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RESPONSABILIDAD CRIMINAL Y
RESPONSABILIDAD CIVIL
En un sentido muy amplio, el cómodo método de exclusión permite que
hablemos de responsabilidad cada vez que resulta incumplido un deber de
carácter jurídico. Se dice así que incurre en responsabilidad política ante el
Parlamento el Gobierno que deja de observar las reglas del juego de partidos; o
en responsabilidad administrativa el funcionario que incumple las re glas que
establecen el sistema de incompatibilidades que no siempre, por cierto, con
absoluta fortuna- afectan a su función; hablamos de responsabilidad fiscal o
tributaria del contribuyente en cuya declaración es descubierta una
irregularidad; o de responsabilidad corporativa del profesional que tras haber
exigido unos honorarios excesivos a su cliente, es sancionado por el comité
deontológico del Colegio correspondiente.
Sin embargo, no por ser sobradamente conocidas deja de ser necesario
recordar ciertas precisiones sobre las distintas consecuencias que tiene en
cualquier ordenamiento jurídico la comisión de un ilícito penal o de uno civil,
pues es la responsabilidad criminal la que encuentra con la civil más zonas de
contacto. La diferencia entre culpa penal y culpa civil es cuestión «llena de
dificultades y de zonas borrosas» (SANTOS BRIZ, 1967, pg. 637).
1. En cuanto a la antijuridicidad
En el fondo de la distinción entre el ilícito penal y el civil está la con sideración
de que los bienes amparados por el Derecho penal son predominantemente
públicos. Como recuerda DE ÁNGEL YAGÜEZ (1993, pg. 50), «se suele objetar
que esto no es siempre así, pues en ocasiones el tipo penal tutela intereses
particulares, como ocurre en todos los delitos contra la propiedad». Pero lo
cierto es que la tipificación de estos delitos obedece, más que al intento de
proteger a las víctimas, al de «evitar que se produzcan, o que proliferen,
comportamientos atentatorios contra la propiedad, entendida ésta como valor
abstracto y como soporte de la estructura económica de la sociedad»>.
En efecto, según las circunstancias sociales, morales y culturales que definen
cada momento, el legislador toma la opción de proteger aquellos valores que,
allí y entonces, resultan más valiosos para la colectividad. El propio Estado es
quien organiza la represión, por medio de la amenaza de la pena, de los actos
que, además de culpables, son típicamente antijurídicos.
A su lado, el ilícito puramente civil viene a presentarse como comportamiento
dañoso no tipificado por la ley penal. Por ello su sanción solo se dará si lo
desea la víctima, y consistirá en la mera obligación de resarcir, en el
restablecimiento del equilibrio patrimonial que quedó roto como consecuencia
del daño. Ni es necesario, ni sería posible, elaborar un catálogo de conductas
dañosas originadoras de responsabilidad civil, pues puede darse el caso de un
acto lícito que origine la obligación de responder por no haber sido diligente su
autor, o que, aun siéndolo, haya lesionado un interés digno de protección.
En una palabra, en el terreno de la antijuridicidad el Derecho penal se ve
presidido por la rigidez del principio «nullum crimen sine lege»; en el Derecho
civil, los daños encuentran en el genérico y flexible «alterum non lædere» su
originario punto de referencia.
2. En cuanto a la culpabilidad
El clásico principio «<nullum crimen sine culpa» es propio del Derecho penal.
Si el Estado persigue con la pena una finalidad regeneradora y al tiempo evitar
que otros sujetos se sientan tentados de imitar al autor del acto delictivo, es
lógico que solo declare la responsabilidad criminal de aquel en cuya conducta
concurrió un cierto grado de reproche. En este sentido se afirma que la
apreciación de la culpabilidad penal ha de atender a un minimum ético, cosa
que no sucede en el Derecho civil, en donde cada día se observar más
supuestos de condenas de quienes en su conducta no tienen nada de
reprobable: se trata de evitar que se produzcan hasta los daños más
involuntarios y que el perjudicado tenga que soportar las consecuencias de la
adversidad.
Así, cuando el art. 120 LNA establece la responsabilidad por los accidentes
aéreos, lo hace en términos harto elocuentes, indicando que la indemnización
procederá «aun cuando el transportista, operador o sus emplea dos justifiquen
que obraron con la debida diligencia». Como se verá en su momento (vid.
Capítulo XVII, I, pg. 270), ningún texto legal español ha sido tan contundente
a la hora de reconocer la responsabilidad sin culpa.
Haya o no daño, la infracción penal descansa en una conducta humana:
basta, para que el acto sea imputable, una voluntad realmente culpable, que,
aunque, naturalmente, ha de tener una plasmación o manifestación en el
mundo exterior, no hace falta que haya traído consigo daños resarcibles. Poco
importa en cambio al Derecho de la responsabilidad civil si el daño ha sido
causado con ocasión de un delito o no: es el propio daño lo que pone en
marcha, siempre que lo desee la víctima, el mecanismo reparador, y si no hay
responsabilidad civil, será en razón de la ausencia de perjuicio y no de la
ausencia de culpa.
Por eso se suele decir que en la imposición de una pena hay siempre la
consideración previa de una perversidad más grande que en una condena
civil. Así, en la STS de 6 noviembre 1969 (RJ 1969, 5127) parece que se quiere
limitar la noción de culpa leve al ámbito de lo civil: «así como el límite mínimo
de la culpa o negligencia para producir efectos en Derecho penal está
integrado por el grado de culpa media, siendo inoperante la culpa leve, en el
Derecho civil no sucede igual». En efecto, se puede apreciar generalmente una
más amplia valoración civilista de la culpa levísima.
Como tendremos ocasión de ver en el Capítulo II, la expresión
<<responsabilidad civil derivada del delito» es solo una manera cómoda de
hablar. La STS de 20 febrero 1979 (RJ 1979, 709) indica que «el delito en sí
mismo la única con secuencia jurídico-penal que produce es la pena», pero
casi se puede ir aún más lejos: el delito en sí mismo la única consecuencia -
sin adjetivos, que produce es la sanción penal. El hecho de que con ocasión de
un delito se produzcan además daños resarcibles, no modifica un ápice de la
naturaleza jurídico-civil de la obligación de reparar. Es el daño en sí mismo lo
que la hace nacer, con absoluta independencia de que la conducta en cuestión
sea delictiva o no.
En la comprobación de la culpa, el Derecho penal tiene en cuenta las
inclinaciones personales, las cualidades del agente, sus conocimientos y
habilidades, y si se utilizan mecanismos de medición ajenos a la persona cuyo
у comportamiento se analiza, desde luego ello sucede en menor medida que en
Derecho de daños. En cambio, al enjuiciar un supuesto de responsabilidad
civil, el juez no se preguntará por aquello que el agente debería haber hecho
según su capacidad personal, su pericia y sus costumbres.
Bastará con comparar la actuación del sujeto con el paradigma abstracto que
el tráfico diario exige en cada concreta actividad y en cada circunstancia
concreta de personas, tiempo y lugar (art. 1104, pº 1° C.civ.), o, en su caso,
con la diligencia común (p° 2°). Si la responsabilidad civil va a tener carácter
exclusivamente patrimonial, los módulos de análisis no tienen los atributos
que definen el carácter personal de la culpa penal: sus módulos son y
abstractos. Todo lo que hay de personal y que podría recordar la idea de y
pena está excluido, en principio, del Derecho de daños. objetivos
Y si paramos en ámbitos mucho más recientes y dolorosos, aún no sabemos qué recorrido
tendrán las numerosas querellas planteadas contra miembros del Gobierno español por la
desastrosa prevención de la pandemia del coronavirus, al no haberse hecho caso de las
informaciones que procedían de toda clase de organismos internacionales y la consecuente
inconveniencia de la celebración de aglomeraciones en aquel infausto fin de semana de los días
6 a 8 de marzo de 2020. Pero, terminen como terminen los procedimientos judiciales, nadie
podrá pretender que para que exista responsabilidad penal es necesario que se demuestre la
relación de causalidad entre las acciones u omisiones (indiscutiblemente imprudentes, cuando
no constitutivas de dolo eventual) y los daños personales sufridos por quienes fueron víctimas
de la enfermedad.
Segunda. La responsabilidad criminal busca el castigo del culpable, la
prevención de los delitos y en alguna medida, la resocialización del
delincuente. Pero la responsabilidad civil solamente pretende la reparación de
los daños, con independencia del castigo que, en su caso, merezca el autor de
la conducta.
Tercera. La responsabilidad criminal constituye una relación generalmente
jurídico-pública que excede del ámbito de la libre disposición de los
particulares. Es el Estado quien pone en marcha el aparato represor del
Derecho penal, independientemente de cuál sea el deseo de la víctima, y aun
en con tra de la voluntad de ésta. Mientras tanto, no se pone en marcha el
mecanismo de resarcimiento de los daños y perjuicios si la víctima no lo
desea.
Aunque, como se verá (vid. infra, IV.5, pg. 63), esta diferencia general se encuentra algo
desdibujada en los sistemas que, como el nuestro, obligan al juez penal a que, cuando dicte
sentencia condenatoria, se pronuncie también en el aspecto civil, salvo en los casos en que la
víctima se haya reservado la acción para ejercitarla en un procedimiento civil posterior o haya
renunciado expresamente a su ejercicio. Véase la diferencia decimoprimera .
Cuarta. Por esa misma razón, por la razón que en cada caso convenga, el
Estado puede, decretar el indulto, lo que comportará el perdón de las penas
principal y accesorias (salvo la de inhabilitación para el ejercicio de cargo
público), pero ello nunca podrá comportar el perdón de la responsabilidad
civil, cuestión de índole exquisitamente jurídico-privada que habrá de
dilucidarse entre responsable y perjudicado.
<<Nunca podrá>> salvo que el erario público sea el perjudicado, como sucede en la
malversación de caudales públicos. Es bien sabido que la STS 2ª de 14 octubre 2019 (RJ 2019,
3900) condenaba en el «juicio del procés» a los nueve autores de un delito de sedición en
concurso medial con un delito de malversación. El Ministerio Fiscal y la Abogacía del Estado no
habían ejercitado la acción civil, pero sí interesaban -y la Sala así lo acuerda- la remisión de la
sentencia al Tribunal de Cuentas, que es quien tiene la competencia para el enjuiciamiento de
esta responsabilidad civil. Sin embargo, el Gobierno de Pedro Sánchez ha preferido retirar a la
Abogacía del Estado en orden a dar solución a los efectos civiles de la malversación (o para no
darla, mejor dicho), pese a ser parte ofendida en representación de Hacienda. (buff como tira
BEEEEEEFFFF)
En el art. 197.1 C.pen. encontramos una variada tipología de supuestos en los que quien actúa
lo hace para descubrir los secretos o vulnerar la intimidad de otro, que incluye el
apoderamiento de papeles, cartas, mensajes de correo electrónico, documentos o efectos
personales, la utilización de artificios técnicos de escucha, transmisión, grabación o
reproducción del sonido o de la imagen. Mientras tanto, el art. 7° LO 1/1982 contiene un elenco
de intromisiones ilegítimas que comprende el emplazamiento o la utilización de aparatos aptos
para grabar o reproducir la vida íntima de las personas, las acciones que vulneran esa vida
íntima, la quiebra del secreto de la correspondencia epistolar, la captación, reproducción o
publicación de la imagen de una persona en lugares o momentos de su vida privada o fuera de
ellos...
Y así, la difusión, revelación o cesión a terceros de los datos o imágenes obtenidos se considera
delito en el art. 197.3 C.pen, al tiempo que el art. 7º.3 L.O 1/1982 se refiere a la divulgación de
hechos relativos a la vida privada que afecten a la reputación, así como la revelación o
publicación de escritos personales de carácter íntimo. De igual modo, comete delito el que revela
secretos ajenos conocidos por razón de su oficio o sus relaciones laborales o el profesional que
incumple su deber de sigilo divulgando los secretos de otra persona (art. 199 C.pen.) Pero al
tiempo, es intromisión ilegítima la revelación de datos privados de una persona o familia
conocidos a través de la actividad profesional u oficial (art. 7.4 L.O 1/1982).
Y aún más imprecisa es la frontera entre la injuria y la difamación, pues aquélla es definida en
el art. 208 C.pen. como «la acción o expresión que lesionan la dignidad de otra persona,
menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación», mientras que el art. 7.7 LO
1/1982 la difamación se presenta como «<la imputación de hechos o la manifestación de juicios
de valor a través de acciones o expresiones que de cualquier modo lesionen la dignidad de otra
persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación». De poco sirve el que
la norma penal añada que solamente son constitutivas de delito «<las injurias que, por su
naturaleza, efectos y circunstancias, sean tenidas en el concepto público por graves». De poco,
pues, después de más de treinta años de aplicación de la LO 1/1982, a las difamaciones en
forma de insultos les pasa exactamente lo mismo, pues si un insulto no es grave y va
acompañado de un adecuado contexto, es habitualmente valorado por los jueces como una
mera manifestación de la libertad de expresión (vid. Capítulo XIX).
Pero repito que la respuesta práctica es cómoda, pues el ofendido goza de una <<regulación a la
carta»: para que se persigan penalmente, las calumnia y las injurias precisan querella (art. 215
C.pen.), o simple denuncia cuando el ofendido sea un funcionario público, autoridad o agente, y
se trate de hechos concernientes al ejercicio de sus cargos. También los delitos de
descubrimiento y revelación de secretos tienen el mismo carácter semiprivado (art. 201.1
C.pen.). En definitiva, la víctima decidirá si nos movemos en un terreno o en el otro, es cogiendo
entre tratar de obtener una indemnización (y restantes medidas protectoras del honor) por la vía
civil o querellarse (o denunciar, según los casos) y perseguir al infractor por lo penal para
obtener, junto a la indemnización (o/y cesación), una incriminación.
Detengámonos en alguna de las disfunciones más llamativas:
1.1. El alzamiento de bienes y la rescisión por fraude de
acreedores
La conducta del deudor que provoca su propia insolvencia regalando bienes
para evitar la persecución de sus acreedores, constituye un buen ejemplo de
lindero imposible entre el Derecho civil y el Penal.
El remedio civil lo constituye la rescisión de la donación por fraude de
acreedores y el у consiguiente regreso al patrimonio del deudor de lo que no
tenía que haber salido de él (acción pauliana de los arts. 1111 i.f. y 1291.4°
C.civ.), pero sucede que, sin añadir requisito alguno al supuesto, la conducta
integra un delito de alzamiento de bienes que, como insolvencia punible, se
encarga de tipificar el art. 257.1.1° C.pen.
Si, como dice la STS 2ª de 27 abril 2000 (RJ 2000, 3306), ha pasado a la
historia la vieja consideración de este delito que se fijaba en la <<fuga del
deudor con desaparición de su persona y de su patrimonio»>, de manera que
«en la actualidad alzamiento de bienes equivale a la sustracción u ocultación
que el deudor hace de todo o parte de su activo de modo que el acreedor
encuentra dificultades para hallar bienes con los que poder cobrarse», en la
práctica lo difícil es trazar el lindero entre el tipo penal y la conducta solo
merecedora de respuesta civil.
Quede claro que la responsabilidad civil asociada al alzamiento de bienes no consiste en el pago
por el deudor de la deuda insatisfecha. Como se lee en la STS 2" de 18 junio 1999 (RJ 1999,
4142), el acreedor perjudicado por solo consigue en el proceso penal lo que lograría ejercitando
la acción pauliana en vía civil: que regresen al patrimonio del deudor los bienes que no debían
haber salido de él (o cuando menos, los que haga falta que regresen para que el acreedor
concreto encuentre solvencia para su crédito). Por esta razón, me gusta ver en el alzamiento de
bienes algo así como una acción pauliana disfrazada de amenaza (vid. Capítulo XII, III.4.1., pgs.
569 y ss.).
En cambio, la STS 2" de 10 octubre 1991 (RJ 1991, 7065), al tratar de un caso
de prenda sobre cosecha esperada, entiende que la venta por el pignorante de
la cosa empeñada sin autorización del acreedor pignoraticio supone una
conducta de apropiación indebida, pues la prenda, al no desplazarse,
convierte al dueño en administrador con obligación de devolverla.
En fin, parecería que el legislador, lejos de erradicar de nuestro Derecho
positivo la sanción penal de simples incumplimientos relacionados con
contratos de compraventa o con determinados instrumentos de crédito, tiene
la permanente tentación de superponer el parapeto punitivo a los
instrumentos civiles de defensa del derecho de crédito (así, RUIZ MARCO,
1995, pgs. 152 y 153).
Sea como fuere, en la apropiación indebida se requiere «la concurrencia de un
elemento subjetivo como el ánimo de lucro que convierte la posesión temporal
de los bienes en un definitivo aprovechamiento en beneficio propio. (... entre
un incumplimiento contractual y el delito de la apropiación indebida radica en
que en el primer supuesto no existe voluntad apropiativa sino solamente un
retraso o imposibilidad transitoria de cumplimiento de la obligación de
devolver mientras en el segundo existe (...) un propósito de disposición de la
cosa como propia incorporándola al patrimonio». Tiene que haber, en fin, «(...)
el deseo o intención formal de incorporar a su patrimonio, irreversiblemente, el
dinero o cosas recibidas para otro fin concreto, cuyo ánimo con plena
conciencia y voluntad de lucro a costa del perjudicado» (SAP de Sevilla de 2
julio 2009 [JUR 493426]).
1.4. La estafa y el dolo civil
Otro de los terrenos en los que los linderos entre el Derecho penal y el Derecho
de obligaciones se presenta más bien difuso es el de los contratos celebrados
mediando engaño por parte de una de las partes. El tipo básico se encuentra
en el art. 248 C.pen, a cuyo tenor son reos de estafa «<los que, con ánimo de
lucro, utilizaren engaño bastante para producir error en otro, induciéndolo a
realizar un acto de disposición en perjuicio propio o ajeno».
Y a los efectos que aquí interesan, conviene referirse al art. 251 C.pen., que
describe la estafa cometida por «quien, atribuyéndose falsamente sobre una
cosa mueble o inmueble facultad de disposición de la que carece, bien por no
haberla tenido nunca, bien por haberla ya ejercitado, la enajenare, gravare o
arrendare a otro, en perjuicio de éste o de tercero» (ap. 1º), o por «el que
dispusiere de una cosa mueble o inmueble ocultando la existencia de
cualquier carga sobre la misma», así como la que comete «el que, habiéndola
enajenado como libre, la gravare o enajenare nuevamente antes de la definitiva
transmisión al adquirente, en perjuicio de éste o de un tercero» (ap. 2°). No
falta tampoco la tipificación de la conducta llevada a cabo por quien celebre en
perjuicio de otro un contrato simulado (ap. 3°).
Desde la perspectiva del Derecho privado, el art. 1269 C.civ. entiende que
existe dolo <<cuando, con palabras o maquinaciones insidiosas de parte de
uno de los contratantes, es inducido el otro a celebrar un contrato que, sin
ellas, no hubiera he cho», de modo que el contrato en que concurra este vicio
del consentimiento es anulable (arts. 1265 y 1301 C.civ.). Una solución a la
que cabrá conducir у cada supuesto de venta de cosa ajena o de cosa común
por comunero aislado, siempre que en el vendedor exista conciencia de la
irregularidad dispositiva y ocultación maliciosa de la misma (y solo si se da tal
circunstancia, pues, aunque no sea éste el lugar oportuno para hacer algo
más que recordarlo, en nuestro sistema jurídico la venta de cosa ajena, la de
cosa común por comunero aislado o la de cosa propia sobre la que pesa una
prohibición de disponer son contratos plenamente válidos: la mera ajenidad de
la cosa no es una irregularidad que afecte a la validez del contrato, sino solo al
modo de adquirir; vid CUENA CASAS [1996], pg. 406 o YZQUIERDO [2000], y
las SSTS de 5 marzo 2007 (RJ 2007, 723), 7 septiembre 2007 (RJ 2007, 5303),
18 diciembre 2008 (RJ 2008, 532), 28 enero 2010 (RJ 2010, 12).
Lo mismo para los casos de venta como libre de cosa que se sabe gravada, y
todo ello al margen de la posible concurrencia de las normas de anulabilidad
de los contratos con las reguladoras del saneamiento por evicción (arts. 1475 y
ss. C.civ.) o por gravámenes ocultos (art. 1483) y hasta, para algunos, con las
que rigen la resolución por incumplimiento en las obligaciones recíprocas (art.
1124; sobre la compatibilidad entre unas y otras soluciones, BERCOVITZ,
1995, pgs. 64 y 65 y CUENA CASAS, cit., pgs. 514 y ss). Y, para el contrato
simulado, contamos con su consideración por el art. 1276 como de supuesto
de causa falsa desencadenante de la nulidad radical.
¿Dónde está la frontera entre el dolo vicio y el engaño propio de la esta fa? O
dicho de otro modo, ¿de qué se nutre el engaño para que el Derecho penal se
tenga que ocupar de él? El tema ha sido abordado por no pocos penalistas. Ha
puesto de manifiesto RUIZ MARCO (cit., pg. 294; vid. también VALLE MUÑIZ,
1987) que es éste uno de los puntos frágiles de nuestro Derecho penal positivo
a través del cual quiebra, en la práctica, la deseable sepa ración entre las
esferas civil y criminal de la tutela del derecho de crédito. Además, ha de
tenerse en cuenta -han indicado VIVES ANTÓN Y GONZÁLEZ CUSSAC (1996,
pg. 1224)- que, paradójicamente, parece a primera vista que en el art. 1269
C.civ. se nos presenta engaño descrito de manera más restrictiva: palabras o
maquinaciones insidiosas, mientras que el 248.1° C.pen. se contenta con el
engaño bastante.
De poco vale que se nos diga que «la espina dorsal, eje o piedra angular del
polifacético delito de estafa (...) lo es el engaño, esto es, la asechanza tendida a
la buena fe ajena, la patraña, superchería, treta, argucia, falacia, mendacidad,
apariencia o ficción de que se vale el infractor para inducir a error a otra
persona» (STS 2ª de 5 octubre 1988 [RJ 1988, 76691), o que la condición de
bastante del engaño se debe medir según cada víctima, teniendo en cuenta
sus condiciones personales, su mayor o menor incultura o déficit intelectual
(STS 2ª de 11 julio 2000 [RJ 2000, 6909]), o que en el otro extremo se afirme
que la simple lesión contractual si no va unida a otros elementos que revelen
el propósito o dolo característico del tipo penal, no tiene porqué desembocar
obligatoriamente en el campo penal porque la Ley da medios suficientes para
restablecer el imperio del Derecho ante vicios de puro orden civil, mercantil o
moral (STS 2 de 16 junio 1992 [R] 1992, 5397], o, últimamente, la de 5 abril
2018 [JUR 2018, 105389]).
De poco vale, si no se nos proporcionan criterios claros para saber cuándo la
asechanza, patraña, etc., rompen ese impreciso diafragma que debe llevar a
diferenciar la nulidad del contrato con (nada menos que) una privación de
libertad de uno a seis años. Esta última sentencia añade, eso sí, algo
importante: «el autor simula un propósito serio de contratar cuando, en
realidad, solo pretende aprovecharse del cumplimiento de las prestaciones a
que se obliga la otra parte, ocultando a ésta su decidida intención de
incumplir sus propias obligaciones contractuales, (...) aprovechándose el
infractor de la confianza y la buena fe del perjudicado con claro y terminante
ánimo inicial de incumplir lo con venido». De «engaño burdo, grosero o
esperpéntico que no puede inducir a error a nadie de mínima inteligencia»
habla la STS 2ª de 11 febrero 2021 (RJ 2021, 539).
Desde luego, cuando estamos ante delitos perseguibles de oficio la clave para
encontrar los linderos nunca puede estar en la vía escogida por el perjudicado.
Me parece clara la estafa cometida en el caso enjuiciado por la STS de 8
noviembre 2016 (RJ 2016, 5368), un típico negocio jurídico criminalizado: el
contratante disimula su intención de no cumplir sus obligaciones, y la otra
parte -un matrimonio- cumple con lo pactado y ejecuta una disposición en
beneficio del otro. El estafador les convenció de que era conveniente aparecer
él como verdadero titular, pero nunca pensó en devolver las fincas que se
obligaba a vender. Pero si la claridad de la solución hay que buscarla en el
tamaño o volumen de las estrategias diseñadas por el acusado, la verdad es
que no es fácil ver las diferencias con el caso del contrato celebrado con dolo
vicio del consentimiento para engañar a la contraparte.
La propia ambigüedad del concepto de engaño impide entonces edificar una
dogmática suficientemente discriminadora. Citan VIVES ANTÓN Y GONZÁLEZ
CUSSAC (ibidem) al penalista francés GOYET: «la simple mentira es
insuficiente para constituir la maniobra fraudulenta. Poco importa que se
haya producido o reiterado por escrito. Aislada de todo hecho material o de
toda maquinación, es inoperante.
Así, no emplea maniobras fraudulentas el que se hace entregar dinero por una
muchacha, presentándose como soltero, pese a estar casado, y prometiendo
desposarla; ni el que se atribuye falsa mente la propiedad de inmuebles
importantes; ni el que aparenta influencia con altos funcionarios; ni el que
presenta una factura exagerada. En todos estos casos no hay sino dolo civil».
Pero si el criterio es la entidad o calidad del engaño, no puede resultar más
inseguro el dato ni más imprecisa la frontera. ¿Cuándo estamos ante un
fantasmón y cuándo ante un delincuente?
Un buen indicio es el que, en los casos fronterizos, desliza el supuesto al
terreno de la estafa cuando el comportamiento encaja de por sí en otro tipo
delictivo. Así, cuando se dispone de una cosa mueble ocultando la existencia
de cargas, y todo mediante un engaño llevado a cabo por medio de documento
público falseado. Pero sería un mero indicio, pues no se puede decir que para
que haya estafa tiene que mediar falsedad documental. Y si se prefiere decir
que lo importante es que al dolo civil se superpongan los res tantes elementos
del tipo penal (y sobre todo, la existencia o inexistencia del perjuicio
patrimonial), que es lo que parece sostener la STS 2ª de 6 febrero 1989 (RJ
1989, 1479), resultará que cuando no se haya logrado causar el perjuicio en el
patrimonio ajeno podremos seguir hablando de estafa en grado de tentativa,
pero el problema de la distinción en relación con el ilícito civil continuará sin
resolverse. Además, cuántas veces la víctima, que se da por satisfecha con que
le reparen el perjuicio sufrido, acudirá sin más al remedio civil de la nulidad
contractual acompañando la pretensión de restitución de lo dado y de
resarcimiento por los daños padecidos.
En un litigio así, que exista o no estafa dependerá solamente de que el juez
civil aprecie o no indicios de delito, y suspenda en caso afirmativo el
procedimiento, que quedará a la espera de la solución de la cuestión
prejudicial penal (art. 114 LECrim.). Y lo mismo sucede si se entiende que el
engaño ha de ser medido en relación la normal diligencia o perspicacia de un
ciudadano medio: ello llevará a decidir que no habrá estafa si el perjudicado
tuvo medios suficientes para comprobar la veracidad de cuantas aseveraciones
le hacía su cocon o ha sido más su indolencia que su tratante, pues la causa
relevante del perjuic969). Pero el caso es que si se [1984], pg. el propio engaño
(Así, VILA Ma jurisprudencia civil, las hay que toman consultan algunas
decisiones de la en cuenta la condición profesional de la víctima del engaño
para deducir que no existió ni siquiera dolo civil (así, en la STS de 9 julio 1987
[R] 1987 5214]), y tampoco faltan las que entienden que sigue habiendo dolo
aun cuando el perjudicado hava actuado con un exceso de ingenuidad (caso
de la STS de 15 julio 1987 [RJ 1987, 5494]: : «el dolo abarca y comprende no
solo la insidia o maquinación directa, sino también la reticencia del que calla o
no adviera debidamente a la otra parte, aprovechándose de ello, de igual forma
que no elimina la existencia del dolo empleado por una parte la circunstancia
de la ingenuidad o buena fe de la otra»). El criterio, pues, tampoco es exclusivo
del Derecho penal. Sobre la necesidad de exigir al perjudicado un grado de
diligencia proporcional a las pautas socialmente adecuadas según las
circunstancias del caso. SSTS de 18 octubre 1993 (RJ 1993, 7788) y 18 marzo
1994 (RJ 1994, 2369).
Por lo demás, el que falsea su solvencia para obtener un crédito no siempre
tendrá en mente que, llegado el momento, no cumplirá. Ni del turista que se
va sin pagar del hotel diremos que hizo nacer la deuda de manera engañosa
para incumplir. Para que, además de incumplimiento del contrato de mutuo o
de hospedaje, exista estafa, tendrá que apreciarse un engaño coetáneo con el
nacimiento de la obligación, pues «el mero incumplimiento contractual no es
bastante para integrar el elemento típico del engaño requerido por la estafa
(STS 2ª de 31 mayo 2000 [RJ 2000, 3749]). Y, desde luego, lo que no tiene
sentido es que se tipifique como delito, sin exigirse nada más, la celebración
de un contrato simulado con perjuicio de tercero, cuando para resolver el
asunto ya hay una buena respuesta en Derecho civil en forma de nulidad
contractual por ilicitud de la causa.
Sucede, no obstante, que un tipo tan multifacético como es la estafa se resiste
a las descripciones de carácter negativo, pues no se trata tanto de dejar fuera
del tipo a esta o aquella conducta, sino de determinar cuándo el en gaño es
penalmente relevante. Y un elemento del injusto tan ambiguo y lleno de
factores de carácter subjetivo no permite mucho más que un análisis
casuístico. El problema tiene unos componentes contradictorios: mientras a
veces se comprueba que quedan dentro del campo penal supuestos cuya
solución correcta se encuentra en el Derecho civil o mercantil, la propia
complejidad de los mecanismos del mercado hace que grandes operaciones de
sofisticada ingeniería contractual y financiera, en donde se entrecruzan
recíprocos créditos y deudas las más de las veces mutuamente condiciona dos,
hace que aumenten los obstáculos que impiden aislar nítidamente la mecánica
defraudatoria, lo que invita a que los jueces se laven las manos y simplifiquen
supuestos de astutas estafas, pasando a calificarlos como problemas inter
partes de relevancia estrictamente jurídico-privada. No es que sea ésta la
única razón de la impunidad de quienes ostentan posiciones de privilegio
social y económico, pero también ayuda.
Palabras aparte -y en lo que toca al problema apuntado, han de ser palabras elogiosas- merece
la STS de 14 marzo 2014 [RJ 2014, 1]). Muy comentada en los ámbitos del periodismo
económico, la sentencia pone fin al larguísimo caso conocido indistintamente como «Urbanor»,
«de los Albertos» o «de las Torres KIO». En síntesis, aquellos mandatarios habían perjudicado
gravemente a los accionistas minoritarios que habían vendido las acciones por un precio muy
inferior al recibido por los acusados por las suyas, y fueron condenados como autores de un
delito de falsedad documental y otro de estafa (STS 2" de 14 marzo 2003 [RJ 2003, 2263]). Pero
el Tribunal Constitucional decidió entender que la acción penal estaba prescrita (STC de 20
febrero 2008 [RTC 2008, 29]), pues, aunque la querella se había presentado a tiempo, el Auto
admitiéndola a trámite se había dictado cuatro meses después.
Bonita manera de decir que, si en el Derecho civil las acciones prescriben por que el titular del
interés deja pasar el tiempo sin reaccionar, en el ámbito penal no importa que el perjudicado
reaccione a tiempo, pues también puede suceder que quien «se duerma»> sea el Juzgado. Tal
vez sea porque, como vemos en las películas norteamericanas de tema forense («El Pueblo
contra...»), en realidad el perjudicado no es el estafado ni la violada, sino la sociedad en su
conjunto, que es quien por medio del Poder Judicial debe reaccionar y no dejar que las acciones
prescriban.
Ha tenido que ser la justicia civil la que al menos dé satisfacción a las víctimas de ese engaño
que no pudo llamarse estafa porque el Tribunal Constitucional lo impidió con su vergonzosa
decisión. En el litigio civil posterior se ejercitó una acción dirigida a obtener la reparación de los
daños e indemnización de los per juicios por los actos ilícitos supuestamente cometidos, bien en
el marco de la acción civil ex delicto, bien como acción de responsabilidad civil extracontractual.
En la audiencia previa y como alegación complementaria, la parte actora fundó los hechos
constitutivos de la pretensión en el marco de una posible exigencia de responsabilidad
contractual por incumplimiento del contrato de mandato, que fue lo que resultó definitivo para
que la STS de 14 febrero 2014 (RJ 2014, 1) confirmara la condena dineraria que se había
impuesto en primera instancia. Interesante el comentario de GASCÓN INCHAUSTI (2016, pgs.
259 y ss.).
Una vez más se prefería recurrir a la ley penal antes que utilizar la
imaginación suficiente para mejorar o clarificar los mecanismos que conocía
ya el Derecho (privado y penal) de modo que su puesta en práctica resultara
auténticamente incondicionada: «Se incorpora al Código Penal-reza la Ex
posición de Motivos de la Ley Orgánica 3/1989- una nueva modalidad del
abandono de familia, consistente en el impago de prestaciones económicas
establecidas por convenio o resolución judicial; se busca así la protección de
los miembros económicamente débiles de la unidad familiar, intentando
otorgar la máxima protección a quienes, en las crisis matrimoniales, padecen
las consecuencias de la insolidaridad del obligado a prestaciones de aquella
índole»>.
El Código penal de 1995 recogió la figura en el art. 227:
«1. El que dejare de pagar durante dos meses consecutivos o cuatro meses no consecutivos
cualquier tipo de prestación económica en favor de su cónyuge o sus hijos, establecida en
convenio judicialmente aprobado o resolución judicial en los supuestos de separación legal,
divorcio, declaración de nulidad del matrimonio, proceso de filiación, o proceso de alimentos a
favor de sus hijos, será castigado con la pena de prisión de tres meses a un año o multa de seis
a 24 meses.
2. Con la misma pena será castigado el que dejare de pagar cualquier otra prestación económica
establecida de forma conjunta o única en los supuestos previstos en el apartado anterior»>.
Más recientemente, el Auto del Tribunal Supremo de 5 marzo 2019 (JUR 2019, 102279)
inadmite el recurso de unificación de doctrina interpuesto por la empresa, confirmando la
Sentencia dictada por la Sala de lo Social del TSJCV. Dos trabajadores de la multinacional
Leroy Merlin, de reconocido prestigio empresarial y de gran envergadura económica, habían sido
despedidos como represalia por haberse afiliado a un sindicato, ya que su intención era la de
concurrir a futuras elecciones sindicales de la empresa. En las referidas resoluciones no solo se
decreta la nulidad del despido y la vulneración del derecho fundamental de liberad sindical de
ambos trabajadores, sino que, además, se impone a la empresa la obligación de abono de una
indemnización adicional de 40.000 euros a cada uno de los trabajadores. No son excesivamente
explícitas, pero a la hora de fijar la indemnización por daños morales, tanto el Juzgado de lo
Social n° 2 de Elche, como el TSJCV y el Tribunal Supremo, que confirman dicha cantidad,
entienden que no solo se han de tener en cuenta los hechos motivadores de la vulneración y el
perjuicio sufrido, sino también la entidad y dimensión económica de la em presa que vulnera el
derecho fundamental. Al fin y al cabo, el art. 183.2 LRJS establece que esta indemnización tiene
por objeto «contribuir a la finalidad de pre venir el daño», y es de suponer que la prevención solo
puede suponer que si se imponen indemnizaciones irrisorias a grandes empresas, el coste que
para estas tendría la vulneración de derechos fundamentales no sería muy relevante...
Particularmente llamativa es en España la frecuencia con la que se utiliza la vía penal contra un
funcionario público, aunque no exista indicio alguno de conducta constitutiva de infracción
penal, con el único objeto de que el Estado sea condenado como responsable civil subsidiario. El
caso más paradigmático fue el de la intoxicación masiva por el aceite de colza desnaturalizado
(véase SALVADOR CODERCH [2002]. pg. 1). Había que condenar como fuera al Estado, dadas la
magnitudes de la tragedia. La fórmula de la STS 2º de 26 septiembre 1997 (RI 1997, 6366)
consistió en condenar penalmente a un funcionario (el Director del Laboratorio Central de
Aduanas) cuya atribución no era nada relacionado con l salud pública, sino ¡clasificar las
sustancias de cara a su tratamiento arancelario: La mayor condena de nuestra historia (unos
tres mil millones de euros) se resolvió, en fin, fingiendo una inexistente relación de causalidad.
Por otra parte, a veces el juez penal se puede sentir inclinado a rebajar una
pena para compensarla con mayor severidad en la indemnización. Una
solución muy humana y muy cómoda para la víctima y puede que también
para el responsable, aunque ya no tanto para el patrimonio de éste, ni por
supuesto para el de la compañía de seguros. Y en el otro extremo, no es
impensable que el juez que impone una pena fuerte puede inclinarse por una
condena más suave en la responsabilidad civil (así, DÍAZ ALABART, 1987, pg.
800).
La confusión entre las responsabilidades civil y penal se ve potenciada, por
otra parte, desde el momento en el que en un alto porcentaje de procesos
penales la víctima no hace declaración alguna sobre la acción civil. Ella no se
tiene que constituir en parte civil, sino que le basta con guardar silencio,
porque si su silencio equivale a ejercitar acciones, lo cierto es que el único que
pone en marcha la pretensión civil es el Ministerio Fiscal.
No sé si sería preferible que Fiscal se limitase su actuación aspecto puramente
punitivo. ¿No debería exigirse, se desea que pueda Ministerio público actuar
en orden la fijación del daño, incluso anteriormente la personación del
ofendido, que éste sus causahabientes ejerciten de modo efectivo acción?
Por otra parte, tampoco me parecería inoportuna la reforma que permitiese juez penal, en
aquellos casos en que fuese expresa voluntad la víctima ejercitar también acción civil no
presunta, como pretende hacer creer que el art. 112 LECrim.), dictar condena civil pesar de
haber existido absolución penal. es justo condenar lo penal con solo objeto poder así condenar
civilmente. En relación con sistema francés, en aplicación los casos de negligencia médica, ha
dicho LAMBERT-FAIVRE (1979, pgs. 636 637; en el mismo sentido, MAR GEAT [1978], pg.
1502): «los magistrados se enfrentan un problema: admiten falta, con ello el médico sufre
castigo penal, la niegan, con ello también indemnización, ya que juez penal no es posible
condenar civilmente la sentencia fue absolutoria. el orden penal tiene por objeto castigar los
culpables cuyos actos ponen en peligro el orden público, la responsabilidad civil tiene como
objetivo indemnizar las víctimas, aprobaremos toda reforma que disocie una vez responsabilidad
civil de la responsabilidad penal».
Pero es que una reforma que permitiese condenas civiles por parte de los jueces penales
independientemente de que haya no condena penal, requeriría un meticuloso estudio de nuevas
cuestiones prejudiciales; de no ser así, de imaginar atasco que se produciría en la justicia penal:
amparados en la gratuidad del procedimiento criminal, se lanzarían la justicia penal quienes
tuvieran cualquier cuestión civil que resolver. eso es lo único que le faltaba nuestro sistema
judicial...