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Huevas Fronteras

Antropólogo, '
americanista,
escrito?.
periodista,
viajero por el
mando y lector.
memorioso,
Daniel Vidart ha¡
dedicado sus
trabajos y sus
ocios ai estudio
de ías emia.s
indígenas de
nuestro
continente, a!
análisis de Ja
cufiara
tradicional y
popular
rioplatense, áúa
geografía de ios
paisajes de su
patria uruguaya, t
teñiré los títulos ;
de su vasta
producción ■
figurar.. La vida
rural uruguaya.
1955; j .'rj
Sociología rural
I 1950;
Universalismo y
regionalismo de
la cultura
galega, 1961; m
Los-pueblos ;
prehistóricos
Daniel Vidart

La Despenadora
y el CTI
Ceremonias de la vida, rituales de la muerte

donación
DANIEL VIDART
Daniel Vidart

La Despenadora
y el CTI
Ceremonias de la vida, rituales de la muerte

arca
colección nuevas fronteras
arca
colección nuevas fronteras
ANDES 1118
TEL.: 93 01 87 - Fax: 93 01 88
Montevideo, 1994

Se prohíbe la reproducción total


o parcial del contenido de este libro
por cualquier medio.
SUMARIO

- Introducción
;........ 7
- Los biólogos y la vida
............. P- 15
- Para una etnología de la muerte
................. P- 23
- Vida, muerte, inmortalidad
................. P- 41
- La mascarada de los vivos y los muertos
I El carnaval y la condición humana
................. n
P* 61
II Las siete máscaras del carnaval
................................................................................................................ p. 75
- La tierra viviente. Del Gran Animal a la hipótesis de Gea
................................................................................................................ p. 91
- El caracol de la vida
.................................... p.117
La Despenadora y el CTI

♦6
Daniel Vidart

INTRODUCCION

En las páginas de este libro conviven, mancomunados en la


tentativa hermeneútica de un solo intérprete y expresados en el
personal estilo de un ingrimo escritor, representante de la
actualmente poco recomendable calidad de polígrafo, o polimatos,
que es aún más arcaizante y menos apreciada, tres distintos
tratamientos de un tema que atraviesa, como una empecinada
constante, la historia de la especie humana.
Dicho tema se refiere a una moneda, la más común y
gastada del Universo, que rueda de mano en mano y de milenio
en milenio sobre la carpeta de la tafurería existencial.
En el anverso de esa moneda vuela el querubín mofletudo
de la vida y en el reverso camina, con paso lerdo y seguro, la
calavera de la muerte.
La univocidad complementaria de ambas caras, la sonriente
y la descamada, que también la muerte sonríe a su manera, da
cuenta de la ancestral y recíproca relación que las enfrenta y a la
vez las corrobora. Es por ello que los hombres se preguntan si
dicho maridaje es una conditio sirte qua non del compartido
significado de ambas, que se definen y explican la una en función
de la otra, o si dicha tensión, dialógica antes que dialéctica, que
las une y al tiempo las separa, es un don gratuito del azar cósmico
o una planeada estrategia de la Providencia.
Por su parte, los tres anunciados tratamientos del asunto
apelan, respectivamente, al modo literario-filosófico o ensayístico,
al (sedicente) rigor epistemológico de las ciencias naturales y,
finalmente, a la visión sistémica que en la actualidad adoptan las
disciplinas antroposociales.

7*
lo Despena dora y el CTI

El título del libro no le hace justicia al abanico de asuntos


que se esbozan en sus páginas. Dichos asuntos, graves y urgentes,
tampoco han sido apurados hasta el fondo, si es que en verdad
puede practicarse un análisis exhaustivo de la última esencia de
las cosas. Pero dicho título apunta, quizá como un señuelo------
¿quién ayuda al editor, si no?------ a los extremos del pleito
entablado entre la eutanasia, considerada desde la óptica
etnológica, en el plano de las prácticas tradicionales de los
pueblos, por un lado, y la tecnología del C.T.I., un portento del
saber y el saber hacer científicos contemporáneos, por el otro.
Advierto que no soy contrario a los notables auxilios que
este expediente de la medicina «de punta» puede prestar en el
rescate o preservación de la vida en los casos que su uso se
justifique plenamente. Pero protesto contra la soberbia de una
biocracia, que al cabo se convierte en una thanatocracia, cuya
teoría y práctica apelan al orgullo antes que a la filantropía. De
tal modo, y con escándalo, condeno el empleo del C.T.I. cuando la
prolongación artificial de la existencia no atañe a la voluntad del
paciente, ya desahuaciado, sino a la de un equipo de especialistas
que aliado, antes con el Demonio que con Dios emprende
la aventura de prolongar la vida fisiológicamente considerada, en
desmedro del alma y el espíritu del paciente, ya oscurecidos, o de
pronto iluminados, por la alborada de la muerte.
También podrá sorprender la inclusión de un capítulo sobre
el carnaval en una temática sobre los advenimientos y las
ultimidades. Pero sucede que en la encrucijada festiva del carnaval
confluyen, casi desde la prehistoria, las ceremonias de la vida que
siempre renace------ los caballitos, los osos, las aspersiones con
agua, la fornicación que acompaña las mascaradas------ y los
símbolos de la muerte, siempre eficiente y ubicua: las niveas
caretitas de «a vintén», los rostros pintados de blanco, los juegos
con harina que, al blanquear los cuerpos, miman la palidez de los
cadáveres------ y, complementariamente, evocan la gracia del
pan que sustenta la vida------ o la lividez de Pierrot, que copia la

♦8
Daniel Vidart

lunar fisonomía de los difuntos, puesto que al cabo es un muerto


metido de sopetón en los salones de baile venecianos y en los
escenarios de la Commedia dell’Arte.
Cierto es que el carnaval en nuestros días se halla muy lejos
de sus primitivas expresiones, muchas de las cuales sobrevivieron
hasta los años cuarenta en la ciudad de Montevideo. Caídas en
manos de la civilización del consumo, que las comercializan y
alejan de los rituales colectivos del pueblo, las antiguas
carnestolendas se evaporan o desfuncionalizan, como sucede con
el intolerable mamarracho televisado de las «llamadas»,
convertidas, de relictos sonoros de un escalofriante drama ritual
como eran otrora, en una bailanta de vedettes y travestís.
Los actuales desfiles de las comparsas de negros, y no
lubolos, como erróneamente se dice tomando la parte por el todo,
desamparados de aquellas formidables cuerdas de tambores, que
hacían erizar los pelos de la nuca y caer en trance a todos, actores
y mirones, han perdido, junto con su espontaneidad creativa, el
repiqueteo chamánico de los virtuosos tamborileros del ayer. Ya
no se trata de una tempestad rítmica, alucinante y arrolladora a
la vez, nacida al pie de las fogatas folclóricas, donde en vez de
lonjas se templaban fuerzas cósmicas, poderes de la naturaleza,
sino de un espectáculo para turistas y televidentes cuya esencia
profunda nunca perteneció al carnaval propiamente dicho, hechura
del Occidente fáustico, sino al ritualismo tribal, símbolo del
Africa mágica.
El general desconocimiento de los antecedentes étnicos e
históricos del carnaval requiere un rastreo antropológico de la
fenomenología de aquél. Si dicha investigación se practica según
normas metodológicas adecuadas, sus resultados sin duda
sorprenderán a muchos. Se descubrirán entonces insospechadas
raíces en una ceremonia donde, más allá de la parafernalia que
despliegan las comparsas y las murgas, la vida y la muerte,
estrechamente entrelazadas, realizan su encuentro periódico en
un mundo al revés.

9*
Lo Despenadora y el CTI

Antes de cerrar esta personal presentación de los seis


capítulos que integran el libro, en cuya materia dialogan la
filosofía, el rito, el mito y la religión, quiero advertir que el
primero de ellos está dedicado a un tema estrictamente científico.
En él me refiero al tratamiento que dispensan los biólogos al
fenómeno de la vida, de qué maneras la definen y qué caracteres
le atribuyen. Sobre este telón de fondo se recortarán luego otro
tipo de visiones, ajenas al enfoque científico de la realidad. Este
contraste servirá para revelar la incompletitud de un estilo de
conocimiento aplicado a la explicación, dizque racional de las
cosas, tal cual se lo ha propuesto la ciencia, sedicente conjuradora
de los errores y horrores de la brujería arcaizante, del curanderismo
tradicional, de la botánica indígena y de los desvarios terapéuticos
de los adictos al peyote o la ayahuasca.
Al mentar la palabra ciencia los académicos dan por supuesto
que para abordar su nave espacial se han dejado, abandonados en
una brumosa orilla del planeta de los simios, la puerilidad del
mito, el dogma de la religión y los espejismos de la metafísica. Así
lo proclamó Comte en el siglo pasado, inaugurando el tercero y a
su juicio definitivo estadio, el positivo, correspondiente a una
concepción «verdadera», esto es, definitiva e inconmovible, del
mundo en tomo. Pero sucede que en la infraestructura psíquica
de los científicos------ sede de los laberintos del inconsciente, las
miopías del prejuicio y la prestidigitación de las ideologías------
resuenan los ecos de las interrogaciones angustiosas y de las
respuestas balbucientes que este asunto, vida y muerte, muerte
y vida, ha desatado en el alma de los hombres. Y es por ello que
la tan exigida y ofrecida objetividad resulta imposible. En primer
lugar los usuales procedimientos de la ciencia no garantizan la
verdad y el conocimiento absolutos porque han sido establecidos
por un ente viciado por la inexactitud y el error, cual es el propio
ser humano. En segundo lugar, si existiera realmente una ciencia
objetiva aplicada al desciframiento infalible de la realidad, el
parti-pris, el etnocentrismo, el prejuicio y los intereses creados de

♦ 10
Daniel Vidart

los propios científicos se encargarían de cancelar las seguridades


de una objetividad absoluta.
Todo hombre está comprometido con una visión del mundo,
previa a la práctica de la ciencia, del arte o de cualquier actividad
comunitaria. Cada quien contempla el contorno social y natural
a través de los cristales de su personal subjetividad, la cual está
moldeada, aunque parezca extraño, por la gravitación de la
cultura dominante. El refrán popular supo captar esta
característica cuando expresó que «las cosas tienen el color del
cristal con que se miran».
Para aclarar el primer punto, relacionado con el falibilismo
de las ciencias, debe recordarse que estas disciplinas epistémicas
albergan en su seno, y muy a pesar de la Academia, un grupo de
molestos heterodoxos que denuncian la desprolijidad de los
procesos inductivos y las características mentales del humano
observador, parejamente aquejados por el yerro y la incompletitud.
Estos abogados del Diablo, a veces malgré-eux, de continuo
cuestionan la santidad e infalibilidad de la ley científica, de la
ecuación absoluta, del teorema incontrovertible. Einstein, y con
él quienes alertaron a los incondicionales creyentes sobre el
comprobado falibilismo de la ciencia oficial------ Popper, Black,
Cohén, Peirce, etc. ------ constituyeron, al cabo, un hato de
inoportunas ovejas negras en la manada de los fieles a una nueva
iglesia inventada sobre las ruinas de la otra, la de la superstición,
el dogma y el milagro. En tal sentido aquel extraordinario genio,
que muy tarde aprendió matemáticas superiores y cuya teoría
acerca de la relatividad configuró al principio un acto poiético,
una metáfora de la inteligencia, emitió un aviso que debería
figurar en el encabezamiento de todos los textos de «ciencia
normal», es decir, aquéllos redactados a la luz de los paradigmas
al uso, según la terminología de Kuhn.
Escribió Einstein: «Dado que la percepción sólo nos informa
directamente de este mundo externo o de la realidad física,
únicamente podemos captar esta última por medios especulativos.
la Despenadora y el CTI

De esto se desprende que nuestras nociones acerca de la realidad


física nunca pueden ser definitivas. Siempre debemos estar
preparados para modificar esas nociones ------ es decir, la
estructura axiomática de la física------ con el objeto de hacer
justicia del modo más lógicamente perfecto a los hechos recibidos.
En puridad, basta echar una mirada al desarrollo de la física para
convencerse que ésta ha experimentado modificaciones de largo
alcance con el transcurso del tiempo».
Dicho lo anterior, toca ahora llamarme a silencio. El prólogo,
que en realidad siempre es un epílogo, ya ha agotado su materia.
Que el lector se prepare entonces para entrar en la controversible
sustancia de este libro que, por el hecho de ser crepuscular, tiene
para mí el valor de un testamento. A lo largo de una ya dilatada
residencia en la Tierra he sentido más de una vez el roce de las
alas del ángel de la muerte. Por eso me he abrazado a la vida y la
he vivido, hijo del error y de la contingencia, falible y pecadora
criatura, descubriendo siempre en ella deslumbrantes plenitudes
y reconociendo las íntimas falencias que me impidieron
conservarlas, reencontrarlas o renovarlas. Esto ha venido
sucediendo a lo largo de muchos decenios al dictado de los
vaivenes que alternan las alegrías con las desdichas, y a la
viceversa. De tal modo he aprendido que no se debe apurar ni
rehuir la hora de la verdad, es decir, la última hora, que
sobrevendrá cuando se rompan las cuerdas del columpio.
Doy gracias a Claudio Rama------ a quien conozco y quiero
desde los lindos días en que, chiquilín a tiempo completo, jugaba
con mis hijos en el cruce de las calles Timbó y Zubillaga, en un
perpetuo ir y venir bullicioso entre mi casa y la de Angel, su padre,
que muchos años después él y yo acompañamos, con tantos otros
dolientes, hasta su tumba, en la buena tierra de Bogotá------ por
haberme animado a juntar estos papeles y por su generosa
voluntad de editarlos. Y dicho esto no me queda nada más que
contarles a Vds., mis potenciales lectores. El libro, a partir de este
momento, ha iniciado su vida propia, que corre por cordón

♦ 12
Daniel Vidart

separado de la mía. Ojalá que tenga fuerzas para caminar de


mano en mano y de espíritu en espíritu, para multiplicarse
editorialmente, meta ambicionada por todo autor y, más que
nada,para trasmitir las historias que guarda en sus páginas y que
carga al hombro, humilde y comedidamente/
*)

(*) Salvo el primer capítulo, inédito hasta hoy, los demás fueron publicados en
periódicos montevideanos. Al pie de cada uno de ellos se especifican la fuente y la fecha
respectivas.

13 ♦
La Despenadora y el CTI
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contrada en una tum­
1 ba de Zaachila, Oax.

♦ 14
Daniel Vidart

LOS BIOLOGOS Y LA VIDA

A lo largo del tiempo han surgido múltiples concepciones


¡filosóficas, científicas y teológicas acerca de lo que es (y no es) la
vivida. (1) Las conquistas actuales de la ciencia nos permiten
«ordenar, operativa, aunque no definitivamente, una serie de
I ¡definiciones. Unas son descriptivas, otras son explicativas;
«aquéllas son analíticas, éstas son sistémicas. Pero todas padecen
Ide incompletitud, todas están afectadas por la parcialidad, todas
i dtransparentan el aquí y ahora de los paradigmas epistémicos y
sel estado presente de las ideologías científicas.
La vida puede definirse, para empezar, como un ente
surgido de la interrelación del agua con los hidratos de carbono,
las grasas, las proteínas y los ácidos nucleicos. Respecto a estos
.'iúltimos expresa Riley que «si en efecto existe una diferencia real
5 y una línea divisoria entre las cosas vivas y las inanimadas, tiene
¡que encontrarse en el dominio de los virus y los ácidos nucleicos.» (2)
Si se hojea un texto de biología de principios del siglo, luego
i de decimos que la vida es el conjunto de fenómenos que se oponen
6 a la muerte, con lo cual muy poco se adelanta en la caracterización
] positiva de aquélla, el autor, al igual que los demás tratadistas
3 de su época, recurren entonces a un concepto sometido a las
^limitaciones de la visión fisiológica: un ser vivo se alimenta,

(1) Selecciono, entre una bibliografía torrencial, unos pocos títulos accesibles: E.
á Schrodinger, ¿Qué es la vida? Espasa-Calpe Argentina, Buenos Aires, 1947; C.U.M.
q Smith, El problema de la vida. Alianza, Madrid, 1977; F. Jacob, La lógica de lo
y viviente. Laia, Barcelona, 1963; S.E. Luria, La vida, experimento inacabado.
I Alianza, Madrid, 1975.
(2) J.F. Riley, Introducción a la biología. Alianza, Madrid, 1970.

15*
lo Despenodora y el CTI

metaboliza, excreta, respira, crece, se reproduce, reacciona ante


estímulos del ambiente, se mueve, etc., aunque casi todas las
plantas y muchos animales no se desplacen, las bacterias
anaerobias no respiren y los virus se limiten a reproducirse a costa
de un huésped unicelular, hecho este último que todavía se desconocía.
Más adelante, a lo largo de los intensos desarrollos de la
investigación que pautaron los decenios que van de los años
veinte a los cuarenta, el espectacular adelanto registrado en la
genética, paralelamente con el remozamiento, profundización y
complementación de las teorías de Lamarck, Darwin-Wallace y
De Vries, permitió caracterizar a los seres vivos como sistemas
capaces de evolucionar mediante los procesos de la selección
natural, y en este sentido las primeras figuras de las
investigaciones fueron las moscas del género Drosophila. A partir
de entonces los cromosomas, los genes y los procesos de mitosis
(división de los cromosomas en dos mitades)y de meiosis (reducción
a la mitad del número de cromosomas), se incorporan al lenguaje
biológico y a la explicación de los mecanismos de la herencia.
Durante la última mitad de este siglo XX, generador de una
colosal revolución biológica, las definiciones de la vida se
enriquecen con dos nuevos puntos de vista: el de la biología
molecular y el de la Energética, que de este modo también puede
denominarse al campo abarcado por la Termodinámica, una
anticuada denominación que debe desecharse.
La biología molecular, concentrando su atención en el
código genético, contempla a los seres vivientes como sistemas
cuyainformación hereditaria, compleja y prolijamente codificada
en las cadenas helicoidales de ácidos nucleicos, es reproducida en
y por sus descendientes. Ala vez, dichos seres tienen la propiedad
de regular su metabolismo, es decir sus intercambios de materia
y energía con el ambiente, gracias a la acción de ciertos
modificadores de la velocidad de las reacciones moleculares.
Estos catalizadores proteínicos se denominan enzimas, o sea,
fermentos solubles, como lo indica su etimología griega. La

♦ 16
Daniel Vidart

química toma el lugar de la fisiología,------ que al cabo no es otra


cosa que una física del organismo------ en el estudio profundo de
los procesos metabólicos y genéticos.
La definición energética de los seres vivos, en consecuencia,
establece que un ser viviente constituye un sistema abierto cuyos
procesos interiores de retroacción hacen que la entropía disminuya
mediante el funcionamiento de una placa homeostática
reguladora, aunque ello suponga un acrecentamiento de la
entropía en el medio que lo circunda. La neguentropía del
organismo acelera la entropía de los sistemas ambientales que lo
rodean. Este es un principio fundamental a tener en cuenta. La
vida fue definida por Bergson como la lucha contra la entropía,
pero la vida provoca entropía en su derredor. Así lo ha visto
Hladik, quien afirma que el establecimiento del orden biótico no
corresponde necesariamente a una disminución local de la
entropía: «un aumento de entropía puede ser entonces compatible
con la creación de un cierto orden». (3)
Teniendo en cuenta todas las anteriores aportaciones la
ciencia contemporánea se ha abocado a una definición sistémica
de tipo provisional, a saber: «un ser vivo es un sistema abierto que
se organiza a expensas del aumento de entropía del medio
exterior con el que realiza, mediante cierto número de procesos,
intercambios de materia y de energía regidos por unos códigos
que puede trasmitir a sus herederos y que se perfeccionan a
través de la selección natural.» (4)
En las conceptualizaciones actuales de la vida existe una
especie de ensimismamiento en la célula, en detrimento del papel
del organismo o del enfoque sistémico de las comunidades de
seres vivientes. Para generar una visión más amplia, que atienda
respectiva y concomitantemente a la cosa y su circundancia -
circunstancia, debemos partir de otro punto de vista. Sin la

(3) H. Hladik, La biofísica. Fondo de Cultura Económica, México, 1982.


(4) C. Amau, J. Cabo, El origen de la vida. Salvat, Barcelona, 1977.

17 ♦
Lo Despenadorg y el CTI

energía del Sol no sería posible la vida. Tampoco sería posible sin
la existencia de una gran cantidad de agua, y esto fue advertido
muy tempranamente por los pensadores del Oriente y del Ocadente:
el agua es el arjé, la protocosa esencial que origina los seres vivientes.
Finalmente, existe un tercer factor: la vida no puede tener lugar sin
la existencia de interfases entre los estados líquido, sólido y
gaseoso de la materia en la superficie del globo terráqueo.
En los resquicios de estas interfases se mueven los
materiales, se desplazan los elementos, ascienden y descienden
cíclicas rondas de átomos y moléculas. Pero todo sucede en
relación dialéctica con la vida misma. Millones y millones de
toneladas de minerales son movilizadas, cambiadas de
lugar,procesadas en suma, por la biomasa planetaria. Esta
materia, solicitada y expelida según prefijados ritmos, entra y
sale de los sistemas bióticos. En los seres vivientes son soberanos
dos elementos: el oxígeno interviene entre un 65% y 70% y el
hidrógeno en un 10%. Lo que resta, entre un 20% y 25%, aglomera
un conjunto de más de 70 elementos donde predominan el
carbono, el nitrógeno, el fósforo, el azufre, el sodio, el potasio, el
calcio, el magnesio, el cobalto, el cobre, el zinc y el cloro. El
carbono, gran protagonista en la organización de la materia
merced a sus encadenamientos y enlaces desempeña, pese a su
menor abundancia, un papel fundamental que debe destacarse
muy especialmente.
En un grupo menos relevante figuran el aluminio, el boro,
el bromo, el yodo, el selenio, el cromo, el molibdeno, el vanadio, el
silicio, el estrocio, el bario, el níquel y el cadmio, encargados de
ayudar en funciones específicas o de actuar en órganos
determinados. Aveces la carencia de un oligoelemento se convierte
en un factor limitante de la vida, tal cual lo comprendió Liebig
estudiando el desarrollo de las plantas en diversos tipos de suelos.
La lista de elementos es mayor que la especificada, pero la
vida no surge de la sumatoría o mezcla de esos elementos simples.
Los átomos que generan los citados elementos, por otra parte, se

♦ 18
Daniel Vidart

hallan presentes en todos los reciclajes impuestos por la biotización


en la superficie de la Tierra.
Una condición más: para que la vida sea posible, dichos
elementos deben conjugarse en racimos compatibles y no al azar,
sino en condiciones dadas. Por ello es preciso partir de las
moléculas, de los enlaces electrónicos estables entre los elementos
para que la vida encuentre un piso previo, a los efectos de asentar
sobre él una estructuración y una funcionalidad adecuadas.
Quien crea imprescindible el papirotazo de Dios, está en todo su
derecho a presuponerlo para que la vida surja. Claro que no debe
olvidar la Creación cósmica primeriza, en la cual quizá se hayan
dado, como agazapadas y en larvario estado subyacente, tal como
sostuvo Teilhard de Chardin, todas las semillas que germinaron
luego: la vida, el hombre, el alma y el espíritu de una noósfera
pensante y sintiente.
Los sistemas biológicos están compuestos por ciertas
combinaciones moleculares matrices. Una de ellas, lo repito, es el
agua, que generalmente se cita como al desgano. Nuestro
organismo, que parece tan macizo, tiene un 70% de agua: los seres
humanos somos al cabo meros bolsones recubiertos por una
epidermis que guardan el legado líquido del mar primordial. Las
medusas casi son «aguas vivas» como dice el léxico popular:
albergan un 95% de agua en su transparente corporeidad. Las
entidades moleculares que comandan el navio biótico están
constituidas, además, por hidratos de carbono, grasas y proteínas,
a los cuales, sine qua non, se les debe agregar los ácidos nucleicos.
Los hidratos de carbono son, entre otros, el azúcar, el almidón, el
glucógeno, y se forman a partir de la combinación de agua y
carbono. El trasfondo molecular está compuesto, empero, por
oxígeno, hidrógeno y carbono. Las grasas y lípidos poseen más
carbono e hidrógeno que los azúcares y se queman lentamente, lo
cual las transforma en serviciales reservas combustibles de todo
organismo. Las proteínas agregan, al anterior trío de elementos,
el nitrógeno. Estas grandes moléculas, animadoras de los sistemas

19 ♦
lo Despenadora y el CTI

vivientes, están compuestas por los aminoácidos, unas moléculas


menores pero no por ello menos esenciales.
Falta mucho que decir aún sobre los fenómenos vitales. La
vida es una y diversa: constituye un continuum y se pulveriza en
especies cuya biodiversidad------ ¡viva la diferencia!------ adapta
los seres que lo integran a los más diversos ambientes, al tiempo
que se proyectan en ellos o los modifican tesonera y
permanentemente; la vida es, por lo tanto, proteica y plástica a la
vez. Dicha plasticidad deriva de la presencia del carbono como
agente protagónico en los sistemas vivientes y de la permanencia y
constancia del agua, que integra el 75% de los vegetales y el 60% de
los animales. El agua disuelve, inhibe, transporta, compone, circula.
En el agua se movilizan los sutiles procesos de la alquimia molecular
que construye con el oxígeno, el carbono, el hidrógeno y el nitrógeno,
el 95% de la materia viviente. Sumado a este cuarteto un octeto de
los otros elementos, según el orden ya indicado, se obtiene un 99,99
del total de aquélla. La bioquímica, pues, y no la biofísica, es la
ciencia que debe estudiar las bases moleculares de la vida.
La actual neuro endocrinología ha terminado con el
fisicalismo de la neuroelectricidad. La osmosis ha dejado de
contemplarse como un mero proceso físico a partir del
descubrimiento del papel enzimático de las permeasas. El
metabolismo impone un crescendo que, a partir de la homeostasis
regulada por las reacciones que se operan en el interior de la
célula, se instala, nivel tras nivel, en todos los sistemas retroactores
del organismo y en la propia trama jerárquica de las especies
animales y vegetales. La vida es lábil, se adapta como una regla
de Lesbos a las irregularidades ambientales, pero no lo hace con
un repertorio caleidoscópico de unas pocas y repetidas estrategias,
sino que inventa de continuo. Es, como dice Crusafont Pairó, una
autoinventora. «La evolución de los seres vivos... no es más que un
cortejo formidable de autoinvenciones, para, con ellas y por ellas,
conquistar el planeta que parasitan.» Así, y para sumariar
rápidamente, la invención, ya indicada, de la reproducción sexual,

♦ 20
Daniel Vidart

mucho más económica en la


carrera neguentrópica de la
vida que la simple bipartición
y que la pedogamia; la
invención de la autotrofia, en
contraste con la heterotrofía,
y con ello, esta dicotomía
esencial entre los dos reinos:
vegetal y animal, a partir del
vírico; la invención de la
\ solidaridadquerepresentanlos
metazoos, en cuya fórmula
primordial encontramos ya un
remedo o un primer ensayo de mórula; la invención del mesénquima
en los Espongiarios, mesénquima que será aún más importante en
los vertebrados superiores y en el hombre mismo; las tentativas de
invención del celoma, cuando se debate la lucha entre la autonomía
de las medusas y ladependencia de los pólipos; la invención de la
organización del trabajo jerarquizado en los Sinóforos, preludio
de las castas que encontraremos en los insectos sociales; la
invención del poder de regeneración, no perdido del todo ni tan
sólo en los vertebrados, donde el embrión de un tritón puede ser
fragmentado y cada una de las partes regenera el todo. Max de
Ceccaty (un autor que inspira este desarrollo de Crusafont Pairó)
expresa <que, después de las demostraciones espectaculares>
que acabamos de ver, vendrá la época de <las revoluciones
clandestinas:», cuando al pasarse de la vida acuática, es decir, de
la que nosotros llamaríamos neológicamente, la homeoecia o
constancia más o menos marcada del medio en que se hallaban
bañados los organismos, a la vida terrestre, los animales se
llevan, hacia su interior, <el medio oceánico> y ensayan e inventan,
por múltiples vías, las progresivas homeostasis... «gracias a la
invención de un sistema circulatorio y de una sangre curiosamente
construida bajo un esquema químico tan semejante desde los

21 ♦
La Deyenodoro y el CT1

gusanos al hombre. Pasamos por encima de otras revoluciones


interiores hasta llegar al cerebro de los craneados o vertebrados,
en los cuales se van inventando los sistemas estímulo-integradores
hasta los psicointegradores, a partir de los puramente
trofointegradores de los seres inferiores.» (5)
La vida, finalmente, es eficaz sin dispendio; utiliza medios
optimizantes en el rendimiento y minimizantes en el esfuerzo. Trata
de urdir, al margen de los imperativos del ambiente, una organización
interior que afirme su mismidad a la vez que expanda hacia el medio
inmediato la proyección de su fisiología. Es decir, que el medio
interno procura preservar la economía y racionalidad de su sistema
sacándolo hacia afuera, si cabe así decirlo, prolongándolo en el medio
externo para defender su capacidad neguentrópica aún a costas
de sembrar entropía en el ambiente mediato.
Según la expresión de Claude Bernard, la permanencia del
medio interno, en constante pugna con las oscilaciones y agresiones
del ambiente, constituye «la condición misma de la libertad».
Esta libertad se afirma en los sistemas de seres vivientes que han
logrado una posición de privilegio en la cadena evolutiva, tal cual
resulta de la dialéctica organismo-medio, según la cantidad y la
calidad de la información en los distintos sistemas vitales.
De tal modo, y ya invadiendo el campo de la metafísica, el
famoso fisiólogo francés opina que la vida, una perpetua creación
ejercitada por la dinámica de la supervivencia a cargo del
metabolismo de los animales y las plantas, expresa su razón de
ser en la actividad de «la fuerza creadora y organizadora del
organismo». Ante tanta certidumbre, que en definitiva se
empantana en un galimatías evasivo, en un decir que nada dice,
Rostand, otro biólogo francés contemporáneo, se acoge a los beneficios
de la duda: «No sé qué son la vida, ni la conciencia, ni el pensamiento.»
Y en eso todavía estamos, tanto los ignaros, entre los que me incluyo,
cuanto los escasos y verdaderos sabios de este mundo.

(5) M. Crusafont Pairó, El fenómeno vital. Labor, Barcelona, 1967.

♦ 22
Daniel Vidart

PARA UNA ETNOLOGIA DE LA MUERTE

En el mundo de las sociedades occidentales donde impera la


civilización del consumo, el tema de la muerte y la ocurrencia de
la muerte están escindidos. La guerra y la violencia social
multiplican y cotidianizan la irrupción súbita de la muerte,
acrecida por las luctuosas cosechas de la enfermedad y la
caducidad, pero lo que el hombre del televisor contempla es el
obituario ilustrado de fantasmas caricaturescos, de teatrales
protagonistas cuyo ciclo comienza y finaliza en la pantalla de un
aparato electrónico: en la vida real la muerte parece no existir ni
se piensa en ella. El hedonismo desacralizado del carpe diem
invita a gozar del momento propicio, a vestir con las galas de la
instantaneidad al objeto nuevo y reluciente, a darle cumplimiento
a las exigencias de una axiología juvenil que dicta el tono de la
vida, a no hacerle ascos a la novelería de una Weltanschauung
que mediatiza el Ser en nombre del Tener.

Los que mueren son los otros; son los ex-dueños de los
cuerpos que figuran en la imaginería fotográfica o fílmica donde,
en péle-mele, aparecen los iraquíes bombardeados, los activistas
sociales asesinados, los niños de la calle ejecutados, los viejos
atropellados por los automóviles, los turistas calcinados en
catástrofes de aviación. De tal modo la muerte es sometida a una
especie de prestidigitación sistemática: ya no se habla de La
Señora ni de La Maldita que sobrecogían las almas durante los
siglos de la «barbarie» y, para sustraer decisivamente el ruedo de
los vivos a toda contaminación con las ultimidadés de la funebria,
el velorio doméstico desaparece al conjuro de la etiqueta oficinesca

23*
Lo Despengtloro y el CTI

de una empresa que reemplaza por un local con aire acondiciona­


do el escenario patético, plañidero y maloliente del duelo familiar.
Y por sobre todo, como máximo escamoteo al desenlace letal
impuesto por la enfermedad o el accidente, los pacientes epilógales
son confinados, segregados, condenados al desierto de su solitaria
agonía.
Entonces, coronando los recursos del encubrimiento, se
apela a la reclusión hospitalaria, ya en su versión popular, ya en
su empaque de lujo. Allí, a partir de la sala del hacinamiento
colectivo o de la suite rumbosa, los alienígenos rechazados por los
vivientes que esquivan a la muerte y a su cortejo de alusiones o
anticipaciones, serán sometidos, cuando el enfermo empeore, sin
importar su edad o su inviabilidad, a la discreta internación en el
C.T.I. Este laboratorio del ocultismo, rediviva salamanca del
saber demoníaco, garantiza los buenos oficios de una ciencia,
quizá sin mucha conciencia, aliada con una técnica cada vez más
sutil y poderosa. El enfermo grave, que fuera sacado de su lecho
domiciliario y apartado de su familia y amigos, es finalmente
entregado a la burocracia de la muerte. De tal modo se le
convierte a veces en mercancía y siempre en trámite, en contraseña,
en expediente terapéutico o quirúrgico.
Vistas así las realidades de nuestro despiadado planeta del
siglo XX, el sol de la vida, según la simbología narcisista del
postmodemismo, no se oculta nunca o, a lo más, rueda sobre el
horizonte al igual que en las altas latitudes circumpolares. La
muerte se transforma entonces, gracias a ese sol de medianoche,
en una penumbra mitad aurora y mitad crepúsculo. Instaladas
en el resquicio de un singular duermevela, la muerte y la vida
conversan quedamente en un sosegado diálogo sin sobresaltos ni
dramatismos. Quienes están al margen de ese coloquio extremo
no se enteran, ni quieren enterarse, de sus vicisitudes. Dicho
desasimiento existencial define por sobre todas las cosas el
espíritu aparentemente frívolo, porque en esencia es hijo del
Gran Miedo, propio de nuestro tiempo.

♦ 24
Los pobladores de las ciudades del milenio que finaliza
queremos olvidarnos de la muerte, pero, como dice María Elena
Walsh en un poema juvenil, «sucede que ella no se olvida». No
pasa lo mismo con los campesinos ni con los (mal) llamados
«contemporáneos primitivos». De idéntico modo, las culturas del
Occidente tradicionalista esto es folclórico , anterior a la
Revolución Industrial, contemplaban a la muerte como un término
cierto y no como una catástrofe o una maldición. Hoy día, las
tribus prealfabetas y los pueblos tercermundistas de los campos
y los tugurios que circundan las grandes ciudades no han podido
evadirse, como pretenden haberlo hecho los urbícolas
secularizados, ni del temblor del Cosmos ni del temor al capricho
de los dioses. En esos mundos coetáneos, aunque no
contemporáneos con el de los mercaderes y los tecnólogos, la
muerte va de la mano con la vida, se sienta a la mesa con los
comensales propiciatorios, acompaña a los caminantes y a los
durmientes, conversa con los ancianos y juega con los niños.

Límites para un discurso infinito

Morir en el seno de la civilización del derroche, justificada


por los filosofemas hedonísticos que subrayan el pragmatismo de
los ejecutivos, y morir en la teologal Edad Media europea o en el
territorio mítico de los pueblos iletrados, supone un idéntico acto
desde el punto de vista fisiológico. Pero este acontecimiento, un
sismo en las almas que se quedan y una liberación en las que se
van, refracta con muy diversos espectros al ser sometido a la
prueba del prisma cultural. Ello justifica, en el plano científico, la
sistematización de una antropología de la muerte a partir de una
etnografía y una etnología de un fenómeno consustancial al
destino de nuestra especie.
La roca se disgrega, la planta y el animal perecen: sólo el
hombre muere en cuanto que anticipa la muerte y la lleva clavada

25*
La Detpenodoro y el CT1

en su vida, ya como una angustia presente a toda hora, ya como


una tabuada pero no por ello menos implacable finitud.
La muerte es una sola en la condición humana y es múltiple
en los rituales que las variables de los usos y costumbres,
imperantes en las sociedades históricas, imponen a los momentos
que la anteceden o la preceden.
Timor mortis conturba! me1 , así dice y repite una y otra vez
el sombrío estribillo en latín que se reitera a lo largo de los cien
versos sobre la fugacidad de la vida con los que el poeta escocés
William Dunbar (1460-1520) deplora la siega de sus cofrades:

Ha dado de baja con su


mortal granizo a Blind Hary y a Sandy Trail;
el raudo Patrik Inohnestoun
no pudo huir esta vez.

El Lament for the Makeris (los hacedores, los creadores, los


poetas en suma) expresa los sentimientos y los pensamientos de
una época en la cual la cristiandad popular, víctima del hambre,
de la Peste Negra, de la ignorancia generalizada y del guantelete
de hierro de los barones feudales, buscaba en otro reino lo que no
podía hallar en este valle de lágrimas:

Nuestro terrenal placer es todo vanagloria;


este falso mundo es apenas transitorio,
la carne es débil y astuto el Enemigo.

Del mismo modo se condolieron Fran^ois Villon y Jorge


Manrique tanto por «les dames du temps jadis» como por los
«infantes de Aragón», cuyos pasos por la tierra fueron al igual que
los «rocíos de los prados». La muerte se llevó a los grandes y a los
pequeños en una misma redada, y todo verdor pereció ante su
infalible puntería:

♦ 26
Daniel Vidart

Cuando tú vienes airada


todo lo pasas de claro
con tu flecha. (1)

Este acento elegiaco, común a la Europa cristiana, repica


como un toque de difuntos en el hemisferio escatológico de la Edad
Media, ni tan media ni tan oscura como para que no tuviera en el
otro, el de la vida breve, una explosiva carga de risueña y
licenciosa plenitud. Así vivió y gozó la gente tabernaria yjocunda
que formaba la Corte de los Milagros y la florida caterva de los
vividores, los picaros, los sopistas, los bachilleres, los goliardos,
los mendigos y los demás correcaminos que Hesse, el escritor, con
Narciso y Goldmundo, y Orff, el músico, con Carmina Burana,
supieron exhumar de sus centenarios nichos droláticos.
De todos modos, pese a esa contradicción entre la renuncia
ascética y el desenfreno mundano, no puede negarse la encogida
existencia de un medioevo sobresaltado por el memento mori de
las personas singulares y por las artes moriendi de innominados
imagineros que mostraban en sus terroríficas ilustraciones la
pugna entre ángeles y demonios disputándose el alma del
moribundo. La Edad Media, luego de la matazón impuesta por la
peste negra, se caracterizó por la imaginería de las Danzas de la
Muerte, fúnebre motivo que ha sido una y otra vez resucitado en
las historias de la literatura y del arte. (2)
El terror público y privado por la hora de la muerte y por lo
que hay antes y después de ella, o sea la agonía del cuerpo y el
destino del alma, constituye una constante en todas las culturas
y civilizaciones anteriores o coetáneas, esto es, laterales, a nuestra
era del plástico reluciente y de la exaltación deportiva del sexo, la

(1) J. Manrique. Coplas a la muerte del maestre de Santiago, don Rodrigo


Manrique, su padre, in. M. Menéndez y Pelayo. Antología -de poetas líricos
castellanos. Tomo 1°. Editorial Ideas, Buenos Aires, 1943.
(2) A. Tenenti. La vie et la mort á travers l’art du XV siécle. A. Colin, París.

27 ♦
La Despenadora y el CTI

destreza y la fuerza. Antes y después del pulvis eris et in pulvis


reverteris del Génesis bíblico, la meditación sobre la fugacidad de
la vida y su ineluctable fin, colmado de interrogantes, acompaña
y modela el destino de los hombres. Angustia por mí, angustia por
ti y angustia por nosotros: tras la dialéctica de la projimidad
afectiva se despliega todo un melancólico repertorio de
consideraciones físicas o metafísicas sobre la persona corporizada
que atraviesa como una estrella fugaz el firmamento de una
humanidad que, para sobrevivir como masa, como especie, como
colectivo biótico y cultural, mata y repone sin cesar a sus
integrantes en tanto que individuos.

La muerte ausente: Edades de Oro, paraísos...

En las míticas Edades de Oro no existía la muerte o, a lo


sumo, como dice Hesíodo, «se moría como se duerme».(2i) Por su
parte, en lo que a la civilización judeo-cristiana atañe, en el
Jardín del Paraíso------ en persa pairi daeza, que en griego se
convirtió en paradeisos, significajardín o parque cercado, esto es,
el hortus conclusus de los latinos------ la pareja inicial Adán-Eva
(el Varón y la Varona) alcanza a probar el finito del Arbol de la
Sabiduría, lo cual ya supone el pecado, y tras él, la entrada en los
dominios de la muerte. Los inocentes que pueblan los paraísos
terrenales inventados por los dioses no mueren porque en reali­
dad no viven. Vida es acecho, acción, asombro y desencanto a un
tiempo, conciencia crítica y vigilante, gnoseología azarosa, lucha
con la otreidad. Cuando la pareja primigenia comienza a vivir
humanamente, a conocer en suma, no lo hace por iniciativa
propia sino tentada por el Diablo, el Diabolos, el que siembra

(3) Hesíodo. Erga kai Hemerai, in Hesiode. Theogonie. Les travaux et les
jours. Le Bouclier. Texto griego y traducción al francés a cargo de Paúl Mazon. Les
Belles Lettres, París, 1947.

♦ 28
Daniel Vidart

discordia, el que separa, ya con la luz impía del logos que nace de
lapraxís,yaconlos argumentos analíticos, y por ende disociadores,
de la razón. Comer de ese fruto acarrea el conocer pero también
el morir. Dios, la Gran Unidad, el Creador del Cielo, el Demiurgo
de la Tierra y sus ecosistemas, el Padre del hombre (ese ser
humilde que se humilla ante su grandeza, que hunde su frente en
el humus ante el rumor majestuoso de su paso) toleró a
regañadientes que sus criaturas humanas conocieran el Bien y el
Mal, y tal vez suspiró aliviado al comprobar que la desobediencia
provocada por la tentación maligna las convertiría en inevitables
presas de la muerte. Por eso, al expulsar a los pecadores del
Paraíso les impidió definitivamente que comieran el fruto
escandaloso del otro árbol prohibido, el Arbol de la Vida: sabedores
o sabios, sí; inmortales, y por ende idénticos a los dioses, nunca.
La sabiduría y la sapiencia humanas se convierten de tal
modo en la suprema broma del Creador: serán solamente sabidu­
ría y sapiencia de la muerte. El definitivo saber del hombre es,
paradojalmente, el saber que ha de morir.
El desdeñoso salvaje, o sea el que vive en las selvas,------
Selvagem es un topónimo portugués que los otros idiomas cargaron
con desfavorablesjuicios de valor y no el bruto y el despiadado,
como lo exige la ideología europocéntríca, reflexiona al igual que
los civilizados sobre la caducidad de la vida individual. Sus vías
expresivas difieren de las nuestras pero apuntan a un idéntico
blanco de pavor y escalofrío. En las metáforas del mito y en las
manipulaciones de la magia, antecesora de la ciencia pues maneja
como ésta las relaciones entre causa y efecto, subyace una versión
intuitiva de las cosas y los procesos, de lo que permanece y lo que
pasa, de lo único y lo múltiple. Se estructura así una gramática
del mundo que debemos decodificar científicamente,------emic
versus etic------ en vez de seguir proclamando con pertinacia que
la angustia constituye un privilegio de las culturas letradas del
Occidente.

29*
La Despenadora y el CTI

Los valientes y los flojos

Un poema de los pieles rojos crow, tempranamente barridos


por el genocidio consustancial a la Marcha hacia el Oeste, expresa:

El cielo y la tierra son perennes


pero el hombre ha de morir,
como la vejez es un asunto malvado
a la carga valientes
y bienvenida sea la muerte. (4)

Ideas semejantes, acuñadas por una personalidad básica


donde la hípica y la épica se condicionan y corroboran
recíprocamente, son comunes en las sociedades ecuestres del
Tercer Mundo: beduinos, gauchos y sertanejos son algunos de los
arquetipos más conocidos. Sin ir muy atrás ni muy lejos resulta
oportuno el recuerdo de la proclama de Fausto Aguilar, uno de los
tantos paisanos valerosos que trajinaron en nuestras guerras
civiles, al ordenar a sus bravos una carga a lanza seca en una
cruda madrugada invernal del siglo XIX: «a sacarse los ponchos,
muchachos, que en el otro mundo no hace frío». No obstante este
manifiesto desprecio por la vida en las culturas donde el coraje
masculino constela en su derredor, como un astro central, el
planetario de los demás valores patriarcalistas, fatalistas y
violentistas propios del campo uruguayo de antaño, la idea de la
muerte y la incertidumbre acerca de lo que nos espera acongoja
por igual a «los míseros mortales» (5). Estos la consideran ya como
una explicable falla de la natura naturata, ya como una necesaria
emigración del alma, ya como un merecido castigo a la contingencia
de la criatura, ya como un designio caprichoso de los dioses.

(4) P. Radin. Primitive Man as Philosopher. Dover Publications, New York,


1957.
(5) Hesíodo. Op. cit.

♦ 30
Daniel Vidart

En el extremo de la escala, el elitista, el de las aristocracias


espirituales de Occidente, el romanticismo europeo,autocalificado
como una subcultura de entonación «superior», tiene una idea
distinta del heroísmo y, por consiguiente, expresa su temor a la
muerte con otros términos y otros giros. El poeta alemán Novalis
calificaba a la muerte como «el grave signo de un gran poder
lejano». La muerte no constituye ya la puerta hacia el perpetuo
regocijo carnal del guerrero islámico caído en el combate contra
el infiel durante la Guerra Santa, lajihad de la que tanto se habló
en estos días, sino la «eterna noche» (die ewge nacht) que dibuja
en lontananza una interrogación penosa, una duda lacerante, un
angustiado enigma. (6) Tales cualidades, en puridad, son propias
de los contempladores cavilosos de la humanidad perecedera y no
de la muerte en sí, indiferente a las declinaciones del nominalismo
filosófico y el patetismo de las corrientes literarias.

¿Muerte propia o imaginario colectivo?

La «muerte propia» constituye un rasgo cultural de la


individuación y personalización que las sociedades de occidente
han impuesto a sus integrantes. La 'asabijja del beduino del
desierto define un espíritu de cuerpo que subsume y borra al
sujeto singular, como Aben Jaldún lo expresa con perspicaz
claridad en el siglo XIII.(7) Pero nuestra civilización ha privilegiado
las soledades del alma humana y los derechos individuales. La
vida y la muerte constituyen entonces algo personal, reservado a
la conciencia insularizada en el Yo. A Rilke, representante
intelectual de la burguesía austríaca, tantas veces citado por los

(6) Novalis (Friedrich von Hardenberg). Hymnen an die Nacht. Aubier, París,
1943.
(7) Aben Jaldún. Al-Muquaddimah. Introducción a la historia universal.
Fondo de Cultura Económica, México, 1977.

31 ♦
Lo Despenadora y el CTI

autores centroeuropeos que, a partir de Max Scheler, han tratado


el tema de las ultimidades metafísicas de la criatura viviente/
muriente, le preocupaba la «muerte propia». Y lo hacía con el tono
común a todas las aristocracias que tienen mucho que perder al
serles sustraídas la gracia y la belleza de su mundo dorado, y
poeta al fin, sus elegías evocaban, desde lejos, la sabiduría de
Montaigne, aquel gentilhomme campagnarde del renacimiento
francés. Rilke estaba obsesionado por la idea de la muerte, de su
muerte como persona, como creador, como portador de sensaciones
y sentimientos, de valores y desvalores. En Las Elegías de Duino,
en los Sonetos a Orfeo, en El Libro de las Horas, en Los cuadernos
de Malte Laurids Brigge, en la Canción de amor y de muerte del
corneta Cristóbal Rilke, el poeta, herido por la vida------ «est
effrayante, la vie» protestaba Cezanne, el pintor------ entabló un
memorable mano a mano con la muerte, auxiliado por el Angel y
el Señor. Estos ayudantes eran imprescindibles, claro está, porque
se trataba nada menos que de su propia e irrestañable muerte:

«Señor, concede a cada uno de nosotros su muerte propia, ese


morir que surge de su misma vida, para que dicha vida tenga
poesía, amor, sentido y urgencia. En verdad nosotros somos la
corteza y la hoja. Y la gran muerte que cada uno lleva dentro suyo
es el fruto en tomo del cual todo gira como un remolino. Lo que en
nosotros hace extraño y dificultoso el morir es que no se trata de
nuestra propia muerte. La muerte al cabo nos lleva porque no
hemos sabido madurar muerte alguna dentro nuestro. De tal
modo la muerte se precipita como una tormenta para arrebatamos
todo». (8)

En una época anterior y con otro lenguaje, pero con idéntico


tono, Montaigne expresaba: «todo el tiempo que vivís se lo quitáis

(8) Citado por Max Scheler. Tod und Fortieben, in Schriften au dem Nachlass
(1911-1916), publicados por María Scheler, Berlín, 1933.

♦ 32
Daniel Vidart

a la vida; lo vivís a expensas de ella. El continuo quehacer de


vuestra existencia es levantar el edificio de la muerte. Os encontráis
en la muerte mientras estáis en la vida, o en otros términos: estáis
muertos después de la vida; mas durante la vida estáis muriendo,
y la muerte ataca con mayor dureza al moribundo que al muerto,
más vivamente y más esencialmente.» (9)

La muerte propia, en suma, constituye una especie de vitral


gótico que no deja ver hacia afuera, sino que descompone y juega
con la luz y la sombra que penetran en la catedral de la vida, ese
personal edificio que todo hombre construye con los materiales de
un espíritu-cuerpo que lo tienen parado sobre el mundo y lo
relacionan con el mismo. Pero la entrada a la vida y la consumación
de la muerte propia trascienden la conciencia del hombre singular.
Cuando nace no tiene la menor noción de ese suceso pues su
conciencia extrauterina aún no se ha constituido, si bien el
subconsciente guarda a veces dentro suyo el trauma del
nacimiento, ese rudo envión que nos desmorona desde la tibia
seguridad del nido materno y queda para siempre internalizado
en nosotros. No otra cosa es el súbito estremecimiento que nos
succiona cuando estamos por entrar en el sueño y de tal modo, nos
sobresalta y deja temblando.
Algunas explicaciones aventuran que dicha sensación de
derrumbe es una reminiscencia, escrita en el mensaje genético,
que evoca el temor de la caída, y aun la caída misma del árbol que
habitara nuestro antepasado homínido, antes de la etapa del
australopitecino bípedo, el proto-homo-viator de las estepas
sudafricanas. Sin embargo, tal vez se trate de la evocación
psíquica de la salida de la matriz, acogedora y unificante, y el
estremecedor ingreso del cuerpo a un mundo inhóspito y
fragmentado, a un agresivo ambiente externo. Dicho

(9) M. de Montaigne. Que philosopher, c’est apprendre á mourir. Capítulo


XIX del Libro Primero de los Essais, la Renaissance du Livre, París, s/f.

33 ♦
La Despena dora y el CTI

acontecimiento capital, doloroso como un desgarrón, al par de


sobrecoger a la criatura recién nacida, le provocará el llanto. Este,
en tanto que respuesta a una sorpresa conmovedora, a la disociante
presencia del frío, al ruido, a la soledad desamparada del propio cuerpo,
hace respirar al niño el aire atmosférico y lo mete de lleno en la vida.
No hay conciencia personal del nacimiento, o por lo menos
así se supone. Pero cuando el hombre muere tampoco tiene
conciencia pues ya la ha resignado al poder que se la sustrae. El
alma, en caso de existir, ya no está vinculada al cuerpo, al sistema
neuronal, a la química del cerebro. No es conciencia sino vigilia
para lo que vendrá, ya como castigo, ya como recompensa, ya
como peregrinación sin fin.
En el entreacto, llamémosle así a la vida si la referimos a la
pausa que ata el no-ser preliminar con el no-ser postrero, más de
uno escamoteará el merodeo de la muerte con el gambito retórico
de Epicuro: «mientras existo, la muerte no existe; cuando la
muerte existe, yo ya no existo».
Esta frase, que traduce una actitud ante la «dispersión de
la materia», responde a una orientación general del espíritu que
algunos vinculan firmemente con el horizonte ontológico de la
ciencia moderna, tal cual lo ha señalado Carse. Sin embargo, Max
Scheler la califica de «frivolidad metafísica». La «presencia
ausente», así llama a la muerte, idea primero y luego realidad
encarnada en una finitud que no olvida ni perdona, habrá de
imponerse a la tilinguería y al cinismo. (10)
Pero la tendencia de la especie humana hacia la muerte —
—la búsqueda de Eros resulta al cabo un encuentro con Thánatos—
— señalada por Freud en el campo psíquico, choca con las
comprobaciones de los ecólogos al estudiar el input y el output de
la energía que recicla la materia viviente y luego se subsume en
un vertedero cósmico de signo ambiguo. Mientras el psicólogo

(10) Max Scheler, Op.cit,

♦ 34
Daniel Vidart

denuncia un thanantropismo consustancial al espíritu humano,


el biólogo, en asociación con el ecólogo, reconoce que la vida y la
muerte habitan en territorios colindantes separados por
membranas osmóticas, por así decirlo. «La vida es la muerte»
afirmaba Claude Bernard, al comprobar el implacable comerse
de los unos a los otros en los sucesivos eslabones de las cadenas
tróficas. Del mismo modo que la sombra sigue al cuerpo, la
muerte sigue a la vida, no como un bache insalvable sino como un
continuum y, en vez de negarla, corrobora el carácter
«sorprendente, paradojal y escandaloso de la misma», según el
concepto de Morin. (11) En efecto, pese a la inevitable recalada
individual en la muerte, la vida es una empecinada brizna que
navega aguas arriba en el río de la entropía, la implacable
destructora de todas las cosas. Esta marcha a contramano ha sido
denominada neguentropía, diectropía o epictesis, según los
distintos tratadistas, y su tendencia restauradora desborda el
campo biótico. En efecto, aquel progresivo declive hacia la máxima
desorganización con que nos amenazaron Camot y Clausius en el
siglo XIX, decretando de tal modo la «muerte térmica» del Universo,
ha sido hoy cuestionado por la nueva astronomía. En el reverso
de los agujeros negros, devoradores de espacio, tiempo, materia
y energía, parecen abrirse los manantiales blancos. El yin y el
yang, la dialéctica de los contrarios, nos enfrentaría así a un
universo cíclico que refresca las energías degradadas y les
encomienda nuevas tareas en las novaciones y supernovaciones
de un reiterado e incesante Fiat Lux. Y esto no ocurriría solamente
a escala estelar, sino también galáctica o aun metagaláctica. (12)
Pero debemos volver al hogar del hombre y la problemática
de la muerte propia que preocupara a Rilke y fuera el objetivo de
la filosofía socrática: «los verdaderos filósofos hacen del morir su

(11) E, Morin. L’homme et la mort. Editions du Seuil, París, 1970.


(12) R.M.Wald. Space, Time and Gravity. The Theory oí the Big Bang
and Black Holes. The University of Chicago Press, Chicago, 1977.

35*
lo Despenadora y el CTI

profesión». (13) Dicha muerte propia transcurre en los dominios


del Yo, en la corporeidad y en la psiquis singulares de cada ser
humano terrígeno, al margen de su personal creencia en la
aniquilación absoluta de la mente, superestructura de la carne y
el hueso, o en la efectiva, aunque no comprobada, inmortalidad
del alma. La muerte propia separa, privilegia, personaliza. Decreta
también el fin de la relación existente entre los esclavos y los
señores, hegelianos o no, al igualarlos con la ruptura de su mutua
dependencia y enfrentarlos con su propio fin individual.
La idea de la muerte, la espera de la muerte y la lucha con
la muerte------ es decir, la agonía------ constituyen el telón de
sombras que concede sentido y protagonismo a cada persona en
el escenario social y en la intimidad privada, portadora de
talentos y virtudes, de lástimas y frustraciones. Y, al mismo
tiempo, sumando las innumerables muertes singulares que en el
mundo humano han sido, construye la gran pared déla necrópolis
ecuménica sobre la cual se recortan la íejné y la poiesis de las
sociedades y las culturas históricas. Cada clase social, que es
también un tipo de civilización, exhibe una distinta asunción de
la muerte, vinculada, a su vez, con una distinta concepción y
percepción de la vida. Se muere como hombre pero también como
rico o como pobre, como feliz o como desdichado, como opresor o
como oprimido, en tanto que fragmento personal de una
estratificación societaria concreta. La muerte nos iguala a todos
pero no puede, por efecto retroactivo, invadir la vida y modificar
las relaciones de producción y las injusticias e iniquidades
pergeñadas por los hombres en su milenaria pugna por el poder.
La muerte surge, al cabo, como una kratofanía, como una superior
mostración de majestad intemporal sobrepuesta a la temporalidad
de los señores del mundo, dueños de vidas y haciendas pero no de
su perdurabilidad absoluta. Una danza medieval de la muerte

(13) Platón. Fedón o del alma. Obras completas. Aguilar, Madrid, 1966.

♦ 36
Daniel Vidart

antologizada por Menéndez y Pelayo, así lo corrobora:

(Dise la muerte)
Rey fuerte, tirano, que syempre rrobastes
Todo vuestro rreyno o fechistes el arca,
De faser justicia muy poco curastes,
Segunt es notorio por buestra comarca.
Venit para mí, que yo so monarca,
Que prenderé a vos y a otro más alto,
Llegat a la dansa cortés en un salto,
En pos de vos benga luego el Patriarca. (14)

Memento Morí

Recuerda que vas a morir.


Esa es la advertencia del memento morí que zumba en
\ derredor nuestro con la pertinacia de una abeja milenaria. El
único animal que medita en la muerte, que tiene la experiencia de
la muerte del Tú y del Otro, y que aguarda------ «muerte cierta,
hora incierta»------ el definitivo instante de su aniquilación
corporal(el tumo del gusano, el séquito de la putrefacción, el
retomo físico a los elementos minerales) es el hombre. Por ello se
denomina a sí mismo mortal, sustantivando el calificativo.
En nuestra semántica de la finitud consciente, mortal
equivale, pues, a hombre, en tanto que la muerte aparece, a la vez,
como la estameña donde se teje el tapiz de la vida y la tijera de
Atropos que corta el hilo de la existencia. Las nociones y
prenociones del pensamiento vulgar son corroboradas en el plano
de la fisiología por una resistencia organizada que al cabo cede:

(14) Anónimo. Danza de la Muerte. Códice de El Escorial, siglo XV in M.


Menéndez y Pelayo. Op. cit. Tomo I.

37*
La Despenadora y el CTI

Bicha t consideraba a la vida individual «como el conjunto defunciones


que resisten a la muerte». (15) Según sejuzgue a la vida, así sejuzgará
a la muerte. Habrá quienes le huyan como a un castigo. De ello
resulta, como ya vimos------tanto en el plano óntico cuanto en el
psíquico----- que cada uno debe elaborar el capullo de su propia
muerte para que la vida tenga «amor, sentido y urgencia».
Pero el hecho de pertenecer a una subcultura con una
peculiar concepción del más allá y del más acá impone a la
persona las categorías coactivas del imaginario colectivo. La
muerte propia, en consecuencia, se declina según lo impongan las
escatologías sociales determinadas por los acentos guerreros o
pacifistas, caballerescos o villanos, contemplativos o activos,
miserabilistas o autocomplacientes, soberbios o piadosos, que
constelan los valores de la comunidad a la cual pertenece el sujeto.
En el anverso del homínido biótico, que al cabo es un haz de
instintos aferrados a los dictámenes de la conservación y la
reproducción de la especie, se yergue el humánido cultural, una
criatura que sabe que va a morir. Esta criatura procuró, a partir
de la funebria de los neanderthales, y quizá mucho antes aún,
aplacar al muerto en tanto que albacea de una muerte todavía no
sustantivada ni simbolizada. Mucho más tarde, al elaborar las
abstracciones lógicas y analógicas de la civilización, el hombre
convirtió a La Muerte en el corolario de una reiterada peripecia
de muertes singulares. De este modo los seres mortales, «sueños
de una sombra», al decir de Píndaro y Sófocles, e hijos de
civilizaciones que también son mortales, según poetizara Valery,
acuñan la moneda con que se puede comprar las cosas buenas de
la vida y que un día depositarán en el regazo de la muerte. Esto,
y no otra cosa, significa el óbolo para la barca de Caronte.
El «más allá», recompensa o expiación, finitud absoluta o
perdurabilidad de un alma para siempre liberada de la sucia carga

(15) X. Bichat. Recherches sur la vie et la morí. París, 1800.

♦ 38
Daniel Vidart

Calavera de José Guadalupe Posada

de la materia, no es un don gratuito: se adquiere o se enajena por la


omisión o el cumplimiento de acciones y actitudes aprobadas por la
moral al uso. Esto bien lo saben las religiones cuyos dogmas y liturgias
obran como pactos sinalagmáticos entre los hombres y lo sagrado.
«Nombre del arco, vida; obra del arco, muerte»', así decía
Heráclito el Oscuro, aunque no tanto para quienes han descifrado su
lenguaje críptico. Así también lo han comprendido o intuido quienes
antecedieron o sucedieron al pensadorjónico. Los hombres obramos
según proyectos históricos implícitos o expresos que trasmitimos al
renuevo de los hijos y los nietos. Actuamos pensando que si bien la
vida habrá de pasar, en cambio nuestra personal hazaña y nuestras
obras quedan: «vive la vida de tal suerte!que viva quede en la
muerte». Vistas así las cosas la obtención de la fama es un modo
vicario de sobrevivir y por ello se encomienda a la grandeza de las
«causas» la supervivencia memoriosa o memorable de sus valedores.
La patria, la religión y el partido han caminado historia
adentro sobre una hojarasca de muertos que cayeron convencidos
de la supervivencia de su nombre y de su espíritu, ya que no de la
de su cuerpo inmolado pro aris et focis.
Hemos llegado así al nivel extremo del discurso, al límite y

39 ♦
LoDespenodorayelCTI

a su necesaria extinción. Si no se enmarca el memento morí que


todos llevamos a cuestas como fugaces caracoles de la vida,
corremos el riesgo de perdernos en la nebulosa de las respuestas
abstractas en vez de formular las preguntas específicas.
Existe general coincidencia en el tema de la erosión fisiológica
impuesta por el tiempo vivido: cada hora hiere y la última mata.
Pero la cuestión que termina siendo metafísica y/o teológica es la de
la muerte en sí, mientras que la cuestión ética postrera concierne al
morir personal en el seno de la cultura que ha elaborado una
ideología de la muerte y en cuyo nombre exige adoptar determinadas
conductas valiosas y condenar determinadas conductas
transgresoras. Por acá se introduce, y por cierto que no de
contrabando, el tema del Mal y de todos los satanismos que en el
mundo han sido. No obstante, como la brevedad del discurso me
obliga a desarrollar solamente la teoría de la muerte, reservo el
tenebroso asunto del demonio para una posterior meditación.
Una etnología de la muerte debe iniciar su labor comparando
cuerpos de creencias y costumbres acerca de la misma en sentido
diacrónico y sincrónico. Día a día crece el número de estudios
científícosdedicadosamonografíaspuntualesyagrandespanoramas
sinópticos sobre el tópico. A medida que nuestra desaprensiva
cultura del desperdicio mete la cabeza bajo tierra, como el avestruz
------¿quién puede olvidar este ejercicio de prestidigitación denunciado
en Viejo muere el cisne, la novela norteamericana de Aldous
Huxley? , redoblan los esfuerzos de los académicos para interrogar
a los grupos sociales y sus respectivas visiones y ejercicios de la vida,
íntimamente relacionados con las concepciones y funebrias que
ritualizan la parafemalia de la muerte. A esa etnología de la finitud
humana debemos recurrir entonces para comprender, como
expresabaMorin,porquénuestras sociedadesyculturas«no funcionan
solamente a pesar de la muerte, sino por, con y en la muerte.» (16)

Relaciones, N° 84; mayo, 1991


(16) E. Morin, Op. cit.

♦ 40
Daniel Vidart

VIDA, MUERTE, INMORTALIDAD

Las ceremonias de paso que pautan las etapas de la vida


humana ------ el nacimiento, el bautismo, la iniciación a la
mayoridad, el matrimonio, los fastos familiares------tienen su
réplica en los rituales de la muerte. La agonía, el velorio y el
destino final del cuerpo------ inhumación en la Tierra, exposición
al Aire, consunción por el Fuego o inmersión en el Agua, o sea, el
retorno a cada uno de los Cuatro Elementos del arjé primordial
que, según Empédocles, constituían «las raíces de todas las
cosas»------ dan lugar a una serie de prácticas que varían de
cultura en cultura y de época en época. Tras ese horizonte piadoso
que sacraliza los espacios del aquí y ahora se despliega el abanico
simbólico de las concepciones del Más Allá. De tal modo se
articulan históricamente las distintas doctrinas concernientes a
las nuevas actividades de las almas de los difuntos según lo
establecen los respectivos dogmas acerca de la supervivencia de
ese soplo o aliento que otorgaba fuerza, gracia y expresividad a la
carne perecedera. Y, como corolario, se generan las creencias
concernientes al sistema de retribuciones que las entidades
sobrehumanas conceden a la porción inmaterial de quienes,
durante su residencia en la materia, fueron virtuosos o
pecadores.

En los centros decisorios de la civilización occidental


contemporánea existe un deliberado esfuerzo tendiente a
disimular la existencia y persistencia de la muerte en el mundo,
entendiendo por tal no al globo planetario sino al plexo de
realidades que constituyen la cotidianeidad social y dan sentido

41 ♦
La Despenadora y el CTI

a las prótesis objetuales que resultan de las transacciones del


Lebenswelt con el ambiente. (1)
Un signo, quizá menor, surge de la propaganda comercial:
las empresas de pompas fúnebres ya no son tales, dado que se han
convertido en «previsoras». Otro signo, éste ya de capital
importancia, se advierte en el tratamiento que le dispensa al
tópico de la muerte el deportivismo y juvenilismo de una cultura
cuyas conductas y actitudes, refrendadas por la axiología
posmodernista en boga, procuran minimizar la inevitabilidad de
aquélla, cuya sombra trágica se cernía sobre los sentimientos y
pensamientos de las anteriores generaciones.
Barran ha planteado ejemplarmente el problema al estudiar
los sucesivos y antitéticos acentos de la muerte y el morir en el
Uruguay «bárbaro», que de pronto era el rico, espontáneo y
vitalmente auténtico, y por eso memorioso de la muerte y su
carroña, y en el Uruguay pacato del ocultamiento y falsificación
de la funebria. (2) Este último período, a cuya culminación crítica
asistimos, iniciado si se acepta la fecha propuesta por el citado
autor, hacia 1860, época del «disciplinamiento»------ ¿o de una
nueva escapatoria a Laputa, según el intencionado término de
Swift? (3)------ resultó ser al cabo el país cuyo cadáver exquisito
hoy velamos sin haber cobrado conciencia todavía del gran
obituario ético nacional que a algunos nos tiene despavoridos, a
muchos más desconcertados y a todos maldicientes.
No obstante, hoy día existen culturas campesinas y
prealfabetas que sienten la presencia impenitente de la muerte

(1) Acerca del Lebenswelt consultar los libros de Alfred Schutz publicados por
Amorrórtu, en Buenos Aires. El trabajo básico es el póstumo The Structures of the
Life-World, escrito por Thomas Luckmann a partir de los apuntes de Schutz y editado
por aquél y su viuda, Use Schutz (New York, 1973).
(2) J.P. Barrán. Historia de la sensibilidad en el Uruguay. Tl°. La cultura
«bárbara» (1800-1860); T2° El disciplinamiento (1860-1900). Banda Oriental/Facultad
de Humanidades y Ciencias, Montevideo, 1990.
(3) J. Swift. Gulliver’s Travels (1626). H. Williams. London, 1926.

♦ 42
Daniel Vidart

e incluyen en la sociedad de los vivos a la sociedad de los muertos.


Preservan así en sus prácticas y creencias el primitivo sentido
griego de la voz cementerio, koimeterion, es decir, dormitorio,
acostadero colectivo, si se traduce al pie de la letra.

La comunidad de los vivos y los muertos

Existe una tácita comunidad entre los vivos y los muertos


cuyo recuerdo nosotros hemos perdido, salvo la cada vez más
declinante floristería del 2 de noviembre, el jubileo oficial de los
muertos. Fuera de México, quizá no haya hoy ninguna otra
nación donde la convivencia con la muerte esté incorporada
visceralmente a la cultura popular como en el caso de la China
rural. Yo pude sentir la patética vigencia de dicha fraternidad en
ambos países pero ahora quiero referirme, al margen de las
memorables calacas mexicanas, al diálogo que en ciertas partes
de China mantiene la vida con la muerte.
Viajando años atrás por las aldeas troglodíticas de Shenshi,
en el corazón agrario de ese gigante de mil rostros que es el país
asiático, me topé con un reiterado coloquio que se manifestaba
directamente, sin ningún tipo de brechas, ni epistemológicas ni
metafísicas, a quien supiera caminar con los ojos bien abiertos por
los campos antiguos.
Los habitáculos de los labradores, ya que no casas la casa
es el útero de la vida familiar y por eso se la llama vivienda—, no
estaban construidos sobre la tierra agrícola ni cimentados en el
suelo estéril. Eran cuevas excavadas por obra de un milenario
oficio de topos humanos. Se hundían acantilado adentro,
retorciendo sus tortuosos corredores en la arenisca anaranjada
de las bardas.
Pero por encima de sus entresijos subterráneos, allá arriba,
al aire y a la luz, se extendían los trigales de los campos cerealeros
sembrados desde el temprano neolítico. Digo de paso, para

43*
Lo Despenodorg y el CTI

aclarar las cosas a quienes tengan falsos estereotipos sobre la


agricultura china, que en esta zona del país el trigo es el grano
alimenticio por excelencia; el arroz, en cambio, es el cereal típico
de los inundados territorios del este y el sur monzónicos.
Los trigales se dilataban por las planicies de tierra
amarillenta, a veces herida por las cicatrices de la erosión que
socava el suelo de toda esa zona. La monotonía horizontal de los
sembrados, sin embargo, era rota por los montículos semiderruidos
de las tumbas. En esos cientos, miles de tumbas, dormían los
restos de los abuelos y de las innumerables humanidades de
labriegos que habían construido aquellos paisajes y dejado en
ellos el abono de su amor y sus huesos, de su trabajo y de sus
deyecciones------ el excremento humano, en chino, se denomina,
recatada y poéticamente, «suelo nocturno»—— según un cícli­
co vaivén entre el yin de la vida y el yang de la muerte.
Las tumbas apenas sobresalían sobre el ejército de espigas
que las rodeaban apretadamente, como queriendo meterse en
ellas. Y por su parte las osamentas de los antepasados, testimonios
de la arquitectura de una vida que no se resignaba a morir del
todo, se asomaban al viento y a la plenitud del día, desbordando
los socavones de la piedra ruinosa. Una invisible geología de cal,
brotada de las tumbas, fecundaba las tierras de pan llevar y
vertía sus minerales en el agua escasa de los arroyos. Los
vivientes dormían, se amaban, se reproducían y se morían en la
oscuridad de las recámaras excavadas en la roca. Ellos, de algún
modo, resultaban ser los muertos y enterrados, al par que los
muertos de allá arriba, los que se extendían por encima del pueblo
cavernícola, venían a ser los verdaderos vivientes.
Insensibles al castigo de los meteoros------ el ardor del sol,
la sequedad del aire, la furia de las tempestades------ los muertos
vigilaban la feracidad de los campos y avalaban la buena fe de las
cosechas. Con el canto de los pájaros y los élitros de los insectos,
remedos de sus antiguas voces extinguidas, sacralizaban la tarea
de los niños que iban en busca de agua, de los campesinos que ya

♦ 44
preparaban la siega, de las pequeñas mujeres vestidas de negro
que se deslizaban, erguidas como cariátides, cargando bultos
sobre sus cabezas y que de pronto se perdían entre las espigas
maduras.
Cuando recuerdo aquellas horas ya lejanas, gratificadas
por las ceremoniosas sonrisas de las gentes sencillas y sabias de
Shenshi, pienso que los hombres de las ciudades hemos cortado
brutalmente los vínculos que nos unían con la matriz de la Tierra,
que no sólo es el vientre de lo que vive y florece sino también la
caja resonante de los ritmos cósmicos, cada día más lejanos de
nuestros cronómetros y nuestra concepción empresarial del tiem­
po. Para liberarnos de una torpe inocencia------ el «idiotismo
rural» según Marx, el «campo ciego» según Léfébvre------como
decimos al proclamar nuestra racionalidad ilustrada, hemos
montado esta charada del existir y el consistir------los cuales no
son propiamente el Ser que, por huir del No-Ser, nos des-vive
y aliena.
La religión popular de los orígenes no escindía los espíritus
de las cosas------ orenda, manitú, mana, Él------ , de las propias
cosas por ellos movidas o súbitamente habitadas. Las culturas
tributarias del judaismo, del cristianismo y del islamismo
apartaron al Creador de su Creación, al Hacedor de sus Criaturas,
a la Natura naturans de la Natura naturata. De tal modo se
cavó un foso entre la divinidad y los hombres y desapareció el
tuteo colectivo con el mysterium fascinans. Para llenarlo se
apeló a las formalidades de la liturgia, la cual, al cabo de los siglos,
se hizo cada vez más mecánica. Para eludirlo------ siempre hubo
gentes de espaldas a lo divino— se llegó a la negación de toda
deidad o teodicea, de toda entidad psicopompa, de todo tipo de
supervivencia anímica o espiritual. Y así fue como al cabo los
representantes del estilo civilizatorio llamado fáustico, en
oposición con el arcádico del hombre agrario o con el mágico del
hombre silvícola, hemos puesto la vida en un platillo de la
balanza y la muerte en otro. Olvidamos así que ambas, vida y

45*
La Despenadora y el CTI

muerte, constituyen las fases complementarias de una misma


realidad que por igual reconocen tradicionalmente los campesi­
nos y legalizan científicamente los ecólogos. En efecto, la labor
química de la microbiota devuelve la materia constituyente de los
organismos a la materia terráquea (esto es, tierra y agua a la vez)
mientras un input de energías, sol y función clorofiliana
mediante, la reciclan y abren paso al milagro de la renova­
ción de la vida.
Para entenebrecer aún más el panorama espiritual de
nuestro tiempo, también se ha perdido el recurso de la unión
personal con Dios, el supremo expediente de los místicos. Salvo en
el islote anacrónico de los sufíes nadie tiembla ya como los
cuáqueros de otrora ni se encara con el Absoluto como los
swedenborgianos. El tardío estremecimiento de los carismáticos
tampoco es suficiente como para entablar un mano a mano con lo
sagrado, fuente del Amor que devora y la Luz que ciega. Nada nos
queda sino nosotros mismos. Este es el colmo de la pobreza y la
perdición. Es decir, el triunfo final y la pompa definitiva de la
muerte.

Los pigmeos africanos y la muerte

Todas las Edades de Oro, desde la del Emperador Amarillo


a la de Ovidio, muestran una humanidad al margen de la muerte
o, por lo menos, favorecida por una muerte dulce e insensible.
También en el universo mítico de los pigmeos centroafricanos, los
negrillos, en un principio la muerte no existía. El antropólogo
Paúl Schebesta, que vivió entre los bambuti y escribió un detallado
estudio sobre los mismos, nos cuenta el siguiente mito que,
palabra más, palabra menos, a continuación transcribo.
Antes de los Orígenes no había nada sino Dios. Dios hizo
luego tres niños: dos eran varones y una era mujer. Uno de los
varones fue el antepasado de los pigmeos y el otro el de los negros.

♦ 46
Daniel Vidart

Dios tenía contacto con sus criaturas pero nunca aparecía ante
sus ojos. Más aún, había amenazado a sus hijos con un maleficio
si procuraban verlo.
La mujer estaba encargada de colocar en la entrada de la
choza de Dios las maderas para el fuego y el recipiente para el
agua. Una tarde calurosa, cuando le llevaba el agua, sucumbió a
la curiosidad que bullía dentro suyo y decidió espiar a su padre,
siempre oculto en las penumbras del refugio. Nadie lo sabría sino
ella, se decía para justificarse. Se escondió entonces tras el poste
de la puerta, aguardando ver siquiera una parte del creador
divino. Dios al fin extendió el brazo, todo adornado con argollas
de brillante latón, para recoger el recipiente. ¡Por fin la felicidad!
Ella había contemplado el brazo de Dios suntuosamente adornado.
Su corazón saltaba en el pecho, regocijado y agradecido.
Pero Dios, que todo lo ve, supo de inmediato de la curiosidad
pecadora de la mujer. Y tras la falta vino el castigo. Montó en
cólera, llamó a sus tres hijos y los condenó como responsables
solidarios con el pecado de la hembra mirona. Acto seguido les
anunció que se retiraría. De allí en adelante deberían vivir y
arreglárselas sin El. Embarcó en una canoa y se fue por el río,
aguas abajo. Nadie lo vio desde ese momento.
El agua, los animales, las raíces y las frutas, que se daban
espontáneamente, también se fueron con Dios. Para conseguir el
alimento los hombres tendrían que trabajar, que sudar, que
sufrir. Además, algo terrible les sucedería. Y así fue. La retirada
de Dios dejó entre los hombres la fatiga del trabajo y la fatalidad
de la muerte. (4)
El mito, puro o contaminado, reitera la calidad de chivo
emisario que ha tenido la mujer, esa imprudente Pandora de
todos los tiempos sobre quien los Epimeteos, los que piensan
después de los hechos, descargan la responsabilidad de sus

(4) P. Schebesta. Die Bambuti-Pigmáen von Ituri, Instituto Royal Colonial,


Belgique, Bruxelles. 4 vol., 1938-1950.

47*
LaDes penadorayelCTI

errores y sus desvíos. (5) Pero lo que interesa aquí es la introduc­


ción de la muerte en la humanidad y la dramática circunstancia
de que le correspondiera a la maravillosa hembra humana, la
portadora y paridora de la vida, el cumplimiento de una misión
que al cabo le confirió la ambivalencia de un símbolo bifronte y,
por ende, ambiguo.

Entre la eutanasia y el asesinato

El hombre arcaico, al igual que el arcaizante, no le teme a


la muerte sino al muerto, o mejor aún, al tránsito de la vida a la
muerte, al combate contaminante de la agonía. En consecuencia,
el moribundo debe morir veloz y definitivamente para que en el
forcejeo postrero, cuando el alma titubeante sale y se mete una y otra
vez en el cuerpo, no disemine el «doble» nefasto que dañaría a los
miembros de la casa y del vecindario, enfermándolos a todos sin remedio.
En nuestras sociedades criollas, tributarias de lo indígena,
lo europeo ibérico y lo africano, las culturas tradicionales han
preservado, en algunos lugares de tierra adentro, un personaje
con caracteres thanatofóricos, cuya presencia se prolongó hasta
los primeros decenios de este siglo y que quizá perviva aún,
aunque sigilosamente, para evitar complicaciones policiales.
Se trata de la figura de la despenadora------ la Muerte es
una mujer, no un varón------ cuya actividad temible y a la vez
necesaria sobrevive en las mentes de los viejos habitantes del
campo uruguayo. En nuestra familia sanducera, por ejemplo, se
hablaba de la despenadora de Buricayupí, el pago donde naciera

(5) Sobre Pandora ver L. Sechán, Pandore, L’Eve grecque Bulletin de


l’Association Guillaume Budé, n. 23, París, 1929. Nuestra compatriota Laura Almandós
Mora, Licenciada en el Depto. de Filosofía y Letras de la Univ. de los Andes, Bogotá,
es autora de La construcción de lo femenino en Hesíodo, incitante tesis en grado
que convendría divulgar en nuestro medio universitario. Allí analiza el tema de la «Eva
griega».

♦ 48
Daniel Vidart

mi padre hacia el año 1891.


Al relato sobre las artes de dicha despenadora lo escuché
siendo niño de labios de los tíos abuelos, los cuchilleros Siceo y
Adrián Marote, hombres de pelo en pecho que únicamente se
arrollaban ante el resplandor de las luces malas y los lamentos de
las almas en pena. Y lo repito tal cual lo oí en la casona solariega
de la calle Misiones, en mi natal ciudad de Paysandú.
La despenadora de Buricayupí era convocada por los fami­
liares cuando la agonía del doliente se hacía insoportable para él
y los suyos. Estos no solamente sufrían con las angustias del
moribundo sino que también temían los nocivos efectos del aura
letal emanada de ese forcejeo. Cuando llegaba la artesana de la
muerte, traída entre gallos y medianoche, venía arrebozada y
silenciosa, consciente de la gravedad de su tarea. Sin mediar
palabra arrancaba para el cuarto del moribundo y echaba afuera
a quienes lo rodeaban. Una vez sola, se quitaba el rebozo, se
arremangaba y luego se santiguaba. Ponía al enfermo boca abajo
y suave y diestramente colocaba su rodilla derecha sobre las
vértebras lumbares de aquél mientras que, a media altura con
una mano sostenía el mentón y con la otra las piernas. Sopesaba
brevemente el cuerpo, calculaba el gasto de energía y esperaba el
momento propicio para practicar la maniobra. Así parecía que se
iba a quedar para siempre quieta, como las alas desplegadas de
una oscura mariposa, cuando de improviso, con un rápido
movimiento, hundía la rodilla y levantaba los brazos al unísono,
quebrando el espinazo del agonizante.
El crujido se oía hasta el otro lado del paso, me contaba uno
de aquellos barbudos y memoriosos, temblando al evocarlo: tal
era el silencio universal que reinaba en la espera del desenlace de
la operación. La muerte llegaba entonces súbita y limpiamente,
para bien de todos. Y tras ella, la despenadora, luego de persignarse
de nuevo, se iba tan silenciosamente como arribara y se perdía en
las sombras, desgarradas ahora por los llantos de los que
empezaban el duelo.

49*
Lo DespenoJoro y el CTI

Armando Vivante, que narra casos semejantes ocurridos en


el campo argentino, ofrece otros ejemplos americanos similares,
aunque algunos cargados con un acento de ferocidad que los
distancia de la pulcra eficacia de la despenadora.
Los indígenas de Puno, Perú, ahorcaban al moribundo para
que no echara afuera el apostema y enfermara a los presentes; los
huicholes de México sobaban al agonizante hasta hacerlo perecer
a consecuencia del despiadado amasijo; los guaycurúes del Chaco
llamaban al brujo de la tribu, quien apretaba a más no poder el
estómago del enfermo terminal y sólo lo liberaba de esa terrible
presión cuando lo sentía fláccido, derrengado, absolutamente
muerto. (6)
Estos ejemplos de muerte a la brava no son homicidios sino
maniobras rituales, como en la era precolombina lo fuera la
muerte nahua a filo de obsidiana. Quienes condenan aquellas
prácticas en nombre de los caritativos valores de la cultura de
Occidente sacramentaban ayer las atrocidades de los tercios de
Flandes y los genocidios de los conquistadores de América, en
tanto que hoy justifican los bombardeos de los iraquíes sobre
Israel o las matanzas provocadas por los misiles estadounidenses
en Bagdad.
La aparente crueldad de las culturas prealfabetas y
campesinas en los citados casos------ hay otros de infanticidio y
gerontocidio fundamentos en razones de supervivencia del grupo
ante carestías o calamidades ambientales------ revela que la
muerte es un asunto que atañe a todos y no al yo personal
únicamente. El moribundo de las áreas culturales ajenas a
nuestra cosmovisión judeo-cristiana de la vida conoce por dentro
la thanatosofia de su grupo y sabe que la muerte es un negocio social
y no privado. Sólo de ese modo es posible que acepte con resignación,
y aun con convicción, el rigor de la suprema ceremonia de paso.

(6) A. Vivante. Muerte, magia y religión en el folclore. Lajouane. Buenos


Aires. 1953.

♦ 50
Daniel Vidart

Los paisajes del Más Allá

Pero ¿qué hay más allá de la muerte? La muerte del cuerpo


¿supone también la aniquilación del pneuma, el soplo vital que lo
anima? ¿Existe un alma, un doble? ¿Hay un ámbito, un espacio
sagrado al socaire del espacio mundanal o mundano, donde las
almas de los muertos van a residir, ya premiadas por sus buenas
acciones, ya castigadas por las malas?
¿Serán los humanos juzgados dos veces, una cuando la
muerte de la persona y otra cuando el Juicio Final, ese escalofriante
momento en que los cuerpos de todos, los de los muertos metidos
en las tumbas y los de los vivientes en pleno ejercicio de sus vidas,
comparezcan al sonido de las trompetas para luego ser pesados,
medidos, salvados o condenados hasta la consumación de los
siglos? (7)
En suma ¿qué aguarda a los muertos: la extinción total o la
supervivencia de la llama divina que animaba su mente y su
carne durante la residencia en la Tierra?
Estas preguntas nos ponen en el ojo de la tormenta. En el
ojo de la tormenta, contrariamente a lo que se cree, hay calma
chicha y no pavoroso remolino. Y el ojo de la tormenta del tema
de la muerte es el ámbito dialéctico que opone la meditación a la
turbulencia, el sosiego del pensamiento a las pesadillas del
espanto. En este remanso de la tormenta teológica, mientras el
huracán circundante se lleva la hojarasca de los cuerpos y las
almas vuelan como locas luciérnagas, se instalan las ideas
milenarias acerca de la inmortalidad, la transmigración y la
reencarnación de aquéllas.

(7) Los dosjuicios del alma, el inmediato a la muerte del cuerpo portador y el Juicio
Final, propuestos por el cristianismo y el islamismo, están influidos, a la vez, por las
doctrinas del judaismo y del zoroastrismo. Los problemas y dilemas sobrevinientes han
dado lugar a interminables discusiones teológicas. J. Fournée, Le Jugement dernier,
1964 y S.G.F. Brandon, The Judgement oí the Dead, 1967, y D. Sourdel, Le
jugement des morts dans l’Islam, 1961, entre otros, se han ocupado de este
controvertido y espinoso asunto.

51 ♦
La Despenado™ y el CTI

Al destino taxativo de las almas singulares debe sumarse la


aterradora mediatez totalitaria, que a nadie excluye, representada
por el Juicio Final, los Apocalipsis y los Quiliasmos, presentes en
el cristianismo y otras religiones.
Estos, y no otros, son los trascendentes asuntos que abonan
el campo de lo sagrado, que alude a una realidad separada, sacer,
donde cobran sentido los sistemas de creencias relacionadas con
el Más Allá.
Dichos sistemas son múltiples como múltiples son los
conceptos de religión. En efecto, este universal de la cultura (8)
significa, a partir de sus posibles etimologías derivadas del latín,
cosas diferentes y a la vez concomitantes. Hay por lo menos cuatro
propuestas que explican el significado literal de la voz religión: el
relegere de Cicerón supone la relectura, la observancia estricta
del ritual que los romanos, juristas y piedeletristas de todos los
códigos, los divinos y los humanos, cumplían en los altares de los
dioses; el relinquere de Macrobio señala la distancia respetuosa
y aun temerosa que es preciso guardar de los objetos y símbolos
de carácter sagrado; el reeligere de San Agustín supone el volver
a elegir, el preferir definitivamente lo que habiendo sido querido
y creído en un principio fuera abandonado para caer en el pecado;
el religare de Lactancio alude a los poderosos lazos de piedad y fe
que atan con Dios.
Para los ateos y los agnósticos no existe un alma inmortal
que pueda escapar a la celada de la muerte, y si la hay, no es
posible comprobar su existencia. Para los creyentes en la presencia
y persistencia del alma, las opciones son distintas. Hay así
religiones que exaltan la perpetuidad de la vida y religiones que
han perfeccionado la vigencia de la muerte en tanto que disolución
y quietud absolutas del alma. La explicación de este contraste nos

(8) Los «universales» de la civilización han sido ampliamente analizados por M. H.


Herscovits, Man and his Works. The Science of Cultural Anthropology. A.
Knopf, New York, 1948.

♦ 52
Daniel Vidart

introduce en el sentido de la vida, la muerte y la inmortalidad en


el cristianismo y el budismo, por no citar otros ejemplos.
Ambas religiones, la una con Dios, y la otra, la variante
Hinayana, la del Pequeño Vehículo, sin Dios (9), liberan a quienes
la profesan de las incertidumbres de un terminar absoluto o de un
infinito seguir. El cristianismo, dice Paúl Landsberg, al introdu­
cir la supervivencia de las almas en relación con la categoría
ontológica de eternidad, instituye una liberación con respecto al
tiempo, al cambio, al devenir terrestre, que condicionan la idea de
la muerte. (10) El budismo de Buda, distinto al de quienes lo
deificaron, luchó desde sus comienzos contra el samsara, la
creencia popular acerca de la incesante y terrorífica transmigración
de las almas (11) y al cabo impuso, con la plenitud del Nirvana—
—distinto al hinduista de la unión del alma individual, Atman,
con lo Absoluto, Brahaman------ la noción de reposo, de fin, de
aniquilación de todo pensamiento y deseo. El Nirvana de Buda es
la Nada, y quiere decir expirar. Nirodha, su sinónimo, equivale a
exterminación, y la raíz común de ambos se remite a la quietud
glacial de las altas montañas, donde el frío congela la materia
orgánica y la humedad del espacio. El postulado básico del
Nirvana acuerda que ante el perpetuo fluir y renacer de las
almas, a veces en animales inmundos según el Karma (principio
retributivo atento al castigo de las malas acciones y al premio de

(9) Las diferencias entre el Hinayana, el Pequeño Vehículo, el Mahayna, el Gran


Vehículo y el Vajarayana, el Vehículo de Diamante, son profundas. Dos libros de H. von
Glasenapp han tratado, entre otras obras, este caudaloso tema: Brahama & Bouddha,
Payot, París, 1937y Mystéres bouddhistes. Doctrines et rites secreta du «Vehicule
de diamant», Payot, París, 1944.
(10) P. Landsberg. L’Essais sur l’expérience de la mort, Ed. du Seuil, París,
1960. Hay una edición anterior publicada por Séneca, México, 1940.
(11) El samsara es la rueda de la vida, de los nacimientos y renacimientos sucesivos
en los que el alma, según la conducta de sus portadores, se encama en el cuerpo de seres
inferiores o superiores hasta que por distintas técnicas y conductas se logra el moksha,
la liberación definitiva de ese incesante peregrinaje. Este asunto, que no es otro que el
de la metempsicosis, ha sido bien tratado por L. Renou, Religions of Ancient India,
University of London, The Atholone Press, 1953.

53*
Lo Despenodora y al CTI

las buenas), se levanta la instauración de la muerte como un


término liberador. Termina así la pavorosa interrogante: ¿con
qué forma renaceré cuando muera? No es la inmortalidad sino la
muerte lo que Buda asegura a sus seguidores. «Cristo promete un
nacimiento al que no le puede acaecer ninguna muerte. Buda
promete una muerte a la que no le puede acaecer ningún posterior
nacimiento y por lo tanto ninguna nueva muerte. El cristianismo
es la afirmación suprema de la vida victoriosa. El budismo es la
negación de la vida en razón dé la muerte.» (12) Yo no sé si
Landsberg viajó al Asia alguna vez para ver allí de cerca, como yo
las vi y viví, las distintas manifestaciones del budismo. El aspecto
que alude no tiene en cuenta los aspectos positivos y salvíficos del
Nirvana, tal cual surge de la propia doctrina budista y de la visión
de sus adeptos, serenos juncos pensantes,convencidos de la
beatífica eternidad que disfrutarán después de la muerte. Pero lo
que apunta Landsberg, con ser inevitablemente europocéntrico,
puede aceptarse en términos generales.
No podemos ni debemos evadimos del círculo simbólico de
nuestra cultura, so pena de quedar levitando en el vacío. Es
imposible que un occidental, residente en Europa o en América,
pueda asumir la «orientalidad» leyendo una biblioteca o
aprendiendo el budismo zen en treinta lecciones. Intentarlo,
como tantos lo hacen, equivale a cometer un disparate cultural de
primera magnitud.

La thanatocracia del CTI

Las culturas arcaicas del pasado y las arcaizantes del


presente han promovido la extirpación de la agonía, la aceleración
de la muerte. La cultura científico-técnica de nuestros días se
propone lo contrario: jugar una pulseada con la muerte, prolongar

(12) P. Landsberg. Op. cit.

♦ 54
Daniel Vidart

la vida a cualquier precio, oponer sus recursos casi infinitos a la


claudicación fisiológica del enfermo terminal.
Entre ambos extremos se ubica la civilización cristiana
europea del ceremonial privado de la muerte, cuando se morían
en casa y en la cama, al tiempo que la familia acogía las últimas
voluntades del moribundo, único y sumo oficiante del trámite
preparatorio de sus exequias. El enfermo, sabedor de su inminente
deceso según le anunciaba el médico de cabecera o lo adivinaba
a partir de su certidumbre interior y la indisimulable aflicción de
sus parientes------ manejaba, bien o mal, con serenidad o con
escándalo, su despedida de este mundo. En algunas ocasiones era
el nuncius mortis quien le daba la noticia, pero este formalismo
no alcanzaba a la generalidad de los moribundos: constituía un
privilegio del boato que las clases dominantes otorgaban, por
razones de status, a las ceremonias de tránsito.
Sabedor de su próximo fin el enfermo de gravedad
administraba entonces sus momentos postreros. Decidía, si no lo
había hecho antes, el destino de sus bienes, convocaba a los
familiares cercanos y lejanos, aconsejaba a los hijos y se despedía
de los amigos, pedía perdón por los errores cometidos a lo largo de
su existencia. Luego, a su ruego, o al de sus parientes, el sacerdote
le imponía la extremaunción. Y todo sucedía en el ámbito
doméstico, en medio de un silencio reverencial turbado apenas
por los sollozos de las mujeres y los cuchicheos de la familia
amplia que aguardaba el inevitable desenlace.
Cuando llegaba la muerte, el agonizante, si no estaba
sumido en un coma profundo, expiraba consciente del amor y del
dolor de los suyos, y esa certidumbre afectiva le concedía paz,
confortamiento y valentía para afrontar el misterio del Más Allá.
A partir de hace dos decenios, o aún menos, las coyunturas
culturales------ que comprenden a las científicas aunque muchos,
equivocadamente, no lo entiendan así------ han cambiado.
La revolución quirúrgica, la revolución cibernética y la
revolución de la medicina del dolor, complementadas por la

55*
Lo Despertadora y el CTI

tecnorrevolución de los artefactos, han despersonalizado la rela­


ción médico-enfermo. Claro que ello sucedió en la circunstancia,
mitad ética, mitad social, de la desaparición del médico de
cabecera, que era a la vez un científico y un amigo que estimulaba
e infundía confianza. Ese médico de cabecera ya no existe, y las
mutualistas se han convertido en las gerencias del anonimato, en
las dispensadoras de la indiferencia y la grosería, cuando no del
error.
Así las cosas, todo enfermo que se agrava es trasladado de
la casa al hospital o al sanatorio donde la muerte deja de ser un
proceso natural para convertirse en una especie de enfermedad
más, en un desafío a «la gran medicina». A mayor cantidad y
calidad de la ciencia------ hecho que se cumple en las sedes de la
riqueza y el poder pero no en nuestro medio, tercermundista
vergonzante y a mayor rapidez y efectividad de la técnica —
—acá sólo recibimos la chatarra tecnológica descartada por los
países industrializados , la muerte se convierte en un proble­
ma a resolver. Y está bien que se procure resolverlo cuando el
paciente es joven o curable, pero cuando la caducidad lo asedia y
el carácter de la dolencia no permite abrigar expectativas de
recuperación, el problema se convierte entonces en un perverso
galimatías.
Esta irracionalidad se abre paso, se instala y al fin se
constituye en norma porque un sector de punta de la nueva
medicina se ha propuesto demostrar que la muerte se puede
vencer, o por lo menos diferir casi indefinidamente. Concebido así
el estado general de las cosas, la civilización del CTI reemplaza
el ensalmo del brujo o el pase del taumaturgo milagrero. Y ni que
decir que es la antítesis del despeñamiento, entendido éste como
la aceleración ritual y misericordiosa de la muerte o de la
eutanasia, la versión «civilizada» de aquél.
El CTI es una especie de Leviatán, una bestia imperiosa y
raptara. Nadie puede arrancar de sus garras------ pulidas y
asépticas------ , a quien haya caído en ellas. El enfermo, aislado,

♦ 56
Daniel Vidart

visitado fugaz e impersonalmente por un equipo médico, asistido


por diestros enfermeros que lo atienden al compás del cronómetro,
sumergido en un esmerilado y desinfectado universo, es sometido
a una impresionante batería de sueros, inyecciones, bombas
artificiales, estimulantes eléctricos y órganos externos de plásti­
co y metal que reemplazan sus pobres entrañas claudicantes. No
lo rodean las tenues voces familiares de otrora sino los intermi­
nables ronroneos de las pantallas electrónicas pespunteadas por
coágulos de luz o estremecidas por relámpagos azules. Por mo­
mentos, en los intervalos de calma, cuando el trabajo de las
máquinas y el vaivén del personal se aquietan, brota desde algún
recoleto rincón de la sala, invadida por los violentos olores de la
farmacopea, un rumor que se enciende y se apaga como un batir
de alas, pero allí nada vuela, ni las moscas, «las familiares,
inevitables golosas» de Antonio Machado, ni los ángeles de las
leyendas.
Cuando el paciente ya no puede hablar, ni guiñar, ni
siquiera hacer muecas; cuando yace sobre su lecho como una
masa desnuda e inerme; cuando es sitiado y conquistado por la
más absoluta soledad, entonces, en ese supremo momento, nadie
se preocupa por la marcha de su alma, por el curso de sus
pensamientos y sentimientos que aún alientan en su mente
entenebrecida. Aparatos precisos y empavonados lo rodean como
una tela al insecto caído en ellas. Sus funciones orgánicas se
manejan desde afuera y sus visceras carcomidas, inútiles ya, son
reemplazadas por una parafemalia de sensores remotos, termó­
metros, cuenta gotas, rayos láser y micromáquinas
retroalimentadas que se encargan de conservar con vida, si el
término no suena como una burla indecente, al pobre ser aprisio­
nado en ese taller satánico (al fin me animé a usar el adjetivo que
me venía rondando desde el principio).
Este agonizante de la civilización industrial no ha podido
manejar ni moral ni afectivamente su trance de muerte: se lo han
manejado desde el sistema científico-técnico como un asunto

57 ♦
♦ 58
Daniel Vidart

metalógico antes que patológico, y ni que decir que lo teológico ha


estado fuera de toda consideración posible.
Y cuando al final muere herido por pertinaces agujas,
enmascarado con antifaces carboquímicos, sometido a las manio­
bras (¿o torturas?) de una thanatocracia que solamente valora la
eficiencia de sus ingenios dilatorios, ya que no terapéuticos, se ha
convertido en un revoltijo de carne asediada y miembros cautivos,
en un desecho descerebrado y degradado, en un pingajo
deshumanizado y desacralizado. Muere ingrimo y solo; muere en
la niebla de los anestésicos y los gases, con la conciencia anulada;
muere sin poder purificar su espíritu, sin conversar consigo
mismo, privado del albedrío de enfrentar, con serenidad o con
pavor, el trance de su propia muerte.
Esta pintura macabra, el pasivo anverso de la danza de la
muerte pero no menos terrorífico que ella, no debe ser
considerada como el producto literario de mi personal
misoneísmo.
No soy enemigo de la ciencia ni de la técnica, y creo en sus
capacidades cada vez más vigorosas para perfeccionar los logros
terrenales del género humano. Pero quienes hemos estado muy
cerca de la muerte, bañados por sus aguas tibias y plateadas,
envueltos en su resplandor y sumergidos en su música, nos
rebelamos contra tamaño despojo. Tal vez algún día cuente------
ya no me queda mucho tiempo lo que sentí en la mañana que
comencé a morir en un sanatorio bogotano, cuando me arrebata­
ron, pese a la sorda protesta de mi organismo y mi subconsciente,
del túnel acogedor por donde alma y cuerpo, para siempre
abrazados, derivaban hacia una Gran Luz. Este suave y a la vez
radiante fanal, al parecer encendido a la salida de lo que semeja­
ba ser un río subterráneo, imantaba mis sentidos y me reclamaba
entonando------ entidad visible y audible a la vez------ una
especie de canción de cuna, una nana para introducirme en
el sueño sapiente que aquella luminaria sonora me prome­
tía.

59*
La Detpenodoro yelCTl

Entretanto, y para finalizar, recordemos la no tan paradó­


jica frase que Octavio Paz, el primerizo, el que me gusta, escribie­
ra hacia el año 1950 en El Laberinto de la Soledad: «dime
cómomueres y te diré quién eres».

Relaciones, N° 87; agosto, 1991

danza macabra de Juan Holbem el Joven


Daniel Vidart

LA MASCARADA DE LOS VIVOS Y LOS MUERTOS

I. EL CARNAVAL Y LA CONDICION HUMANA

Ahora que han cesado las dispersas estridencias de una


antigua fiesta comunitaria, actualmente transformada en espec­
táculo programado, ‘‘autorizado” y remunerado, tal vez convenga
efectuar algunas consideraciones históricas y antropológicas
sobre el origen, desarrollo y destino del carnaval como una
ceremonia de la vida que, paradójicamente, convoca también a
muy remotos rituales de la muerte.
Este episodio, reiterado anualmente con distintos nombres
a partir de una antigüedad que va más allá de las dyonisiai
griegas y las saturnalia romanas, ha convocado, siglo tras siglo,
la novelera atención de quienes lo actúan, lo contemplan, lo
juzgan o lo estudian. La teatral irrupción de lo irracional y de lo
anárquico, la breve vigencia de un mundo al revés, el desencade­
namiento del travestismo, el escándalo, la licencia, la violencia y
el ruido, amén de otras características menos notorias, supone
una especie de terremoto que turba y cuestiona el orden imperante
durante todo el resto del año en las sociedades civiles.
Supone también un corte en el flujo de la cotidianeidad, una
brecha por donde penetran, a borbotones, las viejas alegorías del
tiempo y el espacio, de la fecundidad y la caducidad, de lo serio y
lo cómico, que invariablemente intervienen y se entremezclan en
el curso mundanal de nuestra vida humana, “corta, sucia, desdi­
chada y cruel”, para decirlo con las desencantadas palabras de
Hobbes.

61*
lo Despenodoro y al CTI

El carnaval, piedra del escándalo

Este fenómeno folclórico del carnaval, que interesa por


igual a los cronistas pueblerinos y a los científicos sociales de la
actualidad, siempre concitó la atención de los artistas y pensado­
res de todas las épocas. Su periódico estallido sorprende y con­
mueve la sensibilidad de quienes, al margen de su frenesí, tratan
de interpretar sus crípticos y soterrados modos de ser. Algunos lo
censuran en gracia de las “buenas costumbres”; otros alaban el
desenmascaramiento estruendoso y destemplado de la hipocre­
sía social imperante en las élites del poder, operación llevada a
cabo por la deslenguada burla individual o por la rimada denun­
cia de una comparsa de cantores; un pequeño grupo de analistas,
finalmente, sine ira et studio, trata de fijar sus caracteres para
ubicarlo en el mapa cultural de las sociedades y descifrar sus
profundas alusiones mágicas, rituales y aún metafísicas. Y así es:
por debajo del territorio donde el carnaval transcurre se hojaldran,
una encima de la otra, las superpuestas capas de una geología
histórica cuyo conocimiento revela insospechadas raíces en el
subsuelo de los arquetipos y los símbolos.

El espíritu del carnaval

El carnaval es una fiesta, un acontecer colectivo que en el


pasado era compartido por las comunidades rurales y las socieda­
des urbanas y que en la actualidad está limitado a la militancia
tarifada de puntuales agrupaciones, tal cual acontece en el
carnaval montevideano.
Esta circunstancia, vinculada con el apogeo de la cultura de
masas, el anonimato ciudadano y el imperio de la televisión, lo ha
reducido a una serie de imágenes sonoras, aptas para ser contem­
pladas antes que un drama para ser vivido, tal como lo era en los
tiempos de su juvenil apoteosis. Aclaro que drama, en el sentido
♦ 62
Daniel Vidart

originario griego, significaba acción, actuación. El carnaval,


teatralmente considerado, está, sin embargo, mucho más cercano
a la comedia y a la farsa, si no es que se confunde con ellas, como
lo reclama Umberto Eco.
El carnaval un nombre aparecido a fines del siglo XV y
ampliamente difundido recién en el siglo XVII europeo------ se
emplea, conjuntamente con otros designóla, que ya veremos,
para denominar una conjunción, por momentos confusa, de
elementos que integran, no importa la época, las constantes
espirituales de la condición humana.
En efecto, el núcleo representativo del carnaval no es
unívoco sino multívoco. Constituye una especie de estuario de
fiestas, ceremonias y celebraciones que tienen lugar en los meses
invernales del hemisferio Norte, las cuales abarcan el plazo que
va desde la Navidad a la Cuaresma.
Quienes lo quieran catalogar por uno solo de sus caracteres
están condenados a la parcialidad cuando no a la inexactitud. El
x carnaval aparece a primera vista como una mascarada colectiva.
Pero a poco que se le examine resulta mucho más que eso.
Desde el punto de vista de la filosofía de la fiesta, el carnaval
abraza una serie de supervivencias de arcaicos ritos de la fertili­
dad y de ultratumba mezclados con el personal y colectivo intento
de liberar al alma de telarañas y al cuerpo de malos humores.
Esto último revela que el carnaval, en tanto que katharsis
y phármacos, está arraigado en la propia estructura existencial
de lo psicosomático. Se halla, además, sometido a la tiranía
cotidiana del nomos, o sea el reino de la convención que se expresa
mediante las reglas de la moda, la costumbre, la moral, la ley y la
religión, cada una con sus respectivos ritos y liturgias.
De tal modo constituye una expresión contestataria y
revolucionaria, aunque carente de toda teoría política o económi­
ca secular, en la cual se manifiestan, mediante el escándalo y la
fantasía, el ruido y el estropicio, la violencia y la malicia, aquellos
instintos represados y aquellas pasiones reprimidas por el man­

63*
Lo Despenodoro y el CT1

dato coactivo de quienes comandan losdestinos de la comunidad.


Considerado en tanto que una convergencia de diversas
corrientes culturales en un plexo significativo, el carnaval apare­
ce entonces, en cuanto que criatura polisémica, como una fiesta,
como un juego social, como una farsa teatral, como una terapia,
como una especie de locura desenfrenada, como una crítica de las
costumbres propias de las clases dominantes y como una magia
colectiva al servicio de la salud pública.
Su compleja tramoya mítica y ritual, donde lo cósmico y lo
antrópico se entrelazan indisolublemente, lo pone al margen de
lo pagano y de lo cristiano, del bien y del mal, de lo permitido y lo
prohibido.
Es a la vez cada una de las cosas antes indicadas y algo
diferente que resulta, no de la sumatoria sino de la recíproca
potenciación de las mismas. En definitiva, el carnaval se nutre de
un sistema de acciones y pasiones, de una paidia, una manía y
una actividad salvacionista a la vez, que se conjugan en dos
planos: uno, espontáneo y popular, de sesgo rural, y otro, reglado
y oficial, de corte urbano.
La mascarada, la comilona, las batallas de agua y harina,
los peleles, los osos, los caballitos y vaquillas, etc. son la parte
representativa del carnaval popular y primitivo. Los corsos de la
Roma dieciochesca, los bailes venecianos de máscaras, los desfi­
les de carrozas en Niza y los concursos de agrupaciones en el
montevideano Parque Rodó, por ejemplo, constituyen la facies
municipalizada y reglada del carnaval ciudadano.
Monica Rector habla en tal sentido de las versiones dionisíaca
y apolínea del carnaval, aunque los términos, si bien atractivos,
no sean del todo correctos. Los elementos de base del desenfreno
carnavalesco danzas alocadas, música que a menudo provoca
estados de posesión y aún de trance------ son de tipo dionisíaco,
menádico, coribántico y báquico, y estos aspectos están íntima­
mente vinculados con los trasfondos orgiásticos y telésticos de las
religiones populares. Lo apolíneo, que no cabe en el desorden

♦ 64
Daniel Vidart

sistemático del carnaval, está relacionado con otro tipo de manía,


la profética, analizada por E.R. Dodds en su famoso libro Los
griegos y lo irracional.
Pero a todo esto, ¿cuál es el espíritu del carnaval?
Pío Baroja, el novelista, que por los años veinte consideraba
al carnaval como una cosa del pasado, escribió en su ensayo Las
raíces del carnaval lo siguiente: “El carnaval era seguramente
la fiesta profana más sugestiva del hombre. Tenía todos los
atractivos: la alegría brutal, la sátira, el misterio, el erotismo, la
perfidia, el libertinaje, la venganza, y después la perspectiva del
arrepentimiento en el Miércoles de Ceniza. La esencia suya es
libertinaje y escándalo...”
Julio Caro Baroja, el etnólogo, escribe por su parte en el
libro que dedica al tema: “La religión cristiana ha permitido que
el calendario, que el curso del año, se ajuste a un orden pasional,
repetido siglo tras siglo. A la alegría familiar de la Navidad le
sucede, o ha sucedido, el desenfreno del Carnaval, y a éste la
tristeza obligada de la Semana Santa (tras la represión de la
Cuaresma)... El año, con sus estaciones, con sus fases marcadas
por el Sol y la Luna, ha servido de modo fundamental para fijar
este orden, al que se somete el individuo dentro de su sociedad y
al que parecen también someterse los elementos. Muerte y vida,
alegría y tristeza, desolación y esplendor, frío y calor, todo queda
dentro de este tiempo cargado de cualidades y hechos concretos...”
El carnaval debe ser definido, pues, mediante una oposición
de tipo maniqueo. Así como existe un yin debe existir un yang
complementario: la naturaleza y la condición humana lo señalan
de continuo. Los ríos salen de su cauce para volver a él; los
hombres del mundo tradicional europeo------ y su mancha de
aceite derramada en las colonias------ se embriagan, engullen
comidas y manjares al estilo de Pantagruel, copulan como bes­
tias, bromean como insensatos, amenazan como perversos
matachines, ríen como mensos, se entregan a juegos desaforados
y se desmandan colectivamente durante el carnaval porque luego

65*
La Despertadora y el CTI

vendrá la Cuaresma con su cara larga y sus privaciones a pedirles


cuentas e imponerles castigos.
De acuerdo con este vaivén desde lo camal a lo espiritual,
y viceversa, existe un perpetuo contrapunto entre la contricción
represora que enferma y el desenfreno que cura. Eros, el Amor,
surgirá luego de la batalla dialéctica entre estos dos estados.
De tal modo los pueblos de todos los tiempos dispusieron de
un lapso durante el cual las reglas sociales se rompían y la vida
adquiría un tono de libertad, de exceso y descomedimiento.
Ello iba unido a lo mistérico y a lo mítico, a lo fantasmal y
temible de una ultratumba que, con ser el dominio de la muerte,
prometía la renovación de la vida. Al actuar de esa manera los
acentos de lo sagrado pautaban la desmesura de lo profano y, a la
vez, permitían que los valores (y desvalores) terrenales, llevando
al hombro las lástimas, frustraciones, torpezas e insanias de lo
humano, se apoderaran por unos pocos días de su territorio
ascético y tabuado.
Aquella licencia, aquel salirse del trillo del trabajo y los
temores reverenciales, aquel salto por encima de las vallas
impuestas por las normas de trato, por las pacatas costumbres y,
por los preceptos religiosos; aquella recaída, como algunos inter­
pretan, en la animalidad primitiva de la gula y el sexo, o, como
otros prefieren, en la igualdad primigenia de la Edad de Oro, ha
sido explicada por los sociólogos, los antropólogos, los psicólogos,
y, sobre todo, por los psicoanalistas.
Yo trataré de sistematizar las inquisiciones y las respues­
tas de los unos y los otros. Y diré también algunas cosas que si bien
las concibo como propias vienen desde muy atrás, a partir de ese
patrimonio de pensamientos que los hombres de Occidente mane­
jamos como la preciosa herencia de los mal llamados presocráticos,
productos terminales de una tradición cuyas raíces son más
hondas aún que el humus cultural del neolítico.
Carnaval equivale a carnal; a carne de hombre y de mujer
entregada al desenfreno de un ayuntamiento fugaz entre desco­

♦ 66
Daniel Vidart

nocidos para que siempre lo sigan siendo; a la carne y el vino de


las comilonas desaforadas. Carnaval es juego vertiginosamente
practicado, con exceso de ademanes, con profusión de bravatas y
escarnios verbales. Carnaval es locura, ridiculez, comicidad,
francachela y farsa.
Y es también disfraz y máscara que imponen su misterio y
su descomedimiento en medio de un ruido ensordecedor de gritos
y risotadas, de matracas y bramaderas, de explosiones y percusio­
nes. Carnaval es una suerte de alegría histérica, a contrapelo con
la fresca efusión de la alegría verdadera, y entrevero bullicioso de
gentes, animales y cosas. Carnaval es inversión de papeles
sociales, personales y sexuales. Y todo ello está encapsulado en
una serie de indicadores que apuntalan y corroboran el sentido
del sinsentido, para decirlo al modo de un retruécano cervantino
que no desagradaría a C.K. Odgen e I.A. Richards.
Estas actividades y parafernalias carnavalescas se han
\ manifestado tradicionalmente en un conjunto de maniobras y
conductas, a saber: las aspersiones de agua (natural y servida);
las pedreas con guijarros y el lanzamiento maculador de frutas y
huevos podridos; el manteo de peleles, perros, gatos y hombres,
en especial los eternos tontos de capirote que decoran la heráldica
campesina de la estupidez; las corridas (descabezamiento) de
gallos; las golpizas con vejigas a las mujeres para que tengan
muchos hijos; los desfiles de vacas, caballitos y osos figurados
mediante armazones y pelambres; las turbamultas y teorías de
gigantes y cabezudos; las marchas con antorchas, como en los
carnavales italianos del Renacimiento, y las quemazones de
cosas viejas que al cabo darán candela a las fabulosas fallas
valencianas; los ruidos flatolentos producidos con aparatos ad
hoc; el crujiente y obsesivo vaivén de los columpios; el estallido de
cohetes, petardos y buscapiés; el tamborileo de membranófonos y
el descompuesto repiquetear de instrumentos metálicos de alta
sonoridad; las piñatas del primer domingo de la Cuaresma; el
ocultamiento del rostro y del cuerpo con todo tipo de ridiculas

67*
Lo Despertadora y el CTI

pinturas, artilugios y prendas, cuya utilización confiere al patán


o al señorito que así se encubren el privilegio de inventariar a viva
voz los pecados y las faltas de los vecinos; el travestismo, particu­
larmente el que arropa a los hombres con vestimentas de muje­
res; los bailes afrodisíacos, colmados de obscenidades; las peleas
reales o mimadas entre los habitantes de poblados cercanos; los
excesos sexuales amparados por el anonimato y las comilonas
atosigantes regadas por bebidas alcohólicas; la utilización de
harina y salvado para ser arrojados a la cara de los viandantes;
los asaltos y visitas de comparsas de muchachos a casas donde se
concentran las muchachas y se premian sus canciones y danzas
con golosinas y trago; la formación de grupos de espontáneos que
componen al alimón letras licenciosas o zahirientes y luego las
(des)entonan denunciando los abusos, perversiones y trapison­
das de los señorones de la localidad; el entierro del Carnaval
mediante la quema de un muñeco o el simulacro de inhumación
de un personaje risible, preferentemente el idiota del pueblo; la
instauración de príncipes de burlas y abades de la sinrazón
mechante el nombramiento de un Rey del Carnaval y su corte; la
celebración pomposa de los jueves de comadres y compadres que
preceden a los tres días tradicionales------ domingo, lunes y
martes------ en los cuales se apuran las copas de la locura y se
levantan los tinglados de una gran farsa promiscua y solemne,
risueña y agresiva, jocunda y sombría al mismo tiempo.

El carnaval fuera de Europa

Estos rasgos, enumerativos y no exhaustivos, de los carna­


vales campesinos y pueblerinos del Viejo Mundo varían de país en
país y de comarca en comarca. Pero como tal, el sistema del
carnaval clásico alcanza su máximo grado de intensidad en Italia,
Francia y la Península Ibérica.
Hay por cierto múltiples ceremonias carnavalescas en

♦ 68
Daniel Vidart

Alemania, Inglaterra, países eslavos y nórdicos de Europa, y no


faltan festividades con parecido aliento en algunas comarcas
asiáticas y norafricanas. No obstante ello, nuestra atención debe
centrarse en la cuna mediterránea del carnaval y, sobre todo, en
la Península Ibérica, desde donde vinieron los conquistadores y
colonizadores de América con una milenaria civilización a cues­
tas.
Los carnavales europeos desembarcaron en el Nuevo Mun­
do y aquí se transformaron, se esfumaron o permanecieron
enquistados en los remotos valles de las montañas, brillando con
todo su primitivo esplendor.
Hay, en consecuencia, un carnaval solariego con caracterís­
ticas regionales y étnicas trasculturadas debido a la presencia
física y psíquica de una indoamérica y una afroamérica que han
incorporado los festejos del carnaval de los señores a sus culturas
maternas, o que, mutatis mutandi, han traspasado sus pautas
culturales al carnaval de los genocidas de los indios y los amos de
los esclavos.
De tal modo los afrouruguayos incorporan el candombe a los
carnavales montevideanos de 1870 y a partir de allí sus parches
y su gracia coreográfica dan brillo y belleza a una fiesta popular
que, desdichadamente, ya ha dejado de serlo, acogotada por la
comercialización y la kitsch televisivas.
Aprovecho la coyuntura para decir, de paso, que nuestro
carnaval no es una fiesta de origen africano como muchos creen.
Los morenos se colaron a ella porque no tenían otro remedio;
muertos sus ritos, sus mitos y sus dioses, primeramente celebra­
ron sus ceremonias públicas en el día de Reyes y luego se
instalaron en el carnaval venido desde Europa y acriollado en
Montevideo.
Un estudio prolijo del carnaval en Latinoamérica tendría
que fijar los caracteres de los carnavales en las áreas de las
ciudades cosmopolitas------ México, Caracas, Santiago, Buenos
Aires, etc.------ y las particularidades del carnaval en las Antillas

69*
LoDespenado™yelCTI

y la zona circuncaribe, la costa brasileña y Montevideo, en lo que


concierne al impacto de las culturas africanas, y los rasgos del
carnaval en Mesoamérica y América Andina, en lo que se refiere
a los traspasos de lo europeo a las etnias indígenas.
Pero para llevar a cabo esa sucinta investigación con cierta
metodología es necesario, previamente, analizar las distintas
vertientes o subsistemas del carnaval.
Al terminar esta tarea se obtendrá entonces una especie de
esquema espectral que puede servir como carta de navegación
para rastrear los rasgos genéricos del mundo carnavalesco en los
complejos culturales de América Latina, y, localmente, en los del
carnaval uruguayo, que es más amplio y quizá más hondo e
incitante que el montevideano, al que por cierto debería consi­
derarse con mayor hondura etnológica por parte de los estudio­
sos.
Hay un hecho que debemos destacar previamente. La
funcionalidad europea del carnaval como fiesta de invierno se
pierde en América. En el área tropical imperan las elevadas
temperaturas durante todo el año mientras que en la zona donde
se diferencian las estaciones, como en nuestro país, el carnaval
cae en pleno verano.
Eso poda una serie de rasgos y acentúa otros; desaparecen
las cuchipandas aunque no las borracheras; se atenúa el frenesí
colectivo de la danza y se acentúa el dominio del juego con agua
en las calles------ ¡aquellas tardes de mi Paysandú lejano, empa­
padas a baldazos! y durante los asaltos a los domicilios, como
sucedía en el carnaval uruguayo de otrora.
El carnaval europeo se realiza en el tiempo que la nieve
cubre los paisajes agrarios y la gente debe permanecer en sus
casas. La inactividad fermenta en los espíritus. La acedía provo­
cada por las horas perdidas al calor del hogar, que luego de la cena
es restañada por el gracejo tradicional de las tertulias, cuando las
leyendas y los cuentos pasan la posta de la identidad cultural
desde la generación vieja a la nueva, actúa al igual que un íncubo.

♦ 70
Daniel Vidart

Las aguas de la concuspicencia suben y la gente necesita abrir las


compuertas, curarse de las manías y expulsar los fantasmas del
sótano de las almas.
Entonces estallan, desde la misma Navidad hasta el Miér­
coles de Ceniza, en el umbral de la Cuaresma, algaradas
irracionales y desenfrenos catárticos que al término de algunos
días de gula, lujuria, agitación, intriga, violencia, ocultamiento
de la personalidad verdadera y asunción de otra ficticia, purgan
el cuerpo y el espíritu y expulsan a los demonios interiores. Estas
operaciones están inmersas en una ambigua atmósfera de irrea­
lidad y crudo realismo a la vez, dentro de la cual circula, a modo
de relámpagos y truenos, una mescolanza de luces y ruidos que
podrían llamarse infernales si no se tratara, como sucede en este
caso, de una tormenta humana a más no poder.
De idéntico modo se incorporan a esas horas febriles y
extraordinarias los restos de viejos rituales de la fecundidad,
\ vinculados, como no podía ser de otra manera, con el culto a los
ancestros, esos larvados protectores de la vida que crece y se
mece.
Cuando despierte la tierra de su sueño invernal y los
vientres de las hembras den a luz las crías, dichos ritos y
operaciones mágicas invernales harán que las cosechas sean
abundantes, que la parición de las vacas, las yeguas, las marra­
nas y las ovejas provean a la comunidad de leche y de carne, que
el advenimiento de los niños asegure el renuevo de las cepas
humanas, necesarias para luchar contra las demandas de la
Señora Muerte y multiplicar los brazos que servirán a la agricul­
tura, madre de los pueblos. Al estudiarse con aplicación las viejas
festividades de la antigüedad clásica, a la que no es bueno llamar
pagana pues el paganismo era la religión de los campesinos en
sentido estricto, será posible explicar cómo funcionaban aquellos
mecanismos rituales y se comprenderá entonces el sentido de
muchas cosas metidas, desde la aurora de la humanidad, en la
oscura marsupia del carnaval. Pierrot, por ejemplo, tiene el rostro

71 ♦
LaDespertadorayelCTI

pintado de blanco y viste un albo disfraz porque reproduce y


evoca, sin que el enmascarado dieciochesco lo sepa, la palidez de
los muertos y sus túnicas de ultratumba. Y Arlequín es el Diablo,
el seductor, el tentador, el que entrevera las cosas, el avieso
emisario del Infierno.

Carnaval y carnestolendas: etimología y semántica

Antes de adentrarnos en el ruedo prehistórico de una fiesta


que es resumen y compendio de otras, concitadoras de espíritus
del más allá y rituales lúdicos del más acá, debemos detenernos
en el examen de las voces carnaval y carnestolendas. Debajo de
la piedra de la palabra se esconde el cangrejo de las significacio­
nes.
En efecto, el denotatum y el designatum de los términos nos
pueden enseñar mucho sobre su historia lingüística, sobre el ir y
venir de las hebras que tejen el tapiz oral de las culturas. Por eso
no es perder tiempo si se pregunta sobre el origen de las voces
carnaval y carnestolendas y por las relaciones existentes entre
ellas.
Comencemos por el carnaval, que en la Edad Media los
españoles llamaban Carnal y los franceses Chamage, tal cual
resulta de la Bataille de Karesme et de Chamage, el seco
modelo que dio asunto a Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, para el
enfrentamiento de Don Camal y Doña Cuaresma narrado por
el poeta castellano en el genial Libro de Buen Amor. A este
Arcipreste, de cuya vida nada se sabe, le cae bien el sayal de genio
carnavalesco. Para Menéndez y Pelayo era un “clérigo libertino y
tabernario” de “vida inhonesta y anticanónica”, mientras que
Amador de los Ríos lo consideró “un severo moralista y clérigo
ejemplar”. Quien quiera salir de la duda que consulte (y disfrute)
sin tardanza la citada obra poemática y novelesca, que deja
chiquito a más de un monstruo literario de nuestro tiempo.

♦ 72
Daniel Vidart

Volviendo a las etimologías de carnaval digamos que la voz


originaria parece haber sido carnelevare, que en italiano significa
quitar la carne. Luego del atosigamiento de los tres días clásicos
del carnaval viene el Miércoles de Ceniza y con él comienza la
época de los ayunos y privaciones de todo tipo que es la Cuaresma.
Otros hablan de las voces latinas caro, carnis y vale, es
decir, adiós a la carne, que repite el significado de la voz anterior.
Finalmente hay quienes fabrican un centauro lingüístico y mez­
clan caro, carne en latín y avale, gaznate en francés, lo que
equivale a engullir la carne. Carnaval sería entonces lo mismo
que carnal, aunque circunscripto al excesivo consumo de carne
que derivaba de la abundancia de la misma: durante el invierno
se sacrificaba los animales que no cabían en los estrechos establos
campesinos.
El carnaval europeo era un tiempo de hartazgo, beberaje y
prácticas licenciosas. A raíz de este último rasgo le caerían bien
las connotaciones sexuales que constituyen la otra mitad de la voz
carnal. Don Carnal, y su praxis licenciosa, le confieren donaire
y gusto a un fruto popular sazonado por una edad más aplicada
a las delicias del cuerpo que a la contricción de las almas. La
historia oficial cuenta otra cosa, pero el medioevo fue un tiempo
de plenitud humana, de goce de la vida, pese a la Peste Negra y
a las amenazas ni tantas ni tan temidas de las llamas del
Infierno. Y prueba de ello es que a la Cuaresma muy poca gente
le llevaba el apunte, según la documentada queja de los clérigos.
De tal modo, y por las anteriores razones, la etimología en
cuestión, que no resulta muy convincente desde el punto de vista
lingüístico, se compadece con el espíritu desmesurado del carna­
val, engullidor de carne animal y carne humana, la una en las
mesas y la otra en los camastros de toda laya, o en la orilla de los
caminos, o en el henil de los establos, o en los penumbrosos
rincones de las cocinas.
Existe otra etimología de carnaval. Durante mucho tiempo
sedujo a los defensores de su excluyente origen romano------una

73*
La Despertadora y el CTI

supervivencia y conjunción de las saturnalia, las lupercalia y las


famosas calendae de marzo el currus navalis que desfilaba en
la fiesta dedicada a Isis, una divinidad egipcia transplantada, el
día 5 de marzo. Del currus navalis se habría pasado a car navalis
y luego a carnaval. Actualmente se desecha esta explicación, que
conoció una gran fortuna en el siglo pasado.
Carnestolendas tiene otro sabor y otra prosapia. Se origina
por el siglo XIII y proviene de la frase latina dominica ante carnes
tollendas, o sea el domingo antes de quitar las carnes, lo que
sucedería a partir del Miércoles de Ceniza, el pórtico de la
Cuaresma.
En España se utilizan también las voces antruejo en caste­
llano e introido en gallego, y parece que tienen que ver con el
introito latín, en este caso referido a los días que introducen en el
severo territorio de la Cuaresma. Pero con lo que hemos visto ya basta.
El tema de la carne ha quedado flotando en las revueltas
aguas donde se entreveran las demandas de los humanos apetitos
y la cristiana continencia: el carnaval viene a ser de tal modo el
último grito de la gula en el crudo invierno europeo, antes que el
clima imponga privaciones alimenticias y los campesinos
comiencen una especie de período de cuasi hibernación.
La Cuaresma------ impuesta por la sabiduría multisecular
de la Iglesia sacramentará con un mandato religioso el ayuno
de los labradores, interrumpido fugazmente por las comilonas,
libertades, alegrías y locuras del carnaval, una escapatoria mítica
y mitificadora al País de Cucaña, aquel que pintara Bruegel el
Viejo, o, si se prefiere, un nostálgico regreso a la Edad de Oro, los
buenos tiempos del reinado de Kronos y Saturno, según nos lo
cuentan Hesíodo y Ovidio, cuando no existían ni el hambre, ni el
trabajo, ni la enfermedad, y se moría “como se duerme”.

Suplemento Cultural de EL DIA


Año I, n° 23, 8 de abril de 1990

♦ 74
Daniel Vidart

II. LAS SIETE MASCARAS DEL CARNAVAL

El carnaval es un complejo fenómeno de la cultura en


cuanto que símbolo, convención y conducta. Sus alusiones son
múltiples porque diversas son también sus motivaciones profun­
das y sus modalidades expresivas. Este monstruo polifacético
proviene desde el mismo corazón del hombre, desde el nido de sus
sueños y el funeral de sus esperanzas. Es por ello que, espejo de
los deseos e inventario de las falencias humanas, a la vez ríe y
llora, interroga y acusa, juzga y condena.
El carnaval parece alegre pero no lo es. Tras su ademán
jovial se aposenta la seriedad de la magia; en el socavón de cada
carcajada destila el zumo fermentado de la melancolía; el arco
tenso de su farsa, antes que a lo cómico, apunta a la ridiculez de
un mundo viejo cuya ambición es la eterna juventud.
Fausto apeló al diablo para recuperarla; el carnaval llama
al ejército de los muertos y a la comparsa de los ogros para obtener
la fecundidad de las plantas y los vientres, para renovar la vida
en los ecosistemas y el equilibrio en las sociedades humanas. Esta
es la revolución del carnaval, al pie etimológico de la letra:
retornar al punto de partida luego de un sismo breve y desquiciante
en la sosegada rutina de las instituciones y las convenciones.
Por ello se trata de un acontecimiento conservador y
regenerador por excelencia. Acontece para que todo siga como
está, según los designios de la antidialéctica astucia que siempre
ha desplegado la tradición, madrasta de las culturas aldeanas y
los corrillos en derredor del fuego.

75*
Lo Despertadora y el CTI

Fosilización de la forma; muerte de la sustancia

Cuando el carnaval era una ruidosa fiesta colectiva las


suciedades y lacerías personales se bañaban en el agua de la
lustración social. El desenfreno a cielo abierto obraba entonces
como una violenta katharsis, purgando las almas y aliviando los
cuerpos. Hoy nos hemos quedado sin esa gran marmita donde
periódicamente sumergíamos y macerábamos el fúnebre destino
y el ansia de inmortalidad de la criatura humana, mucho más
esclava del pasado que promotora del futuro.
El pasado que repite sus ceremonias y sus rutinas es el
huerto paradisíaco de los dioses. El futuro es el territorio del
temido cambio: allí reinan los espíritus infernales del desarraigo
y las herejías de lo nuevo.
La racionalidad desencantada, la urbanidad conciliadora,
la convivencia pacífica en el disenso y otras formas de control
social sustituyeron, al fraguarse los materiales de la modernidad,
a las viejas terapias multitudinarias aplicadas al margen de toda
doctrina por la sabiduría exorcisadora del pueblo.
Ahora, después de tanta teoría echada al basurero y tanta
ideología que huele a podrido, hemos machihembrado la evasión
de la droga con el manifiesto nihilista del rock y, cuando deman­
damos alguna certidumbre, perdidos en la niebla del nominalismo
absoluto, nos ofrecen la defensa e ilustración del posmodernismo
en tanto que perpetuo revival de la historia como espectáculo y no
como providencia.
Privado del auxilio periódico del carnaval, el inconsciente
humano se embota tras tanto tropiezo y magullón, y recurre —
—cuando se puede pagar al curanderismo del psicoanálisis.
Y si no se puede, inaugura nuevas expresiones públicas y priva­
das de la violencia, explora los territorios prohibidos del sexo y
convierte a la permisividad universal en patente de corso para
que la tiránica criatura del yo incursione en el bajo vientre de la
concupiscencia, al amparo del taparrabos de la “autenticidad”. Es

♦ 76
Daniel Vidart

de veras lastimoso haber perdido el carnaval clásico con todo lo


que tenía de procacidad ostentosa y punzante plenitud. Ya sin él,
porque ahora sí que el carnaval popular------ el espontáneo,
descomedido y folclórico, el de la magia y el misterio------está
muerto, por lo menos en la civilización de Occidente, dedico a su
memoria, que al cabo es rememoración, estas páginas que a
algunos parecerán atrevidas y a otros descabelladas.
En ellas voy a pasar revista a las siete máscaras simbólicas
superpuestas sobre un rostro que jamás ha contemplado hombre
alguno porque se trata de la efigie de un demonio o quizá de un
dios.

Máscara, careta y antifaz

El carnaval aparece como un proteico enigma: su ser se


desdobla y nos esquiva cuando lo queremos asir o definir. Por eso
debemos renunciar a una caracterización total de su esencia y
dedicarnos, con pulcra humildad, a remover las caretas, másca­
ras y antifaces que ocultan un misterio milenario.
Máscara, careta y antifaz no son la misma cosa aunque
pertenezcan al repertorio de subterfugios que ocultan lo humano
inmediato y conjuran la mediatez y mediación demoníacas.
Aclaro, para entendernos, que no hablo del demonio cristia­
no sino del daimon de los antiguos griegos, o sea un espíritu-guía,
un fecundador de almas.
El antifaz es una pieza de raso o terciopelo, unas veces
negro y otras blanco, que cobra auge a partir de los bailes
carnavalescos en los salones italianos del siglo XVII. Tras su
abstracto escondite existe una personalidad elusiva, camaleónica,
portadora de una propuesta poética o maléfica. Quien lo usa
disimula los rasgos verdaderos de su faz en más de un sentido,
espejo del alma. El antifaz va bien con el baile de salón envuelto
con el papel de seda de las buenas maneras. Estas, sin duda, son

77>
LaDespeno dorayelCTI

el don de la polis, de donde provienen el hombre poli, finamente


educado, y el político, que a veces es muy mal educado pero no le
importa pues tiene el poder: la politesse y la policía, aunque no
vayan juntas, surgen de una fuente común. Por ello, la palabra
que brota detrás de la fachada anodina del antifaz no es destem­
plada o soez. Sin embargo, puede ser cortante como una espada
o sinuosa como una serpiente. El antifaz, de tal modo, constituye
el alibi de la civilización, el recurso cortesano del anonimato.
La careta es una cara humana cuyos rasgos están exagera­
dos o deformados: trasunta fealdad, remite al horror o a la
estulticia, esculpe con rasgos antrópicos el rictus distintivo de
cada uno de los siete pecados capitales. Quien la usa mima la
personalidad por ella representada: es el niño bobo, el borracho
malicioso o el chulo desabrido. Detrás del signo de la careta se
despliega el significado concomitante.
La careta que revive la mueca del burlón incitará a la burla;
la del hipocondríaco, al sainete sombrío. La careta está hecha con
papel maché pintado. Artefacto urdido por el ingenio humano
representa también a lo humano, a lo demasiado humano. El
mundo zoomorfo y monstruoso no le pertenece.
Para poder ingresar a ese mundo están las máscaras
construidas rítualmente con los materiales sagrados de la natu­
raleza: madera, fibra, corteza, tela, cerda, crin, concha, hueso y
muchos otros más, a veces de inverosímil origen.
La máscara, en efecto, tiene otras funciones y otra tradi­
ción. Su nombre deriva, según algunos lingüistas, de la voz
mashara, bufón o payaso en árabe; según otros viene de masca,
que en germánico, o tal vez en céltico, significaba bruja.
A partir de las pinturas paleolíticas de chamanes con
máscaras que figuran cabezas de cérvidos------ el de la cueva de
Trois Fréres, por ejemplo o de las extrañas efigies del antiguo
Egipto------ dioses con rostros de pájaro o de chacal------ el
enmascaramiento remite al tótem protector del grupo humano, al
mundo de los muertos, a la cohorte de los duendes, a las fuerzas

♦ 78
Daniel Vidort

personificadas de la naturaleza o a extraños seres de rasgos


hieráticos, cuya arquitectura facial sugiere orígenes fabulosos.
La función ritual de la máscara prehistórica se reitera en los
pueblos mal llamados salvajes de la edad moderna, colocados al
margen, o debajo de la civilización, por el umbilicalismo arrogan­
te de los viajeros, los conquistadores y los propios antropólogos:
Engels, por ejemplo, entró en la trampa etnocéntrica y, por ende,
burguesa del abogado metido a etnólogo que fuera Morgan.
La máscara constituía un elemento fundamental en las
dionisiai griegas: el tragoi, el macho cabrío genera el teatro griego
al dar vida al género satírico, propio de los sátiros, y tras él se
abren paso la tragedia y la comedia, sustentadas por la voz
humana que asume y a la vez cuenta, didascálicamente, el
destino desdichado o glorioso de los dioses, los héroes o los simples
mortales.
La máscara teatral fabricada con yeso, cuero y otros mate­
riales tiene la boca en forma de bocina. Ese megáfono se usa para
acrecentar el volumen y la resonancia de la voz del actor. Sirve,
como se decía en latín, per sonare, y de allí deriva el nombre de
personaje.
El teatro griego tenía tres tipos de máscaras para el drama
satírico y las de la tragedia, según las edades, los sexos y los
papeles, llegaban hasta cuarenta y una.
La máscara introduce en el carnaval a los animales protec­
tores de la horda prehistórica, al clan de los brujos, a las divinidades
y los fantasmas. Tras ella se despliega la convocatoria mágica a
los espíritus de ultratumba, a los genios de la fecundidad, a los
elfos y gnomos festivos. Y también hay sitio para la chanza
grotesca, para la insinuación afrodisíaca, para el llamamiento al
ensueño y a la gracia. Representa a los diablos y a los aparecidos,
a los gigantes y a los ogros, a la fauna fantástica y a la teratología
del Averno. Aglomera un abigarrado muestrario del más acá y del
más allá. Implanta el correveidile del equívoco, de la ilusión, de
la fantasía, del remedo, de la denuncia maliciosa, de la

79*
La Despertadora y el CTI

desprolijidad libertina, del castigat ridendo mores. Pero además


se apodera del espíritu del usuario: lo convierte en fuerza de la
naturaleza, en mensajero de los númenes, en poder benéfico o
emisario infernal.
Por eso elegí a la máscara y no a la careta o al antifaz para
ejemplificar los siete temperamentos del carnaval, ese alter ego
multívoco de la condición humana que comienza la farsa como un
payaso y termina como convidado de piedra en el aquelarre de las
brujas.

El carnaval como magia colectiva

La magia es la antesala de la ciencia y no la ancilla de la


religión. La religión proclama la pequeñez del hombre ante lo
sobrehumano: es una relación vertical, de reverencia y súplica.
Las hierotécnicas, o técnicas de lo sagrado, dan cuenta de esas
actitudes de humillación, adoración y respeto.
La magia propone una relación de dominio, una extensión
horizontal del poder humano. Mediante maniobras especiales se
hace llover, se propicia el esplendor de las espigas, se curan las
dolencias del hombre y del ganado.
El mago, al fraguar hechizos------ y hechizar no es otra cosa
que hacer------mueve las fuerzas de la naturaleza y vence las
voluntades humanas, mata al enemigo y concede salud al próji­
mo. Esta magia está presente en el carnaval clásico, en el de
raigambre campesina y aldeana. El francés André Varagnac ha
demostrado que las operaciones mágicas presentes en las fiestas
carnavalescas, celebradas en las zonas rurales de su país desde
Reyes hasta inicio de la Cuaresma, se caracterizan por cuatro
acentos principales: visita del ejército fertilizante de los muertos
a este “bajo mundo”, purificación de las viviendas de la mala
influencia de los brujos, imposición de la paz entre las parejas y
las familias, esponsales obligatorios de la juventud.

♦ 80
Daniel Vidart

Demuestra, además, que las máscaras figuran a los fantas­


mas y que al igual que en Francia, en Austria, según los estudios
de Otto Hofler, la banda carnavalesca integrada por jóvenes
evoca la irrupción de las ánimas de los difuntos cuyo retomo al
mundo renueva la vida. Estos bullangeros muchachos visitan las
granjas,teatralizan escenas grotescas, efectúan aspersiones de
agua y rociadas de harina que tienen carácter simpático.
El agua limpia de todo maleficio; la harina promete panes
abundantes y, por extensión, comida en todas las estaciones.
También se denuncia a los maridos infieles y se queman efigies
suyas y de sus mancebas al compás de canciones de reprobación.
De modo paralelo y complementario se celebra la concordia
conyugal y los oficiantes son entonces los gigantes y cabezudos,
quienes en tanto que enviados del más allá, ligan a las parejas
para que sean prolíficas al tiempo que engullen alimentos a
carrillos llenos para que no falten en la despensa familiar.
De ahí las comilonas al pie de su sombra: la barriga ahíta
de los campesinos augura buena pitanza para toda la comunidad,
ahora y siempre. Saturno, Kronos y Gargantúa, los ogros-padres,
oficiaron a partir de la cultura de los megalitos, las pétreas casas
de los muertos, como protectores muníficos de la comunidad, en
tanto que devoradores y fecundadores a la vez. Por eso también
el carnaval es braguetazo clandestino, engendrador de niños al
socaire de las borracheras y las ollas podridas.
La magia del carnaval es mucho más rica que la resumida
en el anterior ejemplo. La presencia de caballos y toros en los
desfiles de disfrazados menta a la cría y a la caza. Los osos, que
al final del invierno brotan de las cavernas, simbolizan la renova­
ción de la vida. Los castigos con vejigas a las mujeres, ecos
medievales de las saturnales romanas, suponen también una
operación mágica para atraer sobre ellas los bienes de la fecun­
didad.

81 ♦
La Despertadora y el CTI

El carnaval como teatro

Música, canto, danza y rito van juntos. Y de esa mimesis de


enmascarados, poseídos y entusiasmados (es decir, inspirados
por los dioses) surgirá al fin el teatro, algo para mirar, un
espectáculo. El carnaval entraña una actividad colectiva de
singular vis teatral: es satírica, es cómica, es dramática.
Sus personajes dialogan y establecen un contrapunto de
almas: hay un agón, una lucha de emociones, de pasiones, de
voluntades, de destinos. El primitivo ditirambo dionisíaco procu­
raba despertar la fecundidad de la naturaleza. Propiciado por el
espíritu del vino surge el teatro para desencadenar la fecundidad
de las palabras y darle vida al diálogo patético.
La fiesta se convierte en teatro y el teatro disciplina la
efusión de la fiesta y del carnaval. Pero no puede desprenderse de
sus raíces: laparresia que libera las palabras, el sexo a flor de piel,
el vértigo de la danza que es al cabo el vértigo exterminador del
moiras, más fuerte que los hombres y los dioses. Más allá de lo
cómico y de lo satírico el carnaval es coro y corego, actor y corifeo
a la vez. Pero en lugar de inmovilizarse en un escenario el
carnaval genera pompe, o sea procesión, movimiento continuo,
dinamismo renovador del mundo. En él se conjugan el dran de la
actividad perpetua, el orjeisthai del caminar rítmico y el
mimeisthai que asume la personalidad del Otro. El carnaval,
teatro al aire libre del ágora y del mercado, es a la par acción y
contemplación, actor y espectador, recíproca e intercambiada
asunción de esos papeles.
El teatro, y estoy desde el principio refiriéndome al
fundacional o sea el griego, constituye el vertedero estético de
antiguas fiestas y ritos de la religiosidad popular. Como ha dicho
Rodríguez Adrados en su rico y denso libro Fiesta, comedia y
tragedia, "sus temas del Salvador, el Rebelde, la paz y la
felicidad, la sophrosyne y, al mismo tiempo, la licencia y la rotura
del límite, el imposible vencido y el Malvado expulsado o muerto

♦ 82
Daniel Vidart

o curado, la risa y el dolor, son características de la fiesta agraria


en general”.
Demos ahora un salto en el tiempo y vayamos al naciente
siglo XIX en Francia. Durante las celebraciones carnavalescas en
el campo de ese país, el teatro, hecho estético y mágico intemporal,
conserva el patrimonio del agón popular.
Al respecto dice mademoiselle Pastor interrogada por
Varagnac: “Disfrazados y enmascarados los muchachos imitaban
(o, algo más, singeaient) a los curanderos, a la policía montada
rural, a la gendarmería, a los sonámbulos, a los astrólogos, a los
charlatanes, a los dentistas; mimaban la fabricación de comidas
increíbles, vendían objetos extraordinarios, pronunciaban con
voz cavernosa discursos extravagantes, improvisaban escenas
grotescas”.
Esto era arte popular, arte campesino del sainete, es decir,
carnaval puro. Y si queremos otros ejemplos alcanza con pensar
en los prototipos carnavalescos encarnados por la italiana
Commedia dell’arte a la cual ingresan los arlequines medieva­
les del ejército de los demonios y los pierrots del ejército de los
muertos.

El carnaval como fiesta

A lo largo del año hay días o períodos especiales marcados


por el signo de la fiesta. Están aparte de la profanidad del trabajo
y del ocio. Se trata de días consagrados que, a la vez de establecer
un tipo especial de tiempo, imponen un determinado estado en los
espíritus.
El carnaval pertenece a esos períodos fastos o festivos. Es
a la vez Caos y Edad de Oro: evoca el fundamento y principio de
las cosas para que las cosas no se rebelen contra el hombre, como
sucediera en el mito chimó; promueve el desorden momentáneo
y regenerador para que el orden impere luego en las estaciones y

83 ♦
Lo Despenndoro y el CTI

en las sociedades. La intromisión carnavalesca en la gravedad de


la humana razón y en la lógica de la naturaleza pone a las normas
cabeza abajo.
El mundo se mira desde atrás del espejo. Las categorías, las
cualidades y los estamentos son colocados al revés. La locura
sagrada avanza sobre el territorio de la sensatez y aniquila
cuanto se opone a su paso. Convida a la algarada, llama a la
exaltación y al desenfreno. La danza, la comida, la bebida y el sexo
se convierten por un breve lapso en los dueños del mundo.
Pero las cosas no son como parecen: el estropicio y el exceso
obran como ofrenda sacrificial y no como ciega destrucción. Al
final de la francachela y las licencias de todo tipo harán su
aparición las fuerzas que, juntando los fragmentos de la realidad
maculada y destrozada, restituirán la forma y el sentido de la
vida cotidiana al convocar nuevamente los signos utilitarios del
tiempo profano.
El carnaval, desde el envés de la trama social y ritual,
descarga su paroxismo purificador para que la humanidad se
asome, renovada y purgada, a la fatiga del trabajo y al fuego
vespertino de los hogares y, por extensión, para que reine la
rutina en los ritmos de la naturaleza.
Los intentos de poner orden y equilibrio en el repentinismo
bullicioso del carnaval son vanos y erróneos. ¿Existe algo menos
carnavalesco que el desfile municipal de conjuntos por la
montevideana avenida 18 de Julio? Allí se ha perdido el espíritu
de la fiesta: no hay turbamulta, ni furiosa improvisación, ni
juegos de palabras, ni agón ni ilinx.
Es un desfile lánguido, chirle, municipal y espeso. Ha sido
vaciado del sentido frenético y salvacionista de una fiesta que no
es pagana ni cristiana sino una constante en la mitología del
hombre en tanto que inventor de sus paraísos y sus infiernos.
Quien quiera estudiar la función de la fiesta tiene a mano los
textos de Kerenyi, Caillois, van der Leeuw y Cassirer. A ellos me
remito no sin antes insistir en los acentos festivos, esto es,

♦ 84
Daniel Vidart

sagrados del carnaval. El bufón, al cabo, no resulta tal sino el


mensajero de un numen, el albacea de una deidad.

El carnaval como juego

El carnaval es El Juego por excelencia. Es el triunfo del


“como si”, la colectiva asunción de papeles sociales alternativos,
alterados y alienados. Tras el antifaz, la careta o la máscara se
consuma el jubileo multitudinario de la mimicry, que es a la vez
mimesis y mímica. El carnaval permite que los tímidos se con­
viertan en atrevidos, que la hipocresía de la convivencia cotidiana
ceda su sitio a la denuncia alevosa y encubierta, que el acatamien­
to a las jerarquías dé paso a la crítica inmisericorde.
Por eso el carnaval inaugura el gran tribunal abierto de la
verdad, la picota que exhibe a los impunes, el cadalso moral que
muestra el lado sombrío del poder y la riqueza. Pero la alteridad
abre también las puertas a los dominios del misterio. ¿Quién soy?,
k\ ¿de dónde vengo?, ¿te acuerdas de mí?: cada una de esas frases
brota del anonimato, del pantano de la indeterminación, del no sé
qué de la duda.
Otros papeles son los ultramundanos: los monstruos, las
calaveras, los espíritus errabundos se apoderan al fin del alma del
disfrazado y la sacan de quicio con los hongos aludnógenos del más allá.
Y al par de la mimicry funciona el vértigo, el ilinx. Las
rondas frenéticas, las corridas, el desorden estruendoso, el griterío
histérico acaban por convertir al enmascarado en un poseso que
juega al éxtasis sin fin, al furor báquico que no se extingue. Juegos
son también el canto de las comparsas y murgas, la aspersión de
agua, el desfile de los remedos zoolátricos en los corsos------
consultar en el diccionario acerca de lo que primitivamente
significaba corso------ las carreras espantables de los gigantes y
cabezudos, los manteamientos de hombres y animales, las
copulaciones promiscuas, los amoríos absurdos, los trabalenguas

85*
Lo Despenadoi’o y d CTI

y los discursos, la imposición universal de la locura. Pero este


extremo nos obliga a un nuevo desenmascaramiento: el del
carnaval como manía.

El carnaval como manía

La manía es la vertiente exaltada de la locura y la melan­


colía su vertiente depresiva. En el carnaval antiguo, el de las
calles atiborradas de gente, el de los frenéticos bailes populares
y los asaltos descomedidos a las casas o las personas, primaba la
locura de la excitación, la locura menádica de la danza, la locura
elocuente del discurso disparatado.
Se trataba de una forma de lo que los psicólogos denominan
locura comunicada: un delirio colectivo en el que algunos íncubos
movilizaban el desatino de los súcubos; y también existían casos
de locura simultánea en la cual, como explica Regis, las ideas
delirantes aparecen a la vez y se expanden por interacción
recíproca.
En 1789 Goethe publica su famoso artículo sobre el carna­
val de Roma. Allí habla de la borrachera inducida por las palabras
y “el vocerío de tantas criaturas que gritan tanto más cuanto
menos pueden rebullirse”, todo lo cual provoca “el vértigo aún a
los más templados”.
Por su parte Pedro de Repide al escribir sobre las costum­
bres madrileñas a comienzos de este siglo se refiere a la ceremo­
nia del entierro conjunto de la sardina y del pelele del carnaval
cuando “la manolería” bajaba a la pradera del Canal en la noche
del martes, el día postrero de la fiesta popular.
Cuenta entonces que “en medio de una orgía, que tenía
mucho de sabática, al resplandor de las hogueras donde ardían
los papeles, enterrábase la sardina”. Profiriendo “alaridos como
de endemoniados” el pueblo llano vestía “los más chillones ata­
víos en la más loca mascarada”.

♦ 86
Daniel Vidart

De pronto, ya al final de aquel escándalo de orates, se hacía


el silencio “para escuchar las preces funerarias de la ceremonia,
que se cumple con la más grotesca gravedad. Por un momento se
oyen burlescos gorigoris y parodias de misereres que hienden los
aires como gemidos de ultratumba. Y de pronto otra vez la
confusión de gritos bárbaros, de juramentos y blasfemias, de
arrullos brutales y coplas livianas. Hay manchas rojas en las
vestiduras de las máscaras, rojas de vino o sangre. En las
tinieblas de la noche, como un fulgor de aquelarre, esplenden sus
llamaradas las hogueras”.
Esto es magia, teatro infernal, juego delirante, locura
colectiva. Esto es, en definitiva, o era, el espíritu de las
carnestolendas.
Pero esta locura carnavalesca no se aviene con aquella
advertida por Eurípides: los dioses enloquecen previamente a los
que quieren destruir. La locura dionisíaca se agotaba en la furia
sagrada de la danza. Durante el carnaval, en cambio, la locura de
las palabras que no pueden ni deben pronunciarse en la república
de las convenciones invade el área del silencio que el poder
impone para embozar sus pecados y sus crímenes.
Esta manía intrépida apunta entonces a la revelación de los
males que fermentan en la Caja de Pandora del espíritu humano:
la verdad reprimida, la razón acallada, la justicia sofocada, salen
a luz en el desatinado y al tiempo cuerdo discurso del mentecato
hablador, del embozado indiscreto, de la cancioncilla entonada
por las máscaras sabias y moralizantes.
Eso, más que locura, es tolerada y ritual impertinencia,
relámpago de luz divina que despeja las sombras de la mundanal
hipocresía. La manía estimula la ética social y se transforma en
una colectiva inquisición de los pecados y los pecadores. Al fin, lo
que empezara como un desvarío termina como licencia para
liberar el pensamiento y el sentimiento reprimidos. Y eso que
parece locura también es terapia.

87 ♦
Lo Despenodoro y el CTI

El carnaval como terapia

El desenfreno de la fiesta, la libertad verboideológica y a la


vez elocuente del teatro, y la circularidad vertiginosa del juego
constituyen una forma de magia. Esta magia colectiva tiene la
virtud de restituir la salud después de la locura.
Es una magia que convoca la katharsis, es decir la purga y
purificación de los espíritus; que obra a modo de pharmacon o
medicamento; que propicia el alexicacos o sea el alejamiento del
mal.
El carnaval, nudo gordiano de múltiples ceremonias de
liberación y restitución, en su origen era una celebración terapéu­
tica. Su estallido de locura momentánea curaba las neurastenias
acarreadas por las semanas y los meses de convenciones impues­
tas y acatamientos forzados.
Los tres días de borracheras, estupros, inversiones de
papeles, mascaradas simbólicas, agitaciones, fantasías y miste­
rios conformaban una multitudinaria curación de agobios y
rutinas. Liberaba morbos y apostaba al equilibrio por la vía del
exceso. En definitiva, liberaba por derivación, como dicen los
psiquiatras.
Esta antigua y salutífera función se ha perdido. Otras
instituciones del Estado o de las religiones oficiales la reclamaron
en nombre de la modernización y la racionalización déla sociedad.
El mundo contemporáneo, reglamentado y planificado, ya
no tiene lugar para el carnaval. Lo que hoy llamamos carnaval,
acá, en Río de Janeiro o en cualquier otro país del orbe, es apenas
una desfuncionalizada parodia de lo que antes,
esplendorosamente, constituía la estrategia restauradora de la
salud popular.
La sociedad entera de Occidente está en crisis, se dice,
desde hace ya un siglo. Pero el carnaval también es crisis, y como
tal debemos considerarlo.

♦ 88
Daniel Vidart

El carnaval como crisis

Crisis significa cambio y no otra cosa. El carnaval, en ese


sentido, es un período crítico. El pobre tiene permiso para denos­
tar al rico y la historia nos cuenta que los nobles, disfrazados, se
echaban a las calles para azotar al pobrerío. Esto es cambio, crisis
en el mejor sentido de la palabra.
Pero lo común del carnaval es la inversión de papeles. Se
trata de la inversión de las oposiciones semióticas binarias
89 ♦
La Despeñadero y el CTI

estudiada por M. Bajtin: macho-hembra, pobre-rico, príncipe-


mendigo, Ubre-esclavo, feo-hermoso. Estas oposiciones no remi­
ten a un futuro dialéctico sino a un pasado mítico donde una
igualdad de condiciones y sexos aludía a la indeterminación de un
mundo andrógino e indiferenciado, anterior aún a la Edad de Oro.
Se trataría, en suma, de la evocación atávica del huevo
cósmico y social del cual nacerán luego las criaturas y sus
sombras, la concurrencia y la divergencia de la vida. La lucha
entre el ritual y el mito analizada por los antropólogos
estructuralistas se revela en las transmutaciones del carnaval,
en sus manías y fiestas, en su orquestación y en sus devaneos
teatrales.
Explicar estos mecanismos resultaría complejo y quizá
aburrido. Alcanza con señalarlos. Para no quedarnos en el hueso
pelado de la teoría nada resultaría mejor que revivir la expresiva
historia cultural de los carnavales en América y Uruguay, hoy
convertidos en relictos o en fantasmas, cuando no en mostradores
y escaparates. Pero con lo dicho basta por ahora.

Suplemento Cultural de EL DIA


Año I, n° 28,13 de mayo de 1990

♦ 90
Daniel Vidart

LA TIERRA VIVIENTE.
DEL GRAN ANIMAL A LA HIPOTESIS DE GEA

La vida como ejercicio o como espectáculo, la vida como


presencia física o como esencia metafísica, la vida como acogedora
intimidad del Yo o como ajenidad amenazante del Otro, la vida
como pulcritud existencial o como miseria humana, la vida como
aventura del ser en el espacio o como caducidad del aparecer en
el tiempo, la vida, en fin, como condición provisoria, aunque
privilegiada, de la materia, o como actividad vigilante y creadora,
aunque no siempre advertida, del espíritu, propone uno de esos
temas cuyo ir y venir por la vereda cotidiana de lo coloquial o por
el aire solemne, y a menudo engolado, del discurso académico, los
han convertido en deslucidos tópicos, en andariveles de la
banalidad.

Zoon y bios

Ya los griegos habían advertido que el fenómeno vital tenía


dos caras. Una era la del thymós, ese envión que dinamiza y alerta
el sistema corpóreo de las plantas y los animales, cuyo correspon­
diente en el orden humano, el alma o psyché, suma a la doble
gracia del movimiento y la sensibilidad la condición superior del
pensamiento racional. El alma humana es un soplo, un anima,
como la llamaban los romanos, la cual, de idéntico modo que la
psyché griega, huye del cuerpo en el momento de la muerte. Pero
también es el animus, el motor del entendimiento y del espíritu.
Tanto en el orden del thymós, que de principio animador de la

91 ♦
Lo Despeñadero y el CTI

hylé, la materia, se convierte, por transposición metafórica, en


valerosa voluntad de poderío, como en el de la psyché, se está en
el dominio de la vida en tanto que zoon. El zoon, considerado de
ese modo, se exhibe con todo su esplendor en esa maravillosa
esfera de la vida, la biosfera, que ha vestido el cuerpo del mundo
con una colorida variedad de criaturas. Se ha identificado un
millón de especies entre los insectos, si bien los entomólogos creen
que en pocos decenios esa cifra se duplicará, por lo menos. Existen
ochenta mil especies de moluscos, casi treinta mil de gusanos y
veinte mil de peces. Las de las aves alcanzan a nueve mil, los
reptiles y anfibios superan las seis mil, y los mamíferos, clase
donde en el orden de los primates el orgulloso Homo sapiens
reclama el taxón de mayor jerarquía, con alrededor de seis mil.
Este fantástico despliegue de especies animales se recorta sobre
el telón de fondo de unas cuatrocientas mil especies de plantas
clorofilianas, con las cuales las poblaciones de consumidores
mantienen relaciones tróficas inmediatas o mediatas. No obstan­
te, la anterior cifra, de acuerdo con el ritmo galopante de las
actuales investigaciones, se acrecentará notablemente. En efec­
to, los botánicos incorporan a ese inventario más de cuatro mil
especies anualmente. ¿Y qué decir del mundo de las bacterias, de
los hongos, de las diatomeas, de las algas, cuyas especies tal vez
tripliquen la cifra que resulta de la suma de las especies vegetales
y animales? Esto es lo que se llama hoy biodiversidad y que, en
gracia al concepto de la antigua vertiente semántica, se debería
denominar zoo diversidad. Con el paso del tiempo, la zoolo­
gía se ha ido limitando al estudio de los animales; la
botánica, del griego botanós, planta, ha reclamado desde
hace ya varios siglos, la descripción y clasificación del reino
vegetal.
La otra concepción de la vida entre los griegos se refería a
la actividad práctica de los hombres, a la sociabilidad ejercitada
en la polis, el espacio antrópico por excelencia. Allí, en el ágora,
a cielo abierto, el nomos, o sea la convención en tanto que

♦ 92
Daniel Vidart

costumbre local, establecía escalas de valores circunscriptos a un


ámbito y a un tiempo dados. Del nomos social brota el nominalismo
filosófico, la verdad relativizada, o, si se quiere, humanizada. Así
lo entendieron los sofistas, cuya reivindicación por Hegel, luego
de un largo destierro, los reintegró a su eminente papel dentro de
la historia del pensamiento.
Esa actividad, entendida como bios, convierte al zoon en
politikon si del hombre se trata, pues es en la ciudad donde la
esencial característica de la humanidad, esto es la civilización,
que equivale a politización de la conciencia (civilidad) y
refinamiento de los modelos (urbanidad), alcanza su más
alto grado. \C
En resumen, zoon es la vida entendida como el rasgo común
a cierto tipo de seres animados; bios, por su parte, viene a ser lo
que la existencia comunitaria de los hombres agrega o, mejor,
superpone, a lo puramente zoológico. Ello significa que existe un
nivel, trascendente según algunos o simplemente prospectivo
según otros------ lo mismo da------ , al que la existencia sedentaria
de la planta y la semoviente del animal no han accedido aún: el
de las categorías axiológicas, el del deber ser como prescripción o
como salvación, el del criterio para discernir entre lo bueno y lo
malo, entre lo justo y lo injusto, entre lo feo y lo bello. Esta
capacidad valorativa, proyectada al teatro de las acciones huma­
nas, se transforma en conducta, en ética, en movimiento, en vida
moral sin más.
Hoy se ha perdido el fino matiz establecido por aquella
doble significación de lo viviente. Lo biótico y lo biológico
abarcan lo que antiguamente correspondía al zoon y a lo zoológi­
co, si bien, en compensación, la ciencia y la filosofía contemporá­
neas se han encargado de enriquecer y/o complejizar los denotata
abarcados por aquellas voces.

93*
Lo Deipenodoro y el CTI

"Nuestras vidas son los ríos/que van a dar a la mar/


que es el morir..."

De todos modos no podemos renunciar a las presencias y


urgencias de temas y problemas que nos acompañan a lo largo del
existir como el caparazón a los caracoles: queramos o no los
cargamos a toda hora, y muchas veces a deshora, sobre nuestras
espaldas y nuestros pensamientos. Y cuando queremos
escamotearlos o desvirtuarlos, ellos se encargan de hacernos
despertar, a veces a gritos, del momentáneo olvido. Y así, entre
tironeos, entre quimeras, escapatorias y ensoñaciones, cada
hombre singular en tanto que persona se convierte en un tahúr
que durante su residencia en la Tierrajuega una partida de dados
con la muerte hasta que ésta le gana la última mano.
Dicha actividad lúdica, marcada por el doble signo de la
“cura” heideggeriana por un lado y el azar de las circunstancias
por el otro, a lo que se agrega la caducidad consustancial a toda
criatura humana, ha permitido desarrollar, junto con la existen­
cia, perpetuada a lo largo de la asíntota inferior de la especie, una
conciencia personal que registra y a la vez simboliza, fabricando
todo tipo de tropos, la pugna que se ha entablado entre dos
magnos momentos cósmicos desde el mismo principio de las
cosas.
Estos solemnes a la par que dramáticos momentos, conside­
rados por diversas teologías y mitologías como el flujo y el reflujo
de sucesivas creaciones y extinciones, son, por un lado, la activi­
dad genésica, sintiente y en ciertos casos culturizante de los seres
vivos, que sin cesar diversifica y disemina en la superficie del
globo a millones de criaturas dotadas con distintos grados de
psiquismo e innata capacidad de reproducción, y, por el otro, el
implacable aniquilamiento de tales organismos y facultades al
término de su parábola vital.
El ritmo alterno entre la vida y la muerte se cumple por
igual en nuestra Tierra y en el Universo del cual formamos parte.

♦ 94
Daniel Vidart

Y es tan poderoso el impacto de lo biótico en nuestras mentes,


herederas al fin de viejas creencias animistas, que concedemos a
la energía cósmica, “la entelequia de lo que está en potencia”,
según definía Aristóteles al movimiento, el significado de una
suerte de vida que anima la evolución de las estrellas y la fuga de
las galaxias. De tal modo se habla del “nacimiento” de los mundos
y de la “muerte” térmica del Universo. Este tratamiento animista
del reino (supuestamente) inorgánico revela la persistencia de
remotas concepciones que subyacen bajo las asépticas aguas de la
teoría científica y que, como tales, se resisten a la idea de un
Cosmos estéril, mineral, pascaliano en suma, condenado a la
abdicación final de la luz, al imperio ominoso del polvo, a la
voracidad de los agujeros negros.
Debe distinguirse, empero, entre el arte creador que con un
hálito divino anima a la materia------ lo bajo, lo informe, lo
imperfecto, lo maligno, tal cual consideraba la concepción
neoplatónica------ y la autosuficiencia del sistema orgánico, al
cual una serie de causas eficientes, productos de la necesidad y
del azar y no del tinguiñazo de la Providencia, dan cuerda y ponen
así en movimiento. En el primer caso opera la explicación del
vitalismo y en el segundo la del mecanicismo. Ambas posiciones
filosóficas, desde muy atrás en la historia del pensamiento, han
procurado explicar, refutando recíprocamente sus tesis básicas,
los fenómenos de la vida.
Pero detengámonos acá: quien pregunte, una vez más,
acerca de la naturaleza última de la vida, tendrá que pasar
revista a la variedad de respuestas nacidas para mitigar el
milenario escozor provocado por esa interrogante en los seres
mortales autodenominados hombres, esto es humildes como el
humus. Estos hombres, desde siempre, han humillado sus cabe­
zas en el polvo ante la majestad del mysterium tremens et
fáscinans de lo sagrado.

95 ♦
La Despena dora y el CTI

La biotización del Cosmos

Ahora se trata de entrar en el meollo de un asunto no tan


trascendente pero no menos curioso. De tal modo voy a relacionar
la concepción que consideraba al mundo como un gran animal
sensible e inteligente, propia de las imaginaciones animistas,
mágicas y míticas, con la hipótesis de una Tierra viviente que
regula el clima mundial. Esta no es otra que la hipótesis de Gea,
la antigua diosa que hoy, desacralizada, continúa empero fabri­
cando las condiciones favorables de su habitáculo ambiental
mediante la creación y regulación de un diapasón térmico que
hace propicio el conjunto de los climas del orbe a todas las
manifestaciones de la vida terráquea, esto es, de la que se
desarrolla en la tierra y en el agua. La hipótesis de Gea, que sin
duda tiene un trasfondo metafísico y, apurando las cosas, aun
mítico, ha sido manejada, mediante una fundamentación de tipo
biológico y matemático nada desdeñable, por dos científicos
contemporáneos.
La comparación entre ambos extremos parece temeraria.
Pero a poco que nos acerquemos a la trama paradigmática de
ambos modelos, el arcaico y el actual, se podrá comprobar que no
es tan insalvable el foso abierto entre la ciencia y el haz de
explicaciones, dizque irracionales, fabulosas y prelógicas, mane­
jadas, entre cuchicheos y ocultaciones, por eso que se llama la
Tradición. (1)
Esta idea de la biotización del Cosmos, sostenida por dicha
Tradición, es común a las cosmovisiones de los iniciados del

(1) Acerca de la Tradición------ que debemos entender como la tradición hermética


------ consultar los renombrados libros de René Guénon (Introduction générale ó
l’étude des doctrines hindoues, 1921; Orient et Occident, 1924; La crise du
monde moderne, 1927; La metaphysique oriéntale, 1939; L’esoterisme chrétien,
1951; Symboles fondamentaux de la science sacrée, 1962). Interesa también la
obra de Julius Evola, en particular La tradición hermética, Martínez Roca, Barce­
lona, 1975.

♦ 96
Daniel Vidart

Oriente adoptadas por el Occidente y a las doctrinas organicistas


de algunos científicos actuales, entre los cuales figura von
Bertalanfíy. (2) Dicha visión, por otra parte, anda por dentro de
una serie de re-voluciones (re-volución significa volver, luego de
una trayectoria circular, al punto de partida) interrelacionadas
entre sí, como son las épocas kitra y las épocas kali de la
cosmogonía indostánica, el vaivén entre el yin (el Cielo masculi­
no) y el yang (la Tierra femenina) del pensamiento chino, el
predominio cíclico de los pares y los impares de la numerología
pitagórica y, salvando el puente que lleva hacia lo humano, los
corsi e ricorsi de Giambattista Vico o la concepción organicista y
recurrente de la historia de Oswald Spengler.
De algún modo todas estas concepciones circulares del
Universo y la vida, algunas nacidas en el neolítico o antes aún,
vienen a ser como los archivos de la infusa filosofía de la especie
Homo. Esta “filosofía no escrita”, la supuesta por la gente, la
aceptada por “todo el mundo”, tal cual lo explica con gran claridad
Cornford, un historiador de la filosofía antigua, siempre ha
concedido un amplio crédito a las nociones que, con mayor
refinamiento, han sido elaboradas por las doctrinas ocultistas.
Dichas doctrinas, mucho más pertinentes e importantes de lo que
puede imaginar la descreída sociedad científica, constituyen el
basso continuo que, a partir de Hermes Trimegisto, o sea “tres
veces grande”, atraviesa las expresiones temporales, siempre fieles
a la enseñanza de los Antiguos, del hermetismo occidental. (3)
La confrontación entre la luz y la sombra, entre la cuna y el
ataúd, entre la juventud que pone alas a la vida y la vejez que hila
el capullo de la muerte, entre el llanto del recién nacido y el hipo
del anciano moribundo, entre la fugacidad de la humana existen-

(2) Ludwig von Bertalanfíy. Concepción biológica del Cosmos. Universidad de


Chile, Santiago, 1963.
(3) Las obras clásicas sobre este punto son: A.J. Feshugiére. La Révélation
dUérmes Trimegiste. Les Belles Lettres, París, 1950-54 (cuatro volúmenes) y
Corpus Hermeticum, Les Belles Lettres, París, 1945 (cuatro volúmenes).

97 ♦
Lo Detpenodora y el CTI

cia y la apoteosis del duelo, etc. fue metaforizada, siglo tras siglo,
por la voz elegiaca de los poetas. En efecto, siempre se recuerda
a la Oda Primera de Horacio, a Villon, a Manrique, a Ronsard, y
se olvidan entre tantas otras------ la alienación del alma ameri­
cana comenzó con el trauma de la conquista------ las desconsola­
das lamentaciones de los aztecas durante el sitio de Tenochtitlán.
Pero esta confrontación entre la vida y la muerte fue también
matematizada por los físicos y los biólogos quienes, ecuaciones
mediante, la consideran como una cuantifícable pulseada entre la
entropía y la neguentropía, entre la Segunda Ley de la Termodi­
námica y la diectropía, entre la funebria y la epictesis, según
heleniza, con su escondedora nominación críptica, el lenguaje de
la ciencia convertido, de tal modo, en el vehículo secularizado de
un nuevo hermetismo.

Noción preliminar acerca de la biosfera

La inmensidad del asunto obliga a escoger un solo aspecto


del mismo. Dicha elección, en este caso, se limitará al actual
concepto de biosfera, una macroentidad que, cuanto más se la
estudia, revela un singular parentesco entre las nociones del
Gran Saber arcaizante que guardan en su memoria los distintos
pueblos del mundo y las recientes propuestas del conocimiento
científico.
La biosfera es la esfera de la vida. Nuestro planeta, y lo que
va por debajo de nuestros pies y por encima de nuestras cabezas,
ha sido dividido en una serie de esferas concéntricas superpues­
tas que se suceden como las capas de una gigantesca cebolla. Los
geólogos y geógrafos hablan así de una nucleosfera, o nife,
donde predominan, a grandes presiones y a miles de grados de
temperatura, el níquel (Ni) y el hierro (Fe) fundidos en un matraz
que calienta el trafoguero del mismísimo Diablo, como cuentan
las demonologías tradicionales. Este núcleo central, a su vez, se

♦ 98
Daniel Vidart

encuentra recubierto por una astenosfera (esfera débil, blanda,


plástica) o barisfera (esfera profunda) constituida por rocas muy
densas y pesadas aún bullentes de metales. Sobre estas rocas,
verdaderos armazones subterráneos construidos por los huesos,
tendones y músculos del cuerpo poderoso de la Tierra, se extien­
de, a modo de piel, una costra de materiales pétreos más livianos,
denominada litosfera (esfera de piedra). Dicha litosfera, que
tiene un promedio de setenta quilómetros de espesor, está fabri­
cada por rocas cada vez más livianas a medida que se asciende
hacia la superficie del globo. La discontinuidad superior consta de
dos partes: una, el sima------ sílice (Si) y magnesio (Ma)------- ,
según la designación de Süss, también inventor de las siglas
anteriores, se halla constituida por una envoltura continua de
basaltos. Este manto rocoso puede compararse con un océano
navegado por las enormes balsas de granito del sial------sílice
(Si) y aluminio (Al)------ donde navegan los continentes. Estos
fragmentos colosales, desgajados de una pangea durante su
deriva desde el este al oeste, según anticipara Wegener a princi­
pios del siglo y fuera confirmado luego por la tectónica de placas,
sustentan, no sin riesgos para la vida y la trama tecnógena, el
asentamiento del hombre y sus obras.
La litosfera está en contacto con otras dos esferas, con las
cuales entabla una serie sutil de relaciones e interfases. Una de
ellas es la hidrosfera, la esfera de las aguas, y otra la atmósfe­
ra, la esfera del aire que, de ser fieles a la etimología, tendría que
cambiarse por esfera del vapor, pues atmós significa eso y no otra
cosa en griego. El agua y el aire entran en los resquicios superfi­
ciales de la tierra, hidrogenándola y oxidándola; la tierra vuela en
el hálito de los vientos y es llevada por los ríos hacia el vientre de
los mares, donde se deposita y sedimenta; el aire se introduce en
el agua y en la tierra misma aprovechando, en este último caso,
además de los verticales túneles abiertos por las lombrices, las
grietas y los poros de la rugosa epidermis de aquélla; el agua,
convertida en vapor, se integra a la atmósfera o bulle en las

99*
Lo Despertadora y el CTI

hondas calderas del planeta donde el “grado geotérmico” aumen­


ta a medida que se desciende hacia el interior donde imperan
altas temperaturas y densidades crecientes.
En este complejo y osmótico escenario donde confluyen las
aguas, los aires y las tierras es donde apareció y se desarrolló la
vida, evolucionando y diversificándose hasta perfeccionar, a lo
largo de cuatro mil millones de años, la biosfera tal cual aparece
hoy en la faz del mundo. Esta biosfera conforma, a la vez, un ente
dialéctico, un ingenio (o ingeniero) cibernético y un consistorio de
alquimistas: sus manipulaciones, múltiples y complicadas, no
obstante su esencial simplicidad, crearon el aire que respiramos
a partir del oxígeno fabricado por el fitoplancton oceánico y los
posteriores vegetales terrestres.
En efecto, para que la vida saliera fuera del mar, donde
apareció inicialmente en un medio de aguas tibias, poco saladas,
iguales en su tenor de cloruro de sodio a nuestra sangre, fue
preciso que se formara, a partir del oxígeno expandido desde las
praderas del océano, el escudo de ozono (O3) que protegió de la
quemadura letal de los rayos ultravioletas e infrarrojos a los
colonizadores de los continentes. Y una vez que los vegetales
ocuparon las tierras, toda la flora clorofiliana del planeta, suma­
da a la de las praderas del mar, se puso a transformar el anhídrido
carbónico de la baja atmósfera en hidratos de carbono, dejando en
libertad el oxígeno, el cual, utilizado por los animales en su
respiración, permitió el retorno del anhídrido carbónico al aíre
universal, cerrando así uno de los tantos ciclos de este enorme
taller de la vida. Las plantas, una vez asentadas en la tierra,
crearon la pedosfera, los suelos profundos y la humosfera, el
mantillo superficial. En suma, la muerte de los vegetales y los
animales asociados en las comunidades ecosistémicas, el conver­
tir las tumbas en yacencias sustentadoras de la vida, contribuye
a fabricar el ambiente favorable a toda posible y futura bíota.
La materia viviente forma la biomasa. Esta tiene un peso
que ha sido calculado, sin ponerse de acuerdo en sus guarismos,

♦ 100
Daniel Vidart

por los ecólogos; no obstante su astronómica cifra de miles de


millones de toneladas y de quilómetros cúbicos, si se la convirtie­
ra en pasta y luego se la extendiera sobre la superficie del globo
------ quinientos diez millones de quilómetros cuadrados------ no
sobrepasaría los dos centímetros de altura. Dicha biomasa, aun­
que crezca, no puede acrecentar el peso total de nuestro planeta
como a veces, con más horror que error, se ha dicho. Simplemente
se mantiene en equilibrio con los demás materiales que constitu­
yen la Tierra------ “nada se crea, nada se destruye...”------ pues
nuestro mundo es un sistema cerrado en el orden de la materia,
aunque abierto en el de la energía proveniente, casi con exclusi­
vidad, del calor y la luz del Sol.
Además de constituir la materia viviente propiamente
dicha de la biomasa que aquí y ahora se expresa en múltiples biomas
terrícolas y aerícolas, la vida, como lo señalara Vemadsky por los
años veinte, aparece como la perpetua genitora de la materia
biógena y como la socia constructora de la materia biocósmica.
La materia biógena tiene su origen en la vida de otrora. Es
vida mineralizada, petrificada, encapsulada que, empero, no ha
perdido la potencia antepasada: aparentemente muerta conser­
va su capacidad calórica y lumínica. En efecto, la energía solar
recibida por la Tierra durante la era primaria, que en su momento
fuera procesada por la función clorofiliana, está ensilada en los
yacimientos de hulla. Estos son reservónos de calor solar, cuya
dormida potencialidad fue conservada en las baterías fabricadas
por la flora arbórea de los pantanos de la era primaria, la cual se
fosilizó luego de un archimilenarío proceso fisicoquímico. Pero la
materia orgánica del pasado no sólo se encuentra en las soterra­
das bodegas de la antracita y la hulla. Tanto los lignitos de la era
terciaria como la turba, los gases combustibles, el bitumen y el
sapropel------ sedimento formado bajo agua a partir de los restos
pútridos de vegetales y animales son hijos directos de la vida.
La materia biocósmica tiene a la vida copio coautora. El
agua de la evapotraspiración vegetal y la de las eyecciones

101 ♦
La Detpenodoro y el CTI

animales se suma a la liberada por los cuerpos en descomposición;


el aire respirable que forma parte de la baja atmósfera o troposfera
es generado en parte por la respiración de la flora y la fauna, en
la que estamos comprendidos los hombres. A estos dos elementos
se suma la presencia de la vida en las rocas sedimentarias y en las
arcillas, en el caso del mundo mineral. Un mármol, roca
metamórfíca, se origina a partir de lentos procesos térmicos y
mecánicos impuestos a los depósitos de calizas, las cuales, a su
vez, están constituidas por restos fosilizados de celenterados y
moluscos. De tal modo el mármol se convierte en un nieto, si el
término cabe, de la vida propiamente dicha.
Las poblaciones vegetales, integradas por productores pri­
marios, seres completísimos, autosuficientes, o autotrofos, como
los llaman los ecólogos, dan de comer a los consumidores de
primer grado, los herbívoros ya terrestres, ya acuáticos
y éstos, a su vez, alimentan a los carnívoros, consumidores de
segundo, tercero y aun cuarto grado. Pero he aquí la revancha de
la Segunda Ley de la Termodinámica: como no se puede retornar
para recoger lo perdido en el camino, el proceso de la cadena
metabólica se cumple mediante una inevitable pérdida de calor
en cada uno de los eslabones de la misma. Por otra parte la ley del
10% se implantó de modo férreo: 100 quilos de biomasa vegetal se
convierten en 10 quilos de biomasa animal herbívora y en un
quilo de biomasa animal carnívora. A su vez este quilo se reduce
a 100 gramos en el caso de un carnívoro secundario y a 10 gramos
en el caso de un terciario. La cadena de fagotrofos, entonces va
así, por escoger sólo un caso: antílopes, león, hiena, águila, si nos
limitamos a lo que sucede al aire libre y no bajo agua.

Biosfera y necrosfera, o la armonía de los contrarios

Los despojos de todos ellos, los devorados y los devoradores,


una vez convertida la materia viviente, organizada por la vida, en

♦ 102
Daniel Vidart

materia biógena, desorganizada por la muerte, son atacados por


los saprotrofos, los descompositores y los reductores. Estos
químicos invisibles------ las bacterias, los hongos, los
microorganismos carroñeros, que ofician como buitres diminutos
------ prestamente se precipitan sobre los cadáveres de las plantas
y los animales, corrompiéndolos, desintegrándolos, devolviendo
las aguas a las aguas, los gases a los aires y los minerales al medio
sólido y al medio acuático de los cuales provenían. La microbiota
cierra de tal modo, al igual que el uroboros de los alquimistas, el
círculo de las mutaciones tróficas o alimenticias, muestras
microcósmicas del Eterno Retorno.
Esto es mucho más complicado todavía pues la presencia
del Sol y la actividad clorofiliana de la planta y la digestiva del
animal, al animar los procesos metabólicos de los organismos
productores y transformadores, al inicio de la cadena, y la
actividad cuasi mágica de la microbiota, al fin de la misma, nos
encaminan al dominio cibernético de la buena administración de
la energía. El empeñoso subir por la cuesta arriba, gracias a los
bucles de la información retroactiva------ placa homeostática
mediante------ se enfrenta valerosamente con la flecha del tiem­
po, le dice “todavía no” a la prepotencia universal de la entropía
y entabla un duelo patético y a la vez admirable contra la
degradación universal de la energía. La vida mueve millones de
toneladas de minerales, de aguas y de gases mediante la constan­
te migración de los átomos desencadenada, precisamente, por la
biotización de la litosfera, la hidrosfera y la atmósfera. De tal
manera la materia es reciclada por el flujo unidireccional de
energía, el cual, a su vez, es parcialmente recapturado y
reconvertido (“detente minuto fugaz, cuán bello eres”) gracias al
gatillo de la retroacción. La tal retroacción es propiciada por una
agenda informativa que se constituye así en el pre-visor y atento
timonel cibernético de todo sistema biótico. De tal modo los
citados mecanismos logran, actuando con diferentes ritmos, que
cada una de las entidades vivientes resista al máximo la embes-

103 ♦
LaDespenado™yelCTI

máximo la embestida de la muerte al par que trasfieren a la


especie la virtud de perdurar más allá de la porfiada, pero al fin
vencida, resistencia diectrópica de los seres individuales.
Considérese lo anterior como una sucinta introducción a la
dinámica de la biosfera. Habría que decir mucho más acerca de
los objetivos teleológicos que persigue la admirable actividad de
los ecosistemas, de los organismos y de las células, al cabo las
definitivas protagonistas de este drama de la supervivencia. Pero
valga este esbozo como un mínimo umbral para que, al
hacer pie en el mismo, lo escrito a continuación tenga una
base inteligible.

La música de las esferas

Las "esferas” hasta ahora descríptas, que el proceso de


hominización iniciado hace tres o cuatro millones de años atrás
complementó y completó por lo menos así lo creemos con
la revolucionaria irrupción de la antroposfera y la tecnosfera,
son las que el pensamiento científico considera como las únicas
merecedoras de ser tenidas en cuenta. Al obrar de tal modo se han
abolido las otras esferas, mitad astronómicas, mitad teológicas
que, a partir de la Edad Media, deudora a su vez de la antigüedad
clásica------ Aristóteles y Ptolomeo, principalmente------ consti­
tuían la colosal arquitectura que se desplegaba a partir de una
concepción geocéntrica del universo.
La ciencia mata el mito, acaba con la imaginación y la
imaginería de lo fantástico, asesina las coreografías de los ánge­
les diminutos que danzaban sobre la cabeza de los alfileres. Se
dice que ha sido para bien, que las ecuaciones están llenas de
belleza y poesía, que la claridad epistemológica ha disipado las
sombras de la superstición y la ignorancia. Admitamos que es así.
La música electrónica ha silenciado la música de las esferas y las
esferas terrenales, reclamadas por los geólogos como meros

♦ 104
Daniel Vidart

objetos de conocimiento, han condenado al descrédito y al olvido


a las esferas celestiales y las jerarquías angélicas.
No obstante conviene recordarlas, siquiera como un
parágrafo de la historia del pensamiento.
El modelo cósmico de la Edad Media era más completo que
el nuestro o, por lo menos, poseía la gracia de lo trascendente.
Nuestra esfera terrestre, hogar del género humano, de los anima­
les, las plantas y los elementos, constituía el centro de la Natura
naturata situada en el mundo sublunar. Dicho mundo, a su vez,
estaba compuesto por las esferas sucesivas de la Tierra, el Agua,
el Aire y el Fuego, el más puro de los elementos, aquel que creía
adivinar el pobre Quijote, juguete de los crueles Duques cuando,
con los ojos vendados, montaba el Clavileño, el caballo de palo, en
su imaginario viaje a los cielos altísimos.
Con la del Fuego terminaba la esfera sublunar y encima de
ésta, gobernada cada una por las respectivas inteligencias angé­
licas, se encontraban, en disposición concéntrica, las esferas de la
Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter, Saturno y las
estrellas fijas. Al girar de este a oeste alrededor de la Tierra
dichas esferas, que se trasladan a distintas velocidades, rozaban
entre sí, y se producía entonces la música celestial, que de dicho
roce brota. Los cielos tienen también su límite: el Primum Mobile,
el primer motor que cada veinticuatro horas cierra una carrera
que va desde el oeste al este, echando a andar las esferas
subyacentes en sentido contrario al suyo.
Resta todavía un Tercer Dominio, una Tercera y Sacra
esfera. Pero este superior estrato, que remata y corona el edificio
que se inicia en el profundo carozo metálico de nuestro hogar
terráqueo, se halla fuera de la Naturaleza. Se trata del Empíreo,
de la Casa de Dios, es decir, un ámbito sin comienzo, sin fin, sin
fronteras en el espacio y el tiempo, al que, luego del Juicio Final,
viajarán las almas de los bienaventurados para cantar eternas
alabanzas a la gloria del Señor.

105 ♦
Lo Despenodora y el CTI

El Gran Animal y el Alma del Mundo

El concepto de biosfera, definida a partir de los círculos


concéntricos que el mito, la metafísica, la magia, la alquimia y la
teología trazan en derredor del núcleo central de la ciencia, se
convierte en un incitante motivo para intentar, a la luz de los
nuevos paradigmas------ en especial, el de la teoría general de
sistemas, que engloba el comportamiento homeostático de los
biosistemas------ una serie de reflexiones, tal cual se expondrán
de inmediato en estas páginas.
La biosfera, como antes se describió, constituye la parte
viviente de nuestro planeta. Forma una especie de delgada piel
superficial extendida irregularmente sobre el cuerpo de la Tierra,
a la que los antiguos imaginaban como un Gran Animal. Esta
entidad animada y en perpetua vigilia, que no sólo los griegos sino
que también los chinos consideraban sintiente y pensante,
fue dotada por Platón, en ese enigmático diálogo que es el
Timeo, de una megalé psyché, cuyo equivalente en latín es
el Anima Mundi. El término, al incorporarse a la filosofía
occidental, se transformó, según las variedades idiomáticas,
en Alma del Mundo, World-Soul, Weltseele,Áme du Monde,
etc.
Nuestra morada terrestre, en tanto que ser viviente, cuyos
huesos están representados por los minerales, su carne por los
componentes del suelo, sus venas y arterias por los ríos y el
contenido proceloso de la cavidad pelviana por las aguas y los
vientos del mar, constituía un objeto privilegiado en la medita­
ción de los filósofos presocráticos. Según Tales de Mileto, quien
hacía del agua el arjé primordial de todas las cosas, el
mundo estaba lleno de dioses. Al profesar un hilozoísmo
de este tipo (la materia es un ser viviente) el sabio
presocrático------ que visto desde otro ángulo culmina el
período del mythos y lo sustituye por el del logos ------
razonaba de idéntico modo que los animatistas y animistas

♦ 106
Daniel Vidart

preletrados de la antigüedad (4) y los pueblos “salvajes” de


la edad contemporánea.(5)
Anaxágoras, quien atribuyó al Nous la facultad de poner en
movimiento el Cosmos entero, dio un paso adelante, pues separó
al animador de lo animado. Siglos después el estoico Posidonio,
quien había considerado al hombre como un microcosmos, retor­
nó a las fuentes arcaicas al suponer la existencia de un verdadero
metabolismo universal, incluyendo en el mismo las fases
anabólica y catabólica. Este proceso convertía al Cosmos en un
organismo vivo, cuyas partes se hallaban íntimamente
interrelacionadas. A lo largo de las distintas fases de la escuela
estoica, a la cual dicho pensador pertenecía, se había ido preci­
sando la idea del Cosmos en tanto que “animal inmortal, racional,
perfecto, e inteligente en su felicidad, incapaz de recibir daño
alguno”, confundiéndolo con Dios propiamente dicho. Dios era el
Cosmos y el Cosmos era Dios. Imposible encontrar una más
acabada concepción del panteísmo: Dios aparece así como el
logos espermático, como la razón seminal del mundo. Al expli­
car este curioso planteamiento Diógenes Laercio agrega que
“llaman mundo... al mismo Dios, que es la cualidad propia de toda
la sustancia, inmortal e inengendrado, creador de la ordenación
universal que según los ciclos del tiempo absorbe en sí toda la
sustancia, consumiéndola y la engendra nuevamente de sí mis-
mo”.(6) La materia es lo pasivo y Dios es lo activo, pero esta
actividad presupone el calor, el fuego vivificante. Dicho fuego
vivificante, en definitiva, es el Sol: así lo habían concebido ya los
“primitivos” para quienes la heliofanía se confundía con la

(4) La difererencia existente entre animatismo y animismo es analizada por


Nataniel Mickelm, Religión, Oxford University Press, London, 1948.
(5) Etimológicamente salvaje, del portugués selvagem, significa hombre de la
selva. Losjuicios de valor agregaron significados peyorativos a la voz original, un mero
topónimo.
(6) Diógenes Laercio. Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más
ilustres. El Ateneo, Buenos Aires, 1947.

107 ♦
La Despertadora y el CTI

teofanía. Y no solamente son los “primitivos”------ designación


impropia, si las hay------ quienes confieren la dignidad suprema
al padre Sol: desde el Horas de los egipcios, que iluminaba todas
las mañanas con su encendido halcón las aguas del Nilo, hasta el
Inti de los indígenas andinos, el Sol, cálido y fecundo artesano de
la vida, dispensador de la luz y el júbilo entre los mortales,
desempeñaba la función de padre madurador de las cosechas. Y
quien es capaz de hacer estos milagros no puede ser otra cosa que
un Dios.
Del mismo modo los estoicos, anticipándose a las leyes de la
termodinámica, afirmaban que “todo cuanto vive, sea animal, sea
planta, vive por el calor contenido en él. De lo que se desprende
que la naturaleza del calor tiene en sí una fuerza vital que se
difunde por todo el mundo... Todas las partes del mundo,entonces,
se mantienen sostenidas por el calor... y el mundo mismo es
conservado en tan larga duración por una semejante e igual
naturaleza, y se debe entender que ese calor y ese fuego se halla
así compenetrado con toda la naturaleza, que en él está la fuerza
de toda procreación y la causa de todo nacimiento.” (7)
La idea del Alma del Mundo estuvo también vigente entre
los neoplatónicos quienes establecían una trinidad, aliando la
teología cristiana con la filosofía. Dicha Trinidad se organizaba
del siguiente modo: el Padre era la Mens, el Hijo, el Intellectus, y
el Espíritu, el Anima Universalis. El Cristianismo, que separó
perfectamente la contingencia de lo Creado de la eternidad del
Creador, disipando así la confusión panteísta, aceptó, sin embar­
go, la idea del Alma del Mundo por parte de algunas figuras de la
escolástica medieval. Abelardo, en tal sentido, lo equipara con el
Espíritu Santo.
Estos antecedentes prefiguran los posteriores desarrollos
que se manifestarán en casi todos los pensadores del Renacimien-

(7) Cicerón, De Natura deorum. De la Nature des Dieux. Librairie Garnier


Fréres, París, 1935.

♦ 108
Daniel Vidart

to italiano (especialmente Giordano Bruno), dados a las prácticas


mágicas (8), y en las doctrinas de los alquimistas. Estos creían
que toda la naturaleza estaba animada. De tal modo las piedras
y los metales crecen y maduran al igual que las plantas en el seno
de la Tierra. El calor del Sol en las zonas tropicales, sumado al que
proviene de las entrañas del mundo, genera los metales, y por
ende los que se consideran preciosos, dadas su escasez y belleza.
De ahí que Colón buscara en las regiones cálidas de las Antillas
las maravillosas comarcas donde “nace el oro”. El alquimista
supone que la materia, además de engendrar espontáneamente
materia y trasmutarse en otra según ciertas reglas, tiene
psiquismo. Es animada, sintiente y de algún modo pensante. No
hay verdadera separación entre lo orgánico y lo inorgánico, lo cual
implica, además, que lo vivo y lo muerto no están tan alejados
entre sí como supone el profano vulgo. En el alambique se
inflaman los espíritus de las cosas, los alcoholes vuelan y se
expanden, genios tornasolados danzan en las retortas y las
\ iluminan con misteriosos relámpagos interiores. La sal es el
corpus; el mercurio, el spiritu; el azufre, el anima. Todo está
relacionado entre sí, empática y simpáticamente. Microcosmos
y macrocosmos se corresponden, al punto que un alquimista
antes de comenzar su trabajo en el laboratorio consulta el dicta­
men de los astros.(9)
Según Paracelso en la naturaleza se desarrollan procesos
vitales cuya ecceidad propia no puede remontar la corriente del
tiempo. Este concepto presiente la flecha entrópica. Pero lo que
interesa realmente es la cosmogonía y teogonia de este personaje

(8) Giordano Bruno. De la causa, principio y uno. Editorial Losada, Buenos


Aires, 1941; Francés A. Yates. Giordano Bruno y la Tradición Hermética. Ariel,
Barcelona, 1983.
(9) Entre los múltiples estudios sobre la alquimia y los alquimistas, además del
clásico de E.J. Holmyard, Alchemy, Pelican Books, London 1956, ver F. Sherwood
Shepard. Los alquimistas, Fondo de Cultura Económica, México 1957 y Titus
Burchkardt, Alquimia, Plaza y Janés, Barcelona, 1972.

109 ♦
laDespenadorayelCTI

singular, mitad médico, mitad brujo. Antes que nada, escribió el


ocultista alemán, existía el ylliaster, la protomateria aún no
tocada por la Creación, la prima materia omnium rerum. Sobre­
viene luego el caos, el mysterium magnum, cuando la materia
inanimada es penetrada por el espíritu que la impregna y la
moviliza. Por su parte, “el misterio magno ha sido la madre de
todos los elementos (los cuatro elementos sensibles son el aire, el
agua, el fuego y la tierra) y en ellos se ha convertido en la abuela
de todas las estrellas, los árboles y las criaturas de carne y hueso.
Pues como de una madre los hijos, del misterio magno han nacido
todos los seres, sensibles e insensibles. Una vez formados no se
repetirán, pues lo mismo que el queso jamás vuelve a ser leche,
la generación no retoma a su materia prima”. La energía degra­
dada no se recompone, aunque Dios, a lo largo de la evolución —
—no habla de ella Paracelso, ni podría, pero el concepto sobrenada
el discurso------ “ha pulido, corregido y elevado hasta lo más alto
las cosas: cuanto más tarde, tanto más”. (¿No se anticipa aquí la
posterior doctrina acerca del incesante progreso humano, desa­
rrollada en el siglo XVIII por Condorcet?)
La vida, según Paracelso, se halla situada entre la materia
prima y la materia última. La vida es el archeus, el arqueo, el
soplo antiguo que da animación a las cosas, que las desgaja del
ylliaster inicial, que las individualiza y pone dentro de cada una
de ellas un germen propio e intransferible: “archeus est ista vis
qux prod xit res, id est dispensator et compositor omnium rerum”.
De tal modo cada ser, cada organismo, posee un ares particular,
un spiritu vitas que actúa como un consumado alquimista. Y este
organismo se desarrolla en un ambiente que le es propicio o
mortal, según los casos. La simpatía y la antipatía rigen los
procesos de adaptación al medio, que ya beneficia, ya aniquila. (10)

(10) Honorio Delgado. Paracelso. Editorial Losada, Buenos Aires. 1947; Alexandre
Koyré. Místicos, espirituales y alquimistas del siglo XVI alemán. Akal Editor,
Barcelona, 1981, Cap. 3, Paracelso.

♦ 110
Daniel Vidart

Anticipándose al ecólogo contemporáneo, Paracelso prevé


lo que pasa en el seno de los biosistemas, donde las comunidades
de seres vivientes entablan relaciones dialécticas con los factores
propicios o adversos del clima, del suelo y de los cambios catastró­
ficos impuestos por la naturaleza o por el hombre.
Esta mención del biosistema, que se transforma en
ecosistema cuando se lo estudia desde el punto de vista energé­
tico, nos coloca de lleno en nuestro asunto, o sea la naturaleza
viviente de la ecosfera o biosfera, una entidad no independizada
aún de las lucubraciones del pensamiento mágico y las inercias
metafísicas de un vitalismo tenaz. Aún hoy se sigue comparando
la Tierra con un gran ser animado, como se desprende de los
ejemplos, algunos disparatados y otros dignos de cuidadosa
consideración, que citaré de inmediato.
El primero pertenece a un funcionario de la policía de
Montauban, Francia, el lugarteniente Chevrel-Dessaudrais,
quien, en el año 1805 publicó un libro con un título por demás
sorprendente: Clave de los fenómenos de la Naturaleza o la
Tierra viva.
¿Qué decía este inventivo lugareño en su obra, por momen­
tos hilarante? En ella nos enteramos, como expresa un divertido
resumen escrito en nuestros días, “que nuestro globo es un
gigantesco animal, en cuyo lomo vivimos como parásitos, igual
que las pulgas en un cráneo. En realidad no lograba saber si nos
encontrábamos en presencia de uno o dos animales separados.
Diferentes indicios lo llevaban a pensar que el Nuevo Mundo era
la hembra del Viejo Mundo... Animal único o pareja, el hecho es
que nuestra Tierra vive. No se desplaza en su órbita en virtud de
la gravitación universal, sino por un movimiento propio, como un
ser animado: camina en el cielo. Pero, dirá el lector, un animal
necesita dormir. Chevrel-Dessaudrais piensa, efectivamente,
que la Tierra duerme durante los meses del invierno. Puesto que
durante ese tiempo sigue desplazándose sólo hay una explica­
ción: la Tierra es sonámbula. La naturaleza animada de la Tierra

111 ♦
la Despenodoro y el CTI

está demostrada por la propia vida. El soporte de la vida sólo


puede ser vivo; en un cuerpo muerto no crece nada. Si la vida no
fuese común a la Tierra y a los animales, ¿de dónde vendría esa
similitud entre el crecimiento de la hierba y nuestra barba? Otra
prueba de que nuestro planeta vive: lo vemos respirar. Las
mareas no se explican de otra manera. Las regiones de fuertes
mareas corresponden a la caja toráxica del animal. ¿Con qué se
alimenta la Tierra? Con lo mismo que los peces: con los cuerpos
en suspensión en el agua del mar. Nuestra infeliz Tierra puede,
incluso, enfermarse. Entonces le vienen convulsiones: son los
sismos. En cuanto a los miembros del animal, es posible que estén
replegados debajo de él. Están, pues, sumergidos en el fondo de
los océanos; pero a veces los mueve para desperezarse, entonces
se producen... los maremotos. Es decir, la Tierra vive.” (11)
Entre esta loca suposición y la teoría del Dr. Jawosky, quien
en el año 1937 publica un libro acerca de Le Géon ou la Terre
vivante, existe una diferencia de grado: ambas se mueven en el
territorio de lo absurdo pero el académico chiflado mejora el
lenguaje y afina los símiles. El Géon está constituido por la
viviente trama de la geosfera, la hidrosfera, la litosfera, la
zoosfera y la antroposfera. El hombre no vive sobre la Tierra;
vive en la Tierra, en tanto que parte de la vida por todos
compartida que anima a nuestro planeta. La Tierra es una célula
gigantesca: el núcleo del interior es el corazón, el protoplasma
está constituido por la atmósfera y la hidrosfera, la membrana
que la recubre no es otra cosa que la litosfera. El corazón del
Géon bombea su sangre hacia el cuerpo entero del Gran Animal.
El núcleo central, digo, cordial, envía oleadas de calor hacia la
superficie: se trata, sencillamente, de la circulación de la sangre.
Si una erupción volcánica derrama lava, estamos ante una
hemorragia; cuando la lava se enfría en forma de coladas gigan-

(11) Franfois Derrey. La Tierra, esa desconocida. Editorial Sudamericana,


Buenos Aires, 1969.

♦ 112
Daniel Vidart

tescas, la sangre se coagula en la superficie del planeta. El


esqueleto que arma el enorme cuerpo terrestre está formado por
las rocas y las cordilleras: más que esqueleto éste asemeja un
recubrimiento quitinoso y el Gran Animal, aunque el autor no lo
dice expresamente, se convertiría así en un inmenso cascarudo,
o coleóptero, como se prefiera decir. Las aguas superficiales y
subterráneas conforman el sistema linfático de este ser y cuando
los ríos salen de madre y las lagunas se desbordan estamos ante
una manifestación patológica: se trata de simples y habituales
edemas. La humanidad entera constituye el agrupamiento de
células nerviosas que dan origen al cerebro de este superser: los
fenómenos matrices se definen en el hemisferio cerebral izquier­
do, correspondiente a las Américas, mientras que el Dr. Jawosky,
buen europeo al fin, reserva el hemisferio derecho, centro de la
inteligencia y el lenguaje, al continente Euroasiático. Este Gran
Animal se alimenta, ya que de otro modo no podría vivir. La diaria
pitanza la proporciona la radiación del Sol padre. El disparatarlo

I continúa, de modo que con lo hasta ahora visto alcanza y sobra.


Pero nadie puede negar que los viejos modelos elaborados por la
mitología, la magia y la alquimia resuenan, como un tam-tam de
fondo, en los delirios del charlatanismo pseudocientífico. (12)

El mundo de las margaritas

La hipótesis de Gea fue alumbrada por la labor conjunta de


la microbióloga Lynn Margulis y del químico atmosférico James
Lovelock pero su denominación se debe al novelista William
Golding. “La hipótesis de Gea es una teoría de la atmósfera y de
los sedimentos de la superficie del planeta Tierra considerado
como un todo. La hipótesis de Gea en su forma más general afirma

(12) Id. Ibid.

113 ♦
Lo Detpenodoro y el CTI

que la temperatura y la composición de la atmósfera de la Tierra


son reguladas de manera activa por la suma de la vida en el
planeta: la biota. Esta regulación de la superficie de la Tierra por
medio de la biota y para la biota ha existido continuamente
desde la primera aparición de la vida de manera extensa. La
garantía de la habitabilidad global continua no es, según la
hipótesis de Gea, una cuestión meramente casual. El punto de
vista geano de la atmósfera constituye una desviación radical del
primer concepto científico de que la vida sobre la Tierra está
rodeada de y se adapta a un medio esencialmente estático. Que
la vida interactúa con y, finalmente, transforma su propio
medio; que la atmósfera es una extensión de la biosfera casi en
el mismo sentido en que la mente humana es una extensión del
DNA; que la vida interactúa con y controla los atributos físicos
de la Tierra a una escala global, todas esas cosas resonaban
fuertemente con el antiguo sentimiento mágico-religioso de que
todo es uno.”(13)
La idea geana es simple: la vida hace y rehace su propio
medio, sale de su ensimismamiento y fabrica en derredor suyo un
cubículo propicio, una carpa termal de aire res pirable y diapasones
climáticos de leve gradiente. De este modo controla las crisis
cósmicas------ altibajos en la radiación solar, sustitución de la
atmósfera reductora inicial por una atmósfera oxidante------ y,
sobre todo, gracias a los microorganismos que “exhiben capacida­
des impresionantes para transformar los nitrógenos, sulfuros y
carbonos que contienen los gases en la atmósfera” (14), construye
en la superficie de nuestro planeta un habitat regulado desde
adentro y no desde afuera de la ecosfera.

(13) Donan Sagan y Lynn Margulis, La hipótesis de Gea y la filosofía, en Leroy S.


Rouner (comp.) Sobre la Naturaleza. Fondo de Cultura Económica, México, 1989.
(14) Conrad H. Waddington, resumen final del libro Evolution and
Consciousness, compilado por el mismo y Erich Jantsch, Addison Wesley, Reading,
1976. Citado por Sagan y Margulis, Op. cit.

♦ 114
\ La sustentación de la tesis es rica y convincente. Los
sistemas regulativos geanos, de semejante modo que los
embriológicos tal cual los entiende Waddington se pueden descri­
bir más adecuadamente como homeorréticos en vez de
homeostáticos, y el juego demostrativo final, la simulación en el
ordenador que sirve como sustento a esta tesis, se fundamenta en
el modelo matemático del Mundo de las Margaritas. Este modelo
"tiene supuestos simples: la superficie del mundo hospeda una
población de organismos vivos que comprenden exclusivamente
margaritas oscuras y claras. Estos organismos siempre se repro­
ducen adecuadamente. Cada margarita clara tiene como fruto
(flores se debió decir) margaritas claras y cada margarita oscura
sólo produce margaritas de su clase. Las margaritas totalmente
negras absorben toda la luz que les llega del Sol y las
ihargaritas totalmente blancas reflejan toda la luz. Se
considera que las mejores temperaturas para el crecimiento de
las margaritas oscuras como las claras son las mismas: no crecen

115 ♦
Lo Detpenodoro y el CTI

por debajo de una temperatura menor a los 5 grados centígra­


dos, aumentando el crecimiento como una función de la tempera­
tura a un óptimo de los 20 grados y disminuyendo el índice de
crecimiento superior al máximo de 40 grados, temperatura en la
que cesa todo crecimiento.” La relación existente entre la deman­
da de ambos tipos de margaritas y las ofertas de las temperaturas
ambientales equilibran las fluctuaciones térmicas: la explicación
algorítmica del proceso dilataría y complicaría excesivamente
este resumen. No obstante desde ya queda claro que la biosfera
actúa como un organismo solidario y sensible, gracias a un
sorprendente manejo de la composición de los gases atmosféricos
reactivos. Aquí cobra presencia rectora el papel desencadenante
de la fotosíntesis, luchando contra el aumento del anhídrido
carbónico y dando origen a un proceso que lo transforma en
yacimientos de carbonato de calcio, que lo solidifica en los huesos
de las armazones esqueléticas o en las cubiertas quitinosas que,
finalmente lo estiba en los blancos jardines coralinos o las negras
tumbas de la antracita, aquéllos suboceánicos, y éstas subte­
rráneas. Corales y carbones son, al cabo, verdaderos labo­
ratorios alquímicos y depósitos terminales de materias
biógenas.
Si hoy nos aterra el aumento del anhídrido carbónico------
causante del famoso “efecto de invernadero” provocado por la
actividad tecnógena debemos entender que ese desequilibrio
impuesto por el hombre ha roto el sabio manejo que el Gran
Animal del Mundo había instaurado desde el fondo de los evos. Y
en definitiva, nos hace responsables del ecocidio de una biosfera
de la cual formamos parte y cuya vida, que es la nuestra, debemos
preservar, si no amorosa, por lo menos inteligentemente.

♦ 116
Daniel Vidart

EL CARACOL DE LA VIDA

Me interesan los caracoles. En efecto, ellos convocan a la


vez la mirada atenta del naturalista y el tercer ojo del historiador
de los rituales de las culturas arcaicas y arcaizantes. Los caraco­
les no sólo representan las renovadoras fuerzas de la vida que
habita los dominios subterráneos donde imperan las divinidades
terrígenas, ctónicas; cargan, además, con el signo distintivo de los
dioses celestes: la espiral, llave y puerta del dinamismo uránico.
Mi encuentro y coloquio con sus signos y con sus símbolos
vienen desde muy lejos, desde mi ya remota niñez en la ciudad de
Paysandú. Y lo que a continuación narro, a partir de un episodio
en los fondos de mi casa, confirma la oscura fraternidad que me
une con esos misterios invertebrados.

Primavera en el jardín

La lluvia ha cesado ya, y esa es la señal para que yo pueda


retornar al jardín. El aguacero, que resonó reciamente durante
media hora sobre los techos y la arboleda, prolonga el rumor de
su paso en el fresco goteo que se escurre follaje abajo y cae sobre
las hojas muertas y las lajas serranas, ahora convertidas en
piedras preciosas al mostrar, bajo el polvo de los días lavado por
la torrentera, el resplandor de sus entrañas de mica y cuarzo.
Todo parece nuevo y recién nacido. Los colores de las hojas
s,on limpios y crudos, y las nervaduras, más bien esculpidas que
dibujadas, semejan haber salido del taller de un artesano. Allá en
el fondo, coronando las agujas de la cica, una gimnosperma
superviviente de la era primaria, las ramas del laurel arden como
117 ♦
lo Despenodoro y el CTI

si cada una de ellas escondiera tras de su materia una lámpara


de luz sanguinolenta. De las cortezas del drago proveniente de las
Islas Canarias, de los aguacates de tierra caliente y de las
pitangas de la flora aborigen, de los carnosos tallos del manto de
Eva, del musgo que rellena las junturas de los ladrillos, y sobre
todo, del jazmín vestido como para una fiesta, brota un aroma
dulzón que se mezcla con el vaho, casi acre, que sube desde las
raíces empapadas. Un prolongado temblor, un húmedo escalofrió
recorre la comunidad de árboles, arbustos y pastos cuyo paisaje
íntimo, semejante al de los parques japoneses alveolados en
pequeños espacios, se me antoja un doméstico fragmento de aquel
paradeisos de los orígenes. Paraíso, en iranio, significaba jardín
cerrado, porque eso, y no otra cosa, era el solar que su creador y
plantador, El Gran Jardinero, entregara al cuidado de la pareja
primordial.
Me acuclillo al pie de los paltos, que en mi larga residencia
colombiana aprendí a llamar aguacates, un nombre en idioma
náhuatl diseminado desde su cuna mexicana por toda el área
tropical de América. Ahuacatl significa testículo, quizá por la
forma del fruto, quizá por el presunto poder afrodisíaco de su
pulpa oleosa. Los hombros y el pelo se me mojan con una fina
llovizna que recrudece al menor soplo de viento, pero eso no me
amilana porque algo atrae y cautiva mi atención. He visto los
primeros caracoles y quiero contemplar de cerca a esas criaturas
doradas y gibosas con el antiguo deleite de mi infancia sanducera,
transcurrida en la casona de las calles Cerrito y Florida, cuando
en pleno estío realizaba su recolección quincenal para abastecer los
guisos de la rubia Alejandrina, la abuelita de los cazos y peroles.

Como el rostro bifronte de la naturaleza

Por la pared lisa, recién encalada, se mueve una pareja de


Helix Pomatia, sin duda descendiente de los caracoles que, en

♦ 118
Daniel Vidart

pleno letargo, llegaron escondidos entre las semillas y los trebejos


agrícolas traídos por los colonizadores españoles. Uno es macizo,
lustroso, de gruesa caparazón, con pintas violáceas; el otro es
pequeño, casi un proyecto de caracol, recubierto con un cascaroncito
pálido, de traslúcidos bordes color miel. Ambos ascienden
trabajosamente, agobiados por el peso de la vivienda, una petri­
ficada y diminuta galaxia con espiras de calcio fabricada por la
alquimia interna de sus cuerpos. Cada uno de ellos deja tras sí un
rastro de moco que me resisto a llamar por su nombre. En los
juegos de la luz que reaparece y se vuelve a eclipsar con el sol, que
juega a las escondidas con las últimas nubes de tormenta, ese
moco, en vez de ser una sustancia repelente y pegajosa, simula
estar tejido------ ¿o lo está de veras?------ con el hilo de plata que
centellea en las estrellas, con la delicada seda que recubre las
visceras del mundo.
El calor de la primavera y la primicia de la lluvia recién
caída han despertado y puesto en movimiento a la sociedad de los
caracoles, unos moluscos tiernos y a la vez macizos como el rostro
bifronte de la Naturaleza. Yo los adivino allá abajo, en un lento
desperezamiento colectivo, desenfundando una tras otra las
huecas torrecillas de esos extravagantes apéndices celebrados
por las canciones danzadas por los niños, una francmasonería
que preserva ritos milenarios, aún repiten en el vaivén de sus
juegos: caracol-col-col, ¡saca tus cuernos para el solí, que te
vienen a matar! a la orilla de la mar.
Los dos madrugadores que acabo de descubrir trepan con
entrecortado impulso; avanzan unos pocos centímetros y luego se
detienen, tal vez para sacudir el frío del invierno que se les ha
quedado pegado en sus transparentes cuellos de jirafas de las
profundidades. Replegados dentro de los caparazones han pasa­
do los meses de la mala estación tras un opérculo calizo segregado
por sus organismos. Este opérculo, al tiempo de sellar la concha,
permite que el aire exterior acceda al único pulmón que oxigena
a los caracoles terrestres. Pero como la estrategia de la supervi-

119 ♦
lo Despenodoro y el CTI

vencía es algo más que previsora, entre el opérculo y el cuerpo ha


interpuesto una serie de membranas, construidas por el
gasterópodo en su huida al interior del caparazón, que impiden la
entrada de agentes destructores y protegen, a modo de delgadísimas
compuertas, el confinamiento vegetativo del animal.
Los naturalistas, y al cabo yo he tenido que aprender sus
taxonomías y nomenclaturas dado que el antropólogo no lo es del
todo si no despliega su vuelo a partir de los ecosistemas, clasifican
a los caracoles dentro del género Mollusca (de mollis, blando en
latín) y la clase gastropoda, esto es, con el pie en el vientre, como
surge de la libre traducción del griego. La concha univalva y
espiral de estos especímenes caseros que estoy observando obliga
a la masa carnosa a efectuar una torsión de 180 grados alrededor
de un eje en el sentido contrario a las agujas del reloj. Dicha
disposición sinistrógira, grabada en relieve sobre el caparazón,
representaba la destrucción marina que los mitos remitían a los
poderes negativos de Poseidón. El torbellino, orientado de esta
adversa manera, tenía su réplica en la espiral creadora de Palas
Atenea, dextrógira al igual que las fuerzas positivas del Kosmos,
del Orden que suplanta al Kaos e instaura la ley entre los
elementos de la naturaleza y las sociedades de los hombres y los
dioses. Los griegos, dialécticos siempre, buscaban establecer de
dicho modo un sistema de contrapesos, de armonías, para escapar
a las asechanzas de la desmesura, la temida hybris.
Los caracoles que habitan las latitudes donde se cumple la
rítmica pulsación de las estaciones retornan con la primavera.
Son en verdad sus emisarios, al igual que los osos, a quienes el
hombre de la edad paleolítica, al verlos regresar de su sueño
invernal en el vientre de las cavernas, les atribuyó la virtud de
traer consigo la restauración de la vida, y de ahí los rastros de
ceremonias cultuales cuyas variedades descubren hoy los
arqueólogos.
Según sea la mentalidad------ la sagrada o la profana------
que interprete este advenimiento, los caracoles, los osos, los

♦ 120
Daniel Vidart

lirones y los otros durmientes del reino animal resucitan o


simplemente despiertan. Segura de sus conocimientos acerca de
un proceso “naturalmente” operado, nuestra racionalidad occi­
dental relega las fabulaciones míticas a los oscuros territorios de
la superstición y el primitivismo. No creemos ya en la circularidad
de los eternos retornos, aunque sí en la re-volución que, etimolo­
gía mediante, al cabo es lo mismo. El progreso unilineal, dogma
que sustenta la religión del industrialismo y el cientificismo, se
opone al cíclico vaivén cosmogónico entre las épocas Kitra y las
épocas Rali, que Saint Simón cambió de nombre y trasladó a la
tierra al llamarlas fases orgánicas y fases críticas de la sociedad
humana.
Pero lo cierto y por todos admitido es que cuando reapare­
cen los caracoles vienen con tan tremendo apetito que a la
primera embestida devoran cuanto vegetal apetecible cae bajo
sus rádulas, que así se llaman las ásperas lenguas córneas,
eficaces en grado sumo.

Entre la oposición y la armonía de los contrarios

Me interesan, pues, los caracoles. Por lo que ellos son en sí


y por lo que los hombres hemos agregado, idealmente, a su mero
ser animal. Estos gasterópodos hortelanos no solamente repre­
sentan las renovadoras fuerzas de la vida que habita los dominios
subterráneos donde imperan las divinidades terrígenas, ctónicas,
y por ende femeninas, al punto que, entre los aztecas, simboliza­
ban la secuencia que va desde la concepción a la preñez y el
alumbramiento. Cargan, además, con el signo distintivo de los
dioses celestes, o sea la espiral, llave y puerta del dinamismo
uránico que, a partir de una escala inmensamente grande, da las
pautas para la actividad de lo mediano, representado por la masa
y las dimensiones de nuestro hogar planetario, y lo pequeño,
condensado en nuestros cuerpos y nuestras almas, fragmentos de

121 ♦
Lo Deipenodoro y el CT1

la materia y la energía del plasma cósmico.


Por añadidura, los caracoles son unos extraños especímenes
hermafroditas cuya cópula recíproca hace que cada uno de los
actores del apareamiento sea, simultáneamente, macho y hem­
bra. Esto puede interesar mucho a los que andan a la caza de
nuevos erotismos y sensaciones fantásticas, aunque el Occidente,
que ya ha sobrepasado los placeres de Sodoma y Gomorra, resulte
apenas un aprendiz gimnástico si se le compara con la sexología
y la sexonomía de la India, la China y el Japón.
A todo ello, a lo mítico y a lo biótico, yo, por mi parte, he
sumado lo poético. Desde mucho tiempo atrás contemplo a los
caracoles con aquella inquisitiva pasión que me trasmitió la
lectura de los libros de Henri Fabre en los lejanos días de mi niñez:
esto es, con el entusiasmo del poeta, en el entendido que entusias­
mo no significa otra cosa que la inspiración concedida por los
dioses al espíritu humano donde ellos provisionalmente habitan.
Y cuando el sofocado poeta que me anda por debajo de la piel
quiere manifestarse yo debo contenerme, advirtiéndome a mí
mismo que en mi carácter de Herr Professor universitario de
asignaturas tan graves como la ecología humana y las religiones
comparadas------ el sótano y el ático, respectivamente, de la casa
de la antropología------ debo contemplar la realidad desde una
zona fría del pensamiento, tratando de entender y no de fabular,
dando paso a la episteme y acogotando a la poiesis. Por eso me toca
ahora despojar a los hechos de toda aureola imaginativa para
atenerme a la interpretación científica de los atributos otorgados
por las culturas prealfabetas a esas criaturas que en este momen­
to ascienden hacia la neguentropía dejando tras sí las huellas de
antepasados cultos zoolátricos y la doble estela de una congelada
belleza.
Los enterramientos prehistóricos revelan el uso frecuente
de caracoles y conchas como acompañamiento de los restos
humanos en las tumbas ornadas, entre otras cosas, con capara­
zones de moluscos terrestres y marinos. Aquéllos han sido reco­

♦ 122
Daniel Vidart

lectados en el lugar pero éstos, los nacidos en el benthos, provie­


nen de lejanísimos litorales, lo que hace pensar en un audaz e intenso
comercio: el hombre es tal por sapiens pero también por violar.
La mayoría de los caracoles de la funebria arcaica pertene­
cen a especies contemporáneas a los enterramientos. Pero algu­
nos especímenes, los amonitas y los numulitas, por ejemplo, son
testimonios fósiles de las eras secundaria y terciaria.
Acuden entonces a mi recuerdo preguntas que Th. Meinage
formulara hace ya 70 años: ¿por qué el esqueleto de Laugerie-
Basse (Dordoña) llevaba un collar formado por conchas del
Mediterráneo y el esqueleto de Cro-Magnon un ornamento de
conchas oceánicas?; ¿por qué en la cueva de Grimaldi, Mentón,
(Costa Azul) los yacimientos mortuorios han proporcionado con­
chas de las orillas del Atlántico, mientras que en Pont-á-Lesse,
(Bélgica) se han encontrado caparazones fósiles del terciario,
recogidos en los alrededores de Reims (Francia)?
Las respuestas quizá provengan de mecanismos que no
podemos descifrar con nuestra lógica, al cabo hija del nominalismo
de la cultura de Occidente, y no ubicua y eterna como las Ideas
platónicas, pretendidamente reales y válidas para todo lugar y
todo tiempo.
No obstante, para la mentalidad prehistórica (¿es que de
veras existe tal prehistoria cuando sólo el hombre puede ser el
protagonista y a la vez el archivo de toda historia posible, a tal
punto que la voz prehistoria debería significar ausencia de
humanidad?) la apelación al objeto lejano tal vez tenga que ver
con la alteridad de una fuerza vital que se debe renovar con las
hierofanías de los puntos cardinales opuestos o de los lugares
poseedores de mana.
De tal modo el más allá de los gasterópodos marinos sería
el más acá de la circulación constante del poder genésico,
reanimador de las plantas y de los animales, de los astros
benéficos, el Sol y la Luna, y además engendrador y partero de los
recién nacidos.

123 ♦
La Detpenodora y el CT1

No es posible evocar caso por caso la ocurrencia mágica de


los caracoles en las costumbres de los pueblos. Los cadáveres se
depositaban sobre capas de caracoles o se enterraban en las
concheras de las culturas sambaquianas diseminadas a lo largo
de las costas atlánticas del Brasil, y lo mismo sucedía en los
litorales del Africa. El caracol marino se utilizaba entre los incas
y los aztecas, cuyos imperios tenían sus centros muy lejos de los
litorales marinos, como un llamador de la atención de los dioses,
y todavía hoy el mugido quejumbroso de los potutos cordilleranos,
denominados fotutos en Colombia, mi otra patria, prolonga el
soplo del viento oceánico entre los nevados.
Quienes visiten el prodigioso Museo del Oro en Santa Fe de
Bogotá podrán admirar un fotuto fabricado con finas láminas de
tumbaga, producto de la notable metalurgia de las comunidades
indígenas prehispánicas. Tal pieza no fue concebida, en el mo­
mento de ser forjada por los orfebres, como una pura manifesta­
ción del arte sino por un instrumento del ritual. Apunto esto al
pasar, como plausible cabeza de puente para futuras andanzas en
el camino de los encuentros y desencuentros entre lo estético y lo
numinoso.
El caracol constituía, en definitiva, un símbolo de la fecun­
didad albergada en las aguas del mar y, a la vez, resultaba ser el
unánime padre de la vida en las tradiciones de América nuclear,
en las ceremonias funerarias de Borneo y en los enterramientos
del desierto chino de Fu-Chien. Y era también la material inicial
de teogonias, una de las cuales, la helénica, inspiró a Tales de
Mileto, quien, cambiando el mythos por el logos, confirió al agua
el carácter del arjé primigenio.

La vida que regresa sin pausas

El caracol era usado para la compraventa en el Africa


esclavista y aún hoy circula entre las tribus, cada vez más

♦ 124
Daniel Vidart

deculturadas y degradadas, donde la Cypraea moneta sirve como


vehículo para efectuar las transacciones comerciales y como
adorno ceremonial. El dibujo turbador del caparazón de los
caracoles es mimado en la danza corsa de la caragola, una espiral
coreográfica que las lloronas profesionales, hoy casi extinguidas,
describen alrededor del difunto mientras lanzan ayes lastimosos
y mesan sus cabellos de euménides ululantes. Las antiguas urnas
chinas del período Ma-Cheng reproducen también el motivo
inciso de la espiral de caracol como una constante ornamental
que, a modo de pasaporte, aseguraba la feliz entrada al País de los
Antepasados.
¿Para qué seguir? Los pocos ejemplos anteriores comprue­
ban que el caracol, el Lleva-su-Casa, el fereoikos que brota de la
recién amanecida primavera con su redoma mineral a cuestas,
“huyendo de las Pléyades” como dice Hesíodo, es uno de los más
socorridos símbolos de la vida que regresa sin pausas. Su mágica
espiral menciona la fecundidad, la teofanía lunar del dios azteca
Tecsiztecal, las aguas maternas del océano, mágico en razón de su
misteriosa lejanía, y la presencia teocrática de lo sobrehumano
que ata con una misma hebra la muerte con la vida, la inmanencia
con la trascendencia, el atman con el brahmán. Cuando los
bailarines berberiscos del norte del Africa todavía hoy agitan en
sus danzas los collares de concha que ornan las máscaras ceremo­
niales, intentan trasmitir sin palabras a quienes los contemplan
un ancestral mensaje que, de ser decodificado, diría lo siguiente:
“He aquí el constante milagro de los nacimientos, la humedad de
la tierra y de los sexos que huelen a surco abierto y a semen
derramado, el soplo de la boca de los muertos que desde la raíz de
las sementeras y el hospicio de las tumbas nos vitaliza. Todo ello
afianza nuestras certidumbres y corrobora nuestras rutinas
sagradas, ayudándonos así a mantener el orden del Universo y de
lá sociedad mediante el logro del cotidiano alimento para noso­
tros y para nuestros hijos.”
Mientras pienso en estos mundos y trasmundos, merced a

125 ♦
Lo Despertadora y el CTI

Rk

Cabeza de barro de
Soyaltépec, Oax., re­
presentando la duali­
dad vida-muerte.

un ejercicio de ensoñación más cercano a la fantasía que a la


antropología, los caracoles han desaparecido. Ajenos a mis qui­
meras, estos fragmentos vivientes del agrosistema doméstico de
mi jardín, que ha dejado de ser el ecosistema libre de lanaturaleza,
ya estarán desempeñando su papel de consumidores primarios.
O quizá habrán seguido su exploración pared arriba, parsimoniosos
monstruos en miniatura, enarbolando los tentáculos que los
comunican, antenas míticas al cabo, con el reino de los inmorta­
les. Dichos tentáculos, en puridad, son cuatro por individuo. Dos,
muy cortos y táctiles, están orientados hacia abajo. Los otros dos,

♦ 126
Daniel Vidart

también táctiles y contráctiles, son además ópticos y ofician a


modo de sensibles periscopios que se retraen al menor soplo de
brisa o al paso friolento de una sombra. Y como ambos, el viento
del sur y el umbral de la noche ya están encima de las cosas, me
digo que es el momento de emprender la retirada. Un desapacible
atardecer, como los que conocemos los uruguayos, me devuelve a
los sabrosos coloquios con mi mujer, al humeante y aromado tinto
antioqueño y la oriéntala caña con pitanga, a mis actuales
lecturas sobre la metalurgia indígena prehispánica, la polis
helénica y el budismo hinayana, a mi Mozart y mi Gardel
nocturnos, a la melancólica máquina del tiempo que muele
recuerdos en cada uno de los rincones de la casa ya sin hijos,
pulcra y vacía. Antes de entrar un soplo de pampero promueve un
remolino de hojas, mitad secas, mitad húmedas, que fabrica con
su torno aéreo un efímero caracol sonoro. Y allá en lo alto, entre
las ramas de los árboles, resuena otra vez el lamento agrio y
asordinado de aquellos fotutos que por doce años seguidos sopla­
ron sobre mis nostalgias rioplatenses en el mineral edificio de los
Andes.
Pero ahora son las montañas colombianas quienes, viento
y tiempo arriba, reclaman el recuerdo de mi dividido corazón.

Relaciones, N° 90; noviembre, 1991

127 ♦
Lo Despenodoro y el CTI

Impreso en el mes
de mayo de 1994 en los talleres gráficos
de ARCA S.R.L.Andes 1118
Montevideo - Uruguay

Depósito Legal N° 290.701

♦ 128
del territorio
uruguayo.
1965. caballos
y jinetes 1967:
El paisaje
uruguayo,
1967. El tango
y su mundo.
1967; Ideología
w resudad Je
América. 1968
(quinta edición
ampliada,
1990); El
legado de los
inmigrantes (en
colaboración
con Renzo Pí ;
Rugaría) :-1969;-|
Diez mil años
de prehistoria
uruguaya. 1976
(tercera edición
ampliada.
'1992); Rtosoha ■'
ambiental
1986; Coca.
Cocatos y
cuqueros en
América
andina, 1991;
Los muertos y .;
sus sombras
Cinco siglos de
Aménca. 1933.
La vida y la muerte, cara y cruz de la
moneda existencia!, tema disputado por
la metafísica, la religión, la ciencia y el
folclore, es analizado en este libro
desde el doble punto de vista de las
tradiciones populares y la comunidad
académica. Cultura y Naturaleza, mito y
logos, campesinos y ciudadanos,
g prealfabetos y civilizados, eutanasia y
sobrevivencia artificial: he aquí algunas
de las parejas dialécticas intensamente
f interrogadas por el autor. De tal modo
las respuestas conforman un atractivo!
conjunto de visiones acerca de lo
profano y lo sagrado -a veces ni
siquiera sospechadas, comoéucedejí
con el carnaval- que subyacen bajo las
ceremonias de la vida y los rituales de la
muerte. El sumario, más
elocuentemente que cualquier síntesis
introductoria, resume ei espíritu de tih
libro que por momentos oscila entre lo
mágico y lo escalofriante: Los biólogos
y la vida, Para una etnología de la ■.
muerte, Vida, muerte, inmortalidad, La
mascarada de los vivos y ios muertos,
La Tierra viviente, El caracol de la vida.

Huevas Fronteras

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