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El encuentro con el mundo. Simondon, la estética, el fuego.

Natalia Ortiz Maldonado

No te agites, alma material. Toma una cosa en tus manos,


una cosa cualquiera de la tierra o de las aguas, una piedra o un animal.
Lee este objeto del mundo (…)
Michel Serres.

Es difícil encontrar una sola palabra para las continuidades que podrían establecerse
entre Heráclito, Epicuro, Lucrecio, Bruno, Spinoza, Bergson, Deleuze, Foucault; la
dificultad se hace más intensa si además se invoca a Lezama Lima, los poetas
glosolálicos, Uphanishads, órficos, eleusinos, Marosa di Giorgio, Macedonio,
Felisberto Hernández o Michaux. Entre ellos, se intuye una voluntad de continuidad
entre los reinos que hacen este mundo, un mundo como interregno mineral, vegetal,
animal. Quién podría explicitar esos ensambles, quién quisiera detenerse en las
filigranas que teje el movimiento: he ahí Gilbert Simondon y su misterioso cónclave de
plantas, hombres, promontorios, cristales y postes de luz… He ahí una esteticidad como
lugar de una experiencia del mundo que no conjura ni intenta someter a las fuerzas
indeterminadas. Una experiencia que se aleja infinitamente de todas las instituciones y
controversias de lo que suele llamarse arte, y nos obliga a volver a ellas, extrañados,
para mirarlo todo de nuevo.

indisciplina-inexistencia-misterio-indómito

I. Indisciplina.
Todo acto, toda cosa, todo momento, tienen en sí
una capacidad de devenir puntos destacables en relación con el universo.
Gilbert Simondon. El modo de existencia de los objetos técnicos.

Existe un punto de partida del plano simondoniano que no se encuentra en el comienzo


de sus libros ni de sus clases, un momento que aparece más como una hipótesis que
como un acontecimiento histórico en las pocas páginas dedicadas a la estética en El
modo de existencia de los objetos técnicos. Tanto para comprender la filosofía de la
individuación, las apreciaciones sobre la técnica, la manera de concebir la estética o la

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Texto elaborado para el I Coloquio Internacional Gilbert Simondon, Buenos Aires, 2013.

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intensidad en el modo en que Simondon piensa la educación, es necesario detenerse en
el universo mágico.

Hubo un universo mágico donde los entes coexistieron sin oposiciones binarias, sin que
la razón conceptualice la experiencia según los pares sujeto/objeto, hombre/mundo,
universal/particular, etc. No se trata de un maremágnum incomprensible sin espacio ni
tiempo, tampoco de un estado de guerra o de paz permanente, sino más bien de un tipo
de experiencia donde el ser humano se encuentra ligado al universo en una
estructuración reticular que distingue fondos y figuras: los lugares y momentos
privilegiados de la existencia.

“Un lugar privilegiado, un lugar que tiene un poder, es aquél que drena en él
toda la fuerza y la eficacia del dominio que limita; resume y contiene la
fuerza de una masa compacta de realidad; la resume y la gobierna como un
lugar elevado gobierna y domina una región baja; el pico elevado es señor
de la montaña como la parte más impenetrable de un bosque es aquello en
donde reside toda su realidad” (Simondon, 2007:182)

El universo mágico es una red de puntos clave. No se trata de especulaciones


intelectuales o fantásticas, los puntos clave son instancias donde el ser humano y el
mundo se transforman el uno al otro. Ellos condensan el poder del espacio o del tiempo
que los rodean, son lugares o momentos intensos, poderosos, donde hombre y mundo
contactan, intercambian y se expanden. El pico más elevado de la montaña y la parte
más impenetrable del bosque son verdades en las que se puede ingresar, poderes que se
pueden experimentar. Y es en este sentido que el pensamiento mágico es relacional,
proteico y no conceptualizable, lo que no es equivalente a decir caprichoso o
inaprehensible. La magia puede ser experimentada pero no representada, sugiere el
chamán.

El universo mágico se desdobló en tecnicidad y religiosidad. Tras la ruptura, los objetos


técnicos adquieren disponibilidad, la posibilidad de aplicarse a cualquier elemento del
mundo, a un fondo anónimo, extraño. Por su parte la religiosidad se desentiende de sus
límites y de su pertenencia a un hic et nunc, y aunque conserva las cualidades mágicas
(las fuerzas) se desenvuelve en un fondo abstracto. Pero las energías del mundo siguen

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allí: la religiosidad las interpretará como trascendencia, mientras la tecnicidad las
comprenderá en clave utilitaria.

Cuando la tecnicidad se arroga la transformación de la materia y la religiosidad la


voluntad de comprensión del absoluto, los puntos-clave se objetivan como objetos
técnicos y los poderes de fondo se subjetivan como dioses, héroes y sacerdotes. En este
punto es interesante considerar que Simondon no agota la religiosidad en las
formaciones eclesiales sino que la extiende hacia las formaciones políticas que
proponen una idea de mundo, de conflicto y de resolución; dioses, héroes y sacerdotes
en la política y la teoría. En el objeto técnico, el primer objeto; en la divinidad, el
primer sujeto. Entre ambos se encuentra la esteticidad, el pensamiento que continúa la
magia en su tenaz y trunca búsqueda del absoluto así como también en su modo de
embadurnarse con la materia del mundo.

La esteticidad continúa a la magia porque puede encontrar a partir de momentos y


lugares concretos una continuidad cualitativa con las demás realidades posibles. La
esteticidad no es el mundo sino un mundo cargado de potencias conectivas, donde cada
punto significativo lleva hasta el siguiente y así: “Todo acto, toda cosa, todo momento,
tienen en sí una capacidad de devenir puntos destacables en relación con el universo”
(Simondon, 200:199). Todo acto, toda cosa, todo momento… Las puertas al cónclave se
han abierto.

El pensamiento estético comienza con el sentimiento de perfección de un acto, con la


detección de un punto clave, y desde allí discurre por la res extensa de lo viviente. El
objeto estético es mundo técnico en la medida en que está construido y utiliza el poder
de aplicación de la técnica, pero también es mundo religioso porque incorpora las
fuerzas y cualidades.

El objeto estético no imita ni representa al mundo, lo interviene. El vínculo entre el


objeto y el mundo no es identitario, no hay especularidad alguna entre ambos sino que
el objeto se inserta en el mundo y forma parte de él a partir de entonces. La intervención
expande al universo, no lo duplica. Mientras la principal característica de los objetos
técnicos es que no se encuentran anclados y realizan su potencia de la misma manera en
diferentes territorios, los objetos estéticos se definen por permanecer vinculados al

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mundo y a los hombres (un modo de hablar, de vestir…). Una estatua no es estética por
su carácter de copia sino por su modo de insertarse en la ciudad, de señalar un punto
significativo, un comienzo o un final.

La regla es que el objeto técnico se traviste en un objeto estético y produce una ligera
inquietud, una “molestia ante lo falso”, aunque puede ocurrir que los objetos técnicos
tengan una belleza propia: cuando ellos están insertos en el mundo y provocan desde allí
una impresión estética. Los postes que soportan los cables de luz que cruzan una calle
pueden ser bellos, pero los postes apilados en camiones o los cables enrollados serán
más bien neutros (a menos que…). Cualquier objeto técnico o religioso puede devenir
estético, pero no puede hacerlo en cualquier momento ni lugar:

“la modulación hertziana que nos llega desde otro continente, apenas
audible, por momentos ininteligible entre los ruidos y la distorsión, es bella
porque llega cargada de la superación de los obstáculos y la distancia,
aportándonos el testimonio de una presencia humana lejana, de la cual es la
única epifanía” (Simondon, 200:205).

Las epifanías de Simondon suelen producirse más donde lo cotidiano se excentra que en
donde lo espectacular irrumpe, más cerca de los puentes, las forjas, los talleres y los
bosques que de los museos, los teatros y las “muestras”. Lugares donde el movimiento o
la quietud se producen sin buscar esa incandescencia que sin embargo los hechiza.
Imposible no citarlo cuando señala que la esteticidad

“hace brotar el universo, lo prolonga, constituyendo una red de obras, es


decir, de realidades de excepción, radiantes, de puntos-claves de un universo
a la vez humano y natural” (Simondon, 2007: 202).

La esteticidad discurre en un plano tan extenso como lo viviente mismo, se funde con él
en los puntos-clave, y es por este motivo que el pensamiento estético es mucho más que
la delimitación institucional de una actividad o de un objeto, es potencia compositiva y
transgresora de toda delimitación formal. Todo acto, todo momento, toda cosa.
Indisciplina.

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II. Del modo de inexistencia de los objetos estéticos.

La inquietud que provocan las poquísimas páginas que Simondon dedica a la estética no
es tanto por la posibilidad de pensar a los seres tecnológicos como objetos del museo,
sino por la posibilidad de un pensar estético explícitamente indisciplinado. Ni la
tecnicidad se agota en los objetos técnicos ni la esteticidad en los estéticos, y a su vez,
estos últimos no son rápidamente equiparables con los objetos de museo sino sólo en la
medida en que sean singulares, intervengan al mundo y produzcan una deriva. La
indisciplina se radicaliza a medida que se descosifica al objeto y se privilegia la
potencia compositiva. En el límite, los objetos sólo son excusas.

Lo bello no es un objeto sino el encuentro que se produce a propósito del objeto: “el
encuentro entre un aspecto real del mundo y un gesto humano” (Simondon, 2007:209),
de manera que no se trata tanto de un objeto propiamente dicho, como de la posibilidad
de hacer converger un gesto con lo real. El objeto es más bien un soporte para el
encuentro entre el gesto del hombre y el mundo.

La realidad estética es preobjetiva, porque ella está en las redes de lo viviente, y por eso
es que Simondon señala que ella no está en el arte sino en la vida. El arte instituido que
produce obras de arte, sólo es un punto de partida hacia una existencia estética: “la
impresión estética verdadera es del dominio de la realidad experimentada como
realidad” (Simondon, 2007:213).

Los circuitos del arte pueden favorecer el encuentro entre hombre y mundo, pero esto
no se debe a razones institucionales sino a que se requiere una espera y un esfuerzo, es
necesario un saber y una disposición sensible. Si la esteticidad está en el arte es como
excepción, el gesto estético es tan profundo y también tan frágil que en el museo o la
galería “la decepción es infinitamente más frecuente que la manifestación estética”
(Simondon, 2007:212).

En la carta que le envía a Jacques Derrida en 1980 declinando una invitación a formar
parte del Colegio Internacional de Filosofía, Simondon pregunta cómo es posible que la
técnica y la religión se encuentren ausentes de la reflexión filosófica, para luego

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dedicarse a desarrollar lo que él mismo llama una “tecnoestética”, un pensamiento que
no se dedica a producir un ensamble sino que se sensibiliza con lo que ya está
ensamblado: en la arquitectura (Le Corbusier, Marinetti, la torre Eiffel), las
herramientas (martillos, limas, llaves múltiples para los ciclistas), los objetos que los
propios artistas utilizan (pinceles, harpas, pianos), los objetos industriales (tuercas de
cadmio, motores), los objetos que permiten advertir sutiles procesos de la naturaleza
(galvanómetros). Y si se trata de ensambles es porque la tecnoestética no se detiene en
el objeto en sí mismo, la contemplación no es su principal categoría sino que “es en el
uso, en la acción, que ella se torna en cierta forma orgásmica, medio táctil y motor de
estímulo” (Simondon, 1980: 3)

Toda una erótica del encuentro con el mundo: el placer cuando una tuerca finalmente se
afloja, los dientes bien afilados de una lima, la afinación del piano, las manos en la
masa. Ese placer proviene de la comunicación con la cosa sobre la cual la herramienta
opera: “a cada golpe de martillo sentimos el estado del metal forjado que se distiende y
se deforma entre el martillo y el yunque” (Simondon, 1980:3). Toda una erótica en el
contacto de la materia transformada por el trabajo.

Cualquier intento institucionalizador, cualquier delimitación de un tipo de objetos,


sujetos y territorios no podría hacer otra cosa que esterilizar la esteticidad, evitar su
torbellino, opacar la incandescencia. No se trata de una anomalía, el arte es
disciplinario, siempre.

III. Misterio.

Inquietan los pasajes donde Simondon se refiere al misterio estético ¿qué tipos de
misterios alberga un universo donde sólo hay individuaciones, nomadismos,
inmanencia? ¿cómo puede ser misteriosa la experiencia del herrero, la de quien maneja
un Jaguar o la de quien contempla un acueducto? Quizás sea la voz de un ensayista y
poeta, José Lezama Lima, la que permita comprender la reverberación donde se dice
que el encuentro con el mundo es misterioso.

En la estética de Lezama el misterio es terateia griega. Y la terateia es la maravilla,


pero no como experiencia de lo extraño, sino más bien como el destello por el

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descubrimiento de lo maravilloso en lo próximo: “lo maravilloso que tiene tanto de
excepción como de costumbre” (Lezama Lima, 1970:386). De excepción, porque en la
experiencia estética irrumpe la posibilidad infinita, el potens, la potencia; de costumbre,
porque la maravilla no pospone ni transporta hacia otros tiempos o espacios, acontece
toda ella en un aquí y ahora del que no es necesario desplazarse.

El misterio estético no oculta ni muestra, traspone: “Siempre el hombre al despertar se


encuentra con la tierra incógnita, con la tierra desconocida…” (Lezama, 1976:61). Lo
misterioso no es algo que emerja después de atravesar barreras más o menos
metafóricas porque no se trata de la luz que vence a la oscuridad. Lo misterioso no nos
lleva tanto hacia los peregrinajes para descubrir lo oculto, como hacia la mutación
sensible de la mirada que se vuelve sobre su propio mundo y se maravilla cuando no
logra coincidir con él. Ése monasterio invadido por la hierba, ése metal encendido de la
forja, ése movimiento de ésa mano. Lo misterioso es secreto por transparencia.

Lezama y Simondon rechazan todo intento de distinción esencialista entre la naturaleza,


los hombres y sus creaciones. Ambos se encuentran alrededor de una experiencia del
misterio que no es ilusoria ni artificial, así como tampoco es la experiencia de una
totalidad, de un abismo ni de un fracaso. Es la vivencia de la posibilidad infinita de este
mundo que no produce angustia o impotencia sino portento.

El “misterio estético” es el de un pensamiento que enlaza diferencias como maravillas


inefables, como redes vivientes e informes. La estética es un umbral hacia otras formas
del pensamiento y de acción, de filosofía y de política, porque es portadora del misterio
que le permite contactar la diferencia sin anularla.

IV. Indómito.

Simondon escribe con tinta de limón que es posible un vínculo entre hombres y mundo
que no se base en la pretensión de dominio de lo que es, precisamente, indeterminado e
indómito. Y es así que para comprender la impresión estética recomienda pensar en
aquello que lleva a escalar una gran montaña “no para dominarlo o poseerlo, sino para
entablar con él una relación de amistad” (Simondon, 2007:184). En el universo mágico
el vínculo entre los hombres y el mundo no es de dominio: la voluntad de dominio se

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despliega a partir del desdoblamiento entre tecnicidad y religiosidad, entre utilidad y
abstracción. Mientras los objetos técnicos manipulan las fuerzas del mundo, en la
religiosidad habita un pensamiento sobre lo indómito de esas fuerzas que, sin embargo,
evita el plebeyo contacto con la materia y lo efímero. En ambos vive la pasión de
dominio del mundo (si bien se trata de mundos mutilados de antemano, por la utilidad
en un caso, y por la abstracción en el otro).

Es posible que ese mundo mágico al que alude Simondon como hipótesis del
pensamiento invoque al mundo arcaico (griego, pero también oriental), al momento
donde los hombres y los dioses, las herramientas, los minerales y animales habitan una
dimensión donde lo viviente y lo sagrado aún no han delimitado sus territorios.

El mundo arcaico desconoce la distinción entre hombre y fuerza natural, así como
también le es extraña la idea de una dimensión puramente interior del hombre. No existe
aún ese pliegue oscuro, ese espacio de interioridad que es necesario preservar
celosamente, pero que también es necesario desconocer y por el cual hay que
preocuparse (nosotros). A su vez, los dioses antiguos son fuerzas, no personas; fuerzas
complejas y caprichosas, pero fuerzas de este mundo.

Un dios expresa los aspectos y los modos de acción del poder y no las formas
personales de existencia. Pueden manifestarse como hombres, animales, herramientas e
inclusive anicónicamente, el hecho de que sean representados no indica a los antiguos
que esa representación conjure su indeterminación. Vulcano es la fuerza misma del
volcán, no es su intérprete ni su guardián. Ishtar o Afrodita emergen en cada arrebato
amoroso, son en ese arrebato.

La experiencia del mundo como interregno, puede verse, por ejemplo, en los mitos
antiguos. Especialmente en aquellos donde los hombres compiten con los mismos
dioses a los que veneran y donde Prometeo, el dios rebelde y descastado, simpatiza con
los efímeros y decide robar el fuego a Zeus utilizando una vara de hinojo. Prometeo, el
ambiguo, no puede sin embargo proveer a los hombres del fuego celestial y absoluto,
sino del fuego mortal que necesita del trabajo para permanecer encendido. Y será el
fuego quien simbolice la idea que los arcaicos tenían de sí mismos, bestiales y también
divinos.

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Por otro lado, podemos ver señales de una experiencia del mundo como continuidad
entre el hombre y lo indómito en el momento mismo del surgimiento de la filosofía
griega como un modo particular del pensamiento. Colli señala que el “amor a la
sabiduría” surgió desligándose del “máximo logro cognoscitivo”, el misticismo, la
sabiduría misma. La sabiduría es iniciática en la medida en que se trata de una vivencia
que involucra íntegramente a quien la transita. Los sabios no escriben. En primer lugar,
porque la experiencia del contacto con las fuerzas del cosmos no puede ser comunicada
a otros más que con falibles palabras (el laberinto es, de hecho, el símbolo más
primitivo del logos donde los hombres han de perderse). Y en segundo lugar, porque la
prueba de su verdad no está en sus dichos sino en la forma misma de su vida. El
pensamiento oscurece lo que la visión ilumina…Si la filosofía surgió como modo
racional, abstracto y discursivo del pensamiento fue porque la forma de la que buscó
desentenderse era mítica, concreta y vivencial. He ahí la mutilación por abstracción.

Las experiencias místicas de lo indómito perviven en la Grecia platónica en la forma de


una religiosidad privada e inquietante. Mientras la religión oficial se organizaba
alrededor de la mesura de la sophrosyne, de un conocimiento y dominio del incipiente
“sí mismo” que es necesario dominar pues la desmesura ofende a los dioses y a los
ciudadanos. Mientras en la sophrosyne cristaliza una voluntad de dominio que es
necesario reforzar, cuidar, incentivar (precisamente porque el control sobre uno mismo
es endeble, en el uno todo tiende al desborde) en la manía mística, en la posesión donde
los dioses invaden a los hombres, se expresaban las fuerzas mismas de lo indómito
(Valery, Agamben, Colli).

Es posible detectar entonces diversas prácticas de una experiencia del mundo donde el
conocimiento no es equivalente al dominio de aquello que es conocido, donde la
percepción de la continuidad inhibe la pasión dominadora que (no sólo en el extremo)
sólo puede destruir lo dominado. Cuando el cosmos se percibe como multiplicidad de
fuerzas presentes y activas, se entablan con él vínculos de experimentación; no se
pretende abarcar la totalidad de lo existente porque la experiencia de lo existente mismo
involucra a lo indómito.

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Esa manera de pensar y hacer mundo continuó en tradiciones minoritarias y
heterogéneas que disputaron la racionalidad que desdobla materias y espíritus, saberes
prácticos e intelectuales. Por un lado, las tradiciones filosóficas que se negaron a la idea
de un conocimiento como especulación y desarrollaron la noción de “modos de vida”,
donde la verdad no se verifica en los discursos sobre el mundo sino en su concordancia
con los modos de vida efectivamente vividos.

Existe además otro grupo de prácticas donde la tecnicidad se ha resistido a ser


exclusivamente utilitaria (y la religiosidad se ha resistido a ser una abstracción), un
grupo de prácticas donde la naturaleza no sólo está viva sino que además tiene una
dimensión divina, los señores del fuego que interesan tanto a la antropología, a Mircea
Elíade o a Peter Sloterdijk: herreros, alquimistas, yoguis y chamanes. Todos ellos
trabajan con una materia a la que consideran viva y sagrada, y su labor se encamina
precisamente a transformar esa materia. Ellxs experimentan la continuidad mineral,
vegetal y animal, a partir del fuego, celestial y terreno, que opera el paso de una
sustancia a la otra. Para herrerxs, alquimistas, yoguis y chamanxs el vínculo con el
mundo no es de dominio sino de amistad, ellos no intentan controlar “desde afuera” sus
procesos sino unirse amorosamente a ellos (aunque la fusión nunca es absoluta). Para
los señorxs del fuego la transformación de la materia ocurre simultáneamente con su
propia transformación y cada práctica posee una askésis que permite a quien la
emprende, en primer lugar, contactarse con las potencias que habitan su propio cuerpo.

V. Creer en este mundo.

La manera en que Simondon propone la esteticidad obliga a un ejercicio de indisciplina


para desentenderse de las instituciones que nos habitan desde hace siglos. Los objetos
estéticos son singularidades que proponen una deriva hacia otros objetos sin constituir
series ni colecciones sino más bien tejidos latientes donde es posible un experiencia
inmanente y maravillosa. Esos objetos inexisten en la medida en que lo único que existe
es la individuación, el movimiento; pero además, inexisten porque lo relevante para la
esteticidad es que efectivamente se produzca el encuentro del hombre con lo
indeterminado más allá de si los objetos son funcionales u ornamentales, originales o
copias, tuercas o Giocondas.

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Las estériles discusiones altisonantes entre “todo es arte” o “nada lo es” pierden su
sentido. La estética permite un pensamiento que permite la reflexión sobre las
singularidades sin homogeneizarlas, pero la estética en sí misma permanece tan
incomunicable como aquellos contactos entre hombres y dioses. Simondon escribe con
tinta de limón que si bien el universo mágico es imposible, el contacto con lo indómito
nunca abandonó la experiencia de lo humano.

La escisión entre religión, filosofía y técnica fue contemporánea al surgimiento de una


mitología del dominio de las fuerzas indómitas; ese pensamiento ha sido necesariamente
binario: naturaleza/cultura, pasivo/activo, objeto/sujeto, cielos/infiernos… Pero el texto
invisible invita a una percepción diferente del mundo y de los hombres. La esteticidad
es un pensamiento de la desmesura, tanto por las fuerzas que involucra como por la
imposibilidad de narrar ese encuentro, resuena una vez más la voz de Lezama: “El
hombre se apodera de la desmesura, la hace surgir y reincorpora una nueva desmesura,
una participación del hombre en el universo” (Lezama, 1968:316).

Lo desmesurado e indómito nos devuelve a las aguas de las que cierto falaz realismo
nos habría rescatado. Pero también intuimos que ese realismo trae consigo una idea de
lo que somos donde se ontologiza lo que sólo es un efecto de nuestras relaciones de
saber y poder. El realismo nos dice que el hombre es el lobo del hombre y desde allí que
la política sólo puede ser una herramienta para regular la conducta de nuestra jauría,
para hacer una manada en la jauría. Nada dice el realismo que permita comprender de
qué manera se ensamblan los hombres y los objetos técnicos, nada sobre la experiencia
de las fuerzas desmesuradas que resisten al desdén de la razón. Los realismos suelen
reinventar mitologías allí donde sólo hay prácticas, y condenar tenazmente a lo
existente; pero no se detienen en la potencia de lo que efectivamente brota, contagia y
conecta, porque lo que efectivamente ocurre no suele ser interesante, paradójicamente,
para los realismos de las últimas cinco décadas.

El verdadero problema es creer en el mundo, decían Deleuze y Guattari, en sus


posibilidades de transformación y en modos de existencia todavía nuevos, más
próximos a los animales y las piedras. Lejos del realismo que reivindica lo existente y
con ello, un tipo de racionalidad y de experiencia del mundo, es necesaria una
“conversión empirista” para ver en este mundo un mundo saturado de intensidades,

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movimientos y potencias desmesuradas e indómitas. Una conversión hacia una
comprensión del mundo más cerca de la que Serres ve en Lucrecio, donde el alma es
mortal, donde lo religioso adquiere un nuevo significado, donde es necesario inventar
una historia de las aguas y no de los sólidos, donde Sísifo y los dioses se encuentran
entre nosotros, donde el infierno es la dominación y la historia. Un empirismo, una
física de los líquidos y fluxiones, o un naturalismo para habitar mundos que ya están
siendo.

Simondon cree en el mundo. Pero no cree tanto en este mundo que atenaza al hombre
entre la técnica anónima y la abstracción, sino en este mundo poblado de
individuaciones, movimientos y clinámenes donde hay misterio y maravilla. En un
mundo como resultado de la imbrincación entre los reinos, que requiere de una
sensibilidad sutil, capaz de comprender el contacto de una mano con una cuerda, el
brillo de las tuercas de cadmio y la arquitectura de la Bauhaus, pero también la
matemática, la física, la biología… Es que para creer en este mundo Simondon excentra
a los hombres.

Desde la Grecia clásica los hombres se han pensado a sí mismos como un resultado
defectuoso del juego binario, demasiado habitados por lo particular, por el cuerpo, por
la pasividad, por la naturaleza, por el pecado, por la deuda o por lo instrumental; esas
faltas y excesos cierran las puertas de los edenes para invocar a razonables dioses que
prometen curar, completar, restablecer, proveer aquello que los hombres no podrían, no
tendrían, no sabrían. Entre el anonimato de la técnica y la abstracción de la religión, los
hombres se asemejan a aquellos que fueron castigados por Zeus quitándoles el fuego.
Pero el texto invisible nos dice que todo objeto puede ser un objeto estético porque este
mundo está habitado por fuerzas indómitas, y porque los efímeros pueden tener una
experiencia de ellas que no los expone a una falta, al abismo ni la muerte (como rezan
los credos estéticos del siglo XX). Si los hombres pueden experimentar al mundo como
una continuidad es porque ellos mismos son efímeros e indómitos, mortales e
indeterminados, inmensos y maravillosos. Mientras, un Simondon filósofo nos da las
señales para creer en el mundo, un Simondon sabio sonríe y permanece en silencio.

Buenos Aires, 2013.

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