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Los amantes y el Amante

Oseas 2:2–23
El agradable final del capítulo 1 fue totalmente inesperado, y su sorpresa
destaca la pura gracia de Dios que nos revela. Ahora, en el capítulo 2, nos
movemos hacia el mismo clímax, con un desenlace realmente feliz; sin
embargo, vemos al Amante divino tomándose Su tiempo y usando todos sus
recursos para ganarse una respuesta que haga genuina la reconciliación.

A ella no se la comparte
2:2 Contended con vuestra madre, contended, porque ella no es mi mujer,
y yo no soy su marido; que quite, pues, de su rostro sus prostituciones, y
sus adulterios de entre sus pechos; 3 no sea que yo la desnude
completamente y la deje como el día en que nació, y la ponga como un
desierto, la reduzca a tierra seca y la mate de sed. 4 Y no tendré
compasión de sus hijos, porque son hijos de prostitución.

A partir de ahora, dejamos de centrarnos en los niños para hacerlo en la


madre y, por poco tiempo, aparece toda la familia enajenada junta. Sin
embargo, como material para la analogía de Dios, cada uno tendrá que jugar
su papel por separado. Por un lado, Israel y su apostasía podía compararse a
la prole descontrolada (Jezreel, 1:4) o nacida fuera del matrimonio (1:6–9), pero
por otro, Israel es como una esposa caprichosa. Esta segunda perspectiva
será el tema principal de nuestro capítulo, aunque, tanto al principio como al
final, los niños hacen una aparición breve pero memorable. En la medida en
que representan una entidad distinta a Israel, estos son, quizás, los verdaderos
oyentes, a diferencia del Israel colectivo, cuya historia ha hecho que sean lo
que son.
Es posible que el clamor inicial, “Contended... contended”, nos dé una
impresión algo falsa, pues se trata de un tipo de alegato o pleito como los que
se encuentran en un juicio. De hecho, en esencia, es la misma palabra que
encontramos en 4:1, cuando el Señor “tiene querella” contra los habitantes de
la tierra. Los dos siguientes versículos podrían formularse como preguntas
retóricas (“¿no es ella mi mujer, y no soy su marido?”), como los presenta la
versión inglesa NEB, ya que la idea central del libro es que Dios no se
retractará de las promesas de matrimonio que ha intercambiado con ella. Si no
se trata de ninguna pregunta, tiene que ser entendido desde el punto de vista
existencial, como si en otras palabras dijera: “Ella ya no es mi esposa...”, es
decir: “Ya no queda nada real en la relación”.
Aquí, aún en el versículo 2, aparece el primer llamado de muchos por
arrepentirse, pues, como veremos, a Israel, como a la mayoría de nosotros, le
es mucho más fácil pedir perdón que romper completamente con su modo de
vida. Y en los dos versículos siguientes (3–4) nos encontramos con el duro
recordatorio de que su marido abandonado no es un patético consentidor, sino
una persona con la que se las tendrá que ver. En la amenaza “no sea que yo la
desnude completamente” existe una justicia poética, pues se le da a la mujer la
dosis máxima de su propia medicina, en que se la desacredita, como en el
versículo 10, incluso más allá de su propia autodegradación. En otro sentido,
habla también de la pobreza extrema, que queda representada en la escena
del desierto del versículo 3. La mujer de Oseas iba a experimentar algo de esta
degradación y necesidad, pero Dios estaba hablando de Israel y su adulterio
espiritual, su descendencia impía (versículo 4, que nos lleva otra vez al
versículo 1:6) y su inminente devastación.

Un despertar brusco
2:5 Pues su madre se prostituyó; la que los concibió se deshonró, porque
dijo: “Iré tras mis amantes, que me dan mi pan y mi agua, mi lana y mi
lino, mi aceite y mi bebida.” 6 Por tanto, he aquí, cercaré su camino con
espinos, y levantaré un muro contra ella para que no encuentre sus
senderos. 7 Y seguirá a sus amantes, pero no los alcanzará; los buscará,
pero no los hallará. Entonces dirá: “Iré y volveré a mi primer marido,
porque mejor me iba entonces que ahora.” 8 Pues ella no sabía que era yo
el que le daba el trigo, el mosto y el aceite, y le prodigaba la plata y el oro,
que ellos usaban para Baal. 9 Por tanto, volveré a tomar mi trigo a su
tiempo y mi mosto a su sazón.
También me llevaré mi lana y mi lino que le di para que cubriera su
desnudez. 10 Y ahora descubriré su vergüenza ante los ojos de sus
amantes, y nadie la librará de mi mano. 11Haré cesar también todo su
regocijo, sus fiestas, sus lunas nuevas, sus días de reposo, y todas sus
solemnidades. 12Devastaré sus vides y sus higueras, de las cuales decía
ella: “Son la paga que mis amantes me han dado”.
Y las convertiré en matorral, y las devorarán las bestias del campo. 13 Y la
castigaré por los días de los Baales cuando ella les ofrecía sacrificios y se
adornaba con sus zarcillos y joyas, y se iba tras sus amantes, y se
olvidaba de mí —declara el SEÑOR.

La lujuria puede embellecerse (e incluso canonizarse) con muchos


nombres atractivos, pero no todo el mundo quiere que se le conozca por poner
precio a sus servicios. A esta relación en concreto no se le otorga ningún aire
de romanticismo. Ella “se prostituyó” (5) por la paga que recibe una prostituta
(12). Tiene muchos amantes, pero su móvil es uno: la recompensa que puede
ganar. Por tanto, la mayor parte del capítulo se refiere a ella en este aspecto, y
sólo irá más allá hacia el final. En este sentido y en otros, esta historia tiene
muchos puntos en común con la del hijo pródigo, quien volvió a casa no por
amor, sino porque (tal y como el versículo 7 lo expresa) “mejor me iba entonces
que ahora”. El amor, al menos al principio, sólo procede de la otra parte.

El hecho prosaico detrás de la poesía del versículo 5 (que serían


evidentes para los oyentes de aquel tiempo) es que los dioses de Canaán eran
mayoritariamente los patrones de la fertilidad. Para conseguir los mejores
resultados en los cultivos, era muy tentador pedir su ayuda y pensar que
Jehová, de alguna forma, se sentiría como un pez fuera del agua en este tema
(“ella no sabía que era yo el que le daba el trigo, el mosto y el aceite...”, dice el
Señor en el versículo 8). Además, esos dioses eran Baales, es decir, señores o
maridos, y aunque algunos de sus rituales eran una recreación de sus guerras
y victorias, o de la muerte y la resurrección de la vegetación, que, tal y como se
suponía, asegurarían el progreso de las estaciones y de las cosechas, otros
rituales eran actos sexuales con prostitutas religiosas, donde el coito en el
santuario otorgaría, mágicamente, fertilidad a los rebaños, a las manadas y a
los productos de la tierra.
Estas creencias y presunciones no son tan diferentes de las que existen
hoy en día como podríamos pensar. La idea de que Dios tiene poca relevancia
en el mundo natural es generalmente aceptada por nuestra sociedad
secularizada y puede ser una influencia escondida incluso para la minoría que
conscientemente la rechazaría.
Tanto si Su lugar es tomado por un concepto racional como es la
“naturaleza”, como si lo es por fantasías astrológicas o por aproximaciones a lo
oculto y lo demoníaco, se llega a un destronamiento moderno de Dios, que
apenas se diferencia de Su reemplazo por los Baales.

Y este no es el único parecido entre nuestra era y la suya. Si el sexo era


divinizado en el pensamiento politeísta, en el nuestro recibe casi la misma
devoción. Los crudos símbolos paganos de la fertilidad, como la comparación
de él o Baal a un toro, o el acto sexual en el santuario no eran simple
pornografía, sino expresiones de la creencia de que este tipo de potencia y
fecundidad es lo más importante en la vida y el mundo. Pero, con ello, también
existía la fascinación de lo prohibido y lo decadente, el emocionante
intercambio de la plena luz del día de Jehová y el mundo oscuro de los dioses
violentos, con sus pasiones salvajes, crueldades y éxtasis; un intercambio que
tiene un atractivo perenne.

Podemos observar otro enlace con el presente en la tendencia de Israel


hacia el sincretismo religioso (es decir, la mezcla y la fusión entre varias
religiones), aunque esto lo veremos con más detenimiento en los comentarios
de los versículos 16 y 17.
Volviendo a los versículos 5–13, encontramos a Dios acelerando el proceso de
desencanto, que es lo que está sucediendo. Los “amantes”, los dioses paganos
y sus equivalentes, son ilusiones que van desvaneciéndose con cada paso que
se da hacia ellos, aunque, en tiempos de abundancia, esta fantasía no es muy
evidente. Se necesitan los “espinos” y el “muro” (6) de la hambruna y la
frustración para acabar con toda esperanza en ellos (“¿dónde están tus dioses,
los que hiciste para ti? Que se levanten, a ver si pueden salvarte.”.). Incluso
entonces, es posible que no se entre en razón como el hijo pródigo o como la
esposa ausente que es retratada de manera esperanzadora en el versículo 7b,
pero que maldice a Dios como la gente de Isaías 8:21.
¿Era intencionada la ignorancia de Israel (8) al perseguir a estos amantes? La
NVI la presenta como algo deliberado: “Ella no ha querido reconocer que soy
yo...”. Sin embargo, a pesar de que esto reafirma la culpa que Dios ve en ella,
el cargo fundamental contra Israel es su infidelidad, a la que la han atraído las
promesas de sus amantes, tal y como podemos interpretar a partir de los
versículos 5–7. Por eso, la traducción simple “ella no sabía” parece más
fidedigna al contexto aun dándonos la posibilidad de comentar: “¡Pero tendría
que haberlo sabido!”.

En su pecado contra el amor, Israel aún va más allá en el versículo 8, ya


que no sólo ha ignorado al verdadero Dador, sino que ha dado Sus regalos a
Su usurpador. De paso, podemos observar que, una vez más, es posible que el
lector se sienta confrontado por un espejo más que por una ventana, ya que el
pecado de Israel también es el de cada ser humano.

El castigo de los versículos 9–13 es implacable, aunque no injusto. De


hecho, como veremos en los versículos 14 y ss., tampoco es demasiado duro,
pues, aunque es una lección amarga, debe ser aprendida a toda costa. En su
presentación, lo literal es mezclado con lo metafórico, aunque ambos
permanecen claramente reconocibles.

Existe una posibilidad desalentadora de cosechas destruidas y granjas y


huertos volviendo a su estado salvaje (lo que apunta, en el versículo 12, a una
tierra despoblada, cuyos habitantes han sido desterrados o parcialmente
aniquilados), y, detrás de ella, se encuentra la promesa incumplida de los
Baales, para los que se había emperifollado una Israel encaprichada,
coqueteando con ellos en las mismas fiestas (11) que se les había dado para
consolidar su unión con el Señor.
Sin embargo, el Señor mantiene la iniciativa, no sólo en cuanto al juicio, sino
también en cuanto a la gracia. De repente, la escena se ilumina.
El amante fiel
2:14 Por tanto, he aquí, la seduciré, la llevaré al desierto, y le hablaré al
corazón. 15 Le daré sus viñas desde allí, y el valle de Acor por puerta de
esperanza. Y allí cantará como en los días de su juventud, como en el día
en que subió de la tierra de Egipto. 16 Sucederá en aquel día-- declara el
SEÑOR – que me llamarás Ishí y no me llamarás más Baalí.

Hay un encaprichamiento correcto (implícito en el texto hebreo en las


palabras “la seduciré”, 14), así como uno desastroso, pues el verdadero amor
no tiene por qué ser menos deslumbrante que el falso: sólo menos
decepcionante. Ahora, el Señor, por Su parte, usará todos sus encantos y
hablará al corazón de Su amada.

Este es el lado positivo y creativo de Su severidad, pues “desierto”


podía significar dos cosas para Israel: su vida en ruinas o la recuperación
de su espíritu de peregrinaje y su promesa de juventud. Aquí se trata de la
segunda opción por medio de la primera. La idea de empezar un viaje con Dios
es retomada más tarde por un profeta, que canta sobre la efímera luna de miel:
“De ti recuerdo el cariño de tu juventud, el amor de tu desposorio, de cuando
me seguías en el desierto, por tierra no sembrada.”

Ahora, pasados el desastre y el exilio, el Señor está planeando crear una


nueva era tan fructífera como la que el Éxodo había prometido traer. Lo que se
ha perdido en el juicio puede ser restaurado con la gracia (las vidas arruinadas
del versículo 12 son restauradas mediante las viñas del versículo 15) y lo que
había echado a perder el primer progreso victorioso no tiene por qué acabar
con el segundo. El viejo camino de acceso, el valle de Acor a la entrada de la
tierra prometida (es decir, el valle de la Desgracia y el pecado de Acán; Jos.
7:26), no puede quedarse en el olvido, sino que necesita un nuevo nombre: la
puerta de Esperanza, pues Dios, cuando perdona, lo hace con generosidad, y
en esta línea del versículo 15 presenta los fantasmas no sólo del pasado de
Israel, sino que, por analogía, también del pasado de todo pecador arrepentido.
Sin embargo, la salvación no es sólo viñas y victorias, incluso ni en el Antiguo
Testamento, sino que, principalmente, es la unión entre Dios y el hombre. Así,
en los versículos 15b–17, se nos muestra la respuesta que Dios está
esperando, y Su preocupación para que esta se halle a la altura de lo que
profesa. La confusión en el corazón de la religión popular (que alegremente
confunde un dios con el otro, y la fe con la superstición) había sido empeorada
por la existencia de la palabra engañosa de Baal.

Esta palabra simplemente significaba “señor”, “propietario” o “marido” y,


en el Israel antiguo, a veces se usaba, inocentemente, para llamar a Dios,
como queda confirmado por ciertos nombres personales. Sin embargo, en la
religión cananea designaba tanto al dios más activo del panteón como, en sus
distintas versiones, al dios de cada lugar. Era él, como marido divino, el que
daba a la tierra su fertilidad a través de ritos, sexuales como no sexuales, que
se llevaban a cabo “sobre toda colina alta y bajo todo árbol frondoso”, como lo
expresa, dramáticamente, Jeremías 2:20.
Así pues, esta era la mancha que se había extendido por todo Israel. El
nombre de Baal pintaba una imagen pagana sobre el nombre de Jehová y traía
ritos paganos a Su alabanza pura.

La iniciativa de Dios es audaz y creativa, pues, en vez de prohibir las


imágenes sexuales de la religión, las rescata y las eleva en forma de retrato de
fidelidad y amor ardiente, que son la esencia de Su pacto. Habiendo dejado
claro esto, ahora puede proseguir a mostrar la armonía y el gozo que traerá el
total florecimiento del matrimonio entre Dios y el hombre.

Felicidad absoluta
2:18 En aquel día haré también un pacto por ellos con las bestias del
campo, con las aves del cielo y con los reptiles de la tierra; quitaré de la
tierra el arco, la espada y la guerra, y haré que ellos duerman seguros. 19
Te desposaré conmigo para siempre; sí, te desposaré conmigo en justicia
y en derecho, en misericordia y en compasión; 20 te desposaré conmigo
en fidelidad, y tú conocerás al SEÑOR.

“En aquel día” (16, 18, 21) apunta, en el Antiguo Testamento, hacia el gran
día, el Día del Señor, no simplemente a un tiempo cercano en el futuro. Para
nosotros, ese día ya empezó en el Primer Adviento, aunque no llegará a
completarse hasta el Segundo.
A pesar de su brevedad, esta pequeña profecía entrelaza obras que sólo
nos deleitan por separado en otros pasajes más familiares. En pocas líneas, se
nos ofrece un retrato de la naturaleza en paz con el hombre (cfr. Is. 11:6–9;
65:25), de armas quebradas (cfr. Sal. 46:9; Is. 9:5; Mi. 4:3) y del pueblo de Dios
siendo uno con Él (cfr. Jer. 31:33 y ss.; Ez. 36:26 y ss.). Dios se entretiene más
en éste último, pues se trata del fundamento de todo lo demás.

La palabra “desposaré”, que aparece sucesivamente en tres ocasiones,


otorga una connotación de afán y entusiasmo por lo que se ha prometido. Se
crea un nuevo comienzo, con todo el frescor del primer amor, en vez de
intentar arreglar con hastío las diferencias, lo que es totalmente apropiado, ya
que el nuevo pacto trae con él nueva vida. Desposar algo va más allá que la
seducción del versículo 14, pues habla de un paso que es aún más decisivo en
la cultura israelita que el compromiso de casarse en la nuestra. Consistía en
dar el precio de la novia al padre de esta y, si lo aceptaba, se acababa el
asunto.

El desposorio de David con la hija de Saúl, por el precio estrambótico


que se le pedía, es descrito en 2 Samuel 3:14 en unos términos que, en
hebreo, muestran que las cinco cualidades mencionadas aquí, pasando por
“justicia” hasta “fidelidad”, deben ser interpretadas como el precio de la novia
que Dios, el pretendiente, trae consigo mismo. Evidentemente, la metáfora no
es perfecta, como la metáfora del rescate de Mr. 10:45, pues no existe un
“padre de la novia” que reciba el regalo. Pero incluso en desposorios literales,
un regalo de estas características podía ser dado a la propia novia para que
fuera su dote, y no hay duda de que aquí ella es la única beneficiaria.

La promesa desborda generosidad. Está llena de gracia y viste el Nuevo


Pacto con ropas nupciales. Hay tres cosas que quedan explícitas: la
permanencia de esta unión (19a), su intimidad (20b) y el hecho de que todo lo
debe a Dios.
Pero, ¿qué es exactamente este regalo de compromiso, dejando aparte su
sentido metafórico? ¿Son estas las cualidades que aportará, por su parte, Dios
al matrimonio, o las que implantará en nosotros, Su pueblo?
La respuesta es, sin duda, ambas. La justicia, el amor inquebrantable y
lo demás son, por encima de todo, el propio sello y carácter de Dios, y fue la
carencia de estos por parte de Israel, y no por la Suya, lo que acabó con el
matrimonio en primer lugar. Así, el regalo de Dios no es que será para nosotros
todas estas cosas, sino que nos las impartirá, con el fin de que la novia ya no
esté en total discordancia con Él y consigo misma.

Es otra forma de decir que Él impondrá Su ley a Su pueblo y la escribirá


en sus corazones (cfr. Jer. 31:33).
Si empezamos a desenvolver, por así decirlo, el regalo, que presenta cinco
partes, encontramos, en primer lugar, que rectitud en la Biblia (heb. ṣeḏeq)
tiene un sentido más afectuoso y positivo de lo que podríamos haber
imaginado. Lejos de ser una actitud fría y preocupada por mantener las manos
limpias, la rectitud verdadera es activa y generosa, tanto si se halla en Dios o
en el hombre (cfr. p. ej., Sal. 111:3 con 112:9). “Su significado”, como apunta
Norman Snaith, “debe encontrarse en la naturaleza de Dios, y no en las
costumbres y las especulaciones del hombre, por muy nobles y geniales que
estos pensamientos e ideales puedan llegar a ser”. La rectitud de Dios es
creativa e interviene para corregir hasta lo peor. A menudo, se la relaciona con
la “salvación”, que algunas versiones modernas tienden a llamar “victoria” o
“triunfo” (p. ej., Sal. 98:2), y aunque esto a veces oscurece gran parte de su
significado, también capta otra parte importante.

Así, en todos los sentidos, la rectitud es un regalo de Dios, especialmente


cuando nos otorga su aceptación y absolución o, tal y como lo expresa Pablo,
“justificación”.
Pablo encontró este “don de la justicia” ya perceptible en el Antiguo
Testamento (Rm. 4) y que ahora podemos “recibirlo” nosotros, mediante
nuestra fe en Cristo (Rm. 5:17).
El segundo aspecto de este regalo de compromiso es la justicia (Heb. mišpāṭ).
Este también tiene sus raíces en Dios y sus frutos son manifestados en
nosotros. Básicamente, se trata de las decisiones de un juez, pero mientras
que un juez humano puede ser superficial e injusto, la justicia de Dios es “como
profundo abismo” (Sal. 36:6), inmensa, insondable e inagotable en sabiduría,
tanto si está emitiendo un veredicto como si nos está revelando Su voluntad:
aquel orden correcto de la vida que, a diferencia de las demás criaturas, el
hombre a menudo ignora.
“Aun la cigüeña en el cielo conoce sus estaciones, y la tórtola, la golondrina y la
grulla guardan la época de sus migraciones; pero mi pueblo no conoce la
ordenanza del SEÑOR.”
Los profetas eran conscientes de que los hombres religiosos están demasiado
dispuestos a mezclar ritos sagrados con injusticias sociales; y si existe una
cosa que Dios no pueda soportar, es esta. Amós es el que lo describe de una
forma más mordaz (Am. 5:21–24):
“Aborrezco, desprecio vuestras fiestas, vuestras asambleas solemnes.
Aparta de mí el ruido de tus cánticos. Pero corra el juicio como las aguas y la
justicia como una corriente inagotable.”

Pero es aquí, en Oseas, donde la justicia y la rectitud son vistas no sólo


como exigencias de Dios, sino como sus regalos (que, sin duda, deben ser
trabajados y cultivados, pero que no dejan de ser regalos).
El tercer aspecto, el amor inquebrantable (Heb. ḥeseḏ), también puede
expresarse, aunque sean más inexactos, con los nombres “devoción” o “amor
verdadero”. Algunas versiones antiguas lo llamaron “misericordia” o, de forma
más poética, “bondad amorosa”.
Sin embargo, una parte esencial de su significado es el reconocimiento
tácito de un vínculo entre las diferentes partes que comprende. Hace referencia
al amor y la lealtad que ambas partes de un matrimonio o de un pacto se deben
la una a la otra, por lo que tiene una especial relevancia en lo que Gomer le ha
negado a Oseas.
En el versículo 6:6, Dios lo califica como aquello que más desea ver en
nosotros. Para el pueblo de Dios, establece un nivel mínimo de amabilidad
mutua y preocupación por los demás, aunque va más allá, ya que el versículo
6:4 habla del amor y la constancia que le deben a Dios y que, hasta ahora, no
le han dado. Así, además de ser el regalo de parte de Dios para la novia, que
en primer lugar y por encima de todo es Su amor incondicional hacia Su
compañera, también podemos entenderlo como la respuesta que quiere crear
en ella.
La cuarta palabra (Heb. raḥamîm) es el término más cálido de todos para
misericordia, parecido a la palabra para la compasión sincera que encontramos
en las parábolas y las reacciones personales de Jesús. Tiene un vínculo
especial con el nombre de la niña Lo-ruhamá, “indigna de compasión”, que
procede de la misma raíz. Dios, fiel a Su naturaleza, enseguida cambió ese
terrible nombre. Lo hizo ya en el versículo 2:1 y, ahora, hablando a Israel como
Su prometida, vuelve a enfatizar aquella acción.
Sin embargo, la dote en sí no puede realizar el matrimonio a menos que haga,
a la vez, un milagro interior. Los que aparecen en el versículo 4, que “emplean
la violencia, y homicidios tras homicidios se suceden” (4:2), sólo comprenden la
compasión como una debilidad, a menos que se les dé un corazón para ello.
Un profeta más tardío, Zacarías, mostró lo que pensaban acerca del juicio, la
misericordia y la compasión, utilizando tres de los términos que aparecen en
nuestro versículo (Zac. 7:9 y ss., Heb.). El “duro corazón” nunca se
enternecería frente a Dios o el hombre, por lo que el regalo más tierno de Dios
también es, en varios sentidos, el más inquisitivo.

Finalmente, la fidelidad (Heb. ‘emûnâ). De todas las cualidades, esta es,


sin duda, la más inexistente en alguien que ha abandonado a su compañero.
Otros defectos pueden poner el matrimonio en peligro, pero este es decisivo.
Obviamente, Dios ha sido siempre fiel, a pesar de estar sometido a una
provocación continua, por lo que, una vez más, el regalo de compromiso no es
sólo lo que Él ofrece, sino también lo que implantará y cultivará en Su
compañera.

La segunda línea del versículo 20 resume Su regalo: y tú conocerás al


SEÑOR. Esta es una de las promesas más importantes del nuevo pacto (Jer.
31:34), pues el conocimiento verdadero depende de una semejanza verdadera,
y prometer lo primero es prometer lo segundo. La convicción de que “le
veremos como Él es” contiene la inimaginable posibilidad de que “seremos
semejantes a Él” (1 Jn. 3:2).
Un acuerdo abundante

2:21 Y sucederá que en aquel día yo responderé –declara el SEÑOR–,


responderé a los cielos, y ellos responderán a la tierra, 22 y la tierra
responderá al trigo, al mosto y al aceite, y ellos responderán a Jezreel. 23
La sembraré para mí en la tierra, y tendré compasión de la que no recibió
compasión, y diré al que no era mi pueblo: Tú eres mi pueblo, y él dirá: Tú
eres mi Dios.

La imagen que se nos presentó en el versículo 3 sobre la tierra bajo


juicio, seca y clamando ayuda, nos puede ayudar a apreciar esta secuencia de
peticiones y respuestas. Si la examinamos desde el versículo 22 hacia atrás,
apreciaremos ciertos vínculos en la cadena de la supervivencia: el pueblo
(“Jezreel”, como se verá más adelante) depende de los cultivos; los cultivos, de
la tierra; la tierra, del cielo para la lluvia; el cielo, del Señor. Y “en aquel día”, el
Día del Señor, la respuesta será un abundante “¡Sí!”. Sin embargo, la
secuencia no está enfocada hacia atrás, sino que aparece en su orden
adecuado, empezando por el Señor. Y no se trata únicamente de una
simple promesa de mejores tiempos venideros, pues también es una
respuesta al mundo laberíntico del politeísmo, donde existían un dios del
trigo, uno de la lluvia, etc., que habían robado el corazón de Israel y
confundido sus pensamientos. En vez de ese lío de poderes compitiendo
entre ellos, vemos al único Señor del que fluyen todas las bendiciones, y
atisbamos la variedad ordenada de Su creación, a través de la cual Sus regalos
son distribuidos no arbitrariamente, sino según Su perfecta voluntad, y no por
medios mágicos, sino dentro de un sistema creado que tiene sentido y que, por
tanto, puede ser estudiado y puesto en práctica. Como ha apuntado H. W.
Wolff, “el contexto de estos versículos indica una genuina representación
científica de las relaciones en la naturaleza. En el libro de Oseas, es instructivo
observar cómo la liberación de Israel de los mitos naturales del culto a Baal
permite que florezca el estudio libre de la naturaleza (cfr. Gn. 1). Vale la pena
añadir que, por muy elemental y obvio que pueda parecer este modelo del
mundo natural, es elemental en el mejor sentido, pues nos dirige hacia una
presuposición básica a partir de la cual se origina casi todo avance en el
conocimiento práctico: que el mundo es una única composición bien
entrelazada y, en principio, inteligible. Además, no comete el error garrafal de
exaltar ese sistema mediante la negación de su fuente y origen, por lo que no
se nos deja con un mundo mecánico por un lado, ni con un Dios que nos tiene
a todos en la incertidumbre por el otro, sino que nos presenta un mundo que
podemos explorar y un Dios en quien podemos confiar y servir con
responsabilidad dentro de él.
El clímax de este conjunto de promesas disipa la última sombra de los oráculos
del primer capítulo, lo que ya se ha anticipado en 1:10–2:1 y ahora se reitera.
Además, resalta un nuevo elemento: mientras que los nombres del segundo y
tercer hijos de Oseas (“Indigna de compasión” y “Pueblo ajeno”) se libran de las
connotaciones negativas, como hemos visto en el versículo 2:1, el nombre del
mayor, Jezreel, es ahora reinterpretado. En vez de ser un recordatorio de Jehú
y sus masacres (véase el versículo 1:4), ahora el nombre adopta una nueva
connotación a partir de sus dos componentes hebreos. La palabra hebrea
yizr”el (Jezreel) significa “Dios sembrará” o “Que Dios siembre”, y Dios lo
convierte en la promesa de que Su tierra, en ruinas y descuidada durante
mucho tiempo, será sembrada, otra vez, con habitantes. Además, añade, de
paso, que lo hace “para mí”, para Él mismo, ya que, como cualquier granjero
que se siente orgulloso de su cultivo, aborrece ver a Su amada tierra sin ser
utilizada y a Su pueblo, disperso. Su buen nombre está vinculado a todo esto y,
por su propio bien, quiere que la situación cambie. Ezequiel 36:22 y ss. retoma
el tema y muestra que, aunque puede que este enfoque no sea muy
halagüeño, sí es muy tranquilizador, pues lo basa todo en el honor de Dios y
nada en nuestros discutibles méritos.
Hay, además, otro elemento nuevo. Mientras que la promesa anterior mostraba
a Dios diciendo palabras cariñosas a Israel, como por ejemplo “Sois hijos del
Dios viviente” y “mi pueblo” (1:10; 2:1), las últimas palabras de nuestro capítulo
reciben una respuesta humana hacia Dios: “Tú eres mi Dios”. Como un
intercambio de promesas nupciales, esta afirmación mutua, “tú eres mío”, era el
fundamento del pacto, y lo sigue siendo.
Esto nos lleva hasta un punto en que ya no estamos oyendo una
conversación entre Dios y el antiguo Israel, sino que somos una parte
directamente involucrada. En el Nuevo Testamento, este “bienvenidos a casa”
a los que son “indignos de compasión” y “pueblo ajeno” de estos dos capítulos
(1:10–2:1; 2:23) es citado dos veces.

Allí, la palabra de Dios es para “nosotros, a quienes también llamó, no


sólo de entre los judíos, sino también de entre los gentiles”, con lo que Pablo
quiere demostrar la gracia liberadora de Dios para los que no la merecen (Rm.
9:23–26); y Pedro que, en Cristo, no sólo somos reconciliados, sino
incorporados al “linaje escogido, pueblo adquirido para posesión de Dios” (1 P.
2:9 y ss.).

Por tanto, si este capítulo nos deja únicamente contemplando la voluntad


de Dios para diez tribus cuyo reino desapareció hace 2.700 años, nos hemos
separado tanto del Nuevo Testamento como del Antiguo, pues esto constituye
“la gracia”, tal y como lo expresa 1 Pedro 1:10, “que vendría a vosotros”.

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