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Teresa Sánchez

Sánchez
. Oué es la psicosomática
Del silencio de las emociones a la enfermedad
BIBLIOTECA
NUEVA

QUÉ ES LA PSICOSOMÁTICA Del silencio de las emociones a


la enfermedad
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Colección Qué es...
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Teresa Sánchez Sánchez

QUÉ ES LA PSICOSOMÁTICA Del silencio de


las emociones a la enfermedad
BIBLIOTECA NUEVA
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Cubierta: A. Imbert
Edición digital, 2014
© Teresa Sánchez Sánchez © Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid
Almagro, 38 28010 Madrid www.bibliotecanueva.es editorial@bibliotecanueva.es
5
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de
reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra
sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La
infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra
la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs. Código Penal). El Centro Español de
Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados
derechos.
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Cubierta: A. Imbert
Edición digital, 2014
© Teresa Sánchez Sánchez © Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid
Almagro, 38 28010 Madrid www.bibliotecanueva.es editorial@bibliotecanueva.es
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ISBN: 978-84-16095-22-3
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de
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sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La
infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra
la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs. Código Penal). El Centro Español de
Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados
derechos.
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INTRODUCCIÓN .—¿HAY UN CAUCE QUE ENLACE LAS EMOCIONES Y LA ENFERMEDAD?
CAPÍTULO 1.—ELEMENTOS ESENCIALES DE LA TEORIZACIÓN PSICO - SOMÁTICA DEL IPSO: VOCABULARIO E
HIPÓTESIS BÁSICOS
1. De las emociones a la enfermedad 2. La original propuesta de la Escuela de
París 3. Premisas inexcusables que distinguen el andamiaje teórico del IPSO 4.
Piedras angulares del proceso psicosomático
CAPÍTULO 2.—DE LO TRAUMÁTICO E INELABORABLE A LO SOMATI- ZADO: MECANISMOS Y PROCESOS DE LA
DESCOMPENSACIÓN

1. De lo traumático e inelaborado 2. El espesor del preconsciente 3. Nueva


clasificación nosográfica 4. Neurosis de carácter y neurosis de comportamiento
5. Fijaciones, regresiones y desorganizaciones progresivas
5.1. Fijaciones somáticas 5.2. Regresiones somáticas 5.3. Desorganizaciones
progresivas
CAPÍTULO 3.—VARIEDAD DE SOMATIZACIONES Y SINGULARIDAD DE LOS SOMATIZADORES
1. ¿Ante qué tipo de somatización podemos encontrarnos? 2. El investigador
psicosomático, lector del cuerpo 3. Indicadores que hay que consignar 4.
Estabilizaciones psicosomáticas singulares 5. Somatización benigna y maligna
6. Otros factores coadyuvantes y pronósticos
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CAPÍTULO 4.—ABORDAJE DE LOS PACIENTES PSICOSOMÁTICOS. OBJETI- VOS, TÉCNICA Y
DIFICULTADES ESPECIALES
1. Conduciendo la entrevista psicosomática 2. Peculiaridades de la técnica 3.
Peculiaridades de la psicoterapia 4. Ciertas dificultades especiales
CAPÍTULO 5.—EL DOLOR FÍSICO COMO DUELO DE SÍ MISMO. CONCRE- CIONES ONTOLÓGICAS Y
OBSERVACIONES PSICOANALÍTICAS

1. El cuerpo doliente 2. El silencio y el ruido: el dolor como grito del cuerpo 3.


Ontología psíquica del dolor 4. Metapsicología del dolor 5. Dolor y duelo de sí
mismo
CAPÍTULO 6.—LA IDENTIFICACIÓN CON EL OBJETO PERDIDO. UNA EXPLICACIÓN PSICODINÁMICA DE LA
MORBILIDAD DURANTE EL PE- RÍODO DE DUELO

1. Exegesis del concepto freudiano de identificación con el Objeto


Perdido 2. Desbrozando conceptos confusos 3. Pérdida de objeto. Muerte y
duelo 4. Condiciones del duelo normal 5. Condiciones del duelo patológico 6.
Somatización y morbilidad en el período de duelo 7. Conclusión
BIBLIOGRAFÍA
10
A mis tíos Eugenio y Amelia, que cosieron con maestría muchos agujeros en mi
vida. Y por la dignidad y entereza con que se miden con la enfermedad propia y
ajena
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¿Pero puede un cuerpo dimitir de la realidad? ¿Puede un cuerpo, ante la
agresión del mundo... sustraerse a sus funciones, negarse a seguir siendo
cuerpo, suspender sus razones, abdicar de ser lo que es; esto es, abdicar de ser
una máquina sensible? ¿Puede un cuerpo decir: «Basta, no quiero ir más allá,
esto es demasiado para mí»? ¿Puede un cuerpo olvidarse de sí mismo?
El 2 de enero de 1941, en la aldea de Mieux, en la Bretaña francesa, no muy
lejos del mar, a la vista de noventa y un civiles ardiendo en el holocausto de una
iglesia de piedra, un cuerpo respondió a todas esas preguntas con un rotundo
«Sí».
Aquel día, un hombre llamado Kurt Crüwell perdió la sensibilidad.
Años más tarde...
En aquel mudo corazón se agolpaban emociones tan antiguas como el mundo y
la sucia fábula que lo nombra. Kurt penetraba al fin en ese minuto pavoroso en
que todo hombre debe rendir cuentas con la eternidad o con la pura nada, ese
minuto después del cual ya sólo queda la experiencia de la carne, la vieja
carcasa una y mil veces herida por el clima, la terca carne nacida para la ternura
y, sin embargo, siempre condenada al sufrimiento, la innoble encarnadura
llevada de aquí para allá como un traje antiguo y caduco, pero por eso mismo
tan cómodo; sí, el viejo cuerpo, la vieja piel, el yo levantado sobre el cimiento de
las células y de los tendones y de los huesos, el viejo armazón lleno de heridas y
de cicatrices y de quemaduras que conforman la auténtica memoria del tiempo,
la vieja prosa de la carne profanada y agredida y mancillada y aun así
transformada en salve o en aleluya o en hosanna, la vieja y siempre cálida
sustancia sobre la que se sustenta el mundo afanoso y violento y aterrador; sí,
sólo eso, unos cuantos centímetros de piel cubriendo un corazón fatigado que
decidió pararse a la temprana edad de treinta y un años, un corazón que
perteneció a un sastre que fue organista que fue amante que fue hijo que fue
soldado de un ejército de leyenda que fue espectador de hecatombes que fue
hombre sin sensibilidad que fue piloto en el Atlántico que fue guardián de los
muertos que fue aspirante a padre que fue extranjero entre los suyos y apátrida
en todas partes para al fin venir a ser, otra vez, sólo y ya para siempre, la carne
de Kurt.
Pasajes de La ofensa, RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN Seix Barral, 2007
Ilustran el traumatismo y su conversión en trauma inelaborable, la depresión
esencial, la vida operatoria en la que se sumió el personaje, la ausencia de
mentalización y subjetivación del dolor y la carencia de representaciones y
memorias. Kurt fue un autómata insensibilizado hasta que, años después, el
retorno de lo reprimido provocó un après coup que desencadenó una súbita
desorganización progresiva causante de un infarto fulminante.
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INTRODUCCIÓN ¿Hay un cauce que enlace las emociones y

la enfermedad?
No es muy frecuente oír referencias a la Psicosomática fuera del ámbito
psicoanalítico. Esta vetusta denominación aparece a menudo circunscrita
temporalmente a las aportaciones de A. Garma en sus primeros estudios
aplicados en Argentina (años 30 y 40 del pasado siglo), cuyos ecos e influencia
tempranos fueron debilitándose paulatina o espacialmente a ciertos enclaves
que pertenecen al área de influencia geográfica y teórica del IPSO parisino que
dio sus primeros pasos de la mano de Marty, de M’Uzan, David y Fain al final de
los años 60. Argentina y Francia han constituido epicentros radiales de la
investigación y de la promoción de la teoría psicosomática, de desigual
aceptación tanto en el ámbito de la Psicología como de la Medicina, y por
supuesto de la Psicoterapia. Así puede afirmar C. Smadja que la

Psicosomática:... médica en su expresión, psicológica en su intencionalidad,

representa un verdadero híbrido desde el punto de vista epistemológico (C.


Smadja, 2005, pág. 137).
El término, por tanto, puede parecer obsoleto y en desuso, pero no la realidad a
la que remite, que es el monismo cuerpo-mente o soma-psique, que rompe con
los dualismos del idealismo platónico, reeditado por el racionalismo cartesiano.
La existencia de una unidad psicosomática no es hoy día discutida ni puesta en
entredicho por ningún científico sensato, mínimamente informado de la
conexión, y hasta yuxtaposición, de lo neurológico y lo mental, o de las
imbricaciones profundas
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entre lo neurológico, lo psíquico y lo inmunológico. La psicosomática supuso un
cambio de paradigma, pues dejó de usarse como expresión adjetival y pasó a
usarse como sustantivo, eliminándose su adscripción a la medicina. Trazó un
nuevo objeto de estudio y pergeñó un nuevo enfoque, renunciando a esquemas
semiológicos y a criterios diagnósticos procedentes de la medicina. No hallamos
mejor síntesis que la expuesta por este autor, que condensa además todos los
elementos que componen una visión compleja de este ámbito de conocimiento:
Entendemos por Psicosomática una relación específica entre fenómenos
somáticos y un modo de organización psíquica caracterizada por indicadores
originales: Alexitimia, Pensamiento operatorio, Sobreadaptación, Depresión
esencial, Trastornos en el Universo simbólico, Desmesura del Ideal, Angustia
difusa, Alteraciones en el Sistema Percepción-Conciencia con predominio del
desmentido y fallo en la Coraza Antiestímulos con mayor disposición traumática
(R. D’Alvia, 1995, pág. 124).
Pese a la indiscutible existencia de un conjunto de fenómenos, cuando menos
limítrofes entre lo psíquico (mental) y lo orgánico (sistémico-fisiologico), en los
textos psicológicos académicos se opta por una referencia, menos connotada
psicoanalíticamente, a los «trastornos psicofisiológicos» o a «manifestaciones
somáticas del estrés», acaparando y sintetizando este agente causal, en una re-
ductiva sinécdoque, todos los factores psicológicos que conducen variablemente
en tiempo y gravedad a la aparición de una disfunción esporádica o permanente
en algún órgano o sistema corporal que quiebra el equilibrio bio-psicosocial y
relacional que hoy se acepta como sinónimo de salud. Hemos de matizar que no
existe realmente una diferencia esencial entre psicosomático y psicofisiológico,
pues el «soma» alude al extremo fisiológico, biológico, previo a lo corporal y
carente del simbolismo y el investimiento libidinal e identificatorio del cuerpo. La
psicosomática (o cualquiera de los apodos o alias con que se la quiera
rebautizar) demanda un abordaje interdisciplinar y no se agota en ninguna de las
vías o conductos bilaterales que se formulen: ni el psico-social, ni el bio-social, ni
el bio-psicológico. Pero, ¿cómo interaccionan el plano afectivo y el plano
psicofisiológico?
¿En qué medida, y por qué vía, las excitaciones convertidas en
representaciones psíquicas pueden modificar la constitución genética así como
todos los engramas-adquisiciones (el flujo de informaciones) que resisten antes
y después de la mielinización del cerebro y su maduración sensoriomotriz?
¿Puede el entorno relacional modificar, y en qué grado, el gen y el proceso
neurofisiológico del cerebro en general? O bien, ¿acaso la fuerza evolutiva del
proceso neurofisiológico, dominante y determinante, se convierte, por así decirlo,
en el primer organizador y, en cuanto tal, es poco o difícilmente modificable por
la interacción relacional? (N. Nicolaïdis, 2000).
Dudas razonables que, en cualquier caso, nos permiten hipotetizar que en todo
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caso el entramado afectivo (vínculo, apego, urdimbre...) pueda ser el segundo
organizador de lo psíquico, pudiendo simultáneamente revertir sobre lo
neurofisiológico y lo genético, facilitando o inhibiendo, estimulando o retardando
multitud de conexiones, efectos, instauraciones o desapariciones. Lo psíquico
puede verse como la cúspide integradora (mentalización) del aflujo de estímulos
procedentes del interior del organismo (fuente excitatoria endógena) y de los
provenientes del exterior (fuente exógena de carácter ambiental o socio-
relacional). Cuando la función del pensamiento, control, organización y defensa
del psiquismo se adecuan a la estimulación causada por un suceso o evento,
éste se inserta en la corriente biográfica o narrativa del sujeto sin mayores
dificultades, pero cuando el aparato psíquico se ve desbordado y se bloquea su
sistema de drenaje de la tensión o no se activan las defensas oportunas para
trasmitir al sujeto la percepción de dominio y de preservación de su Yo, se
desencadena un estado de astasis peligroso. Deja de activarse la angustia-señal
de alarma y, en su lugar, sólo afloran angustias difusas perturbadoras pero
innominadas y no codificadas por el Yo. Entonces puede aparecer la defensa
somática o la derivación a través del cuerpo de los excedentes tensionales no
tramitados mentalmente.
Lo energético primitivo, primario, preverbal y desorganizado se plasma en una
eclosión perturbadora que se aleja funcionalmente de la homeostasis y de la
salud. Se ha consumado, entonces, la escisión psique-soma. Se expulsa fuera
del psiquismo el trauma que no puede procesarse. El daño producido es la
somatización (enfermedad o accidente somático), que deja una huella de
vulnerabilidad corporal que favorece las compulsiones repetidoras ante
situaciones de desequilibrio posteriores. Ello se debe a la «memoria corporal» o
«memoria humoral» del organismo. Así lo plantea un clásico:
La organización psíquica corona la estructura psicosomática individual y de su
estabilidad y funcionamiento depende el establecimiento de mecanismos
mentales que permiten ejercer una adecuada barrera, protectora y selectiva de
los estímulos, admitiendo una progresión, elaboración y descarga de la
excitación, en el plano mental. Si esto estuviera impedido, se crea un estado de
sobrecarga que revierte hacia los órganos sensibles (C. R. L. Calatroni, 1993,
pág. 17).
En la literatura sobre Psicosomática es fácil encontrar una disyuntiva. Muchos
autores plantean que ante un desbordamiento externo o un aluvión pulsional
interno, el individuo ha de optar por una desorganización somática o una
desorganización psíquica. Esta bifurcación matiza en paralelo dos formas de
desintegración: la primera destruye poco o mucho al cuerpo, conduciendo
ocasionalmente a la muerte, y la segunda amenaza o rompe al Yo, afectando a
la identidad y a la trayectoria histórico-existencial del sujeto. Psicosomática y
psicosis, equiparadas en gravedad y en fatalidad, señalan no obstante el
predominio del proceso primario, pero en la enfermedad orgánica se usa un
lenguaje infantil primario (el lenguaje preverbal del infante que no ha accedido a
la palabra y a los símbolos) y en la psicosis se accede a unas representaciones
mentales más cargadas de símbolos, palabras. En cierto modo, ambas
patologías son equivalentes en cuanto al vacío del espacio mental, lo que las
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distingue es el tipo de vacío, que es originario, temprano, en la psicosomática,
pero en cambio es fruto de la dinamitación del espacio psíquico en las psicosis.
Lo relativo a la Psicosomática no es ni mucho menos claro. Para varios
psicoanalistas, encabezados por A. Green, el síntoma orgánico remite a lo pre-
psíquico, su origen último se remonta a la existencia de un trauma precoz y
previo a la posibilidad de su inscripción mental, es decir, un trauma acaecido
cuando aún no hay sensu stricto un sujeto que lo recupere interpretativamente.
Sólo el soma puede responder, el cuerpo biológico, dado que el cuerpo psíquico
o cuerpo «erógeno» aún no se ha instalado. A. Green (2000) sitúa el germen del
trastorno psicosomático en una suerte de «agnosia psíquica» fruto de una
desobjetalización precoz, en muchos casos subsiguiente a la ausencia de
investimientos maternos («complejo de la madre muerta»), que a su vez produce
una congelación afectiva persistente y degradante. El psiquismo se negativiza y
pierde capacidad de mediación entre el soma y la realidad. El preconsciente se
adelgaza en extremo y no desarrolla el arbritraje necesario entre los afectos y
las representaciones. Por ello:
... el impacto económico de las excitaciones externas e internas corre el riesgo
de volverse traumático y por lo tanto desorganizador (A. Green, 2000, pág. 145).
Para otros, liderados por Alexander y otros miembros de la escuela de Chicago,
todo cuerpo es cuerpo psíquico desde un principio, una metáfora de las
funciones mentales, por lo que, dependiendo del tipo de trauma y del tipo de
personalidad psíquica, el drama se representará en un escenario orgánico o
sistémico u otro. Cada órgano, como cada representación mental, tendría su
propio código susceptible de conocerse e interpretarse, reconduciendo el
conflicto por una vía psíquica menos nociva y peligrosa para la supervivencia.
Chiozza navega por estas aguas y sus numerosos textos lo atestiguan. Él podría
suscribir que existe una relación biunívoca y no casual entre la elección del
órgano o de la enfermedad y el perfil o tipología de carácter del sujeto afectado.
Para unos, el cuerpo enfermo no expresa nada, salvo el dominio de thanatos, es
un campo de batalla para la expresión de las pulsiones de muerte (E. Rappoport
de Aisenberg, 2004), mientras que otros juzgan que cada órgano enfermo es un
canal para la relibidinización del cuerpo, por la vía masoquista, pero ligando lo
mortífero al narcisismo de vida de superior entidad y fuerza (B. Rosenberg,
1995). No puede aplicarse al enfermo somático el modelo de la conversión
histérica, dada la indeterminación y la carencia de simbolismo que poseen sus
síntomas. Por este motivo, entre otros, algunos autores franceses sitúan el
trastorno somático fuera de lo psíquico, manteniendo la dicotomía en las
enfermedades: las que sólo afectan y se originan en el cuerpo, las que afectan y
se originan en la psique, reservando un territorio de intersección ocupado por las
que se originan en la psique y se expresan en el cuerpo, es decir, las
conversiones histéricas.
Pensamos que toda lectura que indague cuantitativa-mente en las proporciones
relativas de lo psíquico y lo orgánico (lo constitucional, genético, metabólico), de
las representaciones pulsionales o de lo inmunitario, por separado, cual
compartimentos estancos, es una forma de restituir el dualismo. Abogamos por
un interaccionismo
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permanente entre ambos, dado que esos componentes forman parte de una
unidad psicosomática indisoluble. Tanto es así que suscribimos la impresión de
P. Marty de que no hay enfermedades específicamente psicosomáti-cas, pues
ello entrañaría la existencia de otras que escapan a esa interacción.
Zubiri (2005) rechaza categóricamente que psicosomático guarde sinonimia con
«de origen desconocido», porque la causación remite siempre a la imbricación
del funcionamiento mental con su soporte orgánico. C. Smadja se plantea el
grado de compatibilidad entre la «lógica freudiana y la lógica martyana» pues la
primera conserva —a través del patrón de las conversiones histéricas— un
dualismo implícito, en tanto que la segunda apuesta por unmonismo radical que
concierne tanto a la índole del fenómeno psicosomático como a sus propiedades

y modos de funcionamiento:... las causalidades psíquica y somática están

indisociablemente ligadas unas a otras por su inserción en la cadena de los


acontecimientos evolutivos (C. Smadja, 2000, pág. 67).
Con todo, la contraposición en las lecturas sobre lo psicosomático comienza en
la misma designación: quienes hablan de lo psico-somático (Winnicott,
McDougall, Green) o quienes hablan de lo psicosomático (Marty y el IPSO en su
conjunto). La conservación o no del guión marca la contraposición entre
concepciones separadoras de sistemas o niveles de acción (lo psíquico y lo
somático) aunque susceptibles de interrelación, y concepciones monistas (puede
que reduccionistas desde una óptica freudiana). El guión («-») delimitador no es
un problema meramente semántico ni baladí, ya que señala que, a juicio de
algunos psicoanalistas, el intervalo de lo que no es sólo somático pero tampoco
psíquico todavía. Apunta al «entre», a esa forma limítrofe pero ignota de
expresión de la pulsión que es desconocida para el psicoanalista o el médico
convencionales. El guión configura el espacio de la hibridación del fenómeno,
pero no lo aparta del psicoanálisis, sino que éste incluye la psicosomática como
una de sus áreas colaterales.
El enfoque de la Psicosomática tiende hacia la mayor apertura del ángulo de
visión e interpretación, yendo desde la enfermedad al enfermo que la padece,
contrariamente a la angosta mirada de la medicina organicista convencional que
omite o ciega al enfermo para centrarse exclusivamente en la enfermedad que lo
aflige. Es precisa una visión global, por debajo del disfraz de salud psíquica que
muestran superficialmente estos enfermos, como si todo lo anómalo saturara el
cuerpo dejando incólume y liberado el espíritu, preservado de otras alteraciones
del pensar o del sentir. Pero la verdad que anida tras el cuerpo somatizador es
la de un «alma amurallada», inaccesible, anestesiada, vacía..., engullida en un
agujero negro emocional (E. Castellano-Maury, 1994) que tiene al cuerpo
enfermo como recadero de lo borrado (E. Mollejo, 2006).
Si vemos sólo un cuerpo enfermo y nos dejamos engañar por el manto de salud
mental o por la planicie adaptativa de su conducta, estaremos soslayando la
única lectura que podría llevarnos a construir puentes entre el soma y la psique.
J. McDougall nos advierte de una evidencia: el enfermo somático está enfermo
de normalidad (en esa modalidad ramplona de ajuste a la realidad, contacto
mundano y
17
respuestas estereotipadas). Es un «normópata» que:
... ha construido un muro de pseudonormalidad alrededor de sí mismo para
poder hacer frente al mundo a pesar del grave dolor interno en su contacto con
otros (J. McDougall, 1982-1983, pág. 381).
Lo interesante, en todo caso, es contemplar que no toda locura se instala en lo
psíquico puesto que hay locuras que se instalan y expresan en el cuerpo. El
precio, por supuesto, es la estereotipia del contacto con la realidad, de los
vínculos afectivos, de la inserción en lo laboral, la sobreadaptación, la mente
deshabitada pero miméticamente funcional, apta para el trabajo de vivir en la
periferia del mundo, pero mutilando el contacto con los afectos profundos
(alexitimia, pensamiento operatorio). No conviene ignorar que:
El síndrome orgánico está basado en los núcleos mudos de la historia del sujeto,
en experiencias previas a la adquisición de la palabra (J. E. Fischbein, 1995,
pág. 146).
El espinoso camino que hay que recorrer durante el tiempo relacional de la
psicoterapia psicosomática consistirá en resignificar el cuerpo, resituarlo en las
coordenadas psicológicas de las que se extravió o que nunca tuvo. El paciente
ha tomado su enfermedad como un objeto de relación totalitario y compulsivo.
La relación terapéutica deberá cumplimentar la función de «objeto transicional»
en tanto se reconstruya el propio cuerpo como objeto de relación y los objetos
externos como depositarios de su libido. Para ello ha de realizar el viaje costoso
anímica-mente de soportar el dolor mental que orilló mediante el dolor corporal,
aceptando sentirse enfermo además de estar enfermo. Ese ser enfermo no
circunstanciado abre las compuertas a la comunicación entre su psique y su
soma, elimina la escisión pretérita y revitaliza los aletargados y ‘herrumbrados’
representantes pulsionales.
En términos más sencillos: la terapia consistirá en procurar que el enfermo se
abra a su propio proceso mental y a su conocimiento, sin desmentidas ni
renegaciones de lo real de su dolor psíquico. La psicosomática como orientación
teórica y técnica aspira a insuflar sentido al síntoma, que carece de él. Un
síntoma puede ser disfuncional pero en todo caso sirve en el esquema
existencial del individuo, cumple unos cometidos que han de ser presentados al
paciente para que inicie su andadura hacia la re-integración del psique-soma.
Así lo reconoce D’Alvia:
... lo insoportable no son los trastornos orgánicos, sino que lo que ocurre no
tiene sentido integral, siendo el síntoma vivido como lo ajeno, lo separado y
excluido de sí mismo. Por eso el alivio comienza cuando se integra en el
universo del paciente algún sentido, alguna nominación que puede al comenzar
ser el diagnóstico de la enfermedad (R. D’Alvia, 2002, pág. 67).
La reactivación de la fantasía, del mundo onírico, de su historización biográfica
sin lagunas, serán indicios ciertos de la ganancia en la calidad de la
mentalización,
18
señales inequívocas de que se está entrando en el campo más seguro de la
neurosis, abandonando el letal recurso de la somatización. Entonces, el sujeto
estará salvado, en el cauce de alcanzar un imperfecto equilibrio somatopsíquico,
como la mayoría de las personas, pero ya sin la amenaza ominosa de la
desorganización y la muerte. El criterio de Ferenczi de alcanzar los «óptimos
relativos» en cada paciente se amolda perfectamente a esta finalidad. Renunciar
a mantener fijo algún parangón es clave para no desanimarse o no establecer
techos de salud utópicos. Con cada paciente no ha de pretenderse más que
aquello que figure entre sus posibilidades de desarrollo mental, pero controlando
el Yo ideal terapéutico tanto como sus propios deslizamientos operatorios hacia
objetivos excesivamente pragmáticos y vacíos. La desesperanza del terapeuta
es un enemigo contratransferencial tan contraproducente como el propio
desánimo del paciente: trasunto contagioso de la depresión esencial que le ha
llevado a enfermar.
El trabajo terapéutico genéricamente consiste en poner palabras al cuerpo que
ha hablado a través de los síntomas, para que el lenguaje (representación de
palabra) sustituya a la queja, al dolor, a la alteración (representación de cosa).
Cuando las emociones enmudecidas hallan, descifran o inventan un cauce para
canalizarse, el cuerpo no precisa recurrir a quebrantos primitivos. Entonces
sobreviene la salud posible. Una vez restaurados o instalados los códigos
afectivos y relacionales, el código del dolor físico es innecesario. ¡Cuán bella y
pertinentemente lo expresa un autor argentino!:
No existiría auténtico proceso analítico en grado de dar lugar a la relación si el
analista no encontrase palabras capaces de acompañar, despertar y dar voz a
procesos primarios de pensamiento (...) Se trata de un trabajo incluso doloroso,
pero que tiende al placer re-generativo, (...) de un trabajo que integra la vivencia
de intensas experiencias emotivas y sensoriales con las expresiones verbales
edificadoras de nuevos lazos... Para que esta integración tenga lugar es
necesario dar cuerpo a las palabras, pero también que al cuerpo le sean
dedicadas palabras (A. Rocalbuto, 1995, pág. 169).
El libro que presento tuvo su primer germen en la prematura y terrible
enfermedad de mi madre que, entre otros efectos, llenó mi mente de confusión y
preguntas que, cuando fui adulta, pude canalizar a través de la investigación en
psicosomática y a través de la práctica terapéutica. Más tarde, cristalizó en un
Curso de Doctorado que hube de impartir en 1992 para el postgrado en
Psicología Clínica. Años después, una asociación de estudiosos del
Psicoanálisis con sede en Castilla y León me invitó a impartir una serie de
conferencias que estimularon nuevamente mi deseo de actualizar y compendiar
mispropias conclusiones. Finalmente, la posibilidad y el anhelo de impartir una
asignatura optativa en la Universidad Pontificia sobre Estrés y trastornos
psicosomáticos me alentó a configurar un libro que sirviera de texto-base para
los alumnos. Entre medias, las preguntas iniciales y mi incesante necesidad de
resignificar la muerte de mis padres, víctimas ambos de cánceres devastadores,
continuaron siempre latiendo y hasta impulsándome a ciertas elecciones
intelectuales.
19
El resultado consta de 6 capítulos, extensos, pero que constituyen unidades
temáticas indivisibles. El primero es un acercamiento al vocabulario de la
psicosomática, nutrido con explicaciones y desarrollos que pueden facilitar la
inmersión en los procesos y mecanismos inherentes a la somatización, lo que
será objeto del segundo capítulo. El tercero tratará los aspectos relacionales,
técnicos y terapéuticos que han de considerarse en el abordaje y tratamiento de
los pacientes psicosomáticos. El Capítulo cuarto ofrece una elaboración sobre el
tipo de somatizaciones que podemos encontrarnos y la imbricación con las
peculiaridades individuales. El quinto presenta una mirada sobre el dolor, como
vértice y vórtice de la enfermedad y pivote existencial que modula nuestra
presencia en el mundo y nuestras posiciones identitarias. El último capítulo
versa y centra, exclusivamente, la relación entre el duelo y la vulnerabilidad
somática, máxime cuando se trata de duelos patológicos o no elaborados y se
yuxtaponen a mecanismos confusionales e identifica-torios con el «objeto
perdido».
Ojalá que el lector encuentre en estas páginas claves sugerentes que le
conduzcan a prevenir en sí mismo o revertir procesos de somatización o, en
todo caso, le ayuden a integrar su propio psiquesoma, a mentalizarlo y
coordinarlo con su transcurrir vital y su historia personal.
20

CAPÍTULO 1 Elementos esenciales de la teorización

psicosomática del IPSO: vocabulario e hipótesis básicos


Para nosotros el enfermo psicosomático y la enfermedad psicosomática no
existen. Psicosomático es el funcionamiento de todo ser humano.
I. USOBIAGA, 1997, pág. 55
1. DE LAS EMOCIONES A LA ENFERMEDAD
Vaya por delante nuestra convicción de que no existe una estructura
psicosomática diferenciada y claramente delimitada de otra no-psicosomática.
Todo cuanto nos ocurre ha de tener una lectura psicosomática. El enfermar
psicosomático pasa a tener dos lecturas desequilibradas que acentúan lo
fisiológico o lo mental, pero sólo la lectura interactiva es real y supera el
dualismo mente-cuerpo platónico. El positivismo científico en la medicina y
ciencias concomitantes obvió todos los factores que no se atuvieran a
coordenadas mensurables y observables. El construccionismo reparó la pérdida
de factores ideativos y fantasmáticos, permitiendo, restableciendo y restituyendo
las representaciones y los afectos al escenario psíquico del que habían sido un
siglo atrás expulsados.
La posmodernidad y el factor-e (emocional) del que hablan los intelectuales
contemporáneos permiten, sinvergüenza, invocar los factores emocionales como
corresponsables del curso de nuestra existencia, en no menor cuantía que otros,
21
aunque los sutiles hilos a través de los que ejercen su poder sean
inevitablemente neurovegetativos, endocrinos e inmunológicos. Es el cuerpo el
que habla de las emociones, en igual medida a como las emociones traducen
sutiles o groseros cambios producidos en los niveles bioquímicos, metabólicos,
fisiológicos y somáticos. Nada menos que el Premio Príncipe de Asturias
Antonio Damasio acepta la relación entre la bioquímica de las emociones y las
alteraciones somáticas:
En todas las emociones, múltiples descargas de respuestas neurales y químicas
cambian el medio interno, las vísceras y el sistema musculoesquelético por un
período determinado y de un modo determinado (A. Damasio, 2005, pág. 65).
Los sentimientos pueden ser, y con frecuencia son, revelaciones del estado de
la vida en el seno del organismo entero (ibíd, pág. 13).
Cabe decir que lo mismo ocurre en dirección inversa: el cuerpo revela, tanto en
su funcionamiento sano como mórbido, el estado de armonía o disarmonía de
los sentimientos. Chiozza (1980) ya juzgaba complementario el conocimiento de
las causas eficientes que producen la enfermedad y la investigación de la
significación inconsciente de la misma.
Pero el IPSO evita el psicologismo, el simbolismo y el mentalismo mágico, pues
hace intervenir en el enfermar somático una conjunción de factores genéticos,
ambientales, hábitos de vida y fallos radicales del aparato psíquico. Los cambios
bioquímicos, genéticos, tóxicos, etc., son desencadenantes o coadyuvantes
necesarios, pero no suficientes. Nos explican el cómo mecánico, pero no el
porqué ni el sentido. De hecho, Marty se ufanaba de que la psicosomática es
una teoría que niega la visión general de que la enfermedad es resultado de un
ataque exterior provocado por agentes tóxicos, nutricionales o ambientales, para
implantar una visión diferente, más que evolutiva, contraevolutiva, pero
internalista:
... postula que el individuo es capaz de destruir él mismo su cuerpo,
parcialmente o totalmente y ya no solamente de manera teórica como en las
neurosis, sino de manera práctica, efectiva... La psicosomática sugiere
inmediatamente la idea de auto-destrucción efectiva (P. Marty, 2001, pág. 23).
La noción de organización psicosomática se refiere, pues, a
... la forma en que sus particularidades somáticas y psíquicas se han ido
estableciendo y entretejiendo a lo largo de su desarrollo para hacer del sujeto lo
que es. La estructura fundamental es el resultado de los avatares de la historia
personal del individuo, de las peripecias biológicas y afectivas de su desarrollo y
de sus particularidades genéticas, hereditarias y constitucionales (E. Castellano,
2000, pág. 55- 56).
22
La misma autora subraya que la estructura psicosomática rara vez se encuentra
en estado puro y describe un modo de enfermar prototípico pero que luego ha
de acoplarse a cada singularidad. Estructura que había pasado desapercibida
quizá por constituir «una patología en negativo» (2003, pág. 55).
Así pues, comprender el significado del acontecimiento del enfermar y su
singularidad humana es el primer eslabón para comenzar su transformación.
2. LA ORIGINAL PROPUESTA DE LA ESCUELA DE PARÍS
En el Congreso de Psicoanálisis de Lenguas Románicas celebrado en Barcelona
en 1962 se fundó el IPSO. Sus abanderados fueron David, Fain, Marty y
M’Uzan. Los primeros trabajos en que cristalizó el nuevo pensamiento fueron
«Movimientos individuales de vida y de muerte» (1976) y «El orden
psicosomático» (1984). Su modelo explicativo del enfermar somático tiene tres
claves:
a) Monista (defiende la unidad funcional psiquesoma, sin barras o guiones
separadores que perpetúen la dualidad). Es monista «tanto en lo referente a la
naturaleza material de los fenómenos como a sus propiedades, es decir, a sus
modos de funcionamiento» (C. Smadja, 1995, pág. 8). Freud consideraba que el
psicoanalista debía detenerse en la frontera de lo somático por sus distintas
propiedades respecto a lo psíquico. Sin embargo, el continente oscuro (el
cuerpo) es abordado por Marty desde una óptica nueva: la evolutiva. Existe un
continuo de lo somático a lo psíquico y de ambos a lo corporal. El cuerpo no es
una parte del binomio, sino que integra y recapitula el binomio.
b) Evolucionista (regido por el movimiento progresivo de las pulsiones de vida).
Para Marty, lo interesante es comprender el origen de las funciones orgánicas y
su inscripción en el desarrollo evolutivo de la persona. El potencial vital varía en
calidad y en cantidad dependiendo de los individuos, de los avatares de su
existencia y de la edad, y puede debilitarse o enlentecerse en circunstancias o
momentos especiales por la intervención de las pulsiones de muerte. Las
pulsiones de vida y de muerte sirven de intermediación entre la percepción
externa y el trabajo de representación mental. Representación interna
constructiva, vincular, positiva (que empuja progresivamente al crecimiento y al
desarrollo), o representación destructiva, desunitiva y desorganizadora (que
empuja a la regresión maligna y, en última instancia, a la muerte).
c) Económica (admite procesos sensoriomotrices o mentales como alternativas
en la expresión y evacuación de las tensiones y desequilibrios mentales). La
alternancia que establece quedaría reflejada en «o se actúa o se piensa». El
punto de vista económico tiene más importancia que el tópico o el dinámico,
pero no es sólo cuestión de quantums pulsionales en circulación, sino de
jerarquías organizadoras que se van adoptando evolutivamente. La
somatización supone el triunfo de niveles de organización jerárquica inferior,
más primarios y débiles, proclives a desbordarse.
La iniciativa adoptada por el IPSO recicla, casi 100 años después, las teorías
freudianas de modelo hidráulico sobre las neurosis actuales como respuesta al
desbordamiento excitatorio de estimulaciones propio o exteroceptivas.
23
Lasmanifestaciones somáticas de la ansiedad bruta serían canalizaciones
primarias que descargarían la tensión acumulada. El mal de órgano
desaparecería en cuanto se suministrara al sujeto una vía de drenaje
evacuatoria que sustituyera a la musculoesqueletal. IPSO se alejó desde el
principio de la interpretación simbólica de la enfermedad, no compartiendo este
punto de vista característico de la Escuela Argentina de psicosomática y de los
brillantes escritos de Garma, Rascovsky o Chiozza sobre algunos trastornos
característicos. La enfermedad somática no tiene significado ni es
necesariamente reversible aun cuando se la dote de sentido o se establezcan
las coordenadas vitalistas que nos permitan entender por qué emergió o por qué
eligió esa trama o esa figura concreta.
Lo cierto es que, cualquiera que sea su origen último, a diferencia de los
síntomas histéricos, en el síntoma somático, el sujeto pierde el control sobre los
procesos neurovegetativos, endocrinos o neurológicos que son el detonante
inmediato y directo de la disfunción o de la lesión.
3. PREMISAS INEXCUSABLES QUE DISTINGUEN EL ANDAMIAJE TEÓRICO DEL IPSO
Nos ayudan a entender el camino que conduce a la somatización.
— El traumatismo degenera en trauma: Traumatismo es toda acumulación
desbordante de excitaciones que son, por la inmediatez y lo inesperado de la
situación, o por la inmadurez o déficit de mentalización del Yo, o por la ausencia
de figuras de contención o holding, inelaborables psíquicamente. Si no existen
representaciones mentales que puedan pulsionalizar y fantasmatizar los
acontecimientos, el aluvión de excitaciones genera trauma. La inmovilidad,
bloqueo o petrificación psíquica del mundo imaginario relacionado con dicha
sobreexcitación, además de la fascinación y la cooperación de ciertas
representaciones inconscientes arcaicas pueden convertir el traumatismo en
trauma. Trauma que puede ser acumulativo o aniquilador.
— El funcionamiento evacuatorio: La incapacidad de ligar la tensión y excitación
somáticas mediante defensas neuróticas o representaciones que doten de un
anclaje mental que permita entender lo que está pasando, favorece la pura
descarga sensoriomotriz. La calma vuelve tras el drenaje. Si no hay inhibición en
este aparato mental primitivo y expulsivo, no puede hablarse de funcionamiento
mental propiamente dicho. De hecho, se da una ausencia de mediación del
pasado en la elaboración del traumatismo debido a un funcionamiento
defectuoso de los mecanismos de represión. «El individuo operatorio no sufre de
reminiscencias» (E. Castellano-Maury, 2003, pág. 56).
— La hiperinvestidura de lo real-factual para rellenar de materia palpable el
clivaje del mundo interno arrasado por el trauma. El sujeto en esta tesitura se
vuelca en la sobreadaptación (D. Liberman), en la seudonormalidad (J.
McDougall), alcanzando una rigidificación robotizada y mecánica de la que se ha
abolido lo afectivo e imaginativo. Es muy útil el concepto de A. Green de
«alucinación negativa»: no ver lo que sin embargo existe, propicia la expulsión o
encarnación en lo visible y operacional de la fisiología del daño psíquico invisible
e impensable.
24
— ¿Qué hay más real que el dolor? La termodinámica psicosomática establece
una fluctuación: a menor tolerancia al dolor mental, tanto más probable será el
dolor corporal. Para Bion la madurez dependía de la soportabilidad ante el dolor
mental. Madurar es asumir el cambio catastrófico, contener el displacer de la
supervivencia, encajar el conocimiento, asumir la violencia desorganizadora del
crecimiento. Cuando el dolor mental es inasumible por la imposibilidad de
pensar, el sujeto se ataca a sí mismo. La enfermedad emerge como contra-dolor
psíquico garante de la negación: «no pasa nada». El dolor del cuerpo niega el
contacto con la realidad misma del inconsciente. Lo real engulle lo imaginario,
anestesia el dolor psíquico y sirve de pantalla de su percepción. «Cuando
progresa el ruido somático, el ruido psíquico disminuye» (C. Botella, 1998).
— El balancín psicosomático se decanta sobre el cuerpo primitivo (hay quien se
refiere a la enfermedad psicosomática como «histeria arcaica»), invierte el
sentido evolutivo de progreso y entra en una dinámica contraevolutiva hacia el
primitivismo (H. Jackson se anticipó en el siglo XIX a esta explicación, si bien lo
aplicó a enfermedades degenerativas y a demencias) ontogenético. Se produce
la regresión al cuerpo bruto, al cuerpo no metaforizado, asemántico. Cuando el
cuerpo primario toma la iniciativa en ausencia de un cuerpo psíquico o un cuerpo
simbólico, la enfermedad está servida, y si en el camino involutivo no tropieza
con diques de contención (puntos de fijación neuróticos), el pronóstico no será
muy favorable. Son las fallas en el funcionamiento psíquico de un individuo las
que le hacen vulnerable ante la enfermedad física. La regresión cabalgaría hacia
la desorganización, arrastrando en su camino a las pulsiones de muerte
(disfrazadas a menudo de cansancio, descenso en el tono vital,
inmunodeficiencia, depresión latente, etc.). Dice M. de M’Uzan que «el síntoma
psicosomático es estúpido», que no tiene sentido. En efecto, no revela sino el
fracaso en el proceso de figurabilidad, la ausencia del fantasma. Tan es así que
para el IPSO la regla de oro, en su sentido más operatorio es: «o fantaseas, o
mueres».
4. PIEDRAS ANGULARES DEL PROCESO PSICOSOMÁTICO
Todos somos psicosomáticos, y todos con variable intensidad y frecuencia
atravesamos episodios o momentos en que nuestro funcionamiento
psicosomático condensa los fenómenos que siguen. La gravedad, reversibilidad
y letalidad de los mismos marcarán la diferencia entre las personas. Pero no
cometamos el error de escuchar, leer o atribuir esos elementos a otros, siempre
a otros factores circunstanciales o externos. Seamos autorreferentes: ¡nos va la
vida!
De entre las condiciones preparatorias o coadyuvantes en la formación del
síntoma psicosomático, Pierre Marty destaca tres factores que aquí
completaremos con tres más:
A) Depresión esencial. El concepto tiene un precedente en la depresión
anaclítica de Spitz, en la depresión blanca o depresión latente, en la depresión
vacía o depresión inconclusa, en la depresión sin objeto, incluso enla depresión
inmunitaria, pues de todas estas formas se la conoce. I. Usobiaga la define así:
25
Se trata de una depresión de larga duración, una depresión sorda que nunca ha
sido elaborada ni considerada como tal, pero que marca en el individuo un tono
vital bajo desde su infancia (2002, pág. 7).
Es el referente clínico de las depresiones sin expresión. La depresión esencial
es asintomática, plana, se presenta como un déficit de energía, cansancio,
desilusión, apatía y un élan vital bajo, cuasi desconectado de las recompensas
placenteras del mundo. Se trata de un caldo de cultivo sordo, sin
manifestaciones obvias de dolor mental o de déficit narcisístico. Lo que captura
la atención del psicosomatólogo es el demasiado escaso dolor psíquico que se
muestra, la conformidad con el leve malestar, la dificultad para dejarse llevar o
buscar el placer. La «frigidez afectiva» es la nota sobresaliente en una
fenomenología abúlica y de tono bajo, que no obstante transmite un desamparo
profundo y muy antiguo, no reconocido pero padecido, un desbordamiento jamás
superado y que ha dejado lastres perdurables:
... la reserva del Ello no está vaciada, sino casi cerrada. El compromiso pulsional
no tiene curso... Sólo permanece aparentemente investida una fórmula
relacional... que se encuentra en comportamientos más o menos automáticos,
de los que algunos están, sin embargo, muy comprometidos pulsionalmente (el
hecho de comer, por ejemplo). Se buscan en vano los deseos; no se encuentran
más que intereses maquinales (P. Marty, 1976, pág. 75).
Smadja (2005) lo relaciona con el fracaso o la debilidad en la dramatización
histérica, siendo esa inexpresividad del dolor la resultante. El paciente no se ha
permitido nunca la tristeza, entendida como experiencia humana de la pérdida y
del anhelo. Sencillamente es alguien que no osa esperar nada distinto de cuanto
se le ha dado o deshacerse de cuanto le frustra o le hace infeliz. Carece incluso
de la percepción de frustración, dado queacata lo real cual le viene sin
oposición, sin rebeldía, sin comparación con otros estados posibles. A veces el
pasivo conformismo tiene un aire de fatalidad, derrotismo o cinismo
desesperanzado. Pero no hay queja, ni demanda, ni expectativa de cambio.
La depresión esencial lleva incorporada la sordina que amortigua el dolor
psíquico que no puede ser representado. El revestimiento externo es de
anestesia, indiferencia, confundida a veces con empaque, serenidad o
resistencia a los embates de la vida. Paradójicamente este tono de la «depresión
esencial» puede remitir o invertirse, dando lugar a una mejora en el humor,
cuando ya ha aparecido la enfermedad somática. La paradoja psicosomá-tica
aquí se revela de la siguiente forma: cuando el cuerpo enferma, se relibidiniza la
vida, se restaura el placer de existir, se recatectizan los deseos y se revalorizan
los contactos (I. Usobiaga, 1995).
Juan Muro resalta el carácter silencioso y discreto, su textura de frialdad, la
distancia emocional, la desconexión transferencial de pacientes en depresión
esencial. Se acompaña a veces de angustias difusas, sin objeto ni
representación mental. M. Zubiri (2002) decía a propósito de esto que hay una
clínica negativa, caracterizada por el borrado, por la ausencia de algo que
debería haber y no hay. No se aleja de lo escrito por P. Marty:
26
Menos espectacular que la depresión melancólica, conduce más seguramente a
la muerte. El instinto de muerte es señor y dueño de la depresión esencial (1990,
pág. 40).
El Yo del deprimido esencial cumple sus funciones de defensa e integración, no
está sometido a la ley, sino que vive la ley. Menos dañado en apariencia que en
las depresiones clásicas, el aparato mental puede coordinar y ejecutar ciertas
funciones: comer, dormir, la sexualidad. Lo ideal sería poder hacer un abordaje
precoz de la depresión esencial, antes de que se disuelvan con medicamentos
sus signos prodrómicos (las angustias difusas) o que su cronificación termine
coagulándose en síntomas somáticos severos.
Muchos autores vinculan la depresión esencial al fracaso en el vínculo primario.
Boschan afirma: «para tener ganas de vivir, tiene que haber habido otro con
ganas de que vivamos» (P. J. Boschan, 1998, pág. 169). El que siente que sobra
puede generar una reacción autodestructiva larvada y lenta, predisponiendo una
indiferencia esencial en el plano de los intereses vitales, desatendiendo las
manifestaciones de la pulsión de vida y dejándose obrar por los agentes letales,
en una actitud como de ¡¿qué más da lo que me pase?! Los investigadores del
IPSO no tienen duda alguna de que esta depresión esencial aumenta la
morbilidad predisponiendo sordamente la libre eclosión invasora de las
enfermedades. Naturalmente en el proceso han de intervenir los sistemas
autonómicos, hormonales e inmunitarios. Es lo que Sebeok llama
endosemiótica.
La depresión blanca se expresa a través de una percepción de futilidad de las
cosas, con un desinvestimiento del Yo y de los objetos. La mirada y el deseo
sobrevuelan por la periferia de las cosas, no adhiriéndose a nada, no
depositando identificación proyectiva alguna sobre nada. La excesiva densidad
de lo real satura la vivencia y abole la libidinización. Casi siempre se camufla de
hiperactividad rayana en la omnipotencia. ¿Cómo detectar la depresión en
alguien que aparenta estar henchido de energía a la vista de la incesante e
irrefrenable sucesión de acciones y tareas en las que se vuelca?
El deprimido esencial sostiene su autoestima en la eficacia de sus actividades,
en lo imprescindible de su presencia, en la valoración fáctica que el entorno
concede a su solvente ejecutoria personal y/o profesional. El deprimido esencial
es un «trapero del tiempo», como diría J. A. Marina, un devorador de urgencias y
segundos que no le alcanzan para la actividad que despliega. Sin indulgencia
para el descanso, el ocio, el juego. Dice no tener tiempo para deprimirse,
ignorante de que su depresión, por insidiosa y silente, es la más mortífera.
¿Recuerdan a Escarlata O’Hara cuando exclamaba: «¡Mañana lloraré!»? En su
hoy le asaltan demasiados imponderables que atender para percatarse de la
conmoción del mundo interno. Aplazar o renegar la percepción del dolor psíquico
es el mecanismo recurrente de este tipo de personalidad. Sólo que ese mañana
nunca llega porque la descarga sensoriomotriz deviene escudo defensivo sin
igual para expulsar los duelos.
Tempranamente, P. Marty, M. de M’Uzan y Ch. David (1967), en La
investigación psicosomática, nos dejaron un retrato robot que, además de
literario, nos recuerda a lo que en otros ámbitos se ha designado como
síndrome de Bartleby,
27
en alusión al escribiente de Melville, quien ante cualquier requerimiento o
demanda laboral, invariablemente contestaba «preferiría no hacerlo». Al igual
que Bartleby, el sujeto psicosomático aparece como ese:
... personaje aparentemente mortecino, a menudo angostamente realista, algo
somero, que creía moverse en la evidencia y del que se desprendía una vaga
tristeza (...). (1967, pág. 327). También lo designa como «paciente sin relieve»
(1990, pág. 109).
Si pasa desapercibida es porque desaparece a ratos o porque se solapa tras las
enfermedades somáticas; no suele considerarse lo bastante preocupante como
para solicitar o merecer consulta. No se evalúa la apatía como síntoma, ni se la
relaciona con un objeto (o su pérdida) concreto. La larga duración de la misma
invita a considerarla un rasgo de carácter, inherente al sujeto. De ellos se
comenta: «Él es así: un poco soso, un poco ausente, parece que todo le da
igual, que nada le entusiasme».
El peso, la duración y la gravedad de la depresión blanca van a determinar, junto
a otros factores, el derrumbe vital, el desfondamiento, el desbordamiento de la
pulsión de vida, su colapso y el inicio de la involución desorganizadora.
B) Pensamiento operatorio. Suele ir a la par de las perturbaciones somáticas.
Consiste en un modo de estar en el mundo pobre en contenidos mentales y
afectos ligados a personas. La narración de los padecimientos que presenta el
paciente es descriptiva, concreta, factual, rala en adjetivación o adornos,
secuencial, lógica y centrada en los hechos, en las situaciones, en lo objetivable
y constatable, y desprovista de valor libidinal. Su percepción de la experiencia es
rala y ramplona, al modo de una crónica plana y lineal, sin signos ortográficos o
alteraciones en el ritmo. No se da pensamiento asociativo ni connotación desde
la subjetividad. La exactitud descriptiva es tan sorprendente como la banalidad
que rige la selección de sus informaciones. El estilo de su discurso es una
ventana que permite ver la absoluta mutilación del sujeto en aras de la fidelidad
absoluta a los hechos, pero la asepsia despoja lo que expresa de alma, de
deseo. (S. Pérez Galdós, 1987). El individuo, en pensamiento operatorio, cesa
por completo en sus conductas perversas y sublimatorias. Su pensamiento es
socialmente correcto, como lo es su actuación y se acerca a la robotización y a
los automatismos. El nexo entre ideas y pensamientos es sustituido por un
mosaico de conductas (P. Marty, 1990). Decía L. Kreisler que el sujeto
operatorio «padecía la realidad más que vivirla», su materialidad empírica y
utilitaria termina por empobrecer sus capacidades cognitivas, evolucionando
hacia una neurosis de comportamiento:
Capacidades asociativas pobres, puesto que es incapaz de atribuir a los objetos,
a las personas, a las actividades, otras cualidades que no sean las que derivan
de datos puramente descriptivos, fruto de la percepción directa, restituida en
relatos anónimos, desprovistos de vida intensa (L. Kreisler, 1985, pág. 81).
28
Toda excitación que no pueda ser reducida a las coordenadas factuales y
espacio-temporales, todo cuanto no puede ser pensado en términos de solución,
salida concreta o conexión inmediata, se desecha del aparato mental. Diríase
que hay una exigencia absoluta de simplicidad, inmediatez, claridad e
inambigüedad. Además, el sujeto operatorio no es capaz de aceptar ni siquiera
provisionalmente la tensión desagradable, trata de vivir en entornos
aconflictuales, de crear o recrear ámbitos de calma, tranquilidad, rutina y
monotonía. Cualquier excitación o irrupción de la vida puede devenir traumática
porque no hay capacidad para contener y ligar el aflujo de tensiones. Beno
Rosenberg (1995) hablaba del «masoquismo guardián de la vida», y es éste el
que le falta al operatorio, intolerante al sufrimiento neurótico (frustración,
decepción, expectativas truncadas...). El Dasein está interrumpido, y con él la
conciencia y contención del dolor. Precariedad del trabajo de pensamiento que
conduce a la alternativa orgánica y desorganizadora. Chevnik lo connota así:
Técnicamente correcto, fecundo en el campo de lo abstracto. En los relatos de
estos pacientes emergen, predominantemente contenidos «razonables», la
mayor parte concretos y con una clara orientación pragmática, tenazmente
adheridos a la descripción de lo circunstancial. Estas manifestaciones verbales,
impersonales, que pueden ser breves o con muchos detalles, muestran en
general una gran exactitud y la referencia a la realidad es abrumadora (M.
Chevnik, 1983, pág. 1085).
Aparece una relación blanca en la que no se vehicula nada más que los
problemas cotidianos ligados a la supervivencia o a la consecución de objetivos
concretos. A menudo, el sujeto se expresa recurriendo a la tercera persona,
molestándole cualquier expresión o vivencia extraordinaria. Se muestra como
«un tipo corriente», como una «persona del montón». La normalidad no es un
déficit de singularidad, sino una coraza para no visualizar ellos mismos ni
permitir que otros lo hagan nada peculiar. La estereotipia es de tal magnitud que
se jactan de ser «muy normalitos», desdeñando y aborreciendo a quien exhibe,
aunque no sea de forma altiva, su excelencia. Este particular fue constatado
desde el principio por los investigadores clínicos de IPSO:
El sujeto niega su propia originalidad como niega la originalidad del prójimo...
Este nuevo rasgo, denominado por nosotros con el término de reduplicación
proyectiva, hace de nuestro personaje alguien que se reconoce íntegramente en
el «otro», imagen de sí mismo moldeada por entero en una forma idéntica,
carente de características individuales notables. Incapaz de discriminar entre las
cualidades del prójimo, manifiesta también una negativa absoluta a
introyectarlas, de forma que si el otro afirma una originalidad irreductible pierde
enseguida todo valor objetal (P. Marty, M. de M’Uzan y Ch. David, 1967, pág.
322).
Para el sujeto operatorio, mimetizarse con el entorno, pasar desapercibido, ser
como todo el mundo, es una garantía de supervivencia y de adaptación. A lo
ancho de su vida procurará no desviarse del centro matemático de la curva
normal.
29
Pierre Marty hablaba de pensamiento operatorio, de vida operatoria y de
lenguaje operatorio, recalcando respecto a éste que no es necesariamente
pobre, esquemático en cuanto al verbo o la composición. A menudo, el lenguaje
es tecnicista, erudito y elegante, pero no es más que una pátina culta y refinada
de una línea operatoria. (E. Castellano, 1998). Aunque sea culto, abstracto y
complejo idiomáticamente, suele estar «desconectado de sus fuentes
pulsionales». El discurso operatorio no es, por fuerza, infantil o hiperrealista, sino

desprovisto de afecto, sin calor. Especifica:Éste (el pensamiento) se presenta

como una actividad consciente, sin nexo orgánico con un funcionamiento


fantasmático de nivel apreciable que dobla e ilustra la acción sin
verdaderamente significarla... No queremos decir que se trate de un
pensamiento rudimentario, pues puede ser fecundo técnicamente, por ejemplo
en el campo de la abstracción, pero le falta siempre la referencia a un objeto
interno vivo (P. Marty, M. de M’Uzan y Ch. David, 1967, pág. 33).
En el funcionamiento operatorio trata de negarse el contacto con lo inconsciente.
La operatividad práctica compensa el silencio de las representaciones y ejerce
un efecto autocalmante, permitiendo proseguir la vida en una horizontalidad sin
sobresaltos como si nunca pasara nada (C. Smadja, 2005). El terapeuta se sitúa
ante un mosaico de detalles, minucias, gestos y giros intrascendentes y se
obstina en encontrar, más allá de eso mismo, aquel significante pulsional o aquel
entramado fantasmático que está oculto. En vano. Manuel de Miguel lo expresa
así:
El déficit de representaciones, materia prima de los procesos mentales, se
acompaña de un sobreinvestimiento de la acción y una fragilidad extrema a las
heridas narcisistas que completan lo que llamamos pensamiento o vida
operatoria. Tener un conflicto supone para estas personas un fracaso y, por
tanto, una herida narcisista de la que hay que evadirse a través de una acción
específica, ... mecanismos que constituyen el correlato metapsicológico del
pensamiento operatorio (1997, pág. 121).
La vida se diluye en una cadena de tareas que realizar, proveyendo la balsámica
sensación de lo correcto y de lo pleno. Lo emocional y relacional parece trivial o
baladí a sus ojos, en tanto que se magnifica el valor de lo actuado, de sus frutos
concretos. (M. Zubiri e I. Usobiaga, 1988). La existencia transcurre repleta de
ocupaciones utilitarias, bien sean intelectuales, laborales, deportivas, ociosas,
pero no se tiene el espacio psíquico para la emergencia de la ensoñación, la
regresión y el contacto con el deseo. Desconcierta y confunde la adherencia a la
vida operatoria, su monotonía cansina o prolija transmite la impresión de estar
ante una alambrada verbal o factual que tapa un hueco, éste señala una
ineptitud para establecer contacto con los objetos internos —no conservados,
como señalábamos en el apartado anterior—. Rotundamente, M. Utrilla adjudica
a este factor el aumento de la vulnerabilidad ante los traumatismos:
30
Sabemos que no podemos considerar la muerte como en la concepción popular,
sino como una desaparición, progresiva e insidiosa, de la capacidad de pensar.
Se trata de la muerte del psiquismo reemplazado por el imperio de la acción o la
enfermedad somática (M. Utrilla, 2004, pág. 132).
En ocasiones extremas, el sujeto se acerca a la fobia de pensar de la que
hablaba E. Kestemberg. El borrado de las funciones psíquicas, unido a la
pérdida de «calidad libidinal», la neutralización y negativización de las
representaciones — afirman querer vivir sin pensar— temporalmente garantiza
que el Yo se adapte a las condiciones adversas a las que se enfrenta («vivir el
día a día», «ir poco a poco», «centrarse en el momento y en los pasos
concretos»...). «Hipocondríacos de lo real», «buscadores de recetas» los
denomina Smadja (1998). Recuerda R. D’Alvia que el paciente operatorio no
tolera no ser el que más trabaja, el más productivo, el que más vende, el que
más éxito tiene, el empleado modelo, el punto de referencia. «De su
responsabilidad hace un ideal» (R. D’Alvia, 1993).
Pierre Marty, en «La investigación psicosomática» (1967), equipara el
pensamiento operatorio en la psicosomática a la represión neurótica y al delirio
para las psicosis, considera que configura una organización mental original, no
dependiente de las estructuras límite (bordeline). El pensamiento operatorio es
un pensamiento motriz. El despliegue comportamental se instala en un aparato
mental que es puro arco reflejo y sistema phi, pródigo en representaciones de
cosa pero carente de representaciones de palabra o elaboración mental:
... el sujeto está separado de su inconsciente... sacamos la impresión de un
tabicamiento estanco... un sujeto cuya primera impresión es la de una
adaptación social correcta, y aun excelente... cierto empobrecimiento en la
comunicación interpersonal, asociado a una desecación y una esclerosis de la
expresión verbal (1967, pág. 321).
... era preciso, pues, tomarse en serio la pobreza del lenguaje y aceptarla, hasta
cierto punto, por sí misma. Esta pobreza no podía imputarse ni a una debilidad
determinada ni a una insuficiencia cultural, ... La degradación del lenguaje se
debía a que éste se veía reducido a una función pragmática e instrumental, y,
por esta razón, estaba desvitalizado (Ibíd, pág. 327).
Las características de la vida operatoria diferenciadas por C. Smadja (2005) son:
— Cronicidad: continuidad en el tiempo e irreversibilidad del estado operatorio,
aunque eventualmente funciona sólo durante períodos críticos espaciados,
permitiendo en este caso que aparezcan regresiones reorganizadoras. —
Ceguera al mundo imaginario y sordera a los representantes
pulsionales. — Propensión a la somatización (aunque no necesariamente),
adicción,
31
impulsividad y descargas violentas (psicopatía, sociopatía).
A estas características, A. Green (2000) agrega otras:
— «Locura privada» (despojamiento de subjetividad); pensamiento
convencional, conformista y gris, sin aditivo alguno que lo personalice. —
«Reduplicación proyectiva»: el Otro es una proyección masiva del Yo, por lo que
no se metabolizan las diferencias y se suprime de raíz la percepción de la
alteridad. El objeto no cuenta (Smadja, 2005, página 197), la realidad está
desobjetalizada (A: Green). — «Agnosia psíquica» o «afasia del inconsciente»:
El inconsciente recibe
significantes pero no emite.
El contrapunto del pensamiento operatorio está en la escucha operatoria que se
produce en el terapeuta. Si el paciente está tan adherido a lo real exterior y se
resiste al encuentro consigo mismo, el terapeuta puede suspender su búsqueda
del significado y de las conexiones emocionales, perdiéndose igualmente en
detalles anodinos, triviales, irrelevantes, en lugar de mantener una verdadera
atención flotante. Soportar el aburrimiento de un discurso sin nexos
inconscientes es todo un reto. El vacío de la palabra desencadena un
desconcierto preciso en el terapeuta: ¿por dónde entro en la selva del discurso
para encontrar los frutos psicológicos? Para el psicoanálisis, a diferencia de la
visión mantenida por la psicología conductista u otras orientaciones sistémicas,
el buen funcionamiento mental tiene manifestaciones floridas, ruidosas, a nivel
del discurso y de las efusiones emocionales. Se expresa en quejas, lamentos,
demandas, protestas, etc. Todo ello falta en el discurso operatorio, caracterizado
por la negatividad: la indiferencia, la calma, la enunciación sosa de las ideas y la
construcción regular y monótona de las oraciones.
La propuesta de A. Fine para superar el escollo de la escucha operatoria es
marcarse el objetivo de restablecer el cuerpo libidinal a partir del soma biológico
enfermo:
Nosotros tratamos de hacer entrar el cuerpo sufriente en un discurso que supere
su positividad, su naturalidad biológica. Tratamos de estar en una escucha,
aunque no se convierta en interpretación, que, más allá de la queja somática,
intente recuperar el cuerpo fantasmático, el cuerpo erógeno, reconstruirlo
activando nuevamente funciones de representación de todo orden. Intentamos
hacer recuperar una suerte de equilibrio que, sin oponerse totalmente a la
enfermedad, tornaría más dificultoso su desarrollo. Y eso, apostando a «la
humanidad de tales sujetos», a pesar de sus zonas de sombra, a pesar también
de los diseños que habían mostrado a esos sujetos como robotizados (A. Fine,
2000, pág. 96).
C) Déficit de mentalización. El IPSO establece un fallo esencial en la
32
adquisición de niveles de pensamiento lógico, formal y simbólico. Tal falla
dificulta la secundarización de los procesos sensoriales y lagunas en las
cadenas asociativas, recuerdos y conexiones significantes. No es por lo general
una cuestión de presencia o ausencia radicales de mentalización, sino de aptitud
irregular o inestable para construir o ligar representaciones acerca de lo vivido,
por lo que la secuencia biográfica está interrumpida, desconectada, hecha
jirones o completamente olvidada o trivializada. En ocasiones se trata sólo de
una inhibición temporal que tiene lugar en una franja vital concreta pero que
luego puede restablecerse sin dificultad, salvo que haya acarreado algún
«accidente somático» durante su transcurso. El aparato psíquico no conquista
por distintos motivos ciertas funciones yoicas de soporte, contención,
organización de los flujos internos excitatorios. P. Marty (1995) señalaba algunos

de estos factores:— exposición a sucesos que intensifiquen la presión instintiva,


— exposición a sucesos que reanimen demasiado ciertos conflictos, —
exposición a sucesos que inhiban o colapsen las capacidades
elaborativas, — exposición a sucesos que obstruyan las vías de expresión
instintiva.
Dada la pluriformidad de circunstancias,
La duración de las desorganizaciones mentales de este orden es infinitamente
variable, según los momentos, para un mismo individuo y para cada individuo.
Puede ser sólo de unas horas, de algunos días, o de algunas semanas. Las
desorganizaciones pueden repetirse, dejando intervalos de reorganización (P.
Marty, 1976, pág. 21).
Cuando la elaboración mental fracasa, obliga al cuerpo a tramitar las relaciones
y tensiones pulsionales o periféricas (causadas, por ejemplo, por el
desbordamiento originado por estresores externos) al margen de la mente:
Al paciente mal mentalizado lo que le sobra es realidad real. Para él todo
depende del exterior... las mentalizaciones defectuosas se adhieren al entorno y
a las modas y dan la impresión de absoluto conformismo (E. Castellano-Maury,
1998, pág. 38).
Winnicott (1949), ajeno por supuesto a la Escuela de París, sostenía este
desplazamiento. Para él, la mente está en el cuerpo, es una función del
psiquesoma. Pero la psique y el soma son un continuo del que uno elabora lo
emocional y otro lo corporal en relación con la adaptación reclamada por el
entorno. Lo mental aparece para suplir o complementar alteraciones producidas
en la continuidad del desarrollo psicosomático. Lo mental, con todas sus
complejidades, afectará a la configuración del self. El modelo médico nos obliga
a situar y ubicar la mente en el cerebro. Pero la mente es una función globalno
localizada en parte alguna del cuerpo, sino en la totalidad del Yo-corporal que
nos aporta la identidad. Así vista, la enfermedad psicosomática tiene un objetivo:
33
... apartar a la psique de la mente y devolverla a su originaria e íntima asociación
con el soma (D.W. Winnicott, 1949, pág. 345).
Bottenberg estipula que toda emoción es susceptible de analizarse en una tríada
reactiva: la comportamental —lo que se hace—, la fisiológica —lo que nos
ocurre a nivel neurovegetativo—, la cognitiva —lo que pensamos o evaluamos a
tenor de la experiencia que vivenciamos—. Pues bien, en ciertos sujetos, los tres
sistemas de respuesta no covarían simultáneamente o no lo hacen en el mismo
sentido. Es posible, y así se demuestra reiteradamente, con emociones de
ansiedad y angustia entre otras, que la intensificación de un componente no se
acompaña de una intensificación en los demás.
Las personas con déficit de mentalización vivencian las sacudidas afectivas en
los planos de lo sensoriomotriz (comportamentales y fisiológicos), pero dicha
sacudida no queda enganchada a representación cognitiva alguna. Por lo que el
sujeto puede percibir un incremento excitatorio en su organismo (sudoración,
temblor, palpitaciones, pinzamiento gástrico, fatiga respiratoria), pero no hallar
dentro de sí una fantasía, recuerdo o suceso real con el que enlazarlo. Se
sorprendía P. Marty cuando S. Nacht cuestionaba su diagnóstico de un paciente
con «neurosis cefalálgica», es decir, se sorprendía de la extrañeza de Nacht
ante la aparente mezcla de dos planos inconciliables: el de la neurosis y el de lo
fisiológico, y Marty se defendía con cierta provocación, aduciendo que los planos
de la representación y la biología habían estado siempre intrincados entre sí
desde la misma definición freudiana de neurosis. Observaba con sorna:
... (hemos olvidado) los «acting out» que transfieren a un plano muscular aquello
que quisiéramos conservar en un plano afectivo, o las múltiples manifestaciones
viscerales, verdaderas fugas, que nuestros enfermosnos relatan en el curso de
su tratamiento. Como si las bases mismas de la neurosis, su fuente energética,
las pulsiones, no fueran de esencia orgánica (P. Marty, 2001, pág. 12).
Gregorio Marañón hizo experimentos sobre esto. La vivencia a-mentalizada de
la excitación emocional provoca dos reacciones básicas: unos sujetos la
reconocen como una experiencia del cuerpo, ajena a cualquier correlato
experiencial: son cosas que le pasan al cuerpo sin más y no se trata de darles
sentido o enlazarlas con elementos subjetivos o biográficos. En otros, es
necesaria la conexión y resignificación (un après coup) que busca
representaciones reales o ficticias a las que atribuir las alteraciones y los
desequilibrios homeostáticos constatados. A este procedimiento Manuel de
Miguel lo designa como histerización secundaria: el paciente agrega un
significado a un síntoma que originariamente no tenía. Así se puede decir, por
ejemplo, algo tan metafórico como que «en la rectocolitis hemorrágica el
intestino llora sangre» (N. Nicolaïdis, 2000).
La función mental básica es la secundarización de los procesos primarios. Para
realizarla, recurrimos a fantasías, recuerdos, imágenes, ideas o elaboraciones
complejas. La mala mentalización se enlaza con la indisponibilidad de las
representaciones mentales que podrían ligar las tensiones o excitaciones
desatadas
34
por los traumas vividos, y también con la desconexión de los afectos asociados
a dichas representaciones. La evocación de los hechos, de los estímulos, se
produce en una dimensión meramente sensorial, a lo sumo racional, pero no hay
nexos relacionales o causales entre la reacción sensorial y algún impacto
afectivo interno. (O. Garrone, 1998). Todos ellos pueden tener un diferente
grado de conciencia, pero las que atemperan la inquietud despertada por las
reacciones fisiológicas son aquellas que podemos detectar e interpretar, no las
que permanezcan en un umbral pre- consciente o marginales a la conciencia por
efecto de la represión u otras defensas.
Carlos Amaral (1999) retoma el lenguaje de Bion para señalar la simplicidad o
defecto de las representaciones mentales en los psicosomáticos. La
«incapacidad de pensar pensamientos» se debe al fracaso del continente mental
para controlar la tensión psíquica. El síntoma psicosomático es, incluso, un
acting-out de un soma no integrado en la corriente mental e histórica. El aparato
mental se torna expulsivo y recurre a esta neurosis del comportamiento que es
el enfermar somático para «no tener que enterarse de que existen otros planos
del ser». El psicosomático no realiza insight, por lo tanto no liga la tensión y la
representación. El insight es una fórmula inductivo-deductiva del pensamiento.
Ese ¡zas, esto tiene que ver con esto! une de nuevo un cable cortado. Quien no
aprende, sólo repite, y no puede introducir claves de transformación. E.
Castellano clarifica:
Una mentalización limitada deja a los conflictos existenciales sin traducción
psíquica, reducidos a una pura cantidad de excitación que favorece unos
estados de desvalimiento inelaborables que preceden o acompañan
habitualmente las somatizaciones (E. Castellano, 2000, pág. 63).
J. E. Fischbein (1986) califica a la somatización como pasaje al acto en el
cuerpo, a través del cual el aparato psíquico desbordado o rendido intenta la
estabilización y evita la desintegración. Afirma:
... considero a las enfermedades psicosomáticas como trastornos narcisistas en
los que predomina la escisión del aparato mental del sujeto. Son estados en los
que fracasan los medios de expresión psíquica. El espacio mental para la
fantasía está anulado y la tensión es drenada corporalmente. A nivel mental
aparece un [espacio] blanco con el que el paciente se siente preservado de la
sensación de angustia (1986, pág. 1025).
¿Por qué se desencadena? La dirección del interrogante apunta hacia el fallo en
la función mental de la madre. Ella no contuvo la intensidad de las excitaciones
primarias del hijo, no le suministró ni la empatía, ni la contención, ni el reverie
suficiente, como para que los desbordamientos preverbales del infante pudieran
aguardar la aparición de representaciones eficaces que lo sostuvieran. M.
Masud R. Khan (1963) asigna a esta mala gestión de las tensiones del hijo por
parte de su madre la responsabilidad del fracaso futuro de la mentalización,
conditio sine qua non de su concepto de trauma acumulativo. La ineficacia de la
madre en su función
35
paraexcitadora estrangula la gestación y el desarrollo del Yo como freno
resiliente a las dificultades de la vida:
Cuando estos fracasos de la madre en su papel como protección contra las
excitaciones son significativamente frecuentes y provocan irrupciones en el
psique-soma del niño, que éste no tiene medios para eliminar, configuran un
núcleo de reacción patógena (M. Khan, 1963, pág. 128).
Juan Muro (2006) especifica que la calidad y la cantidad de las representaciones
que suceden a nivel pre-consciente dependen de tres factores:
— El espesor del preconsciente: a expensas de la abundancia de asociaciones
transversales y longitudinales. — La permeabilidad para permitir el paso del
inconsciente a la conciencia. — La regularidad de su funcionamiento.
Dependiendo del grado de mentalización alcanzado, según el criterio del IPSO
cabe encontrar:
— Neurosis de comportamiento. — Neurosis mal mentalizadas. — Neurosis de
mentalización incierta. — Neurosis bien mentalizadas.
Esta jerarquización enoja a A. Green al juzgar que en realidad no hay pacientes
de mentalización incierta (o intermitente), sino psicoanalistas con limitadas
capacidades interpretativas, bien sea por sus características personales, bien
sea por dificultades formativas, lo que entorpece su escucha y su pensamiento,
llevándoles a una contratransferencia proyectiva de su incapacidad para
comprender.
Las tres últimas forman las neurosis de carácter. La mentalización sirve para
detener los movimientos contraevolutivos de la pulsión de muerte y generar
mecanismos reorganizadores. Volveré en otro momento sobre ellas y su estudio
diferencial.
La compensación o descompensación, el equilibrio o decantación entre las
modalidades de descarga: sensorio-motriz o mental determinarán el resultado.
Si sólo se utiliza la primera vía se entra en funcionamiento operatorio. Cuando la
carencia de mentalización es total y el sujeto roza el primitivismo mental, el
resultado es la pura hiperactividad física hasta llegar al agotamiento, las
conductas adictivas, la lisofilia, etc.
Cierto es que lo pensable o impensable, lo representable o irrepresentable,
depende tanto del hecho en sí, como del sujeto. Hay experiencias para las que
no hay horma previa y que es imposible construir. Falta la envoltura o continente
mental. Abunda la literatura sobre los duelos traumáticos y patológicos, los
duelos imposibles y el dolor irrepresentable. Cuando se entra en este territorio,
no debemos presuponer
36
que exista un fracaso estructural de la función mental, sino un desbordamiento
de la mente que puede ser más o menos pasajero y acarrear consecuencias
más o menos letales. Lo impensable colapsa el aparato psíquico y genera un
impasse que impide la formación de representaciones de cualquier tipo. Expresa
la desesperación de este estado J. L. López-Peñalver (2005) apuntando al caso
en que el contenido-dolor es tan terrible que disuelve el propio continente
mental. Y entonces, ¿qué hacer? No habiendo defensas neuróticas disponibles,
porque tal vez nunca se han erigido, o bien fracasan eventualmente, sólo
quedan tres opciones:
— recurrir a procedimientos autocalmantes, — intentar una hiperinvestidura de
lo cotidiano (sobrevivir en el día a día,
anestesiando el dolor insoportable). — elegir la somatización.
Es curioso, en este sentido, que la dificultad de mentalización asociada a los
grandes traumas inelaborablesproduzcan una suspensión de todas las formas
de figuración: sueños, creatividad, palabra. El proceso secundario pareciera que
se licuara. Manuela Utrilla (1988) acentúa y diversifica la importancia por su
ausencia de tres procesos mentales que deberían intervenir para dar otra salida
al dolor mental o a las excitaciones pulsionales. Ella propone un funcionamiento
en arco que iría desde el inconsciente primario (biológico) a lo real, omitiéndose
(renegándose) todos los dinamismos intermedios: no interviene ni el
inconsciente secundario (artífice del trabajo de la represión), lo que anula el
camino de la neurosis; ni el preconsciente (artífice del trabajo de la
representación), lo que invalida el proceso de la mentalización o psiquización
yoica del sufrimiento; ni la conciencia (responsable del trabajo de la
racionalización), lo que ciega la alternativa de la comprensión e
intelectualización.
Pierre Marty y Michael Fain (1959) reinterpretaron la organización psicosomática
como consecuencia de ausencia de inhibición intelectual de la energía pulsional
o excitatoria externa. Esto es: la inhibición intelectual sirve para frenar o
interceptar la descarga directa de la tensión fisiológica, la ralentiza, aplaza,
reprime o transforma, le da sentido o la contiene. Por tanto, cuando falla o no
existe tal barrera inhibitoria, la energía primitiva desborda al yo corporal
precariamente envuelto y se evacua a través de sus órganos. Pareciera, por
tanto, que la somatización es un mecanismo antineurótico. La enfermedad llena
el vacío representacional. Se acorta la vida, pero tiene un sentido.
Estos fracasos en el «registro mental de la experiencia afectiva» (P. J. Boschan,
1998, pág. 172) equivalen a una catatonía cognitiva, al mutismo ideativo, al
vacío desértico de lo imaginario. El fracaso metabólico grave deja inservible el
pensamiento, permitiéndole sólo papillas o pedazos de realidad leves y
concretos, e intervenciones puramente instrumentales en el mundo. Es el sujeto
«normal» con un aparato psíquico frágil, aunque sobreadaptado y rigurosamente
funcional o normotípico. Según P. Marty (1982), es el caso de la mitad de la
población postindustrial. Una sociedad que lleva al hombre a descubrir su
inesencialidad y la
37
conveniencia de adaptarsesuperficialmente a los apremios de la vida,
sacrificando su mundo interno en el proceso. Su caída en la «factualidad» o
ritualidad tiene el mismo punto de obcecación y rigidez que es propia también de
los obsesivos. Cabría, por tanto, observar una concomitancia entre el obsesivo
(viscoso y compulsivo en el pensamiento) y el psicosomático (viscoso y
compulsivo en la acción) (R. Asseo, 1992-1993).
D) Alexitimia. Es éste un concepto no perteneciente a la teorización de IPSO, al
menos con esta denominación, aunque como veremos está en la intersección de
los tres procesos y conceptos que anteriormente hemos analizado. El concepto
en sí pertenece a Sifneos con un significado fiel a su etimología. En un texto de
1972, Psicoterapia breve y crisis emocional, definió A-lexi-timia como falta de
verbalización de afectos. Se trata de una carencia o de un deterioro temporal de
las funciones cognitivas y afectivas que puede servir de ayuda, durante períodos
especialmente graves y traumáticos, para evadir el dolor y el terror psíquico o el
desbordamiento mental. (J. Otero, 2004). En sí señala una ausencia, más que
un síntoma, una imposibilidad más que una disfunción. El autor del término —del
Beth Israel Hospital de Boston— la denota como «Estilo cognitivo caracterizado
por inhabilidad para verbalizar sentimientos y discriminarlos, por el cual el sujeto
presenta una tendencia a la acción frente a situaciones conflictivas». El debate
sobre esta cuestión se sitúa en el interrogante de si debemos considerarla un
síntoma, un rasgo de la personalidad o un estilo relacional.
Los equivalentes sinonímicos más próximos a éste serían el de «pensamiento
operatorio» de Marty, o el de «dislexia de los afectos» de Bodni, o el de
«analfabetismo emocional» propuesto por Alonso Fernández. J. Otero (2000)
realizó un minucioso repaso a las abundantes y no siempre concordantes
hipótesis explicativas sobre alexitimia, agrupándolas en tres modelos: el
neuroanatómico, el sociocultural y el psicodinámico. Si elidimos los dos
primeros, pues no pertenecen al foco de nuestro interés en este trabajo,
respecto al modelo explicativo de índolepsicodinámica, el autor relaciona la
alexitimia con defectos graves en la comunicación de la madre con su bebé, con
la resomatización de las tensiones que tienden a ser evacuadas y descargadas,
con déficits en la capacidad simbólica, con oscilaciones y alternancias en la
calidad de las mentalizaciones, con la necesidad de defenderse de inundaciones
pulsionales susceptibles de experimentarse como desvalimiento y
desesperanza.
Aunque se ha discutido mucho en torno a este constructo tratando de dictaminar
si estamos ante una defensa contra un conflicto emocional saturador o no
integrable o si, por el contrario, estamos ante un rasgo estable y primario, la
mayoría de los investigadores se decantan por la segunda opción, aunque no es
inexacto afirmar que en ocasiones puede ser primaria (estructural) y muy
frecuentemente secundaria (defensiva). No obstante, cualquiera puede atravesar
transitoria y circunstancialmente por estados de alexitimia que no comprometan
ni modifiquen sustancialmente el habitual recurso mentalizador. Cabe distinguir
la alexitimia global —en la que lo afectivo no está inscrito como lenguaje ni se
procesa a nivel cognitivo, si no es de forma burda y primaria— y las alexitimias
comprensiva o expresiva.
La alexitimia comprensiva presenta una especial dificultad en la decodificación
38
de los gestos, expresiones y manifestaciones conductuales que traducen las
emociones de los otros, cual si se tratara de un idioma indescifrable cuyo
alcance no puede valorarse. El sujeto de esta índole no puede recibir el
mensaje, tanto si proviene de fuera como si procede de su propio interior —
fisiológico, somático o ideativo—. Es más: ni siquiera sospecha que los signos
que visualiza —si es que su bajo nivel atencional se lo permite— porten mensaje
alguno. Simplemente, dirá, «son cosas que me pasan». Otra variante de la
alexitimia comprensiva es la que permite recibir el mensaje pero no logra darle
una correcta interpretación. Esto es: sabe que hay un contenido emocional, pero
desconoce cuál o confunde su naturaleza. Así, por ejemplo, no discernirá entre
el enfado o la tristeza, entre el miedo y la angustia, o entre la sorpresa y el asco,
por referirme sólo a las emociones más básicas. Ésta es, como sabemos,
laclave de los incontables malentendidos que entorpecen la correcta
comunicación interpersonal.
La alexitimia expresiva, por su parte, se manifiesta en la dificultad para
transformar el mundo emocional interno en un lenguaje común, entendible por el
entorno y poco distorsionado. Efectivamente, no se trata sólo de que este
alexitímico sea ágrafo en cuanto a los afectos, sino que a menudo equivoca
también las manifestaciones con que trata de evidenciarlos, haciendo un uso
desvitalizado de palabras vitales (afectivas) y desoyendo los signos corporales
(lenguaje) para semantizarlos.
En ambos casos, o no hay inscripción de los signos emocionales o no hay
discriminación o hay torpeza sorprendente y estupor ante el mundo interno. El
resultado, en cualquier caso, es un sujeto estereotipado, rígido, sin modulación o
matización afectivas en su comportamiento, aburrido, anodino y gris. A la
alexitimia, como a cualquier trastorno que exprese la dificultad de conexión con
el mundo interno, se le asocian numerosos rasgos colaterales: pobreza
fantasmática, anhedonía, aminorado deseo o impulso sexual, actitud silente,
seca, áspera y ausente (desvinculada), intercalada de eventuales explosiones
afectivas.
La correlación de los rasgos enunciados con trastornos de conducta violenta,
maltrato, terrorismo, trastornos alimentarios, conflictos parentales o conyugales,
propensión al acoso o al mobbing, etc., es una evidencia empírica largamente
documentada por las investigaciones recientes. Este individuo-seta, trasluce
insensibilidad, frialdad, hermetismo e irritación al contacto o al vínculo
interpersonal. Evitará a todo trance toda situación de intimidad excesiva o
recurrirá a filtros que sesguen la relación tolerable (televisión, lugares públicos,
multitudes...) Le incomoda el ruido emocional que, provenga de donde provenga,
él carece de recursos para filtrar psicológica-mente.
André Green aduce que los alexitímicos tienen el síndrome del «eso es todo».
Como pacientes requieren un proceso psicopedagógico previo para ser
alfabetizados en lo emocional y en sus expresiones fisiológicas, somáticas y
cognitivas. El paciente se incomoda ante el intento dehurgar en planos
dinámicos, narrativos o biográficos. Cuentan qué les ocurre, pero no cómo se
sienten. Exclaman: «¿Eso qué es?» o «¿qué tiene que ver con mi dolor de
cabeza?» Obtener información deviene un trabajo laborioso, de sacacorchos o
de sabueso. Captar piezas significativas del puzle para reconstruir e historizar,
sobre todo historizar se convierte en tarea tediosa. Y es que el
39
alexitímico carece de perspectiva.
Joyce McDougall (1982) habla del «antipaciente en terapia», esbozando un
retrato-robot que a todo clínico le resulta familiar:
— Tiene abolida la curiosidad: le molestan las preguntas y no le inquieta no
saber. — Suprime la empatía con el terapeuta: no trata de explicarse para
asegurarse que le entienden, sólo espera que le adivinen y que le solucionen el
problema que les preocupa, por supuesto sin husmear en su vida privada y sin
remover su pasado. — Sufren, así creen, lo normal, lo que les corresponde,
porque el mundo es
complejo, un valle de lágrimas y no tienen suerte. — Son simplistas, secos,
ásperos, adustos, poco habladores, buscan al
«experto técnico», manteniendo a raya al experto humano. — Son obedientes,
corteses y disciplinados en el plano formal de la relación terapeuta-enfermo, y
acaban por matar el deseo de saber del otro, alimentando el pasotismo y la
indiferencia del otro. — Censuran la intervención de términos o indagaciones
emocionales en el proceso, porque lo juzgan baladí, trivial e intangible. Hay que
derivar y focalizar el sufrimiento en el único ámbito registrable: el biológico. —
Bloquean cualquier línea asociativa que no se relacione directamente con el
problema actual. El aquí y el ahora, el presentismo, hiperrealismo y la
concreción no admiten variantes, digresiones o conjeturas que, a buen seguro,
juzgarán distractoras y fútiles. — La pobreza onírica y de ensoñaciones es
equiparable a la pobreza lúdica, a la tacañería del tiempo, a la ausencia plena de
creatividad, innovación o estética. — Viven pendientes del qué dirán y se atienen
obsesivamente a la deseabilidad social, sobre todo evitan significarse con algún
elemento que les singularice o les convierta en excéntricos, originales o bizarros.
— Se esclavizan gustosamente al orden convencional, a los parámetros
mecánicos del funcionamiento social vigente.
Este paciente «pseudonormal» (McDougall, J. 1982), «inmunodeprimido a nivel
mental» (Fain), es bocetado así por I. Usobiaga:
Su relato es el de una enumeración de sus dolencias o vivencias, sin ningún
vestigio de representación mental. Dan la impresión de una gran pobreza
mental, afectiva, e incluso de capacidad intelectual (1997, pág. 59).
En cierto modo, el alexitímico se solapa y confunde en los descriptores trazados
por Marty respecto a la «personalidad alérgica esencial». Aunque también existe
parentesco con la personalidad esquizoide. Tizón señala:
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(Los alexitímicos o pacientes operatorios) tienden a relacionarse de forma pasiva
y dependiente, presentando en primer plano síntomas físicos y
comportamientos, no asocian, sino que nos empujan a interrogarles..., niegan y
escinden lo emocional y lo relacional, ... disocian las coincidencias entre lo
biológico y lo relacional y, sin embargo, presentan intensas ansiedades ante las
separaciones (2000, pág. 179).
Algunos psicosomatólogos recientes piensan que la alexitimia se aprende y se
interioriza a partir del fracaso en la función paraexcitadora de la madre. Alega
Fischbein:
Faltan los pensamientos y las palabras que puedan dar cuenta de las escenas
que los sustentan. Son repeticiones de experiencias muy tempranas de falta de
procesamiento materno de las demandas corporales del bebé (1986, pág. 1032).
Manuel de Miguel se abona a la hipótesis de que la alexitimia es una defensa y
exige un esfuerzo activo para desconectar el sentido y romper las tramas que
enlazan afecto y vivencias, por lo que los afectos actúan como un «foco irritativo
interno sin posibilidad de elaboración» (pág. 121). La mente infantil que no ha
internalizado la función de contención y representación de las estimula-ciones
huye del afecto sospechando el desequilibrio mental, la locura incluso, que éste
inducirá. Esta connotación «infantil» unida al concepto de alexitimia, nos hace
pensar que todo infante es alexitímico para los afectos, por lo que un adulto
alexitímico estará destapando su parte más infantil, concretamente la de los
terrores más primitivos en un portentoso esfuerzo de insensibilidad y anestesia
para evitar su retorno y, por consiguiente, la retraumati-zación (así opinó Kristal
al estudiar a los supervivientes del holocausto). McDougall sostiene que:
... la alexitimia es una defensa poco común y extrema contra los terrores
primitivos. Es evidente también que cuanto más frágil sea el sujeto, más fuertes
necesitan ser las murallas defensivas. La creación de tales estructuras es el
trabajo de una vida, y aunque el mantenimiento de una fortaleza así puede ser
costoso para los pacientes, en lo que se refiere a desorganizaciones físicas y
psíquicas, puede que no sean capaces de afrontar ningún tipo de incursión en
su sólida estructura de la personalidad (J. McDougall, 1983, pág. 384).
Pero sin lenguaje, el cuerpo toma la iniciativa de hablar —López Peñalver
distingue entre «el cuerpo hablado y el cuerpo hablante»— reemplazando el
código emocional en vez de acompañarlo. El cuerpo enfermo deviene mediador
del intercambio comunicativo. La expresión facial de piedra, de corcho o de
madera, la amimia, la rigidez postural, todo indica la pésima relación del
alexitímico con su cuerpo:
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... muchos pacientes psicosomáticos alexitímicos hablan de sus cuerpos como si
fueran objetos extraños, o como si no tuvieran certeza de sus zonas y sus
funciones (J. McDougall, 1982-1983, pág. 380).
Como se ha comprobado, ser alexitímico es el principal factor de riesgo de
somatizaciones. La magnitud, sorpresa o reversibilidad de las mismas diferirá en
covariación con otros factores de riesgo antes señalados. Es conveniente
preguntarse, no obstante:
... ¿qué cantidad de afectos no procesados psíquica-mente pueden actuar desde
el interior del individuo como incrementadores de excitación que desborda la
capacidad psíquica y generan síntomas orgánicos (R. D’Alvia, 1996, pág. 36).
E) Sobreadaptación: En consonancia con todo lo anterior, y aunque este
concepto procede de un autor, D. Liberman, al margen del IPSO, cabe casi
deducir la existencia de un mecanismo recurrente ligado a la vida operatoria y al
déficit de mentalización. Este factor, cuya vinculación con las somatizaciones se
ha comprobado reiteradamente, se presenta en personalidades de precaria
maduración psíquica aunque den la apariencia de ser extremadamente cuerdas,
impresión que viene provocada por su alta productividad y eficacia. Su
percepción del tiempo es la de un tesoro que hay que aprovechar al máximo y
no desperdiciar, por lo que lo saturan de exigencias traducibles en réditos
visibles y universalmente reconocidos como fructuosos. Fácilmente degeneran
hacia una adicción al trabajo, muy loable desde el punto de vista social, pero
perniciosa desde el ángulo familiar y afectivo:
La vida de estas personas es una cuestión de principios formales con
obligaciones a cumplir. Trabajo, relaciones familiares, vacaciones, vida sexual
incluso extramarital, fines de semana y hasta el mismo psicoanálisis: todo es
trabajo para ellos. Tienen temor al ocio sin reglas (D. Liberman y cols., 1982,
pág. 847).
Su hiperadaptación es una huida hacia la realidad (la actividad psicomotriz o
intelectual es agotadora, con tintes hipomaníacos) dado que carecen de espacio
psíquico interno y éste está desplazado hacia el espacio psíquico externo. La
hipercatexia de lo pragmático para negar la pérdida del objeto interno así como
de vínculos calmantes y de apoyo, empuja a la práctica de actividades
extenuantes, a una sobreexigencia corporal o intelectual de responsabilidad
máxima que coloca al organismo en un estado de estrés crónico. Caen
prisioneros del personaje titánico u omnipotente que su narcisismo ha
necesitado crear. Ni se quiere ni se tiene tiempo para pararse a pensar o a sentir
algo fuera de la frenética dedicación a lo real (M. Chevnik, 1983). La
hiperactividad y la dispersión en tareas innumerables toman la partida y rellenan
el vacío y el silencio del mundo interno. La fatiga generada por compromisos
heterogéneos induce una sordina que evita la introspección y el dolor mental. La
descripción de D. Liberman no deja lugar a dudas:
42
Estos pacientes generalmente son líderes productivos exigidos y exigentes que
constituyen el sostén estable del medio familiar y social en el que se
desempeñan. Se trata de figuras destacadas en su área de trabajo que cumplen
funciones que los vuelven necesarios o imprescindibles para los demás. Para
ellos el trabajo es indispensable y crean en relación a éste una trama rígida que
les asegure una actividad casi ininterrumpida. No conciben el ocio, ni mucho
menos lo pueden disfrutar. No admiten ninguna actividad que no sea altamente
productiva. Lo que producen es beneficioso para el medio en el que actúan y
crean problemáticas de lealtad mutua. En la mayoría de los casos observados,
son pacientes que han escalado posiciones socioeconómicas importantes. Han
debido luchar mucho para obtener lo que tienen o mantener lo que recibieron (D.
Liberman y cols., 1982, pág. 846).
El sujeto simula tener un Yo de acero, ser alguien concienzudo y responsable,
recibiendo por ello elogios y admiración, la costra perfecta para que aún le
cueste máscomprender el monopolio, la absorción o la trampa que le está
tendiendo su narcisismo deficiente. Requiere y diseña obligaciones, normas,
horarios, formalidad y estatismo, no hay noción de transcurrir ni de proceso. Su
tiempo es congelado y cíclico, rutinario y previsible, cual si desearan conservar
la ilusión de tener todo el tiempo por delante y que todo pudiera realizarse, de
tener muchas vidas y de preservar la juventud. No se sienten envejecer ni
amoldan sus esfuerzos o energías a la edad o al estado del organismo. La
sobreexigencia puede ser de tres tipos (R. Fernández, 2002):
— esquizoide, por carencia de registros de tacto y contacto, — hipomaníaca, por
ambición de éxito, estatus y superación de los límites, — compulsiva, por afán
de control y autodominio.
El paciente sobreadaptado se obliga a sobreponerse a cualquier obstáculo y a
crecerse ante las contrariedades. Necesita sentirse invencible, irreductible, más
que victorioso. ¿Cómo percibirse vulnerable o en riesgo? ¿De qué modo, sino
como un freno, va a registrar su flaqueza somática o sus achaques? La
enfermedad será un boicot a sus propósitos, raramente una alerta que le
advierta de que está traspasando límites que debiera respetar:
En la sobreadaptación, la realidad es forzada hasta el límite de la mayor
exigencia posible. Aparece una adecuación exagerada, en relación con la cual el
paciente crea un uso abusivo de la realidad externa, en detrimento de su
realidad psíquica constantemente saboteada..., a expensas de un alto costo
psíquico y corporal (Ibíd., Liberman y cols., 1982, pág. 851).
Los riesgos señalados por Liberman en estos individuos y que los convierten en
43
candidatos a somatizaciones de variables consecuencias son:
— no registran sus necesidades corporales, o si las registran las desatienden,
las aplazan o se imponenno sucumbir a ellas, negándolas o atacándolas; esto se
traduce en «puedo con todo» o «a mí lo que me echen»... — sobreinvisten sus
sentidos corporales (al servicio de la sobreadaptación productiva) pero
descuidan su sentido cenestésico, fracasando en la propiocepción de la
situación real de su organismo y de sus alteraciones o fallos, lo que se traduce
en «al cuerpo, cuanto menos caso se le hace, mejor». — sustituyen el
pensamiento por la planificación con miras a evitar eventuales frustraciones
futuras; esto se traduce en, por ejemplo, consumir suplementos vitamínicos o
proteínicos para evitar el desfallecimiento posterior, simulando superficialmente
que uno se cuida lo suficiente.
La interpretación de Liberman es que mediante la somatización visceral acaba
expresándose en estos pacientes pseudonormales la protesta del cuerpo ante el
olvido y la renegación a que se ven sometidos. La enfermedad es la alarma del
desenfreno operatorio y práctico —de lo que Marty designará como «neurosis de
comportamiento»— y un aviso de que el vuelco sobre lo real no es sublimatorio
sino una formación reactiva contra la pasividad esencial, cuyo cometido oculto
es «deslumbrar a la madre». Las madres de los sobreadaptados que acabarán
somatizando son del tipo «tirabombas» o «que rebotan» las demandas de sus
hijos (E. Realini de Granero, 2007). En ningún caso concordaron con, o
respondieron a, las necesidades de los niños, por lo que éstos aprendieron a
valerse por sí mismos, generalmente ignorándolas. He ahí que, luego, lo
largamente segregado retorne atronadoramente en la eclosión somática.
F) Yo ideal. En el léxico de P. Marty, el psicosomático será alguien con un Yo
ideal omnipotente, sometido y expuesto a obligaciones no negociables y sin
espacio para la duda, que aparenta un rotundo control sobre los ámbitos de la
acción y de las capacidades prácticas. Para Marty (1995), el Yo ideal no
representa una formación intrapsíquica, ni siquiera una función del Yo, sino que
es unresiduo de la etapa del desarrollo que se corresponde con el narcisismo
primario, dado que lo que perdura en el adulto es la ausencia de límites y la
prueba de realidad de que los límites existen, tanto dentro como fuera de uno
mismo.
Este factor es semejante al concepto de «sobreadaptación» de Liberman
anteriormente analizado. M. Fain lo denomina y explica como resultado de la
«prematuridad del Yo» que precozmente ha debido madurar y acoplarse a un
guión adulto que le ha obligado a renegar de sus necesidades personales y sus
afectos. El «candidado robot» a padecer somatizaciones graves se presenta
ante el observador como un individuo muy autónomo, fuerte, seguro, capaz,
artífice y dueño de su vida toda, y en contrapartida el juicio social lo sanciona
como el factótum imprescindible. Puede ser un buen líder, un militante ideal, un
ardoroso hincha. (C. Smadja, 2005).
Los sujetos aquejados de un Yo ideal desmesurado tienen dificultades de
44
implantación y retención de los objetos por lo que tienden a de-subjetivar o
despersonalizar a los demás, como si trataran de personas-masa anónimas e
indiferenciadas. No sienten la presencia del objeto cuando está cerca, pero
tampoco son capaces de añorarlo o recrearlo cuando está lejos. Cuanto más
alto tengan el Yo ideal, más pobre será su juego de representaciones mentales y
el peso y la calidad conservada de su historia afectiva. Todo cuanto recuerdan
parece un plano gris y anodino, sin estribaciones emocionales, yermo y yerto, un
agujero de vacío que ha engullido la memoria (M. de Miguel, 2004).
Su Yo asumió una coraza prematuramente hábil al enfrentamiento con lo real, a
costa de obviar las crisis y el sufrimiento asociado. Ser y hacer lo que se debe
adecuándose a las expectativas y demandas, no dejando grietas a la crítica
ajena ni espacio al desfondamiento propio. El Superyó es sustituido por el Yo
ideal omnipotente, artificial, ficticio, pero a cuya mentira se consagra y venera. J.
Otero y J. Rodado (2004) califican de «mortífero» a este Yo ideal, por cuanto
sólo permite que se filtren y capten la atención del sujeto señales arcaicas y
preverbales del soma, señales rotundas que pierden su capacidad deaviso o
advertencia, para ser sólo testimonio de una desorganización ya producida.
Mortífero, pues, porque sólo emite tardíamente señales que debieran servir para
prevenir la enfermedad. Se escucha al cuerpo cuando la enfermedad es un fait
accompli. Si el Yo ideal es muy rígido, se frena o impide cualquier proceso de
regresión o cualquier pequeño desfallecimiento somático, desencadenando
entonces un tropel de tumultuosas excitaciones que terminan por desorganizar
el aparato mental. Véase, pues, que la esclavitud al «hay que hacer» sin
cuestionamientos, treguas o excepciones acaba generando la hecatombe de la
gran somatización que «nada permitirá hacer». La carencia de matices, fluidez y
creatividad en la sobreexigencia se cobra el precio de la enfermedad.
El sobreadaptado no se permite pasarlo mal ni bien, no sucumbe ante los
duelos, no se repliega ante las heridas narcisistas. No hay prohibición ni culpa,
tan sólo metas ideales, ambiciones desmesuradas. Seguir en la brecha es su
sino y su defensa para abolir la percepción. Más que por el instinto de placer se
rige por una pulsión de dominio, de control, sobre las flaquezas, miserias y
miedos humanos. El sujeto doblegado por su Yo ideal acepta la evidencia de la
realidad que se le impone y rechaza las ambigüedades o las variantes. Es
extremadamente sensible al reconocimiento o la reprobación de la realidad
exterior. La estima de sí está en función de ésta y trata de acrecentar el aplauso
y la aprobación mediante un «narcisismo de comportamiento» o una
generosidad extraña: portándose bien siempre (C. Smadja, 1998).
El momento propicio para la emergencia de la somatización será cuando las
ilusiones o ambiciones choquen contra un límite que no puedan salvar con su
habitual voluntarismo y coraje, tenacidad y brío. El resultado, evaluado como
fracaso, puede llevarles a percibir la inutilidad del esfuerzo y del sacrificio,
derrumbarse y desorganizarse (P. Marty, 1976).
Las enfermedades de adaptación fueron analizadas por Selye en 1936 a
propósito de las patologías por estrés que se aparean al desfondamiento
biológico de un cuerpo sobreexigido y con fuertes y crónicas activaciones del
arousal y del
45
sistema simpático, así como de todas lashormonas asociadas a la preparación
del cuerpo al combate (adrenalina, catecolamina, cortisona...). Las teorías de
Selye constituyeron el primer intento para la integración psiquesoma. Denominó
Síndrome General de Adaptación al cuadro psicopatológico en el que el
organismo sufría modificaciones estructurales o funcionales a consecuencia de
la acción prolongada de sustancias (hormonas suprarrenales en general) que se
segregaban para intentar afrontar la sobreexigencia adaptativa a los primados
de la realidad externa. Un cuerpo sobreexigido puede no presentar ningún
síntoma pero repentinamente manifestar una reacción gravísima. El cuerpo
protesta mediante un fallo estrepitoso. La súbita enfermedad somática puede ser
salvadora porque advierte al sujeto de la necesidad de cambiar sus hábitos, sus
sistemas de drenaje, sus prioridades vitales y sus fuentes excitatorias. De las
tres fases diferenciadas por Selye, y posteriormente por Holmes y Rahe,
Lazarus y Folkman, etc., la de alarma, la de resistencia y la de agotamiento —
relacionadas correlativamente con los distintos episodios en la curva de la
función vital de adaptación fisiológica—, es la última fase de agotamiento la que
se corresponde con la aparición de cuadros de estrés con incidencia
psicosomática. Así lo confirma D’Alvia:
... la etapa de agotamiento, que en la teoría de Selye estaría ligada a la
aparición de la caída de las defensas biológicas y las enfermedades de
adaptación con trastornos orgánicos sostenidos. Comparativamente en el
contexto freudiano sería equiparable con un rebalzamiento del aparato psíquico
que no puede procesar este incremento, un quiebre yoico con la presencia de
angustias difusas. Desorganizaciones mayores con desvalimiento yoico e
instalación de respuestas corporales automatizadas como descarga sin beneficio
secundario y riesgo corporal en ascenso (R. D’Alvia, 1996, pág. 37).
Manuela Utrilla utiliza un concepto interesante que tiene que ver con la
sobreadaptación corporal: «El abandono de la percepción», refiriéndose al
fracaso en la prueba de realidad tanto en lo que nos atañe como en los riesgos
que nos acechan. Por ejemplo, el descuido en elvestir que nos puede empujar a
un enfriamiento o a una infección o contagio, la lisofilia inconsciente que aguarda
el contacto con herramientas punzantes o quemantes para desencadenar un
accidente, el abuso o mal uso de la alimentación que puede acarrear una
perturbación gastrointestinal, la exposición a escenarios que entrañan riesgos
para la salud, la desatención a la legítima necesidad de descanso o sueño.
Todas estas expresiones traducen el comportamiento de un sujeto
sobreadaptado: come cualquier cosa, no duerme lo suficiente, asume riesgos
estúpidos, se mete donde no le llaman, se hace el valiente o el hércules, alardea
de no necesitar nada, exhibe un ascetismo desmedido... La práctica de
renegacio-nes y supresiones es constante: «yo puedo con esto y con más», «a
mí esto no me afecta», «me he hecho a mí mismo», «la vida es dura y uno no
puede andar quejándose», etc.
La extremosidad de su fortaleza causa mayor extrañamiento cuando finalmente
se fractura y derrumba la defensa maníaca. Dice Chevnik que el sobreadaptado
es un narcisista que ha fracasado en las posiciones masoquistas, que se obceca
en
46
representar un personaje de vigor y cordura incuestionables. El hipernormal de
Marty es el pseudonormal de McDougall o el como si de Winnicott. Contra viento
y marea han de forcluir el mundo interno y acallar el ruido psíquico con el ruido
de la acción agotadora. Sami-Ali sincretiza esta posición diciendo que el
psicosomático «hace abstracción de lo subjetivo, tiene una subjetividad sin
sujeto» (1986, pág. 1003).
47

CAPÍTULO 2 De lo traumático e inelaborable a lo

somatizado: mecanismos y procesos de la

descompensación
A Calvino le dolió siempre algún órgano de su cuerpo. Queriendo imponer la
máxima disciplina, contención y rigor a cualquier sensación placentera,
prohibiendo toda veleidad corporal y presunción, acabó enfermando
gravemente.
Los así llamados hombres de espíritu son los que más sufren corporalmente.
PABLO D’ORS
Pierre Marty apunta la idea de que una de las razones por las que nos cuesta
tanto ubicarnos mentalmente en la onda de la unidad psicosomática es que
amenaza la idea de la inmortalidad del hombre. Cualquier teoría y escuela
psicosomática incluye el factor personal en el análisis del enfermar,
independientemente de que le atribuya o no significado al órgano o al síntoma.
La medicina no es una ciencia explicativa pura o impersonal cuyo desciframiento
podamos realizar sólo a partir de reacciones y procesos neuroquímicos y
fisiológicos, susceptibles de medirse en los laboratorios y de predecirse, sino
también una ciencia comprensiva que toma al individuo como totalidad, pero que
no es ponderable por procedimientos físico- químicos.
La primera concepción de la medicina fue cediendo terreno a favor de la
48
segunda, aumentando la concienciade la necesidad de valorar la relación
médico- enfermo y el estudio de los intríngulis que viajan desde las reacciones
físico-químicas de las células hasta el estado de ánimo y desde las
representaciones psíquicas hasta los procesos neurovegetativos. Ningún
psicoanalista con sentido común puede ignorar la realidad contundente de un
hecho biológico, si bien puede plantear una lectura específica de la enfermedad,
paralela pero compatible con las otras: citológicas, inmunológicas o bioquímicas.
La primera tentación teórica consistió en dibujar un perfil de personalidad
característico de cada tipo de enfermedad (Dunbar), sustituida pronto por la
tendencia a buscar conflictos cardinales semejantes entre los afectos por un
mismo cuadro somático (Alexander), hasta que el premio Nobel Hans Selye
sentó las bases de las reacciones biológicas de las disfunciones orgánicas
causadas por cuadros de estrés.
Uno de los primeros intereses fue discriminar entre la histeria de conversión y
los cuadros órgano-neuróticos o psicosomáticos. Aquella tiene una conexión
simbólica y significante que se deja ver con cierta facilidad —sea por el factor
causal, sea por la finalidad perseguida—, éstos son reacciones vegetativas
arcaicas cuya conexión significante no existe. Una y otros suponen, en todo
caso, una regresión a formas de funcionamiento mental anteriores, más arcaicas
y automatizadas en el caso de lo somático que en el caso de la histeria. La
mayor labilidad de algún órgano o sistema somático acentúa la probabilidad de
que la sobrecarga conflictiva o traumática se exprese a través suyo.
Tempranamente en la vida se crean conexiones entre ciertas representaciones y
ciertos síntomas psicosomáticos (por ejemplo, una diarrea y un temor a la
separación de los padres), que luego (condicionamiento corporal clásico) van a
aumentar la probabilidad de recidiva del síntoma intestinal cada vez que se
repita la angustia de separación. J. Tomas establece la pauta:
a) Se produce un aflujo de estímulos actuales perjudiciales, y
b) una imposibilidad de elaborarlos psíquicamente.
c) Esto da lugar a una regresión que,
d) reaviva antiguos conflictos infantiles y los mecanismos somáticos unidos a
ellos (1989, pág. 99).
El primitivismo de las reacciones somáticas ha sido reflejado por muchos
autores, algunos de los cuales hablan de regresión a zonas oscuras o mudas del
esquema corporal, característica de una época simbiótica, indiscriminada y con
déficits vinculares.
Sólo cuando descartamos los cuadros somáticos funcionales (quejas
continuadas sin lesión, sin evolución y sin mejora), los facticios, los
hipocondríacos, los tóxicos o consecuentes a una medicalización excesiva o mal
administrada, las disfunciones esporádicas y concretas, la sinistrosis, etc., nos
encontramos con el
49
síntoma psicosomático auténtico.
1. DE LO TRAUMÁTICO E INELABORADO
En el momento actual sobreabundan los cuadros psicosomáticos. Como recalca
E. Fernández, en entrevista con P. Marty (1985), el tipo de organización mental
de la mayoría de la gente avanza hacia las somatizaciones, perversiones,
adicciones, alejándose paulatinamente de las patologías neuróticas y psicóticas
tradicionales. El modo de vida actual confina al individuo a la realidad factual y al
comportamiento operatorio, restringiendo sus baluartes imaginarios. La mayor
recurrencia se debe, entre otros factores, al estrés de vivir, al efecto
desorganizador que causan algunos acontecimientos vitales, sobradamente
estudiados por Selye, Holmes y Rahe y Lazarus y Folkman entre otros. Algunas
de esas vivencias tienen un aura traumática, producida no tanto por la
naturaleza inelaborable de las mismas, cuanto por la acumulación. La adición y
sucesión de presiones sociales, como señala P. Pérez (1995):
... tienden a reducir significativamente el espacio personal para el pensamiento,
para la fantasía y para la comunicación verbal de los sentimientos y emociones
inherentes al vivir de cada día. Dejan al sujeto más saturado y expuesto a un
índice excesivo de tensiones y ansiedades que no tiene tiempo de elaborar, que
buscan la descarga directa, y que le convierten, tal vez más que nunca, en diana
propicia para la descompensación psicosomática. La patología cardiovascular,
nutricional, metabólica e inmunológica aparece como más frecuente (pág. 95).
Apunta J. Rallo (1991) que el trauma tiene mayor importancia en la
psicosomática que en otras áreas, habida cuenta de que altera el equilibrio
psíquico temprano, desestabilizando al sujeto y generando un estado yoico
deficitario y, además, porque estos pacientes debilitados estructuralmente
dependen en exceso de la realidad externa y eso los convierte en blancos fáciles
para la retraumatización. Afirma Smadja (1998) que en estos pacientes se
erigieron tempranas barreras antitraumáticas para frenar el impacto de las
estimulaciones excesivas no elaborables. Pero lo que termina perfilándose como
trauma es algo construido desde la tolerancia yoica a las excitaciones. Por tanto,
lo esencial no es la naturaleza de los agentes potencialmente traumáticos (C.
Botella), sino que orbiten sobre el psiquismo como «significantes enigmáticos»
(J. Laplanche), o como «huellas ingobernables» (N. Marucco) o que no se haya
logrado su «anudamiento psíquico» (Freud, 1895).
Son ejemplos de traumatismos: pérdida de un ser querido, de una función
profesional o familiar, pérdida de una relación amistosa o sexual, pérdida de un
grupo al que se pertenecía, pero también pérdida de un sistema de vida anterior,
pérdida de una libertad, pérdida de una función fisiológica (menopausia,
amputación) o mental (como el
50
envejecimiento), de un funcionamiento sexual, de una actividad deportiva,
pérdida de un proyecto de trabajo o de vacaciones, pero también figuración
fantasmática, con ocasión de un hecho apenas sensible, de alguna de las
pérdidas precedentes (P. Marty, 1990, pág. 62).
Se da una aceptación absoluta de la hipótesis de un desbordamiento traumático
en el sujeto, llamado a convertirse en psicosomático. Traumas que pueden estar
sin procesamiento, que no han sido evitados ni descargados(R. D’Alvia, 1995).
Las diferentes líneas de investigación van desde considerar que dicho
desbordamiento obedece a agentes externos, a otras que lo consideran efecto
de fallas estructurales (defectos yoicos) del psiquismo. La primera es
mayoritariamente seguida por la investigación psicofisiológica, y la segunda por
la Escuela de París. Para el IPSO, el agente traumático externo sólo es el factor
activador que dispara el mecanismo subyacente y, dado que no pueden elaborar
psíquicamente de la forma habitual entre los neuróticos o psicóticos, y que
fracasan las defensas ordinarias, se desencadena una desorganización:
Los excesos de excitación pueden atacar a funciones biológicas que no se
sitúan en la línea evolutiva central, frecuentemente de orden mental. Las
oscilaciones provocan la modificación de las constantes biológicas habituales.
Otras veces, los excesos de excitación pueden atacar funciones situadas sobre
la línea evolutiva central mental (...) Puede seguir entonces una desorganiza-
ción del aparato mental cuyas eventuales consecuencias somáticas conocemos
(P. Marty, 1995, pág. 68).
La propuesta de D. Maldavsky sobre el efecto de los traumas es que inician o
impulsan algunos «procesos tóxicos» en el psiquismo, como una mala
«combustión mental» de las excitaciones no elaboradas ni evacuadas. También
él, como su colega D. Liberman (1982), ponen mayor énfasis en el punto de
vista económico (sobrecarga de excitaciones no drenadas; incrementos o caídas
bruscas en los niveles basales de tensión psicofisiológica, etc.) que en el
dinámico a la hora de teorizar sobre el trauma. Lo conflictivo o la lucha
intrapsíquica no aparece en las teorizaciones. Habrán de ser otros autores,
Dejours y Green, quienes insistan en los ejes dinámicos de los impactos
traumatizantes.
Usobiaga Marchal y cols. (1992) comprobaron en pacientes con colitis ulcerosa y
en otros con enfermedad de Crohn que los síntomas somáticos brotaron tras
algún trauma psíquico. Lo mismo cabe decir del estudio con fibromiálgicas
efectuado por J. Muro (2007): traumatismos y duelos no elaborados figuraban en
sus anamnesis invariablemente. La supresión o disminución de la respuesta
inmune por exposición a shocks agudos o crónicos es yaun tópico en la
psiconeuroinmunología de muchas enfermedades (J. F. Artaloytia, 1998; E.
Mendoza, 2006; S. Brainsky, 1985, F. Arbinaga, 2001-2002). Con todo, hay otros
autores que protestan contra el abuso del concepto de traumatismo psíquico
como piedra angular del origen de las enfermedades somáticas (C. Dejours,
1992), por creer que nunca hay que renunciar a
51
interrogarse sobre el inconsciente del sujeto somático, y no sólo sobre la
relación bilateral: traumas-accidente somático o enfermedad.
Sea cual fuere el tipo de trauma (prepsíquico, psíquico o actual), según la
clasificación de E. Rappoport de Aisenberg (2004), la somatización o
«somatosis» es una puesta en escena que espera ser traducida y entendida por
otros, justo cuando el psiquismo ha sido arrasado en sus funciones más
evolucionadas. El trauma deja residuos («reminiscencias» decía Freud) no
mentalizados cuyo testigo es el cuerpo. La hiperestesia dolorosa en lo afectivo
se materializa sensorialmente como algias o disfunciones (F. Martínez Pintor,
2006).
Tanto Liberman (1982) como Kreisler (1985) descubren defectos fundamentales
en la configuración psíquica del paciente psicosomático proveniente de las
etapas precoces de su desarrollo. En la muestra estudiada en la Clínica de la
Concepción se observó a este respecto que estas «peculiaridades
estructurales» se refieren a configuraciones psíquicas más frágiles, vulnerables
e inconsistentes, con un estilo vivencial ambigual (unas veces parece verse el
sujeto muy afectado por los afectos y otras veces no los tiene en cuenta) o
coartado (caracterizado por un esfuerzo defensivo rígido rozando la parálisis
afectiva). Igualmente se descubrió una menor capacidad de integración y
síntesis con tendencia a la sobresimplificación de los estímulos, una mayor
distorsión perceptivo-ideativa que, sin embargo, no alcanzaba niveles psicóticos,
mayor hostilidad y emociones disruptivas frente a las que no saben defenderse,
bajo nivel de recursos organizados disponibles, menor tolerancia al estrés, falta
de aceptación de necesidades afectivas y superior sentimiento de indefensión
ante sus propias emociones inundantes y desadaptativas. (P. Pérez, 1995). Las
especiales dificultades para organizar el pasado conducen a que los eventos
biográficos configuren una especiede «islotes» separados entre sí. M. de
M’Uzan creó para esta singular cristalización el cuño de «personalidades en
archipiélago», destacando que el mecanismo predominante es la disociación y
no la represión. Invitado P. Marty (1995) a especificar qué sucesos pueden ser
traumáticos y, por consiguiente, desorganizadores, enumera unos cuantos,
matizando que —sean cuales fueren— su nocividad se establecerá en relación

con las organizaciones defensivas del sujeto:— demasiada distancia del sujeto

respecto a un objeto interno significativo (precipitando sensaciones imborrables


de desprotección y desvalimiento), — demasiada proximidad con el objeto
interno asfixiante o descalificador, — demasiada distancia con respecto al objeto
exterior vivido como positivo, — demasiada cercanía con respecto al objeto
exterior vivido como negativo, — fraudes afectivos, — empeño en sostener un
Yo ideal sobreexigente, invalidando regresiones
salvadoras ante situaciones abrumadoras o difíciles de tolerar, — fobia a pensar
e inutilización del aparato psíquico, por lo que se vuelve a un
funcionamiento reflejo de acción-reacción, estímulo-respuesta, — realización de
deseos que causa vaciamiento (depresión, hastío) o
frustración de deseos que causa fracaso, — pérdida de ilusiones, deflación del
Yo, desmoronamiento de la imagen
52
social, — estrés (invasión de demandas que no encuentran estrategias de
afrontamiento adecuadas y proporcionadas), que rompe la auto- regulación, —
aislamiento social, marginalidad, reclusión, «excomunión» del grupo, etc.
Por supuesto, la lista anterior no agota todas las posibilidades. Una larga cadena
de heridas narcisistas, celos o envidias respecto a alguien del entorno, una
fuerte simbiosis con una madre omnipotente e invasora, dificultades enormes
para alcanzar cualquier grado de separacióno individuación, son algunos de los
factores pretraumáticos, pero podrían desmenuzarse decenas de agentes
precipitantes más. El vestigio frecuente es la desesperanza, el aplanamiento
psíquico, tanto si el recuerdo traumático ha sido reprimido (con lo que fácilmente
realizará a medio o largo plazo un síntoma neurótico sustitutorio) como si ha sido
disociado (tomando un derrotero somático con mayor probabilidad):
En las personas que han sufrido graves experiencias traumáticas, solemos
encontrar la marca irreparable de algo melancólico, de un tiempo actual y
retrospectivo sin esperanza y sin anhelos (E. Mollejo, 2006, pág. 160).
En la fase final de la teorización freudiana, Freud admite una barrera protectora
del excedente de tensión: es una barrera percepción/conciencia. Si no actúa, la
sobrecarga se filtra en el funcionamiento neurovegetativo generando un
desequilibrio orgánico funcional o lesivo. Si además fracasa el Yo en elaborar las
excitaciones, el riesgo corporal va en aumento, desembocándose en una
somatización de grandes dimensiones.
CUADRO 2.1.—Lectura diferencial del afecto traumático
53
Fuente: Elaboración propia.
El papel del trauma por sobreexcitación ha sido estudiado por R. D’Alvia (1996)
comparando las teorías de Freud sobre las neurosis de angustia y las de Selye
sobre el estrés:
2. EL ESPESOR DEL PRECONSCIENTE
El preconsciente es ese sistema que hace de filtro entre las representaciones
inconscientes y las conscientes. Puesto que almacena en estado latente todos
los recuerdos, percepciones, sensaciones y representaciones que forman parte
de nuestra historia, es la clave para el establecimiento de conexiones entre
recuerdos, representaciones y afectos de la misma o de distintas épocas. El
espesor del preconsciente alude a «la acumulación en el tiempo de las capas
transversales de representaciones» (P. Marty, 1990, pág. 45). Un buen
funcionamiento preconsciente asegura un conocimiento suficiente y necesario
de nosotros mismos, la inexistencia de lagunas o lapsus en los nexos
identificatorios. Un buen preconsciente nos permite captar la estructura oculta o
las pautas semejantes en nuestras vivencias repetidas, así como anticipar, inferir
o interpretar retroactivamente las claves de cuanto nos acontece, pues es un
reservorio donde se depositan todos los nexos. Un buen preconsciente
amortigua los impactos de la realidad y los traumatismos pulsionales, pues los
enlaza con representaciones del pasado o con neorrepresentacio-nes que
ayudan a contener el aluvión tensional sin desorganizar el aparato psíquico. (J.
L. Kantrowitz, 2000). Si no adquirió la capacidad de ligar, canalizar o transformar
las excitaciones, el aparato psíquico se queda inerme ante las pulsiones internas
o las excitaciones externas, no pudiendo proteger al psiquismo contra los
impactos traumáticos:
El preconsciente, como un tamiz, deja el paso libre, abierto desde fuera. La
válvula funciona incluso demasiado bien de fuera hacia
54
adentro y, por ella, se precipitan sin contención, sin filtraje, los impactos
traumáticos (L. Kreisler, 1985, pág. 85).
Pierre Marty le concedió al preconsciente un papel esencial en el engranaje del
pensamiento, hasta el punto en que él lo designó «placa giratoria de la
economía psicosomática» (1991, pág. 60). Pero, ¿cómo se palpa y se evalúa la
fluidez preconsciente? Pues registrando y asignando distinta fuerza a diversas
funciones y manifestaciones que de él derivan:
... teniendo el preconsciente, entre sus funciones de vigilia, las riendas del
acceso de las representaciones a la conciencia y a la acción; así como, de
noche, la función de censura del sueño, en principio, la estimación descansa en
el discurso del paciente a lo largo de la investigación, en sus capacidades
disociativas, en la expresión de sus fantasmas y afectos, en sus modos
relacionales, en la investidura de su sensorio-motricidad, etc, y, en particular, en
su capacidad para utilizar en ciertos momentos una regresión del pensamiento
en procesos primarios (desplazamiento [Transferencia], condensación,
simbolización (D. Braunschweig, 2000, pág. 143).
Los psicosomatólogos atribuyen a este sistema de la primera tópica freudiana
una importancia decisiva en el desenlace de la enfermedad mental y somática.
Cabría decir que, cuanto más delgado sea, la somatización es más probable y
cuanto más grueso sea, la deriva mental —neurótica, psicótica, perversa— será
más probable. Pero también su fluidez y la permanencia de las representaciones
que elabora son importantes, como ha demostrado C. Smadja (1995) en su
investigación de 66 mujeres aquejadas de tumoraciones mamarias. Resultaron
ser benignos los tumores de aquellas féminas que contaban con un
preconsciente ajustado a estos tres parámetros (mayor espesor, mayor fluidez,
mayor estabilidad y permanencia en la mediación representacional) y malignos
los de las mujeres que no se ajustaban a ellos.
Aunque separado del inconsciente por la censura represiva y de la conciencia
por la barrera de la desatención o supresión disociadora, el preconsciente es el
sistema tópico encargado del paso de las representaciones de cosa a las
representaciones de palabra. Su capa más profunda está próxima al
inconsciente y mantiene una relación muydirecta con el inconsciente biológico
(instintivo, corporal). Las más tempranas percepciones sensoriales del cuerpo
van dejando huellas mnésicas que luego se engraman produciendo primitivas
representaciones mentales (placer, dolor, bienestar, malestar, satisfacción,
tensión, relajación, opresión). Estas representaciones de cosa son preverbales y
permanecen ligadas a imágenes y vivencias primitivas. Cuando se adquiere el
lenguaje, se van transformando en representaciones de palabra,
progresivamente enriquecidas por vivencias afectivas y elementos simbólicos.
En esta línea, P. J. Boschan (1998), hablaba de un registro corporal de los
afectos desde la infancia. El bebé asocia los estados corporales con los afectos
que le producen la satisfacción/insatisfacción de sus necesidades o el miedo, el
enfado, etc.
55
Pero puede producirse una disociación que rompa dicho vínculo, de modo que:
En determinadas circunstancias, o en procesos en los que el funcionamiento de
la estructura vincular obstaculiza la mentalización de estos procesos,
interfiriendo con la metabolización que implica pasar del registro puramente
corporal al mental, ese nexo puede verse disociado, y pueden aparecer o
persistir cambios corporales sin que exista un registro psíquico del afecto que
supuestamente lo acompaña (...) Esto es, una falla en el registro mental de la
experiencia afectiva (P. J. Boschan, 1998, pág. 172).
En un pequeño texto de 1985, P. Marty aduce cuatro principales comienzos de
los procesos de somatización, pero al que más peso específico concede es a la
existencia de malformaciones del preconsciente. Si no hay —dice— elaboración
de duelos y pérdidas, integración yoica de los afectos e interiorización, todas las
dificultades afectan al narcisismo corporal, entonces aparecerá la disfunción
somática.
La indisponibilidad del preconsciente puede ser pasajera o permanente. El
grosor del preconsciente tampoco es estable a lo largo de la vida, dependiendo
de circunstancias, anclajes narcisistas y puntos evolutivos críticos para el sujeto.
Para Pierre Marty, la oscilación en la capacidad del preconsciente está en
conexión con el establecimiento intermitente de la presencia materna capazde
suministrar al funcionamiento de las representaciones mentales su encarnadura
afectiva. E. Castellano plantea una sugerente conexión entre los procesos de la
desorganización progresiva y los del marasmo observado por Spitz en los niños
precozmente separados de, o abandonados por, su madre.
Sivak y Wiater (1998) en su estudio de la alexitimia nos inducen a pensar que no
necesariamente alexitimia y malformación del preconsciente se superponen. En
apariencia una persona alexitímica es también una persona con un grave
fracaso de su preconsciente, que no encuentra fórmulas para representar su
vivencia afectiva o pulsional. Pero he aquí que cabe diferenciar entre el
alexitímico puro cuyo déficit afectivo consiste en la incapacidad para percibir,
emitir o recibir afectos, y el sujeto somático que sí puede tener importantes
representaciones afectivas pero circunscritas sólo a sensaciones o registros
corporales. Pudiéramos decir, pues, que en el enfermo somático existe una
emocionalidad vivida a través del cuerpo y el preconsciente se decanta del lado
de las representaciones pulsionales más inconscientes en detrimento de las
representaciones más cercanas a la conciencia (véase cuadro de la página
siguiente).
Cuanto más grueso sea el preconsciente, tanta mayor capacidad de
metamorfosear las representaciones de cosa en palabra habrá, observándose
así un resultado probable de desarrollo mental organizado —sano, neurótico o
psicótico—. Cuanto más fino sea, por el contrario, tanto más probable es la
desorganización y más pronosticable la somatización, pues cualquier proceso
contraevolutivo no tropezará con un colchón protector de representaciones de
palabra que contenga su caída libre hacia las puras y desnudas percepciones
sensoriales y somáticas. La pulsión, sus necesidades y demandas, no llegan a la
figuración. El preconsciente cumple una
56
función específica antitraumática. Sólo un fallo grave en la organización
fantasmática de la psiquis y un borrado de los sistemas de representación
propiciará el retorno a una sensoriomotricidad primaria indiferenciada y, por
consiguiente, a comportamientos estereotipados autocalmantes (C. Smadja,
2005).
Michael de M’Uzan repite que «el síntoma psicosomático es estúpido», carente
de pensamiento que lo respalde, una especie de pensamiento «non arrivé»
expulsado del psiquismo y que sólo puede ser escuchado a través del cuerpo.
Del espesor del
57
preconsciente depende, pues, la formación psicopatológica resultante: en
función de la presencia o no de representaciones mentales hallaremos
enfermedades mentales o enfermedades somáticas. De ahí que salvar a un
paciente somático grave precise atravesar una fase, al menos transicional, de
sintomatología mental neurótica o psicótica. A veces, un estado delirante o
alucinatorio, disgregado o confusional y angustioso es un buen indicador de
mejoría en un cuadro somático grave. Y a la inversa: la extinción de síntomas
mentales, puede alertarnos de la eventual caída en desorganizaciones
progresivas graves (J. Rallo, 1991).
J. Rallo (1991) propone técnicas de insuflación de pre-consciente que, a decir
verdad, no deben diferir nada de técnicas de alfabetización verbal para la
comunicación de afectos mediante representaciones verbales. Una educación
sentimental contra la alexitimia.
3. NUEVA CLASIFICACIÓN NOSOGRÁFICA
Pierre Marty estableció una relación clara entre la capacidad de mentalización y
el riesgo de desorganización. Cuando se carece de capacidad de representación
mental, el traumatismo degenera en trauma porque los acontecimientos
provocadores de tensión no pueden fantasmatizarse, quedando irrepresentados.
Ante un problema externo se pueden dar tres salidas:
— La ligazón de las representaciones de cosa a las de palabra, vinculando lo
simbolizado de la palabra al afecto. Esto equivale al funcionamiento sano. — La
descarga sensoriomotriz de la tensión o del malestar. La actividad produce
calma interna en el sistema pulsional propio. Funciona en niños, deportistas,
personas con problemas para inhibir la tensión o la impulsividad. — La
formación del carácter, producto de la conciliación de las necesidades interiores
con la realidad exterior. El resultado es un conjunto de reacciones yoicas
habituales cuya fijeza y rigidez perfilan rasgos estables y persistentes que nos
definen. Son necesarios para la supervivencia cotidiana, ya que sin ellos no
habría socialización.
La clasificación IPSO-P. Marty considera y evalúa cinco características durante
la valoración clínica y pre-terapéutica de los casos recibidos, pero nunca debe
tomarse como un artículo de fe literalmente aplicable, así lo advierte F. Moreau
(2001). Tiene indudables ventajas:
— la adaptabilidad, dado que se va modificando a tenor de los nuevos datos que
emerjan durante la anamnesis y durante los prolegómenos de la terapia misma;
— la temporalidad, habida cuenta del seguimiento evolutivo del cuadro
somático y su engarce con la historia biográfica del enfermo;
58
— la manipulabilidad, en el sentido de su aptitud para someterse a manejos
estadísticos por su configuración numérica; — el dinamismo en la concepción
subyacente de los mecanismos implicados
en el proceso del enfermar y del curar; — la heterogeneidad de los referentes
teóricos y epis-temológicos
contemplados a la hora de componer la visión general del cuadro.
La clasificación se compone de cuatro elementos (C. Smadja, 1995):
a) La estructura fundamental: componentes hereditarios bastante inamovibles
(existen nueve tipos de estructura básicos). b) Las particularidades habituales
mayores: forma de funcionamiento vital característico y representativo de cada
sujeto, estilo de vida, hechos relevantes, etc. c) Las características actuales: se
busca comprenderel entorno mental, el encuadre existencial en que emergieron
los síntomas o afloraron los pródromos de la enfermedad. d) El desarrollo
terapéutico: se consignan los cambios experimentados desde el inicio de la
relación terapéutica, la permeabilidad a las interpretaciones, los cambios en el
ritmo psíquico, etc.
Se espera que la clasificación resulte clarificadora diagnósticamente, informativa
y buscadora del compromiso del paciente, con capacidad predictiva, aun dentro
de la complejidad irreductible de sus elementos psíquicos singulares, y
facilitadora de un entendimiento y consenso con interlocutores sociales e
instituciones sanitarias.
La nosografía de IPSO destaca el aspecto económico sobre el tópico o el
dinámico. La posibilidad de enfermar o de preservarse aceptablemente sano
dependerá, no sólo de factores cuantitativos vinculados a las pulsiones de vida y
muerte, y al peso específico que cada una de ellas tiene sobre la otra, sino
también a la capacidad organizativa y transformadora que los instintos van
adoptando evolutiva- mente. La nosografía psicosomática obedece a un principio
de jerarquización a partir del nivel —cuantitativo y cualitativo— de
funcionamiento de la psique o capacidad de mentalización que esté al alcance
del sujeto. El abrumador exceso de energía no ligada que nace del cuerpo y
vuelve al cuerpo, no tiene historia ni proyecto ni memoria y, por tanto, tampoco
tiene sentido. A diferenta de la pulsión que sí tiene historia, proyecto y sentido
progrediente y regrediente, que puede investir, desinvertir y sobreinvestir.
Es lo contrario de la excitación, que no puede elaborarse en ese otro fenómeno
pulsional que en realidad es el objetivo del trabajo psíquico. En cambio, la
excitación queda en el umbral del aparato psíquico, y si entra a la fuerza, sin
haber sido invitada, barre los planos más importantes de la trama psíquica, que
tanto costó elaborar (C. Smajda,
59
1995).
Dependiendo, por tanto, de la existencia o no de mentalización, nos
encontramos con 4 posibilidades diagnósticas ante un caso:
a) Neurosis de comportamiento: El sujeto tramita evacuatoriamente sus
tensiones, dada su dificultad para simbolizar, relacionar, etc. Su vida se sustenta
en comportamientos, conductas, sin trasfondo alguno ni respaldo cognitivo
(Forrest Gun es un ejemplo claro). El discurso remite invariablemente a los
hechos fácticos, nunca a su significado o alcance subjetivo y la reverberación
mental de las vivencias es escasa y superficial; cualquier densidad inconsciente
se derrama por la vía del actuar. No hay un haz central de fijaciones, lo que
permite las desorganizaciones por no haber palieres para la regresión. No hay
tampoco haces laterales de dinamismos paralelos que permitan la aparición de
posibles salidas sublimatorias o perversas. No hay Superyó, por lo que no existe
el freno a la acción provocado por la angustia o la culpa, el preconsciente es
pobre impidiendo la simbolización o elaboración mental. No hay verdadero y
profundo investimiento objetal sino maestría en el manejo fáctico o técnico de los
hechos.
El neurótico de comportamiento no tiene, por definición, posibilidad de resolver
mentalmente el traumatismo, y directamente se ve sumido en la depresión
esencial y vida operatoria que, de no reorganizarse por medidas tomadas desde
el entorno, desemboca en enfermedad somática (S. Pérez Galdós, 1995, pág.
49)
b) Neurosis mal mentalizadas: Se presentan cuando ya ha habido mentalización
de los conflictos, pero en algunos puntos afectivos no se mantiene y desaparece
por la vía de la desorganización. El sujeto parece vacío, devastado, incapaz de
dar sentido —salvo actuando agitada y continuamente— a su vida y a su exceso
de tensiones.
c) Neurosis de mentalización incierta: Aparecen cuando se presenta una
capacidad fluctuante y discontinua de representación mental, pero con lagunas
importantes en ciertos temas o aspectos.
... sus posibilidades representativas y asociativas varían en el tiempo, tanto en
su condición psíquica como en el sentimiento indeciso del observador
(perplejidad, «transferencia blanca», sensación de vacío). El mecanismo
regresivo predominante daría lugar a enfermedades reversibles y de carácter
funcional, de desorga-nización fluctuante con predominio de angustias difusas.
Para su determinación deberían evaluarse las actividades simbólica, onírica y de
relaciones objetales» (R. Sivak y A. Wiater, 1998, pág. 73).
d) Neurosis bien mentalizadas: Serían aquellas en las que se da un buen
funcionamiento del preconsciente y un adecuado manejo de representaciones.
Éstas serán amplias y profundas y permiten el uso de defensas mentales
capaces de absorber las tensiones.
60
4. NEUROSIS DE CARÁCTER Y NEUROSIS DE COMPORTAMIENTO
Las tres últimas modalidades son las que Pierre Marty designa genéricamente
como neurosis de carácter. Los rasgos no tienen valor elaborativo, sino que son
un escudo contra los traumatismos. Ellos alegan tener problemas reales, nunca
problemas psíquicos. Su gravedad dependerá de su variable aptitud para
resolver mentalmente el traumatismo, en función de la capacidad de
reorganización psíquica propiciada por las regresiones. Puede darse un grado
mayor o menor de desvanecimiento de las funciones mentales y durante un
tiempo más o menos largo.
Son las neurosis de comportamiento y las neurosis de carácter mal mentalizadas
las que desembocan en mayor medida en somatizaciones. Ante un aluvión
traumati- zante, en ambos casos —en mayor medida que en los restantes— el
sujeto reaccionará con unas defensas muy primitivas: la renegación («no pasa
nada»), la desmentida o rechazo («no voy a pensar en ello»), la supresión («voy
a pensar o hacer otra cosa que me lo quite de la cabeza y me distraiga»), la
disociación del afecto («fuera tristeza»), la racionalización («otros han pasado
por lo mismo», «la vida es dura»), la anestesia psíquica («fingir ser de acero o
aluminio para que nada nos dañe definitivamente»), el repliegue y el silencio
(desligándose hacia posiciones objetales frías y formales).
Para acallar y contrapuntear la angustia difusa o la sobreexcitación tensional, se
hipercatectiza la realidad y la actividad física. Evitar pensar y evitar sufrir,
fantasear, entender, se convierte en el leitmotiv del sujeto que cabalga así desde
el trauma hasta la depresión blanca y de ésta al funcionamiento operatorio y la
posterior somatización.
Parece que ésta se abre camino cuando el sujeto no encuentra «ruido externo»
suficiente —actividades que canalicen la sobretensión psíquica— y cuando los
mecanismos de elaboración sintomática neurótica han fracasado o no han
llegado a usarse. En «Mentalización y Psicosomática», Pierre Marty diferencia
entre las neurosis de carácter y las de comportamiento:
CUADRO 2.3.—Secuencia diferencial de los tipos de neurosis
61
Fuente: Elaboración propia.
La angustia difusa, producida por acumulación de tensiones ni evacuadas ni
mentalizadas puede generar un sinfín de traducciones neurovegetativas
concretas. Y éstas pueden ser tanto inconcretas, aisladas y esporádicas, como
crónicas. Dependiendo de la gravedad de los agentes traumáticos y la
interrelación de varios factores (vulnerabilidad yoica, alexitimia, depresión
esencial, insuficiencia en la mentalización), pueden desencadenarse fallos de

diverso calado en el funcionamiento orgánico:— Fallos neurovegetativos

primarios fugaces: alteraciones de la tensión


arterial, palpitaciones, sudoración, diarreas episódicas, etc. — Fallos viscerales
— Fallos histológicos — Fallos metabólicos — Fallos funcionales o lesionales de
algún/-os órgano/-s. — Fallos inmunológicos — Fallos que afecten a todo el
sistema de desarrollo o crecimiento.
La gravedad de los síntomas somáticos y su pronóstico maligno o benigno
dependerá de la solidez del aparato psíquico. Un aparato mental bien
estructurado a nivel de las defensas y con fluidez en las regresiones y
abundantes puntos de fijación, organizará una enfermedad mental ante un
traumatismo pulsional, desencadenado tal vez por acontecimientos externos
más o menos graves aunque desbordantes. Un aparato mental débil —sea sólo
temporalmente frágil, sea crónicamente debilitado— tenderá a desorganizarse,
ocasionando un desenlace fatal.
5. FIJACIONES, REGRESIONES Y DESORGANIZACIONES PROGRESIVAS
62
5.1. Fijaciones somáticas
Habida cuenta del principio evolutivo que traspasa toda la teoría del IPSO, y
derivado de la línea de pensamiento de H. Jackson, la salud es sinónimo de una
evolución gobernada principalmente por los instintos de vida («cualidad o
virtualidad ligada a todas las funciones del ser que inspiran y animan su
evolución») y la enfermedad es asimilable a la involución gobernada por los
instintos de muerte («desintegración y destrucción de lo creado») (S. Pérez-
Galdós, 1987, pág. 41). Para Marty las fijaciones a un órgano pueden ser un
reservorio de las pulsiones de vida, fruto de sucesivas investiduras narcisistas
del sujeto, pero en el mismo órgano confluyen una vertiente contra-evolutiva y
una vertiente movida por pulsiones de vida. De la unión o desintrincación de
ambas tendencias dependerá el destino psicosomático final, que puede consistir
en meras regresiones somáticas transitorias y benignas (esas pequeñas
somatizaciones que nos sirven para «cargar las pilas»), o en somatizaciones
graves y deletéreas, producto de las desorganizaciones.
El IPSO extendió al terreno somático conceptos que procedían en Freud de las
funciones mentales. Así, cuando el sujeto operatorio está expuesto a un estado
traumático, el funcionamiento psíquico resultará momentáneamente desbordado
y saturado en sus capacidades de ligadura. El aparato psíquico recurrirá a la
repetición para yugular el exceso de excitación traumática. No sabiendo acudir al
plano mental, retornará a las fuentes somáticas. Cada individuo va
«depositando» en algunos lugares del cuerpo unas fijaciones preferentes y
habituales que son su «talón de Aquiles» y su coraza. Es «el bagaje defensivo
del sujeto que se opone a la desorganización» (C. Smadja, 1995, pág. 15). El
alcance y la gravedad de estos fenómenos de fijación somática difieren con
arreglo a un parámetro cuantitativo y con arreglo a un parámetro temporal:
depende de cuán intensas sean y de cuánto duren. De ambos dependerá la
recomposición libidinal del individuo y, por tanto, la benignidad o malignidad de
las somatizaciones.
A lo largo del desarrollo se van produciendo apuntalamientos somatopsíquicos
sucesivos continuos. Las fijaciones somáticas —Marty habló incluso de
«plataformas de fijación»— caracterizadas por la existencia de cristalizaciones
somáticas jerarquizadas en función de la historia evolutiva de cada sujeto, le
hacen más vulnerable a enfermar en ciertos órganos o sistemas concretos. No
puede desdeñarse la influencia de múltiples factores: secretorios, circulatorios,
hormonales, alérgicos, inmunológicos y otros de orden neurobiológico
insuficientemente conocidos (P. Marty, 1991). La paradoja de estas plataformas
es que, al tiempo que te enferman, te curan y preservan de otras
desorganizaciones aún más letales. Cuando se disuelven o cesan en su función
de enganche, se produce una desligadura de la pulsión de muerte que puede
acarrear una somatización maligna. Sólo si se relibidiniza el órgano puede haber
remisión de la destructividad mortífera:
... las posibilidades de reestructuración del sujeto están ligadas a la
resexualización de la función somática alterada por la enfermedad (C. Smadja,
2005, pág. 101).
En sus primeros tiempos, Marty, de M’Uzan, Fain (1967) hablaron de
63
«metabolismo psicosomático de base» y de «posición psicosomática nuclear».
Más tarde, Marty (1982) creó un concepto de «mosaico primario» para referirse
al cuadro de la primera organización psíquica formada por el niño. Ese mosaico
evoluciona configurando sucesivas y crecientemente complejas organizaciones
jerárquicas de carácter funcional que le llevan a una autonomía progresiva.
Cada nueva fase engloba las funciones anteriores que van dejando sus huellas.
La adquisición funcional puede ser de corta duración (el automatismo de las
vísceras y de los sistemas neurovegetativos), de duración media (por ejemplo la
conquista del equilibrio, el control del hambre y otras necesidades fisiológicas, el
freno o la renuncia a la satisfacción impulsiva de los deseos), y otras de
adquisición larga (como la mayoría de las funciones mentales). Cuanto más
tiempo precise la adquisición de una función, tantos más puntos de fijación, más
jalones, se establecerán. Estos hitos servirán como «topes escalonados» que
actuarán de potenciales reorganizadores.
Cada nivel evolutivo permite una nueva forma de vivir. En este desarrollo, cada
vez más complejo, las dificultades pueden ser numerosas y frecuentes: si
sobreviene cualquier traumatismo, puede no encontrar en ese momento del
desarrollo los elementos funcionales capaces de enfrentarlo, y el niño fracasa en
el intento, sufriendo una regresión al nivel anterior que servirá de punto de
partida nuevamente para reiniciar la evolución. Si esos vaivenes se repiten, se
van marcando esos puntos de caída, convirtiéndose en fijaciones (S. Pérez
Galdós, 1995, pág. 45).
En el modelo psicosomático del IPSO, es importante distinguir entre fijaciones
centrales y fijaciones laterales: un haz central de fijaciones se refiere a las
fijaciones que se prolongan en procesos mentales, participando en el trabajo
psíquico, en tanto que las cadenas laterales de fijaciones escapan momentánea
o definitivamente al trabajo psíquico. Las fijaciones laterales conciernen y
afectan a rasgos de carácter, a comportamientos, perversiones, sublimaciones y
ciertas somatizaciones.
5.2. Regresiones somáticas
Para la teorización del IPSO, la regresión es previa a la fijación —al contrario
que ocurría en Freud—. A base de retornar regresivamente una y otra vez, se
acaba fijando un lugar orgánico que actúa como puerto, como anclaje. Las
fijaciones, permitiendo un punto de parada en la caída, evitan la desorganización
completa y la enfermedad grave o deteriorante. Cuando no existen puntos de
fijación que frenen la marcha contra-evolutiva de las pulsiones de muerte, se
pone en peligro el pronóstico vital con somatizaciones irreversibles. Las
fijaciones son, pues, como los campamentos base que quedan habilitados en
una ascensión peligrosa a la montaña y a los que se puede y debe volver ante
un escollo grave en la escalada, para evitar la muerte por congelación y para
reorganizar la estrategia futura. Pero, siguiendo la metáfora, cuanto más
distantes estén dichos campamentos del punto de la ascensión (evolución) del
sujeto, más inútiles son, pues no servirán de refugio ni podrán evitar
64
la muerte.
En este sentido, P. Marty advierte que si las fijaciones son tardías protegerán de
la desorganización, pero si faltan fijaciones dominantes y centrales a las que
regresar, no podrán servir de colchón protector ni frenar la desorganización. Del
mismo modo:
Si las regresiones no concuerdan con la línea mental, son poco defensivas,
puesto que el trayecto, a menudo corto, de la línea evolutiva a la que se refiere,
no ofrece a los movimientos instintivos más que posibilidades de expresión, pero
no de elaboración (P. Marty, 1995, pág. 26).
A diferencia de lo que ocurre en la conceptualizacion de las neurosis y las
psicosis, donde las regresiones sonsinónimas de disolución de las
organizaciones adaptativas adultas —y por consiguiente temibles y evitables—,
en el terreno de la psicosomática, la regresión hasta puntos de fijación
evolutivamente reconocibles y repetidos es una garantía salvadora contra la
enfermedad somática grave. La regresión en este terreno es un freno a la
desorganización y a la muerte, incluso una crisis potencialmente reorganizadora
(recordemos la coincidencia con el concepto de Hartmann de «regresión al
servicio del Yo»). Marty y Fain (1959) afirmaron taxativamente: «concedemos
pues al trastorno una función de detención de un proceso de desintegración»
(pág. 83). Una diarrea ante el miedo puede ser una regresión útil, si es
esporádica y sirve para pensar y rearmarse mentalmente ante las circunstancias
intimidantes, pero puede deparar una colitis espasmódica y crónica — colitis
ulcerosa— si se repite sin mentalización o solución más madura.
Las regresiones pueden ser globales, parciales o progresivas
desorganizaciones, y asimismo pueden afectar al tronco central de la estructura
psíquica y a las cadenas defensivas laterales. El IPSO diferencia entre un haz
central común o cadena evolutiva central de fijaciones: «La calidad de ese haz
se observa a través de ver si las fijaciones anteriores a la fijación en donde se
ancló la regresión están o no suficientemente evolucionadas, de igual manera
que han de examinarse las marcas que dejan las fijaciones posteriores a la
fijación mayor en el plano mental, en el carácter, en las relaciones objetales, en
las sublimaciones» (S. Pérez Galdós, 1995, pág. 47) y las cadenas evolutivas o
haces laterales (oral, anal, fálico), que pueden crecer aisladamente y que
tendrían que incorporarse a dicho haz central. Pero pueden coexistir regresiones
mayores y menores en paralelo, unas en el plano de lo mental y otras en el
plano de lo somático, y alguna de las cuales sea detención de la otra o permita
reorganizar al sujeto contra movimientos somáticos deletéreos o contra
movimientos neurotizantes o psicotizantes.
Si el uso de la regresión detiene la desorganización será reorganizadora, si
fracasa, la desorganización progresa hacia la enfermedad somática. La
combinación de dichas posibilidades es la que va a permitir diferenciar entre
neurosis de carácter con síntomas somáticos, o neurosis de comportamiento,
expresadas a través del acting-out corporal. Las posibilidades diferirán en
función del daño o alteración de la estructura psíquica causado por el fallo en los
mecanismos de defensa psiconeuróticos, de la idoneidad o fracaso del sistema
preconsciente, o de la fortaleza de la estructura yoica para afrontar
traumatismos.
65
En un estudio experimental realizado por Blatt (1963) para comprobar la posible
relación entre la gravedad de la patología fisiológica y la severidad del
funcionamiento psicológico, se pretende determinar a partir de qué momento el
fracaso funcional ocasional deja de ser reversible y pasa a ser incontrolado.
Michaels (1944) había sugerido que las disfunciones viscerales adultas
representan un recrudecimiento regresivo de las funciones viscerales somáticas
de la infancia. Grinker sostenía que la desintegración bajo estrés —sea por
factores externos o internos— reaviva las funciones globales de la infancia y
recrudece los afectos primarios con tendencia a expresarse visceralmente.
Asegura Grinker que:
... los síndromes psicosomáticos son indicadores del fracaso en conservar, así
como de la disolución de, una organización psicológica adulta —esto es,
indicadores de una regresión a adaptaciones psicológicas menos maduras—.
Sin embargo, estos síndromes retrasan o contienen procesos que tienden hacia
disoluciones más graves de la personalidad (citado en E. F. Blatt, 1963, pág.
207).
5.3. Desorganizaciones progresivas
Cuando fracasa la psiquización, fracasa la solución neurótica o psicótica,
entonces se está en el punto cero para el inicio de un retorno sin control hacia la
desintegración. Puede venir precedida de una crisis o traumatismo aislado o
crónico, cuya raíz suele hallarse en estados tempranos del desarrollo (M. Bekei,
1982), originando una precoz desmentalización, pensamiento operatorio y
desintrincación pulsional que devasta, entre otras cosas, los propios recursos
autocalmantes y las protecciones paraexcitadoras (antitraumáticas). Las
desorganizaciones seguirán un orden involutivo inverso al de la constitución de
organizaciones evolutivas. Su virulencia y pasividad dependerán de la eficacia
de las fijaciones y regresiones disponibles. Van arrasando las diversas
organizaciones funcionales conquistadas a lo largo de la vida en beneficio de
funciones arcaicas y desadaptativas. Traspasan en su retroceso todas las
fijaciones somáticas potencialmente reorganizadoras, dado que:
Las regresiones constituyen sistemas homeostáticos sólidos, mientras que las
desorganizaciones progresivas no llevan a establecer ningún equilibrio duradero
(P. Marty, 1976, pág. 13).
Para los sujetos con un aparato mental que tiene difícil la elaboración psíquica,
el impacto traumático puede generar una desorganización progresiva. Se
desarrolla progresiva y silenciosamente en un primer tiempo. No es una
respuesta brusca y momentánea a un fracaso elaborativo, sino una destrucción
insidiosa de las ligaduras pulsionales (tanto las narcisistas como las objetales)
que acaban provocando una desregulación de las funciones fisiológicas:
Las desorganizaciones son los movimientos contra-evolutivos que aparecen
cuando los instintos de vida son desplazados y ocupan su lugar
66
los instintos de muerte. El traumatismo ataca el aparato mental y hace
desaparecer la jerarquía funcional correspondiente, con la consiguiente
dispersión de las funciones que supone confusión y desorden. La
desorganización avanza, arrasando, y solamente puede parar este estado de
cosas el que se encuentre de repente con un nivel anterior fijado previamente
que la detiene (S. Pérez Galdós, 1995, pág. 46).
P. Marty (1991) contemplaba varios factores cuya mezcla e interacción
decidirían lo virulento y masivo de las desorganizaciones psicosomáticas. Para
que la somatización sea duradera y grave es preciso que confluyan la regresión
somática y la desligadura pulsional, y que ambasestén envueltas en un
parámetro cuantitativo (intensidad de la carga traumática) y en uno temporal
(manteniéndose duraderamente sin que se retome la religadura pulsional o se
reinvista narcisísticamente el cuerpo. También tomaba en cuenta factores
generales que atañen a la evolución de las especies (estabilidad, bipedestación),
a la ontogénesis (vida intrauterina, reactividad sensoriomotriz durante el
nacimiento, temprana infancia, emergencia y definición de la psicosexualidad).
Véase, por tanto, el espectro de elementos susceptibles de influir y determinar el
resultado final. Paralizar las desorganizaciones dependerá de cómo se
conjuguen y sitúen todos estos elementos a lo largo de la vida y con la

mediación de una psicoterapia.Parece que a medida que progresa la

desorganización somática, se asiste al mismo tiempo en el plano del


funcionamiento mental, a una reducción de la complejidad y, correlativamente,
del potencial organizador de la psiquis (C. Smadja, 2005, pág. 201).
Los riesgos van ligados a la presencia de los siguientes indicadores —que
pueden considerarse alertas que pronostican un desenlace negativo— y que
fueron señaladas por Marty (1976):
a) Desaparición de representaciones preconscientes, b) No hay vínculos con el
sistema inconsciente, c) Ausencia de simbolismo y de asociación de ideas, d)
Lenguaje restringido y cosificado, e) Reducción de sueños y, en general, mala
calidad de los niveles imaginarios, f) Mantenimiento de relaciones secas,
descarnadas, marcadas por la necesidad
y por la funcionalidad, pero exentas de afectos, g) Tonalidad vital baja, depresiva
y operatoria, h) Borrado de sublimaciones y personalización del comportamiento.
¿Son realmente irreversibles las desorganizaciones? No necesariamente, pues
si desaparecen las circunstancias internas que interrumpieron la mentalización o
algo consigue libidinizar al sujeto y sacarle del marasmo de la depresión
esencial y del pensamiento operatorio y, sobre todo, si las lesiones causadas por
el brote somático
67
no dejan secuelas, el estado psicosomático puede recomponerse, re-
narcisizarse y tomar otro rumbo menos letal.
Lo único que garantiza la exclusión de soluciones desorganizadoras en el plano
somático es la emergencia de un cuadro mental en la esfera de las neurosis o
de las psicosis (P. Mary, 1976, pág. 15). Para corroborarlo, Max Schur
consideraba que el síntoma somático es una defensa contra la psicosis que
permite volver a los procesos primarios y al uso de la energía no-neutralizada.
Para Lhamon, consistía en una regresión vegetativa parcial que prevendría la
regresión psicológica y, por tanto el delirio. Sin embargo, Margolin también
resaltó la conexión, pero ahora no en dirección inversa sino directa, concluyendo
que psicosis y síndrome psicosomático covarían en la misma dirección. Otros
autores han destacado la relación alternante entre síntomas psicóticos y
psicosomáticos, siendo éstos precursores de aquéllos o apareciendo en los
períodos de remisión de las psicosis. R. Fernández trata psicosis y
psicosomatosis como mutuamente coagulantes y supresores:
Partiendo de la hipótesis de que el trastorno somático, como expresión de una
regresión narcisista, sería una forma de evitar desarrollos de afecto vividos como
insoportables, puede pensarse que la «enfermedad» misma podría estar
actuando como un «coagulante» del desarrollo afectivo, previniendo su
desprendimiento, haciendo las veces, por lo tanto de un «sustituto» de su
potencial desarrollo (R. Fernández, 2002, pág. 41).
La gran cantidad de suposiciones a partir de la casuística dispar ha llevado a la
necesidad de plantearse una investigación que constate si existe o no alguna
relación entre la regresión fisiológica, la regresión de la libido y la regresión del
Yo. Los investigadores presumen una relación, pero no necesariamente causal
entre ambos factores (sustrato psicótico) y regresión, admitiendo la posibilidad
de que ambos puedan ser efectos de la enfermedad psicosomática misma.
Los resultados referidos a muestras de hipertensos, colíticos ulcerosos y
eccemas atópicos demostraron que sí existe una relación entre la cuantía de la
regresión y la gravedad de la hipertensión y la colitis ulcerosa, del mismo modo
a como existe una relación entre la hipertensión y el sustrato psicótico. Aunque
no se comprobaron diferencias concluyentes estadísticamente, la tendencia era
que a mayor severidad del cuadro somático, mayor nivel regresivo y mayor
sustrato psicótico. Pero sólo el TAT, no el Rorschach ni el MMPI, demostró esa
clara conexión para la hipertensión, pero no para ninguna otra de las
enfermedades exploradas. Obviamente, puede pensarse que aunque pudiera
hallarse una relación entre ambas variables, tal vez no sean las más
significativas ni las de mayor alcance pronóstico. No pueden ignorarse, por
supuesto, las variables ambientales —mayor o menor acumulación traumática,
estrés, historia familiar y anamnesis—, ni las variables mórbidas de carácter
psicológico que pudieran preexistir en los enfermos. Merecería investigarse
también si la regresión visceral desencadena un mayor daño histológico,
pudiendo servir la regresión fisiológica como indicador preventivo de la gravedad
de las alteraciones psicosomáticas.
Años más tarde, en la Universidad de Rockefeller de Nueva York, se han
68
propuesto unos indicadores médicos (¿regresión fisiológica?) que pueden
anticipar la aparición de trastornos agudos o crónicos de carácter psicosomático
capaces de inducir una enfermedad irreversible. Dichos indicadores son:
Aumento de glucosa en sangre, hipercolesterolemia, aumento de grasa
abdominal, hipertensión, aumento de hormonas estereoideas, inmunidad
deprimida, pérdida ósea y pérdida de fuerza muscular. El aumento de las cargas
alostáticas acarrean un desgaste para los órganos, aumentando su
vulnerabilidad al daño, a la lesión o al debilitamiento.
69

CAPÍTULO 3 Variedad de somatizaciones y singularidad de

los somatizadores
La salud es un ideal inmóvil. La más perversa de todas las utopías.
ALBERTO BARRERA, La enfermedad
1. ¿ANTE QUÉ TIPO DE SOMATIZACIÓN PODEMOS ENCONTRARNOS?
En el caso de las enfermedades psicosomáticas nos situamos frente a lo que
certeramente C. Smadja ha denominado «la clínica del silencio» o clínica de lo
negativo. Lo que destaca es la pérdida de sabor, la fatiga, la carencia de energía
e impulso, la caída de las sublimaciones, la desaparición de la capacidad para
gozar o para entristecerse. Es, por tanto, lo que falta y no lo que sobra aquello
que acapara la atención del terapeuta y que éste toma por indicador
patognomónico de estar ante un paciente que ha presentado o presentará
probablemente una patología psicosomática.
El enfermo parece conservar la representación eidética del placer y del dolor
psíquico, de los afectos y de las vivencias relacionales que experimenta, pero
todas ellas están descargadas de contenido emocional. Puede hablarse,
siguiendo el significativo hallazgo de A. Green, de una «alucinación negativa»
del afecto. Los propios pacientes se sorprenden al constatar que no sienten lo
que deberían sentir a tenor de la circunstancia, del estímulo o de la relación que
están relatando. El «no siento nada», o el «estoy como anestesiado», o «estoy
vacío» son expresiones corrientes en muchos de ellos. En paralelo se observa
un sobreinvestimiento del cuerpo, de las sensaciones normales o patológicas
que se sitúan en el primer plano de
70
su discurso.
La enfermedad marca una ruptura en la continuidad de la existencia y de la
conciencia del Yo. Ante ella, el sujeto se siente interpelado y puesto a prueba. El
Yo «padece una inflexión de destino imprevisible» (C. Smajda, 2005). La
conmoción puede ser brusca y súbita o acumulativa, puede ser momentánea o
prolongada y, paradójicamente, puede ser bien recibida o mal recibida, como
condena o como puerta abierta a la renovación. Para unos supone un
hundimiento que pone en evidencia toda una soterrada desorganización muda
de la que el paciente no se había percatado. Para otros, en cambio, la
enfermedad abre un nuevo capítulo y marca la posibilidad de una salvación
psíquica, de un reinicio desde otros parámetros. Algunos se deprimen mientras
otros enferman porque ya padecían una depresión sorda que había minado sus
instintos de vida. Ciertos enfermos se relacionan con su enfermedad como si de
un otro objetal se tratara. Hablan de ella, le marcan normas, hábitos, rutinas, la
estudian, se complacen en su análisis o en la protesta. Se instala en el núcleo
de su existencia. Ya son sólo su enfermedad. Parece haber devenido su gran
momento, algo que los hace únicos o especiales, que los aboca a una
experiencia crucial. El cénit de sus vidas. Sucedánea de un verdadero objeto
psíquico.
Todo lleva a pensar como si el paciente hubiera elegido entre la locura identitaria
y la locura orgánica. La solución somática al precio de sufrimientos relativamente
circunscritos constituiría entonces económicamente, y en razón de capacidades
adaptativas del psiquismo del paciente, una solución más tolerable frente al
terror de un hundimiento identitario (C. Smadja, 2005, pág. 66).
César Botella (1998), como tantos otros autores, distingue entre los síntomas
con sentido ligados a las neurosisy los síntomas sin sentido de la psicosomática.
En ésta, el cuerpo expresa un pensamiento non arrivé, expulsado del psiquismo,
o prepsíquico, que no es pensado sino sentido a través del cuerpo. En virtud de
ello, el enfermo estaría parapetándose a través de su enfermedad frente a
disoluciones psicóticas, pero a medida que las regresiones psíquicas ceden ante
regresiones somáticas estamos en una caída en el vacío, en la degradación de
sentido:
Podríamos concebir una psicopatología que comprende en un extremo un
cuerpo libidinal portador de sentido simbólico (la histeria), y de otro, un cuerpo
deslibidinizado sin simbolismo alguno (operatorio) (C. Botella, 1998, pág. 165).
Fieles a los parámetros teóricos de su maestro Marty, sus seguidores han
delimitado claramente las somatizaciones con arreglo a cuatro distintos sistemas
económicos (M. Zubiri, 2005):
a) Una enfermedad puede constituir una regresión parcial: sería el caso de
reaccionar ante una situación conflictiva retornando a puntos de fijación
somática que han constituido un hito en la maduración evolutiva. Tal
71
circunstancia sirve al sujeto para recobrar fuerzas, relibidinizar sus relaciones o
su entorno y momentáneamente salvaguardarse de algo que le aturde o le
desborda. Pero, y esto es lo esencial, la punta evolutiva de desarrollo se
mantiene incólume pese al pequeño revés somático, perfectamente transitorio y
reversible. Por ello puede ir acompañada de síntomas neuróticos y no se ponen
en riesgo las organizaciones mentales jerárquica-mente incorporadas en la
maduración individual. Tal es la función que suelen cumplir algunas gripes,
constipaciones o ciertos pequeños accidentes. Puesto que la organización
mental no se ha visto alterada en lo esencial, en poco tiempo el sujeto recobra
su nivel de defensa habitual, pudiendo recuperarse del bache de salud desde un
mejor nivel de organización. El tipo de intervención terapéutica diferirá con
arreglo a la capacidad de mentalización que posea. El pronóstico es optimista.
b) Una enfermedad puede constituirse como regresión global. Aunque más
grave y generalmente prolongada que en el caso precedente, obedece también
a una crisis vital para la que falta la capacidad de respuesta mental
evolutivamente oportuna y adecuada. Sus consecuencias son más riesgosas
para la salud general y dejar algunas secuelas pero, en principio, siguen siendo
escollos superables, salvo que el sujeto encuentre alguna clase de beneficio
secundario o terciario a su estatus de enfermo o que se complique el cuadro con
una complacencia masoquista. Por supuesto tal tipo de regresión masiva
somática es compatible con cuadros psiconeuróticos o psicóticos como fondo
patológico y, de hecho, el sujeto puede recuperar el acceso a las
representaciones mentales de mayor o menor calidad pasada la crisis. En
cuanto a la modalidad terapéutica, los pacientes pueden beneficiarse tanto de un
psicoanálisis clásico como de una psicoterapia psicosomática. El pronóstico es
moderadamente optimista y dependerá de la voluntad y capacidad
reorganizadora del paciente. c) Una enfermedad puede constituirse como
inorganización aparente. Cuando el aparato mental es incapaz de contener o
descargar la excitación tensional sobrevenida por un traumatismo se dice que el
sujeto tiene atrofiada la función paraexcitadora. En estos casos, generalmente
ligados a desequilibrios homeostáticos severos provenientes del entorno familiar
o del trabajo (por ejemplo, separaciones, abandono del hogar, migración,
jubilaciones, despido laboral, etc.), sujetos con formas de organización mental
pobres e inconexas y de funcionamiento fragmentario o irregular, pueden hacer
la autoevaluación desesperanzada de que carecen de recursos de afrontamiento
suficientes para salir al paso de los cambios tan impactantes que se han
producido. Ante ello, una inorganización somática brusca y rotunda suele ser la
única forma de acusar el recibo del desequilibrio traumático, pero por lo demás
faltan evidencias psíquicas que corroboren que esté pasando algo (E. de
Usobiaga Marchal, 1987). Las inorganizaciones aparentes no cursan con
angustia ni con signos
72
depresivos. A menudo se aconseja modificar el entorno del paciente para
amortiguar en lo posible el efecto de la desaparición de alguna figura
significativa desaparecida. El pronóstico es moderadamente pesimista habida
cuenta del automatismo de la enfermedad y de la importancia del sistema
orgánico implicado. d) Una enfermedad puede constituirse, por último, como
desorganización progresiva. A diferencia del caso anterior, el mecanismo que la
activa es un traumatismo interno, precedido o no de cambios externos. Digamos
que algo se ha roto por dentro, incluso sin percatación consciente alguna por
parte del enfermo. La fragilidad psicosomática se origina en la pobreza de
identificaciones consistentes y en la incapacidad de elaborar duelos. El
emergente del desbordamiento es una angustia difusa que al poco desaparece
cediendo su lugar a una abulia, cambio en el comportamiento habitual,
desinterés y apatía, comúnmente designados «depresión esencial». Tras ella, el
sujeto agazapa sentimientos de impotencia, desamparo y desmoralización. Ha
tirado la toalla, se abandona a su suerte, desiste del afrontamiento. En
semejante estado de desistimiento vital es muy probable que se desarrolle una
vida operatoria, cada vez más desafectada, robotizada y mecánica, en una
creencia errónea de que si siempre se hace lo mismo y ordenadamente,
aumentarán las posibilidades de éxito adaptativo y se garantizará seguir
adelante. Aquí se ceba la somatización autodestructiva. La intervención no
aspira a ser más que meramente paliativa dado lo sombrío del pronóstico. (E.
Usobiaga Marchal y cols., 1992).
Cada uno de los anteriores escalones supone una creciente gravedad
contraevolutiva y se generan patologías de distinto signo y grado de afectación,
atañendo a medidaque aumenta el daño e irreversibilidad a sistemas cada vez
más primarios (metabólicos, inmunológicos o evolutivos). En las somatizaciones
generalmente se producen reacciones hipertónicas o hipotónicas, siendo las
primeras más fáciles de descubrir porque aceleran o sintomatizan en positivo
funciones anómalas. Pero las segundas, regidas por inhibiciones, provocan una
clínica negativa de embotamiento y ausencia de funciones que debieran existir a
la par que causan atrofia de los dispositivos defensivos que pierden eficacia. (P.
Marty y M. Fain, 1959). Estamos ante trastornos ciegos, opacos al significado.
Rallo delimita dos tipos prístinos de somatización:
— el 1.o: el síntoma es mudo y estúpido, la somatización prendió sus raíces en
un cuerpo preverbal y desmentalizado: enfermedad por defecto. — el 2.o: el
síntoma elegido tiene sentido porque sobre él ha sobrevenido una significación
neurótica, pasando a representar de algún modo una relación primaria o un
objeto internalizado: enfermedad con sentido:
(En ambos casos) el cuerpo participa de la interacción pudiendo
73
quedar marcado, ya sea de forma inespecífica, ya inmerso en fantasías muy
arcaicas con un cierto sentido (incorporación, retención y expulsión) (J. Rallo,
1991, pág. 14).
Es ahora comprensible que C. Smadja se refiera a la psicosomática como la
«clínica del silencio» puesto que la enfermedad psicosomática es tanto más
deletérea y mortífera cuanto más faltan funciones y mecanismos que debería
haber y no hay. Destaca la calma psíquica que acompaña las somatizaciones
graves, mucho menos escandalosas y previsibles que las somatizaciones
regresivas. Lo señala así:
... se van desarrollando progresiva y silenciosamente en un primer tiempo y
fomenta un movimiento general de desligazón que afecta en primer lugar a las
funciones psíquicas y se prolonga en las funciones somáticas (C. Smadja, 2003,
pág. 76).
Resalta el actual director del IPSO que la malignidad de los dos supuestos
(inorganizaciones aparentes y desorganizaciones progresivas) se debe a la
desligazón libidinal de la vida y la consiguiente desintrincación de la pulsión de
muerte. Es también, por ello, la clínica de lo negativo: no sólo no hay erotismo o
libidinización, tampoco hay percepción de sufrimiento mental, no hay angustia,
no hay demanda, no hay queja, no hay añoranza. Predominan las inhibiciones,
la adaptación resignada o heroica a las circunstancias, la vuelta contra sí mismo
y el mutismo emocional. Pero que no haya percepción de sufrimiento mental no
significa que éste no exista, sino que no puede pensarse sobre él, que no puede
sujetarse o ahormarse dentro de las representaciones (ideas o afectos) que usa
el neurótico para canalizar las excitaciones traumáticas.
Se trata de la actuación masiva de mecanismos de negación (desmentida del
mundo interno: si no me entero de que pasa algo, es que no pasa nada en
realidad) y de escisión (si no pienso sobre ello y me mantengo lejos, no me
afectará). Nuestra sociedad ensalza y premia a menudo el uso de estos
mecanismos. Califica como «entereza» estas reacciones ante situaciones
dolorosas, ignorante de que tolerar el sufrimiento no es obviarlo, sino pensar
sobre él, en vez de anestesiarlo con un encadenamiento de acciones operatorias
para impedir que anide ninguna representación o afecto dolorosos.
2. EL INVESTIGADOR PSICOSOMÁTICO, LECTOR DEL CUERPO
Cada terapeuta, sea médico o psicólogo, pero inexorablemente psicoanalista
antes de psicosomatólogo, deviene investigador que ha de descifrar los
reclamos del cuerpo y los signos de la enfermedad. Certeramente R. Fernández
define el cuerpo doliente como una «superficie de escritura», pero lo que
distinguirá a un médico de orientación psicosomática de otro que no lo sea es
que este último no tratará de encontrar la subjetividad en el enfermo, cual si el
cuerpo estuviera «extrañado» del hombre psíquico. Muchos médicos, sordos a
la psicosomática, contemplan laenfermedad como algo que le pasa al paciente,
no como algo que habla del
74
paciente, algo en lo que el paciente se expresa, incluso cuando éste ignora lo
que está queriendo decir o comunicando. Subsiste por doquier esta visión
platónica del cuerpo, como un préstamo o una hipoteca o un refugio ocasional,
un portador de lo anímico, pero disociado del alma. Así, este «cuerpo-amo
tiránico» parece causar el malestar en vez de ser portavoz del malestar.
El puente que enlaza el malestar psíquico —al que se es sordo— con el dolor
somático o la disfunción se ha cortado, no sólo para el paciente sino también
para la escucha clínica. El médico se convierte, por consiguiente, en cómplice de
la enfermedad que avanza sin freno, dejando libre de implicación y
responsabilidad al propio paciente en ella. Él parecerá alienado de su producto,
el síntoma, cual si éste se le impusiera arbitraria y gratuitamente. Se diría que la
enfermedad le cae encima casi por accidente: sea el tóxico, el cáncer o el
trastorno alimentario. No sólo el paciente señala: «mire lo que me ha pasado:
tengo un cáncer», sino que el médico corroborará «bueno, esas cosas pasan a
menudo» (reduplicación proyectiva). ¿Quién osará expresar «he hecho un
cáncer» o «soy un cáncer» que demanda una escucha?
La enfermedad queda al margen de la vida, la evolución, la historia y la
circunstancia narrativa del sujeto. Deviene no expresión del desbordamiento sino
causa del desbordamiento. De este modo, tanto paciente como médico disocian
el mensaje expresivo y la tarea investigadora, reduciendo la enfermedad a un
código bioquímico para el que existen pautas protocolizadas y medicalizadas,
ahorrándose la implicación subjetiva del pensamiento y de las emociones. Pero
no podemos olvidar que:
... la presencia del trastorno tiene un valor de demanda de significación análogo
a los gritos del infans o las transformaciones autoplásticas propias de la
indefensión. Para que el grito del cuerpo se transforme en «llamada» a otro, se
tornaría necesario ocupar el lugar de interpelado por ella... poniendo nombre y
acción a lo que está en juego en la experiencia (R. Fernández, 2002, pág. 27).
Sin embargo, sólo romperán esta complicidad en la ignorancia aquellos
enfermos y aquellos médicos que osan sospechar que la vida misma está
detrás. Ellos tratarán de avanzar en sus pesquisas, harán preguntas a la
enfermedad y se convertirán en investigadores. Es de notar que la enfermedad
psicosomática abre profundas heridas al narcisismo del investigador. Apegado a
falsas concepciones procedentes de la clínica de las neurosis, se obstina en
encontrar sentidos ocultos, depositaciones simbólicas de significado en los
órganos afectados al estilo de la línea seguida por Chiozza, y a rehuir la
evidencia desagradable de que la enfermedad no le cae de la nada al enfermo
sino que está ligada a su necesidad autodestructora. P. Marty (2001) sugirió tres
causas para el daño narcisista que infligen estos pacientes al investigador
médico:
a) no puede ubicar espacialmente los procesos psíquicos exponentes de su
malestar en ninguna zona corporal; b) no encuentra un objeto o causa material
concreta (suceso, fracaso, error,
75
episodio vital...) al que atribuir el mal, dada la imbricación biológica, psicológica y
social de la enfermedad, por lo que se ve abocado al eclecticismo de sus
indagaciones; c) se pone de relieve claramente el componente auto-destructivo
de la enfermedad, lo que le confronta con su propia impotencia para combatirlo.
La primera tarea del investigador psicosomático es escuchar activamente al
paciente que le consulta, a menudo sin saber por qué o para qué, remitido por
otros colegas, pero sintiéndose mentalmente muy sano al tiempo que adjudica al
cuerpo el peso total de «lo enfermo». Todo paciente espera que su médico-
psicólogo atienda y entienda la enfermedad como un hecho en sí, cosificada e
independiente del resto de su personalidad. Por su parte, el investigador no
puede olvidar jamás que el compromiso orgánico del paciente puede ser tan
grave que entrañe un riesgo para la vida, por lo que su primer cometido es
asegurar su supervivencia física antes que explorar el estado de sus funciones
mentales.
Por su parte, el enfermo no suele esperar ser interrogado o investigado al
margen de la enfermedad, lo que de hecho suscitará si no se hace con cautela y
prudencia, un sentimiento de invasión y hasta de falta de respeto por parte del
chismoso que puede acabar ahuyentándole de la consulta. Dicho paciente
estará vigilante y receloso ante la intención oculta del médico inicial al enviarle a
un experto en psicosomática y la de éste que, según supone, va a añadirle
probablemente algún problema más al que ya de por sí tiene debido a su
enfermedad. Por todo ello, J. Ben David (2001) recuerda que el paciente y el
terapeuta no son ni serán jamás socios, sino que de un lado a menudo habrá un
investigador a contracorriente de la resistencia deliberada y consciente del
paciente y del otro un enfermo desconcertado y desconfiado de las preguntas y
derroteros por los que el terapeuta pretende introducirle «sin saber a cuento de
qué». La soledad del terapeuta al menos durante las primeras entrevistas se
apareará con el mutismo, la parquedad expresiva y la torpeza alexitímica del
paciente, lo que convertirá el trabajo en un esfuerzo titánico y cuajado de dudas.
Reprochará el enfermo al médico estar perdiendo el tiempo en cháchara
intrascendente cuando lo que se precisa es intervención «operatoria» urgente.
Esto es: si el cuerpo está gritando con la enfermedad, cómo se puede ser tan
iluso de pararse a conversar con sosiego.
¿Puede esperarse que el paciente sea un colaborador en la investigación? En
principio no. Es más tranquilizador contemplar el cuerpo enfermo como lo único
real, soslayando al sujeto con toda su historia a las espaldas. El repliegue
narcisista contribuirá a ello, sea para buscar la reorganización y la conexión
libidinal con el propio Yo (narcisismo guardián de la vida), sea para recrearse en
la complacencia autodestructiva del síntoma (narcisismo mortífero) (B.
Rosenberg, 1995). La ignorancia nos arropa y nos protege de las excitaciones
producidas por el conocimiento y la percepción de los enlaces entre síntoma y
conflicto, al menos a corto plazo. El paciente psicosomático no es como el
paciente neurótico, que: «sabe lo que le pasa pero no sabe que lo sabe», sino
que no sabe ni quiere saber más allá de lo que le pasa. Su exclamación,
sorprendida, es «fíjese lo que me pasa», raramente
76
«¿qué más me pasa?» o «¿me pasó algo antes de que me pasara esto?» (L. E.
Billiet, 1999). Prefiere el astigmatismo de pensar que el problema clínico afecta a
su tiempo presente y requiere soluciones presentes. Cooperará, pues, si se le
dan dictados, consejos o prescripciones, pero probablemente se le indispondrá
si se buscan conexiones, etiologías, secuenciaciones en el camino. Estamos
ante alguien egodistónico que desconoce —porque no la vivió con su madre— la
función de reverie y la rebotará si el médico trata de establecerla.
Naturalmente, este tipo de enfermo es el que menos probablemente solicitará
tratamiento psicoterapéutico, aunque puede acabar llamando a nuestra puerta
por indicación de otros médicos o familiares. Si somos sensatos, esperaremos
hostilidad, monosílabos y medias verdades. Puesto que no está acostumbrado a
que nadie ejerza por él la función de escudo contra las excitaciones, y la
enfermedad ciertamente las crea, tratará de hallar un remedio lo más inmediato
y eficaz posible, pero no será el vínculo con el médico y la investigación en sí
misma lo que le aportará seguridad y control, sino el fármaco o la intervención
quirúrgica. Es muy comprensible la advertencia que J. McDougall realizaba a
este respecto de la seudosumisión de los pacientes somáticos. Al menos en un
principio no puede recabarse la información desde el vínculo o desde la alianza
terapéutica, sino desde la observación.
Sabedor de la escasa cooperación que cabe esperar de ellos, P. Marty, en La
psicosomática del adulto (1990), alienta a averiguar cómo son los pacientes sin
perturbar su ritmo y costumbres habituales. Hemos de estar atentos a su
vestimenta, mímica, movimientos, palabras... Abstenerse de interrogarles e
invitarles a hablar. El terapeuta novel, por su prurito significante y su furor
sanandi, tendrá que aprender a respetar los límites, las dificultades y las
reticencias asociadas a este tipo de pacientes. No caer en la omnipotencia del
supuesto saber ni imponer sus hipótesis al cliente si no es como meras
conjeturas o hipótesis de trabajo. Por todo lo dicho, los terapeutas con núcleos
narcisistas insuficientemente analizados y sojuzgados lo pasarán especialmente
mal con los pacientes psicosomáticos ante quienes no pueden exhibir su ciencia.
Todo terapeuta deberá regular el grado, tono, y actitud ante el paciente para no
ser tachado de hierático por unos o de intervencionista por otros. Sin asaltar con
preguntas que pueden ser vividas como ataques intentará deducir algunas
conclusiones importantes que se abstendrá de comunicar (ojo con los análisis
silvestres, si siempre son desatinados con los neuróticos, con los enfermos
somáticos provocarán una espantada y quizá una reacción iatrogénica). La
manera de hablar del paciente ilustra sobre su estilo comunicativo, su grado de
alexitimia, su nivel cultural. Por ejemplo: un modo de hablar demasiado directo y
franco advierte de la falta de defensas, una alocución trabada nos avisa de
inhibiciones y ocultamientos —sea de conflictos, sea de secretos—. Dice Marty:
... el investigador alerta adopta la estrategia siguiente: dejar en todo lo posible
que el paciente se desenvuelva solo, evitar las rupturas de su ritmo relacional,
aprovechar los lazos asociativos que se presentan, reconducirlo a los problemas
centrales si se pierde, sólo hacer preguntas complejas al final de la investigación
(P. Marty, 1990, pág. 91).
77
En todos los casos el investigador ha de determinar una serie de puntos que le
conducirán a un diagnóstico y a un pronóstico a tenor de la clasificación
psicosomática de la que hablamos con anterioridad. Ha de averiguar:
1) La estructura mental u organización mental fundamental: Según el grado y
tipo de mentalización pueden inferirse el estado de fluidez de la primera tópica, y
el grado de regulación y/o descompensación de la segunda tópica (sobre todo la
fuerza del Yo, del Superyó y del Yo ideal). En el caso de las somatizaciones
prevalecen, según las investigaciones recogidas por F. Moreau (2001), las
neurosis mal mentalizadas y las neurosis de comportamiento. 2) Las
particularidades habituales o características actuales del paciente: modo de vida
habitual, datos sintomáticos, duelos, traumatismos recientes, conflictos o
cambios notables que se hayan podido producir. Es frecuente detectar entre los
psicosomáticos estos indicadores: angustia difusa, depresión latente, apariencia
masoquista recubierta de conformismo, inhibiciones y evitaciones de ideas o
sentimientos dolorosos, predominio de acción o pensamiento sobreadaptados y
normotípicos, persistencia de un Yo ideal omnipotente y exigente de
características muy infantiles, así como conductas que acarrean un inevitable
agotamiento libidinal. 3) Las características actuales principales: particularmente
si se evidencia algún contraste o ruptura entre lo pasado y lo actual, por ser el
posible factor desencadenante. Se comprueba en numerosos casos la ruptura
de la continuidad relacional, el fracaso de vínculos o duelos recientes que
desmoronan el andamiaje mental precedente. Será digno de consignarse tanto
la aparición como la desaparición de conductas, pautas o hábitos que marquen
la diferencia con lo anterior.
3. INDICADORES QUE HAY QUE CONSIGNAR
En la anamnesis habrán de valorarse varios indicadores importantes:
a) Si el enfermo repara en el acaecimiento de traumatismos en su vida, lo que se
establecerá en función de la vulnerabilidad mental a los mismos y de las
defensas que el sujeto sea capaz de disponer frente a ellos. Lo que remite al
concepto psicológico tan conocido de indefensión y percepción de
controlabilidad (M. Seligman). Será de gran ayuda detenerse en observar la
sensibilidad del paciente, su valentía o retracción ante los acontecimientos, los
apoyos y dependencias socioafectivas en los que se refugia, la fragilidad de su
narcisismo, etc. b) Si asoma o no el inconsciente o sólo maneja un lenguaje
operatorio y
fáctico.
78
c) Si padece heridas narcisistas importantes relacionadas con su enfermedad,
cual sería el caso de haber sufrido o anticipar alguna amputación, inmovilidad,
reducción de facultades, afeamiento estético, incapacidad laboral, restricciones
en su vida social. En este caso el tacto y tino de las intervenciones es
especialmente trascendente. d) Si introduce alusiones al pasado, al futuro, a
terceras personas, para calibrar el grado en que está o no historizada la
enfermedad. El investigador tratará de novelar la irrupción de la enfermedad
desde sus pródromos, para lo que podrá remontarse a otros episodios somáticos
y temporalizarlos diacrónicamente como parte no sólo de su anamnesis médica,
sino también como hitos de su anamnesis evolutiva y mental. Delicadamente, el
investigador debe llevar a su paciente a desgranar diferentes aspectos relativos
a su familia, sexualidad, escolaridad, y vida laboral, permitiendo o provocando
que afloren en la escena del encuentro clínico otros lugares, momentos,
relaciones o pérdidas significativas. e) Si sigue otras líneas o cadenas
asociativas ajenas a la enfermedad y si éstas están cargadas de algún tipo de
afectividad o valoraciones subjetivas. f) Si es capaz de manifestar alguna
sospecha o conjetura sobre la causa de ser atendido por un especialista «no
médico» llevándolo a su terreno personal. g) Si la enfermedad ocupa un lugar
trascendente o marginal en su vida, en sus planes o proyectos, o si espera que
sobrevengan cambios en sí mismo o en el entorno a tenor de su enfermedad. h)
Si emergen emociones negativas apareadas a la enfermedad, tales como culpa,
vergüenza o rabia, porque supondrían un indicio del grado de mentalización
neurótica que puede existir tras los síntomas. De ser así, éste sería un factor de
buen pronóstico.
4. ESTABILIZACIONES PSICOSOMÁTICAS SINGULARES
Propongo esta expresión para aludir a la cristalización concreta de la
enfermedad, dado que no es correcto desde la psicosomática contemporánea
hablar de una elección de órgano en clave simbólica. Los autores vinculados al
IPSO parisino, al que los representantes de otras escuelas de psicosomática
han contradicho, han repetido hasta la saciedad que no existe una estructura
psicosomática, pues de haberla se desprendería que hay estructuras no
psicosomáticas. De sobra es conocida la insistencia de P. Marty al señalar que
el adjetivo psicosomático es redundante. Por tanto no debemos permitir que nos
siga traicionando el dualismo implícito de la cultura occidental que dicotomiza
entre enfermedades del cuerpo y enfermedades del alma, a sabiendas de las
mutuas implicaciones entre áreas de expresión que, puntualmente, pueden
sobrecargar más sus signos de manifestación sobre lo somático o sobre lo
mental (cognitivo-emocional), aun dentro de un entramado monista que va
aquilatándose y constituyéndose en el tiempo evolutivo de una vida.
El Yo es, ante todo, un ser corpóreo, apuntaba Freud en 1923, y Pierre Marty
jamás lo desmintió. El psiquismo se monta sobre una estructura corporal en
virtud de
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los procesos perceptivo-motores que tan extensamente han descrito todos los
psicoanalistas dedicados al estudio de las fases tempranas del desarrollo. Si
habláramos, incluso, de la existencia de un psiquismo fetal, como lo apuntara
Raskovsky, éste surge ligado a una serie de sistemas orgánicos en formación
que comienzan a diferenciarse como cuerpo autónomo dentro de otro cuerpo, el
de la madre. El cuerpo es vivido —desde el momento inicial de ambigüedad y
simbiosis con la madre como el primer núcleo de la identidad-sobre el que
pueden tejerse las sensaciones placentero-displacenteras y las
representaciones delimitadoras Yo/no-Yo, estudiadas por Winnicott, Lacan,
Klein, Bleger, Doltó, Mahler, y tantos otros investigadores de la infancia.
Es, pues, indudable la hibridación permanente psique-soma que tiene sus ritmos
y sus peculiaridades singulares. Cada individuo vive esa trama en distintos
tiempos, con diferentes reiteraciones y asociando reacciones y respuestas
idiosincrásicas a cada movimiento orgánico. Por otra parte, la maduración
evolutiva de los órganos y la fisiología obedece a factores predeterminados de
carácter genético (marcadores genéticos predisponentes del modo de
funcionamiento peculiar de cada uno) y ambiental (nutrición, clima, atención
familiar) que van a incidir en su respuesta funcional. Que no esté legitimado
hablar de estructuras psicosomáticas específicas de migrañosos, ulcerosos o
cardiópatas, por ejemplo, no es óbice para señalar la existencia de
vulnerabilidades primarias del organismo en tales o cuales órganos o sistemas
fisiológicos que van configurándose a lo largo del tiempo como un estilo
psicosomático particular y revelador de cada individuo. El estilo psicosomático
va estabilizándose en el tiempo, si bien no supone que no pueda romperse o
emerger una manifestación somática nueva y transgresora de la peculiaridad.
Así lo señaló Ruiz Ogara:
... misteriosamente, como resultado de dinamismos psíquicos, circunstancias
ambientales, y alteraciones biológicas, es como se organizan las enfermedades
psicosomáticas (C. Ruiz Ogara, 1989, pág. 110).
Siguiendo los principios evolucionistas del funcionamiento neurológico y mental
desarrollados por H. Jackson, Pierre Marty parte de la premisa de que el aparato
mental es una función del psique-soma inicial, más tardío y frágil que el aparato
somático. Como Jackson postuló, ante situaciones conflictivas que desbordan la
capacidad de respuesta del sistema global, es posible que el sujeto escinda
ambas funciones, abandonando la más reciente y precaria y regresando a
formaciones con mayor carga de fijaciones evolutivas salvadoras que actúan
como soportes para evitar la carrera contraevolutiva hacia la desintegración.
Los traumatismos topan habitualmente, siendo contenidos por él, con el aparato
mental que bloquea y elabora el impacto excitatorio que arrastran. De tal forma,
si el aparato mental ha adquirido la consistencia y fortalezaapropiada, la
descompensación producida por los traumatismos se agota antes de llegar a la
esfera somática. La forma que adopten las somatizaciones dependerá de la
patologización de ciertos sistemas funcionales desde el comienzo de la vida.
Éstos han podido convertirse en sede de regresiones somáticas más o menos
benignas a lo largo del tiempo, creando
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