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PAT E R N I DA D D E A U TO R I DA D ,

PAT E R N I D A D D E L L A M A DA

Marcel Légaut
Febrero de 1963

Hoy quiero hablaros –quiero intentar hacerlo– situándome en un


plano verdaderamente humano. No es cosa fácil, pues normalmente,
cuando nos ponemos a hablar, no lo hacemos de manera humana
sino de manera superficial, exterior. Y, sin embargo, hay en nosotros
algo más profundo que la poca profundidad que suelen tener nues-
tras conversaciones cuando nos dejamos llevar por la inclinación
natural de hablar pues, en cierto modo, hablar es una forma de ocu-
par el tiempo.
Pero quiero hablar como hombre y como cristiano. Sobre todo
como hombre, pues hacerlo como cristiano es muy difícil. Sí, porque
tenemos una herencia cristiana que nos hace hablar demasiado fácil-
mente de lo cristiano. Algo así como los profesores, que hablan dema-
siado fácilmente de pedagogía cuando se juntan. Y es que hablar de lo
más sencillo es lo más difícil.
Así que voy a intentar hablaros como hombre. Y creo que, si
logro hacerlo de verdad, en cierto modo ya os hablo como cristiano,
y de forma renovada. Necesitamos mucho renovar nuestro cristianis-
mo, no para hacer cosas nuevas sino para volver a encontrar, gracias
a un descubrimiento personal, aquellas cosas muy antiguas pero que
hasta el presente no se han explicitado de la misma manera. Así que
voy a hablaros como hombre.
Para hablaros como hombre, es preciso que yo esté presente a
mí mismo. Y, para que me escuchéis como hombres, es preciso

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que, por vuestra parte, estéis presentes a vosotros mismos. Es pre-


ciso que lo que os diga corresponda a lo que me digo cuando estoy
solo conmigo mismo; y también que lo que escuchéis sea lo que os
decís, o lo que os querríais decir a vosotros mismos cuando estáis
solos con vosotros mismos. Así que hace falta que ahora intente-
mos esta especie de preparación psicológica, de manera que inten-
temos estar presentes a nosotros mismos y al mismo tiempo los
unos a los otros. Es la única presencia auténtica: las demás son sólo
presencias epidérmicas.
Pues bien: cuando uno de nuestros antepasados, antiquísimo, cuyo
nombre ni siquiera conocemos, se atrevió a escribir, en un libro antiquí-
simo, que el hombre estaba hecho a imagen de Dios, creo que lo que
quería, ante todo, era explicar a sus contemporáneos el lugar que podía
tener el hombre en la creación. Se ve que en aquella época se sabía muy
bien quién era Dios, y así se pensaba que, diciendo que el hombre esta-
ba hecho a imagen de Dios, estaba claro que el hombre era la cabeza de
la creación y como el Delegado de Dios. En realidad, esto correspondía
a una inclinación que todos tenemos, y que consiste en intentar explicar
lo menos oscuro por lo más oscuro... Y así se explicaba al hombre y su posi-
ción a partir de lo que uno creía conocer de Dios.
Sí, es una inclinación natural que en nuestra época nos invade
mucho, a pesar de todos los progresos de la Ciencia que intenta dar
un poco de rigor a nuestros espíritus... Cuando alguna cosa nos resul-
ta difícil de comprender, tendemos espontáneamente a explicarla por
algo que nos resulta aún más oscuro. Os voy a poner un ejemplo...
Este invierno, como veis, es muy riguroso, y se podría explicar tal vez
por causas físicas. Pero siempre encontraréis personas que os digan:
“¿Esto? Es por causa de las explosiones nucleares que se hacen en la
estratosfera”. No saben absolutamente nada de lo que significa eso de
las explosiones nucleares en la estratosfera pero, en cambio, les parece
una razón suficiente –precisamente por ser algo suficientemente oscu-
ro– para explicar cosas que son menos incognoscibles. Porque este
invierno riguroso no es el primero que hemos experimentado noso-

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tros, ni el primero que los hombres han conocido desde los orígenes.
Se trata de una inclinación espontánea que todos tenemos y ante la
que tenemos que reaccionar. Así que: reaccionemos.
Pues bien. Aquel Antiguo que nos había dicho que el Hombre
fue hecho a imagen de Dios, en el fondo nos hizo un gran servicio,
sin darse cuenta, pues nos indicó que el camino por el que el hombre podía
descubrir a Dios era él mismo. Que para expresar a Dios, la palabra más
expresiva, la más poderosa, no era la Creación, es decir, el cielo y la tierra, sino
que era el mismo hombre. El Hombre es una palabra de Dios, y tal vez
la palabra de Dios más profunda que Dios haya proferido.
De tal manera que, p a ra descubrir a Dios –en la medida en que esto
le es dado al hombre–, primero necesita descubrirse a sí mismo.
Conocerse. ¿Quién soy yo? Y en la medida en que me conociera
a mí mismo en mi profundidad, en mi realidad interior, estaría en
el camino del conocimiento de Dios mucho más que contem-
plando las estrellas y el mundo exterior. Y, cosa singular: al
comienzo de la Humanidad, se alcanzó más a Dios, se creyó alcan-
zarlo más, a través de la Creación, y, sin embargo, cuanto más se
desarrolla la Ciencia, tanto más Dios se aleja a distancias más que
astronómicas, y en todos los planos. Y el gran recurso que tene-
mos nosotros ahora no es cantar la gloria de Dios a través de los
cielos sino cantarla a través del hombre. De modo que: descubrir
al hombre para descubrir a Di o s .
Aceptad, pues, esta posición que es una posición de base (aunque
no soy infalible del todo, y por eso podéis sin dificultad pensar exac-
tamente lo contrario). Aceptad esta posición que va a ser el centro y
la base de mi meditación. Si descubrimos al hombre en su profundi-
dad, en todas sus posibilidades, en todo cuanto le llama a ser él
mismo, nos podremos aproximar tanto como nos sea dado a Dios.

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II

Pues bien: hay tres grandes realidades humanas que solicitan al


hombre a medida que se va haciendo más hombre, más adulto; y que
desde siempre han servido para hablar de Dios, aunque de una forma
más bien imaginativa, simbólica, y no de una forma más existencial...
Son el Amor, la Paternidad, y esa toma de conciencia de que uno es
mortal, es decir, la Muerte.
No voy a insistir en todo esto pues sería demasiado largo. No os
voy a hablar del Amor, aunque ya sabéis que el Amor ha servido
mucho a nuestros místicos para hablar de Dios... También la toma de
conciencia de la Muerte ha hecho nacer la idea del Sacrificio, toma-
do en el sentido más inicial del término. Esta mañana voy a hablar
simplemente de la Paternidad. Vamos a profundizar tanto como nos
sea posible en esta grandeza humana que se nos propone, para des-
cubrir a su través alguna cosa de Dios. Y fijaos que estoy en la línea
más tradicional pues, desde hace muchísimo tiempo, se nos ha dicho
que Dios era padre.
Sí, claro, ¿pero qué padre? Pues hay muchas maneras de ser
padre. Y, evidentemente, según la manera como concibamos la pater-
nidad, tendremos una idea muy diferente de Dios. Suponed un niño
que ha sido abandonado por su padre; si le decís que Dios es padre,
esto no le sugerirá una idea muy buena de Dios. En la medida en que
profundicemos la idea de padre, descubriremos su grandeza, y estare-
mos en mejor disposición para descubrir la grandeza de Dios a su tra-
vés. Así que voy a hacer una meditación sobre la Paternidad.
Y me voy a fijar en una paternidad muy particular, en la paternidad
del padre hacia su hijo. De manera que, para ser riguroso, dejo de lado
hoy la paternidad, por ejemplo, de un padre hacia su hija. Por el
momento dejémosla de lado. Y tampoco confundamos la paternidad
con la maternidad: hay un abismo entre ambos. Así que, de momen-
to, sólo os voy a hablar de la paternidad del padre hacia su hijo.

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Pues bueno: a un hombre le resulta muy fácil ser padre. Incluso


diría que casi demasiado fácil. Lo que es difícil es mantenerse sien-
do padre hasta el final. Diría incluso que es tan difícil que cuesta
concebirlo. Al principio, uno es padre sin dificultad. Pero, cuando el
hijo va creciendo y se hace un poco mayor, muy frecuentemente el
padre sólo es padre por el recuerdo. Cuando, por ejemplo, el hijo
está casado –incluso antes, muchas veces– sigue siendo nuestro hijo,
pues lo hemos engendrado, pero lo que fundamenta nuestra actual
paternidad es más un recuerdo del pasado que una realidad presen-
te que nos permitiera seguir siéndolo ante él, ya mayor.
Evidentemente, esta paternidad actual sería muy diferente de la que
teníamos al comienzo cuando el hijo tenía unos meses; pero tendría
que ser igualmente real, de manera que nadie más tiene, ni podría
tener ante él, el papel, la presencia que nosotros tenemos por el
hecho de ser su padre.
Me atrevería a decir que la mayor parte de las paternidades desa-
parecen progresivamente, se eclipsan, se difuminan, volviéndose
paternidades de recuerdo. Y fijaos, no estoy haciendo dramas.
Pueden ser cosas muy simpáticas, como cuando el hijo viene a ver a
sus padres con su mujer. Y está muy amable con su padre, con su
madre... ¡Sobre todo si hay que dejarles los niños pequeños para que
los guarden! Sí, muchas consideraciones pueden hacerse que hacen
que la familia sea muy simpática, pero, en cierto modo, el padre ya no
es padre más que porque lo fue, y esto, en definitiva, no tiene ya mucho
alcance.
Y, sin embargo, yo creo que sí, que la paternidad ha de llegar más
lejos; incluso aunque la Sociedad excuse las cosas, pues, al legalizar la
paternidad, hace de ella algo común, y, al no exigir demasiado, le
parece que con ese poco ya está lograda. En el fondo, una paternidad
así ha fracasado. Ser padre no consiste en serlo solamente al comienzo: con -
siste en serlo hasta el fin, e incluso un poco más allá, pues el padre debe estar
presente a su hijo como padre no sólo mientras vive sino también después de
morir. El padre debe permanecer como una especie de luz; debe ir

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convirtiéndose poco a poco en un faro, en una fuente que hace com-


prender la vida y que el hijo no podría tener si no le hubiera tenido
a él como padre.
Voy, pues, a intentar profundizar un poco esta noción de paternidad.
Ciertamente, el padre del final, el padre ideal, el padre que todavía
casi no existe, el padre hacia el que debemos tender, esa estrella que
se presenta en nuestro cielo de padres cuando comenzamos a tener
hijos, y que –¡Dios mío!– se apaga demasiado pronto..., ese padre,
evidentemente que no puede ser como el del comienzo, como ese
padre de autoridad, que no sólo da el biberón a su hijo cuando no
está la madre sino que también da órdenes, dirige, defiende; en fin,
que, durante un tiempo, es esto, un padre de autoridad. Cierto que
cuando el hijo tiene cinco años uno no puede... Sí, tiene que man-
darle. Al principio, el hijo tiene necesidad de cierto enderezamiento. Pero,
claro, si un padre piensa que tiene que enderezar a su hijo hasta los sesenta
años, probablemente tendrá ciertos fracasos...
Fijaos: si estuviéramos en una sociedad patriarcal, en la que el padre
–y esto existe – es, hasta el fin de su vida, el jefe indiscutido de su fami-
lia, de manera que sus hijos, sus nueras, etc., están bajo su autoridad,
entonces la crisis de paternidad que os acabo de señalar no se presenta-
ría. Pero ya no estamos en una sociedad patriarcal. El “padre-patriarca”,
sí, puede que sobreviva en algunos rincones, pero cada vez es más raro;
y, menos mal, pues el padre que consiguiera ser patriarca hasta el fin de
su vida, sin experimentar ninguna crisis, sería porque no habría crecido
en su paternidad. Habría permanecido como el padre del comienzo,
una especie de padre infantil, a causa precisamente de las condiciones
sociológicas que no le dieron ocasión para crecer, para llegar a adulto en
su paternidad. El patriarca –y empleo esta expresión a pesar del respeto
con el que se la suele rodear– es, en el fondo, un infantil si permanece en
el plan de una autoridad absoluta, como antaño pudo existir.
Así que el padre tiene que cambiar de posición ante sus hijos para
permanecer siendo padre pues, dadas las condiciones sociológicas en

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las que vivimos, es imposible seguir siendo padre como al comienzo.


Y el hijo se lo manifiesta espontáneamente, sin necesidad de un plan
preconcebido para desembarazarse progresivamente de la autoridad
paterna inicial.
Entonces, lo difícil, lo que pide al padre una interioridad mucho
mayor, una vida espiritual mucho más grande que la exigida en la
primera fase (pues en ésta no es muy difícil ser padre); lo difícil es esta
transición que permite pasar de una paternidad de autoridad a una pater -
nidad en la que el padre siga siendo verdadero padre para su hijo sin ejercer
aquella autoridad. Pues bien, en mi vocabulario, a esta segunda
manera de paternidad, yo la llamo “paternidad de llamada”. (Se la
podría llamar de otra manera). Por consiguiente, éste es mi proble-
ma actual: cómo pasar de la paternidad de autoridad a la paternidad
de llamada. La paternidad de llamada no es la que se ejerce man-
dando. Mandar es cosa de la autoridad. La “llamada”, en cambio, es
algo muy discreto. Cuando uno llama... bueno, ya entendéis lo que
quiero decir, pues uno puede llamar diciendo: “Juan, ¡ven aquí!”;
pero a eso le llamo “mandar” y no es a eso a lo que me refiero cuan-
do hablo de una “llamada”. Una “llamada” es algo muy discreto.
Pues bien: lo que caracteriza a la paternidad de llamada, con res-
pecto a la paternidad de autoridad, son dos elementos. Uno es la dis -
tancia: esa distancia que debe establecerse entre el padre y el hijo. Y el
otro elemento que tiene que acompañar y completar a esa distancia, de
manera que no dé lugar a una ausencia sino que, al contrario, sea la
ocasión para una presencia, es la fe. La fe que el padre debe tener en su
hijo. Esta transición es muy difícil y en general los hombres fracasan en
ella, y a veces con un fracaso definitivo, definitivo y ordinariamente
invisible, pues la Sociedad no da la ocasión de que se manifieste. Esta
transición difícil consiste en el descubrimiento de la distancia, y en el
descubrimiento de una presencia posible en la distancia, gracias a la fe.
En primer lugar, pues, voy a hablaros de la distancia. ¡Es una cosa tan
nueva para un padre descubrir la distancia que le separa de su hijo!

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Hay momentos privilegiados para descubrir esta distancia. Pienso, en


primer lugar, cuando el niño acaba de nacer. Supongamos la atmós-
fera religiosa, sobre todo interior, profundamente humana, con la
que podemos rodear el bautismo. El padre acaba de ofrecer su hijo,
en cuanto cristiano, a Dios, por medio del bautismo. Y no puede
dejar de pensar con temor, con impotencia, en toda esa vida que su
hijo acaba de comenzar, en cuyo origen está él, pero a la que le resul-
ta, en definitiva, tan imposible ayudar verdaderamente para que él lle-
gue a ser él mismo.
Esta criatura, durante cincuenta años, sesenta años, tal vez más,
va a ir creciendo, encontrando dificultades de todas clases, va a des-
cubrir su camino, se va a equivocar, va a despistarse, a rozar los abis-
mos, tal vez logre salir de ellos, y, poco a poco, hará su propio cami-
no; un camino completamente diferente del nuestro, y, sin embargo,
en ciertos aspectos, a causa de todos los acontecimientos con los que
se encontrará, muy semejante al mismo tiempo. Y nosotros, sin poder
intervenir como querríamos... El día del bautismo es un día de medi-
tación acerca de todo lo que le espera a este niño. Y acerca de esta
extrema distancia que, a este pequeño ser, que sin embargo es nues-
tra carne, lo separa de nosotros mismos... Aunque estemos en su ori-
gen, aunque permanezcamos largo tiempo junto a él, tendrá una vida
que, en gran medida, será totalmente independiente de nuestra
voluntad y de nuestro interés por él. Será independiente tanto por
dentro como por fuera, a causa de los acontecimientos exteriores que
vivirá. He ahí la distancia.
Esta distancia que el padre descubre respecto de su hijo en el
momento del nacimiento, la volverá a descubrir en otras circunstan-
cias. Todavía no lo he experimentado pero me parece que, cuando un
hijo nuestro se casa con una chica a la que cree conocer, y que sin
embargo desconoce completamente... Nosotros, que ya llevamos
casados unos cuantos años y que sabemos cuánto tiempo necesita un
hombre para conocer a su mujer, y una mujer para conocer a un hom-
bre (¡en caso de conseguirlo...!); pues nos experimentamos también

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impotentes ante el destino del hombre y de la mujer, de ese chico y


de esa chica... Distancia.
Como veis, es algo tan distinto, tan contrario a los sentimientos
que podemos experimentar cuando tenemos en brazos a nuestro hijo
de tres o cuatro años... Entonces, él hace todo lo que queremos, o casi
todo, y realmente es nuestro hijo, “nuestro” en el sentido posesivo,
sí, como una posesión. Esta es la palabra importante. Y sigue siendo
nuestro hijo cuando tiene veinte años, y cuando se casa, pero este
“nuestro” ya no es posesivo. Es... Los gramáticos aún no han encon-
trado un término, o al menos yo no lo conozco. Es nuestro en el
plano del ser, ya no es nuestro en el plano del tener. Y fijaos en esto:
si uno permanece en el plano del tener, la distancia separa; pero cuando uno
alcanza el plano del ser, la distancia es la única condición que hace posible
estar verdaderamente presente. Pues donde hay excesiva proximidad,
nuestra inclinación natural nos vuelve posesivos, y nada hay tan con-
trario al ser como el poseer.
Por eso la distancia es necesaria, pero a condición de que uno sea.
Claro, si somos unos padres que sólo lo siguen siendo porque una
vez lo fueron, y no hemos profundizado en nuestro propio ser, y
somos unos padres exteriorizados, sólo a nivel sociológico, que sólo
legalmente respondemos de nuestro hijo, entonces, incuestionable-
mente, la distancia corresponde a una separación. Pero, si somos lo
suficientemente profundos y reales, entonces esto que os acabo de
decir es importante. Sigue siendo nuestro hijo pero ese “nuestro” ya
no está en el plano del “tener” sino en el del “ser”. Y entonces, la dis-
tancia que el hijo necesita para ser él es, al mismo tiempo, la condi-
ción para que nos esté presente y para estarle presente con esa pre-
sencia que el hijo puede recibir sin que le oprima, y que, por el con-
trario, le da fecundidad.
La diferencia fundamental que hay entre la paternidad de auto-
ridad y la paternidad de llamada consiste en esto: en que la pater-
nidad de autoridad reposa, en el fondo, sobre el “tener” del padre,

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mientras que la de llamada reposa esencialmente en su “ser”. Y,


como toda nuestra progresión espiritual consiste en pasar, de ese
estado más o menos ambiguo en el que nos encontramos al comien-
zo, a un estado más o menos desprovisto de tener, a fin de ir alcan-
zando poco a poco una relativa pureza de ser, pues ya veis que el
paso de la paternidad de autoridad a la de llamada va en el mismo
sentido que dicha progresión.
Ya sabéis que esta distancia entre padre e hijo de la que estamos
hablando también existe entre dos seres cualquiera. Y me parece que,
para un hombre de cierta edad –para un viejo como yo, por ejem-
plo–, esta distancia es una de las cargas más pesadas de llevar, a no ser
que uno verdaderamente sea. Pues, cuando uno es joven, hay una
proximidad espontánea, debida a la semejanza entre jóvenes, que
impide la experiencia de la distancia. No es que haya posesión entre
ellos, pues tal vez no tienen entre sí relaciones especiales, posesivas,
pero se juntan porque se parecen. Pero, cuando uno va siendo viejo,
poco a poco el mundo le abandona. No porque uno no esté con los
otros sino porque los otros ya no se parecen a nosotros. Al viejo, ya
no se le comprende. Las generaciones se oponen.
Os diría muchas cosas divertidas al respecto... Escuchad, vamos a
reírnos un poco. Os estoy diciendo cosas serias, así que voy a deciros
cosas menos serias. Mirad, para un hombre como yo –os voy a hacer
algunas confidencias–, la chica ideal, la joven ideal, es la que está más
cerca de la naturaleza: la campesina ideal. Voy a decir tonterías... Sí,
nada de pinturas ni tintes, ni en el pelo ni en la piel. Pues las mujeres
jóvenes, aquéllas con las me suelo encontrar, son como las demás,
como las mayores, pero... llenas de pintura. Voy a recordar, y –no hago
alusiones– pero..., por ejemplo, los ojos. ¿Por qué hoy día las mujeres
jóvenes, y las chicas, se pintan los ojos de manera que parecen no
haber dormido en una semana? No, no es algo bello, es algo artificial,
superficial. Sí, son tontadas, cosas pequeñas, pero son esas cosas
pequeñas las que yo diría que señalan la distancia. Está claro que el
sentido que yo tengo de la belleza femenina no es el que tienen nues-

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tros jóvenes. Porque supongo que, si nuestras jóvenes se peinan como


se peinan y se pintan los ojos como se los pintan, será porque eso agra-
da a sus maridos. Os confieso que, si mi mujer un día apareciera con
unos ojos semejantes, le diría: “Escucha: duerme, toma somníferos si
es preciso”. En fin, es para deciros que la distancia, a medida que uno
envejece, es algo nítido. Y, claro, si uno no llega al nivel del ser, enton-
ces, cada vez está más ausente. En cambio, si uno es, esta distancia
hace posible la presencia. Pero, si uno no es, entonces, esta distancia
le vuelve ausente. Muchas personas, cuando envejecen, se vuelven
realmente ausentes por no haber llegado, en tiempo oportuno, a ser.
Bueno, ya veréis que lo que os voy a decir acerca de la paterni-
dad, va mucho más lejos, pues no somos simplemente padres. En
nuestro cristianismo hay algo que se llama “caridad”. Es algo que va
incluso más allá del amor muy especial que un padre debe tener hacia
su hijo. Pero –y es precisamente eso lo que quería mostraros– hay un
camino casi necesario que permite a la mayoría de la gente alcanzar
realmente una caridad que no sea sólo de palabra, y ese camino es,
precisamente, a través de los crecimientos de la paternidad.
Por otra parte, es preciso que el padre tenga fe en su hijo. Y, así
como a menudo es difícil crear la distancia y respetarla (un padre
debe, en cierto modo, mantener la distancia respecto de su hijo, de
forma que le permita desarrollarse siguiendo su propia figura inte-
rior), así también le resulta difícil a un padre pasar, del nivel de la
posesión, al nivel del ser. Y no es mucho más fácil entrar en el nivel
de la fe. Es fácil creer al hijo, creer en el hijo, cuando el hijo se pare-
ce tanto al padre que, en definitiva, creer en el propio hijo equivale a
creer en sí mismo. Pero creer en el hijo cuando éste es tan diferente
de ti (pues, aun cuando en otros aspectos no lo sea, debe serlo en
algunos aspectos, sobre todo en los más visibles, en ésos en que lo
sociológico tiene mayor influencia, pues, sociológicamente hablan-
do, las generaciones se oponen)... Pues, como decíamos, creer en tu hijo
cuando no se te parece, de manera que creer en él no se confunde ya con creer
en ti, eso, es algo ciertamente difícil.

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Eso supone un progreso interior, un sentido, una paciencia, unas


condiciones intrínsecas al desarrollo de un ser humano; con todo lo
que esto representa de aventuras que no parecen estar directamente
en la línea de lo que uno desearía para su hijo, y que hace que uno
deba creer en él aunque parezca que el hijo hace exactamente lo con-
trario de lo que uno querría que hiciera; de manera que, en cierto
modo, hay que creer más en su devenir que en su presente, no juz-
gando su devenir a partir de su presente: eso es la fe.
Y mirad que precisamente empleo la palabra “fe” con insistencia
porque, aunque no sea una fe propiamente religiosa sino que aún se
sitúe en el plano humano, me parece que no hay actividad propiamen-
te humana que esté más cerca de la fe propiamente religiosa que esta fe
que un padre puede tener en su hijo. Y, en un siglo racionalista (todos
nosotros somos más o menos racionalistas) en el que creemos que todo
está agotado en el hombre cuando éste está hecho (cuando éste hace,
fabrica o demuestra), un sentimiento (el descubrimiento de la fe del
padre en el hijo) le aporta, en la línea de su desarrollo natural, unas luces
interiores que serán mucho más aptas, para hacerle descubrir después lo
que es propiamente la fe religiosa, que todas las “definiciones” que
podáis darle cuando su desarrollo humano no haya sido suficiente.
Así que ya veis: El padre tiene que llegar a respetar, e incluso a
cultivar convenientemente, esta distancia que le separa de su hijo.
Distancia que no queda contrapesada sino completada por la fe del
padre en el hijo. De manera que esta distancia, en lugar de convertir-
se en ausencia, dé lugar a presencia. Presencia de ser, y no presencia
posesiva o presencia del tener.
En definitiva, en el límite, si esta presencia en la distancia está
bien lograda, el amor del padre en absoluto suprime la distancia (en
algunos aspectos la consagra definitivamente) pero tampoco supri-
me la presencia. Sólo que esta presencia no sólo debe nacer del ser
del padre sino que también debe ser “merecida” por el hijo. Pues la
presencia de proximidad, la presencia del “tener”, se impone al hijo

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sin que éste tenga que crecer en humanidad. Por eso es la inicial.
Pero la presencia del ser del padre –suponiendo que el padre exis-
ta–, para ser realmente captada, supone en el hijo una profundiza-
ción interior correspondiente. De manera que, para que una pater-
nidad sea realmente lograda, hace falta cierta simbiosis entre el cre-
cimiento del padre en el ser y el crecimiento del hijo en el ser.
Crecimientos ambos que se corresponden, pues, en gran medida, el
crecimiento del hijo permite crecer también al padre. Entre padre e
hijo hay un profundo intercambio en el plano del ser, cuando la
paternidad se logra.
Esto es lo que quería deciros, rápidamente, balbuciendo, bus-
cando, pues, en el fondo, es una estrella en el cielo del hombre;
pero sólo una estrella, una estrella orientadora. Paternidad de autori -
dad, paternidad de llamada, con ese gran intervalo de búsqueda que permi -
te pasar, poquito a poco, de la una a la otra, llegando a ser uno mismo,
descubriendo una presencia a través de la distancia, descubriendo
también lo que es la fe.

Se nos ha dicho que Dios es “padre”. Según concibamos la pater-


nidad, tendremos evidentemente una concepción diferente de Dios. Si
del padre sólo tuviéramos la noción de la paternidad de autoridad,
Dios sería el Padre, el Patriarca, el Padre de autoridad. La relación que
un padre de autoridad tiene con su hijo es una relación autoritaria: da
órdenes. Y, si el padre da órdenes, el hijo obedece. Con lo que el alma
de esta relación entre padre e hijo es, por una parte, el mandato, y por
otra, la obediencia. Y, entonces, la virtud esencial del hijo hacia su
padre será la obediencia. No necesito decíroslo: son cosas que se saben.
Pero, si por el contrario, tenéis de la paternidad una noción como
la que acabo de proponeros, como la paternidad de llamada, Dios será
padre, pero no será un padre de autoridad, no será sólo un padre de
autoridad; tal vez al comienzo lo hayamos tenido que vivir así, pero
esencialmente es padre de “llamada”. Entonces, la posición del hombre

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en relación a Dios y la de Dios en relación al hombre es completa-


mente diferente. Lo esencial de Dios no es dar órdenes sino “llamar”.
Y lo esencial del hombre no consiste en obedecer sino en responder.
En una concepción de la paternidad, la obediencia. En la otra, la fideli -
dad. En la primera, uno se sitúa, sobre todo, en el plano de la acción,
del comportamiento, aunque éste implique modificaciones interiores
profundas de la voluntad. En la segunda, estas cosas, sin duda, tam-
bién se dan pero hay algo más: es todo el ser del hombre el que, en
cierta manera, corresponde a la llamada. No sólo la inteligencia sino
también todo cuanto uno es, aun lo que está en la oscuridad, pues
esta correspondencia se sitúa un poco por debajo de lo que podemos
saber de ella y de lo que podemos querer para ella. En cierto sentido,
tenemos un comportamiento que sobrepasa nuestra inteligencia y
nuestra voluntad. Es porque nosotros “somos” y no sólo porque que-
remos. Y esto va mucho más lejos. Nuestra relación –nuestra reli-
gión– ya no es una religión de obediencia, de prácticas, de conoci-
mientos, sino una religión de fidelidad. De una fidelidad desconoci-
da, no en lo que nos pide hoy, sino en lo que nos pedirá mañana;
para lo cual, exige de nosotros una atención que no se contenta con
ser una atención física o de voluntad o de conocimiento, sino una
atención del ser.
¿Veis? No podemos decir que se trate de dos religiones porque la
paternidad de autoridad es necesaria al comienzo. Pero, entre una
religión que sólo concibe la paternidad de Dios bajo forma de auto-
ridad y otra que concibe la paternidad de Dios bajo la forma de su
última perfección, es decir, en su plenitud de paternidad de llamada,
hay una diferencia fundamental. Y yo creo que muchas religiones
pueden alcanzar –y lo han alcanzado– el nivel de la paternidad de
autoridad (aunque no llamen “Padre” a Dios), mientras que sólo el
Cristianismo –ésa es su originalidad– podría alcanzar, debería alcan-
zar, precisamente esa originalidad propia de ser una “Religión de lla-
mada”. (Aunque no siempre lo alcance, igual que un padre de autori-
dad no siempre llega a convertirse en un padre de “llamada”).

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III

Voy a terminar esta meditación con algo un tanto particular –tal


vez penséis que es accesorio– pero que me parece que puede com-
pletarla de una manera que no carece de importancia.
Creo que podéis estar de acuerdo en casi todo esto que os he
dicho. Pero tal vez me digáis ¿Cuál es el lugar de la Iglesia en todo
esto? ¿Cuál es el lugar de la Comunidad? Se dice de la Iglesia que es
“madre”. Y puede ser que se haya dicho que la Iglesia es “madre” por-
que es un nombre femenino y gramaticalmente es difícil decir que la
Iglesia es “padre”. Es una dificultad de gramática pero, después de
todo, se las habrían arreglado para decir que es “padre” si hubiera sido
necesario. Pero es que, en realidad, la Iglesia es “madre”.
Al principio dije que entre paternidad y maternidad hay una dife-
rencia fundamental. Sí que hay madres que suelen reemplazar al
padre en el aspecto de la autoridad; estoy de acuerdo. Pero añadiría
que, cuando una madre quiere tener autoridad, le resulta muy difícil
no ser autoritaria. También el padre puede ser autoritario, pero me
parece que, en su caso, es una deficiencia accidental, aunque muy fre-
cuente. Pero, para una madre, el ser autoritaria no es simplemente
una deficiencia accidental sino... sustancial. La madre, por su propia
naturaleza de madre, no puede tener la autoridad que el padre debe-
ría tener si fuera realmente padre. Esto señala una de las grandes dife-
rencias entre paternidad y maternidad.
Decíamos que la Iglesia era Madre. Voy a hablaros un poco de
la maternidad. Perdonadme, pues no tengo experiencia personal,
pero, en ciertos aspectos..., mirando, viendo, reflexionando, tenien-
do uno mismo madre, y viendo junto a sí a la madre de mis hijos,
pues uno puede decir cosas válidas que no son mero producto de la
imaginación ni una construcción sistemática sobre la maternidad,
aun cuando uno solamente sea padre. Así que os voy a decir lo que,
desde mi punto de vista, diferencia la paternidad de la maternidad.

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Marcel Lég aut

Allí donde la paternidad, en su perfección de paternidad de lla-


mada, debe establecer cierta distancia, la madre debe conservar la pro -
ximidad, pues la madre no puede ser madre a través de la distancia
como el padre puede serlo a través de dicha distancia. La madre debe
permanecer próxima. No hay distancia que deba separar a la madre
del hijo. La madre debe permanecer próxima mientras que el padre
debe guardar cierta distancia. Pero es preciso que esta proximidad de
la madre sea ligera. Pues, gracias a esa ligereza, puede respetarse la per-
sonalidad del hijo. En el caso del padre, es la distancia la que asegu-
ra dicho respeto, y, en el de la madre, es esa ligereza. La presencia de
la madre ha de ser ligera. Debe ser cercana, próxima, y, sólo así, estan-
do cercana, puede estar presente a su hijo. Pero esta presencia sólo le
resulta benéfica al hijo cuando es ligera.
Pues exactamente lo mismo debe ser la Iglesia para con nosotros.
Debe estar próxima, cercana a nosotros, pero esa presencia cercana
debe sernos ligera. Y la gran dificultad para una madre consiste en
estar al mismo tiempo próxima y ser ligera, pues le resulta más fácil
estar próxima siendo pesada que estar próxima siendo ligera. De
manera que todo el trabajo interior que necesita un hombre para
poder estar presente en la distancia también lo necesita la mujer para
descubrir la ligereza en la cercanía. Y la maternidad de la Iglesia, en
la medida en que corresponde a la paternidad de llamada propia de
Dios, consiste en estar cercana siendo ligera. Próxima, cercana, ya me
entendéis. Es decir, fraternidad, comunidad, que nos ayuda a vivir...
Como una madre ayuda a vivir a su hijo siendo cercana y ligera, así
lo hace una comunidad que no sea oprimente, que tenga esa ligereza
que le permite ser la intermediaria de la llamada. A su manera, es ape-
lante por... reflexión. No que sea apelante por sí misma –en ese caso
sería pesada, cosa que suele ocurrir– sino porque proporciona el
clima psicológico, el clima de dicha, de fraternidad, de sencillez, de
comunicación y de comunión entre las personas que precisamente les
permite, estando bien juntos, estar más fácilmente atentos a Dios.
Pero ese “estar bien juntos” no significa estar distraídos; significa ser

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P AT E R N I D A D D E AU TO R I DA D , PAT E R N I D A D D E LLAMADA

suficientemente cercanos y ser suficientemente cada uno uno mismo


para poder recibir de esa proximidad un “plus” de facilidad para estar
atentos, para ser fieles a la llamada. En fin: la Iglesia es Madre por
una presencia que debe ser ligera.
Ya voy a terminar. Esto explica la gran conexión que hay entre la
“piedad” hacia la Iglesia y hacia la Virgen. (Hablo de “piedad” y no
de “devoción”, pues esta última es una palabra tan abominable...
“Piedad” tal vez no sea mucho mejor, pero creo que sí, que es menos
mala.) Entre la Iglesia y la Virgen hay una cercanía pues la Virgen
también es madre. Debe ser a la vez –y lo es– cercana y ligera. Ese
amor que no es posesivo, que se eleva al nivel del ser, y no del
“tener”. Esa es la íntima conexión que hay entre la piedad hacia la
Iglesia y la piedad hacia la Virgen. Claro, no me refiero a la Virgen
Reina del Cielo que os distribuye la gracia según su beneplácito... No
me refiero a la reina sino a esa mujer que es la madre...

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