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Victor Burgin

Mirar fotografías
Victor Burgin
(1977)

Es casi igual de raro pasar un día sin ver una fotografía como lo es el no ver
una escritura. En un contexto institucional tras otro –la prensa, fotos de familia,
espectaculares, etc.—las fotografías permean el entorno, facilitando la
formación/reflexión/inflexión de lo que “tomamos desapercibido”. La
instrumentalidad diaria de la fotografía se bastante clara: para vender, para
informar, para deleitar. Clara, pero sólo al punto en el cual las representaciones
fotográficas se pierden en el mundo ordinario que ellas ayudan a construir. La
teoría reciente sigue a la fotografía más allá de donde ha borrado sus
operaciones en el “nada-qué-explicar”.

Previamente había sido muy común (culpemos a la inercia de nuestras


instituciones educativas por esto) ver a la fotografía a la luz del “arte”, una
fuente de iluminación que consigna oscurecer la mayor parte de nuestra
experiencia diaria con las fotografías. Lo que se ha descrito la mayor de las
veces es un matizado particular de la “historia del arte” que surgió con la
invención de la cámara, una historia realizada dentro de los confines
reconocidos de una sucesión de “maestros”, “obras maestras” y “movimientos”;
un recuento parcial que no toca el aspecto social de la fotografía.

La fotografía, al compartir la condición de imagen estática con la pintura, y la


cámara con el cine, tiende a ser colocada entre estos dos medios, pero nos
encontramos con ella de una manera fundamentalmente distinta que con
cualquiera de las dos. Para la mayoría, las pinturas y las películas sólo son
vistas como el resultado de un acto voluntario que muy claramente implica un
gasto de tiempo y/o de dinero; aunque las fotografías pueden mostrarse en las
galerías de arte y vendidas en libros, la mayoría de las fotografías no son vista
a partir de una opción deliberada, no se les adjudica un espacio y un tiempo
especiales para su apreciación, aparentemente (una calificación importante) se
ofrecen sin costo alguno: las fotografías se ofrecen de manera gratuita;
mientras que las pinturas y las películas se presentan desde el principio como
objetos que merecen una atención crítica; las fotografías son recibidas más
bien como una especie de entorno.

Siendo una libre y reconocida acuñación de significado, generalmente no


declarada ni teorizada por aquellos por donde circula, la fotografía comparte un
atributo con el lenguaje. Sin embargo, aunque ha sido muy común hablar
libremente sobre el “lenguaje de la fotografía”, no fue sino hasta la década de
los sesenta que se condujo una investigación sistemática sobre las formas de
comunicación, fuera del lenguaje natural, hecha desde el punto de vista de la
ciencia lingüística; estos primeros estudios “semióticos”, y lo que produjeron
posteriormente, han reorientado radicalmente la teoría de la fotografía.

La semiótica, o la semiología, es el estudio de los signos, con el objeto de


identificar las regularidades sistemáticas desde las cuales se construyen los
sentidos. En la primer fase de la semiología “estructuralista” (la obra de Roland
Barthes, Elementos de la semiología apareció primero en Francia en 1964), se
le prestó atención a la analogía entre el lenguaje “natural” (el fenómeno del
habla y la escritura), y los lenguajes “visuales”. En este periodo, el trabajo se
ocupaba de los códigos de analogía por los cuales la fotografía denota a los
objetos en el mundo, los códigos de connotación a través de los cuales la
denotación sirve a un sistema secundario de significados, y los códigos
“retóricos” de la yuxtaposición de elementos al interior de una fotografía y entre
fotografías distintas pero adyacentes.

El trabajo de la semiótica nos mostró que no hay un “lenguaje de la fotografía”,


no hay un sistema único de significación (contrario a un aparato técnico) del
que dependen todas las fotografías (en el sentido en el cual todos los textos en
español finalmente dependen de la lengua española), y en vez de esto, hay un
complejo heterodoxo de códigos de los cuales puede servirse la fotografía.
Cada fotografía significa sobre la base de una pluralidad de dichos códigos,
cuyo número o tipo varía de una imagen a otra. Algunas de ellas (por lo menos
para el primer análisis) son peculiares a la fotografía (por ejemplo, los distintos
códigos que se construyen alrededor de las palabras “enfoque” o “borroso”),
otras claramente no lo son (por ejemplo, los códigos kinésicos del gesto
corporal). Además, se mostró de manera importante que el “lenguaje de la
fotografía” putativamente anónimo, nunca se libera de las determinaciones del
lenguaje mismo.

Es raro ver una fotografía en uso que no tenga una leyenda o subtítulo, es más
común encontrarse con fotografías acompañadas de texto, o con un copy
sobrepuesto en ellas (el copy es el texto diseñado por la publicidad para
transmitir el mensaje comercial de un producto). Incluso una fotografía que no
tiene ni una escritura en ella o alrededor de ella es atravesada por el lenguaje
cuando es “leída” por el espectador (por ejemplo, una imagen
predominantemente oscura de tono carga con todo el peso de significación que
le damos a la oscuridad en su uso social; muchas de sus interpretaciones, por
lo tanto, serán lingüísticas, como cuando hablamos metafóricamente de una
persona que se halla “sombría”).

La inteligibilidad de la fotografía no es una cosa sencilla; las fotografías son


textos inscritos bajo condiciones que podríamos llamar de “discurso
fotográfico”, pero este discurso, como cualquier otro, se encuentra con
discursos fuera de éste; el “texto fotográfico”, como cualquier otro, es el sitio de
una “intertextualidad” compleja, una serie de montajes de textos previos “que
se toman desapercibidos” en una conjunción cultural e histórica determinada.
Dichos textos previos, aquellos presupuestos por la fotografía, son autónomos;
cumplen un rol en el texto pero no aparecen en éste, son latentes al texto
manifiesto y sólo pueden leerse a través de éste, “sintomáticamente”
(efectivamente, como el sueño en la descripción de Freud, la imaginería
fotográfica es típicamente lacónica, un efecto que es refinado y explotado en la
publicidad).

Al tratar la fotografía como un texto-objeto, la semiótica “clásica” mostró que la


noción de la Imagen “puramente visual” no es nada más que una ficción
Edénica. Además de esto, sin embargo, cualquier especificidad que pueda
atribuírsele a la fotografía, en el nivel de la “imagen”, es atrapado
inextricablemente dentro de la especificidad de los actos sociales que le dan
intención a esa imagen y a sus sentidos; las fotografías de prensa ayudan a
convertir el continuum puro del flujo histórico en un producto llamado “noticia”,
las fotos domésticas sirven característicamente para legitimar la institución de
la familia. . . y así sucesivamente. Para cualquier práctica fotográfica, los
materiales dados (el flujo histórico, la experiencia existencial de la familia, etc.),
son convertidos en un tipo identificable de producto, de hombres y mujeres que
usan un método técnico particular y que funcionan dentro de instituciones
sociales particulares. Las “estructuras” significativas que la primer semiótica
encontró en la fotografía no fueron autogeneradas espontáneamente, se
originan en modos determinados de organización humana. La interrogante
sobre el sentido, por lo tanto, constantemente se referirá a las formaciones
sociales y psíquicas del autor/lector, formaciones existencialmente simultáneas
y coextensivas pero teorizadas en discursos separados; entre éstos, el
marxismo y el psicoanálisis han informado más a la semiótica, con sus
intenciones por comprender las determinaciones de la historia y del sujeto en la
producción de sentido.

En su fase estructuralista, la semiótica vio al texto como el sitio objetivo de


sentidos más o menos determinados, producidos sobre la base de qué
sistemas sitnificativos fueron empíricamente identificados como operativos “al
interior” del texto. Caracterizado de manera muy cruda, asumió un mensaje
codificado y a autores/lectores que sabían cómo codificar y descodificar tales
mensajes, mientras permanecían, por así decirlo, “fuera” de los códigos:
usándolos, o no, del mismo modo como usarían o no usarían una herramienta
conveniente. Esta cuestión se vio como que simplificaba demasiado este tema
central: así como nosotros hablamos un lenguaje, del mismo modo, el lenguaje
“nos habla” a/de nosotros.

Todo sentido, atravesando todas las instituciones sociales –los sistemas


legales, la moralidad, el arte, la religión, la familia, etc.—se articula al interior de
una red de diferencias, el juego de la presencia y la ausencia de los rasgos
significativos convencionales que la lingüística ha demostrado que son un
atributo fundador del lenguaje. Las prácticas sociales son como estructuras
como el lenguaje; desde la infancia, el “crecimiento” es un crecimiento hacia un
complejo de prácticas sociales significativas, incluyendo a y fundadas por el
lenguaje mismo. Este orden simbólico generalizado es el sitio de las
determinaciones a través de las cuales el pequeño animal humano se convierte
en un ser humano social, un “ser”, colocado en una red de relaciones con los
“otros”. La estructura del orden simbólico canaliza y moldea la formación social
y psíquica del sujeto individual; es en este sentido que podríamos decir que el
lenguaje, en el amplio sentido del orden simbólico, nos habla.

El sujeto inscrito en el orden simbólico es el producto de una canalización de


impulsos sexuales básicos y predominantes, dentro de un complejo cambiante
de sistemas culturales heterógenos (el trabajo, la familia, etc.); eso quiere decir,
una interacción compleja de una pluralidad de subjetividades presupuestos por
cada uno de estos sistemas. El sujeto, por lo tanto, no es la entidad fija e innata
asumida por la semiótica clásica, sino que es en sí misma una función de
operaciones textuales, un proceso interminable de convertirse en: tal versión
del sujeto, en el mismo movimiento en el cual rechaza cualquier discontinuidad
absoluta entre el emisor y los códigos, también desaloja a la figura reconocida
del Artista como un ego autónomo, trascendiendo su propia historia e
inconsciente.

Sin embargo, rechazar al sujeto “trascendental” no nos sugiere que ni el sujeto


ni la institución dentro de la cual se forma son atrapados en un simple
determinismo mecánicista; la institución de la fotografía, en tanto que producto
de un orden simbólico, también contribuye a dicho orden. Algunas de las
primeras escrituras sobre semiología, particularmente las de Barthes,
pretendieron desencubrir la organización similar a la del lenguaje de los mitos
dominantes que rigen los significados de las apariencias fotográficas en
nuestra sociedad. Más recientemente, la semiótica se ha dirigido a considerar
no sólo la estructura de apropiación de la ideología de aquello que es
“nombrado” en las fotografías, sino también a examinar las implicaciones
ideológicas inscritas al interior del performance del nombramiento. Esta
cuestión dirige nuestra atención al objeto/sujeto construido al interior del
aparato técnico mismo.

El sistema significante de la fotografía, como el de la pintura clásica, nos


presenta al mismo tiempo una escena y la mirada del espectador, un objeto y
un sujeto que lo observa. Los signos analógicos bidimensionales de la
fotografía son formados dentro de un aparato que es esencialmente el de la
camera obscura del Renacimiento (La camera obscura con la cual Niepce hizo
la primer fotografía, en 1826, dirigía la imagen formada por el lente por vía de
un espejo sobre una pantalla de vidrio. . .precisamente a la manera de la
cámara moderna de reflejo de lente sencillo). Independientemente de las
imágenes presentadas, el modo de su presentación concuerda con las leyes de
proyección geométrica que implican un solo “punto de vista”. Es la posición del
punto de vista, ocupado de hecho por la cámara, el que se le presenta al
espectador. Para el punto de vista, el sistema de representación añade el
marco (una herencia que puede rastrearse desde la pintura de caballete, por
medio de la pintura mural, hasta su origen en el convencionalismo de la
construcción arquitectónica de la antigüedad); por medio de la agencia del
marco, el mundo es organizado con una coherencia que de hecho carece, en
un desfile de escenarios encuadrados, una sucesión de “momentos decisivos”.

La estructura de representación –punto de vista y marco—está íntimamente


implicada en la reproduccion de ideología (el “marco teórico” de nuestro “punto
de vista”). Más que cualquier otro sistema textual, la fotografía se presenta a sí
misma como “una oferta que no puedes rechazar”. Las características del
aparato fotográfico colocan al sujeto de tal manera que el objeto fotografiado
sirve para ocultar la textualidad de la fotografía misma, sustiyuyendo la
recepción pasiva por una lectura activa (esto es, crítica).

Cuando nos confrontamos con fotografías rompecabezas, del tipo en el que


tienes que adivinar lo “que es” (normalmente, objetos reconocidos tomados
desde ángulos no muy reconocibles) nos hacemos conscientes de que
tenemos que seleccionar de un conjunto de posibles alternativas, de tener que
proporcionar información que la imagen en sí misma no contiene. Una vez que
hemos descubierto lo que la imagen presentada es, sin embargo, la fotografía
instantáneamente se tranforma para nosotros, ya no es un conglomerado
confuso de tonos de luz y oscuridad, de orillas inciertas y volúmenes
ambivalentes, porque ahora nos presenta una “cosa” que vestimos con una
identidad completa, un ser. Con la mayoría de las fotografías que vemos, esta
descodificación y embestidura ocurre instantáneamente, sin consciencia de
ello, “naturalmente”; pero sí ocurre: la totalidad, la coherencia, y la identidad
que le atribuimos a la escena es una proyección, una negación de una realidad
empobrecida a cambio de una plenitud imaginaria. El objeto imaginario que
tenemos aquí, sin embargo, no es “imaginario” en el sentido normal de la
palabra, es visto, ha proyectado una imagen.

Una embestidura imaginaria análoga de lo real constituye un primer e


importante momento en la construcción del ser, el llamado “estadio del espejo”
en la formación del ser humano, descrito por Jacques Lacan: entre el sexto y el
décimo octavo mes, el niño, que experimenta su cuerpo como fragmentado, sin
centro, proyecta su unidad potencial, en la forma de un ser ideal, en otros
cuerpos y en su propio reflejo en el espejo; en esta etapa el niño no distingue
entre sí mismo y los otros, es el otro (la separación vendrá después, con el
conocimiento de la diferencia sexual, abriéndose al mundo del lenguaje, el
orden simbólico); la idea de un cuerpo unificado necesario para el concepto de
la autoidentidad se ha formado, pero sólo por medio de un rechazo de la
realidad (el rechazo de la incoherencia, de la separación).

Hay dos puntos con respecto al estadio del espejo en el desarrollo del niño que
han sido de interés particular para la teoría semiótica reciente: primero, la
correlación observada entre la formación de la identidad: primero, la correlación
observada entre la formación de la identidad y la formación de imágenes (en
esta edad, los poderes de visión del niño aventajan su capacidad de
coordinación física) lo que llevó a Lacan a hablar sobre la función “imaginaria”
en la construcción de la subjetividad, y segundo, el hecho de que el
reconocimiento que el niño hace de sí mismo en el “orden imaginario”, bajo
condiciones de una coherencia de reafirmación, es un desconocimiento (lo que
el ojo puede ver como su-ser, en este caso, es precisamente aquello que no es
el caso). Dentro del contexto de tales consideraciones, la “mirada” en sí misma
se ha vuelto recientemente un objeto de atención teórica.

Siguiendo el trabajo reciente sobre teoría del cine, y adoptando su


terminología, podemos identificar cuatro tipos básicos de mirada en la
fotografía: la mirada de la cámara mientras fotografía el evento “pro-
fotográfico”; la mirada del espectador, mientras éste ve la fotografía; la mirada
“intra-diegética” intercambiada entre las personas (actores) presentados en la
fotografía (y/o las miradas de los actores en torno a objetos); y la mirada que el
actor podría dirigir a la cámara. . .

El acto de ver una fotografía después de un cierto periodo de tiempo es la de


formarse una frustración: la imagen que en la primer mirada nos dio placer
gradualmente se convierte en un velo detrás del cual ahora deseamos ver. No
es un hecho arbitrario que las fotografías son desplegadas de manera que no
las debamos ver por mucho tiempo; las usamos de manera tal que podemos
jugar con el ir y venir de nuestro dominio de la escena/(vista) (un oficial en un
museo nacional de arte quien siguió a los visitantes con un cronómetro
descubrió que un individuo, frente a una sola pintura, le dedicaba un promedio
de diez segundos, más o menos el promedio de la duración de una toma en el
cine clásico de Hollywood).

Permanecer mucho tiempo con una sola imagen es arriesgar la pérdida de


nuestro dominio imaginario de la mirada, renunciándola a ese otro ausente a
quien le pertenece por derecho propio: la cámara. La imagen, en ese momento,
ya no recibe nuestra mirada, reafirmando nuestra centralidad fundacional, y en
vez de esto, la imagen evita nuestra mirada, confirmando su lealtad a lo otro.
Conforme la alienación se entromete en el modo como nos cautiva la imagen,
podemos, al apartar nuestra mirada o cambiar la página, reinvertir nuestra
mirada con autoridad. (El “impulso de dominar” es un componente de la
escopofilia, el placer sexual que produce la mirada).

La incomodidad que produce la contemplación extendida de una fotografía


surge a partir de la consciencia del sistema de perspectiva monocular como
una decepción sistemática. El lente acomoda toda la información de acuerdo
con las leyes de la proyección, mismas que sitúan al sujeto como un punto
geométrico de origen de la escena en una relación imaginaria con el espacio
real, pero ciertos datos se entrometen para deconstruir la respuesta inicial: el
ojo/yo no puede moverse al interior del espacio representado (mismo que se
ofrece precisamente para dicho movimiento), sólo puede moverse a través de
él, hacia los puntos donde se encuentra con el marco.

El reconocimiento inevitable que el sujeto hace de la regla del marco puede, sin
embargo, ser postpuesto por una variedad de estrategias, las cuales incluyen
mecanismos “de composición” para mover el ojo de las orillas que lo enmarcan.
Una “buena composición”, por lo tanto, podría ser no más ni menos que un
conjunto de mecanismos para prolongar nuestro dominio imaginario del punto
de vista, nuestra auto-afirmación; un mecanismo para retardar el
reconocimiento de la autonomía del marco, y la autoridad del otro al que
significa. La “composición” (y efectivamente, el discurso interminable sobre la
composición) es por lo tanto una manera de prolongar la fuerza imaginaria, el
verdadero poder de complacer que tiene la fotografía, y puede ser este detalle
lo que explica porqué ha sobrevivido tanto tiempo, dentro de una variedad de
racionalizaciones, como un criterio de valor en todas las artes visuales.

Contrario a la estética del siglo XIX, que aun domina la mayoría de la


enseñanza de la fotografía, y gran parte de la escritura sobre fotografía, el
trabajo de la semiótica nos ha mostrado que una fotografía no debe reducirse a
una “forma pura”, ni a una “ventana hacia el mundo”, ni tampoco un pasillo
hacia la presencia del autor. Un hecho de primerísima importancia social es
que la fotografía es un sitio de trabajo, un espacio estructurado y estructurante
dentro del cual el lector utiliza, y es utilizado, por los códigos que reconoce de
manera que puedan tener sentido las cosas. La fotografía es un sistema
siginificante entre otros, en una sociedad que produce al sujeto ideológico
durante el mismo movimiento en el cual “comunican” sus “contenidos”
aparentes. Es por lo tanto importante que la teoría fotográfica dé cuenta de la
producción de este sujeto como la totalidad compleja, si sus determinaciones
son matizadas y reforzadas al momento de pasar por y a través de las
fotografías.

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