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Sánchez
. Oué es la psicosomática
Del silencio de las emociones a la enfermedad
BIBLIOTECA
NUEVA
la enfermedad?
No es muy frecuente oír referencias a la Psicosomática fuera del ámbito
psicoanalítico. Esta vetusta denominación aparece a menudo circunscrita
temporalmente a las aportaciones de A. Garma en sus primeros estudios
aplicados en Argentina (años 30 y 40 del pasado siglo), cuyos ecos e influencia
tempranos fueron debilitándose paulatina o espacialmente a ciertos enclaves
que pertenecen al área de influencia geográfica y teórica del IPSO parisino que
dio sus primeros pasos de la mano de Marty, de M’Uzan, David y Fain al final de
los años 60. Argentina y Francia han constituido epicentros radiales de la
investigación y de la promoción de la teoría psicosomática, de desigual
aceptación tanto en el ámbito de la Psicología como de la Medicina, y por
supuesto de la Psicoterapia. Así puede afirmar C. Smadja que la
descompensación
A Calvino le dolió siempre algún órgano de su cuerpo. Queriendo imponer la
máxima disciplina, contención y rigor a cualquier sensación placentera,
prohibiendo toda veleidad corporal y presunción, acabó enfermando
gravemente.
Los así llamados hombres de espíritu son los que más sufren corporalmente.
PABLO D’ORS
Pierre Marty apunta la idea de que una de las razones por las que nos cuesta
tanto ubicarnos mentalmente en la onda de la unidad psicosomática es que
amenaza la idea de la inmortalidad del hombre. Cualquier teoría y escuela
psicosomática incluye el factor personal en el análisis del enfermar,
independientemente de que le atribuya o no significado al órgano o al síntoma.
La medicina no es una ciencia explicativa pura o impersonal cuyo desciframiento
podamos realizar sólo a partir de reacciones y procesos neuroquímicos y
fisiológicos, susceptibles de medirse en los laboratorios y de predecirse, sino
también una ciencia comprensiva que toma al individuo como totalidad, pero que
no es ponderable por procedimientos físico- químicos.
La primera concepción de la medicina fue cediendo terreno a favor de la
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segunda, aumentando la concienciade la necesidad de valorar la relación
médico- enfermo y el estudio de los intríngulis que viajan desde las reacciones
físico-químicas de las células hasta el estado de ánimo y desde las
representaciones psíquicas hasta los procesos neurovegetativos. Ningún
psicoanalista con sentido común puede ignorar la realidad contundente de un
hecho biológico, si bien puede plantear una lectura específica de la enfermedad,
paralela pero compatible con las otras: citológicas, inmunológicas o bioquímicas.
La primera tentación teórica consistió en dibujar un perfil de personalidad
característico de cada tipo de enfermedad (Dunbar), sustituida pronto por la
tendencia a buscar conflictos cardinales semejantes entre los afectos por un
mismo cuadro somático (Alexander), hasta que el premio Nobel Hans Selye
sentó las bases de las reacciones biológicas de las disfunciones orgánicas
causadas por cuadros de estrés.
Uno de los primeros intereses fue discriminar entre la histeria de conversión y
los cuadros órgano-neuróticos o psicosomáticos. Aquella tiene una conexión
simbólica y significante que se deja ver con cierta facilidad —sea por el factor
causal, sea por la finalidad perseguida—, éstos son reacciones vegetativas
arcaicas cuya conexión significante no existe. Una y otros suponen, en todo
caso, una regresión a formas de funcionamiento mental anteriores, más arcaicas
y automatizadas en el caso de lo somático que en el caso de la histeria. La
mayor labilidad de algún órgano o sistema somático acentúa la probabilidad de
que la sobrecarga conflictiva o traumática se exprese a través suyo.
Tempranamente en la vida se crean conexiones entre ciertas representaciones y
ciertos síntomas psicosomáticos (por ejemplo, una diarrea y un temor a la
separación de los padres), que luego (condicionamiento corporal clásico) van a
aumentar la probabilidad de recidiva del síntoma intestinal cada vez que se
repita la angustia de separación. J. Tomas establece la pauta:
a) Se produce un aflujo de estímulos actuales perjudiciales, y
b) una imposibilidad de elaborarlos psíquicamente.
c) Esto da lugar a una regresión que,
d) reaviva antiguos conflictos infantiles y los mecanismos somáticos unidos a
ellos (1989, pág. 99).
El primitivismo de las reacciones somáticas ha sido reflejado por muchos
autores, algunos de los cuales hablan de regresión a zonas oscuras o mudas del
esquema corporal, característica de una época simbiótica, indiscriminada y con
déficits vinculares.
Sólo cuando descartamos los cuadros somáticos funcionales (quejas
continuadas sin lesión, sin evolución y sin mejora), los facticios, los
hipocondríacos, los tóxicos o consecuentes a una medicalización excesiva o mal
administrada, las disfunciones esporádicas y concretas, la sinistrosis, etc., nos
encontramos con el
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síntoma psicosomático auténtico.
1. DE LO TRAUMÁTICO E INELABORADO
En el momento actual sobreabundan los cuadros psicosomáticos. Como recalca
E. Fernández, en entrevista con P. Marty (1985), el tipo de organización mental
de la mayoría de la gente avanza hacia las somatizaciones, perversiones,
adicciones, alejándose paulatinamente de las patologías neuróticas y psicóticas
tradicionales. El modo de vida actual confina al individuo a la realidad factual y al
comportamiento operatorio, restringiendo sus baluartes imaginarios. La mayor
recurrencia se debe, entre otros factores, al estrés de vivir, al efecto
desorganizador que causan algunos acontecimientos vitales, sobradamente
estudiados por Selye, Holmes y Rahe y Lazarus y Folkman entre otros. Algunas
de esas vivencias tienen un aura traumática, producida no tanto por la
naturaleza inelaborable de las mismas, cuanto por la acumulación. La adición y
sucesión de presiones sociales, como señala P. Pérez (1995):
... tienden a reducir significativamente el espacio personal para el pensamiento,
para la fantasía y para la comunicación verbal de los sentimientos y emociones
inherentes al vivir de cada día. Dejan al sujeto más saturado y expuesto a un
índice excesivo de tensiones y ansiedades que no tiene tiempo de elaborar, que
buscan la descarga directa, y que le convierten, tal vez más que nunca, en diana
propicia para la descompensación psicosomática. La patología cardiovascular,
nutricional, metabólica e inmunológica aparece como más frecuente (pág. 95).
Apunta J. Rallo (1991) que el trauma tiene mayor importancia en la
psicosomática que en otras áreas, habida cuenta de que altera el equilibrio
psíquico temprano, desestabilizando al sujeto y generando un estado yoico
deficitario y, además, porque estos pacientes debilitados estructuralmente
dependen en exceso de la realidad externa y eso los convierte en blancos fáciles
para la retraumatización. Afirma Smadja (1998) que en estos pacientes se
erigieron tempranas barreras antitraumáticas para frenar el impacto de las
estimulaciones excesivas no elaborables. Pero lo que termina perfilándose como
trauma es algo construido desde la tolerancia yoica a las excitaciones. Por tanto,
lo esencial no es la naturaleza de los agentes potencialmente traumáticos (C.
Botella), sino que orbiten sobre el psiquismo como «significantes enigmáticos»
(J. Laplanche), o como «huellas ingobernables» (N. Marucco) o que no se haya
logrado su «anudamiento psíquico» (Freud, 1895).
Son ejemplos de traumatismos: pérdida de un ser querido, de una función
profesional o familiar, pérdida de una relación amistosa o sexual, pérdida de un
grupo al que se pertenecía, pero también pérdida de un sistema de vida anterior,
pérdida de una libertad, pérdida de una función fisiológica (menopausia,
amputación) o mental (como el
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envejecimiento), de un funcionamiento sexual, de una actividad deportiva,
pérdida de un proyecto de trabajo o de vacaciones, pero también figuración
fantasmática, con ocasión de un hecho apenas sensible, de alguna de las
pérdidas precedentes (P. Marty, 1990, pág. 62).
Se da una aceptación absoluta de la hipótesis de un desbordamiento traumático
en el sujeto, llamado a convertirse en psicosomático. Traumas que pueden estar
sin procesamiento, que no han sido evitados ni descargados(R. D’Alvia, 1995).
Las diferentes líneas de investigación van desde considerar que dicho
desbordamiento obedece a agentes externos, a otras que lo consideran efecto
de fallas estructurales (defectos yoicos) del psiquismo. La primera es
mayoritariamente seguida por la investigación psicofisiológica, y la segunda por
la Escuela de París. Para el IPSO, el agente traumático externo sólo es el factor
activador que dispara el mecanismo subyacente y, dado que no pueden elaborar
psíquicamente de la forma habitual entre los neuróticos o psicóticos, y que
fracasan las defensas ordinarias, se desencadena una desorganización:
Los excesos de excitación pueden atacar a funciones biológicas que no se
sitúan en la línea evolutiva central, frecuentemente de orden mental. Las
oscilaciones provocan la modificación de las constantes biológicas habituales.
Otras veces, los excesos de excitación pueden atacar funciones situadas sobre
la línea evolutiva central mental (...) Puede seguir entonces una desorganiza-
ción del aparato mental cuyas eventuales consecuencias somáticas conocemos
(P. Marty, 1995, pág. 68).
La propuesta de D. Maldavsky sobre el efecto de los traumas es que inician o
impulsan algunos «procesos tóxicos» en el psiquismo, como una mala
«combustión mental» de las excitaciones no elaboradas ni evacuadas. También
él, como su colega D. Liberman (1982), ponen mayor énfasis en el punto de
vista económico (sobrecarga de excitaciones no drenadas; incrementos o caídas
bruscas en los niveles basales de tensión psicofisiológica, etc.) que en el
dinámico a la hora de teorizar sobre el trauma. Lo conflictivo o la lucha
intrapsíquica no aparece en las teorizaciones. Habrán de ser otros autores,
Dejours y Green, quienes insistan en los ejes dinámicos de los impactos
traumatizantes.
Usobiaga Marchal y cols. (1992) comprobaron en pacientes con colitis ulcerosa y
en otros con enfermedad de Crohn que los síntomas somáticos brotaron tras
algún trauma psíquico. Lo mismo cabe decir del estudio con fibromiálgicas
efectuado por J. Muro (2007): traumatismos y duelos no elaborados figuraban en
sus anamnesis invariablemente. La supresión o disminución de la respuesta
inmune por exposición a shocks agudos o crónicos es yaun tópico en la
psiconeuroinmunología de muchas enfermedades (J. F. Artaloytia, 1998; E.
Mendoza, 2006; S. Brainsky, 1985, F. Arbinaga, 2001-2002). Con todo, hay otros
autores que protestan contra el abuso del concepto de traumatismo psíquico
como piedra angular del origen de las enfermedades somáticas (C. Dejours,
1992), por creer que nunca hay que renunciar a
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interrogarse sobre el inconsciente del sujeto somático, y no sólo sobre la
relación bilateral: traumas-accidente somático o enfermedad.
Sea cual fuere el tipo de trauma (prepsíquico, psíquico o actual), según la
clasificación de E. Rappoport de Aisenberg (2004), la somatización o
«somatosis» es una puesta en escena que espera ser traducida y entendida por
otros, justo cuando el psiquismo ha sido arrasado en sus funciones más
evolucionadas. El trauma deja residuos («reminiscencias» decía Freud) no
mentalizados cuyo testigo es el cuerpo. La hiperestesia dolorosa en lo afectivo
se materializa sensorialmente como algias o disfunciones (F. Martínez Pintor,
2006).
Tanto Liberman (1982) como Kreisler (1985) descubren defectos fundamentales
en la configuración psíquica del paciente psicosomático proveniente de las
etapas precoces de su desarrollo. En la muestra estudiada en la Clínica de la
Concepción se observó a este respecto que estas «peculiaridades
estructurales» se refieren a configuraciones psíquicas más frágiles, vulnerables
e inconsistentes, con un estilo vivencial ambigual (unas veces parece verse el
sujeto muy afectado por los afectos y otras veces no los tiene en cuenta) o
coartado (caracterizado por un esfuerzo defensivo rígido rozando la parálisis
afectiva). Igualmente se descubrió una menor capacidad de integración y
síntesis con tendencia a la sobresimplificación de los estímulos, una mayor
distorsión perceptivo-ideativa que, sin embargo, no alcanzaba niveles psicóticos,
mayor hostilidad y emociones disruptivas frente a las que no saben defenderse,
bajo nivel de recursos organizados disponibles, menor tolerancia al estrés, falta
de aceptación de necesidades afectivas y superior sentimiento de indefensión
ante sus propias emociones inundantes y desadaptativas. (P. Pérez, 1995). Las
especiales dificultades para organizar el pasado conducen a que los eventos
biográficos configuren una especiede «islotes» separados entre sí. M. de
M’Uzan creó para esta singular cristalización el cuño de «personalidades en
archipiélago», destacando que el mecanismo predominante es la disociación y
no la represión. Invitado P. Marty (1995) a especificar qué sucesos pueden ser
traumáticos y, por consiguiente, desorganizadores, enumera unos cuantos,
matizando que —sean cuales fueren— su nocividad se establecerá en relación
con las organizaciones defensivas del sujeto:— demasiada distancia del sujeto
los somatizadores
La salud es un ideal inmóvil. La más perversa de todas las utopías.
ALBERTO BARRERA, La enfermedad
1. ¿ANTE QUÉ TIPO DE SOMATIZACIÓN PODEMOS ENCONTRARNOS?
En el caso de las enfermedades psicosomáticas nos situamos frente a lo que
certeramente C. Smadja ha denominado «la clínica del silencio» o clínica de lo
negativo. Lo que destaca es la pérdida de sabor, la fatiga, la carencia de energía
e impulso, la caída de las sublimaciones, la desaparición de la capacidad para
gozar o para entristecerse. Es, por tanto, lo que falta y no lo que sobra aquello
que acapara la atención del terapeuta y que éste toma por indicador
patognomónico de estar ante un paciente que ha presentado o presentará
probablemente una patología psicosomática.
El enfermo parece conservar la representación eidética del placer y del dolor
psíquico, de los afectos y de las vivencias relacionales que experimenta, pero
todas ellas están descargadas de contenido emocional. Puede hablarse,
siguiendo el significativo hallazgo de A. Green, de una «alucinación negativa»
del afecto. Los propios pacientes se sorprenden al constatar que no sienten lo
que deberían sentir a tenor de la circunstancia, del estímulo o de la relación que
están relatando. El «no siento nada», o el «estoy como anestesiado», o «estoy
vacío» son expresiones corrientes en muchos de ellos. En paralelo se observa
un sobreinvestimiento del cuerpo, de las sensaciones normales o patológicas
que se sitúan en el primer plano de
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su discurso.
La enfermedad marca una ruptura en la continuidad de la existencia y de la
conciencia del Yo. Ante ella, el sujeto se siente interpelado y puesto a prueba. El
Yo «padece una inflexión de destino imprevisible» (C. Smajda, 2005). La
conmoción puede ser brusca y súbita o acumulativa, puede ser momentánea o
prolongada y, paradójicamente, puede ser bien recibida o mal recibida, como
condena o como puerta abierta a la renovación. Para unos supone un
hundimiento que pone en evidencia toda una soterrada desorganización muda
de la que el paciente no se había percatado. Para otros, en cambio, la
enfermedad abre un nuevo capítulo y marca la posibilidad de una salvación
psíquica, de un reinicio desde otros parámetros. Algunos se deprimen mientras
otros enferman porque ya padecían una depresión sorda que había minado sus
instintos de vida. Ciertos enfermos se relacionan con su enfermedad como si de
un otro objetal se tratara. Hablan de ella, le marcan normas, hábitos, rutinas, la
estudian, se complacen en su análisis o en la protesta. Se instala en el núcleo
de su existencia. Ya son sólo su enfermedad. Parece haber devenido su gran
momento, algo que los hace únicos o especiales, que los aboca a una
experiencia crucial. El cénit de sus vidas. Sucedánea de un verdadero objeto
psíquico.
Todo lleva a pensar como si el paciente hubiera elegido entre la locura identitaria
y la locura orgánica. La solución somática al precio de sufrimientos relativamente
circunscritos constituiría entonces económicamente, y en razón de capacidades
adaptativas del psiquismo del paciente, una solución más tolerable frente al
terror de un hundimiento identitario (C. Smadja, 2005, pág. 66).
César Botella (1998), como tantos otros autores, distingue entre los síntomas
con sentido ligados a las neurosisy los síntomas sin sentido de la psicosomática.
En ésta, el cuerpo expresa un pensamiento non arrivé, expulsado del psiquismo,
o prepsíquico, que no es pensado sino sentido a través del cuerpo. En virtud de
ello, el enfermo estaría parapetándose a través de su enfermedad frente a
disoluciones psicóticas, pero a medida que las regresiones psíquicas ceden ante
regresiones somáticas estamos en una caída en el vacío, en la degradación de
sentido:
Podríamos concebir una psicopatología que comprende en un extremo un
cuerpo libidinal portador de sentido simbólico (la histeria), y de otro, un cuerpo
deslibidinizado sin simbolismo alguno (operatorio) (C. Botella, 1998, pág. 165).
Fieles a los parámetros teóricos de su maestro Marty, sus seguidores han
delimitado claramente las somatizaciones con arreglo a cuatro distintos sistemas
económicos (M. Zubiri, 2005):
a) Una enfermedad puede constituir una regresión parcial: sería el caso de
reaccionar ante una situación conflictiva retornando a puntos de fijación
somática que han constituido un hito en la maduración evolutiva. Tal
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circunstancia sirve al sujeto para recobrar fuerzas, relibidinizar sus relaciones o
su entorno y momentáneamente salvaguardarse de algo que le aturde o le
desborda. Pero, y esto es lo esencial, la punta evolutiva de desarrollo se
mantiene incólume pese al pequeño revés somático, perfectamente transitorio y
reversible. Por ello puede ir acompañada de síntomas neuróticos y no se ponen
en riesgo las organizaciones mentales jerárquica-mente incorporadas en la
maduración individual. Tal es la función que suelen cumplir algunas gripes,
constipaciones o ciertos pequeños accidentes. Puesto que la organización
mental no se ha visto alterada en lo esencial, en poco tiempo el sujeto recobra
su nivel de defensa habitual, pudiendo recuperarse del bache de salud desde un
mejor nivel de organización. El tipo de intervención terapéutica diferirá con
arreglo a la capacidad de mentalización que posea. El pronóstico es optimista.
b) Una enfermedad puede constituirse como regresión global. Aunque más
grave y generalmente prolongada que en el caso precedente, obedece también
a una crisis vital para la que falta la capacidad de respuesta mental
evolutivamente oportuna y adecuada. Sus consecuencias son más riesgosas
para la salud general y dejar algunas secuelas pero, en principio, siguen siendo
escollos superables, salvo que el sujeto encuentre alguna clase de beneficio
secundario o terciario a su estatus de enfermo o que se complique el cuadro con
una complacencia masoquista. Por supuesto tal tipo de regresión masiva
somática es compatible con cuadros psiconeuróticos o psicóticos como fondo
patológico y, de hecho, el sujeto puede recuperar el acceso a las
representaciones mentales de mayor o menor calidad pasada la crisis. En
cuanto a la modalidad terapéutica, los pacientes pueden beneficiarse tanto de un
psicoanálisis clásico como de una psicoterapia psicosomática. El pronóstico es
moderadamente optimista y dependerá de la voluntad y capacidad
reorganizadora del paciente. c) Una enfermedad puede constituirse como
inorganización aparente. Cuando el aparato mental es incapaz de contener o
descargar la excitación tensional sobrevenida por un traumatismo se dice que el
sujeto tiene atrofiada la función paraexcitadora. En estos casos, generalmente
ligados a desequilibrios homeostáticos severos provenientes del entorno familiar
o del trabajo (por ejemplo, separaciones, abandono del hogar, migración,
jubilaciones, despido laboral, etc.), sujetos con formas de organización mental
pobres e inconexas y de funcionamiento fragmentario o irregular, pueden hacer
la autoevaluación desesperanzada de que carecen de recursos de afrontamiento
suficientes para salir al paso de los cambios tan impactantes que se han
producido. Ante ello, una inorganización somática brusca y rotunda suele ser la
única forma de acusar el recibo del desequilibrio traumático, pero por lo demás
faltan evidencias psíquicas que corroboren que esté pasando algo (E. de
Usobiaga Marchal, 1987). Las inorganizaciones aparentes no cursan con
angustia ni con signos
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depresivos. A menudo se aconseja modificar el entorno del paciente para
amortiguar en lo posible el efecto de la desaparición de alguna figura
significativa desaparecida. El pronóstico es moderadamente pesimista habida
cuenta del automatismo de la enfermedad y de la importancia del sistema
orgánico implicado. d) Una enfermedad puede constituirse, por último, como
desorganización progresiva. A diferencia del caso anterior, el mecanismo que la
activa es un traumatismo interno, precedido o no de cambios externos. Digamos
que algo se ha roto por dentro, incluso sin percatación consciente alguna por
parte del enfermo. La fragilidad psicosomática se origina en la pobreza de
identificaciones consistentes y en la incapacidad de elaborar duelos. El
emergente del desbordamiento es una angustia difusa que al poco desaparece
cediendo su lugar a una abulia, cambio en el comportamiento habitual,
desinterés y apatía, comúnmente designados «depresión esencial». Tras ella, el
sujeto agazapa sentimientos de impotencia, desamparo y desmoralización. Ha
tirado la toalla, se abandona a su suerte, desiste del afrontamiento. En
semejante estado de desistimiento vital es muy probable que se desarrolle una
vida operatoria, cada vez más desafectada, robotizada y mecánica, en una
creencia errónea de que si siempre se hace lo mismo y ordenadamente,
aumentarán las posibilidades de éxito adaptativo y se garantizará seguir
adelante. Aquí se ceba la somatización autodestructiva. La intervención no
aspira a ser más que meramente paliativa dado lo sombrío del pronóstico. (E.
Usobiaga Marchal y cols., 1992).
Cada uno de los anteriores escalones supone una creciente gravedad
contraevolutiva y se generan patologías de distinto signo y grado de afectación,
atañendo a medidaque aumenta el daño e irreversibilidad a sistemas cada vez
más primarios (metabólicos, inmunológicos o evolutivos). En las somatizaciones
generalmente se producen reacciones hipertónicas o hipotónicas, siendo las
primeras más fáciles de descubrir porque aceleran o sintomatizan en positivo
funciones anómalas. Pero las segundas, regidas por inhibiciones, provocan una
clínica negativa de embotamiento y ausencia de funciones que debieran existir a
la par que causan atrofia de los dispositivos defensivos que pierden eficacia. (P.
Marty y M. Fain, 1959). Estamos ante trastornos ciegos, opacos al significado.
Rallo delimita dos tipos prístinos de somatización:
— el 1.o: el síntoma es mudo y estúpido, la somatización prendió sus raíces en
un cuerpo preverbal y desmentalizado: enfermedad por defecto. — el 2.o: el
síntoma elegido tiene sentido porque sobre él ha sobrevenido una significación
neurótica, pasando a representar de algún modo una relación primaria o un
objeto internalizado: enfermedad con sentido:
(En ambos casos) el cuerpo participa de la interacción pudiendo
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quedar marcado, ya sea de forma inespecífica, ya inmerso en fantasías muy
arcaicas con un cierto sentido (incorporación, retención y expulsión) (J. Rallo,
1991, pág. 14).
Es ahora comprensible que C. Smadja se refiera a la psicosomática como la
«clínica del silencio» puesto que la enfermedad psicosomática es tanto más
deletérea y mortífera cuanto más faltan funciones y mecanismos que debería
haber y no hay. Destaca la calma psíquica que acompaña las somatizaciones
graves, mucho menos escandalosas y previsibles que las somatizaciones
regresivas. Lo señala así:
... se van desarrollando progresiva y silenciosamente en un primer tiempo y
fomenta un movimiento general de desligazón que afecta en primer lugar a las
funciones psíquicas y se prolonga en las funciones somáticas (C. Smadja, 2003,
pág. 76).
Resalta el actual director del IPSO que la malignidad de los dos supuestos
(inorganizaciones aparentes y desorganizaciones progresivas) se debe a la
desligazón libidinal de la vida y la consiguiente desintrincación de la pulsión de
muerte. Es también, por ello, la clínica de lo negativo: no sólo no hay erotismo o
libidinización, tampoco hay percepción de sufrimiento mental, no hay angustia,
no hay demanda, no hay queja, no hay añoranza. Predominan las inhibiciones,
la adaptación resignada o heroica a las circunstancias, la vuelta contra sí mismo
y el mutismo emocional. Pero que no haya percepción de sufrimiento mental no
significa que éste no exista, sino que no puede pensarse sobre él, que no puede
sujetarse o ahormarse dentro de las representaciones (ideas o afectos) que usa
el neurótico para canalizar las excitaciones traumáticas.
Se trata de la actuación masiva de mecanismos de negación (desmentida del
mundo interno: si no me entero de que pasa algo, es que no pasa nada en
realidad) y de escisión (si no pienso sobre ello y me mantengo lejos, no me
afectará). Nuestra sociedad ensalza y premia a menudo el uso de estos
mecanismos. Califica como «entereza» estas reacciones ante situaciones
dolorosas, ignorante de que tolerar el sufrimiento no es obviarlo, sino pensar
sobre él, en vez de anestesiarlo con un encadenamiento de acciones operatorias
para impedir que anide ninguna representación o afecto dolorosos.
2. EL INVESTIGADOR PSICOSOMÁTICO, LECTOR DEL CUERPO
Cada terapeuta, sea médico o psicólogo, pero inexorablemente psicoanalista
antes de psicosomatólogo, deviene investigador que ha de descifrar los
reclamos del cuerpo y los signos de la enfermedad. Certeramente R. Fernández
define el cuerpo doliente como una «superficie de escritura», pero lo que
distinguirá a un médico de orientación psicosomática de otro que no lo sea es
que este último no tratará de encontrar la subjetividad en el enfermo, cual si el
cuerpo estuviera «extrañado» del hombre psíquico. Muchos médicos, sordos a
la psicosomática, contemplan laenfermedad como algo que le pasa al paciente,
no como algo que habla del
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paciente, algo en lo que el paciente se expresa, incluso cuando éste ignora lo
que está queriendo decir o comunicando. Subsiste por doquier esta visión
platónica del cuerpo, como un préstamo o una hipoteca o un refugio ocasional,
un portador de lo anímico, pero disociado del alma. Así, este «cuerpo-amo
tiránico» parece causar el malestar en vez de ser portavoz del malestar.
El puente que enlaza el malestar psíquico —al que se es sordo— con el dolor
somático o la disfunción se ha cortado, no sólo para el paciente sino también
para la escucha clínica. El médico se convierte, por consiguiente, en cómplice de
la enfermedad que avanza sin freno, dejando libre de implicación y
responsabilidad al propio paciente en ella. Él parecerá alienado de su producto,
el síntoma, cual si éste se le impusiera arbitraria y gratuitamente. Se diría que la
enfermedad le cae encima casi por accidente: sea el tóxico, el cáncer o el
trastorno alimentario. No sólo el paciente señala: «mire lo que me ha pasado:
tengo un cáncer», sino que el médico corroborará «bueno, esas cosas pasan a
menudo» (reduplicación proyectiva). ¿Quién osará expresar «he hecho un
cáncer» o «soy un cáncer» que demanda una escucha?
La enfermedad queda al margen de la vida, la evolución, la historia y la
circunstancia narrativa del sujeto. Deviene no expresión del desbordamiento sino
causa del desbordamiento. De este modo, tanto paciente como médico disocian
el mensaje expresivo y la tarea investigadora, reduciendo la enfermedad a un
código bioquímico para el que existen pautas protocolizadas y medicalizadas,
ahorrándose la implicación subjetiva del pensamiento y de las emociones. Pero
no podemos olvidar que:
... la presencia del trastorno tiene un valor de demanda de significación análogo
a los gritos del infans o las transformaciones autoplásticas propias de la
indefensión. Para que el grito del cuerpo se transforme en «llamada» a otro, se
tornaría necesario ocupar el lugar de interpelado por ella... poniendo nombre y
acción a lo que está en juego en la experiencia (R. Fernández, 2002, pág. 27).
Sin embargo, sólo romperán esta complicidad en la ignorancia aquellos
enfermos y aquellos médicos que osan sospechar que la vida misma está
detrás. Ellos tratarán de avanzar en sus pesquisas, harán preguntas a la
enfermedad y se convertirán en investigadores. Es de notar que la enfermedad
psicosomática abre profundas heridas al narcisismo del investigador. Apegado a
falsas concepciones procedentes de la clínica de las neurosis, se obstina en
encontrar sentidos ocultos, depositaciones simbólicas de significado en los
órganos afectados al estilo de la línea seguida por Chiozza, y a rehuir la
evidencia desagradable de que la enfermedad no le cae de la nada al enfermo
sino que está ligada a su necesidad autodestructora. P. Marty (2001) sugirió tres
causas para el daño narcisista que infligen estos pacientes al investigador
médico:
a) no puede ubicar espacialmente los procesos psíquicos exponentes de su
malestar en ninguna zona corporal; b) no encuentra un objeto o causa material
concreta (suceso, fracaso, error,
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episodio vital...) al que atribuir el mal, dada la imbricación biológica, psicológica y
social de la enfermedad, por lo que se ve abocado al eclecticismo de sus
indagaciones; c) se pone de relieve claramente el componente auto-destructivo
de la enfermedad, lo que le confronta con su propia impotencia para combatirlo.
La primera tarea del investigador psicosomático es escuchar activamente al
paciente que le consulta, a menudo sin saber por qué o para qué, remitido por
otros colegas, pero sintiéndose mentalmente muy sano al tiempo que adjudica al
cuerpo el peso total de «lo enfermo». Todo paciente espera que su médico-
psicólogo atienda y entienda la enfermedad como un hecho en sí, cosificada e
independiente del resto de su personalidad. Por su parte, el investigador no
puede olvidar jamás que el compromiso orgánico del paciente puede ser tan
grave que entrañe un riesgo para la vida, por lo que su primer cometido es
asegurar su supervivencia física antes que explorar el estado de sus funciones
mentales.
Por su parte, el enfermo no suele esperar ser interrogado o investigado al
margen de la enfermedad, lo que de hecho suscitará si no se hace con cautela y
prudencia, un sentimiento de invasión y hasta de falta de respeto por parte del
chismoso que puede acabar ahuyentándole de la consulta. Dicho paciente
estará vigilante y receloso ante la intención oculta del médico inicial al enviarle a
un experto en psicosomática y la de éste que, según supone, va a añadirle
probablemente algún problema más al que ya de por sí tiene debido a su
enfermedad. Por todo ello, J. Ben David (2001) recuerda que el paciente y el
terapeuta no son ni serán jamás socios, sino que de un lado a menudo habrá un
investigador a contracorriente de la resistencia deliberada y consciente del
paciente y del otro un enfermo desconcertado y desconfiado de las preguntas y
derroteros por los que el terapeuta pretende introducirle «sin saber a cuento de
qué». La soledad del terapeuta al menos durante las primeras entrevistas se
apareará con el mutismo, la parquedad expresiva y la torpeza alexitímica del
paciente, lo que convertirá el trabajo en un esfuerzo titánico y cuajado de dudas.
Reprochará el enfermo al médico estar perdiendo el tiempo en cháchara
intrascendente cuando lo que se precisa es intervención «operatoria» urgente.
Esto es: si el cuerpo está gritando con la enfermedad, cómo se puede ser tan
iluso de pararse a conversar con sosiego.
¿Puede esperarse que el paciente sea un colaborador en la investigación? En
principio no. Es más tranquilizador contemplar el cuerpo enfermo como lo único
real, soslayando al sujeto con toda su historia a las espaldas. El repliegue
narcisista contribuirá a ello, sea para buscar la reorganización y la conexión
libidinal con el propio Yo (narcisismo guardián de la vida), sea para recrearse en
la complacencia autodestructiva del síntoma (narcisismo mortífero) (B.
Rosenberg, 1995). La ignorancia nos arropa y nos protege de las excitaciones
producidas por el conocimiento y la percepción de los enlaces entre síntoma y
conflicto, al menos a corto plazo. El paciente psicosomático no es como el
paciente neurótico, que: «sabe lo que le pasa pero no sabe que lo sabe», sino
que no sabe ni quiere saber más allá de lo que le pasa. Su exclamación,
sorprendida, es «fíjese lo que me pasa», raramente
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«¿qué más me pasa?» o «¿me pasó algo antes de que me pasara esto?» (L. E.
Billiet, 1999). Prefiere el astigmatismo de pensar que el problema clínico afecta a
su tiempo presente y requiere soluciones presentes. Cooperará, pues, si se le
dan dictados, consejos o prescripciones, pero probablemente se le indispondrá
si se buscan conexiones, etiologías, secuenciaciones en el camino. Estamos
ante alguien egodistónico que desconoce —porque no la vivió con su madre— la
función de reverie y la rebotará si el médico trata de establecerla.
Naturalmente, este tipo de enfermo es el que menos probablemente solicitará
tratamiento psicoterapéutico, aunque puede acabar llamando a nuestra puerta
por indicación de otros médicos o familiares. Si somos sensatos, esperaremos
hostilidad, monosílabos y medias verdades. Puesto que no está acostumbrado a
que nadie ejerza por él la función de escudo contra las excitaciones, y la
enfermedad ciertamente las crea, tratará de hallar un remedio lo más inmediato
y eficaz posible, pero no será el vínculo con el médico y la investigación en sí
misma lo que le aportará seguridad y control, sino el fármaco o la intervención
quirúrgica. Es muy comprensible la advertencia que J. McDougall realizaba a
este respecto de la seudosumisión de los pacientes somáticos. Al menos en un
principio no puede recabarse la información desde el vínculo o desde la alianza
terapéutica, sino desde la observación.
Sabedor de la escasa cooperación que cabe esperar de ellos, P. Marty, en La
psicosomática del adulto (1990), alienta a averiguar cómo son los pacientes sin
perturbar su ritmo y costumbres habituales. Hemos de estar atentos a su
vestimenta, mímica, movimientos, palabras... Abstenerse de interrogarles e
invitarles a hablar. El terapeuta novel, por su prurito significante y su furor
sanandi, tendrá que aprender a respetar los límites, las dificultades y las
reticencias asociadas a este tipo de pacientes. No caer en la omnipotencia del
supuesto saber ni imponer sus hipótesis al cliente si no es como meras
conjeturas o hipótesis de trabajo. Por todo lo dicho, los terapeutas con núcleos
narcisistas insuficientemente analizados y sojuzgados lo pasarán especialmente
mal con los pacientes psicosomáticos ante quienes no pueden exhibir su ciencia.
Todo terapeuta deberá regular el grado, tono, y actitud ante el paciente para no
ser tachado de hierático por unos o de intervencionista por otros. Sin asaltar con
preguntas que pueden ser vividas como ataques intentará deducir algunas
conclusiones importantes que se abstendrá de comunicar (ojo con los análisis
silvestres, si siempre son desatinados con los neuróticos, con los enfermos
somáticos provocarán una espantada y quizá una reacción iatrogénica). La
manera de hablar del paciente ilustra sobre su estilo comunicativo, su grado de
alexitimia, su nivel cultural. Por ejemplo: un modo de hablar demasiado directo y
franco advierte de la falta de defensas, una alocución trabada nos avisa de
inhibiciones y ocultamientos —sea de conflictos, sea de secretos—. Dice Marty:
... el investigador alerta adopta la estrategia siguiente: dejar en todo lo posible
que el paciente se desenvuelva solo, evitar las rupturas de su ritmo relacional,
aprovechar los lazos asociativos que se presentan, reconducirlo a los problemas
centrales si se pierde, sólo hacer preguntas complejas al final de la investigación
(P. Marty, 1990, pág. 91).
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En todos los casos el investigador ha de determinar una serie de puntos que le
conducirán a un diagnóstico y a un pronóstico a tenor de la clasificación
psicosomática de la que hablamos con anterioridad. Ha de averiguar:
1) La estructura mental u organización mental fundamental: Según el grado y
tipo de mentalización pueden inferirse el estado de fluidez de la primera tópica, y
el grado de regulación y/o descompensación de la segunda tópica (sobre todo la
fuerza del Yo, del Superyó y del Yo ideal). En el caso de las somatizaciones
prevalecen, según las investigaciones recogidas por F. Moreau (2001), las
neurosis mal mentalizadas y las neurosis de comportamiento. 2) Las
particularidades habituales o características actuales del paciente: modo de vida
habitual, datos sintomáticos, duelos, traumatismos recientes, conflictos o
cambios notables que se hayan podido producir. Es frecuente detectar entre los
psicosomáticos estos indicadores: angustia difusa, depresión latente, apariencia
masoquista recubierta de conformismo, inhibiciones y evitaciones de ideas o
sentimientos dolorosos, predominio de acción o pensamiento sobreadaptados y
normotípicos, persistencia de un Yo ideal omnipotente y exigente de
características muy infantiles, así como conductas que acarrean un inevitable
agotamiento libidinal. 3) Las características actuales principales: particularmente
si se evidencia algún contraste o ruptura entre lo pasado y lo actual, por ser el
posible factor desencadenante. Se comprueba en numerosos casos la ruptura
de la continuidad relacional, el fracaso de vínculos o duelos recientes que
desmoronan el andamiaje mental precedente. Será digno de consignarse tanto
la aparición como la desaparición de conductas, pautas o hábitos que marquen
la diferencia con lo anterior.
3. INDICADORES QUE HAY QUE CONSIGNAR
En la anamnesis habrán de valorarse varios indicadores importantes:
a) Si el enfermo repara en el acaecimiento de traumatismos en su vida, lo que se
establecerá en función de la vulnerabilidad mental a los mismos y de las
defensas que el sujeto sea capaz de disponer frente a ellos. Lo que remite al
concepto psicológico tan conocido de indefensión y percepción de
controlabilidad (M. Seligman). Será de gran ayuda detenerse en observar la
sensibilidad del paciente, su valentía o retracción ante los acontecimientos, los
apoyos y dependencias socioafectivas en los que se refugia, la fragilidad de su
narcisismo, etc. b) Si asoma o no el inconsciente o sólo maneja un lenguaje
operatorio y
fáctico.
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c) Si padece heridas narcisistas importantes relacionadas con su enfermedad,
cual sería el caso de haber sufrido o anticipar alguna amputación, inmovilidad,
reducción de facultades, afeamiento estético, incapacidad laboral, restricciones
en su vida social. En este caso el tacto y tino de las intervenciones es
especialmente trascendente. d) Si introduce alusiones al pasado, al futuro, a
terceras personas, para calibrar el grado en que está o no historizada la
enfermedad. El investigador tratará de novelar la irrupción de la enfermedad
desde sus pródromos, para lo que podrá remontarse a otros episodios somáticos
y temporalizarlos diacrónicamente como parte no sólo de su anamnesis médica,
sino también como hitos de su anamnesis evolutiva y mental. Delicadamente, el
investigador debe llevar a su paciente a desgranar diferentes aspectos relativos
a su familia, sexualidad, escolaridad, y vida laboral, permitiendo o provocando
que afloren en la escena del encuentro clínico otros lugares, momentos,
relaciones o pérdidas significativas. e) Si sigue otras líneas o cadenas
asociativas ajenas a la enfermedad y si éstas están cargadas de algún tipo de
afectividad o valoraciones subjetivas. f) Si es capaz de manifestar alguna
sospecha o conjetura sobre la causa de ser atendido por un especialista «no
médico» llevándolo a su terreno personal. g) Si la enfermedad ocupa un lugar
trascendente o marginal en su vida, en sus planes o proyectos, o si espera que
sobrevengan cambios en sí mismo o en el entorno a tenor de su enfermedad. h)
Si emergen emociones negativas apareadas a la enfermedad, tales como culpa,
vergüenza o rabia, porque supondrían un indicio del grado de mentalización
neurótica que puede existir tras los síntomas. De ser así, éste sería un factor de
buen pronóstico.
4. ESTABILIZACIONES PSICOSOMÁTICAS SINGULARES
Propongo esta expresión para aludir a la cristalización concreta de la
enfermedad, dado que no es correcto desde la psicosomática contemporánea
hablar de una elección de órgano en clave simbólica. Los autores vinculados al
IPSO parisino, al que los representantes de otras escuelas de psicosomática
han contradicho, han repetido hasta la saciedad que no existe una estructura
psicosomática, pues de haberla se desprendería que hay estructuras no
psicosomáticas. De sobra es conocida la insistencia de P. Marty al señalar que
el adjetivo psicosomático es redundante. Por tanto no debemos permitir que nos
siga traicionando el dualismo implícito de la cultura occidental que dicotomiza
entre enfermedades del cuerpo y enfermedades del alma, a sabiendas de las
mutuas implicaciones entre áreas de expresión que, puntualmente, pueden
sobrecargar más sus signos de manifestación sobre lo somático o sobre lo
mental (cognitivo-emocional), aun dentro de un entramado monista que va
aquilatándose y constituyéndose en el tiempo evolutivo de una vida.
El Yo es, ante todo, un ser corpóreo, apuntaba Freud en 1923, y Pierre Marty
jamás lo desmintió. El psiquismo se monta sobre una estructura corporal en
virtud de
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los procesos perceptivo-motores que tan extensamente han descrito todos los
psicoanalistas dedicados al estudio de las fases tempranas del desarrollo. Si
habláramos, incluso, de la existencia de un psiquismo fetal, como lo apuntara
Raskovsky, éste surge ligado a una serie de sistemas orgánicos en formación
que comienzan a diferenciarse como cuerpo autónomo dentro de otro cuerpo, el
de la madre. El cuerpo es vivido —desde el momento inicial de ambigüedad y
simbiosis con la madre como el primer núcleo de la identidad-sobre el que
pueden tejerse las sensaciones placentero-displacenteras y las
representaciones delimitadoras Yo/no-Yo, estudiadas por Winnicott, Lacan,
Klein, Bleger, Doltó, Mahler, y tantos otros investigadores de la infancia.
Es, pues, indudable la hibridación permanente psique-soma que tiene sus ritmos
y sus peculiaridades singulares. Cada individuo vive esa trama en distintos
tiempos, con diferentes reiteraciones y asociando reacciones y respuestas
idiosincrásicas a cada movimiento orgánico. Por otra parte, la maduración
evolutiva de los órganos y la fisiología obedece a factores predeterminados de
carácter genético (marcadores genéticos predisponentes del modo de
funcionamiento peculiar de cada uno) y ambiental (nutrición, clima, atención
familiar) que van a incidir en su respuesta funcional. Que no esté legitimado
hablar de estructuras psicosomáticas específicas de migrañosos, ulcerosos o
cardiópatas, por ejemplo, no es óbice para señalar la existencia de
vulnerabilidades primarias del organismo en tales o cuales órganos o sistemas
fisiológicos que van configurándose a lo largo del tiempo como un estilo
psicosomático particular y revelador de cada individuo. El estilo psicosomático
va estabilizándose en el tiempo, si bien no supone que no pueda romperse o
emerger una manifestación somática nueva y transgresora de la peculiaridad.
Así lo señaló Ruiz Ogara:
... misteriosamente, como resultado de dinamismos psíquicos, circunstancias
ambientales, y alteraciones biológicas, es como se organizan las enfermedades
psicosomáticas (C. Ruiz Ogara, 1989, pág. 110).
Siguiendo los principios evolucionistas del funcionamiento neurológico y mental
desarrollados por H. Jackson, Pierre Marty parte de la premisa de que el aparato
mental es una función del psique-soma inicial, más tardío y frágil que el aparato
somático. Como Jackson postuló, ante situaciones conflictivas que desbordan la
capacidad de respuesta del sistema global, es posible que el sujeto escinda
ambas funciones, abandonando la más reciente y precaria y regresando a
formaciones con mayor carga de fijaciones evolutivas salvadoras que actúan
como soportes para evitar la carrera contraevolutiva hacia la desintegración.
Los traumatismos topan habitualmente, siendo contenidos por él, con el aparato
mental que bloquea y elabora el impacto excitatorio que arrastran. De tal forma,
si el aparato mental ha adquirido la consistencia y fortalezaapropiada, la
descompensación producida por los traumatismos se agota antes de llegar a la
esfera somática. La forma que adopten las somatizaciones dependerá de la
patologización de ciertos sistemas funcionales desde el comienzo de la vida.
Éstos han podido convertirse en sede de regresiones somáticas más o menos
benignas a lo largo del tiempo, creando
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