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CAPÍTULO I.

RESPONSABILIDAD CRIMINAL Y
RESPONSABILIDAD CIVIL
En un sentido muy amplio, el cómodo método de exclusión permite que
hablemos de responsabilidad cada vez que resulta incumplido un deber de
carácter jurídico. Se dice así que incurre en responsabilidad política ante el
Parlamento el Gobierno que deja de observar las reglas del juego de partidos; o
en responsabilidad administrativa el funcionario que incumple las re glas que
establecen el sistema de incompatibilidades que no siempre, por cierto, con
absoluta fortuna- afectan a su función; hablamos de responsabilidad fiscal o
tributaria del contribuyente en cuya declaración es descubierta una
irregularidad; o de responsabilidad corporativa del profesional que tras haber
exigido unos honorarios excesivos a su cliente, es sancionado por el comité
deontológico del Colegio correspondiente.
Sin embargo, no por ser sobradamente conocidas deja de ser necesario
recordar ciertas precisiones sobre las distintas consecuencias que tiene en
cualquier ordenamiento jurídico la comisión de un ilícito penal o de uno civil,
pues es la responsabilidad criminal la que encuentra con la civil más zonas de
contacto. La diferencia entre culpa penal y culpa civil es cuestión «llena de
dificultades y de zonas borrosas» (SANTOS BRIZ, 1967, pg. 637).

I.EVOLUCIÓN HISTÓRICA DE LA DISTINCIÓN


Un somero análisis histórico del fenómeno de la responsabilidad civil nos
remontaría a aquella época en la cual la venganza privada, como reacción
espontánea, venía a erigirse en la consecuencia natural del daño sufrido.
Como dicen MAZEAUD Y TUNC (1977, pg. 36), «la fuerza incita a la fuerza; el
que ha sido lesionado trata de vengarse, de devolver el mal con el mal».
Es solo el dolor lo que gobierna el sentimiento jurídico del hombre primitivo.
La injusticia se aprecia según su efecto y no según su causa: no importa,
habiendo sido excitada la pasión, que sea la intención, la negligencia o el azar,
quienes hayan dirigido la mano del causante del mal (IHERING, 1880, pgs. 10
y ss.).
Poco a poco interesa a la víctima lo que de reprobable o fortuito pudiera haber
en el comportamiento dañoso; tampoco es exagerado afirmar que importando
más el castigo que la reparación del daño sufrido, la cuestión de la
responsabilidad civil era algo desconocido en los pueblos primitivos. La ley no
se preocupaba de la regulación de los daños privados porque la sociedad,
sencillamente, no reclamaba una forma de satisfacción distinta de la venganza
personal.
Conforme el orgullo salvaje se modera y el hombre va volviéndose
relativamente más reflexivo y decididamente más práctico, se entiende que la
víctima tiene la posibilidad de admitir que su adversario le entregue una suma
de dinero con la que consentirá el perdón: el ofensor rescata el agravio, evitan
do con ello la venganza personal. La práctica constante de estas
composiciones voluntarias hará que la propia autoridad institucionalice el
sistema. Con ello, la víctima no tendrá más remedio que aceptar la suma
fijada de antemano por el Estado para cada delito. Recuerda VINEY (1982, pg.
91). las leyes bárbaras de la época franca dictaban tarifas (Wergeld) que tenían
la doble función de pena privada y de reparación: era el precio por renunciar a
la venganza entre la familia de la víctima y la del agresor. De la composición
voluntaria se pasa así a la composición legal o forzosa.
No todos los delitos, sin embargo, ponían en marcha el mecanismo de la
composición legal. En la época de las XII Tablas ya se había sentido la
necesidad de aplicar la composición obligatoria, por ejemplo, a los casos de
lesiones corporales ordinarias o de robos no flagrantes; pero en los casos más
graves (fractura de un miembro, furtum manifestum) la víctima aún
conservaba su derecho a la venganza personal si no existía acuerdo en la
suma que se debía satisfacer. La futura distinción entre las responsabilidades
criminal y civil aparece aquí en su estado más embrionario: cuanto más
reprobable es la conducta, más se aproxima al concepto de castigo y más se
aleja, con ello, del de reparación. Pero, por el momento, tanto la pena corporal
como la pecuniaria tienen un casi exclusivo sentido aflictivo, de sanción, y no
de reparación.
Poco a poco el Estado no solo va a encargarse de fijar las composiciones, sino
que va a intervenir también en el castigo de quienes cometen infracciones
directamente contra la sociedad. Ciertas conductas contra los particulares no
dejan por ello de constituir serias alteraciones de la tranquilidad y el orden
públicos. Es más: muy pronto el Estado, ya no solo castiga, sino que va a ser
el único que lo va a poder hacer. No pierde por ello protagonismo la víctima:
solamente cambia su papel.
La acción represiva pasa a manos del Estado, para dejar que sea el
perjudicado quien se limite a solicitar la reparación del daño sufrido. Los
crimina originarán penas públicas corporales impuestas mediante iudicium
publicum (pena de muerte, exilio, trabajos forzados, mutilaciones); por su
parte, los delicta se perseguirán mediante actio privata, en cuanto
originadores de una obligatio ex delicto, consistente en la satisfacción de la
correspondiente composición pecuniaria, pero limitándose la intervención de
la autoridad a la fijación de la misma para evitar conflictos.
Sea como fuere, y a pesar de los varios siglos de imprecisiones, la distinción
quedó servida desde el momento en que la acción represiva pasa de manos de
la víctima a manos de la autoridad pública. Fue claramente explicada en el
siglo XVII francés por DOMAT, para resultar definitivamente perfilada en la
época de la Revolución.
El art. 4 del Código penal del año 4 Brumario declara que «todo delito da lugar
esencialmente a una acción pública» (que, según el art. 5, tiene por objeto
castigar los atentados cometidos con tra el orden social); y añadía: «puede
también originar una acción privada o civil» (cuyo objeto, a la luz del art. 6, es
la reparación del daño que el delito ha causado). En la codificación
napoleónica las infracciones penales se verán reguladas por el Código de
procedimiento criminal de 1806 y por el Código penal de 1810, cuyo art. 74 se
remite en bloque, para las consecuencias civiles del delito, a lo previsto en los
preceptos del Código civil de 1804 (arts. 1382 a 1386). Acertadísima remisión
que, lamentablemente, no se produjo en nuestro Derecho, como se verá en el
capítulo siguiente.

Cierto es que la época de la codificación se vio presidida por principios tan


profundamente impregnados del espiritualismo de la filosofía del siglo XVIII
que siempre se vio, tanto en la responsabilidad criminal como en la civil, una
traducción de la responsabilidad moral. Pero, a pesar de todo, el propósito de
una y otra, así como su valoración, son teóricamente fáciles de distinguir,
como vamos a ver a continuación.
Pueden verse, sobre la evolución histórica aquí resumida, y aparte de los autores citados, en el
texto, las aportaciones de TUNC (1981), pgs. 47 y ss. Interesantes las consideraciones de
BUSTAMENTE ALSINA (1979), pgs. 18 y ss. En concreto para el Derecho romano, véanse
FUENTESECA (1978), pgs. 317 y ss. o IGLESIAS (1972), pgs. 470 y ss. Pero es en la obra de
BERMEJO CASTRILLO (2017) donde se encuentra la exposición más completa y acabada de las
fronteras entre el ilícito civil y el penal en el Derecho histórico, no siempre demasiado claras (y
particularmente, en los Fueros municipales).

II. LAS DIFERENCIAS ENTRE LOS DOS ÁMBITOS


La razón de ser de la distinción que examinamos reside en el hecho de que en
toda sociedad civilizada hay conductas ilícitas que son merecedoras de la
aplicación de una pena, mientras que otras solo dan lugar a la obligación de
indemnizar a la víctima por el daño que se le ha causado. De ahí derivan las
diferencias:

1. En cuanto a la antijuridicidad
En el fondo de la distinción entre el ilícito penal y el civil está la con sideración
de que los bienes amparados por el Derecho penal son predominantemente
públicos. Como recuerda DE ÁNGEL YAGÜEZ (1993, pg. 50), «se suele objetar
que esto no es siempre así, pues en ocasiones el tipo penal tutela intereses
particulares, como ocurre en todos los delitos contra la propiedad». Pero lo
cierto es que la tipificación de estos delitos obedece, más que al intento de
proteger a las víctimas, al de «evitar que se produzcan, o que proliferen,
comportamientos atentatorios contra la propiedad, entendida ésta como valor
abstracto y como soporte de la estructura económica de la sociedad»>.
En efecto, según las circunstancias sociales, morales y culturales que definen
cada momento, el legislador toma la opción de proteger aquellos valores que,
allí y entonces, resultan más valiosos para la colectividad. El propio Estado es
quien organiza la represión, por medio de la amenaza de la pena, de los actos
que, además de culpables, son típicamente antijurídicos.
A su lado, el ilícito puramente civil viene a presentarse como comportamiento
dañoso no tipificado por la ley penal. Por ello su sanción solo se dará si lo
desea la víctima, y consistirá en la mera obligación de resarcir, en el
restablecimiento del equilibrio patrimonial que quedó roto como consecuencia
del daño. Ni es necesario, ni sería posible, elaborar un catálogo de conductas
dañosas originadoras de responsabilidad civil, pues puede darse el caso de un
acto lícito que origine la obligación de responder por no haber sido diligente su
autor, o que, aun siéndolo, haya lesionado un interés digno de protección.
En una palabra, en el terreno de la antijuridicidad el Derecho penal se ve
presidido por la rigidez del principio «nullum crimen sine lege»; en el Derecho
civil, los daños encuentran en el genérico y flexible «alterum non lædere» su
originario punto de referencia.

2. En cuanto a la culpabilidad
El clásico principio «<nullum crimen sine culpa» es propio del Derecho penal.
Si el Estado persigue con la pena una finalidad regeneradora y al tiempo evitar
que otros sujetos se sientan tentados de imitar al autor del acto delictivo, es
lógico que solo declare la responsabilidad criminal de aquel en cuya conducta
concurrió un cierto grado de reproche. En este sentido se afirma que la
apreciación de la culpabilidad penal ha de atender a un minimum ético, cosa
que no sucede en el Derecho civil, en donde cada día se observar más
supuestos de condenas de quienes en su conducta no tienen nada de
reprobable: se trata de evitar que se produzcan hasta los daños más
involuntarios y que el perjudicado tenga que soportar las consecuencias de la
adversidad.
Así, cuando el art. 120 LNA establece la responsabilidad por los accidentes
aéreos, lo hace en términos harto elocuentes, indicando que la indemnización
procederá «aun cuando el transportista, operador o sus emplea dos justifiquen
que obraron con la debida diligencia». Como se verá en su momento (vid.
Capítulo XVII, I, pg. 270), ningún texto legal español ha sido tan contundente
a la hora de reconocer la responsabilidad sin culpa.
Haya o no daño, la infracción penal descansa en una conducta humana:
basta, para que el acto sea imputable, una voluntad realmente culpable, que,
aunque, naturalmente, ha de tener una plasmación o manifestación en el
mundo exterior, no hace falta que haya traído consigo daños resarcibles. Poco
importa en cambio al Derecho de la responsabilidad civil si el daño ha sido
causado con ocasión de un delito o no: es el propio daño lo que pone en
marcha, siempre que lo desee la víctima, el mecanismo reparador, y si no hay
responsabilidad civil, será en razón de la ausencia de perjuicio y no de la
ausencia de culpa.
Por eso se suele decir que en la imposición de una pena hay siempre la
consideración previa de una perversidad más grande que en una condena
civil. Así, en la STS de 6 noviembre 1969 (RJ 1969, 5127) parece que se quiere
limitar la noción de culpa leve al ámbito de lo civil: «así como el límite mínimo
de la culpa o negligencia para producir efectos en Derecho penal está
integrado por el grado de culpa media, siendo inoperante la culpa leve, en el
Derecho civil no sucede igual». En efecto, se puede apreciar generalmente una
más amplia valoración civilista de la culpa levísima.
Como tendremos ocasión de ver en el Capítulo II, la expresión
<<responsabilidad civil derivada del delito» es solo una manera cómoda de
hablar. La STS de 20 febrero 1979 (RJ 1979, 709) indica que «el delito en sí
mismo la única con secuencia jurídico-penal que produce es la pena», pero
casi se puede ir aún más lejos: el delito en sí mismo la única consecuencia -
sin adjetivos, que produce es la sanción penal. El hecho de que con ocasión de
un delito se produzcan además daños resarcibles, no modifica un ápice de la
naturaleza jurídico-civil de la obligación de reparar. Es el daño en sí mismo lo
que la hace nacer, con absoluta independencia de que la conducta en cuestión
sea delictiva o no.
En la comprobación de la culpa, el Derecho penal tiene en cuenta las
inclinaciones personales, las cualidades del agente, sus conocimientos y
habilidades, y si se utilizan mecanismos de medición ajenos a la persona cuyo
у comportamiento se analiza, desde luego ello sucede en menor medida que en
Derecho de daños. En cambio, al enjuiciar un supuesto de responsabilidad
civil, el juez no se preguntará por aquello que el agente debería haber hecho
según su capacidad personal, su pericia y sus costumbres.
Bastará con comparar la actuación del sujeto con el paradigma abstracto que
el tráfico diario exige en cada concreta actividad y en cada circunstancia
concreta de personas, tiempo y lugar (art. 1104, pº 1° C.civ.), o, en su caso,
con la diligencia común (p° 2°). Si la responsabilidad civil va a tener carácter
exclusivamente patrimonial, los módulos de análisis no tienen los atributos
que definen el carácter personal de la culpa penal: sus módulos son y
abstractos. Todo lo que hay de personal y que podría recordar la idea de y
pena está excluido, en principio, del Derecho de daños. objetivos

III. CONSECUENCIAS DE LA DISTINCIÓN


Primera. No es preciso que concurra ningún tipo de daño para que haya
condena penal. Se entiende así que exista responsabilidad penal, pero no civil,
en los delitos intentados, en los de tráfico de estupefacientes o de tenencia
ilícita de armas, por poner solo algunos ejemplos, y por no hablar de los
llamados <delitos imposibles» o de los de «omisión pura». Al contrario, hasta el
daño más «<inocente» ocasionará un deber de resarcimiento si existe relación
causal y un adecuado factor de atribución patrimonial (culpa u otros). Interesa
más la entidad del daño que la gravedad de la conducta del que lo causó.
O, lo que es lo mismo, sin daño no hay responsabilidad civil. Produjo por ello mucho asombro la
STS de 29 enero 2019 (RJ 2019, 226), que condena a un asegurador de responsabilidad civil a
pagar a los administradores societarios la deuda tributaria de la sociedad de la que ellos habían
sido declarados responsables por su impago, conforme al art. 43.1b) de la Ley General
Tributaria. La deuda tributaria no es un daño -otra cosa será la sanción impuesta al
contribuyente por la negligencia de su asesor-, y por ello no se debe ver cubierta por un seguro
de responsabilidad civil.

Y si paramos en ámbitos mucho más recientes y dolorosos, aún no sabemos qué recorrido
tendrán las numerosas querellas planteadas contra miembros del Gobierno español por la
desastrosa prevención de la pandemia del coronavirus, al no haberse hecho caso de las
informaciones que procedían de toda clase de organismos internacionales y la consecuente
inconveniencia de la celebración de aglomeraciones en aquel infausto fin de semana de los días
6 a 8 de marzo de 2020. Pero, terminen como terminen los procedimientos judiciales, nadie
podrá pretender que para que exista responsabilidad penal es necesario que se demuestre la
relación de causalidad entre las acciones u omisiones (indiscutiblemente imprudentes, cuando
no constitutivas de dolo eventual) y los daños personales sufridos por quienes fueron víctimas
de la enfermedad.
Segunda. La responsabilidad criminal busca el castigo del culpable, la
prevención de los delitos y en alguna medida, la resocialización del
delincuente. Pero la responsabilidad civil solamente pretende la reparación de
los daños, con independencia del castigo que, en su caso, merezca el autor de
la conducta.
Tercera. La responsabilidad criminal constituye una relación generalmente
jurídico-pública que excede del ámbito de la libre disposición de los
particulares. Es el Estado quien pone en marcha el aparato represor del
Derecho penal, independientemente de cuál sea el deseo de la víctima, y aun
en con tra de la voluntad de ésta. Mientras tanto, no se pone en marcha el
mecanismo de resarcimiento de los daños y perjuicios si la víctima no lo
desea.
Aunque, como se verá (vid. infra, IV.5, pg. 63), esta diferencia general se encuentra algo
desdibujada en los sistemas que, como el nuestro, obligan al juez penal a que, cuando dicte
sentencia condenatoria, se pronuncie también en el aspecto civil, salvo en los casos en que la
víctima se haya reservado la acción para ejercitarla en un procedimiento civil posterior o haya
renunciado expresamente a su ejercicio. Véase la diferencia decimoprimera .

Cuarta. Por esa misma razón, por la razón que en cada caso convenga, el
Estado puede, decretar el indulto, lo que comportará el perdón de las penas
principal y accesorias (salvo la de inhabilitación para el ejercicio de cargo
público), pero ello nunca podrá comportar el perdón de la responsabilidad
civil, cuestión de índole exquisitamente jurídico-privada que habrá de
dilucidarse entre responsable y perjudicado.
<<Nunca podrá>> salvo que el erario público sea el perjudicado, como sucede en la
malversación de caudales públicos. Es bien sabido que la STS 2ª de 14 octubre 2019 (RJ 2019,
3900) condenaba en el «juicio del procés» a los nueve autores de un delito de sedición en
concurso medial con un delito de malversación. El Ministerio Fiscal y la Abogacía del Estado no
habían ejercitado la acción civil, pero sí interesaban -y la Sala así lo acuerda- la remisión de la
sentencia al Tribunal de Cuentas, que es quien tiene la competencia para el enjuiciamiento de
esta responsabilidad civil. Sin embargo, el Gobierno de Pedro Sánchez ha preferido retirar a la
Abogacía del Estado en orden a dar solución a los efectos civiles de la malversación (o para no
darla, mejor dicho), pese a ser parte ofendida en representación de Hacienda. (buff como tira
BEEEEEEFFFF)

Quinta. También por lo mismo, no cabe transacción sobre la responsabilidad


penal (art. 1813 C.civ.), pero nada impide que las consecuencias civiles de un
delito o falta puedan ser objeto de negociación (o hasta de renuncia, STS de 12
mayo 2003 [RJ 2003, 5480]). Así sucede con frecuencia en el terreno de los
accidentes de tráfico (STS de 25 de mayo de 1999 [RJ 1999, 3930], que califica
la alegación contraria de «menesteroso alegato»), pero también en otros
ámbitos. Así, si acusación y acusado celebran una reunión y pactan una
manera de liquidar la deuda que tuvo su origen en un delito de apropiación
indebida, nada cambia para el Derecho penal si una vez des cubierto el delito,
se pactara devolver el dinero al comitente (STS 2ª de 12 febrero 2000 [RJ
2000, 427]). No obstante, vid. infra, IV.7 (pg. 66).
Sexta. A nadie escandaliza que haya quien esté obligado legalmente a
responder civilmente por el hecho ajeno (padres, tutores, empresarios, etc.,
cfr. arts. 1903 C.civ. y 120 C.pen.), o que la responsabilidad civil pueda ser
cubierta por una póliza de seguro del mismo nombre. Pero no puede haber
responsabilidad penal por el hecho de otro, ni son asegurables las multas
provenientes de una sanción penal.
Séptima. De la misma manera, si la responsabilidad criminal se extingue por
la muerte del culpable (art. 115 LECrim.), la responsabilidad civil se transmite
a los herederos del responsable, como se transmite también a los herederos
del perjudicado el derecho a exigirla. Y si el condenado recurre en casación y
fallece antes de que la sentencia se pronuncie, la responsabilidad criminal se
extingue también, pero de cara a la responsabilidad civil, podrán los herederos
personarse en el recurso y hacer valer el mismo derecho que tenía su
causante, cuyo poder se extinguió por la muerte; otra cos es que si no
presentan el nuevo poder, el recurso se deba tener por desistida y desierto
(STS 2ª de 4 octubre 2017 [RJ 207, 4602]).
Octava. Si como consecuencia del principio de tipicidad, a nadie puede
imputarse un ilícito penal sin que exista una norma que lo prevea, es lógico
que en este campo se encuentre prohibida la analogía (art. 4.2 C.civ.),
mientras que los preceptos que regulan la responsabilidad civil (y, en especial,
la que lo es por el hecho propio) son reglas inspiradas en principios generales,
que dejan un amplísimo margen al juez para decidir en cada caso. Caben la
analogía y la interpretación extensiva (salvo que se trate de normas de
Derecho excepcional o de ámbito temporal), e incluso cuando se trata de
normas sobre responsabilidad civil derivada de delito, y ello por mucho que se
encuentren ubicadas en el Código penal (así, STS 2ª de 12 febrero 2020 [RJ
2020, 301]).
Novena. En la responsabilidad penal la culpabilidad se erige como criterio
básico de atribución. Sea cual fuere la reacción penal (prisión, multa,
inhabilitación, cierre de establecimientos, privación de licencias, destierro),
siempre se tratará de que la sanción sea proporcional a la gravedad de la
infracción. No hay responsabilidad criminal sin culpa probada, siendo
impensables, por mor del principio de presunción de inocencia, las
presunciones de culpa penal.
Pero como en el Derecho de la responsabilidad civil no se busca la san ción ni
el castigo sino la reparación, no hablaremos tanto de «<responsables» (en
cuanto culpables) sino de «patrimonios que soporten la responsabilidad». Si
prefiero utilizar la expresión «factores de atribución» a la de «factores de
imputación» (término éste que sugiere o evoca la idea de culpa) es porque en
responsabilidad civil no será la culpabilidad sino uno más de los motivos por
los que a un patrimonio pueden serle atribuidas las consecuencias de un
daño. En el lugar oportuno (vid. Capítulo VII, pgs. 298 y ss.) tendremos
ocasión de comprobar la amplitud del catálogo de criterios de atribución que
nada tienen que ver con la culpa. Pero ya adelanto, por cierto, que en el
terreno de la responsabilidad civil no opera el principio de presunción de
inocencia (así, SSTC 367/1993, de 13 de diciembre, o 56/1996, de 15 de abril,
y más recientemente, SSTS 2ª de 27 abril 2017 [RJ 2017, 1993], 28
septiembre 2017 [RJ 2017, 45901) y 8 junio 2018 [caso Nóos, JUR 2008,
164149]); bien llamativa es, en cambio, la presunción de culpa del art. 1903,
pº final C.civ. (DEL MORAL GARCÍA [2018], pg. 497]).
Décima. La conducta del perjudicado, que colabora a la causación del daño o
que agrava el ya producido, o en su caso la culpa exclusiva de la víctima, son
instituciones cotidianas del Derecho de la responsabilidad civil. Sin embargo,
la jurisprudencia de todos los países, con la salvedad de los anglosajones,
entiende que estas circunstancias que interrumpen el nexo causal no pueden
ser aplicadas en el campo penal: una cosa es que sea tenido en cuenta el
comportamiento del perjudicado de cara a mitigar las consecuencias
patrimoniales del hecho, y otra muy distinta el que una conducta constitutiva
de delito deje de serlo porque el sujeto pasivo haya «participado>> también en
la producción del desenlace.
Ello podrá servir para reducir la hipotética indemnización (a la busca de que el
que deba responder lo haga solo el daño auténticamente causado por él), y
acaso para integrar una por culpa penal autónoma; pero la responsabilidad
penal de un individuo no tiene por qué ser compensada con la de otro: «la
imprudencia de la víctima no puede crear, por sí misma, la prudencia del
conductor», declaró sabiamente la SAP de Huelva de 25 octubre 1974.
Aunque no siempre lo tuvo esto muy claro nuestro Tribunal Supremo, en especial cuando se
trata de evaluar las imprudencias punibles de los participantes en una colisión de vehículos de
motor con daños recíprocos. No son pocas las ocasiones en que, al amparo del Código penal de
1973, una imprudencia temeraria pasaba misteriosamente a ser imprudencia simple por el
hecho de que el conductor del vehículo contrario también se apreciaba imprudencia. Pueden
verse solo a título de ejemplo las SSTS 2ª de 30 diciembre 1987 (RJ 1987, 9906), las dos de 16
mayo 1988 (RJ 1988, 3663 y 3664, respect.), o las de 12 julio y 25 octubre de 1989 (RJ 1989,
6178 y 8097, respect.).

Decimoprimera. El ejercicio de las respectivas acciones se ve presidido por


reglas absolutamente distintas. Si en términos generales la acción penal viene
a ser ejercida por el Ministerio público (art. 105 de LECrim.), es la víctima
quien ejercitará la acción civil ante la jurisdicción del mismo nombre. La regla
general es la compartimentación de jurisdicciones penal y civil, pero se trata
de una regla que tiene una importante excepción en sistemas como el español,
que, por simples razones de economía procesal, prefiere que sea el propio juez
penal quien se pronuncie también sobre la responsabilidad civil, en aquellos
casos en que un comportamiento constitutivo de delito o falta haya acarreado
también la lesión de un interés privado (y siempre que no haya existido
renuncia de la acción civil para un procedimiento posterior).
Es la mal llamada «responsabilidad civil derivada del delito», distinta de la
penal por muy relacionada con ella que esté. Así, la obligación del homicida de
indemnizar a la familia de la víctima o la del estafador de restituir al engañado
el bien objeto de la estafa y de repararle los perjuicios sufridos puede ser
asunto que se dilucide ante la jurisdicción civil o ante la penal, pues a ésta le
confiere el art. 112 LECrim. una amplia competencia civil adhesiva.
Decimosegunda. Aunque se dilucide la responsabilidad civil en el proceso
penal, su enjuiciamiento no está presidido por principio acusatorio sino por
los principios dispositivo y de rogación (STS 2ª de 15 octubre 2018 [RJ 2018,
5363]), lo que impide que se fije una indemnización más alta que la solicitada
(STS 2ª de 15 mayo 2012 [RJ 2012, 11341]); y lo que permite cambio que, con
base en el art. 218.1°, p° 2° LECiv., pueda el juez basar en su no
pronunciamiento en fundamentos de hecho o de derecho distintos a los que
las partes hayan hecho valer, y siempre, claro está, que no haya cambio en la
causa de pedir (STS 2ª de 11 junio 2002 [RJ 2002, 5969]). En definitiva, que
ambas pretensiones se acumulen «dentro del mismo procedimiento
desnaturaliza el que en realidad se está en presencia de dos procesos de
naturaleza distinta -penal y civil-, consecuentemente regidos, respectivamente,
por los principios propios de cada uno de ellos» (STS 2ª de 7 abril 1990 [R]
1990, 3202]).
Decimotercera. La responsabilidad civil no es materia que goce de reserva de
Ley Orgánica, ni siquiera la mal llamada «responsabilidad civil derivada de
delito» (Disposición Final sexta C.pen.; sobre el tema, YZQUIERDO, 1997, pgs.
497 y ss.).
Decimocuarta. En la responsabilidad civil no opera el principio de
retroactividad de la norma penal más favorable al reo, sino que siempre ha de
ju gar la norma aplicable a la fecha de producción del daño. Clarísima en este
sentido la STS 2ª de 22 enero 1999 (RJ 1999, 403), que cita otras anteriores:
<las normas que articulan la exigencia de la responsabilidad civil derivada del
delito no pierden su naturaleza civil aunque se hallen recogidas en una norma
penal, de tal forma que su actuación en un proceso penal no afecta para nada
a sus características propias y específicas». «(...) [L]a retroactividad de las
normas que se contienen en las diversas leyes penales solo es predicable
cuando se trata de normas de ese orden que favorezcan al reo, pero no de los
que regulan la responsabilidad civil, directa o subsidiaria, nacida de delito,
pues al tener esa naturaleza civil están sujetas al principio de irretroactividad
que proclama el art. 3 del Código civil. En el mismo sentido, las SSTS 2ª de 22
septiembre 2000 (RJ 2000, 8070 o de 10 octubre 2006 [RJ 2006, 8416]), entre
otras.
Decimoquinta. Por idéntica razón, en ocasiones no existe ningún
inconveniente para que la culpa se presuma en el ámbito civil (un buen
ejemplo, el art. 1903, pº final C.civ.), pues la presunción de inocencia solo
opera en el Derecho sancionador, y no en la responsabilidad civil (ni siquiera
en la derivada de delito, STS de 27 abril 2017 [JUR 2017, 108201]).
Decimosexta. Hasta tiempos muy recientes, se podía decir que la
responsabilidad criminal era algo reservado para las personas físicas,
mientras que la responsabilidad civil puede recaer sobre personas físicas y
sobre las personas responsa jurídicas. Las cosas ya no son así desde 2015,
(vid. infra, IV.6, pg. 65).

IV. LOS ACERCAMIENTOS ENTRE LAS DOS ESFERAS DE


RESPONSABILIDAD
Aunque la distinción entre los órdenes de responsabilidad sigue plena mente
vigente, se vienen observando tendencias, unas más recientes que otras, unas
legales y otras jurisprudenciales o doctrinales, que desembocan en una
notable aproximación entre dos ramas del ordenamiento que siempre
habíamos creído bien delimitadas. La tendencia es general en muchos de sus
aspectos, aunque ciertos problemas constituyen una cuestión que se plantea
solo en relación con el Derecho español.
1. Los difusos límites entre el ilícito penal y el civil en algunos
delitos
Es llamativo que la frontera entre Derecho penal y Derecho civil no se
encuentre tan bien precisada como pudiera creerse. Constituye ya un clásico
el viejo tipo penal, hoy inexistente, de emisión de cheques en descubierto, que
prescindía de eventuales aspectos defraudatorios para proteger al cheque por
su sola condición de medio de pago, castigando la emisión de cheque sin
provisión «cualquiera que fuera la finalidad de la emisión» (art. 563 bis b
C.pen. de 1973). También en ese lindero se hallaba la usura, cuya
penalización (art. 542 del mismo Código) constituía un clásico ejemplo de
norma en blanco, como lo demuestra la STS 2ª de 9 octubre 1984 (RJ 1984,
4818), según la cual debe entenderse por préstamo usurario, para los efectos
pena les, aquel que se encuentra comprendido dentro de la ley civil que regula
esta ilicitud contractual.
También en el ámbito del Derecho concursal existían fronteras difíciles de
precisar, pues antes de la promulgación del vigente Código penal, había un
sistemático recurso del legislador a regular los delitos de quiebras y
suspensión de pagos de manera tributaria de la normativa del Código de
comercio, y resultaba que los arts. 891 y 892 C.co. contenían un cuadro de
situaciones, a veces marcadamente presuntivo, que se compadecía poco con
los más ele mentales principios del ordenamiento penal. La doctrina se
esforzaba para adaptar las remisiones del Código penal a las exigencias del
sistema punitivo, entendiendo que los tales hechos de bancarrota podían ser
entendidos como una relación numerus clausus, cuyo carácter era indiciario,
para que el tipo penal solo se entendiera cumplido si se daban, además, otras
circunstancias.
Tal carácter indiciario necesitaba así de poco más para reclamar para la
situación la reacción penal en los casos más graves: el alzamiento de bienes, la
simulación de enajenaciones, el reconocimiento de deudas supuestas, la
colocación de bienes a nombre de terceros, el anticipo de pagos en perjuicio de
acreedores o la distracción de activos de la masa para su aplicación a usos
personales... Prácticamente todas estas conductas se podían encajar en el tipo
de alzamiento de bienes. Pero en cambio, que el Derecho penal llamara a la
puerta de quien era algo manirroto en sus gastos domésticos (art. 888.1°
C.co.), o del que no tenía demasiada suerte en su excesiva propensión al juego
o a la apuesta (2º y 3º) resultaba esperpéntico, además de reñido con la
Constitución.
El Código penal de 1995 puso fin a la dependencia del texto punitivo con el
Derecho privado. No hay delito si, a la declaración de concurso de acreedores
no se superpone el fraude en la causación o agravación de la insolvencia. Para
cuantas conductas no reúnan estos requisitos habrán de bastar los
mecanismos concursales.
Sea como fuere, lo auténticamente disfuncional no es tanto que una conducta
merezca una respuesta para el Derecho civil y que esa misma conducta tenga
una calificación como delito en los Códigos penales sin que se necesite la
concurrencia de más requisitos o condiciones, sino que se nos quiera
convencer de que se trata de delitos perseguibles de oficio. Antes bien, la
práctica diaria demuestra, por ejemplo, que si determinados asuntos
discurren por una vía o lo hacen por la otra solamente depende de que el
perjudicado haya optado por la demanda o haya preferido la querella, lo que
muchas veces depende únicamente del tamaño y proporción de su disgusto.
Conforme a la ley, el juez civil debería detener el enjuiciamiento y poner los
hechos en conocimiento de la justicia penal, no pudiendo proseguirlo hasta
que no recaiga sentencia criminal. Pero ello raras veces sucede...
Y es que, en efecto, hay otros terrenos en los que el que los linderos entre el Derecho penal y el
civil se presentan particularmente imprecisos, pero al menos la respuesta es cómoda en la
práctica, ya que se trata de delitos perseguibles solo a instancia de parte. Se trata de las
agresiones a los derechos al honor, a la intimidad y a la propia imagen, que encuentran una
protección penal en los arts. 197 y ss. y 208 y ss. C.pen. cuya frontera con la regulación civil de
la LO 1/1982 es prácticamente inexistente. Las penas de prisión y multa previstas se
superponen así a las acciones declarativa, negatoria, de cesación, de resarcimiento de daños y
perjuicios y de restitución de beneficios (art. 9º.2 y 3 LO 1/1982).

En el art. 197.1 C.pen. encontramos una variada tipología de supuestos en los que quien actúa
lo hace para descubrir los secretos o vulnerar la intimidad de otro, que incluye el
apoderamiento de papeles, cartas, mensajes de correo electrónico, documentos o efectos
personales, la utilización de artificios técnicos de escucha, transmisión, grabación o
reproducción del sonido o de la imagen. Mientras tanto, el art. 7° LO 1/1982 contiene un elenco
de intromisiones ilegítimas que comprende el emplazamiento o la utilización de aparatos aptos
para grabar o reproducir la vida íntima de las personas, las acciones que vulneran esa vida
íntima, la quiebra del secreto de la correspondencia epistolar, la captación, reproducción o
publicación de la imagen de una persona en lugares o momentos de su vida privada o fuera de
ellos...

Y así, la difusión, revelación o cesión a terceros de los datos o imágenes obtenidos se considera
delito en el art. 197.3 C.pen, al tiempo que el art. 7º.3 L.O 1/1982 se refiere a la divulgación de
hechos relativos a la vida privada que afecten a la reputación, así como la revelación o
publicación de escritos personales de carácter íntimo. De igual modo, comete delito el que revela
secretos ajenos conocidos por razón de su oficio o sus relaciones laborales o el profesional que
incumple su deber de sigilo divulgando los secretos de otra persona (art. 199 C.pen.) Pero al
tiempo, es intromisión ilegítima la revelación de datos privados de una persona o familia
conocidos a través de la actividad profesional u oficial (art. 7.4 L.O 1/1982).

Y aún más imprecisa es la frontera entre la injuria y la difamación, pues aquélla es definida en
el art. 208 C.pen. como «la acción o expresión que lesionan la dignidad de otra persona,
menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación», mientras que el art. 7.7 LO
1/1982 la difamación se presenta como «<la imputación de hechos o la manifestación de juicios
de valor a través de acciones o expresiones que de cualquier modo lesionen la dignidad de otra
persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación». De poco sirve el que
la norma penal añada que solamente son constitutivas de delito «<las injurias que, por su
naturaleza, efectos y circunstancias, sean tenidas en el concepto público por graves». De poco,
pues, después de más de treinta años de aplicación de la LO 1/1982, a las difamaciones en
forma de insultos les pasa exactamente lo mismo, pues si un insulto no es grave y va
acompañado de un adecuado contexto, es habitualmente valorado por los jueces como una
mera manifestación de la libertad de expresión (vid. Capítulo XIX).

Pero repito que la respuesta práctica es cómoda, pues el ofendido goza de una <<regulación a la
carta»: para que se persigan penalmente, las calumnia y las injurias precisan querella (art. 215
C.pen.), o simple denuncia cuando el ofendido sea un funcionario público, autoridad o agente, y
se trate de hechos concernientes al ejercicio de sus cargos. También los delitos de
descubrimiento y revelación de secretos tienen el mismo carácter semiprivado (art. 201.1
C.pen.). En definitiva, la víctima decidirá si nos movemos en un terreno o en el otro, es cogiendo
entre tratar de obtener una indemnización (y restantes medidas protectoras del honor) por la vía
civil o querellarse (o denunciar, según los casos) y perseguir al infractor por lo penal para
obtener, junto a la indemnización (o/y cesación), una incriminación.
Detengámonos en alguna de las disfunciones más llamativas:
1.1. El alzamiento de bienes y la rescisión por fraude de
acreedores
La conducta del deudor que provoca su propia insolvencia regalando bienes
para evitar la persecución de sus acreedores, constituye un buen ejemplo de
lindero imposible entre el Derecho civil y el Penal.
El remedio civil lo constituye la rescisión de la donación por fraude de
acreedores y el у consiguiente regreso al patrimonio del deudor de lo que no
tenía que haber salido de él (acción pauliana de los arts. 1111 i.f. y 1291.4°
C.civ.), pero sucede que, sin añadir requisito alguno al supuesto, la conducta
integra un delito de alzamiento de bienes que, como insolvencia punible, se
encarga de tipificar el art. 257.1.1° C.pen.
Si, como dice la STS 2ª de 27 abril 2000 (RJ 2000, 3306), ha pasado a la
historia la vieja consideración de este delito que se fijaba en la <<fuga del
deudor con desaparición de su persona y de su patrimonio»>, de manera que
«en la actualidad alzamiento de bienes equivale a la sustracción u ocultación
que el deudor hace de todo o parte de su activo de modo que el acreedor
encuentra dificultades para hallar bienes con los que poder cobrarse», en la
práctica lo difícil es trazar el lindero entre el tipo penal y la conducta solo
merecedora de respuesta civil.
Quede claro que la responsabilidad civil asociada al alzamiento de bienes no consiste en el pago
por el deudor de la deuda insatisfecha. Como se lee en la STS 2" de 18 junio 1999 (RJ 1999,
4142), el acreedor perjudicado por solo consigue en el proceso penal lo que lograría ejercitando
la acción pauliana en vía civil: que regresen al patrimonio del deudor los bienes que no debían
haber salido de él (o cuando menos, los que haga falta que regresen para que el acreedor
concreto encuentre solvencia para su crédito). Por esta razón, me gusta ver en el alzamiento de
bienes algo así como una acción pauliana disfrazada de amenaza (vid. Capítulo XII, III.4.1., pgs.
569 y ss.).

El mayor problema no lo constituye el hecho de que las normas penales no


exijan ninguna otra condición, añadida a las exigencias de las normas civiles,
para que la enajenación fraudulenta sea, al tiempo que rescindible,
constitutiva de delito, y ello trae consigo el que estas insolvencias provocadas
se vean ante los jueces civiles o ante los penales en función de cuál haya sido
la vía escogida por el acreedor perjudicado. Desde el punto de vista técnico, el
problema se sitúa en otro orden de cosas: en Derecho civil, el ejemplo cómodo
de la acción pauliana que se ejercita cuando el crédito ya ha vencido y el
fraude se comete después para evitar que el acreedor cobre, se ve acompañado
por otros supuestos más complejos.
En efecto, todo son dudas sobre la prosperabilidad de la acción pauliana
cuando se trata de deudas nacidas pero aún no vencidas, cuestión que enlaza
con el inveterado problema del momento inicial del cómputo del plazo de la
acción de rescisión por fraude de acreedores. Pensemos en la situación: antes
de que venza y sea exigible la deuda contraída en su día, el fraude tiene lugar
en previsión de la inminente llegada del término. Es antigua la discusión
acerca de si en estos supuestos procede o no la acción pauliana. Como ya he
tenido ocasión de decir en otro lugar, la respuesta debería ser afirmativa
(YZQUIERDO, 1997, pg. 397).
Pero, claro está, para ello será necesario que el acreedor conozca la in
solvencia. Y es que lo más habitual será que conozca el fraude no antes de la
llegada del vencimiento del crédito. Contar el plazo desde la enajenación
fraudulenta lleva a la tesitura intolerable de que la acción ya expiró sin que el
que la podía ejercitar supiese del propio nacimiento de la acción: así será si
desde el momento del fraude hasta la expiración del término existe un lapso
superior a cuatro años (art. 1299 C.civ.) y el acreedor defraudado conoce el
acto cuando el término haya vencido ya.
La pérdida del beneficio del plazo y la consiguiente exigibilidad automática de
la deuda se había producido desde e el deudor devino insolvente, con lo que
seguirá conservando que la vana esperanza de una acción de cumplimiento
(cinco años, art. 1964 frente a la que no habrá bienes con los que cumplir, por
haber escapado fraudulentamente del patrimonio del deudor aquellos cuya
restitución no cabe por haber caducado la acción pauliana. Frente a la tesis
que sitúa el dies a quo en la celebración del acto fraudulento, que hace en
ocasiones como la descrita triunfar al fraude, se alza la de quienes entienden
que el plazo de la acción pauliana solo cuenta desde el momento en que la
deuda es exigible, o la de quienes prefieren escoger el momento de la
verificación de la insolvencia o el del conocimiento por el acreedor de la
celebración del acto defraudatorio (sobre ello, YZQUIERDO [1998], pgs. 216 y
ss.).
Y mientras tanto, resulta que el legislador penal no lo duda: puede existir
delito de alzamiento de bienes cuando se contrae una obligación y, antes de
que llegue su vencimiento, el deudor realiza actos de empobrecimiento
patrimonial. Si el deudor se alza con los bienes después del nacimiento de la
deuda, el ordenamiento penal confiere al acreedor la posibilidad de accionar
por delito para que no tenga que esperar impasible la llegada del vencimiento.
Esta línea ya había sido avanzada por no pocas sentencias del Tribunal Supremo. Entre otras,
pueden verse las SSTS 2ª de 4 julio 1991 (RJ 1991, 5531) y 25 de noviembre de 1992 (RJ 1992,
9526): «(...) constituye un punto de partida o presupuesto básico para la posible estimación del
delito de alzamiento de bienes, la existencia de uno o más créditos contra el sujeto activo,
«generalmente preexistentes, reales, serios y graves, y de ordinario vencidos, líquidos y
exigibles», empleándose las locuciones adverbiales «generalmente» y «de ordinario», pues es muy
frecuente que los defraudadores, ante la inminencia o proximidad del advenimiento de un
crédito futuro, de su liquidez o de su irremisible vencimiento, augurando un evidente perjuicio
para sus intereses patrimoniales que no desean erosionarse, se adelanten o anticipen a la
materialización del crédito o créditos, a su vencimiento, liquidez o exigibilidad, frustrando y
abortando las legítimas expectativas de sus acreedores, mediante la adopción de medidas de
desposesión de sus bienes, tendentes a burlar los derechos de aquéllos y a eludir su
responsabilidad patrimonial (...)». Véase también la de 20 de enero de 1993 (RJ 1993, 135).

No es difícil imaginar que el abogado de un acreedor receloso, también recele


de los mecanismos de un Derecho civil que se prefiere calificar de vetusto e
inútil antes que reconocer que no se tienen ganas de estudiarlo, y a lanzarse
en plancha al confortable, barato y expeditivo cobijo de la justicia penal. Como
la declaración de responsabilidad civil conllevará que en la propia sentencia
penal se rescindan los actos fraudulentos, se logrará con seguridad en el
proceso criminal lo que sería difícil conseguir en el civil.
1.2. El problema del delito de daños por imprudencia
1. Durante la vigencia del Código penal de 1973, la doctrina penalista
española entendía que cualquier hecho originador de daños materiales de los
que obligan a indemnizar también venía teóricamente a constituir delito en
caso de comisión imprudente. Nuestro sistema en materia de imprudencia
punible determinaba que un delito cometido de manera imprudente
encontrara su acogida, no en el tipo concreto que lo definía (entiéndase, que lo
definía en su modalidad dolosa), sino en el ancho cauce del delito de
imprudencia de los arts. 565 y 586 bis. Pudiéndose de esta forma hablar de
un delito de daños por imprudencia, y habida cuenta de que la casuística de
los arts. 557 y siguientes agotaban la práctica totalidad de los supuestos
imaginables, ¿dónde estaba la frontera entre dicho delito y los daños
materiales pura mente civiles de los arts. 1902 y ss. C.civ.? ¿Cuál era la línea
divisoria entre el ilícito penal por imprudencia que origina daños en las cosas
y el puramente civil? Como indicaba FERRANDIS VILELLA (1958, pg. 128)
antes incluso de que se produjera la reforma de 1967, «apenas existe
posibilidad de imaginar daño alguno ocasionado por acto u omisión ilícita en
que intervenga culpa o negligencia que no sea objeto de sanción penal»>.
Y como en los ordenamientos extranjeros se venía siguiendo el criterio de que
el daño material no es punible en su forma culposa, sino solo en la dolosa,
quedando el daño imprudente reservado al campo estrictamente civil, la
propia jurisprudencia tuvo que considerar que la producción de daños
materiales solo era punible en su modalidad dolosa. Así, por ejemplo, las SSTS
2ª de 10 abril 1953 (RJ 1953, 1121), 19 noviembre 1976 (RJ 1976, 4860) o 29
marzo 1985 (RJ 1985, 2047). La de 12 abril 1965 (RJ 1965,1767) admitió la
posibilidad teórica del daño culposo, pero razona ex art. 1902 C.civ.: lo
contrario, aun siendo «impecable en doctrina», «acarrearía dejar sin contenido
las ilicitudes privadas»>.
2. Algo se arreglaron las cosas con la reforma del Código penal operada por la
Ley Orgánica 3/1989 de 21 de junio. Con anterioridad, los arts. 597 y 600
C.pen. 1973 trataban de las faltas de daños en las cosas, en choque frontal
contra el principio de intervención mínima del Derecho penal, pues cabía
imaginar desde el delito de daños en su modalidad dolosa hasta la más in
significante falta culposa de daños: la del joven que vuelve a su casa después
de jugar al fútbol, se le cae el balón de la mochila y provoca la rotura de una
maceta de geranios. La reforma de 1989, haciéndose eco de las quejas de los
colectivos judiciales, excluyó determinadas conductas del Código penal (entre
las que se cuentan esas que algunos gráficamente daban en llamar <<faltas
veniales»), dejando que siguieran siendo merecedoras de persecución penal las
conductas más graves contra la propiedad.
Sin embargo, la concreta solución no dejó de ser criticable, pues se hacía
depender el tipo penal de las coberturas de los contratos de seguro, y
resultaba que: a) los daños causados por imprudencia temeraria que excedían
de la cuantía del seguro obligatorio eran constitutivos de delito; b) esos
mismos daños se integraban en la calificación de falta si eran realizados por
imprudencia simple con infracción de reglamentaos; c) la imprudencia,
temeraria o simple con infracción de reglamentos, con resultado de daños
materiales quedó despenalizada si la cuantía de los daños no sobrepasaba la
cobertura del seguro obligatorio; d) quedaban despenalizados igualmente los
daños ocasionados por imprudencia simple sin infracción de reglamentos, cual
quiera que fuera su cuantía (vid. GARCÍA ARÁN, 1989, pgs. 127 y ss.).
Pues bien, si cada año se preveía la progresiva elevación de la cobertura del
seguro obligatorio, resultaba que cada elevación iba determinando de modo
automático cuáles conductas dañosas eran punibles y cuáles no. Y más aún:
por más que fueran escasos los procedimientos penales por daños causados
por imprudencia, el principio de retroacción favorable hacía que el
procedimiento mientras que se encontrara amenazado por el libre
sobreseimiento, pues la sentencia penal no se ejecutase, tan pronto como se
producía una nueva elevación de la cobertura obligatoria dejaba de ser
punible la conducta que había motivado la denuncia del perjudicado y la
apertura de las diligencias penales.
3. El problema tiene una dimensión menor con el Código penal vigente, que ha
preferido abandonar el sistema del tipo común del «crimen culpae, optando
por uno de «crimina culposa»: solo es punible la imprudencia cuando
expresamente lo disponga la ley (art. 12). El esquema es ahora así:
a) es delito la causación dolosa de daños en propiedad ajena, con una
pena de multa más grave si la cuantía es superior a 400 euros (art.
263);
b) la causación gravemente imprudente de daños resulta también
punible si es en cuantía superior a 80.000 euros, exigiéndose para este
caso denuncia previa, y otorgándose efectos remisivos de la
responsabilidad penal al perdón del ofendido (art. 267).
1.3. La apropiación indebida de dinero o cosa fungible y el
incumplimiento del contrato
Con arreglo al art. 253 C.pen., cometen delito de apropiación indebida «los que
en perjuicio de otro se apropiaren para sí o para un tercero de dinero, efectos,
valores o cualquier otra cosa mueble, que hubieran recibido en depósito,
comisión o custodia, o que les hubieran sido confiados en virtud de cualquier
otro título que produzca obligación de entregarlos o devolverlos, o negaren
haberlos recibido». Es preciso, para saber qué conductas son punibles y
cuáles se limitan a constituir un simple incumplimiento de contrato, distinguir
los títulos con base en los cuales el apropiante ha recibido la posesión.
Desde luego, solamente pueden ser títulos relevantes los que transfieren la
simple posesión de la cosa. En cambio, no puede cometer este delito el que
recibe dinero u otra cosa fungible en préstamo mutuo o depósito irregular,
pues se trata de contratos que transmiten el dominio y generan la obligación
de devolver otro tanto de la misma especie y calidad (art. 1740). El mutuatario
que no devuelve el dinero prestado sitúa de lleno su conducta en el terreno del
Derecho de obligaciones, y no comete la apropiación indebida que sí se daría
en cambio cuando el comodatario prefiere vender a tercero el automóvil que le
prestaron o el mecánico hace lo propio en vez de repararlo y devolverlo.
Resulta muy clarificadora la doctrina de la STS 2ª de 9 febrero 1984 (RJ 1984,
743): «adquirida la propiedad de dichos bienes, mal puede el nuevo titular de
los mismos adueñarse de lo que ya es propio (...) [S]i dichas cosas se invierten
de modo distinto al anunciado o convenido, se producirá a lo más, y en el caso
de que no se restituya la cantidad prestada, un incumplimiento contractual de
trascendencia civil pero sin que pueda criminalizarse la referida conducta».
Pue den verse también, entre otras muchas, las SSTS 2ª de 6 julio 1984 (RJ
1984, 3826) y 2 noviembre 1993 (RJ 1993, 8267).
Pero la mención en el art. 253 al dinero y al título productor de la obligación
de entregarlo o devolverlo introduce inevitables dudas. Desde luego, habrá
apropiación indebida si el dinero entregado lo ha sido como cosa específica y
determinada (vgr., el dinero metido en una caja, o un conjunto de billetes
numerados o de monedas que, siendo de curso legal, han sido acuñadas y
estuchadas para conmemorar un determinado acontecimiento), pues en tal
caso el dinero no es bien fungible, y el depositario que lo recibe ha de devolver
la misma cosa que se le confió.
Pero es que el dato decisivo no es tanto el carácter fungible o infungible de las
cosas como el título bajo el que éstas se reciben, pues, aunque se trate de
dinero, si la entrega por su dueño ha tenido lugar como herramienta al
servicio de otra relación jurídica no conectada con la posesión del mismo,
habrá apropiación indebida De ahí que pueda haber apropiación indebida
asociada a los contratos de mandato, de sociedad o de arrendamiento de
servicios, y obsérvese que el art. 252 habla también de comisión y de
administración. Cometen así apropiación indebida el abogado o el procurador
que se apropian la provisión de fondos (SSTS 2ª de 11 febrero 2005 [RJ 2005,
1890]) o 25 julio 2014 (RJ 2014, 4165), el administrador de fincas que se
apropia de dinero de los copropietarios (STS 2ª de 30 octubre 1963 [RJ 1963,
4183]), etc. Y téngase en cuenta que la administración tiene un ámbito
superior al convencional, pudiendo provenir de una gestión de negocios sin
mandato o de la propia ley, lo que permitirá hablar, en su caso, de apropiación
indebida del tutor (art. 270 C.civ.) o del representante del ausente (art. 185
C.civ.). Véase la STS 2¹ de 20 enero 1987 (RJ 1987, 434).
A ello cabe añadir los resultados a que conducen determinadas leyes civiles
especiales, que parecen extender el delito a supuestos de simple
incumplimiento contractual. Si nos detenemos en la prenda sin desplaza
miento, se comprueba que la línea de algunas sentencias es la propia de una
clara prisión por deudas. El art. 59 LHMPSD considera que el dueño de los
bienes pignorados es depositario «<a todos los efectos legales (...), con la
consiguiente responsabilidad civil y criminal». Pero, de modo muy acertado, la
STS 2ª de 5 mayo 1990 (RJ 1990, 2394) señala que ese incumplimiento no
tiene cabida en el delito de apropiación indebida, pues si el objeto de éste es la
propiedad, lo que no cabe es que quien ya es apropie indebidamente de algo
que es suyo. No se trata de un verdadero depósito, sino de una pura y simple
ficción, remata la STS 2ª de 15 junio 1990 (RJ 1990, 5316). s propietario se

En cambio, la STS 2" de 10 octubre 1991 (RJ 1991, 7065), al tratar de un caso
de prenda sobre cosecha esperada, entiende que la venta por el pignorante de
la cosa empeñada sin autorización del acreedor pignoraticio supone una
conducta de apropiación indebida, pues la prenda, al no desplazarse,
convierte al dueño en administrador con obligación de devolverla.
En fin, parecería que el legislador, lejos de erradicar de nuestro Derecho
positivo la sanción penal de simples incumplimientos relacionados con
contratos de compraventa o con determinados instrumentos de crédito, tiene
la permanente tentación de superponer el parapeto punitivo a los
instrumentos civiles de defensa del derecho de crédito (así, RUIZ MARCO,
1995, pgs. 152 y 153).
Sea como fuere, en la apropiación indebida se requiere «la concurrencia de un
elemento subjetivo como el ánimo de lucro que convierte la posesión temporal
de los bienes en un definitivo aprovechamiento en beneficio propio. (... entre
un incumplimiento contractual y el delito de la apropiación indebida radica en
que en el primer supuesto no existe voluntad apropiativa sino solamente un
retraso o imposibilidad transitoria de cumplimiento de la obligación de
devolver mientras en el segundo existe (...) un propósito de disposición de la
cosa como propia incorporándola al patrimonio». Tiene que haber, en fin, «(...)
el deseo o intención formal de incorporar a su patrimonio, irreversiblemente, el
dinero o cosas recibidas para otro fin concreto, cuyo ánimo con plena
conciencia y voluntad de lucro a costa del perjudicado» (SAP de Sevilla de 2
julio 2009 [JUR 493426]).
1.4. La estafa y el dolo civil
Otro de los terrenos en los que los linderos entre el Derecho penal y el Derecho
de obligaciones se presenta más bien difuso es el de los contratos celebrados
mediando engaño por parte de una de las partes. El tipo básico se encuentra
en el art. 248 C.pen, a cuyo tenor son reos de estafa «<los que, con ánimo de
lucro, utilizaren engaño bastante para producir error en otro, induciéndolo a
realizar un acto de disposición en perjuicio propio o ajeno».
Y a los efectos que aquí interesan, conviene referirse al art. 251 C.pen., que
describe la estafa cometida por «quien, atribuyéndose falsamente sobre una
cosa mueble o inmueble facultad de disposición de la que carece, bien por no
haberla tenido nunca, bien por haberla ya ejercitado, la enajenare, gravare o
arrendare a otro, en perjuicio de éste o de tercero» (ap. 1º), o por «el que
dispusiere de una cosa mueble o inmueble ocultando la existencia de
cualquier carga sobre la misma», así como la que comete «el que, habiéndola
enajenado como libre, la gravare o enajenare nuevamente antes de la definitiva
transmisión al adquirente, en perjuicio de éste o de un tercero» (ap. 2°). No
falta tampoco la tipificación de la conducta llevada a cabo por quien celebre en
perjuicio de otro un contrato simulado (ap. 3°).
Desde la perspectiva del Derecho privado, el art. 1269 C.civ. entiende que
existe dolo <<cuando, con palabras o maquinaciones insidiosas de parte de
uno de los contratantes, es inducido el otro a celebrar un contrato que, sin
ellas, no hubiera he cho», de modo que el contrato en que concurra este vicio
del consentimiento es anulable (arts. 1265 y 1301 C.civ.). Una solución a la
que cabrá conducir у cada supuesto de venta de cosa ajena o de cosa común
por comunero aislado, siempre que en el vendedor exista conciencia de la
irregularidad dispositiva y ocultación maliciosa de la misma (y solo si se da tal
circunstancia, pues, aunque no sea éste el lugar oportuno para hacer algo
más que recordarlo, en nuestro sistema jurídico la venta de cosa ajena, la de
cosa común por comunero aislado o la de cosa propia sobre la que pesa una
prohibición de disponer son contratos plenamente válidos: la mera ajenidad de
la cosa no es una irregularidad que afecte a la validez del contrato, sino solo al
modo de adquirir; vid CUENA CASAS [1996], pg. 406 o YZQUIERDO [2000], y
las SSTS de 5 marzo 2007 (RJ 2007, 723), 7 septiembre 2007 (RJ 2007, 5303),
18 diciembre 2008 (RJ 2008, 532), 28 enero 2010 (RJ 2010, 12).
Lo mismo para los casos de venta como libre de cosa que se sabe gravada, y
todo ello al margen de la posible concurrencia de las normas de anulabilidad
de los contratos con las reguladoras del saneamiento por evicción (arts. 1475 y
ss. C.civ.) o por gravámenes ocultos (art. 1483) y hasta, para algunos, con las
que rigen la resolución por incumplimiento en las obligaciones recíprocas (art.
1124; sobre la compatibilidad entre unas y otras soluciones, BERCOVITZ,
1995, pgs. 64 y 65 y CUENA CASAS, cit., pgs. 514 y ss). Y, para el contrato
simulado, contamos con su consideración por el art. 1276 como de supuesto
de causa falsa desencadenante de la nulidad radical.
¿Dónde está la frontera entre el dolo vicio y el engaño propio de la esta fa? O
dicho de otro modo, ¿de qué se nutre el engaño para que el Derecho penal se
tenga que ocupar de él? El tema ha sido abordado por no pocos penalistas. Ha
puesto de manifiesto RUIZ MARCO (cit., pg. 294; vid. también VALLE MUÑIZ,
1987) que es éste uno de los puntos frágiles de nuestro Derecho penal positivo
a través del cual quiebra, en la práctica, la deseable sepa ración entre las
esferas civil y criminal de la tutela del derecho de crédito. Además, ha de
tenerse en cuenta -han indicado VIVES ANTÓN Y GONZÁLEZ CUSSAC (1996,
pg. 1224)- que, paradójicamente, parece a primera vista que en el art. 1269
C.civ. se nos presenta engaño descrito de manera más restrictiva: palabras o
maquinaciones insidiosas, mientras que el 248.1° C.pen. se contenta con el
engaño bastante.
De poco vale que se nos diga que «la espina dorsal, eje o piedra angular del
polifacético delito de estafa (...) lo es el engaño, esto es, la asechanza tendida a
la buena fe ajena, la patraña, superchería, treta, argucia, falacia, mendacidad,
apariencia o ficción de que se vale el infractor para inducir a error a otra
persona» (STS 2ª de 5 octubre 1988 [RJ 1988, 76691), o que la condición de
bastante del engaño se debe medir según cada víctima, teniendo en cuenta
sus condiciones personales, su mayor o menor incultura o déficit intelectual
(STS 2ª de 11 julio 2000 [RJ 2000, 6909]), o que en el otro extremo se afirme
que la simple lesión contractual si no va unida a otros elementos que revelen
el propósito o dolo característico del tipo penal, no tiene porqué desembocar
obligatoriamente en el campo penal porque la Ley da medios suficientes para
restablecer el imperio del Derecho ante vicios de puro orden civil, mercantil o
moral (STS 2 de 16 junio 1992 [R] 1992, 5397], o, últimamente, la de 5 abril
2018 [JUR 2018, 105389]).
De poco vale, si no se nos proporcionan criterios claros para saber cuándo la
asechanza, patraña, etc., rompen ese impreciso diafragma que debe llevar a
diferenciar la nulidad del contrato con (nada menos que) una privación de
libertad de uno a seis años. Esta última sentencia añade, eso sí, algo
importante: «el autor simula un propósito serio de contratar cuando, en
realidad, solo pretende aprovecharse del cumplimiento de las prestaciones a
que se obliga la otra parte, ocultando a ésta su decidida intención de
incumplir sus propias obligaciones contractuales, (...) aprovechándose el
infractor de la confianza y la buena fe del perjudicado con claro y terminante
ánimo inicial de incumplir lo con venido». De «engaño burdo, grosero o
esperpéntico que no puede inducir a error a nadie de mínima inteligencia»
habla la STS 2ª de 11 febrero 2021 (RJ 2021, 539).
Desde luego, cuando estamos ante delitos perseguibles de oficio la clave para
encontrar los linderos nunca puede estar en la vía escogida por el perjudicado.
Me parece clara la estafa cometida en el caso enjuiciado por la STS de 8
noviembre 2016 (RJ 2016, 5368), un típico negocio jurídico criminalizado: el
contratante disimula su intención de no cumplir sus obligaciones, y la otra
parte -un matrimonio- cumple con lo pactado y ejecuta una disposición en
beneficio del otro. El estafador les convenció de que era conveniente aparecer
él como verdadero titular, pero nunca pensó en devolver las fincas que se
obligaba a vender. Pero si la claridad de la solución hay que buscarla en el
tamaño o volumen de las estrategias diseñadas por el acusado, la verdad es
que no es fácil ver las diferencias con el caso del contrato celebrado con dolo
vicio del consentimiento para engañar a la contraparte.
La propia ambigüedad del concepto de engaño impide entonces edificar una
dogmática suficientemente discriminadora. Citan VIVES ANTÓN Y GONZÁLEZ
CUSSAC (ibidem) al penalista francés GOYET: «la simple mentira es
insuficiente para constituir la maniobra fraudulenta. Poco importa que se
haya producido o reiterado por escrito. Aislada de todo hecho material o de
toda maquinación, es inoperante.
Así, no emplea maniobras fraudulentas el que se hace entregar dinero por una
muchacha, presentándose como soltero, pese a estar casado, y prometiendo
desposarla; ni el que se atribuye falsa mente la propiedad de inmuebles
importantes; ni el que aparenta influencia con altos funcionarios; ni el que
presenta una factura exagerada. En todos estos casos no hay sino dolo civil».
Pero si el criterio es la entidad o calidad del engaño, no puede resultar más
inseguro el dato ni más imprecisa la frontera. ¿Cuándo estamos ante un
fantasmón y cuándo ante un delincuente?
Un buen indicio es el que, en los casos fronterizos, desliza el supuesto al
terreno de la estafa cuando el comportamiento encaja de por sí en otro tipo
delictivo. Así, cuando se dispone de una cosa mueble ocultando la existencia
de cargas, y todo mediante un engaño llevado a cabo por medio de documento
público falseado. Pero sería un mero indicio, pues no se puede decir que para
que haya estafa tiene que mediar falsedad documental. Y si se prefiere decir
que lo importante es que al dolo civil se superpongan los res tantes elementos
del tipo penal (y sobre todo, la existencia o inexistencia del perjuicio
patrimonial), que es lo que parece sostener la STS 2ª de 6 febrero 1989 (RJ
1989, 1479), resultará que cuando no se haya logrado causar el perjuicio en el
patrimonio ajeno podremos seguir hablando de estafa en grado de tentativa,
pero el problema de la distinción en relación con el ilícito civil continuará sin
resolverse. Además, cuántas veces la víctima, que se da por satisfecha con que
le reparen el perjuicio sufrido, acudirá sin más al remedio civil de la nulidad
contractual acompañando la pretensión de restitución de lo dado y de
resarcimiento por los daños padecidos.
En un litigio así, que exista o no estafa dependerá solamente de que el juez
civil aprecie o no indicios de delito, y suspenda en caso afirmativo el
procedimiento, que quedará a la espera de la solución de la cuestión
prejudicial penal (art. 114 LECrim.). Y lo mismo sucede si se entiende que el
engaño ha de ser medido en relación la normal diligencia o perspicacia de un
ciudadano medio: ello llevará a decidir que no habrá estafa si el perjudicado
tuvo medios suficientes para comprobar la veracidad de cuantas aseveraciones
le hacía su cocon o ha sido más su indolencia que su tratante, pues la causa
relevante del perjuic969). Pero el caso es que si se [1984], pg. el propio engaño
(Así, VILA Ma jurisprudencia civil, las hay que toman consultan algunas
decisiones de la en cuenta la condición profesional de la víctima del engaño
para deducir que no existió ni siquiera dolo civil (así, en la STS de 9 julio 1987
[R] 1987 5214]), y tampoco faltan las que entienden que sigue habiendo dolo
aun cuando el perjudicado hava actuado con un exceso de ingenuidad (caso
de la STS de 15 julio 1987 [RJ 1987, 5494]: : «el dolo abarca y comprende no
solo la insidia o maquinación directa, sino también la reticencia del que calla o
no adviera debidamente a la otra parte, aprovechándose de ello, de igual forma
que no elimina la existencia del dolo empleado por una parte la circunstancia
de la ingenuidad o buena fe de la otra»). El criterio, pues, tampoco es exclusivo
del Derecho penal. Sobre la necesidad de exigir al perjudicado un grado de
diligencia proporcional a las pautas socialmente adecuadas según las
circunstancias del caso. SSTS de 18 octubre 1993 (RJ 1993, 7788) y 18 marzo
1994 (RJ 1994, 2369).
Por lo demás, el que falsea su solvencia para obtener un crédito no siempre
tendrá en mente que, llegado el momento, no cumplirá. Ni del turista que se
va sin pagar del hotel diremos que hizo nacer la deuda de manera engañosa
para incumplir. Para que, además de incumplimiento del contrato de mutuo o
de hospedaje, exista estafa, tendrá que apreciarse un engaño coetáneo con el
nacimiento de la obligación, pues «el mero incumplimiento contractual no es
bastante para integrar el elemento típico del engaño requerido por la estafa
(STS 2ª de 31 mayo 2000 [RJ 2000, 3749]). Y, desde luego, lo que no tiene
sentido es que se tipifique como delito, sin exigirse nada más, la celebración
de un contrato simulado con perjuicio de tercero, cuando para resolver el
asunto ya hay una buena respuesta en Derecho civil en forma de nulidad
contractual por ilicitud de la causa.
Sucede, no obstante, que un tipo tan multifacético como es la estafa se resiste
a las descripciones de carácter negativo, pues no se trata tanto de dejar fuera
del tipo a esta o aquella conducta, sino de determinar cuándo el en gaño es
penalmente relevante. Y un elemento del injusto tan ambiguo y lleno de
factores de carácter subjetivo no permite mucho más que un análisis
casuístico. El problema tiene unos componentes contradictorios: mientras a
veces se comprueba que quedan dentro del campo penal supuestos cuya
solución correcta se encuentra en el Derecho civil o mercantil, la propia
complejidad de los mecanismos del mercado hace que grandes operaciones de
sofisticada ingeniería contractual y financiera, en donde se entrecruzan
recíprocos créditos y deudas las más de las veces mutuamente condiciona dos,
hace que aumenten los obstáculos que impiden aislar nítidamente la mecánica
defraudatoria, lo que invita a que los jueces se laven las manos y simplifiquen
supuestos de astutas estafas, pasando a calificarlos como problemas inter
partes de relevancia estrictamente jurídico-privada. No es que sea ésta la
única razón de la impunidad de quienes ostentan posiciones de privilegio
social y económico, pero también ayuda.
Palabras aparte -y en lo que toca al problema apuntado, han de ser palabras elogiosas- merece
la STS de 14 marzo 2014 [RJ 2014, 1]). Muy comentada en los ámbitos del periodismo
económico, la sentencia pone fin al larguísimo caso conocido indistintamente como «Urbanor»,
«de los Albertos» o «de las Torres KIO». En síntesis, aquellos mandatarios habían perjudicado
gravemente a los accionistas minoritarios que habían vendido las acciones por un precio muy
inferior al recibido por los acusados por las suyas, y fueron condenados como autores de un
delito de falsedad documental y otro de estafa (STS 2" de 14 marzo 2003 [RJ 2003, 2263]). Pero
el Tribunal Constitucional decidió entender que la acción penal estaba prescrita (STC de 20
febrero 2008 [RTC 2008, 29]), pues, aunque la querella se había presentado a tiempo, el Auto
admitiéndola a trámite se había dictado cuatro meses después.

Bonita manera de decir que, si en el Derecho civil las acciones prescriben por que el titular del
interés deja pasar el tiempo sin reaccionar, en el ámbito penal no importa que el perjudicado
reaccione a tiempo, pues también puede suceder que quien «se duerma»> sea el Juzgado. Tal
vez sea porque, como vemos en las películas norteamericanas de tema forense («El Pueblo
contra...»), en realidad el perjudicado no es el estafado ni la violada, sino la sociedad en su
conjunto, que es quien por medio del Poder Judicial debe reaccionar y no dejar que las acciones
prescriban.

Ha tenido que ser la justicia civil la que al menos dé satisfacción a las víctimas de ese engaño
que no pudo llamarse estafa porque el Tribunal Constitucional lo impidió con su vergonzosa
decisión. En el litigio civil posterior se ejercitó una acción dirigida a obtener la reparación de los
daños e indemnización de los per juicios por los actos ilícitos supuestamente cometidos, bien en
el marco de la acción civil ex delicto, bien como acción de responsabilidad civil extracontractual.
En la audiencia previa y como alegación complementaria, la parte actora fundó los hechos
constitutivos de la pretensión en el marco de una posible exigencia de responsabilidad
contractual por incumplimiento del contrato de mandato, que fue lo que resultó definitivo para
que la STS de 14 febrero 2014 (RJ 2014, 1) confirmara la condena dineraria que se había
impuesto en primera instancia. Interesante el comentario de GASCÓN INCHAUSTI (2016, pgs.
259 y ss.).

2. El delito de impago de prestaciones, o la resurrección de la


prisión por deudas

Una novedad incorporada al Código penal de 1973 en la Ley Orgánica 3/89 de


21 de junio fue la que trataré de sintetizar a continuación, resumiendo el
tratamiento que hice en obra anterior (YZQUIERDO, 2001, pgs. 43 y ss.). El
nuevo art. 487 bis dispuso, desde entonces, pena privativa de libertad y multa
para quien dejara de cumplir con determinados pagos establecidos en
convenio regulador judicialmente aprobado o en resolución judicial. Una
norma que, a juicio de BAJO FERNÁNDEZ (1991, pg. 54), se hizo a golpe de
periódico, con frivolidad e improvisación. De «increíble espectáculo de la
resurrección de la prisión por deudas» hablaba GONZÁLEZ-DELEITO meses
después de aprobada la reforma (1989. pgs. 89 y ss). También REIG REIG
(1990, pg 212).

Una vez más se prefería recurrir a la ley penal antes que utilizar la
imaginación suficiente para mejorar o clarificar los mecanismos que conocía
ya el Derecho (privado y penal) de modo que su puesta en práctica resultara
auténticamente incondicionada: «Se incorpora al Código Penal-reza la Ex
posición de Motivos de la Ley Orgánica 3/1989- una nueva modalidad del
abandono de familia, consistente en el impago de prestaciones económicas
establecidas por convenio o resolución judicial; se busca así la protección de
los miembros económicamente débiles de la unidad familiar, intentando
otorgar la máxima protección a quienes, en las crisis matrimoniales, padecen
las consecuencias de la insolidaridad del obligado a prestaciones de aquella
índole»>.
El Código penal de 1995 recogió la figura en el art. 227:
«1. El que dejare de pagar durante dos meses consecutivos o cuatro meses no consecutivos
cualquier tipo de prestación económica en favor de su cónyuge o sus hijos, establecida en
convenio judicialmente aprobado o resolución judicial en los supuestos de separación legal,
divorcio, declaración de nulidad del matrimonio, proceso de filiación, o proceso de alimentos a
favor de sus hijos, será castigado con la pena de prisión de tres meses a un año o multa de seis
a 24 meses.

2. Con la misma pena será castigado el que dejare de pagar cualquier otra prestación económica
establecida de forma conjunta o única en los supuestos previstos en el apartado anterior»>.

No se prevé la comisión imprudente, como es lógico. Si el obligado no paga


porque, por ejemplo, ha quedado imposibilitado para el trabajo, no hay delito;
por aplicación de los principios de la parte general del Código penal. No
obstante, habría estado bien que la norma añadiera como requisito del tipo la
falta de causa que justifique el impago.
El precepto se refiere a «cualquier tipo de prestación económica», mientras que
en el ap. 2 se establece el mismo castigo cuando se trate de «cualquier otra
prestación económica establecida de forma conjunta o única». En el primer
caso, ha de tratarse de un incumplimiento consecutivo de dos meses, o alterno
(cuatro meses no consecutivos). El segundo caso es el del impago de
prestaciones distintas de las pensiones, esto es, de indemnizaciones cuya
satisfacción ha de ser única o conjunta (aquí basta el simple impago, sin
necesidad de que transcurran los meses referidos en el ap. 1). Tal es el caso,
por ejemplo, de la indemnización a que tiene derecho el cónyuge de buena fe
cuyo matrimonio ha sido declarado nulo, si ha existido convivencia conyugal
(art. 98 C.civ.). El delito, al ser de mera omisión, se consuma sin necesidad de
que produzca un resultado en forma de perjuicio económico. Nada impediría,
según el tenor del precepto, estimar cumplida la conducta típica en caso de
insatisfacciones esporádicas de cuatro meses no consecutivos dentro de un
largo período de tiempo, considerado en su globalidad. El ridículo resultado se
atemperará, llegado el caso, excluyendo la tipicidad del impago de pensiones
ya prescritas de acuerdo con la legislación civil. Así lo destacó la Circular
2/1990 de la Fiscalía General del Estado, para evitar una situación ridícula:
como el delito no se consuma hasta que no se ha producido el cuarto
incumplimiento, sería posible reprimir por la vía penal el impago de unas
obligaciones ya hace tiempo prescritas. Una suerte de <prisión por deudas no
exigibles» tan exótica como intolerable.
La penalista PEREZ MANZANO (1991, pgs. 31 y ss.) ha estudiado
pormenorizadamente el delito de impago de prestaciones instaurado por la
reforma penal de 1989, y entendido que la intervención del legislador en el
campo penal para dar solución a estos problemas no supone la prisión por
deudas. Indica que el art. 11 del Pacto Internacional de Derechos civiles y
políticos de 1962, ratificado por España en 1977 afirma, en efecto, que «nadie
será encarcelado por el solo hecho de no poder cumplir una obligación
contractual». Pero, según la opinión de esta autora, esta figura delictiva no
supone la prisión por deudas:
a) No implica que el mero impago fundamente por sí mismo la prisión, sino
que el incumplimiento de una obligación, unido a algún otro requisito, puede
justificar la intervención penal; da como ejemplos los delitos de in solvencia en
los que al incumplimiento de obligaciones pecuniarias se unen las
maquinaciones fraudulentas, estafa, apropiación indebida, o el delito de
desobediencia a la autoridad, que -siempre según la opinión de PÉREZ MAN
ZANO (cit., pg. 45)- «pueden aplicarse a casos de incumplimiento de senten
cias civiles tras la reclamación de una deuda impagada».
A mi juicio, este argumento no es nada convincente, pues lo que en tales
delitos se castiga no es, precisamente, el incumplimiento de las respectivas
obligaciones. Lo que el Código penal castiga no es que el vendedor que se finge
dueño no pueda cumplir con el comprador su obligación de entrega, sino el
engaño (art. 251.1°); no es el incumplimiento de la obligación de devolver lo
recibido en custodia, sino la apropiación o distracción (art. 253); no es la falta
de garantías del acreedor, sino la provocación de esa falta por medio de
enajenaciones fraudulentas (art. 257); no es el impago múltiple sino la quiebra
(ahora concurso de acreedores) causada o agravada dolosa mente (art. 260). El
simple impago de una obligación civil ha de traer con sigo exclusivamente la
reacción de la ley civil. A ello podrá acompañarse, en su caso, la reacción
penal si se dan las circunstancias para el encaje de la conducta en otros tipos
delictivos. Es verdad que tampoco en el art. 227 hay una simple situación de
impago, sino algo más, que aquí es el desasistimiento de un muy especial
acreedor. Pero para cubrir no pocos supuestos ya tenemos el art. 226.1, que
prevé la conducta del que deja de cumplir los deberes legales de asistencia
inherentes a la patria potestad (y otras formas de guarda) o los de sustento de
descendientes, ascendientes o cónyuge necesitados. Un ejemplo lo proporciona
la STS 2º de 25 junio 2020 (RJ 2020, 2250), conforme a la cual entra en el
tipo penal la conducta de quien deja de pagar la mitad de las cuotas
hipotecarias de la vivienda familiar.
Claro, que si con la redacción del art. 227 se desea proteger (absurdamente)
también la pensión compensatoria, es obvio que ésta no entra en la previsión
del tipo de abandono de familia. ¿Desde cuándo se han tratado en Derecho
civil igualmente las pensiones de alimentos y las compensatorias? Me parece
que la inclusión de la compensatoria en la norma penal, ya sea como
indemnización periódica, ya en su modalidad de pago único (art. 99 C.civ.), es
profundamente perturbadora, salvo que se haya querido proteger un pre
tendido derecho del cónyuge (o ex cónyuge) beneficiario de la pensión a
disfrutar de una especie de jubilación anticipada, en cuyo caso la referida
inclusión también es perturbadora, pero además, habría que decir que parece
una invitación al beneficiario a que viva, literalmente, de las rentas, o lo que es
lo mismo, la obra de un legislador preso de una impenitente estupidez.
Pero es que hay más: nada que objetar si se quiere penalizar como abandono
de familia el impago de pensiones alimenticias o de la hipoteca de la vivienda
(así, para ésta última, la STS 2ª de 25 junio 2020 (RJ 2020, 2250), pero es que
la pena procede por el impago de «cualquier otra prestación». Y entonces
podría pensarse que será delito, por ejemplo, y si imaginamos un convenio
redactado por concretas partidas, que el marido deje de pagar dos meses la
tasa de recogida de basuras, el seguro de responsabilidad civil del perro, las
cuotas del club de golf, y todo cuanto en el convenio se haya pacta do que
corre de su cuenta. El resultado es escandaloso. Y si no es el querido por el
legislador, más le valía haberse expresado mejor.
b) Dice la autora citada que el art. 11 del Pacto pretende evitar que los
económicamente débiles puedan ser encarcelados porque no pueden pagar
sus deudas, pero en las nuevas figuras delictivas -dice-, si el obligado deviene
insolvente estaremos ante una causa de exclusión de la conducta punible, por
lo que no se trata de una prisión por deudas. «Se trata de evitar que las
desigualdades económicas produzcan una situación de desigualdad jurídica
como la que se produciría si los pobres entran en prisión con mayor facilidad
que los ricos»>. Que el arresto sustitutorio para el caso de impago de multas
es constitucional no es, en fin, dudoso (STC 19/1988, de 16 de febrero [RJ
1988, 19]). Pero el problema es que con este tipo penal a lo que la prisión
sustituye es al impago de una obligación civil, no de una multa...
c) Añade PEREZ MANZANO que el Pacto se refiere a obligaciones
contractuales, y las prestaciones económicas derivadas de las causas de
separación, nulidad o divorcio no son obligaciones contractuales, pues el
matrimonio no es un contrato. Y a ello cabe oponer que el principio de que
«nadie puede ser encarcelado por incumplir sus deudas» no se limita a las
deudas nacidas de contrato, sino de cualquiera de las obligaciones civiles,
cuyas fuentes se encuentran previstas en el art. 1089 C.civ. ¿O es que acaso
puede ser privado de libertad el deudor de una obligación nacida de acto ilícito
extracontractual o cuasicontractual?

Pero el caso es que en el Derecho de familia existen mecanismos cuya correcta


utilización podría evitar el recurso a penalizar las conductas de
incumplimiento. En efecto, el art. 90 C.civ. ordena que el convenio regulador
contenga «la contribución a las cargas del matrimonio y alimentos, así como
sus bases de actualización y garantías en su caso», y concluye con un cuarto
párrafo que dice: «El Juez podrá establecer las garantías reales o personales
que requiera el cumplimiento del convenio. En defecto de acuerdo o de no
aprobación del convenio, el Juez será quien determine las medidas en relación
con los hijos, la vivienda, la contribución a las cargas y la liquidación del
régimen económico matrimonial, «y las cautelas o garantías respectivas» (art.
91). En todo caso, determinará la contribución de cada progenitor en relación
con los alimentos y adoptará las medidas convenientes para asegurar la
efectividad y acomodación de las prestaciones a las circunstancias económicas
y necesidades de los hijos en cada momento» (art. 93, p° 1°). Por último, el art.
103.3" ya en sede de medidas provisionales, contiene la consistente en la
fijación de la contribución a las cargas, que puede ir acompañada de «las
garantías, depósitos, retenciones u otras medidas cautelares convenientes, a
fin de asegurar la efectividad de lo que por estos conceptos un cónyuge haya
de abonar al otro».
A la luz de lo que viene siendo la práctica diaria de los Juzgados de familia, se
trata de garantías que aparecen en el Código civil como una especie de
entelequia sin efectividad. A mi juicio sería mucho menos expeditivo reformar
estos mecanismos, convirtiendo lo potestativo en imperativo y acompañar a
ello la reforma de los oportunos ajustes procesales, que recurrir a un castigo
penal que, a la larga, puede resultar inoperante. Establecer la previsión legal
de que el convenio regulador no será homologado judicialmente si no contiene
medidas de garantía daría a éstas una configuración de contenido típico del
convenio, además de que podría venir a garantizarse con ello el cumplimiento
de la totalidad del mismo, y no solo del pago de las prestaciones pactadas. Y,
en defecto de acuerdo, que el juez proceda a ordenar la retención de salarios
es una solución que conoce el Derecho italiano (véase sobre el particular
GABRIELLI [1976], pgs. 445 y ss.]), en el que se prevé hasta la posibilidad de
que el deudor del salario pague directamente al cónyuge, lo cual siempre
parece mejor, si quedan cumplidas las disposiciones sobre inembargabilidad
del salario mínimo interprofesional, que mandar a alguien a la cárcel veinte
fines de semana.
Otra posibilidad, cuya implantación en España merecería un detenido análisis que no puede ser
efectuado aquí, es la que consiste en que el Estado, a través de la Seguridad Social o de un
Fondo de garantía creado al efecto, sea quien abone las cantidades adeudadas y se subrogue
inmediatamente para recuperar las procediendo contra el deudor incumplidor. Ello ha sucedido
ya en Francia (Ley de 11 de julio de 1975), donde parece ser que en los casos en que las
insolvencias del deudor son más bien ficticias (ocultaciones de bienes, ausencia de nóminas
pero permanencia en la economía sumergida...), el Estado dispone de mejores medios de
investigación que el angustiado cónyuge o hijo que no cobra (ver ALVAREZ PRIETO (1990/91),
Pg. 74. Indica este autor que medidas como éstas se han dado también en Suiza, el Reino Unido
y Polonia.

En fin, no es difícil compartir la reflexión de la Fiscalía General del Estado en


la Consulta 1/1993, de 16 de marzo, que en relación con el art. 487 bis del
Código derogado, decía: «Es preciso reconocer, en el plano de la reflexión
teórica, que el actual artículo 487 bis es de difícil justificación a la vista de los
principios inspirado res de un derecho penal moderno». Ha dicho DEL MORAL
GARCÍA (2018, pg. 490) que «<late en la regulación una cierta desconfianza
hacia la jurisdicción civil”.
3. Los llamados «daños punitivos»>
Uno de los factores que mejor demuestran las invasiones recíprocas que se
están produciendo entre los dos órdenes de responsabilidad, civil y penal se ve
constituida por los llamados <<daños punitivos». Advierte LLAMAS POM BO
(2012, pg. 4; para su pensamiento y crítica general, vid. LLAMAS [2007]. pgs.
458 y ss. y [2017], pgs. 669 y ss.) que todos utilizamos esta expresión, que es
una mala traducción del inglés, en vez de la más correcta «indemnizaciones
punitivas»>.
Los «punitive damages» son una vieja institución del Common Law (pueden
verse TUNC [1981], pg. 85 y PROSSER and KEETON [1984], pgs. 9 y ss. Hay
abundantísima jurisprudencia en WILLIAMS and HEPPLE [1976], pgs. 67 y ss.
Interesante el estudio de DUFFY, [1969] y el de BIELICKE [1990]; en nuestro
país, SALVADOR CODERCH [1997], GOMEZ TOMILLO [2012] y DE ÁNGEL
YAGÜEZ [2012]). Cuando la conducta del demandado ha sido deliberada,
contiene «desprecio deliberado o gratuito de los derechos del demandante»>
(MCGINLEY, 2017) o «reviste caracteres de auténtico ultraje» («mere negligen
ce ist not enough»), son muchas las sentencias que incorporan a la acción de
daños y perjuicios un componente sancionador o ejemplar. La mayoría de las
decisiones en que este «smart money» es concedido declaran el propósito de
que el causante del daño no vuelva a incurrir en similares conductas, al
tiempo que se disuade a terceros de hacer lo propio. Muchas sentencias
mencionan además la razón adicional de compensar a la víctima los
componentes morales del daño y los gastos originados por el litigio. Y por
supuesto, no se pierde de vista lo que late en el fondo del problema de su
pretendida justificación, que llevó a Lord Devlin, en la conocida sentencia
Rookes vs. Barnard (1964) de la Cámara de los Lores, a decir:
«Cuando el demandado, con un cínico desprecio hacia los derechos del de mandante, ha
calculado que el dinero que sacará de su acción probablemente excederá de la indemnización en
juego, es necesario que la ley muestre que no puede ser impunemente violada, esta categoría no
se limita a cuestiones de ganar dinero en sentido estricto (...). Los daños ejemplificativos pueden
ser correctamente impuestos cuando sea necesario enseñar al causante de los daños que
romper la ley no compensa>>.

Por supuesto, se requiere algo más que la simple causación de un daño.


Ejemplos típicos en los que se conceden daños punitivos por parte de los
jurados norteamericanos son los de lesiones causadas violentamente,
seducción, libelo, calumnia, procedimientos judiciales conocidamente
indebidos, atentados contra el derecho a la intimidad, engaño o fraude, etc.
También se dan casos en que se usa de esta medida como sanción del
incumplimiento contractual con contravención de la buena fe, especialmente
en contratos de adhesión. Sobre la falta de «fair play» de un asegurador de
salud, conviene revisar un interesante debate sobre el particular en el tramo
final de la película «Legítima defensa, de Francis F. Coppola.
Los daños punitivos han encontrado una seria polémica en la doctrina de los
países en que se practica la fórmula, particularmente en Estados Unidos y en
el Reino Unido. Pero son muchos los problemas prácticos que ocasiona su
aplicación. De entrada, tenemos los obstáculos de carácter constitucional,
pues en el fondo de la imposición de estas medidas están en juego principios
tan básicos en un Estado de Derecho como son el «nullum crimen, nulla
poena sine lege» y el <<non bis in idem» (así, MARTÍN CASALS [1990], pgs.
1258 y ss.). Los daños punitivos constituyen una forma de introducir el
castigo en el campo de la responsabilidad civil, y de hacerlo además por el solo
capricho del jurado y sin las garantías de que goza todo acusado en un
proceso criminal (MARTÍN CASALS [2011], pg. 27). Piénsese además que el
condenado al pago aún puede ser perseguido penalmente... cuando ya ha
pagado algo que -insisto- tiene de por sí un contenido netamente penal y en
nada reparador (sin que sirva de pretexto decir que la cuestión es de Derecho
privado porque la suma, a diferencia de lo que sucede con las multas penales,
no va a parar al erario público sino al demandante).
Ya ello añádanse los problemas puramente prácticos:
(i) ¿Quién ha de cobrar esta cantidad? Es lo que LLAMAS POMBO califica
como «la pregunta del millón» (2017, pg. 685). Si la suma hay que entregarla al
perjudicado, quedará sobrerrestaurado, en clara transgresión del principio que
prohíbe el enriquecimiento injusto. Y si va al Estado, entonces no habrá
diferencia con la multa, pero se tratará de una multa impuesta sin las
garantías propias del Derecho sancionador.
(ii) ¿Qué proporción ha de guardar la suma en relación con el componente no
punitivo de la condena? De hecho, los Tribunales americanos no suelen
explicitar esa denominada <<ratio rule»> que sirva para desglosar
«compensatory damages» y «punitive damages»>. El resultado es una verdadera
lotería judicial.
(iii) ¿Puede el empresario ser condenado al pago de daños punitivos en caso
de perjuicios causados por el trabajador, o ha de ser éste siempre quien corra,
y de modo exclusivo, con una responsabilidad tan personal? ¿
(iv) Se ven cubiertas las condenas de daños punitivos por el seguro de
responsabilidad civil? Algunas jurisdicciones americanas lo permiten, lo que
hacen dudar de su eficacia preventiva.
(v) ¿Heredan el castigo, como ocurre con la deuda indemnizatoria, los
herederos del responsable?
Pero es que, además, se ve en esta medida, y con razón, no ya una manera de
devolver a la víctima a la situación anterior al daño, sino de darle una posición
mejor o mucho mejor.
Exactamente mil veces mejor fue como ocurrió en BMW v. Gore (517 US [1996]), un caso en el
que el jurado concedió 4.000 dólares de indemnización compensatoria y 4 millones de
indemnización punitiva. La mercantil demanda da vendía como nuevos unos coches que habían
sufrido pequeños retoques de pintura, cosa que pudo conocer el demandante cuando meses
después se lo advirtieron en un taller de lavado. La cifra se obtuvo multiplicando los daños
compensatorios por el número de coches «con retoque» que habían sido vendidos por BMW en
los Estados Unidos. El Tribunal Supremo de Alabama redujo a la mitad los «punitive damages»,
para lo cual argumentó que es cifra razonable, consideran do solamente los vehículos vendidos
en aquel Estado. Finalmente, el Tribunal Supremo Federal consideró que la cifra de 2 millones
de dólares traspasaba el límite constitucional. Aunque en muchas ocasiones el perjudicado no
llega a obtener mucho más allá de lo que es la suma correspondiente al perjuicio, pues en
muchos Estados USA no existe condena en costas, con lo que la aplicación general de los pactos
de quota litis a quien enriquecen injustamente no es a la víctima sino a su abogado. Ver
SALVADOR CODERCH (1997, pgs. 168 y ss.).

Últimamente, se ha observado en el Tribunal Supremo de los Estados Unidos que la proporción


es hasta de 1:9 cuando se trata de sumas de daños compensatorios significativas y hasta de
1:35 en casos con sumas pequeñas (MCGIN LEY, 2016, pg. 134).

La realidad del Derecho español dista de la norteamericana (y de la británica)


algo así como lo que la peseta distaba del dólar (y dígase lo mismo que la libra
esterlina), aunque, eso sí, en el estudio de los daños punitivos debe separarse
bien lo que es la información rigurosa de lo que son las «urban le gends» de las
que habla RYAN (2013). CARRASCO PERERA dice que si con estas sumas las
víctimas quedan supracompensadas, ése es un coste necesario para la
prevención futura de las conductas dañosas (2011, pg. 438). Y aunque en
rigor técnico no se pueda hablar de función punitiva de la indemniza por daño
moral, no hay que perder de vista ciertas realidades. Así por ejemplo, el art.
9°.3 LO 1/1982, al proporcionar los criterios de cálculo de la indemnización
para los daños al honor, la intimidad y la propia imagen, establecía hasta la
reforma introducida por la Ley Orgánica 5/2010, de 22 de junio que «también
se valorará el beneficio que haya obtenido el causante de la lesión como
consecuencia de la misma». Es decir, se estaba tomando en cuenta un dato
absolutamente ajeno al daño causado a la víctima, que, junto al aspecto
puramente compensatorio (deducido de otros criterios que usa el precepto
como la gravedad de la lesión o la difusión del medio a través del cual se haya
producido la intromisión ilegítima), otorgaba a la condena un carácter a la vez
disuasorio y punitivo. Algo que, en fin, fue severamente criticado (así, en
SALVADOR CODERCH y varios [1987], pg. 37 en nota 16) y que representa
una inmisión de la doctrina del enriquecimiento sin causa en el Derecho de
daños (véase MARTÍN CASALS Y SALVADOR CODERCH [1989], pg. 763, que
llevaba a que la doctrina mostrara sus reservas sobre lo chocante que resultan
condenas por daños al honor con frecuencia en cuantías muy superiores a las
de daños por muerte (por todos, ESTRADA ALONSO [1990], pgs. 190 y ss).
En la redacción actual de ese art. 9.3° se da autonomía a la acción de
enriquecimiento injusto, pues junto a la pretensión puramente
indemnizatoria, el perjudicado puede pedir -ahora sí- la apropiación del lucro
obtenido por el agresor con la intromisión ilegítima en sus derechos, lo que
permite pensar que el legislador ha ahuyentado el fantasma de las
indemnizaciones punitivas. Del tema habrá ocasión de hablar con más
detenimiento en sede de reparación del daño (Capítulo XIV, IV.5, pgs. 676 y
ss.) y al tratar del régimen especial de los daños en este tipo de bienes
(Capítulo XIX). Pero conviene de momento advertir, como hace MARTÍN
CASALS (2011, pg. 31) cuando se lamenta de las propuestas francesas de
2010, que no hay que identificar a los daños punitivos con la absorción de las
ganancias obtenidas por el agresor.
Y donde, desde luego, existe una manifestación de daños punitivos en el Derecho español es en
materia de daños sufridos por el trabajador como consecuencia del incumplimiento por el
empresario de las medidas de prevención de los riesgos laborales. Es el llamado «recargo de
prestaciones » Como también podrá verse en otro lugar de esta obra (caps. XII y XXI), la
prestación que ha de pagar la Seguridad Social al trabajador por un accidente de trabajo se
debe incrementar en un porcentaje (entre un 30 y un 50 por 100) cuando ha existido infracción
de las medidas de prevención de riesgos laborales. El resultado del denomina do recargo de
prestaciones establecido en el art. 123 TRLGSS lo ha de pagar el empresario infractor, y desde
la STS de 2 octubre 2000 (RJ 2000, 9673) se viene entendiendo sin fisuras por la jurisprudencia
de la Sala 4* del Tribunal Supremo que la cantidad resultante no se resta de lo que tenga que
pagar el sistema público (solución que tendría el mismo carácter preventivo para el empresario),
sino que se añade a esa suma. En definitiva, opera a modo de pena privada...

En un asunto de despido nulo de una trabajadora despedida de la empre sa de seguridad


cuando quedó embarazada, el Juzgado de lo Social planteó cuestión prejudicial, a lo que la
STJUE de 17 diciembre 2015 (TJCE 2015, 402) respondió que la Directiva 2006/54 solamente
prevé que la reparación de los daños sufridos por las víctimas de la discriminación por razón de
sexo sea di suasoria, pero no exige de los Estados miembros la imposición para ello de la
fórmula de los daños punitivos.

Más recientemente, el Auto del Tribunal Supremo de 5 marzo 2019 (JUR 2019, 102279)
inadmite el recurso de unificación de doctrina interpuesto por la empresa, confirmando la
Sentencia dictada por la Sala de lo Social del TSJCV. Dos trabajadores de la multinacional
Leroy Merlin, de reconocido prestigio empresarial y de gran envergadura económica, habían sido
despedidos como represalia por haberse afiliado a un sindicato, ya que su intención era la de
concurrir a futuras elecciones sindicales de la empresa. En las referidas resoluciones no solo se
decreta la nulidad del despido y la vulneración del derecho fundamental de liberad sindical de
ambos trabajadores, sino que, además, se impone a la empresa la obligación de abono de una
indemnización adicional de 40.000 euros a cada uno de los trabajadores. No son excesivamente
explícitas, pero a la hora de fijar la indemnización por daños morales, tanto el Juzgado de lo
Social n° 2 de Elche, como el TSJCV y el Tribunal Supremo, que confirman dicha cantidad,
entienden que no solo se han de tener en cuenta los hechos motivadores de la vulneración y el
perjuicio sufrido, sino también la entidad y dimensión económica de la em presa que vulnera el
derecho fundamental. Al fin y al cabo, el art. 183.2 LRJS establece que esta indemnización tiene
por objeto «contribuir a la finalidad de pre venir el daño», y es de suponer que la prevención solo
puede suponer que si se imponen indemnizaciones irrisorias a grandes empresas, el coste que
para estas tendría la vulneración de derechos fundamentales no sería muy relevante...

Más allá de las manifestaciones de la jurisdicción social, la jurisprudencia civil


ha sido reacia al reconocimiento de la fórmula. Así, lo dicen de modo
absolutamente explícito en materia del derecho al honor las SSTS de 25
noviembre 2002 (RJ 2002, 10274) y 30 septiembre 2009 (RJ 2009, 654). «No
se reconocen en nuestro Derecho los llamados daños punitivos ni la
reparación actúa como una pena privada o sanción civil». dice esta última. La
STS de 22 noviembre 2010 (RJ 2011, 565) manifiesta que «tampoco la
indemnización por daño moral tiene que ver con los daños punitivos del
derecho anglosajón». En materia contractual tampoco lo admite la STS de 19
diciembre 2005 (RJ 2006, 295) ni la de 9 mayo 2011 (RJ 2011, 3845).
Ni tampoco la STS de 12 enero 2009 (RJ 2009, 544), que es muy curiosa. Se
enjuiciaba la conducta procesal de quien, despreciando el hecho de que las
partes habían declarado en su contrato la expresa sumisión al Derecho daños
punitivos español y a los Tribunales españoles, había entablado su demanda
ante los Tribunales de Florida a la búsqueda de una indemnización por, lo que
le sirve al Tribunal Supremo para declarar que una solicitud semejante en
España resultaba absolutamente improsperable.
En fin, y como ha dicho DÍEZ-PICAZO (2011, pg. 26), la figura de los daños
punitivos es ajena a los ordenamientos de corte europeo continental y hay
poderosas razones para ello. Si se quiere castigar, no parece justo ni equitativo
proporcionar a quien sufrió un daño sumas que sean superiores a este daño,
porque en tal caso se le está enriqueciendo. De hecho, en la trasposición de la
Directiva 2014/104/UE, efectuada (sorprendentemente por la vía de un Real
Decreto-ley, el 9/2017, de 26 de mayo) el art. 72 LDC se refiere al «derecho al
pleno resarcimiento» por las infracciones del Derecho de la competencia, pero
deja claro (ap. 3) que esa plenitud no «conllevará una sobrecompensación por
medio de indemnizaciones punitivas, múltiples o de otro tipo». Si se considera
justo, en fin, obtener del autor de un hecho ilícito exacciones, multas o cosa
parecida, más allá del importe del daño efectivamente causado, lo justo es que
estas sumas vayan a parar a manos del común o lo que es lo mismo al Tesoro
Público». Y es que, si no es así, «podría hablarse de una forma evolucionada de
venganza privada»> (GÓMEZ TOMILLO, cit., pg. 52]).
Aunque cabe preguntarse si la STS de 13 enero 2015 (RJ 2015, 612), dictada para poner fin al
caso del accidente aéreo en el lago Constanza, con 71 fallecidos, deja la puerta abierta. No se
conceden los daños punitivos, a pesar de que el Tribunal Supremo tuvo que aplicar Derecho de
los Estados de Nueva Jersey y Arizona, pues el defecto en el sistema anticolisión de los aviones
no se podía atribuir a la mala intención de las empresas demandadas, sino solo a negligencia.
La pregunta es obligada: ¿qué habría dicho la sentencia en caso de que las muertes se hubieran
podido atribuir a una conducta dolosa? ¿Podría un juez es pañol conceder daños punitivos
aplicando el Derecho extranjero o ello se opone al orden público internacional?

4. La responsabilidad penal objetiva y la «socialización de la


responsabilidad penal
Recuerda VINEY (cit., pg. 97) que, cuando Merle se refería a un Anteproyecto
de Código penal francés publicado en 1976, se lamentaba de que sus
redactores se abstuvieran, acaso voluntariamente, de referirse a las nociones
de «<responsabilidad», «culpabilidad», y a muchas otras, «como si tuviesen
miedo de aquellas palabras que son consustanciales a todo sistema represi
vo»>. Ahí están para demostrarlo los delitos contra la seguridad en el trabajo o
contra el medio ambiente, en los que el legislador ha llegado a utilizar la
responsabilidad penal allí donde solo existían antes la administrativa o la civil
como medio de disuasión. Y de ahí a la responsabilidad criminal por el hecho
ajeno o por la participación en actividades colectivas hay un solo paso. De
hecho, se conocen casos en los que las personas jurídicas pueden llegar a ser
responsables de una infracción tributaria cometida por la persona física por
impuestos que tienen a ésta como sujeto pasivo (arts. 40 y ss. LGT).
Leí con asombro en el Diario ABC de 5 de mayo de 1989 -y la guardé- la noticia que hablaba de
una mujer detenida en Los Ángeles a causa de los delitos cometidos por su hijo. Al parecer se
trata de una nueva ley «para la protección contra el terrorismo callejero», que obliga a los padres
a mantener unos estándares mínimos de supervisión sobre las actividades de sus hijos, muy en
especial cuando actúan en pandilla. «El primer caso -relataba José María Carrascal- se ha
presentado con Gloria Williams, de treinta y siete años, cuyo hijo de diecisiete había participado
en la violación de una niña de doce, conjuntamente con sus amiguetes. La Policía encontró en
casa de la señora Williams dos álbumes con abundantes fotos de sus hijos posando con sus
pandillas, no solo vistiendo la camiseta de ellas, sino también exhibiendo armas en un par de
ocasiones: un rifle la hija, de diecinueve años, y una pistola el hijo. A mayor abundamiento,
encontró una tarta de cumpleaños de su hijo menor, de ocho años, con los apodos de banda de
sus hermanos, en vez de sus nombres de pila. Todo ello da pie al fiscal para pensar que la
señora Williams -no ha ejercido la supervisión, protección y control adecuados sobre su hijo, lo
que cae dentro de la nueva ley, que ordena su arresto. El juez le impuso una fianza de veinte
mil dólares, que consiguió depositar, y se halla en libertad provisional en espera de un juicio
que puede traerle, si es condenada, un año de cárcel y dos mil quinientos dólares de multa.

No sin temor se viene apreciando en la responsabilidad penal un fenómeno


curiosamente paralelo al producido a lo largo del último siglo en la
responsabilidad civil: si ésta ha ido evolucionando desde un sistema
subjetivista que la culpa era I elemento principal de la responsabilidad, hacia
un sistema protagonizado por el daño sufrido y por el propósito de resarcir a
cualquier precio, independientemente del elemento de la culpabilidad (y casi
hasta se podría decir a veces, a costa del patrimonio de quien sea), se ha
acusado un movimiento similar en el terreno penal. No son pocos los casos en
los que la penal aparece desligada de todo tipo de culpabilidad subjetiva, lo
que ha merecido interesantes trabajos de la doctrina penal (por todos,
CASTEJÓN [1948), pgs. 477 y ss., PEREDA [1956], pgs. 213 y ss., DIEZ
RIPOLLÉS [1982], pgs. 627 y ss. y [1983], pgs. 101 y ss. y GIMBERNAT
(2007]).
Y es que todo parece indicar que existen razones inconfesables para el para
legislador (lentitud de la justicia civil, ineficacia de la Administración) que le
llevan a luchar, también con el aparato represor, contra los mismos
comportamientos que hasta hace bien poco solo eran objeto de atención el
Derecho civil. Se trata de huir hacia el Derecho penal cuando no se sabe cómo
resolver un problema (protección de los consumidores, tutela del medio
ambiente, defensa de la seguridad vial y del trabajo, etc.; puede verse
RODRÍGUEZ RAMOS [1982], pg. 266, que, en relación con los delitos
ecológicos, proponía que el énfasis normativo siga situándose en los
mecanismos civiles y administrativos, por resultar los más eficaces en la
defensa del medio ambiente, y dejar la sanción penal para los casos más
graves).
Con todo, no debe pensarse que los sistemas jurídicos contemporáneos se
encuentran de vuelta hacia la confusión originaria entre Derecho civil y
Derecho penal. El Derecho penal se encuentra mejor equipado que el civil para
cumplir la difícil función normativo-preventiva de la sociedad y regeneradora
del sujeto desviado. Además, las consecuencias de la responsabilidad penal ja
más son (y es de esperar que jamás serán) asegurables, mientras que las de la
responsabilidad patrimonial lo son siempre o casi siempre. Si el seguro de
responsabilidad civil se ha convertido, lamentablemente, en un auténtico
factor de atribución (sobre qué patrimonio va a recaer la responsabilidad
depende cada vez más de quién haya tenido la cautela de suscribir una póliza
de seguro), no parece que ello vaya a suceder en el terreno penal. La
conversión de los análisis jurídicos en esquemas de prevención de riesgos
financieros no es, desde luego, un fenómeno que amenace los tradicionales
pilares de la imputación penal. Mientras tanto, sí se ha dicho ya, en cambio,
que «la función principal de la responsabilidad civil es la de reducir la suma de
los costes de los accidentes y de los costes de evitarlos» (CALABRESI, 1984).
La irrupción que en los últimos años ha producido análisis económico en el Derecho de daños
es, en efecto, espectacular. Como dicho SALVADOR CODERCH (1987, pg. 58), «de un punto
vista presidido la obsesión indemnizar (...) se ha pasado una perspectiva que de buscar
conjunto de reglas (...) que conduzcan minimizar coste social lo» accidentes. De la justicia en
abstracto, que nadie sabe qué quiere decir, la utilidad, concreto, que por lo menos cabe medir».
La justicia cada caso adquiere un papel secundario en relación con la claridad que permite
quién debe suscribir una póliza y qué cláusulas deben figurar ella.

5. Los cauces procesales de acercamiento: las absoluciones penales


camufladas
Una solución ante la posibilidad de que un delito traiga consigo daños
resarcibles podía ser la del Derecho inglés, que encomienda la jurisdicción
criminal la tarea exclusiva de resolver sobre imposición la pena, mientras que
los daños han de ser objeto de reclamación aparte. Nuestro ordenamiento, por
el contrario, y salvo que víctima exprese voluntad diferente, opta por
economizar gastos tiempo, encomendar juez del delito el conocimiento de la
pretensión indemnizatoria. Con arreglo lo dispuesto en el art. 112 LECrim., en
aquellos casos que el procedimiento penal concluye con sentencia
condenatoria, juez penal está obligado pronunciarse también sobre la
responsabilidad civil, no ser que el perjudica do haya renunciado a su ejercicio
o se la haya reservado para ejercitarla un proceso civil posterior. Por el
contrario, la sentencia absolutoria su pronunciamiento al aspecto puramente
penal: aunque existan daños resarcibles, el juez termina su labor al negar la
existencia del delito cuya pretendida comisión originó el procedimiento; de
esta manera, la víctima los daños desea obtener su resarcimiento, deberá
acudir, con posterioridad la absolución, al juicio civil. Vid. Capítulo XII, III.1.3
(pgs. y ss.).
Desde luego, ningún ordenamiento procesal europeo tan sumamente
protector. Ni siquiera en Alemania, Austria, Francia Italia, que cuentan con
sistemas cercanos en este aspecto, se llegó tan lejos, pues, pesar de admitirse
la actividad de oficio del Ministerio Fiscal dirigida la fijación daño
anteriormente a la personación del ofendido, exige constitución de éste como
parte civil.
En nuestro país sucede que en simplísimos juicios verbales como los juicios de
faltas -y dígase lo mismo desde la reforma penal 2015 de los delitos menos
graves-, se ventilaban cantidades astronómicas. una palabra, como el tipo de
proceso penal que se deba seguir no depende (lógicamente) de la magnitud de
la cuestión civil, ciertas cantidades si se reclamasen por vía civil
determinarían la apertura de un procedimiento largo, complica do y costoso,
pueden en la práctica ser obtenidas cómodamente un juicio penal breve,
sencillo y bien barato.
No parece muy descabellado pensar que la indagación de los jueces penales
sobre el resarcimiento del daño puede ocasionar entorpecimientos en el fin
primordial de la represión. Aunque se trate de una realidad inconfesable, se
han de sentir frecuentemente inclinados o propensos a imponer una condena,
aunque sea insignificante, que les dé paso para pronunciarse también sobre la
cuestión civil: con ello no obligan a la víctima a entablar un proceso posterior
a lo que tendría que haber sido una sentencia absolutoria, Es lo que REDENTI
llamaba -imponderables psicológicos del juez penal.

Son innumerables los casos en que se producen estas auténticas absoluciones


penales camufladas, y algunos hasta saltan a la prensa diaria. Todos los
implicados quedan contentos el responsable- penal, que con un simple
desembolso de la multa o con una privación del permiso de circulación
durante un mes, ve todo solucionado en el juicio de faltas, pues además habrá
un asegurador que pague la indemnización; y la víctima (a veces más aparente
que real), que cobra bien y rápido. Es, desde luego, muy humano evitar a la
víctima el peregrinar de una jurisdicción a otra, y para ello basta con condenar
penalmente, aunque no se esté muy convencido, Basta con una pequeña
indemnización que, al fin y al cabo, es la auténtica protagonista del proceso
penal en cuestión.

Particularmente llamativa es en España la frecuencia con la que se utiliza la vía penal contra un
funcionario público, aunque no exista indicio alguno de conducta constitutiva de infracción
penal, con el único objeto de que el Estado sea condenado como responsable civil subsidiario. El
caso más paradigmático fue el de la intoxicación masiva por el aceite de colza desnaturalizado
(véase SALVADOR CODERCH [2002]. pg. 1). Había que condenar como fuera al Estado, dadas la
magnitudes de la tragedia. La fórmula de la STS 2º de 26 septiembre 1997 (RI 1997, 6366)
consistió en condenar penalmente a un funcionario (el Director del Laboratorio Central de
Aduanas) cuya atribución no era nada relacionado con l salud pública, sino ¡clasificar las
sustancias de cara a su tratamiento arancelario: La mayor condena de nuestra historia (unos
tres mil millones de euros) se resolvió, en fin, fingiendo una inexistente relación de causalidad.

Por otra parte, a veces el juez penal se puede sentir inclinado a rebajar una
pena para compensarla con mayor severidad en la indemnización. Una
solución muy humana y muy cómoda para la víctima y puede que también
para el responsable, aunque ya no tanto para el patrimonio de éste, ni por
supuesto para el de la compañía de seguros. Y en el otro extremo, no es
impensable que el juez que impone una pena fuerte puede inclinarse por una
condena más suave en la responsabilidad civil (así, DÍAZ ALABART, 1987, pg.
800).
La confusión entre las responsabilidades civil y penal se ve potenciada, por
otra parte, desde el momento en el que en un alto porcentaje de procesos
penales la víctima no hace declaración alguna sobre la acción civil. Ella no se
tiene que constituir en parte civil, sino que le basta con guardar silencio,
porque si su silencio equivale a ejercitar acciones, lo cierto es que el único que
pone en marcha la pretensión civil es el Ministerio Fiscal.
No sé si sería preferible que Fiscal se limitase su actuación aspecto puramente
punitivo. ¿No debería exigirse, se desea que pueda Ministerio público actuar
en orden la fijación del daño, incluso anteriormente la personación del
ofendido, que éste sus causahabientes ejerciten de modo efectivo acción?
Por otra parte, tampoco me parecería inoportuna la reforma que permitiese juez penal, en
aquellos casos en que fuese expresa voluntad la víctima ejercitar también acción civil no
presunta, como pretende hacer creer que el art. 112 LECrim.), dictar condena civil pesar de
haber existido absolución penal. es justo condenar lo penal con solo objeto poder así condenar
civilmente. En relación con sistema francés, en aplicación los casos de negligencia médica, ha
dicho LAMBERT-FAIVRE (1979, pgs. 636 637; en el mismo sentido, MAR GEAT [1978], pg.
1502): «los magistrados se enfrentan un problema: admiten falta, con ello el médico sufre
castigo penal, la niegan, con ello también indemnización, ya que juez penal no es posible
condenar civilmente la sentencia fue absolutoria. el orden penal tiene por objeto castigar los
culpables cuyos actos ponen en peligro el orden público, la responsabilidad civil tiene como
objetivo indemnizar las víctimas, aprobaremos toda reforma que disocie una vez responsabilidad
civil de la responsabilidad penal».

Pero es que una reforma que permitiese condenas civiles por parte de los jueces penales
independientemente de que haya no condena penal, requeriría un meticuloso estudio de nuevas
cuestiones prejudiciales; de no ser así, de imaginar atasco que se produciría en la justicia penal:
amparados en la gratuidad del procedimiento criminal, se lanzarían la justicia penal quienes
tuvieran cualquier cuestión civil que resolver. eso es lo único que le faltaba nuestro sistema
judicial...

La ventaja del sistema español en términos de economía procesal es portante,


al ser el Estado quien, a través del Ministerio Público, ejercita mente la acción
civil, sin necesidad de constitución del perjudicado como parte ni
manifestación de voluntad alguna. Pero no se nos deben escapar
inconvenientes. De ellos, puede que el más grave sea la constante utilización
bastarda de la justicia penal con el único propósito de exigir el resarcimiento
en el procedimiento penal. Pero en el Capítulo II aparecerán otros
inconvenientes muy serios. El que en nuestro Código penal existan normas
sobre responsabilidad civil es una singularidad del sistema español que
proporciona a la justicia penal una apretada síntesis o resumen de Derecho
civil que bien se podría llamar «Derecho civil light»; ver YZQUIERDO [2005]),
que les resulta ciertamente cómodo, pero que trae consigo unos resultados
extraordinariamente ortopédicos. Y es que muchos jueces penales ven
responsabilidad civil una especie de prolongación del castigo, lo que desvirtúa
por completo el papel que toda responsabilidad civil está llamada a cumplir. A
ello se añade que los abogados penalistas y los fiscales no se resisten a la
tentación de pensar que el único Derecho civil que han de manejar agota en
esas normas de responsabilidad civil del Código penal (arts. 122), en vez de
considerar que las mismas se integran en un sistema mucho más amplio y
complejo.
6. La responsabilidad penal de las personas jurídicas, gran novedad
del derecho penal del siglo XXI
Como se indicó en la consecuencia decimoquinta de las diferencias entre sicas
era una diferencia clara que no presentaba dificultad de ninguna clase
obligado las esferas penal y civil, que la responsabilidad penal era cosa de
personas f para su justificación: el carácter personal de la responsabilidad
penal frente al carácter patrimonial de la responsabilidad civil comportaba ese
corolario. Pero ésta ha dejado de ser una diferencia irreconciliable. La reforma
del Código penal introducida por la Ley Orgánica 5/2010, de 22 de junio
introdujo un nuevo art. 31 bis a tenor del cual, y para determinados
supuestos, las personas jurídicas pueden ser declaradas penalmente
responsables de los delitos cometidos en nombre o por cuenta de las mismas,
y en su provecho, por sus representantes legales y administradores de hecho o
de derecho, y de los delitos cometidos por quienes, han podido realizar los
hechos por no haberse ejercido sobre ellos el debido control. Y es que, como se
puede leer en la Exposición de Motivos, eran numerosos los instrumentos
jurídicos internacionales que demandaban una respuesta penal clara en
aquellas figuras delictivas donde la posible intervención de las personas
jurídicas se hace más evidente (corrupción en el sector privado, en las
transacciones comerciales internacionales, pornografía y prostitución infantil,
trata de seres humanos, blanqueo de capitales, inmigración ilegal, ataques a
sistemas informáticos...).

7. Los pactos entre el delincuente y la Fiscalía


Que no cabe la negociación en cuanto a la pena, pero sí en la responsabilidad
civil (supra, consecuencia cuarta, pg. 34), ha comenzado a ser una diferencia
clásica que permite a cualquiera que lea la prensa esbozar una leve sonrisa.
Así sucede cuando vemos a conocidos futbolistas o entrenadores negociar con
la Fiscalía una rebaja en la deuda tributaria para que el delito resultante
permita imponer pena no superior a dos años, lo que permite eludir la prisión
(art. 80 C.pen.), previo pago de la cantidad resultante de la rebaja.

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