán
(parientes) para acordar el precio de la
sangre derramada. Vosotros tenéis que
pagar más que ellos y la diferencia debe
descontarse del botín.
—¿Se nos traerá la indemnización
de guerra?
—No. Tendréis que ir por ella. Los
prisioneros han de quedarse aquí hasta
que la hayáis recibido, y para asegurar
el pago del tributo debéis retener luego
como rehenes a varias personas
principales de las tribus vencidas. Si no
pagan el tributo, os hacéis justicia en los
rehenes.
—Los mataríamos. Dinos por
último: ¿cómo se ha de repartir entre
nosotros la indemnización y el tributo?
Eso es muy difícil de convenir.
—Es muy fácil si sois en realidad
buenos amigos. La indemnización la
cobráis mientras estéis reunidos y luego
os la repartís por cabezas.
—Así se hará.
—Vosotros sois tres tribus y ellos
otras tres; también el número de
individuos es casi igual. ¿Por qué no ha
de entenderse cada tribu vuestra con una
tribu enemiga? Sois amigos y aliados:
¿vais a disputar y a enemistaros por el
rabo de un carnero o por el cuerno de un
toro?
—Tienes razón; pero ¿quiénes irán a
buscar a sus pastos el ganado con que
han de pagarnos la indemnización?
—Tantos hombres como se
necesiten. Uno de ellos por cada dos de
los nuestros.
—Bien pensado. ¿Y qué parte
piensas pedir tú de esa indemnización?
—¿Yo? Nada. Yo sigo mi camino y
no necesito ganados. Armas tengo.
—¿Y tus compañeros?
—Tampoco quieren nada; tienen
todo cuanto necesitan.
—Entonces tomarás lo que te
ofrezcamos en prueba de nuestra
gratitud. Tu cabeza es más joven que las
nuestras; pero has enseñado a nuestros
guerreros cómo se vence a un enemigo
más poderoso sin tener grandes
pérdidas.
—Si queréis mostrarme vuestro
agradecimiento, haced todo el bien que
podáis a los heridos enemigos que tenéis
en vuestras tiendas, y ved si podéis
darme razón de alguna ruina en la cual
puedan encontrarse figuras y piedras con
inscripciones extrañas, pues mi
compañero el señor inglés desea
encontrar cosas de esas. Ya habéis oído
lo que tenía que deciros. Ahora, que Alá
alumbre vuestro entendimiento y pueda
yo saber muy pronto que os habéis
puesto de acuerdo.
—No, tú debes quedarte y deliberar
con nosotros.
—No puedo añadir una palabra más
a lo que ya he dicho. Poneos vosotros de
acuerdo.
Salí de la tienda y me apresuré a
proveer a los jeques prisioneros de
dátiles y agua. Luego fui en busca de
Halef, quien me había acompañado al
vadi Ysrach, para preguntarle algo más
de lo que sabía. Los prisioneros
pertenecientes a la tribu Abú-Hamed me
conocieron. Algunos se levantaban con
gran respeto al verme pasar por su lado,
al paso que otros afectaban no verme y
escondían el rostro cuchicheando entre
sí. Más lejos fui saludado alegremente
por los Abú-Mohamed, que estaban muy
entusiasmados por haber vencido a tan
poderosos enemigos de manera tan
sencilla. Yo fui de grupo en grupo, y así
fue que tardé algunas horas en volver a
las tiendas.
Durante este tiempo, se habían
enviado mensajeros a los pastos de los
vencedores, y cuando yo llegué llegaban
también ellos a las inmediaciones del
vadi Ysrach. Toda la llanura
hormigueaba ya de rebaños, de los
cuales se iban sacando los carneros
necesarios para los banquetes que
aquella noche se habían de celebrar en
las tiendas. Mohamed Emín me salió al
encuentro.
—Tu palabra es tan eficaz como tus
hechos —me dijo—. Ha sido seguida.
Los Obeidas pagarán tributo a los
Haddedín, los Abú-Hamed a los Abú-
Mohamed y los Ywaris a los Alabeidas.
—¿Qué indemnización pagará cada
tribu?
Me dijo la cuantía, que era
importante, pero no excesiva, lo cual me
alegró sobremanera, tanto más cuanto
que podía vanagloriarme de que mi
palabra había tenido bastante eficacia
contra las costumbres crueles que se
practicaban en tales casos. De esclavos
no se había hablado siquiera.
—¿Quieres hacerme un favor? —me
preguntó el jeque.
—De buena gana si está en mi mano.
Dime lo que deseas.
—Hay que ir en busca de la parte
que nos corresponde de los rebaños de
los vencidos, para lo cual los hombres
que enviemos necesitan ir mandados por
valientes y sabios jefes. El jeque Malek
y yo nos quedamos aquí con los
prisioneros. Necesitamos tres jefes de
expedición; uno para ir a los pastos de
los Obeidas, otro para ir al de los
Yovaris y otro para ir al de los Abú-
Hamed. Los jeques de los Abú-
Mohamed y de los Alabeidas están
prontos; pero nos falta el tercero:
¿quieres serlo tú?
—Sí quiero.
—¿Dónde quieres ir?
—¿Dónde van los otros?
—Quieren dejarte a ti la elección.
—Si es así, iré a los Abú-Hamed,
porque he estado ya una vez con ellos.
¿Cuándo hay que partir?
—Mañana. ¿Cuántos hombres
quieres tomar contigo?
—Cuarenta de los Abú-Hamed y
sesenta de vuestros Haddedín. También
me llevo a Halef Omar.
—Entonces escógelos. ¿Tienen que
ir armados los Abú-Hamed?
—No; sería una imprudencia.
¿Estáis ya de acuerdo con los jeques
vencidos?
—No; eso se hará a la hora de la
última oración.
—Conserva contigo a los guerreros
notables y envía con nosotros solamente
hombres comunes, que bastan para
conducir rebaños.
Fui a escoger a mi gente y en esto
encontré a Lindsay.
—¿Ha preguntado usted, sir? —me
dijo.
—He hecho más; he encargado a los
jeques que busquen lo que usted desea.
—¡Magnífico, soberbio! ¡Los jeques
lo saben todo! ¡Encontraré ruinas!
—Así lo pienso. ¿Quiere usted
acompañarme a una interesante
expedición?
—¿Adónde?
—Hasta más abajo de El Fattha, al
sitio donde el Tigris pasa por los montes
Hamrín.
—¿Qué hay que hacer allí?
—Cobrar la indemnización de
guerra, esto es, traer ganado.
—¿De qué tribu?
—De los Abú-Hamed, los que nos
robaron los caballos.
—¡Gustoso, sir! ¡Voy! ¿Cuántos
hombres vienen con nosotros?
—Cien.
—¡Muy bien! ¡Expedición
estupenda! ¿Hay ruinas allí?
—Varias tumbas; pero en la orilla
izquierda.
—¿No pasaremos a ella?
—No.
—¡Lástima! ¡Mucha lástima!
Podríamos buscar y encontrar foWing-
bulls.
—Sin embargo, encontraremos algo
notable.
—¿Qué?
—Algo muy exquisito, que hace
tiempo no hemos probado: ¡trufas!
—¿Trufas? ¡Oh! ¡Ah!
Abrió la boca tan desmesuradamente
que parecía querer tragarse de un
bocado todo un pastel.
—En aquella comarca crecen a
montones y he sabido que se hace un
gran comercio de ellas con Bagdad,
Basora, Kerkuk y Sulimaniah. Hasta la
misma Kirmanchah llegan.
—¡Voy con usted, sir, voy! ¡Trufas!
¡Ah! ¡Magnífico!
Con esto desapareció para
comunicar a sus criados la gran noticia,
y yo fui a reclutar mi gente.
CAPITULO XI

LA ISLA MISTERIOSA

Por la noche habían cedido ya los tres


jeques a todas las exigencias de los
vencedores, y entonces empezó una
fiesta, para la cual más de un carnero
bien cebado tuvo que perder la vida. En
medio de aquel júbilo estaba yo tendido
en la pradera, entre flores olorosas,
rodeadas de millares de voces y solas,
sin embargo, con mis pensamientos.
Muchos siglos hacía habían blandido en
aquellos sitios muchas gentes las
terribles lanzas. Allí había plantado
quizá Holofernes su tienda de oro y
púrpura, adornada de esmeraldas y
preciosas perlas, y más arriba, en las
rugientes olas del río, habían anclado
los buques que Herodoto describía de
esta suerte:
«Los barcos son de forma circular y
hechos de pieles. Se construyen en
Armenia o en las regiones altas de la
Asiria. Las cuadernas están hechas de
tallos de sauce y mimbres y por la parte
exterior forradas de pieles. Son
redondas como un escudo y entre la
popa y la proa no hay diferencia alguna.
Los barqueros cubren el fondo de sus
embarcaciones con cañizo o paja, y con
su cargamento, que suele consistir en
vino de palmera, navegan río abajo.
Estas barcas tienen dos remos, manejado
cada uno por un hombre. Uno rema hacia
sí y el otro en sentido contrario. Los
buques son de varias dimensiones;
algunos tan grandes que pueden llevar
una carga hasta de cinco mil talentos de
valor; los más pequeños llevan un asno
a bordo y los más grandes, varios. Tan
pronto como llegan a Babilonia,
desembarcan las mercancías y bienes y
ponen a la venta las cañas y la armazón
del buque. Con las pieles cargan sus
asnos y vuelven a Armenia, donde
construyen nuevas naves».
A pesar de los siglos transcurridos,
no han variado en nada estas
embarcaciones; pero los pueblos que
aquí vivían han desaparecido. ¿Cómo
será esto cuando haya transcurrido un
número de siglos igual?
A la mañana siguiente nos pusimos
en marcha; yo, con Halef y un guerrero
Abú-Hamed como guía, delante; me
seguían los otros y sir David Lindsay
iba a retaguardia.
Pasamos por entre los montes
Kanuza y Hamrín, y al poco rato
divisamos en la orilla izquierda la
pequeña colina de Tell Hamlia. En la
margen derecha estaba Kalaat El Yebler,
«el castillo de los tiranos», o sea una
ruina consistente en algunas torres
redondas, derruidas, unidas por
murallas. Luego llegamos a Tell Dahab,
otra pequeña colina que se levanta a la
orilla izquierda del río, y en Brey El
Bad, una roca bastante escarpada,
hicimos alto para comer. Hacia el
atardecer llegamos a El Fattha, donde el
río se abre paso, en un espacio de
cincuenta varas, por el monte Hamrín, y
cuando hubimos traspuesto el paso,
asentamos nuestro campamento
nocturno. Los Abú-Hamed estaban
desarmados; pero, no obstante, yo dividí
a los Haddedín en dos grupos que
debían alternar en la guardia para que
ningún Abú-Hamed se escapara. Si tino
solo lo hubiese logrado, habría
descubierto a la tribu nuestra llegada y
habrían escondido las mejores reses.
Al amanecer nos pusimos otra vez en
marcha. El río era allí ancho y formaba
muchas islas. En la orilla izquierda se
levantaban pequeñas colinas; pero en la
derecha se abría la llanura delante de
nosotros; y allí, a lo largo del río,
debían de estar acampados los Abú-
Hamed.
—¿Tenéis un solo apacentadero de
ganado, o varios? —pregunté al guía.
—Uno solo.
En su cara conocí que no decía la
verdad.
—¡No mientas!
—No miento, emir.
—Pues bien, me tomaré el trabajo de
creerte; pero si observo que me has
engañado te alojo una bala en la cabeza.
—¡No lo harás!
—¡Sí lo haré!
—No, pues yo te digo que quizá
tenemos dos.
—¿Quizá nada más?
—O con seguridad, son dos.
—¡O tres!
—Dos solamente.
—Bien; pero si yo encuentro tres,
estás perdido.
—¡Perdona, emir! En nuestra
ausencia pueden muy bien haber
formado otro. Entonces serían tres.
—¡Ah! Quizá sean cuatro.
—Tú querrías hallar hasta diez.
—Tú eres un Abú-Hamed y te duele
perder lo que habéis juntado robando.
No te preguntaré más.
—Tenemos cuatro, emir —me dijo
con angustia.
—Bien. No quiero saber más, pues
yo me convenceré de lo que hay.
Mientras sostenía este diálogo había
inspeccionado el horizonte con mi
anteojo y había descubierto a lo lejos
algunos puntos que se movían. Llamé al
Haddedín que mandaba a la gente como
segundo mío, y que era un guerrero
valiente y decidido, a quien tomé por ser
hombre de entera confianza.
—Tenemos con nosotros treinta
Abú-Hamed. ¿Crees tú que treinta de los
nuestros podrían custodiarlos?
—Bastan diez, emir. Los Abú-
Hamed están desarmados.
—Voy a avanzar con Hachi Halef
Omar para adquirir noticias. Si cuando
el sol haya llegado sobre aquel arbusto
no estoy yo de vuelta, envía treinta
hombres en busca mía.
Llamé luego al inglés, quien vino
con sus dos criados, y le dije:
—Tengo que confiarle un puesto muy
importante.
—¡Well! —contestó.
—Y tengo que adelantarme para ver
hasta dónde se extienden los pastos de
los Abú-Hamed. Si dentro de dos horas
no he regresado, me enviarán treinta
hombres de los nuestros.
—¿Yo con ellos?
—No: usted se queda aquí con los
demás para vigilar a los prisioneros. Si
alguno hace ademán de huir, le pega
usted un tiro.
—Yes. Si huye uno los mato a todos.
—Bien; pero ni uno más.
—No; pero, sir, si habla usted con
los Abú-Hamed, pregúnteles.
—¿Qué?
—Si saben ruinas y fowling-bulls.
—Bien: adelante, Halef.
Galopamos por la llanura y
directamente hacia los bultos que había
visto yo moverse. Era un rebaño de
ovejas guardado por un viejo.
—¡Salam aaleikum! —Le dije
saludándole.
—¡Aaleikum! —contestó,
inclinándose profundamente.
—¿Hay paz en tu prado?
—Hay paz, señor. ¿Traes tú también
la paz?
—La traigo. ¿Perteneces a la tribu
de los Abú-Hamed?
—Tú lo has dicho.
—¿Dónde está vuestro campamento?
—Allí, detrás de la curva del río.
—¿Tenéis varios apacentaderos?
—¿Por qué lo preguntas, señor?
—Porque traigo un mensaje para
toda la tribu.
—¿De quién?
—De Zedar Ben Huli, tu jeque.
—¡Hamdulillah! Debes de traer un
mensaje de júbilo.
—Lo traigo. Dime, pues, cuántos
apacentaderos tenéis.
—Seis: tres aquí, río abajo, y tres en
las islas del río.
—¿Son vuestras todas esas islas?
—Todas.
—¿Están habitadas?
—Todas, menos una.
En el tono de la respuesta y en la
cara del viejo había algo que me llamó
la atención; pero no denoté nada y le
pregunté. —¿Dónde está ésa?
—Delante de nosotros está la
primera y la que yo digo es la cuarta,
¡oh, señor!
Hice el propósito de enterarme de lo
que hubiera en aquella isla y le
pregunté:
—¿Por qué no está habitada?
—Es muy difícil llegar a ella, por
ser peligrosa la corriente.
¡Ya! En tal caso tenía la gran ventaja
de servir de campo de prisioneros.
Pensando esto seguí preguntando:
—¿Cuántos hombres hay en vuestro
campamento?
—¿Eres realmente enviado de
nuestro jeque?
Esta desconfianza aumentó,
naturalmente, la mía.
—Lo soy. He hablado con él y con
los jeques de los Obeidas y los Yovaris.
—¿Qué mensaje nos traes?
—Un mensaje de paz.
—¿Por qué no ha venido contigo
ningún hombre de la tribu?
—Los hijos de los Abú-Hamed
vienen detrás de mí.
No quise preguntarle más y así
seguimos adelante, acercándonos a la
orilla del río para contar las islas. Al
pasar por delante de la tercera describía
el río una curva, y entonces vimos
enfrente las tiendas del campamento.
Toda la llanura alrededor de él estaba
llena de camellos, bueyes, cabras y
corderos. Caballos vi muy pocos.
Igualmente descubrí pocos hombres, los
cuales, por ser ancianos y sin fuerzas, no
eran peligrosos. Cabalgamos por entre
una calle bastante larga de tiendas.
Delante de una de ellas estaba una
muchacha acariciando un caballo atado
allí, la cual al verme lanzó un grito,
saltó sobre el animal y partió corriendo.
¿Tenía que perseguirla? No lo hice; no
habría sido conveniente, pues en aquel
instante estaba rodeado de todos los
ancianos, enfermos, mujeres y niños que
habían quedado en el campamento. Un
anciano puso la mano en el cuello de mi
caballo y me preguntó:
—¿Quién eres, señor?
—Soy un mensajero enviado por
vuestro jeque Zedar Ben Huli.
—¡El jeque! ¿Con qué mensaje te
envía?
—Os lo diré cuando estéis todos
reunidos. ¿Cuántos guerreros ha dejado
aquí?
—Quince jovencitos. Ayehma debe
de haber ido por ellos.
—Si es así, permitid que me apee.
Pero tú —dije a Halef—, sigue adelante,
pues hay que dar el aviso a los Yovaris.
Halef revolvió su caballo y partió a
escape.
—¿No se queda aquí tu compañero
para descansar y tomar alimento? —me
preguntó el viejo.
—No está cansado ni tiene apetito y
su encargo no admite dilación. ¿Dónde
se encuentran los jóvenes guerreros?
—En la isla.
¡Otra vez la isla!
—¿Qué hacen allí?
—Ellos… —dijo y se contuvo, pero
en seguida añadió—: Apacientan los
ganados.
—¿Está lejos esa isla?
—No. Mira, ya vienen.
Efectivamente un pelotón de
hombres armados venía desde el río,
muy de prisa, hacia mí. Eran los más
jóvenes de la tribu, casi muchachos aún,
y ellos y los ancianos eran los únicos
que no habían tomado parte en la
expedición. No llevaban armas de fuego,
sino solamente lanzas y mazas. El
primero y más distinguido de ellos
levantó la maza mientras corría y me la
lanzó, gritando:
—¡Perro! ¿Te atreves a volver?
Afortunadamente había levantado yo
mi rifle y pude parar el golpe con la
culata; pero las lanzas de todos los
muchachos estaban asestadas contra mí.
Sin hacer caso de esto, piqué espuelas a
mi caballo y me acerqué al que me había
atacado. Entre todos era el único que
había alcanzado los veinte años.
—¡Hola, mozo!, ¿tienes la osadía de
agredir a un huésped de tu tribu?
Diciendo estas palabras le agarré y
arrancándole de su caballo lo atravesé
en el arzón de mi silla. Colgaba de mi
mano sin movimiento, como un maniquí;
su angustia era tan grande que parecía
que iba a morir.
—¡Ahora, si queréis matar a alguno
de los dos, atacadme! —les grité.
Se guardaron muy bien de hacerlo,
pues su compañero me servía de escudo;
pero eran bravos muchachos y no
estaban del todo indecisos. Algunos se
apearon y me amenazaron por un
costado y por la grupa mientras los otros
me hacían frente. ¿Debía yo atacarlos?
Habría sido una lástima. Acerqué mi
caballo a una de las tiendas con objeto
de tener las espaldas guardadas, y
pregunté:
—¿Qué os he hecho yo para que
queráis matarme?
—Te conocemos —contestó uno de
ellos—. ¡No te nos escaparás esta vez,
tú, el hombre de la piel de león!
—Eres muy largo de lengua, tú,
muchacho de la piel de cordero.
En esto levantó una vieja las manos
y gritó:
—¿Es ése? ¡Oh, no le hagáis nada,
pues es terrible!
—¡Le mataremos! —Contestaron
ellos.
—¡Os destrozará y se irá después
cabalgando por los aires!
—No me iré por los aires, sino que
me quedaré —contesté yo, arrojando a
mi prisionero en medio de los que me
amenazaban.
Luego me apeé, entré en la tienda, y
con mi puñal rasgué la tela, abriendo así
una entrada para mi caballo, al cual
guardé así de todo peligro. Entonces me
consideré bastante seguro contra los
aguijones de aquellas avispas.
—¡Ya le tenemos! ¡Hamdulillah, ya
es nuestro! —Gritaban fuera de la tienda
llenos de júbilo.
—¡Rodead la tienda, no le dejéis
salir! —Gritaban otros.
—¡Matadle al través de la lona!
—No, que podríamos matar al
caballo. Hay que cogerlos vivos, y su
potro será, para nuestro jeque Meik.
Tenía que imponerme a fuerza de
serenidad, a fin de que ninguno osara
entrar; me senté, pues, tranquilamente en
el suelo y me puse a comer un pedazo de
carne fiambre que había a mi lado en un
plato. Por lo demás no duró mucho
tiempo este acuartelamiento
involuntario. Halef debió de correr a
todo escape, pues al poco rato sentí
temblar la tierra bajo el galope de
treinta caballos.
—¡Allah kerihm! (Dios nos proteja)
—oí gritar afuera—. ¡Son enemigos!
Salí de la tienda. De la población
del campamento no se veía a nadie.
Todos se habían escondido en sus
tiendas.
—¡Sidi! —Oí que gritaba Halef.
—¡Aquí, Halef!
—¿Te han hecho algo?
—No. ¡Cercad el campamento para
que nadie se escape! ¡Cazad a tiros a los
que lo intenten!
Dije esto gritando para que me
oyeran todos y amedrentarlos con la
amenaza, pues no era otro mi propósito.
Luego Halef fue de tienda en tienda,
congregando a los ancianos. A los
quince muchachos no los necesitaba.
Pasó un buen rato antes que los
ancianos se reunieran, pues se habían
escondido, y al presentarse a mí,
temblaban. Una vez que estuvieron todos
sentados a mi alrededor, mostrando una
expectación angustiosa, empecé yo mi
interrogatorio:
—¿Habéis visto el tatuaje de mi
gente?
—Sí, señor.
—¿Entonces sabréis a qué tribu
pertenecen?
—Son Haddedín, señor.
—¿Dónde están vuestros guerreros?
—Tú lo sabrás, señor.
—Sí, yo lo sé y voy a decíroslo: son
prisioneros de los Haddedín y ni uno
solo ha escapado.
—¡Allah kerihm!
—Sí: Alá se apiade de vosotros y de
ellos.
—¡Mientes! —dijo uno a quien la
mucha edad no había privado del valor.
Yo me volví a él:
—¿Dices que miento? Tu cabeza es
cana y tus hombros se encorvan al peso
de los años; por esto te perdono esa
palabra.
—¿Cómo pueden apresar los
Haddedín a tres tribus unidas?
—Lo creerías si supieras que no han
sido solos. Estaban aliados con los
Abú-Mohamed y Alabeidas. Ellos lo
sabían todo y cuando yo fui hecho
prisionero por vuestros guerreros, venía
de las tiendas de los Abú-Mohamed, con
quienes había tratado el negocio de la
guerra. En el vadi Ysrach hemos
cercado a los vuestros y ni uno ha
logrado escapar. ¡Oíd ahora la orden
que doy!
Salí a la puerta de la tienda donde
nos habíamos reunido, e hice a Halef
seña de que se acercara.
—Vete corriendo y manda que
traigan a los prisioneros.
Se echaron a temblar los ancianos, y
el que me había desmentido preguntó:
—¿Es posible, señor?
—Yo digo la verdad. Todos los
guerreros de vuestra tribu están en
nuestras manos: o pagáis su rescate o
morirán.
—¿También Zedar Ben Huli está
prisionero?
—También él.
—Entonces con él podías haber
convenido el rescate.
—Lo he hecho.
—¿Qué ha dicho él?
—Que hagáis la entrega; y cuarenta
de los vuestros vienen conmigo para
ayudar a conducir el ganado.
—¡Alá nos proteja! ¿Cuánto es el
rescate?
—Vais a saberlo. ¿Cuántas cabezas
de ganado tenéis?
—No lo sabemos.
—¡Mientes! Cada uno de vosotros
sabe el número de animales que posee
su tribu. ¿Cuántos caballos tenéis?
—Veinte, además de los que fueron
al combate.
—Esos están perdidos para
vosotros. ¿Cuántos camellos?
—Trescientos.
—¿Bueyes, vacas y becerros?
—Mil doscientos.
—¿Asnos y mulos?
—Unos treinta.
—¿Corderos?
—Nueve mil.
—Vuestra tribu no es rica. Tendréis
que pagar: diez caballos, cien camellos,
trescientos bueyes y vacas, diez asnos y
mulas y dos mil corderos.
Entonces los ancianos levantaron
una lamentable gritería. Verdaderamente
me daban mucha lástima, pero no podía
yo variar nada de lo convenido; y
comparando este rescate con el que en
otras circunstancias se les habría
impuesto, sentí mi conciencia
completamente tranquila. Para dar fin a
la gritería, me puse yo a gritar también
en tono más áspero. —¡Silencio! El
jeque Zedar Ben Huli así lo ha
convenido.
—¡No podemos dar tanto! —Me
respondieron.
—Sí, podéis. Lo que se ha robado
puede muy bien devolverse.
—Nosotros no hemos robado nada;
¿por qué te empeñas en tenernos por
haremí[43]?
—¡Callaos! ¿No fui yo mismo
atacado por vosotros?
—Era una broma, señor.
—Gastáis bromas muy peligrosas.
¿Cuántos sitios de pasto tenéis?
—Seis.
—¿Los hay también en las islas?
—Sí.
—¿Y también en la isla donde
estaban vuestros jóvenes?
—Allí, no.
—Sin embargo aquí se me ha dicho
que allí pacían ganados. ¡Vuestra boca
sólo sabe decir falsedades! ¿Qué tenéis
en esa isla?
Se miraron confusos y luego contestó
el que llevaba la palabra:
—Allí hay hombres.
—¿Qué clase de hombres?
—Extranjeros.
—¿De dónde son?
—No lo sabemos.
—Entonces ¿quién lo sabe?
—Solamente el jeque.
—¿Quién os ha entregado esos
hombres?
—Nuestros guerreros.
—¡Vuestros guerreros! ¿Y solamente
el jeque sabe de dónde son? Ya veo que
tendré que quitaros tres mil corderos en
lugar de dos mil, a no ser que prefiráis
confesarlo todo.
—Señor, no podemos hablar.
—¿Por qué?
—El jeque nos castigaría. ¡Sé
clemente con nosotros!
—Tenéis razón; quiero ahorraros ese
embarazo.
En aquel instante se oyeron entre las
tiendas pasos que se dirigían al lugar
donde celebrábamos la conferencia.
Eran los prisioneros con su escolta. Al
verlo y sin que nadie se mostrara, se
levantaron de todas las tiendas grandes y
prolongados lamentos. Yo me puse en
pie.
—Ahora podéis ver si he dicho la
verdad. Cuarenta guerreros de los
vuestros acaban de llegar para buscar el
rescate. Ahora id vosotros a las tiendas,
haced salir a todos los habitantes del
campamento y decidles que salgan. No
les ocurrirá nada; pero tengo que
hablarles.
Costó no poco conseguir que
salieran los ancianos, mujeres y niños.
Cuando estuvieron reunidos, me dirigí a
los prisioneros.
—Ved aquí a vuestros padres,
vuestras madres, mujeres e hijos. Están
en mi mano y me los llevaré prisioneros
si no prestáis entera obediencia a mis
órdenes. Tenéis en las cercanías seis
lugares de pasto. Os dividiréis en seis
grupos, cada uno de los cuales estará
vigilado por mis guerreros e irá cada
uno a uno de los prados para recoger y
traer aquí el ganado. Dentro de una hora
tienen que estar reunidos aquí mismo
todos los rebaños.
Como lo había ordenado se hizo.
Los Abú-Hamed se repartieron en seis
grupos bajo la inspección de los
Haddedín y yo hice quedar solamente a
doce de estos últimos. Con ellos estaba
Halef.
—Voy a ausentarme, Halef —le dije.
—¿Adónde, sidi? —me preguntó.
—A la isla esa. Tú debes cuidar de
que haya orden aquí y dirigir la elección
del ganado. Cuida de que no se les
tomen los mejores animales. La elección
debe ser justa.
—¡No lo merecen, sidi!
—Pues yo lo quiero así, ¿entiendes,
Halef?
David Lindsay se me acercó
entonces.
—¿Ha preguntado usted, sir?
—Todavía no.
—¡No lo olvide, sir!
—No. Tengo que confiar a usted un
nuevo encargo.
—¡Well! ¿Cuál?
—Cuide de que no huya ninguna
mujer.
—Yes.
—Si alguna hace ademán de echar a
correr, entonces…
—¡La derribo de un tiro!
—¡Oh, no, milord!
—Entonces, ¿qué?
—Déjela que corra…
—¡Well, sir!
Pronunció estas dos palabras; pero
se quedó con la boca abierta. Por lo
demás, estaba yo firmemente convencido
de que la sola vista de mister Lindsay
les quitaría a las mujeres toda intención
de escaparse. Con su traje de cuadros
grises debía de parecerles algo así como
un monstruo.
Luego tomé conmigo a dos Haddedín
y me encaminé al río. En el sitio donde
me detuve, tenía enfrente la cuarta isla,
que era larga, estrecha, y estaba poblada
de cañaverales cuya altura excedía con
mucho de la estatura de un hombre. No
pude descubrir ningún ser viviente, pero
yo estaba convencido de que se
escondía en ella un misterio que yo tenía
que averiguar necesariamente.

FIN DE LOS
LADRONES DEL
DESIERTO
VÉASE EL EPISODIO
SIGUIENTE
LOS ADORADORES
DEL DIABLO
Los adoradores
del diablo
CAPITULO I

LOS TRES
ENTERRADOS

Decidido a investigar el misterio que se


encubría en aquella isla, después de
meditar un momento, decidí no llevar
conmigo a ningún Abú-Hamed en mi
exploración, para no exponerlos a las
posibles consecuencias de mi aventura y
de mi curiosidad.
—Buscad una balsa —dije a los dos
Haddedín que me acompañaban.
—¿Dónde, quieres ir?
—A esa isla.
—¡Emir, eso no es posible!
—¿Por qué?
—¿No ves cuán furiosa es la
corriente, a cada lado? Cualquier balsa
se estrellaría.
Aquel hombre tenía razón; pero yo
tenía la convicción de que había de
existir algún medio de comunicación
entre la orilla y la isla, y al mirar más
detenidamente, observé que en una punta
de ésta las cañas estaban derribadas.
—¡Mirad allí! ¿No veis que han
pasado hombres por ese sitio?
—Así parece, emir.
—Entonces debe de existir también
alguna embarcación.
—Se estrellaría, tenlo por seguro.
—Buscad.
Echaron a andar uno a la derecha,
otro a la izquierda, hacia arriba y hacia
abajo y volvieron sin haber encontrado
nada. Y busqué también durante mucho
tiempo, con el mismo infructuoso
resultado. Finalmente descubrí algo,
que, en realidad, no era balsa ni
embarcación, pero sí un aparato cuyo
objeto comprendí en seguida.
Al tronco de un árbol que estaba en
la misma orilla y algo más arriba que la
isla vi atada una cuerda muy larga de
fibra de palmera. Uno de los cabos
rodeaba el tronco, pero el resto de la
cuerda estaba escondido en la maleza
lozana y tupida que crecía junto al árbol.
Tiré de ella y al otro extremo vi un odre
de piel de chivo, sobre el cual estaba
fijo un travesaño que servía sin duda
para agarrarse bien con las manos.
—¿Lo veis? Aquí está la balsa y ésta
no puede estrellarse. Yo iré a la otra
parte, mientras vosotros cuidáis de que
no me ataquen.
—¡Es peligroso, emir!
—¡Otros han pasado!
Me quité la ropa exterior e hinché el
pellejo, cuya abertura se cerraba con un
cordón.
—Coged la cuerda e idla soltando
poco a poco.
Agarré el travesaño y penetré en el
agua. En seguida me envolvió la
corriente, que era tan fuerte que un
hombre necesitaba emplear todas sus
fuerzas para sostener la cuerda. Pasar de
la otra orilla a la que yo dejaba
requeriría el esfuerzo de varios hombres
que halasen de aquélla. Conseguí por fin
llegar a la isla, donde tomé tierra sin
más incidente que un buen porrazo, Mi
primer cuidado fue atar la cuerda, a fin
de que no se me escapara de las manos,
y luego requerí el puñal que había
llevado conmigo.
Desde el extremo de la isla una
senda abierta en el cañaveral conducía a
una pequeña choza, hecha de bambú,
cañas y juncos, y tan baja que no se
podía estar de pie en ella. En el interior
había solamente algunas prendas de
vestir. Al examinarlas vi que eran los
trajes desgarrados de tres hombres.
Nada hacía suponer que sus dueños
hubiesen permanecido en la choza
mucho tiempo.
Pero la senda continuaba. La seguí y
al poco rato me pareció oír un gemido.
Me di prisa y llegué a un sitio donde el
cañaveral hacía un claro. Allí
encontré… tres cabezas humanas
colocadas en el suelo, según me pareció
a primera vista. Estaban horriblemente
hinchadas y la causa de ello se me
reveló muy pronto, pues al llegar yo se
elevó una densa nube de mosquitos.
Como tenían cerrados los ojos y la boca,
me parecieron tres cabezas cortadas que
por alguna razón se habían dejado allí.
Me incliné y toqué la frente de una
de ellas. Entonces salió de entre sus
labios un débil gemido y sus ojos se
abrieron y se clavaron en mí. En mi vida
había experimentado una sensación de
espanto tan grande. Tuve que dar
algunos pasos atrás.
Luego me rehice y examiné más de
cerca las cabezas. Eran tres hombres
enterrados hasta el cuello en un suelo
húmedo y fangoso.
—¿Quiénes sois? —les pregunté en
alta voz.
Entonces los tres abrieron los ojos y
sus miradas de dementes se clavaron en
mí. Uno abrió los labios y balbució
débilmente. —¡Oh, Ad!
¿Adí? ¿No era este el nombre del
gran santón de los Yesidis, de los
llamados adoradores del diablo?
—¿Quién os ha traído aquí? —
pregunté.
Abrió el hombre de nuevo la boca,
pero no pudo hablar ya. Me precipité a
la orilla, atravesando el cañaveral, y
juntando las manos llené el hueco de
agua del río. Volví corriendo y humedecí
los labios de todos ellos, que sorbían
las gotas con avidez. Tuve que repetir
esta operación muchas veces para
apagarles un poco la sed, pues en el
camino se me iba el agua por entre los
dedos.
—¿No hay por aquí alguna azada?
—les pregunté.
—Se la han llevado —me con testó
uno débilmente.
Corrí a la punta de la isla donde
había desembarcado. En la otra orilla
estaban aún mis acompañantes. Hice
bocina con la mano para dominar el
ruido de la corriente, y grité:
—¡Buscad una pala y una azada y
que vengan los tres ingleses; pero en
secreto!
Se marcharon corriendo los dos. No
llamé a Halef por considerarle más
necesario en el campamento. Esperé
impaciente, y al fin aparecieron los
Haddedín con los tres ingleses. —¡Sir
David Lindsay!— grité. —¡Yes!— me
contestó.
—¡De prisa, aquí! ¡Bill y el otro
también, y no os olvidéis del azadón!
—¿Mi azada? ¿Ha encontrado usted
un fowling-bull?
—Ya lo verá usted.
Desaté el odre y lo eché al agua.
—¡Tirad!
Un rato después estaba sir David en
la isla.
—¿Dónde?
—Espere usted hasta que hayan
llegado los demás.
—¡Well!
Hice señal a los de la otra orilla de
que se diesen prisa, y al cabo llegaron a
la isla los dos robustos mozos. Bill traía
la herramienta. Yo até otra vez el odre.
—Vamos, sir.
—¡Ah! ¡Finalmente!
—Sir David Lindsay, ¿quiere usted
perdonarme?
—¿Qué?
—Yo no he encontrado ningún
foWing-bull.
—¿Ninguno? —exclamó
deteniéndose y abriendo la boca—.
¿Ninguno? ¡Ah!
Empuñé la azada y eché a andar.
Lanzando un grito de horror,
retrocedió el inglés al llegar al sitio del
suplicio. Entonces el aspecto que
presentaban las víctimas era más
horrible que antes, pues los tres tenían
los ojos abiertos y movían la cabeza
para alejar de sí la nube de insectos.
—Los han enterrado —dije yo.
—¿Quién? —preguntó Lindsay.
—No lo sé; pero lo averiguaremos.
Manejé la azada con ánimo y los
demás ayudaron escarbando y apartando
la tierra, de manera que al cabo de un
cuarto de hora hubimos sacado y
recostado en el suelo a los tres
desgraciados; éstos se hallaban
enteramente desnudos y tenían las manos
y los pies atados con cuerdas de
palmera. Y sabía que los árabes
enterraban a sus enfermos, en ciertas
enfermedades, hasta el cuello, y
concedían una gran virtud curativa al
llamado «empaque»; pero aquellos
hombres estaban atados, de manera que
no eran enfermos.
Los llevamos junto a la orilla y los
rociamos con agua. Esto pareció darles
vida.
—¿Quiénes sois? —pregunté.
—Baadri —me respondieron.
Baadri era él nombre de un aduar
habitado por adoradores del diablo. Mis
suposiciones eran ciertas.
—Llevémoslos a la otra orilla —
ordené.
—¿Cómo? —me preguntó sir
Lindsay.
—Yo iré nadando a la otra parte
para ayudar a tirar del odre y me llevaré
los vestidos. Luego irán viniendo
ustedes, sosteniendo cada uno a uno de
estos desgraciados.
—Well; pero no será fácil.
—Los sostendrán ustedes
atravesados sobre los brazos.
Lié la ropa a manera de turbante y
me la puse en la cabeza. Luego me dirigí
a la orilla. Lo que vino después fue para
mí y los dos Haddedín muy pesado, pero
para los ingleses extraordinariamente
peligroso. Sin embargo se consiguió que
llegaran todos a la orilla.
—Ahora vestidlos y que queden aquí
escondidos. Usted, sir Lindsay, les
traerá en secreto la comida, mientras los
dos criados los custodian.
—¡Well! Pregunte usted quién los ha
enterrado.
—El jeque, indudablemente.
—¡Hay que matar a ese canalla!
La tarea se nos había llevado más de
una hora. Cuando llegué al campamento,
hormigueaba éste de ganado de todas
clases. La elección era muy difícil,
aunque el pequeño Hachi Halef Omar
cumplía muy bien su cometido. Había
montado en mi potro con la intención de
ir más rápidamente de un punto a otro,
para estar en todo y para darse más
importancia. Los Haddedín estaban
entusiasmados con su trabajo; pero los
prisioneros Abú-Hamed, que tenían que
ayudarles, no podían ocultar el rencor
que guardaban en su pecho, y en el sitio
en que estaban sentados los ancianos y
las mujeres, corrían las lágrimas y se
oían a media voz muchas maldiciones. Y
me llegué al grupo de las mujeres, pues
había observado a una que contemplaba
con secreta alegría lo que hacían los
Haddedín. ¿Tenía en su corazón algún
resentimiento contra el jeque?
—Sígueme —le ordené.
—¡Señor, ten piedad de mí! ¡Yo no
he hecho nada! —Suplicaba llena de
espanto.
—No te pasará nada.
La conduje a la tienda donde antes
me había refugiado. Allí me coloqué
frente a ella, la miré a los ojos y le
pregunté:
—¿Tienes algún enemigo en tu tribu?
La mujer levantó los ojos con
asombro, diciendo:
—Señor, ¿cómo lo sabes?
—Sé sincera. ¿Quién es?
—Temo que se lo digas.
—No, puesto que es mi enemigo.
—¿Eres tú el que le has vencido?
—Yo soy. ¿Odias al jeque Zedar Ben
Hulí?
Al oír esto centellearon sus negros
ojos.
—Sí; le odio, porque fue él el que
mandó matar al padre de mis hijos.
—¿Por qué?
—Porque no quería robar.
—¿Y por qué no quería?
—Porque al jeque se le ha de dar la
mayor parte del robo.
—¿Eres pobre?
—El tío de mis hijos me ha tomado
consigo; también él es pobre.
—¿Cuántas reses tiene?
—Una vaca y diez corderos; hoy
tendrá que darlo todo, pues si vuelve el
jeque habremos de sufrir nosotros toda
la pérdida. El jeque no quedará pobre,
sino la tribu.
—No volverá si eres franca
conmigo.
—Señor, ¿dices la verdad?
—La digo. Lo retendré prisionero y
daré a los Abú-Hamed un jeque justo y
honrado. El tío de tus hijos se quedará
con lo que tiene.
—Señor, tu mano es misericordiosa.
¿Qué quieres saber de mí?
—¿Conoces la isla de la otra parte
del río?
La mujer se puso lívida y contestó:
—¿Por qué me preguntas por ella?
—Porque de ella quiero hablar
contigo.
—No lo hagas, señor, pues a quien
descubra el secreto el jeque le matará.
—Si me dices el secreto el jeque no
volverá.
—¿No me engañas?
—Créeme. Dime, pues, ¿para qué
sirve esa isla?
—El jeque coge a todos los viajeros
que encuentra en la llanura o en el río y
les quita todo lo que llevan. Si no
poseen nada, los mata; pero si son ricos
los retiene para conseguir un buen
rescate.
—¿Entonces van a parar a la isla?
—Sí: hay una choza de cañas y de
ella no pueden escapar, pues los ata de
pies y manos.
—¿Y una vez que ha recibido el
rescate?
—Aun así los mata para que no le
descubran.
—¿Y si no pueden pagar o no
quieren?
—Los atormenta.
—¿En qué consisten los tormentos?
—Los hay de muchas clases; pero a
menudo los entierra vivos.
—¿Quién hace de carcelero?
—Él y sus hijos.
El que me había cogido prisionero a
mí era también hijo suyo; le había visto
entre los prisioneros en vadi Derach.
Por eso pregunté:
—¿Cuántos hijos tiene el jeque?
—Dos.
—¿Está uno de ellos aquí?
—Es el que quiso matarte cuando
llegaste.
—¿Hay ahora prisioneros en la isla?
—Dos o tres.
—¿Dónde están?
—No lo sé. Lo saben solamente los
hombres que los cogieron.
—¿Cómo han llegado a sus manos?
—Iban en un kelek (balsa) río abajo
y por la noche atracaron a la orilla, no
lejos de aquí. Allí los asaltaron.
—¿Cuánto tiempo ha transcurrido?
Pensó un poco y me dijo después:
—Cerca de veinte días.
—¿Cómo los han tratado?
—No lo sé.
—¿Tenéis muchos tajtervans[44]?
—Hay varios.
Me llevé la mano al turbante y saqué
algunas monedas de oro, que formaban
parte del dinero que encontré en la silla
de Abú-Seif. Su magnífico camello, con
gran sentimiento mío, había muerto en
Bagdad; pero yo había conservado el
dinero.
—Gracias. Aquí tienes esto.
—¡Oh, señor! Tu bondad es mayor
que…
—No me des las gracias —
interrumpí—. ¿Está preso el tío de tus
hijos?
—Sí.
—Será libertado. Vete al hombre
pequeño que monta el caballo negro y
dile de mi parte que te dé tus animales.
El jeque no volverá.
—¡Oh, señor!
—Ea, vete y no digas a nadie lo que
hemos hablado.
Se fue y también yo salí de la tienda.
Había terminado casi la elección de
ganado. Busqué a Halef, quien, a una
señal mía, vino corriendo.
—¿Quién te ha permitido tomar mi
caballo, Hachi Halef Omar?
—Quiero acostumbrarle a mis
piernas, sidi.
—No creo que las sienta mucho.
Vendrá a ti una mujer y te pedirá que le
devuelvas una vaca y diez corderos.
Dáselos.
—Obedezco, effendi.
—Sigue escuchando. Buscas tres
tajtervans del campamento y ensillas
tres camellos.
—¿Quién tiene que ir en ellos, sidi?
—Mira allá junto al río. ¿Ves la
maleza y aquel árbol a la derecha?
—Lo veo.
—Allí hay tres enfermos que han de
ir en los camellos. Ve a la tienda del
jeque, que es tuya con todo lo que
contiene. Toma tres mantas y ponlas en
los cestos para que los enfermos estén
bien atendidos; pero nadie, ni ahora ni
por el camino, tiene que saber quiénes
van en los camellos.
—Tú sabes, sidi, que yo hago todo
lo que mandas; pero yo no puedo hacer
tantas cosas solo.
—Los tres ingleses están allí y
también dos Haddedín. Ellos te
ayudarán. Dame ahora mi caballo; voy a
hacer una inspección.
Al cabo de una hora estuvo todo
arreglado. Mientras los demás tenían la
atención fija en el ganado, había logrado
Halef, sin ser visto, colocar a los
hombres en los camellos. La larga
caravana estaba a punto de partir.
Entonces busqué al joven que al llegar
me había disparado la maza, le vi en
medio de sus camaradas y me dirigí a él
cabalgando. Lindsay con sus criados
estaba allí cerca.
—Sir David Lindsay, ¿no tiene usted
o alguno de sus criados algo así como un
cordel?
—Por aquí hay muchas cuerdas.
Se llegó a uno de los pocos caballos
que quedaban en poder de la tribu y
estaban atados a unas estacas junto a la
tienda del jeque. Cortó una de las
cuerdas y volvió.
—¿Ve usted a aquel muchacho
moreno, sir Lindsay?
Lo señalé guiñando el ojo. —Le
veo.
—Pues lo dejo a su cuidado. Tenía a
su cargo la custodia y el tormento de los
tres desgraciados, y por tanto tiene que
venir con nosotros. Átele las manos a la
espalda y luego con la cuerda a la silla o
al estribo; tiene que dar una buena
carrera.
—Yes, sir. ¡Muy bien!
—No debe comer un solo bocado ni
beber nada hasta que lleguemos al vadi
Derach.
—Lo tiene bien merecido.
—Queda a su cuidado. Si se escapa
ha acabado todo entre los dos, y usted se
arreglará solo en el asunto de los
fowling-bulls, pues yo me lavo las
manos.
—Le ataré bien, y si conviene lo
enterraré a mi lado cuando
descansemos.
CAPITULO II

EL CASTIGO DEL
JEQUE

Dicho esto, el inglés se llegó al joven y


le puso la mano en el hombro.
—¡I have the honour, Mylord! —le
dijo; y cambiando al punto de tono
agregó—: Ven con nosotros, granuja.
Le agarró con fuerza y los dos
criados le ataron las manos secundum
artem. El joven estaba confuso al
principio; pero luego se volvió a mi,
diciendo:
—¿Qué es esto, emir?
—Tienes que venir con nosotros.
—¡Yo no soy prisionero; yo me
quedo aquí!
Entonces intervino una vieja:
—¡Allah kerihm, emir! ¿Qué quieres
hacer con mi hijo?
—Nos acompañará.
—¿Él, el lucero de mi vejez, la
gloria de sus camaradas, el orgullo de su
tribu? ¿Qué ha hecho para que le atéis
como a un asesino a quien alcanza la
venganza?
—¡De prisa, sir! ¡Átele al caballo, y
adelante!
En seguida di la señal de partir y así
lo hicimos. Al principio había tenido
compasión de aquella gente tan
castigada; pero llegaron a repugnarme
tanto todas las caras que veía, que
cuando hubimos dejado atrás el
campamento con su infernal gritería, me
pareció que acababa de salir de una
cueva de ladrones.
Halef con los tres camellos se había
colocado a la cabeza de la caravana. Yo
me llegué allá.
—¿Están cómodos?
—Como en el diván del padichá,
sidi.
—¿Han comido?
—No: han tomado leche.
—Mejor que mejor. ¿Pueden hablar?
—Han dicho algunas palabras; pero
en un lenguaje que no entiendo, sidi.
—Será kurdo.
—¿Kurdo?
—Sí: creo que son adoradores del
diablo.
—¿Adoradores del diablo? ¡Allah il
Allah! ¡Señor, guárdanos del diablo, tres
veces lapidado! ¿Cómo se puede adorar
al diablo, sidi?
—No le adoran, aunque los llaman
así. Son muy valientes, trabajadores y
honrados, medio cristianos y medio
musulmanes.
—Por eso tienen un lenguaje que
nadie puede comprender. ¿Sabes tú
hablarlo?
—No.
Halef exclamó un poco espantado:
—¿No? ¡Sidi, no es verdad, tú lo
sabes todo!
—No entiendo esa lengua, te lo
aseguro.
—¿Ni un poco siquiera?
—Conozco una que está
emparentada con la suya; quizá dé con
unas cuantas palabras para darme a
entender.
—¿Ves como tengo razón, sidi?
—Sólo Dios lo sabe todo; pero la
ciencia de los hombres es limitada. Ni
siquiera sé si está contenta contigo
Hanneh, la luz de tus ojos.
—¿Contenta, sidi? Para ella,
primero es Alá, luego Mahoma, luego el
diablo que le regalaste con la cadena y
en seguida viene Hachi Halef Omar Ben
Hachi Abul Abbás Ibn Hachi Davud al
Gosarah.
—Entonces tú estás después del
diablo…
—¡No, después del Chaitán no, sino
de tu regalo, sidi!
—Debes estarle, pues, muy
agradecido, y quererla mucho.
Hecha esta exhortación, dejé solo al
hombrecillo.
Como era natural, a causa del
ganado, el viaje de vuelta se hizo más
despacio que el de ida. A la puesta del
sol llegamos a un sitio, más abajo de
Ysbbar, muy apropiado para pasar en él
la noche por estar cubierto de flores y
de jugosa hierba. Lo principal era
vigilar a los Abú-Hamed y custodiar los
rebaños, para lo cual tomé las
precauciones necesarias. Algo entrada
la noche, me eché a dormir, y en esto se
me acercó sir Lindsay.
—¡Horrible, horroroso, sir!
—¿Qué pasa?
—¡Incomprensible!
—¿Pero qué ocurre? ¿Se ha
escapado el prisionero?
—¿El prisionero? No: está
fuertemente atado.
—¿Pues qué es eso tan
incomprensible y horroroso?
—¡Hemos olvidado lo principal!
—Pero ¿qué es eso? ¡Dígalo de una
vez!
—¡Las trufas!
No pude contener la risa, al recordar
la promesa que le había hecho al
preguntarle si quería acompañarme a El
Fattha.
—¡Oh! En verdad es horrible, sir,
tanto más cuanto que en el campamento
de los Abú-Hamed he visto muchos
sacos llenos de ellas.
—¿Dónde hallarlas aquí?
—¡Mañana tendremos trufas, pierda
usted cuidado!
—¡Bien, muy bien! ¡Buenas noches,
sir!
Me dormí sin haber hablado con los
tres enfermos. Por la mañana, a primera
hora, me acerqué a ellos. Los cestos
estaban de tal manera colocados que
podían verse uno a otro. Su semblante
había mejorado un poco y se habían
recobrado de tal modo que el hablar ya
no les era molesto.
Como vi muy pronto, los tres
hablaban el árabe perfectamente, aunque
el día anterior, en su estado de
inconsciencia sólo habían pronunciado
algunas palabras en su idioma materno.
Al acercarme a ellos, levantó uno la
cabeza y me miró con cariño.
—¡Eres tú! —exclamó antes que yo
pudiera saludarle—. ¡Eres tú! ¡Te
reconozco!
—¿Quién soy yo, amigo mío?
—Tú eres el que se me apareció
cuando la muerte extendía su mano para
apoderarse de mi corazón. ¡Oh, emir
Kara Ben Nemsi, cuánto te lo agradezco!
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Lo sabemos porque este buen
Hachi Halef Omar nos ha contado
muchas cosas de ti desde que hemos
podido abrir los ojos.
Yo me volví a Halef, diciéndole:
—¡Charlatán!
—¿Es que no puedo hablar de ti,
sidi? —contestó Halef defendiéndose.
—¡Sí, pero sin fanfarronerías! —Y
volviéndome al enfermo añadí—: ¿Tan
bien os encontráis que podéis hablar?
—Sí, emir.
—Permitidme, pues, que os pregunte
quiénes sois.
—Yo me llamo Pali, éste se llama
Selek y este otro Melaf.
—¿Cuál es vuestra patria?
—Nuestra patria es Baadrí, al Norte
de Mosul.
—¿Cómo fue que os pusieron en el
estado en que os encontré?
—Nuestro jeque nos envió a Bagdad
para que lleváramos de su parte al
gobernador un regalo y una carta.
—¿A Bagdad? ¿No pertenecéis
vosotros a Mosul?
—Emir, el gobernador de Mosul es
un hombre malo, que nos oprime mucho;
el gobernador de Bagdad tiene la
confianza del Gran Señor y debía
interceder por nosotros.
—¿Por dónde fuisteis? ¿Primero a
Mosul y luego río abajo?
—No. Fuimos al río Ghazir,
construimos una balsa y con ella fuimos
del Ghazir al Zab y del Zab al Tigris.
Allí desembarcamos y mientras
dormíamos nos asaltó el jeque de los
Abú-Hamed.
—¿Os robó?
—Nos tomó el regalo y la carta y
todo lo que llevábamos. Luego querían
obligarnos a escribir a los nuestros para
que nos rescataran.
—¿Y no lo hicisteis?
—No, pues somos pobres y no
podemos pagar rescate.
—Pero ¿y vuestro jeque?
—También a él querían que le
escribiéramos; pero nosotros nos
negamos. El jeque habría enviado el
rescate, pero nosotros sabíamos que
habría sido en vano; nos habrían
asesinado también.
—Es verdad; se os habría quitado la
vida aunque se hubiera pagado el
rescate.
—Entonces nos atormentaron. Nos
azotaron, nos colgaron por espacio de
una hora por las manos y por los pies y
por último nos enterraron.
—¿Y siempre atados?
—Sí.
—¿Sabéis que vuestro verdugo está
en nuestras manos?
—Hachi Halef Omar nos lo ha
contado.
—El jeque recibirá su castigo.
—¡Emir, no se lo des!
—¿Cómo?
—Tú eres musulmán; pero nosotros
tenemos otra religión. Hemos sido
devueltos a la vida y queremos
perdonarle la suya.
¡Y a aquellos hombres los llamaban
«adoradores del diablo»!
—Os equivocáis —dije yo—;
porque yo no soy musulmán, sino
cristiano.
—¡Cristiano! Pero tú vistes como
los musulmanes y hasta llevas la insignia
de Hachi.
—¿No puede ser también Hachi un
cristiano?
—No, porque los cristianos no
pueden ir a la Meca.
—Y, sin embargo, yo he estado en
ella. Preguntad a este hombre; él estaba
allí.
—Sí —contestó Halef—. Hachi
Kara Ben Nemsi ha estado en la Meca.
—¿Qué clase de cristiano eres,
emir? ¿Eres caldeo?
—No: soy franco.
—¿Conoces a la Virgen que fue
madre de Dios?
—Sí.
—¿Conoces a Esaú (Jesús), el Hijo
del Padre?
—Sí.
—¿Conoces a los santos ángeles que
rodean el trono de Dios?
—Sí.
—¿Conoces el santo bautismo?
—Sí.
¿Crees que Esaú, el Hijo de Dios, ha
de volver?
—Lo creo.
—¡Oh, emir, tu fe es buena; tu fe es
justa; nos alegramos de haberte
encontrado! ¡Muéstranos, pues, tu
caridad perdonando al jeque de los
Abú-Hamed el mal que nos ha hecho! —
Ya veremos. ¿Sabéis adónde vamos?
—Lo sabemos: al vadi Derach.
—Seréis bien recibidos por el jeque
de los Haddedín.
Terminada esta conversación se puso
en marcha la caravana. En Kalaat El
Ysbbar conseguí descubrir trufas, lo
cual regocijó al inglés, que hizo una
buena provisión y me convidó a comer
un pastel de ellas que él mismo había de
preparar.
Después del mediodía pasamos por
entre las montañas de Kanuza y Hamrín
y nos detuvimos en el mismo valle
Derach. De intento no había yo
anunciado nuestra llegada para
sorprender al buen Mohamed Emín; pero
los guardias de los Abú-Mohamed nos
descubrieron y dieron la señal, con lo
que al punto se alzó una gritería de
júbilo que llenó todo el valle. Mohamed
Emín y Malek nos salieron al encuentro
y nos saludaron. Mi expedición había
sido la primera en volver.
Para llegar a los pastos de los
Haddedín no había otro camino que el
del valle Derach. Allí se encontraban
los prisioneros de guerra, y puede
imaginarse el lector las caras que
pondrían los Abú-Hamed y las miradas
que nos lanzarían al ver pasar uno tras
otro los animales que tanto conocían.
Por fin llegamos a la llanura y me apeé.
—¿A quién traes en los tajtervans?,
me preguntó Mohamed Emín.
—A tres hombres a quienes el jeque
Zedar quería atormentar hasta la muerte.
Ya te lo contaré todo. ¿Dónde están los
jeques prisioneros?
—En la tienda: ahí vienen.
En aquel instante salían de la tienda.
Los ojos del jeque de los Abú-Hamed
brillaban de ira al reconocer sus
rebaños.
—¿Has traído más de lo que debías?
—me dijo acercándose.
—¿Te refieres al ganado?
—Sí.
—He traído lo que me fue ordenado.
—¡Voy a contarlo!
—Hazlo —le contesté
tranquilamente—. Sin embargo, te
advierto que he traído más de lo que
debía.
—¿Qué?
—¿Quieres verlo?
—Tengo que verlo.
—Llama, entonces, a ese hombre.
Señalé, al decir esto, a su hijo
mayor, que acababa de salir a la puerta
de la tienda.
—Seguidme todos les ordené yo.
Mohamed Emín, Malek y los tres
jeques me siguieron al lugar donde los
tres camellos con sus tajtervans se
habían arrodillado. Halef hizo bajar a
los Yesidis.
—¿Conoces a esos tres hombres? —
pregunté a Zedar Ben Hull.
El jeque y su hijo retrocedieron
espantados.
—¡Los Yesidis! —gritó.
—Sí; los Yesidis, a quienes querías
matar poco a poco como ya has matado
a muchos, ¡monstruo!
Al oír esto centellearon sus ojos de
pantera.
—¿Qué ha hecho? —preguntó Eslah
El Mahem, el obeida.
—Voy a contároslo. Vas a
asombrarte de la maldad de tu
compañero de armas.
Referí la manera y el estado en que
había encontrado a los tres hombres.
Cuando hube acabado, todos se
apartaron del perverso jeque. En aquel
momento vimos que embocaba la llanura
sir Lindsay con sus dos criados, que se
habían retrasado algo. Junto al caballo
del inglés se arrastraba el hijo menor
del jeque.
Este vio al joven y se volvió
rápidamente a mí.
—¡Allah akbar! ¿Qué es eso? ¿Mi
hijo menor prisionero?
—Ya lo ves.
—¿Qué mal ha hecho?
—Ayudarte en tus crímenes. Tus dos
hijos custodiarán durante dos días la
cabeza de su padre enterrado; luego
serás libre. El castigo es insignificante
para lo que merecéis tú y ellos. ¡Ve allá
y desata a tu hijo!
Al oírme el jeque dio un salto y asió
la cuerda con que estaba atado su
vástago. Mas Sir David Lindsay, que
acababa de apearse, apartó la mano del
jeque, diciendo:
—¡Fuera de aquí; este mozo me
pertenece!
El jeque tiró de una de las enormes
pistolas que llevaba el englishman en el
cinto, apuntó y disparó. Sir Lindsay se
había vuelto con la rapidez del rayo;
pero no pudo evitar que el proyectil le
hiriese en un brazo; un segundo después
sonaba otro tiro. Bill, el irlandés, al ver
en peligro a su amo, se había encarado
la carabina, y la bala fue a alojarse en la
cabeza del jeque. Sus dos hijos se
lanzaron contra el criado; pero fueron
sujetados y reducidos a la impotencia.
Y me quedé temblando. ¡Aquello era
la justicia de Dios! El castigo que yo
había pensado para el malhechor habría
sido demasiado pequeño, y así se
cumplía la palabra que yo había dado a
la viuda: el jeque no volvería a su
campamento.
***
Pasó un rato antes que recobráramos
la serenidad. Luego se oyó la voz de
Halef que preguntaba:
—Sidi: ¿adónde he de llevar a estos
tres hombres?
—Eso ha de decidirlo el jeque.
Este se acercó a los tres enfermos.
—¡Marhaba! (Sed bien venidos).
Quedaos con Mohamed Emín hasta que
os hayáis restablecido.
Entonces Salek, le miró fijamente.
—¿Mohamed Emín? —preguntó.
—Así me llamo.
—¿No eres chammar, sino
haddedín?
—Los Haddedín somos una tribu de
los Chammar.
—¡Oh, señor, si es así traigo para ti
un mensaje!
—Dilo.
—Estaba yo en Baadrí, antes de
emprender nuestro viaje, cuando fui al
arroyo en busca de agua. Allí había un
grupo de arnautes custodiando a un
joven. Me pidió éste de beber y mientras
yo le daba agua, me dijo en voz baja:
«Vete a los Chammar, busca a Mohamed
Emín y dile que me llevan a Amadiyah.
Mis compañeros han sido ejecutados».
Esto es lo que tenía que decirte.
El jeque dio unos pasos atrás como
un ebrio.
—¡Amad El Ghandur, hijo mío! —
gritó—. ¡Era él, era él! ¿Qué figura
tenía?
—Tan alto como tú y aun más
fornido, y su barba negra le llegaba
hasta el pecho.
—¡Es él! ¡Hamdulillah! ¡Al fin, al
fin tengo una noticia suya! Alegraos
conmigo, pues hoy es día de fiesta para
todos, llámense amigos o enemigos.
¿Cuándo hablaste con él? —Han pasado
seis semanas, señor.
—Gracias. ¡Seis semanas, cuánto
tiempo! Pero ya no padecerá más: voy a
buscarlo, aun cuando tenga que
conquistar y destruir a Amadiyah. Hachi
Kara Ben Nemsi, ¿vienes conmigo, o
quieres dejarme solo en esta empresa?
—Iré contigo.
—¡Alá te bendiga! Voy a comunicar
la noticia a todos los hombres de los
Haddedín.
Se fue apresuradamente al vadi, y
Halef se me acercó, preguntándome:
—Sidi, ¿te vas con él?
—Sí.
—¿Me permites que te siga?
—Halef, piensa en tu mujer.
—Hanneh está bien acompañada;
pero tú, sidi, necesitas un criado fiel.
¿No puedo acompañarte?
—Por mí, ven; pero antes pide
permiso al jeque Mohamed Emín y al
jeque Malek.
CAPITULO III

EN MOSUL

Estaba yo en Mosul esperando una


audiencia del bajá turco.
Había de atravesar las montañas del
Kurdistán con Mohamed Emín para
sacar a su hijo Amad El Ghandur de la
fortaleza de Amadiyah, por maña o por
fuerza, y esta empresa no podía llevarse
a cabo de cualquier manera. El bravo
jeque de los Haddedín habría preferido
ponerse a la cabeza de sus guerreros
para penetrar por territorio kurdo y
atacar a Amadiyah clara y abiertamente;
pero había cien razones que
imposibilitaban un plan tan fantástico.
Un hombre solo podía tener más
probabilidades de salir airoso que toda
una tribu de beduinos, y al fin Mohamed
Emín había convenido conmigo en que
lleváramos a cabo la empresa tres
hombres solos: él, Halef y yo.
Mucho me costó convencer a Sir
David Lindsay, que estaba resuelto a
acompañarnos, de que, con su
desconocimiento del idioma y con su
dificultad de adaptación a los usos del
país, nos reportaría más estorbo que
utilidad; pero, finalmente, se decidió a
quedarse con los Haddedín y a esperar
nuestro regreso. Allí podría servirse del
griego Alejandro Kolettis como de
intérprete y buscar foWing-bulls. Los
Haddedín habían prometido enseñarle
tantas ruinas como quisiera. No me
acompañó tampoco a Mosul, porque yo
le disuadí de ello. En Mosul no podía
servirme de nada y el fin que allí podía
llevarle, esto es, el de obtener el apoyo
del cónsul inglés, no era necesario, pues
por entonces le bastaba el de los
Haddedín.
Las diferencias de éstos con sus
enemigos estaban ya arregladas. Las tres
tribus vencidas se habían sometido y
habían dejado rehenes en poder de los
vencedores. De esta manera Mohamed
Emín podía ausentarse. Naturalmente, no
entró en Mosul, pues para él habría sido
muy peligroso; nos despedimos y
quedamos en encontrarnos en las ruinas
de Korsabad, el antiguo Saraghum
asirio. Habíamos cabalgado juntos por
los vadis Murr, Aín El Jalján y el Kasr;
pero allí nos separamos. Y había ido
con Halef a Mosul, y el jeque, con ayuda
de una balsa, había cruzado el Tigris
para acudir a nuestra cita a la otra orilla
del río, a lo largo del Yebel Maklub.
Pero ¿a qué iba yo a Mosul? ¿A
presentarme al cónsul inglés y pedirle
protección? Esto no se me ocurrió
siquiera, pues su protección no quitaba
ni añadía un ápice a mi seguridad.
Visitar al bajá sí que era necesario y
conveniente; pues yo quería tener en las
manos todos los medios que pudieran
facilitar nuestro intento.
En Mosul hacía un calor horrible. El
termómetro me indicó más de 46° a la
sombra y en el suelo; pero yo me había
alojado en uno de aquellos zardaubs
(sótanos) en los cuales buscan refugio
los habitantes de la ciudad durante la
estación calurosa del año.
Halef estaba sentado a mi lado y
limpiaba sus pistolas. Había reinado
entre los dos largo silencio; pero yo
veía en la cara del pequeño Hachi que
tenía alguna cosa en el corazón.
Finalmente, se volvió a mí con rápido
movimiento, y me dijo de sopetón:
—¡En eso no había yo pensado, sidi!
—¿En qué?
—En que no volveremos a ver a los
Haddedín.
—¿No? ¿Por qué?
—¿Quieres ir a Amadiyah, sidi?
—Sí; ya lo sabes hace tiempo.
—Lo sabía; pero no conocía el
camino. ¡Allah il Allah! ¡Es el camino
que conduce a la muerte y al gehena!
Dicho esto se quedó con la misma
cara pensativa con que le había visto
antes.
—¿Tan peligroso es, Hachi Halef
Omar?
—¿No lo crees, sidi? ¿No has dicho
que siguiendo ese camino quieres visitar
a los tres hombres que se llaman Palí,
Selek y Melaf, los tres hombres que
salvaste de las garras de los Abú-
Hamed, y que después de restablecidos
en el campamento de los Haddedín,
partieron para su tierra?
—Sí, pienso visitarles.
—Entonces estamos perdidos. Tú y
yo somos verdaderos creyentes, y el
creyente que va a esas tierras pierde la
vida y el cielo.
—Eso es nuevo para mí, Halef.
¿Quién te lo ha dicho?
—Lo sabe todo musulmán. ¿No
sabes que la tierra que habitan se llama
Chaitanistán?
¡Ah! Entonces entendí lo que quería
decir. Le daban miedo los Yesidis, los
«adoradores del diablo». Sin embargo,
fingí que nada comprendía y le pregunté:
—Chaitanistán significa tierra del
diablo, ¿no es eso?
—Allí viven los radial ech Chaitán,
los hombres del diablo, que adoran al
demonio.
—Hachi Halef Omar, ¿es posible
que haya hombres aquí que adoren al
diablo?
—¿No lo crees? ¿No has oído decir
todavía nada de esa gente?
—¡Oh, sí! Incluso la he visto.
—Y, sin embargo, parece como si no
me creyeras.
—Realmente no te creo.
—¡Y dices que los has visto!
—Pero no aquí. Estuve en una tierra,
muy lejos de ésta, a la otra parte del
mar, que los francos llamamos Australia.
Allí encontré salvajes que tienen un
Chaitán al que dan el nombre de Yan, y
al que adoran. Pero aquí no hay nadie
que adore al diablo.
—Sidi, eres más sabio que yo y más
que muchos, pero a veces tu sabiduría se
disipa por completo. Pregunta a todo el
que quieras y verás como todos te dicen
que en Chaitanistán adoran al diablo.
—¿Has visto tú que le adoraran?
—No; pero lo he oído decir.
—¿Lo presenciaron los que te lo
dijeron?
—A su vez lo sabían por otros.
—Pues yo te digo que nadie lo ha
visto, pues los Yesidis no admiten en sus
prácticas religiosas a nadie que no sea
de los suyos.
—¿Es verdad eso?
—Sí. Por lo menos habría sido una
excepción extraña y extraordinaria que
alguna vez hubiesen admitido en sus
funciones a algún extranjero.
—No obstante, se sabe todo lo que
hacen.
—¿Qué hacen?
—¿No has oído decir que los llaman
los Yeragh Sonderán?
—Sí.
—Debe de ser un nombre muy malo,
aunque yo no sé qué significa.
—Significa «apagadores de la luz».
—¿Lo ves, sidi? En sus funciones
religiosas, a las cuales asisten las
mujeres y las muchachas, apagan la luz.
—Pues te han contado una gran
mentira. Se ha confundido a los Yesidis
con otra secta, los asirios en Siria, que
hace eso que tú dices. ¿Qué más sabes?
—En sus templos hay un gallo o un
pavo real al cual adoran, y que no es
sino el diablo.
—¿De veras?
—Tenlo por seguro.
—¡Pobre Hachi Halef Omar!
¿Tienen muchos templos?
—Sí.
—¿Y en cada uno adoran a un gallo?
—Sí.
—¿Cómo tienen, pues, tantos
diablos? ¡Yo creía que sólo había un
Chaitán!
—¡Oh, sidi! No hay más que uno,
pero está en todas partes. Tienen
también falsos ángeles.
—¿Desde cuándo?
—Tú sabes que el Corán enseña que
sólo hay cuatro arcángeles: Ybrail
(Gabriel) que es el Kuh El Kuds
(Espíritu Santo) y forma tres en uno con
Alah y Mohamed, lo mismo que entre
los cristianos el Padre, el Hijo y el
Espíritu; luego viene Azrail, el ángel de
la muerte, llamado también Abú Jahah;
luego Mikail y finalmente Israsil. Pero
los adoradores del diablo tienen siete
arcángeles, que se llaman Gabrail,
Michail, Rafail, Azrail, Dedrail, Azrafil
y Chemkil. ¿No o es falso eso?
—No es falso, pues también yo creo
que hay siete arcángeles.
—¿Tú? ¿Por qué? —me preguntó
sorprendido.
—El Libro sagrado de los cristianos
lo dice[45] y yo le doy más crédito que al
Corán.
—¡Sidi! ¿Qué oigo? ¿Estuviste en la
Meca, eres Hachi y crees más en el kitab
de los infieles que en las palabras del
Profeta? Ya no me admira que quieras ir
al país de los Yesidis.
—Puedes volver a los tuyos. Iré yo
solo.
—¿Volver? ¡No! Está en lo posible
que Mahoma hable sólo de cuatro
arcángeles, porque los otros no se
hallaran en el cielo cuando él estuvo
allí. Es posible que tuvieran que hacer
en la tierra y por eso no llegara a
conocerlos.
—Y te digo, Halef Omar, que no
tienes nada que temer de los adoradores
del diablo. Ni adoran al Chaitán, ni aun
lo nombran por su nombre. Son
honestos, leales, agradecidos, valientes
y sinceros, cosa que rara vez se
encuentra entre vosotros, los que os
llamáis fieles. Además, nada tienes que
temer por tu piedad, pues no te
arrancarán la fe.
—¿No me forzarán a adorar el
diablo?
—No, te lo aseguro.
—Pero nos matarán.
—Ni a ti ni a mí.
—Han matado a muchos otros. No
matan a los cristianos, sino únicamente a
los musulmanes.
—No han hecho otra cosa que
defenderse cuando los han atacado, y
han matado sólo a los musulmanes
porque éstos los han atacado y los
cristianos no.
—¡Es que yo soy musulmán! —
exclamó Halef.
—A pesar de eso serán amigos tuyos
porque lo son míos. ¿No cuidaste tú a
los tres que yo salvé hasta que se
hubieron restablecido?
—Es verdad, sidi. ¡No te
abandonaré, sino que iré contigo!
En esto oí pasos que bajaban por la
escalera, y entraron dos hombres, dos
agaes albaneses, de las tropas
irregulares del bajá, los cuales se
quedaron parados a la entrada; uno de
ellos dijo:
—¿Eres tú el infiel a quien hemos de
conducir?
Desde el momento en que me hice
anunciar al bajá, me había quitado del
cuello el Corán que llevaba pendiente
de él, pues no convenía que vieran en
Mosul semejante distintivo de peregrino.
Los recién llegados aguardaban
naturalmente una contestación, pero yo
no se la di e hice como si no los hubiera
visto ni oído.
—¿Eres sordo y ciego, que no
contestas? —me dijo en tono brusco el
que había hablado.
Los arnautes son gente brutal y
desenfadada, y tan peligrosos que, por el
menor motivo, no solamente ponen mano
a las armas, sino que las emplean; pero
yo no quería dejarme tratar sin más ni
más de aquella manera. Por lo cual
saqué de pronto mi revólver del hark
(cinto) y me volví a mi criado:
—Hachi Halef Omar Agá, dime si
hay alguien aquí.
—Sí.
—¿Quién?
—Dos sabits (oficiales) que quieren
hablar contigo.
—¿Quién los envía?
—El bajá, a quien Alá conceda larga
vida.
—¡Eso no es cierto! Y soy el emir
Kara Ben Nemsi. El bajá —¡Alá le
proteja!— no me enviaría gente
descortés. Di a esos hombres, que en
lugar de saludo llevan en los labios una
ofensa, que pueden marcharse. Pueden
repetir al que los envía las mismas
palabras que yo he pronunciado.
Llevaron ambos la mano a la culata
de sus pistolas y se miraron
interrogativamente. Y dirigí como por
casualidad hacia ellos el cañón de mi
revólver y arrugué tétricamente el
entrecejo.
—Hachi Halef Omar Agá, ¿qué es lo
que te he ordenado?
En la cara que puso mi criado vi que
la cosa tomaba un sesgo muy de su
gusto. También él había empuñado una
de sus pistolas, y se dirigió con
semblante soberbio a los visitantes.
—¡Oíd lo que voy a deciros! Este
bravo y famoso effendi es el emir Kara
Ben Nemsi, y yo soy Hachi Halef Omar
Agá Ben Hachi Abul Abbás Ibn Hachi
Davud al Gosarah. Ya habéis oído lo
que mi effendi ha dicho. ¡Marchaos y
haced lo que él ha ordenado!
—No nos vamos; el bajá nos envía.
—Volved, pues, al bajá y decidle
que nos envíe gente cortés. Quien se
acerque a mi effendi tiene que quitarse
los zapatos y hacerle el saludo debido.
—En casa de un infiel…
En un santiamén estuve en pie y
plantado delante de ellos.
—Tenemos que…
—¡Fuera de aquí!
Un instante después volvía a
encontrarme solo con Halef. Los
emisarios debieron de entender que no
estaba yo resuelto a ceder a sus
groserías. Hay que saber tratar a los
orientales. Los occidentales que se ven
despreciados por ellos es porque se
tienen ellos mismos la culpa. Un poco
de arrojo personal y una gran dosis de
inmodestia, apoyada por esa amable
virtud que entre nosotros llamamos
insolencia, son del mayor resultado. Sin
embargo, hay circunstancias en que uno
se ve forzado a dar gusto a algunos y a
veces a muchos, y en que es muy
recomendable obrar como si nada se
hubiera visto ni oído. Pero se necesita
conocer las circunstancias de cada caso
para saber cuándo es prudente una
conducta u otra, es decir, la grosería o la
paciencia, y el dominio de sí mismo, la
mano en el arma o… la mano en la
bolsa.
—¡Sidi! ¿Qué has hecho? —me dijo
Halef.
Aunque no estaba asustado, mi
criado temía las consecuencias de mi
actitud.
—¿Qué he hecho? ¡Pues echar a esos
dos brutos!
—¿Conoces a los arnautes?
—Sí: son sanguinarios y vengativos.
—Así es. ¿No viste en Kahira cómo
uno de ellos mató de un tiro a una vieja
porque no le cedió el paso? ¡Y era
ciega!
—Lo vi; pero éstos de aquí no nos
matarán.
—¿Conoces al bajá?
—Es un buen hombre.
—¡Oh, muy bueno, sidi! Medio
Mosul se ha ausentado por miedo a él.
No pasa día sin que mande apalear de
diez a veinte personas. El que hoy es
rico, mañana deja de existir y su fortuna
pasa al bajá. Lanza a las tribus de los
árabes unas contra otras y combate luego
al vencedor para quitarle el botín. A los
arnautes les dice: «Id, destruid, matad,
pero traedme dinero». Ellos le obedecen
y él se hace más rico que el padichá. Al
que hoy es su hombre de confianza lo
manda encarcelar mañana y al día
siguiente lo decapita. Sidi, ¿qué hará
con nosotros?
—Esperemos a verlo.
—Voy a decirte una cosa, sidi. Tan
pronto como vea que quiere hacernos
algún mal, lo mato a tiros. Yo no me
dejo matar sin que él vaya por delante.
—No llegará ese caso, pues iré solo
a verle.
—¿Solo? ¡No lo consiento! ¡Yo voy
contigo!
—¿Cómo he de llevarte a ti, si es a
mí solo a quien llama?
—¡Allah il Allah! Entonces te
espero aquí; pero te juro por el Profeta y
por todos los califas que, si por la noche
no has vuelto, le mando decir que tengo
una cosa importante que comunicarle, y
si me da audiencia le meto dos balas en
la cabeza.
Lo decía en serio y estoy seguro de
que lo habría hecho el bravo pequeñín.
No habría quebrantado un juramento
semejante.
—¿Y Hanneh? —le pregunté yo.
—Llorará, pero estará orgullosa de
su marido. ¡No podría ella amar a un
hombre que permitiera que mataran a su
effendi!
—Te lo agradezco, mi buen Halef;
pero estoy convencido de que no se
llegará a tanto.
Al cabo de un rato volvimos a oír
pasos, y entró un soldado raso que se
había descalzado en la puerta.
—¡Salam! —dijo, saludando.
—¡Salam! ¿Qué quieres?
—¿Eres tú el effendi que desea
hablar con el bajá?
—Sí.
—El bajá —¡Alá le conceda mil
años de vida!— te ha enviado una litera
para que vayas a verle.
—Sal. En seguida voy.
—¿Ves como el caso es peligroso,
sidi? —me dijo Halef.
—Y eso ¿por qué?
—No te envía un agá sino un simple
soldado.
—Allá veremos: no estés intranquilo
por mí.
Subí los breves peldaños de mi
aposento y me encontré con una gran
novedad. Frente a mi casa había un
grupo de unos veinte arnautes, armados
hasta los dientes, a las órdenes de uno
de los dos agaes que me habían visitado
antes. Dos hammal (portadores de
litera) llevaban una silla de manos.
—Sube —me ordenó el agá con
semblante sombrío.
Lo hice con todo desembarazo; pero
no sin comprender que aquella litera y
aquella escolta significaban una prisión
a medias.
CAPITULO IV

EL COLMILLO DEL
BAJA

Me llevaron al trote hasta que se


detuvieron delante de una puerta.
—Baja y sígueme —me ordenó el
agá en el mismo tono huraño de antes.
Me hizo subir por una escalera y me
condujo a una antesala, donde estaban
algunos oficiales, que al verme me
miraron de arriba abajo con disgusto. A
la entrada vi sentados a algunos
paisanos, cuyos semblantes demostraban
que no se encontraban muy a gusto en la
cueva del león. Fui en seguida
anunciado, y después de quitarme las
sandalias que al efecto me había
calzado, entré a la presencia del bajá.
—¡Salam aaleikum! —exclamé
saludando, cruzando las manos sobre el
pecho e inclinándome.
—Sal…
El bajá se interrumpió a sí mismo y
me preguntó luego:
—Tu mensajero me dijo que un
nemche quería hablar conmigo.
—Así es.
—¿Son muslimes los nemsi?
—No: son cristianos.
—Y, sin embargo, te atreves a usar
el saludo de los musulmanes.
—Tú eres un muslime, predilecto de
Alá y favorito del padichá —a quien
Dios proteja—. ¿He de saludarte con el
saludo de los paganos que no tienen
Dios ni libros sagrados? —¡Eres osado,
extranjero!
Fue una mirada muy especial, como
de quien acecha, la que me lanzó el bajá.
No era éste muy alto ni grueso, sino más
bien delgado, y su rostro habría
parecido muy vulgar a no ser por cierta
expresión de astucia y crueldad que lo
caracterizaba. En aquel momento tenía
la mejilla derecha muy hinchada, y a su
lado había una vasija de plata llena de
agua que le servía de escupidera. Su
traje era todo de seda. En el pomo de su
puñal y en el broche de su turbante los
diamantes centelleaban, sus dedos
estaban cuajados de sortijas y el
narguile en que fumaba era uno de los
más ricos que he visto en mi vida.
Después de examinarme un rato de
pies a cabeza, siguió preguntando:
—¿Por qué no te has hecho presentar
por el cónsul en Mosul?
—Los nemsi no tenemos cónsul en
Mosul, y los demás cónsules me son tan
desconocidos como tú mismo. Ningún
cónsul puede hacerme mejor ni peor de
lo que soy, y tú tienes el ojo perspicaz:
no necesitas conocerme al través de los
ojos de un cónsul.
—¡Machallah! Usas un lenguaje
muy atrevido. Hablas como si fueras un
gran personaje.
—¿Se atrevería a visitarte quien no
lo fuera?
Naturalmente mi contestación no
pecaba de modesta; pero conocí que le
causó la impresión que yo esperaba.
—¿Cómo te llamas?
—Tengo varios nombres, hazredín
(Alteza).
—¿Varios? Siempre creí que los
hombres no tienen más que un solo
nombre.
—Generalmente; pero conmigo
sucede otra cosa, porque en cada tierra y
en cada pueblo que visito me llaman de
distinto modo.
—Entonces habrás visto muchas
tierras y muchos pueblos.
—Sí.
—¡Nombra esos pueblos!
—Osmanly, fransesler, engleterler,
españoler…
Le ensarté una regular retahíla de
nombres y, naturalmente, puse en primer
lugar, por cortesía, a los osmalíes. Los
ojos del bajá se iban agrandando a cada
nuevo nombre. Finalmente, exclamó.
—¡Hay-hay[46]! ¿Tantos pueblos hay
en la tierra?
—Muchos, y muchos más que esos.
—¡Allah akbar! ¡Dios es grande! Ha
creado tantas naciones como hormigas
hay en un hormiguero. Eres joven
todavía: ¿cómo puedes haber visto
tantos pueblos? ¿Cuántos años tenias
cuando saliste de tu país?
—Contaba diez y ocho cuando fui
por mar a leni-dünia (América).
—¿Y qué oficio es el tuyo?
—Escribo periódicos y libros que
luego se imprimen.
—¿Y de qué escribes?
—Generalmente, escribo lo que veo
y oigo y todas las aventuras que me
acontecen.
—¿Hablan también esos chabeler
(periódicos) de los hombres con quienes
tratas?
—Sólo de los más notables.
—¿También de mí hablarás?
—También de ti.
—¿Qué escribirás de mí?
—¿Cómo he de saberlo ahora, bajá?
Sólo puedo escribir lo que los hombres
hacen y cómo se portan conmigo.
—¿Y quién lee lo que tú escribes?
—Muchos millares de hombres,
altos y bajos.
—¿También príncipes y bajaes? —
También.
En aquel momento se oyeron en el
patio unos golpes acompañados de los
lamentos de quien los recibía. Sin
querer me puse a escuchar.
—No hagas caso —me dijo el bajá
—. Es mi hekim.
—¿Tu médico? —pregunté
sorprendido.
—Sí. ¿Has tenido alguna vez dich
aghrisi? (dolor de muelas).
—Cuando niño.
—Pues ya sabes lo que es. Tengo
una muela enferma. Ese perro me la
quería quitar; pero lo ha hecho tan mal
que me ha dolido demasiado. Por eso le
azotan ahora. Me ha dejado que no
puedo cerrar la boca.
¿No podía cerrar la boca? ¿Estaría
quizá medio suelta la muela? Me
propuse sacar partido de esta
circunstancia.
—¿Puedo ver tu muela enferma, oh
bajá?
—¿Eres tú hekim?
—A veces.
—Acércate, pues: abajo, a la
derecha.
Abrió la boca y miré.
—¿Me permites que te toque la
muela?
—Si no me haces mucho daño, sí.
Estuve a punto de soltar la carcajada
en las mismas narices del bajá.
Tratábase de un colmillo y colgaba ya
tan suelto de las hinchadas encías que
bastaban los dedos para terminar la
interrumpida extracción.
—¿Cuántos golpes tiene que recibir
el hekim?
—Sesenta.
—¿Se los perdonarás si yo te saco la
muela sin hacerte daño?
—No podrá ser.
—Sí, puede ser.
—Conforme; pero si me haces
mucho daño recibirás tú los azotes que a
él le falten.
Dio una palmada y entró un oficial.
—Suelta al hekim, pues este
extranjero intercede por él.
Aquel hombre dio media vuelta con
una expresión de asombro muy marcada.
Entonces metí dos dedos en la boca
del bajá, y para mayor farsa toqué
primero las dos muelas vecinas; cogí
luego el colmillo enfermo y de un
tironcillo se lo extraje. El paciente se
estremeció, pero sin sospechar que yo le
había sacado ya el colmillo. Me cogió la
mano fuertemente y me la apartó.
—Si eres un hekim no hagas tantas
pruebas. Ahí tienes una herramienta.
Señaló al suelo. Y oculté el colmillo
entre los dedos y me incliné. El objeto
que me indicaba era una vieja alzaprima
y a su lado había una llave de dentista;
pero ¡qué llave! Podía emplearse
desahogadamente para sacar de una
fragua toda suerte de lingotes. Un poco
de prestidigitación no haría mal a nadie,
y a mí me convenía dar importancia a la
cosa. Le metí al bajá la alzaprima en la
boca, que por cierto no era un piñón
precisamente.
—Mira a ver si te hago daño ¡bir…
iki… itch! (uno, dos, tres). Aquí está el
desobediente que tantos dolores te ha
causado —y le entregué el colmillo.
Me miró enteramente sorprendido.
—¡Machallah! ¡No he sentido nada!
—¡Así lo hacen los médicos de los
nemsi, bajá!
Se tentó la boca, se llevó un dedo al
sitio donde tuvo el colmillo y entonces
se convenció de que estaba libre de él.
—¡Eres un gran hekim! ¿Cómo tengo
que llamarte?
—Los Beni Arab me llaman Kara
Ben Nemsi.
—¿Sacas todas las muelas tan
fácilmente como ésta?
—Según… Hay circunstancias…
Dio otra palmada y apareció el
mismo oficial.
—Pregunta por toda la casa si hay
alguien que tenga dolor de muelas.
El ayudante desapareció y yo tuve la
sensación de que todas las muelas me
dolían, por más que el bajá me miraba
con gran afecto.
—¿Por qué no viniste en seguida con
mis mensajeros? —me preguntó
entonces.
—Porque me insultaron.
—Refiéreme eso.
Le relaté lo ocurrido, y él me
escuchó atentamente y levantó la mano
en son de amenaza. Luego me dijo:
—Hiciste mal. Yo lo había ordenado
y debiste venir. Dale gracias a Alá que
te favoreció enseñándote a sacar las
muelas sin dolor.
—¿Qué habrías hecho?
—Te hubiera castigado. Cómo no lo
sé ahora.
—¡Castigado! No lo habrías hecho.
—¡Machallah! ¿Por qué no? ¿Quién
me lo habría impedido?
—El Gran Señor, nada menos.
—¿El Gran Señor? —me preguntó
pasmado.
—El mismo. Y no he cometido
ningún delito y puedo exigir que tus
agaes sean más corteses conmigo. ¿O
crees acaso que este tircheh
(pergamino) no merece algún respeto?
Toma y lee.
El bajá desdobló el pergamino y
apenas le hubo echado una ojeada se lo
llevó con gran respeto a la frente, a la
boca y al pecho.
Lo leyó, lo plegó de nuevo y me lo
devolvió.
—¡Estás en la
guiolguedapadi’chanün! ¿Cómo has
podido conseguirlo?
—Tú eres gobernador de Mosul.
¿Cómo lo has conseguido, oh bajá?
—¡Realmente, eres muy osado! Yo
soy gobernador de esta provincia porque
el sol del padichá me ilumina.
—Y yo estoy en la guiolgueda
padichanün porque la gracia del Gran
Señor está sobre mí. El padichá me ha
dado permiso para visitar todo su
territorio, a fin de que pudiera escribir
muchos libros hablando de él y del
modo como me traten sus servidores.
Esto le hizo gran efecto.
Inmediatamente señaló a la magnífica
alfombra de Esmirna en que estaba
sentado y me dijo:
—Siéntate a mi lado.
Luego ordenó al negrito que estaba
acurrucado a sus pies que le sirviera su
pipa, me diese a mí otra y trajera café
para los dos.
Poco después me traían mis
sandalias y estábamos sentados uno al
lado del otro, fumando y bebiendo como
si fuéramos antiguos amigos. Cada vez
se esforzaba más en darme a
comprender cuán grata le era mi
compañía; y para demostrármelo con
hechos, hizo entrar a los dos agaes
arnautes. Les puso una cara como para
despellejarlos y les preguntó.
—¿Teníais el encargo de traerme a
este bey?
—¡Tú lo ordenaste, oh señor! —
contestó uno de ellos.
—Pero no le saludasteis ni os
descalzasteis, y hasta le llamasteis
infiel.
—Lo hicimos porque así le habías
llamado tú.
—¡Calla, perro! Di ahora si
realmente le llamé así.
—Señor, tú has…
—¡Calla! ¿Le he llamado infiel?
—¡No, oh bajá!
—Y, sin embargo, lo has afirmado.
¡Id abajo, al patio! Cada uno de vosotros
recibirá cincuenta palos en las plantas
de los pies. Participadlo inmediatamente
a los de afuera.
Esto era sin duda una expresiva y
exquisita prueba de amistad. ¿Cincuenta
palos? Era demasiado. Diez o quince no
les habrían sentado mal; pero tantos no;
por eso resolví interceder por ellos.
—Eres un juez recto ¡oh bajá! —Le
dije—. Tu sabiduría es muy grande; pero
sin duda tu bondad la supera. La
clemencia es el atributo de todos los
emperadores, reyes y gobernadores. Tú
eres el príncipe de Mosul y tienes que
abrir el caudal de tu gracia sobre esos
dos hombres.
—¿Sobre esos bribones que te han
ofendido? ¿No es como si me hubieran
ofendido a mí mismo?
—Señor, tú estás tan por cima de
ellos como las estrellas sobre la tierra.
El chacal aúlla a las estrellas, pero éstas
no le atienden y continúan luciendo. Tu
bondad se hará célebre en Occidente
cuando pueda yo contar que has
accedido a mi ruego.
—Esos perros no merecen que los
perdone; mas para que veas cómo te
aprecio, séales perdonado el castigo.
¡Salid al momento y no volváis a
presentaros durante todo el día! Una vez
fuera los dos indultados, me dijo el
bajá:
—¿Dónde has estado últimamente?
—En Gipt, y luego, atravesando el
desierto, he venido aquí.
Le dije esto, porque no quería mentir
y al mismo tiempo no me era posible
decirle que había estado con los
Haddedín.
—¿Has pasado por el desierto? ¿Por
cuál? ¡Por el desierto de Sinaí y Siria!
Mal camino; pero da muchas gracias a
Dios por haberlo seguido.
—¿Por qué?
—Porque de otra manera habrías
topado con los árabes Chammar que te
habrían asesinado.
¡Si hubiera sabido lo que yo me
callaba!
—¿Tan malos son esos Chammar,
alteza?, le pregunté.
—Son una gentuza descarada y
rapaz, a la cual voy a meter en cintura.
No pagan contribución ni tributos, y por
eso he decidido exterminarlos.
—¿Has enviado tropas contra ellos?
—No. Reservo a mis arnautes para
cosas mejores.
Estas «cosas mejores» eran fáciles
de adivinar; eran el saqueo de los
súbditos para enriquecer al bajá.
—¡Ah, ya adivino!
—¿Qué es lo que adivinas?
—Que el buen gobernador halaga a
los suyos y azota a sus enemigos
enemistándolos unos contra otros.
—¡Allah il Allah! Los nemsi no son
tontos. Realmente eso es lo que hago.
—¿Te va bien así—?
—Últimamente me ha ido mal. ¿Y a
que no adivinas quién tiene la culpa?
—¿Quién?
—Unos ingleses y un emir
extranjero. Los Haddedín son los más
valientes de todos los Chammar. Como
yo quería aniquilarlos sin derramar
sangre de los míos, mandé contra ellos a
otras tres tribus. En esto llegaron unos
ingleses con el emir que te he dicho y
buscaron otras tribus que ayudaran a los
Haddedín. Mis aliados han quedado
todos o muertos o prisioneros, han
perdido gran parte de sus ganados y
tienen que pagar tributo.
—¿A qué tribu pertenece ese emir?
—Nadie lo sabe; pero se dice que
no es un hombre. Mató él solo y de
noche a un león; sus balas aciertan desde
muchas leguas de distancia y sus ojos
centellean en la oscuridad como llamas
del infierno.
—¿No puedes cogerle?
—Lo intentaré; pero con pocas
esperanzas de conseguirlo. Los Abú-
Hamed lo cogieron una vez; pero él se
escapó, montado, por los aires.
El buen bajá parecía ser algo
supersticioso y no sospechaba ni poco ni
mucho que aquel hombre infernal estaba
tomando café a su lado.
—¿Por quién has sabido todo eso,
alteza?
—Por un obeida que me enviaron
como mensajero cuando era ya tarde
para remediar el desastre; los Haddedín
se han llevado ya el ganado.
—¿Los castigarás?
—Sí.
—¿En seguida?
—Así querría yo; pero con mucho
sentimiento me veo obligado a darles un
respiro, aunque tengo ya reunidas mis
tropas. ¿Has estado alguna vez en las
ruinas de Kufiunchik? —No.
—Allí tengo concentradas las tropas
que tenían que atacar a los Chammar;
pero ahora tendrán que ir a otra parte.
—¿Puedo saber adónde?
—Ese es un secreto mío, y nadie
puede saberlo. No ignoras que los
secretos diplomáticos tienen que
guardarse muy bien guardados.
En aquel instante entró el oficial a
quien había dado el encargo de
encontrar a todos los que tenían dolor de
muelas. Pude leer en su cara que sus
pesquisas no habían tenido el mejor
resultado, y ello me fue muy grato, pues
no tenía malditas las ganas de andar en
la boca de los arnautes con la alzaprima
y las tenazas para sacar muelas —sin
dolor— como por condición primera me
había impuesto el bajá.
—¿Qué me traes? —le preguntó
éste.
—Perdona ¡oh bajá!, pero no he
encontrado p nadie que se queje de dich
aghrisi.
—¿Ni tú tampoco lo padeces?
—No.
Se me aligeró el pecho. El amable
bajá se volvió a mí con expresión
compasiva:
—¡Es lástima! Quería darte una
ocasión de hacer que admiraran tu arte;
pero mañana o pasado mañana quizá se
encuentre alguno.
—Mañana o pasado ya no estaré yo
aquí.
—¿No? Tienes que quedarte. Has de
habitar en mi palacio y ser tan bien
servido como yo mismo. ¡Tú, vete!
Esto iba dirigido al oficial, el cual
se alejó. Yo dije entonces:
—A pesar de tus buenos deseos,
tengo que marcharme hoy mismo; pero
volveré.
—¿Adónde quieres ir?
—A las montañas kurdas.
—¿Hasta dónde?
—No lo he resuelto todavía; quizá
hasta Tura China o hasta Yulamerik.
—¿Qué vas a hacer allí?
Quiero ver la gente de allá y qué
plantas y hierbas crecen en aquella
tierra.
—¿Y por qué tienes que ir tan
pronto, que no puedes quedarte unos
días conmigo?
—Porque las plantas que busco se
secarían.
—No necesitas conocer a aquella
gente. Son ladrones kurdos y algunos son
Yssidis, a quienes Alá condene. ¿Pero,
hierbas? ¿Para qué? ¡Ah! Eres hekim y
necesitas hierbas. ¿No has pensado que
los kurdos pueden matarte?
—He estado entre gente peor que
ellos.
—¿Sin compañía? ¿Sin arnautes o
bachi-bozuks?
—Sí. Tengo un agudo puñal y una
buena carabina y… también te tengo a ti,
¡oh bajá!
—¿A mí?
—Sí. ¿No alcanza tu poder hasta
más arriba de Amadiyah?
—Sólo hasta allí. Amadiyah es la
fortaleza fronteriza de mi demarcación.
Tengo en ella cañones y una guarnición
de trescientos albaneses.
—Amadiyah debe de ser muy fuerte.
—Más que fuerte, inexpugnable. Es
la llave que cierra la tierra contra las
incursiones de los kurdos libres; pero
hasta las tribus sometidas son malas y
contumaces.
—Tú has visto mi bu-dieruldú y me
otorgarás tu protección. Para eso he
venido a verte.
—Te será otorgada, pero con una
condición.
—¿Cuál?
—Que has de volver luego y serás
mi huésped.
—Acepto esa condición.
—Te acompañarán dos javases, que
te servirán y defenderán. ¿Sabes que
tendrás que pasar por la tierra de los
Yesidis?
—Lo sé.
—Ese es un pueblo malo, díscolo, al
que hay que enseñar los dientes. Adoran
al diablo, extinguen la luz y beben vino.
—¿Tan malo es eso último?
Me miró de reojo como queriendo
penetrar mi intención y me dijo:
—¿Bebes tú vino?
—Y con mucho gusto.
—¿Tienes vino en tu casa?
—No.
—Yo pensaba que si lo hubieses
tenido… entonces… seguramente te
habría hecho una visita antes de tu
marcha.
Esto significaba que gozaba yo de su
confianza, y como podía serme útil le
dije:
—¡Visítame! Aunque no tengo vino
puedo hacérmelo yo mismo.
—¿Y también vino de ese que
hierve?
Aludía sin duda al champaña.
—¿Lo has probado alguna vez, oh
bajá?
—¡Oh, no! ¿No sabes que el profeta
ha prohibido beber vino? ¡Soy fiel
observante del Corán!
—Ya lo sé; pero ese vino que hierve
puede hacerse artificialmente, y
entonces ya no es propiamente vino.
—¿Sabes tú hacerlo?
—Sí.
—Pero requerirá mucho tiempo…
quizá semanas o meses.
—Sé hacerlo en pocas horas.
—¿Querrías hacerme un poco de esa
bebida?
—Con gusto la haría; pero me faltan
los ingredientes.
—¿Qué necesitas?
—Botellas.
—Tengo yo.
—Azúcar y pasas.
—Yo te daré.
—Vinagre y agua.
—Mi mudbajchi (cocinero) tiene.
—Y luego algunas cosas que
solamente hay en las farmacias.
—¿Es cosa de ilachlai? (medicina).
—Sí.
—Mi hekim tiene farmacia.
¿Necesitas algo más?
—No; pero tendría que preparar el
vino en tu cocina.
—¿Puedo verlo yo, para aprender?
—Es casi imposible, ¡oh bajá! ¡El
preparar vino que pueda beber un
musulmán, vino que hierve y alegra el
alma, es un gran secreto!
—Te daré por ello todo lo que
desees.
—Un secreto así no se vende; sólo
un amigo puede conocerlo.
—¿No soy yo tu amigo, Kara Ben
Nemsi? Yo te quiero y te concederé lo
que me pidas.
—Ya lo sé, y por eso sabrás mi
secreto. ¿Cuántas botellas he de llenar?
—Veinte. ¿Te parecen demasiadas?
—No. Vamos a la cocina.
El bajá de Mosul era sin duda un
secreto adorador de Baco. Nos
presentaron otras pipas y nos dirigimos
a la cocina.
Los señores de la antesala abrieron
ojos de besugo al verme al lado del
bajá, fumando ambos tan amigablemente;
pero él no les hizo caso.
La cocina estaba a flor de tierra y
era un espacio alto, oscuro, con un hogar
enorme, sobre cuya lumbre estaba
colgada una gran caldera, llena de agua
hirviendo y destinada a preparar el café.
Nuestra entrada produjo admiración y
espanto. Cinco o seis hombres estaban
fumando sentados en el suelo, y tenían
delante sendas tazas de oloroso moka.
Como el bajá no había entrado nunca en
su cocina, cuando apareció todos
quedaron yertos de espanto, paralizados,
sin acertar a levantarse y mirándonos
con los ojos desmesuradamente abiertos.
Se metió el bajá en el corro que
formaban y la emprendió con ellos a
puntapiés, gritando:
—¡Arriba, holgazanes, esclavos!
¿No me conocéis? ¿Cómo os quedáis
sentados como si fuera yo uno de
vosotros?
Se levantaron gimiendo y se echaron
de rodillas a sus pies.
—¿Tenéis agua caliente?
—Ahí hierve, señor —contestó uno
que parecía ser el cocinero, pues era el
más gordo y el más sucio de todos.
—¡Busca pasas, bruto!
—¿Cuántas?
—¿Cuántas necesitas? —me
preguntó el bajá.
Calculé la cantidad de agua de la
caldera y señalé luego una vasija vacía.
—Tres veces la cabida de ese
cacharro.
—¿Y azúcar?
—El doble.
—¿Y vinagre?
—Una décima parte.
—¿Lo habéis oído bien, miserables?
¡Largo de aquí, a buscar lo pedido!
Salieron todos y al poco rato
volvieron trayendo los ingredientes.
Hice lavar las pasas y lo eché después
todo en el agua hirviendo. Un fabricante
europeo de champaña se habría reído de
mi mejunje; pero yo no tenía tiempo y
había de hacer la mixtura tan de prisa
como fuera posible, y sin torturar los
conocimientos químicos del noble bajá
con complicados procedimientos.
—Ahora a la farmacia —le dije.
—Ven.
El bajá me guió a un aposento
también subterráneo, donde estaba la
farmacia. En el yacía el pobre hekim en
el suelo con los pies vendados.
También a él le dio el bajá un
puntapié.
—Levántate, desventurado, y
tribútanos a mí y a este gran effendi el
honor que nos corresponde. Dale las
gracias, pues ha intercedido por ti para
que te perdonara gran parte de los palos
que había yo prescrito. Sabe, oh,
tunante, que me ha sacado la muela sin
el más mínimo dolor. Te mando que le
des las gracias.
¡Qué dicha mayor que ser médico de
cabecera de un bajá! Aquel pobrecillo
se echó a mis pies y besó el borde de mi
viejo jaique. Luego preguntó el bajá. —
¿Dónde está la farmacia?
El médico señaló una caja grande
carcomida.
—Ahí ¡oh bajá!
—Ábrela.
Allí encontré un totum revolutum de
cucuruchos de toda clase y medida,
hojas secas, frasquitos, amuletos y
emplastos, y otros ingredientes cuyo
empleo me era absolutamente
desconocido. Pedí bicarbonato y ácido
tártrico. De lo primero había bastante;
pero de lo último muy poco, aunque lo
que había fue suficiente.
—¿Lo tienes todo? —me preguntó el
bajá.
—Si.
Propinó al pobre médico otro
puntapié de despedida y le ordenó con
voz de trueno:
—Procúrate de esas dos cosas en
gran cantidad, y anota sus nombres, pues
me son muy necesarias para el caso de
que enferme algún caballo. Si lo olvidas
recibirás cincuenta palos, sin perdonarte
ni uno.
CAPITULO V

EN CAMINO

Volvimos a la cocina. Me trajeron


botellas, tapones, lacre, alambre y agua
fría y luego el bajá despidió a todos los
presentes. Nadie, a excepción de él,
debía poseer el gran secreto de preparar
vino, vino que fuera vino y que al mismo
tiempo pudiera ser bebido por cualquier
musulmán sin remordimientos de
conciencia.
Luego nos pusimos a cocer, hervir,
enfriar, llenar, tapar y lacrar botellas
con tal entusiasmo, que al bajá le corría
el sudor por la frente; y cuando al fin
hubimos terminado, volvieron los
criados para llevar las botellas a la
parte más fresca del sótano. Una tomó el
bajá para probarla y la llevó con su
propia mano augusta por la antesala a su
aposento, donde nos sentamos.
—¿Vamos a beber? —me preguntó.
—No está todavía bastante frío.
—Lo beberemos caliente.
—No tendrá sabor alguno.
—¡Ha de tenerlo!
¡Naturalmente que había de tenerlo,
pues lo ordenaba el bajá! Este hizo traer
dos vasos, prohibió la entrada a todo el
mundo, hasta a los mismos sirvientes, y
cortó el alambre.
¡Paf! El tapón saltó al techo.
—¡Allah il Allah! —gritó el bajá
con espanto.
Espumeando salió un chorro de vino
de la botella. Yo quise recogerlo en
seguida con mi vaso; pero el bajá
exclamó:
—¡Machallah! ¡Realmente hierve!
Y abriendo la boca se metió el
gollete en ella. Estaba casi vacía cuando
la apartó de sus labios y metió el dedo
para taparla.
—¡Saltanatly! (Magnífico). Oye,
amigo mío, yo te quiero. Este vino es
mejor que el agua de la fuente Zem-Zem.
—¿Tanto te gusta?
—Sí. Es mucho mejor que el agua
Havus Revser que se bebe en el paraíso.
Tendrás, no dos, sino cuatro javases que
te escolten.
—Te lo agradezco. ¿Te has fijado
bien en el modo de preparar el vino?
—Muy bien: no lo olvidaré.
Sin pensar en mí ni en los dos vasos,
se metió de nuevo la botella en la boca y
no la apartó hasta que estuvo vacía.
—¡Bom bosch! Se ha terminado.
¿Por qué no sería más grande la botella?
—¿Ves ahora cuán valioso era mi
secreto?
—¡Por el Profeta, es insuperable!
¡Oh, vosotros, los nemsi, sois gente muy
sabia! Pero permíteme que te deje un
rato.
Se levantó y salió del aposento.
Cuando al poco rato volvió llevaba algo
escondido debajo del caftán y al
sentarse lo sacó; eran… dos botellas. Yo
me eché a reír.
—¿Has ido en persona a buscarlas?
—le pregunté.
—Yo mismo. Este vino, que no es
vino, nadie más que yo puede tocarlo.
Así lo he ordenado, y desde ahora el que
ose coger una botella tiene pena de
muerte, a fuerza de palos. —¿Vas a
beber más?
—¿Por qué no? ¿No es ésta una
bebida exquisita?
—Pero has de tener presente que ese
vino no logrará su verdadera exquisitez
hasta que se haya enfriado del todo.
—¿A qué sabrá entonces si es ahora
ya tan delicioso? ¡Alabado sea Alá, que
nos provee de agua, pasas, azúcar y
medicamentos para confortar el corazón
de los creyentes!
Y bebió sin hacer caso de mí. Su
semblante expresaba el mayor placer.
Cuando hubo vaciado la segunda
botella, dijo:
—Amigo, a ti nadie te iguala ni entre
los infieles ni entre los fieles. Cuatro
javases son muy pocos para ti. ¡Tendrás
seis!
—Tu bondad es grande, bajá; yo
sabré elogiarla como mereces.
—¡Machallah! Pero aguarda. Yo
bebo sin pensar en ti. Alárgame tu vaso,
que voy a destapar esta botella.
Entonces probé el producto de mi
fabricación. No tenía otro gusto que el
de una soda hecha con caldo de pasas y
azúcar, sin enfriar; mas para el paladar
sin pretensiones del bajá debía de ser
una delicia.
—¿Sabes —me dijo, después de
beber otro gran trago—, que seis
javases son pocos aún para ti? ¡Tendrás
diez!
—¡Gracias, oh bajá!
Si a cada trago había de aumentar
proporcionalmente mi escolta iba a
verme obligado a hacer mi viaje en
compañía de un regimiento entero de
javases, que podían serme muy
peligrosos según como fueran las cosas.
—¿De modo que vas a la tierra de
los adoradores del diablo? —me dijo—.
¿Conoces su lengua?
—¿No es el kurdo?
—Un dialecto del kurdo. Muy pocos
son los que hablan el árabe.
—Pues no lo conozco.
—Entonces te acompañará un
dragomán que te enviaré yo.
—Quizá no sea necesario. El kurdo
es de la familia del persa y éste lo
entiendo yo.
—Y no conozco ninguno de los dos,
y tú sabrás mejor si necesitas intérprete.
Pero no estés mucho tiempo allí. No
pienses en descansar entre ellos, sino en
atravesar el país a toda prisa.
—¿Por qué?
—Porque podría ocurrirte algún
percance.
—¿Cuál?
—Ese es mi secreto. Sólo puedo
decirte que hasta la escolta que te
ofrezco podría serte peligrosa. ¡Bebe!
Con aquel secreto ya eran dos los
que tenía para mí.
—Con tu gente sólo podré ir basta
Amadiyah, ¿no es eso? —le pregunté.
—Sí, pues mi poder no alcanza más
allá.
—¿Que comarca viene luego?
—La de los kurdos de Bervarí.
—¿Cómo se llama la capital de
éstos?
—Es la fortaleza de Gumrí, en la
cual vive el bey. Llevarás una carta mía
para él pero no puedo asegurarte que el
escrito tenga buena acogida. ¿Cuántos
hombres te acompañan?
—Un criado.
—¿Uno solamente? ¿Tienes buenos
caballos?
—Sí.
—Eso es bueno, pues del caballo
depende muy a menudo la libertad y la
vida del jinete, y sería una lástima que te
ocurriera una desgracia, pues poseías un
secreto muy valioso y me lo has
comunicado; pero yo seré agradecido.
¿Sabes lo que voy a hacer por ti?
—¿Qué?
Bebió un sorbo de soda y contestó
con semblante lleno de benevolencia:
—¿Sabes lo que es el dich-parasí?
—Sí lo sé. Es una contribución que
sólo tú puedes exigir.
Al expresarme así no lo decía yo
todo, pues el dich-parasí, esto es, «la
indemnización del diente», es una gabela
que han de satisfacer los habitantes de
todos los lugares por donde pasa el bajá
en sus viajes, y se paga por el desgaste
de los dientes que el buen gobernador
experimenta al mascar los manjares que
los súbditos deben servirle de balde.
—Lo has adivinado —me dijo—. Te
llevarás un escrito mío en el cual ordeno
que a cualquier parte donde llegues te
paguen el dich-parasí, como si fuese yo
mismo el que viajara. ¿Cuándo partes?
—Mañana por la mañana.
—Espera y buscaré mi sello para
extender el documento en seguida.
Se levantó y salió del aposento.
Como el negro debía seguirle con su
pipa, me quedé solo. Junto al sitio donde
había estado sentado el bajá había
algunos papeles, que estaba examinando
él al entrar yo. En seguida los cogí y
desplegué uno. Era un plano del valle de
Jeque Adí. ¿Tendría alguna relación con
sus secretos? Hube de interrumpir mis
reflexiones, pues el gobernador entró de
nuevo, y a una orden suya se presentó su
secretario, a quien dictó tres escritos:
uno para el bey kurdo, otro para el
comandante de la fortaleza de Amadiyah
y el tercero para todos los jefes y
autoridades del territorio que pensaba
yo recorrer y a los cuales se les advertía
que yo tenía derecho de percibir el dich-
parasí y que los habitantes debían
obedecerme como si fuera yo el bajá en
persona.
¿Podía pedir más? El objeto de mi
estancia en Mosul estaba conseguirlo de
un modo que superaba a todas mis
esperanzas; y este milagro, además de
mi intrépida actitud, lo había conseguido
el bicarbonato de sosa.
—¿Estás contento de mí? —me
preguntó.
—¡Infinitamente, oh bajá! Tu bondad
me inunda de mercedes.
—No me des ahora las gracias, sino
después.
—Deseo poder hacerlo pronto.
—Sí, podrás.
—¿En qué te fundas?
—Ya puedo comunicártelo. Tú no
eres solamente un hekim, sino también
un oficial.
—¿En qué te fundas para suponerlo?
—Un hekim, o un hombre que
escribe libros, no osaría visitarme sin
que le acompañara un cónsul. Tú tienes
un bu-dieruldú del Gran Señor y yo sé
que el padichá envía algunas veces
oficiales extranjeros encargados de
visitar sus dominios para que le
informen luego de lo que han visto.
¡Confiesa que tú eres uno de ellos!
Esta opinión tan errónea podía, no
obstante, serme muy ventajosa, y habría
sido yo muy tonto si no la hubiera
aprovechado. Pero como tampoco
quería mentir, dije, diplomáticamente,
sin asentir ni negar:
—No puedo confesarlo ¡oh bajá! Si
tú sabes que el padichá envía a tales
oficiales extranjeros, sabrás también que
eso se hace casi siempre en secreto.
¿Deben ellos descubrir ese secreto?
—No. No te hablaré más del asunto;
mas espero que te muestres agradecido
cuando llegue el caso, y a eso me
refería.
—¿De qué manera puedo
demostrarte mi gratitud?
—Cuando vuelvas de las montañas
del Kurdistán te enviaré a visitar a los
Chammar, y más especialmente a los
Haddedín. Recorrerás su territorio y me
dirás luego la manera de vencerlos.
—¡Ah!
—Sí; a ti te será más fácil out a mis
oficiales. Y sé que los oficiales francos
sois más inteligentes que los nuestros,
aunque yo mismo he sido coronel y he
prestado grandes servicios al padichá.
Te habría pedido que estudiaras las
comarcas de los Yesidis; mas para eso
es ya tarde: yo sé ya acerca de ellos lo
que necesito.
Estas palabras me dieron la
convicción de que mis sospechas eran
ciertas. Las tropas reunidas en
Kufiunchik estaban dispuestas a caer
sobre los adoradores del diablo. El bajá
prosiguió:
—Atraviesa aquel país a uña de
caballo y no te esperes a presenciar su
gran fiesta.
—¿Qué fiesta?
—La de su santón, que se celebrará
en la tumba del Jeque Adí. Aquí tienes
los documentos. ¡Alá sea contigo! ¿A
qué hora partirás?
—A la hora de la primera oración.
—Los diez javases estarán a esa
hora a la puerta de tu casa.
—Señor, dos javases me bastan.
—De eso no entiendes tú; llevar diez
javases es mejor que llevar dos. Serán
cinco arnautes y cinco bachí. Vuelve
pronto y no olvides que has conquistado
mi afecto.
Me hizo una señal de despedida y yo
salí con la cabeza muy alta de aquel
palacio donde algunas horas antes había
entrado casi como prisionero. Al llegar
a mi alojamiento, encontré a Halef
armado de todas armas.
—¡Alabado sea Alá, que al fin
vuelves! —exclamó al verme—. Si al
ponerse el sol no hubieses estado aquí,
habría cumplido mi palabra de matar al
bajá.
—¡Te lo prohíbo! ¡El bajá es mi
amigo!
—¿Tu amigo? ¿Cómo puede ser el
tigre amigo del hombre?
—Lo he amansado.
—¡Machallah! Entonces has hecho
un milagro. ¿Cómo ha sido?
—Más fácil de lo que pude esperar.
Estamos bajo su amparo y tendremos
una escolta de diez javases.
—¡Eso si que es bueno!
—¡Quizá no lo sea! Además, me ha
dado cartas de recomendación y el
derecho de cobrar el dich-parasí.
—¡Allah akbar! Entonces eres tú un
bajá… Pero, dime, sidi: ¿quién tiene que
obedecer, yo a los javases o ellos a mí?
—Ellos a ti, pues tú no eres un
verdadero criado, sino el Hachi Halef
Omar Agá, mi compañero y ayudante.
—¡Muy bien dicho! Yo te aseguro
que sabrán quién soy si me faltan al
respeto.
El gobernador cumplió su palabra.
Cuando a, la mañana siguiente, al
clarear el día, se levantó Halef y se
asomó a la puerta, le saludaron diez
hombres a caballo, que estaban
formados frente a la casa. Halef entró a
llamarme y yo, naturalmente, me
apresuré a pasar revista a mi guardia de
honor.
Como había dicho el bajá, eran
cinco arnautes y cinco bachi-bozuks.
Estos llevaban el uniforme ordinario de
los soldados turcos. Los arnautes vestían
chaleco de terciopelo color de púrpura,
chaquetilla verde, sin mangas, ribeteada
de terciopelo, anchas fajas, pantalones
rojos con franjas de oro, turbante rojo y
tan gran número de armas, que con sus
puñales y pistolas había para armar a un
escuadrón tres veces más numeroso.
Mandaba a los bachi-bozuks un viejo
buluk emini[47], y a los arnautes un
onbaschí[48], de aspecto sombrío y
feroz.
El buluk emini era un personaje muy
original; no montaba caballo, sino asno,
y llevaba la insignia de su cargo, es
decir, un tintero enorme, de cuerno,
colgando de una correa pasada por el
cuello, y clavadas en el turbante
ostentaba cosa de una docena de plumas
de escribir. Era un hombrecillo
pequeño, gordo, a quien le faltaba la
nariz. En cambio llevaba el bigote tan
desmesuradamente largo que le colgaba
a cada lado de la boca como un sauce
llorón. Sus mejillas azuleaban de puro
rojas, y eran tan carnosas que apenas
podía contenerlas la piel, que
amenazaba reventar, y le dejaban tan
pequeño espacio para los ojos que a
duras penas podían dar paso a un
pequeño rayo de luz que iluminase el
cerebro de aquella bola de grasa.
Di a Halef una botella de raki para
que fuera a obsequiar a aquellos bravos,
y al salir él me aposté yo de manera que
pudiera observar a mi sabor la escena.
—¡Sabahinizjayir! Buenos días,
valerosos combatientes. Sed bien
venidos.
—¡Sabahinizjayir! —Contestaron a
coro.
—¿Habéis venido para escoltar al
famoso, al gran Kara Ben Nemsi, en su
viaje?
—El bajá nos lo ha mandado.
—Entonces he de deciros que mi
nombre es Hachi Agá Halef Omar Ben
Hachi Abul Abbás Ibn Hachi Davud al
Gosarah; soy el mariscal de campo y agá
del señor a quien tenéis que acompañar
vosotros; por consiguiente debéis
prestar obediencia a mis instrucciones.
¿Qué órdenes habéis recibido del bajá?
El buluk emini contestó con voz de
falsete semejante al sonido de una
trompa en fa, vieja y oxidada:
—Y soy buluk emini del padichá, a
quien Alá bendiga, y me llamo Ifra.
Fíjate bien en este nombre. El bajá, cuyo
sirviente más fiel soy, me envía con este
tintero y estas plumas para anotar todo
lo que nos suceda, a nosotros y a
vosotros. Yo soy el valiente jefe de este
escuadrón y os daré pruebas de que…
—¡Cállate, echekún atlí[49]! —le
interrumpió bruscamente el onbaschí
atusándose las grandes barbas—. ¡Qué
vas a ser tú jefe nuestro! Anda de ahí,
enanillo; tú no mandas más que en tu
tintero y en los gansos que te dieron sus
plumas, y nada más.
—¿Qué dices? Soy buluk emini y me
llamo Ifra. Mi valor…
—¡Cállate, te digo! Tu valor está
depositado en las patas de tu asno, al
que Alá reduzca a cenizas, pues esa
bestia tiene la maldita costumbre de
desbocarse durante el día y rebuznar
toda la noche. Os conocemos a ti y a tu
burro, pero no obstante no hemos podido
poner en claro cuál de los dos es el
buluk emini, si el burro o su amo.
—¡Guarda tu lengua, onbaschí! ¿No
sabes tú que mi bravura me llevó en el
combate al punto en que se pierden las
narices? Observa mi nariz, que ya no
existe, y te asombrarás del arrojo con
que peleé. ¿Es que no conoces la
historia de cómo perdí mi nariz? Oye,
pues. Era cuando combatíamos delante
de Sebastopol contra los moscovitas:
allí estaba yo, en lo más terrible de la
batalla, cuando al levantar de repente el
brazo para…
—¡Cállate! ¡Mil veces he oído tu
historia…! —Y volviéndose a Halef
añadió el onbaschí—: Y soy el onbaschí
Ular Alí. Hemos sabido que el emir
Kara Ben Nemsi es un hombre valeroso,
y eso nos place; hemos sabido, además,
que es grato a nuestros agaes y eso nos
place todavía más. Le protegeremos y le
serviremos lealmente para que quede
satisfecho de nosotros.
—Pues, entonces, repito: ¿qué
órdenes os ha dado el bajá?
—Nos ha ordenado que
consideráramos al emir como al mejor
amigo, como al hermano del bajá.
—¿Hallaremos, pues, en todas
partes hospedaje y comida de balde?
—Todo lo que necesitemos vosotros
y nosotros.
—¿Os ha hablado del dich-parasí?
—Sí.
—¿Que ha de ser cobrado en dinero
contante y sonante?
—Sí.
—¿Cuánto importa?
—Lo que el emir quiera.
—¡Alá bendiga al baja! Su
entendimiento es claro como el sol y su
sabiduría asombra al mundo. Lo
pasaréis muy bien con nosotros. ¿Estáis
prestos a emprender el viaje?
—Sí.
—¿Lleváis de comer?
—Para un día.
—Pero no lleváis tiendas…
—No las necesitamos, pues todas
las noches tendremos buena habitación.
—¿Sabéis que hemos de pasar por
tierras de los Yesidis?
—Lo sabemos.
—¿Y no tenéis miedo a esa gente?
—¿Miedo? Agá Halef Omar, ¿has
oído alguna vez que un arnaute lo haya
tenido? ¿Es acaso un mand-ech-
Chaitán, un hombre del diablo, el
diablo mismo? Ya puedes decirle al
emir que estamos dispuestos.
Al cabo de un rato mandé a Halef
que me trajera el caballo y salí a la
calle. Los diez javases esperaron atentos
mis órdenes, con los monté, hice señal
de que me siguieran y la pequeña tropa
se puso en marcha.
Cabalgamos pasando por el puente
de barcas y nos encontramos muy pronto
a la orilla opuesta del Tigris. Entonces
llamé a mi lado al emir. —¿A quién
sirves ahora, al bajá o a mí?
—A ti, emir.
—Está bien: mándame al buluk
emini.
Retrocedió y luego vino el pequeño
gordiflón.
—Te llamas Ifra, ¿no es cierto? He
oído decir que eres un valiente.
—Muy valiente —contestó con voz
de trompeta.
—¿Sabes escribir?
—Admirablemente, emir.
—¿Dónde has servido y combatido?
—En todas las regiones de la tierra.
—Nómbramelas.
—¿Para qué, emir? ¡Tendría que
decir más de mil nombres!
—Entonces debes de ser un buluk
emini muy notable.
—¡Muy notable! ¿No has oído
hablar de mí todavía?
—No.
—Es que no habrás salido nunca de
esta tierra, pues mi fama es universal.
Para que te convenzas, voy a decirte
cómo perdí la nariz. Combatíamos
delante de Sebastopol contra los
moscovitas, y estaba yo en lo más recio
de la batalla, cuando levanté el brazo…
No pudo continuar, porque mi potro,
que no podía soportar el olor del asno,
empezó a resoplar y erizar las crines y
mordió al rucio del buluk emini. El
asno, para evitar el mordisco, se
encabritó, se ladeó y echó a correr. No
iba huido, sino desbocado. Saltaba
troncos y rocas como alma que lleva el
diablo; el pequeño buluk emini hacía
milagros de equilibrio para sostenerse
sobre el espinazo del animal, y muy
pronto perdimos de vista al burro y al
jinete.
—Eso le ocurre siempre —oí que
decía el onbaschí a Halef.
—Vamos a buscarle —contestó éste
—; si no le perderemos.
—¿A él?, dijo el arnaute riendo. —
No perderíamos gran cosa; pero no
tengas cuidado: le ha pasado mil veces
lo mismo y vuelve a parecer cuando
menos se le espera.
—Pero ¿por qué monta ese animal?
—Por obligación.
—¿Y quién puede obligarle?
—El yüsbachí[50] a quien le
divierten mucho los apuros de Ifra y su
burro.
Al pasar entre Kufiunchik y el
convento de San Jorge, vimos al buluk
emini, que se había parado allí. Dejó
que nos acercáramos y gritó ya desde
lejos:
—Señor: ¿has creído quizá que el
asno se me ha desbocado?
—Estoy convencido de ello.
—¡Te equivocas, emir! No he hecho
más que adelantarme para reconocer el
camino. ¿Vamos a lo largo del Yauser o
seguimos el camino regular?
—Seguiremos este sendero.
—Permíteme, pues, que deje mi
historia para más adelante. Ahora os
serviré de guía.
Y echó a anclar delante de todos.
El Yauser es un arroyo o riachuelo
que nace en las vertientes
septentrionales del Ysbel Maklub y en
su curso hacia Mosul riega los campos
de muchos poblados. Pasamos un
puentecillo y seguimos después su curso,
dejándolo a nuestra izquierda. Las
ruinas y el pueblo de Korsabad están a
unas siete horas de camino, al Norte de
Mosul. El terreno es pantanoso y en él
reinan las fiebres infecciosas. Nos
apresuramos, por tanto, a atravesarlo,
pero nos faltaría aún más de una hora
para llegar al fin de nuestra jornada,
cuando nos salió al encuentro un grupo
de unos cincuenta arnautes. Al frente de
ellos cabalgaban algunos oficiales y en
el centro del grupo distinguí la blanca
vestimenta de un árabe. Al acercarnos
más reconocí en él… al jeque Mohamed
Emín.
¡Oh desgracia! ¡Había caído en
manos de aquella gente!, él, el enemigo
del bajá, que ya había hecho prisionero
se habría defendido; pero no pude ver a
ningún herido. ¿Le habrían sorprendido
durmiendo? Tenía que recurrir a todos.
Al efecto me detuve en mitad del camino
y esperé que la tropa de jinetes llegara a
nuestro lado.
Mi escolta se apeó para echarse a
descansar a un lado del camino, y Halef
y yo quedamos a caballo. El jefe detuvo
su caballo y me preguntó, sin mirar a los
que descansaban en el suelo:
—¡Salam! ¿Quién eres?
—¡Aaleikum! Soy un emir del Oeste.
—¿De qué tribu?
—De la nación de los Nemsi.
—¿Adónde vas?
—Al Este.
—¡Hombre, contestas muy
secamente! ¿Sabes quién soy yo?
—Bien lo veo.
—Contesta, pues, mejor. ¿Con qué
derecho viajas por aquí?
—Con el mismo derecho que tú.
—¡Talahí! Por Alá, que eres muy
osado. Yo viajo por aquí por orden del
mutesarif de Mosul. ¡Ándate con
cuidado!
—Y yo viajo autorizado por el
mutesarif de Mosul y por el padichá de
Constantinopla. De manera que ándate
con cuidado.
Abrió un poco más los ojos y me
ordenó:
—¡Pruébamelo!
—Mira.
Le di mis pasaportes, que leyó
después de abrirlos con las
formalidades prescritas. Luego los plegó
con cuidado, me los devolvió y dijo en
tono muy cortés:
—Tú tienes la culpa de que te haya
hablado severamente. Tú veías quién
soy yo y tenias que contestarme con más
cortesía.
—Tú tienes la culpa de que yo haya
obrado así —le repliqué—. Por la
escolta que llevo podías comprender
que gozo de la amistad del mutesarif, y
debías preguntar con mejores formas.
Saluda a tu señor muchas veces de mi
parte. Buenos días.
—A tus órdenes, señor —me
contestó.
Y me volví para seguir mi camino.
CAPITULO VI

EL BEY DE BAADRI

Mi intención haba sido hacer algo para


libertar a Mohamed Emín; pero en
cuanto hube trabado conversación con el
oficial, comprendí que era innecesario.
Los que guardaban al jeque se habían
adelantado para oír mi conversación con
el oficial y tenían la atención puesta en
mí, olvidando al prisionero. Este
aprovechó en seguida la ocasión. Estaba
ligado muy ligeramente y montaba un
caballo turco muy malo. A la cola del
escuadrón llevaban su magnífica yegua,
de cuya silla colgaban todas sus armas.
Vi sus felices esfuerzos por desatarse
las manos, y en el momento en que yo
terminaba mi diálogo con el jefe del
escuadrón le vi saltar de su caballo.
—¡Halef, alerta! —Dije en voz baja
a mi criado, que lo miraba todo con
tanta atención como yo mismo.
—¡Entre ellos y él, sidi! —me
contestó.
Me había entendido con una sola
palabra. Entonces el Haddedín empezó a
saltar como un tigre por cima de las
grupas de los caballos que estaban
detrás de él y cuyos jinetes no
comprendieron al punto su osadía, y
antes que salieran de su confusión había
alcanzado su propia yegua. De un salto
cabalgó en ella, arrancó las riendas de
la mano del soldado que las llevaba y se
lanzó a carrera tendida, no camino
arriba ni abajo, sino hacia la orilla del
riachuelo.
Un grito de muchas voces de
sorpresa y rabia resonó detrás de él.
—¡El prisionero se escapa! —le
grité al comandante—. ¡Hay que
cogerle!
Diciendo esto revolví mi caballo y
me lancé a carrera tendida siguiendo al
fugitivo. Halef iba a mi lado.
—¡No tan cerca, Halef! Sepárate de
mí y corre de modo que no puedan
disparar sin herirnos a nosotros.
Fue una carrera loca, desenfrenada,
la que empezó. Por fortuna, los
perseguidores pensaron al pronto coger
vivo a Mohamed Emín, y cuando fueron
a hacer uso de las armas, la ventaja que
el jeque les llevaba era muy grande.
Tampoco les habrían servido de gran
cosa las armas, pues nosotros no
cabalgábamos en línea recta, sino en
zigzag, para lo cual me esforzaba en
hacer creer a los perseguidores que no
podía dominar mi caballo. Este tan
pronto se paraba y se encabritaba como
apretaba a correr; en medio de su
carrera se echaba de pronto a un lado,
daba un salto de través, corría un trecho
hacia la derecha o la izquierda y de
pronto volvía a tomar la línea recta.
Halef hizo lo mismo, y por miedo a
herirnos los arnautes no dispararon.
El Haddedín había metido sin temor
su caballo en la corriente del Yauser,
que atravesó felizmente, y Halef y yo
hicimos lo mismo; pero antes que
llegaran los otros los habíamos dejado
muy atrás. Seguimos corriendo, siempre
hacia el Noroeste, hasta que al cabo de
dos horas nos encontramos en la
carretera que conduce desde Mosul,
pasando por el Telkief, a Rabán
Hormuzd y sigue paralelamente a la que
queríamos tomar para llegar a
Korsabad, Ysraiyah y Baadri. Entonces
se detuvo Mohamed Emín, y al ver que
sólo le seguíamos Halef y yo, pues los
otros se habían quedado detrás del
horizonte, gritó.
—¡Alabado sea Dios! Effendi, te
doy las gracias por haberles atado las
manos. ¿Qué hacemos ahora para
despistarles?
—¿Cómo te cogieron, oh jeque? —
preguntó el pequeño Halef.
—Ya nos lo dirá después —contesté
yo—. Ahora no tenemos tiempo.
Mohamed Emín, ¿conoces el terreno
pantanoso que hay entre el Tigris y el
Yebel Maklub?
—Lo pasé una vez a caballo.
—¿En qué dirección?
—De Baacheika y Baazaní, por Ras
al Aín, hacia Dohuk.
—¿Es peligroso el pantano?
—No.
—¿Veis los dos al Noroeste aquella
altura a la cual se puede llegar en unas
tres horas?
—La vernos.
—Allí nos encontraremos, pues
ahora tenemos que separarnos. No hay
que seguir la carretera, pues nos verían
y adivinarían nuestra dirección.
Tenemos que penetrar en el pantano cada
uno por su lado, para que tus
perseguidores, si llegan hasta aquí, no
sepan qué huellas han de seguir.
—Pero ¿y nuestros amantes y bachí-
bozuks, sidi? —preguntó Halef.
—Que se las compongan como
quieran. Nos estorban más que nos
sirven; no añaden autoridad a mis
documentos. Halef, sigue tú la línea Sur;
yo seguiré la del centro y el jeque la del
Norte, separándonos cada uno lo menos
media legua del otro.
Nos separamos, pues, y penetré en el
pantano, que, por fortuna, no era un
cenagal. Mis compañeros
desaparecieron de mi vista y yo avancé
solo hacia el punto de reunión que
habíamos convenido.
Desde hacía muchos días me
encontraba en un estado de ánimo que
pocas veces había experimentado. No
hay ningún país de la tierra que esconda
tantos y tan profundos enigmas como el
territorio que mi caballo pisaba. Aparte
de las ruinas de los imperios de Asiria y
Babilonia que a cada paso se
encuentran, surgían ante mis ojos
montañas, cuyas laderas y hondonadas
habitaron hombres de nacionalidad y
religión que sólo con la mayor dificultad
pueden descifrarse. Extintores de la luz,
adoradores del diablo, nestorianos,
golatas, revafidhitas, caldeos,
nahumitas, sunitas, chiitas, nachiyetas,
muatariletas, vajabitas, árabes, judíos,
turcos, armenios, asirios, drusos,
maronitas, kurdos, persas, turcomanos…
A cada paso puede encontrarse a algún
individuo de estas naciones, tribus y
sectas; y ¡quién sabe las faltas y yerros
que un extranjero puede cometer en tales
ocasiones! Aquellas montañas exhalan
todavía el vaho de la sangre de los que
caían víctimas del odio de unos pueblos
contra otros, del fanatismo más salvaje,
del afán de conquistas, de la perfidia
política, del placer del robo o de la
venganza. Allí, en aquellos peñascos y
en lo alto de las rocas, se encuentran
moradas humanas, como nidos de buitres
siempre dispuestos a precipitarse sobre
la codiciada presa. El sistema de
opresión, el desconsiderado
derramamiento de sangre son causa de
aquel rabioso rencor que entre amigos y
enemigos se nota, y la palabra de amor y
reconciliación, predicada por los
mensajeros de Cristo, se ha disipado al
viento. Aunque los misioneros
americanos quieran alardear de buenos
resultados, lo cierto es que el campo no
está prepararlo para recibir la siembra.
Pueden los ministros del Señor probarlo
todo y atreverse a todo… En las
montañas kurdas fluyen las corrientes de
enemistad como un remolino devastador,
que no se detendrá ni amansará mientras
una mano poderosa no destruya los
peñascos que lo aprisionan, domine el
odio sangriento y aplaste la cabeza a ese
vampiro sediento de sangre que lo
exprime y agota todo. Entonces estarán
abiertos los caminos para los que vayan
a «predicar la paz y anunciar la
salvación». Entonces ningún habitante
de aquellas montañas podrá decir con
razón: «Me hice cristiano para que no
me apaleara el agá». Y el agá era,
precisamente, un rígido e intolerante
mahometano.
La montaña se me acercaba más y
más, o, mejor dicho, yo me acercaba a la
montaña. El suelo era en verdad blando
y húmedo, pero sólo en algunos puntos
se habían hundido más de lo regular los
cascos de mi caballo; y finalmente vino
la tierra seca. Había pasado ya la región
palúdica del Tigris, cuando vi a mi
derecha un jinete y en él reconocí muy
pronto a Halef, que al poco rato estuvo a
mi lado.
—¿Te has encontrado con alguien?
—le pregunté.
—No, sidi.
—¿Nadie te ha visto?
—Nadie. Sólo hacia el Sur, en el
camino que habíamos dejado, he visto a
un hombrecillo que tiraba de una bestia;
pero no he podido reconocerle
exactamente.
—Y al que se ve allí ¿puedes
reconocerle? —le pregunté, señalando
al Norte.
—¡Oh, sidi, ese no es otro que el
jeque!
—Sí: es Mohamed Emín. Dentro de
diez minutos estará con nosotros.
Así fue. Nos reconoció y se apresuró
a salirnos al encuentro.
—Y ahora ¿qué hacernos? —me
preguntó.
—Iremos en la dirección que ya
sabes. ¿Has sido descubierto por
alguien?
—No he visto a nadie más que a un
pastor, a gran distancia, que seguía con
su rebaño por un lado del camino.
—¿Cómo te prendieron?
—Tú me habías dicho que te
aguardara en las ruinas de Korsabad. He
estado escondido hasta esta mañana;
pero luego me he situado cerca del
camino para ver si venías. Allí me han
descubierto los soldados y me han
rodeado, de modo que no podía
defenderme, pues eran demasiados
hombres para uno solo. Por qué me
llevaban preso no lo sé.
—¿Te han preguntado quién eras?
—Sí; pero no les he dado mi
nombre.
—Esa gente es inexperta. Cualquier
árabe te habría conocido por tu tatuaje.
Te han prendido porque en las ruinas de
Kufiunchik están reunidas las tropas que
el bajá tenía destinadas a batir a los
Chammar.
Mohamed Emín se estremeció y
detuvo su caballo.
—¿Contra los Chammar? ¡Alá nos
ayude! Entonces es preciso volver atrás
en seguida.
—No es necesario; conozco el plan
del gobernador. La expedición contra
los Chammar, por ahora, no es más que
una ficción. El mutesarif quiere atacar
antes a los Yssidis; pero como quiere
cogerlos desprevenidos, finge que va a
combatir a los Chammar.
—¿Lo sabes con certeza, effendi?
—Con toda certeza, pues he hablado
con el mismo bajá y hemos tratado del
asunto, de modo que me ha encargado
que estudie vuestro territorio y vuelva a
darle cuenta a él de mis averiguaciones.
—Pero si termina pronto con los
Yesidis, aprovechará la ocasión de tener
reunidas las tropas para enviarlas contra
los Chammar.
—No acabará tan pronto como te
figuras con los Yesidis. Yo te lo aseguro;
y entretanto ya habrá pasado la
primavera.
—¡Machallah! ¿Qué tiene que ver la
primavera con la guerra?
—Muchísimo. Tan pronto como
vengan los días calurosos se secan las
plantas y las fuentes. Los beduinos se
retiran con sus rebaños a las montañas
de los Chammar o de los Sinyar y el
ejército del bajá perecería de hambre y
de sed.
—Tienes razón, effendi. Sigamos,
pues, confiados, nuestro camino; pero yo
no lo conozco.
—Tenemos a la derecha la carretera
que va a Aín Sifni, a la izquierda la que
conduce a Ysraiyah y a Baadrí. Hasta
Baadrí no conviene que nadie nos vea, y
tenemos que obrar en consecuencia, sin
separarnos nunca de la orilla del Yauser.
Tan pronto como hayamos pasado
Yeraiyah no habrá ya necesidad de que
nos escondamos.
—¿Cuánto nos falta para llegar a
Baadrí?
—Tres horas.
—Señor, eres un gran emir ¡Vienes
de lejanas tierras y conoces este país
mejor que yo!
—Queremos ir a Amadiyah y me he
enterado minuciosamente del terreno que
hemos de recorrer. Pero ahora ¡adelante!
Aunque los dos caminos que
queríamos evitar estaban apenas a media
hora de distancia uno de otro,
conseguimos caminar entre ellos sin ser
vistos. Cuando veíamos venir a alguien
por la derecha cabalgábamos nosotros
hacia la izquierda y viceversa.
Naturalmente, mi anteojo nos prestó muy
buenos servicios y a él sólo tuvimos que
agradecer el poder llegar sin ser notados
a la vista de Baadrí.
Habíamos cabalgado diez horas sin
reposo, y por tanto nos hallábamos
bastante cansados cuando alcanzamos la
cadena de colinas a cuyo pie se asienta
el pueblo, morada del jefe espiritual de
los «adoradores del diablo» y del
caudillo de la tribu. Pregunté al primero
que encontramos por el nombre del bey.
El buen hombre me miró azorado, pues
le había preguntado en árabe,
olvidándome de que la mayoría de los
Yesidis no lo entienden.
—¿Bey niye dentar? (¿Cómo se
llama el bey?) —le pregunté luego en
turco.
—Alí-bey —me contestó.
—¿Ol-nerde oturar? (¿Dónde
vive?).
—Guel, seni gotirim (Ven, te
guiaré).
Nos llevó hasta un espacioso
edificio, construido en piedra.
—Icherde otur (Ahí vive) —me dijo
aquel hombre, y se alejó.
El lugar estaba extraordinariamente
animado. Además de las casas y chozas,
observé gran número de tiendas, ante las
cuales vi atadas muchas caballerías; y
entre ellas iba y venía gran gentío. Era
tan considerable el movimiento, que
nuestra llegada no produjo extrañeza
alguna.
—¡Sidi, mira! —exclamó Halef—.
¿Conoces esto?
Me indicaba un asno atado junto a la
puerta de la casa. ¡Era el asno de
nuestro buluk emini! Me apeé y entré, y
en el mismo instante oí la voz de falsete
del bravo Ifra:
—¿Es decir que no quieres darme
otra habitación?
—No tengo más que ésa —contestó
otra voz áspera y seca.
—Puesto que eres el kiajah
(alcalde), tienes que procurarme otra
habitación.
—Ya te he dicho que no hay más que
la que te ofrezco. El lugar está lleno de
peregrinos y no hay un solo sitio vacío.
¿Por qué no lleva tu effendi una tienda
de campaña?
—¿Mi effendi? ¡Si es un emir, un
gran bey, más famoso que todos los
príncipes yesidis de la montaña!
—¿Dónde está?
—Vendrá luego. Quiere coger antes
a un prisionero.
—¿Coger un prisionero? ¿Estás
loco?
—Un prisionero que se nos ha
escapado.
—¡Ah, ya!
—Tiene un firmán del Gran Señor,
un firmán el onzul (pasaporte del
cónsul), un firmán y muchas cartas del
mutesarif; y yo tengo también mis
papeles.
—Que venga él mismo.
—¿Qué? ¡Tiene el dich-parasí y
dices que venga él mismo! Hablaré con
el jeque y verás lo que te pasa.
—El jeque no está aquí.
—Entonces hablaré con el bey.
—Vete a verle: adentro está.
—Sí, voy. Soy un buluk emini del
Gran Señor, tengo treinta y cinco
piastras de sueldo mensual[51] y no tengo
que temer nada del kiayah. ¿Lo oyes?
—Sí. ¡Treinta y cinco piastras todos
los meses! —contestó el otro
alegremente—. ¿Y te dan algo más?
—¿Si me dan más? Oye: dos libras
de pan, diez y siete onzas de carne, dos
onzas de manteca, cinco de arroz, una de
sal y onza y media de otros ingredientes
cada día. Además me dan jabón, aceite y
grasa para las botas. ¿Me entiendes? Y
si te burlas de mi nariz, que ya no tengo,
te voy a contar cómo se me extravió. Fue
en el sitio de Sebastopol; me encontraba
en lo más reñido del combate y…
—No tengo tiempo para oírte.
¿He de decirle al bey que deseas
hablar con él?
—Díselo; pero no te olvides de
manifestarle que no me dejo despedir.
Mi persona era, por lo visto, el
objeto de su ruidosa conversación.
Entonces entré, seguido de Mohamed
Emín y Halef Omar. El kiayah iba en
aquel instante a abrir una puerta, pero se
detuvo al vernos a nosotros.
—Aquí viene el emir mismo —le
dijo Ifra—. Él te enseñará a obedecer.
Me dirigí primeramente al buluk
emini. —¿Tú aquí? ¿Qué en Baadrí?
Su cara reveló visible confusión,
pero contestó en el acto:
—¿No te dije que iría yo delante,
Excelencia?
—¿Dónde están tus compañeros?
—¡Inflemich! ¡Disipados,
evaporados, llevados por el viento!
—¿Adónde?
—No lo sé, Alteza.
—Por lo menos habrás visto dónde
se dirigían.
—Sólo un rato. Cuando el prisionero
huyó le persiguieron todos, incluso mi
gente y los arnautes.
—¿Por qué no le perseguiste tú?
—Benim echek (mi asno no quiso),
señor, y además tenía que venir a Baadrí
para buscar alojamiento.
—¿Viste bien al prisionero?
—No me fue posible. Al llegar los
oficiales tenía yo la cara pegada al
suelo, y cuando me levanté para seguir a
los demás el preso estaba muy lejos.
Esto era, precisamente, lo que yo
quería, por la seguridad de Mohamed
Emín.
—¿Vendrán pronto los otros?
—¡Quién sabe! Los designios de Alá
son inescrutables; lleva a los creyentes
por acá o por allá, a derecha e
izquierda, según le place, pues los
caminos de los hombres están anotados
en el Kitab takdirün, el libro de la
Providencia.
—¿Se encuentra aquí Alí-bey? —
pregunté al kiayah.
—Sí.
—¿Dónde?
—Bu kapu echeri (Detrás de esta
puerta).
—¿Está solo?
—Sí.
—Dile que deseamos hablar con él.
Mientras el kiayah pasaba al otro
aposento, Ifra se acercó a Halef y en voz
baja, dándole un codazo y fijando los
ojos en Mohamed Emín, le dijo:
—¿Quién es, ese árabe?
—Un jeque.
—¿De dónde viene?
—Le hemos encontrado. Es un amigo
de mi sidi y nos acompaña.
—¿Ver chok bakchichler? (¿Da
buenas propinas?).
—¡Bu kadar! (¡Y tantas!) —exclamó
Halef levantando los diez dedos en alto.
Esto bastó al buen buluk emini,
como pude notar en su semblante
satisfecho.
Se abrió de nuevo la puerta y volvió
el kiayah. Detrás del cual salió un joven
de arrogante figura, alto y esbelto, de
facciones regulares y con unos ojos
grandes y rasgados que sorprendían por
su fuego. Llevaba calzones bordados
muy finos, rica chaqueta y un turbante
por debajo del cual caían en abundancia
los rizos de una cabellera magnífica. En
el cinto llevaba solamente un puñal,
cuyo pomo era de un trabajo muy
artístico.
—¡Joch gueldín demek! (¡Sed bien
venidos!) —nos dijo mientras nos daba
la mano, primero a mí, luego al jeque y
finalmente a Halef, y fingía no reparar
en el buluk emini.
—Mazul bujurum sultanum
(Perdona, señor, que haya penetrado en
tu casa) —le contesté—. La noche se
acerca, y quería preguntarte si en tu
pueblo hay un lugar donde podamos
reposar por una noche la cabeza.
Me contempló muy atentamente, de
arriba abajo, y contestó.
—No se debe preguntar al viajero
de dónde viene ni adónde va; pero mi
kiayah me ha dicho que eres un emir.
—No soy árabe ni turco, sino
nemche, y mi patria está muy lejos de
aquí, en Occidente.
—¿Nemche? No conozco a ese
pueblo, y tampoco había visto a ningún
compatriota tuyo; pero he oído hablar de
un nemche a quien deseo conocer.
—¿Permites que te pregunte por
qué?
—Porque salvó la vida a tres
hombres de mi pueblo.
—¿Cómo fue eso?
—Los sacó del cautiverio y los
condujo al campamento de los
Haddedín.
—¿Están esos hombres en Baadrí?
—Sí.
—¿Se llaman Pali, Selek y Melaf?
Dio un paso atrás, sorprendido.
—¿Los conoces?
—¿Cómo se llama el nemche que los
salvó?
—Kara Ben Nemsi.
—Ese es mi nombre. Este hombre es
Mohamed Emín, el jeque de los
Haddedín, y este otro es Halef, mi
acompañante.
—¿Es posible? ¡Qué sorpresa! ¡Seni
guerek olarim! (¡Permíteme que te
abrace!).
Me estrechó contra su pecho, me
besó en ambas mejillas, e hizo después
lo propio con Mohamed Emín y Halef,
sólo que no besó a éste. Luego me cogió
de la mano y me dijo:
—Chelebim majalinde gueldín
(Señor, vienes a buena hora). Tenemos
una gran fiesta a la cual no se deja
asistir a extranjeros; pero tú te
regocijarás con nosotros. Quédate aquí
mientras duren los días santos y otros
muchos después.
—Me quedaré hasta que el jeque
quiera.
—Le agradará mucho a él también.
—Es que su corazón le llama más
lejos, como ya te contará él mismo.
—Lo comprendo; pero entrad. Mi
casa es vuestra y mi pan es vuestro pan.
Seréis nuestros hermanos mientras
vivamos.
Mientras entrábamos oí que decía
Ifra al kiayah:
—¿Has oído tú, viejo, qué emir tan
notable es mi effendi? Aprende a
respetarme también a mí. Conque,
cuidadito conmigo.
El aposento en que entramos estaba
muy modestamente amueblado. El jeque
y yo tomamos asiento uno a cada lado de
Alí-bey, quien no me había soltado de la
mano y me contemplaba con gran
atención; por fin me dijo:
—¿Tú eres el hombre que ha
vencido a los enemigos de los
Haddedín?
—¿Quieres confundirme?
—¿El que de noche y sin ayuda mató
a un león? ¡Quién fuera como tú! ¿Eres
cristiano?
—Sí.
—Los cristianos son más poderosos
que los demás pueblos; yo también soy
cristiano.
—¿Los Yesidis lo son también?
—Lo son todo, pues han tomado lo
que les ha parecido mejor de cada
religión.
—¿Estás seguro de lo que dices?
El joven contrajo el ceño al
responderme:
—Y sé decirte, emir, que en estas
montañas no puede dominar una religión
sola, pues nuestro pueblo está dividido,
nuestras tribus enemistadas y nuestros
corazones destrozados. La buena
religión debe predicar el amor; pero un
amor espontáneo, que brote del corazón,
no puede echar raíces en un suelo
desgarrado por el odio, la sed de
venganza, la traición y la crueldad. Si en
mis manos estuviera el poder, predicaría
el amor, pero no con los labios, sino con
la espada en la mano, pues donde se
quiere que nazca una flor hay que
extirpar primero la mala hierba. ¿Crees
tú que un buen sermón puede hacer
brotar un karanfil (clavel) de una zer-
lajana (hierba venenosa)? Un jardinero
podrá cultivar y hacer que florezca la
planta venenosa, pero el veneno quedará
en el interior, pérfidamente escondido. Y
te digo que la predicación de mi espada
convertiría a los lobos en corderos.
Quien la escuchara sería dichoso; pero
al que la desoyera le aplastaría.
Entonces podría meter el sable en la
vaina y volver a mi tienda satisfecho de
mi obra, pues una vez infiltrado, sucede
lo que dice el libro sagrado de los
cristianos: «Mujabbetbitmez, el amor es
eterno».
CAPITULO VII

LA RELIGIÓN YESIDI

Sus ojos brillaban, sus mejillas se


habían encendido y el tono de su voz
parecía salir de lo más profundo de su
corazón. No solamente era hermoso de
cuerpo, sino noble de alma; conocía la
triste condición de su patria y quizá
había en él madera de héroe.
—¿De modo que en tu opinión los
predicadores cristianos que vienen de
lejanas tierras no pueden lograr aquí
fruto? —le pregunté.
—Nosotros, los Yesidis, conocemos
vuestro libro sagrado. Este dice:
«lüdanün soz chekich dir, bi chatlar
tachlar, la palabra de Dios es un
martillo que quebranta las rocas». Pero
¿puedes machacar el agua con un
martillo? ¿Puedes destrozar con él los
vapores que suben del pantano y quitan
la vida? Pregunta a los hombres que han
venido de Ysni-dünia (América). Han
enseñado mucho y han hablado mucho;
han regalado y comprado muchas cosas
bonitas y trabajaron incluso como
impresores. Y la gente los ha escuchado,
ha aceptado sus regalos, se ha dejado
bautizar y luego ha vuelto a robar, hurtar
y asesinar como antes. El libro santo fue
impreso por ellos en nuestra lengua,
pero aquí nadie sabe leer ni escribir.
¿Crees tú que esos hombres
conseguirían enseñarnos a leer y
escribir? Nuestra pluma no puede ser
ahora más que de agudo acero. Vete al
célebre convento Rabban Hormuzd, que
pertenecía antes a los nestorianos.
Ahora pertenece a los katuliklar
(católicos), que convirtieron a Alkoch y
Telkef. Varios pobres monjes se mueren
de hambre en la árida altura, sobre la
cual dos olivos desnudos mueren de
consunción. ¿Por qué es así y no de otra
manera? Falta un Jebochú (Josué) que
ordene. ¡Günech, ile kamer, sus jem
Guibbea jakinda jem dere Aiala! (¡Sol,
párate en Gibeón, y tú, luna, en el valle
de Aialón!). Falta el héroe Chimsa
(Sansón) que obligue con la espada a los
malos a que hagan el bien. Falta Chobán
Davud (el pastor David) que con su
honda derribe al asesino Yliah. Falta el
diluvio que ahogue a los sin Dios, para
que Nanah (Noé) con los suyos se
arrodille ante Alá, bajo el arco de los
siete colores. ¿No está escrito en
vuestro libro. Insanlaryeza estemezler
dan rujuma, los hombres no quieren
dejarse dominar por un espíritu? Si
fuera yo un Musa (Moisés) mandaría yo
mi Jebochú y mi Kaleb por todos los
valles del Kurdistán, y luego allanaría
con la espada el camino a aquellos de
los que dice vuestro Kitab. Varar-lar
salami, der-leruguri (predican la paz y
anuncian la salvación). Me miras con
ojos de espanto. ¿Crees tú que la paz es
mejor que la guerra y la pala mejor que
la maza? También lo creo yo. Pero
¿puedes tú figurarte una paz sin que la
imponga una espada? ¿No tenemos que
llevar aquí con nosotros la maza para,
poder trabajar con la pala? Tú llevas
muchas armas encima, mejores que las
nuestras. ¿Por qué las llevas? ¿Las
llevas también en la tierra de los nemche
al emprender un viaje?
—No —tuve que contestar.
—¿Lo ves? Podéis ir a la kilise
(iglesia) y dedicar a Alá vuestro culto
sin cuidado; podéis sentaros en la casa
del maestro y escuchar su palabra sin
angustias; podéis honrar a vuestros
padres e instruir a vuestros hijos sin
miedo; vivís encantados en el jardín del
Edén, porque vuestra serpiente tiene
aplastada la cabeza. Pero nosotros
esperamos todavía al héroe que tiene
que acallar y calmar la charmata
arasinda daglere (la gritería en la
montaña) de que habla vuestro libro
santo. Y yo te aseguro que vendrá un día.
No será el ruso, ni el inglés, ni el turco
que nos desangra, ni el persa que nos
miente y engaña tan descaradamente.
Creímos una vez que sería Bonapertah,
el gran shah de los franceses; pero ahora
sabemos que el león no debe esperar
auxilio del águila, pues el imperio de
los dos es distinto. ¿Has oído hablar
alguna vez de lo que han tenido que
padecer los Yesidis?
—Sí.
—Vivíamos en paz y concordia en la
tierra Sinyar; pero fuimos oprimidos y
expulsados de allí. Era la primavera; el
río había salido de madre y había
arrancado los puentes. Nuestros
ancianos, mujeres y niños, huyendo de
las aguas se habían refugiado cerca de
Mosul y fueron arrojados a la corriente
o asesinados como bestias feroces,
mientras en las terrazas de la ciudad el
pueblo se regocijaba contemplando la
matanza. Los que quedaron no supieron
dónde reclinar la cabeza. Fueron a las
montañas de Maklub, a Botán, Chaithán,
Misurí, Siria y hasta a la otra parte de la
frontera rusa. Allí han logrado hacerse
un hogar, allí trabajan; y si llegas a ver
sus viviendas, sus trajes, sus campos y
jardines, te alegrarás, pues allí reina
actividad, orden y probidad, mientras
que a su alrededor sólo se encuentran
fangales y desidia. Pero este bienestar
atrae a sus enemigos, y cuando necesitan
gente o dinero caen sobre nosotros y nos
matan y nos arrancan nuestros bienes.
Celebramos dentro de tres días la fiesta
de nuestro gran santo. Desde hace
muchos años no podíamos celebrarla,
porque los peregrinos tenían amenazada
la vida en su viaje a Jeque Adí. Este año
parece que nuestros enemigos quieren
dejarnos en paz y volveremos a celebrar
la fiesta. Chelebim majalinde gueldín,
llegas a hora oportuna. En verdad, no
podemos admitir extranjeros a nuestra
fiesta; pero tú eres el bienhechor de los
míos y serás bien acogido.
No podía ofrecerme cosa más grata
que esta invitación, pues me daba
ocasión de aprender las costumbres y
usos de los «adoradores del diablo».
Los Radiahel Chaitán o jaik-chaitanün
(gente del diablo) eran pintados tan
malos, y a mí se me presentaban tan
mejores, que estaba ansioso de aclarar
este punto.
—Te doy las gracias por tu amable
ofrecimiento —contesté—. De muy
buena gana me quedaría con vosotros,
pero tenemos que cumplir una misión
que nos obliga a salir de Baadrí.
—Conozco esa misión —me
contestó—; pero a pesar de ella puedes
celebrar con nosotros la fiesta.
—¿Conoces el objeto de mi
excursión?
—Sí. Vais a libertar a Amad el
Ghandur, el hijo de Mohamed Emín, que
se encuentra en Amadiyah.
—¿Cómo sabes tú eso?
—Por los tres hombres a quienes
salvaste; pero ahora no podéis lograr su
libertad.
—¿Por qué?
—Parece que el mutesarif teme un
ataque de los kurdos orientales y ha
enviado a Amadiyah muchas tropas, de
las cuales una parte está ya en el
castillo.
—¿Cuántos son?
—Dos yüsbachí (capitán) con
doscientos hombres del sexto regimiento
de infantería Anatoli Ordisi, de
Diarbekir, y tres yüsbachí con
trescientos hombres del tercer
regimiento Irak Ordisi, de Kerkiuk; en
total quinientos hombres bajo el mando
de un bimbachí (comandante).
—¿Y Amadiyah está a doce horas de
aquí?
—Sí, aunque el camino es tan
penoso que en menos de un día no se
puede llegar allá. Generalmente hay que
hacer noche en Ysloki o Spandareh y se
parte otra vez por la madrugada para
recorrer la escarpada montaña Garah,
detrás de la cual se encuentran la llanura
y las rocas de Amadiyah.
—¿Qué tropas hay en Mosul?
—Parte del segundo regimiento de
dragones y del cuarto regimiento de
infantería de la división Irak Ordisi.
También esos están en movimiento. Un
destacamento tiene que marchar contra
los beduinos y otro vendrá por nuestras
montañas para dirigirse a Amadiyah.
—¿Cuántos son los últimos?
—Mil hombres, al mando de un
miralai (coronel), con el cual va un Alai
emini (comisario yesidi). A ese miralai
le conozco yo. Mató a la mujer y dos
hijos de Pir (santón) Kamek y se llama
Omar Amed.
—¿Sabes dónde se reúnen?
—Los destinados a ir contra los
beduinos están escondidos en las ruinas
de Kufiunchik. Por mis espías he sabido
que parten pasado mañana; pero los
otros no estarán listos hasta más
adelante.
—Yo creo que tus espías te han
informado mal.
—¿Cómo es eso?
—¿Crees realmente que el mutesarif
de Mosul va a hacer venir tropas nada
menos que de Diarbekir para emplearlos
contra los kurdos orientales? ¿No había
tenido mucho más a mano el segundo
regimiento de infantería Irak Ordisi, que
está ahora en Sulaimana? ¿Y el tercer
regimiento de Kerkiuk no se compone de
kurdos en su mayor parte? ¿Crees que
cometerán la falta de emplear
trescientos hombres contra sus mismos
hermanos de tribu?
Se quedó muy pensativo y me dijo
luego.
—Tus palabras son sabias, pero no
las comprendo bien.
—¿Llevan consigo cañones las
tropas que están en Kufiunchik?
—No.
—Si proyectaran una marcha por la
llanura llevarían seguramente artillería.
Toda tropa sin artillería está
indudablemente destinada a operar en
las montañas.
—Entonces mis exploradores se han
equivocado. La tropa emboscada en las
ruinas no está destinada a ir contra los
beduinos, sino a Amadivah.
—¿Partirán pasado mañana?
Entonces llegarán aquí, precisamente, el
día de vuestra fiesta.
—¡Emir!
No dijo más que esta palabra, pero
con el acento del temor más grande. Yo
proseguí, diciendo.
—Observa que ni en el Sur ni en el
Norte de Jeque Adí, sino solamente al
Este y al Oeste hay tropas. A diez horas
de aquí se juntan mil hombres en Mosul
y quinientos al Este, en Amadiyah. Jeque
Adí queda cerrado, sin escape posible.
—Señor, ¿será eso verdad?
—¿Crees tú que quinientos hombres
serían suficientes para caer sobre la
región de los kurdos de Bervari, de
Botán, Tiyari, Yal, Hakkiarí, Kasita,
Tura-Gara, Baz y Chirván? Esos kurdos
al tercer día podrían oponerles seis mil
guerreros.
—Tienes razón, emir: ¡somos
nosotros su objeto!
—Ahora que te has convencido por
mis razones, escucha: sé de la propia
boca del mutesarif que quiere atacaros
en Jeque Adí.
—¿Es posible?
—Escúchame.
De mi conversación con el bajá de
Mosul le relaté lo que para mi objeto
juzgué necesario. Cuando hube
terminado, se levantó y dio algunos
pasos por la habitación. Luego me
tendió la mano.
—¡Te doy las gracias, emir; nos
salvas a todos! Nos habrían hallado
desprevenidos mil quinientos soldados,
y estábamos perdidos; pero ahora
celebro que vengan. El mutesarif con su
mala intención nos ha dejado en paz
para atraernos a la peregrinación de
Jeque Adí; lo ha pensado todo con
mucha precaución; pero una cosa ha
descuidado; los ratones que quiere cazar
serán tantos que podrán despedazar al
gato. Permíteme que diga a mis hombres
algo de lo que hemos hablado y
permíteme que me aleje por algunos
momentos.
Con esto se marchó.
—¿Qué te parece, emir? —me
preguntó Mohamed Emín.
—Lo que a ti.
—¿Y este es un mard-ech-chaitán,
un adorador del diablo? —dijo Halef—.
Yo me figuraba a los Yesidis con boca
de lobo, ojos de tigre y garras de
vampiro.
—¿Crees ahora que los Yesidis irán
al cielo? —le pregunté sonriendo.
—Aguarda un poco, sidi. He oído
decir que el diablo toma a menudo
hermosas apariencias para engañar con
más seguridad a los creyentes.
Se abrió la puerta y entró un hombre
de aspecto muy notable_ Sus vestiduras
eran del blanco más puro, y blancos
como la nieve sus cabellos, que en
largas guedejas rizadas ondeaban sobre
sus hombros. Contaría ya sus ochenta
años; tenía las mejillas descarnadas y
los ojos hundidos en las órbitas; pero su
mirada era inteligente y perspicaz y el
movimiento que hizo para abrir la puerta
mostraba una gran agilidad. La barba
cerrada, negra como ala de cuervo, que
le llegaba hasta la cintura, formaba vivo
contraste con la brillante nieve de su
cabellera. Nos hizo una reverencia y nos
saludó con voz poderosa:
—¡Günech-iniz soyündürme-sun!
(¡No se apague jamás vuestro sol!). Y
luego añadió:
—¿Hun be kurmangyi zanin?
(¿Entendéis el kurdo?).
Hizo esta última pregunta en dialecto
kurdo de Kurmangyi y cuando vio que
titubeaba yo para contestar, me dijo:
—¿Chima zazaya zani?
Era la misma pregunta en dialecto
zaza. Estos dos dialectos son los más
extendidos de la lengua kurda, que
entonces no conocía yo. No comprendí
bien las palabras; pero adiviné su
sentido y contesté en turco:
—Seni an-lamez-iz (No te
entendemos). Yalvar-iz soilem türkche
(Te ruego que hables en turco).
A todo esto me había levantado para
ofrecerle mi asiento, como exige la
cortesía al tratarse de un anciano. Este
me tomó la mano y me preguntó:
—¿Nemche sen? (¿Eres tú el
alemán?).
—Sí.
—¡Izim seni kuchaklam —am!
(Permíteme que te abrace).
Me estrechó contra su pecho de la
manera más cordial, pero no aceptó el
sitio que le ofrecía, sino que se sentó
donde había estado el bey.
—Mi nombre es Kamek —empezó
diciendo—. Alí-bey me ha dicho que
viniera a saludaros.
—¿Kamek? El bey nos ha hablado
de ti.
—¿Qué ha dicho que se refiera a mí?
—Te daría pena oírlo.
—¿Pena? Kamek no la siente ya.
Todos los dolores que un hombre es
capaz de experimentar, los he apurado
yo en una hora. ¿Qué puede ya darme
pena?
—Alí-bey nos dijo que conoces al
miralai Omar Amed.
Sin mover ni un solo músculo de su
rostro me contestó con voz
perfectamente serena:
—Le conozco, pero él no me conoce
aún a mí. Me mató a mi mujer y a mis
hijos. ¿Qué sabes ahora de él?
—Dispensa que me calle: Alí-bey te
lo dirá.
—Yo sé que no debéis hablar; pero
Alí no guarda ningún secreto para mí.
Me ha comunicado ya lo que le has
dicho acerca de las intenciones de los
turcos. ¿Crees realmente que vendrán a
turbar nuestra fiesta?
—Sí, lo creo.
—Nos encontrarán mejor
preparados que la otra vez, cuando perdí
mi alma. ¿Tienes mujer e hijos?
—No.
—Entonces no puedes comprender
por qué vivo, a pesar de estar muerto
hace mucho tiempo. Pero tú lo sabrás:
¿conoces Tel Afer?
—Sí.
—¿Has estado allí?
—No, pero he leído algo acerca de
esa ciudad.
—¿Dónde?
—En las descripciones de este país
y también en… Oye: tú eres un Pir, un
famoso santón de los Yesidis y
conocerás por lo tanto el Libro Sagrado
de los cristianos.
—Poseo la parte que en lengua turca
se llama Eski-sarik (Antiguo
Testamento).
—Entonces habrás leído el libro del
profeta Isaías.
—Lo conozco. Yesaiaí es el primero
de los diez y seis profetas.
—Hojea, pues, el libro hasta que
encuentres el capítulo treinta y siete.
Allí, en el versículo doce, dice:
«¿Acaso los dioses de las naciones
libraron a los que arruinaron mis padres,
a los de Gozam, y de Haram, y de Resef,
y a los hijos de Edén que moraban en
Talasar?». Este Talasar es Tel Afer.
Me miró sorprendido.
—¿Entonces por vuestros libros
sagrados conocéis las ciudades que
existían en nuestra tierra hace muchos
siglos?
—Así es.
—Vuestro Kitab es más grande que
el Corán. Pero, escucha: yo vivía en
Mirkam, al pie del Ysbel Sinyar, cuando
los turcos vinieron contra nosotros. Huí
con mi mujer y mis hijos a Tel Afer, que
es una ciudad fuerte, donde tenía yo un
amigo que me acogió en su casa y me
ocultó; pero incluso allí entraron esos
hombres feroces con objeto de matar a
todos los Yssidis que habían buscado
amparo en la ciudad. Mi escondite fue
descubierto y mi amigo fusilado sin
misericordia. A mí me ataron, y con mi
mujer y mis hijos fui conducido fuera de
la ciudad. Allí llameaban las hogueras
en que habían de quemarnos y corría la
sangre de los atormentados. Un mülasim
(teniente) me clavó su puñal en las
mejillas para atormentarme. Todavía
tengo la cicatriz: mírala. Mis hijos, que
eran jóvenes y valientes, al ver aquella
iniquidad se arrojaron sobre el verdugo.
Por esta acción fueron atados, lo mismo
que su madre. Les cortaron la mano
derecha y los echaron después al fuego.
Luego el mülasim arrancó el cuchillo
que tenía yo aún clavado en la cara y lo
hincó pausadamente, muy poco a poco,
en mi pecho. Cuando volví en mí era de
noche, y me encontraba entre cadáveres.
El acero no había tocado el corazón;
pero yo estaba anegado en mi propia
sangre. Un caldeo me vio aquella
mañana y me ocultó en las ruinas de
Kara Tapeh. Pasaron muchas semanas
sin que pudiera levantarme; y de ver la
muerte de los míos mis cabellos se
habían vuelto blancos. Volví a vivir,
pero mi alma estaba muerta. Mi corazón
ha desaparecido; en su lugar late un
nombre, el nombre de Omar Amed, pues
así se llamaba aquel mülasim, que es
ahora miralai.
Hizo este relato en tono uniforme,
indiferente, que me pareció como la
expresión más ardiente de un
sentimiento implacable de venganza. La
narración fue tan monótona, tan
automática como si la hubiera hecho un
narcotizado o un sonámbulo. Daba grima
oírle y yo sentía escalofríos de espanto.
—¿Quieres vengarte? —le pregunté.
—¿Vengarme? ¿Qué es venganza? —
contestó en el mismo tono—. Es una
acción mala, ilícita. Le castigaré y luego
mi cuerpo irá adonde mi alma ha ido
primero. ¿Os quedaréis con nosotros
durante la fiesta?
—No lo sabemos todavía.
—Quedaos. Si os marcháis no
conseguiréis vuestro intento; pero si os
quedáis tendréis todas las
probabilidades de conseguirlo, pues no
encontraréis turcos que os estorben, y en
cambio tendréis el apoyo de los Yesidis.
Hablaba entonces en tono muy
distinto del anterior y parecía que sus
ojos recobraban nueva vida.
—Quizá nuestra presencia no sirva
más que para estorbar vuestra fiesta —
dije, con intención de saber algo quizá
de su secta.
Movió lentamente la cabeza.
—¿Das tú también crédito a las
consejas o más bien las mentiras que
cuentan de nosotros? Si nos comparas
con otros verás que la limpieza de
costumbres y la pureza reinan en nuestra
tribu. La pureza es lo que nosotros
deseamos; pureza del cuerpo y del
espíritu, pureza en la palabra y en la
enseñanza. Pura es el agua y pura la
llama. Por eso amamos el agua y
bautizamos con ella. Por lo mismo
reverenciamos al fuego como un
símbolo del Dios puro, del cual dice
vuestro Kitab que vive en un atech, en
una luz a la cual nadie puede acercarse.
Vosotros os santificáis con su ikbalín, el
agua bendita, y nosotros nos
santificamos con atech ikbalín, el fuego
bendito. Metemos la mano en la llama y
bendecimos nuestra frente con ella,
como vosotros lo hacéis con el agua.
Vosotros decís que Azerat Esaú
(Nuestro Señor Jesús) ha estado en la
tierra y volverá a venir; nosotros
sabemos también que tuna vez pasó por
la tierra, y creemos que volverá para
abrirnos las puertas del cielo. Vosotros
honráis al Salvador que vivió en la
tierra; nosotros honramos al Salvador
que volverá a venir y por eso hacemos
lo que ordenó a los suyos cuando los
encontró dormidos en el bagache
Getsemán (Huerto de Getsemaní).
«Gozetín namar kalin ansizdán üzerine
varilmemich olursaniz velad y orad
para que no entréis en tentación». Por
eso tenemos al gallo como símbolo de la
vigilancia. ¿No lo hacéis también
vosotros? A mí me han contado que los
cristianos tenéis sobre los tejados y
torres de vuestras casas y templos un
gallo de hierro recubierto de oro.
Vosotros empleáis un gallo de metal y
nosotros lo empleamos vivo. ¿Somos
por eso idólatras y malvados? Vuestros
sacerdotes son más sabios y vuestras
doctrinas mejores; nosotros tendríamos
doctrinas mejores si tuviéramos
sacerdotes más sabios. Yo soy el único
entre todos los Yesidis que sé leer
vuestro Kitab y conozco la escritura, y
por eso puedo hablar contigo como
ningún otro lo haría.
—¿Por qué no pedís sacerdotes que
instruyan a los vuestros?
—Porque no queremos tomar parte
en vuestras discordias. Vuestra doctrina
está dividida. Cuando podáis decirnos
que estáis de acuerdo, venid y seréis
bien recibidos. Si los cristianos de
Occidente nos envían maestros, cada
uno de los cuales enseña una cosa
distinta, ellos mismos se perjudican.
Azerat Esaú dijo en vuestro Kitab. «Im
jol de guercheklih de omir de. Yo soy el
camino, la verdad y la vida». ¿Por qué
tienen los occidentales tantos caminos,
tantas verdades, ya que sólo hay uno que
es la Vida? Por eso no disputamos sobre
el Salvador que una vez estuvo en la
tierra, sino que nos conservamos puros,
esperando el Libertador que ha de venir.
En esto volvió Alí-bey y —lo
confieso sinceramente— me alegré
mucho. Mi deseo de saber algo de las
creencias de los «adoradores del
diablo» me había colocado ante aquel
sencillo kurdo en un estado semejante a
la confusión. Tuve que callar ante los
reproches relativos al cisma de mi
propia patria, pues realmente no le
faltaba razón al anciano. El Pir se
levantó y me dio la mano.
—Alá sea con vosotros y conmigo.
Yo voy por el sendero que me ha sido
trazado; pero volveremos a vernos.
Estrechó también la mano a mis
compañeros y se fue. Alí-bey le saludó
con un ademán y luego nos dijo.
—Ese es el más sabio entre los
Yssidis; nadie puede compararse a él.
Ha estado en Persia y en la India, en
Jerusalén y Estambul. En todas partes ha
visto y ha aprendido, y hasta ha escrito
un libro.
—¿Un libro? —pregunté,
sorprendido.
—Es el único entre nosotros que
sabe escribir correctamente. Desea que
nuestro pueblo llegue a ser tan
inteligente y civilizado como los
hombres de Occidente, y sólo podemos
aprender a serlo en los libros de los
francos. Para que esos libros puedan ser
escritos alguna vez en nuestra lengua, ha
anotado varios centenares de palabras
de vuestro dialecto. Ese es su libro.
—En realidad sería una buena obra.
¿Dónde está ese libro?
—En su aposento.
—¿Y su aposento dónde está?
—En mi casa. Pir Kamek es un
santo. Viaja por todo este país y en todas
partes le reciben con veneración. Todo
el Kurdistán es su residencia, pero ha
escogido por casa la mía.
—¿Crees que me enseñará su libro?
—¡Ya lo creo!
—Voy a pedírselo en seguida.
¿Adónde ha ido?
—Aguarda. No le encontrarías. Ha
ido a velar por los suyos. Sin embargo,
tendrás el libro; yo voy a buscártelo.
Antes, sin embargo, prometedme que os
quedaréis.
—¿Quieres que retardemos nuestro
viaje a Amadiyah?
—Sí. Han llegado aquí tres hombres
de Kaloni, que pertenecen a la rama
Badinán de la tribu Misuri, y son
hábiles, valientes, inteligentes y muy
rieles a mi persona. Los he enviado a
Amadiyah para que espíen a los turcos.
Ellos harán lo posible para averiguar el
paradero de Amad el Ghandur, pues se
lo he recomendado muy especialmente, y
mientras llegan sus noticias podéis
quedaros conmigo.
Accedimos de corazón. Alí-bey nos
abrazó otra vez gozosísimo, y nos dijo.
—Venid ahora conmigo; quiero que
mi mujer os conozca.
Me sorprendió esta invitación; pero
más tarde supe que los Yssidis no
encierran a sus mujeres como hacen los
mahometanos. Llevan vida patriarcal, y
nunca me acordé tanto en Oriente de la
vida casera alemana como durante mi
estancia entre ellos. Naturalmente, el
pueblo no poseía en punto a religión la
claridad de concepto que el Pir Kamek,
pero al recordar al griego traidor, al
inmoral armenio, al árabe vengativo, al
turco holgazán, al persa hipócrita y al
rapaz kurdo, tuve que respetar y apreciar
a los «adoradores del diablo», tan
maliciosa e injustamente calumniados.
Su culto es una mezcla de caldeísmo,
islamismo y cristianismo; pero en
ninguna parte encontrarían un suelo más
fructífero que el de los Yssidis los
piadosos misioneros que quisieran tener
un poco más en cuenta las costumbres de
aquella gente.
Enfrente de la casa estaba sentado el
buluk emini junto a su asno y comían los
dos. El asno cebada y su amo higos
pasos del Sinyar, de los cuales tenía al
lado varias ristras. Allí estaba
mascando y contando al mismo tiempo, a
los curiosos que le rodeaban, sus
heroicidades. Halef se le acercó,
mientras Alí-bey, Mohamed Emín y yo
nos dirigíamos al departamento
destinado a la señora de la casa.
CAPITULO VIII

EL ALMA DEL ASNO

La señora de la casa era muy joven y


tenía en los brazos a un nene. Llevaba la
hermosa cabellera negra recogida en
varias trenzas colgantes, y algunas sartas
de monedas de oro le adornaban la
frente.
—¡Sed bien venidos, señores! —
dijo sencillamente, con encantadora
modestia, tendiéndonos la mano.
Alí-bey nos la presentó y luego nos
presentó a ella. Su nombre, con
sentimiento mío, se me ha olvidado. Le
tomé el niño que tenía en brazos y lo
besé. Ella pareció complacerse mucho y
enorgullecerse por mi demostración de
afecto a su hijo. El pequeñito era en
verdad un «beyecillo» muy gracioso,
muy limpio, y en nada se parecía a esos
niños orientales, gordiflones, que se
encuentran especialmente y en gran
número entre los turcos. Alí-bey nos
preguntó dónde queríamos comer, si en
nuestro aposento o allí, en la habitación
de las mujeres, y me decidí en seguida
por lo último. El diminuto «adorador del
diablo» parecía encontrarse muy a gusto
conmigo; me miraba curiosamente con
sus ojitos oscuros, me tiraba de las
barbas, meneaba gozoso piernas y
brazos y balbucía de cuando en cuando
una palabra que ni él ni yo entendíamos.
Con relación al kurdo, estábamos los
dos a la misma altura y por eso no lo
solté tampoco durante toda la comida, lo
cual me hizo ganar mucho en el concepto
de su madre, que me sirvió la parte
mejor de los manjares y después de
comer me enseñó su jardín.
Lo que más me gustó de la comida
fue el kurch, un plato de nata que se
cuece al horno y luego se reviste de
azúcar y miel; y lo que más me gustó del
jardín fueron las prodigiosas flores,
color de fuego, que salen una al lado de
otra en el árbol y que llaman los árabes
bint al onsul: hijo del cónsul.
Luego me llevó Alí-bey consigo
para enseñarme mi aposento, el cual se
encontraba en el plano de la azotea, de
manera que tenía una vista espléndida.
Al entrar vi sobre una mesita baja un
voluminoso cuaderno.
—El libro del Pir —me dijo Alí al
notar que me fijaba en el manuscrito.
Lo cogí ansiosamente y me recosté
en el diván. Alí-bey, sonriendo, me dejó
solo, a fin de no estorbarme en el
estudio de tan precioso hallazgo. Estaba
éste escrito en árabe-persa y contenía
una importante colección de palabras y
frases en varios dialectos kurdos.
Advertí muy pronto que no me sería
difícil darme a entender en kurdo tan
luego como lograra desentrañar la
significación fonética de las letras. La
cuestión era adquirir práctica, y decidí
aprovecharme todo lo posible durante
mi estancia en aquella casa.
Entretanto anochecía, y abajo, en el
arroyo, adonde iban las muchachas a
buscar agua y algunos mozos las
ayudaban en su tarea, resonó el siguiente
canto:

Gavra min ave te


Bina mijak, darchin ber
pichte
Dave min chala surat ta
kate
Nachalnik ak bierdza ma,
bichanda ma Rusete[52]

Era un canto rítmico y melodioso


como no suele oírse en Oriente. Y me
puse a escuchar, mas por desgracia se
acabó el canto con esta estrofa y me
levanté para salir afuera, donde reinaba
mucha animación, pues iban llegando
continuamente extranjeros y se plantaban
tiendas una al lado de otra. Todo
demostraba la proximidad de una gran
fiesta. Al poner el pie en la calle vi una
importante reunión alrededor del
pequeño buluk emini, que contaba algo
en voz alta.
—He combatido en Saida —decía
pavoneándose— y luego en Candía,
donde dominamos a los sublevados.
Después combatí en Beirut a las órdenes
del notable Mustafá Nuri Bajá, cuya
alma valerosa está ahora en el paraíso.
Entonces conservaba yo aún mi nariz,
que perdí en Servia, adonde tuve que ir
con Chekib effendi, cuando Kiamil-bajá
perseguía a Miguel Obrenovich.
Por lo visto el bachí-bozuk no sabía
ya exactamente dónde ni en qué ocasión
le habían rebanado la nariz, y prosiguió.
—Me vi atacado detrás de Bukarest.
En verdad yo me defendía
valientemente; yacían ya veinte de mis
enemigos en el suelo, cuando me atacó
uno con su sable: el golpe debía
dividirme la cabeza, pero, como la
retiré en seguida, acertó a mi na…
No pudo terminar la palabra, pues en
aquel momento sonó a su lado un grito
tan estridente como yo no había oído
otro en mi vida. Pareció como si al
silbido de una sirena siguiera el rabioso
graznar de un pavo, terminando en un
gemido polífono, como el de un órgano
al cual se le acaba el viento en medio de
una tocata. Los circunstantes se
quedaron mirando aterrados al ser capaz
de producir sonidos tan enigmáticos y
antediluvianos; pero Ifra les dijo
tranquilamente:
—¿De que os sorprendéis? Es mi
asno. No puede sufrir la oscuridad y
grita durante toda la noche, hasta que
vuelve la luz del día.
¿Conque esas teníamos? Pues con
semejante habilidad resultaba el
animalito una preciosa adquisición.
Aquellos rebuznos eran capaces de
despertar a los muertos. ¿Cómo pensar,
pues, en dormir ni hallar descanso si
había que oír a la fuerza los impromptus
musicales de aquel cantante de cuatro
patas, que parecía tener en los pulmones
un trombón, en la garganta una chirimía
y en la laringe las boquillas y llaves de
cien clarinetes?
Era la tercera vez que oía empezar
la narración de la pérdida de la nariz del
buluk emini y parecía estar «escrito en
el libro» que no había de poner nunca
término a ella.
—¿Así rebuzna ese animal toda la
noche? —preguntó uno.
—Toda la noche —confirmó el
buluk emini con la resignación de un
mártir—. Una vez cada dos minutos.
—¡Quítale la costumbre! —Dime tú
cómo.
—¡Qué sé yo!
—Guárdate, pues, el consejo. Lo he
probado ya todo en vano: azotes, hambre
y sed.
—Disuádelo de una vez con
palabras formales, para que reconozca
su mala conducta. Tal vez se arrepienta.
—Le he dirigido varias
amonestaciones, en serio y con buenas
palabras. Me mira, me escucha con toda
calma, menea la cabeza y vuelve a
empezar.
—Es extraño. Te comprende; se ve
que sabe lo que le dices; pero no quiere
hacerte ese favor.
—Sí; muchas veces he oído decir
que los animales entienden a los
hombres, pues a veces se mete en ellos
el alma de algún difunto condenado a
expiar sus culpas de esa manera. El
individuo que está metido en mi asno,
debía de ser sordo, pero no mudo.
—Hay que averiguar de qué tribu
era. ¿En qué lengua hablas tú al burro?
—En turco.
—¿Y si el alma fue de un persa, un
árabe o un yaúr que no entendía el
turco?
—¡Allah akbar! Es verdad: en eso
no había yo caído.
—¿Por qué mueve la cabeza el asno
cuando le hablas? Es porque no entiende
el turco. Háblale en otra lengua, y verás.
—¿Cómo acertar con la verdadera?
Voy a pedírselo a mi emir, pues Hachi
Halef Omar me ha dicho que éste habla
todas las lenguas. Quizá descubra dónde
vivió antes el espíritu de mi burro.
También Solimán (Salomón) entendía la
lengua de los animales.
—Otros ha habido, además de
Solimán. ¿Sabes el cuento del rico que
habló con las piedras?
—No.
—Pues te lo voy a contar: Da vajta
beni Isráil meru ki dauletlii, mir; du
lau vi mán…
—¡Alto! —le interrumpió Ifra—.
¿En qué lengua hablas?
—En la nuestra: es kurmangyi.
—No la comprendo. Cuenta la
historia en turco.
—A ti te pasa justamente lo mismo
que a tu burro, que sólo entiende su
lengua. Pero ¿cómo puedo contar una
historia kurda en turco? Saldría una cosa
muy diferente.
—Pruébalo.
—Voy a ver. Así, pues, en el tiempo
de los hijos de Israel había un hombre
rico que murió. Dejó a sus dos hijos su
riqueza y una casa. Cuando los dos hijos
quisieron dividirla conferenciaron. Uno
dijo: «Esta es mi casa» y el otro
respondió: «Es mi casa». Por voluntad
de Dios se levantó en esto un ladrillo de
la pared y dijo: «¿Cómo no os
avergonzáis? Esta casa ni es tuya ni tuya.
Y fui un hombre, un gran rey, poderoso
en el mundo; pero me morí, estuve
trescientos años en la tumba, me deshice
y acabé en polvo. En esto un hombre me
recogió e hizo de mí un ladrillo.
Cuarenta años fui parte de una casa y
después me desmoroné. Setenta y tres
años estuve abandonado en el campo;
después vino otro hombre y me hizo otra
vez ladrillo para construir esta casa,
donde me encuentro hace trescientos
treinta años y no sé qué será de mí en
adelante. Entretanto no me duele el
alma…».
Fue interrumpido por el asno, al
cual, como no entendía el turco, parecía
fastidiarle la narración. Abrió, pues, la
bocaza y dejó resonar un doble trino que
sólo podía compararse al efecto que
harían un clarinete y un sacabuche rotos.
En esto, atravesó por entre el corro un
hombre y subió al vestíbulo de la casa.
Al llegar reparó en mi presencia.
—Emir, ¿es cierto que has venido?
No lo he sabido hasta ahora, pues me
hallaba en la montaña. ¡Cuánto me
alegro! Permíteme que te salude.
Era Selek.
Tomó éste la mano que le tendí y me
la besó. Esta manera de demostrar su
respeto era muy usual entre los Yesidis.
—¿Dónde están Pali y Melaf? —le
pregunté.
—Han encontrado a Pir Kamek y han
bajado con él a Mosul. Yo llevo un
mensaje a Alí-bey. ¿Podré verte
después?
—También yo iba a verle ahora. ¿Es
quizá secreto ese mensaje?
—Es posible; pero tú puedes
conocerlo. ¡Ven, emir!
Entramos en el departamento de las
mujeres, donde el bey se encontraba.
Parece que la entrada estaba permitida
allí a todos, y también se hallaba Halef.
El buen hachi comía otra vez.
—Señor —dijo Selek—, he estado
en la montaña, junto a Bozán, y tengo
algo que participarte.
—Habla.
—¿Pueden oírlo todos?
—Todos.
—Creíamos que el mutesarif de
Mosul quería enviar quinientos hombres
a Amadiyah para aumentar la guarnición
por temor a los kurdos; pero no es
cierto: los doscientos soldados que
vienen de Diarbekir han marchado hacia
Urmeli y están apostados en los valles
de Tura Garah.
—¿Quién lo ha dicho?
—Un leñador de Mungueichi a quien
encontré. Iba él hacia abajo a Kana
Kuyunlí, donde había una de sus balsas,
y vio que los trescientos hombres de
Kerkiuk tampoco se encuentran en el
camino de Amadiyah. Han ido por Altún
Kiuprí a Arbil y Guirdaschir y están
ahora más arriba de Mar Mattei, junto al
río Gazir.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Un kurdo Zibar que ha pasado el
canal para ir, por Bozán, a Dohuk.
—Los Zibar son gente fiel: no
mienten nunca y odian a los turcos. Creo
lo que esos dos hombres te han dicho.
¿Conoces tú el valle Idiz en el Gomel,
más arriba de Kaloni?
—Hay pocos que lo conozcan; pero
yo he estado allí muchas veces.
—¿Pueden llevarse de aquí caballos
y reses para ocultarlos?
—Quien conozca bien el terreno
puede llevarlos.
—¿Cuánto tiempo se necesitaría
para conducir allí a nuestras mujeres y
niños y nuestros ganados?
—Medio día, Yendo por Jeque Adí,
se sube por detrás de la tumba del santo
la estrecha angostura y ningún turco lo
advertirá.
—Tú eres el que mejor conoce esta
región. Tengo que hablar más
extensamente contigo, pero hasta
entonces no digas nada a nadie. Quería
ponerte a las órdenes del emir, pero
tendrás que ocuparte en otra cosa.
—¿Quieres que envíe mi hijo al
emir?
—Perfectamente.
—¿Habla bien el kurdo? —le
pregunté.
—Conoce el kurmangyi y el zaza.
—Pues sí, que venga: lo estimaré
mucho.
Selek se fue y se hicieron los
preparativos para la cena. Como la
hospitalidad de los Yssidis es ilimitada,
tornamos parte en ella unas veinte
personas, y en honor a Mohamed Emín y
a mí se improvisó un poco de música.
La orquesta se componía de tres
instrumentos: un tembure, un kamanche
y un bülure, que vienen a ser
equivalentes a la flauta, la guitarra y el
violín. La música era dulce y melodiosa
y pude observar que los Yesidis poseen
un gusto musical más refinado que los
árabes.
Durante la cena se presentó el hijo
de Selek, con el cual me retiré a mi
aposento para estudiar con su ayuda el
manuscrito del Pir Kamek. El horizonte
espiritual del joven era muy reducido;
pero hallé en él suficientes
conocimientos para lo que yo deseaba
saber. El Pir Kamek era el más instruido
de los «adoradores del diablo» y
únicamente en él encontré la experiencia
y el concepto de las cosas que tanto me
habían asombrado. Los demás eran
sencillos, y no había que extrañar que
tomaran el emblema por el objeto y que
sus prácticas dependieran más de la
rutina y la fe ciega que de la íntima
convicción. El misterio mismo de su
culto era lo que los tenía tan apegados a
sus creencias, pues en Oriente se inclina
el hombre más a la oscuridad, a lo
preñado de secretos, que a la claridad
diáfana.
Nuestra conversación transcurrió sin
que nadie la estorbara; pero a intervalos
casi regulares de dos minutos resonaba
el molesto rebuzno del asno de Ifra,
rebuzno que penetraba en los sesos. Se
le sufrió con paciencia y hasta fue objeto
de broma mientras duró la animación en
el lugar, adonde iban llegando nuevos
peregrinos; pero cuando fue cesando el
rumor de las voces y la gente se recogió
a descansar, los rebuznos se hicieron
insoportables y se levantaron varias
voces que primero eran sólo gritos de
que se le hiciera callar y luego
ocasionaron una pendencia.
Mas en lugar de asustar al burro, las
injurias y los insultos parecían animarle
a nuevos y más potentes rebuznos; las
pausas eran cada vez más cortas, y,
finalmente, formaron una sinfonía que no
podía calificarse de otro modo que de
infernal.
Acababa de levantarme para poner
coto a tan ruidosas manifestaciones
asnales, cuando abajo estalló una
gritería confusa. Era la gente que en
tropel acudía para poner las peras a
cuarto al antipático animal y a su dueño.
Lo que disputaron con él no pude
entenderlo; pero seguramente estaba el
infeliz muy apurado, y como no podía
defenderse, al poco rato oí pasos que se
acercaban a mi aposento. Entró el buluk
emini y me dijo:
—¿Duermes, emir?
Esta pregunta era superflua, pues nos
vio a mí y al hijo de Selek leyendo,
sentados y vestidos; pero en su angustia
no había encontrado medio mejor de
anunciarse.
—¿Y tú lo preguntas? ¿Es posible
que pueda nadie dormir con el horrible
concierto que nos da tu asno?
—¡Oh, señor! De eso se trata
precisamente. Tampoco yo puedo
dormir, y ahora acude todo el mundo a
mí y me exigen que me lleve al animal
lejos de aquí, al bosque, y que allí lo
tenga atado, y dicen que si no lo matarán
a tiros. Eso no puede ser, pues yo tengo
que volver con el asno a Mosul. De otra
manera me apalearían y perdería mi
grado.
—Entonces llévalo al bosque.
—¡Oh, emir, tampoco puede ser!
—¿Por qué?
—¿He de consentir que lo devore un
lobo? Hay lobos en el bosque.
—Entonces quédate tú con él allí y
guárdalo.
—¡Effendi, podrían presentarse dos
lobos!
—¿Y qué?
—Que uno devoraría al burro y el
otro a mí.
—Bien, pero en ese caso no te
verías apaleado.
—¡Te chanceas! Me dicen esos que
acuda a ti.
—¿A mí? ¿Para qué?
—Señor, ¿crees tú que ese animal
tiene alma?
—Naturalmente, tiene la suya.
—¡Es que tal vez tenga otra!
—Pues ¿dónde estará la suya? Tal
vez hayáis hecho un cambio y su alma
esté en ti y la tuya haya entrado en él.
Ahora eres tú el asno y tienes miedo
como una liebre, y él es el buluk emini y
ruge como un león. ¿Qué puedo yo hacer
para remediarlo?
—Emir, es seguro que tiene otra
alma; pero no es turca, pues no entiende
la lengua de los osmanlíes. Pero tú
hablas todas las lenguas del mundo y por
eso te suplico que bajes. Si hablas con
el borrico observarás muy pronto quién
está metido en él: si es un persa, o un
turcomano, o un armenio. Quizá sea un
ruso, en vista de que no nos deja
reposar.
—¿Crees, pues, realmente que…?
En aquel instante levantó el burro
nuevamente la voz y esta vez con tal
fuerza que el gentío rompió en iracundas
voces.
—¡Allah kerim! ¡Van a matar al
burro! ¡Señor, ven, en seguida, que si no
está él perdido y su alma también!
Echó a correr y yo le seguí. ¿Tenía
que seguir la broma? Mi conciencia me
reprochaba; pero su creencia de que en
el burro había otra alma me había puesto
de buen humor y no pude resistir a la
tentación. Al llegar abajo me esperaban
todos.
—¿Quién conoce un medio para
obligar a ese asno a callarse? —
pregunté.
Nadie contestó. Pero Halef me dijo,
después de una corta pausa:
—¡Señor, tú solo puedes hacerlo!
Mi Hachi pertenecía, por lo visto, a
los verdaderos «creyentes». Me acerqué
al asno, le agarré de la cabezada y
después de hacerle algunas preguntas en
idioma extranjero, acerqué el oído a sus
narices e hice como si escuchara. Luego
hice un movimiento de sorpresa y le dije
a Ifra:
—Buluk emini, ¿cómo se llamaba tu
padre?
—Najir Miria.
—No es ése. ¿Cómo se llamaba el
padre de tu padre?
—Muttalam Sobuf.
—¡Ese es! ¿Dónde vivía?
—En Hirmenlü, cerca de
Andrinópolis.
—Eso es. Cabalgó una vez de
Hirmenlü a Taskoi, y para fastidiar a su
asno le ató una piedra grande al rabo.
Pero el profeta había dicho:
«Echeklerín sev: ama a tu asno». Por
eso tu abuelo tiene que, expiar su culpa.
Le obligaron a volver del puente Sirat,
que lleva al paraíso y al infierno, y a
meterse en tu asno, y sólo puede ser
libertado atándole al rabo una piedra
como él ató otra al rabo de su animal.
¿Quieres libertarle, Ifra?
—¡Oh, emir, sí que quiero! —gritó
el buluk emini, quien estaba más cerca
del llanto que de la risa, pues el
pensamiento de que su abuelo anidaba
en el asno, tema que ser horrible para un
buen musulmán—. Dime todo lo que hay
que hacer para libertar al padre de mi
padre.
—Busca una piedra y un cordel.
El asno advirtió en seguida que
hablábamos de él; abrió la boca y lanzó
otro rebuzno.
—¡De prisa, Ifra! Esta será la última
vez que se lamente.
Cogí al burro por el rabo y el
pequeño bachí-bozuk le ató una piedra a
la extremidad del mismo. Apenas estuvo
terminada la operación, volvió el asno
la cabeza para quitarse el estorbo con
los dientes, cosa que no logró,
naturalmente. Luego trató de sacudir la
piedra con el rabo mismo; pero era
demasiado pesada y sólo consiguió
hacerla oscilar como un péndulo, lo cual
no fue de su agrado, porque le daba en
las piernas. El asno demostraba
visiblemente una gran confusión; miraba
de reojo hacia atrás; meneaba las orejas;
hociqueaba en el suelo, y abrió
finalmente la boca para rebuznar… pero
a voz se le ahogó. El hecho de que su
mejor adorno se hallara atado y estirado
hacia el suelo, le privó de la facultad de
expresar en nobles sonidos sus más
íntimos sentimientos.
—¡Allah hu, realmente no rebuzna!
—gritó el bachí-bozuk—. ¡Emir, eres el
hombre más sabio que he conocido!
Me marché y me eché a dormir; pero
abajo permanecieron aún mucho tiempo
los curiosos para ver si realmente el
milagro se había obrado.
Muy de mañana me despertó el
movimiento y la animación del lugar.
Continuamente llegaban peregrinos, de
los cuales unos se quedaban en Baadrí, y
los demás, después de corto descanso,
proseguían su camino hacia Jeque Adí.
El primero que vino a verme fue
Mohamed Emín.
—¿Has visto lo que ocurre abajo,
delante de la casa? —me preguntó.
—No.
—Pues mira.
Salí a la azotea y miré abajo.
Centenares de hombres rodeaban al
burro y lo contemplaban estupefactos.
Se habían contado uno al otro lo
ocurrido y al verme en la azotea se
retiraron con gran respeto. Tanto no me
había yo propuesto. Llevado de mi genio
alegre, había seguido una broma; pero
de ninguna manera había querido
confirmar a aquella gente en sus
supersticiones.
También vino Alí-bey, que me
saludó sonriendo y me dijo:
—Emir, tenemos que agradecerte
haber pasado la noche tranquilos. Eres
un gran mago. ¿Rebuznará de nuevo el
asno, si se le quita la piedra?
—Sí. El animal tiene miedo por la
noche y se anima con sus propios
rebuznos.
—¿Queréis acompañarme al
desayuno?
Bajamos al departamento de las
mujeres, donde se encontraba ya Halef
con el hijo de Selek, a quien di el título
de mi dragomán kurdo; vi también allí a
Ifra muy cariacontecido. La mujer del
bey me salió al encuentro con semblante
amable y me tendió la mano.
—Sabah’l jer (Buenos días) —le
dije saludándola.
—Sabah’l jer —me contestó—.
¿Kaisata ciava? (¿Cómo estás de
salud?).
—Kanguia. ¿Tu ciava? (Bien, ¿y
tú?).
—Skuker quode Kanguia (Bien,
gracias a Dios).
—¡Pero tú hablas kurmangyi! —
exclamó Alí-bey asombrado.
—Solamente lo que aprendí anoche
en el libro del Pir Kamek —le contesté
—, y eso es muy poco.
—Venid y sentaos.
Nos sirvieron primeramente café con
alajú y después asado de carnero que se
comía en lonchas anchas y delgadas a
manera de pan. Además, bebimos arpa,
una especie de cerveza aguada que los
turcos suelen llamar arparu, es decir,
agua de cebada. Todos tomaron parte en
la comida; sólo el buluk emini rumiaba,
afligido, a un lado de la estancia.
—Ifra, ¿por qué no vienes a comer?
—le pregunté.
—No puedo, emir —me contestó.
—¿Qué te falta?
—Consuelo, señor. ¡Hasta hoy he
montado mi asno, le he pegado, le he
insultado; le he acepillado y lavado muy
poco; muchas veces le he hecho padecer
hambre!, ¡y ahora vengo a saber que es
el padre de mi padre! Ahí afuera está,
con la piedra atada aún al rabo.
El buluk emini era digno de
compasión, y mi conciencia se sublevó;
pero la situación era tan cómica que no
pude contenerme y solté la carcajada.
—¡Te ríes! —exclamó con acento de
reproche—. Si tuvieras por cabalgadura
al padre de tu padre, llorarías. Tengo
obligación de guiarte a Amadiyah; pero
no me es ya posible, pues yo no me
monto otra vez sobre el espíritu de mi
abuelo.
—Es que no podrías aunque
quisieras. Sobre un espíritu nadie puede
montar.
—¿Pues sobre qué tengo que ir?
—Encima de tu asno.
Me miró muy confuso.
—Pero mi asno es un espíritu; tú lo
has dicho.
—Lo dije por broma.
—¡Oh! Eso lo dices ahora para
tranquilizarme.
—No; te lo digo porque me da pena
que tomes tan en serio mis bromas.
—Effendi, tú quieres consolarme.
¿Por qué se me ha escapado tantas veces
mi burro? ¿Por qué me ha derribado
tantas veces? Porque ha sabido que no
es asno, y que yo soy el hijo de su hijo.
¿Y por qué ha puesto el remedio tan
pronto esa piedra, al hacer yo lo que su
alma te mandó?
—No me dijo nada, y voy a decirte
por qué ha tenido buen resultado mi
remedio. ¿Has observado que el gallo al
cantar cierra los ojos?
—Lo he visto.
—Si le estiras los ojos de manera
que no pueda cerrarlos no volverá a
cantar. ¿Has notado que tu asno al
rebuznar levanta el rabo?
—Sí. ¡Realmente lo hace, effendi!
—Cuida, pues, de que no pueda
levantarlo y no rebuznará.
—¿Verdaderamente es así?
—Así es. Pruébalo esta noche si
vuelve a rebuznar.
—Siendo así, el padre de mi padre
no está encantado.
—¡No, hombre! Te lo digo
formalmente.
—¡Hamdulillah! ¡Gracias Dios!
De un salto salió de la casa y quitó
la piedra al burro; luego volvió de prisa
para comer. Nada podía, demostrar
mejor de qué manera tan patriarcal
viven los Yssidis que el ver al buluk
emini, a un inferior, sentándose a la
mesa del bey.
CAPITULO IX

UN ESPÍA

Una hora después montaba yo a caballo,


acompañado de mi intérprete, para dar
un paseo, en aquella mañana radiante.
Mohamed Emín prefirió quedarse en
casa y sobre todo dejarse ver lo menos
posible.
—¿Conoces tú el vallé de Idiz? —
pregunté a mi acompañante.
—Sí.
—¿Cuánto tiempo hay que cabalgar
para llegar allá?
—Dos horas.
—Desearía verlo. ¿Quieres tú
guiarme?
—Como tú mandes, señor. ¿Vamos
directamente o pasando por Jeque Adí?
—¿Qué camino es el más corto?
—El directo, naturalmente; pero
también es el más penoso.
—Pues por ese iremos.
—¿Lo soportará tu caballo? Es un
animal precioso, como quizá no he visto
otro que se le parezca; pero estará
solamente hecho a la llanura.
—Precisamente hoy quiero probarlo.
En esto habíamos salido de Baadrí.
El camino, que no conservaba rastro de
que hubiese sido afirmado, iba en agria
pendiente ya montaña arriba, ya montaña
abajo; pero mi caballo se portaba
maravillosamente. Las cumbres, que
desde lejos parecían cubiertas de
maleza, se mostraban al acercarnos
cubiertas de bosques tupidos y oscuros,
bajo cuyo ramaje pasábamos
cabalgando; pero llegó a ser tan
peligroso el paso que tuvimos que
apearnos y guiar a los caballos por la
rienda, y nos veíamos precisados a
examinar minuciosamente el terreno
antes de asentar el pie. El caballo de mi
joven acompañante, acostumbrado a
aquella clase de terreno, avanzaba con
más seguridad y sabía distinguir los
pasos peligrosos de los que no lo eran;
pero mi caballo poseía un fino instinto y
una extraordinaria cautela y pronto tuve
la convicción de que, con un poco más
de práctica, sería un excelente caballo
de montaña. Por de pronto, ya demostró
aquel día que no se fatigaba, mientras el
jaco de mi compañero sudaba y
empezaba a pelear con su propio
aliento.
Dos horas habían transcurrido
cuando llegamos a una espesura, detrás
de la cual las rocas descendían casi
perpendicularmente.
—Este es el valle —me dijo el guía.
—¿Cómo se baja a él?
—No hay más que un camino para
bajar, y viene desde Jeque Adí hasta
aquí.
—¿Está abierto?
—No: no ofrece ninguna diferencia
con el resto del terreno. Ven y lo verás.
Le seguí a lo largo de la espesa
selva que rodeaba y cubría todo el
borde del valle, de tal manera que un
extraño no habría presumido la
existencia de él. Al poco rato llegamos a
un sitio en el cual el guía se apeó, y,
señalando a la derecha, me dijo:
—Por aquí se va, siempre dentro del
bosque, a Jeque Adí; pero únicamente
los Yesidis conocemos el camino. Y
aquí, a la izquierda, empieza el sendero
que baja al valle.
Apartó el ramaje y vi a mis pies un
ancho valle en forma de caldera, cuyos
lados eran tan abruptos, que sólo había
un estrecho y difícil paso en el sitio en
que nos encontrábamos. Bajamos
llevando de las riendas a nuestros
caballos y una vez abajo pude
contemplar el valle en toda su anchura.
Era bastante capaz para ofrecer asilo a
varios millares de personas. Algunas
cuevas abiertas en la roca y otras
señales demostraban que había sido
habitado no hacía mucho tiempo. Su
fondo estaba cubierto de espesa y alta
hierba, que no sólo podía servir de
pasto a los ganados, sino incluso para
ocultarlos. Algunas grandes hoyas,
abiertas adrede en la roca, contenían
agua suficiente para gran número de
bocas sedientas. Dejamos, pues, reposar
y pacer a nuestros caballos y nos
echamos nosotros también a descansar
sobre la hierba. Empecé luego la
conversación con la observación
siguiente:
—La naturaleza no podría presentar
escondite y refugio más práctico que
éste.
—Ha servido ya para ese objeto,
effendi. En la última persecución que
sufrieron los Yssidis, encontraron aquí
refugio más de un millar de personas.
Por eso ningún hombre de nuestra fe
descubrirá este lugar ni por todos los
bienes de este mundo, porque no sabe si
tendrá que utilizarse alguna otra vez.
—Me parece que la ocasión ha
llegado ya.
—Lo sé; pero ahora no se trata de
una persecución contra nuestra fe, sino
de robarnos. El mutesarif envía mil
quinientos hombres contra nosotros,
pensando hallarnos descuidados; pero se
llevará chasco. Desde hace muchos años
no hemos celebrado nuestra gran fiesta,
y este año sí; y por eso vendrán todos
los que puedan, de manera que
podremos oponer a los turcos algunos
miles de hombres bien preparados.
—¿Llevan armas?
—Todos. Tú verás cuántos
dispararán salvas durante la fiesta. El
mutesarif no necesita para sus tropas
tanta pólvora en todo el año como
gastamos nosotros en esos tres días.
—¿Por qué se os persigue? ¿Por
vuestras creencias?
—No lo creas, effendi. Al mutesarif
le importan poco. Su único objeto es
hacerse rico, y a ello debemos ayudarle
unas veces los árabes y los caldeos, y
otras veces los kurdos y los Yesidis.
¿Acaso crees que nuestra fe es tan mala
que merezca ser extirpada?
Había rodado la conversación al
punto que me proponía, deseoso de que
el joven me dijera lo que el Pir no me
había declarado.
—No la conozco —le contesté.
—¿Ni tampoco has oído hablar de
ella?
—Muy poco, y ese poco no lo creo.
—Sí, effendi, se habla mucho y se
miente mucho acerca de nosotros.
¿Tampoco te dijeron nada mi padre ni
Pali y Melaf?
—No; a lo menos nada que valiera
la pena; pero espero que tú me dirás
algo.
—¡Oh, emir, a los extraños no les
hablamos nunca de nuestra fe!
—¿Soy yo extraño para vosotros?
—No. Salvaste la vida a mi padre y
a sus compañeros, y nos has avisado
ahora de lo que quieren hacer los turcos,
como he sabido por el bey. Tú eres el
único a quien puedo dar las noticias que
me pides; pero he de advertirte que ni yo
mismo lo sé todo.
—¿Hay en vuestra religión cosas
que no todos podáis saber?
—No; pero ¿acaso no hay en casa
asuntos que sólo los padres saben?
Nuestros sacerdotes son nuestros
padres.
—¿Me permites que te haga unas
preguntas?
—Pregunta lo que quieras, pero te
ruego que no cites cierto nombre.
—Ya sé, ya; pero eso, precisamente
es lo que más me interesa. ¿Me dirás
algo si evito pronunciar ese nombre?
—En tal caso, todo lo que yo sepa.
La palabra a que se refería era el
nombre del diablo, que a los Yssidis les
está prohibido pronunciar. La palabra
Chaitán está tan desterrada entre ellos
que hasta esquivan el empleo de voces
que de algún modo se le parezcan. Así,
por ejemplo, cuando hablan de un río,
dicen nahr y nunca Chat, porque esta
última palabra tiene cierta analogía con
la primera sílaba de Chaitán. La palabra
Kaitán (fleco o hilo) y las palabras naal
(herradura) y naal-band (herrador)
suelen omitirse, porque se asemejan a
laan (maldición) y mahlun (maldito). Si
tienen que hablar del diablo lo hacen
con muchos circunloquios y con temor,
llamándole Melek el Kuht (el rey
poderoso) o Melek Ta-us (el rey pavo
real).
—Al lado del buen Dios ponéis otro
ser, ¿no es cierto?
—A su lado no. El ser a quien te
refieres está debajo de Dios. Ese kiral
meleklerün era el jefe de los espíritus
celestiales; pero Dios es su criador y su
señor.
—¿Dónde está ahora?
—Se rebeló contra Dios y fue
desterrado.
—¿Adónde?
—A la tierra y a las estrellas.
—¿Es ahora señor de los que viven
en el Gehena?
—No. ¿Es que vosotros creéis que
está condenado por toda la eternidad?
—Sí.
—¿Y crees al mismo tiempo que
Dios es infinitamente bondadoso,
clemente y misericordioso?
—Sí.
—Entonces perdonará tanto a los
hombres como a los ángeles que
pecaron. Eso es lo que creemos
nosotros, y por eso compadecemos a
aquel que tú indicas. Ahora tiene poder
para perjudicarnos y por eso no le
nombramos siquiera. Más adelante,
cuando se le devuelva el poder que
tenía, podrá premiar a los hombres, y
por eso no hablamos mal de él. —
Entonces le veneráis. ¿Le adoráis,
acaso?
—No, puesto que es un ser criado
por Dios, como nosotros; pero evitamos
ofenderle.
—¿Qué significa el gallo que figura
en vuestro culto?
—No representa al que supones sino
que es el símbolo de la vigilancia. ¿No
os ha hablado Azerat Esaú, el Hijo de
Dios, de las vírgenes que esperaban al
esposo?
—Sí.
—Cinco de ellas se durmieron y no
pudieron entrar con él en el cielo.
¿Conoces la historia del discípulo que
negó a su maestro?
—Sí.
—También entonces cantó el gallo,
por lo cual entre nosotros es la señal de
que velamos, de que esperamos al gran
Esposo.
—¿Entonces creéis lo que dice la
Biblia?
—Lo creemos, aunque no sabemos
todo lo que dice.
—¿No tenéis vosotros ningún libro
sagrado donde esté escrita vuestra
doctrina?
—Teníamos uno, que se guardaba en
Baacheija, pero dicen que se ha perdido.
—¿En qué consisten vuestros oficios
divinos?
—Los presenciarás todos en Jeque
Adí.
—¿Puedes decirme quién fue ese
jeque Adí?
—No lo sé a punto fijo.
—Le rezáis, ¿verdad?
—No; solamente le veneramos,
rogando a Dios junto a su sepultura; fue
un santo y vive ahora con Dios.
—¿Qué clases de sacerdotes tenéis?
—Primeramente, los Pir, que
generalmente quiere decir anciano o
sabio, pero que en este caso significa
santo.
—¿Cómo se visten?
—Pueden vestirse como quieran;
pero han de llevar una vida muy austera
y así Dios les da poder para curar las
enfermedades del cuerpo y del alma por
su intercesión.
—¿Hay muchos Pir?
—Sólo conozco ahora a tres. Pir
Kamek es el más grande de todos.
—Sigue diciendo.
—Luego vienen los jeques, que
tienen que saber bastante árabe para
entender nuestros himnos sagrados.
—¿Los cantan en árabe?
—Sí.
—¿Por qué no los cantáis en kurdo?
—Lo ignoro. De entre los jeques se
eligen los guardianes de la sagrada
tumba, donde tienen que conservar el
fuego bendito y hospedar a los
peregrinos.
—¿Llevan traje especial?
—Van vestidos completamente de
blanco y llevan como distintivo una faja
roja o amarilla. Después de los jeques
vienen los predicadores, que llamamos
kavales, los cuales tocan los
instrumentos sagrados y van de lugar en
lugar enseñando a los fieles.
—¿Cuáles son vuestros instrumentos
sagrados?
—El pandero y la flauta. Además, a
los kavales les toca cantar en las
grandes solemnidades.
—¿Cómo visten?
—Pueden usar todos los colores que
quieran, pero, generalmente, van de
blanco, con turbante negro para
distinguirse de los jeques. A los kavales
los siguen los faquires, que ejercen los
oficios menores en la tumba y en el
culto. Estos faquires suelen vestir de
oscuro y llevan un paño rojo atravesado
en el turbante.
—¿Quién nombra a los sacerdotes?
—No los nombran, pues su dignidad
es hereditaria. Cuando muere alguno sin
dejar hijo varón, su oficio recae sobre la
hija mayor.
Esto sí que era extraordinario, sobre
todo en Oriente.
—¿Quién es el superior de todos los
sacerdotes?
—El jeque de Baadrí, a quien no
conoces porque hace días se halla en
Jeque Adí, ocupado en los preparativos
de la fiesta. ¿Tienes algo más que
preguntarme?
—Mucho. ¿Bautizáis a vuestros
hijos?
—Los bautizamos y circuncidamos.
—¿Hay manjares impuros que os
esté prohibido comer?
—No comemos carne de cerdo y no
usamos el color azul; esto último porque
el cielo es tan sagrado, que no queremos
rebajar su color dándolo a las cosas
terrenas.
—¿Tenéis un kiblah como los
árabes?
—Sí. Cuando oramos dirigirnos el
rostro hacia el lugar por donde ha salido
el sol aquel día. También enterramos a
los muertos con el rostro en la misma
dirección.
—¿Sabes de dónde procede vuestra
religión?
—Jeque Adí, el santo, nos lo
enseñó: somos originarios de las
regiones del Eufrates Inferior, desde
donde nuestros padres pasaron a Siria, a
Sinyar y más tarde al Kurdistán.
De buena gana habría seguido
preguntando; pero de pronto sonó arriba
un grito y al levantar la cabeza vimos a
Selek, que se disponía a bajar al valle.
Poco después me alargaba la mano,
diciendo:
—Por poco os mato a tiros.
—¿A nosotros? ¿Por qué? —
pregunté yo.
—Porque desde arriba os he tomado
por extranjeros, y ya sabéis que aquí no
puede entrar nadie sino los Yesidis.
Pero luego os he conocido. Vengo a ver
si hay que hacer aquí algún preparativo.
—¿Para alojar a los fugitivos?
—No hables de fugitivos, pues nadie
piensa en huir. Lo que hay es que yo le
he contado al bey la astucia de que te
valiste para atraer a cierto valle a los
enemigos de los Chammar y hacerlos
prisioneros y él quiere hacer lo mismo
ahora.
—¿Vais a atraer a los turcos a este
valle?
—No, sino a Jeque Adí; pero
durante el combate se refugiarán aquí
los peregrinos. El bey lo ha dispuesto
así y el jeque está conforme.
Selek examinó los charcos de agua y
las cavernas y nos invitó luego a dar la
vuelta con él. Aceptamos, y llevamos a
los caballos de la rienda hasta lo alto
del valle, donde montamos y partimos al
trote hacia Baadrí. Al llegar,
encontramos muy excitado al bey, que
me dijo:
—He tenido noticias graves desde
que te fuiste: los turcos de Diarbekir
están ya a orillas del Ghomel y los de
Kerkiuk han alcanzado el mismo río más
abajo de la sierra.
—Entonces ya habrán llegado de
Amadiyah los escuchas que enviaste.
—No llegaron siquiera a Amadiyah,
pues hubieron de dividirse para
observar las tropas. Ya es cosa probada
que el ataque va contra nosotros.
—¿Lo sabe el pueblo? —le
pregunté.
—No, pues pudiera el enemigo
averiguar que estamos sobre aviso. Te
aseguro, emir, que o yo perezco en la
lucha o le doy a ese traidor mutesarif
una lección que no se le olvide nunca.
—Hasta después del combate
permaneceré contigo.
—Gracias, pero no quiero que
expongas tu vida.
—¿Por qué no?
—Eres mi huésped y Dios me ha
confiado tu seguridad.
—Dios será mi mejor protector.
¿Quieres que acepte tu hospitalidad y te
deje ir solo al combate? ¿Quieres que
los tuyos digan que soy un cobarde?
—No lo dirá nadie. Además, ¿no has
sido también huésped del mutesarif?
¿No llevas su pasaporte y sus cartas en
el bolsillo? Y con todo eso ¿combatirías
contra él? ¿Acaso no estás
comprometido a salvar al hijo de tu
amigo? Además, bien puedes ayudarme
también a mí, sin necesidad de derramar
la sangre de mis enemigos.
—La razón te sobra, y, precisamente,
yo no quería matar a nadie, sino evitar
que haya derramamiento de sangre.
—Déjalo en mi mano. Yo no soy
sanguinario y mi propósito es
únicamente dar una lección a esos
verdugos.
—¿Cómo piensas lograrlo?
—A Jeque Adí han llegado ya tres
mil peregrinos y antes del día de la
fiesta serán seis mil o quizá más.
—Entre hombres, mujeres y niños,
por supuesto.
—Sí. Las mujeres y los niños irán a
guarecerse en el valle Idiz y sólo
quedarán los hombres. Las tropas de
Diarbekir y Kerkiuk se reunirán en el
camino de Kaloni, que conduce aquí, y
los de Mosul vienen por Ysrraiyah o
Aín Sifni. Quieren encerrarnos en el
valle de Jeque Adí; pero nosotros nos
apostaremos detrás del sepulcro y
alrededor del valle, donde, una vez que
hayan penetrado ellos, podremos
exterminarlos, si no se entregan. En tal
caso enviaré un mensajero al mutesarif
imponiéndole condiciones si quiere que
le devuelva sus hombres, y entonces
será él quien tenga que responder ante el
Gran Señor de Estambul de lo que haya
hecho con sus tropas.
—Sabrá disfrazar las cosas de modo
que todavía aparezca como agraviado.
—No lo conseguirá, pues yo enviaré
a Estambul mensajeros que lleguen
secretamente antes que los suyos.
Tuve que confesarme para mis
adentros que el bey no sólo era un
valiente, sino muy astuto y prevenido.
—Ahora dime en qué puedo yo serte
útil —le contesté.
—Tú te irás con los que se
encarguen de proteger a nuestras
mujeres e hijos y nuestros bienes.
—¿Os lleváis vuestros bienes?
—Todo nos lo llevamos. Hoy daré
orden a todos los habitantes de Baadrí
de que vayan al valle Idiz, pero con el
mayor sigilo, a fin de que el enemigo no
descubra mi plan.
—¿Y el jeque Mohamed Emín?
—Irá contigo. Ahora no podéis ir a
Amadiyah, pues el camino no está libre
todavía.
—Los turcos tendrían que respetar el
bu-dieruldú del Gran Señor y el firmán
del mutesarif.
—Pero entre ellos hay gente de
Kerkiuk y es probable que alguno
conozca a Mohamed Emín.
En esta conversación estábamos
cuando llegaron dos hombres. Eran mis
antiguos conocidos Palí y Melaf,
quienes al verme se pusieron locos de
alegría y me besaron diez veces la
mano.
—¿Dónde está el Pir? —les
preguntó Alí-bey.
—En el sepulcro de Jonás, en
Kufiunchik. Nos envía para que te
digamos que al segundo día de la fiesta,
de madrugada, seremos atacados.
—¿Conoce él el pretexto que da el
mutesarif?
—Dicen que en Maltaiyah un yesidi
degolló a dos turcos y quieren ver si
encuentran al que tal hizo en jeque Adí.
—En Maltaiyah dos turcos
asesinaron a dos Yssidis; ésta es la
realidad. ¿Ves ahora, emir, cómo son
esos turcos? Degüellan a mi gente, con
el fin de tener motivo para atacarnos.
¡Que vengan y hallarán lo que buscan!
Yo me retiré con mi intérprete a mi
aposento, donde me dediqué a estudiar
el kurdo. Mohamed Emín fumaba allí su
pipa asombrado de que me diera yo
tanto trabajo para leer un libro y
entender las palabras de una lengua
extraña. Trabajé así todo el día y la
noche, y pasé también el día siguiente en
tan grata ocupación.
Entretanto veía yo como los
habitantes de Baadrí acarreaban sin
cesar objetos de todas clases. En una
habitación de la casa de Alí-bey se
fundieron gran número de balas. He de
añadir que el burro del buluk emini no
había dejado oír sus conciertos en todo
este tiempo, pues su amo y maestro
apenas empezaba a anochecer le ataba la
piedra al rabo.
Iban llegando continuamente
peregrinos, solos, con sus familias o
formando caravanas numerosas. Muchos
eran pobres y se confiaban a la caridad
de los demás. Algunos llevaban una
cabra o un carnero cebados; la gente
más rica traía un buey o dos, y alguna
vez vi desfilar rebaños enteros. Estos
eran los dones de amor y sacrificio que
los acomodados conducían a la tumba
del santón para que sus hermanos pobres
no tuvieran que pasar necesidad. En
aquella incesante acumulación de gente
los únicos que no aparecían eran mis
bachí-bozuk y arnautes, que debían de
andar todavía dispersos, sin saber
adónde encaminarse.
Al tercer día, primero de la fiesta,
estaba todavía con mi intérprete
estudiando en el libro del Pire No había
salido aún el sol y yo me hallaba tan
abismado en mi labor, que no noté que el
buluk emini había entrado.
—Emir —me dijo, después de
carraspear varias veces sin que yo me
diera cuenta de que estaba allí semejante
personaje.
—¿Qué hay?
—¡Vamos!
Entonces observé que el hombrecillo
se había calzado botas y espuelas.
Entregué al hijo de Selek el manuscrito y
me puse en pie. Había olvidado que
tenía que bañarme y mudarme de ropa
para presentarme dignamente en la
fiesta. Tomé mi muda, bajé y me
apresuré a salir del pueblo. En el
riachuelo hormigueaban los bañistas, y
hube de ir bastante lejos para encontrar
un sitio en donde me juzgué libre de
curiosos.
Allí me bañé y me mudé de ropa,
procedimiento que no debe olvidarse en
Oriente al emprender un viaje. Sentíame
como renovado y ágil, y contento iba a
alejarme cuando noté un ligero
movimiento en la maleza que cubría la
orilla del río. ¿Era un animal o un
hombre? Estábamos en pie de guerra y
podía ser conveniente no descuidar el
pormenor más insignificante. Fingiendo
no haber percibido nada, arranqué
algunas ramitas floridas, y
deshojándolas fui acercándome,
descuidadamente y dando la espalda a la
maleza, al lugar en que había notado la
oscilación de las ramas; pero de repente
me volví y de un salto me lancé en
medio de la espesura. A mis pies hallé a
un hombre agazapado, joven todavía,
cuyo aspecto denotaba al militar, aunque
como única arma llevaba un puñal. Una
ancha cicatriz le cruzaba la mejilla
derecha. Se levantó y quiso escabullirse,
pero yo le agarré con mano firme y le
detuve.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté.
—Nada.
—¿Quién eres?
—Un… yesidi —dijo vacilando.
—¿De dónde?
—Me llamo Larsa y pertenezco a los
Dassini.
Había oído yo decir que los Dassini
eran una de las familias más distinguidas
de los Yesidis; pero aquel hombre no me
pareció un «adorador del diablo».
—Te he preguntado qué haces aquí.
—Me he escondido porque no
quería estorbarte.
—¿Y a qué has venido?
—A bañarme.
—¿Dónde está tu ropa?
—No la he traído.
—Estabas aquí antes de llegar yo y
tenías derecho a quedarte en lugar de
esconderte. ¿Dónde has pasado la
noche?
—En el pueblo.
—¿En casa de quién?
—En casa de… de… no conozco su
nombre.
—Ningún dassini necesita
hospedarse en casa de un desconocido.
Ven conmigo y enséñame la casa donde
has estado.
—He de bañarme antes.
—Lo harás después. Ahora vamos al
pueblo. ¡Conque, adelante!
Trató de desasirse de mí, pero
viendo que no podía lograrlo, me dijo:
—¿Con qué derecho me tratas en
esta forma?
—Con el de la desconfianza que me
inspiras.
—Del mismo modo podría yo
desconfiar de ti.
—¡Naturalmente!, y te ruego que lo
hagas; por eso vamos al pueblo, donde
nos daremos a conocer los dos.
—Ve tú donde quieras…
—Claro está; pero en tu compañía.
Su mirada se clavó en mi cinturón, y
al notar que iba yo desarmado trató de
empuñar su cuchillo; pero yo, que no le
quitaba ojo, observé su maniobra, le
apreté más la muñeca y de un tirón le
saqué de la espesura.
CAPITULO X

LA GRAN FIESTA

—¿Cómo te atreves? —exclamó


echando fuego por los ojos.
—No hay protesta que valga; tú te
vienes conmigo; ¡chapuk! ¡en seguida!
—¡Suéltame la mano, si no!…
—Si no ¿qué?
—¡Te mato!
—¡Hazlo si puedes!
—¡Toma!
Empuñó el cuchillo y fue a
clavármelo; pero yo le cogí la otra
mano, diciendo:
—Lástima me das, pues no pareces
cobarde.
Luego le apreté la muñeca de modo
que tuvo que soltar el cuchillo. Yo lo
recogí al momento y le agarré por el
cuello.
—Ahora, adelante: ¡si no!… Toma
mi ropa y llévala.
—No lo haré.
—¿Por qué no?
—¿Eres tú acaso yesidi?
—No.
—Pues ¿por qué quieres llevarme al
pueblo?
—Voy a decírtelo: eres un soldado
turco, un espía…
El joven se puso lívido y replicó:
—Te equivocas, señor. Puesto que
no eres yesidi, suéltame.
—Sea yo yesidi o no lo sea, sigue tú
adelante.
El mozo se retorcía como una
anguila bajo mi puño, pero de nada le
valió y le obligué a llevar mi ropa. No
fue escasa la curiosidad que excitamos
al entrar en el pueblo, donde la multitud
nos siguió a la vivienda del bey. Este se
encontraba en el selamlik, adonde
conduje al desconocido. No lejos de la
puerta y sin que el preso le viera, el
buluk emini, que estaba allí, le miró
sorprendido al pasar por delante de él.
Sin duda le conocía.
—¿A quién traes aquí? —me
preguntó el bey.
—A un desconocido que he
encontrado oculto entre la maleza del
río, desde donde podía observar el
pueblo y el camino de Jeque Adí.
—¿Quién es?
—Pretende llamarse Larsa y ser
dassini.
—Le conocería yo; pero no hay
ningún dassini que se llame así.
—Ha querido matarme al forzarle yo
a venir aquí. En tus manos lo dejo. Haz
de él lo que mejor te parezca.
Y salí del aposento, en cuya puerta
me encontré con el buluk emini.
—¿Conoces al joven que me
acompañaba? —le pregunté.
—¡Vaya si le conozco! ¿Qué mal ha
hecho, emir? Debes de haberle tomado
por otro. No es ningún, bandido ni
ladrón.
—¿Qué es, pues?
—Es kol agasi [53] de mi regimiento.
—¡Ah! ¿Cómo se llama?
—Nasir. Nosotros le llamamos
Nasir Agasi. Es amigo del miralai Omar
Amed.
—Bien; dile a Halef que puede
ensillar.
Yo volví al selamlik, donde en
presencia de Mohamed Emín y otros
notables del pueblo Alí-bey interrogaba
al preso.
—¿Desde cuándo estabas escondido
en la maleza? —Le preguntaba Ali.
—Desde que ese hombre empezó a
bañarse.
—El que te ha cogido es un emir; no
lo olvides. Tú no eres dassini ni yesidi.
¿Cómo te llamas? ¡Responde!
—No puedo decirlo.
—¿Por qué?
—Tengo pendiente una deuda de
sangre allá arriba, en las montañas
kurdas, y debo ocultar quién soy y cómo
me llamo.
—¿Desde cuándo un kol agasi toma
venganzas de sangre de un kurdo? —le
pregunté.
El joven se quedó más pálido que la
cera.
—¿Kol agasi? ¿Qué dices?
—Digo que conozco tan bien a Nasir
Agasi, el hombre de confianza del
miralai Omar Amed, que no hay
confusión posible.
—¿Tú… tú me conoces? ¡Wallahi,
entonces estoy perdido sin remedio; era
mi destino!
—Estás en un error. Si confiesas
sinceramente qué hacías allí quizá no te
ocurra nada.
—No tengo nada que decir.
—Entonces estás per…
Interrumpí al colérico bey con un
ademán y me volví al prisionero.
—¿Es verdad eso de la deuda de
sangre?
—Sí, emir.
—Pues otra vez sé más cauto. Si me
prometes volver sin dilación a Mosul y
dejar por ahora tu venganza, eres libre.
—¡Effendi! —gritó asustado el bey
—. Ten en cuenta que nosotros…
—Ya sé lo que quieres decir —le
interrumpí otra vez—. Este hombre
pertenece al Estado Mayor del
mutesarif; es un kol agasi que algún día
puede llegar a general; y como tú, por
fortuna, vives con el mutesarif en paz y
amistad, has de sentir haber molestado a
este señor oficial, a quien nada habría
ocurrido si yo hubiera sabido antes
quién era. ¿Me prometes volver a Mosul
sin detenerte en ninguna parte?
—Lo prometo.
—¿Tu venganza tiene algo que ver
con algún yesidi?
—No.
—Vete, pues, y Alá te guarde de que
la venganza no sea peligrosa para ti
mismo.
El joven estaba asombrado. Hacía
un instante que había visto segura su
muerte y ahora se hallaba libre. De
pronto me cogió de la mano y exclamó.
—Emir, te doy las gracias. ¡Alá te
bendiga a ti y a todos los tuyos!
Luego salió precipitadamente. Sin
duda temía que nos arrepintiéramos de
nuestra generosidad.
—¿Qué has hecho? —me dijo el bey,
más colérico que asombrado.
—Lo mejor que podía hacer —le
contesté.
—¿Lo mejor? ¡Ese hombre es un
espía!
—Así es.
—Y había merecido la muerte.
—Así es.
—¡Y le das la libertad! ¡Sin forzarle
a confesar a qué ha venido!
Los demás asistentes me miraban
también con expresión sombría; pero yo
no me di por entendido y contesté
tranquilamente:
—¿Qué habrías sacado en limpio de
su confesión?
—¡Quizá mucho!
—No más de lo que ya sabemos. Por
lo demás parecía estar resuelto a morir
antes que confesar.
—Pues le habríamos matado.
—¿Y qué adelantabais con su
muerte?
—Que hubiera un espía menos ten el
mundo.
—Pero las consecuencias habrían
sido muy distintas. El kol agasi había
sido enviado indudablemente para
averiguar si presentíamos un ataque. Si
le hubierais matado o encarcelado, al
ver que no regresaba, habrían supuesto
que estamos sobre aviso. Pero ahora ha
recobrado la libertad y el miralai Omar
Amed tendrá por seguro que no
sospechamos en lo más mínimo la
intención del mutesarif. Es la mayor de
las estupideces soltar a un espía si uno
está convencido de que ha de ser
atacado: esto se dirán ellos. ¿Tengo
razón?
—Perdona, emir. Mis pensamientos
no alcanzan tanto como los tuyos. Pero
enviaré uno que le espíe para
convencerme de que realmente se
marcha.
—Tampoco lo harás.
—¿Por qué no?
—Podría sospechar por qué le
hemos dado libertad. Se guardará muy
bien de quedarse aquí; y por lo demás
va llegando bastante gente que te dirá si
le han encontrado por el camino.
También en esto impuse mi opinión.
Era una gran satisfacción para mí haber
matado dos pájaros de un tiro; había
concedido la vida a un hombre que
obraba por mandato ajeno y al mismo
tiempo frustraba el plan del mutesarif.
Con esta impresión me fui al
departamento de las mujeres que,
propiamente, debía llamarse cocina,
para tomar el desayuno. Pero antes
saqué de la colección de baratijas y
cosas curiosas que me había regalado
Isla Ben Maflai, el comerciante de
Estambul, un brazalete del cual pendía
un medallón.
El nene del bey estaba ya despierto.
Mientras su madre le tenía en brazos
traté de dibujar su carita en un papel y
me salió regularmente, pues todos los
niños se parecen. Luego puse el dibujo
en el medallón y di a la madre el
brazalete.
—Llévalo como recuerdo del emir
de los nemsi —le dije—. Como encierra
la carita de tu hijo, éste seguirá siendo
niño a tus ojos aun cuando llegue a
viejo.
La joven contempló extasiada el
retrato. A los cinco minutos lo había
enseñado a todos los habitantes de la
casa y a todos los visitantes. No sabían
cómo manifestarme su gratitud y tuve
que refugiarme en mi cuarto para
librarme de sus demostraciones.
Después nos pusimos en camino, no con
la impresión de quien va a divertirse o
gozar, sino con una preocupación muy
grave.
Alí-bey vestía su traje de gran gala y
galopaba conmigo al frente de todos,
seguido de los conspicuos de Baadrí.
Mohamed Emín iba a mi lado,
contrariado y de mal humor, pues con
todas aquellas cosas nuestra expedición
a Amadiyah se demoraba.
Delante de nosotros iba una banda
de música cuyos instrumentos consistían
en flautas y panderos, y detrás venían las
mujeres, casi todas montadas en asnos
cargados de tapices, almohadas y
utensilios de toda clase.
—¿Has dado tus órdenes respecto de
Baadrí? —pregunté a Alí.
—Sí: hasta Yeraiah he colocado
puestos de guardias que me anunciarán
la presencia del enemigo.
—¿Quieres dejar que pasen los
turcos sin oponer resistencia?
—¡Naturalmente! Pasarán sin
molestar a nadie para que nosotros no
estemos advertidos antes de tiempo.
Desde aquel momento empezó gran
movimiento alrededor de nosotros. Nos
envolvió una nube de jinetes que
ejecutaban sus fantasías, y por todas
partes estallaban salvas sin cesar. Luego
el camino se fue estrechando, y a trechos
subía tan empinado montaña arriba, que
teníamos que apearnos y guiar uno
detrás de otro los caballos por entre las
rocas. Una hora larga tardamos en
alcanzar lo alto del collado, desde
donde pudimos ver abajo el valle,
cubierto de verde bosque, de Jeque Adí.
Tan pronto como cada uno de los
jinetes descubría la blanca torre del
monumento sepulcral, disparaba su fusil
y desde abajo contestaban al saludo con
descargas incesantes, de tal manera que
parecía librarse un gran combate de
infantería, cuyo eco resonaba en las
montañas. Detrás de nosotros iban
llegando siempre nuevos viajeros; y al
bajar cabalgando por la ladera vimos a
derecha e izquierda infinidad de
peregrinos que descansaban bajo los
árboles. Reposaban de la fatiga de la
ascensión y gozaban de la vista del
templo y del magnífico panorama de las
montañas, que para los habitantes de la
llanura constituía un placer exquisito y
desusado.
No habíamos llegado todavía al
sepulcro, cuando nos salió al encuentro
el Mir Jeque Jan, jefe espiritual de los
Yssidis. Tenía el título de Emir Hachi y
descendía de la familia de los
Omniadas, considerada como la más
conspicua por los Yssidis, que la llaman
Posmir o Begzadeh. Era un anciano
robusto, de aspecto venerable y
bondadoso y desposeído al parecer de
toda soberbia jerárquica, pues se inclinó
ante mí y me abrazó con tanto afecto
como si fuera hijo suyo, diciendo:
—¡Aaleik salam u rahmet Allah!
¡Sersere men at! La paz y la
misericordia de Dios sean contigo. Sed
bien venidos.
—¡Chode scogholeta rast inist!
Dios esté contigo en tu ministerio —le
contesté—. ¿No podrías hablarme en
turco, pues todavía no conozco bien
vuestra lengua?
—Dispón de mí como gustes y sé mi
huésped en la casa de aquel en cuya
sepultura honramos el poder y la gracia
del Señor.
Nos habíamos apeado al acercarnos
al monumento, y a una señal del
pontífice se llevaron nuestros caballos;
nosotros, esto es, Alí-bey, Mohamed
Emín y yo, nos encaminamos a la
residencia del anciano. Llegamos
primeramente a un patio cercado por una
pared, que estaba ya lleno de hombres, y
luego a un patio interior que los Yssidis
no pisaban sino con los pies descalzos.
Siguiendo el ejemplo me quité los
zapatos, que dejé a la entrada.
En aquel patio interior había muchos
árboles, a cuya sombra descansaban
algunos jeques y kavales. Grandes
macizos de adelfas en flor y una
gigantesca parra formaban tupidos
cenadores, a uno de los cuales nos
condujo el Mir Jeque Jan. Fuera de los
sacerdotes que descansaban bajo los
árboles, no había nadie más que
nosotros en aquel patio.
En el interior del frondoso recinto se
levantaba el verdadero sepulcro,
dominado por dos torrecillas blancas
que contrastaban hermosamente con el
verdor oscuro del valle. Las agujas de
las torres estaban doradas y en sus
costados había mil calados en los cuales
la luz y la sombra se quebraban. En la
portalada vi varias figuras talladas en la
piedra, entre las cuales me llamaron la
atención las de un león, una serpiente, un
hacha, un hombre y un peine.
El interior del edificio, según tuve
ocasión de ver posteriormente, estaba
dividido en tres departamentos
principales, uno de ellos más grande y
espacioso que los dos restantes, con
arcos y columnas y una fuente, cuya agua
es sagrada para los Yssidis, y con la
cual se bautiza a los neófitos. En uno de
los dos departamentos inferiores se
encontraba la sepultura del santón, sobre
cuyo panteón se levantaba un bloque
cúbico formado de arcilla y revestido de
yeso. Como único adorno había un tapiz
de seda verde bordado, extendido sobre
el citado bloque, y una lámpara que arde
perpetuamente en el sepulcro. La arcilla
del monumento gene que renovarse de
cuando en cuando, pues los guardianes
del templo hacen de ella unas bolitas
que los peregrinos compran y se llevan
como recuerdo, para usarlas
probablemente como amuletos. Estas
bolitas se guardan en una vasija
colocada debajo de la parra del patio, y
tienen diversos tamaños, desde el de un
guisante hasta el de las canicas de
piedra y vidrio con que juegan los niños
en Europa.
En el segundo de los dos
departamentos más reducidos se
encuentra otra tumba, acerca de la cual
los mismos Yesidis parecen no estar
muy seguros.
En el muro circular que rodea el
santuario hay dispuestos muchos huecos
donde se colocan los hachones con que
se ilumina el edificio en los días de gran
fiesta. El mausoleo está rodeado de
casas que sirven de vivienda a los
sacerdotes y custodios del santuario, y
el poblado está enclavado en una
estrecha garganta cuyos muros de roca
están cortados a pico. Consta de unas
cuantas casas y de algunos edificios que
sirven para alojar a los peregrinos.
Cada tribu o cada subtribu importante
posee su edificio propio y para su uso
exclusivo.
Fuera del recinto se había
establecido una verdadera feria, donde
se exhibían, pendientes de los árboles,
toda clase de tejidos y telas y sobre
mesas y bancos toda clase de objetos,
frutas y comestibles, así como armas,
alhajas y toda suerte de curiosidades. A
no haber sido por los trajes, me habría
juzgado en mi patria, tan alegre, ingenua
y plácida era la feria en el pueblo del
santón. Verdaderamente, aquellos
«adoradores del diablo» ganaban cada
vez más mis simpatías, y convengo
completamente en lo que un inglés muy
sagaz, que había pasado algunas
semanas en Kofán, me dijo más tarde en
Constantinopla.
—Se infama a los «adoradores del
diablo» porque son mejores que sus
detractores. Si fueran más en número y
no estuvieran tan diseminados, podrían
ser los alemanes de Asia, y en ninguna
parte fructificaría mejor la doctrina de
Cristo que entre esa gente. Y creo que
ciertos misioneros americanos, que
describen a los Ysidis de un modo tan
contrario a la realidad, lo hacen para
dar importancia a algún pequeño triunfo
eventual que hayan tenido.
Naturalmente, me abstuve de hacer
preguntas a fin de que mi curiosidad no
los molestara, y acaso he de atribuir a
esto que nuestra conversación llegara a
ser tan cordial como si fuéramos todos
amigos antiguos. Primero se habló del
próximo ataque, tema que se agotó
pronto, pues Alí-bey había tomado todas
las medidas para frustrarlo. Luego
recayó la conversación sobre Mohamed
Emín y mi persona, sobre nuestras
aventuras y la empresa que teníamos
entre manos.
—Quizá caigáis en algún peligro y
necesitéis socorro —nos dijo el Mir
Jeque Jan—. Os daré una señal que os
asegure el apoyo de todos los Yesidis a
quien la mostréis.
—Te lo agradeceré mucho —le dije
yo—. ¿Es quizá una carta?
—No: un Melek Ta-us.
Estuve a punto de dar un brinco al
oír estas palabras. ¡Este era el nombre
que daban ellos al diablo! ¡Era el
nombre del animal que, según sus
calumniadores, colocan los Ysidis en el
altar, el que extingue las luces al
empezar la orgía! Era, por fin, la
palabra que como identificación da el
Mir Jeque Jan a los sacerdotes a quienes
confía una misión delicada. Y esa
palabra tan temible, tan secreta, sobre la
cual se ha discutido tanto, la
pronunciaba el pontífice con la mayor
sencillez del mundo. Con actitud casi
indiferente le pregunté.
—¿Un Melek Ta-us? ¿Puedes
decirme qué es eso?
Con la afabilidad de un padre que da
una explicación a su hijo, contestó:
—Melek Ta-us llamamos a aquel
cuyo nombre verdadero está desterrado
de nuestro idioma. Melek Ta-us se llama
también el animal que entre nosotros es
el símbolo del valor y la vigilancia…
Melek Ta-us llamamos a la imagen de
ese animal que entrego a los que me
merecen confianza. Y sé todo lo que
acerca de nosotros se cuenta; pero tu
buen sentido te dará a comprender que
juzgo inútil defenderme de esas cosas
contigo. Y he tratado a un hombre que ha
visitado muchas iglesias cristianas y me
ha dicho que en ellas tenéis las imágenes
de la Madre de Dios, del Hijo de Dios y
de muchos santos. También tenéis la de
un ojo que es el símbolo de Dios Padre
y una paloma que es el símbolo del
Espíritu Santo. Os arrodilláis y oráis en
los lugares donde están esas imágenes,
pero no se me ocurre pensar por eso que
las adoréis. Nosotros creemos de
vosotros lo verdadero y vosotros de
nosotros lo falso. ¿Quiénes somos más
inteligentes y buenos, vosotros o
nosotros? Fíjate en este frontispicio.
¿Crees que adoramos esos símbolos?
—No.
—Ahí ves un león, una serpiente, un
hacha, un hombre y un peine. Los
Yssidis no saben leer y por eso es mejor
que se les diga por medio de imágenes
lo que es conveniente que sepan. Un
escrito no lo entenderían; pero no
olvidan lo que significan esas imágenes,
porque las ven en la tumba de un santo.
Ese santo era un hombre; por eso no le
adoramos; pero venimos junto a su
tumba como se reúnen los hijos junto al
sepulcro de su padre.
—¿Os dio él vuestra ley?
—Nos dio nuestra fe, pero no
nuestras costumbres. La fe vive en el
corazón, pero las costumbres crecen del
suelo en donde habitamos y de la tierra
que forma los límites de este suelo.
Jeque Adí vivió antes que Mahoma,
pero a su doctrina hemos añadido las
máximas del Corán que hemos
reconocido por buenas y saludables.
—Me han dicho que hizo milagros.
—Milagros los puede hacer sólo
Dios; pero cuando los obra suele
hacerlo por mano de los hombres. Mira
ahí dentro y verás una fuente que Jeque
Adí hizo brotar de la roca. Jeque Adí
estuvo antes que Mahoma en la Meca,
donde ya la fuente Zem-Zem era tenida
por santa. Trajo agua de Zem-Zem y la
vertió sobre esta roca. En seguida la
roca se abrió y salió el agua sagrada.
Así nos lo han contado; pero no
obligamos a que lo crean, pues el
milagro existe sin eso. ¿No es acaso
milagro que brote agua de la piedra
compacta e inerte? Este es, para
nosotros, un símbolo de la pureza de
nuestra alma, y por eso la tenemos por
santa, no porque descienda de la fuente
Zem-Zem.
El Mir Jeque Jan interrumpió su
conversación, pues se abrió la puerta
exterior para dar entrada a una gran
muchedumbre de peregrinos, cada uno
de los cuales llevaba una lámpara. Estas
lámparas eran dones de gratitud, a
manera de exvotos, por la curación de
una enfermedad o por la salvación de
algún grave peligro, y las consagraban a
Jeque Chems (el sol), por ser éste el
símbolo brillante de la claridad divina.
Todos los peregrinos iban bien
armados. Entre sus armas vi muchas
fantásticas escopetas kurdas, una de las
cuales tenía el cañón sujeto a la caja por
medio de veinte abrazaderas de hierro
anchas y gruesas, que hacían imposible
asegurar el blanco. Otra ostentaba una
especie de bayoneta en forma de
tenedor, cuyos dos dientes estaban
sujetos a cada lado del cañón. Los
peregrinos entregaron sus lámparas a los
sacerdotes y fueron acercándose en
hilera al Mir Jeque Jan para besar su
mano, bajando las armas o dejándolas
aparte.
Las lámparas estaban destinadas a la
iluminación nocturna del santuario y su
recinto, para lo cual no puede emplearse
aceite común ni grasa ni petróleo, pues
estas materias son tenidas por impuras,
sino aceite de sésamo. Cuando se
hubieron retirado los portadores de
lámparas, fueron bautizados y
circuncidados unos veinte niños, muchos
de los cuales habían sido llevados desde
muy lejos. Yo presencié todos estos
actos religiosos.
Más tarde me alejé con Mohamed
Emín, con objeto de dar un paseo por el
valle, donde lo que más me llamó la
atención fue el gran número de hachas
de viento expuestas a la venta. Calculé
que quizá había más de diez mil. Los
comerciantes hacían brillantes negocios,
pues la gente les arrancaba
materialmente el género de las manos.
Estábamos delante de un vendedor
de géneros de vidrio y de coral falso,
cuando vi bajar por la senda la blanca
figura del Pir Kamek. Este, para llegar
al santuario, había de pasar
forzosamente por nuestro lado y al
alcanzarnos se detuvo:
—Bienvenidos, huéspedes de Jeque
Chems. Ahora conoceréis al santo de los
Yesidis.
Y nos tendió la mano
afectuosamente. En cuanto los
peregrinos notaron su presencia, le
rodearon para tocar la orla de su vestido
o besar su mano. El anciano les dirigió
una breve plática. Su largo cabello
blanco ondulaba movido por el viento
de la mañana; brillaban sus ojos, y sus
ademanes tenían la vivacidad y el fuego
de los de un iluminado. Resonaron las
salvas de los que bajaban del monte y de
los que contestaban desde el valle. Con
sentimiento mío, no pude entender su
discurso, pues lo pronunció en lengua
kurda; pero al terminarlo entonó un
himno que cantaron todos y que el hijo
de Selek me tradujo en la siguiente
forma:
«¡Oh, piadoso, oh magnánimo Dios,
que alimentas a las hormigas y al reptil
que se arrastra por la tierra; oh Rey
Vivo, Altísimo, que gobiernas el día y la
noche, que a la noche otorgas la
oscuridad y al día luz! ¡Dios sabio, reina
sobre la sabiduría; Dios fuerte, reina
sobre la fortaleza; Dios vivo, reina
sobre la muerte!».
Acabado el cántico se dispersaron
todos y el Pir se me acercó.
—¿Has entendido lo que he dicho a
los peregrinos?
—No; tú sabes que no poseo tu
lengua.
—Les he dicho que iba a ofrecer un
sacrificio a Jeque Chems y ahora han
ido en busca de la leña necesaria. Si
quieres presenciar la ceremonia, serás
bien recibido; pero ahora perdona que te
deje, pues ya veo llegar las reses que
han de sacrificarse.
Se dirigió al monumento ante el cual
estaban ya atados en larga hilera muchos
bueyes, y le seguimos lentamente.
—¿Qué se hará con estos animales?
—pregunté a mi intérprete.
—Serán degollados.
—¿Para quién?
—Para Jeque Chems.
—¿Pues qué? ¿Los consume por
ventura el sol?
—No; pero se regalan a los pobres.
—¿La carne sola?
—Todo; la carne, las entrañas y la
cabeza. Mir Jeque Jan hace el reparto.
—¿Y la sangre?
—La sangre se entierra; no se come,
pues en la sangre reside el alma.
Era, pues, exactamente el mismo
concepto, manifestado en el Antiguo
Testamento, de que la vida del cuerpo,
es decir, el alma, reside en la sangre.
Vi que no se trataba de un sacrificio
pagano, sino de ejercer la caridad
facilitando a los pobres los medios de
celebrar la fiesta sin temores ni
cuidados de ninguna clase por su
alimento.
Al llegar al sitio señalado, salía Mir
Jeque Jan por la puerta, seguido de Pir
Kamek, de algunos jeques y kavales y
gran número de faquires, todos armados
de cuchillos. El recinto fue rodeado de
gran número de guerreros con las armas
dispuestas a disparar. Entonces Mir
Jeque Jan se quitó la túnica para clavar
su cuchillo al primer toro, al que hirió
tan certeramente en el cerviguillo que el
animal cayó muerto al momento. En
seguida se levantó un clamoreo de
júbilo y se disparó una gran salva.
Mir Jeque Jan se retiró unos pasos y
Pir Kamek continuó su obra. Era un
espectáculo extraño ver a aquel hombre
de nevada cabeza y negras barbas saltar
de un toro al otro y derribarlo de un solo
golpe certero, sin., derramar una gota de
sangre. Luego se acercaron los jeques
para cortarles la yugular, mientras los
faquires recogían en grandes vasijas la
sangre hirviente. Acabado esto trajeron
gran número de corderos, el primero de
los cuales fue muerto por Mir Jeque Jan
y los restantes degollados por los
faquires, que mostraban extraordinaria
destreza en esta tarea.
Entonces se me acercó Alí-bey.
—¿Quieres acompañarme a Kaloni?
—me preguntó—. Tengo que
convencerme por mí mismo de la
amistad de los Badinán.
—¿Estáis con ellos en buena
armonía?
—Ya ves que no habría escogido
entre ellos mis exploradores. Su jefe es
amigo mío; pero hay casos en que uno
debe asegurarse lo mejor posible. Ven.
CAPITULO XI

UN ALIADO

No tuvimos que andar mucho para llegar


al espacioso edificio en que residía Alí-
bey con su familia durante las fiestas. Su
mujer nos estaba ya aguardando. En la
azotea encontramos varias alfombras,
sobre las cuales tomamos asiento para
desayunarnos. Desde aquel punto se
divisaba casi todo el valle. Por todas
partes se veían hombres tendidos en el
suelo, y de cada árbol se había hecho
una tienda.
A la otra parte, a nuestra derecha,
había un templo consagrado al sol
(Jeque Chems), y orientado de manera
que habían de herirle los primeros rayos
del sol naciente. Cuando más tarde lo
visité, no vi más que cuatro paredes
desnudas y ninguna clase de aparato que
permitiera deducir que allí se celebraran
funciones idolátricas: sólo un chorro de
agua cristalina corría por una canal
abierta en el suelo, y en las paredes, de
nítida blancura, se leían, escritas en
lengua árabe, estas palabras: «¡Oh sol,
oh luz, oh vida de Dios!».
A la sombra de sus muros se habían
instalado varias familias de acaudalados
Kochers, tribus nómadas. Los hombres
se apoyaban en la pared, vestidos de
chaqueta y turbante de colores vivos y
equipados de armas fantásticas y
preciosas. Las mujeres llevaban
flotantes vestidos de seda, y el pelo,
recogido en muchas trenzas, entretejidas
de flores y lazos, les caía por la
espalda. Llevaban la frente cubierta casi
completamente de filas de monedas de
oro y plata, y los collares de monedas,
perlas y piedras preciosas les colgaban
hasta la cintura.
Desde mi sitio podía observar
minuciosamente a un hombre de Sinyar
que estaba sentado en el tronco de un
árbol y examinaba, inmóvil, pero con
ojos penetrantes, todo el horizonte,
apartando de cuando en cuando de su
frente la larga cabellera. Era muy
moreno, pero llevaba los vestidos
blancos y limpios. Tenía en la mano un
fusil de llave de mecha, tosco y antiguo
y la acerada hoja de su cuchillo
ostentaba una empuñadura toscamente
labrada; pero se advertía en él que era
hombre capaz de manejar con fruto tan
sencillas armas. Junto a él estaba su
mujer, que en una pequeña hoguera
tostaba tortas de cebada, y por cima de
él, por las ramas del árbol trepaban dos
muchachos que llevaban también su
correspondiente cuchillo pendiente de
un cordel atado a la cintura.
No muy lejos acampaban infinitos
ciudadanos, quizá de Mosul mismo. Los
hombres cuidaban sus huesudos asnos y
las mujeres eran pálidas y flacas,
imágenes vivientes de la necesidad y los
cuidados, fruto de la opresión de una
ciudad tiranizada por un hombre como el
mutesarif.
Luego vi hombres, mujeres y niños
del Cheikhán, de Siria, de Hagilo y
Midiad, de Heichterán y Semsat, de
Mardín y Nisibín, de la región de los
Kamdali y Delmamikán, de Kokán y
Kochalián y hasta del territorio de los
Zurik y de los Delmagumgubukú. Viejos,
jóvenes, pobres, ricos, todos iban
limpios y aseados. Unos llevaban
turbantes adornados con hermosas
plumas de avestruz, y otros apenas
podían cubrir su desnudez; pero todos
llevaban armas. Se comunicaban unos
con otros, como hermanos; se abrazaban
y besaban; ninguna mujer, aunque fuera
moza, ocultaba la cara al extraño… Eran
como los hijos de una gran familia que
se hubieren dado cita allí.
De pronto sonó una descarga y vi
que los hombres en grupos aislados,
grandes o pequeños, se dirigían al
sepulcro.
—¿Qué van a hacer ahora? —
pregunté a Alí-bey.
—Van a buscar su parte de carne de
las reses que se han sacrificado.
—¿Se vigila el reparto?
—Sí, pues sólo es para los pobres.
Los varones se agrupan por tribus o
residencias, dirigidos por un jefe que les
acompaña, o presentan un certificado.
—Los sacerdotes recibirán una parte
de la carne.
—De estos toros no; pero en el
último día de la fiesta se degüellan
algunos animales, que tienen que ser,
precisamente, blancos, y su carne es la
destinada a los sacerdotes.
—¿También pecan vuestros
sacerdotes?
—¿Cómo no han de pecar si son
hombres?
—¿Incluso los Pir, los santones?
—También ellos.
—¿Incluso Mir Jeque Jan?
—Sí.
—¿Crees que también el gran santo
Jeque Adí pecó?
—También era pecador.
—¿Dejáis pesar vuestras culpas
sobre vuestra conciencia?
—No: las alejamos.
—¿Cómo?
—Mediante la purificación por el
fuego y por el agua. Ya sabes que todos
nos hemos bañado ayer y hoy. Al
hacerlo reconocemos nuestros pecados y
prometemos desecharlos; el agua
entonces nos lava. Esta noche
presenciarás cómo nuestras almas se
purifican también por medio del fuego.
—Entonces creéis que el alma no
muere con el cuerpo.
—¡Cómo podrá morir si es de Dios!
—¿En qué forma me lo demostrarías
si yo no lo creyera?
—¡Tú bromeas! ¿No está escrito en
vuestro Kitab: Japardi birsagh solukü
burunuye? (Sopló el aliento de vida en
su nariz).
—Siendo así, si el alma no muere,
¿dónde va después de muerto el cuerpo?
—Tú tomas aliento después de
haberlo despedido. También el aliento
de Dios vuelve a Dios, después que ha
borrado sus pecados. Pero se hace tarde;
vámonos.
—¿Cuánto hay de aquí a Kaloni?
—Cuatro horas a caballo.
Nuestros potros piafaban a la puerta.
Montamos y salimos del valle al trote.
El sendero conducía laderas arriba, y al
alcanzar la cumbre, vi extenderse ante
mis ojos una serranía poblada de
bosques y atravesada por muchos valles
y cañadas. Aquella tierra está habitada
por las grandes tribus de los kurdos
Misuri, a los cuales pertenecen también
los Nadinán. Nuestro camino iba, ora
bajando la montaña, ora subiéndola otra
vez, ya entre rocas peladas, ya entre
espesos bosques. Vimos en las laderas
algunos pequeños aduares, pero las
casas estaban desiertas. Acá y acullá
teníamos que vadear las frías aguas de
algún torrente que enviaba su caudal al
Gomel, para afluir con éste al Gazir o
Burnadús, que desemboca en el gran Zab
y éste a su vez, junto a Kechaf, en el
Tigris. Aquellas casas estaban rodeadas
de viñas y huertos en que prosperaban
también el sésamo, el trigo y el
algodonero y que, con sus floridos o
cargados granados, higueras, nogales,
melocotones, cerezos, morales y olivos,
ofrecían un aspecto risueño y lleno de
encanto.
No encontramos a nadie, pues los
Yssidis, que habitan la región hasta
Yulamerik, se habían juntado ya en
Jeque Adí, y habríamos cabalgado ya
unas dos horas cuando oímos una voz
que nos llamaba.
Poco después salió de la selva un
hombre. Era un kurdo, vestido con
calzones muy anchos y abiertos por
abajo y calzado con zapatos bajos de
cuero. Iba cubierto únicamente por una
camisa de escote cuadrado, la cual le
llegaba a la pantorrilla. El pelo, muy
abundante, le colgaba en rizadas
guedejas hasta más abajo de los
hombros, y en la cabeza gastaba una de
esas extrañas y deformes gorras de
fieltro que son como arañas gigantescas,
cuyo cuerpo cubriese el cráneo y cuyas
largas patas colgasen a cada lado y por
detrás de la cabeza. Al cinto llevaba un
cuchillo, un recipiente para pólvora y la
bolsa de balas; pero no se le veía arma
de fuego alguna.
—¡Ni, vro’lkieñ (¡Buenos días!) —
nos dijo saludándonos—. ¿Hacia dónde
va Alí-bey, el bravo?
—¡Chode t’avechket! (Dios te
guarde) —contestó el bey—. ¿Conque
me conoces? ¿De qué tribu eres?
—Soy un Badinán, señor.
—¿De Kaloni?
—Sí: de Kalahoni, como decimos
nosotros.
—¿Vivís aún en vuestras casas?
—No: estamos ahora en las cabañas.
—Deben de estar muy cerca de aquí.
—¿Por qué lo supones?
—Cuando un guerrero se aleja
mucho de su vivienda se lleva el rifle; y
tú no lo llevas.
—Lo has adivinado. ¿Con quién
deseas hablar?
—Con tu jefe.
—Entonces apéate y sígueme.
Echamos pie a tierra y cogimos los
caballos de la rienda. El kurdo nos
condujo al interior del bosque, en cuya
espesura hallamos una fuerte estacada
levantada por medio de troncos de
árboles y en cuyo centro se levantaban
muchas cabañas formadas de troncos,
ramas y follaje. En la estacada se había
dejado una estrecha abertura por la cual
entramos en el recinto. Centenares de
niños jugaban y corrían por entre las
chozas y los árboles, mientras los más
crecidos, así varones como hembras,
estaban ocupados en agrandar y reforzar
la estacada. En el techo de una de las
cabañas mayores se hallaba un hombre
sentado. Era el jefe, que había elegido
tan alto puesto para recrear la vista y
dirigir mejor los trabajos. Al notar
nuestra presencia bajó de su sitio y vino
hacia nosotros.
—Kieir atí; chode dáuleta ta mazen
b’ket. Sé bien venido; Dios aumente tu
caudal.
Luego estrechó la mano a Alí e hizo
seña a una mujer, la cual se apresuró a
extender en el suelo una manta donde
nos sentamos. De mi persona no hizo el
menor caso; cualquier yesidi habría sido
más cortés. La misma mujer, que, sin
duda, era su esposa, trajo tres pipas,
muy toscamente talladas, de madera de
inchaz (naranjo) y luego una joven trajo
una fuente con uvas y panales. El jefe
sacó del cinto la bolsa de tabaco, hecha
de piel de gato, la abrió y la ofreció a
mi compañero, diciendo:
—No hagas cumplidos, innecesarios
entre nosotros. (Taklif b’ela k’narek, au
bein ma batel).
Y diciendo esto, metió la mugrienta
mano en el plato y se metió un buen
pedazo de panal en la boca.
El bey llenó la pipa y la encendió.
—Dime, ante todo, si hay amistad
entre nosotros.
—La hay entre yo y tú —respondió
sencillamente.
—¿También entre tu gente y la mía?
—También entre ellos.
—¿Me pedirías ayuda si viniera
algún enemigo a atacarte?
—Si no fuera yo bastante fuerte para
vencerle, acudiría a ti para que me
ayudaras.
—¿De modo que me auxiliarías si
me vieras en peligro?
—Si tu enemigo no fuera amigo mío,
sí lo haría.
—¿Es amigo tuyo el mutesarif de
Mosul?
—Es mi enemigo; es el enemigo de
todos los kurdos libres. Es un ladrón que
roba nuestros ganados y vende nuestras
hijas.
—¿Sabes que intenta asaltarnos en
Jeque Adí?
—Me lo han dicho los hombres de
mi tribu, que te han servido de escuchas.
—Atravesará tu territorio: tú ¿qué
piensas hacer?
—Mira los preparativos —dijo
señalando la estacada—. Por eso hemos
salido de Kalahoni y nos hemos
refugiado en el bosque. Hemos
levantado este recinto, en que nos
defenderemos si los turcos vienen a
atacarnos.
—No os atacarán.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo presumo. Si han de
sorprendernos, tienen que evitar, ante
todo, las luchas y el ruido que puedan
ponernos en actitud de defensa.
Atravesarán tu territorio tranquilamente
y es posible que dejen a un lado los
caminos abiertos, buscando el de los
bosques para llegar sin ser vistos a
Jeque Adí.
—Tus cálculos son exactos.
—Pero si nos vencen a nosotros,
luego os atacarán a vosotros.
—Tú no te dejarás vencer.
—¿Quieres ayudarme a conseguirlo?
—Sí. ¿Qué quieres que haga? ¿He de
enviar mis guerreros a Jeque Adí?
—No; yo tengo los suficientes para
derrotar a los turcos sin ayuda de nadie.
No te pido más sino que ocultes a tus
guerreros, a fin de que los turcos pasen
libremente y se tengan por seguros.
—¿No he de seguirles los pasos?
—No; pero después que hayan
pasado has de cerrar el camino para que
no puedan volver atrás. En la segunda
altura entre este sitio y Jeque Adí el
camino es tan angosto que sólo pueden
pasar juntos dos hombres. Si allí
levantas un parapeto, con sólo veinte
guerreros puedes cerrar el paso a mil
turcos.
—Lo haré; pero tú ¿qué me das en
cambio?
—Si no necesitas combatir, por
haberlos vencido sin tu ayuda, recibirás
cincuenta fusiles; pero sí has de
combatir contra ellos, te daré cien
fusiles turcos, siempre que te portes
como bueno.
—¡Cien fusiles turcos! —exclamó el
jefe kurdo entusiasmado.
Metió la mano en el plato, y se llevó
a la boca tal pedazo de panal que pensé
que iba a ahogarse.
—¡Cien fusiles turcos! —Repetía,
mascando—. ¿Cumplirás la palabra?
—¿Te he engañado alguna vez?
—No. Eres mi hermano, mi
compañero, mi amigo, mi camarada de
combate, y te creo. ¡Ganaré los cien
fusiles!
—Pero sólo los ganarás si dejas
pasar a los turcos sin atacarlos.
—No verán a ninguno de mis
hombres.
—Y si yo no consigo envolverlos y
aprisionarlos, tú les impedirás volver
atrás.
—No solamente guarneceré el paso,
sino todos los barrancos de los lados
por donde pudieran escurrirse, de modo
que no hallen salida ni a derecha ni a
izquierda, ni hacia atrás ni hacía
adelante.
—Bien pensado; pero ten en cuenta
que mi deseo es que no se derrame
mucha sangre. Los soldados no vienen
por su gusto, sino obedeciendo las
órdenes del gobernador, y si cometemos
inútiles crueldades, se enfurecerá el
padichá, y tú sabes que el Gran Señor de
Estambul es bastante fuerte para enviar
un ejército poderoso que nos aniquile.
—Te comprendo: un buen general
tiene que saber emplear lo mismo la
fuerza que la astucia, y así, con pocas
tropas puede derrotar a un ejército.
¿Cuándo vendrán los turcos?
—Harán lo posible por caer sobre
Jeque Adí mañana antes de romper el
día.
—La sorpresa será la que se lleven
ellos. Ya sé yo que eres un gran guerrero
y harás con los turcos lo que hicieron
con sus enemigos los Haddedín-
Chammar allá abajo.
—¿También sabes eso?
—Lo sabe ya todo el mundo. Las
nuevas de esas hazañas corren como el
viento, y se extienden por el mundo
entero. Mohamed Emín ha logrado que
su tribu sea la más rica y poderosa.
Alí-bey me sonreía aparte y dijo:
—La verdad es que fue un hecho
brillante. ¡Coger millares de prisioneros
sin sacar la espada!
—No habría logrado Emín esa
victoria, aunque es fuerte y valeroso, sin
la dirección de un general extranjero que
tenía consigo.
—¿Un extranjero? —preguntó Alí-
bey, que quiso castigar así la desdeñosa
indiferencia con que me había tratado el
caudillo kurdo.
—Sí, un extranjero —dijo éste
ingenuamente—. Pero ¿lo ignorabas
todavía?
—A ver: cuenta.
El kurdo lo hizo de esta manera:
—Mohamed Emín, el jeque de los
Haddedín, se hallaba a la puerta de su
tienda para deliberar con los ancianos
de su tribu. En esto se abrió una nube y
descendió un caballero, cuyo hermoso
corcel penetró en el corro; el caballero
saludó con el acostumbrado: —¡Salam
aaleikum!— ¡Aaleikum sallah! —
contestó Mohamed Emín—. ¿Quién eres
y de dónde vienes? —El caballo del
recién llegado era negro como la noche,
y el jinete estaba cubierto por una
armadura y un casco de oro finísimo.
Alrededor del casco llevaba un chal
tejido por las huríes del paraíso, y
millares de estrellas brillantes giraban
entre sus mallas. El asta de su lanza era
de plata pura, y el hierro brillaba como
el relámpago. En ella llevaba atadas las
barbas de centenares de enemigos
vencidos por su brazo. El puñal que
ostentaba al cinto parecía un diamante a
causa de su fulgor, y su espada podía
pulverizar hierro y acero. —«Soy
general de una tierra extranjera— dijo el
caballero, —que te ama como a un
hermano; y al saber que se intenta
exterminar a tu tribu, monté en seguida
en mi corcel, que vuela como el
pensamiento, para acudir en tu socorro».
—«¿Quién es el que quiere exterminar
mi tribu?»— preguntó Mohamed.
Entonces el jinete reveló el nombre de
su enemigo y Mohamed asintió. —«¿Lo
sabes de fijo?»— «mi escudo me dice
todo lo que sucede en la tierra: ¡Mira!».
—Mohamed miró el escudo, en cuyo
centro había un carbunclo cinco veces
mayor que la mano del hombre, y en él
vio desfilar al enemigo que iba contra
él. —«¡Cuántos son! ¡Estamos
perdidos!»— gritó Mohamed. —«No
temas, que yo vengo en tu ayuda—
replicó el caballero; —reúne a todos tus
guerreros; colócalos alrededor del valle
de las gradas y espera allí a que te
conduzca a tus enemigos»—. Con esto
hizo una seña a su caballo y desapareció
por donde había venido. Mohamed Emín
reunió y armó a los suyos, se encaminó
al valle de las gradas, y se apostaron en
él, de manera que los enemigos entraran,
pero no pudieran luego salir. A la
mañana siguiente, volvió a presentarse
el misterioso jinete. Brillaba como cien
soles y deslumbró de tal manera a los
enemigos que sus ojos se cerraron y le
siguieron al valle. Luego volvió el
escudo; el resplandor se apartó de ellos
y abrieron los ojos, y entonces se
encontraron en un valle sin ninguna
salida y tuvieron que entregarse.
Mohamed Emín no los mató, pero les
tomó una parte de sus ganados y exigió
de ellos un tributo, que deberán pagar
anualmente mientras la tierra exista.
Con esto dio fin el relato del kurdo.
—¿Y qué se hizo del general
misterioso? —preguntó el bey.
—Dijo: ¡Salam aaleikum!, y se
levantó en el aire con su negro corcel,
desapareciendo luego.
—Esa historia, así, contada, es muy
hermosa; pero ¿sabes si realmente ha
ocurrido así?
—Ha sucedido. Cinco hombres de
Yell estuvieron en Salamiyah, cuando lo
referían los Haddedín y vinieron adrede
a contárselo a mi gente.
—Es verdad; ha sucedido; pero de
otra manera muy distinta. ¿Quieres ver
el caballo del serasquiei?
—¿Es, por ventura, posible?
—Como que lo tienes muy cerca.
—¿Dónde?
—Es el potro que ves allí.
—¡Tú te chanceas, bey!
—Tú sabes que no me gustan las
bromas, y que digo siempre la verdad.
—El caballo es magnífico, como no
he visto otro; y además sé que pertenece
a ese hombre —dijo señalándome a mí.
—Y este hombre es el serasquier
extranjero de que has hablado.
—¡Imposible!
Y al decir imposible abrió de puro
asombro la boca, de tal manera que se le
habrían podido practicar las
operaciones dentales más minuciosas.
—Vuelvo a repetirte: ¿te he
engañado alguna vez? ¡Te aseguro que es
tal como te digo!
Los ojos y los labios del caudillo
kurdo iban tomando proporciones
aterradoras; y mientras clavaba en mí la
mirada como fuera de sí, alargaba la
mano a la miel; pero en vez de meterla
en el plato, la introdujo en el bolso del
tabaco. Sin darse cuenta, la sacó, y llena
de picadura se la metió en la boca de
blanquísimos dientes. Y sospechaba que
aquel tabaco lo fuera todo menos lo que
conocemos con tal nombre, y sin duda
estuve en lo cierto, porque un instante
después produjo un efecto tan
inesperado que obligó al caudillo, kurdo
a cerrar las quijadas y a arrojar todo lo
que contenía su boca al simpático rostro
de mi amigo.
—¡Katera pegamber! (¡Por la
voluntad del Profeta!). Pero ¿es cierto?
—preguntó de nuevo, en medio de
profunda consternación.
—Te lo he repetido varias veces —
contestó el rociado limpiándose el
rostro.
—¡Oh, serasquieñ —exclamó
entonces el kurdo volviéndose a mí—.
¡Atinata, 'inchialah, keirah! (¡Quiera
Dios que tu visita nos traiga la suerte!).
—Te la traerá; te lo prometo —le
contesté entonces.
—Veo tu corcel, negro como la
noche; pero ¿dónde está el escudo con el
carbunclo, la armadura y el casco de
oro, tu lanza y tu espada?
—Escucha bien lo que te digo. Es
verdad que soy el extranjero que ayudo
a Mohamed Emín; pero no bajé del
cielo. Vengo de una tierra lejana; pero
no soy el serasquier de allá.
Y no he tenido nunca armas de oro ni
de plata, sino las que aquí ves, muy
distintas de las que usáis vosotros, y con
las cuales puedo hacer frente a muchos
enemigos. ¿Quieres ver cómo se
disparan?
—¡Sere ta, serbabe ta,
serhemcherta Ali-bey! ¡Por tu cabeza,
por la cabeza de tu padre, por la de tu
amigo Alí-bey, no lo hagas! —suplicó
lleno de espanto—. Te has quitado la
armadura, la lanza, el escudo y la
espada para usar esas armas que quizá
son más peligrosas. Nezanum zieh le
dem. No sé que debo darte; pero júrame
que quieres ser amigo mío.
—¿De qué me serviría ser tu amigo?
En tu tierra hay un refrán que dice:
Dichmini be aquil chi yari be aquil
scritive… Un enemigo con
entendimiento, es mejor que un amigo
sin él.
—¿He sido inconsiderado, señor?
—¿No sabes que hay que saludar al
huésped, sobre todo cuando va en
compañía de un amigo?
—Tienes razón, señor. Me reprendes
con un refrán; permite que me defienda
con otro: Beschulz lasime tabe’i
mesinán bebe. El pequeño ha de
obedecer al grande. Sé tú el mayor y te
obedeceré.
—Obedece en primer lugar a mi
amigo Alí-bey. Él vencerá y tus fusiles
turcos están seguros.
—¿Estás enfadado conmigo?
Perdóname, te lo ruego. Ser sere men;
bu kalmeta ta sirih taksir nakem. Por
mi cabeza, te prometo que nada dejaré
de hacer por servirte. Toma estas uvas y
come; toma este tabaco y fuma.
—Agradecemos mucho tus
obsequios —contestó Ali-bey, que
estaba acostumbrado a mayor limpieza y
aseo—. Hemos comido antes de partir y
no podemos perder un instante para
regresar a Jeque Adj.
Diciendo esto se puso en pie, y yo
hice lo propio. El jefe kurdo nos
acompañó hasta el sendero y volvió a
dar palabra de cumplir sus compromisos
con toda fidelidad. Nosotros picamos
espuelas a los caballos y salimos
trotando en dirección a Jeque Adí.
FIN DE LOS
ADORADORES DEL
DIABLO
VÉASE EL EPISODIO
SIGUIENTE
EL REINO DEL PRESTE
JUAN
KARL «FRIEDRICH» MAY (Ernstthal,
25 de febrero de 1842 - Dresde, 30 de
marzo de 1912).
Era el quinto de catorce hijos de una
familia de tejedores. Quedó ciego al
poco de nacer y no recuperó la visión
hasta los cinco años, después de ser
operado. Durante estos años de ceguera
se formó en el niño un profundo e
impresionante mundo interior
alimentado por los relatos de su padrino
y de su abuelo.
En 1861 consiguió el título de maestro,
pero ejerció la profesión durante poco
tiempo. Acusado de haber robado un
reloj, fue a parar a la cárcel y se le
retiró la licencia para enseñar. Durante
algunos años se sucedieron los delitos
contra la propiedad y los castigos en
prisión donde descubrió las
posibilidades redentoras de la escritura.
En 1875 May comenzó a colaborar en
algunos diarios. Cuatro años más tarde,
en 1879, pasó a trabajar como
colaborador fijo en una revista dedicada
a la familia, donde escribió una serie de
artículos sobre el Oriente. Desde este
momento tuvo asegurada una forma de
ganarse la vida que, poco a poco, lo fue
convirtiendo en un burgués respetable.
Sus novelas consiguieron un enorme
éxito entre el público alemán y se
convirtió en un autor muy popular.
Muchas de las portadas originales de
sus obras fueron realizadas por el pintor
e ilustrador Sascha Schneider.
Sus novelas de aventuras, destinadas a
un público juvenil, vienen siendo
reeditadas de forma continuada desde
que fueron publicadas por primera vez
en vida de su autor. Podríamos decir que
May representa para los alemanes lo que
Verne para los franceses o Salgari para
los italianos.
Por lo que se refiere a las temáticas, los
libros de Karl May, escritos todos en
primera persona, se sitúan
primordialmente en dos escenarios
geográficos: el Oeste estadounidense y
el Oriente próximo. Las novelas del
Oeste tienen como protagonista a Old
Shatterhand y su amigo, el indio apache
Winnetou. Las que se sitúan en Oriente
están protagonizadas por Kara ben
Nemsi y su amigo Halef Omar.
Entre 1882 y 1887 aparecieron cinco
novelas por entregas.
Posteriormente escribió siete libros
juveniles para la revista El buen
camarada, que obtuvieron un gran éxito.
La mayoría de las obras de May fueron
compiladas a partir de escritos
anteriores publicados en diarios y
revistas. Una prueba de su éxito es la
fundación en 1969 de la sociedad «Karl
May» con sede en Hamburgo, y la
existencia en Radebeul, cerca de
Dresde, de un museo en la que fue su
última casa. Se llama «Villa
Shatterhand», es decir, «Finca
Shatterhand». Un segundo museo se
encuentra en su lugar de nacimiento en
Hohenstein-Ernstthal.
En España las novelas de Karl May
comenzaron a publicarse en 1927, en
una edición de Gustavo Gili.
Posteriormente, en los años 1930,
Editorial Molino, especializada en
novelas de aventuras, adquirió los
derechos de la edición española y
comenzó a publicar los primeros títulos,
algunos de los cuales aparecieron en
plena guerra civil. Parte de la familia
Molino, propietaria de la editorial, se
exilió en la Argentina, donde
aparecieron nuevos títulos de May.
En España, las ediciones de los años
1940 alcanzaron un éxito notable, como
las de la década de 1950. La colección
aparecida durante los años 1960, en
cambio, empezó a poner de manifiesto el
declive que las lecturas de May tendrán
entre los jóvenes, frente a otros autores,
del estilo de Enid Blyton.
Notas
[1] Peregrino a la Meca. <<
[2] Valle, barranco. <<
[3] Árabe. <<
[4] La palabra harén significa
propiamente «lo santo, lo inviolable» y
denota entre los mahometanos la
habitación de las mujeres que está
separada de todo el resto de la casa. <<
[5] Suvar, plural de Sura, capitulo. <<
[6] Arrabal de El Cairo, con puerto. <<
[7] Pequeño buque de vela. <<
[8] Montenegro. Tiene el mismo
significado que la palabra eslava
Chernagora: montaña negra. <<
[9]Dirección de la Meca, prescrita para
la oración. <<
[10] Egipto, en turco. <<
[11] Contribución cuyo producto se
destinaba solamente a limosnas. <<
[12] Cristianos, es decir, nazarenos. <<
[13] Quejumbrosos, gemidores. <<
[14] Alcázar. <<
[15] Manto de los beduinos: chilaba. <<
[16]Ruido que causa el agua al losar con
la quilla de un buque en marcha. <<
[17]
Aden, en el estrecho de Bab-el-
Mandeb. <<
[18]Bolsas hechas de piel de cabra, con
la parte del pelo al exterior. <<
[19] Una clase especial de camello. <<
[20] Un para vale ocho borbi. <<
[21] Aproximadamente 31 pesetas. <<
[22] Una varita algo curvada. <<
[23] Tarima de madera cubierta de
esteras. <<
[24] Hija del jeque Malek. <<
[25] Ceremonias obligatorias e
indispensables. <<
[26] Púlpito: en turco mimbar. <<
[27]Una pequeña cavidad revestida de
mármol, de donde dicen que Abraham e
Ismael sacaron la cal para edificar la
Kaaba. <<
[28]
La piedra que sirvió a Abraham
como de banco para levantar el edificio.
<<
[29]Y perdónanos nuestras deudas, así
como nosotros perdonamos a nuestros
deudores. <<
[30]
Dios es el amor, y quien ama está en
Dios Y Dios en él. <<
/*LIBRO TERCERO*/
[31]Literalmente: Isla, esto es, la tierra
entre el Éufrates y el Tigris. <<
[32]Un ejemplar del Corán que en un
estuche bordado de oro se cuelga del
cuello. Sólo suelen usarlo los hachi. <<
[33] Contribución por cabeza que las
tribus exigen de los extranjeros. <<
[34]Bent amm significa prima, y es casi
la única forma en que se puede hablar a
un hombre de su mujer. <<
[35] Cuchillo muy agudo, de Afganistán.
<<
[36] Día de la reunión: viernes. <<
[37]
«La fulminante», espada de Mahoma
que se conserva todavía. <<
[38]Paño que se lleva en la cabeza en
lugar del turbante. <<
[39]Mechón de pelo que llevan en la
cabeza. <<
[40]
Hermano de sangre. Un rasik es más
que un achab, compañero. <<
[41] Mote que se da al zorro. <<
[42] Tribus malditas tenidas por el
pueblo poco más o menos como los
parias en la India. <<
[43] Ladrones. Por otra parte, esta
palabra constituye un honor para los
beduinos. <<
/*Libro cuarto*/
[44]
Cestos en que van las mujeres en los
camellos. <<
[45]
Véase Libro de Tobias, c. 12, v. 15:
Apocalipsis I, v. 4, y IV, V. 5. <<
[46] Exclamación admirativa. <<
[47]Furriel o escribiente de una
compañía. <<
[48] Comandante de diez hombres. <<
[49] Jinete en un asno. <<
[50]Capitán: comandante de cien
hombres. <<
[51] Unas ocho pesetas y media. <<
[52] Traducción libre: Una doncella
cristiana viene por agua hasta el rio;
yo, detrás de ella, la acecho y hasta el
aliento reprimo. El lunar de su mejilla
saborearán mis labios, aunque me
lleven a Rusia con esposas en las
manos. <<
[53] Oficial agregado al Estado Mayor.
<<

También podría gustarte