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Mirar fotografías
Victor Burgin
(1977)
Es casi igual de raro pasar un día sin ver una fotografía como lo es el no ver
una escritura. En un contexto institucional tras otro –la prensa, fotos de familia,
espectaculares, etc.—las fotografías permean el entorno, facilitando la
formación/reflexión/inflexión de lo que “tomamos desapercibido”. La
instrumentalidad diaria de la fotografía se bastante clara: para vender, para
informar, para deleitar. Clara, pero sólo al punto en el cual las representaciones
fotográficas se pierden en el mundo ordinario que ellas ayudan a construir. La
teoría reciente sigue a la fotografía más allá de donde ha borrado sus
operaciones en el “nada-qué-explicar”.
Es raro ver una fotografía en uso que no tenga una leyenda o subtítulo, es más
común encontrarse con fotografías acompañadas de texto, o con un copy
sobrepuesto en ellas (el copy es el texto diseñado por la publicidad para
transmitir el mensaje comercial de un producto). Incluso una fotografía que no
tiene ni una escritura en ella o alrededor de ella es atravesada por el lenguaje
cuando es “leída” por el espectador (por ejemplo, una imagen
predominantemente oscura de tono carga con todo el peso de significación que
le damos a la oscuridad en su uso social; muchas de sus interpretaciones, por
lo tanto, serán lingüísticas, como cuando hablamos metafóricamente de una
persona que se halla “sombría”).
Hay dos puntos con respecto al estadio del espejo en el desarrollo del niño que
han sido de interés particular para la teoría semiótica reciente: primero, la
correlación observada entre la formación de la identidad: primero, la correlación
observada entre la formación de la identidad y la formación de imágenes (en
esta edad, los poderes de visión del niño aventajan su capacidad de
coordinación física) lo que llevó a Lacan a hablar sobre la función “imaginaria”
en la construcción de la subjetividad, y segundo, el hecho de que el
reconocimiento que el niño hace de sí mismo en el “orden imaginario”, bajo
condiciones de una coherencia de reafirmación, es un desconocimiento (lo que
el ojo puede ver como su-ser, en este caso, es precisamente aquello que no es
el caso). Dentro del contexto de tales consideraciones, la “mirada” en sí misma
se ha vuelto recientemente un objeto de atención teórica.
El reconocimiento inevitable que el sujeto hace de la regla del marco puede, sin
embargo, ser postpuesto por una variedad de estrategias, las cuales incluyen
mecanismos “de composición” para mover el ojo de las orillas que lo enmarcan.
Una “buena composición”, por lo tanto, podría ser no más ni menos que un
conjunto de mecanismos para prolongar nuestro dominio imaginario del punto
de vista, nuestra auto-afirmación; un mecanismo para retardar el
reconocimiento de la autonomía del marco, y la autoridad del otro al que
significa. La “composición” (y efectivamente, el discurso interminable sobre la
composición) es por lo tanto una manera de prolongar la fuerza imaginaria, el
verdadero poder de complacer que tiene la fotografía, y puede ser este detalle
lo que explica porqué ha sobrevivido tanto tiempo, dentro de una variedad de
racionalizaciones, como un criterio de valor en todas las artes visuales.