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CAPÍTULO 1

EL ESTUDIO DE DIOS
El 17 de enero de 1855 el pastor de la capilla de New Park Street, Southwark, Inglaterra, inició
su sermón matutino con las siguientes palabras:
Alguien ha dicho que «el estudio apropiado de la humanidad es el hombre». No voy a negar
este concepto, pero pienso que es igualmente cierto que el estudio apropiado para los elegidos
de Dios es Dios mismo; el estudio apropiado para el cristiano es la Deidad. La ciencia más
elevada, la especulación más encumbrada, la filosofía más vigorosa que puedan jamás ocupar
la atención de un hijo de Dios, es el nombre, la naturaleza, la persona, la obra, los hechos y la
existencia de ese gran Dios a quien llama Padre.
En la contemplación de la Divinidad hay algo extraordinariamente beneficioso para la mente.
Es un tema tan vasto que todos nuestros pensamientos se pierden en su inmensidad; tan
profundo, que nuestro orgullo se hunde en su infinitud. Cuando se trata de otros temas
podemos abarcarlos y enfrentarlos; sentimos una especie de autosatisfacción al encararlos, y
podemos seguir nuestro camino con el pensamiento de que «he aquí que soy sabio». Pero
cuando damos con esta ciencia por excelencia y descubrimos que nuestra plomada no puede
sondear su profundidad, que nuestro ojo de águila no puede percibir su altura, nos alejamos
con el pensamiento de que el hombre vano quisiera ser sabio, pero es como el pollito salvaje;
y con la solemne exclamación de que «soy de ayer, y nada sé». Ningún tema de contemplación
tenderá a humillar a la mente en mayor medida que los pensamientos de Dios…
Más, si bien el tema humilla la mente, el propio tiempo la expande. El que con frecuencia
piensa en Dios tendrá una mente más amplia que el hombre que se afana simplemente por lo
que ofrece este mundo estrecho… El estudio más excelente para ensanchar el alma es la ciencia
de Cristo, y este crucificado, y el conocimiento de la deidad en la gloriosa Trinidad. Nada hay
que desarrolle tanto el intelecto, que magnifique tanto el alma del hombre, como la
investigación devota, sincera y continua del gran tema de la Deidad.
Además, a la vez que humilla y ensancha, este tema tiene un efecto eminentemente
consolador. La contemplación de Cristo proporciona un bálsamo para toda herida; la
meditación sobre el Padre proporciona descanso de toda aflicción; y en la influencia del Espíritu
Santo hay bálsamo para todo mal. ¿Quieres librarte de tu dolor? ¿Quieres ahogar tus
preocupaciones? Entonces ve y zambúllete en lo más profundo del mar de la Deidad; piérdete
en su inmensidad; y saldrás de allí como si te levantaras de un lecho de descanso, renovado y
fortalecido. No conozco nada que sea tan consolador para el alma, que apacigüe las crecientes
olas del dolor y la aflicción, que proporcione paz ante los vientos de las pruebas, como la
ferviente reflexión sobre el tema de la Deidad. Invito a los presentes a considerar dicho tema
esta mañana…
Las palabras que anteceden, dichas hace más de un siglo por C.H. Spurgeon (que, en esa época,
increíblemente, tenía solo veinte años de edad) eran ciertas entonces y siguen siéndolo hoy.
Ellas constituyen un prefacio adecuado para una serie de estudios sobre la naturaleza y el
carácter de Dios.
¿QUIÉN NECESITA LA TEOLOGÍA?
-«Pero espere un momento ̶ dice alguien ̶ , contésteme esto ¿Tiene sentido realmente nuestro
viaje? Ya sabemos que en la época de Spurgeon a la gente le interesaba la teología, pero a mí
me resulta aburrida. ¿Por qué vamos a dedicarle tiempo en el día de hoy al tipo de estudio que
usted nos propone? ¿No le parece que el laico, por lo pronto, puede arreglárselas sin él?
Después de todo, ¡estamos en el siglo veintiuno, no en el diecinueve!»
La pregunta viene al caso, por cierto, pero creo hay una respuesta convincente para la misma.
Está claro que el interlocutor al que nos referimos supone que un estudio sobre la naturaleza y
el carácter de Dios ha de ser impráctico e irrelevante para la vida. Sin embargo, en realidad es
el proyecto más práctico que puede encarar cualquiera. El conocimiento acerca de Dios tiene
una importancia crucial para el desarrollo de nuestra vida. Así como sería cruel trasladar a un
aborigen del Amazonas directamente a Londres, depositarlo sin explicación alguna en la plaza
de Trafalgar, y abandonarlo allí, sin conocimiento de la lengua inglesa ni de las costumbres
inglesas, para que se desenvuelva por su cuenta, así también somos crueles para con nosotros
mismos cuando intentamos vivir en este mundo sin conocimiento de ese Dios de quien es el
mundo y que lo dirige. Para los que no saben nada en cuento a Dios, este mundo se torna un
lugar extraño, loco y penoso, y la vida en él se hace desalentadora y desagradable. El que
descuida el estudio de Dios se sentencia a sí mismo a transitar la vida dando tropezones y
errando el camino como si tuviera los ojos vendados, por así decirlo, sin el necesario sentido de
la dirección y sin comprender lo que ocurre a su alrededor. Quien obra de este modo ha de
malgastar su vida y perder su alma.
Teniendo presente, pues, que el conocimiento de Dios vale la pena, nos preparamos para
comenzar. Mas, ¿por dónde hemos de empezar? Evidentemente tenemos que iniciar el estudio
desde donde estamos. Esto, sin embargo, significa adentrarnos en la tormenta, por cuanto la
doctrina de Dios constituye un foco tormentoso en el día de hoy. El denominado «debate sobre
Dios», con sus lemas tan alarmante ̶ «nuestra imagen de Dios debe desaparecer»; «Dios ha
muerto»; «podemos cantar el credo pero no podemos decirlo» ̶ se agita por todas partes. Se
nos afirma que la fraseología cristiana, como la han practicado históricamente los creyentes, es
una especie de disparate refinado, y que el conocimiento de Dios está en realidad vacío de
contenido. Los esquemas de enseñanza que profesa tal conocimiento se catalogan de
anticuados y se descartan: «el calvinismo», «la vieja ortodoxia». ¿Qué hemos de hacer? Si
postergamos el viaje hasta que haya pasado la tormenta, quizá nunca lleguemos a comenzarlo.
Yo propongo lo siguiente. el lector recordará la forma en que el peregrino de Bunyan, cuando
su mujer y su hijo lo llamaban para que abandonase el viaje que estaba iniciando, te tapó los
oídos con los dedos y siguió corriendo, exclamando: «¡Vida, vida, vida eterna!» Yo le pido al
lector que por un momento se tape los oídos para no escuchar a los que le dicen que no hay
camino que lleve al conocimiento de Dios, y que inicie el viaje conmigo para ver por sé mismo.
después de todo, las apariencias pueden ser engañosas, y el que transita un camino
desconocido no se molestará mayormente si oye que los que no lo hacen se dicen unos a otros
que no existe tal camino.
Con tormenta o no, por lo tanto, nosotros vamos a comenzar. Sin embargo, ¿cómo trazamos la
ruta que hemos de seguir?
La ruta la determinarán cinco afirmaciones básicas, cinco principios fundamentales relativos al
conocimiento acerca de Dios que sostienen los cristianos. Son los que siguen:
1. Dios ha hablado al hombre, y la Biblia es su palabra, la que nos ha sido dada para abrir
nuestros entendimientos a la salvación.
2. Dios es Señor y Rey sobre su mundo; gobierna por sobre todas las cosas para su propia
gloria, demostrando sus perfecciones en todo lo que hace, a fin de que tanto hombres
como ángeles le rindan adoración y alabanza.
3. Dios es Salvador, activo en su amor soberano mediante el Señor Jesucristo, con el
propósito de rescatar a los creyentes de la culpa y el poder del pecado, para adoptarlos
como hijos y bendecirlos como tales.
4. Dios es trino y uno; en la Deidad hay tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo; y en la
obra de salvación las tres personas actúan unidas, el Padre proyectando la salvación, el
Hijo realizándola, y el Espíritu aplicándola.
5. La santidad consiste en responder a la revelación de Dios con confianza y obediencia, fe
y adoración, oración y alabanza, sujeción y servicio. La vida debe verse y vivirse a la luz
de la Palabra de Dios. Esto, y nada menos que esto, constituye la verdadera religión.
A la luz de estas verdades generales y básicas, vamos a examinar a continuación lo que nos
muestra la Biblia sobre la naturaleza y el carácter del Dios del que hemos estado hablando. Nos
hallamos en la posición de viajeros que, luego de observar una gran montaña a la distancia, de
rodearla y de comprobar que domina todo el panorama y que determina la configuración de la
campiña que la rodea, se dirigen directamente hacia ella con la intención de escalarla.
2. LOS TEMAS BÁSICOS
¿Qué entraña la ascensión? Cuáles son los temas que nos ocuparán?

Tendremos que estudiar la Deidad de Dios, las cualidades de la Deidad que separan a Dios de los
hombres y determinan la diferencia y la distancia que existen entre el Creador y sus criaturas, cualidades
tales como su existencia autónoma, su infinitud, su eternidad, su inmutabilidad. Tendremos que
considerar los poderes de Dios: su omnisciencia, su omnipresencia, su carácter todopoderoso.
Tendremos que referirnos a las perfecciones de Dios, los aspectos de su carácter moral que se
manifiestan en sus palabras y en sus hechos: su santidad, su amor y misericordia, su veracidad, su
fidelidad, su bondad, su paciencia, su justicia. Tendremos que tomar nota de lo que le agrada, lo que le
ofende, lo que despierta su ira, lo que le da satisfacción y gozo.

Para muchos de nosotros se trata de temas relativamente poco familiares. No lo fueron siempre para el
pueblo de Dios. Hubo un tiempo en que el tema de los atributos de Dios (como se les llamaba) revestía
tal importancia que se incluía en el catecismo que todos los niños de las iglesias debían aprender y que
todo miembro adulto debía conocer. Así, a la cuarta pregunta en el Catecismo Breve de Westminster:
«¿Qué es Dios?», la respuesta rezaba de este modo: «Dios es espíritu, infinito, eterno, e inmutable en
su ser, sabiduría, poder, santidad, justicia, bondad y verdad», afirmación que el gran Charles Hodge
describió como «probablemente la mejor definición de Dios que jamás haya escrito el hombre».

Pocos son los niños de hoy en día, no obstante, que estudian el Catecismo Breve de Westminster, y
pocos son los fieles modernos que habrán escuchado una serie de sermones sobre el carácter de la
divinidad parecidos a los voluminosos Discourses on the Existence and Attributes of God [Discursos
sobre la existencia y los atributos de Dios] de Charnock dados en 1682.

Igualmente, son pocos los que habrán leído algo sencillo y directo sobre la naturaleza de Dios, por
cuanto es poco lo que se ha escrito sobre él últimamente. Por lo tanto hemos de suponer que una
exploración de los temas mencionados nos proporcionará muchos elementos nuevos para la
meditación. Y muchas ideas nuevas para considerar y digerir.

EL CONOCIMIENTO APLICADO

Por esta misma razón debemos detenernos, antes de comenzar el ascenso de la montaña, para hacernos
una pregunta sumamente importante; pregunta que, por cierto, siempre deberíamos hacernos cada vez
que comenzamos cualquier tipo de estudio del Santo Libro de Dios. La pregunta se relaciona con
nuestros propios motivos e intenciones al encarar el estudio. Necesitamos preguntarnos: ¿Cuál es mi
meta última, mi propósito, al dedicarme a pensar en estas cosas? ¿Qué es lo que pienso hacer con mi
conocimiento acerca de Dios, una vez que lo haya adquirido? Porque el hecho que tenemos que
enfrentar es el siguiente: Si buscamos el conocimiento teológico por lo que es en sí mismo, terminará
por resultarnos contraproducente. Nos hará orgullosos y engreídos. La misma grandeza del tema nos
intoxicará, y tenderemos a sentimos superiores a los demás cristianos debido al interés que hemos
demostrado en él y a nuestra comprensión del mismo; tenderemos a despreciar a las personas cuyas
ideas teológicas nos parezcan toscas e inadecuadas, y a despacharlas como elementos de muy poco
valor. Porque como les dijo Pablo a los ensoberbecidos corintios: «El conocimiento envanece .. si alguno
se imagina que sabe algo, aún no sabe nada como debe saberlo» (1 Corintios 8:1s). Si adquirir
conocimientos teológicos es un fin en sí mismo, si estudiar la Biblia no representa un motivo más
elevado que el deseo de saber todas las respuestas, entonces nos veremos encaminados directamente
a un estado de engreimiento y autoengaño. Debemos cuidar nuestro corazón a fin de no abrigar una
actitud semejante, y orar para que ello no ocurra.

Como ya hemos visto, no puede haber salud espiritual sin conocimiento doctrinal; pero también es
cierto que no puede haber salud espiritual con dicho conocimiento si se lo procura con fines errados y
se lo estima con valores equivocados. En esta forma el estudio doctrinal puede realmente tornarse
peligroso para la vida espiritual, y nosotros hoy en día, en igual medida que los corintios de la
antigüedad, tenemos que estar en guardia a fin de evitar dicho peligro.

Sin embargo, alguien dirá, ¿acaso no es un hecho que el amor a la verdad revelada de Dios, y un deseo
de saber todo lo que se pueda, es lo más lógico y natural para toda persona que haya nacido de nuevo?
Qué nos dice el Salmo 119 «Enséñame tus estatutos»; «abre mis ojos, y miraré las maravillas de tu ley»;
«¡oh, cuánto amo yo tu ley!», «¡cuán dulces son a mi paladar tus palabras! Más que la miel a mi boca»;
«dame entendimiento para conocer tus testimonios» (vV.12,18,97, 103,125). ¿Acaso no anhela todo
hijo de Dios, junto con el salmista, saber todo lo que puede acerca de su Padre celestial? ¿Acaso no es
el hecho de que «recibieron el amor de la verdad» de este modo una prueba de que han nacido de
nuevo? (véase 2 Tesalonicenses2:10). ¿Y acaso no está bien el procurar satisfacer en la mayor medida
posible este anhelo dado por Dios mismo?
Claro que lo está, desde luego. Pero si miramos de nuevo lo que dice el Salmo 119, veremos que lo que
anhelaba el salmista era adquirir un conocimiento no teórico sino práctico acerca de Dios. Su anhelo
supremo era el de conocer a Dios mismo y deleitarse en él, y valorar el conocimiento de Dios
simplemente como un medio para ese fin. Quería entender las verdades divinas con el fin de que su
corazón pudiera responder a ellas y que su vida se fuese conformando a las mismas.

Observamos lo que se destaca en los versículos iniciales: «Bienaventurados los perfectos de camino, los
que andan en la ley de Jehová. Bienaventurados los que guardan sus testimonios, y con todo el corazón
le buscan ... ¡Ojalá fuesen ordenados mis caminos para guardar tus estatutos!» (vv. 1, 2, 5). Le
interesaban la verdad y la ortodoxia, la enseñanza bíblica y la teología, pero no como fines en sí mismas
sino como medios para lograr las verdaderas metas de la vida y la santidad. Su preocupación central era
acerca del conocimiento y el servicio del gran Dios cuya verdad procuraba entender.

Esta debe ser también nuestra actitud. Nuestra meta al estudiar la Deidad debe ser la de conocer mejor
a Dios mismo. Debe interesarnos ampliar el grado de acercamiento no solo a la doctrina de los atributos
de Dios, sino al Dios vivo que los ostenta.

Así como él es el tema de nuestro estudio, y el que nos ayuda en ello, también debe ser el fin del mismo.
Debemos procurar que el estudio de Dios nos lleve más cerca de él. Con este fin se dio la revelación, y
es a este fin que debemos aplicarla.

MEDITANDO SOBRE LA VERDAD

Como hemos de lograr esto? Cómo podemos transformar el conocimiento acerca de Dios en
conocimiento de Dios? La regla para llegar a ello es exigente, pero simple. Consiste en que
transformemos todo lo que aprendamos acerca de Dios en tema de meditación delante de Dios, seguido
de oración y alabanza a Dios.

Quizá tengamos alguna idea acerca de lo que es la oración, pero ninguna en cuanto a lo que es la
meditación. Es fácil que así sea ya que la meditación es un arte que se ha perdido en el día de hoy, y los
creyentes sufren gravemente cuando ignoran dicha práctica. La meditación es la actividad que consiste
en recordar, pensar y reflexionar sobre todo lo que uno sabe acerca de las obras, el proceder, los
propósitos y las promesas de Dios, aplicando todo a uno mismo. Es la actividad del pensar consagrado,
que se realiza conscientemente en la presencia de Dios, a la vista de Dios, con la ayuda de Dios, y como
medio de comunión con Dios. Tiene como fin aclarar la visión mental y espiritual que tenemos de Dios
y permitir que la verdad de la misma haga un impacto pleno y apropiado sobre la mente y el corazón.
Se trata de un modo de hablar consigo mismo sobre Dios y uno mismo; más aun, con frecuencia consiste
en discutir con uno mismo, a fin de librarse de un espíritu de duda, de incredulidad, para adquirir una
clara aprehensión del poder y la gracia de Dios.

Esto tiene como efecto invariable el humillarnos cuando contemplamos la grandeza y la gloria de Dios,
y nuestra propia pequeñez y pecaminosidad, así como también alentarnos y darnos seguridad -
«consolarnos», para emplear el vocablo en el antiguo sentido bíblico del mismo mientras contemplamos
las inescrutables riquezas de la misericordia divina desplegadas en el Señor Jesucristo. Estos son los
puntos que destaca Spurgeon en el párrafo de su sermón citado al comienzo de este capítulo, y son
reales y verdaderos. En la medida en que vamos profundizando más y más esta experiencia de ser
humillados y exaltados, aumenta nuestro conocimiento de Dios, y con él la paz, la fortaleza y el gozo.
Dios nos ayuda, por lo tanto, a transformar nuestro conocimiento acerca de él de este modo, a fin de
que realmente podamos decir que «conocemos al Señor».

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