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La Justiciera Demente
La Justiciera Demente
Justiciera Demente
Por
̶ Diga.
̶ Buenas tardes, ¿Es usted el señor Everardo Romero?
̶ Sí ̶ contesté con cierta desconfianza.
̶ ¿Vive usted en la ciudad de Peña de Cerralvo?
̶ Efectivamente.
̶ Soy Sergio del Álamo y le llamamos de la oficina de Correos de Cafetal
de Noche porque tenemos un pequeño paquete a su nombre que nadie ha
recogido en años.
̶ ¿Es una broma? ̶ pregunté en un tono molesto.
̶ No señor, nos pusimos en contacto con un familiar de usted, Amada
Jáuregui de Romero, al parecer la esposa de un pariente suyo.
̶ No conozco a esa señora ̶ , dije a punto de colgar.
̶ ¿Tampoco conoce a Gloria Zacazonapa?
Una sensación helada me recorrió el cuerpo, como si me hubieran lanzado
al mar ártico. No podía creerlo, ¿cómo ese hombre podía saber algo de Gloria?
̶ ¿Por qué conoce usted ese nombre?
̶ Ya le dije que tenemos un paquete para usted y ese el remitente. Le
informo que las oficinas centrales de correo de toda la región de Cerralvo van
a cerrar sus puertas para siempre, así que si no viene pronto a recogerlo lo
vamos a tirar.
̶ ¡Cómo que van a cerrar el correo! ̶ agregué exaltado.
̶ Es una lástima, pero ya nadie usa el correo. Además, las empresas
privadas de paquetería nos han comido el mercado y pocos envían cartas.
Esperamos pronto su visita.
Después de haber dicho eso el hombre colgó y yo me quedé sacudido por
la emoción de escuchar el nombre de Gloria. ¿Cómo era posible que ese
hombre supiera de su existencia? ¿Quién era esa pariente llamada Amada
Jáuregui? No podía quedarme con esas dudas, por eso debía ir personalmente
a Cafetal de Noche, el pueblo de mi niñez, a averiguar si lo que me estaban
diciendo era verdad.
Tenía mucho tiempo que no iba a los pueblos aledaños de la región, y a
decir verdad, después de lo que viví en Tierra Sola, nunca se me antojó
regresar a ninguno de esos sitios. De hecho, hace muchos años que
abandonamos Cafetal de Noche porque yo debía venir a terapia y a revisión
médica a Peña de Cerralvo, mi hermosa ciudad que se encuentra construida en
una gran meseta desde donde se puede ver todo el mar de Cerralvo y a lo lejos,
con binoculares, se pude vislumbrar el último destino de la región: Tierra Sola.
Después de lo que pasó en Tierra Sola (que todo mundo llamaba
“extraños” o “inverosímiles”), mis padres vendieron la casa de Cafetal de
Noche y compraron un departamento muy céntrico en esta ciudad donde viví
mi primera adolescencia y todo el resto de mi vida; sin embargo, jamás
olvidaré mi infancia entre abedules, chéjeres y titaliks que a veces se subían a
los techos de las casas para tomar el sol, y entonces había que bajarlos a
escobazos.
Cafetal de Noche se encontraba muy lejos de la ciudad de Peña de
Cerralvo, era un pueblo pequeño rodeado de una gran selva en dónde se
escondían los macairodos a los cuáles yo les tenía mucho miedo porque decían
que se comían a los niños. Nosotros vivíamos en las afueras del pueblo, en una
colina llena de palmeras y cícadas. Nuestra casa era de madera, tenía dos pisos
y una terraza donde siempre me sentaba a contemplar el movimiento de los
árboles y a escuchar el canto de las aves justo antes del atardecer.
Regresar a ese sitio por un supuesto envío de Gloria significaba recorrer el
lugar donde fui tan feliz, pero también muy desdichado… porque haber
abandonado esa casa tan bonita para vivir en el encierro de la ciudad significó
una gran pérdida, puesto que dejé de escuchar a las aves, oler la tierra mojada
y ver la extensión del horizonte que en días de lluvia intensificaba su verdor.
Sin embargo, aquella llamada me intrigaba de sobremanera porque aunque no
quisiera creer que realmente hubiera un paquete para mí, el simple hecho de
que una persona de Cafetal de Noche supiera sobre la existencia de Gloria me
llevaba a querer descubrirlo todo.
Estaba resuelto a averiguarlo y por eso fui al pueblo. Preparé todo para el
viaje: hice las maletas, cancelé algunas citas para entrevistas, le puse gasolina
al auto y compré un disco de Toots Thielemans. El domingo en la tarde llamé
al jefe de redacción de noticias y le dije que por fin me iba tomar las
vacaciones que nunca había aceptado. Él se molestó y me dijo que ellos me
requerían al menos esta semana en el diario, pero yo me negué rotundamente
porque si no hacía ese viaje, me iba a arrepentir toda mi vida.
Cuando partí a Cafetal de Noche puse el disco “The whistler and his
guitar”, y me fui alejando de la ciudad mientras mis pensamientos se soltaban,
como si el viento que entraba por mi Renault Mirage 84 los alborotara y los
desordenara. No podía creer que después de tanto tiempo me dirigiera al
pueblo de mi infancia. Me sentía confuso, incrédulo y a la vez emocionado.
Por mi mente pasaban todas aquellas imágenes del mar cristalino de Tierra
Sola, las frases de Catalina Luna, la mirada perdida de Gloria… El verano más
significativo de mi vida se arremolinaba en mi imaginación mientras el viento
me pegaba en la cara.
Me detuve a comprar un poco de agua y cigarros; luego miré el paisaje:
nada había cambiado. Por el horizonte se extendía un verdor lleno de cícadas,
palmeras y helechos que daban la impresión de ser infinitos. Me recargué en el
cofre del auto y sentí como el sol estaba más radiante que nunca, justo como el
día en que Gloria me llevó a pescar y comenzó a contarme su historia... Luego
me acordé de mi regreso de tierra sola en el tren. Era una pena que el sistema
ferroviario también hubiera sido clausurado tras la llegada masiva de los
automóviles norteamericanos y los vuelos baratos. Los trenes eran tan bonitos
con sus pasillos rojos y sus compartimentos de madera.
Continué mi camino por muchas horas más hasta que vi un gran letrero que
decía “Cafetal de Noche, 2 km”. Me desvié y las manos me comenzaron a
sudar. En cuestión de minutos ya estaba en mi pueblo. El parque estaba
intacto, creo que del mismo color, blanco; y las pocas personas que se veían,
todos viejitos como yo, se abanicaban en las bancas y observaban cuando
alguien foráneo llegaba. En ese instante tuve el impulso de visitar mi antigua
casa, así que continué andando por el pueblo hasta que encontré el camino a la
pequeña colina.
Ahí me metí y llegué a aquel lugar con esa bonita terraza donde solía
observar pájaros y escuchar a mi padre contarme sobre el espacio exterior y el
misterio del universo. La casa la habían pintado de colores ocre y se veía más
vistosa. No tenía idea de quiénes vivían allí, pero me sentía como si en ese
momento estuviera viviendo dentro de un cuadro impresionista, con mucha
naturaleza, pero media fundida entre colores y sensaciones borrosas que no
podía explicar. Antes de que me vieran, partí y fui directamente a la oficina de
Correos para verme con el tal Sergio del Álamo.
La oficina estaba mal pintada, en sus paredes había una publicidad del
próximo evento en la plaza de toros, tan amarillenta que estaba a punto de
despedazarse por los estragos del tiempo. Entré sigilosamente y vi un gran
mostrador viejo de madera con algunos paquetes encima medio derruidos. Me
acerqué y toqué la campanilla, al poco tiempo salió de una vieja puerta un
joven moreno con cara asustada y manos delgadas que me preguntó si deseaba
recoger un paquete. “Busco al señor de Álamo”, dije con precisión. El chico se
metió por la puerta y en cuestión de instante apareció un señor de barba gris,
ojos sumidos y voz suave que por teléfono se escuchaba distinta.
“¿En qué le puedo ayudar?”, dijo el señor mientras agarró uno de los
paquetes del mostrador y lo puso en una vieja mesa de madera que estaba al
centro de la oficina. “Soy Everardo Romero, la persona a quien se le habló por
teléfono para…”, el señor hizo una seña para que esperara y se metió por
misma puerta donde había salido, luego apareció con un ligero paquete en mal
estado y lo puso en el mostrador. Cuando yo bajé la mirada y vi de reojo el
nombre del remitente mi corazón se encogió y mi alma se agitó por dentro.
“¿Sería posible que fuera de Gloria?”, pensé.
̶ Nos pusimos en contacto con las familias que llevan su apellido señor. Al
parecer son una única veta de los Romero de por aquí ̶ expresó el encargado
de la oficina de correos clavando su mirada sobre la mía ̶ , Doña Amada
Jaúregui es la esposa de un primo suyo y fue ella la que nos ayudó a ponernos
en contacto con usted.
̶ No recuerdo a esa mujer, pero si me dices quién es su marido quizá
recuerde quién de mis primos es.
̶ Es Antonio Romero.
̶ ¡Claro! ̶ expresé con alegría ̶ Antonio es mi primo hermano, pero ya no
recuerdo dónde vive.
̶ Vivía señor, don Toño falleció hace ya varios años pero al parecer su
esposa lo ubica a usted muy bien.
̶ Puede ser, pero yo nunca la conocí… Bueno, ¿qué significa esto?, ¿por
qué me están entregando este paquete hasta ahora?, ¿cuándo llegó? ̶ Pregunté
sintiendo mis cejas arquearse. En realidad estaba muy confundido.
El señor del Álamo abrió un cajón del mostrador, sacó un mamotreto viejo
y polvoso, lo puso a la vista y comenzó a ojear buscando mi nombre
alfabéticamente:
̶ A ver, a ver, Romero Elías, Romero Antonio, Romero Everado… Este
paquete llegó el 5 de abril de 1943 pero nunca fue recogido, de hecho aquí hay
una nota que dice que no se pudo localizar al destinatario.
Bajé la mirada y en ese momento logré ver claramente el nombre de Gloria
Zacazonapa como remitente, la envoltura no tenía la dirección de ella, por lo
que no pudieron habérselo devuelto. Supuse que entonces guardaban las cartas
en la oficina hasta que alguien las reclamara, y como en tantos años nadie
había venido por el paquete, seguramente era por eso que hasta ahora me lo
estaban dando.
̶ Debieron haberme avisado antes ̶ , repuse sin quitar la mirada del pequeño
paquete.
̶ Creo que no lo intentaron localizar señor Romero, usted debe entender que
los carteros solo se limitan a hacer su trabajo. Seguramente este paquete entró
al área de paquetes no reclamados y ahí se quedó hasta ahora en que el
gobierno ha mandado la orden de entregar todo lo que tengamos antes del
cierre.
̶ Y si no hubiera venido yo por este paquete, ¿qué habría pasado?
̶ Ve usted esta pila de cartas y paquetes ̶ , dijo el señor del Álamo señalando
un montón en la mesa de madera vieja que estaba al centro de la oficina ̶ ; los
vamos a quemar si en dos meses no vienen por ellos. Por eso le llamamos,
porque estamos buscando a los destinatarios. La verdad es que tuvo suerte
porque nada más los llamamos una vez; si no contestan el teléfono o no hay
manera de localizarlos, inmediatamente clasificamos el correo para la basura.
̶ Es una pena que se haya acabado el sistema de correos, y el tren y todo lo
que le está pasando al mundo señor de Álamo ̶ contesté en un tono un poco
más amistoso, pues sus explicaciones me parecían coherentes.
̶ Así es, pero qué le vamos a hacer. Por suerte a los que trabajamos en el
correo nos van a jubilar señor Romero.
Platicamos un rato más sobre otras trivialidades y antes de retirarme de la
oficina pregunté por la dirección de la esposa de mi primo Antonio. Él y yo
solíamos jugar mucho cuando éramos niños. Su madre era hermana de mi
papá, la recuerdo como una señora un poco gruñona que siempre traía un
mandil y parecía estar apresurada todo el tiempo. Todavía, antes de que
fallecieran mis padres, Antonio y su familia fueron a visitarnos un par de
veces a la ciudad, pero después les perdí la pista.
Ya que estaba en el pueblo, sentía cierta obligación de visitar a mi familia,
sobre todo a la tal Amanda Jáuregui para agradecerle por haberle dado mis
datos a los de correos, además me intrigaba cómo había conseguido mi
teléfono. Pero antes echaría un vistazo al contenido del paquete. Cuando me
metí al coche pensé que no quería abrirlo ahí. Debía ir a un lugar alejado.
Decidí encaminarme, otra vez, cerca de donde estaba mi antigua casa. Me
desvié en un camino de terracería lleno de ceibas y robles cuyas sombras le
daban al sitio un frescor bastante cómodo. Se escuchaban las aves, como si
fuera primavera, ahí agarré el paquete y lo miré detenidamente. Sentía muchos
nervios, las manos me sudaban y el corazón se me iba a salir del pecho.
La envoltura estaba casi destruida. Lo abrí con mucho cuidado, y entonces
se resbaló un collar de conchas que cayó entre el asiento y mis piernas. Lo
levanté y todavía salió un poco de arena de entre las conchitas. Miré el objeto
como si fuera un arqueólogo que encontraba por fin el eslabón perdido: eran
pocas las conchas que estaban totalmente enteras, de modo que pensé que lo
que había sido arena, en realidad era polvo de concha.
Sin embargo, adentro del paquete había algo más: un sobre. Las manos me
temblaban y los ojos poco a poco se me empezaron a llenar de lágrimas al
sacar la viejísima carta escrita con puño y letra de la mismísima mujer que
marcó mi vida. Tragué saliva y me supo a sal, como la última vez que estuve
en Tierra Sola y la brisa marina llegó a mi paladar mientras la adrenalina me
embargaba.
Me quedé observando la carta. Sentía que todo mi pasado otra vez se me
venía encima como una fuerte oleada inevitable. El papel estaba amarillento, y
al extenderlo mis recuerdos más viejos se activaron y me trasportaron justo a
aquel momento en que había conocido a Gloria Zacazonapa.
II
III
Para que el llanto de la niña cesara hicieron de todo: le untaron ruda con
romero, la bañaron con leche de cabra y extracto de orquídea, vaporizaron el
jacal con un anafre que emanaba humo de caoba perfumada, la llevaron al rio
mientras Cástula invocaba a Yemanyá, la regresaron a la iglesia para que el
padre le cantara el Ave Maria Gratia Plena, etc. La única solución fue por error
cuando Cástula tenía a la niña en casa, se puso a barrer la casa y aplaudió
como si estuviera en una fiesta. Ahí Gloria se quedó en silencio por primera
vez y se quedó profundamente dormida por más de doce horas.
Gloria dio muestras de ser una niña distinta. No le gustaba jugar con otros
niños y podía pasarse muchas horas encerrada sola en la oscuridad rumiando
historias inimaginables. “Me gusta la luz apagada”, le decía a Clementina
cuando quería encender el quinqué. “Niña, las almas en pena vienen cuando
no hay luz”; respondía Clementina para asustarla e instaurar en su hija un poco
de miedo. Sin embargo, nada funcionaba y Gloría terminaba diciendo que las
almas en pena eran sus amigas.
Una vez disecó un animalocaris con sal de Tierra Sola y le hizo un altar
con piedras de río y veladoras con imágenes de Santa Eulalia de Mérida, San
Simón el Estilita y la Virgen de la Pradera. En otra ocasión amarró a tres gatos
raquíticos e hizo que la jalaran de una charola perforada de un costado y
amarrada de un delgado hilo de cáñamo. A veces dormía en las coronas de los
árboles y gritaba en la noche para asustar a los que pasaban por el camino de
tierra.
De igual manera, le llegaban quejas a Clementina: “Tu hija se metió a la
casa del presidente municipal y se robó una lámpara”, “tu hija le lanzó una
piedra al hijo de Faustina y lo descalabró”, “ven a sacar a tu hija del pozo de
doña Aidé, porque se metió y no puede salir; dale gracias a Dios que está
vacío”, etc. Todos los días era una nueva travesura y una nueva reprimenda.
Sus padres estaban enloqueciendo de tantos malestares que la niña les hacía
pasar.
Por eso Clementina estaba preocupada por la conducta de Gloria. La llevó
con su “abuela”, cástula para ver si podía hacer algo. Cástula la curó de
empacho y la embadurnó de lodo con aguardiente de caña para que comenzara
a dar señas de ser una niña más normal. Cada semana hacían el ritual en el que
Gloria soltaba a reírse como hiena o se quería tomar el aguardiente de Cástula.
Clementina se temía lo peor: un embrujamiento.
Un día, la pequeña Gloria estaba sentada en una piedra del rio donde las
señoras del pueblo lavaban la ropa. Teodoro limpiaba una bomba de herbicida
y Gloria tenía los pies metidos en el agua donde los peces se arremolinaban
para darle ligeros mordiscos en la piel de las piernas. Gloria sentía cosquillas y
le preguntó a su padre por qué ella no podía vivir dentro del agua como los
peces. Su padre le respondió que los peces eran en realidad la mismísima
reencarnación de los difuntos: cada vez que alguien fallecía, se convertía en
pez y por eso había tantos peces en el mundo como gente muerta.
A partir de ese momento, Gloria vio el rostro de su padre con más
atención. Tenía los pómulos salidos, la piel cobriza y los ojos pequeños como
si siempre estuviera quebrándose la cabeza con alguna idea. En sus ojos había
un brillo que reflejaba el rayo de sol de una piedra lisa. Gloria lo miraba y se
sentía estupefacta con la explicación; tanto que deseó morir pronto para poder
convertirse en un pez y nadar libremente en todas direcciones.
Clementina, al ver que los rituales con Cástula no funcionaban, fue a ver a
Ema Malagón a su tienda de ultramarinos. Le dijo que sospechaba que la niña
tuviera un embrujo que pudiera haber agarrado en el bosque donde alguna vez
escuchó ruidos. Ema Malagón, con su rostro regordete, sus pestañas rectas y
su voz potente le dijo que fuera a hacerle misas católicas. Posteriormente
también se hicieron rezos en casa de Ema para que la niña dejara de decir
incoherencias. El día de la primera misa, Gloria fue a fuerzas y se quedó
dormida en el primer Salmo. Ema Malagón tuvo que levantarse de su asiento e
irle a decir a Clementina que despertara a su hija.
En uno de los rezos para el alma de Gloria, en casa de Ema Malagón, ella
se escapó y se perdió todo un día. Se fue al bosque tropical a internarse entre
las cícadas, abedules y palmeras. Se percibía el trino de las aves, y de
momento Gloria escuchó el rugido de un macairodo que se le puso enfrente en
posición de ataque. Gloria se quedó petrificada y el animal la observaba sin
pestañear. Inmediatamente, el animal se dio media vuelta y se fue.
Gloria se sentía protegida. No sabía qué era, pero desde ese tiempo, cada
vez que estaba sola, sabía que una fuerza la habitaba. Aquel día en que se
internó en la Selva, después del evento con el macairodo, Gloria se subió a un
árbol para pensar en el evento que acababa de ocurrir. Llegó hasta la cima y
ahí pudo admirar todo el verdor de San Juan de la Pradera. Se escuchaba el
rumor del riachuelo, las campanadas de la iglesia y el viento moviendo los
árboles. Gloria pensó en cómo le gustaría ser una hoja que vuela en todas
direcciones y ve otros lugares, huele otras frutas e incluso, visita la mítica
ciudad a la que solo los pudientes iban: Peña de Cerralvo.
Se encontraba perdida en sus ensoñaciones cuando la rama donde estaba
sentada crujió y se vino abajo. Gloria sintió como su cuerpo se volvía agua y
se regaba en el suelo para fertilizar al bosque. Cerró los ojos y se despidió del
mundo con miedo. Cuando los abrió estaba en colgada de la falda en la mitad
del árbol. Una rama la sostenía y ella se mecía como un péndulo de reloj. Dio
un alarido que hizo que las aves aletearan y los animales se alejaran. Estaba
llorando y poco a poco se recompuso para poder bajar del árbol lentamente e
irse corriendo a casa de sus padres.
Teodoro la esperaba con el chicote en la mano para darle una lección
después de haberse escapado del rezo. Cuando la vio salió tras ella y Gloria
comenzó a correr con tal velocidad que su padre no pudo alcanzarla. “Pero has
de regresar chamaca del demonio!”, le gritó jadeante mientras que Gloria se
volvió a perder en la espesura del bosque hasta que empezó a anochecer.
Llegó a casa de Cástula y le pidió vivir con ella como si fuera su hija.
Cástula se negó y le dijo que de cualquier manera pronto vendrían sus padres
por ella. Sin embargo, eso no impidió que le diera un té de hojas de anís y le
acercara un bolillo duro mientras le explicaba que no estaba bien que se
escapara. Ahí fue que Gloria le confesó a su abuela postiza que ella tenía algo
que no podía explicar. Era algo que la hacía sentirse extraña y que sus padres
no lograban entender.
Cástula la escuchaba atentamente y por su mente pasaba que quizá el
destino de esa niña, debido a su alta sensibilidad, era ser bruja o adivina.
“Seguro Yemanyá la ha seleccionado para hacer algo distinto”, pensó. En ese
momento la puerta se abrió de golpe, era Teodoro que buscaba a su hija.
̶ Sabía que estabas aquí chamaca maldita ̶ , dijo abriendo sus pequeños
ojos. Ya no tenía la vara para pegarle.
Cástula se puso de pie y lo invitó a sentarse al tiempo que le pedía a Gloria
que se retirara. Entonces, una vez que Teodoro estaba sentado y más tranquilo,
le habló de la posibilidad de que Gloria fuera una niña especial que no se iba a
curar con rezos, ni con rituales; pero Teodoro no la escuchó y se llevó a su hija
de las orejas hasta su choza donde, según los padres de Gloria, se hizo justicia.
La amarraron de un álamo, la colgaron de los pies desde la rama de un
encino, trataron de corregirla pegándole con una vara de chicozapote en las
plantas de los pies, etc. Hicieron todo cuanto pudieron; pero la niña parecía no
tener solución. Con nada se calmaba, al contrario, se ponía cada vez más
rebelde. Entre más pasaba el tiempo, más empeoraba.
La situación se agudizó cuando Clementina fue a buscar a Cástula para
hablar con ella sobre la mejor manera de educar a Gloria. Atravesó el camino
del bosque, como si fuera a la hacienda de Mateo Raudal (la cual continuaba
misteriosamente cerrada), se desvió por la vereda de los cañaverales y llegó a
la choza de su amiga en donde, al entrar, la encontró en su silla mirando hacia
la ventana abierta. Cuando le habló, Cástula no le respondió: había muerto.
A Cástula le dieron cristiana sepultura y desde el momento en que habían
sellado la tumba con una pala de tierra cobriza, Gloria empezó a canturrear las
canciones que se había aprendido involuntariamente en las misas donde se la
llevaban a la fuerza para corregir su alma. Desde ese momento Gloria no paró
de cantar. Lo hacía en todos lados y en todo momento, a tal grado de sus
padres comenzaron a sentirse desesperados porque no había un solo instante
en que no se escuchara por la casa la canción del agua viva, perdona a tu
pueblo señor, la barca del señor, vaso nuevo, entre tus manos, profecías,
misterios todopoderosos, y por supuesto, el ave María gratia plena.
La primera solución fue traerle un radio viejo que Clementina compró en
la estación del tren. De esa manera, sus padres creían que al escuchar música
su hija iba a callarse al prestar atención. La reacción fue como la esperaban y
partir de ese momento Gloria abandonó los cánticos religiosos para entrar en
nuevo mundo musical del que nunca se desprendió: las cumbias.
Cuando Gloria tenía alrededor de ocho años, pasó por la tienda de
abarrotes y ultramarinos de los Malagón, y fue ahí que escuchó la canción de
“La princesa talibana” de Grupo G. Inmediatamente sintió un furor en su
cuerpo que la llevó a bailar descontroladamente y frotarse contra cualquier
objeto. Doña Ema Malagón la vio, y lo primero que pensó fue que otra vez
había llegado otra vez al pueblo la enfermedad de la demencia precoz, misma
que había contraído la pequeña Yamel Panteras algunos años atrás.
Ema Malagón fue a contarle sus sospechas al médico que había
diagnosticado a Yamel, Francisco Azárate, quien nerviosamente le aseguró
que aquella enfermedad había desaparecido por completo. No contenta con la
respuesta, se apareció en la casa de Clementina para decirle que tuviera
cuidado con su hija, pues la había visto bailando cumbias de una manera no
digna para una niña de su edad. Clementina se asustó y le quitó el radio a
Gloria, quien indignada se fue de la casa todo el día. Se encontraba sentada en
una piedra tarareando las cumbias que recordaba cuando escuchó el fragor de
un motor de automóvil que causó revuelta en el pueblo porque solamente el
presidente municipal tenía coche.
En ese automóvil venía una señora con un sombrero color lila, cuya cinta
estaba adosada con perlas. La piel de la pasajera parecía tersa como si todos
los días pasara por una cascada de agua de flores y sus ojos, con las
disimuladas patas de gallo, miraban con desconcierto el pueblo donde había
venido a parar. Gloria se puso de pie y corrió detrás del coche que se metió en
el camino de los cañaverales donde también salió Teodoro quitándose su
mugriento sombrero de palma y haciendo reverencias a la persona que se
dirigía a casa del patrón de su padre.
Teodoro vio a Gloria correr detrás del coche y la llamó para que se
detuviera y no fuera dar lástima a casa de su patrón, don Leobardo Alemán, un
señor de aspecto serio, nariz respingada y voz apacible. Usaba unos viejos
lentes de pasta y guayaberas impecablemente planchadas. Era dueño de
muchos cañaverales de San Juan de la Pradera y sus alrededores; también tenía
unos locales en el mercado y criaba patos en un terreno que también acababa
de comprar.
El coche se estacionó afuera de la casa de don Leobardo, se bajó un chofer
vestido con tela de lino y abrió la puerta a la mujer que descendió del
automóvil con un niño de alrededor 9 años, moreno, de ojos grandes y
expresivos. Los recibió don Leobardo abriéndoles el portón de su casa grande
y sin decir una palabra los invitó a pasar. La señora y el chofer tardaron poco
en regresar al coche y partieron perdiéndose para siempre en la vereda que
llevaba a la carretera principal.
Teodoro le contó a Gloria que aquella señora era la esposa de don
Leobardo Alemán. Pero se había ido del pueblo en cuanto tuvo a su primer
hijo el cual parecía había venido a vivir con su padre. Era extraño que aquella
señora, quien hacía algunos años se había ido del pueblo en el tren de las
cinco, regresara en coche nuevo, con chofer y solamente para regresarle el hijo
a su padre. Nadie se lo explicaba y Teodoro no estaba dispuesto a preguntarle
a su padrón absolutamente nada, a menos que él mismo se lo dijera.
Lo cierto es que a partir de ese día Gloria se dedicó a vigilar al nuevo niño,
quién le intrigaba de sobremanera por su aspecto taciturno y tímido. Los
cambios en el pueblo continuaron porque algunas semanas después de ese
incidente llegó una caravana de constructores que traían un permiso del
Gobierno de Peña de Cerralvo para construir la escuela primaria en el terreno
donde el señor Alemán criaba a sus patos. Al principio don Leobardo se
rehusó, pero al ver la suma que el gobierno le daba por su miserable terreno
aceptó y regaló los patos a quienes los quisieran.
Teodoro se llevó tres para criarlos él mismo en su casa, pero no soportó ni
dos semanas cuando le pidió a clementina que los cocinara. En poco tiempo la
escuela primaria estuvo abierta para los primeros grados en donde forzaron a
Gloria a ir para que se distrajera y no pensara todo el tiempo en bailes exóticos
ni cumbias malditas. Ema Malagón era la más feliz, puesto que a la salida los
niños compraban en su tienda toda clase de botanas que ella misma preparaba
en la mañana.
En la escuela Gloria conoció formalmente al hijo de don Leobardo y se
hizo amiga de él. También había otros niños como Juan Barracuda, un niño de
boca grande y ojos saltones que se peinaba con limón y que todo el tiempo
gritaba cuando hablaba y la hija del presidente municipal, Marta Ferrandon,
quien algunos años atrás había acusado a Gloria del robo de una lámpara que
ella misma le había dado.
El pequeño Leobardo le contaba a Gloria cómo era la vida en Peña de
Cerralvo, los coches que andaban por las amplias calles, los edificios, los
helados de sabores exportados de la lejana Norteamérica, los sitios de
diversión que incluían albercas de pelotas y juegos mecánicos, etc. Gloria
soñaba con ir a ese lugar, pero mientras debía conformarse con los restos de
las cosas que llegaban a la estación como focos, discos, estufas de petróleo,
daguerrotipos en blanco y negro, muebles viejos, etc.
Un día al salir de la escuela Gloria, Juan y Balito (como llamaban al
pequeño Leobardo) fueron a la estación del tren a ver las novedades que
habían llegado de Peña de Cerralvo y justo ahí, en el mismo puesto donde
Clementina había encontrado la radio donde Gloria escuchaba sus cumbias,
Gloria encontró un disco de “Grupo G”. Cuando vio las canciones que tenía se
emocionó tanto que se lo metió debajo de la falda y se fue sin pagar.
Pusieron el disco a todo volumen en casa de Balito, mientras Gloria
bailaba y movía las caderas como ella suponía lo hacía una princesa talibana;
se arrastraba por toda la casa asumiendo que así era el baile original. La
descubrió don Leobardo Alemán y fue tal su sorpresa que habló seriamente
con Teodoro para que controlara a su hija.
La cosa terminó con la pobre niña sentada en el ambulatorio de Azárate,
quien le hizo un examen cerebral que solo constaba de estetoscopio oxidado,
tensiómetro viejo y una lámpara de exploración. La revisión tomó unos quince
minutos. El doctor Azárate movía la cabeza, chasqueaba la cavidad bucal y
hacía gestos de preocupación. Clementina y Teodoro se sobresaltaron,
pensaron lo peor… Esperaban un diagnóstico para su hija incontrolable:
–Temo decirles que efectivamente trata de otro caso de demencia precoz ̶
expresó con aire solemne.
Entonces (justo como Yamel Panteras había sido diagnosticada con
demencia precoz hacía algún tiempo atrás) Gloria fue estigmatizada con la
misma enfermedad por bailar cumbia como prostituta a sus ocho años. La niña
estuvo bajo el escrutinio de todo el pueblo, que además, creía que la demencia
precoz era la antesala de la ninfomanía porque Yamel había empezado
bailando exóticamente, restregándose en cuanto lugar pudiera, y después se
había convertido en una leyenda de la prostitución en toda la región de
Cerralvo.
La fiesta de Yamel Panteras era un parteaguas en la historia de San Juan de
la Pradera porque esa era la primera vez que unos quince años se volvían
funeral. Dicho evento había terminado en desgracia porque aquella
adolescente (que antaño hubo de ser una niña tierna que guardaba su única
muñeca de trapo en un cajón apolillado) se había descontrolado con las
cumbias y con el alcohol que empezó a beber a escondidas desde aquel día que
sintió furores en su vagina cada vez que veía hombres mayores y mujeres de
tetas grandes. Su madre siempre trató de controlar a su descarriada hija, quien
nunca había llegado a su misa de celebración de quince años y había aparecido
tarde, en plena fiesta, con el vestido rasgado, la mirada perdida y una botella
de ron en la mano.
̶ Yo no quiero pasar de ser niña a mujer ̶ , profirió desde el estrado que
habían construido con troncos de madera de xochicuahue ̶ . Yo quiero pasar de
niña a puta ̶ , gritó agitando una botella de ron antillano que había tomado de
una de las mesas de sus tíos. Su madre, Eloísa Panteras, gran devota de la
Virgen de la Pradera y organizadora (junto con Ema Malagón) del rosario del
viernes, murió precipitadamente de una parálisis corporal mientras que su hija,
totalmente ebria, aprovechó la fiesta de quince años para volverla funeral y
para anunciar su retirada al famoso canal de la matrona donde se volvió la puta
más rica y conocida de la región.
La recomendación médica de Azárate era estar vigilante del desarrollo de
la enfermedad de Gloria. Así pasó un tiempo, y todo parecía indicar que la
demencia precoz estaba bajo control… Hasta el día en que Gloria cumplió
trece años y les pidió a sus padres que le hicieran una fiesta. Sin embargo, los
recursos económicos de ambos no alcanzaban siquiera para comprar un pastel
decente, de esos que solo vendían en Peña de Cerralvo.
“¡No habrá fiesta Gloria, y te callas!”, le había gritado su madre una vez
que pasaron por la parte de las piñatas en el mercado de San Juan de la
Pradera. Ese mismo día, en la tarde, se le veía a Gloria lavar la ropa en el río y,
mientras la fregaba fuertemente, en una piedra lisa, decía en voz alta
arremedando la voz de Clementina: “No habrá fiesta y te calmas”. “Vamos a
ver si no hay fiesta”, rumeó para sí.
El cinco de enero, dos días antes de su cumpleaños, reunió a todos los
niños del pueblo sin importarle que se llevara bien o no con ellos. Iba de casa
en casa preguntando por medio mundo y los convocó en la bodega de don
Leobardo Alemán que estaba en la entrada de sus cañaverales. La llave la traía
su hijo Balito quien le hacía caso en todo porque estaba enamorado de ella.
Cuando todos los niños estaban agrupados entre los picos, las palas, los sacos
de abono y los fertilizantes; Gloria les dijo que se acercaba el Festival
Internacional de Cumbia del Pantano. Debían estar preparados con música,
comida y un salón para llevar a cabo el evento.
–¿Y qué es ese festival? –preguntó Marta Ferrandón, la aristócrata hija del
presidente municipal que anteriormente le había regalado una lámpara de pilas
y después la había acusado de robo.
Gloria la miró con recelo, como si le guardara rencor por haberla
calumniado de aquel hurto. Sin embargo, en ese momento, se le ocurrió que
los hijos de los ricos podrían conseguir cosas para su fiesta.
–Ay Martita, me extraña que tú, siendo una Ferrandón, no sepas qué es el
Festival Internacional de la Cumbia del Pantano.
Marta se quedó pensativa, y como no quería quedarse atrás, ni verse tonta,
dijo que sí sabía, de modo que iba a cooperar en todo.
–Bien, porque esta será la oportunidad de poner en alto el nombre de
nuestro pueblo –le dijo Gloria a Marta mientras guiñaba el ojo en señal de
complicidad.
La fiesta fue el domingo. Marta se robó las llaves del Palacio Municipal
para poder utilizar el salón de usos múltiples. Los padres de Juan Barracuda
rentaban tocadiscos y bocinas para las fiestas; obviamente él fue el encargado
de la música. Balito organizó a los demás niños para que trajeran comida y
ponche de frutas. Se suponía que los grupos iban a arribar desde la una de la
tarde para tocar en el pueblo, pero ya eran las tres y no había llegado
absolutamente nadie. Gloria les había dicho que este evento era para los niños;
no debían decirles nada a sus padres.
Martita Ferrandón, sentada en una esquina con los brazos cruzados,
portaba, con la gracia de una pequeña burguesa, un vestido de seda con
estampado de flores del Cáucaso. Le preguntó a Gloria dónde estaban todos
esos grupos que había prometido, a lo que Gloria respondió:
–¡Ay Martita, qué pena!, creo que nos tomaron el pelo, pero no podemos
despachar a nuestros invitados que están tan contentos. Inmediatamente miró a
Juan y le ordenó:
–A ver Barracuda, ¡qué empiece el evento!
Juan conectó la última bocina, giró la perrilla de encendido del tocadiscos
y la música inundó todo el sitio. Los niños no sabían qué hacer, pero Gloria sí;
de modo que con toda la vehemencia de sus pies y sus caderas movió a todos
con un ritmo que podía contagiar a cualquiera. La fiesta había comenzado.
Iniciaron con la “Cumbia de las caguamas” de Grupo Soñador. Cogieron
gelatinas, flanes y pambazos. Se sirvieron horchata y comieron bolas de
tamarindo.
Conforme fue avanzando la música, la misma Martita se relajó. Se puso a
bailar con Juan Barracuda; en ese momento un pedazo de flan embadurnado
de tierra voló por el aire y se estrelló en la cara de Marta. Ella se soltó de las
manos de Juan Barracuda y comenzó a llorar. Gloria la intentó consolar, pero
Marta estaba encolerizada: quería sacar a todos del salón. Por otro lado, Juan
Barracuda ya se estaba peleando con el sospechoso de haber lanzado ese flan,
y entre todo el forcejeo tiraron la mesa de la comida.
De un momento a otro la fiesta se tornó en un desbarajuste. Algunos se
lanzaban la comida; otros, bailaban al ritmo de los flanes y los pambazos que
volaban por todo el sitio. Barracuda y el supuesto agresor de Marta estaban en
el piso forcejando. Los demás niños se embarraban de harina revuelta con el
agua de horchata que había empezado a expandirse por el piso. Pronto, el
chapoteo de la suela de los zapatos con el agua se hizo presente. Todos
parecían estar inmersos en una pelea romana. Marta continuaba llorando. Los
demás se estaban divirtiendo.
Balito solamente observaba, desde un rincón, cómo los demás niños habían
comenzado a enloquecer. Un regordete se escabulló por la ventana del registro
civil, abrió la puerta y sacó un archivero con las actas de matrimonio,
nacimiento, defunción y divorcio de los integrantes del pueblo. Las rompió en
cuadritos pequeños y las lanzó como confeti. Con la mesa de la comida tirada
hicieron un trineo: la pusieron boca abajo y la empujaban de las patas para
lanzarse desde la parte más alta de las escaleras que conducían a la tesorería.
Marta Ferrandón, al ver el descontrol, se echó a correr.
Cuando la pista de baile se había vuelto una pista de patinaje y desborde
infantil, apareció Evaristo Ferrandón, el presidente municipal, con su séquito
quienes comenzaron a lanzar tiros al aire y todos los niños comenzaron a
gritar, e incluso abandonaron el trineo que empujaban por todos lados. Todo
mundo quería escapar: se colgaron de las lámparas, se escondieron en el baño,
salieron a la calle y se deslizaron por las puertas y las ventanas como ratas
recién descubiertas. Gloria corrió hacia el registro civil, se subió a la mesas,
tiró las máquinas de escribir con los pies y, como pudo, logró entrar a la
Biblioteca Municipal donde subió dos pisos y llegó a la azotea.
Desde allí pudo ver como llegaban los padres con cinturones, palos y
cables para reprimir a sus hijos. Gloria se sintió un poco culpable, mas lo
importante era salvar su pellejo. La música se había detenido; no había nada
más que hacer. Gloria corrió por la azotea y saltó de casa en casa para escapar
de su responsabilidad. Para su mala suerte la vio la misma Ema Malagón,
quien rezaba por cuarta vez el rosario y miró hacia el techo cuando escuchó
ruidos inusuales. Quedó impresionada de observar a la niña saltando como
lince. Apretó su rosario al tiempo que pidió a la Virgen de la pradera por
Gloria. Deseaba que se le quitara la demencia precoz. Al final, Gloria bajó por
un almendro y se fue a su casa donde llegó pálida y sin aliento.
La multa que recibieron Clementina y Teodoro era de ciento ochenta mil
pesos, dinero que nunca habían visto en su vida. Era eso o la cárcel. El plazo
para pagarla era de tres semanas y no tenían idea de cómo conseguir dicha
cantidad. Clementina estaba tan desesperada que se le ocurrió volver a visitar
a Mateo Raudal para pedirle ayuda económica; misteriosamente, la hacienda
continuaba cerrada y al parecer ya nunca habían vuelto a abrir la puerta, como
si ya nadie viviera allí.
Por otra parte, el día en que se enteraron en qué había terminado la fiesta
de su hija, Teodoro intentó ahorcar a Gloria del mismo álamo donde la habían
querido corregir una vez; por suerte, Clementina lo impidió, y en lugar de ello
la encerraron en un chiquero. No le dieron de comer dos días. La ira de
Teodoro lo llevaba a ver a su hija como una enemiga. No entendía por qué les
había hecho eso y estaba afligido por la deuda en que Gloria los había metido.
Cuando se les estaba por vencer el plazo, huyeron.
Peña de Cerralvo era su destino: una ciudad donde pudieran perderse del
castigo de la ley. Justamente como el charlatán de Azárate había huido de ese
lugar para refundirse en un pueblo lejano, ahora ellos harían lo mismo para
perderse en una ciudad grande donde no sabían lo que les esperaba. Tomaron
el primer tren de las cinco de la mañana para que nadie los viera salir; aunque
Teodoro, todavía como último recurso, se había comprometido a conseguir el
dinero con su jefe, Leobardo Alemán; este último solo se limitó a decir que en
la cárcel les daban comida y cama gratis.
–Esa niña los va a matar un día –profirió don Leobardo cuando se habían
despedido.
Se subieron en último vagón del tren. Eran los asientos más baratos donde
también iban guajolotes, cerdos, cajas de jitomate podrido y bultos de café
agrio. En las primeras dos estaciones nada ocurrió, pero en Cafetal de Noche,
el pueblo de mi infancia, Teodoro y Clementina se bajaron sospechosamente.
Le dijeron a Gloria que se quedara ahí o se iba a arrepentir por el resto de su
vida. Gloria los vio por la ventana hablando acaloradamente afuera de la
estación. Cuando anunciaron la partida volvieron al vagón. Nadie dijo una
palabra, sino hasta la siguiente estación llamada “Paso Carretas” en donde se
bajaron los tres a tomar un descanso.
El conductor del tren anunció, por la decrépita bocina, que solamente iban
a estar veinte minutos en Paso Carretas. Gloria pudo percibir que sus padres se
habían bajado nerviosamente, puesto que Clementina apenas podía articular
palabras. La estación se encontraba en la parte más alta del cerro que dividía a
San Juan de la Pradera y a Paso Carretas de los Negros.
La vista desde ahí era espectacular. La estación estaba construida toda de
madera; parecía un palafito del neolítico. Ahí mismo había un pequeño
restaurante donde se sentaron Clementina, Teodoro y la pequeña Gloria, quien
miraba absorta el denso paisaje de cerros tupidos por la vegetación húmeda y
calurosa. Estaban comiendo rápidamente algunas chicatanas asadas, cuando de
momento, Teodoro le dijo a Gloria:
–¿Ves ese niño que vende plátanos? Quiero que vayas y le compres un
racimo.
El niño venía caminando por una vereda suntuosa un poco lejos de la
estación. Traía dos racimos enormes de plátanos en cada mano. Gloria tomó
las monedas que le dio su padre y descendió por el camino de tierra para
encontrarse con el supuesto vendedor. Cuando Gloria y el niño se encontraron,
ella supo que no vendía los plátanos, sino que se los llevaba a su abuela, quien,
a su vez, preparaba licores con las cáscaras fermentadas.
No obstante, cuando el chico vio la posibilidad de cambiar los plátanos por
algunas monedas, decidió venderle un racimo a Gloria. De momento, el
vocero de la estación llamó a abordar el tren y todos los pasajeros se
aglomeraron alrededor de los vagones. Desde el lugar donde Gloria se
encontraba, era imposible ubicar a sus padres entre toda la muchedumbre.
La niña se echó a correr a la estación con el racimo de plátanos en la mano,
y cuando llegó a la plataforma para abordar el tren le pidieron el boleto, ella
solo se limitó a decir que sus padres lo tenían. El cobrador le clavó una mirada
de desprecio y le negó la entrada. Entonces Gloria se puso a buscar
desesperadamente la cara de sus padres entre los polvorientos cristales de los
vagones. “Déjeme pasar por favor”, insistió al boletero quien siguió negándole
el acceso. De un momento a otro, ya todos los pasajeros habían abordado, y
poco a poco, el tren comenzaba a desplazarse liberando sus primeros vapores
para irse a Peña de Cerralvo.
–¡Por favor, déjeme pasar, que mis padres están adentro! –suplicó Gloria al
billetero. Éste la tomó de las manos y le dijo que estaba harto de tanto
polizonte y rufián. Acto seguido, lanzó a Gloria con fuerza hacia la tarima de
madera en donde cayó de bruces con los plátanos agazapados en su trémula
mano. Cuando Gloria se recompuso, el tren había comenzado a aumentar su
velocidad y en cuestión de instantes, la locomotora se había alejado… El ruido
que emitió la máquina al perderse de vista en el horizonte hubo de quedarse
impregnado en el corazón de Gloria como el himno de su eterna soledad.
IV
Heriberto Ceja tenía casi sesenta años y aún vivía con su madre, una
señora de piel con textura de arándano, ojos cerrados y dedos enraizados que
siempre se sujetaban en un viejo bastón de nazareno con el que
milagrosamente caminaba. La señora andaba lentamente por todo el pueblo, y
siempre se tardaba mucho en llegar a su destino. Cuando le daban las prisas le
pedía a su hijo que la pusiera en una silla de ruedas, y ella la empujaba con la
ternura de una octogenaria. Detestaba pedir ayuda. Todos los primeros días de
cada mes recogía su pensión que llegaba a la estación de tren en aquel sitio de
calor infernal donde llegaron Sixto y Gloria.
La señora era gruñona y solo tenía una amiga llamada Cleotilde Samperio,
con ella asistía a todos los rezos del pueblo. También la señora tenía una
joroba en donde a veces se le paraba una gaviota parda sin que ella se diera
cuenta. El día en que llegó Sixto, se encontraba concentrada en la cocina
adobando cueros de jabalí cuando escuchó que alguien tocaba en la puerta de
encino. Inmediatamente, supo que era un extraño, pues nadie la buscaba; a
menos que fuera jueves de rezo comunal en que Cleotilde Samperio aparecía
con el misal en mano, los zapatos cerrados y su falda de pana gris. Los labios
de la señora Ceja temblaron con decrepitud y alcanzó a emitir un sonido
destemplado que Heriberto escuchó desde la silla de piel curtida.
̶ ¡No oyes que están tocando! ̶ clamó la viejita.
Heriberto se puso de pie y fue a abrir. Se sorprendió al ver a Sixto parado
en su puerta con el gesto desenfadado y la cara chorreando de sudor. Sixto
expresó que finalmente había decidido venir a trabajar en la pesca de arenque.
Hacía algunos meses, Heriberto Ceja lo había invitado a trabajar en Tierra
Sola, mas no podía creer que le hubiere tomado la palabra. En realidad le
había dicho que viniera con él solo por sostener un tema de conversación y no
aburrirse en sus viajes a Paso Carretas. De cualquier manera, lo pasó a su casa
y le ofreció un poco de fermentado de guayaba mientras su madre, con gesto
suspicaz, se asomaba por la puerta de la sala.
Ese mismo día Sixto había llegado a Tierra Sola. Lo primero que hizo fue
preguntar por Heriberto Ceja. Justamente, afuera de la estación, le dijeron
dónde vivía, pero no era ningún patrón de los arenques, sino únicamente un
pescador que recibía comisiones por vender abadejo, placodermos, cangrejos y
angulas. Sixto no quiso escuchar la realidad y continuó su camino, asido de la
mano de Gloria, a quien, antes de aventurarse a tocar la puerta de la casa de
Heriberto, dejó esperando en la sombra de un árbol mientras él hablaría con el
hombre que supuestamente iba a cambiarle el destino.
Heriberto no sabía cómo reaccionar aquella tarde en que Sixto bebía el
fermentado y mostraba su felicidad de iniciar una nueva vida en la playa. Con
las mejillas enrojecidas de vergüenza, como herradura al fuego, Heriberto tuvo
que decirle la verdad y lo mandó con el verdadero capitán del barco quien
solamente le pudo ofrecer desenredar las redes de los barcos pesqueros.
Heriberto sintió culpa por haberle hecho creer a Sixto que en el mar había
un lugar para él, cuando en realidad solo había sitio para los resignados a vivir
en la lejanía y en el olvido. El pescador quiso resarcir un poco sus mentiras,
así que fue recomendando a Sixto aunque no tuviera ninguna referencia de él.
Con el paso de las semanas, el verdadero capitán pudo ver que Sixto en verdad
tenía pasión por el mar; así que lo subió de nivel poniéndolo a clasificar
pescado como ángel grisáceo, barracuda colmilluda de agua salada, tarpón de
escama blanda y anguila tornasol de cola espinosa.
Tierra sola le hacía honor a su nombre porque era un sitio yermo, caluroso
y alejado, como si lo hubiera fundado alguien desesperado por huir de sus
fantasmas y perderse entre los escollos y archipiélagos aledaños. Era la playa
más triste de toda la región con apenas algunas cabañas distribuidas
irregularmente. Allí la actividad principal era el arguende de la plaza, los rezos
comunales y la pesca vespertina. Sixto y Gloria llegaron un viernes a medio
día y se bajaron en la última estación de la región de Cerralvo. Los vieron
atravesar la plaza como dos forasteros que traían una polvorosa maleta de piel.
Gloria observaba por doquier y pensaba que aquel lugar tenía un aire
inquietante, como si sus habitantes vivieran atemorizados esperando el
cumplimento de algún presagio. Con los últimos centavos de sus tristes
ahorros, Sixto pudo comprar una pequeña y vieja choza de palma que en su
interior tenía muebles de carrizo y piso de cemento fresco. Por dentro se sentía
como si fuera la cavidad bucal de un megalodonte muerto.
Cuando Gloria vio por primera vez el mar, quedó tan perpleja del turquesa
de las aguas que se puso a llorar de felicidad. Ese día la tarde estaba por caer y
el sol aún bañaba los objetos con su luz. Sixto hacía los tratos para la compra
de la cabaña al tiempo que Gloria se metió al mar sintiendo las olas golpear su
delgado cuerpo y ondear su larga cabellera… A lo lejos vio un destello de un
pez espada que sorteaba las aguas como si armonizara con la felicidad que en
ese instante sentía Gloria.
Por su lado, Sixto fue haciendo amistades con los pescadores y ganándose
la confianza del capitán del barco. De esa manera, lo llevaron a su primera
salida, y al cabo de cierto tiempo Sixto ya emprendía viajes cada vez más
largos: primero a los Islotes de Carreña, luego cruzaba el Canal de la Matrona
hasta que finalmente logró embarcarse por días enteros hacia las recónditas
Islas Alejandrinas.
Gloria a veces se quedaba sola y no salía del mar. Comía con los
pescadores en turno, esperaba el atardecer con ansias y se dormía en una
hamaca comunal que estaba entre la playa y el pueblo. A veces iba a visitar a
la señora Ceja quien le contaba pasajes de la biblia y le preguntaba sobre sus
verdaderos padres. En repetidas ocasiones la señora Ceja le pidió a Gloria que
hablara con el cura del pueblo para ver si la podía mandar a un asilo de niñas a
la ciudad de Peña de Cerralvo porque no estaba bien que una niña como ella
viviera con un desconocido.
Otras veces, Gloria visitaba a Cleotilde Samperio. Una señora solterona
que siempre traía una falda de pana y unos zapatos cerrados con una hebilla
descolorida. La había conocido por la señora Ceja, quien se la llevó para ver si
le daba unas monedas a la niña para que se pusiera a barrer o a limpiar su
Virgen de la Soledad Dolorosa de tamaño natural. La señora Ceja también
llevó a Gloria con el padre Trinidad para ver si la niña tenía todas sus
consagraciones cristianas. La niña dijo que solamente había sido bautizada, a
lo que el padre respondió que pronto habría que incluirla en la lista de los
niños que iban a hacer su primera comunión.
La vida de Gloria se había vuelto más tranquila, aunque por dentro ella
sentía que algo le faltaba: sus cumbias a todo volumen, por ejemplo. Cuando
le cuidaba la casa a Cleotilde o le limpiaba su virgen buscaba sus canciones en
la estación de radio y todavía soñaba con una fiesta de quince años en donde
todo mundo pudiera embriagarse y bailar hasta que se cansaran. Cuando
Cleotilde Samperio la vio bailando “la cumbia del cuervo” y restregando las
nalgas en la pared se escandalizó tanto que la llevó directamente con el padre
Trinidad quien le untó agua bendita y le confirmó de inmediato como hija de
Dios.
Ese mismo día Gloria salió de la iglesia y afuera la esperaba Cleotilde
Samperio para llevarla a su cabaña. Caminaban un par de cuadras en dirección
a los páramos que dividían el pueblo y la playa cuando en medio de la calle
escucharon unos gritos y un cristalazo. Voltearon la mirada, el alboroto venía
de una tienda de dulces que se veía vieja y sucia. “No hagas caso niña, es
Catalina y sus locuras”, dijo Cleotilde mientras aceleraba el paso para que
Gloria no la viera.
̶ ¿Y quién es esa señora? ̶ preguntó Gloria interesada.
̶ Una loquita judía que no tiene ningún sacramento divino. Entre más lejos
estés de ella, mejor.
Gloria se quedó intrigada por saber quién gritaba de esa manera, pero
después, ya en su casa a solas, con el sonido de las olas del mar cayó en un
sueño profundo.
Por su parte Sixto, en uno de sus primeros viajes a los Islotes de Carreña,
lo mandaron a pescar cangrejos ermitaños. Allí conoció a Flora Icazbalceta,
una mujer ruda que también cazaba cangrejos con una lanza de punta fina. Ella
llevaba los mariscos al Canal de la Matrona para venderlos en los numerosos
prostíbulos por los que el lugar era conocido. Sixto la había visto vagando por
la playa con una botella de dos litros de cerveza de raíz, un cigarro de buen
tabaco forjado a mano, una bolsa de yute y una enorme cubeta enlazada a su
espalda.
Estando en los escollos, en plena pesca de cangrejo, Sixto se había dado un
descanso para seguir a Flora con la mirada y pudo percatarse que, dentro de la
de cubeta de la mujer, sobresalían los cangrejos moribundos moviendo las
tenazas. Ahí vislumbró cómo Flora se encaramaba en una pared rocosa y no
daba crédito al ver cómo pudiera tener tal entrenamiento: sus músculos
estaban torneados, sus nalgas eran fuertes como acero de barco, y su aspecto,
en general, era bastante tosco. De momento, Flora se asió de una roca, pero
esta se despeñó y la mujer quedó pendida de un solo brazo.
Sixto se alarmó al ver la escena y corrió a su auxilio; no obstante, Flora
soltó la cubeta de inmediato y se agarró de otra piedra que estaba muy cerca
de ella. Después bajó la pared rocosa por su propia cuenta y volvió a
recolectar, de manera eficaz, todos los cangrejos que estaban en el suelo
intentando escapar de inminente destino: ser devorados por putas y borrachos
en el canal de la Matrona. Cuando Sixto llegó al sitio para tratar de ayudarla,
Flora ya estaba sentada en un escollo; había sacado de su bolsa la botella de
cerveza de raíz para el susto y la bebía como si fuera agua fresca.
̶ ¿Se encuentra usted bien señorita? ̶ preguntó Sixto en tono solemne.
Flora lo miró con cierto desdén, dio otro sorbo a la botella y le respondió
con voz áspera:
̶ Si venías a ayudarme, no necesito ayuda; pero si vienes a follar vamos a
una cueva.
Sixto no podía creer que una mujer contestara de esa forma tan directa. En
cierta manera le atraía la fortaleza; pero también lo apabullaba. Se quedó ahí
en silencio sin saber qué decir.
–¿Dónde está la cueva? –agregó finalmente con un hilo de voz.
Esa misma tarde regresaron al puerto de Tierra Sola. Estaban ebrios y
tenían las manos vacías. A Sixto lo corrieron de la embarcación por no traer
cangrejos, y todo el respeto que se había ganado se perdió como una burbuja
en el agua. En la madrugada llegó a su choza con Flora. Tiraron los pocos
muebles de carrizo que tenían. Gloria se despertó, puesto que dormía en la
cocina en un pequeño tapete de palma. Cuando fue a la sala lo primero que vio
fue a Sixto fornicando con una desconocida de cuerpo descomunal. Le
impresionó tanto ver el acto que se quedó despierta toda la noche mirando el
tejido de la palma en el techo.
Al siguiente día Gloria se sorprendió al ver a la misma mujer de la noche
anterior. Flora se encontraba lavando los trastes y tarareando canciones
folclóricas del lejano Perú. Los días consecutivos fueron un poco difíciles,
pues Flora no se iba y entonces se había creado una eterna rivalidad entre las
dos mujeres. “A partir de ahora mando yo”, le comunicó la tosca mujer a
Gloria ese mismo día en que la había visto lavando trastes y cantando. Sixto se
había ido a buscar trabajo, y la robusta mujer decidió tomar posesión de la
choza como si le perteneciera desde siempre.
Gloria la evitaba, se escapaba al muelle o se iba a jugar con algunos niños
cuyos nombres nunca se aprendía. Cuando regresaba en la tarde, Flora la
reprendía por ausentarse tanto. La amenazaba con amarrarla de una piedra y
mandarla sola en altamar dentro de un bote para que enloqueciera entre el sol
hirviente y en la inmensidad del despiadado océano. Paulatinamente, Flora fue
tratando a la niña como si fuera una sirvienta. En la noche, que llegaba Sixto
de buscar trabajo, Flora se quejaba amargamente de lo holgazana que era la
niña y de la probabilidad de que solo les trajera problemas como pareja.
Sixto, antes de irse a buscar trabajo por enésima vez, habló con la niña. Le
pidió que obedeciera a aquella mujer de mirada penetrante y piernas de árbol
macizo; pero Gloria, sin poder encontrar alguna prueba para demostrar que
aquella mujer la trataba mal, solamente sintió deseos de venganza. Quería que
se descubriera la clase de serpiente que era aquella mala entraña. Algunos días
después, Flora mandó a Gloria a traer vegetales al mercado de Tierra Sola;
Gloria solo miró hacia la ventana y se imaginó que un megalodonte se salía
del mar y aplastaba de un solo golpe a aquella ridícula señora.
–¿Me estás escuchando tonta? ̶ profirió coléricamente Flora al darse
cuenta que Gloria se encontraba distraída.
–Claro que sí señora –resopló Gloria con una sonrisa de oreja a oreja
mientras tomó el billete de veinte pesos que Flora le extendía para comprar la
comida.
Gloria salió de la cabaña danzando y cantando. Se sentía como una
bailarina dentro de un musical norteamericano al que nunca perteneció. Cruzó
los campos de piña, los secos pantanos y los cañaverales para llegar al pueblo.
En su mente solo estaba la idea de pasar todo el día afuera. Andaría entre
tamborazos, ollas de fritangas, y entre el fandango de los viernes en que los
vecinos sacaban los fermentados y ponían las cumbias a todo lo que daba.
Sentía dentro de sí un poco de júbilo por saber que retaría a Flora, que no
compraría una sola zanahoria y que todo el día se dedicaría a perderse con un
poco de dinero en mano.
El pueblo era pequeño pero pintoresco. Lo había fundado un misántropo
marinero vasco llamado Lucanor Dorronsoro que a su vez había naufragado en
el mar de Cerralvo y se había vuelto ermitaño a causa de lo que él llamaba “los
traumas de las aguas”. No había dejado herederos, pero había una estatua de él
en la entrada de la carretera federal.
En el camino al pueblo Gloria recordó los gritos de la mujer loca a la que
no debía acercarse, y no entendía por qué, si se sentía más identificada con
eso, que con los sacramentos cristianos que la señora Ceja y Cleotilde
Samperio le habían obligado a hacer. Decidió que gastaría su dinero en dulces
y de paso conocería a la misteriosa judía.
Catalina Luna tenía melena de vagabundo, usaba un mandil rasgado por
sus quince gatos y traía las uñas repletas de turrón seco con pelusas. Vendía
dulces de tamarindo, frutas deshidratadas, buñuelos de plátano, casabe de yuca
y turrón de guayaba; pero además predecía el futuro en las cáscaras de coco.
Era una mujer misteriosa que todo el tiempo alzaba la voz en los momentos
menos esperados, como si del cielo le llegaran revelaciones.
Su tienda y su casa estaban decoradas con los cuadros de su bisabuelo, don
Ferdinando Luna de Aranjuez, un prolífico comerciante judío que había
llegado a Tierra Sola a vender dulces y alfombras. Dentro del negocio también
se podían encontrar varios relojes de péndulo y candiles abandonados que a
veces Catalina encendía en la noche para entrar en trance. Los anaqueles de su
tienda eran de cedro; estaban tan fuertes que daban la impresión de estar vivos
o de aún formar parte del árbol. En la esquina del ámbito se observaba un
telescopio de cobre; muy viejo, oxidado y con las lentes estrelladas. Había
sido un instrumento de navegación de Matteo Polo mucho antes de adentrarse
en la antigua Crimea.
Catalina Luna tenía tres anillos en cada dedo y un brazalete de oro véneto
enrollado en su melena. La gente la visitaba más por conocer su futuro que por
comer sus dulces, los cuales, podían llevar años en las estanterías sin ser
comprados. Gloria entró a las doce del día a la tienda. Tenía la mirada perdida
y se sentía asombrada de ver tantas antigüedades. Afuera hacía un calor de los
mil demonios, pero adentro del oscuro recinto uno tenía la sensación de haber
viajado a un país con un clima más benévolo.
La mujer trastornada escuchó maullar a sus gatos y salió de entre una
estantería de enciclopedias viejas empastadas por la editorial Pleyade. La pasta
dura de uno de los libros mostraba la fotografía de Rémy Belleau. Catalina le
preguntó a la niña si venía a conocer su futuro. Gloria dijo que no,
simplemente quería dos bolas de tamarindo al tiempo que le extendía el billete
de veinte pesos que le había dado su madrastra.
La judía se acercó a la pequeña que aún miraba alrededor medio
desconcertada. Tres hermosos gatos, cuyas pieles acicaladas semejaban las de
un zorro rojo, caminaron exquisita y elegantemente detrás de la adivina. Uno
brincó y se posó en el viejo telescopio al tiempo que ronroneaba. A la sazón, la
adivina del pueblo cogió el billete, lo arrugó y lo metió en su mandil podrido.
El billete se salió y rodó en el piso, y el gato que no estaba en el telescopio se
puso a jugar con el papel arrugado como si fuera una pequeña pelota.
–Bueno, no importa lo que tú quieras, niña –replicó la vieja con el mismo
tono de augurio que siempre utilizaba para toda ocasión, incluso para vender
turrones–. Te voy a hablar de la terrible desgracia que te espera por el simple
hecho de ser mujer y existir en este mundo tan lleno de malicia y sufrimiento.
Habiendo dicho esto, corrió al telescopio. El gato se asustó y brincó a una
estantería. Catalina Luna miró por el lado opuesto de la lente; es decir, por el
parasol. Entonces cerró los ojos y recitó un poema de Juana de Ibarbourou; a
continuación cantó Astro del ciel en dialecto napolitano. Gloria observaba
cómo aquella mujer se llenaba de júbilo al hacer toda esa serie de rituales,
parecía que estuviera dando un espectáculo moderno de teatro o danza.
Cuando Catalina volvió de su trance, tomó a Gloria de las manos y la miró
fijamente diciéndole:
–La vida es horrenda pequeña, no hay nada por lo que valga la pena tantos
años de existencia. Acabo de ver tu tristeza más infinita, y temo decirte que
estás destinada a que nadie te quiera, nunca –musitó con lágrimas en los ojos
mientras la abrazó a manera de consuelo.
Después de un tiempo de silencio la soltó. Le dijo que se podía llevar de la
tienda todo lo que le cupiera en las manos. Gloria estaba aturdida; no entendía
lo que había pasado. En el pueblo se decía que Catalina Luna estaba loca
porque había conocido el mundo hasta los diecisiete años cuando hubo muerto
su último familiar. Cuando era pequeña sus padres la sorprendieron invocando
a los espíritus y haciendo pócimas con extracto de floripondio. Ahí la tacharon
de bruja, se sintieron avergonzados de tenerla y la encerraron durante toda su
primera infancia en un sótano. Dicen que vivía amarrada de un pie y que solo
comía cáscaras secas.
Gloria comenzó a recolectar todo tipo de dulces, pero eran tantos y sabían
tan mal que los compartió con algunas personas del pueblo y con los perros
hambrientos que se amontonaban ante el olor a rancio. Gloria no comió nada,
los dulces de Catalina estaban tan echados a perder que dos perros murieron y
cinco niños se enfermaron de diarrea.
Ese día la plaza del pueblo comenzaba a llenarse. Estaban por llegar los
restos de la Santa Niña Nicasia, una pequeña infanta que había quedado
carbonizada, con las manos abiertas al cielo, en un incendio de la localidad de
la Nueva Sahara de los Atunes. Se decía que la niña portaba milagros si
tocabas su urna y pedías con fervor al canto de un rezo que solo el cura sabía.
Gloria pasó la tarde entre cánticos, tamales de maíz negro, churros rellenos
de zarzamora, música de tambora y esperanzas hacia el poder la urna
milagrosa. A las cinco cuarenta y tres, toda la población ya estaba reunida en
la plaza del pueblo. Estaban absortos y expectantes de que la Santa Niña les
hiciera un gran milagro en ese pueblo desolado. Entonces, se escucharon cinco
campanadas, y de la torre más alta de la iglesia salió el cura vestido de gala;
traía un solideo bordado con hilos de seda y una muceta roja con figuras
regionales como palmeras, placodermos y piñas.
El padre hizo la señal de la Santa Cruz y a partir de ese momento hubo un
silencio eterno, sepulcral… El cura miró por todos lados como si
inspeccionara a su audiencia. Acto seguido encendió un copal con olor a mirra
y elevó la urna con sus manos en dirección al cielo. Fue ahí donde se sintió
una energía descomunal que portaba todo el anhelo de que el mundo no se
pudriera, que los cuerpos vivieran por siempre, que el amor prevaleciera sobre
las separaciones de los amantes, que los progenitores fueran eternos, que las
mujeres gobernaran el mundo y que la economía volviera al trueque.
Después de los rezos hubo una gran fiesta. Soltaron fuegos artificiales de
Mianyang y en la plaza tocó Tropicalísimo Apache. Todos bailaban al ritmo de
la cumbia y la guaracha. Los borrachos salieron de las cantinas, sacaron los
fermentados de cáscara de piña y los licores de guayaba. Por las calles se vivía
una algarabía sobrenatural que anunciaba el inicio de nuevos tiempos. Catalina
Luna había salido a bailar con los borrachos del pueblo y en el cielo estrellado
solamente se lograban ver los juegos artificiales que formaban las mismas
figuras bordadas en la muceta del cura Trinidad.
Aquel día Gloria sentía un júbilo muy especial. Pensaba que siempre
recordaría ese momento lleno de luz, vaticinios, espiritualidad, comida y
música. Se encontraba contemplando el espectáculo de luces cuando sintió que
alguien la jalaba fuera de la multitud. En ese momento imaginó que un pulpo
gigante de catorce tentáculos la llevaba a su cueva para succionarla hasta la
muerte. Era Flora que la había tomado por los cabellos y la arrastraba por las
calles del pueblo.
La niña gritaba e intentaba zafarse, mas la fuerza de aquella mujer de
aspecto vikingo era superior. Finalmente Flora sentó a Gloria en una banqueta
y le preguntó por lo que le había encargado. Gloria se paró impulsada por la
adrenalina; le contestó ásperamente que ya no tenía nada y que tampoco había
comprado un solo rábano. Entonces Flora respondió con una bofetada que
lanzó a la criatura a la mitad de la banqueta. La gente que pasaba por ahí no se
percataba de lo sucedido, pues estaba hipnotizada por el espectáculo y por las
ondas magnéticas que emitía la urna de la Santa Niña Nicasia.
Gloria se levantó con los labios rotos y con un diente movido de su lugar;
lo único que pensó en ese momento fue que la guerra se había declarado
oficialmente entre ellas dos. Se echó a correr hasta que desapareció de la vista
de Flora. Esa noche, durmió cerca de los campos de piña y los secos pantanos
que conectaban al pueblo con la playa.
A la mañana siguiente Gloria regresó con Catalina Luna. Le dijo que era la
niña de ayer. No tenía dinero, pero necesitaba vengarse de su madrasta.
Catalina Luna la miró con un gesto desconfiado, como si no la conociera;
finalmente le preguntó por qué deseaba cometer tal acto.
–Porque la vida es horrorosa y si no haces justicia por tu mano, ésta nunca
lo hará por ti –expresó Gloria con el ceño fruncido.
A la vieja se le iluminaron los ojos al escuchar esas palabras, estaba tan
emocionada que echó a sus gatos guardianes del sitio, arrastró una silla estilo
Luis XVI con remaches de oro y encendió una ruidosa máquina que preparaba
té. Unos segundos después agregó:
–Verás pequeña, yo he sufrido tanto como tú, pero no tengo el valor de
matarme porque estoy esperando un evento que pronto va a ocurrir… –le dijo
a Gloria abriendo los ojos como gato asustado. Después fue por el té y sirvió
dos tazas decoradas con escenas de la guerra del Peloponeso–. Sin embargo, –
continuó dándole unos sorbos a la bebida–; tienes de saber que acerca el fin de
los tiempos y esa será nuestra única oportunidad para ser felices.
Dicho esto se puso de pie, y de entre las estanterías de dulces sacó una
pequeña caja que puso a la vista de Gloria. Comentó que ahí estaba justamente
lo que ella necesitaba. Gloria se acercó y abrió la pequeña caja de madera.
Estaba grabada a mano con motivos fenicios y albergaba en su interior un
hermoso revolver dorado Tiffany del siglo XVIII. Inmediatamente Gloria se
echó hacia atrás y movió su cabeza de un lado a otro. Después de una pausa, le
dijo a Catalina Luna que no deseaba matar a Flora, sino darle una lección.
La vieja miró tristemente hacia el piso, luego al arma. Cerró la caja con
fuerza dando la impresión de estar enojada o decepcionada y caminó por la
tienda arrastrando los pies y rumiando que la juventud de ahora estaba carente
de criterio. Volvió a pasearse por la tienda palpando los dulces de las
estanterías como si su mano fuera un detector de metal. Finalmente se detuvo
en un membrillo de papaya seca, lo asió con cuidado y se lo mostró a Gloria.
–Este dulce es tan viejo y está tan mal preparado que quien se lo coma no
se escapará de una infección de esas que ni la Santa Niña Nicasia podrá
aliviar.
Gloria miró el empaque pegajoso, roto y con pelos de gato incrustados.
Asintió con un aire de triunfo, con una sonrisa maliciosa que abría la
complicidad entre una niña abandonada y una mujer con problemas mentales.
Catalina Luna se alegró por primera vez en meses; en ese momento Gloria
pudo ver que algunos dientes de su loca eran de oro, al igual que el brazalete
incrustado en su melena. Gloria salió de la tienda embargada por el deseo de
venganza, atravesó el pueblo, los campos de piña y finalmente llegó a la
cabaña que estaba sola. Flora había ido a vender mariscos a la estación del tren
y Sixto seguía buscando trabajo.
En la cocina, Gloria molió el dulce, con todo y envoltura, en un mortero de
piedra; luego vertió el polvo en el frasco de la pimienta. Cuando Flora llegó de
la estación, la niña se encontraba sentada en un pequeño sillón de carrizo y
escuchando en la radio una estación de son cubano. Ese día ambas se
ignoraron. Flora preparó abadejo con arroz reventado y vertió una cantidad
considerable de “pimienta” en el guisado. Cuando Gloria vio que Sixto se
acercaba a la cabaña se echó a correr para encontrarlo en el camino y llevarlo
a otro lado.
“¿Dónde dormiste ayer?” Le preguntó Sixto a Gloria un tanto enojado.
Gloria respondió que se había quedado con su nueva amiga en el pueblo. “¿Y
cómo se llama tu amiga?”, volvió a preguntarle. “Esther”, respondió Gloria.
“Pues luego me la presentas”, dijo Sixto con cierto aire de indiferencia. Ahí
Gloria intentó hacer que Sixto no fuera a comer a la cabaña, pero él expresó
que moría de hambre; irían a donde quisieran después de comer. Gloria sintió
que el alma se le escapaba del cuerpo, pero no tenía otra opción; así que se
encogió de hombros y se fue al muelle a ver el atardecer sabiendo que Sixto
también se enfermaría. Se le ocurrió que quizá el mal manejo de los alimentos
de Flora mellaría la relación. Realmente no importaba, siempre y cuando ellos
se separaran o comenzaran a tener problemas.
Gloria pasó el resto de la tarde viendo el mar desde el risco mayor desde
donde se veían los Islotes de Carreña y parte del famoso Canal de la Matrona.
Pensaba en su vida, en sus padres y en cómo todo había cambiado para ella. El
mar se extendía por todo el ámbito y alrededor se veían los barcos pesqueros
que se perdían en el horizonte mientras las gaviotas que graznaban en la orilla
de playa. Se alcanzaba a ver el pueblo, los campos de piñas y toda la fauna
selvática que se trenzaba desde la estación e iba a parar hasta los pueblos
contiguos cuyos nombres Gloria no sabía.
Gloria volvió a sentir esa conexión que alguna vez sintió con la selva, era
como si debajo del agua yaciera una fuerza que la observara en silencio
esperando ver qué actos cometería a continuación…
Cuando el sol dejó flotar sus últimos rayos sobre el calmo mar, Gloria
pensó en su infancia y en el vaticinio de Catalina Luna; ella le había dicho, sin
conocerla, que nadie en este mundo la amaría y quizá era verdad. Se sentía
como un pedazo de alga seca pisoteada por los pescadores, adobada por el
calor infernal y reactivada infinitas veces por la marea creciente de la luna
llena.
Gloria bajó del risco y se encaminó a la choza de palma. Cuando llegó,
escuchó voces extrañas. Se adentró y lo primero que vio fue al padre Trinidad
con la urna de la Santa Niña. Estaba rezando por la pronta recuperación de
Sixto, quien se encontraba alucinando y gritando: “¡Corsarios, al ataque!”. Sus
manos parecían sostener un timón imaginario. Gloria sintió un poco de pena
por él, pues estaba alucinando de tremenda infección que le habían provocado
los dulces de Catalina.
Al lado de su cama se encontraba Flora, de pie como un cedro seco;
sostenía una rama de hojas de manzanilla. Daba la impresión de ser una viuda
acompañando el cadáver de su esposo. Junto a Flora, estaba una desconocida
que parecía su familiar, puesto que tenía el mismo gesto duro, casi la misma
estatura y la complexión de toro. También había otras personas del pueblo que
rezaban, lanzaban agua bendita por todo el cuarto y pedían por la pronta
recuperación de Sixto Caramés. Entre ellas estaba Cleotilde Samperio.
El cura Trinidad tomó la mano de Sixto e hizo que la pasara por la urna de
marfil. Inmediatamente comenzó a rezar una letanía que hablaba de ópalos de
justicia, cetros de paz, la quinta casa de los babilonios, la ira de Mustafá, el
amor infinito de la dinastía de Uruk, las travesías del pastor Dumuzid y la
infinita clemencia de la rosa mística del mar muerto. Sixto continuaba
delirando a pesar de que doña Cleotilde Samperio, con su don de lenguas,
había entrado en trance y se encontraba conectándose con el divino creador a
través de la lengua siriaca-media.
Sixto pasó tres semanas en cama delirando y hablando de un mundo
perdido o muy lejano donde había grandes embarcaciones que saqueaban otros
barcos a la fuerza. Corsarios de piel curtida y espada afilada, para ser precisos.
Con la enfermedad perdió más de treinta kilos; parecía como si un calamar le
hubiera succionado la carne interna. Gloria se lamentaba todos los días que el
ropero mal diseñado de Flora no se hubiera enfermado, porque entonces ella
tenía que cuidar de Sixto todas las mañanas en que Flora se iba a vender
mariscos a la estación del tren. Esas semanas fueron las más pesadas y
aburridas de la infancia de Gloria.
Gloria pensó que volvería a visitar a Catalina Luna y que esta vez sí
tomaría el revólver. También se le ocurrió subirse al nogal que proyectaba
sombra en la choza, y desde ahí lanzar una roca de los escollos para que
descalabrara a Flora mientras dormía. Después diría que la roca había venido
del espacio, como aquella que, muchos años atrás, había aterrizado
misteriosamente en el Canal de la Matrona. Se le ocurrió, de igual manera,
arrojarle un pulpo de anillos azules para que la matara con su veneno. Por
supuesto no hizo nada porque todo lo vivía en su cabeza.
Sixto se repuso y volvió a trabajar con los primeros pescadores. Todos
habían olvidado el incidente de los Islotes de Carreña, o simplemente le tenían
lástima por verlo tan lánguido y miserable a causa de la enfermedad. Con el
tiempo, Sixto volvió a perderse, junto con Heriberto Ceja, por días, e incluso
semanas enteras, en altamar; mientras que Gloria tenía que convivir con aquel
ser mitológico de casi dos metros.
Como salida parcial a ese problema, Gloria volvió a optar por irse todas las
tardes al mar hasta que anocheciera. Visitaba a la señora Ceja, a Cleotilde y
por supuesto a Catalina Luna. En el mar se bañaba, comía con los pescadores,
ayudaba a desenredar redes y a tirar de ellas cuando pescaban cerca de la
playa. El mar se había convertido en su único refugio, en su propia
inmensidad, en su espíritu… Si de algo estaba segura, era que el mar no se iría
y que la abrazaría siempre con sus inmensas olas.
El siete de enero, Gloria celebró sola sus quince años. Lo hizo al lado de
los pescadores comiendo machaca de tiburón. No comentó a nadie que ese día
era su onomástico, solo recordaba la única fiesta de su vida que le había traído
más desgracias de la que un ser humano es capaz de soportar. Se encontraba
entre el bullicio y la fogata, ella se sentía perdida. Sus pensamientos volaban
al momento en que ella y sus padres habían huido de San Juan de la Pradera
algunos días después de que ella organizara aquel cumpleaños maldito.
Regresó a la choza antes de que el sol muriera por completo. Cuando llegó
a la cabaña vio una luz encendida y escuchó que Flora hablaba con otra
persona con voz de pájaro oriental moribundo. No hizo ruido, solo se acercó
cautelosamente y pegó oreja entre los carrizos para escuchar mejor. Ahí se
enteró de que Flora había obtenido un trabajo de mesera en Peña de Cerralvo.
Quería regalar a Gloria con una señora de Palmerinda que ocupaba a las niñas
para la venta de café cereza. Flora pensaba mudarse a la ciudad con Sixto. No
obstante, le preocupaba que él quisiera llevársela a la ciudad con ellos, por lo
que necesitaba perderla.
–Yo se la entrego a Calorina Arteaga a la una de la madrugada en Cafetal
de Noche. Tú nada más ponla dormida en el tren de las cinco y yo me encargo
de lo demás –expresó el pájaro moribundo.
Gloria quitó la oreja y se asomó entre los carrizos. Aquella voz chillona
pertenecía a la misma persona que había estado junto a Flora el día en que se
enfermó Sixto. Gloria estaba tan cegada por la furia que no podía
concentrarse; la ofuscación se apoderaba de ella. Sintió como si un
placodermo le mordisqueara el alma, así que volvió corriendo a la playa en
donde se acostó en medio del agua con la cara enterrada en la arena. Ahí
volvió a recordar la sensación que tuvo aquel día en que había dejado de ver a
sus padres para siempre; incluso pudo volver a sentir el peso del racimo de
plátanos en las manos.
¿Cómo viven las personas cuyos padres no los abandonan?, ¿en qué
momento había quedado en una playa desconocida? , ¿por qué estaba viviendo
con un extraño y con otra mujer que la odiaba? Gloria se hacía esas preguntas
con la cara comprimida entre la arena y su cuerpo en medio del vaivén del
mar. Aquella mujer estaba a punto de ganar la guerra y Gloria no podía
permitirlo. A pesar de estar enamorada del mar, tendría que irse a buscar su
propio destino, pero antes le daría una lección a aquella mujer, debía ver a
Catalina Luna y contarle todo.
Se puso de pie y sintió algo extraño en el mar que la hizo volver a mirar al
horizonte oscuro. Pudo vislumbrar como a la altura de los Islotes de Carreña
caía un rayo cuyo sonido llegó algunos segundos después, inmediatamente se
hizo presente un ligero viendo que le arrancó algunos granos de arena que
tenía impregnados en el cuerpo. Corrió a la vereda de los sembradíos pero en
el camino se encontró a Flora quien la miraba con aire pedante.
̶ ¿A dónde crees que va a estas horas, vaga del demonio?
Gloria se quedó callada, pero Flora la tomó del brazo y quiso llevarla a la
cabaña a la fuerza. Gloria empezó a gritar, pero en medio del mar y el pueblo
solo podía oírla Flora y su amiga, quien salió a ayudar a Flora y entre las dos
intentaron meterla a la fuerza a la cabaña.
̶ Yo creo que es un buen momento para que la amarremos y se la llevemos
a Calorina Bustos ̶ dijo el pájaro orienta con su boca reseca ̶ tal que Sixto ni
está y ni se va a dar cuenta de su ausencia cuando regrese.
Gloria comenzó a dar alaridos que inmediatamente fueron ahogados por
las enormes manos de Flora. De momento el mar comenzó a agitarse y todo el
reino marino emprendió una migración sin rumbo. Tan inexplicable era la
conexión entre Gloria y las aguas, que en ese momento, Gloria sintió como el
océano se estremecía más de lo normal. Volteó la mirada hacia el horizonte; el
cielo se cimbró y comenzaron a caer rayos más grandes en la lejanía a la vez
que el viento comenzó a arreciar hasta que sopló con más fuerza y levantó un
poco de briza marina. Volvieron a caer rayos cada vez más cercanos.
Este fenómeno soprendió a las mujeres, quienes, mirando atentamente al
mar, descuidaron por unos instantes a Gloria y ella salió corriendo para
treparse en un nogal. Flora y su amiga fueron detrás de ella, pero al sentir que
la lluvia se hacía más fuerte y el viento estaba incontrolable decidieron
regresar a la cabaña para refugiarse.
En ese momento, se escucharon unos gritos ensordecedores en lontananza
y apareció una tenue luz que se movía en medio de los campos de piña que
estaban imposiblemente plantados junto al mar. Era Catalina Luna que venía
gritando por todo el camino. En una mano sostenía un quinqué y; en la otra, el
enorme telescopio inservible de bronce heredado de su bisabuelo.
La trastornada señora hizo su arribo triunfal en la playa y lanzó con fuerza
el quinqué sobre la arena; éste se rompió al azotar contra la concha de un
cangrejo azul que había muerto hacía días. De manera inmediata, la loca
plantó decididamente el telescopio en la arena de la playa, giró algunas
perillas del instrumento y lo apuntó hacia el horizonte. Después llevó sus
expresivos ojos a la mirilla y comenzó a agitar los brazos. Parecía como si
nadara en el aire al tiempo que gritaba jubilosamente:
–¡Por fin este mundo espantoso se va a la mierda!
Ahí comenzó a llover con más fuerza y el fuego del roto quinqué se
extinguió por completo. Catalina Luna gritaba mojada por toda la playa que
había llegado el momento más ansiado por ella: el fin de los tiempos. Toda su
vida había creído que la única salida de la terrible condición humana era la
extinción masiva; por eso, siempre deseaba vehementemente que el universo
cobrara justicia por su propia mano y arrastrara a la humanidad de un tirón.
Gloria continuaba observando la manera en que Catalina Luna corría hacia
el pueblo trayendo las buenas nuevas. Por otro lado, Flora y su amiga se
asomaban por la ventana, curiosas y meditabundas, intentando descifrar lo que
estaba ocurriendo justo al caer la noche.
La lluvia junto con el viento eran cada vez más intensos. Gloria abrazó con
fuerza una rama para no salir eyectada por los aires. De momento se escuchó
un ruido extraño, era una parte del mar que se elevaba como torbellino hacia el
cielo. En ese momento los peces salieron de la espiral de agua proyectados por
una energía imposible. Parecían balas de cañón: por todo el espacio volaban
peces espada, arenques de dientes puntiagudos, burritos rayados de escamas
venenosas, Japutas de mirada fija, medusas gigantes tricolor, anguilas
eléctricas, caguamas de tres metros, placodermos, etc.
Se podía sentir en la atmósfera toda la angustia concentrada en los
pobladores de Tierra Sola. “¡Madre santísima de la cueva inmaculada!”,
alguien gritó en la lejanía. Gloria vio como la tormenta y los peces bala se
estaban llevando las cabañas de la playa a pedazos. Adentro de la cabaña de
Sixto, la amiga de Flora estaba arrodillada pidiéndole perdón a los santos; pero
Flora continuaba como un árbol incólume: estaba parada al borde de la puerta
esperando algo indescifrable. Poco a poco, las cabañas se fueron destrozando a
causa de los peces que las hacían añicos. Pronto no quedaría nada ahí.
En un instante, el techo de la cabaña de Sixto salió arrojado al cielo como
una cometa. Flora y su amiga quedaron más vulnerables; ahora Gloria podía
ver todo lo que ocurría adentro. Extrañamente el viento había dejado de soplar
con fuerza donde estaba Gloria, pero era evidente que en la zona donde se
encontraba Flora y su amiga se estaba gestando un huracán. De repente, todos
los muebles de la choza salieron volando; y con ellos también se fue la extraña
señora con voz de pájaro oriental, quien, en los aires, todavía le gritaba a la
Virgen de la Pradera que la perdonara por todo el daño que le había hecho al
mundo.
Sin embargo, Flora seguía de pie y encontró con la mirada a su rival más
grande trepada en un nogal. Sentía hacia Gloria un odio que jamás había
experimentado. De alguna manera, sabía que la catástrofe estaba relacionada
con aquella niña de la que siempre sospechó de hechicera; más aún cuando las
malas lenguas le habían contado sobre sus encuentros con Catalina Luna.
Entonces, Flora dio un grito descomunal que se podía interpretar como el
último reto hacia su pequeña rival que la observaba. Pero justo en ese
intervalo, el mar se salió de la playa y se la tragó de un solo bocado dejando la
playa vacía y los campos de piña convertidos en pantanos.
Cuando el Mar se hubo retirado, Gloria abrió los ojos. No estaba mojada y
al parecer había trepado tan alto que el agua no había llegado ahí. Al cabo de
unos minutos la tormenta había terminado. Gloria pensó que era la única
sobreviviente; pero, casi inmediatamente después de lo sucedido, Cleotilde
Samperio apareció por la vereda de los campos de piña. Iba hablando en
arameo y la acompañaba el padre Trinidad. Sostenían la urna de la Santa Niña
Nicasia de la Nueva Zahara de los Atunes. Detrás de ellos venía una procesión
cantando el “Perdona a tu pueblo señor ”.
Todo el pueblo le pedía perdón a Dios por su ira, pero a la vez daba gracias
al cielo que la tormenta apocalíptica y el mar de fondo solamente hubieran
azotado la playa. El pueblo de Tierra Sola únicamente tenía sus calles llenas
de pescados y una que otra estrella de mar. Es decir, había resultado casi
intacto, como si la Santa Niña del Sahara de los Atunes los hubiera protegido
del infortunio. Estaban profundamente agradecidos por la clemencia del
Señor; cantaban y alababan a sus magníficos poderes. Sin embargo, lo que no
sabían era que en ese momento, en realidad, había comenzado el primer
indicio de la verdadera desgracia que se avecinaba.
VI
El mar que se había salido de la playa reactivó los pantanos de Tierra Sola
haciendo que el camino de la playa al pueblo estuviera cubierto de pozas
peligrosas de agua salada. Los peces que vomitó el huracán fueron la comida
para todo el pueblo por casi dos meses. Por doquier olía a marisco. Los
exhibían en bloques de hielo, los cocinaban al mojo de ajo, incluso se habían
vuelto objetos de decoración en las casas cuando el carpintero del pueblo
encontró la manera de disecarlos.
Por otra parte, tres días después de la tormenta, desembarcó toda la
tripulación pesquera proveniente del lejano archipiélago de Bob Morin; ahí
venía Sixto y Heriberto Ceja. Quedaron atónitos al ver que ni siquiera había un
muelle para atracar, pues el torbellino había arrasado con todo. La playa estaba
virgen, parecía un paraíso o un nuevo mundo.
Heriberto Ceja, con su cara curtida por el salitre y los dientes blancos e
incólumes por su dieta de moluscos, dio un bramido de sorpresa. Creyó que
habían llegado a otro lugar. Sixto le expresó que su sentido de orientación le
decía que sí estaban en Tierra Sola, de modo que no debía preocuparse.
Bajaron todo el cargamento de mariscos y lo dejaron en la arena en lo que
avisaban a los demás pescadores para venir a recogerlo. Sixto y Heriberto se
encaminaron hacia el pueblo; estando allí se enteraron de la tormenta, de la
desaparición de Flora e incluso de que Gloria estaba viviendo y cuidando de
Catalina Luna, la cual había caído enferma de alucinaciones cuando supo que
el mundo no se había acabado como ella tanto deseaba.
Cuando Sixto se enteró de lo de Flora, no dijo una sola palabra respecto,
solo se quedó en silencio un par de minutos y después fue por Gloria a casa de
la loca. Entró a la tienda de Catalina Luna y ahí estaba la niña: traía los
antebrazos envueltos con brazaletes cuyos grabados eran jeroglíficos falsos
hechos en indonesia; de igual manera, portaba un paliacate de Catalina Luna
con motivos del imperio Lidio.
–¿Viene a conocer su futuro? –le preguntó Gloria sin poner atención a
quién entraba en la tienda.
Sixto la miró con ternura y pensó que aquella criatura podría vivir sola o
acompañada de cualquier persona, puesto que era totalmente adaptable. Para
Sixto, cuando él se había ido, Gloria era una niña con vestidos rasgados y
olorosos a residuos de pescado; pero en tan solo algunas semanas de haberse
ausentado pudo percatarse de que en realidad Gloria ya tenía mucho tiempo
que había dejado de ser una niña y se había convertido en una gitana de
mirada disipada que, además, le hacía creer a la gente en sus quiméricos
poderes de adivinación.
–Quiero que me digas qué haces aquí con la loca del pueblo –le reclamó
Sixto ásperamente. Entonces Gloria subió la mirada y algo más allá de su
propio cuerpo la impulsó a correr y abrazar a Sixto.
Ese momento en que Gloria se había parado súbitamente para ir con Sixto,
le hizo preguntarse muchas veces, por muchos años, qué la había llevado a
cometer tal acto. Estaban ceñidos uno al otro sin saber si lo que se gestaba ahí
era un deseo de protección, una alegría de que Flora ya no existiera, una
demanda de salvación de parte de Gloria, el inicio de un cariño fraternal o un
deseo carnal. Lo cierto es que, a partir de ese evento, Sixto pudo sentir los
pequeños pechos de Gloria en su abdomen y confirmó lo que en ese momento
había pensado.
Gloria se quedó cuidando de Catalina Luna quien en su delirio continuaba
maldiciendo la vida y el fin del mundo que nunca llegaba. Por su parte, Sixto
se refugió con Heriberto Ceja en casa de su madre, quien, a su avanzada edad,
los trataba a como si fueran niños. La rutina de los pescadores era la misma:
perderse en altamar y regresar con enormes contenedores de mariscos.
Sixto estaba cansado de estar limitado económicamente y de vivir con su
amigo; así que decidió iniciar un negocio. Fue un jueves en que miraba
absorto el techo tratando de acomodar sus ideas para elucidar cómo iba a
reconstruir la cabaña. “Lo material va y viene compadre”, le había dicho
Heriberto Ceja mientras desenredaba una red para la pesca del día siguiente.
De momento, Sixto tuvo una idea: organizar juegos de azar para sacar dinero
extra.
Así fue como se empezaron a reunir todos los pescadores a las seis de la
tarde afuera de la casa de Heriberto. En la tarde, su madre salía a barrer y,
cuando menos lo esperaba, había más de trece borrachos tirados en la
banqueta fumando cigarros sin filtro y bebiendo aguardiente de caña. Por
alguna razón, la señora Ceja disfrutaba de la compañía de los pescadores; a
veces les daba de cenar caldo de canadaspis y cerveza de raíz. Al cabo de
algunas semanas, su casa se había convertido en un casino donde los juegos de
baraja valenciana, el dominó, la ruleta, los dados y el juego de cara o cruz
dominaban el ámbito, incluso hasta que amaneciera.
Cuando el negocio de los juegos de azahar estaba despuntando llegó
Hermenegildo Dueñas, el carpintero que había encontrado la manera de
disecar los peces y que los había vendido a precios exorbitantes. Era un señor
bien acomodado que trabajaba el cedro y el pino. Hacía muebles que
exportaba hasta Peña de Cerralvo y se había hecho de renombre en la región
por el estilo renacentista que les imprimía. Un sábado pasó por la casa de
Heriberto Ceja y vio que casi todos los hombres del pueblo se reunían ahí a
jugar baraja y hacer apuestas. Entre todo ese bullicio fue testigo que uno de los
pescadores se llevaba casi doce mil pesos; entonces los ojos se le iluminaron
ante la posibilidad de ganar.
Al tercer día de haberse enterado del negocio, Hermenegildo Dueñas se
sintió confiado en sus habilidades con la baraja. Llegó con un saco de billetes
y puso tres mil pesos en la mesa. Le apostó a Juventino Centella, el pescador
más hábil con las cartas en ese momento. Para su mala suerte, Centella no
ganó, y Dueñas se enojó tanto que volvió a apostar hasta que lo perdió todo.
La cara se le descompuso y de un tajo volteó la mesa de juegos. Se fue
echando pestes. La madre de Heriberto salió de su habitación y les prohibió
que se pelearan de esa manera, la próxima vez los echaría a todos.
Al siguiente día, todo mundo se sorprendió porque Dueñas regresó con
otro talego rebosante de billetes y le dijo a Sixto que lo retaba a un duelo de
baraja valenciana. Al principio ganó mil quinientos pesos, y su cara recuperó
el gozo que había perdido el día anterior. Estaba tan emocionado que se tomó
un fermentado de un solo golpe. En la segunda ronda, Hermenegildo Dueñas
volvió a ganar. Se contoneaba de felicidad por comenzar a recuperar la fortuna
que había perdido el día anterior. De momento, era tanta su exaltación, que
retó a Sixto con todo el talego y le dijo que si se echaba para atrás iba a poner
en duda su hombría.
Sixto solamente contaba con los ahorros que había ganado en el negocio de
los juegos de azahar y con lo poco que tenía de su trabajo como pescador. Si
perdía, no iba a poder terminar la construcción de la nueva cabaña. Mas el reto
de Dueñas le había inyectado una sensación hostil y un deseo de ganarse el
talego. Miró fijamente a Dueñas y notó que, en las comisuras de sus labios,
todavía tenía saliva verdusca de la bilis que sacaba a causa de sus rabietas
constantes. Al final aceptó el reto, y justamente cuando todo el escenario
pintaba para que perdiera, Sixto sacó una flora imperial que no pudo contra el
rey de copas que traía Dueñas.
La muchedumbre explotó de conmoción al ver que el carpintero había
perdido. Ambos contrincantes se quedaron impávidos por unos instantes hasta
que Hermenegildo dio un grito ensordecedor y volvió a tirar la mesa con todo
y bebidas embriagantes. La mamá de Heriberto se asomó enojada y vio que su
casa se había convertido en una verdadera cantina con borrachos agresivos. Si
algo le molestaba a la señora eran las peleas, así que intentó echar, a punta de
escobazos, a todos los jugadores y parranderos, pero ya era demasiado tarde;
en ese momento ya se estaban peleando y arrojándose cuanto encontraran
alrededor.
Heriberto y Juventino, el pescador estrella, quien solo una vez ganó en
toda su vida, tomaron a Dueñas por la espalda cuando éste sacó el revólver y
amenazó con matar a Sixto. Todavía, mientras lo arrastraban por la calle para
llevarlo a la cárcel municipal, alcanzó a gritar que iba a haber represalias, justo
en donde más le doliera a Sixto. Por eso lo encerraron tres días en la cárcel
municipal; al cuarto lo sacaron porque juró no volver a apostar. El presidente
municipal en turno, Doroteo Villa y Betancourt, como era amigo de Dueñas, le
dejó libre con la condición de que no volviera a armar disturbios. Una semana
después no se le volvió a ver más por el pueblo.
Con el dinero que había ganado Sixto, pudo al fin reconstruir la cabaña en
menor tiempo del estimado. La madre de Heriberto, resuelta en que las
amistades de su hijo le habían salido muy caras, prohibió los juegos de azahar
y mandó a clausurar la puerta principal para que ningún borracho intentara
meterse. El acceso desde aquel momento en adelante solo era por la parte
trasera de la casa. Tanto su hijo, como Sixto, y todos los pescadores,
reanudaron sus miserables rutinas: se perdían por semanas en islas y
regresaban con el barco repleto de pescados y mariscos que se malvendían en
la región.
Así pasó el tiempo inexorablemente hasta que la cabaña estuvo lista.
Gloria regresó a vivir a la playa. Dejó a Catalina Luna cada vez más
convencida de que algo terrible se avecinaba… y era verdad porque un día
Gloria andaba sola en la orilla del mar cuando sintió que alguien la tomó de la
cintura y le puso la mano en la boca. Ella intentó ver quién era, al tiempo que
gritaba, pero era inútil. Un borracho de aliento fétido la había llevado al suelo,
y con una mano, le tomó ambas muñecas mientras que con la otra le
desgarraba el vestido. Gloria no tenía fuerzas para soltarse y el borracho se
acercaba cada vez más con su aliento a alcohol de caña.
Gloria intentó gritar, pero no pudo. Las manos del beodo estaban tan
ásperas que ni siquiera podía morderlas, parecían cueros de jabalí. El hombre
ya se había puesto encima de ella y le dijo:
–Traigo un mensaje para Sixto, de parte de Dueñas –expresó con sus
dientes podridos al tiempo que Gloria pedía ayuda. Entre la playa y el pueblo,
probablemente, nadie la escucharía.
De momento, el borracho comenzó a lamer la cara de Gloria y desgarrar
más su vestido de algodón. Gloria intentaba defenderse, pero la fuerza del
hombre superior a la de ella. De momento el esperpento briago se había bajado
los pantalones y estaba dispuesto a violar a Gloria, quien pataleaba y no daba
tregua. El hombre logró darle dos bofetadas para que dejara de moverse, pero
Gloria parecía una mantarraya que se resiste a ser pescada, le dio entonces otra
bofetada más fuerte y la tomó de los cabellos para azotarla en la arena. Gloria
perdió el conocimiento.
Entonces el borracho, a punto de realizar su fechoría, gritó de placer y
sonrió ante el cuerpo de desmayado de una pobre adolescente en desgracia.
Pero inmediatamente después dio un grito de dolor y cayó al piso sobándose la
cabeza. Cerca de donde estaba ocurriendo la violación, un coco terminaba de
rodar en la arena y en la distancia, una silueta se acercaba velozmente: era
Sixto que se lo había arrojado y ahora venía al rescate.
Sixto aprovechó el aturdimiento del borracho para comenzar a patearlo
hasta que éste quedó inmóvil. Después despertó a Gloria quien tenía el vestido
desgarrado, las manos del asqueroso beodo marcadas en su piel y su cabeza
enarenada. No sabía dónde estaba y Sixto le tuvo que explicar lo que había
ocurrido. Gloria se sentía humillada, golpeada y sin ningún valor. Aun así,
Sixto le pidió ayuda para arrastrar al borracho hasta un pantano. Ahí, a la
cuenta de tres, lanzaron el cuerpo que se fue llenando de lodo hasta
desaparecer. “Nadie lo va a extrañar”, añadió Sixto en cuanto el beodo se
había hundido por completo.
Una vez en casa, Gloria se metió a bañar, se fregó la piel ocho veces y se
untó ruda con jabón. Lloraba y se bañaba sintiendo asco y dolor. No quería
hablar con nadie y había dejado de sentir fortaleza. Lo único que recordaba era
ese terrible episodio mezclado con el momento en que sus padres la dejaron en
la estación de Paso Carretas. Se encontraba a la deriva y frágil. Deseaba tener
la corpulencia de Flora para poder aporrear a los borrachos o a cualquiera que
quisiera sobrepasarse. En la noche fue a pedirle la pistola a Catalina Luna para
traerla siempre con ella, pero la mujer la había intercambiado por una dotación
de ajenjo y hierbas de Egipto para hacer sus menjurjes y pócimas.
En esos días de silencio y cavilaciones, Gloria también se dio cuenta de
que sus caderas se habían ensanchado, sus pechos habían crecido y su cara
había madurado. Tenía la sensación de que un ente ajeno la habitaba y le hacía
sentirse a la búsqueda de algo que no comprendía; algo que la llevaba a
preguntarse todo el tiempo por qué había abrazado a Sixto en la tienda de
Catalina Luna, qué hacía viviendo en una playa con un extraño y por qué
aquel maldito borracho la había hecho sentir tan mancillada y miserable.
Gloria se sentía particularmente sensible y lloraba a cada rato a escondidas.
Su cuerpo revelaba algo en relación a su propia melancolía, a su abandono y a
su soledad. Estaba sedienta de venganza y a la vez profundamente triste, se
sentía como un trapo pisoteado que cualquiera podía usar. Estaba sentada en
una silla hecha con troncos de roble, mientras Sixto estaba tratando de
entender, inútilmente, un libro de ingeniería naval que había comprado por dos
pesos en una tienda de los Islotes de Carreña.
Gloria entonces volvió a hacer su ritual de bañarse y llorar. Llevaba días
repitiéndolo. Cuando salió del baño pudo ver a Sixto deambulando por el
recinto; parecía tener la intención de decir algo para hacerla sentir mejor; pero
no pudo expresar nada. En lugar de eso, se detuvo por un instante, suspiró
hondamente y se fue a caminar a la playa. Entonces Gloria, reteniéndose a sí
misma como la gravedad retiene toda la materia, se puso de pie y se fue a
dormir. Se acostó en su catre mirando las formas de la palmera tejida mientras
las musarañas en el pecho, el miedo y el dolor de los recuerdos se anidaban en
su alma que otra vez comenzaba a ahogarse. Cerró los ojos pensando en su
porvenir… Solo se escuchaba la potencia de las olas golpeando en los
escollos. Entonces vino a ella una solución a sus penas: Debía irse de la playa
a buscar su propio destino.
En esa madrugada Gloria elucubró cómo y cuándo se iría. Debía ser pronto
y sin que nadie la viera. Por la mañana saldría de su choza y tomaría el primer
tren a Peña de Cerralvo. En esas cavilaciones estaba cuando escuchó ruidos en
la cabaña y casi inmediatamente logró ver una silueta que merodeaba en la
penumbra de la habitación. Se quedó callada esperando ver qué sucedía; casi
de manera inmediata la forma irreconocible se acostó junto a ella. Era Sixto
con aliento alcohólico y movimientos torpes.
Por un tiempo estuvieron allí los dos mirando un techo oscuro y
escuchando las olas del mar golpeando sobre los escollos. Después, Sixto, de
la nada, comenzó a acariciar el cabello de Gloria, y ahí Gloria se soltó a llorar
como nunca lo había hecho. Sixto la abrazó y no hizo ninguna pregunta
mientras que Gloria se desahogaba en tantas lágrimas que a la mañana
siguiente tuvieron que cambiar las sábanas mojadas por tanto salitre.
Al siguiente día Sixto regresó al mar sin decir una palabra y Gloria
resolvió llevar a cabo su plan de huida. Se apareció en casa de Catalina Luna
para pedirle dinero prestado y largarse de una vez y para siempre de ese
maldito pueblo aburrido que no le traía ninguna dicha. Catalina vio a Gloria
algo turbada y le pidió que le contara lo que había ocurrido.
Así que Gloria se lo dijo todo a Catalina, quien escuchaba atentamente
mientras bebía té negro. Cuando Gloria terminó, la vieja guardó silencio y
puso su taza en el mostrador; inmediatamente agregó:
̶ No puedes irte de aquí sin antes vengarte de Dueñas y conocer qué te
depara el destino.
Gloria se quedó ofuscada.
̶ ¿Y cómo se supone que sabré lo que me depara el destino? ̶ , preguntó
Gloria confundida y mirando hacia todos lados como si hubiera alguien más
en la casa de la judía trastornada.
̶ Con una lectura de cocos y una pócima que sé preparar ̶ respondió
Catalina Luna abriendo los ojos como plato.
̶ ¡Estás loca, como todos aquí!
Gloria salió enojada de casa de Catalina. Pensaba que aquella demente ni
le iba a dar dinero, ni podía ver el futuro, por lo que debía encarar su vida ella
misma sin ayuda de nadie más. Se fue directamente a la estación. Su plan era
esconderse entre los arbustos y subirse al tren como polizonte cuando éste
comenzara a andar. Llegó el tren de las cuatro, bajaron dos o tres personas con
el sudor enjugado en su frente y sombreros de palma. Luego el tren se colocó
en dirección contraria para ir hacia Peña de Cerralvo.
Pasaron veinte minutos y nadie se subió en Tierra Sola. El ruido de la
locomotora irrumpió en el ambiente y lentamente el tren comenzó a avanzar.
Gloria se puso de pie y corrió detrás de la máquina que apenas comenzaba a
ganar velocidad. De un golpe, Gloria saltó para agarrarse de la escalera del
último vagón pero su tentativa fue inútil y cayó de bruces entre las vías y la
grava puntiaguda.
En cuestión se segundos volvió en sí y vio el charco de sangre que salía de
su mentón, intentó ponerse de pie, pero el dolor de su tobillo era insoportable,
de manera que lanzó un grito afligido que llamó la atención del boletero en
turno, quien corrió a su ayuda al verla tirada con el pie chueco y la cara
ensangrentada.
El boletero la cargó en su espalda mientras Gloria berreaba como niña
recién nacida. Pidió que le llevaran con Catalina Luna, y el pobre hombre
como pudo atravesó el pueblo con Gloria en brazos hasta que llegó a la tienda
de la loca quien al verla se sobresaltó, pero pudo disimularlo muy bien. La
pusieron una cama vieja y entre ella y el boletero le hicieron un torniquete en
la cara para que dejara de sangrar.
El saldo por tratar de huir de su destino fue un tobillo luxado y un mentón
desencajado. Catalina llamó a la señora Ceja y a Cleotilde Samperio para ver
qué iban a hacer entre todas con la adolescente herida. Posteriormente Catalina
Luna le acomodó el tobillo a Gloria con unas vendas y unas placas de una caja
de mangos que estaba abandonada en el mercado.
Gloria quedó con el pie suspendido. Después la señora Ceja, Catalina y
Cleotilde hicieron turnos para cuidarla. Cada una le contaba una historia
distinta y cada una le daba consejos que si los ponías juntos resultaban
totalmente contradictorios. Gloria por su parte deseaba morir, hasta que
después de dos semanas llegó Sixto de altamar. Traía un regalo para ella: era
un vestido de seda persa con rayas púrpura y botones blancos; se lo pondría
cuando estuviera mejor.
Sixto despachó a todas las mujeres y se quedó con Gloria por tres semanas.
Le hacía de comer, le contaba historias del mar, le llevaba animalocaris
disecadas para que hiciera una colección, etc. Gloria se sentía cuidada, pero a
la vez sabía que Sixto se iría otra vez y ella volvería a quedar a la deriva. En
una de esas noches en que Sixto le contaba sus aventuras en los Islotes de
Carreña, Gloria le inquirió por qué nunca había preguntado por Flora y por
qué no había hecho el intento por buscarla después de la tormenta.
Sixto se quedó callado, y solo se limitó a cambiar de tema. Entonces Gloria
confirmó la teoría que las tres mujeres que la cuidaban tenían en común: “los
hombres de mar no conocen el amor”. Sus ojos se llenaron de lágrimas, Sixto
lo percató y se limitó a traerle una sopa de mariscos para que comiera. Cuando
quiso darle la primera cucharada Gloria la rechazó y le preguntó secamente:
̶ ¿Qué va a pasar conmigo cuando me cure y pueda caminar?
Sixto tragó saliva y respondió nervioso que no entendía bien la pregunta.
Gloria fue más clara y le recordó todo lo que había pasado aquella vez en que
el borracho había intentado violarla.
̶ ¿Por qué me defendiste? ̶ preguntó ̶ ,¿Por qué me abrazaste una noche
antes de irte?,¿Qué fue todo eso? Dime.
Gloria no podía creer que estuviera verbalizando sus sentimientos ante
Sixto. Pues en realidad, desde aquel momento en que él había aparecido
después de la tormenta, Gloria no había parado de preguntarse por qué vivían
juntos y por qué aquel hombre la mantenía allí con él, cuando Gloria
claramente no era más una adolescente. Entonces Sixto repuso:
̶ ¿Qué querías, que te dejara que ese borracho te violara?
̶ ¿Y cómo fue que me viste?, ¿qué hacías en ese lado de la playa? ̶
preguntó Gloria.
Sixto se quedó callado, pensó en su sensación cuando la abrazó después de
llegar de su último viaje largo, pensó en sus esfuerzos para no verle las piernas
cuando barría la cabaña, pensó en que cuando el borracho la había querido
violar, él la había estado siguiendo. Después de unos instantes repuso:
̶ Me gustas.
Gloria se sintió petrificada, como si de momento se hubiera hundido en el
más más frio de los océanos.
̶ P<ero no tengo nada que ofrecerte. Quiero trabajar para poder darte algo.
Gloria continuaba sorprendida con la declaración, pues no la esperaba.
¿Acaso si hubiera aceptado la lectura de cocos de Catalina Luna, hubiera ella
sabido todo eso sin preguntarlo directamente?, ¿era realmente esa la razón por
la cual Sixto se ausentaba tanto tiempo?, ¿en realidad quería darle algo mejor a
ella? En cuestión de segundos Sixto había agarrado la cuchara otra vez y esta
vez Gloria sí comió sopa, cuando la terminó, Sixto dejó el plato a un lado.
Gloria estaba dura como roble, sus ojos se volvían a llenar de lágrimas… y
luego pensó que quizá si se hubiera ido en ese tren, nunca habría encontrado el
amor como en ese momento.
̶ En dos días tengo que volver a irme ̶ repuso Sixto ̶ , voy a hablar con
Catalina y con Cleotilde para que te ayuden a caminar.
Gloria se sintió amada por primera vez. Sixto era mayor que ella y de un
momento a otro su rostro de pescador joven había cambiado al de un hombre
que se ha curtido en el mar. Sus ojos les parecieron más grandes, su cuerpo
más desarrollado por levantar tantas velas y anclas, su cabello se había
decolorado por el mar y su voz era totalmente la de un marinero maduro.
Gloria se sintió atraída hacia Sixto y ahí descubrió que cuando él había vuelto
después de la tormenta lo que se había gestado entre ellos era efectivamente el
deseo carnal.
̶ No quiero que te vayas y me dejes sola otra vez ̶ repuso Gloria mientras su
respiración se agitaba al ritmo de las olas del mar.
Sixto la miró de arriba a abajo, vio sus muslos torneados y bronceados, sus
pequeños senos como dos volcancitos a punto de hacer erupción y su cara de
conejo asustado que lo invitaba a acercarse cada vez más. De modo que, no
pudiendo contenerse más, arrebató de un tajo la sábana polvorienta con la que
se cubría Gloria y la vio mojada ante la idea de lo inminente.
Retozaron como animales, se besaron todo el cuerpo, se mordisquearon
hasta el alma, pujaron, sudaron, gritaron… Gloria no sabía si era placer o
dolor lo que sentía, pero no le importaba, al momento del orgasmo Gloria se
cayó al piso y el tobillo roto le volvió a doler como al principio. No paraba de
llorar y por momentos se desvanecía del dolor. Sixto volvió en sí y se sintió
muy culpable de haberse cogido a Gloria bajo esas condiciones.
Con nada podían calmar los alaridos de Gloria que estaba en el piso con el
coño reventado de tanto placer y el tobillo torcido otra vez. Lo único que
pensó Sixto fue traer a Catalina Luna, quien consiguió morfina con el
boticario y se la inyectó. Gloria se quedó dormida con los ojos abiertos y las
lágrimas en los ojos que poco a poco se evaporaron hasta dejar un rastro
blanquecino donde a los mosquitos les gusta pararse. Entonces Sixto tuvo que
viajar a ocho pueblos para dar con un médico que pudiera arreglarle el tobillo
a Gloria.
El médico era de una población aledaña a Rio seco. Lo conocían como
Adolfo el huesero. Usaba un sombrero sucio y unos lentes opacos que
escondían sus ojos de tortuga. Su voz era aguda y sus ademanes demasiado
sosos, como si la vida y las personas no le importaran más. Se parecía a la
estatua de Lucanor Dorronsoro, el ermitaño que había fundado el pueblo.
Tenía un pésimo carácter, pero componía a todos los descaderados y tullidos
de la región. Llegó al siguiente día acompañado de Sixto y encontró a Gloria
drogada con Morfina y hablando incoherencias. En la cabaña estaba también
Cleotilde Samperio y la señora ceja. Habían montado un pequeño altar con
velas aromáticas e imágenes de cinco vírgenes patronas de los cinco pueblos
colindantes a Tierra Sola.
Adolfo el huesero, con su aire de viejo sabiondo, entró al ámbito
masticando tabaco y clavando su mirada en el tobillo hinchado de Gloria. Se
acercó lentamente, lo inspeccionó con tranquilidad y dijo que lo podía arreglar
de inmediato.
̶ Solo que le va a doler hasta el alma a esta pobre mujer ̶ concluyó detrás de
sus anteojos rayados y sucios.
Catalina Luna corrió a preparar otra inyección de morfina y aun cuando
Gloria estaba delirando, se la clavó en el hombro y se quedó dormida de
inmediato. Adolfo el huesero aprovechó ese momento para agarrar el tobillo
de Gloria y enderezarlo de un solo tirón, que causó un crujido, en el que
Gloria despertó dando un grito espantoso y maldiciendo a todos. Después se
quedó dormida con la boca chueca y los ojos fuertemente cerrados.
Cleotilde Samperio y la señora Ceja estaban rezando, no se entendía nada
de lo que decían. Catalina Luna estaba estupefacta y Sixto se acercó asustado a
tocar el pulso de la pobre mujer que yacía desvanecida en su cama.
̶ Pues está viva ̶ dijo Sixto esbozando una sonrisa en su cara.
̶ Claro que está viva ̶ repuso el huesero ̶ , son trescientos pesos y un boleto
a Rio seco.
Sixto se adelantó a pagar, pero parecía que no le alcanzaba. Entonces
Catalina Luna se quitó uno de sus anillos de oro y se lo entregó con el gesto
duro.
̶ Con esto le basta y le sobra, viejo carero.
Adolfo el huesero miró la sortija y no dijo nada al respecto. Se acomodó el
sombrero y salió de la cabaña como un fantasma.
Después de este episodio Sixto volvió a irse con Heriberto Ceja y con
todos los pescadores. Gloria se quedó con una sensación atorada en la
garganta y convaleciendo. Cleotilde y Catalina Luna se turnaban el cuidado y
a veces desesperaban a Gloria porque cada una tenía una manera muy distinta
de ser y de pensar. Catalina llamaba a Cleotilde “la monja” y Cleotilde
llamaba a Catalina, “la loca”. Así pasaron varias semanas más hasta que
Gloria en lugar de mejorar se puso peor, pues comenzó a marearse y a vomitar.
Le hicieron tés para el asco, la visitó el cura Trinidad con la Santa Urna, le
pusieron un copal y con nada se componía. Le mandaron un telegrama al
capitán de barco donde estaba Sixto, quien no respondió sino once días
después con un simple “Está bien, pronto llegaré”. Gloria lloraba en las tardes
y esperaba con ansias la llegada de Sixto quien parecía que nunca iba a llegar.
Una vez que era el turno de Catalina para cuidarla y ayudarla en su
recuperación, la puso de pie agarrándola de la cintura y notó su vientre un
poco abultado. Entonces la revelación le llegó de súbito, entornó los ojos y dio
un alarido que Gloria no entendió.
̶ ¿Qué te pasa mujer? ̶ preguntó Gloria mientras que Catalina movía la
cabeza.
̶ Eres una pendeja.
Gloria se ofuscó y le preguntó por qué.
̶ Esa vez que Sixto fue por el huesero, ¿cómo fue que te volviste a caer?
Gloria se quedó sin poder decir nada, intentó armar una historia sin sentido
que Catalina interrumpió.
̶ ¿Has tenido tu periodo normal? ̶ le inquirió mirándola desde abajo e
inspeccionando el vientre de Gloria.
̶ Mmmmmm, creo que no ̶ respondió Gloria mirando hacia la ventana.
̶ Eres una reverenda y grandísima pendeja ̶ volvió a decirle Catalina Luna.
VII
El hijo de Gloria y Sixto nació un veintitrés de agosto a las doce del día. La
tarde era diáfana, las gaviotas graznaban y el mar mecía suavemente a toda su
fauna. Gloria fue asistida por una partera experimentada que había visto nacer
a todos los niños del pueblo; además, en el parto estaba Cleotilde Samperio, la
señora Ceja, y Catalina Luna. Esta última solo se limitaba a decir que ese niño
solo iba a traer más desgracias e infelicidad. La comadrona le entregó a Gloria
un bulto de carne rosado que lloraba desconsoladamente.
Ese día el calor era tanto que los pantanos comenzaban a secarse otra vez y
las catarinas de ojos saltones salieron a revolotear por el pueblo. Gloria tomó
el pequeño entre tus brazos y se le ocurrió llamarlo Aparicio. El nombre se le
había ocurrido porque el niño era una señal, una nueva aparición que marcaba
el supuesto fin de sus tristezas. De esa manera el tiempo transcurrió
lentamente en lo que Gloria convalecía del parto.
Catalina Luna no dejaba de reiterarle su error de haberse convertido en
madre. “Las mujeres como nosotras no debemos tener descendencia”, le decía
cada vez que Gloria se desesperaba por el llanto de niño y se iba al mar a
mojarle los pies para ver si con eso se calmaba. Luego llevaba al pequeño a la
casa de Cleotilde Samperio para pedirle consejos de crianza; ella le decía que
lo primero que debía hacer era sacramentarlo, bautizarlo y llevarlo con la urna
de la Santa Niña Nicasia.
Cleotilde y la mamá de Heriberto la visitaban de vez en cuando para
enseñarle cómo desempachar al bebé o cómo curarlo de espanto y de golpe.
Una vez el niño lloró por casi doce horas seguidas. Solo la ruda untada en su
cuerpo, con el agua bendita por la Santa Niña Nicasia, pudo curarlo de sus
males.
–Ya te he dicho que el niño llora porque no lo has bautizado –le dijo
Cleotilde a Gloria cuando esta última se encontraba desparramada en un catre
tratando de sobrevivir a la depresión.
–Llora porque extraña a su padre –le contestó Gloria abanicándose con un
pedazo de cartón que había encontrado en el piso.
Gloria expresó esto porque Sixto había vuelto a desparecer a pesar de que
sabía que tenía un hijo. Se perdía en las aguas junto con Heriberto y a veces
pasaban varias semanas sin que se supiera sobre su paradero. Entonces asumió
lo que ella entendía como sabiduría femenina, aquella que venía del
conocimiento ancestral de Catalina Luna, quien, en numerosas ocasiones, le
insistió en resignarse al abandono diciéndole: “Está en la naturaleza de los
hombres no pertenecer a nadie”.
En uno de esos días de espera indefinida, mientras Gloria descansaba con
el niño en brazos, escuchó ruido de herramientas y la voz de una mujer muy
cerca de su cabaña. Junto a su casa estaban construyendo otra choza de palma
y carrizo muy similar a la de ella. La señora que Gloria vio a lo lejos traía un
vestido entallado a su cuerpo curvilíneo y el cabello rojizo como el sargazo de
los islotes de Carreña. Aquella mujer que daba instrucciones para la
construcción de su cabaña percibió que alguien la miraba, y encontró a Gloria
asomada en su ventana con un gesto desconfiado. La saludó desde su sitió;
luego se acercó para poder establecer una conversación banal.
Ernestina Hiparquía era el nombre de esa señora. Su vestido era amarillo
con puntos blancos y, por sus sandalias viejas, le salía el dedo de la alegría.
Era una señora risueña y sociable que trataba a todos como si fueran de su
familia o amigos cercanos; siempre los llamaba con palabras melosas que a
más de uno hostigaba. Nadie sabía a ciencia cierta si realmente su dulzura era
real o más bien lo hacía por impostora. Por eso, al principio, Gloria tuvo sus
reticencias al hablar con ella y Catalina Luna siempre insistía en que aquella
mujer tramaba algo que nadie había podido descubrir.
Sixto llegó un martes después de estar ochenta días en altamar. Le confesó
a Gloria que en su travesía por los océanos se había enamorado más y más de
ella. Hubo de acostarse con un sinnúmero de mujeres en el Canal de la
Matrona, pero ninguna le había hecho sentir como en casa. Gloria lo miró
fijamente y suspiró pensando en que algún día Sixto cumpliría su misión y se
quedaría con ella. Cada vez que él regresaba, le traía un objeto de cada lugar
donde estaba, incluso comenzó a mandarle cartas en donde le contaba sus
aventuras. En una de esas cartas le dijo que vendrían tiempos mejores, pues él
mismo había encontrado unos nuevos clientes en el mar fronterizo de las Islas
Alejandrinas. Al parecer lo iban a ascender por su capacidad de negociación.
Cuando Sixto regresaba de los mares le dedicaba cierto tiempo a Gloria.
Comían juntos, se bañaban en el mar y comenzaron a llevarse mejor. Gloria
sentía su pecho inflamarse de pasión cuando escuchaba el viejo barco
pesquero atracar en el muelle; sus ojos destellaban cuando la puerta de carrizo
crujía para abrirse anunciando a Sixto cargado de regalos para ella, su corazón
palpitaba en las noches en que sabía que Sixto le escribía y pensaba en ella…
A partir de esos momentos, Gloria cambió las cumbias por las baladas
románticas las cuáles escuchaba en una estación de radio llamada “Amor
1,2,3”.
Gloria miraba al mar y sonreía por la promesa de que vendrían mejores
tiempos. Sixto le contaba que iba a ser rico y cuando eso pasara iban a
construir una casa en el pueblo para ella y su familia. Gloria no sabía que una
persona podía aspirar a ser feliz, ahí vino por primera vez la esperanza. Se lo
contó a Catalina Luna; pero ella se durmió sosteniendo un pan dulce en su
mano. Gloria se sintió ofendida y la llamó “vieja enviodiosa”, pero Catalina
Luna ya estaba roncando y no hizo el mínimo esfuerzo por escucharla.
Entonces su amistad con Hernestina Hiparquía y Cleotilde Samperio se
reforzó. Comenzó a hablar mal de Catalina Luna, decía que era una vieja
decrépita y envidiosa, quien además, le había lanzado un maleficio desde que
había llegado al pueblo. Pero eso era mentira, porque ahora tenía a Sixto, con
quien tenía muchos planes. Las mujeres se reunían en casas distintas, Gloria
siempre llevaba a Aparicio en brazos y era la más joven, pero ya había entrado
en la dinámica de los rezos, la misa, e incluso, sin el consentimiento de Sixto,
bautizaron a Aparicio un 7 de septiembre.
No obstante, a veces, cuando Gloria estaba sola, se desesperaba y le daba
al niño a Ernestina para que lo cuidara. Se ponía a beber ron antillano y miraba
al mar preguntándose por qué volvía a sentirse sola, si Sixto le mandaba cartas
y si pronto sería feliz, era una sensación apabullante que atravesaba su cuerpo
en la víspera de la tarde, y justamente en esos momentos pensaba en Catalina
y dudaba de su felicidad.
Por su parte, Catalina Luna se encerró todo ese tiempo, nadie la veía por el
pueblo. Cleotilde Samperio, como buena samaritana, la fue a buscar para
platicar con ella. Cuando Catalina Luna salió al mostrador de su tienda y la vio
con sus manos agazapadas una con la otra y su falda de pana café oscuro,
agarró un membrillo de guayaba seco y se lo aventó a la cara diciéndole “A la
mierda con tu compasión cristiana”. Cleotilde Samperio salió llorando y
gritando que Catalina Luna estaba poseída por el diablo.
Cuando Cleotilde le contó ese evento a Gloria, ella decidió visitarle
personalmente. Catalina apareció en la tienda, la miró de arriba y abajo y le
preguntó: “¿Ya eres miserable otra vez?”, Gloria movió la cabeza
negativamente y le enseñó la última carta de Sixto. En ella decía que se había
vuelto la mano derecha del capitán y que pronto llegaría con una sorpresa,
entre otras cosas, que ya la extrañaba, y que pronto volverían a estar juntos”.
̶ ¿Qué crees tú que sea la sorpresa? ̶ le preguntó a Catalina en un tono de
preocupación.
̶ No sé, pero puedo leer las cáscaras de un coco y te digo.
Gloria se negó, pero le pidió que no se alejara más y que conviviera con
Ernestina y con Cleotilde. Catalina dijo que lo iba a intentar, pero que solo lo
hacía por ella. Gloria sonrió y se le llenaron los ojos de lágrimas, en realidad
Catalina sí le faltaba en su vida, pero no se atrevía a decírselo. “Ahora vete si
no quieres que te corra como a tu amiga Cleotilde”, le dijo mientras agarraba
uno de sus gatos para acariciarlo.
Sixto regresó en un nuevo barco pesquero. Al parecer el capitán lo había
adquirido con la venta de los pescados y mariscos. Esa era la sorpresa que
Sixto le había mencionado a Gloria en su última carta. El pueblo se sorprendió
al ver al navío tan grande, nuevo y blanco como lomo de barracuda; tenía
muchas ventanillas y la popa muy lustrosa. Esa misma tarde fue el bautizo del
barco. En la proa se encontraba el capitán, Sixto y Heriberto. Lo bautizaron
como “Emperatriz del mar de Cerralvo” y le rompieron una botella de
fermentado de piña en una de las amuras.
Los asistentes del bautizo dieron gritos de emoción, pues ahora habría más
trabajo para los pescadores de Tierra Sola. El padre Trinidad fue invitado para
bendecir al barco, llevó la Sagrada Urna y encendió tres copales. Cleotilde
Samperio y la señora Ceja le rezaron al barco para que nunca se hundiera.
Ernestina Hiparquía, al lado de Gloria, aplaudía jubilosamente; mientras
Catalina Luna movía la cabeza en señal de desaprobación. Esa misma tarde, el
barco partió dejando al pueblo sumergido en el regocijo de la esperanza. Pero
no para Gloria, no para ella que veía la nave zarpar y no podía dejar de
relacionar el evento con aquella tarde en que había visto a sus padres partir
dentro de un tren sin retorno.
Catalina Luna volvió a dejar de visitar a Gloria porque se inventó una
alergia a los neonatos y a la gente común como la nueva vecina. A la sazón,
Ernestina y Gloria se fueron conociendo cada vez más. Se contaron su vida y
comenzaron a pasar mucho tiempo juntas. La nueva vecina era una mujer de
clase media, divorciada de un ejidatario. Provenía de una comunidad aledaña a
Tierra Sola. No tenía hijos y su mayor sueño había sido vivir en la playa. Así
que decidió cumplirlo cuando su matrimonio terminó en un eterno litigio que
se extendió hasta el Ministerio Público de Peña de Cerralvo. Por otra parte,
siempre había querido tener hijos. De ese modo, desarrollo cierto cariño hacia
el pequeño Aparicio, quien también la reconocía y a veces la llamaba mamá.
Gloria no entendía como una persona pudiera vivir en tranquilidad.
Ernestina no tenía vicios como Sixto, no estaba loca como Catalina, no
alucinaba lenguas inexistentes como Cleotilde, ni abandonaría a un hijo como
sus padres. En toda su vida no había conocido a una persona que viviera con
coherencia y cordura. Cuando le contó esto a Catalina Luna, ésta solo se limitó
a decirle que tuviera cuidado, pues, nada bueno podría venir de un ser humano
que hablara con generosidad y que se comportara correctamente.
Algunos días después de que el barco hubiera zarpado, Gloria fue a pescar
para la cena. Tenía al pequeño Aparicio en brazos; lo había puesto en una
canasta de mimbre y andaba lanzando las redes en todos todas direcciones.
Tenía la esperanza de atrapar un pez grande. A lo lejos, vislumbró que en el
muelle estaba otra vez varado el barco que supuestamente se había ido. Se le
antojó algo extraño, así que decidió acercarse lentamente remando por toda la
orilla de la playa. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, encontró a
Heriberto Ceja y a los pescadores tomando cerveza y asando camarones. Ellos
vieron a Gloria desembarcar, se sorprendieron y comenzaron a portarse de
manera extraña.
–Pensé que Sixto estaba en altamar con ustedes –les dijo mientras se
cambiaba de brazo al niño, éste miraba el fuego donde asaban los camarones y
extendía su manita como si quisiera comer uno.
Ninguno de ellos pudo explicarle dónde estaba Sixto. A Gloria le llamó la
atención que se encendiera una luz en la penúltima ventanilla del barco
grande. El gesto exacerbado de los pescadores dio la pauta para que Gloria
encontrara su respuesta, así que sin decir una palabra se metió al barco como
si la llevara una fuerza descomunal.
Unos minutos más tarde, salió colérica con el niño en brazos. Se subió al
muelle y corrió hasta perderse en la negritud de la noche que acababa de caer.
Al poco tiempo apareció Sixto detrás del rastro desvanecido de Gloria. Sus
compañeros le indicaron hacia dónde se había marchado Gloria. Finalmente,
salió una prostituta, pero ella iba a pasos lentos y bostezando. La llamaron los
pescadores para tomar cerveza de raíz.
Gloria no llegó en toda la noche, tampoco en la mañana. Ella había
decidido dejarlo todo y darle la espalda al destino que siempre se empeñaba en
colocarla en todos los lugares donde nunca deseó estar. Por eso, aquel día,
desquiciada por tanta traición y el hastío de su vida, fue a pedirle a Catalina
que por fin le leyeras los cocos para entender su situación de perra infeliz con
cría. Catalina le dijo que para entrar en trance, debía tomar un té que la
pondría en contacto con los dioses del universo; de esa manera la verdad de
todas las cosas se iba a revelar: el paradero de sus padres, si sería feliz en el
futuro, si tendría las agallas para abandonar a su hijo, etc.
El brebaje tenía hojas de floripondio, ajenjo y hongo de galerina. Se lo
tomó de un sorbo y al cabo de unos minutos comenzó a escuchar voces
mezcladas con visiones. Luego, totalmente perturbada por el efecto de las
drogas, se fue de la tienda de Catalina, metió a su hijo en una canasta y se lo
dejó a Ernestina Hiparquía diciéndole que se lo cuidara por un momento.
Ernestina no tuvo tiempo siquiera de hacer una pregunta, porque en un
instante Gloria ya había desaparecido. Mientras huía, por su mente pasaban las
frases proféticas de Catalina Luna quien siempre le había advertido sobre la
condición humana y el horror de la vida en sí misma.
Gloria no solamente se encontraba perdida geográficamente, sino que
dentro de sí se sentía en una tierra sin nombre, con una brújula rota y en un
naufragio infinito. Ese fue el día en que Gloria comenzó a perder la noción de
la realidad. Nada la había salvado, nadie había venido por ella, nadie la había
querido. Fue más fácil perderse en sus propios pensamientos y escaparse del
propio cuadro de su triste vida.
En este periodo de locura, la gente de Tierra Sola vio a Gloria montada en
los vagones decrépitos de un tren abandonado desde el siglo pasado. Hablaba
sola y caminaba con la mirada extraviada en la orilla de la carretera. Tenía las
pupilas dilatadas y escuchaba indiferentemente los piropos de los cortadores
de caña que se mezclaban con el sonido de las avionetas que regaban los
campos de piña con agua del río Cara Sucia.
Sixto buscó a Gloria por todos lados, pero nunca la encontraba, aunque
sabía que no andaba lejos. Tuvo que pedir un permiso al capitán para no
embarcarse y dedicar su tiempo a encontrar a la que él llamaba “su mujer”.
Casi a diario le informaban sobre su paradero: “Anda cerca de la panadería”,
“la vieron cantando en el rio”; le decían. Pero cada vez que iba por ella,
resultaba que estaba siempre en otro lugar, y nunca podía hallarla hasta que
por milagro la pudo reconocer, a lo lejos, en un campo de naranjos.
Gloria estaba tomando una siesta en la comunidad de Piedra móvil, que era
caracterizada por tener cinco habitantes y una piedra colosal que se movía con
la presión de un meñique. Estaba descansando en la roca, tenía la boca abierta,
roncaba como pescador veterano, traía el mismo vestido mugriento con el que
hacía un par de días había escapado y su cara estaba embadurnada de néctar de
caña.
Sixto se acercó, la miró y le acarició la mano. Gloria no despertó. Poco a
poco, con un hilo de voz, la llamó; pero ella seguía perdida en su propio
cansancio y en su delirio incesante desencadenado por los brebajes de Catalina
Luna y por su propia miseria. Sixto, al ver que continuaba dormida, decidió
sacudirla suavemente; tampoco obtuvo resultados. Entonces le hizo cosquillas
en el abdomen y solo así se levantó sobresaltada.
Lo primero que hizo Gloria al abrir los ojos fue bramar agudamente como
animal atropellado; se puso de pie de un solo brinco y Sixto la cogió de las
manos para que no escapara otra vez, pero Gloria continuaba enloquecida,
solamente gritaba… Le dio un tremendo puntapié a Sixto que lo orilló a
soltarla mientras que él se quedó adolorido en el piso.
La señora Ceja y Cleotilde Samperio andaban en la vereda de los
sembradíos muy cerca de Piedra móvil. Cleotilde llevaba a la señora Ceja a la
estación del tren a recoger la correspondencia mensual y sus respectivas
pensiones. De momento, escucharon en la lejanía unos lamentos de un alma en
pena. La madre de Heriberto le ordenó a su amiga detenerse para dar oídos;
luego, en medio del silencio del campo, volvieron a percibir los clamores de
una mujer que bien podría ser un fantasma. Cleotilde se sintió un poco
nerviosa e hizo el intento de regresarse, pero la señora Ceja le pidió que se
quedara quieta.
̶ Seguramente por aquí anda la puta más conocida de la región: la
mismísima Yamel Panteras ̶ aseveró la señora Ceja posando su mirada en el
horizonte como tratando de encontrarla entre el verdor del panorama.
Muchas veces, Catalina Luna le había hablado a la señora Ceja de Yamel
Panteras; una famosa prostituta perturbada que vivía en el Canal de la
Matrona. Se decía que era una mujer enferma de sexualidad desbordada;
fornicaba en todos lados, a todas horas, con todo el mundo y además mugía
como bestia descontrolada cada vez que tenía relaciones sexuales. Hacía
muchos años había sido diagnosticada con una enfermedad terrible llamada
demencia precoz que, de acuerdo a los informes de la ciencia médica, sólo le
daba a las mujeres y además hacía que perdieran todos los estribos de sus
pulsiones sexuales.
En unos instantes, apareció en la lejanía un bulto desarrapado que agitaba
la melena enredada y aullaba como animal cazado. Era Gloria que venía
escapando de Sixto: tenía los pies entierrados, las manos sangrantes y el gesto
crispado de tanta alucinación. Pasó corriendo junto a sus amigas sin prestar la
mínima atención de su existencia, seguramente en su confusión y en su delirio
ellas eran rocas en medio del camino.
Cleotilde se quedó boquiabierta al ver ese bulto pasar. Gloria estaba tan
irreconocible que ni la señora Ceja ni Cleotilde pensaron que ella pudiera ser
Gloria.
Sixto volvió a perder a Gloria por algunos días. Por más que preguntaba
por su paradero y dedicaba su tiempo a buscarla, nadie tenía noticias de ella.
Ese día, Gloria había corrido sin rumbo hasta llegar a un campo abierto lleno
de amapolas. Ahí vislumbró unas cuevas donde se escondió. Se alimentó de
raíces como Homo-habilis del Pleistoceno. Tenía el cabello cada vez más seco
y enmarañado; de hecho las polillas ya habían empezado a anidar en él.
Durante este periodo alucinatorio, Gloria imaginó que vivía en un castillo y
que estaba vestida con encajes exportados de Paris, pero en realidad andaba
semidesnuda, olía mal y parecía una troglodita.
Así pasó Gloria varios días apartada del mundo y soñando historias que
jamás viviría; justo como cuando era niña e imaginaba por horas toda una vida
que no le correspondía. Pronto, casi por milagro, disminuyó el efecto de las
drogas, tuvo un poco de lucidez y salió de la cueva. Deambuló dentro de la
misma región como un barco sin rumbo y su viaje terminó en círculo. Al final,
y sin saberlo, se encontró muy cerca del muelle de Tierra Sola con la cara tiesa
de tanto salitre, sudor y polvo. Tenía la expresión tensa como si una avioneta,
de las que regaban los campos de piña, viniera en picada hacia ella.
Fue ahí donde sin pensarlo intentó quitarse la vida: se arrojó al mar
deseando que éste la hundiera, llevara su cuerpo a donde fuese su voluntad y
la convirtiera en un pez, justo como su padre le había dicho que sucedía. Se
había lanzado en una parte muy cercana al muelle de los pescadores, quienes
escucharon el chapuzón y se alarmaron al ver como la pobre luchaba por tratar
de flotar. Cuando Gloria se estaba ahogando, solo pensaba en morir rápido,
pero nada ocurría: el agua no la mataba y ella comenzaba a sufrir. De
momento, en plena agonía, sintió un tirón que la llevaba a la superficie: era
Juventino Centella, un pescador, que la estaba sacando del mar.
Gloria regresó a la cabaña con Sixto, quien le pidió perdón con los ojos
llenos de lágrimas y le entregó un anillo de compromiso con una esmeralda
incrustada. Gloria lo vio sin compasión y sin amor, como si su mirada,
después de haber enloquecido, hubiera quedado vacía. Tomó el anillo, se lo
puso ella sola y comenzó a reír. Sixto no entendió su reacción. Entonces
Gloria en ese instante solo pensó en lo que Catalina Luna siempre decía “La
vida es horrenda, los hombres no aman, lo mejor que nos puede pasar es
morirnos, etc”. Ahí sintió que nada de lo que había pasado tenía sentido y que
su vida solamente se iba a tratar de un acto de resignación que tenía que
asumir hasta el día de su muerte. Agarró con fuerza a Sixto de la cara y lo
levantó para poder verlo de frente y decirle:
̶ Claro que sí mi amor, lo que tú quieras.
Gloria en realidad habría querido decirle “me importa una mierda tú, tu
hijo y todo el mundo”, pero había decidido fingir y decir a todo que sí porque
ya había renunciado a salir de su condición. Por otro lado, había quedado
nuevamente bordeada con un aura de melancolía mezclada con enojo. Ni el
padre Trinidad, con la urna de la Santa Niña, pudo curarla. Se había
convertido en un cuerpo desalmado y en una extensión de Catalina Luna quien
en ese momento era su hermana del alma. Por eso se quedaba meditabunda por
horas, analizaba sus sueños con un sistema de interpretación inventado por ella
misma y comenzaba a desarrollar el don de la lectura de los cocos partidos.
Hernestina Hiparquía le dijo a Sixto que podía irse al mar; ella se iba a
hacer cargo de Gloria y del niño. Pero Gloria continuaba hablando sola y
corriendo a todos de su cabaña. Así se reforzó su amistad con Catalina Luna,
ésta sintió un gran júbilo al verla entrar con el gesto perdido y la voz de
ultratumba. Al poco tiempo Gloria se desvinculó de Aparicio dejándoselo
totalmente a Ernestina, quien lo recibió encantada y lo educó con canciones de
cuna y horarios para las comidas.
Desentendida de su maternidad y perdida en su propio arquetipo de ente
indescifrable, Gloria se distanció tanto de la vida que perdió la noción del
tiempo y de las llegadas o partidas de Sixto. Estaba decidida a esperar a la
muerte. Todo el día se le veía sentada en un sillón de mimbre con la mirada
extraviada y rumiando frases incomprensibles. Expresó en incontables veces
que nada le importaba más. Fue por ese tiempo que la gente del pueblo
comenzó a llamarla “Gloria la loca”; los niños le gritaban que era una “roba
pollos” y corrían a esconderse detrás de los arbustos. Se reían de aquella pobre
mujer que todos los días, al despertarse, le pedía al universo no amanecer
nunca más.
Los cambios en la nueva vida de Gloria fueron nulos. Como no quería
vivir había decidido tener la voluntad de un tronco podrido. Todo sucedía
dentro de una pantalla en donde ella no tenía participación alguna. Prepararle
la mamila a Aparicio, bañarlo y cuidarlo se habían convertido en actos
reflejos, involuntarios y espaciados. Lo único que la inspiraba un poco era
escuchar una estación de radio donde ponían cumbias y baladas tropicales
tristes que se aprendía de memoria y cantaba junto al mar.
Otro de sus pasatiempos era lanzar piedras grandes que se perdían en el
lodo de los pantanos mientras se imaginaba cómo se hundiría su cuerpo en
aquella densidad. De igual manera, desarrolló lagunas mentales: no recordaba
cuándo cuidada a Aparicio, cuándo se lo dejaba a Ernestina, o si ya le había
dado de comer. Sixto, por su parte, continuaba perdiéndose por semanas; se
embriagaba y fornicaba a cuanta puta pudiera en el Canal de la Matrona sin
darse cuenta de que Gloria estaba pasando por un momento crítico.
El día en que Aparicio caminó y habló por primera vez, lo hizo en casa de
Ernestina. Gloria estaba acostada en su catre cuando escuchó los gritos de
emoción de su vecina y fue a ver el evento. “No sé qué tiene de extraordinario,
todos los niños caminan en algún momento”, le dijo a Ernestina con un tono
ecuánime y tranquilo. Ernestina la miró un poco ofuscada y le reprochó el
comentario. Gloria sonrío tranquilamente y se fue a su casa para dejarse secar
por el viento del verano que se estaba instalando en el lugar. Al cabo de un par
de horas, había olvidado todo y regresó a casa de su vecina con un caldo de
jaiba para cenar.
Varios días después, Ernestina tocó la puerta de Gloria. Le dejaba al niño
porque tenía que atender algunos asuntos legales en su pueblo. Por alguna
razón, el niño ya reconocía a las dos mujeres como sus madres, así que se
quedó con Gloria sin llorar. Pasaron tres largas semanas en que Gloria esperó
pacientemente el regreso de Ernestina, pero nunca más volvió. Al mes de
haberse marchado envió una carta en donde se disculpaba, pero ya no iba a
regresar. Había conocido a un cañero de San Juan de la Pradera, se llamaba
Leobardo Alemán y se había enamorado profundamente de él. Se pensaba
casar otra vez y la iba a invitar a la boda.
Gloria se quedó mirando la carta y escuchando las olas del mar. A lo lejos
una gaviota engullía un pez de escamas tornasol y emitía un ruido que Gloria
interpretaba como felicidad. Así era la vida, a unos metros un pájaro es feliz
comiendo pescado y a otros, una mujer sufre profundamente. Balo Alemán era
el hijo de Leobardo, el grande. Aquel niño, hacía muchos años, estaba
enamorado de Gloria y le prestaba el tocadiscos de su padre para poner las
cumbias por las que le diagnosticaron demencia precoz severa. Gloria dejó la
carta en la mesa de nogal, luego el viento la tiró al piso. Con el paso de los
días la carta se fue saliendo de la casa como si la infelicidad de Gloria la
empujara poco a poco. Al final, un cangrejo azul se la comió en pedacitos.
Algunos días después, llegó Sixto con una sonrisa de oreja a oreja. La
colmó de regalos como si fuera un pachá. Trajo dulces frescos de Santa
Catarina, mariscos del Canal de la Matrona y un vestido de seda hindú que
había comprado en las Islas Alejandrinas. Pero Gloria estaba tan absorta que
solo se limitó a asentir y dejó el vestido extendido en el catre. El pequeño
Aparicio lloraba detrás de su madre porque no reconocía ni a su propio padre.
Gloria le dio un dulce al niño, éste lo tomó y cesó el llanto. Luego Gloria se
fue a sentar al sillón de mimbre y se quedó mirando al mar por enésima vez en
el día. Sixto se dio cuenta de que Gloria continuaba sin actuar normal, así que
para romper el hielo le preguntó qué había hecho ese día. Ella miró un punto
fijo y repitió para sí “¿Qué hice, qué hice…?”. Se quedó haciendo la misma
pregunta y nunca la respondió. Sixto se cansó y se fue a dormir.
Cuando Aparicio cumplió cinco años Gloria estaba tan distraída que olvidó
el onomástico de su hijo. Su vida se había reducido a pocillos que se
quemaban, aguas evaporadas, legumbres a medio cortar, catres sin tender,
cabello sucio, basura de cáscara de coco en el piso y pies que se arrastraban
esparciendo, lentamente, el resto de la basura de los días muertos, secos y
acumulados por los soles que pasaban en aquella triste cabaña. Sixto seguía
perdiéndose por semanas. Cuando llegaba solamente comía y hacía el amor
con ella. “Estoy pagando todo lo que hice a mis padres”, se repetía Gloria en
silencio mientras Sixto la besaba apasionadamente.
Antes de volverse a embarcar, Sixto le dijo que cuando regresara esperaba
tener noticias de algún nuevo hijo, puesto que pronto sería ascendido a sub-
capitán y se irían a vivir a una enorme casa que pensaba construir cerca de la
vereda de los sembradíos. Gloria parpadeó, le dio la espalda pensando en
cómo le iba a hacer para que eso no ocurriera. Por eso fue con Catalina Luna,
quien le preparó una pócima con papaya hervida, semillas de onagra, atanasia
y té de ruda. Lo tomaba como agua de tiempo todos los días. Cuando Sixto
regresaba, inquiría sobre el contenido de esos galones de cristal
cuidadosamente ordenados en unas viejas repisas de la cocina. Gloria
respondía que era su té para los nervios.
Cada vez que Sixto regresaba del mar, preguntaba a Gloria si ya había
quedado embarazada, a lo que ella respondía negativamente. La única manera
de escapar de su situación era yéndose a Peña de Cerralvo a probar suerte, mas
tenía miedo de que la rebeldía le causara más estragos en su vida. Pensaba en
decirle a Sixto que no quería un hijo más, que ni siquiera quería al que ya
tenía, que se iba a ir lejos; pero no se atrevía, el miedo la envolvía: miedo a
enloquecer, miedo a no lograr nada, a terminar de indigente en la ciudad, a ser
abandonada por hacer su voluntad. ¿Debía soportar la vida que le había
tocado?
Convenció a Catalina para que le hiciera creer a la comadrona que en el
parto de Aparicio, Gloria había quedado infértil. “No se embaraza con nada
Jovita”, le dijo Catalina a la matrona en tono de sorpresa mientras le ayudaba a
dorar unas anguilas. “A mí se me hace que algo salió mal en el nacimiento”.
La pobre comadrona intentaba recordar cada movimiento que había hecho
aquel día en que nació el hijo de Gloria, pero ni con todos los esfuerzos de su
apolillada memoria pudo descubrirlo.
Sixto volvió de altamar algunos días después y Catalina le dio la noticia de
la supuesta infertilidad de Gloria. “Entonces hay que cuidar ese niño como si
fuera de oro porque él será mi heredero legítimo”, sostuvo con un acento
particular que Gloria no logró reconocer. Los últimos meses Sixto había estado
comportándose de manera inusual: traía regalos más caros, hablaba distinto y
usaba botas de cuero curtido.
Por eso Catalina sospechó que Sixto no se iba a pescar, sino que andaba en
otros negocios turbios, de modo que antes de que pudiera deslumbrarla
Catalina le dijo:
–Pues primero heredará lo de su tía, que soy yo, y luego veremos cuánto le
puedes dar tú, que eres un simple pescador.
Cada vez que Sixto regresaba de sus viajes traía cosas nuevas: licores de
naranja, madera del Cáucaso, especias de nueva Delhi, sedas estampadas de
Nueva Galicia, etc. Gloria y Catalina ya sabían que no era pescador, pero no
les importaba; ni siquiera hicieron el intento por preguntarle a Heriberto Ceja,
quien también lo acompañaba supuestamente a pescar y, de igual manera, se le
veía usar cadenas de oro y relojes suecos. En realidad, el universo de los
pescadores se había vuelto un misterioso negocio en donde las mujeres nunca
habían estado incluidas.
Cuando Cleotilde Samperio quiso averiguar por qué habían dejado de usar
las redes y las habían utilizado para envolver los álamos del pueblo, ellos
respondieron: “Es para enjaular a las aves que están emigrando
misteriosamente a la lejana Norteamérica”. En realidad, ya no pescaban desde
hacía algún tiempo y se perdían en la inmensidad del mar por semanas o
meses para regresar con baúles misteriosos que almacenaban en la casa del
capitán.
–Si te va a dar dinero, ya ni te preocupes de lo demás –le aconsejó Catalina
a Gloria cuando esta última le confesó tener otra vez planes de regalar a su
hijo e irse a Peña de Cerralvo a probar suerte. Esa misma tarde, Catalina había
convencido a Gloria de continuar ignorando su condición, pues de cualquier
manera, en cualquier lugar, ella iba a ser infeliz. Gloria aceptó el saber de
Catalina Luna, pero se fue a la playa con una sensación extraña en el pecho.
Cuando llegó a su casa, Sixto y el pequeño Aparicio estaban cenando
adobado de jabalí con las hierbas de olor que él había traído del Oriente. Ahí
Gloria percibió una brisa extraña que venía del mar. Cerró las puertas y las
ventanas por si llegaba otra tormenta. Cenó con ellos y se fueron a dormir
temprano.
En la madrugada, la brisa marina volvió a abrir de un tajo la ventana de la
habitación. Gloria se levantó a cerrarla. A los pocos minutos, la ventana se
abrió de nueva cuenta. En ese momento llegó a su mente la escena del día de
la tormenta y supo que algo atroz se avecinaba. Tuvo un súbito impulso de
salir de madrugada para ver lo que ocurría. Y así lo hizo: caminó descalza por
toda la orilla de la playa hasta que se detuvo en un punto. Se acostó bocarriba,
entre el mar tibio y la arena, para poder ver la luna llena; luego se quedó
observando el espacio sideral.
Súbitamente un pájaro prehistórico voló encima de ella, la asió con sus
garras y la levantó por los aires para irla a tirar a un pantano junto a los
campos de piña.
Gloria pedía ayuda desesperadamente mientras se ahogaba en la viscosidad
del pantano. Fue ahí que tuvo una revelación: por todos lados se veían luces
cayendo en la superficie terrestre como si las estrellas fueran derribadas; la
gente corría ensangrentada por estrechos callejones, se escuchaba el llanto de
la desesperación, y también había manos moribundas del más allá buscando
auxilio. Gloria corrió por las calles adoquinadas de ese sitio extraño; sus pies
descalzos levantaban la sangre que corría por el suelo. Había lluvia de cenizas
y la tierra se cimbraba. En medio del caos entrevió una puerta abierta en una
casa antigua; ingresó. Una vez adentro, Gloria ya no estaba en el primer sitio,
sino en una isla desierta de aguas diáfanas y tranquilidad absoluta.
Cuando Gloria despertó de su ensoñación estaba flotando bocarriba en el
mar. Inmediatamente braceó con la fuerza de un pteraspis para intentar llegar a
la orilla. No tenía idea de cómo había terminado ahí, pero era muy angustiante
haberse despertado en la mitad de la madrugada en medio del agua. A lo lejos
se veían las cabañas totalmente apagadas y lejanas, como dos cuevas prístinas.
Con todos los esfuerzos de su cuerpo extenuado llegó a la playa; ahí se quedó
respirando hondamente con un lado de su cara en la arena de las tres de la
mañana. Después se fue a acostar a la cabaña, pero no pudo conciliar el sueño.
Gloria sabía que algo terrible era inminente. El viernes a media tarde
graznó la gaviota como si un pez sierra la hubiera cortado por las patas. Se
asomó por la ventana y el mar parecía acabado de crearse. Cada ola reflejaba,
cual espejo, todas las aristas del sol de junio. Decidió buscar a Catalina Luna
para confirmar sus presagios y esta última, cuando terminó de interpretar el
coco partido, comenzó a gritar desesperadamente:
–¡Terribles desgracias te esperan Gloria!, debes ahogarte en el mar para
evitar todo lo que viene.
Gloria se sorprendió y vio como Catalina Luna hablaba sola por toda la
casa lanzando pedazos de cáscara y recitando una letanía sin sentido.
–Tienes que huir sola, tienes que irte de aquí porque se aproxima el fin del
mundo –proclamaba a la trastornada profetisa.
Gloria tomó a Catalina por lo hombros y le dio una tremenda bofetada que
dejó a la pobre en el piso. Eso la ayudó a salir de su trance perturbado. A
continuación, Gloria tomó la mano de la loca del pueblo, la levantó, la sentó
en un baúl, le preparó té de azahar y se lo dio para tranquilizarla. La anciana se
quedó dormida por cuatro horas. Cuando despertó, Gloria la acompañó a su
cama. Justamente cuando le acomodaba la almohada para que se durmiera,
Catalina le confesó a Gloria que ella era la hija que nunca tendría.
En la noche Gloria volvió a la playa sintiendo la misma opresión en el
pecho. Cuando entró a la cabaña se ciñó en todo el ámbito un aire de
melancolía mezclado con los movimientos de las olas. Había algo ahí que
estaba a punto de ser descifrado, algo que se anunciaba en los cocos y en la
tibia brisa marina que albergaba, en su interior, la esencia de las tinieblas de
este lado del mundo, donde el sol aún no nacía. La cabaña estaba
completamente vacía, una vela alumbraba el desolado comedor. Gloria llamó a
Sixto, pero no contestó. Buscó a su hijo… Lo encontró dormido en una
hamaca que estaba entre la choza de ella y la de Ernestina. La luz de la luna
golpeaba en la cara del infante; así Gloria pudo reconocer en el pequeño un
gran parecido a ella.
Al siguiente día, se le hizo extraño a Gloria que Sixto todavía no hubiera
regresado. Fue a buscarlo con los pescadores. Ellos le dijeron que no lo habían
visto y que pensaban embarcarse hasta dentro de tres días. De igual manera,
Gloria visitó a Heriberto Ceja quien tampoco sabía nada del paradero del
padre de su hijo; la última vez que se habían visto fue en el muelle cuando
jugaron baraja valenciana y de ahí no supo más de él. Tampoco estaba en la
bodega del capitán donde cada vez acumulaban más cajas y baúles cuyo
contenido nadie conocía. Así pasaron dos días, tres, cuatro; cinco semanas,
dos meses, tres años. Nunca jamás se supo del paradero de Sixto Caramés.
Gloria había muerto y renacido tantas veces que la partida de Sixto era un
evento más en su colección de miserables vivencias. Lo único que se le ocurría
pensar era que el mundo era injusto, porque ella debió haber escapado en lugar
de Sixto, a quien su partida en realidad le importaba un bledo. Al final Gloria
terminó diciéndole a su hijo que Sixto iba a volver, aunque en realidad no lo
creyera y tampoco lo deseara.
Cuando Aparicio cumplió doce años se volvió rebelde, contestón y
altanero. Incluso a veces culpaba a Gloria de la desaparición de su padre. En
cada pleito Aparicio amenazaba con irse del pueblo para encontrar su propio
destino y de paso ir a buscar a su padre. En poco tiempo, cuando empezó a
entrar en la adolescencia, decidió que no quería vivir con la loca de su madre
ni estar cerca de su mundo de mujeres enfermas mentales, como él las
llamaba. Lo último que hizo antes de desaparecer del pueblo fue habitar la
cabaña que había dejado Ernestina Hiparquía y de ahí tampoco se supo más de
él.
Los años consecutivos a ese evento fueron inapetentes y parsimoniosos.
Gloria siempre tenía la sensación de que se iba a resbalar en un pantano, o que
una bala perdida de los borrachos iracundos la alcanzaría mientras se sentaba
en las bancas de la plaza para platicar con las palomas. Su vida había vuelto a
ser la misma espera inútil. Pasaban los años como si fueran movidos por un
viento gris, sosegado y eterno… Con cierta tristeza, Gloria me contó que
fueron tiempos tristes, fríos y solitarios… en este periodo de su vida las
noches eran silenciosas y las mañanas tan largas como los siglos.
VIII
IX
XI
Gloria no sabía si amaba a Nato, pero en realidad su duda estaba más
generalizada porque no sabía si realmente ella podía amar. Aun así, unos días
después de que hubieran hecho el amor en la cabaña, Nato llegó con una caja
de arenques y los preparó con ajo y hoja de Jamaica. Cenaron juntos. Esa era
la primera vez que alguien cocinaba para ella. Entonces Gloria cayó en la
cuenta de que Nato estaba ahí sin imponerle condiciones. Comprendió que al
menos había alguien en el mundo que la quería a pesar de su manera tan
particular de ser. Nato había reconstruido su cabaña, la defendió del presidente
municipal, le hacía el amor, le llevaba de comer y le soportaba sus desplantes.
Luego se acurrucaba junto a ella y le acariciaba la cabeza después de que
Gloria fornicara con otros hombres.
Nato se sentía feliz, pues había logrado su objetivo. Trataba a Gloria como
si fuera un tesoro que nunca debía perder. Para él, aquella mujer de mirada
perdida se había convertido en la cosa más valiosa que tenía. Sus sueños se
habían vuelto realidad y para festejar su felicidad llevó a Gloria al Canal de la
Matrona, el cual estaba deshabitado porque todas las prostitutas habían
emigrado a Tierra Sola. El sitio se había convertido en un atractivo turístico
familiar para ver la cascada del dragón y un supuesto meteorito que había
caído suavemente del cielo y se había instalado en medio del terreno sin hacer
daño a nadie. Se subieron a la cima de la piedra espacial y observaron todo el
mar del Cerralvo; a lo lejos se podían distinguir los pueblos aledaños, menos
la ciudad de Peña de Cerralvo, que estaba demasiado lejos para ser avistada.
Estando parados en el meteoro, Nato se aclaró la garganta y con todos los
nervios arremolinándose en su agitado estómago le dijo a Gloria que la quería
y sacó una gargantilla de plata con una piedra de jade. En realidad la joya se la
había dado Yamel Panteras, a su vez la pieza había sido propiedad de una
madama de las Islas Alejandrinas con quien Yamel se había batido a muerte
por el territorio. Gloria no supo qué decir en ese momento; no obstante, en la
cima de la misteriosa roca espacial, pensó en la posibilidad de querer a Nato
sin llevar a cabo ningún ritual y sin comprometerse a nada más que a la pasión
y a la deriva del porvenir.
Aquel era un momento en que algo distinto se le presentaba a Gloria, pues
Fortunato Mendoza en realidad la quería bien. Gloria no entendía por qué
alguien hacía todo eso por ella. Observó a Nato, con su gesto esperanzador, y
pensó que el escenario era patético, ya que él continuaba sosteniendo la
gargantilla en sus manos y Gloria sólo pensaba que nada de eso era verdad…
se adelantaba al futuro donde también él la iba a dejar. Luego tuvo un
momento de lucidez donde resolvió que realmente no importaba, pues estaba
sola, siempre lo había estado. Lo que le quedaba era esperar algo que nunca
iba a llegar o asumir la carencia de la vida. Nato le aseguraba la carencia de la
vida. Agarró la gargantilla, le dio las gracias y se abrazaron.
Llegaron a la playa en una lancha de motor. A lo lejos ya se escuchaba el
barullo en casi todas las cabañas donde la música y la fiesta no terminaba.
Cuando entraron al bar, Catalina Luna estaba dormida en la “lancha de la
felicidad”, nadie estaba atendiendo la barra, los borrachos se servían a diestra
y siniestra y la caja estaba vacía. Gloria observó con sobriedad el paisaje:
había todo tipo de gente; hombres de cabello desaliñado que olían a pescado
crudo, putas con sobrepeso y sombreros de palma seca; viejos decrépitos
esperando hacer el amor sin pagar, prostitutas jóvenes aburridas abanicándose
la cara y uno que otro beodo bailaba al son de la vetusta rockola Wurlizter.
Nato caminó junto a la barra, trató de acomodar el desorden al tiempo que
Gloria, de manera muy pacífica, se dirigió a la rockola y la desconectó. Se
hizo un silencio incómodo que despertó a Catalina Luna.
–¡Pero qué sucede Gloria! –le dijo en tono de reclamo.
Entonces Gloria tomó aire y espetó:
–¡Estoy harta de ustedes y quiero que se larguen de aquí ahora mismo!
Pero los clientes no se querían ir, seguían cantando y bailando sin música;
incluso habían comenzado a hacer sonidos en la mesa con las palmas de la
mano y con las botellas de cerveza. Una prostituta se levantó de una hamaca y
se puso a bailar al ritmo de las palmas y los gritos de los borrachos.
Al ver Gloria que la gente del prostíbulo no tenía intenciones de irse, subió
a la suite con Nato y entre los dos sacaron dinero del colchón y llenaron dos
valijas grandes; acto seguido bajaron con las maletas y las arrojaron por la
ventana. Ahí se vio, reflejado por la luz de la luna llena, cómo éstas se abrían
en al aire dispersando como confeti miles de billetes verdes, azules, morados,
etc. La cara de los presentes fue de estupefacción mientras veían la lluvia de
dinero. En cuestión de segundos, todos salieron por las puertas, las ventanas e
incluso rompían el carrizo para poder traspasar las paredes. Algunos estaban
desnudos y se golpeaban entre ellos: mujeres contra hombres, hombres contra
hombres, mujeres contra mujeres; todos ebrios se tropezaban en la arena y
sacaban los más bajos de sus instintos.
Por otro lado, Yamel estaba en su cabaña totalmente ebria. Al observar que
todos sus clientes se salían con ímpetu, se asomó a ver el espectáculo de la
miseria. En el frenesí de de perder el sentido por la vida, Yamel Panteras
decidió, de igual manera, regalar parte de su dinero. Todos en la playa gritaban
de agitación y júbilo, se peleaban entre ellos, rompían los billetes, se
arrastraban en la arena, etc. Al paso de unos instantes comenzaron a llegar
personas del pueblo, incluso la madre de Heriberto Ceja apareció empujando
con esfuerzos de anciana su oxidada silla de ruedas; no obstante, la pobre
señora no podía recoger ni un solo billete puesto que con poca fuerza que le
quedaba, apenas podía desplazarse.
Mientras tanto, Gloria vociferaba y maldecía al pueblo: “¡Malditos hijos de
puta interesados!”, gritaba, reía y le daba sorbos a un ron abandonado. Al ver
el espectáculo de decadencia humana, decidió continuar con un fermentado de
piña y disfrutar de la escena en su máximo esplendor. La nueva vida de Gloria
no necesitaba nada más que un ligero espacio para vivir y una ventana para ver
el mar al despertar. En medio del caos, Lady Emerald lloraba mientras se
preguntaba por qué Yamel y Gloria estaban haciendo ese tipo de actos sin
sentido. Se aferró a una maleta de billetes que un par de borrachos arrastraron
por toda la playa.
Cleotilde Samperio y el padre Trinidad llegaron mucho tiempo después
con la esperanza de que les tocara algo. Gloria los vio venir y sintió pena por
ellos. “Todos son unos interesados e hijos de puta… hasta el padrecito viene a
ver que le toca”, gritó Gloria sin importarle que la oyeran. Aún tenía dinero en
el colchón y se los entregó todo. Con eso rehicieron la capilla, construyeron
columnas de estuco en su fachada; pusieron un altar de oro con topacios para
la urna de la Santa Niña, crearon un albergue para ancianos y arreglaron la
plaza principal con loseta de mármol. Finalmente, derribaron la estatua del
fundador del pueblo, pues a nadie le importaba ni sabían quién había sido. En
su lugar irguieron la de Gloria que en una mano sostenía una botella de licor y
en la otra, una maleta con billetes.
Los carnavales y el Festival Internacional de la Cumbia del Pantano se
terminaron por falta de presupuesto; de igual manera, la mitad de las personas
que se habían instalado en la playa huyeron por temor a que Gloria les pidiera
su dinero de regreso o que los buscara la policía por hurto y agresiones.
Catalina Luna escuchó la decisión de Gloria de dejar de ser puta y solo se
limitó a decirle: “Allá tú si quieres ser volver a ser desgraciada”. Yamel
comenzó a quejarse de que los clientes habían disminuido y se arrepintió de
haber lanzado parte de su dinero. Después emigró junto con Lady Emerald al
Canal de la Matrona y lo intentó repoblar con las mujerzuelas que quedaban ,
pero ya pocos clientes asistían.
Poco a poco, la gran bahía de las putas de Tierra Sola se fue quedando
vacía y triste como un hotel abandonado o como un final de fiesta para nunca
más. Heriberto Ceja, quien había sido electo presidente cuatro veces, convirtió
a todas las cabañas en el primer museo de la prostitución del mundo. Había
muchas fotos, recuerdos, instrumentos de tortura sexual, figuras fálicas de
polvo de alabastro, estatúas de calcita de mujeres desnudas y demás objetos
que a nadie le interesaban; incluso, con el pasar del tiempo, las cabañas se
fueron quedando vacías porque la gente se robaba el único patrimonio de
aquel pueblo condenado al absurdo.
Por su parte Nato volvió a cultivar la piña y la caña de azúcar como
jornalero de lomo pelado a medio día. Así vivieron hasta que yo los conocí.
No sé por qué a mí me pasan estas cosas, ni por qué siempre me llevé con
gente mucho mayor que yo. Recuerdo claramente que tenía catorce años
cuando Gloria vino a mi vida; por ese entonces, ella tenía como cincuenta.
Estuve sólo veintisiete días en la cabaña, pero fueron suficientes para que
Gloria me contara su historia y yo pudiera hacerme cargo de ésta.
Cuando vivía con Gloria, cada vez que anochecía me ponía a contar los
días que faltaban para la lluvia de estrellas. Cuando llegó el día, pasé toda la
noche imaginando el fenómeno. Me levantaba a cada rato y me asomaba por la
ventana para ver si se veía algún indicio. Limpie tres veces el telescopio y lo
estuve probando en la madrugada. Me puse a ver los Islotes de Carreña. En la
mañana vi salir el sol. En cuanto Gloria se despertó le dije que ese era el gran
día. Gloria me miró y me dijo que era mejor no recordárselo a Catalina Luna,
ni comentarlo con nadie.
Esa misma tarde vi a Gloria inquieta. Sacó de un cajón unas borlas de
varios colores y dos agujas. Estuvo toda la tarde bordando. Casi cuando estaba
anocheciendo llegó Nato y le preguntó qué estaba haciendo. Gloria levantó el
trapo que tejía y se lo enseñó: era un calamar gusano. La figura era fea, como
el animal en sí mismo. Nato le dijo que no hiciera esas cosas, que había mil
animales más bonitos. Gloria guardó silencio. Después se puso de pié, dejó su
artesanía en la mesa y nos dijo de la nada:
–Yo también estoy esperando la noche.
El cielo se hizo cada vez más oscuro, dieron las siete y media. Gloria y yo
salimos de la cabaña y nos sentamos en unos troncos podridos con residuos de
sargazo. Yo tenía mi telescopio perfectamente lustrado de sus lentes y
apuntando hacia el horizonte. No decíamos una sola palabra, como si
esperáramos que la noche hablara por nosotros. De momento apareció Nato;
nos estaba llamando, pero nosotros le hicimos una señal para que se callara.
Dieron las ocho, luego las nueve, las diez… No cayó ninguna lluvia de
estrellas.
Me levanté muy triste y decepcionado. Mi esperanza era que al siguiente
día sí ocurriera el fenómeno. No pasó nada. Gloria me vio apabullado y me
dijo que esas cosas solamente las podía saber Dios, no la ciencia. En la
mañana me levanté muy temprano. Estaba dispuesto a regresarme. “Se acabó
el viaje”, dije con tristeza. Luego vi por la ventana el hermoso mar y volví a
sentir una profunda nostalgia anticipada: no me quería ir. Haber conocido a
Gloria le había dado un nuevo sentido a mi vida. Todavía faltaba una semana
para que mis vacaciones concluyeran así que decidí quedarme sin importar
que mis padres se pudieran morir de angustia por mi ausencia tan prolongada.
En los días posteriores me llegó la resignación sobre la lluvia de estrellas.
Fui a casa de Catalina Luna para mandar un mensaje a mis padres, pero la
máquina ya no servía pues Catalina la había tirado accidentalmente en uno de
sus trances. En la noche Nato había salido a la quema de los cañaverales y el
mar estaba muy inquieto… Más tarde las ventanas se abrieron de golpe y la
brisa marina entró insistentemente en la cabaña. Yo estaba dormido, pero el
agua me despertó; a la postre escuché un ruido inusual y me levanté de mi
catre.
Muy despacio caminé fuera del cuarto; ahí vi a Gloria recargándose en la
pared de carrizo. Estaba exhalando aire como pescado fuera del agua y
caminaba a tientas por el corredor. Se tropezaba a cada instante con los objetos
irreconocibles tirados en el piso… Todavía, con el sopor de su quinto sueño,
tomó cuatros vasos de agua para que se le refrescara la garganta; después se
sentó en su viejo sillón. Se podía escuchar su respiración agitada que no iba al
ritmo de las olas.
Las lágrimas comenzaron a deslizarse por su rostro mientras pujaba como
niña, una y otra vez, como para tratar de conciliar su ansiedad. Se quedó allí
escurrida y ojerosa. Pronto, el sol nació y sus rayos le dieron un golpe en la
cara para que se espabilara. Yo no quise preguntarle nada, ni interrumpirla; así
que, algunos minutos después de lo sucedido, me fui a la cama y fingí que
dormía. En la mañana, con la boca seca y el aliento de mil perros muertos,
Gloria entró lentamente en mi recámara para cerciorarse de que yo aún
estuviera durmiendo.
Cuando se fue de la habitación, me volví a levantar con pasos cautelosos
para que no se diera cuenta. Seguí su rastro de lágrimas hasta que la encontré
encorvaba como una planta sin luz, con la mirada hacia abajo observando unos
daguerrotipos manchados de grasa y polvo. Por otro lado, a lo lejos, vi por la
ventana cómo Nato entraba empujando la verja de madera podrida. Temí que
encontrara a Gloria en ese estado, por eso moví con el pie un mueble
polvoriento. El ruido que hice bastó para que Gloria regresara de su viaje a la
memoria perdida, guardara las fotos y tratara de disimular que todo iba bien.
Conforme los días pasaban, el comportamiento de Gloria estaba llegando
al límite. Había vuelto a enmudecer. Esa misma noche cenamos todos juntos, y
Gloria nos dio de comer una concha de cangrejo chamuscada y sin carne.
Había hervido tanto al animal que todo se había evaporado. Después de un
tiempo, cuando Nato y yo habíamos encontrado algo más para saciar nuestro
apetito, le pedí a Nato que me enseñara la estación de música en inglés que
escuchaba Lady Emerald. Nadie más la había vuelto a poner desde que la
norteamericana emigró con Yamel al Canal de la Matrona. Mi padre tenía todo
tipo de acetatos en inglés, así que poner un poco de su música me haría sentir
como en casa.
Escuchaba un programa dedicado a Teddy Wilson. En la canción de
“Roseta”, me llegó un olor a quemado. Nato apareció asustado y enseguida
fuimos a buscar la fuente del incendio. Entramos en la cocina y había mucho
humo alrededor… abrimos las ventanas para que éste se saliera. Cuando el
ambiente se despejó, Nato vio a Gloria tirada en el piso: estaba bocabajo con
sus zapatos mal puestos; el derecho en el pie izquierdo y viceversa. Tomé un
balde de agua y, de manera inmediata, extinguí el fuego junto a la estufa. Nato
sacó de la cabaña a Gloria desmayada.
A los pocos minutos Gloria volvió en sí diciendo incoherencias: “Ya viene
el meteorito de los gorgonóspidos”, “la carne fresca explota más rápido”, “el
agua salada no se devora a los comunes”... Entonces la cargamos y la metimos
en su cama mientras ella continuaba repitiendo todas esas frases sin sentido.
Nato le dio un té de azahar y a la mañana siguiente salió a trabajar mientras
que ella volvió a aferrase a los pajizos daguerrotipos.
Ese día Gloria volvió llorar, creía que yo no me daba cuenta pero la
encontré mirando hacia el mar el mar como queriendo descifrar la respuesta de
su vida. Luego comenzó a caminar más despacio, a estar cabizbaja, a
arrancarse los cabellos con una pinza de mecánico y a hablar sola de frente a
la pared.
Durante ese episodio no me atreví a hablarle. Temía que se pusiera a llorar
desconsoladamente o que me lanzara un cuchillo en la frente. Después de dos
días, el mar no tenía olas, parecía una gran laguna muerta. Cuando el sol se
ocultó en el horizonte, como una enorme naranja incandescente, Gloria estaba
un poco más tranquila… Parecía que el atardecer se llevaba sus fantasmas y
los traía de regreso con la renovación del alba. Aproveché ese momento de
sosiego para por fin preguntarle cómo estaba. Ella lavaba los platos por quinta
ocasión, se quedó en silencio, sostuvo en sus manos el plato inmaculado, me
miró perdidamente, como a alguien a quien ya se le pudrieron los ojos, y
finalmente resopló:
–Ahora sí viene el fin del mundo.
Al día siguiente, cuando Nato se había ido a trabajar, Gloria salió muy
temprano y regresó con Catalina Luna. Ambas mujeres dibujaron en el piso un
círculo que rociaron con agua de pétalos de margarita y en medio pusieron un
copal con mirra. Ellas se comportaban como si yo no existiera, así que mi
papel en ese momento solo fue ser testigo silencioso del ritual que llevaron a
cabo. Dicho rito consistió en que se emborracharon con fermentado de maíz
rojo, cantaron juntas en tonos guturales y al final Catalina lanzó un coco con
tanta fuerza que el cáliz se cayó y se apagó con el agua que el coco emanaba.
Posteriormente, Catalina Luna miró las cáscaras y gritó despavorida:
–¡Todos los que quieran vivir, tienen que irse hoy de este pueblo!
Gloria la miró estupefacta, le preguntó qué pasaría. Pero Catalina ya no
respondió: había entrado en trance otra vez. Tenía los ojos cerrados y la boca
crispada de nervios.
–¡Todos los que quieran vivir, tienen que irse hoy de este pueblo! –Volvió
a gritar.
Catalina se echó a correr fuera de la cabaña gritando la misma frase una y
otra vez. Iba en dirección al pueblo a advertirles a los habitantes que se
acercaba el fin del mundo. Por supuesto que esta era la enésima vez que el
apocalipsis terminaba con la vida humana según ella, por lo que nadie prestó
atención. Todos continuaron con sus actividades en un día muy cálido y
diáfano en que las avispas volaban por doquier y el sol doraba los cueros de
jabalí. Cuando Catalina Luna se había ido, Gloria se quedó sorprendida… Su
única reacción fue dormirse en el piso en posición fetal.
Mientras tanto, yo me estuve asomando por la ventana: el mar seguía
muerto, las gaviotas no graznaban, la gente no pasaba por la orilla recogiendo
conchas, no se veían pescadores… Tenía una sensación extraña en el cuerpo,
como si me hubieran asustado. De momento, se escucharon ladridos inusuales
de un perro desconocido. Inmediatamente volví a asomarme por la ventana
que daba al mar y vi a Nato correr hacia la casa. Parecía desesperado, sus pies
levantaban una inmensa polvareda detrás de él. Traía la valenciana de los
pantalones desgarrada, la camisa empolvada y la cara tiznada. Se pasó la verja
de un brinco y abrió la puerta de la cabaña con gran ímpetu.
̶ ¡Nos atacan! –Fue lo primero que dijo mientras se limpiaba con la mano el
sudor de la cara.
Nato comenzó a correr por toda la casa y abrió las ventanas para que
entrara la luz. Gloria se despertó actuando con normalidad, como si nada
estuviese pasando. Todavía, Gloria tomó un poco de aire, se levantó y movió
de su lugar a un pez globo disecado, después expresó:
̶ Ya lo sé. Lárguense ahora si quieren salvar sus vidas.
Nato y yo nos quedamos congelados con la respuesta de Gloria. Ella estaba
parada junto a la mesa y miraba hacia la ventana que daba al mar. Parecía
como si supiera lo que se avecinaba. De momento, se escuchó un terrible
estruendo en la lejanía. Miré hacia la playa y una gran cantidad de polvo y
humo se levantó a un costado del pueblo. Era un cañonazo de un enorme barco
negro que se acercaba lentamente disparando tierra adentro. Se trataba de una
nave pirata, de unos maleantes que no tenían patria ni identidad. De manera
que nosotros teníamos que evacuar inmediatamente.
Se escuchó otro cañonazo que hizo añicos un barco pesquero varado en el
muelle. Nato estaba temblando, pero aún así comenzó a empacar las cosas en
baúles y maletas. No sé de dónde sacó las piezas valiosas del prostíbulo como
las decoraciones marinas, los marcos de oro, las figuras de filigrana y todo
cuanto conservaban de la casa cuando era el putero más conocido del país:
–¡Tenemos que irnos ahora! –Nato le dijo a Gloria con la voz entrecortada,
mientras ella se había desplazado al sillón de mimbre para mecerse. Tenía la
vista perdida hacia el mar.
Otro cañonazo levantó escombros en el pueblo; seguido vino otro que
golpeó muy cerca de la cabaña porque la arena entró por los carrizos y las
ventanas. Yo me quedé paralizado de miedo. En ese momento, Gloria se paró
del sillón de un brinco y se echó a correr como potra despavorida rompiendo
todo lo que estaba en su paso. Parecía un animal de acero que destruía con su
cuerpo todo obstáculo. Nato, al ver esto, también se echó a correr detrás de
ella para tratar de alcanzarla.
En esos momentos y me encontraba petrificado, no sabía qué hacer. Si los
piratas llegaban ahí les rogaría para que me perdonaran la vida. Luego me
acordé de Gloria, ¿por fin se había armado de valor para quitarse la vida?, ¿se
había ahogado como siempre quiso?, ¿había puesto un punto final a su
historia? Nato regresó a los pocos minutos porque perdió de vista a Gloria y
no sabía por dónde empezar a buscarla. Estaba sobrecogido, sin palabras;
apenas podía mirarme a los ojos.
Tratamos de salir a buscarla otra vez, pero no vimos nada más que el barco
pirata aproximándose. Parecía una nave irreal andando sobre el mar
encendido. Traía una bandera muy peculiar cuyo emblema eran huesos y
lumbre. Hubo cañonazos cada vez más destructivos y cercanos a nosotros.
Con un hilo de voz y con el gesto muerto le dije a Nato que todo era inútil:
Gloria había desaparecido en cuestión de segundos. Quizá había sido
alcanzada por una bala de cañón o simplemente se había lanzado desde el
risco. No podíamos hacer nada para rescatarla, ni sabíamos nada sobre ella en
ese momento.
Me quedé impactado viendo como el barco cada vez se acercaba más;
luego programé unos veinte minutos para que atracaran totalmente. Entonces
pude espabilarme del miedo y me di prisa. Adentro de la cabaña puse en mi
mochila mi telescopio, mi brújula y algunas revistas de ciencia que me había
regalado mi padre. Salimos escuchando el fragor de los cañones. En ese
momento eran más continuos debido a la inminencia del ataque de la nave
pirata que disparaba a diestra y siniestra. En cualquier momento una bomba
nos aniquilaría.
Nos internamos en los campos de piña con una maleta cada uno. Nos
dimos cuenta de que ahí éramos más notables y decidimos camuflarnos en los
cañaverales adjuntos. Yo corría asustado mientras las hojas de la caña me
cortaban la cara; también tenía miedo de caer en un pantano y ahogarme. En
todo el camino hacia el pueblo intentaba disuadir a Nato de regresar a buscar a
Gloria. Él me decía que ella se encontraba asustada dentro de una cueva o que
luchaba por su vida mientras un megalodonte la mordía… De momento dejé
de escucharlo, miré hacia atrás y solo ví cañas y pantanos por doquier.
¡Nato!, grité a todo pulmón… Pero solo se escuchaba el estruendo de los
cañonazos. Uno debió haber caído muy cerca de donde yo estaba porque sentí
que algunos restos de lodo de pantano aterrizaron en mi cabeza y en mi tensa
espalda. Decidí continuar mi camino sintiendo como la muerte me perseguía.
Dentro de mí había un gran hueco en el pecho. No sé cómo pude atravesar los
cañaverales sin caer en un pantano. Continué corriendo hasta que salí al
pueblo.
Todo había cambiado desde la última vez que había estado allí: los
comercios ardían, las paredes se desgajaban, el kiosco del parque había
desaparecido, por todos lados había escombros con los que gente se tropezaba.
Todos corrían sin rumbo, sacaban de sus casas sillones y cuanto cacharro
pudiesen cargar. Había niños perdidos y llorando en medio del desconcierto,
gatos mordiéndose la cola y girando en círculos, perros aullando como lobos y
la madre de Heriberto Ceja sostenía un rosario en la plaza mientras rezaba los
misterios.
Catalina Luna estaba en la torre más alta de la capilla. Parecía la mujer más
feliz del mundo; una sonrisa de esperanza se esbozaba en su mugrienta cara
que apuntaba como antena parabólica hacia el cielo. Tocaba la campana
poseída por una fuerza descomunal y gritaba que por fin había venido el
apocalipsis: “¡Por fin nos vamos a la mierda!”, lloraba de júbilo y reía al
mismo tiempo. Por otro lado, debajo de la capilla, Cleotilde Samperio y el
cura Trinidad sacaban la urna de los restos de la Santa Niña Nicasia al tiempo
que pedían a todo el pueblo unirse en oración.
Todos estaban evacuando. Me eché a correr por todos lados. Para mi
fortuna, encontré a un grupo de hombres trepados en un camión de carga que
se balanceaba por el peso de sus pasajeros. Parecía que apenas se podía
respirar entre las maletas y los petates bien acomodados para que todo cupiera
en un espacio reducido. “Es el niño adoptado de Gloria”, dijo un hombre con
nariz aguileña y ojos de tordo que manejaba el camión. De momento alguien
me tendió la mano y me acomodó en la parte final del carro. Temía resbalar,
pero me aferré a la carroza con todas mis fuerzas.
De esa manera nos alejamos rápidamente. A través de una rendija del
camión podía ver a los que se quedaban, pues habían decidido morir en su
tierra. Fue espantoso, tal como una guerra. Había mujeres rezando hincadas en
medio de la tolvanera y hombres despavoridos en agonía. Fui testigo de la
muerte, de gente dispuesta a pelear con rifle o piedras. Vi señoras con patas de
mesa listas para defenderse del ataque cuya procedencia aún desconocían. En
la mirada caída de un viejo, pude ver resignación mezclada con desconcierto.
Me sentía lleno de una adrenalina que jamás pude haber experimentado.
El camión se detuvo en la estación de Tierra Sola, la cual era un caos. No
había horarios ni taquilleros; más bien se trataba de que si se tenía suerte y se
corría lo suficiente, se podía coger un tren si se atrapaba en movimiento, pues
conforme estos llegaban vacíos, inmediatamente se pasaban al carril contrario
para emprender su camino de regreso. Con las lágrimas todavía chorreando en
mi cara sucia, logré encaramarme en la parte de atrás del último vagón que
estaba repleto de personas y demás objetos irreconocibles. Después, conforme
el tren hubo avanzado un poco, vi, en la lejanía, el barco pirata que ya había
atracado en la playa; también se podía observar el humo que se levantaba
alrededor. El tren continuó su trayecto y el paisaje cambió rápidamente. Al
cabo de un tiempo, el cansancio me venció a tal grado que me quedé dormido.
Mi único abrigo fue el viento, el sol y la luna.
Me despertaron en la última estación de Peña de Cerralvo cuando ya no
quedaba nadie. Un jornalero me encontró por casualidad cuando estaba
dormido entre costales de café que alguien había olvidado. Mi piel estaba
quemada, mi cara estaba cortada por las hojas de caña y los pantalones los
traía embadurnados de lodo: parecía un vagabundo. Tuve que pedir dinero a
los pasajeros de la estación y volver a hacer todo el camino de regreso a casa,
puesto que me había pasado por quince estaciones. Mi cansancio era
indescriptible; creía estar dentro de un sueño… En cualquier momento iba a
despertar otra vez, pero ahora estaría en mi cama rodeado de sábanas limpias y
leche con chocolate en mi buró.
Pero ese momento nunca sucedió. Cuando llegué a mi pueblo yo estaba
hecho un adefesio catatónico. No recuerdo quién me encontró, quién me
reconoció, quién llevó a mi casa, ni quien me hizo revisión médica. Tampoco
sé como lo tomaron mis padres. Me perdí todos esos momentos porque yo
estuve ausente y nunca supe lo que pasó a mi regreso. Ahora que lo pienso,
creo entender mejor por qué la gente creía que yo era un fantasma. Cuando
relaté lo vivido, nadie me creyó y me tomaron por loco; de hecho, un
psiquiatra de Peña de Cerralvo me diagnosticó síndrome de estrés
postraumático mezclado con psicosis paranoica alucinatoria.
Me preguntaron mil veces quién me había lastimado la cara, se levantaron
averiguaciones por mi desaparición, creían que me habían raptado sin pedir
rescate y mis vecinos le llevaron proyecciones a mi padre sobre abducciones
misteriosas. Todo mundo quería resolver el enigma de mi desaparición con
respuestas tan absurdas como la verdad de los hechos. Algunos días después,
salió en el periódico la noticia de un supuesto tornado que había azotado las
playas de Tierra Sola. Mi padre me regañó por inventar tantas historias y el
psiquiatra aumentó la dosis para que me durmiera y no hablara nunca más de
los hechos que presencié.
El tratamiento de mi enfermedad consistía en ir a evaluación neurológica
semanal a su consultorio en Peña de Cerralvo. Ahí también me diagnosticaron
con insuficiencia neo-cortical y por eso debía tomar pastillas de por vida;
además, era necesario que yo tomara terapia psicológica en la ciudad. Esa fue
la razón por la que a los ocho meses del incidente nos mudamos a Peña de
Cerralvo y mis padres vendieron la casa de Cafetal de Noche. Así comencé
una nueva vida en la ciudad, estudié periodismo, nunca me casé ni tuve hijos,
y tampoco entraba a las terapias ni me tomaba las pastillas.
XII
En aquella carta que leí cerca de la casa de mis padres estaba la revelación
más grande de mi vida. En cuanto abrí el sobre, después de haber tenido todas
esas sensaciones que se mezclaron en mi cuerpo, supe que se trataba de
Gloria. En un instante pude volver a contemplar el mar azul, la mirada perdida
de Catalina Luna, el sol de medio día en la playa, el frescor de las sombras de
las palmeras, el suave viento estival, la angustia de Nato antes de desaparecer,
etc. Asimismo, pude repasar toda mi historia junto con la de Gloria y al fin,
después de casi cincuenta y dos años, me enteré del desenlace de su historia.
A continuación, transcribiré la carta:
Niño:
¿Dónde chingaos andas? Espero de todo corazón que te encuentres bien y
que hayas escapado de todo el desmadre que pasó en el pueblo. Te escribo
porque me siento mal por haberme largado sin decir adiós, pero en verdad ya
estaba hasta la madre de que siempre que lograba sentirme contenta, la vida
me quitara la felicidad. Han pasado casi diez años desde la última vez que nos
vimos y no ha habido un solo día en que no me acuerde de ti ni de Nato.
Bueno, a ver… ¿por dónde empezar? Sé que no tengo perdón por ser como
soy, ni por las cosas que he hecho, pero ni modo, la vida así me hizo y qué le
vamos a hacer. Pues mira, los últimos días que estuviste en la cabaña supe que
algo bien cabrón iba a pasar. No me preguntes cómo, son cosas de brujas y de
locas que no entiendes.
Ese día me eché a correr como pinche caballo sin rienda hacia el mar.
Quería que me alcanzara una bala. Pero luego, una ola me atrapó y ya no supe
más de mí. Cuando desperté ya estaba otra vez con mi triste destino: Sixto me
sonreía con un diente de oro que no era necesario traer porque él tenía una
perfecta dentadura. No dije nada, sino que me resigné a creer que en esta vida
nadie tiene lo que quiere, o al menos hablo por mí.
Sixto me dijo que había venido por mí. Después Aparicio me besó en la
mejilla por primera vez después de muchos años. Yo no podía sentir nada que
no fuera una creciente furia: deseaba que el mar se abriera, que las pinches
olas fueran tan fuertes para que nos tragaran, que llegara una tormenta o un
que rayo destrozara la carabela.
Como te dije al principio, espero que Nato y tú hayan escapado y que estén
donde estén sean felices. Ahora que lo pienso, si Sixto se enteraba de que yo
tenía un nuevo amor, seguramente hubiera matado a Nato; porque créeme, ya
no era el mismo, te lo juro que se escuchaba su maldad en el tono de su voz,
ve tú a saber qué desgracias habrá tenido que pasar para llegar a ser capitán.
El barco olía a azufre mezclado con salitre y lo navegaban hombres de
todo tipo, de varias edades y nacionalidades, y además tenían algo en común:
olían a muerte y putrefacción. Eran hombres contaminados por deseo de
poder. Algunos tenían los dientes incompletos, otros eran muy guapos. Pero
todos, indiscutiblemente todos eran unos hijos de su reputísima madre.
Sixto y Aparicio habían venido por mí justamente cuando ya los había
olvidado. Mi hijo, y el otro que nunca supe si fue mi amante o mi condena,
junto con su grupo de piratas hijos de mil putas, saquearon todo el pueblo sin
el menor cargo de conciencia; después se llevaron a los hombres que quisieron
unirse a ellos y a las mujeres las dejaron porque decían que no les servían para
pelear, atracar embarcaciones o batirse con otros filibusteros. En ese momento,
los pendejos se jactaban de ser marineros de alto prestigio, pero en realidad
habían terminado siendo los piratas del mar Arábigo, para ser precisos.
Pasamos la noche en Tierra Sola que en ese momento parecía un pueblo
fantasma porque estaba totalmente destruido. Se llevaron los muebles
remachados de oro, las joyas y las antigüedades de Catalina Luna. Luego
fueron por los mariscos del mercado y llenaron la nave con víveres robados al
tiempo que arrancaron las piñas del plantío y se llevaron algunas cañas para
preparar aguardiente. Al ver cómo devastaban el pueblo, decidí dejarme llevar
por esa sensación horrenda que cada año me poseía… solamente me quedaba
ver cómo aquellos cabrones destruían despiadadamente el mismo lugar donde
vivieron. Era como si no hubieran tenido un pasado allí o como si lo hubieran
olvidado.
En el pueblo, Heriberto Ceja fue el primero en reconocer a Sixto, se alegró
de verlo. Luego fue nombrado maestre de la embarcación. Su madre le dijo
llorando que no se fuera con los piratas, pero ¿tú crees que lo hizo caso?; pues
claro que no, la dejó ahí como si fuera un mueble viejo a pesar de todo lo que
ella hizo por ese mazacote que tenía sonrisa de idiota. Hubieras visto el horror
del padre Trinidad y Cleotilde Samperio: tenían la cara toda llena de lodo y
lágrimas. Le preguntaban a Sixto por qué les hacía eso. Él les contestó que
Tierra Sola era únicamente un sitio abandonado que nunca le había dado nada.
Únicamente siendo capitán al fin era alguien importante.
Justamente después de que Sixto le respondiera a Cleotilde y al padre
Trinidad, apareció Catalina Luna totalmente renovada. Traía una túnica dorada
que había heredado de su madre antes de que la encerraran en el sótano por
hechicera. Corrió a verme y Sixto impidió que habláramos ordenándoles a los
bucaneros de piel salada, cejas quemadas y nariz de mango petacón que se
llevaran a “la loca” que tantas ideas me había metido desde pequeña. Yo grité
a todo pulmón para impedir que se la llevaran, pero Sixto me tenía rodeada y
aprisionada con unos matones que parecían haber salido del mismísimo
infierno.
No sé, y nunca supe, cómo Sixto había llegado tan alto, quizá hizo pactos
satánicos o mató a muchos marineros para poder ser un capitán con tanto
poder. Pasamos un día varados en Tierra Sola y después nos dirigimos al
Canal de la Matrona. Ahí los piratas subieron unas cuantas putas para
divertirse… De momento escuché en la lejanía una voz gangosa que se me
hizo familiar, me acerqué donde estaban las canijas y ahí estaba Lady Emerald
riendo a carcajadas y echándose un fermentado con un pirata. Cuando la
pendeja me vio a bordo se sorprendió y corrió a abrazarme.
En tan solo unas horas yo me había convertido otra vez en un mueble sin
ganas de vivir ni de morir, eso, una cosa que ahí está y que da lástima porque
está viejita y ya no sirve. Algo así como la muñeca vieja. Aparicio me puso
cuanta chingadera y yo parecía un maniquí adornado con turquesas del
Himalaya y diamantes del Congo. Me sentía ridícula, pero Lady Emerald era
feliz con los topacios tallados en Tombuctú y los zafiros del Mar Egeo. De
hecho, se puso una corona que le habían robado a una embarcación de una
reina dizque europea. A esa vieja le gustan las joyas y el desmadre, nada más
quería tantito.
Estábamos en el camarote de Aparicio mientras mi hijo y la gringa se
echaban unos carcajadones que pa’ que te cuento. Luego Lady Emerald me
dijo que mi hijo le estaba coqueteando y yo le contesté que me valía madre.
Era verdad, ya nada tenía sentido para mí, y si en ese momento me hubiera
caído el palote más grande del barco, yo hubiera sido feliz porque para mí, eso
de ser feliz se había convertido en una reverenda estupidez.
Esa noche la pasamos cargando prostitutas y cangrejos azules en el Canal
de la Matrona. Cuando Sixto terminó su saqueo, entró a su camarote y me vio
allí mirando a través de la ventanilla en dirección a Tierra Sola que en ese
momento era un pueblo muerto y saqueado donde al menos yo sí había sido un
poco feliz. Ahí pensé en Nato, en ti, en Catalina… No tenía idea de cómo
habían escapado a la invasión.
Por otro lado, sentía que odiaba a Sixto y quería que se resbalara en la
cubierta, se desnucara o mínimo que se partiera el hocico. Pero él estaba
recargado en un tocador de caoba, moviendo un peine de marfil de lugar y
diciendo que me amaba, que todo este tiempo había trabajado para ser
poderoso, para venir por mí y hacerme feliz. Yo me quedé callada escuchando
todas las estupideces que no sé a quién le decía, pero a mí no. Esperé que me
dejara sola; sin embargo, en lugar de que se largara a chingar a su madre se
acercó a mí y comenzó a besarme.
Me tocó los senos como si estuviera amasándolos y yo le quité las manos
de encima. Entonces él se puso de pie y me gritó: “¿Ahora te vas a hacer la
dama como si no supiera que eres una prostituta de a centavo?”. Sentí mucho
odio y tristeza y volví a mirar por el ojo de buey: estaba anocheciendo. Sixto
agarró una botella que estaba junto a un mueble que llaman otomán y le dio
varios sorbos, luego me dijo: “No tienes opción Gloria, yo no pasé todo lo que
pasé por nada, tú ya eres mía”.
Las últimas palabras de Sixto hicieron que me hirviera la sangre, sentía
algo atorado en mi pecho y quería sacarlo en el mar. Lo miré con odio y me
salí del camarote. Me dirigí a la popa donde estaban concentrados todos los
piratas que bebían licor de coco y se peleaban porque no había suficientes
mujeres. Ahí me recargué en una orilla del barco y miré hacia el fondo del
océano. Cerré los ojos y pedí al mar que se saliera y nos ahogara a todos. Pero
pues el pinche mar ya no respondía, como si ya lo tuviera harto con tanta
petición, como si ya no fuera mi mar, el que me ayudaba… Comencé a llorar y
mis lágrimas caían en el agua como si estuviera a punto de llover.
De momento di un suspiro de resignación y vi al cielo. Era luna llena y
todas las estrellas estaban brillantes. De momento una estrella cayó al mar, se
desplazó desde lo alto y vi cómo se hundía en el fin del mar. Me asusté
muchísimo y me acordé de ti porque me dijiste que venías a ver cómo caían
las estrellas. ¡Tu pronóstico era verdadero! Catalina Luna no lo vio en los
cocos, y yo tampoco te creía, pero en ese momento estaba ocurriendo. ¡La
lluvia de estrellas!, esa es palabra. La famosa “lluvia de estrellas”. Así
comenzaron a caer más y más estrellas y el mar comenzó a brillar en un verde
fosforescente que llamó la atención de todos.
En un momento los piratas y las putas nos concentramos en la proa para
ver tremendo espectáculo. ¡Era hermoso!, ¡nunca había visto algo así! Los
borrachos dieron gritos de admiración y una puta de cabellos rojizos gritó:
“¡Pidan un deseo!”. Algunos piratas lanzaron botellas al agua, no me
preguntes por qué. En el ambiente se sentía mucha alegría mientras las
estrellas caían y el cielo se iluminaba como si el universo sonriera. Entonces
apareció el capitán: Sixto Caramés, y cuando lo vi ahí en la portezuela de la
proa, con el hocico torcido y la mirada miedosa hacia el cielo, lo supe todo. Mi
relación con el mar había terminado, la lluvia de estrellas era la señal. Ese era
mi momento de cambiar otra vez el rumbo de mi vida. Si no lo hacía, me iba
arrepentir el resto de mi vida.
Fui donde estaba Sixto y le pedí perdón, le dije que tenía razón, que
olvidáramos todo lo que vivimos. Traté de tomar su mano medio engarrotada y
él la quitó para agarrar su pinche pistola que tenía guardada en su funda de
cuero de macairodo. Ahí apareció Heriberto Ceja, tenía una botella de
aguardiente vacía y le dijo a Sixto que había dos piratas agarrándose a
madrazos por una prostituta. Fuimos a ver la escena y encontramos en la popa
a dos piratas peleándose para decidir quién iba a cogerse a una puta de veinte
años que se hacía llamar “la Yahaira”, a esa niña yo la conocí porque trabajaba
con Yamel en las temporadas de Carnaval. Era una mustia interesada y
malintencionada que se había llevado gran parte del dinero que tiré aquel día
que decidí dejar el oficio.
“La Yahaira” estaba a las risas viendo cómo se mataban los pobres piratas
que ni pelear podían de lo borrachos que estaban. La lluvia de estrellas ya
estaba por acabar y todos los que estaban ahí parecían haberse olvidado del
espectáculo que antes les había encantado. Sixto desenfundó su pistola y
disparó en la cubierta dejando un hoyo que sacó humito. Los piratas se
separaron en chinga y “la Yahaira” gritó como pinche guacamaya, Heriberto
dejó caer la botella y yo me agarré a mi hombre, como la hipócrita que soy,
diciéndole que se calmara y que si le era muy difícil yo podía apaciguar su ira
con mi conchita.
Todavía vi que andaba cayendo una que otra estrella. Volví a intentar tomar
la mano de Sixto, esta vez me sí me la agarró el condenado, creo que por
lástima. Los dos nos quedamos viendo como desaparecían las pocas estrellas
que aún quedaban hasta que en cuestión de instantes el espectáculo se acabó y
me sentí medio mal, como vacía por dentro. En poco tiempo los piratas
empezaron a desperdigarse. “No hay suficientes mujeres para todos”, gritó un
pirata de piel quemada y visco, luego otro se abalanzó sobre una puta de risos
oscuros que comenzó a chillar como pájaro tiroteado.
“Si no traes más putas esto se va a salir de control”, le dije a Sixto. Él me
miró con cierto aire de capitán enojado y movió la cabeza de arriba para abajo
mirando la decadencia de la tripulación. “Perdóname por ser tan pendeja”,
volví a decir de la nada. Sixto me miró con unos ojos cuyo brillo estaba como
raro, como si fuera un lobo por dentro. Te digo que ese hombre estaba medio
endemoniado. En ese momento le propuse que nos fuéramos a coger, que ya
nada me importaba, que al fin había entendido que no podía luchar contra el
destino. Apreté su mano y comencé a jugar con sus dedos, luego le acaricié la
espalda... entonces dijo que fuéramos al camarote. Bajamos las escaleras y en
el trayecto agarré un licor de guayaba para agarrar valor, le di muchos sorbos
hasta empezar a sentirme toda apendejada.
Dentro del camarote, lo primero que hice fue encuerarme. Sixto se sentó en
la cama y me hizo un gesto para que fuera donde él estaba. Lentamente me
acerqué hasta que él me tomó por la cintura y comenzó a lamerme los
pezones. En ese instante yo quería decirle “¿Sabes cuántos hombres se han
comido lo que tú te estás comiendo?” Quería verlo muerto de rabia,
enloquecido… pero dije “No Gloria, cálmate, todo a su tiempo”. Así que me
dejé llevar por lo que estaba sucediendo y dejé que el menso se calentara todo
lo que quisiera. Le dije mentiras: que lo extrañaba, que me gustaba, que lo
deseaba… Él enloquecía a cada palabra y yo le daba de mi licor de guayaba
para que entre cada mentira, él se ahogara lentamente en sus pinches fantasías
de mierda.
Estaba todo oscuro, Sixto se quitó la ropa, me agarró las nalgas y me metió
la verga como si fuera un animal salvaje; ahí yo quise decirle que el
gobernador era más rudo y que la tenía más grande, pero como no la quería
cagar, le dije: “Eres el que mejor me ha cogido”. Y así para qué te cuento todo,
si estuvo muy aburrido. Lo que debes saber es que cuando terminó, el muy
hijo de puta alcanzó su pantalón y agarró su revólver, lo puso a un lado de él.
Yo me dije para mis adentros “Hijo de la chingada”, pero seguí dándole más
alcohol hasta que él ya no pronunciaba bien las palabras y ahí me la jugué
porque aproveche mientras Sixto se fumaba un puro para pararme en chinga y
estrellarle la botella de licor muy cerca del oído.
Sixto gritó todo adolorido y me dijo que era una hija de puta, que se las iba
a pagar. Entonces agarró su revólver plateado con una insignia de oro y
empezó a disparar por todos lados, pero estoy segura de que estaba todo
estúpido por el golpe porque no parecía reconocerme en la oscuridad.
Justamente después de los disparos desatinados, tomé una caja de madera con
remaches de metal que contenía mapas de navegación y se la lancé con tal
furia a la cara que el pobre quedó aún más pendejo y soltó la pistola, la cual
levanté yo rápidamente. Le di nada más un plomazo en la frente para que ya se
calmara de una vez por todas.
En ese momento tocaron la puerta, era Heriberto Ceja; para mi mala suerte
había escuchado el disparo. Salí del camarote muy nerviosa y lo abracé. Le
dije que ese era el día más feliz de nuestra vida y por eso estábamos echando
unas cuantas balas al aire, desde la ventanilla, para celebrar el inicio de un
nuevo periodo. Tomé de la mano a Heriberto y lo llevé a Proa en donde seguí
disparando al aire mientras algunos piratas, totalmente intoxicados por el
alcohol, me vieron y me imitaron.
Debía distraer a Heriberto, así que lo agarré de la espalda y me lo llevé con
“la Yahaira”. Quien tocaba el pandero y se quitaba el corsé al ritmo de los
aplausos de los borrachos que gritaban “eah, eah, eah”. “Ven muñeca”, le dije.
“Te presento a Heriberto Ceja, amigo del capitán y nuevo comandante del
barco”… “Maestre”, me interrumpió Heriberto, “se dice maestre Gloria”, dijo
el estúpido. Heriberto sonrió de emoción y yo le quité una botella de
aguardiente a una putita cuyo nombre no recuerdo, pero ubico a la perfección
porque una vez se encerró con Yamel en la suite del amor y ve tú a saber qué
no hicieron entre ellas las cabronas, pero me importa un carajo, el chiste es
que le quité la botella y se la pasé a Heriberto para que terminara de quedar
más estúpido de lo que ya es, y como fue, en unos instantes ya se había dejado
seducir y andaba bien querendón con “la Yahaira” que por cierto tenía unas
uñas horribles y callos en los pies, pero bueno ya me desvié otra vez, y es que
ya sabes mijo que me cuesta mucho concentrarme y vivir en general, por eso
ahorita ando medio borracha escribiéndote desde el barco y acordándome
mucho de ti. Pero bueno, déjame continuar.
Subí al timón y Aparicio estaba ahí besándose con Lady Emerald. Le dije a
la norteamericana que quería hablar con ella así que le dio un beso tronado a
mi hijo y se dirigió hacia mí. La jalé fuera de la cámara del timón y le conté
mi plan. Lady Emerald abrió los ojos como tortuga vieja y me preguntó si
estaba segura. Nada más me vio que me le quedé mirando como diciéndole
“Ay de ti si no me haces caso”, que solamente dijo “ok” y se regresó al timón
con Aparicio dispuesta a cumplir mis órdenes. Inmediatamente bajé a la proa y
ahí los piratas seguían discutiendo con otros piratas y con las mismas putas
que se arremolinaban en las peleas que a cada rato armaban. Heriberto Ceja
reía a carcajadas y aproveché para bajar al camarote de Sixto.
Entré y encendí un quinqué. Me acerqué al cuerpo y todavía el muy cínico
tenía como una sonrisa ahí dibujada. En la frente le escurría la sangre del tiro
que le había metido. Rápidamente tiré al piso todo lo que estaba en la cama y
lo envolví con las sábanas. Luego busqué la llave del camarote por todos lados
y no la encontraba hasta que se me ocurrió buscar en los pantalones de Sixto.
Finalmente empujé el bulto de la cama, lo dejé caer en el piso y lo arrastré
hasta un armario en donde con todos mis esfuerzos lo arrempujé ahí. Luego
arreglé el cuarto y lo cerré con llave para que nadie descubriera lo que había
hecho.
Subí otra vez al timón, pero antes de entrar me detuve porque escuché
gemidos de Aparicio y la norteamericana. Me encomendé a la virgen de la
Pradera para que no se le olvidara su misión a la idiota de Lady Emerald,
porque ya la conozco que cuando agarra la borrachera ya nadie la detiene y
todo se le olvida a la hija de la chingada. Bajé del timón hacia la proa y vi que
Heriberto ya tenía bien agarrada a “la Yahaira” quien ponía cara de asco y
continuaba embriagándolo. Me acerqué a ellos y le dije a Heriberto que Sixto
quería recoger más putas antes de zarpar, pues no eran suficientes para tantos
hombres. Entonces Heriberto me miró como si no me reconociera y preguntó
“¿Y por qué no da la orden él directamente?”, yo le dije que se dejara de
pendejadas y que obedeciera a su patrón que no estaba de buenas.
“El segundo a cargo es tu hijo Gloria, no yo”, contestó el pelado. “Mi hijo
está cogiendo con Lady Emerald, déjalo vivir su juventud y haz lo que te
manda a decir mi hombre porque si no ahora mismo bajo y le digo que lo
mandaste al carajo y a ver cómo se ponen las cosas”. Heriberto hizo a un lado
a “la Yahaira” y mandó a abrir las escotillas para que los piratas buscaran más
mujerzuelas en el Canal de la Matrona. Los hombres estaban briagos y no
querían hacer caso a nadie. “Tenemos instrucciones que solo el capitán o su
hijo pueden mandar aquí”, dijo un pirata pendejo de barba reseca y ojos
caídos. “Pues entonces síganse dando en la madre y se quedan sin putas y sin
alcohol”, dije yo tirando una botella de licor de guanábana a la cubierta. Acto
seguido regresé al timón y me no me importó lo que estuviera haciendo mi
hijo, entré como si entrara a mi propia cocina, vi a Lady Emerald y mi hijo
fornicando como perros y le dije a Aparicio con tono firme: “Tu papá dice que
mandes a la tripulación por más putas, es una orden Aparicio”. Cuando
terminé de decir esto casi me tembló la trompa en la última “o” de su nombre,
pero no se dio cuenta. Lady Emerald se bajó del caballo y mi hijo se puso los
pantalones diciéndome que no entrara así cuando él estaba con una mujer.
“Nada que no haya visto yo antes mijito”, le respondí.
Ya con la orden de Aparicio los piratas dejaron a sus putitas y salieron del
barco, como vil animales, con la esperanza de encontrar al menos una mujer
por pirata. Luego fui con Lady Emerald que miraba con ojos de amor a mi hijo
y le dije: “Tráete a la pendeja de Yamel”. La güera me vio con sus ojotes
azules de tecolote mientras movía la cabeza de arriba abajo. “¿Entonces me
voy con los piratas?”, preguntó, no sé por qué, si según ya estaba claro todo.
“Sí mensa, y dile a Yamel que si quiere volver a tener la vida de antes que me
haga caso y que se venga con los piratas porque le va a convenir”. “¿Y si me
dice que te vayas a la mierda?”, me preguntó. “Dile que habrá hombres,
alcohol y mucho dinero de por medio, con eso la convences”.
Al cabo de un tiempo fueron llegando los piratas borrachos, cada uno traía
una prostituta cuyos nombres, la mayoría, conocía de memoria. Conforme
iban entrando las muchachas se emocionaban de verme. Al final venía Lady
Emerald con Yamel, quien traía el escote desgarrado y aún conservaba su
medalla de la Virgen de la Pradera. Venía ebria y mentando madres a medio
mundo pero cuando me vio, se alegró y me abrazó con mucha alegría. Ahí
aproveché para contarle el plan, ella escuchaba atentamente mientras bebía de
su pachita con ron. Al final me miró y me dijo: “Estás bien loca, pero si crees
que eso nos va a sacar de la miseria, confío en ti”.
Todos los piratas parecían más contentos porque ahora sí tenía cada uno su
putita. Así que volvimos a revivir los tiempos de la cabaña: cantamos, reímos
y los piratas sacaron sus tamboras. Al poco tiempo, el barco era una fiesta
cargada de locos que se lanzaban al agua y putas que se colgaban de las
cuerdas. Algunos hacían el amor en el palo mayor o en las redes y en todos
lados se escuchaban gemidos de placer combinados con acordes de tambora,
pandereta, acordeón y triangulito.
Lady Emerald y yo subimos a ver a Aparicio, pero ya no lo encontramos
en el timón. Entonces bajamos y nos lo topamos en la escalera con el gesto
confundido. “¿Dónde está mi padre Gloria?”, me preguntó ásperamente. Ni
siquiera me dijo madre, y no es que me queje, o me importe mucho, pero
bueno no quiero desvariar con ese tema. La cosa es que me enfrentó en las
escaleras y por instante me quedé congelada, luego dije “pues dónde va a
estar, durmiendo en su cuarto y no quiere que nadie lo moleste”. “Pero ya
tenemos que irnos”, expresó en tono de enojo y preocupación. “Ya le toqué
puerta y no me abre ni me responde”, continuó. “Mira Aparicio, tú no te fijes
en eso que nos vamos a largar de aquí a su tiempo, yo ahorita voy a
despertarlo y a convencerlo de que nos vayamos, pero mientras disfruta a la
güera que le gustas mucho”. Lady Emerald sonrió malignamente y lo tomó de
la mano mientras le dijo con su voz gangosa y su acento horrible: “Además tú
y yo tenemos algo que terminar guapo”.
Aparicio subió al timón y yo sentía que el alma me sudaba, si alguien me
descubría, todo se iba a ir a la mierda. Mientras mi hijo esperaba a que su
padre subiera para darle instrucciones de zarpar, yo fingí que iba a buscar a
Sixto pero justamente en la entrada hacia el camarote apareció un pirata de
barba pelirroja que también había ido a la cámara del timón y encontró a
Aparicio con Lady Emerald totalmente ebrios.
Al poco tiempo se empezó a mover el barco lentamente. Los piratas se
asustaron porque no habían elevado las anclas. Era Lady Emerald, según ella
estaba aprendiendo a navegar. En ese momento Yamel exclamó: “¡Hay que
disparar unas cuantas balas de cañón a la isla de las putas!”. Inmediatamente
algunos beodos fueron con ella a enseñarle cómo hacerlo y Lady Emerald
seguía aprendiendo a manejar el barco, el cual se movía lentamente en
círculos. Los piratas parecían muy felices, menos ese barba roja que me
preguntó por Sixto y luego expresó que no estaba de acuerdo con lo que estaba
pasando en el barco.
“¡Ay!, pero si ni está pasando nada, ya nos vamos a ir güero”. Le dije para
ver si se relajaba, pero me miraba con desprecio y me dijo: “Quiero ver al
capitán ahora mismo”. Le sonreí hipócritamente, lo tomé de las manos y le
dije “acompáñame”. Fuimos hacia el camarote de Sixto y justamente en el
pasillo el pendejo me agarró del cuello y me amenazó con un cuchillo. “O me
dices dónde está el capitán o te carga tu puta madre maldita prostituta”. En ese
instante pensé que mi plan había fracasado, pero desde la penumbra apareció
una figura que entró gritando como animal mordido y derribó de un palazo al
barbón. Era Yamel totalmente borracha que nos había seguido y se había
abalanzado sobre el pirata totalmente iracunda. El barba roja se tiró en el piso
y como estaba oscuro ya no pudo encontrar su cuchillo, Yamel me gritó que
trajera unas cuerdas y yo salí a buscarlas. Lo amarramos y lo metimos en el
camarote de Sixto. “Si gritas o haces algún ruido, te juro que no la cuentas”, le
dijo Yamel, luego lo amordazamos con un pedazo de sábana y lo pusimos en
la cama para que estuviera más cómodo. El pirata nos miraba con odio y así lo
dejamos retorciéndose en la oscuridad del camarote cerrado con llave.
Te preguntarás si me remuerde la conciencia por haber hecho todo esto.
Pues sí, a veces, y ni modo, no tenía opción, tuve que elegir un veneno…
porque haberme quedado raptada me iba a matar lentamente. Así que no tenía
opción y elegí el peor de los males. Subimos a la cubierta y ahí Yamel me
contó que ese pirata ya la tenía jorobada desde que había llegado al barco, la
había corrido con insultos, le metió el pié mientras caminaba por la popa, le
había dicho decrépita y muchas otras cosas. Cuando vio que se metía a los
camarotes conmigo, aprovechó para enseñarle quién era la potra Yamel
Panteras del Pantano.
Afuera nos encontramos a Lady Emerald, quien me dijo con un tono de
alegría que Aparicio se había quedado dormido. Acto seguido, le dije que
teníamos que continuar con el plan así que Yamel cogió el triangulito que
habían dejado olvidado en el suelo y empezó a hacer sonidos bien feos para
llamar la atención de los piratas. La música se detuvo y el desmadre también.
Luego Yamel subió por la escala, se puso muy cerca de la cámara del timón y
dijo lo que Catalina y yo siempre decíamos en la cabaña:
“Amigos, desgraciadamente nos informan nuestros capitanes que nos
hemos acabado la reserva de Ron. Tenemos que ir al Canal de la Matrona por
más, pero nosotras somos muy tontas; además nunca nos quieren vender y nos
piden que paguemos con nuestros cuerpecitos (se contoneó y habló más agudo
para darle énfasis). Si nos mandan por alcohol ya no vamos a regresar porque
los hombres del pueblo nos raptan; por eso necesitamos la fuerza pirata para
que saqueen ese maldito pueblo y traigan todos los barriles de alcohol que
alcancen a robar. Se los pedimos nosotras, sus mujeres”.
Hubo un silencio prolongado, las demás putas no sabían a dónde mirar ni
qué hacer; estaban aferradas a los hombres como si fuera la única cosa que les
quedara en la vida. De momento, Heriberto Ceja, totalmente ebrio, gritó:
“¡Vamos por todo el alcohol!”. Los demás piratas le miraron y quizá
asumieron que, por ser el maestre de navegación, podía también dar órdenes, o
quizá ya no pensaron nada porque estaban perdidos en alcohol. Lo cierto es
que los pendejos respondieron “¡Vamos!”. En un instante otra vez los piratas
salieron por la escotilla mayor empujándose y cayéndose al agua. Parecían
gorgonóspidos en estampida. De un momento a otro ya estábamos puras
mujeres en el barco. Pestañeábamos y escuchábamos el golpeteo de las olas
sobre la carabela. Y ese fue el instante en que sentí como la sangre me hervía
por dentro, así que rompí el silencio:
“¡Mujeres!, he venido por ustedes porque es nuestro momento de escapar
de este canal y de tomar el barco porque yo no sé ustedes, pero yo ya estoy
hasta la madre de solo ser una puta más. Estoy harta de que los pinches
hombres nada más vengan para cogernos, madrearnos o humillarnos. Algunas
de nosotras hemos venido al mundo por una violación o por la fuerza de los
canallas que creen que somos nada más una concha sin sentimientos. Creo que
estamos fastidiadas de estar al servicio de los hombres, de no ser libres, de ser
solo un coño para ellos. Las exhorto a trabajar juntas, a volvernos putas piratas
y demostramos que juntas podemos ser más que sexoservidoras. Quien se
quiera venir con nosotras es bienvenida, quien quiera seguir siendo una puta
cualquiera bájese ahora”.
Yo sentía que cada palabra era mía, ¡como chingados no! Nuestro
problema es que todas las mujeres que he conocido siempre somos las
pendejas de los hombres. Antes habíamos sido mal vistas y además una
vergüenza para nuestra familia: Catalina había vivido en un sótano por ser
bruja y loca. Yamel y yo habíamos sido diagnosticadas de una enfermedad que
nunca comprendimos. Lady Emerald era una polizonte abandonada desde niña
por no ser normal y porque desde niña ya le encantaba el desmadre y los
hombres. Siempre hemos sido un estorbo, un “Qué vamos a hacer con esta
niña problemática”. Un grupo de mujeres rechazadas, menos en nuestro triste
pueblo que en ese momento estaba por desaparecer del mapa. Pero eso iba a
cambiar, al menos para las putas piratas de Tierra Sola.
Cuando terminé mi discurso, que por cierto me salió de lo más profundo
del alma, todas las prostitutas de la región que estaban en ese barco se
quedaron como pendejas. Era como si en ese momento se hubiera renovado
algo entre nosotras. Luego gritaron bien emocionadas: “¡Viva Gloria!”.
Entonces, entre Yamel, Lady Emerald y yo organizamos a las muchachas:
unas se fueron a la proa; otras, al trinquete; otras, a babor; otras, a las redes.
No sabíamos ni qué hacer porque estábamos re pendejas, pero Lady Emerarld
ya había aprendido lo básico de navegación; con eso nos las arreglamos. Entre
todas alzamos las anclas y zarpamos antes de que los piratas regresaran.
Entre “la Yahaira”, Lady Emerald, Yamel y yo sacamos al barba roja del
camarote, el idiota daba patadas y gritaba. Pero no somos tan malas, así que le
cortamos las cuerdas y lo aventamos al mar para que nadara a la orilla y se
salvara. Todavía nos amenazó de muerte unos instantes antes de caer al agua y
nosotras nos reímos de él. “Nada perro”, le gritaba Lady Emerald con su
acento feo y Yamel le lanzó una botella vacía que no le hizo nada porque cayó
bien lejos de donde estaba el mono tratando de salvar su vida.
Nos sentimos tan felices que volvimos a cantar desafinadamente. ¡Y que
nos vamos de vuelta a Tierra Sola! Aparicio despertó por unos instantes pero
se encontraba delirando entre tanto alcohol. Ahí pensé que debí de habérselo
regalado a Ernestina Hiparquía para que le diera una vida digna. Fue un error
haberlo traído al mundo.
Yamel me vio afligida y me dio una palmada en los hombros. Ella tenía la
cara desfigurada de tanto alcohol, andaba descalza y sudada. Se aclaró la
garganta. Después dio unos buches a la bebida que tenía en su mano derecha y
luego dijo con la voz destruida: “No te pongas triste Gloria, una cosa que
deberíamos aprender como putas dementes es que nuestra naturaleza es asumir
que todo lo que nos ha ocurrido al final de cuentas es absolutamente
intrascendente”.
En el camino hacia Tierra Sola arrojamos el cuerpo de Sixto al mar. Yamel
me ayudó; parecía que entre más borracha, más fuerza tuviera. Cuando
atracamos en la playa ya estaba amaneciendo, pero aún estaba oscuro y lleno
de humo: todo estaba destruido como si hubiera pasado un huracán y un
terremoto al mismo tiempo.
Entramos al pueblo buscando a Catalina y la encontramos dormida en una
banca de la plaza. Lo primero que hizo al verme fue sorprenderse y preguntar
si por fin ya todos habíamos muerto. Le dije que no y ella se quedó callada
mirando hacia el suelo. Ahí aproveche para contarle lo que había pasado en el
barco con Sixto y mi hijo. Catalina se quedó en silencio un rato hasta que
finalmente dijo: “Sabía que no nos íbamos a morir, nunca nos morimos, nunca
nos vamos a morir”.
Catalina miraba el desolador paisaje que abarcaba las casas de adobe
incendiadas y las mujeres buscando algo entre los escombros. Después nos
regresamos a la playa para prepararnos antes de que los piratas pudieran
regresar. Ya casi estaba amaneciendo cuando nos encontramos con el Padre
Trinidad, Cleotilde Samperio y la madre de Heriberto. Se alegraron de verme
y les conté mi plan. “Quien quiera venirse en el barco es bienvenido, quien no
que se quede y que enfrente su miserable destino”.
Le dije a Yamel y a Lady Emerald que se pusieran a estudiar los
instrumentos y los mapas de navegación. “Ya no importa Gloria, si pudimos
traer el barco aquí ya vamos a poder llevarlo a donde nos lleve nuestra
chingada gana”, dijo Yamel que no había parado de beber desde que Lady
Emerald la había llevado al barco.
Regresamos al barco y entre todas bajamos a mi hijo borracho. Lo pusimos
en una hamaca de una de las cabañas. La luna brillaba muchísimo y pude
volver a ver el rostro de Aparicio. Ese era el niño callado que un día
despareció en busca de su destino… Y mira qué perra es la vida que al final su
destino había estado en mis manos y en la de todas las putas que con esfuerzos
lo pusimos en la hamaca en donde se iba despertar del sueño de encontrar a su
padre para ser feliz.
“Vas a lograrlo mijo, le dije mientras roncaba… si yo sobreviví más chica
al abandono de mis padres, tú tan viejo sabrás qué hacer con tu vida… yo me
voy para siempre”. Y así fue, lo dejé bien ebrio y dormido en la hamaca justo
como a mí algún día me dejaron como perra sin dueño en una estación del
tren. Y sabes qué, al final de cuentas me hicieron un favor porque me
enseñaron que en la vida uno está totalmente solo.
Cuando me despedí de Aparicio, sentí como si algo dentro de mí también
se fuera. Toda mi historia y mi vida se quedarían abandonadas en las cercanías
de esa cabaña a la que jamás volvería. Antes que mi hijo despertara o los
piratas nos alcanzaran zarpamos hacia los Islotes de Carreña. Obviamente
navegamos mal y atracamos el barco con tanta fuerza que rompimos el muelle.
Ahí pintamos el barco de azul cielo para camuflarlo en el agua, le pusimos
unas sirenas de estuco y lo decoramos con lo poco que nos habíamos robado
de los que antes eran nuestros prostíbulos.
Cleotilde, Catalina y el padre Trinidad ayudaban en todo. El padre puso los
restos de la Santa Niña Nicasia en el palo mayor y el pinche palo se convirtió
en un santuario al que nos encomendamos cuando tenemos alguna dificultad.
También dedicamos varios días a practicar eso del soltar y amarrar la velas,
porque no queríamos atracar tan feo cómo lo habíamos venido haciendo. Por
suerte cada vez mejoramos la técnica y ahora si nos vieras mijo, parecemos
profesionales.
Nuestra segunda parada fue el archipiélago de Bob Morin, unas pequeñas
islas que no conociste, pero están habitadas por titaliks e istiostegas que se
alimentan de bayas en verano y de carne en invierno; allí nos llevamos unos
cuantos animales para utilizar sus pieles. Después nos pusimos a estudiar rutas
marítimas. Catalina me propuso que le pusiéramos al barco en letras grandes:
“Cuidado: barco a la felicidad”. Pero yo le dije que no era un simple putero
marítimo sino todo un proyecto revolucionario. Por eso, en la tarde hicimos
una junta para esclarecer nuestra misión: defender a todas las mujeres y a las
putas con la finalidad de que cada una de nosotras pudiera hacer lo que nos
viniese en gana.
Al final bautizamos el barco con el nombre de “La justiciera demente”. Lo
de demente se lo puso Catalina porque estamos bien chifladas, y lo de
justiciera es porque a partir de ese momento nos volvimos las encargadas de
hacerle justicia a las putas y a todas las mujeres. Porque aunque no lo creas, ya
somos leyenda entre los piratas. El día del bautizo del barco hicimos un ritual
en donde rompimos una botella de licor de piña y luego continuamos nuestro
camino para ahora ser nosotras las putas piratas de Tierra Sola.
Nos volvimos las guerreras del mar de Cerralvo. Cruzamos golfos, islotes,
archipiélagos y mares enteros. Aprendimos a disparar y a usar las armas de
pólvora; también asaltamos otros barcos con furia y desarrollamos estrategias
de ataque y camuflaje para saquear otras navegaciones. A las putas más
jóvenes y bonitas las vestíamos de sirenas con las telas, luego las poníamos en
los pequeños islotes donde llegaban los otros piratas a descansar. Los pendejos
realmente creían que eran sirenas y se bajaban desarmados y excitados
dispuestos a raptarlas. Ahí entrábamos las más veteranas y sanguinarias con
rifle en mano y pum, pum, nada más veíamos como caían bien muertos al agua
los mensos mientras nosotras aprovechábamos para robar la embarcación.
En nuestra lucha también hemos valido madres mijo, pues también nos han
matado y hemos perdido algunas mujeres; pero también fuimos ganando otros
barcos y nos convertimos en una embarcación de mujeres maniáticas y
deseosas de justicia; o ya ni digas justicia, porque ve tú a saber qué es eso,
nosotras las mujeres no sabemos qué madres es justicia. Entonces dejémoslo
en que queríamos saber qué se siente tener poder, ¿por qué nada más ellos?
No, al carajo, nosotras también queremos ser parte del mundo, no nada más un
adorno ahí todo pendejo que nada más sirve para que le metan la poronga. Nos
habían dicho que no podíamos hacer nada y les queríamos demostrar todo lo
contrario, que las pistolas no estaban diseñadas solamente para las manos de
los hombres.
Yo siempre he creído que la espada se combate con espada. No venimos a
traer la paz ni esas pendejadas, venimos a traer la guerra, nuestra guerra contra
los que nos desgraciaron la vida. Sabemos que estamos a la par de la miseria
de los hombres y no tenemos ningún problema con eso porque de cualquier
manera no hay salida. O eso, o nos matan, o seguimos siendo guiñapos. No
hay solución más que mandar a la chingada a todos. Somos rudas,
organizadoras, destructivas, controladoras… Nos hemos convertido en lo
mismo que ellos, y nos importa un carajo si nos juzgan o no. De cualquier
manera, todos los piratas nos andan buscando para matarnos; así que esto se
trata de matar o morir, ganar o perder. Solo hay de dos, si nos ponemos con
medias tintas van a terminar acabándonos a todas. Como dice Catalina Luna:
“Todo da igual”, pero como todo da igual, pues a acabar con todos los que se
opongan a nosotras.
Por cierto, hace algunas semanas asaltamos una embarcación del Estado y
le mandamos un mensaje al gobernador de Cerralvo con uno de sus capitanes
favoritos. “Si una mujer te pudo quitar un barco, también te podemos quitar el
Gobierno”, le escribimos. No nos andamos con palabrerías; tampoco
buscamos ser iguales, pues eso no va a ocurrir: tenemos muy claro que somos
guerreras despiadadas y cada vez estamos más entrenadas para saquear y robar
a los demás piratas y marineros, aunque cada aventura nos pueda costar la
vida. Pero eso no importa porque poco a poco nos acercamos a nuestro
objetivo: reclutar a más putas resentidas como nosotras que estén hartas de su
vida y que quieran cambiar el rumbo de su triste destino. ¡Vamos por la
presidencia mijo!
Con los botines robados hemos estado armando comunidades lejanas en
donde pusimos escuelas, albergues para los niños sin padres y ayuda
comunitaria. También proveemos de armas a toda mujer que encontramos, les
decimos que es “por si hace falta”. Hicimos asambleas de rescate, nos
organizamos para crear huertos alimenticios y mercados de trueque entre
nosotras. Por otro lado, no nos importó que el padre Trinidad se trajera a un
muchacho de cabellos quemados por el salitre. Yo los he visto abrazaditos
debajo de la cubierta y luego se hacen los que no me ven. Pero yo ya le dije al
padre que en este barco lo que importa es el amor, no importa con quién, ya
ves que luego la Lady Emerald se anda besuqueando con la Yahaira. ¿Quién
dijo que eso no puede ser? A la chingada todos los que digan que algo no
puede ser, aquí hacemos que todo sea.
Quería contarte todo esto porque a veces me acuerdo de ti. Tengo la
impresión de que tú serás un buen chico como Nato. A las personas como tú,
nosotras las adoramos; de hecho tengo un amante que conocí en Tierra de
Fuego. Es un hombre muy parecido a Nato y, aunque no estoy profundamente
enamorada, puedo decirte que estoy en paz. Por eso te mando esta carta ya que
supiste escucharme cuando realmente lo necesitaba. Fuiste el niño extraño que
se quedó con nosotros un solo verano, aquel mismo niño que se enamoró del
mar tal como yo lo estoy. Te he elaborado este collar de conchas para que
siempre me recuerdes y trates de ser feliz, aunque de antemano sepamos que
en la vida nadie es feliz.
*
Cuando dejé de leer la carta, otra vez el sabor a sal paso por mi garganta.
Alrededor se escuchaban aves en la lejanía y el viento atravesaba las hojas
secas. Mis ojos comenzaron a llenarse de lágrimas y pensé en Gloria. La
última imagen que había tenido de ella era corriendo despavorida mar adentro
y ahora sabía en qué había terminado todo lo que vivimos en aquella playa
hace ya tantos años. Suspiré. Después de leer esto debía ir a Tierra Sola. No sé
por qué tenía que ser así, pero sabía que era necesario hacerlo.
Puse la reversa y salí de pueblo rápidamente. En unos instantes había
salido de Cafetal de noche para entrar en el siguiente pueblo llamado
Rosabunda, así pasé por San Idelfonso, Cara Sucia, los Reyes, Tranca del
Perro, Vistalmar, donde hice una breve parada para cargar gasolina y comprar
agua y comida. Me hospedé en un hotel de quinta cuya habitación tenía un
viejo ventilador que hacía más ruido de lo que echaba aire, además la cama
tenía granos de arena, como si no lavaran las sábanas. En la mañana continué
mi camino por casi otro día entero, pasé por Cercanías, San Juan de la Pradera,
El progreso, Paso Carretas, Nuevo sol, etc. Después de un tiempo considerable
de viaje el verdor del paisaje se fue perdiendo hasta que la zona empezó a
volverse más desértica y calurosa.
Continué manejando, estaba seguro que el poblado de “Piedra Móvil” era
la penúltima estación antes de llegar a la playa de Tierra Sola. Sin embargo,
desde Nuevo Sol ya no veía ningún pueblo anunciado. Además, no recordaba
que el paisaje fuera así, por lo que cogí el mapa y revisé que estuviera en la
ruta correcta. Estaba en la ruta 54, justo en el kilómetro 895, pero todo había
cambiado. ¿Dónde estaba? Decidí continuar mi camino por un poco más de
tiempo porque tenía la esperanza de encontrarme súbitamente con el mar de
Tierra Sola en donde imaginé que veía a Gloria en su cabaña y nos
abrazábamos.
Al poco tiempo el camino desapareció y el coche empezó a levantar una
gran polvareda que me nubló la visión. Me asusté un poco y frené. Cuando el
polvo se asentó apareció una duna justo en frente de mí. Me bajé del coche y
sentí tanto calor que me metí a agarrar una camisa de mi maleta para usarla
como protector. Luego me di cuenta de que también iba a necesitar agua, de
modo que abrí una botella pequeña.
Me enfilé hacia la duna y la vi como si fuera una imponente ola de arena.
Seguramente si la subía lograría ver Tierra Sola desde allí. Comencé a andar
lentamente sobre la duna y a cada paso sentía que perdía más y más agua, por
lo que no dejaba de beber y cubrirme con la camisa. Deseaba tanto ver aquel
mar, meterme en él, escuchar el golpeteo del agua en los escollos y el canto las
gaviotas azules. Sin embargo, conforme más me acercaba a la cresta de la
duna, más raro se me hacía sentir ese silencio desolador que ni el viento
perturbaba.
Cuando llegué a la cima y pude ver todo el paisaje me sentí horrorizado:
No había tal mar, sino un lúgubre y extenso desierto que acaparaba toda mi
visión hasta el horizonte. “¡Me estoy volviendo loco!”, pensé. Me dejé caer en
la orilla de la duna y lloré al darme cuenta de que todo lo que había vivido allí
se había esfumado, o quizá nunca había existido como tanto me dijeron
cuando regresé a casa de mis padres después de pasar todo el verano con
Gloria.
Pero yo estaba seguro de lo que había experimentado en Tierra Sola, y esa
carta era la prueba material de mi historia con Gloria, así que tenía que haber
una explicación para todo esto. Bajé la duna rápidamente y emprendí mi
camino de regreso. El primer pueblo habitable después de pasar la zona
desértica era Nuevo Sol. Ahí me detuve para que alguien me informara sobre
lo que había sucedido con Tierra Sola. En cuanto me estacioné noté algo raro:
no se escuchaba un solo ruido. Me bajé del auto y caminé hacia una casa que
estaba en la orilla de la carretera. Tenía un pequeño pórtico y una hamaca
deshilachada. “¡Buenas tardes!”, grité. Nadie respondió.
Ingresé y toqué la puerta, pero no tuve respuesta. Me salí del pórtico y
rodeé la casa vieja cuyas paredes se estaban descarapelando. Me asomé por las
ventanas y volví a llamar a alguien, pero todo continuaba en silencio. Salí de
la casa y me incorporé a la calle, pronto me di cuenta de que nadie vivía ahí.
Regresé un tanto ofuscado al coche y manejé hasta el siguiente pueblo el cual
también estaba vacío. No podía creer que la gente hubiera desaparecido o
emigrado, antes esos sitios estaban llenos de vida y ahora estaban desolados.
No había reparado que cuanto pasé por ahí todo estaba deshabitado, pues
estaba tan concentrado en llegar a Tierra Sola que ni siquiera miraba donde
pasaba. Finalmente, después de andar muchas horas en la carretera, comencé a
ver unos arrieros muy cerca de San Juan de la Pradera. Me detuve y les
pregunté dónde quedaba Tierra Sola. “Uy, ¡señor!”, me dijeron, “Tierra Sola
ya no existe”. Les pregunté por qué y me contaron que hace años había
llegado una gran tormenta que se había llevado todo. De momento se me
ocurrió visitar el pueblo, pues de allí era Gloria. Quizá en ese lugar alguien
pudiera darme más información. En el pueblo aún se veían algunas personas
caminando por la calle, pasé por el parque y justo enfrente de la iglesia había
un cafetería que llamó mi atención porque tenía música de Rufus Thomas.
Estacioné el coche en la calle y me dirigí al café. Adentro tenían tapetes
estilo persa y las mesas estaban distribuidas de manera uniforme. Había tres
personas adentro tomando una malteada y platicando efusivamente. La mesera
apareció y me dio la carta. Yo, sin poner demasiada atención al menú, le pedí
un americano. Vi que en el mostrador se encontraba una señora que tarareaba
la canción de “Juanita”, en cuanto la chica me trajo el café me levanté de la
mesa y me dirigí donde la señora. Cuando estaba lo suficientemente cerca
exclamé:
̶ ¡Qué buen disco!
La señora me miró un poco desconfiada, pero luego agregó:
̶ Esa sí era música.
Hablamos un poco de la historia del pueblo y de sus habitantes. La señora
tenía cierta distinción en sus ademanes y en su manera de vestir. Era un poco
hosca y seca, mas no grosera. Tenía los ojos verdes y la expresión congelada.
Parecía interesada en la plática. Quise preguntarle si conocía a Gloria, pero
hacía tiempo que ella y sus padres habían partido que la pregunta era un poco
tonta. Luego le pregunté si alguna vez había escuchado sobre Yamel Panteras
del Pantano, a lo que la señora respondió: “A esa todos la conocieron, pero
nadie sabe qué fue de ella”. Finalmente le pregunté por qué los pueblos que
colindaban con el mar de Cerralvo estaban deshabitados. “La miseria”, dijo al
encender un cigarro. “¿Cuál miseria?”, pregunté un tanto aturdido. “La
cotidiana”, respondió inmediatamente al invitarme un cigarrillo.
Acepté el cigarrillo, le di dos o tres golpes y luego lancé la pregunta que
había estado guardado: “¿Y qué pasó con Tierra Sola?”. “¿Tierra qué?”,
preguntó al sacar el humo. “Tierra Sola, el último pueblo al que lleva esta
carretera”, respondí abriendo los ojos para poder verla bien mientras me daba
la información esperada. “Ese pueblo se lo cargó la chingada desde hace
años”, expresó poniendo el cigarro en el cenicero. “Dicen que si uno se atreve
a ir, también se lo carga la chingada”.
̶ Pues yo vengo de ahí y no me pasó nada ̶ dije esperando que ella tuviera
una reacción.
̶ Sí le pasó algo, pero usted aún no se ha dado cuenta ̶ resopló tomando el
cigarrillo del cenicero.
̶ ¿Sabe por qué ya no hay mar en Tierra Sola? ̶ pregunté tratando de
regresar al tema.
̶ Ya le dije, porque poco a poco nos está llevando la chingada a todos.
̶ Sí, ¿pero eso qué significa?, no entiendo.
̶ No significa nada, como todo en la vida. Nada significa nada. Mire usted,
me contó mi madre que un día el mar se fue así nada más. Pum, comenzó a
retirarse y no sabemos por qué. No me acuerdo cuando pasó eso exactamente,
quizá fue cuando nosotras no vivíamos en este pueblo.
̶ ¿Entonces usted no es de por aquí?
̶ Sí y no. No sé cómo explicarlo. Mire, usted no está para saberlo, pero mi
abuela pasó 30 años en prisión por matar a mi abuelo. Entonces mi madre
creció con sus parientes en Peña de Cerralvo, pero luego cuando mi abuela
salió de la cárcel se fue a vivir con su hija a Nueva Nervesa, pues por qué ahí
el clima era más frío y ella odiaba el calor.
̶ Y también odiaba a su abuelo por lo que veo.
̶ Sí, pero era porque él era un pendejo ̶ respondió clavándome su fuerte
mirada verde que se entremezclaba con el humo del cigarro que aún no se
terminaba.
̶ Ya veo ̶ agregué.
̶ Un día mi madre me dijo de la nada: “Nos vamos al pueblo”. Y aquí me
enteré que teníamos una hacienda y algo de dinero. No sé por qué mi mamá se
tardó tanto en regresar. Supongo que el odio puede durar muchos años… lo
bueno es que se acaba con el perdón.
̶ ¿Sabe quién puede decirme cuando desapareció la playa? ̶ pregunté
después de darle un sorbo al café.
̶ No sé, nadie sabe. Mi mamá nunca me llevó a la playa, ni yo se lo pedí.
Solamente me acuerdo que me contaron que las cosas comenzaron a
cambiar… De la nada caían granos de arena, empezaron poco a poco, pero
después hasta tormentas nos llegaban. Los pueblos cercanos empezaron a
perder sus cosechas, el suelo de volvió infértil y cuando nos dimos cuenta la
mancha desértica ya se había instalado. Ese fue el principio del fin.
̶ Quisiera hablar con alguien se sepa qué pasó exactamente con Tierra Sola
y la playa.
̶ Ya le dije qué pasó, no pierda su tiempo. Yo sé lo que todo el mundo sabe.
El mar se retiró y en su lugar se instaló un desierto que cada día crece más y
más. Ya mejor no se haga tantas preguntas y acepte la voluntad del de arriba
porque usted no puede hacer nada cambiar lo que nos va pasar, ¿o sí?
̶ Pues no, pero yo había venido a buscar a alguien a Tierra Sola y me
encontré con esto.
̶ Si le sirve de consuelo yo toda mi vida he buscado algo que no sé qué es,
pero siento que me hace falta. Por eso le digo que todo es culpa de la miseria,
pero usted no quiere verlo.
̶ Puede ser ̶ dije ̶ ; en fin, me llamó Everardo Romero, mucho gusto.
̶ Yo soy Alejandrina Auttier.
̶ Su apellido me es familiar.
̶ Tengo el mismo apellido que mi abuela y mi madre porque mi abuela le
puso su apellido a mi mamá y mi mamá me lo puso a mí porque como nunca
conocí a mi padre…
No dije nada, pero aquella mujer era sobrina de Gloria, nieta de Mateo
Raudal y de Marie Auttier, ahora entiendo por qué la hacienda estuvo cerrada
tanto tiempo: Marie Auttier mató a Mateo Raudal. Nos despedimos y
emprendí mi regreso mientras repasaba la historia de Gloria. Detuve el auto en
medio de la carretera para poder apreciar una laguna en medio del campo. El
silencio del momento correspondía a la quietud del sol, del viento, del denso
verdor de la laguna… Estuve contemplando el paisaje por un tiempo y sentía
como todos los recuerdos se me juntaban. Luego, me embargó una ligera
sensación de ahogo y mis labios se movieron por sí solos como si quisieran
decir algo.
“Tengo que escribir todo esto”, dije antes de regresar a Peña de Cerralvo.
FIN
AGRADECIMIENTOS SONOROS:
THELONIOUS MONK
TOOT THIELMANS
TROPICALÍSIMO APACHE
GRUPO G
GRUPO SOÑADOR
MERCEDES SOSA
LOS LLAYRAS
JAVIER MOLINA
DUANNE EDDY
ALBERTO PEDRAZA
TEDDY WILSON
LOS LLAYRAS
YAGUARÚ
ONDATRÓPICA
GRUPO NÉCTAR
LOS FLAMMERS