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La poética de la desidentidad

Llevamos cinco siglos adelantando la constante revolución del humor para


recordarnos que no somos exactamente ni solamente quienes decimos o creemos
o queremos; que no somos ni nuestros papeles ni nuestros nombres

Carolina Sanín 29/09/2020

El humanismo proclama la maravilla del hombre por medio del reconocimiento de


la extrema pobreza del hombre. Que no hay nada que él pueda llamar suyo, dicen
los filósofos de los siglos XV y XVI, y notablemente el joven Giovanni Pico della
Mirandola en su discurso duradero de 1486. El ser humano participa de los dones
de todas las demás criaturas, es de infinitas formas y siempre está cambiando, y
puede ser como los animales y como los ángeles. No es de una manera, no tiene
una identidad, y en su indeterminación accede a serlo todo: desciende a la
multiplicidad de lo uno y asciende a la unidad de lo múltiple. En la vida del hombre
y en su final se celebra el matrimonio entre lo terrestre y lo celestial, entre lo alto y
lo bajo, entre lo que muere y está muerto y lo que vive para siempre.

Ya antes de los filósofos a los que la periodización de la historia –en ese miope
invento de que el tiempo transcurre como por sesiones– ha llamado
“renacentistas”, la literatura de la –también mal llamada– Edad Media había
trabajado sobre los descubrimientos humanistas. La tradición fabulística de los
siglos XII y XIII propone una psicología que para estudiar su objeto –el
comportamiento humano– parte de la noción de que el hombre contiene a todos
los demás seres. Los lobos, las palomas, el león, las tortugas y los árboles que
hablan en las fábulas de Calila e Dimna o del Arbre exemplifical  de Ramon Llull son
maneras de ser y componentes de la personalidad. Lo que sucede entre los
personajes de una fábula sucede dentro del lector o el oyente de la fábula, la
persona que delibera y actúa. Así como es una leyenda escolar el que haya habido
un “renacimiento” de los valores clásicos que rompió con el pasado medieval,
también es una leyenda el que las fábulas impartieran enseñanzas moralistas
sobre el bien y el mal; lo que ellas hacían era enseñar, como los humanistas
modernos, sobre las manifestaciones de la infinita variedad humana en la
interacción, y sobre la astucia, que es ese saber ser de muchas formas que, desde
la Odisea  de Homero, ha sido considerada la virtud propiamente nuestra.

Entre los siglos XV y XVI sucede algo crucial que alimenta el discurso humanista –
esto es, el discurso sobre la no identificación–: el descubrimiento de otro mundo
en este. Ya múltiple y continente de toda la creación, el hombre se desdobla en la
Tierra: es el que viaja al Nuevo Mundo –como si fuera a un lugar después de su
propia muerte, y como si fuera al pasado remoto del Jardín del Edén y como si
fuera a un futuro insondable– y es el que está y no está esperándolo –
esperándose a sí mismo– en el Nuevo Mundo, al otro lado del espejo.

De repente, el hombre puede imaginar que se ve desde lejos y puede suponer que
está lejos lo que ve de cerca. El arte pictórico inventa o recobra la perspectiva, y
Giovanni Pico della Mirandola compone el Discurso sobre la dignidad del hombre,
en el que declara que el ser humano no es ni mortal ni inmortal, que es
intermediario e intérprete, y que su dignidad es su indefinición. Treinta y dos años
después de él, otro filósofo humanista, Juan Luis Vives, pone al hombre en un
teatro. En la  Fábula del hombre, imagina que los dioses celebran el cumpleaños de
Juno asistiendo a un espectáculo teatral que es el universo mismo. Al escenario
sale el humano y deja a los olímpicos estupefactos por la manera en la que
interpreta todos los papeles, incluso el de Júpiter. Al final de la función, se le da al
gran histrión un lugar en la mesa del banquete, para que contemple, junto a los
dioses, la realidad. El portador de la máscara accede a su lugar de espectador,
esto es, a la inmortalidad, gracias a que se ha desempeñado versátil y
verosímilmente en su dignidad de imitador. 

El teatro cumple una función similar a la que cumplían las fábulas: constituye un
entretenimiento, una psicología

La idea de que el mundo es un teatro y el hombre es su actor es tan frecuente en


los siglos XVI y XVII que hasta el iletrado Sancho Panza le comenta a su amigo
don Quijote que la ha oído muchas veces. Además de Cervantes la repiten, entre
otros, Calderón y Shakespeare, quien, en As You Like It, identifica los distintos
actos de una pieza teatral con las siete edades de la vida, durante la que cada
persona encarna a numerosos personajes y los deja atrás.

El juego favorito de la modernidad (me doy la licencia de usar las engañosas


periodizaciones de la historia) es el teatro, y en ello sí puede decirse que hay una
gran novedad con respecto a la Edad Media y un renacimiento de la actividad de la
época llamada “clásica”. El teatro cumple una función similar a la que cumplían las
fábulas: constituye un entretenimiento, una psicología y una ética. Es un espejo
que enseña que el hombre es la infinita variedad de los seres y que quien se refleja
no es idéntico a su reflejo. En el monólogo que sigue a su famosa pregunta,
Hamlet propone la duda con respecto a la equivalencia del ser con el actuar. Para
saber que su ser no coincide con ninguno de los papeles que interpreta, el hombre
moderno ha tenido que verse no solo como actor, sino también como su propio
espectador trascendente, que contempla su obra (su actuación) y no se identifica
con ella.

En esta especie de fábula que compongo, y que quiere contar la historia que va del
humanismo al humor, al Discurso sobre la dignidad del hombre y la Fábula del
Hombre seguirían el juego infinito de espejos de las Meninas de Velázquez, la
consciencia escéptica de La vida es sueño y el juego de especulaciones de “De los
caníbales” de Montaigne. 

Todas las tragedias y todas las comedias, además de ocuparse de sus temas y
problemas particulares, son alegorías de la vida humana y de su inevitable final.
Asumamos esta generalidad: el final de la tragedia es la muerte del protagonista (y
su consiguiente aceptación de sí mismo), y el final de la comedia es el matrimonio
(y la aceptación de un personaje en y por otro, al cabo de la rectificación de una
injusticia o del desenredo de un malentendido que, con frecuencia, ha procedido
precisamente de la imposición de una identidad falsa). Esos son también, aunque
se presenten con innumerables variaciones, los dos finales posibles de toda obra
literaria: la extinción del personaje por la acción separadora de la muerte, y la
extinción del personaje por su unión con otro personaje –con aquel que le
corresponde y que, aunque se presente como otro, es también él mismo–. 

El final trágico describe una compleción y un redondeamiento del personaje, tanto


como el final cómico. Ambos finales representan una reunión. Podríamos decir
que la comedia contiene a la tragedia, o que toda tragedia queda dentro de una
comedia, o que al final trágico sigue un final cómico implícito (un final feliz, si se
quiere). Pero el final cómico es también una muerte, en tanto que señala la
separación del personaje de sí mismo; no solo del que ha sido durante la obra, y
que será otro a partir del sugerido inicio de una nueva vida venturosa, sino también
su separación con respecto al actor. La comedia, que contiene a la tragedia, queda
a su vez contenida en ella y en su destino fatal, pues, en todo caso, la
representación termina.

En el final de todo drama hay un solo descubrimiento: la finitud. Que lo que es ya


no será. Que lo que parecía ser no era. Que el personaje no es el actor. La
cancelación de la identidad entre el ser y lo encarnado es concomitante con el
descubrimiento de nuestra caducidad. Vivimos como inmortales pero vamos a
morir, igual que el personaje que se acaba al final de la obra de teatro. Resulta que
no somos lo que hemos querido o creído ser. Estamos siendo burlados y somos
burlables. La ironía del telón que cae es la fuente del sentido humorístico. La
expresión de la consciencia de esa ironía (de la contradicción de la identidad) es la
risa.

En la risa se representa y se reproduce el estallido de cuanto en falso se cree


propia y exclusivamente humano: la carcajada interrumpe y desbarata el discurso;
no es palabra ni tiene palabras y se parece a los sonidos de los animales. La
ruptura de la identidad se reproduce también en la sonrisa: en el quiebre de la boca
que acompaña la risa, que divide el rostro y lo cambia; que hace variar,
precisamente, los rasgos irrepetibles del individuo.

El que ríe contempla el final y sigue vivo, en un momento de indefinición. Su


testimonio de la desidentidad es su propia salvación contra la muerte

En todo chiste se representa el abismo que se abre entre el parecer y el ser (entre
el juego y la ley, entre la vida y la muerte). De una u otra forma, el chiste de todo
chiste es la distancia entre la creencia y la realidad, y entre el deseo y la realidad.
En otras palabras, todo chiste, toda broma y toda burla son la representación de la
comedia de la identificación –tragedia incluida–. El que ríe contempla el final y
sigue vivo, en un momento de indefinición. Su testimonio de la desidentidad es su
propia salvación contra la muerte. Por eso la risa no es solo expresión de
reconocimiento, sino también de alegría.  

Lo que supo el teatro del barroco, que es el arte del humanismo, que es la actitud
del humor, que es el modo de representación que ilumina nuestro sentido de la
salvación posible hasta este siglo, se recoge en el Quijote, una obra no dramática
sino narrativa; una comedia contada (lo cual da un nivel más al juego de espejos
infinitos) que vertiginosamente demuele las economías de la identidad y la
identificación y propone contemplar –o sea, experimentar– la puesta en abismo de
la desidentidad. 

Cada año enseño un curso sobre la obra de Cervantes, y en la última sesión señalo
el siguiente pasaje cómico, entre otros cien que me hacen reír con risa y con
sonrisa. Tiene lugar cuando don Quijote ya ha sido vencido y se ha obligado, por su
derrota, a quedarse un año sin salir de casa. Se le ocurre entonces hacerse,
durante ese año, pastor; imaginarse e inventarse como un nuevo personaje, para
luego volver a ser el otro personaje que ha creído –o ha dicho creer– que es. En
medio de la fantasía de que es caballero andante, y merced a la infinita capacidad
dinámica de contención del hombre, el personaje puede ser otro aun, y otro, y otro
más:
y entretenerse en la soledad de los campos, donde a rienda suelta podía dar vado a
sus amorosos pensamientos, ejercitándose en el pastoral y virtuoso ejercicio; y que
les suplicaba, si no tenían mucho que hacer y no estaban impedidos en negocios
más importantes, quisiesen ser sus compañeros, que él compraría ovejas y ganado
suficiente que les diese el nombre de pastores; y que les hacía saber que lo más
principal de aquel negocio estaba hecho, porque les tenía puestos los nombres, que
les vendrían como de molde. Díjole el cura que los dijese. Respondió don Quijote
que él se había de llamar el pastor Quijótiz,; y que el bachiller, el pastor Carrascón; y
el cura, el pastor Curiambro; y Sancho Panza, el pastor Pancino.

Lo que me hace reír del pasaje es el nombre “Curiambro”. Mientras que don Quijote
les da a Panza y a Carrasco –y se da a sí mismo– nombres que tuercen los que ya
tienen, de modo que se avengan a las convenciones del nuevo género literario
pastoril, con el cura hace algo más: no parte de su nombre propio, sino del nombre
de su oficio, con lo cual dice que es tan caprichoso identificarse por medio del
papel que se desempeña en la sociedad como hacerlo por medio del apellido.

Ahora advierto que hay otros chistes en el pasaje: que don Quijote diga que los
nombres que les ha inventado a sus amigos “les venían como de molde”, cuando
precisamente la modificación de un apellido común significa romper un molde; la
ironía de que el ganado comprado va a darles “el nombre” de pastores; la
afirmación de que poner nuevos nombres es “lo más principal” al darse una nueva
vida.

La prevalencia de la política identitaria nos aconseja el conformismo, que es


enemigo del humor

La transformación de los apellidos de los personajes según el género de los actos


venideros implica una crítica al mecanismo cultural de la identificación. La primera
declaración de identidad entre nosotros es la de filiación, expresada en la
imposición de un apellido. Quien pretende declarar de qué hombre es hijo y de
quiénes es padre dice que es quien cree ser, y además dice que es sus ancestros y
sus descendientes; es decir, afirma su inmortalidad a través de la ley patriarcal de
la sucesión, que es la (siempre endeble, pues la paternidad es siempre presunta)
manera que tiene la patrilinealidad de dar al hombre una perspectiva con respecto
a sí mismo. La perspectiva alternativa a la sucesoria es la consciencia de la
comedia, que le da la posibilidad al hombre de ponerse en el lugar de espectador,
desidentificado tanto de su patronímico como de todos sus otros nombres y
papeles.
Llevamos cinco siglos adelantando la constante revolución del humor –que, como
he tratado de explicar, es lo mismo que el sentido dramático–, para recordarnos
que no somos exactamente ni solamente quienes decimos o creemos o
queremos; que no somos ni nuestros papeles ni nuestros nombres; que, además
de ser ridículamente mortales, podemos reírnos de la mortalidad si somos
conscientes de la incongruencia entre la identidad y la finitud; si acogemos la
desidentificación y nos entregamos a ella. 

Si, por el contrario, se nos dice que cada persona coincide con las definiciones que
se impone a sí misma y con aquellas a las que otros la afilian, encontramos que la
identificación patriarcal del apellido se multiplica en las determinaciones del
género, la nacionalidad, la ideología, el oficio, la etnicidad, la clase social, la edad y
el partido político. La prevalencia de la política identitaria, que nos ordena afirmar
que nuestro ser coincide con nuestros roles, subvierte el axioma barroco: contra la
propuesta de que nos demos cuenta de que la vida es un sueño —contra la poética
de la desidentidad—, nos propone que vivamos el sueño sin extraernos de él para
contemplarlo. Nos aconseja el conformismo, que es enemigo del humor. El
régimen de la corrección política, fiscal de la política identitaria, nos somete al
invariable cura y a él le impide imaginarse como Curiambro.

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