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La

Justiciera Demente

Por

Adán Díaz Cárcamo




̶ Diga.
̶ Buenas tardes, ¿Es usted el señor Everardo Romero?
̶ Sí ̶ contesté con cierta desconfianza.
̶ ¿Vive usted en la ciudad de Peña de Cerralvo?
̶ Efectivamente.
̶ Soy Sergio del Álamo y le llamamos de la oficina de Correos de Cafetal
de Noche porque tenemos un pequeño paquete a su nombre que nadie ha
recogido en años.
̶ ¿Es una broma? ̶ pregunté en un tono molesto.
̶ No señor, nos pusimos en contacto con un familiar de usted, Amada
Jáuregui de Romero, al parecer la esposa de un pariente suyo.
̶ No conozco a esa señora ̶ , dije a punto de colgar.
̶ ¿Tampoco conoce a Gloria Zacazonapa?
Una sensación helada me recorrió el cuerpo, como si me hubieran lanzado
al mar ártico. No podía creerlo, ¿cómo ese hombre podía saber algo de Gloria?
̶ ¿Por qué conoce usted ese nombre?
̶ Ya le dije que tenemos un paquete para usted y ese el remitente. Le
informo que las oficinas centrales de correo de toda la región de Cerralvo van
a cerrar sus puertas para siempre, así que si no viene pronto a recogerlo lo
vamos a tirar.
̶ ¡Cómo que van a cerrar el correo! ̶ agregué exaltado.
̶ Es una lástima, pero ya nadie usa el correo. Además, las empresas
privadas de paquetería nos han comido el mercado y pocos envían cartas.
Esperamos pronto su visita.
Después de haber dicho eso el hombre colgó y yo me quedé sacudido por
la emoción de escuchar el nombre de Gloria. ¿Cómo era posible que ese
hombre supiera de su existencia? ¿Quién era esa pariente llamada Amada
Jáuregui? No podía quedarme con esas dudas, por eso debía ir personalmente
a Cafetal de Noche, el pueblo de mi niñez, a averiguar si lo que me estaban
diciendo era verdad.
Tenía mucho tiempo que no iba a los pueblos aledaños de la región, y a
decir verdad, después de lo que viví en Tierra Sola, nunca se me antojó
regresar a ninguno de esos sitios. De hecho, hace muchos años que
abandonamos Cafetal de Noche porque yo debía venir a terapia y a revisión
médica a Peña de Cerralvo, mi hermosa ciudad que se encuentra construida en
una gran meseta desde donde se puede ver todo el mar de Cerralvo y a lo lejos,
con binoculares, se pude vislumbrar el último destino de la región: Tierra Sola.
Después de lo que pasó en Tierra Sola (que todo mundo llamaba
“extraños” o “inverosímiles”), mis padres vendieron la casa de Cafetal de
Noche y compraron un departamento muy céntrico en esta ciudad donde viví
mi primera adolescencia y todo el resto de mi vida; sin embargo, jamás
olvidaré mi infancia entre abedules, chéjeres y titaliks que a veces se subían a
los techos de las casas para tomar el sol, y entonces había que bajarlos a
escobazos.
Cafetal de Noche se encontraba muy lejos de la ciudad de Peña de
Cerralvo, era un pueblo pequeño rodeado de una gran selva en dónde se
escondían los macairodos a los cuáles yo les tenía mucho miedo porque decían
que se comían a los niños. Nosotros vivíamos en las afueras del pueblo, en una
colina llena de palmeras y cícadas. Nuestra casa era de madera, tenía dos pisos
y una terraza donde siempre me sentaba a contemplar el movimiento de los
árboles y a escuchar el canto de las aves justo antes del atardecer.
Regresar a ese sitio por un supuesto envío de Gloria significaba recorrer el
lugar donde fui tan feliz, pero también muy desdichado… porque haber
abandonado esa casa tan bonita para vivir en el encierro de la ciudad significó
una gran pérdida, puesto que dejé de escuchar a las aves, oler la tierra mojada
y ver la extensión del horizonte que en días de lluvia intensificaba su verdor.
Sin embargo, aquella llamada me intrigaba de sobremanera porque aunque no
quisiera creer que realmente hubiera un paquete para mí, el simple hecho de
que una persona de Cafetal de Noche supiera sobre la existencia de Gloria me
llevaba a querer descubrirlo todo.
Estaba resuelto a averiguarlo y por eso fui al pueblo. Preparé todo para el
viaje: hice las maletas, cancelé algunas citas para entrevistas, le puse gasolina
al auto y compré un disco de Toots Thielemans. El domingo en la tarde llamé
al jefe de redacción de noticias y le dije que por fin me iba tomar las
vacaciones que nunca había aceptado. Él se molestó y me dijo que ellos me
requerían al menos esta semana en el diario, pero yo me negué rotundamente
porque si no hacía ese viaje, me iba a arrepentir toda mi vida.
Cuando partí a Cafetal de Noche puse el disco “The whistler and his
guitar”, y me fui alejando de la ciudad mientras mis pensamientos se soltaban,
como si el viento que entraba por mi Renault Mirage 84 los alborotara y los
desordenara. No podía creer que después de tanto tiempo me dirigiera al
pueblo de mi infancia. Me sentía confuso, incrédulo y a la vez emocionado.
Por mi mente pasaban todas aquellas imágenes del mar cristalino de Tierra
Sola, las frases de Catalina Luna, la mirada perdida de Gloria… El verano más
significativo de mi vida se arremolinaba en mi imaginación mientras el viento
me pegaba en la cara.
Me detuve a comprar un poco de agua y cigarros; luego miré el paisaje:
nada había cambiado. Por el horizonte se extendía un verdor lleno de cícadas,
palmeras y helechos que daban la impresión de ser infinitos. Me recargué en el
cofre del auto y sentí como el sol estaba más radiante que nunca, justo como el
día en que Gloria me llevó a pescar y comenzó a contarme su historia... Luego
me acordé de mi regreso de tierra sola en el tren. Era una pena que el sistema
ferroviario también hubiera sido clausurado tras la llegada masiva de los
automóviles norteamericanos y los vuelos baratos. Los trenes eran tan bonitos
con sus pasillos rojos y sus compartimentos de madera.
Continué mi camino por muchas horas más hasta que vi un gran letrero que
decía “Cafetal de Noche, 2 km”. Me desvié y las manos me comenzaron a
sudar. En cuestión de minutos ya estaba en mi pueblo. El parque estaba
intacto, creo que del mismo color, blanco; y las pocas personas que se veían,
todos viejitos como yo, se abanicaban en las bancas y observaban cuando
alguien foráneo llegaba. En ese instante tuve el impulso de visitar mi antigua
casa, así que continué andando por el pueblo hasta que encontré el camino a la
pequeña colina.
Ahí me metí y llegué a aquel lugar con esa bonita terraza donde solía
observar pájaros y escuchar a mi padre contarme sobre el espacio exterior y el
misterio del universo. La casa la habían pintado de colores ocre y se veía más
vistosa. No tenía idea de quiénes vivían allí, pero me sentía como si en ese
momento estuviera viviendo dentro de un cuadro impresionista, con mucha
naturaleza, pero media fundida entre colores y sensaciones borrosas que no
podía explicar. Antes de que me vieran, partí y fui directamente a la oficina de
Correos para verme con el tal Sergio del Álamo.
La oficina estaba mal pintada, en sus paredes había una publicidad del
próximo evento en la plaza de toros, tan amarillenta que estaba a punto de
despedazarse por los estragos del tiempo. Entré sigilosamente y vi un gran
mostrador viejo de madera con algunos paquetes encima medio derruidos. Me
acerqué y toqué la campanilla, al poco tiempo salió de una vieja puerta un
joven moreno con cara asustada y manos delgadas que me preguntó si deseaba
recoger un paquete. “Busco al señor de Álamo”, dije con precisión. El chico se
metió por la puerta y en cuestión de instante apareció un señor de barba gris,
ojos sumidos y voz suave que por teléfono se escuchaba distinta.
“¿En qué le puedo ayudar?”, dijo el señor mientras agarró uno de los
paquetes del mostrador y lo puso en una vieja mesa de madera que estaba al
centro de la oficina. “Soy Everardo Romero, la persona a quien se le habló por
teléfono para…”, el señor hizo una seña para que esperara y se metió por
misma puerta donde había salido, luego apareció con un ligero paquete en mal
estado y lo puso en el mostrador. Cuando yo bajé la mirada y vi de reojo el
nombre del remitente mi corazón se encogió y mi alma se agitó por dentro.
“¿Sería posible que fuera de Gloria?”, pensé.
̶ Nos pusimos en contacto con las familias que llevan su apellido señor. Al
parecer son una única veta de los Romero de por aquí ̶ expresó el encargado
de la oficina de correos clavando su mirada sobre la mía ̶ , Doña Amada
Jaúregui es la esposa de un primo suyo y fue ella la que nos ayudó a ponernos
en contacto con usted.
̶ No recuerdo a esa mujer, pero si me dices quién es su marido quizá
recuerde quién de mis primos es.
̶ Es Antonio Romero.
̶ ¡Claro! ̶ expresé con alegría ̶ Antonio es mi primo hermano, pero ya no
recuerdo dónde vive.
̶ Vivía señor, don Toño falleció hace ya varios años pero al parecer su
esposa lo ubica a usted muy bien.
̶ Puede ser, pero yo nunca la conocí… Bueno, ¿qué significa esto?, ¿por
qué me están entregando este paquete hasta ahora?, ¿cuándo llegó? ̶ Pregunté
sintiendo mis cejas arquearse. En realidad estaba muy confundido.
El señor del Álamo abrió un cajón del mostrador, sacó un mamotreto viejo
y polvoso, lo puso a la vista y comenzó a ojear buscando mi nombre
alfabéticamente:
̶ A ver, a ver, Romero Elías, Romero Antonio, Romero Everado… Este
paquete llegó el 5 de abril de 1943 pero nunca fue recogido, de hecho aquí hay
una nota que dice que no se pudo localizar al destinatario.
Bajé la mirada y en ese momento logré ver claramente el nombre de Gloria
Zacazonapa como remitente, la envoltura no tenía la dirección de ella, por lo
que no pudieron habérselo devuelto. Supuse que entonces guardaban las cartas
en la oficina hasta que alguien las reclamara, y como en tantos años nadie
había venido por el paquete, seguramente era por eso que hasta ahora me lo
estaban dando.
̶ Debieron haberme avisado antes ̶ , repuse sin quitar la mirada del pequeño
paquete.
̶ Creo que no lo intentaron localizar señor Romero, usted debe entender que
los carteros solo se limitan a hacer su trabajo. Seguramente este paquete entró
al área de paquetes no reclamados y ahí se quedó hasta ahora en que el
gobierno ha mandado la orden de entregar todo lo que tengamos antes del
cierre.
̶ Y si no hubiera venido yo por este paquete, ¿qué habría pasado?
̶ Ve usted esta pila de cartas y paquetes ̶ , dijo el señor del Álamo señalando
un montón en la mesa de madera vieja que estaba al centro de la oficina ̶ ; los
vamos a quemar si en dos meses no vienen por ellos. Por eso le llamamos,
porque estamos buscando a los destinatarios. La verdad es que tuvo suerte
porque nada más los llamamos una vez; si no contestan el teléfono o no hay
manera de localizarlos, inmediatamente clasificamos el correo para la basura.
̶ Es una pena que se haya acabado el sistema de correos, y el tren y todo lo
que le está pasando al mundo señor de Álamo ̶ contesté en un tono un poco
más amistoso, pues sus explicaciones me parecían coherentes.
̶ Así es, pero qué le vamos a hacer. Por suerte a los que trabajamos en el
correo nos van a jubilar señor Romero.
Platicamos un rato más sobre otras trivialidades y antes de retirarme de la
oficina pregunté por la dirección de la esposa de mi primo Antonio. Él y yo
solíamos jugar mucho cuando éramos niños. Su madre era hermana de mi
papá, la recuerdo como una señora un poco gruñona que siempre traía un
mandil y parecía estar apresurada todo el tiempo. Todavía, antes de que
fallecieran mis padres, Antonio y su familia fueron a visitarnos un par de
veces a la ciudad, pero después les perdí la pista.
Ya que estaba en el pueblo, sentía cierta obligación de visitar a mi familia,
sobre todo a la tal Amanda Jáuregui para agradecerle por haberle dado mis
datos a los de correos, además me intrigaba cómo había conseguido mi
teléfono. Pero antes echaría un vistazo al contenido del paquete. Cuando me
metí al coche pensé que no quería abrirlo ahí. Debía ir a un lugar alejado.
Decidí encaminarme, otra vez, cerca de donde estaba mi antigua casa. Me
desvié en un camino de terracería lleno de ceibas y robles cuyas sombras le
daban al sitio un frescor bastante cómodo. Se escuchaban las aves, como si
fuera primavera, ahí agarré el paquete y lo miré detenidamente. Sentía muchos
nervios, las manos me sudaban y el corazón se me iba a salir del pecho.
La envoltura estaba casi destruida. Lo abrí con mucho cuidado, y entonces
se resbaló un collar de conchas que cayó entre el asiento y mis piernas. Lo
levanté y todavía salió un poco de arena de entre las conchitas. Miré el objeto
como si fuera un arqueólogo que encontraba por fin el eslabón perdido: eran
pocas las conchas que estaban totalmente enteras, de modo que pensé que lo
que había sido arena, en realidad era polvo de concha.
Sin embargo, adentro del paquete había algo más: un sobre. Las manos me
temblaban y los ojos poco a poco se me empezaron a llenar de lágrimas al
sacar la viejísima carta escrita con puño y letra de la mismísima mujer que
marcó mi vida. Tragué saliva y me supo a sal, como la última vez que estuve
en Tierra Sola y la brisa marina llegó a mi paladar mientras la adrenalina me
embargaba.
Me quedé observando la carta. Sentía que todo mi pasado otra vez se me
venía encima como una fuerte oleada inevitable. El papel estaba amarillento, y
al extenderlo mis recuerdos más viejos se activaron y me trasportaron justo a
aquel momento en que había conocido a Gloria Zacazonapa.

II

La mamá de Gloria nació en San Juan de la Pradera. Se llamaba


Clementina Espinoza y a los diecisiete años su madre murió al caerse de un
árbol cortando naranjas para hacer el estofado agridulce con el que cocinaba el
jabalí que luego vendía en la vieja estación de tren del pueblo. Clementina
estaba devastada y no sabía qué hacer con su vida hasta que Cástula Aguirre,
una mulata de Paso Carretas, amiga de su difunta madre, le dijo que don
Mateo Raudal buscaba cocinera.
Lo único que Clementina sabía hacer era cocinar. Gracias a su madre
aprendió a hacer adobo agridulce de jabalí con chile pasilla, caldo de
macairodo con verduras salteadas al mojo de ajo, pikaias asadas con ojas de
Yunia, etc. Así que Cástula, algunos días después del velorio de la madre de
Clementina, la vio sentada afuera de su choza de palma, con la cara tiznada,
los ojos hinchados de tanto llorar y los pies cuarteados que araban la tierra
haciendo figuras irreconocibles.
̶ Don Mateo anda buscando cocinera Clemen ̶ , le dijo para sacarla de su
estado depresivo con el cada día se levantaba.
Cástula vio tan decaída a Clementina que de igual manera decidió
llevársela a vivir a su casa. Sentía cierta pena por ella, pues era una
adolescente que se había quedado sola en el mundo. De esa manera,
Clementina abandonó su choza y se fue a vivir con la mulata, quien hablaba en
el río con Yemanya y hacía curaciones de espanto y golpe para los niños que
llegaban descalabrados o asustados por las sombras del camino de los robles
por donde se decía que en las noches se escuchaban alaridos.
En poco tiempo Clementina recobró fuerzas y llegó a la hacienda de los
Raudal para pedir el trabajo de cocinera, pero le dijeron que para ese puesto
tenía que esperar su turno, el cual había sido agendado dentro de tres días. Al
parecer la anterior cocinera había comenzado a tener crisis convulsivas
después de confundir una planta venenosa llamada “mala mujer” por “orégano
orejón”. Sin embargo, todas las mujeres que llegaban, aunque cocinaran bien,
no convencían a don Mateo porque no le daban a la sazón, eran feas, gordas o
simplemente su esposa, Marie Auttier, no las aceptaba.
Cuando llegó el turno de Clementina, se presentó en la hacienda y le abrió
la puerta Zenaida, la sirvienta, quien tenía una mirada radiante y dos dientes
de platino que le sentaban muy bien en su sonrisa amplia que se extendía hasta
las patas de gallo de su cara risueña. Se dirigieron a la cocina donde la
esperaban don Mateo Raudal y su esposa, Marie Auttier. De momento, Marie,
al ver la belleza y juventud de Clementina presintió lo peor, sobre todo porque
Mateo no le quitaba los ojos de encima mientras ella preparaba el famoso
adobo de Jabalí que su madre le había enseñado a hacer.
Los dueños de la hacienda y de todos los ingenios azucareros de la región
se fueron al comedor a esperar que el guiso estuviera listo. Don Mateo era alto
de ojos vivarachos, cuyas pestañas se llenaban de polvo y su nariz de granos
que le salían a causa de las rabietas que casi diario hacía. Marie Auttier, por su
parte, era de cabellos ondulados y castaños que le sentaban bien a su cara
ovalada y a sus ojos aceitunados que a veces, bajo ciertos efectos de la luz,
parecían azules.
Ese día, don Mateo volvió a sentir los nervios que aparecían en su
estómago cada vez que observaba a cualquier jovencita del pueblo pasearse
por la plaza. Clementina era delgada, de ojos grandes, labios gruesos y nariz
ancha. Tenía el pelo negro, delgado y ondulado, éste se movía con gracilidad
cada vez que caminaba. Sus caderas eran poco anchas y su cintura parecía
esculpida por el mismísimo Praxíteles. Don Mateo pudo percibir que aquella
criatura que apenas alcanzaba la mayoría de edad estaba llena de miedo y
desolación por lo que las ganas de protegerla, follarla y de comer sus guisados
se apoderaron de él violentamente.
Sin embargo, Marie Auttier sabía que no aceptaría a esa mujer en su casa,
pues era demasiado talentosa y bonita. A partir del momento en que
Clementina había puesto un pie en la cocina, sabía que no duraría. Marie
Auttier era una emigrante francesa de Saint Paul de Varax que había llegado al
pueblo con su padre, el ingeniero Ambroise Auttier, para la construcción de la
vía férrea que comunicaría a todos los pueblos del sur de la región.
Clementina, después de preparar su adobo, había aparecido por la entrada
posterior de la cocina llevando una charola de plata con el estofado y Marie, al
ver los ojos desviados de su marido, echó del comedor a Clementina y terminó
de servir ella misma. Marie pensó en todas las veces que salían del pueblo
mientras don Mateo perdía la mirada en las nalgas de las adolescentes que
pasaban tranquilamente por la calle.
Entonces probaron la comida. La reacción de Marie fue sorpresiva, pero
trató de disimularla. En cambio, don Mateo, se paró de su silla de golpe y gritó
con euforia que ella era la cocinera que estaban esperando. Marie, por su parte,
se limpió la comisura de los labios con una servilleta de seda, puso el cuchillo
para carne en una servilleta de tela y el cubierto de plata en un pequeño
contenedor de porcelana de Marsella. Posteriormente dijo en francés parisino:
̶ Pas grand chose.
Don Mateo dijo que aquella muchacha de ojos caídos se quedaría, mientras
Marie se negó. Finalmente, don Mateo salió del comedor y le dijo que en esa
casa no mandaba ella. Marie se indignó y se fue echando pestes a su cuarto
mientras don Mateo hablaba con Clementina para avisarle que tenía el trabajo.
Clementina llegó a la hacienda a trabajar al siguiente día y rápidamente
amistó con Zenaida Tolentino, la sirvienta, cuyo lema para todo era “Tú solo
ve, oye y calla”. Le aconsejó a Clementina que se mantuviera al margen de los
asuntos de sus patrones y que solo se limitara a hacer su trabajo. En el primer
día laboral de Clementina, Marie la puso a trabajar excesivamente para que se
cansara y renunciara, pero Clementina se limitó a hacer todo con la mirada
hacia abajo y la voz pendiendo de un hilo. Se sentía como un fantasma.
Algunos días después Clementina se encontraba picando cebollas cuando
llegó don Mateo y comenzó a hacerle plática mientras le veía la pantorrilla
torneada que sobresalía de su falda larga. Clementina mantenía esa misma
actitud fantasma; siempre callada o hablando con la voz tan suave que apenas
se entendía lo que decía. Pero el dueño parecía no importarle y seguía
preguntándole por su vida mientras clementina continuaba cortando cebollas y
evitando cualquier tipo de roce con sus patrones.
Entonces apareció Marie y la mandó a cortar tomates del huerto y a
comprar algunos embutidos en la tienda de Ema Malagón. Cuando regresó le
ordenó cocinar tres guisados distintos para ver cual le gustaba a ella y a su
marido. Cuando Gloria terminó de cocinar Marie apareció en la cocina,
acababa de llegar de misa y traía un vestido de encaje con una mantilla que se
quitó para inspeccionar los guisos. Tomó una cuchara de la mesa y probó uno
por uno al tiempo que rumiaba en francés: “c'est dégoûtant”.
Inmediatamente tomó las ollas y las sacó al jardín donde tiró la comida y
regresó diciéndole a Clementina que su comida era espantosa y que mejor
hiciera algo mejor en media hora. Clementina se quedó estupefacta con ganas
de llorar mientras Zenaida la consolaba diciéndole que mientras trabajara aquí,
esa señora le iba a hacer la vida imposible…
Aquel domingo Marie comenzó su inspección diaria y encontró, debajo de
su propia cama nupcial, una braga sucia y reseca que no era de ella.
Inmediatamente intuyó, de manera errónea, que era de Clementina. Fue así
que mandó a llamar a la cocinera y le pidió que le mostrara sus calzones.
Clementina estaba muy contrariada, pero como quería conservar el trabajo se
alzó la falda embadurnada de harina y le mostró unas tristes enaguas de
anciana que estaban remendadas y vueltas a coser con delgado hilo de
cáñamo. A Marie le dio tanta pena que sacó a Clementina de la sala de estar y
la mandó a hervir agua para su baño nocturno.
Esa misma tarde llegó Cástula a la hacienda. Le pidió a Zenaida que le
dijera a Clementina que iba a salir del pueblo por tres días porque iba a hacer
un trabajo a una señora de Palmerinda, otro pueblo lejano; por lo que no iba a
estar en su casa. Cuando Clementina se enteró, le pidió el favor a Zenaida de
irse a dormir con ella a casa a casa de Cástula porque no quería estar sola,
pues desde la muerte de su madre se había sentido mejor acompañada de
alguien más. Alrededor de las ocho de la noche cuando terminaron la jornada
laboral, después de haber pulido los pisos y haber dejado todo preparado para
la comida del siguiente día, las dos empleadas domésticas salieron de la
hacienda rumbo al pueblo.
Iban cuchicheando en la vereda que llevaba al pueblo, pues la hacienda
estaba un poco retirada, cuando en el camino de los robles escucharon un grito
que las sobresaltó. Se quedaron paralizadas escuchando pasos en el camino y
luego una rama de un árbol se vino abajo lo que hizo que corrieran
despavoridas de regreso a la hacienda. Clementina y Zenaida se quedaron en
el cuarto de servicio temblando y esperando que llegara el día siguiente.
Ese mismo día, en la noche, Marie vio entrar a las dos sirvientas por el
lado principal de la hacienda. Así que fue al cuarto de Zenaida a pedirle a
Clementina que se fuera a su casa. Clementina se acercó a su patrona y por
primera vez habló con un tono más firme para que la dejara dormir esa noche
con su compañera de trabajo. Marie gritó que no, y que se largara de una vez
por todas o la iba a despedir.
Mateo escuchó los gritos de su esposa y fue a ver qué ocurría. Obviamente
el dueño de la hacienda dio la autorización para que la cocinera se quedara esa
y todas las noches que ella quisiera. Marie se retiró de la habitación de la
servidumbre y le pidió a Mateo ir a hablar con ella a solas en su habitación.
Ahí aprovechó Marie para solicitarle, de la manera más cordial que pudo, que
despidiera a Clementina, o de lo contrario, lo iba a hacer ella misma y la iba a
sacar de la hacienda. Mateo se negó; ambos comenzaron a discutir como casi
siempre lo hacían. Por fuera se escuchaban lamentos, gritos y hasta azotes de
objetos que rebotaban en la pared. Mateo terminó apartándose de esa
habitación y se fue a dormir a una de las tantas alcobas de la hacienda. Sin
embargo, no podía controlar su enojo que casi siempre confundía con apetito
sexual.
Don Mateo decidió irse a su despacho para tomar un poco de ron, y a la
cuarta copa, sintiéndose ya un poco borracho y más enojado con su esposa,
quiso dar un paseo por el patio para tranquilizarse, pero en el camino se
encontró a Clementina que iba al baño. Las miradas de Mateo y la cocinera se
cruzaron como sables en plena batalla, pero Clementina tenía todas las de
perder. “Buenas noches”, escuchó don Mateo que la sirvienta dijo mientras
bajaba la mirada. Entonces don Mateo la tomó del brazo y la arrimó contra su
pecho mientras Clementina dio un grito ahogado.
Don Mateo abrió una puerta de una habitación vacía y ahí lanzó a la pobre
mujer que por fin pudo agarrar fuerza para empezar a gritar y pedir auxilio. No
obstante, don Mateo le tapó la boca, le agarró las manos y le desgarró su
pantalán de franela con el que ella dormía. Clementina se resistía, pero don
Mateo estaba resuelto en retar a Marie para que ahora tuviera los argumentos
para juzgarlo como siempre lo hacía. En un momento, Clementina dejó de
oponer resistencia y solo comenzó a sollozar mientras el dueño de la hacienda
la violaba.
Clementina se armó de valor y en pleno acto de estupro agarró la cabeza de
don Mateo y la azotó contra la suya. Don Mateo comenzó a dar de gritos por
todo el cuarto y Clementina aprovechó para salirse semidesnuda gritando que
aquel señor la estaba forzando a tener sexo. Los alaridos de Clementina fueron
tan altos que ahora sí toda la hacienda se alarmó, incluyendo a Marie, quien se
levantó sabiendo lo que tanto había temido en sus noches de desvelo.
Marie Auttier, al escuchar los gritos de Clementina, estaba hecha un mar
de furia. Salió con el cabello alborotado y vio a Clementina trastabillando y
llorando en el pasillo principal. Marie tomó a Clementina por los hombros y le
dio una bofetada para que volviera en sí.
̶ ¿Qué sucedió? ̶ inquirió Marie con un fuerte acento francés.
Clementina no paraba de llorar y solo se le entendía que había sido el
señor. Marie, al escuchar eso, se fue al despacho y agarró una escopeta.
Andaba colérica por los pasillos sosteniendo en la mano derecha la calibre
dieciséis y gritando por todo el ámbito: “Je vais te tuer, connard de merde!”.
Mateo Raudal había huido del cuarto y se internó en los cañaverales. Marie
lo anduvo buscando toda la noche, pero no lo encontró y disparó cuatro veces
al cielo para descargar su coraje. Al escuchar las detonaciones, el cura del
pueblo, por su parte, pensó que ese era el día de la asunción de la Virgen de la
Pradera, así que se levantó a las tres menos cuarto para llamar a misa. Esto
confundió al pueblo porque a las cuatro todos se congregaron en la iglesia para
rezar sin motivo real.
Cuando Marie regresó de su búsqueda inútil, todavía alcanzó a ver a
Clementina sollozando con los trapos desgarrados por las sucias manos de don
Mateo. Esa noche, la pobre cocinera fue echada de la hacienda a culatazos.
A los tres días regresó cástula y encontró a Clementina tirada en la cama,
sin bañarse y con la cara hinchada de tanto llorar. Le contó todo a la curandera
y ésta se enojó tanto que fue a la hacienda a reclamarles, pero nadie le abrió.
Entonces fue con el encargado de la presidencia municipal para que se abriera
una investigación en contra de Mateo Raudal, pero el encargado, al escuchar el
nombre de la persona más rica de la región se echó a reír y le preguntó en tono
sarcástico a Cástula: “¿Usted cree que la policía le hará algo a don Mateo?,
además, ¿qué pruebas tiene usted de eso?”.
Lo peor ocurrió dos meses después en que Clementina se dio cuenta que la
regla no le bajaba. Se lo dijo a Cástula, quien la acostó en un catre, le tocó la
panza, se la escuchó y le comentó en tono de preocupación que,
desafortunadamente, estaba encinta. La primera reacción de Clementina fue
pedirle que le sacara la criatura, pero Cástula observó el vientre protuberante y
le dijo:
̶ Si te lo saco te me mueres chamaca, mejor obliguemos al pendejo de don
Mateo a responder por la criatura.
̶ ¿Y si no lo encontramos? ̶ preguntó Clementina un tanto turbada.
̶ O haces que responda, o buscas otro hombre que te saque del apuro
porque una mujer sola y embarazada solo puede ser una loca o una prostituta.
Clementina se asustó de que la gente la pudiera concebir de esa manera,
por eso fue a la hacienda a buscar a don Mateo. Tocó diez veces el pesado
zaguán y nadie le abrió, luego pasó una señora que vendía licor de café y le
dijo “Esa hacienda no la han abierto desde el día en que asegún era la asunción
de la Virgen pero ni hubo nada”. Clementina regresó con Cástula quien tronó
la boca y le dijo;
̶ Está raro que no hayan abierto la hacienda en tantas semanas, para mí que
pasó algo…
Clementina se soltó a llorar y Cástula continuó:
̶ No queda de otra niña, busca un padre para tu hijo.
Clementina anduvo buscando novio por algunos días, pero todos notaban
la desesperación en su mirada y la evadían. El único al que no le importó fue a
Teodoro Zacazonapa, un indígena de una lejana tribu que había bajado del
cerro más alto de la región hacía cuatro años. Clementina lo vio pasar en el
camino a los cañaverales con el machete envainado, los guaraches a punto de
reventar por las largas jornadas a sol abierto y la mirada puesta hacia el
riachuelo donde a veces se bañaba.
La desdichada mujer vio a Teodoro cortando caña un miércoles a las tres
de la tarde y resolvió que podía tomarlo como padre para su futuro hijo.
Clementina se metió en medio del cañaveral para decirle que lo recordaba de
la fiesta de los quince años de Yamel, una niña que fue diagnosticada con
demencia precoz severa por un supuesto médico sin cédula llamado Francisco
Azárate, quien daba consultas a dos pesos y que había llegado al pueblo en
una carreta vieja y mal pintada.
Teodoro vio a Clementina meterse en el cañaveral y se emocionó porque
ya le gustaba desde hacía mucho tiempo, mas no se atrevía a hablarle porque
pensaba que ella era demasiado bonita para un indígena cortador de caña como
él. Clementina fingió haber ido a preguntarle sobre el próximo día de paga
para los cañeros, porque supuestamente ella también cortaba caña. Ahí
comenzaron a intercambiar las primeras palabras, que poco a poco llevaron a
que, entre ambos, fluyera la conversación. Clementina comenzó a contarle el
relato inexistente de su supuesto primer encuentro en la fiesta de los quince
años de la niña demente.
Teodoro sabía que Clementina mentía, y Clementina sabía que él no le
creía; sin embargo, ambos pusieron un escenario ideal para escapar de su
realidad. Se habían visto un par de veces, mas nunca habían hablado. No
obstante, ¿qué importaba empezar un amor con una mentira? Si al final de
cuentas las relaciones solo eran una sucesión de ellas. Teodoro le siguió el
juego porque vio la posibilidad de escapar, un poco, de las noches miserables
en las que se masturbaba con la misma revista que tenía imágenes de mujeres
en bañador.
Después de su trivial plática sobre el destierro de Yamel y su fiesta de
quince años que terminó en desgracia, quedaron en volverse a ver pronto; así
comenzaron a salir. Se les veía en la plaza comiendo camote frito y andaban
muy agarraditos de la mano mostrando en público su amor que, para Teodoro,
era más una salvación, puesto que nunca imaginó tener a una mujer como
Clementina con sus grandes pestañas y su piel de mazapán.
Clementina estaba desesperada por encontrar un padre para su hijo; si no lo
hacía pronto, su vientre comenzaría a crecer más y nadie la tomaría en serio.
Ese día estaba resuelta en consumar su supuesto amor, y por eso se lo ofreció a
Teodoro cuando estaban los dos tumbados en el cuarto de herramientas que
había construido el patrón de Teodoro para refugiarse de su esposa con la cual
se peleaba mucho.
Clementina le plantó a Teodoro tremendos besos que recorrían su piel
arcaica y levantaban en él pasiones que nunca había sentido; ni siquiera con
aquella revista que cuidaba de sobremanera, y que era su única conexión con
su vida sexual. No obstante, Teodoro deseaba esperar hasta su sagrada unión
porque en su comunidad circulaba el mito de que todo indio Zacazonapa que
desvirgara a una mujer, sin el consentimiento del patriarca, estaría destinado a
una vida entera de desgracias para él y para su descendencia.
Cuando Clementina cogió la trémula mano de Teodoro y la repujó con
fuerza contra sus pechos, éste la retiró con ternura; le dijo que no podían tener
sexo, sino después de una unión Zacazonapa. Gloria no entendió lo que eso
significaba exactamente, pero aceptó. Entonces al siguiente día partieron los
dos hacia la cima del cerro para que Teodoro presentara a su mujer ante su
madre y ante el patriarca de la comunidad.
Tuvieron que viajar casi un día caminando entre el rastrojal de ramas
enlazadas y entre el fango remojado por los años de neblina. Treparon árboles
casi verticales, utilizaron bejucos para poder moverse de un lado a otro y sus
zapatos se abrieron como gazanias en primavera. Al final encontraron una
pequeña aldea prístina cuyas casas estaban hechas de hoja de palma.
Ueliti Zacazonapa los recibió en su lengua natal; se presentó como el líder.
Era un señor de cara atemporal y edad inimaginable. Tenía una larga cabellera
azabache por donde despuntaban algunas hebras grisáceas, sus pequeños ojos
parecían curtidos por los eventos que habían presenciado y sus orejas
perforadas con espinas de acacia armonizaban con sus pómulos sobresalientes.
Durante la visita a la comunidad, Clementina no entendió nada porque
hablaban en lengua Zacazonapa: a todo asentía y reía cuando los demás lo
hacían. La madre de Teodoro metió a su hijo en su casa por medio día, y
cuando salió, olía a perfume de flores de franchipán.
Un grupo de jóvenes llevaron a Teodoro al centro ceremonial, donde al
cabo de dos días de preparaciones, Clementina y Teodoro, contrajeron nupcias
en medio de un alboroto descomunal que se mezclaba con el olor de la carne
asada de macairodo, los fermentados de maíz y piña y los pujidos ancestrales
de las mujeres que recibían a los nuevos esposos.
Tuvieron relaciones sexuales esa misma noche. Estaban ebrios y perdidos
en medio de la espesura del bosque. Clementina se le abalanzó a Teodoro y
éste nunca entendió del todo lo que había sucedido en plena oscuridad. Había
mosquitos zumbando por doquier y el suelo estaba viscoso. Solo se
escucharon aullidos, en medio de la nada, que se mezclaron con el clamor de
los macairodóntidos rondando por el ámbito en busca de alguna presa. Esa
misma noche, partieron de la comunidad; todavía estaban borrachos. Ni
siquiera se despidieron. Regresaron al pueblo como Dios les dio a entender.
Algunas semanas, después de su expedición al cerro más lejano de la
región de Cerralvo, Clementina le reveló a Teodoro que estaba embarazada. Él
comenzaba a sospechar que aquella criatura que venía en camino pudiera no
ser consanguínea; pues no le salían bien las cuentas de aquel revolcón entre
lodo y maleza y el momento en que Clementina le había dado la noticia. Sin
embargo, después de cuarenta años de vida oscilando entre pobreza, absurdos
y sinsentidos, había decidido no preguntarse nada, nunca más. Y cada vez que
le llegaba a la cabeza la idea de que la criatura que venía en camino no fuera
su hija, se ponía a contar las resistencias y los capacitores electrolíticos de la
televisión de bulbos que le había regalado su patrón: Leobardo Alemán.
A los seis meses nació Gloria. Le pusieron así porque supuestamente fue
una gloria que llegara al mundo. Clementina tuvo complicaciones y estaba
desnutrida. El doctor Azárate, aquel farsante que había llegado al pueblo en
una carreta mal pintada y el mismo que había diagnosticado a Yamel con
demencia precoz, en nombre de la nueva ciencia médica, le dijo a Clementina
que probablemente la criatura no nacería viva y que también ella moriría en el
parto.
Clementina estaba resignada, esperaba el día en que se le rompiera la
fuente para que le diera un paro cardiaco y se la llevara el Espíritu Santo. Sin
embargo, nada ocurrió. Todo salió tan normal que el médico estaba
sorprendido.
̶ Tenemos un milagro de la ciencia ̶ dijo el charlatán al entregarle a
Clementina el bulto de carne.
–Has de ponerle Gloria –añadió Cástula Aguirre unos días después, cuando
Clementina estaba convaleciente en el Jacal ̶ Si quieres hacemos un ritual de
entrada al mundo para ponerle nombre a la niña…
̶ No vamos a hacer ninguna de esas estupideces Cástula ̶ irrumpió
Clementina con tono fuerte ̶ Vamos a darle un bautizo cristiano para que de
una vez por todas esta niña quede bien afianzada con Dios y no le pase lo de a
mí.
La bautizaron con tal nombre algunos días después de su nacimiento. Fue
en la iglesia de San Juan de la Pradera. A la ceremonia solo asistieron sus
padres, Cástula como testigo y el cura, quien vertió agua bendita en la mollera
de la niña, la cual, sin que nadie se lo pudiera explicar, comenzó a llorar
inconsolablemente por tres días seguidos.

III

Para que el llanto de la niña cesara hicieron de todo: le untaron ruda con
romero, la bañaron con leche de cabra y extracto de orquídea, vaporizaron el
jacal con un anafre que emanaba humo de caoba perfumada, la llevaron al rio
mientras Cástula invocaba a Yemanyá, la regresaron a la iglesia para que el
padre le cantara el Ave Maria Gratia Plena, etc. La única solución fue por error
cuando Cástula tenía a la niña en casa, se puso a barrer la casa y aplaudió
como si estuviera en una fiesta. Ahí Gloria se quedó en silencio por primera
vez y se quedó profundamente dormida por más de doce horas.
Gloria dio muestras de ser una niña distinta. No le gustaba jugar con otros
niños y podía pasarse muchas horas encerrada sola en la oscuridad rumiando
historias inimaginables. “Me gusta la luz apagada”, le decía a Clementina
cuando quería encender el quinqué. “Niña, las almas en pena vienen cuando
no hay luz”; respondía Clementina para asustarla e instaurar en su hija un poco
de miedo. Sin embargo, nada funcionaba y Gloría terminaba diciendo que las
almas en pena eran sus amigas.
Una vez disecó un animalocaris con sal de Tierra Sola y le hizo un altar
con piedras de río y veladoras con imágenes de Santa Eulalia de Mérida, San
Simón el Estilita y la Virgen de la Pradera. En otra ocasión amarró a tres gatos
raquíticos e hizo que la jalaran de una charola perforada de un costado y
amarrada de un delgado hilo de cáñamo. A veces dormía en las coronas de los
árboles y gritaba en la noche para asustar a los que pasaban por el camino de
tierra.
De igual manera, le llegaban quejas a Clementina: “Tu hija se metió a la
casa del presidente municipal y se robó una lámpara”, “tu hija le lanzó una
piedra al hijo de Faustina y lo descalabró”, “ven a sacar a tu hija del pozo de
doña Aidé, porque se metió y no puede salir; dale gracias a Dios que está
vacío”, etc. Todos los días era una nueva travesura y una nueva reprimenda.
Sus padres estaban enloqueciendo de tantos malestares que la niña les hacía
pasar.
Por eso Clementina estaba preocupada por la conducta de Gloria. La llevó
con su “abuela”, cástula para ver si podía hacer algo. Cástula la curó de
empacho y la embadurnó de lodo con aguardiente de caña para que comenzara
a dar señas de ser una niña más normal. Cada semana hacían el ritual en el que
Gloria soltaba a reírse como hiena o se quería tomar el aguardiente de Cástula.
Clementina se temía lo peor: un embrujamiento.
Un día, la pequeña Gloria estaba sentada en una piedra del rio donde las
señoras del pueblo lavaban la ropa. Teodoro limpiaba una bomba de herbicida
y Gloria tenía los pies metidos en el agua donde los peces se arremolinaban
para darle ligeros mordiscos en la piel de las piernas. Gloria sentía cosquillas y
le preguntó a su padre por qué ella no podía vivir dentro del agua como los
peces. Su padre le respondió que los peces eran en realidad la mismísima
reencarnación de los difuntos: cada vez que alguien fallecía, se convertía en
pez y por eso había tantos peces en el mundo como gente muerta.
A partir de ese momento, Gloria vio el rostro de su padre con más
atención. Tenía los pómulos salidos, la piel cobriza y los ojos pequeños como
si siempre estuviera quebrándose la cabeza con alguna idea. En sus ojos había
un brillo que reflejaba el rayo de sol de una piedra lisa. Gloria lo miraba y se
sentía estupefacta con la explicación; tanto que deseó morir pronto para poder
convertirse en un pez y nadar libremente en todas direcciones.
Clementina, al ver que los rituales con Cástula no funcionaban, fue a ver a
Ema Malagón a su tienda de ultramarinos. Le dijo que sospechaba que la niña
tuviera un embrujo que pudiera haber agarrado en el bosque donde alguna vez
escuchó ruidos. Ema Malagón, con su rostro regordete, sus pestañas rectas y
su voz potente le dijo que fuera a hacerle misas católicas. Posteriormente
también se hicieron rezos en casa de Ema para que la niña dejara de decir
incoherencias. El día de la primera misa, Gloria fue a fuerzas y se quedó
dormida en el primer Salmo. Ema Malagón tuvo que levantarse de su asiento e
irle a decir a Clementina que despertara a su hija.
En uno de los rezos para el alma de Gloria, en casa de Ema Malagón, ella
se escapó y se perdió todo un día. Se fue al bosque tropical a internarse entre
las cícadas, abedules y palmeras. Se percibía el trino de las aves, y de
momento Gloria escuchó el rugido de un macairodo que se le puso enfrente en
posición de ataque. Gloria se quedó petrificada y el animal la observaba sin
pestañear. Inmediatamente, el animal se dio media vuelta y se fue.
Gloria se sentía protegida. No sabía qué era, pero desde ese tiempo, cada
vez que estaba sola, sabía que una fuerza la habitaba. Aquel día en que se
internó en la Selva, después del evento con el macairodo, Gloria se subió a un
árbol para pensar en el evento que acababa de ocurrir. Llegó hasta la cima y
ahí pudo admirar todo el verdor de San Juan de la Pradera. Se escuchaba el
rumor del riachuelo, las campanadas de la iglesia y el viento moviendo los
árboles. Gloria pensó en cómo le gustaría ser una hoja que vuela en todas
direcciones y ve otros lugares, huele otras frutas e incluso, visita la mítica
ciudad a la que solo los pudientes iban: Peña de Cerralvo.
Se encontraba perdida en sus ensoñaciones cuando la rama donde estaba
sentada crujió y se vino abajo. Gloria sintió como su cuerpo se volvía agua y
se regaba en el suelo para fertilizar al bosque. Cerró los ojos y se despidió del
mundo con miedo. Cuando los abrió estaba en colgada de la falda en la mitad
del árbol. Una rama la sostenía y ella se mecía como un péndulo de reloj. Dio
un alarido que hizo que las aves aletearan y los animales se alejaran. Estaba
llorando y poco a poco se recompuso para poder bajar del árbol lentamente e
irse corriendo a casa de sus padres.
Teodoro la esperaba con el chicote en la mano para darle una lección
después de haberse escapado del rezo. Cuando la vio salió tras ella y Gloria
comenzó a correr con tal velocidad que su padre no pudo alcanzarla. “Pero has
de regresar chamaca del demonio!”, le gritó jadeante mientras que Gloria se
volvió a perder en la espesura del bosque hasta que empezó a anochecer.
Llegó a casa de Cástula y le pidió vivir con ella como si fuera su hija.
Cástula se negó y le dijo que de cualquier manera pronto vendrían sus padres
por ella. Sin embargo, eso no impidió que le diera un té de hojas de anís y le
acercara un bolillo duro mientras le explicaba que no estaba bien que se
escapara. Ahí fue que Gloria le confesó a su abuela postiza que ella tenía algo
que no podía explicar. Era algo que la hacía sentirse extraña y que sus padres
no lograban entender.
Cástula la escuchaba atentamente y por su mente pasaba que quizá el
destino de esa niña, debido a su alta sensibilidad, era ser bruja o adivina.
“Seguro Yemanyá la ha seleccionado para hacer algo distinto”, pensó. En ese
momento la puerta se abrió de golpe, era Teodoro que buscaba a su hija.
̶ Sabía que estabas aquí chamaca maldita ̶ , dijo abriendo sus pequeños
ojos. Ya no tenía la vara para pegarle.
Cástula se puso de pie y lo invitó a sentarse al tiempo que le pedía a Gloria
que se retirara. Entonces, una vez que Teodoro estaba sentado y más tranquilo,
le habló de la posibilidad de que Gloria fuera una niña especial que no se iba a
curar con rezos, ni con rituales; pero Teodoro no la escuchó y se llevó a su hija
de las orejas hasta su choza donde, según los padres de Gloria, se hizo justicia.
La amarraron de un álamo, la colgaron de los pies desde la rama de un
encino, trataron de corregirla pegándole con una vara de chicozapote en las
plantas de los pies, etc. Hicieron todo cuanto pudieron; pero la niña parecía no
tener solución. Con nada se calmaba, al contrario, se ponía cada vez más
rebelde. Entre más pasaba el tiempo, más empeoraba.
La situación se agudizó cuando Clementina fue a buscar a Cástula para
hablar con ella sobre la mejor manera de educar a Gloria. Atravesó el camino
del bosque, como si fuera a la hacienda de Mateo Raudal (la cual continuaba
misteriosamente cerrada), se desvió por la vereda de los cañaverales y llegó a
la choza de su amiga en donde, al entrar, la encontró en su silla mirando hacia
la ventana abierta. Cuando le habló, Cástula no le respondió: había muerto.
A Cástula le dieron cristiana sepultura y desde el momento en que habían
sellado la tumba con una pala de tierra cobriza, Gloria empezó a canturrear las
canciones que se había aprendido involuntariamente en las misas donde se la
llevaban a la fuerza para corregir su alma. Desde ese momento Gloria no paró
de cantar. Lo hacía en todos lados y en todo momento, a tal grado de sus
padres comenzaron a sentirse desesperados porque no había un solo instante
en que no se escuchara por la casa la canción del agua viva, perdona a tu
pueblo señor, la barca del señor, vaso nuevo, entre tus manos, profecías,
misterios todopoderosos, y por supuesto, el ave María gratia plena.
La primera solución fue traerle un radio viejo que Clementina compró en
la estación del tren. De esa manera, sus padres creían que al escuchar música
su hija iba a callarse al prestar atención. La reacción fue como la esperaban y
partir de ese momento Gloria abandonó los cánticos religiosos para entrar en
nuevo mundo musical del que nunca se desprendió: las cumbias.
Cuando Gloria tenía alrededor de ocho años, pasó por la tienda de
abarrotes y ultramarinos de los Malagón, y fue ahí que escuchó la canción de
“La princesa talibana” de Grupo G. Inmediatamente sintió un furor en su
cuerpo que la llevó a bailar descontroladamente y frotarse contra cualquier
objeto. Doña Ema Malagón la vio, y lo primero que pensó fue que otra vez
había llegado otra vez al pueblo la enfermedad de la demencia precoz, misma
que había contraído la pequeña Yamel Panteras algunos años atrás.
Ema Malagón fue a contarle sus sospechas al médico que había
diagnosticado a Yamel, Francisco Azárate, quien nerviosamente le aseguró
que aquella enfermedad había desaparecido por completo. No contenta con la
respuesta, se apareció en la casa de Clementina para decirle que tuviera
cuidado con su hija, pues la había visto bailando cumbias de una manera no
digna para una niña de su edad. Clementina se asustó y le quitó el radio a
Gloria, quien indignada se fue de la casa todo el día. Se encontraba sentada en
una piedra tarareando las cumbias que recordaba cuando escuchó el fragor de
un motor de automóvil que causó revuelta en el pueblo porque solamente el
presidente municipal tenía coche.
En ese automóvil venía una señora con un sombrero color lila, cuya cinta
estaba adosada con perlas. La piel de la pasajera parecía tersa como si todos
los días pasara por una cascada de agua de flores y sus ojos, con las
disimuladas patas de gallo, miraban con desconcierto el pueblo donde había
venido a parar. Gloria se puso de pie y corrió detrás del coche que se metió en
el camino de los cañaverales donde también salió Teodoro quitándose su
mugriento sombrero de palma y haciendo reverencias a la persona que se
dirigía a casa del patrón de su padre.
Teodoro vio a Gloria correr detrás del coche y la llamó para que se
detuviera y no fuera dar lástima a casa de su patrón, don Leobardo Alemán, un
señor de aspecto serio, nariz respingada y voz apacible. Usaba unos viejos
lentes de pasta y guayaberas impecablemente planchadas. Era dueño de
muchos cañaverales de San Juan de la Pradera y sus alrededores; también tenía
unos locales en el mercado y criaba patos en un terreno que también acababa
de comprar.
El coche se estacionó afuera de la casa de don Leobardo, se bajó un chofer
vestido con tela de lino y abrió la puerta a la mujer que descendió del
automóvil con un niño de alrededor 9 años, moreno, de ojos grandes y
expresivos. Los recibió don Leobardo abriéndoles el portón de su casa grande
y sin decir una palabra los invitó a pasar. La señora y el chofer tardaron poco
en regresar al coche y partieron perdiéndose para siempre en la vereda que
llevaba a la carretera principal.
Teodoro le contó a Gloria que aquella señora era la esposa de don
Leobardo Alemán. Pero se había ido del pueblo en cuanto tuvo a su primer
hijo el cual parecía había venido a vivir con su padre. Era extraño que aquella
señora, quien hacía algunos años se había ido del pueblo en el tren de las
cinco, regresara en coche nuevo, con chofer y solamente para regresarle el hijo
a su padre. Nadie se lo explicaba y Teodoro no estaba dispuesto a preguntarle
a su padrón absolutamente nada, a menos que él mismo se lo dijera.
Lo cierto es que a partir de ese día Gloria se dedicó a vigilar al nuevo niño,
quién le intrigaba de sobremanera por su aspecto taciturno y tímido. Los
cambios en el pueblo continuaron porque algunas semanas después de ese
incidente llegó una caravana de constructores que traían un permiso del
Gobierno de Peña de Cerralvo para construir la escuela primaria en el terreno
donde el señor Alemán criaba a sus patos. Al principio don Leobardo se
rehusó, pero al ver la suma que el gobierno le daba por su miserable terreno
aceptó y regaló los patos a quienes los quisieran.
Teodoro se llevó tres para criarlos él mismo en su casa, pero no soportó ni
dos semanas cuando le pidió a clementina que los cocinara. En poco tiempo la
escuela primaria estuvo abierta para los primeros grados en donde forzaron a
Gloria a ir para que se distrajera y no pensara todo el tiempo en bailes exóticos
ni cumbias malditas. Ema Malagón era la más feliz, puesto que a la salida los
niños compraban en su tienda toda clase de botanas que ella misma preparaba
en la mañana.
En la escuela Gloria conoció formalmente al hijo de don Leobardo y se
hizo amiga de él. También había otros niños como Juan Barracuda, un niño de
boca grande y ojos saltones que se peinaba con limón y que todo el tiempo
gritaba cuando hablaba y la hija del presidente municipal, Marta Ferrandon,
quien algunos años atrás había acusado a Gloria del robo de una lámpara que
ella misma le había dado.
El pequeño Leobardo le contaba a Gloria cómo era la vida en Peña de
Cerralvo, los coches que andaban por las amplias calles, los edificios, los
helados de sabores exportados de la lejana Norteamérica, los sitios de
diversión que incluían albercas de pelotas y juegos mecánicos, etc. Gloria
soñaba con ir a ese lugar, pero mientras debía conformarse con los restos de
las cosas que llegaban a la estación como focos, discos, estufas de petróleo,
daguerrotipos en blanco y negro, muebles viejos, etc.
Un día al salir de la escuela Gloria, Juan y Balito (como llamaban al
pequeño Leobardo) fueron a la estación del tren a ver las novedades que
habían llegado de Peña de Cerralvo y justo ahí, en el mismo puesto donde
Clementina había encontrado la radio donde Gloria escuchaba sus cumbias,
Gloria encontró un disco de “Grupo G”. Cuando vio las canciones que tenía se
emocionó tanto que se lo metió debajo de la falda y se fue sin pagar.
Pusieron el disco a todo volumen en casa de Balito, mientras Gloria
bailaba y movía las caderas como ella suponía lo hacía una princesa talibana;
se arrastraba por toda la casa asumiendo que así era el baile original. La
descubrió don Leobardo Alemán y fue tal su sorpresa que habló seriamente
con Teodoro para que controlara a su hija.
La cosa terminó con la pobre niña sentada en el ambulatorio de Azárate,
quien le hizo un examen cerebral que solo constaba de estetoscopio oxidado,
tensiómetro viejo y una lámpara de exploración. La revisión tomó unos quince
minutos. El doctor Azárate movía la cabeza, chasqueaba la cavidad bucal y
hacía gestos de preocupación. Clementina y Teodoro se sobresaltaron,
pensaron lo peor… Esperaban un diagnóstico para su hija incontrolable:
–Temo decirles que efectivamente trata de otro caso de demencia precoz ̶
expresó con aire solemne.
Entonces (justo como Yamel Panteras había sido diagnosticada con
demencia precoz hacía algún tiempo atrás) Gloria fue estigmatizada con la
misma enfermedad por bailar cumbia como prostituta a sus ocho años. La niña
estuvo bajo el escrutinio de todo el pueblo, que además, creía que la demencia
precoz era la antesala de la ninfomanía porque Yamel había empezado
bailando exóticamente, restregándose en cuanto lugar pudiera, y después se
había convertido en una leyenda de la prostitución en toda la región de
Cerralvo.
La fiesta de Yamel Panteras era un parteaguas en la historia de San Juan de
la Pradera porque esa era la primera vez que unos quince años se volvían
funeral. Dicho evento había terminado en desgracia porque aquella
adolescente (que antaño hubo de ser una niña tierna que guardaba su única
muñeca de trapo en un cajón apolillado) se había descontrolado con las
cumbias y con el alcohol que empezó a beber a escondidas desde aquel día que
sintió furores en su vagina cada vez que veía hombres mayores y mujeres de
tetas grandes. Su madre siempre trató de controlar a su descarriada hija, quien
nunca había llegado a su misa de celebración de quince años y había aparecido
tarde, en plena fiesta, con el vestido rasgado, la mirada perdida y una botella
de ron en la mano.
̶ Yo no quiero pasar de ser niña a mujer ̶ , profirió desde el estrado que
habían construido con troncos de madera de xochicuahue ̶ . Yo quiero pasar de
niña a puta ̶ , gritó agitando una botella de ron antillano que había tomado de
una de las mesas de sus tíos. Su madre, Eloísa Panteras, gran devota de la
Virgen de la Pradera y organizadora (junto con Ema Malagón) del rosario del
viernes, murió precipitadamente de una parálisis corporal mientras que su hija,
totalmente ebria, aprovechó la fiesta de quince años para volverla funeral y
para anunciar su retirada al famoso canal de la matrona donde se volvió la puta
más rica y conocida de la región.
La recomendación médica de Azárate era estar vigilante del desarrollo de
la enfermedad de Gloria. Así pasó un tiempo, y todo parecía indicar que la
demencia precoz estaba bajo control… Hasta el día en que Gloria cumplió
trece años y les pidió a sus padres que le hicieran una fiesta. Sin embargo, los
recursos económicos de ambos no alcanzaban siquiera para comprar un pastel
decente, de esos que solo vendían en Peña de Cerralvo.
“¡No habrá fiesta Gloria, y te callas!”, le había gritado su madre una vez
que pasaron por la parte de las piñatas en el mercado de San Juan de la
Pradera. Ese mismo día, en la tarde, se le veía a Gloria lavar la ropa en el río y,
mientras la fregaba fuertemente, en una piedra lisa, decía en voz alta
arremedando la voz de Clementina: “No habrá fiesta y te calmas”. “Vamos a
ver si no hay fiesta”, rumeó para sí.
El cinco de enero, dos días antes de su cumpleaños, reunió a todos los
niños del pueblo sin importarle que se llevara bien o no con ellos. Iba de casa
en casa preguntando por medio mundo y los convocó en la bodega de don
Leobardo Alemán que estaba en la entrada de sus cañaverales. La llave la traía
su hijo Balito quien le hacía caso en todo porque estaba enamorado de ella.
Cuando todos los niños estaban agrupados entre los picos, las palas, los sacos
de abono y los fertilizantes; Gloria les dijo que se acercaba el Festival
Internacional de Cumbia del Pantano. Debían estar preparados con música,
comida y un salón para llevar a cabo el evento.
–¿Y qué es ese festival? –preguntó Marta Ferrandón, la aristócrata hija del
presidente municipal que anteriormente le había regalado una lámpara de pilas
y después la había acusado de robo.
Gloria la miró con recelo, como si le guardara rencor por haberla
calumniado de aquel hurto. Sin embargo, en ese momento, se le ocurrió que
los hijos de los ricos podrían conseguir cosas para su fiesta.
–Ay Martita, me extraña que tú, siendo una Ferrandón, no sepas qué es el
Festival Internacional de la Cumbia del Pantano.
Marta se quedó pensativa, y como no quería quedarse atrás, ni verse tonta,
dijo que sí sabía, de modo que iba a cooperar en todo.
–Bien, porque esta será la oportunidad de poner en alto el nombre de
nuestro pueblo –le dijo Gloria a Marta mientras guiñaba el ojo en señal de
complicidad.
La fiesta fue el domingo. Marta se robó las llaves del Palacio Municipal
para poder utilizar el salón de usos múltiples. Los padres de Juan Barracuda
rentaban tocadiscos y bocinas para las fiestas; obviamente él fue el encargado
de la música. Balito organizó a los demás niños para que trajeran comida y
ponche de frutas. Se suponía que los grupos iban a arribar desde la una de la
tarde para tocar en el pueblo, pero ya eran las tres y no había llegado
absolutamente nadie. Gloria les había dicho que este evento era para los niños;
no debían decirles nada a sus padres.
Martita Ferrandón, sentada en una esquina con los brazos cruzados,
portaba, con la gracia de una pequeña burguesa, un vestido de seda con
estampado de flores del Cáucaso. Le preguntó a Gloria dónde estaban todos
esos grupos que había prometido, a lo que Gloria respondió:
–¡Ay Martita, qué pena!, creo que nos tomaron el pelo, pero no podemos
despachar a nuestros invitados que están tan contentos. Inmediatamente miró a
Juan y le ordenó:
–A ver Barracuda, ¡qué empiece el evento!
Juan conectó la última bocina, giró la perrilla de encendido del tocadiscos
y la música inundó todo el sitio. Los niños no sabían qué hacer, pero Gloria sí;
de modo que con toda la vehemencia de sus pies y sus caderas movió a todos
con un ritmo que podía contagiar a cualquiera. La fiesta había comenzado.
Iniciaron con la “Cumbia de las caguamas” de Grupo Soñador. Cogieron
gelatinas, flanes y pambazos. Se sirvieron horchata y comieron bolas de
tamarindo.
Conforme fue avanzando la música, la misma Martita se relajó. Se puso a
bailar con Juan Barracuda; en ese momento un pedazo de flan embadurnado
de tierra voló por el aire y se estrelló en la cara de Marta. Ella se soltó de las
manos de Juan Barracuda y comenzó a llorar. Gloria la intentó consolar, pero
Marta estaba encolerizada: quería sacar a todos del salón. Por otro lado, Juan
Barracuda ya se estaba peleando con el sospechoso de haber lanzado ese flan,
y entre todo el forcejeo tiraron la mesa de la comida.
De un momento a otro la fiesta se tornó en un desbarajuste. Algunos se
lanzaban la comida; otros, bailaban al ritmo de los flanes y los pambazos que
volaban por todo el sitio. Barracuda y el supuesto agresor de Marta estaban en
el piso forcejando. Los demás niños se embarraban de harina revuelta con el
agua de horchata que había empezado a expandirse por el piso. Pronto, el
chapoteo de la suela de los zapatos con el agua se hizo presente. Todos
parecían estar inmersos en una pelea romana. Marta continuaba llorando. Los
demás se estaban divirtiendo.
Balito solamente observaba, desde un rincón, cómo los demás niños habían
comenzado a enloquecer. Un regordete se escabulló por la ventana del registro
civil, abrió la puerta y sacó un archivero con las actas de matrimonio,
nacimiento, defunción y divorcio de los integrantes del pueblo. Las rompió en
cuadritos pequeños y las lanzó como confeti. Con la mesa de la comida tirada
hicieron un trineo: la pusieron boca abajo y la empujaban de las patas para
lanzarse desde la parte más alta de las escaleras que conducían a la tesorería.
Marta Ferrandón, al ver el descontrol, se echó a correr.
Cuando la pista de baile se había vuelto una pista de patinaje y desborde
infantil, apareció Evaristo Ferrandón, el presidente municipal, con su séquito
quienes comenzaron a lanzar tiros al aire y todos los niños comenzaron a
gritar, e incluso abandonaron el trineo que empujaban por todos lados. Todo
mundo quería escapar: se colgaron de las lámparas, se escondieron en el baño,
salieron a la calle y se deslizaron por las puertas y las ventanas como ratas
recién descubiertas. Gloria corrió hacia el registro civil, se subió a la mesas,
tiró las máquinas de escribir con los pies y, como pudo, logró entrar a la
Biblioteca Municipal donde subió dos pisos y llegó a la azotea.
Desde allí pudo ver como llegaban los padres con cinturones, palos y
cables para reprimir a sus hijos. Gloria se sintió un poco culpable, mas lo
importante era salvar su pellejo. La música se había detenido; no había nada
más que hacer. Gloria corrió por la azotea y saltó de casa en casa para escapar
de su responsabilidad. Para su mala suerte la vio la misma Ema Malagón,
quien rezaba por cuarta vez el rosario y miró hacia el techo cuando escuchó
ruidos inusuales. Quedó impresionada de observar a la niña saltando como
lince. Apretó su rosario al tiempo que pidió a la Virgen de la pradera por
Gloria. Deseaba que se le quitara la demencia precoz. Al final, Gloria bajó por
un almendro y se fue a su casa donde llegó pálida y sin aliento.
La multa que recibieron Clementina y Teodoro era de ciento ochenta mil
pesos, dinero que nunca habían visto en su vida. Era eso o la cárcel. El plazo
para pagarla era de tres semanas y no tenían idea de cómo conseguir dicha
cantidad. Clementina estaba tan desesperada que se le ocurrió volver a visitar
a Mateo Raudal para pedirle ayuda económica; misteriosamente, la hacienda
continuaba cerrada y al parecer ya nunca habían vuelto a abrir la puerta, como
si ya nadie viviera allí.
Por otra parte, el día en que se enteraron en qué había terminado la fiesta
de su hija, Teodoro intentó ahorcar a Gloria del mismo álamo donde la habían
querido corregir una vez; por suerte, Clementina lo impidió, y en lugar de ello
la encerraron en un chiquero. No le dieron de comer dos días. La ira de
Teodoro lo llevaba a ver a su hija como una enemiga. No entendía por qué les
había hecho eso y estaba afligido por la deuda en que Gloria los había metido.
Cuando se les estaba por vencer el plazo, huyeron.
Peña de Cerralvo era su destino: una ciudad donde pudieran perderse del
castigo de la ley. Justamente como el charlatán de Azárate había huido de ese
lugar para refundirse en un pueblo lejano, ahora ellos harían lo mismo para
perderse en una ciudad grande donde no sabían lo que les esperaba. Tomaron
el primer tren de las cinco de la mañana para que nadie los viera salir; aunque
Teodoro, todavía como último recurso, se había comprometido a conseguir el
dinero con su jefe, Leobardo Alemán; este último solo se limitó a decir que en
la cárcel les daban comida y cama gratis.
–Esa niña los va a matar un día –profirió don Leobardo cuando se habían
despedido.
Se subieron en último vagón del tren. Eran los asientos más baratos donde
también iban guajolotes, cerdos, cajas de jitomate podrido y bultos de café
agrio. En las primeras dos estaciones nada ocurrió, pero en Cafetal de Noche,
el pueblo de mi infancia, Teodoro y Clementina se bajaron sospechosamente.
Le dijeron a Gloria que se quedara ahí o se iba a arrepentir por el resto de su
vida. Gloria los vio por la ventana hablando acaloradamente afuera de la
estación. Cuando anunciaron la partida volvieron al vagón. Nadie dijo una
palabra, sino hasta la siguiente estación llamada “Paso Carretas” en donde se
bajaron los tres a tomar un descanso.
El conductor del tren anunció, por la decrépita bocina, que solamente iban
a estar veinte minutos en Paso Carretas. Gloria pudo percibir que sus padres se
habían bajado nerviosamente, puesto que Clementina apenas podía articular
palabras. La estación se encontraba en la parte más alta del cerro que dividía a
San Juan de la Pradera y a Paso Carretas de los Negros.
La vista desde ahí era espectacular. La estación estaba construida toda de
madera; parecía un palafito del neolítico. Ahí mismo había un pequeño
restaurante donde se sentaron Clementina, Teodoro y la pequeña Gloria, quien
miraba absorta el denso paisaje de cerros tupidos por la vegetación húmeda y
calurosa. Estaban comiendo rápidamente algunas chicatanas asadas, cuando de
momento, Teodoro le dijo a Gloria:
–¿Ves ese niño que vende plátanos? Quiero que vayas y le compres un
racimo.
El niño venía caminando por una vereda suntuosa un poco lejos de la
estación. Traía dos racimos enormes de plátanos en cada mano. Gloria tomó
las monedas que le dio su padre y descendió por el camino de tierra para
encontrarse con el supuesto vendedor. Cuando Gloria y el niño se encontraron,
ella supo que no vendía los plátanos, sino que se los llevaba a su abuela, quien,
a su vez, preparaba licores con las cáscaras fermentadas.
No obstante, cuando el chico vio la posibilidad de cambiar los plátanos por
algunas monedas, decidió venderle un racimo a Gloria. De momento, el
vocero de la estación llamó a abordar el tren y todos los pasajeros se
aglomeraron alrededor de los vagones. Desde el lugar donde Gloria se
encontraba, era imposible ubicar a sus padres entre toda la muchedumbre.
La niña se echó a correr a la estación con el racimo de plátanos en la mano,
y cuando llegó a la plataforma para abordar el tren le pidieron el boleto, ella
solo se limitó a decir que sus padres lo tenían. El cobrador le clavó una mirada
de desprecio y le negó la entrada. Entonces Gloria se puso a buscar
desesperadamente la cara de sus padres entre los polvorientos cristales de los
vagones. “Déjeme pasar por favor”, insistió al boletero quien siguió negándole
el acceso. De un momento a otro, ya todos los pasajeros habían abordado, y
poco a poco, el tren comenzaba a desplazarse liberando sus primeros vapores
para irse a Peña de Cerralvo.
–¡Por favor, déjeme pasar, que mis padres están adentro! –suplicó Gloria al
billetero. Éste la tomó de las manos y le dijo que estaba harto de tanto
polizonte y rufián. Acto seguido, lanzó a Gloria con fuerza hacia la tarima de
madera en donde cayó de bruces con los plátanos agazapados en su trémula
mano. Cuando Gloria se recompuso, el tren había comenzado a aumentar su
velocidad y en cuestión de instantes, la locomotora se había alejado… El ruido
que emitió la máquina al perderse de vista en el horizonte hubo de quedarse
impregnado en el corazón de Gloria como el himno de su eterna soledad.

IV

La estación de Paso Carretas se llamaba así porque el lugar había sido un


punto de descanso para las diligencias de la reina Juana la Beltraneja. En ese
sitio había habido una insurrección africana en contra de la Corona Española.
Quizá por eso el pueblo tenía un aire melancólico, producto de todas las
matanzas y batallas que ahí se llevaron a cabo para lograr la libertad de los
esclavos. En ese sitio se encontraba Gloria aquella tarde en que pasaban los
vagones de los trenes ante los ojos de una criatura abandonada.
Nicolás Caramés era un hombre mayor que hablaba poco. Tenía el pelo
largo y canoso como pirata fuera de tiempo, los ojos bien abiertos como si
debiera estar alerta todo el tiempo y sus manos callosas semejaban la corteza
de los abedules que rodeaban el bosque de Cerralvo. Era el único taquillero
responsable de la estación y llevaba muchos años trabajando en el mismo
lugar. Vivía en el pueblo de los africanos libres que sembraban bananas y
tejían hamacas de cáñamo.
El día en que Gloria llegó a su vida, él se encontraba contado los boletos
del tren para la corrida de las dos menos cinco y se le hizo extraño que,
después de ocho partidas de tren, hubiera una niña en el mismo sitio mirando
anhelantemente en dirección a Peña de Cerralvo. Se acercó para preguntarle si
estaba esperando a alguien, pero no tuvo respuesta: la pequeña estaba
catatónica.
Cuando apenas el sol comenzaba a ocultarse tras los cerros espesos, don
Nicolás no halló qué más hacer con la niña muda. Le había hecho infinidad de
preguntas, pero Gloria no había respondido. Seguía mirando al horizonte como
si un milagro fuera a aparecer entre las oxidadas vías del tren. Al final del día
le echó una manta de lana encima para que pasara la noche; pero en el
momento en que iban a cerrar la estación, la niña entró en la taquilla
arrastrando la frazada y sin decir una sola palabra. El taquillero la sentó en una
banca de madera blanca y le quitó el racimo de bananas que tenía agarrado
como si fuera su único sostén en la vida. Inmediatamente le ofreció sopa de
acelgas con camarones que tenían en el restaurante contiguo, pero tampoco
quiso comer.
Cuando cayó la noche por completo, don Nicolás sintió mucha pena por la
criatura y la invitó a irse con él a su pobre casa que tenía colina abajo, en el
pueblo. Pero ella continuaba mirando en dirección a Peña de Cerralvo, aún sin
decir una palabra. Esa noche Gloria se quedó a dormir en la cabina de la
taquilla y al siguiente día comenzó a recuperar el habla. Entonces don Nicolás
habló con el encargado del restaurante para que la empleara como garrotera;
pero, en ese momento ella no podía siquiera llevar dos vasos de agua sin
tirarlos.
El encargado del restaurante no tenía dinero para pagarle a Gloria, así que
solo le ofreció comida y techo. Se podía quedar a dormir en el restaurante si
ella así lo deseaba. Don Nicolás Caramés repuso que la niña se quedaría con él
en su casa, en lo que su familia venía por ella. De cualquier manera, su paga se
reducía a eso y a unos cuantos pesos de miserables propinas que ahorraría para
poder ir a buscar a sus padres.
Cada vez que llegaba un tren de Peña de Cerralvo, Gloria detenía sus
actividades por completo y agudizaba sus sentidos; daba la impresión de ser
una pequeña hiena a punto de encontrar sustento. En una ocasión, tiró una
charola con langostinos fritos en aceite de coco porque creyó haber visto a su
madre en una señora que había estaba comprando fermentado de Guayaba. A
partir de ahí, sus esperanzas desfallecieron como flores al final del otoño.
Poco a poco Gloria fue ganando confianza hasta que le dijo a don Nicolás
que venía de San Juan de la Pradera huyendo de una multa que sus padres no
podían saldar. Si el dueño del restaurante no podía pagarle, le pidió a don
Nicolás que, cuando cumpliera un mes de trabajo, le acompletara, junto con lo
de sus tristes propinas, para un boleto directo a Peña de Cerralvo, pues tenía la
intención de ir a buscar a sus padres. Don Nicolás le respondió que sería
imposible encontrarlos en una ciudad tan grande.
Sin embargo, algunos días después de que Gloria cumpliera tres semanas
de haber llegado a Paso Carretas, don Nicolás se paró muy temprano, hirvió su
té de gordolobo y se puso a contar los boletos de la primera corrida. Se dio
cuenta de que le faltaba uno para Peña de Cerralvo. Lo primero que se le
ocurrió es que lo hubiera robado Gloria. Se dirigió a zancadas a la estación,
abrió la cabina, la llamó por la explanada y la buscó debajo de todos los
recovecos, pero la niña había desaparecido.
Don Nicolás suspiró viendo hacia los precipicios y le pidió Santa Teresa de
Ávila y al patrono de los niños perdidos, San Gerardo de Mayela, que ojalá
Gloria regresara pronto o que encontrara a sus padres. Esa misma tarde,
cuando se encontraba preocupado por la criatura, se bajó del tren un hombre
joven, apuesto y de apariencia sombría. Tenía el cabello revuelto por todos los
vientos de la intemperie a los que se había sometido y el bigote mal perfilado a
causa de no tener un espejo digno para rasurarse. Era Sixto Caramés, el
hermano menor de don Nicolás, quien había hecho un acto de aparición en
Paso Carretas después de casi cinco años.
Don Nicolás lo reconoció inmediatamente y lo saludó como si se hubieran
hablado ayer. La última vez que se vieron, habían discutido porque cuando
ambos vendían café, Sixto siempre lo mezclaba con garbanzo para aumentar
las ganancias. Por más que don Nicolás le había dicho a su hermano que no
adulterara la mercancía, éste nunca le había hecho caso hasta que lo
descubrieron y se quedaron sin clientes, puesto que se corrió la voz que los
hermanos Caramés vendían “gata por liebre”.
A partir de este evento, don Nicolás se dedicó a ser taquillero de la estación
de tiempo completo y Sixto se fue al ingenio azucarero de Palmerinda donde
se desempeñó por muchos años como supervisor de cargamento de caña. Sixto
venía a pedir empleo con su hermano porque el ingenio azucarero donde
trabajaba había sido clausurado a partir de la misteriosa desaparición de su
propietario, don Mateo Raudal. En lo que se descubría el paradero del
hacendario, los trabajadores habían sido despachados y liquidados por órdenes
de su esposa.
Sixto había regresado a ver a su hermano mayor. Estaba abatido y pensó
que podía hacer algo en la estación del tren. El taquillero le dijo que no podía
ofrecerle más que techo y alimento, igual que a una niña que había aparecido
en la estación hacía casi un mes. Así don Nicolás empezó a contarle la triste
historia de aquella criatura abandonada por sus padres. ̶ Pues ya somos dos
abandonados ̶ añadió Sixto con indiferencia, aún mordiendo lo último que
quedaba de un plátano asado que su hermano había pedido en el restaurante.
Después hubo un silencio pausado, completamente necesario e incluso
cómodo. Ambos se encontraban sentados en una lúgubre mesa de madera que
estaba podrida por el clima de la región. Don Nicolás y Sixto miraban absortos
la espesa niebla de los cerros como si ésta quisiera armonizar con la bruma de
sus propios pensamientos. Solo se escuchaba el golpeteo nervioso de los
sucios zapatos de Sixto.
Tres días después regresó Gloria. Estaba muerta de hambre y con fiebre.
Había llegado a Peña de Cerralvo y se puso a preguntar por sus padres a
cuanto cristiano se le atravesara. En la ciudad el clima era tan distinto que la
pobre terminó con temperatura. Andaba por las calles escabrosas y sucias de
los barrios más bajos mientras preguntaba lastimosamente por sus padres. El
único resquicio de alegría, que nunca tuvo el suficiente peso para recordarlo,
fue el descubrimiento de un nuevo mundo, una alucinación nocturna de luces
y colores intermitentes que Gloria jamás había visto. La ciudad le resultaba un
planeta de otra dimensión en donde la gente se trasladaba en naves que
viajaban a más de setenta kilómetros por hora.
Esa sensación de descubrimiento, mezclada con esperanza, desapareció al
segundo día en Gloria que desistió de su inútil empresa y emprendió su
camino de regreso. Se había convertido en una polizonte malcomida y de
precaria salud. Bajo esas condiciones miserables, sintiendo una fiebre que le
quemaba por dentro y la extenuaba a tal grado de querer desaparecer de este
mundo, juró por su propia vida que nunca intentaría volver a buscar a
Clementina ni a Teodoro.
En su camino de regreso, dentro del tren, Gloria observaba meditabunda y
delirante el paisaje de coníferas, gimnospermas, licopodios y cícadas: todo se
entremezclaban en una gama de verdores paradisiacos cuyos aromas se
revolvían con la tierra mojada y la brisa del mar lejano de Tierra Sola.
Mientras Gloria emprendía su camino de regreso la única cosa que le venía
a la mente era que don Nicolás tenía razón: buscar a sus padres en una ciudad
como Peña de Cerralvo era como tratar de encontrar una aguja en un pajar. Por
otro lado, fue necesario que experimentara en carne propia la violencia de la
ciudad que a los ojos forasteros prometía grandes cosas.
Cuando el tren anunció la parada en Paso Carretas, Gloria se bajó exangüe:
venía descalza, con las plantas de los pies agrietadas, casi cuarenta grados de
fiebre y la garganta reventada. La alcanzó a ver don Nicolás trastabillando en
la explanada y fue tras ella otra vez. Venía asustada y de nueva cuenta se había
quedado sin habla.
Con el paso de los días y con las compresas que le ponía don Nicolás,
Gloria se fue recuperando hasta que volvió a quedar lúcida y sana. Cuando
Gloria salió del cuarto de don Nicolás, se encontró por primera vez con Sixto.
Vio en él a otro mamarracho de alrededor de 30 años, con el pelo largo, mal
rasurado y con ojos trasnochados como si tuviera siempre una preocupación
carcomiéndole el alma.
Le dio los buenos días, pero él no le contestó pues estaba demasiado
entretenido experimentando y mezclando dos tipos distintos de café que
volvería a intentar vender como Café de Altura, cuando en realidad era de la
calidad más baja que pudiera existir en la región. Sin embargo, en su mente
persistía la idea de que las personas de hoy ya no sabían distinguir el buen del
mal café y entonces se lo comprarían.
Poco a poco la casa empezó a llenarse de vida, no tanto por Sixto, quien se
levantaba tarde y esperaba un milagro para su situación; sino por Gloria, quien
paulatinamente recuperaba sus fuerzas y subsanaba los pormenores de
aquellos hombres que parecían haberse quedado sumergidos en una
somnolencia enigmática.
Don Nicolás continuaba su trabajo; Sixto a veces lo ayudaba porque estaba
siempre entretenido con un nuevo negocio que en su mente lo iba a convertir
en una persona más rica que su antiguo ex patrón. Pero al ver que todas sus
tentativas derivaban en fracaso empezó a beber como desesperado en una
cantina de mala muerte que se encontraba justo en el centro del pueblo.
Ahí conoció a un supuesto capitán llamado Heriberto Ceja. Era un hombre
de unos 38 años que pronunciaba mal la “s” y que agarraba los vasos de
cerveza con tanta fuerza que siempre se quedaban marcados sus grandes dedos
en el cristal. Sixto lo escuchó hablando de las fuertes cantidades de dinero que
dejaba el mar cuando se exportaban los placodermos a los archipiélagos de
Bob Morin, en donde los recibían los filibusteros del Nordeste quienes
revendían la mercancía del otro lado del mundo a precios que nadie hubiera
podido imaginar.
Los ojos le brillaron a Sixto y poco a poco se fue acercando a escuchar
todas las historias que Heriberto contaba a los borrachos de Paso Carretas,
quienes con cara estupefacta seguían bebiendo fermentado e imaginándose
una vida de riquezas que nunca tendrían. Sixto, entonces, comenzó a pagarle
las cervezas a Heriberto y a seguir escuchando sus historias que cada viernes
recontaba, pero con otros personajes y ligeras variaciones.
Heriberto venía de Tierra Sola, la playa más cercana a Paso carretas. Se
aparecía cada viernes con un cargamento de cangrejos que vendía en los
mercados de la región y luego de venderlo todo se iba a la cantina del pueblo
donde ya lo esperaba Sixto para seguir escuchando sus historias y para pagarle
las bebidas. En unos de esos días en que los borrachos ya se estaban quedando
dormidos de escuchar lo mismo, Heriberto, totalmente ebrio, le dijo a Sixto:
“Deberías de venirte conmigo a probar suerte al mar”.
Sixto se quedó estupefacto porque esas fueron las palabras exactas que él
esperaba que algún día dijera. A pesar de hablar poco y de haberse gastado una
suma considerable en los alcoholes de Heriberto, Sixto pensaba que invitarle
las bebidas y escucharlo derivaría en una frase parecida, de modo que en
realidad todo lo que hasta ese momento había hecho Sixto era invertir, como si
estuviera jugando cartas, con la esperanza de que en algún momento todo su
dinero perdido se le regresara al triple. Cuando Heriberto hubo terminado esa
frase, con los labios goteando de cerveza, el ojo chueco de ebriedad y la voz
podrida de tanto hablar, Sixto pensó que una vez más le había ganado a la vida
con el menor esfuerzo y la mínima inversión.
̶ Pues tú nada más dime cuando nos vamos y yo jalo ̶ añadió Sixto con el
gesto emocionado.
̶ Un día de estos, compadre ̶ se limitó a decir Heriberto mientras se
tambaleaba en la puerta para salir del bar.
Ese fue el último día que Sixto vio a Heriberto porque a partir de ahí se fue
a otros pueblos de la región de Cerralvo a ofrecer mariscos. Sixto se quedó
con la espinilla en la mente, porque también él quería ser marinero, como su
padre. Sin embargo, al ver que Heriberto ya no iba al pueblo resolvió ir a
buscarlo a las playas de Tierra Sola para unírsele en las grandes
embarcaciones de las que Heriberto tanto alardeaba cuando ya estaba
borracho.
De esa manera, un día, estando en la estación, después de la comida, Sixto
le soltó a su hermano, sin preámbulos, que tenía intenciones de ir a trabajar al
mar. Le contó entonces a su hermano que más de una vez una vez, Heriberto
Ceja, un supuesto capitán de un gran barco pesquero, le había invitado a
probar suerte en los océanos. Sixto estaba convencido de que si se iba con
Heriberto su situación económica daría un gran giro.
Don Nicolás miró a su hermano e hizo un gesto desesperanzador. Luego
observó hacia la ventana que daba a los precipicios y guardó un silencio que
encarnaba algo que solo entre ellos podían comprender. A la postre, don
Nicolás le pidió que se llevara a la niña para que tuviera compañía. Sixto se
negó y examinó a Gloria quien, a su vez, lavaba los trastes en el restaurante
contiguo sin enterarse de la conversación. Al siguiente día Sixto volvió a
desparecer sin dejar rastro.
Un rotundo “No puedo, ni quiero llevarme a la niña” fue lo último que
escuchó don Nicolás de su hermano menor, pues a la siguiente semana el
señor Caramés ya no llegó a trabajar a la estación. Dicen que su muerte fue
por causa natural; aunque algunos comentaban que su deceso se debía a la
tristeza de saber que su hermano estaba por iniciar los mismos pasos de su
padre, quien los había abandonado desde pequeños porque el mar también le
había hecho un sinfín de promesas espurias.
El día de la muerte de don Nicolás, Gloria se había levantado a las cinco
para prepararle su té de gordolobo. Tomó agua de un tanque viejo y a buscar
leña al traspatio, pero ya no había más. Entonces se dirigió a la recámara de
don Nicolás para decírselo. Adentro olía a cuervo quemado, a óxido de pocillo
podrido y a cadenas azufrosas del tiempo de Juana la Beltraneja.
Gloria presionó con su dedo índice la espalda del taquillero. Le llamó con
una voz sutil y pensó que estaba profundamente dormido, de modo que
decidió esperar sentada en una mesita de aspecto decrépito. Observó a don
Nicolás con desconcierto: permanecía exánime e inmóvil, como un tronco
abandonado en la mitad del bosque de Cerralvo. El sol despuntó y el cuerpo de
don Nicolás era como una montaña con estelas de luz abriéndose paso entre
las sábanas corrugadas y mal parchadas. Gloria lo volvió a llamar… No
respondió. Entonces le gritó: “¡Despiértese!”, pero tampoco hubo reacción.
Regresó por el agua que nunca había hervido y se la arrojó en la cara. El
cuerpo estaba tieso como piel de mesohípico colgada en días de verano. Gloria
supo que estaba muerto. En ese momento, se puso sus zapatos rosados de
charol con marcas de tierra y se amarró su harapiento vestido. Fue colina
arriba a la estación del tren para dar la noticia al encargado del restaurante a
cualquier otro mesero.
Cuando llegó a la explanada, vio que todo era un caos: los trenes estaban
detenidos porque no había alguien que entregara los boletos; además, las
personas se encontraban molestas y se quejaban de que no se estaba dando
servicio. En cuanto Gloria advirtió todo ese tumulto, una vez más tuvo la
esperanza de que en ahí pudieran estar sus padres. No le importó dar ninguna
noticia, sino encontrar el rescate más próximo a su situación de niña
abandonada.
Entonces escrudiñó cada rostro para ver si sus progenitores andaban por
ahí, pero no encontró a una sola persona parecida a ellos. Caminó a zancadas a
una parte más alta del cerro y ahí se sentó en una piedra para tener un
panorama amplio. Había gente de todo tipo; sin embargo, en uno de los
vagones, pudo ver que había personas más distinguidas. Las mujeres usaban
encajes de algodón bordados a mano y los hombres tenían sombreros
Chambergo y relojes de bolsillo alemanes que pendían de elegantes cadenas
doradas.
Ese pedazo de la multitud minoritaria se diferenciaba, claramente, de la
otra que no conocía los relojes y usaba sombreros de palma seca. Gloria bajó
la colina precipitadamente y se encaminó hacia aquel vagón que le había
llamado la atención. Los pasajeros de primera clase estaban esperando a que el
tren reanudara su andar; se encontraban afuera soplándose, con abanicos
sevillanos, el sudor limpio sobre sus pieles tersas. Cuando Gloria llegó a esa
sección pudo percibir un olor a romero con almizcle; también se dio cuenta de
que hablaban con un tono de voz distinto y utilizaban palabras que no
comprendía.
Una pareja joven se encontraba parada junto a un helecho, parecían
inapetentes y fatigados. Gloria se acercó a ellos con los brazos abiertos
gritando descontroladamente: “¡Padres, al fin los he encontrado!”.
La pareja miró a la niña con desdén. Gloria tenía el pelo enmarañado y
seco como milpa vieja; su cara estaba chorreada de sudor, tizne y tierra; su
vestido estaba parchado infinitas veces y sus zapatos de charol, pintados de
rosa con grietas de mugre, no aguantarían un paso más sin antes
desquebrajarse. La joven pareja estaba desconcertada cuando Gloria los abrazó
de las piernas como si fueran dos árboles juntos, de momento la mujer de
aquella pareja se echó hacia atrás y le preguntó a Gloria qué le sucedía. No
obstante, la niña se encontraba aferrada a ellos como si fueran un sueño. No
escuchaba absolutamente nada y la mujer tuvo que llamar al guardia del vagón
para que se la llevara.
Cuando Gloria vio que el policía del vagón de la primera clase venía hacia
ella, abrió los ojos como plato y se echó a correr entre la maleza. Cortó
camino raspándose las rodillas y las piernas; en el trayecto sus tristes zapatos
se abrieron como mango maduro que se estrella en el piso. Gloria terminó en
el mismo sendero de tierra mojada donde se había encontrado con el niño que
vendía plátanos. Luego pensó en el rechazo de los ricos: por más que lo
intentara ya nadie se iba a hacer cargo de ella: se encontraba sola en el mundo.
En ese momento se percató que en plataforma del tren la gente comenzaba
a arremolinarse alrededor del presidente municipal de Paso Carretas, un afro-
mestizo que acababa de hacer su aparición triunfal en la estación. Gloria se
dirigió hacia la multitud.
̶ Señores, temo decirles que las corridas de la estación de Paso Carretas han
sido canceladas debido a la súbita muerte del taquillero ̶ dijo con aire
pomposo. Después miró a un papel arrugado y trató de leerlo al tiempo que
empezó a tartamudear. Inmediatamente un señor que estaba a un costado, con
cara de ave de rapiña y aliento de catacumbas, comenzó a soplarle al oído lo
que tenía que decir. El presidente espetó:
–Las personas que vengan de otras estaciones pueden continuar su camino,
mientras que los que iban a abordar aquí tendrán que hacerlo mañana que
llegue el nuevo taquillero.
El abucheo general se hizo presente al tiempo que los cobradores dejaban
entrar a los pasajeros con boleto; a los demás les pedían afablemente que se
retiraran.
A don Nicolás le hicieron todas las misas correspondientes, pero nadie
asistió a su funeral. Tampoco se derramó una sola lágrima por él. Sixto llegó
un día después de lo sucedido. Había regresado a las colinas de Palmerinda
con la finalidad de vender sus pertenencias, mudarse a las playas de Tierra
Sola y probar suerte como pescador. Sin embargo, justo cuando se disponía a
partir, le llevaron un telegrama con la noticia de la muerte de su hermano. En
ese instante sintió un balde de agua fría en el pecho, los huesos le reverberaron
y las piernas se le vinieron abajo como los derrumbes de los barrancos de Paso
Carretas. Inmediatamente regresó a casa de don Nicolás tratando de
mantenerse ecuánime, mas no podía dejar de pensar en su último encuentro. El
recuerdo de todos los pleitos que habían tenido le dentelleaba el alma como
roedor salvaje.
Dentro del alma de Sixto se anidaban los recuerdos en donde ellos habían
sido criados para estar solos. Ni su hermano, ni él, tuvieron amigos, esposa o
hijos. No era sorpresa que aquel funeral estuviera desértico. Don Nicolás había
sido un hombre duro y curtido por los años de devoción a su soledad.
Con sus mínimos ahorros que hizo como estafador de café, más su
liquidación en el ingenio cañero, Sixto contrató a dos albañiles para que
cargaran el ataúd de su hermano, a un panteonero que cavó una tumba de
medio metro y unas plañideras que en la noche vendían fritangas en el pueblo,
y en la mañana cobraban dos kilos de carne de Jabalí por llorar una hora frente
a un muerto. Todavía le quedó un tanto para seguir viviendo algunos meses
más. Cuando todo acabó y las plañideras se fueron, quedaron solo Gloria y
Sixto. Ambos se miraban con la estupefacción de dos desconocidos.
Sixto pensaba que la muerte de su hermano ya había quedado en el olvido.
No importaba que la gente del pueblo lo conociera de toda la vida, pues eso no
lo había salvado de ser un alma solitaria cuyo nombre se extinguiría en el
letargo de los días. Resolvió que quizá su hermano se había dejado morir de
cansancio. Sí, había abandonado este mundo porque estaba harto de rumiar sus
propios soliloquios.
Sixto contaba con 27 años. No le quedaba nada más que salud y muchas
fantasías sobre su realización como hombre. Había trabajado casi la mitad de
su vida para don Mateo Raudal, quien nunca se aprendió su nombre, ni le dio
un solo aumento de sueldo.
De niño se había criado con su hermano Nicolás. Su madre pasaba la
mayoría del tiempo cuidando de una anciana enferma y su padre se había ido
con otra mujer que conoció en uno de sus tantos viajes a todos los mares del
mundo. Ese día, después del entierro de su hermano, Sixto había caminado
medio kilómetro bajo el sol y sostenía la mano de la pequeña Gloria quien
miraba la tierra cuarteada mientras escuchaba los falsos plañidos.
Ahí Sixto recordó su infancia a lado de su fenecido hermano Nicolás, que
en realidad siempre había sido como un padre para él. Y fue así que, entre la
memoria perdida y el duelo que vivía un jueves de sol incandescente, Sixto no
supo a ciencia cierta cuándo enterró a su hermano o cuándo regresó a la
desmembrada choza donde don Nicolás vivía con la niña. Solo pudo recordar,
mucho tiempo después, que se tumbó en un tapete de palma y se perdió por
completo mirando un haz de luz que entraba por el agujero de una tabla que
fungía como pared. Gloria era una taciturna testigo de la melancolía que en ese
momento inundaba al hermano menor de don Nicolás Caramés.
Cuando Sixto despertó de su corta ensoñación, Gloria continuaba
observándolo desde una vieja silla de palma y carrizo. Sixto tenía la sensación
de que había naufragado, quizá por siglos. Entonces Sixto pensó en su padre,
en el mar y en los pedazos de remembranza que unían su abatida imagen en
una mezcla atemporal que estaba hecha de entelequias. Luego apretó sus
puños hasta pulverizar el recuerdo.
Aún le llegaban oleadas de pasado, pero debía continuar. Se hizo
consciente de la realidad que estaba viviendo y vio a la pequeña Gloria
observándolo con curiosidad indulgente. Sintió mucha pena consigo mismo y
juró por su hermano muerto no volver a perderse en sus recuerdos y ponerse a
hacer algo con su vida. Ahí, tumbado en ese tapete de palma, acompañado de
un halo de luz tenue, había decidido enterrar su pasado para siempre.
Acto seguido, impulsado por un nuevo deseo, o una ilusión sobre una
mejor vida, expresó algo que no pudo controlar porque le vino desde lo más
entrañable de sí:
–Niña, vámonos al mar.

Heriberto Ceja tenía casi sesenta años y aún vivía con su madre, una
señora de piel con textura de arándano, ojos cerrados y dedos enraizados que
siempre se sujetaban en un viejo bastón de nazareno con el que
milagrosamente caminaba. La señora andaba lentamente por todo el pueblo, y
siempre se tardaba mucho en llegar a su destino. Cuando le daban las prisas le
pedía a su hijo que la pusiera en una silla de ruedas, y ella la empujaba con la
ternura de una octogenaria. Detestaba pedir ayuda. Todos los primeros días de
cada mes recogía su pensión que llegaba a la estación de tren en aquel sitio de
calor infernal donde llegaron Sixto y Gloria.
La señora era gruñona y solo tenía una amiga llamada Cleotilde Samperio,
con ella asistía a todos los rezos del pueblo. También la señora tenía una
joroba en donde a veces se le paraba una gaviota parda sin que ella se diera
cuenta. El día en que llegó Sixto, se encontraba concentrada en la cocina
adobando cueros de jabalí cuando escuchó que alguien tocaba en la puerta de
encino. Inmediatamente, supo que era un extraño, pues nadie la buscaba; a
menos que fuera jueves de rezo comunal en que Cleotilde Samperio aparecía
con el misal en mano, los zapatos cerrados y su falda de pana gris. Los labios
de la señora Ceja temblaron con decrepitud y alcanzó a emitir un sonido
destemplado que Heriberto escuchó desde la silla de piel curtida.
̶ ¡No oyes que están tocando! ̶ clamó la viejita.
Heriberto se puso de pie y fue a abrir. Se sorprendió al ver a Sixto parado
en su puerta con el gesto desenfadado y la cara chorreando de sudor. Sixto
expresó que finalmente había decidido venir a trabajar en la pesca de arenque.
Hacía algunos meses, Heriberto Ceja lo había invitado a trabajar en Tierra
Sola, mas no podía creer que le hubiere tomado la palabra. En realidad le
había dicho que viniera con él solo por sostener un tema de conversación y no
aburrirse en sus viajes a Paso Carretas. De cualquier manera, lo pasó a su casa
y le ofreció un poco de fermentado de guayaba mientras su madre, con gesto
suspicaz, se asomaba por la puerta de la sala.
Ese mismo día Sixto había llegado a Tierra Sola. Lo primero que hizo fue
preguntar por Heriberto Ceja. Justamente, afuera de la estación, le dijeron
dónde vivía, pero no era ningún patrón de los arenques, sino únicamente un
pescador que recibía comisiones por vender abadejo, placodermos, cangrejos y
angulas. Sixto no quiso escuchar la realidad y continuó su camino, asido de la
mano de Gloria, a quien, antes de aventurarse a tocar la puerta de la casa de
Heriberto, dejó esperando en la sombra de un árbol mientras él hablaría con el
hombre que supuestamente iba a cambiarle el destino.
Heriberto no sabía cómo reaccionar aquella tarde en que Sixto bebía el
fermentado y mostraba su felicidad de iniciar una nueva vida en la playa. Con
las mejillas enrojecidas de vergüenza, como herradura al fuego, Heriberto tuvo
que decirle la verdad y lo mandó con el verdadero capitán del barco quien
solamente le pudo ofrecer desenredar las redes de los barcos pesqueros.
Heriberto sintió culpa por haberle hecho creer a Sixto que en el mar había
un lugar para él, cuando en realidad solo había sitio para los resignados a vivir
en la lejanía y en el olvido. El pescador quiso resarcir un poco sus mentiras,
así que fue recomendando a Sixto aunque no tuviera ninguna referencia de él.
Con el paso de las semanas, el verdadero capitán pudo ver que Sixto en verdad
tenía pasión por el mar; así que lo subió de nivel poniéndolo a clasificar
pescado como ángel grisáceo, barracuda colmilluda de agua salada, tarpón de
escama blanda y anguila tornasol de cola espinosa.
Tierra sola le hacía honor a su nombre porque era un sitio yermo, caluroso
y alejado, como si lo hubiera fundado alguien desesperado por huir de sus
fantasmas y perderse entre los escollos y archipiélagos aledaños. Era la playa
más triste de toda la región con apenas algunas cabañas distribuidas
irregularmente. Allí la actividad principal era el arguende de la plaza, los rezos
comunales y la pesca vespertina. Sixto y Gloria llegaron un viernes a medio
día y se bajaron en la última estación de la región de Cerralvo. Los vieron
atravesar la plaza como dos forasteros que traían una polvorosa maleta de piel.
Gloria observaba por doquier y pensaba que aquel lugar tenía un aire
inquietante, como si sus habitantes vivieran atemorizados esperando el
cumplimento de algún presagio. Con los últimos centavos de sus tristes
ahorros, Sixto pudo comprar una pequeña y vieja choza de palma que en su
interior tenía muebles de carrizo y piso de cemento fresco. Por dentro se sentía
como si fuera la cavidad bucal de un megalodonte muerto.
Cuando Gloria vio por primera vez el mar, quedó tan perpleja del turquesa
de las aguas que se puso a llorar de felicidad. Ese día la tarde estaba por caer y
el sol aún bañaba los objetos con su luz. Sixto hacía los tratos para la compra
de la cabaña al tiempo que Gloria se metió al mar sintiendo las olas golpear su
delgado cuerpo y ondear su larga cabellera… A lo lejos vio un destello de un
pez espada que sorteaba las aguas como si armonizara con la felicidad que en
ese instante sentía Gloria.
Por su lado, Sixto fue haciendo amistades con los pescadores y ganándose
la confianza del capitán del barco. De esa manera, lo llevaron a su primera
salida, y al cabo de cierto tiempo Sixto ya emprendía viajes cada vez más
largos: primero a los Islotes de Carreña, luego cruzaba el Canal de la Matrona
hasta que finalmente logró embarcarse por días enteros hacia las recónditas
Islas Alejandrinas.
Gloria a veces se quedaba sola y no salía del mar. Comía con los
pescadores en turno, esperaba el atardecer con ansias y se dormía en una
hamaca comunal que estaba entre la playa y el pueblo. A veces iba a visitar a
la señora Ceja quien le contaba pasajes de la biblia y le preguntaba sobre sus
verdaderos padres. En repetidas ocasiones la señora Ceja le pidió a Gloria que
hablara con el cura del pueblo para ver si la podía mandar a un asilo de niñas a
la ciudad de Peña de Cerralvo porque no estaba bien que una niña como ella
viviera con un desconocido.
Otras veces, Gloria visitaba a Cleotilde Samperio. Una señora solterona
que siempre traía una falda de pana y unos zapatos cerrados con una hebilla
descolorida. La había conocido por la señora Ceja, quien se la llevó para ver si
le daba unas monedas a la niña para que se pusiera a barrer o a limpiar su
Virgen de la Soledad Dolorosa de tamaño natural. La señora Ceja también
llevó a Gloria con el padre Trinidad para ver si la niña tenía todas sus
consagraciones cristianas. La niña dijo que solamente había sido bautizada, a
lo que el padre respondió que pronto habría que incluirla en la lista de los
niños que iban a hacer su primera comunión.
La vida de Gloria se había vuelto más tranquila, aunque por dentro ella
sentía que algo le faltaba: sus cumbias a todo volumen, por ejemplo. Cuando
le cuidaba la casa a Cleotilde o le limpiaba su virgen buscaba sus canciones en
la estación de radio y todavía soñaba con una fiesta de quince años en donde
todo mundo pudiera embriagarse y bailar hasta que se cansaran. Cuando
Cleotilde Samperio la vio bailando “la cumbia del cuervo” y restregando las
nalgas en la pared se escandalizó tanto que la llevó directamente con el padre
Trinidad quien le untó agua bendita y le confirmó de inmediato como hija de
Dios.
Ese mismo día Gloria salió de la iglesia y afuera la esperaba Cleotilde
Samperio para llevarla a su cabaña. Caminaban un par de cuadras en dirección
a los páramos que dividían el pueblo y la playa cuando en medio de la calle
escucharon unos gritos y un cristalazo. Voltearon la mirada, el alboroto venía
de una tienda de dulces que se veía vieja y sucia. “No hagas caso niña, es
Catalina y sus locuras”, dijo Cleotilde mientras aceleraba el paso para que
Gloria no la viera.
̶ ¿Y quién es esa señora? ̶ preguntó Gloria interesada.
̶ Una loquita judía que no tiene ningún sacramento divino. Entre más lejos
estés de ella, mejor.
Gloria se quedó intrigada por saber quién gritaba de esa manera, pero
después, ya en su casa a solas, con el sonido de las olas del mar cayó en un
sueño profundo.
Por su parte Sixto, en uno de sus primeros viajes a los Islotes de Carreña,
lo mandaron a pescar cangrejos ermitaños. Allí conoció a Flora Icazbalceta,
una mujer ruda que también cazaba cangrejos con una lanza de punta fina. Ella
llevaba los mariscos al Canal de la Matrona para venderlos en los numerosos
prostíbulos por los que el lugar era conocido. Sixto la había visto vagando por
la playa con una botella de dos litros de cerveza de raíz, un cigarro de buen
tabaco forjado a mano, una bolsa de yute y una enorme cubeta enlazada a su
espalda.
Estando en los escollos, en plena pesca de cangrejo, Sixto se había dado un
descanso para seguir a Flora con la mirada y pudo percatarse que, dentro de la
de cubeta de la mujer, sobresalían los cangrejos moribundos moviendo las
tenazas. Ahí vislumbró cómo Flora se encaramaba en una pared rocosa y no
daba crédito al ver cómo pudiera tener tal entrenamiento: sus músculos
estaban torneados, sus nalgas eran fuertes como acero de barco, y su aspecto,
en general, era bastante tosco. De momento, Flora se asió de una roca, pero
esta se despeñó y la mujer quedó pendida de un solo brazo.
Sixto se alarmó al ver la escena y corrió a su auxilio; no obstante, Flora
soltó la cubeta de inmediato y se agarró de otra piedra que estaba muy cerca
de ella. Después bajó la pared rocosa por su propia cuenta y volvió a
recolectar, de manera eficaz, todos los cangrejos que estaban en el suelo
intentando escapar de inminente destino: ser devorados por putas y borrachos
en el canal de la Matrona. Cuando Sixto llegó al sitio para tratar de ayudarla,
Flora ya estaba sentada en un escollo; había sacado de su bolsa la botella de
cerveza de raíz para el susto y la bebía como si fuera agua fresca.
̶ ¿Se encuentra usted bien señorita? ̶ preguntó Sixto en tono solemne.
Flora lo miró con cierto desdén, dio otro sorbo a la botella y le respondió
con voz áspera:
̶ Si venías a ayudarme, no necesito ayuda; pero si vienes a follar vamos a
una cueva.
Sixto no podía creer que una mujer contestara de esa forma tan directa. En
cierta manera le atraía la fortaleza; pero también lo apabullaba. Se quedó ahí
en silencio sin saber qué decir.
–¿Dónde está la cueva? –agregó finalmente con un hilo de voz.
Esa misma tarde regresaron al puerto de Tierra Sola. Estaban ebrios y
tenían las manos vacías. A Sixto lo corrieron de la embarcación por no traer
cangrejos, y todo el respeto que se había ganado se perdió como una burbuja
en el agua. En la madrugada llegó a su choza con Flora. Tiraron los pocos
muebles de carrizo que tenían. Gloria se despertó, puesto que dormía en la
cocina en un pequeño tapete de palma. Cuando fue a la sala lo primero que vio
fue a Sixto fornicando con una desconocida de cuerpo descomunal. Le
impresionó tanto ver el acto que se quedó despierta toda la noche mirando el
tejido de la palma en el techo.
Al siguiente día Gloria se sorprendió al ver a la misma mujer de la noche
anterior. Flora se encontraba lavando los trastes y tarareando canciones
folclóricas del lejano Perú. Los días consecutivos fueron un poco difíciles,
pues Flora no se iba y entonces se había creado una eterna rivalidad entre las
dos mujeres. “A partir de ahora mando yo”, le comunicó la tosca mujer a
Gloria ese mismo día en que la había visto lavando trastes y cantando. Sixto se
había ido a buscar trabajo, y la robusta mujer decidió tomar posesión de la
choza como si le perteneciera desde siempre.
Gloria la evitaba, se escapaba al muelle o se iba a jugar con algunos niños
cuyos nombres nunca se aprendía. Cuando regresaba en la tarde, Flora la
reprendía por ausentarse tanto. La amenazaba con amarrarla de una piedra y
mandarla sola en altamar dentro de un bote para que enloqueciera entre el sol
hirviente y en la inmensidad del despiadado océano. Paulatinamente, Flora fue
tratando a la niña como si fuera una sirvienta. En la noche, que llegaba Sixto
de buscar trabajo, Flora se quejaba amargamente de lo holgazana que era la
niña y de la probabilidad de que solo les trajera problemas como pareja.
Sixto, antes de irse a buscar trabajo por enésima vez, habló con la niña. Le
pidió que obedeciera a aquella mujer de mirada penetrante y piernas de árbol
macizo; pero Gloria, sin poder encontrar alguna prueba para demostrar que
aquella mujer la trataba mal, solamente sintió deseos de venganza. Quería que
se descubriera la clase de serpiente que era aquella mala entraña. Algunos días
después, Flora mandó a Gloria a traer vegetales al mercado de Tierra Sola;
Gloria solo miró hacia la ventana y se imaginó que un megalodonte se salía
del mar y aplastaba de un solo golpe a aquella ridícula señora.
–¿Me estás escuchando tonta? ̶ profirió coléricamente Flora al darse
cuenta que Gloria se encontraba distraída.
–Claro que sí señora –resopló Gloria con una sonrisa de oreja a oreja
mientras tomó el billete de veinte pesos que Flora le extendía para comprar la
comida.
Gloria salió de la cabaña danzando y cantando. Se sentía como una
bailarina dentro de un musical norteamericano al que nunca perteneció. Cruzó
los campos de piña, los secos pantanos y los cañaverales para llegar al pueblo.
En su mente solo estaba la idea de pasar todo el día afuera. Andaría entre
tamborazos, ollas de fritangas, y entre el fandango de los viernes en que los
vecinos sacaban los fermentados y ponían las cumbias a todo lo que daba.
Sentía dentro de sí un poco de júbilo por saber que retaría a Flora, que no
compraría una sola zanahoria y que todo el día se dedicaría a perderse con un
poco de dinero en mano.
El pueblo era pequeño pero pintoresco. Lo había fundado un misántropo
marinero vasco llamado Lucanor Dorronsoro que a su vez había naufragado en
el mar de Cerralvo y se había vuelto ermitaño a causa de lo que él llamaba “los
traumas de las aguas”. No había dejado herederos, pero había una estatua de él
en la entrada de la carretera federal.
En el camino al pueblo Gloria recordó los gritos de la mujer loca a la que
no debía acercarse, y no entendía por qué, si se sentía más identificada con
eso, que con los sacramentos cristianos que la señora Ceja y Cleotilde
Samperio le habían obligado a hacer. Decidió que gastaría su dinero en dulces
y de paso conocería a la misteriosa judía.
Catalina Luna tenía melena de vagabundo, usaba un mandil rasgado por
sus quince gatos y traía las uñas repletas de turrón seco con pelusas. Vendía
dulces de tamarindo, frutas deshidratadas, buñuelos de plátano, casabe de yuca
y turrón de guayaba; pero además predecía el futuro en las cáscaras de coco.
Era una mujer misteriosa que todo el tiempo alzaba la voz en los momentos
menos esperados, como si del cielo le llegaran revelaciones.
Su tienda y su casa estaban decoradas con los cuadros de su bisabuelo, don
Ferdinando Luna de Aranjuez, un prolífico comerciante judío que había
llegado a Tierra Sola a vender dulces y alfombras. Dentro del negocio también
se podían encontrar varios relojes de péndulo y candiles abandonados que a
veces Catalina encendía en la noche para entrar en trance. Los anaqueles de su
tienda eran de cedro; estaban tan fuertes que daban la impresión de estar vivos
o de aún formar parte del árbol. En la esquina del ámbito se observaba un
telescopio de cobre; muy viejo, oxidado y con las lentes estrelladas. Había
sido un instrumento de navegación de Matteo Polo mucho antes de adentrarse
en la antigua Crimea.
Catalina Luna tenía tres anillos en cada dedo y un brazalete de oro véneto
enrollado en su melena. La gente la visitaba más por conocer su futuro que por
comer sus dulces, los cuales, podían llevar años en las estanterías sin ser
comprados. Gloria entró a las doce del día a la tienda. Tenía la mirada perdida
y se sentía asombrada de ver tantas antigüedades. Afuera hacía un calor de los
mil demonios, pero adentro del oscuro recinto uno tenía la sensación de haber
viajado a un país con un clima más benévolo.
La mujer trastornada escuchó maullar a sus gatos y salió de entre una
estantería de enciclopedias viejas empastadas por la editorial Pleyade. La pasta
dura de uno de los libros mostraba la fotografía de Rémy Belleau. Catalina le
preguntó a la niña si venía a conocer su futuro. Gloria dijo que no,
simplemente quería dos bolas de tamarindo al tiempo que le extendía el billete
de veinte pesos que le había dado su madrastra.
La judía se acercó a la pequeña que aún miraba alrededor medio
desconcertada. Tres hermosos gatos, cuyas pieles acicaladas semejaban las de
un zorro rojo, caminaron exquisita y elegantemente detrás de la adivina. Uno
brincó y se posó en el viejo telescopio al tiempo que ronroneaba. A la sazón, la
adivina del pueblo cogió el billete, lo arrugó y lo metió en su mandil podrido.
El billete se salió y rodó en el piso, y el gato que no estaba en el telescopio se
puso a jugar con el papel arrugado como si fuera una pequeña pelota.
–Bueno, no importa lo que tú quieras, niña –replicó la vieja con el mismo
tono de augurio que siempre utilizaba para toda ocasión, incluso para vender
turrones–. Te voy a hablar de la terrible desgracia que te espera por el simple
hecho de ser mujer y existir en este mundo tan lleno de malicia y sufrimiento.
Habiendo dicho esto, corrió al telescopio. El gato se asustó y brincó a una
estantería. Catalina Luna miró por el lado opuesto de la lente; es decir, por el
parasol. Entonces cerró los ojos y recitó un poema de Juana de Ibarbourou; a
continuación cantó Astro del ciel en dialecto napolitano. Gloria observaba
cómo aquella mujer se llenaba de júbilo al hacer toda esa serie de rituales,
parecía que estuviera dando un espectáculo moderno de teatro o danza.
Cuando Catalina volvió de su trance, tomó a Gloria de las manos y la miró
fijamente diciéndole:
–La vida es horrenda pequeña, no hay nada por lo que valga la pena tantos
años de existencia. Acabo de ver tu tristeza más infinita, y temo decirte que
estás destinada a que nadie te quiera, nunca –musitó con lágrimas en los ojos
mientras la abrazó a manera de consuelo.
Después de un tiempo de silencio la soltó. Le dijo que se podía llevar de la
tienda todo lo que le cupiera en las manos. Gloria estaba aturdida; no entendía
lo que había pasado. En el pueblo se decía que Catalina Luna estaba loca
porque había conocido el mundo hasta los diecisiete años cuando hubo muerto
su último familiar. Cuando era pequeña sus padres la sorprendieron invocando
a los espíritus y haciendo pócimas con extracto de floripondio. Ahí la tacharon
de bruja, se sintieron avergonzados de tenerla y la encerraron durante toda su
primera infancia en un sótano. Dicen que vivía amarrada de un pie y que solo
comía cáscaras secas.
Gloria comenzó a recolectar todo tipo de dulces, pero eran tantos y sabían
tan mal que los compartió con algunas personas del pueblo y con los perros
hambrientos que se amontonaban ante el olor a rancio. Gloria no comió nada,
los dulces de Catalina estaban tan echados a perder que dos perros murieron y
cinco niños se enfermaron de diarrea.
Ese día la plaza del pueblo comenzaba a llenarse. Estaban por llegar los
restos de la Santa Niña Nicasia, una pequeña infanta que había quedado
carbonizada, con las manos abiertas al cielo, en un incendio de la localidad de
la Nueva Sahara de los Atunes. Se decía que la niña portaba milagros si
tocabas su urna y pedías con fervor al canto de un rezo que solo el cura sabía.
Gloria pasó la tarde entre cánticos, tamales de maíz negro, churros rellenos
de zarzamora, música de tambora y esperanzas hacia el poder la urna
milagrosa. A las cinco cuarenta y tres, toda la población ya estaba reunida en
la plaza del pueblo. Estaban absortos y expectantes de que la Santa Niña les
hiciera un gran milagro en ese pueblo desolado. Entonces, se escucharon cinco
campanadas, y de la torre más alta de la iglesia salió el cura vestido de gala;
traía un solideo bordado con hilos de seda y una muceta roja con figuras
regionales como palmeras, placodermos y piñas.
El padre hizo la señal de la Santa Cruz y a partir de ese momento hubo un
silencio eterno, sepulcral… El cura miró por todos lados como si
inspeccionara a su audiencia. Acto seguido encendió un copal con olor a mirra
y elevó la urna con sus manos en dirección al cielo. Fue ahí donde se sintió
una energía descomunal que portaba todo el anhelo de que el mundo no se
pudriera, que los cuerpos vivieran por siempre, que el amor prevaleciera sobre
las separaciones de los amantes, que los progenitores fueran eternos, que las
mujeres gobernaran el mundo y que la economía volviera al trueque.
Después de los rezos hubo una gran fiesta. Soltaron fuegos artificiales de
Mianyang y en la plaza tocó Tropicalísimo Apache. Todos bailaban al ritmo de
la cumbia y la guaracha. Los borrachos salieron de las cantinas, sacaron los
fermentados de cáscara de piña y los licores de guayaba. Por las calles se vivía
una algarabía sobrenatural que anunciaba el inicio de nuevos tiempos. Catalina
Luna había salido a bailar con los borrachos del pueblo y en el cielo estrellado
solamente se lograban ver los juegos artificiales que formaban las mismas
figuras bordadas en la muceta del cura Trinidad.
Aquel día Gloria sentía un júbilo muy especial. Pensaba que siempre
recordaría ese momento lleno de luz, vaticinios, espiritualidad, comida y
música. Se encontraba contemplando el espectáculo de luces cuando sintió que
alguien la jalaba fuera de la multitud. En ese momento imaginó que un pulpo
gigante de catorce tentáculos la llevaba a su cueva para succionarla hasta la
muerte. Era Flora que la había tomado por los cabellos y la arrastraba por las
calles del pueblo.
La niña gritaba e intentaba zafarse, mas la fuerza de aquella mujer de
aspecto vikingo era superior. Finalmente Flora sentó a Gloria en una banqueta
y le preguntó por lo que le había encargado. Gloria se paró impulsada por la
adrenalina; le contestó ásperamente que ya no tenía nada y que tampoco había
comprado un solo rábano. Entonces Flora respondió con una bofetada que
lanzó a la criatura a la mitad de la banqueta. La gente que pasaba por ahí no se
percataba de lo sucedido, pues estaba hipnotizada por el espectáculo y por las
ondas magnéticas que emitía la urna de la Santa Niña Nicasia.
Gloria se levantó con los labios rotos y con un diente movido de su lugar;
lo único que pensó en ese momento fue que la guerra se había declarado
oficialmente entre ellas dos. Se echó a correr hasta que desapareció de la vista
de Flora. Esa noche, durmió cerca de los campos de piña y los secos pantanos
que conectaban al pueblo con la playa.
A la mañana siguiente Gloria regresó con Catalina Luna. Le dijo que era la
niña de ayer. No tenía dinero, pero necesitaba vengarse de su madrasta.
Catalina Luna la miró con un gesto desconfiado, como si no la conociera;
finalmente le preguntó por qué deseaba cometer tal acto.
–Porque la vida es horrorosa y si no haces justicia por tu mano, ésta nunca
lo hará por ti –expresó Gloria con el ceño fruncido.
A la vieja se le iluminaron los ojos al escuchar esas palabras, estaba tan
emocionada que echó a sus gatos guardianes del sitio, arrastró una silla estilo
Luis XVI con remaches de oro y encendió una ruidosa máquina que preparaba
té. Unos segundos después agregó:
–Verás pequeña, yo he sufrido tanto como tú, pero no tengo el valor de
matarme porque estoy esperando un evento que pronto va a ocurrir… –le dijo
a Gloria abriendo los ojos como gato asustado. Después fue por el té y sirvió
dos tazas decoradas con escenas de la guerra del Peloponeso–. Sin embargo, –
continuó dándole unos sorbos a la bebida–; tienes de saber que acerca el fin de
los tiempos y esa será nuestra única oportunidad para ser felices.
Dicho esto se puso de pie, y de entre las estanterías de dulces sacó una
pequeña caja que puso a la vista de Gloria. Comentó que ahí estaba justamente
lo que ella necesitaba. Gloria se acercó y abrió la pequeña caja de madera.
Estaba grabada a mano con motivos fenicios y albergaba en su interior un
hermoso revolver dorado Tiffany del siglo XVIII. Inmediatamente Gloria se
echó hacia atrás y movió su cabeza de un lado a otro. Después de una pausa, le
dijo a Catalina Luna que no deseaba matar a Flora, sino darle una lección.
La vieja miró tristemente hacia el piso, luego al arma. Cerró la caja con
fuerza dando la impresión de estar enojada o decepcionada y caminó por la
tienda arrastrando los pies y rumiando que la juventud de ahora estaba carente
de criterio. Volvió a pasearse por la tienda palpando los dulces de las
estanterías como si su mano fuera un detector de metal. Finalmente se detuvo
en un membrillo de papaya seca, lo asió con cuidado y se lo mostró a Gloria.
–Este dulce es tan viejo y está tan mal preparado que quien se lo coma no
se escapará de una infección de esas que ni la Santa Niña Nicasia podrá
aliviar.
Gloria miró el empaque pegajoso, roto y con pelos de gato incrustados.
Asintió con un aire de triunfo, con una sonrisa maliciosa que abría la
complicidad entre una niña abandonada y una mujer con problemas mentales.
Catalina Luna se alegró por primera vez en meses; en ese momento Gloria
pudo ver que algunos dientes de su loca eran de oro, al igual que el brazalete
incrustado en su melena. Gloria salió de la tienda embargada por el deseo de
venganza, atravesó el pueblo, los campos de piña y finalmente llegó a la
cabaña que estaba sola. Flora había ido a vender mariscos a la estación del tren
y Sixto seguía buscando trabajo.
En la cocina, Gloria molió el dulce, con todo y envoltura, en un mortero de
piedra; luego vertió el polvo en el frasco de la pimienta. Cuando Flora llegó de
la estación, la niña se encontraba sentada en un pequeño sillón de carrizo y
escuchando en la radio una estación de son cubano. Ese día ambas se
ignoraron. Flora preparó abadejo con arroz reventado y vertió una cantidad
considerable de “pimienta” en el guisado. Cuando Gloria vio que Sixto se
acercaba a la cabaña se echó a correr para encontrarlo en el camino y llevarlo
a otro lado.
“¿Dónde dormiste ayer?” Le preguntó Sixto a Gloria un tanto enojado.
Gloria respondió que se había quedado con su nueva amiga en el pueblo. “¿Y
cómo se llama tu amiga?”, volvió a preguntarle. “Esther”, respondió Gloria.
“Pues luego me la presentas”, dijo Sixto con cierto aire de indiferencia. Ahí
Gloria intentó hacer que Sixto no fuera a comer a la cabaña, pero él expresó
que moría de hambre; irían a donde quisieran después de comer. Gloria sintió
que el alma se le escapaba del cuerpo, pero no tenía otra opción; así que se
encogió de hombros y se fue al muelle a ver el atardecer sabiendo que Sixto
también se enfermaría. Se le ocurrió que quizá el mal manejo de los alimentos
de Flora mellaría la relación. Realmente no importaba, siempre y cuando ellos
se separaran o comenzaran a tener problemas.
Gloria pasó el resto de la tarde viendo el mar desde el risco mayor desde
donde se veían los Islotes de Carreña y parte del famoso Canal de la Matrona.
Pensaba en su vida, en sus padres y en cómo todo había cambiado para ella. El
mar se extendía por todo el ámbito y alrededor se veían los barcos pesqueros
que se perdían en el horizonte mientras las gaviotas que graznaban en la orilla
de playa. Se alcanzaba a ver el pueblo, los campos de piñas y toda la fauna
selvática que se trenzaba desde la estación e iba a parar hasta los pueblos
contiguos cuyos nombres Gloria no sabía.
Gloria volvió a sentir esa conexión que alguna vez sintió con la selva, era
como si debajo del agua yaciera una fuerza que la observara en silencio
esperando ver qué actos cometería a continuación…
Cuando el sol dejó flotar sus últimos rayos sobre el calmo mar, Gloria
pensó en su infancia y en el vaticinio de Catalina Luna; ella le había dicho, sin
conocerla, que nadie en este mundo la amaría y quizá era verdad. Se sentía
como un pedazo de alga seca pisoteada por los pescadores, adobada por el
calor infernal y reactivada infinitas veces por la marea creciente de la luna
llena.
Gloria bajó del risco y se encaminó a la choza de palma. Cuando llegó,
escuchó voces extrañas. Se adentró y lo primero que vio fue al padre Trinidad
con la urna de la Santa Niña. Estaba rezando por la pronta recuperación de
Sixto, quien se encontraba alucinando y gritando: “¡Corsarios, al ataque!”. Sus
manos parecían sostener un timón imaginario. Gloria sintió un poco de pena
por él, pues estaba alucinando de tremenda infección que le habían provocado
los dulces de Catalina.
Al lado de su cama se encontraba Flora, de pie como un cedro seco;
sostenía una rama de hojas de manzanilla. Daba la impresión de ser una viuda
acompañando el cadáver de su esposo. Junto a Flora, estaba una desconocida
que parecía su familiar, puesto que tenía el mismo gesto duro, casi la misma
estatura y la complexión de toro. También había otras personas del pueblo que
rezaban, lanzaban agua bendita por todo el cuarto y pedían por la pronta
recuperación de Sixto Caramés. Entre ellas estaba Cleotilde Samperio.
El cura Trinidad tomó la mano de Sixto e hizo que la pasara por la urna de
marfil. Inmediatamente comenzó a rezar una letanía que hablaba de ópalos de
justicia, cetros de paz, la quinta casa de los babilonios, la ira de Mustafá, el
amor infinito de la dinastía de Uruk, las travesías del pastor Dumuzid y la
infinita clemencia de la rosa mística del mar muerto. Sixto continuaba
delirando a pesar de que doña Cleotilde Samperio, con su don de lenguas,
había entrado en trance y se encontraba conectándose con el divino creador a
través de la lengua siriaca-media.
Sixto pasó tres semanas en cama delirando y hablando de un mundo
perdido o muy lejano donde había grandes embarcaciones que saqueaban otros
barcos a la fuerza. Corsarios de piel curtida y espada afilada, para ser precisos.
Con la enfermedad perdió más de treinta kilos; parecía como si un calamar le
hubiera succionado la carne interna. Gloria se lamentaba todos los días que el
ropero mal diseñado de Flora no se hubiera enfermado, porque entonces ella
tenía que cuidar de Sixto todas las mañanas en que Flora se iba a vender
mariscos a la estación del tren. Esas semanas fueron las más pesadas y
aburridas de la infancia de Gloria.
Gloria pensó que volvería a visitar a Catalina Luna y que esta vez sí
tomaría el revólver. También se le ocurrió subirse al nogal que proyectaba
sombra en la choza, y desde ahí lanzar una roca de los escollos para que
descalabrara a Flora mientras dormía. Después diría que la roca había venido
del espacio, como aquella que, muchos años atrás, había aterrizado
misteriosamente en el Canal de la Matrona. Se le ocurrió, de igual manera,
arrojarle un pulpo de anillos azules para que la matara con su veneno. Por
supuesto no hizo nada porque todo lo vivía en su cabeza.
Sixto se repuso y volvió a trabajar con los primeros pescadores. Todos
habían olvidado el incidente de los Islotes de Carreña, o simplemente le tenían
lástima por verlo tan lánguido y miserable a causa de la enfermedad. Con el
tiempo, Sixto volvió a perderse, junto con Heriberto Ceja, por días, e incluso
semanas enteras, en altamar; mientras que Gloria tenía que convivir con aquel
ser mitológico de casi dos metros.
Como salida parcial a ese problema, Gloria volvió a optar por irse todas las
tardes al mar hasta que anocheciera. Visitaba a la señora Ceja, a Cleotilde y
por supuesto a Catalina Luna. En el mar se bañaba, comía con los pescadores,
ayudaba a desenredar redes y a tirar de ellas cuando pescaban cerca de la
playa. El mar se había convertido en su único refugio, en su propia
inmensidad, en su espíritu… Si de algo estaba segura, era que el mar no se iría
y que la abrazaría siempre con sus inmensas olas.
El siete de enero, Gloria celebró sola sus quince años. Lo hizo al lado de
los pescadores comiendo machaca de tiburón. No comentó a nadie que ese día
era su onomástico, solo recordaba la única fiesta de su vida que le había traído
más desgracias de la que un ser humano es capaz de soportar. Se encontraba
entre el bullicio y la fogata, ella se sentía perdida. Sus pensamientos volaban
al momento en que ella y sus padres habían huido de San Juan de la Pradera
algunos días después de que ella organizara aquel cumpleaños maldito.
Regresó a la choza antes de que el sol muriera por completo. Cuando llegó
a la cabaña vio una luz encendida y escuchó que Flora hablaba con otra
persona con voz de pájaro oriental moribundo. No hizo ruido, solo se acercó
cautelosamente y pegó oreja entre los carrizos para escuchar mejor. Ahí se
enteró de que Flora había obtenido un trabajo de mesera en Peña de Cerralvo.
Quería regalar a Gloria con una señora de Palmerinda que ocupaba a las niñas
para la venta de café cereza. Flora pensaba mudarse a la ciudad con Sixto. No
obstante, le preocupaba que él quisiera llevársela a la ciudad con ellos, por lo
que necesitaba perderla.
–Yo se la entrego a Calorina Arteaga a la una de la madrugada en Cafetal
de Noche. Tú nada más ponla dormida en el tren de las cinco y yo me encargo
de lo demás –expresó el pájaro moribundo.
Gloria quitó la oreja y se asomó entre los carrizos. Aquella voz chillona
pertenecía a la misma persona que había estado junto a Flora el día en que se
enfermó Sixto. Gloria estaba tan cegada por la furia que no podía
concentrarse; la ofuscación se apoderaba de ella. Sintió como si un
placodermo le mordisqueara el alma, así que volvió corriendo a la playa en
donde se acostó en medio del agua con la cara enterrada en la arena. Ahí
volvió a recordar la sensación que tuvo aquel día en que había dejado de ver a
sus padres para siempre; incluso pudo volver a sentir el peso del racimo de
plátanos en las manos.
¿Cómo viven las personas cuyos padres no los abandonan?, ¿en qué
momento había quedado en una playa desconocida? , ¿por qué estaba viviendo
con un extraño y con otra mujer que la odiaba? Gloria se hacía esas preguntas
con la cara comprimida entre la arena y su cuerpo en medio del vaivén del
mar. Aquella mujer estaba a punto de ganar la guerra y Gloria no podía
permitirlo. A pesar de estar enamorada del mar, tendría que irse a buscar su
propio destino, pero antes le daría una lección a aquella mujer, debía ver a
Catalina Luna y contarle todo.
Se puso de pie y sintió algo extraño en el mar que la hizo volver a mirar al
horizonte oscuro. Pudo vislumbrar como a la altura de los Islotes de Carreña
caía un rayo cuyo sonido llegó algunos segundos después, inmediatamente se
hizo presente un ligero viendo que le arrancó algunos granos de arena que
tenía impregnados en el cuerpo. Corrió a la vereda de los sembradíos pero en
el camino se encontró a Flora quien la miraba con aire pedante.
̶ ¿A dónde crees que va a estas horas, vaga del demonio?
Gloria se quedó callada, pero Flora la tomó del brazo y quiso llevarla a la
cabaña a la fuerza. Gloria empezó a gritar, pero en medio del mar y el pueblo
solo podía oírla Flora y su amiga, quien salió a ayudar a Flora y entre las dos
intentaron meterla a la fuerza a la cabaña.
̶ Yo creo que es un buen momento para que la amarremos y se la llevemos
a Calorina Bustos ̶ dijo el pájaro orienta con su boca reseca ̶ tal que Sixto ni
está y ni se va a dar cuenta de su ausencia cuando regrese.
Gloria comenzó a dar alaridos que inmediatamente fueron ahogados por
las enormes manos de Flora. De momento el mar comenzó a agitarse y todo el
reino marino emprendió una migración sin rumbo. Tan inexplicable era la
conexión entre Gloria y las aguas, que en ese momento, Gloria sintió como el
océano se estremecía más de lo normal. Volteó la mirada hacia el horizonte; el
cielo se cimbró y comenzaron a caer rayos más grandes en la lejanía a la vez
que el viento comenzó a arreciar hasta que sopló con más fuerza y levantó un
poco de briza marina. Volvieron a caer rayos cada vez más cercanos.
Este fenómeno soprendió a las mujeres, quienes, mirando atentamente al
mar, descuidaron por unos instantes a Gloria y ella salió corriendo para
treparse en un nogal. Flora y su amiga fueron detrás de ella, pero al sentir que
la lluvia se hacía más fuerte y el viento estaba incontrolable decidieron
regresar a la cabaña para refugiarse.
En ese momento, se escucharon unos gritos ensordecedores en lontananza
y apareció una tenue luz que se movía en medio de los campos de piña que
estaban imposiblemente plantados junto al mar. Era Catalina Luna que venía
gritando por todo el camino. En una mano sostenía un quinqué y; en la otra, el
enorme telescopio inservible de bronce heredado de su bisabuelo.
La trastornada señora hizo su arribo triunfal en la playa y lanzó con fuerza
el quinqué sobre la arena; éste se rompió al azotar contra la concha de un
cangrejo azul que había muerto hacía días. De manera inmediata, la loca
plantó decididamente el telescopio en la arena de la playa, giró algunas
perillas del instrumento y lo apuntó hacia el horizonte. Después llevó sus
expresivos ojos a la mirilla y comenzó a agitar los brazos. Parecía como si
nadara en el aire al tiempo que gritaba jubilosamente:
–¡Por fin este mundo espantoso se va a la mierda!
Ahí comenzó a llover con más fuerza y el fuego del roto quinqué se
extinguió por completo. Catalina Luna gritaba mojada por toda la playa que
había llegado el momento más ansiado por ella: el fin de los tiempos. Toda su
vida había creído que la única salida de la terrible condición humana era la
extinción masiva; por eso, siempre deseaba vehementemente que el universo
cobrara justicia por su propia mano y arrastrara a la humanidad de un tirón.
Gloria continuaba observando la manera en que Catalina Luna corría hacia
el pueblo trayendo las buenas nuevas. Por otro lado, Flora y su amiga se
asomaban por la ventana, curiosas y meditabundas, intentando descifrar lo que
estaba ocurriendo justo al caer la noche.
La lluvia junto con el viento eran cada vez más intensos. Gloria abrazó con
fuerza una rama para no salir eyectada por los aires. De momento se escuchó
un ruido extraño, era una parte del mar que se elevaba como torbellino hacia el
cielo. En ese momento los peces salieron de la espiral de agua proyectados por
una energía imposible. Parecían balas de cañón: por todo el espacio volaban
peces espada, arenques de dientes puntiagudos, burritos rayados de escamas
venenosas, Japutas de mirada fija, medusas gigantes tricolor, anguilas
eléctricas, caguamas de tres metros, placodermos, etc.
Se podía sentir en la atmósfera toda la angustia concentrada en los
pobladores de Tierra Sola. “¡Madre santísima de la cueva inmaculada!”,
alguien gritó en la lejanía. Gloria vio como la tormenta y los peces bala se
estaban llevando las cabañas de la playa a pedazos. Adentro de la cabaña de
Sixto, la amiga de Flora estaba arrodillada pidiéndole perdón a los santos; pero
Flora continuaba como un árbol incólume: estaba parada al borde de la puerta
esperando algo indescifrable. Poco a poco, las cabañas se fueron destrozando a
causa de los peces que las hacían añicos. Pronto no quedaría nada ahí.
En un instante, el techo de la cabaña de Sixto salió arrojado al cielo como
una cometa. Flora y su amiga quedaron más vulnerables; ahora Gloria podía
ver todo lo que ocurría adentro. Extrañamente el viento había dejado de soplar
con fuerza donde estaba Gloria, pero era evidente que en la zona donde se
encontraba Flora y su amiga se estaba gestando un huracán. De repente, todos
los muebles de la choza salieron volando; y con ellos también se fue la extraña
señora con voz de pájaro oriental, quien, en los aires, todavía le gritaba a la
Virgen de la Pradera que la perdonara por todo el daño que le había hecho al
mundo.
Sin embargo, Flora seguía de pie y encontró con la mirada a su rival más
grande trepada en un nogal. Sentía hacia Gloria un odio que jamás había
experimentado. De alguna manera, sabía que la catástrofe estaba relacionada
con aquella niña de la que siempre sospechó de hechicera; más aún cuando las
malas lenguas le habían contado sobre sus encuentros con Catalina Luna.
Entonces, Flora dio un grito descomunal que se podía interpretar como el
último reto hacia su pequeña rival que la observaba. Pero justo en ese
intervalo, el mar se salió de la playa y se la tragó de un solo bocado dejando la
playa vacía y los campos de piña convertidos en pantanos.
Cuando el Mar se hubo retirado, Gloria abrió los ojos. No estaba mojada y
al parecer había trepado tan alto que el agua no había llegado ahí. Al cabo de
unos minutos la tormenta había terminado. Gloria pensó que era la única
sobreviviente; pero, casi inmediatamente después de lo sucedido, Cleotilde
Samperio apareció por la vereda de los campos de piña. Iba hablando en
arameo y la acompañaba el padre Trinidad. Sostenían la urna de la Santa Niña
Nicasia de la Nueva Zahara de los Atunes. Detrás de ellos venía una procesión
cantando el “Perdona a tu pueblo señor ”.
Todo el pueblo le pedía perdón a Dios por su ira, pero a la vez daba gracias
al cielo que la tormenta apocalíptica y el mar de fondo solamente hubieran
azotado la playa. El pueblo de Tierra Sola únicamente tenía sus calles llenas
de pescados y una que otra estrella de mar. Es decir, había resultado casi
intacto, como si la Santa Niña del Sahara de los Atunes los hubiera protegido
del infortunio. Estaban profundamente agradecidos por la clemencia del
Señor; cantaban y alababan a sus magníficos poderes. Sin embargo, lo que no
sabían era que en ese momento, en realidad, había comenzado el primer
indicio de la verdadera desgracia que se avecinaba.

VI

El mar que se había salido de la playa reactivó los pantanos de Tierra Sola
haciendo que el camino de la playa al pueblo estuviera cubierto de pozas
peligrosas de agua salada. Los peces que vomitó el huracán fueron la comida
para todo el pueblo por casi dos meses. Por doquier olía a marisco. Los
exhibían en bloques de hielo, los cocinaban al mojo de ajo, incluso se habían
vuelto objetos de decoración en las casas cuando el carpintero del pueblo
encontró la manera de disecarlos.
Por otra parte, tres días después de la tormenta, desembarcó toda la
tripulación pesquera proveniente del lejano archipiélago de Bob Morin; ahí
venía Sixto y Heriberto Ceja. Quedaron atónitos al ver que ni siquiera había un
muelle para atracar, pues el torbellino había arrasado con todo. La playa estaba
virgen, parecía un paraíso o un nuevo mundo.
Heriberto Ceja, con su cara curtida por el salitre y los dientes blancos e
incólumes por su dieta de moluscos, dio un bramido de sorpresa. Creyó que
habían llegado a otro lugar. Sixto le expresó que su sentido de orientación le
decía que sí estaban en Tierra Sola, de modo que no debía preocuparse.
Bajaron todo el cargamento de mariscos y lo dejaron en la arena en lo que
avisaban a los demás pescadores para venir a recogerlo. Sixto y Heriberto se
encaminaron hacia el pueblo; estando allí se enteraron de la tormenta, de la
desaparición de Flora e incluso de que Gloria estaba viviendo y cuidando de
Catalina Luna, la cual había caído enferma de alucinaciones cuando supo que
el mundo no se había acabado como ella tanto deseaba.
Cuando Sixto se enteró de lo de Flora, no dijo una sola palabra respecto,
solo se quedó en silencio un par de minutos y después fue por Gloria a casa de
la loca. Entró a la tienda de Catalina Luna y ahí estaba la niña: traía los
antebrazos envueltos con brazaletes cuyos grabados eran jeroglíficos falsos
hechos en indonesia; de igual manera, portaba un paliacate de Catalina Luna
con motivos del imperio Lidio.
–¿Viene a conocer su futuro? –le preguntó Gloria sin poner atención a
quién entraba en la tienda.
Sixto la miró con ternura y pensó que aquella criatura podría vivir sola o
acompañada de cualquier persona, puesto que era totalmente adaptable. Para
Sixto, cuando él se había ido, Gloria era una niña con vestidos rasgados y
olorosos a residuos de pescado; pero en tan solo algunas semanas de haberse
ausentado pudo percatarse de que en realidad Gloria ya tenía mucho tiempo
que había dejado de ser una niña y se había convertido en una gitana de
mirada disipada que, además, le hacía creer a la gente en sus quiméricos
poderes de adivinación.
–Quiero que me digas qué haces aquí con la loca del pueblo –le reclamó
Sixto ásperamente. Entonces Gloria subió la mirada y algo más allá de su
propio cuerpo la impulsó a correr y abrazar a Sixto.
Ese momento en que Gloria se había parado súbitamente para ir con Sixto,
le hizo preguntarse muchas veces, por muchos años, qué la había llevado a
cometer tal acto. Estaban ceñidos uno al otro sin saber si lo que se gestaba ahí
era un deseo de protección, una alegría de que Flora ya no existiera, una
demanda de salvación de parte de Gloria, el inicio de un cariño fraternal o un
deseo carnal. Lo cierto es que, a partir de ese evento, Sixto pudo sentir los
pequeños pechos de Gloria en su abdomen y confirmó lo que en ese momento
había pensado.
Gloria se quedó cuidando de Catalina Luna quien en su delirio continuaba
maldiciendo la vida y el fin del mundo que nunca llegaba. Por su parte, Sixto
se refugió con Heriberto Ceja en casa de su madre, quien, a su avanzada edad,
los trataba a como si fueran niños. La rutina de los pescadores era la misma:
perderse en altamar y regresar con enormes contenedores de mariscos.
Sixto estaba cansado de estar limitado económicamente y de vivir con su
amigo; así que decidió iniciar un negocio. Fue un jueves en que miraba
absorto el techo tratando de acomodar sus ideas para elucidar cómo iba a
reconstruir la cabaña. “Lo material va y viene compadre”, le había dicho
Heriberto Ceja mientras desenredaba una red para la pesca del día siguiente.
De momento, Sixto tuvo una idea: organizar juegos de azar para sacar dinero
extra.
Así fue como se empezaron a reunir todos los pescadores a las seis de la
tarde afuera de la casa de Heriberto. En la tarde, su madre salía a barrer y,
cuando menos lo esperaba, había más de trece borrachos tirados en la
banqueta fumando cigarros sin filtro y bebiendo aguardiente de caña. Por
alguna razón, la señora Ceja disfrutaba de la compañía de los pescadores; a
veces les daba de cenar caldo de canadaspis y cerveza de raíz. Al cabo de
algunas semanas, su casa se había convertido en un casino donde los juegos de
baraja valenciana, el dominó, la ruleta, los dados y el juego de cara o cruz
dominaban el ámbito, incluso hasta que amaneciera.
Cuando el negocio de los juegos de azahar estaba despuntando llegó
Hermenegildo Dueñas, el carpintero que había encontrado la manera de
disecar los peces y que los había vendido a precios exorbitantes. Era un señor
bien acomodado que trabajaba el cedro y el pino. Hacía muebles que
exportaba hasta Peña de Cerralvo y se había hecho de renombre en la región
por el estilo renacentista que les imprimía. Un sábado pasó por la casa de
Heriberto Ceja y vio que casi todos los hombres del pueblo se reunían ahí a
jugar baraja y hacer apuestas. Entre todo ese bullicio fue testigo que uno de los
pescadores se llevaba casi doce mil pesos; entonces los ojos se le iluminaron
ante la posibilidad de ganar.
Al tercer día de haberse enterado del negocio, Hermenegildo Dueñas se
sintió confiado en sus habilidades con la baraja. Llegó con un saco de billetes
y puso tres mil pesos en la mesa. Le apostó a Juventino Centella, el pescador
más hábil con las cartas en ese momento. Para su mala suerte, Centella no
ganó, y Dueñas se enojó tanto que volvió a apostar hasta que lo perdió todo.
La cara se le descompuso y de un tajo volteó la mesa de juegos. Se fue
echando pestes. La madre de Heriberto salió de su habitación y les prohibió
que se pelearan de esa manera, la próxima vez los echaría a todos.
Al siguiente día, todo mundo se sorprendió porque Dueñas regresó con
otro talego rebosante de billetes y le dijo a Sixto que lo retaba a un duelo de
baraja valenciana. Al principio ganó mil quinientos pesos, y su cara recuperó
el gozo que había perdido el día anterior. Estaba tan emocionado que se tomó
un fermentado de un solo golpe. En la segunda ronda, Hermenegildo Dueñas
volvió a ganar. Se contoneaba de felicidad por comenzar a recuperar la fortuna
que había perdido el día anterior. De momento, era tanta su exaltación, que
retó a Sixto con todo el talego y le dijo que si se echaba para atrás iba a poner
en duda su hombría.
Sixto solamente contaba con los ahorros que había ganado en el negocio de
los juegos de azahar y con lo poco que tenía de su trabajo como pescador. Si
perdía, no iba a poder terminar la construcción de la nueva cabaña. Mas el reto
de Dueñas le había inyectado una sensación hostil y un deseo de ganarse el
talego. Miró fijamente a Dueñas y notó que, en las comisuras de sus labios,
todavía tenía saliva verdusca de la bilis que sacaba a causa de sus rabietas
constantes. Al final aceptó el reto, y justamente cuando todo el escenario
pintaba para que perdiera, Sixto sacó una flora imperial que no pudo contra el
rey de copas que traía Dueñas.
La muchedumbre explotó de conmoción al ver que el carpintero había
perdido. Ambos contrincantes se quedaron impávidos por unos instantes hasta
que Hermenegildo dio un grito ensordecedor y volvió a tirar la mesa con todo
y bebidas embriagantes. La mamá de Heriberto se asomó enojada y vio que su
casa se había convertido en una verdadera cantina con borrachos agresivos. Si
algo le molestaba a la señora eran las peleas, así que intentó echar, a punta de
escobazos, a todos los jugadores y parranderos, pero ya era demasiado tarde;
en ese momento ya se estaban peleando y arrojándose cuanto encontraran
alrededor.
Heriberto y Juventino, el pescador estrella, quien solo una vez ganó en
toda su vida, tomaron a Dueñas por la espalda cuando éste sacó el revólver y
amenazó con matar a Sixto. Todavía, mientras lo arrastraban por la calle para
llevarlo a la cárcel municipal, alcanzó a gritar que iba a haber represalias, justo
en donde más le doliera a Sixto. Por eso lo encerraron tres días en la cárcel
municipal; al cuarto lo sacaron porque juró no volver a apostar. El presidente
municipal en turno, Doroteo Villa y Betancourt, como era amigo de Dueñas, le
dejó libre con la condición de que no volviera a armar disturbios. Una semana
después no se le volvió a ver más por el pueblo.
Con el dinero que había ganado Sixto, pudo al fin reconstruir la cabaña en
menor tiempo del estimado. La madre de Heriberto, resuelta en que las
amistades de su hijo le habían salido muy caras, prohibió los juegos de azahar
y mandó a clausurar la puerta principal para que ningún borracho intentara
meterse. El acceso desde aquel momento en adelante solo era por la parte
trasera de la casa. Tanto su hijo, como Sixto, y todos los pescadores,
reanudaron sus miserables rutinas: se perdían por semanas en islas y
regresaban con el barco repleto de pescados y mariscos que se malvendían en
la región.
Así pasó el tiempo inexorablemente hasta que la cabaña estuvo lista.
Gloria regresó a vivir a la playa. Dejó a Catalina Luna cada vez más
convencida de que algo terrible se avecinaba… y era verdad porque un día
Gloria andaba sola en la orilla del mar cuando sintió que alguien la tomó de la
cintura y le puso la mano en la boca. Ella intentó ver quién era, al tiempo que
gritaba, pero era inútil. Un borracho de aliento fétido la había llevado al suelo,
y con una mano, le tomó ambas muñecas mientras que con la otra le
desgarraba el vestido. Gloria no tenía fuerzas para soltarse y el borracho se
acercaba cada vez más con su aliento a alcohol de caña.
Gloria intentó gritar, pero no pudo. Las manos del beodo estaban tan
ásperas que ni siquiera podía morderlas, parecían cueros de jabalí. El hombre
ya se había puesto encima de ella y le dijo:
–Traigo un mensaje para Sixto, de parte de Dueñas –expresó con sus
dientes podridos al tiempo que Gloria pedía ayuda. Entre la playa y el pueblo,
probablemente, nadie la escucharía.
De momento, el borracho comenzó a lamer la cara de Gloria y desgarrar
más su vestido de algodón. Gloria intentaba defenderse, pero la fuerza del
hombre superior a la de ella. De momento el esperpento briago se había bajado
los pantalones y estaba dispuesto a violar a Gloria, quien pataleaba y no daba
tregua. El hombre logró darle dos bofetadas para que dejara de moverse, pero
Gloria parecía una mantarraya que se resiste a ser pescada, le dio entonces otra
bofetada más fuerte y la tomó de los cabellos para azotarla en la arena. Gloria
perdió el conocimiento.
Entonces el borracho, a punto de realizar su fechoría, gritó de placer y
sonrió ante el cuerpo de desmayado de una pobre adolescente en desgracia.
Pero inmediatamente después dio un grito de dolor y cayó al piso sobándose la
cabeza. Cerca de donde estaba ocurriendo la violación, un coco terminaba de
rodar en la arena y en la distancia, una silueta se acercaba velozmente: era
Sixto que se lo había arrojado y ahora venía al rescate.
Sixto aprovechó el aturdimiento del borracho para comenzar a patearlo
hasta que éste quedó inmóvil. Después despertó a Gloria quien tenía el vestido
desgarrado, las manos del asqueroso beodo marcadas en su piel y su cabeza
enarenada. No sabía dónde estaba y Sixto le tuvo que explicar lo que había
ocurrido. Gloria se sentía humillada, golpeada y sin ningún valor. Aun así,
Sixto le pidió ayuda para arrastrar al borracho hasta un pantano. Ahí, a la
cuenta de tres, lanzaron el cuerpo que se fue llenando de lodo hasta
desaparecer. “Nadie lo va a extrañar”, añadió Sixto en cuanto el beodo se
había hundido por completo.
Una vez en casa, Gloria se metió a bañar, se fregó la piel ocho veces y se
untó ruda con jabón. Lloraba y se bañaba sintiendo asco y dolor. No quería
hablar con nadie y había dejado de sentir fortaleza. Lo único que recordaba era
ese terrible episodio mezclado con el momento en que sus padres la dejaron en
la estación de Paso Carretas. Se encontraba a la deriva y frágil. Deseaba tener
la corpulencia de Flora para poder aporrear a los borrachos o a cualquiera que
quisiera sobrepasarse. En la noche fue a pedirle la pistola a Catalina Luna para
traerla siempre con ella, pero la mujer la había intercambiado por una dotación
de ajenjo y hierbas de Egipto para hacer sus menjurjes y pócimas.
En esos días de silencio y cavilaciones, Gloria también se dio cuenta de
que sus caderas se habían ensanchado, sus pechos habían crecido y su cara
había madurado. Tenía la sensación de que un ente ajeno la habitaba y le hacía
sentirse a la búsqueda de algo que no comprendía; algo que la llevaba a
preguntarse todo el tiempo por qué había abrazado a Sixto en la tienda de
Catalina Luna, qué hacía viviendo en una playa con un extraño y por qué
aquel maldito borracho la había hecho sentir tan mancillada y miserable.
Gloria se sentía particularmente sensible y lloraba a cada rato a escondidas.
Su cuerpo revelaba algo en relación a su propia melancolía, a su abandono y a
su soledad. Estaba sedienta de venganza y a la vez profundamente triste, se
sentía como un trapo pisoteado que cualquiera podía usar. Estaba sentada en
una silla hecha con troncos de roble, mientras Sixto estaba tratando de
entender, inútilmente, un libro de ingeniería naval que había comprado por dos
pesos en una tienda de los Islotes de Carreña.
Gloria entonces volvió a hacer su ritual de bañarse y llorar. Llevaba días
repitiéndolo. Cuando salió del baño pudo ver a Sixto deambulando por el
recinto; parecía tener la intención de decir algo para hacerla sentir mejor; pero
no pudo expresar nada. En lugar de eso, se detuvo por un instante, suspiró
hondamente y se fue a caminar a la playa. Entonces Gloria, reteniéndose a sí
misma como la gravedad retiene toda la materia, se puso de pie y se fue a
dormir. Se acostó en su catre mirando las formas de la palmera tejida mientras
las musarañas en el pecho, el miedo y el dolor de los recuerdos se anidaban en
su alma que otra vez comenzaba a ahogarse. Cerró los ojos pensando en su
porvenir… Solo se escuchaba la potencia de las olas golpeando en los
escollos. Entonces vino a ella una solución a sus penas: Debía irse de la playa
a buscar su propio destino.
En esa madrugada Gloria elucubró cómo y cuándo se iría. Debía ser pronto
y sin que nadie la viera. Por la mañana saldría de su choza y tomaría el primer
tren a Peña de Cerralvo. En esas cavilaciones estaba cuando escuchó ruidos en
la cabaña y casi inmediatamente logró ver una silueta que merodeaba en la
penumbra de la habitación. Se quedó callada esperando ver qué sucedía; casi
de manera inmediata la forma irreconocible se acostó junto a ella. Era Sixto
con aliento alcohólico y movimientos torpes.
Por un tiempo estuvieron allí los dos mirando un techo oscuro y
escuchando las olas del mar golpeando sobre los escollos. Después, Sixto, de
la nada, comenzó a acariciar el cabello de Gloria, y ahí Gloria se soltó a llorar
como nunca lo había hecho. Sixto la abrazó y no hizo ninguna pregunta
mientras que Gloria se desahogaba en tantas lágrimas que a la mañana
siguiente tuvieron que cambiar las sábanas mojadas por tanto salitre.
Al siguiente día Sixto regresó al mar sin decir una palabra y Gloria
resolvió llevar a cabo su plan de huida. Se apareció en casa de Catalina Luna
para pedirle dinero prestado y largarse de una vez y para siempre de ese
maldito pueblo aburrido que no le traía ninguna dicha. Catalina vio a Gloria
algo turbada y le pidió que le contara lo que había ocurrido.
Así que Gloria se lo dijo todo a Catalina, quien escuchaba atentamente
mientras bebía té negro. Cuando Gloria terminó, la vieja guardó silencio y
puso su taza en el mostrador; inmediatamente agregó:
̶ No puedes irte de aquí sin antes vengarte de Dueñas y conocer qué te
depara el destino.
Gloria se quedó ofuscada.
̶ ¿Y cómo se supone que sabré lo que me depara el destino? ̶ , preguntó
Gloria confundida y mirando hacia todos lados como si hubiera alguien más
en la casa de la judía trastornada.
̶ Con una lectura de cocos y una pócima que sé preparar ̶ respondió
Catalina Luna abriendo los ojos como plato.
̶ ¡Estás loca, como todos aquí!
Gloria salió enojada de casa de Catalina. Pensaba que aquella demente ni
le iba a dar dinero, ni podía ver el futuro, por lo que debía encarar su vida ella
misma sin ayuda de nadie más. Se fue directamente a la estación. Su plan era
esconderse entre los arbustos y subirse al tren como polizonte cuando éste
comenzara a andar. Llegó el tren de las cuatro, bajaron dos o tres personas con
el sudor enjugado en su frente y sombreros de palma. Luego el tren se colocó
en dirección contraria para ir hacia Peña de Cerralvo.
Pasaron veinte minutos y nadie se subió en Tierra Sola. El ruido de la
locomotora irrumpió en el ambiente y lentamente el tren comenzó a avanzar.
Gloria se puso de pie y corrió detrás de la máquina que apenas comenzaba a
ganar velocidad. De un golpe, Gloria saltó para agarrarse de la escalera del
último vagón pero su tentativa fue inútil y cayó de bruces entre las vías y la
grava puntiaguda.
En cuestión se segundos volvió en sí y vio el charco de sangre que salía de
su mentón, intentó ponerse de pie, pero el dolor de su tobillo era insoportable,
de manera que lanzó un grito afligido que llamó la atención del boletero en
turno, quien corrió a su ayuda al verla tirada con el pie chueco y la cara
ensangrentada.
El boletero la cargó en su espalda mientras Gloria berreaba como niña
recién nacida. Pidió que le llevaran con Catalina Luna, y el pobre hombre
como pudo atravesó el pueblo con Gloria en brazos hasta que llegó a la tienda
de la loca quien al verla se sobresaltó, pero pudo disimularlo muy bien. La
pusieron una cama vieja y entre ella y el boletero le hicieron un torniquete en
la cara para que dejara de sangrar.
El saldo por tratar de huir de su destino fue un tobillo luxado y un mentón
desencajado. Catalina llamó a la señora Ceja y a Cleotilde Samperio para ver
qué iban a hacer entre todas con la adolescente herida. Posteriormente Catalina
Luna le acomodó el tobillo a Gloria con unas vendas y unas placas de una caja
de mangos que estaba abandonada en el mercado.
Gloria quedó con el pie suspendido. Después la señora Ceja, Catalina y
Cleotilde hicieron turnos para cuidarla. Cada una le contaba una historia
distinta y cada una le daba consejos que si los ponías juntos resultaban
totalmente contradictorios. Gloria por su parte deseaba morir, hasta que
después de dos semanas llegó Sixto de altamar. Traía un regalo para ella: era
un vestido de seda persa con rayas púrpura y botones blancos; se lo pondría
cuando estuviera mejor.
Sixto despachó a todas las mujeres y se quedó con Gloria por tres semanas.
Le hacía de comer, le contaba historias del mar, le llevaba animalocaris
disecadas para que hiciera una colección, etc. Gloria se sentía cuidada, pero a
la vez sabía que Sixto se iría otra vez y ella volvería a quedar a la deriva. En
una de esas noches en que Sixto le contaba sus aventuras en los Islotes de
Carreña, Gloria le inquirió por qué nunca había preguntado por Flora y por
qué no había hecho el intento por buscarla después de la tormenta.
Sixto se quedó callado, y solo se limitó a cambiar de tema. Entonces Gloria
confirmó la teoría que las tres mujeres que la cuidaban tenían en común: “los
hombres de mar no conocen el amor”. Sus ojos se llenaron de lágrimas, Sixto
lo percató y se limitó a traerle una sopa de mariscos para que comiera. Cuando
quiso darle la primera cucharada Gloria la rechazó y le preguntó secamente:
̶ ¿Qué va a pasar conmigo cuando me cure y pueda caminar?
Sixto tragó saliva y respondió nervioso que no entendía bien la pregunta.
Gloria fue más clara y le recordó todo lo que había pasado aquella vez en que
el borracho había intentado violarla.
̶ ¿Por qué me defendiste? ̶ preguntó ̶ ,¿Por qué me abrazaste una noche
antes de irte?,¿Qué fue todo eso? Dime.
Gloria no podía creer que estuviera verbalizando sus sentimientos ante
Sixto. Pues en realidad, desde aquel momento en que él había aparecido
después de la tormenta, Gloria no había parado de preguntarse por qué vivían
juntos y por qué aquel hombre la mantenía allí con él, cuando Gloria
claramente no era más una adolescente. Entonces Sixto repuso:
̶ ¿Qué querías, que te dejara que ese borracho te violara?
̶ ¿Y cómo fue que me viste?, ¿qué hacías en ese lado de la playa? ̶
preguntó Gloria.
Sixto se quedó callado, pensó en su sensación cuando la abrazó después de
llegar de su último viaje largo, pensó en sus esfuerzos para no verle las piernas
cuando barría la cabaña, pensó en que cuando el borracho la había querido
violar, él la había estado siguiendo. Después de unos instantes repuso:
̶ Me gustas.
Gloria se sintió petrificada, como si de momento se hubiera hundido en el
más más frio de los océanos.
̶ P<ero no tengo nada que ofrecerte. Quiero trabajar para poder darte algo.
Gloria continuaba sorprendida con la declaración, pues no la esperaba.
¿Acaso si hubiera aceptado la lectura de cocos de Catalina Luna, hubiera ella
sabido todo eso sin preguntarlo directamente?, ¿era realmente esa la razón por
la cual Sixto se ausentaba tanto tiempo?, ¿en realidad quería darle algo mejor a
ella? En cuestión de segundos Sixto había agarrado la cuchara otra vez y esta
vez Gloria sí comió sopa, cuando la terminó, Sixto dejó el plato a un lado.
Gloria estaba dura como roble, sus ojos se volvían a llenar de lágrimas… y
luego pensó que quizá si se hubiera ido en ese tren, nunca habría encontrado el
amor como en ese momento.
̶ En dos días tengo que volver a irme ̶ repuso Sixto ̶ , voy a hablar con
Catalina y con Cleotilde para que te ayuden a caminar.
Gloria se sintió amada por primera vez. Sixto era mayor que ella y de un
momento a otro su rostro de pescador joven había cambiado al de un hombre
que se ha curtido en el mar. Sus ojos les parecieron más grandes, su cuerpo
más desarrollado por levantar tantas velas y anclas, su cabello se había
decolorado por el mar y su voz era totalmente la de un marinero maduro.
Gloria se sintió atraída hacia Sixto y ahí descubrió que cuando él había vuelto
después de la tormenta lo que se había gestado entre ellos era efectivamente el
deseo carnal.
̶ No quiero que te vayas y me dejes sola otra vez ̶ repuso Gloria mientras su
respiración se agitaba al ritmo de las olas del mar.
Sixto la miró de arriba a abajo, vio sus muslos torneados y bronceados, sus
pequeños senos como dos volcancitos a punto de hacer erupción y su cara de
conejo asustado que lo invitaba a acercarse cada vez más. De modo que, no
pudiendo contenerse más, arrebató de un tajo la sábana polvorienta con la que
se cubría Gloria y la vio mojada ante la idea de lo inminente.
Retozaron como animales, se besaron todo el cuerpo, se mordisquearon
hasta el alma, pujaron, sudaron, gritaron… Gloria no sabía si era placer o
dolor lo que sentía, pero no le importaba, al momento del orgasmo Gloria se
cayó al piso y el tobillo roto le volvió a doler como al principio. No paraba de
llorar y por momentos se desvanecía del dolor. Sixto volvió en sí y se sintió
muy culpable de haberse cogido a Gloria bajo esas condiciones.
Con nada podían calmar los alaridos de Gloria que estaba en el piso con el
coño reventado de tanto placer y el tobillo torcido otra vez. Lo único que
pensó Sixto fue traer a Catalina Luna, quien consiguió morfina con el
boticario y se la inyectó. Gloria se quedó dormida con los ojos abiertos y las
lágrimas en los ojos que poco a poco se evaporaron hasta dejar un rastro
blanquecino donde a los mosquitos les gusta pararse. Entonces Sixto tuvo que
viajar a ocho pueblos para dar con un médico que pudiera arreglarle el tobillo
a Gloria.
El médico era de una población aledaña a Rio seco. Lo conocían como
Adolfo el huesero. Usaba un sombrero sucio y unos lentes opacos que
escondían sus ojos de tortuga. Su voz era aguda y sus ademanes demasiado
sosos, como si la vida y las personas no le importaran más. Se parecía a la
estatua de Lucanor Dorronsoro, el ermitaño que había fundado el pueblo.
Tenía un pésimo carácter, pero componía a todos los descaderados y tullidos
de la región. Llegó al siguiente día acompañado de Sixto y encontró a Gloria
drogada con Morfina y hablando incoherencias. En la cabaña estaba también
Cleotilde Samperio y la señora ceja. Habían montado un pequeño altar con
velas aromáticas e imágenes de cinco vírgenes patronas de los cinco pueblos
colindantes a Tierra Sola.
Adolfo el huesero, con su aire de viejo sabiondo, entró al ámbito
masticando tabaco y clavando su mirada en el tobillo hinchado de Gloria. Se
acercó lentamente, lo inspeccionó con tranquilidad y dijo que lo podía arreglar
de inmediato.
̶ Solo que le va a doler hasta el alma a esta pobre mujer ̶ concluyó detrás de
sus anteojos rayados y sucios.
Catalina Luna corrió a preparar otra inyección de morfina y aun cuando
Gloria estaba delirando, se la clavó en el hombro y se quedó dormida de
inmediato. Adolfo el huesero aprovechó ese momento para agarrar el tobillo
de Gloria y enderezarlo de un solo tirón, que causó un crujido, en el que
Gloria despertó dando un grito espantoso y maldiciendo a todos. Después se
quedó dormida con la boca chueca y los ojos fuertemente cerrados.
Cleotilde Samperio y la señora Ceja estaban rezando, no se entendía nada
de lo que decían. Catalina Luna estaba estupefacta y Sixto se acercó asustado a
tocar el pulso de la pobre mujer que yacía desvanecida en su cama.
̶ Pues está viva ̶ dijo Sixto esbozando una sonrisa en su cara.
̶ Claro que está viva ̶ repuso el huesero ̶ , son trescientos pesos y un boleto
a Rio seco.
Sixto se adelantó a pagar, pero parecía que no le alcanzaba. Entonces
Catalina Luna se quitó uno de sus anillos de oro y se lo entregó con el gesto
duro.
̶ Con esto le basta y le sobra, viejo carero.
Adolfo el huesero miró la sortija y no dijo nada al respecto. Se acomodó el
sombrero y salió de la cabaña como un fantasma.
Después de este episodio Sixto volvió a irse con Heriberto Ceja y con
todos los pescadores. Gloria se quedó con una sensación atorada en la
garganta y convaleciendo. Cleotilde y Catalina Luna se turnaban el cuidado y
a veces desesperaban a Gloria porque cada una tenía una manera muy distinta
de ser y de pensar. Catalina llamaba a Cleotilde “la monja” y Cleotilde
llamaba a Catalina, “la loca”. Así pasaron varias semanas más hasta que
Gloria en lugar de mejorar se puso peor, pues comenzó a marearse y a vomitar.
Le hicieron tés para el asco, la visitó el cura Trinidad con la Santa Urna, le
pusieron un copal y con nada se componía. Le mandaron un telegrama al
capitán de barco donde estaba Sixto, quien no respondió sino once días
después con un simple “Está bien, pronto llegaré”. Gloria lloraba en las tardes
y esperaba con ansias la llegada de Sixto quien parecía que nunca iba a llegar.
Una vez que era el turno de Catalina para cuidarla y ayudarla en su
recuperación, la puso de pie agarrándola de la cintura y notó su vientre un
poco abultado. Entonces la revelación le llegó de súbito, entornó los ojos y dio
un alarido que Gloria no entendió.
̶ ¿Qué te pasa mujer? ̶ preguntó Gloria mientras que Catalina movía la
cabeza.
̶ Eres una pendeja.
Gloria se ofuscó y le preguntó por qué.
̶ Esa vez que Sixto fue por el huesero, ¿cómo fue que te volviste a caer?
Gloria se quedó sin poder decir nada, intentó armar una historia sin sentido
que Catalina interrumpió.
̶ ¿Has tenido tu periodo normal? ̶ le inquirió mirándola desde abajo e
inspeccionando el vientre de Gloria.
̶ Mmmmmm, creo que no ̶ respondió Gloria mirando hacia la ventana.
̶ Eres una reverenda y grandísima pendeja ̶ volvió a decirle Catalina Luna.

VII

El hijo de Gloria y Sixto nació un veintitrés de agosto a las doce del día. La
tarde era diáfana, las gaviotas graznaban y el mar mecía suavemente a toda su
fauna. Gloria fue asistida por una partera experimentada que había visto nacer
a todos los niños del pueblo; además, en el parto estaba Cleotilde Samperio, la
señora Ceja, y Catalina Luna. Esta última solo se limitaba a decir que ese niño
solo iba a traer más desgracias e infelicidad. La comadrona le entregó a Gloria
un bulto de carne rosado que lloraba desconsoladamente.
Ese día el calor era tanto que los pantanos comenzaban a secarse otra vez y
las catarinas de ojos saltones salieron a revolotear por el pueblo. Gloria tomó
el pequeño entre tus brazos y se le ocurrió llamarlo Aparicio. El nombre se le
había ocurrido porque el niño era una señal, una nueva aparición que marcaba
el supuesto fin de sus tristezas. De esa manera el tiempo transcurrió
lentamente en lo que Gloria convalecía del parto.
Catalina Luna no dejaba de reiterarle su error de haberse convertido en
madre. “Las mujeres como nosotras no debemos tener descendencia”, le decía
cada vez que Gloria se desesperaba por el llanto de niño y se iba al mar a
mojarle los pies para ver si con eso se calmaba. Luego llevaba al pequeño a la
casa de Cleotilde Samperio para pedirle consejos de crianza; ella le decía que
lo primero que debía hacer era sacramentarlo, bautizarlo y llevarlo con la urna
de la Santa Niña Nicasia.
Cleotilde y la mamá de Heriberto la visitaban de vez en cuando para
enseñarle cómo desempachar al bebé o cómo curarlo de espanto y de golpe.
Una vez el niño lloró por casi doce horas seguidas. Solo la ruda untada en su
cuerpo, con el agua bendita por la Santa Niña Nicasia, pudo curarlo de sus
males.
–Ya te he dicho que el niño llora porque no lo has bautizado –le dijo
Cleotilde a Gloria cuando esta última se encontraba desparramada en un catre
tratando de sobrevivir a la depresión.
–Llora porque extraña a su padre –le contestó Gloria abanicándose con un
pedazo de cartón que había encontrado en el piso.
Gloria expresó esto porque Sixto había vuelto a desparecer a pesar de que
sabía que tenía un hijo. Se perdía en las aguas junto con Heriberto y a veces
pasaban varias semanas sin que se supiera sobre su paradero. Entonces asumió
lo que ella entendía como sabiduría femenina, aquella que venía del
conocimiento ancestral de Catalina Luna, quien, en numerosas ocasiones, le
insistió en resignarse al abandono diciéndole: “Está en la naturaleza de los
hombres no pertenecer a nadie”.
En uno de esos días de espera indefinida, mientras Gloria descansaba con
el niño en brazos, escuchó ruido de herramientas y la voz de una mujer muy
cerca de su cabaña. Junto a su casa estaban construyendo otra choza de palma
y carrizo muy similar a la de ella. La señora que Gloria vio a lo lejos traía un
vestido entallado a su cuerpo curvilíneo y el cabello rojizo como el sargazo de
los islotes de Carreña. Aquella mujer que daba instrucciones para la
construcción de su cabaña percibió que alguien la miraba, y encontró a Gloria
asomada en su ventana con un gesto desconfiado. La saludó desde su sitió;
luego se acercó para poder establecer una conversación banal.
Ernestina Hiparquía era el nombre de esa señora. Su vestido era amarillo
con puntos blancos y, por sus sandalias viejas, le salía el dedo de la alegría.
Era una señora risueña y sociable que trataba a todos como si fueran de su
familia o amigos cercanos; siempre los llamaba con palabras melosas que a
más de uno hostigaba. Nadie sabía a ciencia cierta si realmente su dulzura era
real o más bien lo hacía por impostora. Por eso, al principio, Gloria tuvo sus
reticencias al hablar con ella y Catalina Luna siempre insistía en que aquella
mujer tramaba algo que nadie había podido descubrir.
Sixto llegó un martes después de estar ochenta días en altamar. Le confesó
a Gloria que en su travesía por los océanos se había enamorado más y más de
ella. Hubo de acostarse con un sinnúmero de mujeres en el Canal de la
Matrona, pero ninguna le había hecho sentir como en casa. Gloria lo miró
fijamente y suspiró pensando en que algún día Sixto cumpliría su misión y se
quedaría con ella. Cada vez que él regresaba, le traía un objeto de cada lugar
donde estaba, incluso comenzó a mandarle cartas en donde le contaba sus
aventuras. En una de esas cartas le dijo que vendrían tiempos mejores, pues él
mismo había encontrado unos nuevos clientes en el mar fronterizo de las Islas
Alejandrinas. Al parecer lo iban a ascender por su capacidad de negociación.
Cuando Sixto regresaba de los mares le dedicaba cierto tiempo a Gloria.
Comían juntos, se bañaban en el mar y comenzaron a llevarse mejor. Gloria
sentía su pecho inflamarse de pasión cuando escuchaba el viejo barco
pesquero atracar en el muelle; sus ojos destellaban cuando la puerta de carrizo
crujía para abrirse anunciando a Sixto cargado de regalos para ella, su corazón
palpitaba en las noches en que sabía que Sixto le escribía y pensaba en ella…
A partir de esos momentos, Gloria cambió las cumbias por las baladas
románticas las cuáles escuchaba en una estación de radio llamada “Amor
1,2,3”.
Gloria miraba al mar y sonreía por la promesa de que vendrían mejores
tiempos. Sixto le contaba que iba a ser rico y cuando eso pasara iban a
construir una casa en el pueblo para ella y su familia. Gloria no sabía que una
persona podía aspirar a ser feliz, ahí vino por primera vez la esperanza. Se lo
contó a Catalina Luna; pero ella se durmió sosteniendo un pan dulce en su
mano. Gloria se sintió ofendida y la llamó “vieja enviodiosa”, pero Catalina
Luna ya estaba roncando y no hizo el mínimo esfuerzo por escucharla.
Entonces su amistad con Hernestina Hiparquía y Cleotilde Samperio se
reforzó. Comenzó a hablar mal de Catalina Luna, decía que era una vieja
decrépita y envidiosa, quien además, le había lanzado un maleficio desde que
había llegado al pueblo. Pero eso era mentira, porque ahora tenía a Sixto, con
quien tenía muchos planes. Las mujeres se reunían en casas distintas, Gloria
siempre llevaba a Aparicio en brazos y era la más joven, pero ya había entrado
en la dinámica de los rezos, la misa, e incluso, sin el consentimiento de Sixto,
bautizaron a Aparicio un 7 de septiembre.
No obstante, a veces, cuando Gloria estaba sola, se desesperaba y le daba
al niño a Ernestina para que lo cuidara. Se ponía a beber ron antillano y miraba
al mar preguntándose por qué volvía a sentirse sola, si Sixto le mandaba cartas
y si pronto sería feliz, era una sensación apabullante que atravesaba su cuerpo
en la víspera de la tarde, y justamente en esos momentos pensaba en Catalina
y dudaba de su felicidad.
Por su parte, Catalina Luna se encerró todo ese tiempo, nadie la veía por el
pueblo. Cleotilde Samperio, como buena samaritana, la fue a buscar para
platicar con ella. Cuando Catalina Luna salió al mostrador de su tienda y la vio
con sus manos agazapadas una con la otra y su falda de pana café oscuro,
agarró un membrillo de guayaba seco y se lo aventó a la cara diciéndole “A la
mierda con tu compasión cristiana”. Cleotilde Samperio salió llorando y
gritando que Catalina Luna estaba poseída por el diablo.
Cuando Cleotilde le contó ese evento a Gloria, ella decidió visitarle
personalmente. Catalina apareció en la tienda, la miró de arriba y abajo y le
preguntó: “¿Ya eres miserable otra vez?”, Gloria movió la cabeza
negativamente y le enseñó la última carta de Sixto. En ella decía que se había
vuelto la mano derecha del capitán y que pronto llegaría con una sorpresa,
entre otras cosas, que ya la extrañaba, y que pronto volverían a estar juntos”.
̶ ¿Qué crees tú que sea la sorpresa? ̶ le preguntó a Catalina en un tono de
preocupación.
̶ No sé, pero puedo leer las cáscaras de un coco y te digo.
Gloria se negó, pero le pidió que no se alejara más y que conviviera con
Ernestina y con Cleotilde. Catalina dijo que lo iba a intentar, pero que solo lo
hacía por ella. Gloria sonrió y se le llenaron los ojos de lágrimas, en realidad
Catalina sí le faltaba en su vida, pero no se atrevía a decírselo. “Ahora vete si
no quieres que te corra como a tu amiga Cleotilde”, le dijo mientras agarraba
uno de sus gatos para acariciarlo.
Sixto regresó en un nuevo barco pesquero. Al parecer el capitán lo había
adquirido con la venta de los pescados y mariscos. Esa era la sorpresa que
Sixto le había mencionado a Gloria en su última carta. El pueblo se sorprendió
al ver al navío tan grande, nuevo y blanco como lomo de barracuda; tenía
muchas ventanillas y la popa muy lustrosa. Esa misma tarde fue el bautizo del
barco. En la proa se encontraba el capitán, Sixto y Heriberto. Lo bautizaron
como “Emperatriz del mar de Cerralvo” y le rompieron una botella de
fermentado de piña en una de las amuras.
Los asistentes del bautizo dieron gritos de emoción, pues ahora habría más
trabajo para los pescadores de Tierra Sola. El padre Trinidad fue invitado para
bendecir al barco, llevó la Sagrada Urna y encendió tres copales. Cleotilde
Samperio y la señora Ceja le rezaron al barco para que nunca se hundiera.
Ernestina Hiparquía, al lado de Gloria, aplaudía jubilosamente; mientras
Catalina Luna movía la cabeza en señal de desaprobación. Esa misma tarde, el
barco partió dejando al pueblo sumergido en el regocijo de la esperanza. Pero
no para Gloria, no para ella que veía la nave zarpar y no podía dejar de
relacionar el evento con aquella tarde en que había visto a sus padres partir
dentro de un tren sin retorno.
Catalina Luna volvió a dejar de visitar a Gloria porque se inventó una
alergia a los neonatos y a la gente común como la nueva vecina. A la sazón,
Ernestina y Gloria se fueron conociendo cada vez más. Se contaron su vida y
comenzaron a pasar mucho tiempo juntas. La nueva vecina era una mujer de
clase media, divorciada de un ejidatario. Provenía de una comunidad aledaña a
Tierra Sola. No tenía hijos y su mayor sueño había sido vivir en la playa. Así
que decidió cumplirlo cuando su matrimonio terminó en un eterno litigio que
se extendió hasta el Ministerio Público de Peña de Cerralvo. Por otra parte,
siempre había querido tener hijos. De ese modo, desarrollo cierto cariño hacia
el pequeño Aparicio, quien también la reconocía y a veces la llamaba mamá.
Gloria no entendía como una persona pudiera vivir en tranquilidad.
Ernestina no tenía vicios como Sixto, no estaba loca como Catalina, no
alucinaba lenguas inexistentes como Cleotilde, ni abandonaría a un hijo como
sus padres. En toda su vida no había conocido a una persona que viviera con
coherencia y cordura. Cuando le contó esto a Catalina Luna, ésta solo se limitó
a decirle que tuviera cuidado, pues, nada bueno podría venir de un ser humano
que hablara con generosidad y que se comportara correctamente.
Algunos días después de que el barco hubiera zarpado, Gloria fue a pescar
para la cena. Tenía al pequeño Aparicio en brazos; lo había puesto en una
canasta de mimbre y andaba lanzando las redes en todos todas direcciones.
Tenía la esperanza de atrapar un pez grande. A lo lejos, vislumbró que en el
muelle estaba otra vez varado el barco que supuestamente se había ido. Se le
antojó algo extraño, así que decidió acercarse lentamente remando por toda la
orilla de la playa. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, encontró a
Heriberto Ceja y a los pescadores tomando cerveza y asando camarones. Ellos
vieron a Gloria desembarcar, se sorprendieron y comenzaron a portarse de
manera extraña.
–Pensé que Sixto estaba en altamar con ustedes –les dijo mientras se
cambiaba de brazo al niño, éste miraba el fuego donde asaban los camarones y
extendía su manita como si quisiera comer uno.
Ninguno de ellos pudo explicarle dónde estaba Sixto. A Gloria le llamó la
atención que se encendiera una luz en la penúltima ventanilla del barco
grande. El gesto exacerbado de los pescadores dio la pauta para que Gloria
encontrara su respuesta, así que sin decir una palabra se metió al barco como
si la llevara una fuerza descomunal.
Unos minutos más tarde, salió colérica con el niño en brazos. Se subió al
muelle y corrió hasta perderse en la negritud de la noche que acababa de caer.
Al poco tiempo apareció Sixto detrás del rastro desvanecido de Gloria. Sus
compañeros le indicaron hacia dónde se había marchado Gloria. Finalmente,
salió una prostituta, pero ella iba a pasos lentos y bostezando. La llamaron los
pescadores para tomar cerveza de raíz.
Gloria no llegó en toda la noche, tampoco en la mañana. Ella había
decidido dejarlo todo y darle la espalda al destino que siempre se empeñaba en
colocarla en todos los lugares donde nunca deseó estar. Por eso, aquel día,
desquiciada por tanta traición y el hastío de su vida, fue a pedirle a Catalina
que por fin le leyeras los cocos para entender su situación de perra infeliz con
cría. Catalina le dijo que para entrar en trance, debía tomar un té que la
pondría en contacto con los dioses del universo; de esa manera la verdad de
todas las cosas se iba a revelar: el paradero de sus padres, si sería feliz en el
futuro, si tendría las agallas para abandonar a su hijo, etc.
El brebaje tenía hojas de floripondio, ajenjo y hongo de galerina. Se lo
tomó de un sorbo y al cabo de unos minutos comenzó a escuchar voces
mezcladas con visiones. Luego, totalmente perturbada por el efecto de las
drogas, se fue de la tienda de Catalina, metió a su hijo en una canasta y se lo
dejó a Ernestina Hiparquía diciéndole que se lo cuidara por un momento.
Ernestina no tuvo tiempo siquiera de hacer una pregunta, porque en un
instante Gloria ya había desaparecido. Mientras huía, por su mente pasaban las
frases proféticas de Catalina Luna quien siempre le había advertido sobre la
condición humana y el horror de la vida en sí misma.
Gloria no solamente se encontraba perdida geográficamente, sino que
dentro de sí se sentía en una tierra sin nombre, con una brújula rota y en un
naufragio infinito. Ese fue el día en que Gloria comenzó a perder la noción de
la realidad. Nada la había salvado, nadie había venido por ella, nadie la había
querido. Fue más fácil perderse en sus propios pensamientos y escaparse del
propio cuadro de su triste vida.
En este periodo de locura, la gente de Tierra Sola vio a Gloria montada en
los vagones decrépitos de un tren abandonado desde el siglo pasado. Hablaba
sola y caminaba con la mirada extraviada en la orilla de la carretera. Tenía las
pupilas dilatadas y escuchaba indiferentemente los piropos de los cortadores
de caña que se mezclaban con el sonido de las avionetas que regaban los
campos de piña con agua del río Cara Sucia.
Sixto buscó a Gloria por todos lados, pero nunca la encontraba, aunque
sabía que no andaba lejos. Tuvo que pedir un permiso al capitán para no
embarcarse y dedicar su tiempo a encontrar a la que él llamaba “su mujer”.
Casi a diario le informaban sobre su paradero: “Anda cerca de la panadería”,
“la vieron cantando en el rio”; le decían. Pero cada vez que iba por ella,
resultaba que estaba siempre en otro lugar, y nunca podía hallarla hasta que
por milagro la pudo reconocer, a lo lejos, en un campo de naranjos.
Gloria estaba tomando una siesta en la comunidad de Piedra móvil, que era
caracterizada por tener cinco habitantes y una piedra colosal que se movía con
la presión de un meñique. Estaba descansando en la roca, tenía la boca abierta,
roncaba como pescador veterano, traía el mismo vestido mugriento con el que
hacía un par de días había escapado y su cara estaba embadurnada de néctar de
caña.
Sixto se acercó, la miró y le acarició la mano. Gloria no despertó. Poco a
poco, con un hilo de voz, la llamó; pero ella seguía perdida en su propio
cansancio y en su delirio incesante desencadenado por los brebajes de Catalina
Luna y por su propia miseria. Sixto, al ver que continuaba dormida, decidió
sacudirla suavemente; tampoco obtuvo resultados. Entonces le hizo cosquillas
en el abdomen y solo así se levantó sobresaltada.
Lo primero que hizo Gloria al abrir los ojos fue bramar agudamente como
animal atropellado; se puso de pie de un solo brinco y Sixto la cogió de las
manos para que no escapara otra vez, pero Gloria continuaba enloquecida,
solamente gritaba… Le dio un tremendo puntapié a Sixto que lo orilló a
soltarla mientras que él se quedó adolorido en el piso.
La señora Ceja y Cleotilde Samperio andaban en la vereda de los
sembradíos muy cerca de Piedra móvil. Cleotilde llevaba a la señora Ceja a la
estación del tren a recoger la correspondencia mensual y sus respectivas
pensiones. De momento, escucharon en la lejanía unos lamentos de un alma en
pena. La madre de Heriberto le ordenó a su amiga detenerse para dar oídos;
luego, en medio del silencio del campo, volvieron a percibir los clamores de
una mujer que bien podría ser un fantasma. Cleotilde se sintió un poco
nerviosa e hizo el intento de regresarse, pero la señora Ceja le pidió que se
quedara quieta.
̶ Seguramente por aquí anda la puta más conocida de la región: la
mismísima Yamel Panteras ̶ aseveró la señora Ceja posando su mirada en el
horizonte como tratando de encontrarla entre el verdor del panorama.
Muchas veces, Catalina Luna le había hablado a la señora Ceja de Yamel
Panteras; una famosa prostituta perturbada que vivía en el Canal de la
Matrona. Se decía que era una mujer enferma de sexualidad desbordada;
fornicaba en todos lados, a todas horas, con todo el mundo y además mugía
como bestia descontrolada cada vez que tenía relaciones sexuales. Hacía
muchos años había sido diagnosticada con una enfermedad terrible llamada
demencia precoz que, de acuerdo a los informes de la ciencia médica, sólo le
daba a las mujeres y además hacía que perdieran todos los estribos de sus
pulsiones sexuales.
En unos instantes, apareció en la lejanía un bulto desarrapado que agitaba
la melena enredada y aullaba como animal cazado. Era Gloria que venía
escapando de Sixto: tenía los pies entierrados, las manos sangrantes y el gesto
crispado de tanta alucinación. Pasó corriendo junto a sus amigas sin prestar la
mínima atención de su existencia, seguramente en su confusión y en su delirio
ellas eran rocas en medio del camino.
Cleotilde se quedó boquiabierta al ver ese bulto pasar. Gloria estaba tan
irreconocible que ni la señora Ceja ni Cleotilde pensaron que ella pudiera ser
Gloria.
Sixto volvió a perder a Gloria por algunos días. Por más que preguntaba
por su paradero y dedicaba su tiempo a buscarla, nadie tenía noticias de ella.
Ese día, Gloria había corrido sin rumbo hasta llegar a un campo abierto lleno
de amapolas. Ahí vislumbró unas cuevas donde se escondió. Se alimentó de
raíces como Homo-habilis del Pleistoceno. Tenía el cabello cada vez más seco
y enmarañado; de hecho las polillas ya habían empezado a anidar en él.
Durante este periodo alucinatorio, Gloria imaginó que vivía en un castillo y
que estaba vestida con encajes exportados de Paris, pero en realidad andaba
semidesnuda, olía mal y parecía una troglodita.
Así pasó Gloria varios días apartada del mundo y soñando historias que
jamás viviría; justo como cuando era niña e imaginaba por horas toda una vida
que no le correspondía. Pronto, casi por milagro, disminuyó el efecto de las
drogas, tuvo un poco de lucidez y salió de la cueva. Deambuló dentro de la
misma región como un barco sin rumbo y su viaje terminó en círculo. Al final,
y sin saberlo, se encontró muy cerca del muelle de Tierra Sola con la cara tiesa
de tanto salitre, sudor y polvo. Tenía la expresión tensa como si una avioneta,
de las que regaban los campos de piña, viniera en picada hacia ella.
Fue ahí donde sin pensarlo intentó quitarse la vida: se arrojó al mar
deseando que éste la hundiera, llevara su cuerpo a donde fuese su voluntad y
la convirtiera en un pez, justo como su padre le había dicho que sucedía. Se
había lanzado en una parte muy cercana al muelle de los pescadores, quienes
escucharon el chapuzón y se alarmaron al ver como la pobre luchaba por tratar
de flotar. Cuando Gloria se estaba ahogando, solo pensaba en morir rápido,
pero nada ocurría: el agua no la mataba y ella comenzaba a sufrir. De
momento, en plena agonía, sintió un tirón que la llevaba a la superficie: era
Juventino Centella, un pescador, que la estaba sacando del mar.
Gloria regresó a la cabaña con Sixto, quien le pidió perdón con los ojos
llenos de lágrimas y le entregó un anillo de compromiso con una esmeralda
incrustada. Gloria lo vio sin compasión y sin amor, como si su mirada,
después de haber enloquecido, hubiera quedado vacía. Tomó el anillo, se lo
puso ella sola y comenzó a reír. Sixto no entendió su reacción. Entonces
Gloria en ese instante solo pensó en lo que Catalina Luna siempre decía “La
vida es horrenda, los hombres no aman, lo mejor que nos puede pasar es
morirnos, etc”. Ahí sintió que nada de lo que había pasado tenía sentido y que
su vida solamente se iba a tratar de un acto de resignación que tenía que
asumir hasta el día de su muerte. Agarró con fuerza a Sixto de la cara y lo
levantó para poder verlo de frente y decirle:
̶ Claro que sí mi amor, lo que tú quieras.
Gloria en realidad habría querido decirle “me importa una mierda tú, tu
hijo y todo el mundo”, pero había decidido fingir y decir a todo que sí porque
ya había renunciado a salir de su condición. Por otro lado, había quedado
nuevamente bordeada con un aura de melancolía mezclada con enojo. Ni el
padre Trinidad, con la urna de la Santa Niña, pudo curarla. Se había
convertido en un cuerpo desalmado y en una extensión de Catalina Luna quien
en ese momento era su hermana del alma. Por eso se quedaba meditabunda por
horas, analizaba sus sueños con un sistema de interpretación inventado por ella
misma y comenzaba a desarrollar el don de la lectura de los cocos partidos.
Hernestina Hiparquía le dijo a Sixto que podía irse al mar; ella se iba a
hacer cargo de Gloria y del niño. Pero Gloria continuaba hablando sola y
corriendo a todos de su cabaña. Así se reforzó su amistad con Catalina Luna,
ésta sintió un gran júbilo al verla entrar con el gesto perdido y la voz de
ultratumba. Al poco tiempo Gloria se desvinculó de Aparicio dejándoselo
totalmente a Ernestina, quien lo recibió encantada y lo educó con canciones de
cuna y horarios para las comidas.
Desentendida de su maternidad y perdida en su propio arquetipo de ente
indescifrable, Gloria se distanció tanto de la vida que perdió la noción del
tiempo y de las llegadas o partidas de Sixto. Estaba decidida a esperar a la
muerte. Todo el día se le veía sentada en un sillón de mimbre con la mirada
extraviada y rumiando frases incomprensibles. Expresó en incontables veces
que nada le importaba más. Fue por ese tiempo que la gente del pueblo
comenzó a llamarla “Gloria la loca”; los niños le gritaban que era una “roba
pollos” y corrían a esconderse detrás de los arbustos. Se reían de aquella pobre
mujer que todos los días, al despertarse, le pedía al universo no amanecer
nunca más.
Los cambios en la nueva vida de Gloria fueron nulos. Como no quería
vivir había decidido tener la voluntad de un tronco podrido. Todo sucedía
dentro de una pantalla en donde ella no tenía participación alguna. Prepararle
la mamila a Aparicio, bañarlo y cuidarlo se habían convertido en actos
reflejos, involuntarios y espaciados. Lo único que la inspiraba un poco era
escuchar una estación de radio donde ponían cumbias y baladas tropicales
tristes que se aprendía de memoria y cantaba junto al mar.
Otro de sus pasatiempos era lanzar piedras grandes que se perdían en el
lodo de los pantanos mientras se imaginaba cómo se hundiría su cuerpo en
aquella densidad. De igual manera, desarrolló lagunas mentales: no recordaba
cuándo cuidada a Aparicio, cuándo se lo dejaba a Ernestina, o si ya le había
dado de comer. Sixto, por su parte, continuaba perdiéndose por semanas; se
embriagaba y fornicaba a cuanta puta pudiera en el Canal de la Matrona sin
darse cuenta de que Gloria estaba pasando por un momento crítico.
El día en que Aparicio caminó y habló por primera vez, lo hizo en casa de
Ernestina. Gloria estaba acostada en su catre cuando escuchó los gritos de
emoción de su vecina y fue a ver el evento. “No sé qué tiene de extraordinario,
todos los niños caminan en algún momento”, le dijo a Ernestina con un tono
ecuánime y tranquilo. Ernestina la miró un poco ofuscada y le reprochó el
comentario. Gloria sonrío tranquilamente y se fue a su casa para dejarse secar
por el viento del verano que se estaba instalando en el lugar. Al cabo de un par
de horas, había olvidado todo y regresó a casa de su vecina con un caldo de
jaiba para cenar.
Varios días después, Ernestina tocó la puerta de Gloria. Le dejaba al niño
porque tenía que atender algunos asuntos legales en su pueblo. Por alguna
razón, el niño ya reconocía a las dos mujeres como sus madres, así que se
quedó con Gloria sin llorar. Pasaron tres largas semanas en que Gloria esperó
pacientemente el regreso de Ernestina, pero nunca más volvió. Al mes de
haberse marchado envió una carta en donde se disculpaba, pero ya no iba a
regresar. Había conocido a un cañero de San Juan de la Pradera, se llamaba
Leobardo Alemán y se había enamorado profundamente de él. Se pensaba
casar otra vez y la iba a invitar a la boda.
Gloria se quedó mirando la carta y escuchando las olas del mar. A lo lejos
una gaviota engullía un pez de escamas tornasol y emitía un ruido que Gloria
interpretaba como felicidad. Así era la vida, a unos metros un pájaro es feliz
comiendo pescado y a otros, una mujer sufre profundamente. Balo Alemán era
el hijo de Leobardo, el grande. Aquel niño, hacía muchos años, estaba
enamorado de Gloria y le prestaba el tocadiscos de su padre para poner las
cumbias por las que le diagnosticaron demencia precoz severa. Gloria dejó la
carta en la mesa de nogal, luego el viento la tiró al piso. Con el paso de los
días la carta se fue saliendo de la casa como si la infelicidad de Gloria la
empujara poco a poco. Al final, un cangrejo azul se la comió en pedacitos.
Algunos días después, llegó Sixto con una sonrisa de oreja a oreja. La
colmó de regalos como si fuera un pachá. Trajo dulces frescos de Santa
Catarina, mariscos del Canal de la Matrona y un vestido de seda hindú que
había comprado en las Islas Alejandrinas. Pero Gloria estaba tan absorta que
solo se limitó a asentir y dejó el vestido extendido en el catre. El pequeño
Aparicio lloraba detrás de su madre porque no reconocía ni a su propio padre.
Gloria le dio un dulce al niño, éste lo tomó y cesó el llanto. Luego Gloria se
fue a sentar al sillón de mimbre y se quedó mirando al mar por enésima vez en
el día. Sixto se dio cuenta de que Gloria continuaba sin actuar normal, así que
para romper el hielo le preguntó qué había hecho ese día. Ella miró un punto
fijo y repitió para sí “¿Qué hice, qué hice…?”. Se quedó haciendo la misma
pregunta y nunca la respondió. Sixto se cansó y se fue a dormir.
Cuando Aparicio cumplió cinco años Gloria estaba tan distraída que olvidó
el onomástico de su hijo. Su vida se había reducido a pocillos que se
quemaban, aguas evaporadas, legumbres a medio cortar, catres sin tender,
cabello sucio, basura de cáscara de coco en el piso y pies que se arrastraban
esparciendo, lentamente, el resto de la basura de los días muertos, secos y
acumulados por los soles que pasaban en aquella triste cabaña. Sixto seguía
perdiéndose por semanas. Cuando llegaba solamente comía y hacía el amor
con ella. “Estoy pagando todo lo que hice a mis padres”, se repetía Gloria en
silencio mientras Sixto la besaba apasionadamente.
Antes de volverse a embarcar, Sixto le dijo que cuando regresara esperaba
tener noticias de algún nuevo hijo, puesto que pronto sería ascendido a sub-
capitán y se irían a vivir a una enorme casa que pensaba construir cerca de la
vereda de los sembradíos. Gloria parpadeó, le dio la espalda pensando en
cómo le iba a hacer para que eso no ocurriera. Por eso fue con Catalina Luna,
quien le preparó una pócima con papaya hervida, semillas de onagra, atanasia
y té de ruda. Lo tomaba como agua de tiempo todos los días. Cuando Sixto
regresaba, inquiría sobre el contenido de esos galones de cristal
cuidadosamente ordenados en unas viejas repisas de la cocina. Gloria
respondía que era su té para los nervios.
Cada vez que Sixto regresaba del mar, preguntaba a Gloria si ya había
quedado embarazada, a lo que ella respondía negativamente. La única manera
de escapar de su situación era yéndose a Peña de Cerralvo a probar suerte, mas
tenía miedo de que la rebeldía le causara más estragos en su vida. Pensaba en
decirle a Sixto que no quería un hijo más, que ni siquiera quería al que ya
tenía, que se iba a ir lejos; pero no se atrevía, el miedo la envolvía: miedo a
enloquecer, miedo a no lograr nada, a terminar de indigente en la ciudad, a ser
abandonada por hacer su voluntad. ¿Debía soportar la vida que le había
tocado?
Convenció a Catalina para que le hiciera creer a la comadrona que en el
parto de Aparicio, Gloria había quedado infértil. “No se embaraza con nada
Jovita”, le dijo Catalina a la matrona en tono de sorpresa mientras le ayudaba a
dorar unas anguilas. “A mí se me hace que algo salió mal en el nacimiento”.
La pobre comadrona intentaba recordar cada movimiento que había hecho
aquel día en que nació el hijo de Gloria, pero ni con todos los esfuerzos de su
apolillada memoria pudo descubrirlo.
Sixto volvió de altamar algunos días después y Catalina le dio la noticia de
la supuesta infertilidad de Gloria. “Entonces hay que cuidar ese niño como si
fuera de oro porque él será mi heredero legítimo”, sostuvo con un acento
particular que Gloria no logró reconocer. Los últimos meses Sixto había estado
comportándose de manera inusual: traía regalos más caros, hablaba distinto y
usaba botas de cuero curtido.
Por eso Catalina sospechó que Sixto no se iba a pescar, sino que andaba en
otros negocios turbios, de modo que antes de que pudiera deslumbrarla
Catalina le dijo:
–Pues primero heredará lo de su tía, que soy yo, y luego veremos cuánto le
puedes dar tú, que eres un simple pescador.
Cada vez que Sixto regresaba de sus viajes traía cosas nuevas: licores de
naranja, madera del Cáucaso, especias de nueva Delhi, sedas estampadas de
Nueva Galicia, etc. Gloria y Catalina ya sabían que no era pescador, pero no
les importaba; ni siquiera hicieron el intento por preguntarle a Heriberto Ceja,
quien también lo acompañaba supuestamente a pescar y, de igual manera, se le
veía usar cadenas de oro y relojes suecos. En realidad, el universo de los
pescadores se había vuelto un misterioso negocio en donde las mujeres nunca
habían estado incluidas.
Cuando Cleotilde Samperio quiso averiguar por qué habían dejado de usar
las redes y las habían utilizado para envolver los álamos del pueblo, ellos
respondieron: “Es para enjaular a las aves que están emigrando
misteriosamente a la lejana Norteamérica”. En realidad, ya no pescaban desde
hacía algún tiempo y se perdían en la inmensidad del mar por semanas o
meses para regresar con baúles misteriosos que almacenaban en la casa del
capitán.
–Si te va a dar dinero, ya ni te preocupes de lo demás –le aconsejó Catalina
a Gloria cuando esta última le confesó tener otra vez planes de regalar a su
hijo e irse a Peña de Cerralvo a probar suerte. Esa misma tarde, Catalina había
convencido a Gloria de continuar ignorando su condición, pues de cualquier
manera, en cualquier lugar, ella iba a ser infeliz. Gloria aceptó el saber de
Catalina Luna, pero se fue a la playa con una sensación extraña en el pecho.
Cuando llegó a su casa, Sixto y el pequeño Aparicio estaban cenando
adobado de jabalí con las hierbas de olor que él había traído del Oriente. Ahí
Gloria percibió una brisa extraña que venía del mar. Cerró las puertas y las
ventanas por si llegaba otra tormenta. Cenó con ellos y se fueron a dormir
temprano.
En la madrugada, la brisa marina volvió a abrir de un tajo la ventana de la
habitación. Gloria se levantó a cerrarla. A los pocos minutos, la ventana se
abrió de nueva cuenta. En ese momento llegó a su mente la escena del día de
la tormenta y supo que algo atroz se avecinaba. Tuvo un súbito impulso de
salir de madrugada para ver lo que ocurría. Y así lo hizo: caminó descalza por
toda la orilla de la playa hasta que se detuvo en un punto. Se acostó bocarriba,
entre el mar tibio y la arena, para poder ver la luna llena; luego se quedó
observando el espacio sideral.
Súbitamente un pájaro prehistórico voló encima de ella, la asió con sus
garras y la levantó por los aires para irla a tirar a un pantano junto a los
campos de piña.
Gloria pedía ayuda desesperadamente mientras se ahogaba en la viscosidad
del pantano. Fue ahí que tuvo una revelación: por todos lados se veían luces
cayendo en la superficie terrestre como si las estrellas fueran derribadas; la
gente corría ensangrentada por estrechos callejones, se escuchaba el llanto de
la desesperación, y también había manos moribundas del más allá buscando
auxilio. Gloria corrió por las calles adoquinadas de ese sitio extraño; sus pies
descalzos levantaban la sangre que corría por el suelo. Había lluvia de cenizas
y la tierra se cimbraba. En medio del caos entrevió una puerta abierta en una
casa antigua; ingresó. Una vez adentro, Gloria ya no estaba en el primer sitio,
sino en una isla desierta de aguas diáfanas y tranquilidad absoluta.
Cuando Gloria despertó de su ensoñación estaba flotando bocarriba en el
mar. Inmediatamente braceó con la fuerza de un pteraspis para intentar llegar a
la orilla. No tenía idea de cómo había terminado ahí, pero era muy angustiante
haberse despertado en la mitad de la madrugada en medio del agua. A lo lejos
se veían las cabañas totalmente apagadas y lejanas, como dos cuevas prístinas.
Con todos los esfuerzos de su cuerpo extenuado llegó a la playa; ahí se quedó
respirando hondamente con un lado de su cara en la arena de las tres de la
mañana. Después se fue a acostar a la cabaña, pero no pudo conciliar el sueño.
Gloria sabía que algo terrible era inminente. El viernes a media tarde
graznó la gaviota como si un pez sierra la hubiera cortado por las patas. Se
asomó por la ventana y el mar parecía acabado de crearse. Cada ola reflejaba,
cual espejo, todas las aristas del sol de junio. Decidió buscar a Catalina Luna
para confirmar sus presagios y esta última, cuando terminó de interpretar el
coco partido, comenzó a gritar desesperadamente:
–¡Terribles desgracias te esperan Gloria!, debes ahogarte en el mar para
evitar todo lo que viene.
Gloria se sorprendió y vio como Catalina Luna hablaba sola por toda la
casa lanzando pedazos de cáscara y recitando una letanía sin sentido.
–Tienes que huir sola, tienes que irte de aquí porque se aproxima el fin del
mundo –proclamaba a la trastornada profetisa.
Gloria tomó a Catalina por lo hombros y le dio una tremenda bofetada que
dejó a la pobre en el piso. Eso la ayudó a salir de su trance perturbado. A
continuación, Gloria tomó la mano de la loca del pueblo, la levantó, la sentó
en un baúl, le preparó té de azahar y se lo dio para tranquilizarla. La anciana se
quedó dormida por cuatro horas. Cuando despertó, Gloria la acompañó a su
cama. Justamente cuando le acomodaba la almohada para que se durmiera,
Catalina le confesó a Gloria que ella era la hija que nunca tendría.
En la noche Gloria volvió a la playa sintiendo la misma opresión en el
pecho. Cuando entró a la cabaña se ciñó en todo el ámbito un aire de
melancolía mezclado con los movimientos de las olas. Había algo ahí que
estaba a punto de ser descifrado, algo que se anunciaba en los cocos y en la
tibia brisa marina que albergaba, en su interior, la esencia de las tinieblas de
este lado del mundo, donde el sol aún no nacía. La cabaña estaba
completamente vacía, una vela alumbraba el desolado comedor. Gloria llamó a
Sixto, pero no contestó. Buscó a su hijo… Lo encontró dormido en una
hamaca que estaba entre la choza de ella y la de Ernestina. La luz de la luna
golpeaba en la cara del infante; así Gloria pudo reconocer en el pequeño un
gran parecido a ella.
Al siguiente día, se le hizo extraño a Gloria que Sixto todavía no hubiera
regresado. Fue a buscarlo con los pescadores. Ellos le dijeron que no lo habían
visto y que pensaban embarcarse hasta dentro de tres días. De igual manera,
Gloria visitó a Heriberto Ceja quien tampoco sabía nada del paradero del
padre de su hijo; la última vez que se habían visto fue en el muelle cuando
jugaron baraja valenciana y de ahí no supo más de él. Tampoco estaba en la
bodega del capitán donde cada vez acumulaban más cajas y baúles cuyo
contenido nadie conocía. Así pasaron dos días, tres, cuatro; cinco semanas,
dos meses, tres años. Nunca jamás se supo del paradero de Sixto Caramés.
Gloria había muerto y renacido tantas veces que la partida de Sixto era un
evento más en su colección de miserables vivencias. Lo único que se le ocurría
pensar era que el mundo era injusto, porque ella debió haber escapado en lugar
de Sixto, a quien su partida en realidad le importaba un bledo. Al final Gloria
terminó diciéndole a su hijo que Sixto iba a volver, aunque en realidad no lo
creyera y tampoco lo deseara.
Cuando Aparicio cumplió doce años se volvió rebelde, contestón y
altanero. Incluso a veces culpaba a Gloria de la desaparición de su padre. En
cada pleito Aparicio amenazaba con irse del pueblo para encontrar su propio
destino y de paso ir a buscar a su padre. En poco tiempo, cuando empezó a
entrar en la adolescencia, decidió que no quería vivir con la loca de su madre
ni estar cerca de su mundo de mujeres enfermas mentales, como él las
llamaba. Lo último que hizo antes de desaparecer del pueblo fue habitar la
cabaña que había dejado Ernestina Hiparquía y de ahí tampoco se supo más de
él.
Los años consecutivos a ese evento fueron inapetentes y parsimoniosos.
Gloria siempre tenía la sensación de que se iba a resbalar en un pantano, o que
una bala perdida de los borrachos iracundos la alcanzaría mientras se sentaba
en las bancas de la plaza para platicar con las palomas. Su vida había vuelto a
ser la misma espera inútil. Pasaban los años como si fueran movidos por un
viento gris, sosegado y eterno… Con cierta tristeza, Gloria me contó que
fueron tiempos tristes, fríos y solitarios… en este periodo de su vida las
noches eran silenciosas y las mañanas tan largas como los siglos.

VIII

La historia de Sixto la supe pocos días después de conocer a Gloria. Tenía


yo alrededor de catorce años y había empezado a interesarme por observar las
estrellas. Por ese tiempo yo no conocía el nombre de ninguna constelación y a
duras penas recordaba a los nueve planetas del sistema solar; no obstante, me
gustaba contemplar los astros en la noche y pensar en el vasto universo. Mi
papá poseía un viejo telescopio con el que difícilmente divisaba algunos
cráteres en la luna y uno que otro planeta orbitando en la nada. Odiaba los días
nublados y cuando la bóveda celeste estaba despejada, me perdía en su
inmensidad...
Mi padre también solía leer revistas de ciencia, me pasaba todo tipo de
información. Fue por él que conocí la teoría del Big Bang y el misterio de los
agujeros negros. Todo era demasiado indescifrable para mí, pero el deseo de
observar el universo me empujaba incomprensiblemente a continuar tratando
de entender la bóveda celeste. Creo que tenía una curiosidad desbordada por
saber lo qué había más allá del patético mundo al que siempre me he sentido
arrojado. Por eso, ahorré para comprar un mejor telescopio. Cuando lo tuve
me obsesioné aún más con los astros.
En los periódicos de Junio, en plena canícula, cuando los titaliks se metían
a las casas y había que sacarlos a escobazos, salió una noticia que me
sobrecogió: “Se pronostica lluvia de estrellas a finales de mes”. Luego
continué leyendo y me enteré que el mejor sitio para presenciarla era la playa.
Cafetal de Noche, mi pueblo natal, estaba muy retirado de Tierra Sola y
además sabía que mis padres no me iban a dejar ir solo.
Como eran mis vacaciones, le pedí a mi papá que me llevara para ver la
lluvia de estrellas, pero él tenía que trabajar y no podía hacerlo; menos mi
madre quien rara vez tomaba el tren y salía del pueblo. De modo que estaba
totalmente solo en esta empresa. Maldije el pronóstico del tiempo, el cual
decía que las condiciones atmosféricas del sitio no lo permitirían. La mayoría
del tiempo estábamos rodeados por neblina… vivíamos en las nubes,
literalmente. Por eso decidí ir por mi cuenta a Tierra Sola. Me habían contado
que allá nunca se nublaba el cielo y que el turquesa del mar magnetizaba a
cualquiera. Pensé que sería mejor ver el fenómeno astrológico en aquel mar en
el cual pasaron tantas cosas.
Como era costumbre, el verano lo pasaba con la tía Angelines, en Peña de
Cerralvo. Cuando terminaron las clases, mis padres me dieron el boleto para
que me fuera con ella. Sin embargo, en la estación lo canjeé y me fui en la
dirección opuesta: a Tierra Sola. Al principio, mi conciencia no me dejaba en
paz, sabía que estaba mintiendo; pero después me relajé un poco y me puse a
ver el paisaje de coníferas y nubes que se entremezclaban en una gama de
colores brillantes e irreales. En cuanto llegara a mi destino, hablaría con mis
padres y les diría que regresaría después de la lluvia de estrellas.
Llegué a Tierra Sola en el tren de las nueve. Por mi cuenta recorrí el lugar:
era un pueblo pesquero cuyo calor infernal podía matar a cualquiera. Sus
calles eran angostas y a veces no se podía pasar porque te ofrecían mariscos.
Vendían acetatos de los años cuarenta, fritangas con carne de jabalí, amuletos
contra la angustia, peces placodermos, cactáceas del desierto de Atacama,
pulpos recién pescados, colmillos de macairodo, etcétera. La plaza central
tenía bancas de metal con el escudo de la región de Cerralvo.
Por todos lados se podían encontrar muchas palmeras y enormes cícadas.
Había que tener cuidado con los cocos que se desprendían, pues podían dejar
parapléjico a más de una persona. Por otro lado, en el centro de la plaza, había
una pequeña capilla donde reposaban los restos de la Santa Niña Nicasia y un
parque pequeño donde los domingos, en la tarde, la gente salía a comprar
algún helado de coco, un dulce añejo de Catalina Luna o simplemente les
gustaba ver las manecillas del reloj pasar.
Cruzando las calles de las fritangas, la plaza y las tiendas, se encontraba la
playa de Tierra Sola. Se tenía que pasar un cañaveral y varios campos de piñas
que tenían a su alrededor algunos brotes pantanosos. Cuando exploré la playa,
terminé embadurnado de lodo y de mierda de vaca, pero valió la pena: el
particular tono turquesa del mar me cautivó a tal grado que deseé quedarme a
vivir allí para siempre; luego, estando en el pueblo, me quedé en un hotel
barato cuyo nombre no recuerdo. Al día siguiente conocí a Gloria.
Era un domingo de pascua, había feria, toros sueltos por doquier, niños
trepados en viejos camiones de caña, algodones de azúcar sabor piña, castillos
de pirotecnia con forma de cangrejos y señores bebiendo cerveza negra
mientras fumaban cigarros sin filtro. También se podía percibir música de
banda, tamboras, chillidos, campanadas y un poco del aire tibio que parecía
salir de la tierra.
A lo lejos me llamó la atención una señora que estaba sentada en una banca
llorando como niña; se limpiaba la nariz con la mano. Intenté acercarme, pero
un señor de aspecto sombrío me detuvo y me dijo que me alejara porque
aquella mujer estaba loca. Efectivamente yo lo creí, pues sólo un deschavetado
podía llorar en una plaza pública. Pero no me importó porque siempre he
sentido cierta afección las personas distintas y sensibles.
Finalmente decidí ir donde ella estaba. Había algo en su presencia que no
podía dejar pasar por desapercibido, quizá era su aire distintivo que
desencajaba con el mundo, o quizá era su voz ronca que reverberaba
ampliamente en mi propia añoranza. Además, me encontraba solo y tenía la
posibilidad de conversar con alguien fuera de lo común. Ahora entiendo que
nada de lo que hice fue en vano y sé que mi vida no hubiera sido la misma si
no la hubiera conocido.
Entonces me aproximé donde Gloria y ella me miró con los ojos llorosos.
Acto seguido dio un suspiro hondo y me dijo de la nada, como si me conociera
de toda la vida: “¡Ay niño, si supieras lo que es vivir como yo!”. Algunos
minutos más tarde me contó la historia de su hijo quien justamente ese día,
hacía quince años, le había dejado una nota de despedida en donde se
disculpaba por ir a buscar su propio destino fuera del pueblo.
Gloria me trató con tal familiaridad que rápidamente sentí confianza. Me
enseñó la nota arrugada y amarillenta escrita en papel de cartón; me dijo que
cada año, en este mismo día, ella salía con la carta de Aparicio a llorar al
parque. Sentía culpa de haber pasado gran parte de su vida indiferente hacia su
propia maternidad. Antes lloraba junto al muelle, pero se dio cuenta que los
silencios prolongados del mar siempre serían los mismos. Se lamentaba por
haber sido la peor madre y por haber repetido su propia historia con su hijo.
Cuando terminó de contar el motivo de su tristeza yo le hablé sobre mi
visita al pueblo, la cual se debía a la lluvia de estrellas. Ella me escuchó
atentamente, frunció en entrecejo y me dijo que nadie sabía sobre tal evento.
Le expliqué que en un evento así, las estrellan se caían al mar; y ella se quedó
boquiabierta, estaba asustada como si se tratara de lo peor que pudiera suceder
en la tierra. Tuve que decirle que era una metáfora, que las estrellas no se
caían en realidad. Me miró entornando los ojos y me dijo que tenía que visitar
a Catalina Luna para corroborarlo. Después me expresó que yo le había sido
simpático, de modo que me llevó a su casa a comer wiwaxias empanizadas
como si nos hubiéramos conocido de toda la vida.
Antes de entrar a los campos de piña, conocí a Fortunato Mendoza, un
señor moreno, alto, con ojos alegres, nariz enganchada y voz entrecortada.
Escupía cada minuto. Le expresó a Gloria que necesitaba unos zapatos nuevos
porque los anteriores ya estaban carcomidos por el salitre; así que Fortunato se
internó en una zapatería mientras nosotros nos quedamos bebiendo agua de
maracuyá con lulo. Estábamos sentados afuera de la tienda y ahí me narró la
historia de un chico de cabellos rojizos que pasó por la acera y la saludó.
Durante la primera semana que pasé en su casa, Gloria me confesó su
miedo a la lluvia de estrellas y me llevó al muelle; ahí se quedó callada y se
sentó en una mojonera como recordando cosas que le intrigaban, pero que no
se atrevía a decir. En la noche visitamos a Catalina Luna, una mujer anciana
que tenía lentes de fondo de botella, usaba botones grandes en su ropa y seguía
vendiendo dulces podridos. “¿Y este niño quién es Gloria?”, le preguntó en
cuanto nos vio entrar a la tienda. Me llamó la atención que me escrutara con la
mirada y dijera que todo estaba fuera de peligro conmigo.
Gloria le comentó sobre la lluvia de estrellas. Catalina negó que tal evento
fuera a ocurrir, entonces yo le dije que todo el mundo en la región de Cerralvo
sabía que dentro de algunas semanas las estrellas iban a dar la impresión de
caer en el mar. La señora se quedó boquiabierta al escuchar eso,
inmediatamente fue a la cocina por un coco y lo partió de un solo golpe
enfrente de nosotros. “No veo ninguna lluvia de estrellas niño, pero hay algo
que no me gusta en este corte extraño de la cáscara”. Gloria suspiró y Catalina
continuó explorando la forma de los cortes del coco y las cáscaras. Lo
inspeccionaba como un especialista en anatomía examina un cuerpo humano.
–Probablemente habrá otra tormenta –dijo finalmente con aire de
preocupación.
Cuando regresamos a la casa, Gloria me contó que le sorprendía la
tranquilidad con la que Catalina Luna había tomado el fenómeno astrológico.
Muchas veces que leía los cocos entraba en trance y terminaba encamada
invocando el fin del mundo. Por otro lado, expresó que le daba gusto que yo
estuviera allí porque le hacía sentir como si tuviera un hijo, como si hubiera
hecho las cosas bien en esta vida. Nos fuimos a dormir y a la mañana siguiente
me desperté justo cuando el sol estaba despuntando. Miré a mi alrededor y no
podía creer que estuviera en un lugar tan bello con un mar inimaginable.
Mis días se volvieron mar, arena, pescado, cumbias y noches calurosas.
Las mañanas pasaban lentamente, como movidas por un cansado caracol; y yo
desde que me levantaba, caminaba por toda la orilla de la playa escuchando el
golpeteo de las olas sobre los escollos. A lo lejos se veía una pequeña mancha
de tierra, eran los Islotes de Carreña, donde los pescadores se iban a comer
mariscos baratos y cargarse de carnada. La arena del mar de Tierra Sola era
blanca, se decía que parte del desierto del Sahara había emigrado a ese lugar y
que un viento potente la había traído.
En las tardes montaba mi telescopio y me ponía a ver todo lo que estaba
alrededor. Se lograba ver el atracadero de los islotes de Carreña y una parte del
famoso Canal de la Matrona, también se veían los barcos pesqueros que iban y
venían con las redes cargadas de pescado. En la noche me ponía a ver el cielo
y todo estaba muy tranquilo. Le mostré a Gloria y a Fortunato cómo podíamos
espiar a todos por medio del telescopio, a Gloria le pareció una excelente idea
poder acercarse visualmente sin estar ahí, luego dijo algo muy atinado.
“Deberían hacer que estos aparatos te dejen escuchar a los lejos también”.
Al poco tiempo de haber llegado a tierra sola, Gloria entró en la calurosa
habitación que ella misma había arreglado para mi estancia y me dijo que
fuéramos a pescar. Al salir de la choza, Gloria tomó una cubeta con pikaias
como carnada y nos subimos a un pequeño bote que tenía en letras cursivas,
“Cuidado: lancha hacia la felicidad”. Me quedé pensando en el título del bote,
pero no me atreví a preguntar, más bien estaba un poco ansioso porque Gloria
remaba despreocupadamente mar adentro y poco a poco se perdía de la vista la
tierra firme.
Tenía la sensación de que el pequeño bote se iba a hundir. Me sentía
realmente angustiado y no podía tranquilizarme al ver a Gloria preparar todo
para pescar. Ella parecía bastante confiada porque estaba tarareando
alegremente una canción desconocida. Quise distraerme y miré alrededor, me
quedé absorto en el mensaje del bote. Para mitigar un poco mi ansiedad, decidí
comenzar una conversación banal que me rescatara de mi ahogo imaginario.
Le pregunté por qué la lancha tenía tal nombre. En ese momento, como si
hubiera esperado toda la vida para que alguien viniera y le hiciera esa
pregunta, Gloria dejó de ensartar la carnada en los anzuelos, me miró con aire
consternado y me expresó con un dejo solemne:
–Niño, es una larga historia...
Me quedé en silencio… El día que nos habíamos conocido por primera
vez, me había contado un poco sobre la desaparición de su hijo y Sixto, pero
después no volvió a decirme nada, sino hasta ese momento en que yo había
leído la absurda inscripción del bote. En realidad, con mis escasos años, no
sabía cómo reaccionar ante todo lo que me iba a decir. Por un instante, pensé
que Gloria iba a ponerse a llorar, puesto que algo de ese orden se asomó en su
rostro descompuesto.
Gloria suspiró al tiempo que miraba en lo más profundo del azul del mar.
Enseguida se recompuso; tomó aire otra vez. Probablemente ahí notó, en mi
gesto de nerviosismo, que quizá yo no estaba listo para entender su relato. De
cualquier manera, no pareció importarle mi reacción y comenzó a hilvanar
parte de su historia mientras ensartaba una pikaia en el anzuelo.
Estuvo mucho tiempo hablando bajo el sol. En su narración no había una
explicación por qué ese bote decía “Cuidado, lancha hacia la felicidad”. Yo no
sabía cómo hacer que fuera al grano, sin embargo, me pareció interesante su
vida, desde lo que vivió su madre, hasta que había ido a parar a la playa con
un desconocido que le había prometido amor y que de la nada había
desaparecido.
Regresamos un poco tarde a la playa, el sol ya casi se ocultaba. Yo me
sentía muy ofuscado por la historia de Gloria. No podía creer cómo alguien
podía sobrevivir al abandono de sus padres y vivir todo lo que ella había
experimentado. Por un instante pensé que se lo había inventado, pero no
entendía con qué finalidad ni por qué me había contado su historia. Quizá
simplemente estaba sola y debía hablar con alguien.
Cuando estábamos en la cabaña, Gloria preparó una sopa de mariscos con
verduras y ahí me di cuenta de que no lavaba la comida y que todo lo colocaba
descuidadamente dentro de una olla sin pelar. En la noche llegó Nato con tres
botellas de licor de piña. Hablamos casi toda la cena de pieles de jabalí con las
que hacían los zapatos en la región. Luego nos fuimos a acostar y, justamente,
antes de que yo me durmiera por completo, entre la vigilia y el sueño, me
desperté con una sensación horrible en el pecho.
̶ ¡Mis padres! –grité a media noche.
Nato y Gloria se despertaron con mis alaridos. Me preguntaron si estaba
bien, les dije que debía escribir a mi madre para contarle la verdad, o al menos
decirle que no se preocupara por mí, pues seguramente por esos días ya se
habrían dado cuenta que nunca había llegado con la tía Angelines. Nato me
dijo que esperara hasta mañana porque ya no era hora de despertar a Catalina
Luna, quien era la única persona del pueblo con telégrafo propio. Pero yo
insistí, por lo que Gloria, adormilada y hablando incoherencias, me llevó en la
madrugada a casa de Catalina. Cuando la despertamos, Catalina Luna lanzó
una serie de improperios, pero al final nos dejó usar la máquina y ella se quedó
dormida en un hermoso sillón remachado con botones de platino.
En el mensaje que les mandé a mis padres les pedí que no me contestaran,
yo estaba bien y pronto regresaría a casa. Ellos no podían saber sobre mi
ubicación, solo era suficiente con que se enteraran que yo estaba a salvo. No
esperaba que me respondieran a esas horas; no obstante, esa misma noche
llegaba mensaje tras mensaje insistiendo sobre mi paradero. Seguramente
cuando me puse en contacto, ellos esperaban ávidamente tener noticias de mí.
Me los imaginé en casa muy angustiados. Al final les dije que regresaba al
siguiente día con la finalidad de tranquilizarlos. Volví a mentir.
Regresamos en la oscuridad a casa, el sol todavía tenía un largo camino
para salir, los campos estaban llenos de luciérnagas y se podían escuchar los
grillos en la lejanía. Cuando llegamos a la playa, Gloria se sentó en una piedra
y se quedó callada. Yo tenía la impresión de que quería comunicarme algo.
Entonces ella sacó un pedazo de hoja del telegrama que me había enviado mi
madre y me dijo lo siguiente:
–Sé que te vas ir con tus padres, pero antes de que eso suceda, quiero
decirte que te has ganado mi cariño en poco tiempo; así que espero poder
visitarte a tu pueblo uno de estos días.
Era como si Gloria solo pudiera enunciar las cosas importantes cuando
estaba junto al mar, por eso, ahí mismo, vueltos a perder en la inmensidad de
la noche y en el silencio del agua, le dije que al siguiente día de la lluvia de
estrellas partiría a casa. Le escribiría seguido y nunca iba a olvidarla, tampoco
a su emocionante historia. Cuando terminé de decir eso, ella se puso de pie y
me abrazó por un corto instante; de manera inmediata, como si no pudiera
soportar el calor humano, se apartó.
Encendió un cigarrillo que le había robado a Catalina, lo tenía guardado en
el bolsillo izquierdo de su vestido y me dijo que yo estaba con ella por algo,
quizá para recordarle a su hijo y para darme algo que no le había dado a él. Un
minuto después, de la nada, se echó a llorar como niña desvalida… Intenté
socorrerla, pero ella se recompuso rápidamente. Me dijo que no le hiciera
caso, que todo lo que sucedía era en realidad producto del destino. Se secó las
lágrimas, se puso contenta y fumó un poco. Cuando sacó el humo confesó que
la historia que me había contado en la mañana estaba inconclusa. Yo me quedé
confundido; pensé que lo que me había dicho en la “lancha hacia la felicidad”
era todo. Entonces agudicé mis oídos para terminar de escucharla.

IX

Después de la desaparición de Sixto, Aparicio comenzó a aislarse cada vez


más. Gloria solamente se limitaba a darle de comer y de lo demás él se las
arreglaba. Así fue creciendo hasta volverse un clásico adolescente rebelde de
cabellos largos, resecos y desaliñados. Los ojos eran los mismos de Gloria,
pequeños y de párpados pesados que daban la impresión de estar somnoliento,
su nariz la había heredado de Sixto , aguileña e imponente, y su voz se había
endurecido: se estaba convirtiendo en hombre.
Sin embargo, Aparicio estaba muy desvinculado de su madre y después de
años seguía echando la culpa, en cada discusión, sobre la desaparición de
Sixto, quien a ojos de Aparicio era un santo que se había ido porque su mujer
no lo procuraba. Entonces Gloria se increpaba y le decía que diera por muerto
a su padre, que no iba a regresar y que se acostumbrara a la idea.
Llegaron a tal punto las discusiones que Aparicio se fue a la cabaña que
había construido Ernestina Hiparquía y después a casa de Heriberto Ceja,
quien lo adoptó sin rechistar. Aparicio no soportaba a las mujeres y todo el
tiempo decía que estaban todas locas. También sacaba dinero de otras fuentes
y se iba a pescar con Heriberto con quien se iba al canal de la Matrona a
fornicar con las putas, e, igual que su padre, se perdía por días entre los barcos
esperando una señal sobre el paradero de su padre. Los marineros y los
pescadores le contaban las hazañas de Sixto por los mares, y Heriberto Ceja se
lo llevaba a la pesca de abadejo y cangrejo.
Así se fue separando más de “las locas”, como él llamaba a Catalina Luna
y a su madre. Sorpresivamente, cuando Aparicio ya era todo un hombre se fue
de la playa dejándole una nota en donde manifestaba su partida. “Voy a buscar
mi propio destino”, expresaba secamente en ese pedazo de papel cartón.
Entonces Gloria supo que estaría sola otra vez. No esperaba nada de la vida y
sabía que la ausencia de su hijo tenía que ver, en parte, con la falta de vínculo
que había entre ellos.
A partir de este evento Gloria volvió a deambular como un animal sin
rumbo por toda la casa. Se tropezaba con todo, lloraba en las tardes, salía en
las mañanas al muelle a recitar sus letanías y a perderse en sus propios
pensamientos. Éstos fluctuaban entre el deseo de que un rayo la consumiera o
que de momento se despertara en otro sitio, con otro nombre y otra vida.
Después de tantas lágrimas evaporadas en su macilento colchón, a causa de
la partida de Aparicio y de su propia relación desajustada con la misma vida,
Gloria sintió como si alguien le clavara pala y pico en el corazón, quizá era el
panteonero de su vida que venía a enterrar lo último que le quedaba en el
alma.
Comenzó a beber más fermentados y más cerveza de raíz. Primero empezó
con dos bebidas diarias y luego ya no podía controlarlo. “¡Si me va a cargar la
chingada, que me cargue de una vez!”, le decía a Cleotilde Samperio, cuando
la sermoneaba al verla ebria, desarrapada y con la mirada perdida.
Cada día Gloria se parecía más a Catalina Luna, solo que en versión
alcohólica. Juntas elaboraban presagios y predecían el futuro. Ninguna tenía el
valor de matarse, pero siempre hablaban de cómo se iban quitar la vida de la
manera menos dolorosa. Hicieron un pacto de muerte: en cuánto una
falleciera, la otra la seguiría. A veces Gloria pensaba si en realidad Catalina
llevaría a cabo el trato. Mientras tanto, el tiempo continuaba su curso como un
péndulo de tedio que Gloria estaba destinada a observar.
Las tardes, después de la partida de Aparicio, se habían vuelto más
sombrías. Gloria deambulaba por el pueblo ebria, diciendo que lo había
perdido todo y cantando la canción de la virgen de la Soledad: “Dolorosa, de
pie, junto a la cruz… tú conoces nuestras penas, penas de un pueblo que
sufre”. Catalina Luna la observaba y le recordaba que nunca debió haber sido
madre, ni haberse esperanzado en las palabras de un hombre. “Eso te pasa por
pendeja”, le recriminaba cuando Gloria aparecía, con una botella de Ron, en
casa de Catalina.
Un día Gloria se hartó de sí misma y de todos. Estaba bebiendo sola,
mirando al mar y deseando que éste se saliera y se la tragara como a Flora.
Luego recordaba las letanías de Cleotilde Samperio que siempre decía que las
personas que se quitaban la vida se iban al limbo, donde las almas no
descansaban. Entonces Gloria temía morir y quedar como un alma en pena que
vagara por esa playa solitaria en donde la vida había dejado de ocurrir desde
hacía tanto tiempo, quizá desde el día en que había llegado a ese mar por
primera vez.
Pero un día, estando muy borracha, miraba al mar y observaba que la mesa
donde solía cenar con su familia estaba vacía, justo como ella y toda su
existencia llena de pérdidas, despedidas y abandonos. Mirando aquella mesa
se sintió muy cansada de existir. Toda su vida había sido una promesa
incumplida. Siempre había esperado una especie de redención, desde que era
niña. Siempre había tenido que reunir fuerzas para continuar, siempre había
tenido que nadar en las aguas inmensas de su soledad. Estaba sola y
continuaba mirando de la mesa al mar y viceversa.
Pero, aún cuando estaba con ellos, pensó. Aun cuando tenía familia, se
preguntaba si realmente los quería… ¿Qué quería? ¿A quién quería? Nada, no
quería nada, no quería a nadie, todo era una falsedad: su vida entera, su
desajuste con la sociedad, su soledad y hasta la ausencia que sentía en el pecho
era una total y absoluta mentira.
Se paró con una sensación de ira que crecía como agua desbordándose en
un manantial y salió a la playa deseando poder abrir los mares como Moisés.
Gloria estaba cansada de todos sus desencuentros, sus imposibilidades, los
impases de la vida, las tormentas, los mensajes inconclusos del agua, lo
críptico del universo y lo inaccesible del destino… así que decidió suicidarse
otra vez.
Sabía que Sixto no la salvaría y que Aparicio no volvería nunca. Debió
haber tomado esa decisión antes, justo cuando Aparicio había dejado esa nota.
En lugar de ello se había regodeado en locura junto a Catalina Luna. Tampoco
aquella mujer la salvaría, al contrario, se sentiría orgullosa del valor que
Gloria tenía para ejercer la posibilidad de terminar con sus tormentos.
Al anochecer salió de la choza con los ojos desorbitados, maldijo al mar, al
pueblo, a sus padres, a la vida y a Sixto. En ese momento el océano comenzó a
agitarse, las nubes se ennegrecieron como si viniera otra tormenta y a lo lejos
comenzaron a escucharse rayos. Bajo estas condiciones, Gloria caminó
encolerizada hacia el risco más alto desde donde se podían ver las fuertes olas
que azotaban en los escollos. Andaba descalza, la maleza se le enredaba en los
pies y ella no sentía nada más que un deseo inmenso de arrojarse y partirse en
mil pedazos entre los riscos.
Llegó a la cima llorando. Tenía los pies agrietados. Se paró justo en una
roca y ahí se agachó para reclamarle al universo por una vida tan indigna.
Luego gritó a todo pulmón, con mucho dolor, el más grande de su vida. Fue
como si de su interior saliera un fuego escondido por años, un torrente de
energía contenida que portaba todo el odio guardado. Cuando Gloria hubo
sacado esto, un enorme rayo cayó en el océano iluminándolo por unos
instantes y haciendo visible la fauna marina que también estaba enardecida y
circulaba sin rumbo.
Gloria se encontraba totalmente extenuada y su respiración era agitada
como la de un animal recién herido en medio de la noche. Suspiró hondamente
mirando al cielo, el cual le ofrecía un panorama lleno de truenos. De
momento, uno cayó justamente del otro lado del océano, en el canal de la
Matrona… y justo ahí tuvo la revelación más grande de su vida. No, no se iba
a matar, haría algo que al menos entre tantas desgracias le trajera un poco de
felicidad y que además fuera en contra de lo que todos esperaban de ella: Sí,
ese rayo en el Canal de la Matrona indicaba que su verdadero destino no era
encontrar el amor, ni esperar nada de nadie. Era muy claro, siempre fue muy
claro desde el inicio. ¿Por qué no había podido verlo si era tan lógico? Su
destino en realidad era ser la peor puta que el mundo hubiera visto jamás.
Habiendo resuelto su destino, se bajó del despeñadero lentamente con una
sensación de calma que nunca había experimentado. Ya no importaba nada,
ella estaba muerta por dentro. Su vida siempre había sido una emigración
eterna en donde las personas siempre se iban. Las olas dejaron de golpear con
tanta fuerza en los escollos, las nubes se retiraron y los truenos no se
escucharon más. La lluvia cesó por completo mientras ella caminaba de
regreso a casa totalmente ensopada. Traía los pies descalzos y embadurnados
de arena blanca.
En la mañana, se despertó con ligereza. No estaba contenta, tampoco triste;
no podía definir su estado, pero se sentía lista para comenzar su nueva vida;
había también en el ambiente un dejo de esperanza. Ahí en la cima de los
escollos había muerto alguien que ya no conocía. Gloria era otra.
Se fue al bazar del pueblo y compró faldas cortas, botas de charol
entalladas y zapatillas con tacones grandes. Se pintó los ojos de negro, se
depiló la ceja, se delineó los labios y se miró al espejo. Sus ojos pequeños se
habían expandido a causa de la máscara de ojos, sus labios lucían más
carnosos, sus pechos estaban apretados en un corsette morado con encajes
valencianos y sus piernas parecían mas torneadas de lo normal por el aceite de
ricino que se untó antes de salir de casa.
Cuando la vieron ingresando al pueblo nadie la reconoció. Todos pensaron
que era una puta cualquiera del Canal de la Matrona que había ido al pueblo
por cualquier otro asunto de poca importancia. Apareció en la tienda de
Catalina Luna quien la miró de arriba abajo y se echó a reír. Gloria no se
inmutó, en su mirada se había instalado un vacío propio de las personas que
viven una desgracia y desde ese momento en adelante ya nada les importa.
Después de un momento Catalina dejó de reírse y asintió en señal de
complicidad; le dijo que no estaba sola en esto. Ella también quería ser puta,
debía llevarla a al bazar para ir a comprarse el atuendo de las ropas usadas que
llegaban de Peña de Cerralvo. Juntas regresaron al bazar en donde Catalina
Luna también se compró minifaldas y tacones. Catalina estaba muy jubilosa al
sentir la ropa entallada en su cuerpo decrépito. Se miró al espejo sonriendo
sinceramente por primera vez en años.
Es la mejor decisión que has tomado en toda tu miserable vida le dijo
a Gloria mientras se ponía unos botines de charol que no combinaban con su
falda azul cielo.
Esa tarde, Catalina Luna, a más de la mitad de su vida, y Gloria, en pleno
esplendor de su juventud, salieron a la plaza a ofrecerle el coño a quien diera
más dinero. Catalina Luna no cabía de placidez al ver que todas las mujeres
del pueblo las odiaban, pero todos los hombres las veían como un tesoro,
sobre todo a Gloria. Por su parte, cuando el padre Trinidad se enteró de estos
hechos salió con una frazada para taparlas; les pidió que se retiraran de la
plaza porque eran el hazmerreír del pueblo. Heriberto Ceja las vio y, sin
importarle que se tratara de la mujer de su mejor amigo, llamó a los
pescadores para que fueran a revisar la nueva mercancía. En menos de una
hora ya se las habían llevado a los barcos a beber.
Cleotilde Samperio las fue a buscar al muelle junto con el padre Trinidad,
quien a su vez llevaba los restos de la Niña Nicasia. Les pidieron a los
pescadores que las dejaran solas para intentar disuadirlas; pero era demasiado
tarde, ellas ya habían tomado su decisión. Entonces el padre elevó la urna de la
Santa Niña Nicasia del Sahara de los Atunes y Cleotilde encendió un copal de
incienso del Himalaya. Acto seguido, rezaron la letanía de los ópalos de
justicia, los cetros de paz, la quinta casa de los babilonios, la ira de Mustafá, el
amor infinito de la dinastía de Uruk, las travesías del pastor Dumuzid y la
infinita clemencia de la rosa mística del mar muerto. Pero nada sirvió para que
ellas abandonaran su nueva vida. Esa misma noche se fueron al Canal de la
Matrona a tratar con otras putas, emborracharse y fornicar por treinta pesos.
Lo hicieron con cuarenta y tres pescadores distintos.
Gloria y Catalina nunca se habían sentido tan vivas, tan contentas, tan
rejuvenecidas. Al fin comprendieron que la vida no se trataba de sufrir, sino de
gozar de los placeres de la carne, la bebida, la música y la comida. Así fue
como Gloria empezó a hacer dinero, se acostaba con cualquiera y en
dondequiera. Fornicaba día y noche sin la más mínima emoción: era como una
máquina insensible, pero para sus clientes era lo máximo. Su fama creció a tal
grado que las demás putas le envidiaban.
Un domingo el sol estaba tan picante que había pocas personas en la calle.
Gloria apenas había regresado de fornicar en Islotes de Carreña y se
encontraba comiendo empanadas de cangrejo. De momento, apareció una
mujer misteriosa que corría por toda la calle con una peluca vieja, unos
tacones raspados y un bolso negro apestoso a marisco. Aquella mujer sacó un
revólver de su bolsa para dispararle a Gloria. Se escuchó un estruendo que
alarmó a la gente y a las gallinas que comían migajas, pero, por suerte, el tino
de aquella desquiciada era pésimo y la bala terminó dándole a una paila de
cobre con la que freían carne de Jabalí. La paila se cayó al suelo y el aceite
caliente quemó a las gallinas que no paraban de cacaraquear mientras se
chamuscaban. En medio del barullo, la mujer se echó a correr por la calle
principal perdiéndose en las veredas de los sembradíos. Nadie pudo alcanzarla.
Gloria y Catalina denunciaron tremendo acto al recién electo presidente de
Tierra Sola; Artemio Anzaldo. Un astuto político de bajo rango que había
llegado al poder por medio de sus contactos. Cuando Anzaldo conoció a
Gloria le dijo que él se encargaría de la investigación, pero primero debía
quedarse en su oficina para hablar a solas con ella. Catalina Luna lo entendió
de inmediato y se salió para que Gloria y Anzaldo pudieran retozar de placer
en la oficina presidencial.
Así paso el tiempo: Gloria y Catalina andaban en los barcos pesqueros, en
las fiestas de los borrachos, en las plazas de Tierra Sola y en los Islotes de
Carreña. Asimismo, tenían sexo descontrolado en la mansión del gobernador,
en su propia casa, en el mar, en el muelle y en las veredas de los sembradíos.
En todos lados fornicaban como perras sin dueño y sin el mínimo cargo de
conciencia. Catalina Luna se sentía rejuvenecida, aunque por obvias razones
no tenía tantos clientes como Gloria, quien, paulatinamente, comenzaba a
ganar fama por su coño magnético que hacía caer a cualquier ser humano,
sobre todo en las noches cuando Saturno libera sus poderes convirtiendo a los
humanos en seres ávidos de encuentros carnales.
Con el dinero que ganaba, Gloria arregló su casa: la hizo un putero de
paredes de Tierra seca. Por dentro tenía columpios de bejuco adornados con
frutas exóticas. También había peceras enormes, titaaliks amarrados, mesas de
madera de palma con equipales, cuadros con placodermos disecados, peces
globo que pendían irregularmente por un hilo desde el techo y pinturas de
lobos aullándole a la luna en Alaska. Le puso un letrero malpintado en la
entrada que se llamaba “La conchita de la Gloria”, y en las noches ese lugar
estaba a reventar de borrachos que llegaban de todos lados, sin contar la
presencia del presidente municipal, don Artemio Anzaldo, quien no salía de
ahí los fines de semana y que sólo fornicaba con Gloria, pues la encontraba
particularmente atractiva en sus senos maduros, en su cintura desarrollada y en
su mirada de animal perdido.
Artemio Anzaldo era un hombre viudo que había llegado a la presidencia
gracias a su gran don de mentir y lisonjear. Poco a poco fue amistando con los
senadores e incluso, después, con el mismo gobernador. Era un hombre
solitario que cargaba siempre una pistola enfundada en su cinturón de cuero de
macairodo y que siempre, bajo los efectos del ron, pedía visitar a Gloria
Zacazonapa. Anzaldo siempre estaba acompañado de un séquito de lánguidos
truhanes que en todo le seguían como si fueran una extensión de su perverso
ser que nunca estaba satisfecho con nada.
Se decía por toda la zona que “la conchita de la Gloria” era el mejor burdel
de la región. El lugar era chico, pero tenía trincheras para los que gozaban del
amor salvaje. Las mesas las atendían las mejores prostitutas que habían
emigrado desde el Canal de la Matrona; ellas, junto a Catalina Luna, andaban
semidesnudas buscando la forma más original de entregar un pedido. Por
ejemplo, cuando llevaban licor de coco se metían la botella entre los senos
para seducir a sus clientes, ¡vaya que resultaba! No había ninguno que se
resistiera a los encantos de las putas.
En la parte superior de la cabaña, estaba la famosa suit de l’amour, donde
sólo los privilegiados podían entrar a fornicar con la mejor puta de la región:
Gloria. A ese lugar sólo llegaban los pudientes, el alcalde y el gobernador. Este
último fue invitado por el mismo Artemio Anzaldo para presumirle los
atractivos de Tierra Sola, que en realidad no era ninguno más que esa
mancebía. El gobernador era un hombre afable, de pocas palabras y de bigote
espeso. Amistó con Gloria el primer y único día que fue. Por otra parte, los
demás puteros de la región quedaron arruinados, y todas las putas del Canal de
la Matrona emigraron para concentrarse con mamá Gloria, quien se había
convertido en una señora pudiente, borracha y aparentemente feliz.
Bajo esta situación Gloria decidió celebrar, por fin, un cumpleaños digno.
Unos días antes del evento habló con Catalina Luna y le dijo “Voy a hacer lo
me dé mi jodida gana, necesito que me ayudes a organizar el primer Festival
de la Cumbia del Pantano”. Así entre ellas dos organizaron la gran fiesta que
en realidad era el verdadero evento que se había inventado cuando era niña,
pero ahora tenía suficiente dinero para poder llevarlo a cabo. Anzaldo autorizó
el evento sin pensarlo y pidió un veinte por ciento de las ganancias. El padre
Trinidad le preguntó a Gloria varias veces si estaba segura de hacer algo así en
tiempos de carencias, Gloria le dijo que sí y que no se metiera pues de ahí
salía su diezmo.
Catalina Luna y unas cuantas putas se encargaron de toda la organización.
Llamaron a los representantes de los grupos de la región como Tropicalísimo
Apache, los Llayras, Yaguarú, Ondatrópica, Grupo Nectar, los Flammers,
Grupo G, entre otros. Todos aceptaron y dos días antes del evento ya estaban
descargando en la playa varios camiones con bocinas y andamiajes para armar
el estrado. Se hicieron pruebas de sonido y se repartió publicidad por toda la
región, desde Tranca del Perro hasta Tierra Sola, pasando por Palmerinda, San
Juan de la Pradera, Paso Carretas, Cafetal de Noche, Mata Naranjo, El Olvido,
Platanales, Paso de la Gallina, Mandinga, Cerralvito, Novo Belluno, Cara
Sucia, etc. Se instalaron pequeñas cabañas para vender comida y bebidas al
por mayor. Todo estaba listo y Gloria no cabía en júbilo cuando vio el
escenario a punto de dar todo de sí.
El evento ocupó toda la playa de Tierra Sola con tamboras y artes
circenses. Gloria gastó una suma considerable en ese festival, pero valió la
pena porque el pueblo se llenó de visitantes. Tanto Anzaldo como Gloria
tuvieron jugosas ganancias. El primer Festival Internacional de la Cumbia del
Pantano fue un éxito y desde ese momento, Tierra Sola comenzó a atraer a los
turistas nacionales e internacionales porque se decía que esa playa era un sitio
de libertad para cualquiera que buscara una salida a la triste rutina de su vida.
Ese día Gloria vio como la gente llegaba por montones. Hacían filas y
llegaban excursiones que poco a poco se fueron instalando en la playa. El
festival lo abrieron “los flammers” y por todo el pueblo se escuchó una gran
algarabía que inyectó de toda la vida que el triste pueblo necesitaba para
resurgir de su inevitable letargo. Gloria veía a la gente bailar, desnudarse,
embadurnarse de arena y licor mientras sus risas inundaban el sitio con júbilo.
Pensaba que a pesar de su desgraciada existencia, algo había hecho bien en la
vida al ver el regocijo de tantas personas.
El primer Festival terminó en la madrugada. Había gente desparramada por
doquier. Una señora con la falda descocida, que dormía boquiabierta mientras
un cangrejo prensaba sus dedos del pié, soñaba, en su ebriedad, que visitaba
un santuario misterioso. Por otro lado, también había borrachos durmiendo en
lanchas, putas desparramadas en las piedras, perros sueltos buscando basura,
tacones enterrados en la arena, botellas de ron por doquier y un olor a coco
tibio mezclado con sal de mar. Ya cuando la mayoría de la gente se había ido,
se encontraban los más ebrios bailando dentro de la cabaña. De momento
alguien percibió el olor a palma quemada y gritó aterrado.
Todos salieron asustados; algunos desnudos, otros pegados por sus
miembros como perros, otros llorando… Incluso Catalina Luna fue sacada a la
fuerza vociferando que la dejaran morir adentro. Gloria estaba sola en su suite
escuchando un vinil de de Grupo G mientras bebía un ron antillano cuando
escuchó el alboroto. De momento, llegó el humo hasta el cuarto, abrió la
puerta y vio todo el piso inferior en llamas. Como no iba a poder salir por la
planta baja, se lanzó desde la ventana del primer piso y cayó como costal de
papas en la arena.
Todos se asustaron al verla levantar tremenda polvareda. Cuando su cuerpo
azotó se escucharon sus mugidos de dolor mezclados con una risa ahogada.
Los borrachos corrieron a ayudarla a levantarse. Gloria estaba ebria y perpleja:
sabía que la andaban buscando, sabía que esto tenía que ver con la persona que
le había disparado hacía algún tiempo. No obstante, nadie la iba a apabullar,
nadie la amedrentaría con nada, ni con la muerte. Si no se había matado ella
misma, nadie más tendría ese poder. Así que, con la cara llena de victoria,
como si nada hubiera pasado, se soltó de las manos de aquellos que la
ayudaron a ponerse de pié y gritó en voz alta:
–¡Quemen la cabaña mil veces y mil veces la reconstruiré!
Entonces se escuchó el grito de un beodo:
–!Viva Gloria!
–¡Viva! –gritaron todos al unísono.
La fiesta continuó mientras la cabaña se consumía como una fogata en una
fiesta tribal. Después Catalina y Gloria utilizaron sus artimañas discursivas
para que los hombres fueran a buscar más alcohol al pueblo. La fiesta terminó
hasta el amanecer con tamboras, fritangas y gallinas que se andaban cuidando
de no ser aplastadas por el ritmo poderoso de “La guaracha sabrosona”. A las
siete de la mañana, cuando comenzaba a despuntar el alba, algunos seguían
tomando en la playa; otros, alucinando; otros más, soñando con cosas
imposibles o vidas paralelas.
Ese mismo día, en la tarde, apareció Fortunato Mendoza en la vida de
Gloria. Había ido a ver los pormenores de la cabaña hecha cenizas. Gloria
estaba tirada en la arena junto con otras personas y dormía profundamente
como un león marino. De momento sintió que alguien la observaba y se
despertó exaltada creyendo que era el espectro de Sixto; sin embargo, se
trataba de un hombre alto, moreno, de ojos sumidos y voz áspera. Traía un
sombrero de paja y una guayabera color caqui que aún tenía residuos de
mierda de paloma. Se miraron por un lapso, hasta que Nato rompió el silencio.
–Vengo de parte del ayuntamiento –espetó mientras lanzaba sus gargajos al
mar.
–Ah sí, ¿y qué quiere? –añadió Gloria.
–Me mandaron a reconstruir su cabaña.
Artemio Anzaldo se había enterado del incidente en la misma madrugada
en que había sucedido. Se encontraba en su casa bebiendo ron antillano y
planeando sus negocios turbios cuando le llegó la noticia. Así que lo primero
que hizo en la mañana del día siguiente fue contratar a Fortunato Mendoza
para reparar la cabaña. Cuando Gloria conoció a su albañil, mandado por
Anzaldo, le extendió la mano para que la levantara como una dama francesa
sin importar que estuviera desparramada, con el vestido roto y el maquillaje
corrido.
Después se fueron donde estaban los restos de la cabaña; allí Gloria,
sintiendo la peor resaca de su vida, le dio las primeras instrucciones para la
reparación. En ese momento apareció Catalina Luna por la vereda de los
campos de piña. Solamente traía puesta una zapatilla.
–¡Tengo noticias! – gritó desde la lejanía. Nato la miró y puso una cara de
querer aguantarse la risa.
Catalina llegó jadeando y le dijo a Gloria:
Unos minutos antes del incendio vieron a una mujer que merodeaba la
cabaña, dicen que traía un mantón de yuca, lentes oscuros y unos zapatos
mordidos por los perros.
Cuando terminó de decir eso se recargó en una palmera para descansar de
su agitación. Luego agregó:
–Esto no me huele nada bien Gloria…
Por un instante los tres se quedaron reflexionando sobre quién pudiera
haber cometido tal acto. Todos miraban al mar como si éste les pudiera dar
una respuesta. Gloria dijo:
–Ya sé que me andan buscando, pero no tengo miedo; yo tiene mucho
tiempo que estoy muerta y ya todo me viene valiendo madres.
Fortunato frunció el entrecejo como tratando de entender qué quería decir
Gloria con eso, Catalina Luna asintió mientras su respiración se normalizaba y
Gloria simplemente continuaba mirando al mar el cual comenzaba a
reacomodar sus aguas para el incierto futuro de esta temeraria mujer.

Nato comenzó a recolectar carrizo, cáñamo, loseta de barro, troncos de


abedul y hoja de palma. Poco a poco fue reconstruyendo la cabaña y el burdel
se traspasó temporalmente a la casa de Catalina Luna. La gente se escandalizó
con las putas que andaban por todo el pueblo fumando y gritando como
gaviotas enloquecidas. Cleotilde Samperio y la señora Ceja, quien apenas
podía moverse, organizaron una comitiva para hablar con el presidente
Anzaldo. Él las recibió atentamente con su sonrisa hipócrita y su habano que
nunca soltaba. Les dijo que muy pronto se iban a tomar “cartas en el asunto”,
pero en realidad las ignoró puesto que él estaba muy contento con la nueva
población de Tierra Sola.
Fue en esa temporada en que llegó a la cabaña en construcción una señora
regordeta con arrugas en la frente, minifalda raída, tacones mordidos por los
perros y escote pronunciado, éste enseñaba unas tetas descomunales en las
cuales se podía apreciar un dije con la imagen de la Santísima Virgen de la
Pradera. Nato la vio desde lo lejos y pensó que era una prostituta más de las
que trabajaban con Gloria; sin embargo, cuando ella se acercó lo suficiente ya
no la reconoció. En cuestión de minutos la forastera había llegado a la cabaña
y le dijo a Nato sin presentarse y con voz áspera:
–Busco a Gloria Zacazonapa.
Nato la miró un poco desconcertado, era una puta de alrededor de
cincuenta años que traía la boca mal pintada. Pensó que Gloria no la
contrataría por su aspecto cetrino; aún así, le preguntó si venía a pedir trabajo.
La mujer lo miró con sus ojos pintados como Cleopatra y se echó una
carcajada que pudo haberse escuchado hasta el pueblo. Luego se agarró de la
cintura y le dijo que venía a hablar personalmente con Gloria de madama a
madama. Nato tragó saliva, se bajó de la escalera, le extendió la mano
nerviosamente mientras que la señora le negó el saludo cruzando los brazos.
Se trataba de Yamel Panteras del Pantano, una potra peleonera a quien los
hombres adoraban por su concha magnética, pero a la vez temían, pues, según
las malas lenguas, había sido acusada de haber castrado a cincuenta hombres
que habían intentado sobrepasarse con ella. Yamel Panteras se había vuelto la
gran leyenda de las putas desde que fue diagnosticada con demencia precoz.
También había anunciado que quería ser prostituta en su fiesta de quince años
en donde su devota madre, Eloísa Panteras, murió de una parálisis corporal.
Gloria se apareció por el camino de los campos de piña. Venía platicando
con Catalina Luna y se le antojó algo extraño que una mujer desconocida
estuviera afuera de la cabaña con el gesto fruncido. Cuando se acercaron lo
suficiente, Catalina Luna pudo reconocer a Yamel Panteras y se temió lo peor.
Por su parte Yamel Panteras, al ver que aquellas mujeres se acercaban, gritó en
tono sarcástico:
̶ Vaya, vaya, pero si la putita de quinta es amiga de la loca del pueblo.
Al escuchar eso, Gloria se apresuró para encontrarse con Yamel y cuando
estuvieron una frente a la otra, pareció como si dos linces se enfrentaran.
Ninguna tenía miedo. Catalina Luna estaba sorprendida de ver en persona a la
leyenda viva de la prostitución; además, estaba consciente de que el encuentro
entre las dos putas más famosas de la zona era un momento decisivo en la
historia. Entonces Gloria dio un paso para terminar de acercarse lo suficiente a
Yamel y pudo percatarse que ella la miraba con el gesto retador; se podía
sentir la tensión entre ambas. Entonces Gloria rompió el silencio:
̶ Si crees que te tengo miedo, pinche gorda, estás bien pendeja.
Yamel se quedó observando a Gloria, sus pestañas postizas estaban tiesas y
su boca temblaba de rabia. Después de unos minutos de silencio agregó:
̶ En realidad vengo para que nos dividamos las zonas de Cerralvo; yo me
quedó con el Norte y tú con el Sur ̶ le dijo a Gloria mientras un mosco
pequeño se le paró en la pestaña postiza izquierda.
Gloria se quedó meditabunda, miró a Catalina Luna quien asentía sin
emitir un solo sonido; más bien parecía sobrecogida por el encuentro.
Entonces Gloria le respondió:
̶ ¿Y si mejor te divides la concha y nos dejas en paz?
Yamel, la gran prostituta con demencia precoz, espetó:
–Entonces te atienes a morir ya sea baleada por mí o quemada con todas
tus putitas.
Gloria sintió como la ira le llenaba el cuerpo. Era aquella mujer quien
había intentado matarla a plomazos en la plaza del pueblo y la misma que
había incendiado su cabaña. No pudo contenerse más y se abalanzó contra
Yamel. De un momento a otro, las dos estaban revolcándose en la arena
tomadas por los cabellos y gritando improperios en tonos de guacamaya. Nato
intentó separarlas, pero Catalina lo impidió; le dijo que los asuntos de putas
solo se resolvían entre putas. Sin embargo, Nato hizo caso omiso y fue otra
vez a intentar separarlas, pero Catalina Luna agarró una pedazo de escollo y se
lo lanzó en la nuca; el pobre quedó tirado en la arena quejándose de dolor.
Heriberto Ceja, cada vez más viejo y arrugado, estaba supervisando la
llegada de los misteriosos cargamentos cuando le avisaron de la riña. Se echó
a correr al pueblo donde halló a algunos policías que dormitaban en una
Cheyenne oxidada: eran los guardaespaldas de Anzaldo. Al poco tiempo
apareció Heriberto en la playa con dos gendarmes quienes las encontraron
peleando en el piso embarradas de arena y sangre. Las separaron y se las
llevaron presas al Palacio Municipal. Ahí la cárcel solo tenía una celda y les
gustara o no debían compartirla.
Pasaron juntas una noche: Gloria tenía la nariz rota y los labios
ensangrentados; Yamel tenía exposición del cuero cabelludo porque Gloria le
había arrancado una gran parte de pelo. Adentro de la celda comieron
mirándose una a otra; no se hablaron, tampoco tenían energía para pelearse
otra vez. No obstante, a pesar de la tensión entre ellas, sabían que debían
resolver el asunto de la repartición de las zonas a la brevedad. Algunas horas
después, llegó el presidente municipal acompañado de Catalina Luna. Artemio
Anzaldo las miraba en señal de desaprobación y luego, con una sonrisa
maligna, ordenó que se les concediera la libertad condicional.
En la tarde les leyeron un acta judicial que las comprometía a no armar
disturbios callejeros. Fue en la lectura de dicha carta que ambas se enteraron
sobre su procedencia común y que además habían sido diagnosticadas con
demencia precoz por el mismo charlatán. Catalina Luna salió de la cárcel del
palacio municipal tomando de una mano a Yamel y a Gloria de la otra.
̶ Pero, ¿qué no se han dado cuenta? ̶ añadió regañándolas ̶ . En lugar de
pelearse deberían unirse y administrar toda la zona ustedes que son del mismo
pueblo y tienen la misma enfermedad.
Después del sermón de Catalina, fueron las tres a la nueva cabaña que ya
casi había reconstruido Nato; en ese momento él se encontraba poniéndose
fomentos en el golpe que le había propiciado Catalina. Ahí, tanto Gloria como
Yamel, continuaban sin hablarse hasta que Catalina agarró un fermentado de
Guayaba y lo puso de un golpe en la mesa de madera. A la postre le dijo:
̶ Ya déjense de tanta estupidez, si ustedes se unen y administran todo
Cerralvo juntas, no tienen idea del poderío que tendrían.
Yamel y Gloria se miraron otra vez, pero ya no dijeron nada. Ambas tenían
expresión de dos perritas regañadas por su amo. Catalina Luna sirvió tres
copas de licor y las fue emborrachando con canciones de Mercedes Sosa.
Luego les pidió que relataran su infancia en San Juan de la Pradera y ambas
comenzaron a hablar de lo plaza central, la tienda de Ema Malagón, el camino
encantado, el riachuelo que separaba el pueblo y la hacienda de Mateo Raudal
y sobre todo, sus primeras experiencias donde se empezaban a dar cuenta que
serían putas.
Cuando estaban ya muy ebrias sacaron de la cabaña a Nato y Yamel
Panteras se sincero. Contó que cuando era niña descubrió la masturbación
mientras se subía a un árbol y el calzón se le atoró en una rama. El roce entre
el calzón y la rama había despertado en ella sensaciones agradables, tanto que
no podía dejar de hacerlo. Así se iba al monte a restregarse en las tardes y
cuando no podía ir descubrió el arte de meterse bocas de botella en la vagina.
Después se le ocurrió que podía hacerlo en compañía cuando llegó el cine
ambulante y vio por primera vez una película en donde se besaban.
Así convenció a su amiga Leonorilda, una niña de apenas once años con
cara de pescado asustado y lentes de fondo de botella, de besarse para
practicar para el futuro cuando tuvieran sus maridos. Leonorilda no sabía ni lo
que quería ni lo que hacía, y mucho menos sintió algo digno de ser recordado
cuando sus labios se encontraron con los de Yamel justamente en el momento
en que Eloísa Panteras abrió la puerta del cuarto y las encontró en pleno beso.
La madre de Yamel colgó a su hija desnuda de un árbol y su padre, un
borracho que a veces trabajaba limpiando las calles del mercado, le dio varios
planazos con el machete en todo el cuerpo haciéndole pequeñas heridas. Sin
embargo, para Yamel ese había sido en realidad el inicio de su largo recorrido
por lo placeres puesto que conforme fue creciendo descubrió muchas cosas
que habrían de quedársele impregnadas en su cuerpo como lo mejor que éste
pudiera experimentar.
Desde los diez años bebía escondidas y seguía masturbándose en el bosque
con las ramas. A los doce, quise meterse a la cantina del pueblo donde su
padre bebía, pero la sacaron a empujones. A los trece años descubrió el té de
floripondio, la marihuana y las cumbias, a los catorce conoció el sexo con los
viejitos y a los quince la bomba explotó: sabía que quería ser puta.
Después de escuchar la historia de Yamel, Gloria se sintió conmovida pues
encontraba diversos paralelismos entre sus vidas. Mientras Yamel contaba su
vida, Gloria tragaba saliva y algo en ella le hacía sentir que quería ser amiga
de aquella persona igual de loca que ella. Gloria pudo revivir, a través del
relato de Yamel, sus tiempos en Tierra Sola y el abandono de sus padres.
Como ya estaban muy ebrias Catalina Luna también narró como a ella la había
descubierto su padre, Ferdinando Luna, usando la menorá para invocar
espíritus. Inmediatamente la había encerrado en su sótano y nunca la dejó ver
el sol hasta que éste falleció y la pudieron encontrar totalmente enloquecida y
hablando en hebreo.
Nadie sabe como sucedió, pero poco tiempo después de haber llegado a la
cabaña, las tres estaban llorando con música de mal de amores. Catalina Luna
rompió una botella en el piso y juró algún día poder encontrarse con su padre
para darle una lección, Yamel deseó volver a ver su madre para pedirle perdón
y Gloria nuevamente volvió a sentir la soledad que la embargó cuando sus
padres la abandonaron. Siguieron tomando, escuchando música y discutiendo
sobre la injusticia de la vida. Nato las observaba desde afuera de la cabaña y
no entendía nada de lo que estaba sucediendo.
̶ Por la injusticia de la vida de mierda que nos tocó vivir, tenemos que
unirnos amigas ̶ les dijo Catalina Luna con lágrimas en los ojos al tiempo que
las abrazaba mientras Gloria y Yamel lloraban juntas. ̶ Hagamos el putero más
grande del mundo y protejámonos a nosotras mismas para que ya nadie nos
agarre de pendejas. Gloria y Yamel simplemente asentían y en ese momento se
celebraba una alianza entre las putas más grandes la región. Habían unido
fuerzas para crear un nuevo burdel que traería a todos los clientes del Canal de
la Matrona y del mundo a Tierra Sola.
El lugar se llamaría: “Las conchitas de Gloria&Yamel”. La cabaña vacía
que alguna vez había pertenecido a Ernestina Hiparquía se iba a anexar al
nuevo proyecto, mismo que cuando quedó terminado, era oficialmente el
putero más grande del universo. Entonces, los borrachos volvieron a hacer
cola para fornicar con la más barata. Fueron los tiempos en que la choza de
Gloria y Yamel tuvieron gran realce en todo la región. Por doquier se hablaba
de la cabaña de las ilusiones, de los sueños y del amor de una hora. Algunos
clientes acaudalados, como los senadores, estaban tan satisfechos que dejaban
propinas tan exuberantes como para mantener el vicio eterno de alguna puta,
reconstruir otro burdel o hacer sucursales por el país.
La nueva cabaña había quedado muy lujosa. Por dentro era el doble de
grande de lo que había sido la primera vez antes del incendio: tenía más juegos
eróticos y vericuetos especiales para quien gustara de los fetiches y del amor
misterioso. Seguían entregando pedidos de maneras originales y la decoración
era parecida a la de la cabaña anterior. Cada noche se escuchaban las cumbias
más populares y el lugar olía a coco con ron.
Así llegó el segundo Festival Internacional de la Cumbia de Pantano. Los
preparativos empezaron con un mes de antelación. Se contactaron los grupos
musicales, se pidió el alcohol y se empezó a construir el estrado con cáñamo y
maderas del bosque de Cerralvo. Yamel y Gloria se volvieron las
organizadoras principales del evento. Poco a poco comenzó a llegar la gente
de toda la zona, incluso esta vez arribaron ciudadanos de Peña de Cerralvo,
quienes, en las borracheras previas al evento, declaraban en el putero de Gloria
y Yamel, que estaban cansados de sus vidas en la ciudad y que venían en
busca de una ilusión o una aventura que les diera un poco de vida.
Un día antes de la inauguración del festival, llegó una embarcación de
salmón con marineros norteamericanos. Contaron haber escuchado de los
burdeles de Tierra Sola hasta las costas del mar de Bering. Con ellos venía una
chica texana que se había infiltrado cuando el barco atracó en la bahía de
Yakutat. La mujer se hacía llamar “Lady Emerald” y se había subido como
polizonte al barco porque era prófuga de la justicia texana. Gloria conoció a
esa mujer en el Festival de la Cumbia del Pantano porque en pleno concierto
del grupo Los Llayras, la norteamericana se metió borracha al escenario, le
robó el micrófono a la vocalista y se puso a imitar a Javier Molina al ritmo de
“Cowboy Cumbia”.
Gloria quedó impresionada con el nuevo ritmo de aquella mujer que, con
una botella de ron en la mano y el micrófono en otra, cautivaba a la audiencia.
La música country con cumbia cautivó a la audiencia. Después vinieron los
grupos de cumbia hasta el amanecer en que Lady Emerald terminó en el
burdel donde a señas se comunicó con Gloria.
El festival concluyó y los norteamericanos continuaron su camino a Tierra
de Fuego. Pero Lady Emerald se quedó porque se había enamorado de la
playa, las cumbias y los hombres de piel dorada… Con el paso del tiempo
Gloria pensó que el espectáculo de la norteamericana debía extenderse a
pequeña escala dentro del burdel, de modo que mandó a colgar una lancha del
techo donde Lady Emerald daba sus conciertos. A la postre, Gloria mandó a
grabar el barquito con una leyenda en letras plateadas que decía: “Cuidado:
lancha hacia la felicidad”.
Gloria había inscrito ese mensaje porque esa era la etapa más feliz de su
vida puesto que nunca había experimentado tanto gozo entre botellas de licor
de coco, música de tambora y bailes hasta el amanecer. La vida se había vuelto
una eterna fiesta; un chiste sinfín que se reciclaba cada noche entre la
algarabía, los aplausos, las risas, la música, el sereno calor del verano y la
ansiosa espera del Festival Internacional de la Cumbia del Pantano.
Catalina Luna se convirtió en la portera del prostíbulo: cobraba las
entradas y supuestamente llevaba la contabilidad. “Ni sé cuanto ganamos
hoy”, le expresaba a Gloria todas las noches. “Sólo sé que les pago bien a
todos y que nadie quiere perder este trabajo”. Gloria por su parte no se
preocupaba por el dinero; la caja de yute con alambre estaba igual de llena que
su colchón. Por otro lado, Fortunato se había convertido en el cantinero y el
mandadero oficial de Gloria. El pobre se las arreglaba con las bebidas, aunque
no supiera ni destapar una cerveza sin despostillar la botella.
En el segundo piso de la cabaña se encontraban las suites de Gloria y
Yamel. Había días en que solo Yamel atendía a los clientes porque Gloria se
encerraba sola en su habitación. Esto llamaba la atención de Nato, quien
muchas veces se distraía al servir licor de guayaba en lugar de reposado de
anís, o cerveza de barril en lugar de ron de las Islas Alejandrinas. En una
ocasión, llegó el presidente municipal Artemio Anzaldo: traía un sombrero de
Fedora y un bastón de ébano. Se decía que por esa época el alcalde tenía
relaciones tan cercanas con el gobernador que el señor ya era más poderoso de
lo que un presidente municipal cualquiera pudiera ser.
Anzaldo ya no llegó al burdel en la Cheyenne oxidada, sino en un Ford
negro y lujoso; quizá el único modelo en todo el pueblo. Entró con su patético
séquito vestido de traje de boda y pidió una ginebra en las rocas al tiempo que
preguntaba por Gloria. Nato no tenía idea de lo que estaba ordenando el
presidente, así que le dio ron de las Islas Alejandrinas con una guayaba
adentro. El presidente vio la bebida y la dejó caer. El vaso se rompió y la fruta
rodó por el piso de madera. Los asiduos del bar estaban sorprendidos…
esperaban que el señor Anzaldo dijera algo; pero éste solo se limitó a subir en
silencio a la suite presidencial que atendía Gloria.
Ese día, Nato tuvo una sensación extraña justo al atestiguar cómo aquella
poderosa y decadente persona, con panza de caballo en estado de putrefacción,
se dirigía a la habitación de Gloria apoyándose de su bastón. Nato deseaba que
Anzaldo se resbalara de las escaleras y se rompiera una pierna. Yamel se dio
cuenta de que el odio con que Nato miraba al alcalde en realidad encubría algo
más… Por ello se le acercó y le dijo que no era buena idea albergar
sentimientos malos en contra de los superiores. Él la miró fingiendo estar
confundido y le pidió a Yamel que dejara de inventar patrañas.
Inmediatamente se puso a acomodar los vasos en los estantes.
Con el paso del tiempo Nato se dio cuenta de que estaba enamorado de
Gloria. Después de reconstruir la cabaña había decidido quedarse porque
encontraba en la mirada de Gloria un dejo de tristeza que reverberaba en lo
más profundo de su alma. Pasaban tiempo juntos, e iban al mercado para
comprar comida. A veces limpiaban el bar, y a veces, entre los dos, arreglaban
los desperfectos. En algunas ocasiones, Nato imaginaba que le daba la mano y
soñaba que viajaban juntos a los Islotes de Carreña o iban a ver el gran
meteoro del Canal de la Matrona, pero nunca se atrevía a sincerarse: pensaba
que Gloria lo rechazaría.
Los últimos meses, Gloria se encerraba en su cuarto y salía en pocas
ocasiones. Adentro miraba desde su ventana hacia el horizonte y continuaba
sintiendo un terrible presagio en su corazón. No comprendía qué era, pero algo
dentro de ella no cesaba de mandarle un mensaje de alerta. No obstante,
siempre trataba de olvidarlo con fiestas, sexo y alcohol.
Por su parte, Nato pensaba que Gloria no era feliz. A pesar de ser una
prostituta con dinero había algo dentro de ella que iba más allá de su trivial
vida entre licor y música. Y él, advirtiendo la terrible soledad que habitaba en
el corazón de Gloria, deseaba rescatarla de esa vida en la que ella había caído
porque no había tenido alternativa.
El día de la penúltima visita del alcalde, Nato corroboró sus sentimientos
por Gloria. Se emborrachó y no pudo ocultar sus celos. Estaba un poco
acalorado como quien siente una profunda vergüenza y deseo a la vez. Así que
decidió agarrarse a Lady Emerald, quien rondaba por las mesas tarareando
canciones de Duanne Eddy. La tomó por la cintura y ella le dijo con un tono
gutural: “Esto te va a costar, Natito”. Entonces le metió un billete de 100 pesos
en la tanga de chaquiras plateadas (dobladas algunas de tanto manoseo) y se la
llevó fuera de la cabaña a las palmeras adjuntas donde hicieron el amor en la
intemperie.
A la mañana siguiente, Catalina Luna y Nato se fueron al mercado a
comprar botanas para la noche. Yamel aprovechó para ir a tocar la puerta de
Gloria con la intensión confesarle que Nato tenía sentimientos hacia ella.
Yamel quería ver qué sucedía si Nato y Gloria intimaban, pues pensaba que
Gloria, a pesar de ser una tremenda prostituta, muy dentro de sí, tenía un
corazón anhelante. En el recibidor de la cabaña, Lady Emerald limpiaba la
cantina al ritmo de “Peter gun” de Duane Eddy. Cuando Gloria abrió la puerta
que tocaba Yamel, la música se detuvo en el primer piso… En ese momento se
escuchaba que Lady Emerald hablaba trabajosamente el castellano con varias
personas; su tono era fuerte como si fuera el inicio de una discusión.
Abajo estaba el presidente Anzaldo totalmente ebrio: venía por Gloria para
llevársela a un crucero por las Islas Alejandrinas. Yamel y Gloria bajaron las
escaleras a enfrentar a toda la comitiva del presidente que había llegado en una
lancha de motor que estaba varada cerca de la cabaña.
–¡Quiero que te vengas conmigo, Gloria! –le ordenó el presidente
municipal en cuando vio a Gloria aparecer en la planta baja. El mandatario
tenía un gesto de emoción mientras la cara cacariza le brillaba por tanto
sudor–. La última vez que estuvimos juntos me di cuenta de mi gran deseo
hacia ti, por eso quiero que seas mi amante oficial.
En ese momento, entraron a la cabaña Catalina Luna y Nato. Habían
regresado del pueblo y traían en la mano las bolsas para la fiesta de la noche.
La escolta los detuvo con sus rifles calibre treinta y dos, les ordenaron que se
retiraran. Adentro, Gloria no sabía qué hacer, estaba confundida; su primera
reacción fue negarse. El presidente se echó a reír, luego miró a todo su
comitiva que también se desternilló por compromiso. Yamel, al ver tanta
tensión, cogió una botella de ron y dos vasos; a la par expresó:
–Gloria no se puede ir así, esto lo tenemos que negociar.
Ante esto, el alcalde no hizo el menor esfuerzo por prestar atención.
Entonces Gloria comenzó a llenarse de furia: les gritó que se largaran, que no
estaba interesada en hacer ningún viaje con un ser tan repugnante como
Anzaldo. El presidente le respondió con una bofetada que mandó a Gloria al
suelo. Yamel y Lady Emerald se increparon. Luego Anzaldo gritó: “Si no vine
a pedirte permiso maldita prostituta, vine porque te quiero como mi amante y
yo siempre me salgo con la mía”.
Afuera se lograba escuchar la tremenda discusión. Catalina Luna sabía que
si no hacían algo inmediatamente, la gente de Anzaldo iba a raptar a Gloria. Se
quedó pensando por unos instantes en la mejor manera de hacer frente al
problema; luego le dijo a Nato que la siguiera sin hacer una sola pregunta. En
los campos de Piña le dio instrucciones específicas y, estando en el pueblo,
Nato se dirigió a la capilla mientras Catalina corría por las principales calles
gritando:
–¡Auxilio!, ¡auxilio!, ¡se roban los restos de nuestra Santa Niña Milagrosa!
Cleotilde Samperio se asomó por su ventana con el gesto nervioso,
posteriormente salió de su casa con una pistola de dos cañones giratorios
fabricada en San Petersburgo en el año 1451. Buscó al padre Trinidad, quien,
acompañado de Nato, llamaba por todo el pueblo para la recuperación de la
urna milagrosa de la Santa Niña Nicasia del nuevo Sahara de los Atunes. En lo
que todo el pueblo se organizaba, Catalina Luna apareció en su propia casa
despertando a todas las mujerzuelas que dormían pacíficamente.
–¡A ver bola de putas careras, si no se levantan ahora, se van a llevar a
Gloria para siempre! –Fue lo primero que dijo al entrar. Inmediatamente abrió
de un solo golpe las ventanas y el sol entró a chorros inundando de malestar a
las pobres mujeres que creían que era de madrugada cuando en realidad era
medio día. Todas comenzaron a espabilarse hasta que se pusieron de pié y
salieron a la calle descalzas, desgreñadas, con los ojos llenos de legañas y
alguna que otra tenía una botella de licor de piña sostenida en sus sucias
manos. Catalina Luna, junto con su comitiva de prostitutas, continuó su
travesía por toda la villa alarmando al resto de la gente acerca del robo de la
urna.
En cuestión de minutos todos los habitantes de Tierra Sola habían salido de
sus casas: estaban levantados en armas y traían piedras, trinches, sogas,
fogatas, machetes, lanzas para pescar, redes, revólveres, hondas, escopetas y
un falso cañón de bronce que en realidad era parte de la estatua del fundador
del pueblo, pero que de lejos parecía amenazante. Catalina Luna, Nato, el
padre Trinidad y Cleotilde Samperio iban hasta el frente de todo el batallón.
Llegaron rápidamente a la cabaña en donde la escolta del presidente municipal
estaba arrastrando a Gloria por la playa. Querían meterla en el bote a la fuerza.
–¡Son ellos! –gritó Catalina Luna.
Medio pueblo se les abalanzó. El séquito de Anzaldo, al ver cuántas
personas eran, se echó a correr en dirección a los campos de piña esquivando
los palos, las piedras, los cuchillos de mesa y los plomazos que les aventaban.
Catalina Luna, quien se había vuelto la comandante de aquel ejército, acorraló
a los malhechores y al presidente en los pantanos donde cayeron y se ahogaron
entre lodo y excremento de vaca.
Cuando el ejército regresó a la playa, Nato sostenía de manera triunfal los
restos de la Santa Niña Nicasia. Dijo que Gloria la acababa de recuperar, por
ello la estaban arrastrando y se la querían llevar. Nato le había hecho creer al
cura Trinidad que se habían robado la urna, pero en realidad todo el tiempo la
tuvo metida en su morral de cáñamo donde guardaba las herramientas de
reparación de la cabaña. Catalina le había dicho que sustrajera la urna de la
iglesia y que después la ayudara a gritar, por todo el pueblo, la terrible noticia
del falso hurto. La gente estaba llena de júbilo por la recuperación del objeto
sagrado… Nato también lo estaba por haber ayudado a que no se llevaran a
Gloria.
Adentro de la cabaña, Yamel y Lady Emerald estaban amarradas en una
silla de pino. Por más que intentaron explicar que era a Gloria a quien querían
raptar, nadie del pueblo las escuchaba ya que estaban embriagados de alegría
por haber recuperado su Santa Urna. Además, Catalina Luna les hizo un gesto
mordaz para que cerraran el pico y dejaran de querer contar el verdadero
incidente. Por su parte, las putas estaban contentas de ver a Gloria. Esa misma
tarde, se ofició misa de cinco por el rescate de los restos de la Santa niña
Nicasia. Además, esa fecha hubo de hacer historia en Tierra Sola porque todo
el pueblo se había unido por una causa en común.
El padre Trinidad reconoció en la misa que las putas del pueblo habían
jugado un papel fundamental en el rescate del símbolo más importante de
Tierra Sola; por lo que, a partir de esa fecha, todas las prostitutas que llegaran
o se fueran de Tierra Sola deberían ser tratadas con admiración y respeto.
Incluso Catalina, Yamel y Gloria habían dejado de ser consideradas como las
desquiciadas mujeres que un día decidieron usar minifaldas entalladas y
zapatillas. En ese momento, a causa de sus méritos en la recuperación de la
urna, las elevaron a la categoría de señoras de respeto sin importar que fueran
borrachas, escandalosas, chismosas, de mal gusto y ateas.
Después del incidente, Yamel, Gloria y su cohorte de prostitutas más
solicitadas habían sido llamadas a declarar personalmente a la ciudad de Peña
de Cerralvo. Dijeron que, la última vez que vieron a Anzaldo estaba ebrio y
había sostenido una riña con otros borrachos. No sabían nada más. Por otra
parte, querían entrevistarse con el gobernador, el cual, como conocía a Gloria,
les dejó tener una plática breve. Las putas pedían que se armaran votaciones
para decidir quién sería el nuevo alcalde. Por supuesto que ya llevaban sus
propuestas de candidatos: eran ellas mismas.
El gobernador las miró con cierto recelo y les comentó que las mujeres no
podían ser alcaldesas: la fracción cinco de la ley nacional lo prohibía. Por eso,
contra la voluntad de las putas, postularon a Fortunato Mendoza quien se negó
a ser siquiera candidato porque prefería seguir reparando los desperfectos de la
cabaña para estar más cerca de Gloria. Entonces el designado fue Heriberto
Ceja, quien aceptó el cargo sin ningún problema, y comenzó a autorizar todos
los desatrampes, los carnavales, los nombres apócrifos y la locura colectiva
que tanto caracterizaba al lugar.
Tierra Sola creció económicamente a causa de la afluencia turística
derivada de la normalización y la exaltación de la prostitución. Ya casi nadie
llamaba a Tierra Sola por su nombre, sino “Tierra de Putas”. Los habitantes, al
darse cuenta del apogeo que tenía su pueblo, decidieron inaugurar un carnaval
que era una fiesta de color, confeti, pirotecnia, cumbias tropicales, cocos con
aguardiente, ron y prostitutas bajo el sol de medio día. Lo más representativo
era que el desfile iniciaba con la canción de “la cumbia del monje” de Grupo
G, y luego aparecía un carro alegórico decorado con arcángeles de estuco
pintados de dorado. En la parte alta del carro alegórico siempre se encontraba,
bien amarrada, la Santa Urna que bendecía a cualquiera que la viera de frente
o cerrara lo ojos para pedir un deseo.
Justo después de los carnavales, venía el famoso Festival Internacional de
la Cumbia del Pantano. Gloria nunca decía que era su onomástico; más bien le
alegraba saber que una vez al año vinieran cantidades exorbitantes de personas
dispuestas a dejarlo todo en las pistas de baile. Esos festivales traían a
personas de todo el mundo, quienes viajaban horas impulsadas por el sueño de
vivir una experiencia donde todo estaba permitido. Algunos turistas pasaban
colinas escarpadas bajo las peores condiciones ambientales para de esa manera
lograr ser, al menos unos instantes, no tan desdichados por las condiciones de
su existencia.
Con el tiempo, la playa se fue llenando de cabañas, todas llenas de
prostitutas. Lady Emerald tenía su propio burdel para los viajeros
internacionales que no hablaban castellano. Yamel se separó de Gloria por
cuestiones de logística, mientras que Catalina Luna y Gloria seguían
atendiendo la cabaña grande que cada vez se llenaba más. Entonces, sin que
nadie lo notara y sin que se lo propusieran, Tierra Sola se convirtió en el
primer lugar de todo el mundo en donde la prostitución dejó de ser mal vista.
“Cada mujer es libre de decidir su destino”, decía Catalina Luna en las
palabras de bienvenida del carnaval y del Festival Internacional de la Cumbia
del Pantano.
Gloria tenía la impresión de que, a pesar de ser un poco desgraciada por
dentro, una parte de ella era feliz. Por otro lado, Nato vivía su amor por Gloria
en un cúmulo de fantasías. El último día del tercer Festival Internacional de la
Cumbia del Pantano, cuando estaba por amanecer y ya casi nadie quedaba en
la cabaña, Nato estaba completamente ebrio; ahí aprovechó para contarle a
Gloria cómo entre él y Catalina la habían salvado del presidente Anzaldo.
Gloria estaba estupefacta y en ese momento entendió el mensaje del mar.
Todo ese mirar hacia el horizonte y toda la angustia de que algo terrible se
avecinaba se trataba de la posibilidad de un nuevo vínculo; uno que estaba en
frente de ella y que nunca había mirado detenidamente porque su vida se había
detenido a causa de la cadena derivas a la que el destino la tenía sometida.
Gloria ya no se había puesto a pensar nunca en el amor, ya no iba al mar a
hablar con los peces ni a hurgar en su alma junto a la playa. Se había matado
simbólicamente aquél día en que no se lanzó a los escollos y decidió
convertirse en prostituta.
Pero no se arrepentía porque había experimentado un poco de felicidad por
primera vez en su vida adulta. Sin embargo, aquel hombre que estaba ahí
esperaba algo que Gloria había perdido para siempre. Si alguna vez lo tuvo, se
fue muriendo poco a poco durante los sucesos que marcaron su vida. Pero
luego pensó que quizá el amor era una gran hipocresía que con el tiempo se
volvía verdad; quizá había que intentar generar algo que no tuviera y luego
ofrecerlo al otro como un premio de consolación, como un remiendo o un gran
entretenimiento para no pensar en la desgracia de vivir.
Al siguiente día de que Nato le había confesado a Gloria que entre él y
Catalina la habían rescatado de Anzaldo, se encontraban ellos dos solos en la
cabaña. Nato limpiaba el bar y Gloria escuchaba cumbias en su suit de
l’amour. Nato seguía pensando en Gloria y para evitar confesarle su amor se
puso a mezclar ron con fermentado de piña. Limpiaba un travesaño y daba
algunos sorbos a la bebida que había puesto decididamente en la barra, luego
acomodaba algunos vasos y daba otros cuantos sorbos. Se emborrachó rápido
y en su cabeza solo pasaban las imágenes de él con Gloria haciendo el amor.
Entonces comenzó a sentir como poco a poco la lujuria se le trepaba por el
cuerpo, así que se fue al mar a lavarse la cara. Estando en la playa se imaginó
penetrando a Gloria en una lancha. Para apaciguar su calentura se metió con
todo y ropa al mar. Ahí volvió a verse con Gloria en un futuro: estaban los dos
retozando en aquella solitaria playa que en la noche se llenaba de borrachos.
Nato no podía controlar su desbordada imaginación, mucho menos, su
erección que se podía haber notado desde el pueblo. Su último recurso fue
encontrar algo que superara esa calentura mezclada con su ebriedad: quemarse
las manos en el fogón de la cabaña.
Cuando llegó a la cocina, totalmente ensopado, y con tremenda erección de
burro en primavera, se encontró a Gloria sirviéndose ron en un coco. Gloria lo
vio llegar con el instrumento listo, y Nato, al percatarse de la escena, quiso
que el mar se lo tragara. Se quedaron en silencio unos instantes mientras que
Nato se escurría como trapo recién mojado. Gloria se acercó a él y de un
momento a otro ya se estaban amando como bestias tirando todo cuando
estuviera a su paso.
Al final del coito, después de un orgasmo verdadero, Gloria se sorprendió
diciéndose que después de todo, la vida sí valía la pena; sin embargo,
inmediatamente después se sintió culpable por traicionar los vaticinios de
Catalina Luna y su propio sistema de existencia. Aquella misma mañana,
cuando ella y nato habían tenido sexo por primera vez, algo no la dejaba
descansar… dentro de sí resonaba un sentimiento que no quería aceptar. Era la
felicidad que empujaba para salir a flote y que Gloria se empeñaba, con todos
sus esfuerzos, para que nunca lo hiciera…
Porque como decía la sabia Catalina Luna: “Nadie puede ser feliz y el que
dice que lo es, obviamente está mintiendo”.

XI

Gloria no sabía si amaba a Nato, pero en realidad su duda estaba más
generalizada porque no sabía si realmente ella podía amar. Aun así, unos días
después de que hubieran hecho el amor en la cabaña, Nato llegó con una caja
de arenques y los preparó con ajo y hoja de Jamaica. Cenaron juntos. Esa era
la primera vez que alguien cocinaba para ella. Entonces Gloria cayó en la
cuenta de que Nato estaba ahí sin imponerle condiciones. Comprendió que al
menos había alguien en el mundo que la quería a pesar de su manera tan
particular de ser. Nato había reconstruido su cabaña, la defendió del presidente
municipal, le hacía el amor, le llevaba de comer y le soportaba sus desplantes.
Luego se acurrucaba junto a ella y le acariciaba la cabeza después de que
Gloria fornicara con otros hombres.
Nato se sentía feliz, pues había logrado su objetivo. Trataba a Gloria como
si fuera un tesoro que nunca debía perder. Para él, aquella mujer de mirada
perdida se había convertido en la cosa más valiosa que tenía. Sus sueños se
habían vuelto realidad y para festejar su felicidad llevó a Gloria al Canal de la
Matrona, el cual estaba deshabitado porque todas las prostitutas habían
emigrado a Tierra Sola. El sitio se había convertido en un atractivo turístico
familiar para ver la cascada del dragón y un supuesto meteorito que había
caído suavemente del cielo y se había instalado en medio del terreno sin hacer
daño a nadie. Se subieron a la cima de la piedra espacial y observaron todo el
mar del Cerralvo; a lo lejos se podían distinguir los pueblos aledaños, menos
la ciudad de Peña de Cerralvo, que estaba demasiado lejos para ser avistada.
Estando parados en el meteoro, Nato se aclaró la garganta y con todos los
nervios arremolinándose en su agitado estómago le dijo a Gloria que la quería
y sacó una gargantilla de plata con una piedra de jade. En realidad la joya se la
había dado Yamel Panteras, a su vez la pieza había sido propiedad de una
madama de las Islas Alejandrinas con quien Yamel se había batido a muerte
por el territorio. Gloria no supo qué decir en ese momento; no obstante, en la
cima de la misteriosa roca espacial, pensó en la posibilidad de querer a Nato
sin llevar a cabo ningún ritual y sin comprometerse a nada más que a la pasión
y a la deriva del porvenir.
Aquel era un momento en que algo distinto se le presentaba a Gloria, pues
Fortunato Mendoza en realidad la quería bien. Gloria no entendía por qué
alguien hacía todo eso por ella. Observó a Nato, con su gesto esperanzador, y
pensó que el escenario era patético, ya que él continuaba sosteniendo la
gargantilla en sus manos y Gloria sólo pensaba que nada de eso era verdad…
se adelantaba al futuro donde también él la iba a dejar. Luego tuvo un
momento de lucidez donde resolvió que realmente no importaba, pues estaba
sola, siempre lo había estado. Lo que le quedaba era esperar algo que nunca
iba a llegar o asumir la carencia de la vida. Nato le aseguraba la carencia de la
vida. Agarró la gargantilla, le dio las gracias y se abrazaron.
Llegaron a la playa en una lancha de motor. A lo lejos ya se escuchaba el
barullo en casi todas las cabañas donde la música y la fiesta no terminaba.
Cuando entraron al bar, Catalina Luna estaba dormida en la “lancha de la
felicidad”, nadie estaba atendiendo la barra, los borrachos se servían a diestra
y siniestra y la caja estaba vacía. Gloria observó con sobriedad el paisaje:
había todo tipo de gente; hombres de cabello desaliñado que olían a pescado
crudo, putas con sobrepeso y sombreros de palma seca; viejos decrépitos
esperando hacer el amor sin pagar, prostitutas jóvenes aburridas abanicándose
la cara y uno que otro beodo bailaba al son de la vetusta rockola Wurlizter.
Nato caminó junto a la barra, trató de acomodar el desorden al tiempo que
Gloria, de manera muy pacífica, se dirigió a la rockola y la desconectó. Se
hizo un silencio incómodo que despertó a Catalina Luna.
–¡Pero qué sucede Gloria! –le dijo en tono de reclamo.
Entonces Gloria tomó aire y espetó:
–¡Estoy harta de ustedes y quiero que se larguen de aquí ahora mismo!
Pero los clientes no se querían ir, seguían cantando y bailando sin música;
incluso habían comenzado a hacer sonidos en la mesa con las palmas de la
mano y con las botellas de cerveza. Una prostituta se levantó de una hamaca y
se puso a bailar al ritmo de las palmas y los gritos de los borrachos.
Al ver Gloria que la gente del prostíbulo no tenía intenciones de irse, subió
a la suite con Nato y entre los dos sacaron dinero del colchón y llenaron dos
valijas grandes; acto seguido bajaron con las maletas y las arrojaron por la
ventana. Ahí se vio, reflejado por la luz de la luna llena, cómo éstas se abrían
en al aire dispersando como confeti miles de billetes verdes, azules, morados,
etc. La cara de los presentes fue de estupefacción mientras veían la lluvia de
dinero. En cuestión de segundos, todos salieron por las puertas, las ventanas e
incluso rompían el carrizo para poder traspasar las paredes. Algunos estaban
desnudos y se golpeaban entre ellos: mujeres contra hombres, hombres contra
hombres, mujeres contra mujeres; todos ebrios se tropezaban en la arena y
sacaban los más bajos de sus instintos.
Por otro lado, Yamel estaba en su cabaña totalmente ebria. Al observar que
todos sus clientes se salían con ímpetu, se asomó a ver el espectáculo de la
miseria. En el frenesí de de perder el sentido por la vida, Yamel Panteras
decidió, de igual manera, regalar parte de su dinero. Todos en la playa gritaban
de agitación y júbilo, se peleaban entre ellos, rompían los billetes, se
arrastraban en la arena, etc. Al paso de unos instantes comenzaron a llegar
personas del pueblo, incluso la madre de Heriberto Ceja apareció empujando
con esfuerzos de anciana su oxidada silla de ruedas; no obstante, la pobre
señora no podía recoger ni un solo billete puesto que con poca fuerza que le
quedaba, apenas podía desplazarse.
Mientras tanto, Gloria vociferaba y maldecía al pueblo: “¡Malditos hijos de
puta interesados!”, gritaba, reía y le daba sorbos a un ron abandonado. Al ver
el espectáculo de decadencia humana, decidió continuar con un fermentado de
piña y disfrutar de la escena en su máximo esplendor. La nueva vida de Gloria
no necesitaba nada más que un ligero espacio para vivir y una ventana para ver
el mar al despertar. En medio del caos, Lady Emerald lloraba mientras se
preguntaba por qué Yamel y Gloria estaban haciendo ese tipo de actos sin
sentido. Se aferró a una maleta de billetes que un par de borrachos arrastraron
por toda la playa.
Cleotilde Samperio y el padre Trinidad llegaron mucho tiempo después
con la esperanza de que les tocara algo. Gloria los vio venir y sintió pena por
ellos. “Todos son unos interesados e hijos de puta… hasta el padrecito viene a
ver que le toca”, gritó Gloria sin importarle que la oyeran. Aún tenía dinero en
el colchón y se los entregó todo. Con eso rehicieron la capilla, construyeron
columnas de estuco en su fachada; pusieron un altar de oro con topacios para
la urna de la Santa Niña, crearon un albergue para ancianos y arreglaron la
plaza principal con loseta de mármol. Finalmente, derribaron la estatua del
fundador del pueblo, pues a nadie le importaba ni sabían quién había sido. En
su lugar irguieron la de Gloria que en una mano sostenía una botella de licor y
en la otra, una maleta con billetes.
Los carnavales y el Festival Internacional de la Cumbia del Pantano se
terminaron por falta de presupuesto; de igual manera, la mitad de las personas
que se habían instalado en la playa huyeron por temor a que Gloria les pidiera
su dinero de regreso o que los buscara la policía por hurto y agresiones.
Catalina Luna escuchó la decisión de Gloria de dejar de ser puta y solo se
limitó a decirle: “Allá tú si quieres ser volver a ser desgraciada”. Yamel
comenzó a quejarse de que los clientes habían disminuido y se arrepintió de
haber lanzado parte de su dinero. Después emigró junto con Lady Emerald al
Canal de la Matrona y lo intentó repoblar con las mujerzuelas que quedaban ,
pero ya pocos clientes asistían.
Poco a poco, la gran bahía de las putas de Tierra Sola se fue quedando
vacía y triste como un hotel abandonado o como un final de fiesta para nunca
más. Heriberto Ceja, quien había sido electo presidente cuatro veces, convirtió
a todas las cabañas en el primer museo de la prostitución del mundo. Había
muchas fotos, recuerdos, instrumentos de tortura sexual, figuras fálicas de
polvo de alabastro, estatúas de calcita de mujeres desnudas y demás objetos
que a nadie le interesaban; incluso, con el pasar del tiempo, las cabañas se
fueron quedando vacías porque la gente se robaba el único patrimonio de
aquel pueblo condenado al absurdo.
Por su parte Nato volvió a cultivar la piña y la caña de azúcar como
jornalero de lomo pelado a medio día. Así vivieron hasta que yo los conocí.
No sé por qué a mí me pasan estas cosas, ni por qué siempre me llevé con
gente mucho mayor que yo. Recuerdo claramente que tenía catorce años
cuando Gloria vino a mi vida; por ese entonces, ella tenía como cincuenta.
Estuve sólo veintisiete días en la cabaña, pero fueron suficientes para que
Gloria me contara su historia y yo pudiera hacerme cargo de ésta.
Cuando vivía con Gloria, cada vez que anochecía me ponía a contar los
días que faltaban para la lluvia de estrellas. Cuando llegó el día, pasé toda la
noche imaginando el fenómeno. Me levantaba a cada rato y me asomaba por la
ventana para ver si se veía algún indicio. Limpie tres veces el telescopio y lo
estuve probando en la madrugada. Me puse a ver los Islotes de Carreña. En la
mañana vi salir el sol. En cuanto Gloria se despertó le dije que ese era el gran
día. Gloria me miró y me dijo que era mejor no recordárselo a Catalina Luna,
ni comentarlo con nadie.
Esa misma tarde vi a Gloria inquieta. Sacó de un cajón unas borlas de
varios colores y dos agujas. Estuvo toda la tarde bordando. Casi cuando estaba
anocheciendo llegó Nato y le preguntó qué estaba haciendo. Gloria levantó el
trapo que tejía y se lo enseñó: era un calamar gusano. La figura era fea, como
el animal en sí mismo. Nato le dijo que no hiciera esas cosas, que había mil
animales más bonitos. Gloria guardó silencio. Después se puso de pié, dejó su
artesanía en la mesa y nos dijo de la nada:
–Yo también estoy esperando la noche.
El cielo se hizo cada vez más oscuro, dieron las siete y media. Gloria y yo
salimos de la cabaña y nos sentamos en unos troncos podridos con residuos de
sargazo. Yo tenía mi telescopio perfectamente lustrado de sus lentes y
apuntando hacia el horizonte. No decíamos una sola palabra, como si
esperáramos que la noche hablara por nosotros. De momento apareció Nato;
nos estaba llamando, pero nosotros le hicimos una señal para que se callara.
Dieron las ocho, luego las nueve, las diez… No cayó ninguna lluvia de
estrellas.
Me levanté muy triste y decepcionado. Mi esperanza era que al siguiente
día sí ocurriera el fenómeno. No pasó nada. Gloria me vio apabullado y me
dijo que esas cosas solamente las podía saber Dios, no la ciencia. En la
mañana me levanté muy temprano. Estaba dispuesto a regresarme. “Se acabó
el viaje”, dije con tristeza. Luego vi por la ventana el hermoso mar y volví a
sentir una profunda nostalgia anticipada: no me quería ir. Haber conocido a
Gloria le había dado un nuevo sentido a mi vida. Todavía faltaba una semana
para que mis vacaciones concluyeran así que decidí quedarme sin importar
que mis padres se pudieran morir de angustia por mi ausencia tan prolongada.
En los días posteriores me llegó la resignación sobre la lluvia de estrellas.
Fui a casa de Catalina Luna para mandar un mensaje a mis padres, pero la
máquina ya no servía pues Catalina la había tirado accidentalmente en uno de
sus trances. En la noche Nato había salido a la quema de los cañaverales y el
mar estaba muy inquieto… Más tarde las ventanas se abrieron de golpe y la
brisa marina entró insistentemente en la cabaña. Yo estaba dormido, pero el
agua me despertó; a la postre escuché un ruido inusual y me levanté de mi
catre.
Muy despacio caminé fuera del cuarto; ahí vi a Gloria recargándose en la
pared de carrizo. Estaba exhalando aire como pescado fuera del agua y
caminaba a tientas por el corredor. Se tropezaba a cada instante con los objetos
irreconocibles tirados en el piso… Todavía, con el sopor de su quinto sueño,
tomó cuatros vasos de agua para que se le refrescara la garganta; después se
sentó en su viejo sillón. Se podía escuchar su respiración agitada que no iba al
ritmo de las olas.
Las lágrimas comenzaron a deslizarse por su rostro mientras pujaba como
niña, una y otra vez, como para tratar de conciliar su ansiedad. Se quedó allí
escurrida y ojerosa. Pronto, el sol nació y sus rayos le dieron un golpe en la
cara para que se espabilara. Yo no quise preguntarle nada, ni interrumpirla; así
que, algunos minutos después de lo sucedido, me fui a la cama y fingí que
dormía. En la mañana, con la boca seca y el aliento de mil perros muertos,
Gloria entró lentamente en mi recámara para cerciorarse de que yo aún
estuviera durmiendo.
Cuando se fue de la habitación, me volví a levantar con pasos cautelosos
para que no se diera cuenta. Seguí su rastro de lágrimas hasta que la encontré
encorvaba como una planta sin luz, con la mirada hacia abajo observando unos
daguerrotipos manchados de grasa y polvo. Por otro lado, a lo lejos, vi por la
ventana cómo Nato entraba empujando la verja de madera podrida. Temí que
encontrara a Gloria en ese estado, por eso moví con el pie un mueble
polvoriento. El ruido que hice bastó para que Gloria regresara de su viaje a la
memoria perdida, guardara las fotos y tratara de disimular que todo iba bien.
Conforme los días pasaban, el comportamiento de Gloria estaba llegando
al límite. Había vuelto a enmudecer. Esa misma noche cenamos todos juntos, y
Gloria nos dio de comer una concha de cangrejo chamuscada y sin carne.
Había hervido tanto al animal que todo se había evaporado. Después de un
tiempo, cuando Nato y yo habíamos encontrado algo más para saciar nuestro
apetito, le pedí a Nato que me enseñara la estación de música en inglés que
escuchaba Lady Emerald. Nadie más la había vuelto a poner desde que la
norteamericana emigró con Yamel al Canal de la Matrona. Mi padre tenía todo
tipo de acetatos en inglés, así que poner un poco de su música me haría sentir
como en casa.
Escuchaba un programa dedicado a Teddy Wilson. En la canción de
“Roseta”, me llegó un olor a quemado. Nato apareció asustado y enseguida
fuimos a buscar la fuente del incendio. Entramos en la cocina y había mucho
humo alrededor… abrimos las ventanas para que éste se saliera. Cuando el
ambiente se despejó, Nato vio a Gloria tirada en el piso: estaba bocabajo con
sus zapatos mal puestos; el derecho en el pie izquierdo y viceversa. Tomé un
balde de agua y, de manera inmediata, extinguí el fuego junto a la estufa. Nato
sacó de la cabaña a Gloria desmayada.
A los pocos minutos Gloria volvió en sí diciendo incoherencias: “Ya viene
el meteorito de los gorgonóspidos”, “la carne fresca explota más rápido”, “el
agua salada no se devora a los comunes”... Entonces la cargamos y la metimos
en su cama mientras ella continuaba repitiendo todas esas frases sin sentido.
Nato le dio un té de azahar y a la mañana siguiente salió a trabajar mientras
que ella volvió a aferrase a los pajizos daguerrotipos.
Ese día Gloria volvió llorar, creía que yo no me daba cuenta pero la
encontré mirando hacia el mar el mar como queriendo descifrar la respuesta de
su vida. Luego comenzó a caminar más despacio, a estar cabizbaja, a
arrancarse los cabellos con una pinza de mecánico y a hablar sola de frente a
la pared.
Durante ese episodio no me atreví a hablarle. Temía que se pusiera a llorar
desconsoladamente o que me lanzara un cuchillo en la frente. Después de dos
días, el mar no tenía olas, parecía una gran laguna muerta. Cuando el sol se
ocultó en el horizonte, como una enorme naranja incandescente, Gloria estaba
un poco más tranquila… Parecía que el atardecer se llevaba sus fantasmas y
los traía de regreso con la renovación del alba. Aproveché ese momento de
sosiego para por fin preguntarle cómo estaba. Ella lavaba los platos por quinta
ocasión, se quedó en silencio, sostuvo en sus manos el plato inmaculado, me
miró perdidamente, como a alguien a quien ya se le pudrieron los ojos, y
finalmente resopló:
–Ahora sí viene el fin del mundo.
Al día siguiente, cuando Nato se había ido a trabajar, Gloria salió muy
temprano y regresó con Catalina Luna. Ambas mujeres dibujaron en el piso un
círculo que rociaron con agua de pétalos de margarita y en medio pusieron un
copal con mirra. Ellas se comportaban como si yo no existiera, así que mi
papel en ese momento solo fue ser testigo silencioso del ritual que llevaron a
cabo. Dicho rito consistió en que se emborracharon con fermentado de maíz
rojo, cantaron juntas en tonos guturales y al final Catalina lanzó un coco con
tanta fuerza que el cáliz se cayó y se apagó con el agua que el coco emanaba.
Posteriormente, Catalina Luna miró las cáscaras y gritó despavorida:
–¡Todos los que quieran vivir, tienen que irse hoy de este pueblo!
Gloria la miró estupefacta, le preguntó qué pasaría. Pero Catalina ya no
respondió: había entrado en trance otra vez. Tenía los ojos cerrados y la boca
crispada de nervios.
–¡Todos los que quieran vivir, tienen que irse hoy de este pueblo! –Volvió
a gritar.
Catalina se echó a correr fuera de la cabaña gritando la misma frase una y
otra vez. Iba en dirección al pueblo a advertirles a los habitantes que se
acercaba el fin del mundo. Por supuesto que esta era la enésima vez que el
apocalipsis terminaba con la vida humana según ella, por lo que nadie prestó
atención. Todos continuaron con sus actividades en un día muy cálido y
diáfano en que las avispas volaban por doquier y el sol doraba los cueros de
jabalí. Cuando Catalina Luna se había ido, Gloria se quedó sorprendida… Su
única reacción fue dormirse en el piso en posición fetal.
Mientras tanto, yo me estuve asomando por la ventana: el mar seguía
muerto, las gaviotas no graznaban, la gente no pasaba por la orilla recogiendo
conchas, no se veían pescadores… Tenía una sensación extraña en el cuerpo,
como si me hubieran asustado. De momento, se escucharon ladridos inusuales
de un perro desconocido. Inmediatamente volví a asomarme por la ventana
que daba al mar y vi a Nato correr hacia la casa. Parecía desesperado, sus pies
levantaban una inmensa polvareda detrás de él. Traía la valenciana de los
pantalones desgarrada, la camisa empolvada y la cara tiznada. Se pasó la verja
de un brinco y abrió la puerta de la cabaña con gran ímpetu.
̶ ¡Nos atacan! –Fue lo primero que dijo mientras se limpiaba con la mano el
sudor de la cara.
Nato comenzó a correr por toda la casa y abrió las ventanas para que
entrara la luz. Gloria se despertó actuando con normalidad, como si nada
estuviese pasando. Todavía, Gloria tomó un poco de aire, se levantó y movió
de su lugar a un pez globo disecado, después expresó:
̶ Ya lo sé. Lárguense ahora si quieren salvar sus vidas.
Nato y yo nos quedamos congelados con la respuesta de Gloria. Ella estaba
parada junto a la mesa y miraba hacia la ventana que daba al mar. Parecía
como si supiera lo que se avecinaba. De momento, se escuchó un terrible
estruendo en la lejanía. Miré hacia la playa y una gran cantidad de polvo y
humo se levantó a un costado del pueblo. Era un cañonazo de un enorme barco
negro que se acercaba lentamente disparando tierra adentro. Se trataba de una
nave pirata, de unos maleantes que no tenían patria ni identidad. De manera
que nosotros teníamos que evacuar inmediatamente.
Se escuchó otro cañonazo que hizo añicos un barco pesquero varado en el
muelle. Nato estaba temblando, pero aún así comenzó a empacar las cosas en
baúles y maletas. No sé de dónde sacó las piezas valiosas del prostíbulo como
las decoraciones marinas, los marcos de oro, las figuras de filigrana y todo
cuanto conservaban de la casa cuando era el putero más conocido del país:
–¡Tenemos que irnos ahora! –Nato le dijo a Gloria con la voz entrecortada,
mientras ella se había desplazado al sillón de mimbre para mecerse. Tenía la
vista perdida hacia el mar.
Otro cañonazo levantó escombros en el pueblo; seguido vino otro que
golpeó muy cerca de la cabaña porque la arena entró por los carrizos y las
ventanas. Yo me quedé paralizado de miedo. En ese momento, Gloria se paró
del sillón de un brinco y se echó a correr como potra despavorida rompiendo
todo lo que estaba en su paso. Parecía un animal de acero que destruía con su
cuerpo todo obstáculo. Nato, al ver esto, también se echó a correr detrás de
ella para tratar de alcanzarla.
En esos momentos y me encontraba petrificado, no sabía qué hacer. Si los
piratas llegaban ahí les rogaría para que me perdonaran la vida. Luego me
acordé de Gloria, ¿por fin se había armado de valor para quitarse la vida?, ¿se
había ahogado como siempre quiso?, ¿había puesto un punto final a su
historia? Nato regresó a los pocos minutos porque perdió de vista a Gloria y
no sabía por dónde empezar a buscarla. Estaba sobrecogido, sin palabras;
apenas podía mirarme a los ojos.
Tratamos de salir a buscarla otra vez, pero no vimos nada más que el barco
pirata aproximándose. Parecía una nave irreal andando sobre el mar
encendido. Traía una bandera muy peculiar cuyo emblema eran huesos y
lumbre. Hubo cañonazos cada vez más destructivos y cercanos a nosotros.
Con un hilo de voz y con el gesto muerto le dije a Nato que todo era inútil:
Gloria había desaparecido en cuestión de segundos. Quizá había sido
alcanzada por una bala de cañón o simplemente se había lanzado desde el
risco. No podíamos hacer nada para rescatarla, ni sabíamos nada sobre ella en
ese momento.
Me quedé impactado viendo como el barco cada vez se acercaba más;
luego programé unos veinte minutos para que atracaran totalmente. Entonces
pude espabilarme del miedo y me di prisa. Adentro de la cabaña puse en mi
mochila mi telescopio, mi brújula y algunas revistas de ciencia que me había
regalado mi padre. Salimos escuchando el fragor de los cañones. En ese
momento eran más continuos debido a la inminencia del ataque de la nave
pirata que disparaba a diestra y siniestra. En cualquier momento una bomba
nos aniquilaría.
Nos internamos en los campos de piña con una maleta cada uno. Nos
dimos cuenta de que ahí éramos más notables y decidimos camuflarnos en los
cañaverales adjuntos. Yo corría asustado mientras las hojas de la caña me
cortaban la cara; también tenía miedo de caer en un pantano y ahogarme. En
todo el camino hacia el pueblo intentaba disuadir a Nato de regresar a buscar a
Gloria. Él me decía que ella se encontraba asustada dentro de una cueva o que
luchaba por su vida mientras un megalodonte la mordía… De momento dejé
de escucharlo, miré hacia atrás y solo ví cañas y pantanos por doquier.
¡Nato!, grité a todo pulmón… Pero solo se escuchaba el estruendo de los
cañonazos. Uno debió haber caído muy cerca de donde yo estaba porque sentí
que algunos restos de lodo de pantano aterrizaron en mi cabeza y en mi tensa
espalda. Decidí continuar mi camino sintiendo como la muerte me perseguía.
Dentro de mí había un gran hueco en el pecho. No sé cómo pude atravesar los
cañaverales sin caer en un pantano. Continué corriendo hasta que salí al
pueblo.
Todo había cambiado desde la última vez que había estado allí: los
comercios ardían, las paredes se desgajaban, el kiosco del parque había
desaparecido, por todos lados había escombros con los que gente se tropezaba.
Todos corrían sin rumbo, sacaban de sus casas sillones y cuanto cacharro
pudiesen cargar. Había niños perdidos y llorando en medio del desconcierto,
gatos mordiéndose la cola y girando en círculos, perros aullando como lobos y
la madre de Heriberto Ceja sostenía un rosario en la plaza mientras rezaba los
misterios.
Catalina Luna estaba en la torre más alta de la capilla. Parecía la mujer más
feliz del mundo; una sonrisa de esperanza se esbozaba en su mugrienta cara
que apuntaba como antena parabólica hacia el cielo. Tocaba la campana
poseída por una fuerza descomunal y gritaba que por fin había venido el
apocalipsis: “¡Por fin nos vamos a la mierda!”, lloraba de júbilo y reía al
mismo tiempo. Por otro lado, debajo de la capilla, Cleotilde Samperio y el
cura Trinidad sacaban la urna de los restos de la Santa Niña Nicasia al tiempo
que pedían a todo el pueblo unirse en oración.
Todos estaban evacuando. Me eché a correr por todos lados. Para mi
fortuna, encontré a un grupo de hombres trepados en un camión de carga que
se balanceaba por el peso de sus pasajeros. Parecía que apenas se podía
respirar entre las maletas y los petates bien acomodados para que todo cupiera
en un espacio reducido. “Es el niño adoptado de Gloria”, dijo un hombre con
nariz aguileña y ojos de tordo que manejaba el camión. De momento alguien
me tendió la mano y me acomodó en la parte final del carro. Temía resbalar,
pero me aferré a la carroza con todas mis fuerzas.
De esa manera nos alejamos rápidamente. A través de una rendija del
camión podía ver a los que se quedaban, pues habían decidido morir en su
tierra. Fue espantoso, tal como una guerra. Había mujeres rezando hincadas en
medio de la tolvanera y hombres despavoridos en agonía. Fui testigo de la
muerte, de gente dispuesta a pelear con rifle o piedras. Vi señoras con patas de
mesa listas para defenderse del ataque cuya procedencia aún desconocían. En
la mirada caída de un viejo, pude ver resignación mezclada con desconcierto.
Me sentía lleno de una adrenalina que jamás pude haber experimentado.
El camión se detuvo en la estación de Tierra Sola, la cual era un caos. No
había horarios ni taquilleros; más bien se trataba de que si se tenía suerte y se
corría lo suficiente, se podía coger un tren si se atrapaba en movimiento, pues
conforme estos llegaban vacíos, inmediatamente se pasaban al carril contrario
para emprender su camino de regreso. Con las lágrimas todavía chorreando en
mi cara sucia, logré encaramarme en la parte de atrás del último vagón que
estaba repleto de personas y demás objetos irreconocibles. Después, conforme
el tren hubo avanzado un poco, vi, en la lejanía, el barco pirata que ya había
atracado en la playa; también se podía observar el humo que se levantaba
alrededor. El tren continuó su trayecto y el paisaje cambió rápidamente. Al
cabo de un tiempo, el cansancio me venció a tal grado que me quedé dormido.
Mi único abrigo fue el viento, el sol y la luna.
Me despertaron en la última estación de Peña de Cerralvo cuando ya no
quedaba nadie. Un jornalero me encontró por casualidad cuando estaba
dormido entre costales de café que alguien había olvidado. Mi piel estaba
quemada, mi cara estaba cortada por las hojas de caña y los pantalones los
traía embadurnados de lodo: parecía un vagabundo. Tuve que pedir dinero a
los pasajeros de la estación y volver a hacer todo el camino de regreso a casa,
puesto que me había pasado por quince estaciones. Mi cansancio era
indescriptible; creía estar dentro de un sueño… En cualquier momento iba a
despertar otra vez, pero ahora estaría en mi cama rodeado de sábanas limpias y
leche con chocolate en mi buró.
Pero ese momento nunca sucedió. Cuando llegué a mi pueblo yo estaba
hecho un adefesio catatónico. No recuerdo quién me encontró, quién me
reconoció, quién llevó a mi casa, ni quien me hizo revisión médica. Tampoco
sé como lo tomaron mis padres. Me perdí todos esos momentos porque yo
estuve ausente y nunca supe lo que pasó a mi regreso. Ahora que lo pienso,
creo entender mejor por qué la gente creía que yo era un fantasma. Cuando
relaté lo vivido, nadie me creyó y me tomaron por loco; de hecho, un
psiquiatra de Peña de Cerralvo me diagnosticó síndrome de estrés
postraumático mezclado con psicosis paranoica alucinatoria.
Me preguntaron mil veces quién me había lastimado la cara, se levantaron
averiguaciones por mi desaparición, creían que me habían raptado sin pedir
rescate y mis vecinos le llevaron proyecciones a mi padre sobre abducciones
misteriosas. Todo mundo quería resolver el enigma de mi desaparición con
respuestas tan absurdas como la verdad de los hechos. Algunos días después,
salió en el periódico la noticia de un supuesto tornado que había azotado las
playas de Tierra Sola. Mi padre me regañó por inventar tantas historias y el
psiquiatra aumentó la dosis para que me durmiera y no hablara nunca más de
los hechos que presencié.
El tratamiento de mi enfermedad consistía en ir a evaluación neurológica
semanal a su consultorio en Peña de Cerralvo. Ahí también me diagnosticaron
con insuficiencia neo-cortical y por eso debía tomar pastillas de por vida;
además, era necesario que yo tomara terapia psicológica en la ciudad. Esa fue
la razón por la que a los ocho meses del incidente nos mudamos a Peña de
Cerralvo y mis padres vendieron la casa de Cafetal de Noche. Así comencé
una nueva vida en la ciudad, estudié periodismo, nunca me casé ni tuve hijos,
y tampoco entraba a las terapias ni me tomaba las pastillas.

XII

En aquella carta que leí cerca de la casa de mis padres estaba la revelación
más grande de mi vida. En cuanto abrí el sobre, después de haber tenido todas
esas sensaciones que se mezclaron en mi cuerpo, supe que se trataba de
Gloria. En un instante pude volver a contemplar el mar azul, la mirada perdida
de Catalina Luna, el sol de medio día en la playa, el frescor de las sombras de
las palmeras, el suave viento estival, la angustia de Nato antes de desaparecer,
etc. Asimismo, pude repasar toda mi historia junto con la de Gloria y al fin,
después de casi cincuenta y dos años, me enteré del desenlace de su historia.
A continuación, transcribiré la carta:
Niño:
¿Dónde chingaos andas? Espero de todo corazón que te encuentres bien y
que hayas escapado de todo el desmadre que pasó en el pueblo. Te escribo
porque me siento mal por haberme largado sin decir adiós, pero en verdad ya
estaba hasta la madre de que siempre que lograba sentirme contenta, la vida
me quitara la felicidad. Han pasado casi diez años desde la última vez que nos
vimos y no ha habido un solo día en que no me acuerde de ti ni de Nato.
Bueno, a ver… ¿por dónde empezar? Sé que no tengo perdón por ser como
soy, ni por las cosas que he hecho, pero ni modo, la vida así me hizo y qué le
vamos a hacer. Pues mira, los últimos días que estuviste en la cabaña supe que
algo bien cabrón iba a pasar. No me preguntes cómo, son cosas de brujas y de
locas que no entiendes.
Ese día me eché a correr como pinche caballo sin rienda hacia el mar.
Quería que me alcanzara una bala. Pero luego, una ola me atrapó y ya no supe
más de mí. Cuando desperté ya estaba otra vez con mi triste destino: Sixto me
sonreía con un diente de oro que no era necesario traer porque él tenía una
perfecta dentadura. No dije nada, sino que me resigné a creer que en esta vida
nadie tiene lo que quiere, o al menos hablo por mí.
Sixto me dijo que había venido por mí. Después Aparicio me besó en la
mejilla por primera vez después de muchos años. Yo no podía sentir nada que
no fuera una creciente furia: deseaba que el mar se abriera, que las pinches
olas fueran tan fuertes para que nos tragaran, que llegara una tormenta o un
que rayo destrozara la carabela.
Como te dije al principio, espero que Nato y tú hayan escapado y que estén
donde estén sean felices. Ahora que lo pienso, si Sixto se enteraba de que yo
tenía un nuevo amor, seguramente hubiera matado a Nato; porque créeme, ya
no era el mismo, te lo juro que se escuchaba su maldad en el tono de su voz,
ve tú a saber qué desgracias habrá tenido que pasar para llegar a ser capitán.
El barco olía a azufre mezclado con salitre y lo navegaban hombres de
todo tipo, de varias edades y nacionalidades, y además tenían algo en común:
olían a muerte y putrefacción. Eran hombres contaminados por deseo de
poder. Algunos tenían los dientes incompletos, otros eran muy guapos. Pero
todos, indiscutiblemente todos eran unos hijos de su reputísima madre.
Sixto y Aparicio habían venido por mí justamente cuando ya los había
olvidado. Mi hijo, y el otro que nunca supe si fue mi amante o mi condena,
junto con su grupo de piratas hijos de mil putas, saquearon todo el pueblo sin
el menor cargo de conciencia; después se llevaron a los hombres que quisieron
unirse a ellos y a las mujeres las dejaron porque decían que no les servían para
pelear, atracar embarcaciones o batirse con otros filibusteros. En ese momento,
los pendejos se jactaban de ser marineros de alto prestigio, pero en realidad
habían terminado siendo los piratas del mar Arábigo, para ser precisos.
Pasamos la noche en Tierra Sola que en ese momento parecía un pueblo
fantasma porque estaba totalmente destruido. Se llevaron los muebles
remachados de oro, las joyas y las antigüedades de Catalina Luna. Luego
fueron por los mariscos del mercado y llenaron la nave con víveres robados al
tiempo que arrancaron las piñas del plantío y se llevaron algunas cañas para
preparar aguardiente. Al ver cómo devastaban el pueblo, decidí dejarme llevar
por esa sensación horrenda que cada año me poseía… solamente me quedaba
ver cómo aquellos cabrones destruían despiadadamente el mismo lugar donde
vivieron. Era como si no hubieran tenido un pasado allí o como si lo hubieran
olvidado.
En el pueblo, Heriberto Ceja fue el primero en reconocer a Sixto, se alegró
de verlo. Luego fue nombrado maestre de la embarcación. Su madre le dijo
llorando que no se fuera con los piratas, pero ¿tú crees que lo hizo caso?; pues
claro que no, la dejó ahí como si fuera un mueble viejo a pesar de todo lo que
ella hizo por ese mazacote que tenía sonrisa de idiota. Hubieras visto el horror
del padre Trinidad y Cleotilde Samperio: tenían la cara toda llena de lodo y
lágrimas. Le preguntaban a Sixto por qué les hacía eso. Él les contestó que
Tierra Sola era únicamente un sitio abandonado que nunca le había dado nada.
Únicamente siendo capitán al fin era alguien importante.
Justamente después de que Sixto le respondiera a Cleotilde y al padre
Trinidad, apareció Catalina Luna totalmente renovada. Traía una túnica dorada
que había heredado de su madre antes de que la encerraran en el sótano por
hechicera. Corrió a verme y Sixto impidió que habláramos ordenándoles a los
bucaneros de piel salada, cejas quemadas y nariz de mango petacón que se
llevaran a “la loca” que tantas ideas me había metido desde pequeña. Yo grité
a todo pulmón para impedir que se la llevaran, pero Sixto me tenía rodeada y
aprisionada con unos matones que parecían haber salido del mismísimo
infierno.
No sé, y nunca supe, cómo Sixto había llegado tan alto, quizá hizo pactos
satánicos o mató a muchos marineros para poder ser un capitán con tanto
poder. Pasamos un día varados en Tierra Sola y después nos dirigimos al
Canal de la Matrona. Ahí los piratas subieron unas cuantas putas para
divertirse… De momento escuché en la lejanía una voz gangosa que se me
hizo familiar, me acerqué donde estaban las canijas y ahí estaba Lady Emerald
riendo a carcajadas y echándose un fermentado con un pirata. Cuando la
pendeja me vio a bordo se sorprendió y corrió a abrazarme.
En tan solo unas horas yo me había convertido otra vez en un mueble sin
ganas de vivir ni de morir, eso, una cosa que ahí está y que da lástima porque
está viejita y ya no sirve. Algo así como la muñeca vieja. Aparicio me puso
cuanta chingadera y yo parecía un maniquí adornado con turquesas del
Himalaya y diamantes del Congo. Me sentía ridícula, pero Lady Emerald era
feliz con los topacios tallados en Tombuctú y los zafiros del Mar Egeo. De
hecho, se puso una corona que le habían robado a una embarcación de una
reina dizque europea. A esa vieja le gustan las joyas y el desmadre, nada más
quería tantito.
Estábamos en el camarote de Aparicio mientras mi hijo y la gringa se
echaban unos carcajadones que pa’ que te cuento. Luego Lady Emerald me
dijo que mi hijo le estaba coqueteando y yo le contesté que me valía madre.
Era verdad, ya nada tenía sentido para mí, y si en ese momento me hubiera
caído el palote más grande del barco, yo hubiera sido feliz porque para mí, eso
de ser feliz se había convertido en una reverenda estupidez.
Esa noche la pasamos cargando prostitutas y cangrejos azules en el Canal
de la Matrona. Cuando Sixto terminó su saqueo, entró a su camarote y me vio
allí mirando a través de la ventanilla en dirección a Tierra Sola que en ese
momento era un pueblo muerto y saqueado donde al menos yo sí había sido un
poco feliz. Ahí pensé en Nato, en ti, en Catalina… No tenía idea de cómo
habían escapado a la invasión.
Por otro lado, sentía que odiaba a Sixto y quería que se resbalara en la
cubierta, se desnucara o mínimo que se partiera el hocico. Pero él estaba
recargado en un tocador de caoba, moviendo un peine de marfil de lugar y
diciendo que me amaba, que todo este tiempo había trabajado para ser
poderoso, para venir por mí y hacerme feliz. Yo me quedé callada escuchando
todas las estupideces que no sé a quién le decía, pero a mí no. Esperé que me
dejara sola; sin embargo, en lugar de que se largara a chingar a su madre se
acercó a mí y comenzó a besarme.
Me tocó los senos como si estuviera amasándolos y yo le quité las manos
de encima. Entonces él se puso de pie y me gritó: “¿Ahora te vas a hacer la
dama como si no supiera que eres una prostituta de a centavo?”. Sentí mucho
odio y tristeza y volví a mirar por el ojo de buey: estaba anocheciendo. Sixto
agarró una botella que estaba junto a un mueble que llaman otomán y le dio
varios sorbos, luego me dijo: “No tienes opción Gloria, yo no pasé todo lo que
pasé por nada, tú ya eres mía”.
Las últimas palabras de Sixto hicieron que me hirviera la sangre, sentía
algo atorado en mi pecho y quería sacarlo en el mar. Lo miré con odio y me
salí del camarote. Me dirigí a la popa donde estaban concentrados todos los
piratas que bebían licor de coco y se peleaban porque no había suficientes
mujeres. Ahí me recargué en una orilla del barco y miré hacia el fondo del
océano. Cerré los ojos y pedí al mar que se saliera y nos ahogara a todos. Pero
pues el pinche mar ya no respondía, como si ya lo tuviera harto con tanta
petición, como si ya no fuera mi mar, el que me ayudaba… Comencé a llorar y
mis lágrimas caían en el agua como si estuviera a punto de llover.
De momento di un suspiro de resignación y vi al cielo. Era luna llena y
todas las estrellas estaban brillantes. De momento una estrella cayó al mar, se
desplazó desde lo alto y vi cómo se hundía en el fin del mar. Me asusté
muchísimo y me acordé de ti porque me dijiste que venías a ver cómo caían
las estrellas. ¡Tu pronóstico era verdadero! Catalina Luna no lo vio en los
cocos, y yo tampoco te creía, pero en ese momento estaba ocurriendo. ¡La
lluvia de estrellas!, esa es palabra. La famosa “lluvia de estrellas”. Así
comenzaron a caer más y más estrellas y el mar comenzó a brillar en un verde
fosforescente que llamó la atención de todos.
En un momento los piratas y las putas nos concentramos en la proa para
ver tremendo espectáculo. ¡Era hermoso!, ¡nunca había visto algo así! Los
borrachos dieron gritos de admiración y una puta de cabellos rojizos gritó:
“¡Pidan un deseo!”. Algunos piratas lanzaron botellas al agua, no me
preguntes por qué. En el ambiente se sentía mucha alegría mientras las
estrellas caían y el cielo se iluminaba como si el universo sonriera. Entonces
apareció el capitán: Sixto Caramés, y cuando lo vi ahí en la portezuela de la
proa, con el hocico torcido y la mirada miedosa hacia el cielo, lo supe todo. Mi
relación con el mar había terminado, la lluvia de estrellas era la señal. Ese era
mi momento de cambiar otra vez el rumbo de mi vida. Si no lo hacía, me iba
arrepentir el resto de mi vida.
Fui donde estaba Sixto y le pedí perdón, le dije que tenía razón, que
olvidáramos todo lo que vivimos. Traté de tomar su mano medio engarrotada y
él la quitó para agarrar su pinche pistola que tenía guardada en su funda de
cuero de macairodo. Ahí apareció Heriberto Ceja, tenía una botella de
aguardiente vacía y le dijo a Sixto que había dos piratas agarrándose a
madrazos por una prostituta. Fuimos a ver la escena y encontramos en la popa
a dos piratas peleándose para decidir quién iba a cogerse a una puta de veinte
años que se hacía llamar “la Yahaira”, a esa niña yo la conocí porque trabajaba
con Yamel en las temporadas de Carnaval. Era una mustia interesada y
malintencionada que se había llevado gran parte del dinero que tiré aquel día
que decidí dejar el oficio.
“La Yahaira” estaba a las risas viendo cómo se mataban los pobres piratas
que ni pelear podían de lo borrachos que estaban. La lluvia de estrellas ya
estaba por acabar y todos los que estaban ahí parecían haberse olvidado del
espectáculo que antes les había encantado. Sixto desenfundó su pistola y
disparó en la cubierta dejando un hoyo que sacó humito. Los piratas se
separaron en chinga y “la Yahaira” gritó como pinche guacamaya, Heriberto
dejó caer la botella y yo me agarré a mi hombre, como la hipócrita que soy,
diciéndole que se calmara y que si le era muy difícil yo podía apaciguar su ira
con mi conchita.
Todavía vi que andaba cayendo una que otra estrella. Volví a intentar tomar
la mano de Sixto, esta vez me sí me la agarró el condenado, creo que por
lástima. Los dos nos quedamos viendo como desaparecían las pocas estrellas
que aún quedaban hasta que en cuestión de instantes el espectáculo se acabó y
me sentí medio mal, como vacía por dentro. En poco tiempo los piratas
empezaron a desperdigarse. “No hay suficientes mujeres para todos”, gritó un
pirata de piel quemada y visco, luego otro se abalanzó sobre una puta de risos
oscuros que comenzó a chillar como pájaro tiroteado.
“Si no traes más putas esto se va a salir de control”, le dije a Sixto. Él me
miró con cierto aire de capitán enojado y movió la cabeza de arriba para abajo
mirando la decadencia de la tripulación. “Perdóname por ser tan pendeja”,
volví a decir de la nada. Sixto me miró con unos ojos cuyo brillo estaba como
raro, como si fuera un lobo por dentro. Te digo que ese hombre estaba medio
endemoniado. En ese momento le propuse que nos fuéramos a coger, que ya
nada me importaba, que al fin había entendido que no podía luchar contra el
destino. Apreté su mano y comencé a jugar con sus dedos, luego le acaricié la
espalda... entonces dijo que fuéramos al camarote. Bajamos las escaleras y en
el trayecto agarré un licor de guayaba para agarrar valor, le di muchos sorbos
hasta empezar a sentirme toda apendejada.
Dentro del camarote, lo primero que hice fue encuerarme. Sixto se sentó en
la cama y me hizo un gesto para que fuera donde él estaba. Lentamente me
acerqué hasta que él me tomó por la cintura y comenzó a lamerme los
pezones. En ese instante yo quería decirle “¿Sabes cuántos hombres se han
comido lo que tú te estás comiendo?” Quería verlo muerto de rabia,
enloquecido… pero dije “No Gloria, cálmate, todo a su tiempo”. Así que me
dejé llevar por lo que estaba sucediendo y dejé que el menso se calentara todo
lo que quisiera. Le dije mentiras: que lo extrañaba, que me gustaba, que lo
deseaba… Él enloquecía a cada palabra y yo le daba de mi licor de guayaba
para que entre cada mentira, él se ahogara lentamente en sus pinches fantasías
de mierda.
Estaba todo oscuro, Sixto se quitó la ropa, me agarró las nalgas y me metió
la verga como si fuera un animal salvaje; ahí yo quise decirle que el
gobernador era más rudo y que la tenía más grande, pero como no la quería
cagar, le dije: “Eres el que mejor me ha cogido”. Y así para qué te cuento todo,
si estuvo muy aburrido. Lo que debes saber es que cuando terminó, el muy
hijo de puta alcanzó su pantalón y agarró su revólver, lo puso a un lado de él.
Yo me dije para mis adentros “Hijo de la chingada”, pero seguí dándole más
alcohol hasta que él ya no pronunciaba bien las palabras y ahí me la jugué
porque aproveche mientras Sixto se fumaba un puro para pararme en chinga y
estrellarle la botella de licor muy cerca del oído.
Sixto gritó todo adolorido y me dijo que era una hija de puta, que se las iba
a pagar. Entonces agarró su revólver plateado con una insignia de oro y
empezó a disparar por todos lados, pero estoy segura de que estaba todo
estúpido por el golpe porque no parecía reconocerme en la oscuridad.
Justamente después de los disparos desatinados, tomé una caja de madera con
remaches de metal que contenía mapas de navegación y se la lancé con tal
furia a la cara que el pobre quedó aún más pendejo y soltó la pistola, la cual
levanté yo rápidamente. Le di nada más un plomazo en la frente para que ya se
calmara de una vez por todas.
En ese momento tocaron la puerta, era Heriberto Ceja; para mi mala suerte
había escuchado el disparo. Salí del camarote muy nerviosa y lo abracé. Le
dije que ese era el día más feliz de nuestra vida y por eso estábamos echando
unas cuantas balas al aire, desde la ventanilla, para celebrar el inicio de un
nuevo periodo. Tomé de la mano a Heriberto y lo llevé a Proa en donde seguí
disparando al aire mientras algunos piratas, totalmente intoxicados por el
alcohol, me vieron y me imitaron.
Debía distraer a Heriberto, así que lo agarré de la espalda y me lo llevé con
“la Yahaira”. Quien tocaba el pandero y se quitaba el corsé al ritmo de los
aplausos de los borrachos que gritaban “eah, eah, eah”. “Ven muñeca”, le dije.
“Te presento a Heriberto Ceja, amigo del capitán y nuevo comandante del
barco”… “Maestre”, me interrumpió Heriberto, “se dice maestre Gloria”, dijo
el estúpido. Heriberto sonrió de emoción y yo le quité una botella de
aguardiente a una putita cuyo nombre no recuerdo, pero ubico a la perfección
porque una vez se encerró con Yamel en la suite del amor y ve tú a saber qué
no hicieron entre ellas las cabronas, pero me importa un carajo, el chiste es
que le quité la botella y se la pasé a Heriberto para que terminara de quedar
más estúpido de lo que ya es, y como fue, en unos instantes ya se había dejado
seducir y andaba bien querendón con “la Yahaira” que por cierto tenía unas
uñas horribles y callos en los pies, pero bueno ya me desvié otra vez, y es que
ya sabes mijo que me cuesta mucho concentrarme y vivir en general, por eso
ahorita ando medio borracha escribiéndote desde el barco y acordándome
mucho de ti. Pero bueno, déjame continuar.
Subí al timón y Aparicio estaba ahí besándose con Lady Emerald. Le dije a
la norteamericana que quería hablar con ella así que le dio un beso tronado a
mi hijo y se dirigió hacia mí. La jalé fuera de la cámara del timón y le conté
mi plan. Lady Emerald abrió los ojos como tortuga vieja y me preguntó si
estaba segura. Nada más me vio que me le quedé mirando como diciéndole
“Ay de ti si no me haces caso”, que solamente dijo “ok” y se regresó al timón
con Aparicio dispuesta a cumplir mis órdenes. Inmediatamente bajé a la proa y
ahí los piratas seguían discutiendo con otros piratas y con las mismas putas
que se arremolinaban en las peleas que a cada rato armaban. Heriberto Ceja
reía a carcajadas y aproveché para bajar al camarote de Sixto.
Entré y encendí un quinqué. Me acerqué al cuerpo y todavía el muy cínico
tenía como una sonrisa ahí dibujada. En la frente le escurría la sangre del tiro
que le había metido. Rápidamente tiré al piso todo lo que estaba en la cama y
lo envolví con las sábanas. Luego busqué la llave del camarote por todos lados
y no la encontraba hasta que se me ocurrió buscar en los pantalones de Sixto.
Finalmente empujé el bulto de la cama, lo dejé caer en el piso y lo arrastré
hasta un armario en donde con todos mis esfuerzos lo arrempujé ahí. Luego
arreglé el cuarto y lo cerré con llave para que nadie descubriera lo que había
hecho.
Subí otra vez al timón, pero antes de entrar me detuve porque escuché
gemidos de Aparicio y la norteamericana. Me encomendé a la virgen de la
Pradera para que no se le olvidara su misión a la idiota de Lady Emerald,
porque ya la conozco que cuando agarra la borrachera ya nadie la detiene y
todo se le olvida a la hija de la chingada. Bajé del timón hacia la proa y vi que
Heriberto ya tenía bien agarrada a “la Yahaira” quien ponía cara de asco y
continuaba embriagándolo. Me acerqué a ellos y le dije a Heriberto que Sixto
quería recoger más putas antes de zarpar, pues no eran suficientes para tantos
hombres. Entonces Heriberto me miró como si no me reconociera y preguntó
“¿Y por qué no da la orden él directamente?”, yo le dije que se dejara de
pendejadas y que obedeciera a su patrón que no estaba de buenas.
“El segundo a cargo es tu hijo Gloria, no yo”, contestó el pelado. “Mi hijo
está cogiendo con Lady Emerald, déjalo vivir su juventud y haz lo que te
manda a decir mi hombre porque si no ahora mismo bajo y le digo que lo
mandaste al carajo y a ver cómo se ponen las cosas”. Heriberto hizo a un lado
a “la Yahaira” y mandó a abrir las escotillas para que los piratas buscaran más
mujerzuelas en el Canal de la Matrona. Los hombres estaban briagos y no
querían hacer caso a nadie. “Tenemos instrucciones que solo el capitán o su
hijo pueden mandar aquí”, dijo un pirata pendejo de barba reseca y ojos
caídos. “Pues entonces síganse dando en la madre y se quedan sin putas y sin
alcohol”, dije yo tirando una botella de licor de guanábana a la cubierta. Acto
seguido regresé al timón y me no me importó lo que estuviera haciendo mi
hijo, entré como si entrara a mi propia cocina, vi a Lady Emerald y mi hijo
fornicando como perros y le dije a Aparicio con tono firme: “Tu papá dice que
mandes a la tripulación por más putas, es una orden Aparicio”. Cuando
terminé de decir esto casi me tembló la trompa en la última “o” de su nombre,
pero no se dio cuenta. Lady Emerald se bajó del caballo y mi hijo se puso los
pantalones diciéndome que no entrara así cuando él estaba con una mujer.
“Nada que no haya visto yo antes mijito”, le respondí.
Ya con la orden de Aparicio los piratas dejaron a sus putitas y salieron del
barco, como vil animales, con la esperanza de encontrar al menos una mujer
por pirata. Luego fui con Lady Emerald que miraba con ojos de amor a mi hijo
y le dije: “Tráete a la pendeja de Yamel”. La güera me vio con sus ojotes
azules de tecolote mientras movía la cabeza de arriba abajo. “¿Entonces me
voy con los piratas?”, preguntó, no sé por qué, si según ya estaba claro todo.
“Sí mensa, y dile a Yamel que si quiere volver a tener la vida de antes que me
haga caso y que se venga con los piratas porque le va a convenir”. “¿Y si me
dice que te vayas a la mierda?”, me preguntó. “Dile que habrá hombres,
alcohol y mucho dinero de por medio, con eso la convences”.
Al cabo de un tiempo fueron llegando los piratas borrachos, cada uno traía
una prostituta cuyos nombres, la mayoría, conocía de memoria. Conforme
iban entrando las muchachas se emocionaban de verme. Al final venía Lady
Emerald con Yamel, quien traía el escote desgarrado y aún conservaba su
medalla de la Virgen de la Pradera. Venía ebria y mentando madres a medio
mundo pero cuando me vio, se alegró y me abrazó con mucha alegría. Ahí
aproveché para contarle el plan, ella escuchaba atentamente mientras bebía de
su pachita con ron. Al final me miró y me dijo: “Estás bien loca, pero si crees
que eso nos va a sacar de la miseria, confío en ti”.
Todos los piratas parecían más contentos porque ahora sí tenía cada uno su
putita. Así que volvimos a revivir los tiempos de la cabaña: cantamos, reímos
y los piratas sacaron sus tamboras. Al poco tiempo, el barco era una fiesta
cargada de locos que se lanzaban al agua y putas que se colgaban de las
cuerdas. Algunos hacían el amor en el palo mayor o en las redes y en todos
lados se escuchaban gemidos de placer combinados con acordes de tambora,
pandereta, acordeón y triangulito.
Lady Emerald y yo subimos a ver a Aparicio, pero ya no lo encontramos
en el timón. Entonces bajamos y nos lo topamos en la escalera con el gesto
confundido. “¿Dónde está mi padre Gloria?”, me preguntó ásperamente. Ni
siquiera me dijo madre, y no es que me queje, o me importe mucho, pero
bueno no quiero desvariar con ese tema. La cosa es que me enfrentó en las
escaleras y por instante me quedé congelada, luego dije “pues dónde va a
estar, durmiendo en su cuarto y no quiere que nadie lo moleste”. “Pero ya
tenemos que irnos”, expresó en tono de enojo y preocupación. “Ya le toqué
puerta y no me abre ni me responde”, continuó. “Mira Aparicio, tú no te fijes
en eso que nos vamos a largar de aquí a su tiempo, yo ahorita voy a
despertarlo y a convencerlo de que nos vayamos, pero mientras disfruta a la
güera que le gustas mucho”. Lady Emerald sonrió malignamente y lo tomó de
la mano mientras le dijo con su voz gangosa y su acento horrible: “Además tú
y yo tenemos algo que terminar guapo”.
Aparicio subió al timón y yo sentía que el alma me sudaba, si alguien me
descubría, todo se iba a ir a la mierda. Mientras mi hijo esperaba a que su
padre subiera para darle instrucciones de zarpar, yo fingí que iba a buscar a
Sixto pero justamente en la entrada hacia el camarote apareció un pirata de
barba pelirroja que también había ido a la cámara del timón y encontró a
Aparicio con Lady Emerald totalmente ebrios.
Al poco tiempo se empezó a mover el barco lentamente. Los piratas se
asustaron porque no habían elevado las anclas. Era Lady Emerald, según ella
estaba aprendiendo a navegar. En ese momento Yamel exclamó: “¡Hay que
disparar unas cuantas balas de cañón a la isla de las putas!”. Inmediatamente
algunos beodos fueron con ella a enseñarle cómo hacerlo y Lady Emerald
seguía aprendiendo a manejar el barco, el cual se movía lentamente en
círculos. Los piratas parecían muy felices, menos ese barba roja que me
preguntó por Sixto y luego expresó que no estaba de acuerdo con lo que estaba
pasando en el barco.
“¡Ay!, pero si ni está pasando nada, ya nos vamos a ir güero”. Le dije para
ver si se relajaba, pero me miraba con desprecio y me dijo: “Quiero ver al
capitán ahora mismo”. Le sonreí hipócritamente, lo tomé de las manos y le
dije “acompáñame”. Fuimos hacia el camarote de Sixto y justamente en el
pasillo el pendejo me agarró del cuello y me amenazó con un cuchillo. “O me
dices dónde está el capitán o te carga tu puta madre maldita prostituta”. En ese
instante pensé que mi plan había fracasado, pero desde la penumbra apareció
una figura que entró gritando como animal mordido y derribó de un palazo al
barbón. Era Yamel totalmente borracha que nos había seguido y se había
abalanzado sobre el pirata totalmente iracunda. El barba roja se tiró en el piso
y como estaba oscuro ya no pudo encontrar su cuchillo, Yamel me gritó que
trajera unas cuerdas y yo salí a buscarlas. Lo amarramos y lo metimos en el
camarote de Sixto. “Si gritas o haces algún ruido, te juro que no la cuentas”, le
dijo Yamel, luego lo amordazamos con un pedazo de sábana y lo pusimos en
la cama para que estuviera más cómodo. El pirata nos miraba con odio y así lo
dejamos retorciéndose en la oscuridad del camarote cerrado con llave.
Te preguntarás si me remuerde la conciencia por haber hecho todo esto.
Pues sí, a veces, y ni modo, no tenía opción, tuve que elegir un veneno…
porque haberme quedado raptada me iba a matar lentamente. Así que no tenía
opción y elegí el peor de los males. Subimos a la cubierta y ahí Yamel me
contó que ese pirata ya la tenía jorobada desde que había llegado al barco, la
había corrido con insultos, le metió el pié mientras caminaba por la popa, le
había dicho decrépita y muchas otras cosas. Cuando vio que se metía a los
camarotes conmigo, aprovechó para enseñarle quién era la potra Yamel
Panteras del Pantano.
Afuera nos encontramos a Lady Emerald, quien me dijo con un tono de
alegría que Aparicio se había quedado dormido. Acto seguido, le dije que
teníamos que continuar con el plan así que Yamel cogió el triangulito que
habían dejado olvidado en el suelo y empezó a hacer sonidos bien feos para
llamar la atención de los piratas. La música se detuvo y el desmadre también.
Luego Yamel subió por la escala, se puso muy cerca de la cámara del timón y
dijo lo que Catalina y yo siempre decíamos en la cabaña:
“Amigos, desgraciadamente nos informan nuestros capitanes que nos
hemos acabado la reserva de Ron. Tenemos que ir al Canal de la Matrona por
más, pero nosotras somos muy tontas; además nunca nos quieren vender y nos
piden que paguemos con nuestros cuerpecitos (se contoneó y habló más agudo
para darle énfasis). Si nos mandan por alcohol ya no vamos a regresar porque
los hombres del pueblo nos raptan; por eso necesitamos la fuerza pirata para
que saqueen ese maldito pueblo y traigan todos los barriles de alcohol que
alcancen a robar. Se los pedimos nosotras, sus mujeres”.
Hubo un silencio prolongado, las demás putas no sabían a dónde mirar ni
qué hacer; estaban aferradas a los hombres como si fuera la única cosa que les
quedara en la vida. De momento, Heriberto Ceja, totalmente ebrio, gritó:
“¡Vamos por todo el alcohol!”. Los demás piratas le miraron y quizá
asumieron que, por ser el maestre de navegación, podía también dar órdenes, o
quizá ya no pensaron nada porque estaban perdidos en alcohol. Lo cierto es
que los pendejos respondieron “¡Vamos!”. En un instante otra vez los piratas
salieron por la escotilla mayor empujándose y cayéndose al agua. Parecían
gorgonóspidos en estampida. De un momento a otro ya estábamos puras
mujeres en el barco. Pestañeábamos y escuchábamos el golpeteo de las olas
sobre la carabela. Y ese fue el instante en que sentí como la sangre me hervía
por dentro, así que rompí el silencio:
“¡Mujeres!, he venido por ustedes porque es nuestro momento de escapar
de este canal y de tomar el barco porque yo no sé ustedes, pero yo ya estoy
hasta la madre de solo ser una puta más. Estoy harta de que los pinches
hombres nada más vengan para cogernos, madrearnos o humillarnos. Algunas
de nosotras hemos venido al mundo por una violación o por la fuerza de los
canallas que creen que somos nada más una concha sin sentimientos. Creo que
estamos fastidiadas de estar al servicio de los hombres, de no ser libres, de ser
solo un coño para ellos. Las exhorto a trabajar juntas, a volvernos putas piratas
y demostramos que juntas podemos ser más que sexoservidoras. Quien se
quiera venir con nosotras es bienvenida, quien quiera seguir siendo una puta
cualquiera bájese ahora”.
Yo sentía que cada palabra era mía, ¡como chingados no! Nuestro
problema es que todas las mujeres que he conocido siempre somos las
pendejas de los hombres. Antes habíamos sido mal vistas y además una
vergüenza para nuestra familia: Catalina había vivido en un sótano por ser
bruja y loca. Yamel y yo habíamos sido diagnosticadas de una enfermedad que
nunca comprendimos. Lady Emerald era una polizonte abandonada desde niña
por no ser normal y porque desde niña ya le encantaba el desmadre y los
hombres. Siempre hemos sido un estorbo, un “Qué vamos a hacer con esta
niña problemática”. Un grupo de mujeres rechazadas, menos en nuestro triste
pueblo que en ese momento estaba por desaparecer del mapa. Pero eso iba a
cambiar, al menos para las putas piratas de Tierra Sola.
Cuando terminé mi discurso, que por cierto me salió de lo más profundo
del alma, todas las prostitutas de la región que estaban en ese barco se
quedaron como pendejas. Era como si en ese momento se hubiera renovado
algo entre nosotras. Luego gritaron bien emocionadas: “¡Viva Gloria!”.
Entonces, entre Yamel, Lady Emerald y yo organizamos a las muchachas:
unas se fueron a la proa; otras, al trinquete; otras, a babor; otras, a las redes.
No sabíamos ni qué hacer porque estábamos re pendejas, pero Lady Emerarld
ya había aprendido lo básico de navegación; con eso nos las arreglamos. Entre
todas alzamos las anclas y zarpamos antes de que los piratas regresaran.
Entre “la Yahaira”, Lady Emerald, Yamel y yo sacamos al barba roja del
camarote, el idiota daba patadas y gritaba. Pero no somos tan malas, así que le
cortamos las cuerdas y lo aventamos al mar para que nadara a la orilla y se
salvara. Todavía nos amenazó de muerte unos instantes antes de caer al agua y
nosotras nos reímos de él. “Nada perro”, le gritaba Lady Emerald con su
acento feo y Yamel le lanzó una botella vacía que no le hizo nada porque cayó
bien lejos de donde estaba el mono tratando de salvar su vida.
Nos sentimos tan felices que volvimos a cantar desafinadamente. ¡Y que
nos vamos de vuelta a Tierra Sola! Aparicio despertó por unos instantes pero
se encontraba delirando entre tanto alcohol. Ahí pensé que debí de habérselo
regalado a Ernestina Hiparquía para que le diera una vida digna. Fue un error
haberlo traído al mundo.
Yamel me vio afligida y me dio una palmada en los hombros. Ella tenía la
cara desfigurada de tanto alcohol, andaba descalza y sudada. Se aclaró la
garganta. Después dio unos buches a la bebida que tenía en su mano derecha y
luego dijo con la voz destruida: “No te pongas triste Gloria, una cosa que
deberíamos aprender como putas dementes es que nuestra naturaleza es asumir
que todo lo que nos ha ocurrido al final de cuentas es absolutamente
intrascendente”.
En el camino hacia Tierra Sola arrojamos el cuerpo de Sixto al mar. Yamel
me ayudó; parecía que entre más borracha, más fuerza tuviera. Cuando
atracamos en la playa ya estaba amaneciendo, pero aún estaba oscuro y lleno
de humo: todo estaba destruido como si hubiera pasado un huracán y un
terremoto al mismo tiempo.
Entramos al pueblo buscando a Catalina y la encontramos dormida en una
banca de la plaza. Lo primero que hizo al verme fue sorprenderse y preguntar
si por fin ya todos habíamos muerto. Le dije que no y ella se quedó callada
mirando hacia el suelo. Ahí aproveche para contarle lo que había pasado en el
barco con Sixto y mi hijo. Catalina se quedó en silencio un rato hasta que
finalmente dijo: “Sabía que no nos íbamos a morir, nunca nos morimos, nunca
nos vamos a morir”.
Catalina miraba el desolador paisaje que abarcaba las casas de adobe
incendiadas y las mujeres buscando algo entre los escombros. Después nos
regresamos a la playa para prepararnos antes de que los piratas pudieran
regresar. Ya casi estaba amaneciendo cuando nos encontramos con el Padre
Trinidad, Cleotilde Samperio y la madre de Heriberto. Se alegraron de verme
y les conté mi plan. “Quien quiera venirse en el barco es bienvenido, quien no
que se quede y que enfrente su miserable destino”.
Le dije a Yamel y a Lady Emerald que se pusieran a estudiar los
instrumentos y los mapas de navegación. “Ya no importa Gloria, si pudimos
traer el barco aquí ya vamos a poder llevarlo a donde nos lleve nuestra
chingada gana”, dijo Yamel que no había parado de beber desde que Lady
Emerald la había llevado al barco.
Regresamos al barco y entre todas bajamos a mi hijo borracho. Lo pusimos
en una hamaca de una de las cabañas. La luna brillaba muchísimo y pude
volver a ver el rostro de Aparicio. Ese era el niño callado que un día
despareció en busca de su destino… Y mira qué perra es la vida que al final su
destino había estado en mis manos y en la de todas las putas que con esfuerzos
lo pusimos en la hamaca en donde se iba despertar del sueño de encontrar a su
padre para ser feliz.
“Vas a lograrlo mijo, le dije mientras roncaba… si yo sobreviví más chica
al abandono de mis padres, tú tan viejo sabrás qué hacer con tu vida… yo me
voy para siempre”. Y así fue, lo dejé bien ebrio y dormido en la hamaca justo
como a mí algún día me dejaron como perra sin dueño en una estación del
tren. Y sabes qué, al final de cuentas me hicieron un favor porque me
enseñaron que en la vida uno está totalmente solo.
Cuando me despedí de Aparicio, sentí como si algo dentro de mí también
se fuera. Toda mi historia y mi vida se quedarían abandonadas en las cercanías
de esa cabaña a la que jamás volvería. Antes que mi hijo despertara o los
piratas nos alcanzaran zarpamos hacia los Islotes de Carreña. Obviamente
navegamos mal y atracamos el barco con tanta fuerza que rompimos el muelle.
Ahí pintamos el barco de azul cielo para camuflarlo en el agua, le pusimos
unas sirenas de estuco y lo decoramos con lo poco que nos habíamos robado
de los que antes eran nuestros prostíbulos.
Cleotilde, Catalina y el padre Trinidad ayudaban en todo. El padre puso los
restos de la Santa Niña Nicasia en el palo mayor y el pinche palo se convirtió
en un santuario al que nos encomendamos cuando tenemos alguna dificultad.
También dedicamos varios días a practicar eso del soltar y amarrar la velas,
porque no queríamos atracar tan feo cómo lo habíamos venido haciendo. Por
suerte cada vez mejoramos la técnica y ahora si nos vieras mijo, parecemos
profesionales.
Nuestra segunda parada fue el archipiélago de Bob Morin, unas pequeñas
islas que no conociste, pero están habitadas por titaliks e istiostegas que se
alimentan de bayas en verano y de carne en invierno; allí nos llevamos unos
cuantos animales para utilizar sus pieles. Después nos pusimos a estudiar rutas
marítimas. Catalina me propuso que le pusiéramos al barco en letras grandes:
“Cuidado: barco a la felicidad”. Pero yo le dije que no era un simple putero
marítimo sino todo un proyecto revolucionario. Por eso, en la tarde hicimos
una junta para esclarecer nuestra misión: defender a todas las mujeres y a las
putas con la finalidad de que cada una de nosotras pudiera hacer lo que nos
viniese en gana.
Al final bautizamos el barco con el nombre de “La justiciera demente”. Lo
de demente se lo puso Catalina porque estamos bien chifladas, y lo de
justiciera es porque a partir de ese momento nos volvimos las encargadas de
hacerle justicia a las putas y a todas las mujeres. Porque aunque no lo creas, ya
somos leyenda entre los piratas. El día del bautizo del barco hicimos un ritual
en donde rompimos una botella de licor de piña y luego continuamos nuestro
camino para ahora ser nosotras las putas piratas de Tierra Sola.
Nos volvimos las guerreras del mar de Cerralvo. Cruzamos golfos, islotes,
archipiélagos y mares enteros. Aprendimos a disparar y a usar las armas de
pólvora; también asaltamos otros barcos con furia y desarrollamos estrategias
de ataque y camuflaje para saquear otras navegaciones. A las putas más
jóvenes y bonitas las vestíamos de sirenas con las telas, luego las poníamos en
los pequeños islotes donde llegaban los otros piratas a descansar. Los pendejos
realmente creían que eran sirenas y se bajaban desarmados y excitados
dispuestos a raptarlas. Ahí entrábamos las más veteranas y sanguinarias con
rifle en mano y pum, pum, nada más veíamos como caían bien muertos al agua
los mensos mientras nosotras aprovechábamos para robar la embarcación.
En nuestra lucha también hemos valido madres mijo, pues también nos han
matado y hemos perdido algunas mujeres; pero también fuimos ganando otros
barcos y nos convertimos en una embarcación de mujeres maniáticas y
deseosas de justicia; o ya ni digas justicia, porque ve tú a saber qué es eso,
nosotras las mujeres no sabemos qué madres es justicia. Entonces dejémoslo
en que queríamos saber qué se siente tener poder, ¿por qué nada más ellos?
No, al carajo, nosotras también queremos ser parte del mundo, no nada más un
adorno ahí todo pendejo que nada más sirve para que le metan la poronga. Nos
habían dicho que no podíamos hacer nada y les queríamos demostrar todo lo
contrario, que las pistolas no estaban diseñadas solamente para las manos de
los hombres.
Yo siempre he creído que la espada se combate con espada. No venimos a
traer la paz ni esas pendejadas, venimos a traer la guerra, nuestra guerra contra
los que nos desgraciaron la vida. Sabemos que estamos a la par de la miseria
de los hombres y no tenemos ningún problema con eso porque de cualquier
manera no hay salida. O eso, o nos matan, o seguimos siendo guiñapos. No
hay solución más que mandar a la chingada a todos. Somos rudas,
organizadoras, destructivas, controladoras… Nos hemos convertido en lo
mismo que ellos, y nos importa un carajo si nos juzgan o no. De cualquier
manera, todos los piratas nos andan buscando para matarnos; así que esto se
trata de matar o morir, ganar o perder. Solo hay de dos, si nos ponemos con
medias tintas van a terminar acabándonos a todas. Como dice Catalina Luna:
“Todo da igual”, pero como todo da igual, pues a acabar con todos los que se
opongan a nosotras.
Por cierto, hace algunas semanas asaltamos una embarcación del Estado y
le mandamos un mensaje al gobernador de Cerralvo con uno de sus capitanes
favoritos. “Si una mujer te pudo quitar un barco, también te podemos quitar el
Gobierno”, le escribimos. No nos andamos con palabrerías; tampoco
buscamos ser iguales, pues eso no va a ocurrir: tenemos muy claro que somos
guerreras despiadadas y cada vez estamos más entrenadas para saquear y robar
a los demás piratas y marineros, aunque cada aventura nos pueda costar la
vida. Pero eso no importa porque poco a poco nos acercamos a nuestro
objetivo: reclutar a más putas resentidas como nosotras que estén hartas de su
vida y que quieran cambiar el rumbo de su triste destino. ¡Vamos por la
presidencia mijo!
Con los botines robados hemos estado armando comunidades lejanas en
donde pusimos escuelas, albergues para los niños sin padres y ayuda
comunitaria. También proveemos de armas a toda mujer que encontramos, les
decimos que es “por si hace falta”. Hicimos asambleas de rescate, nos
organizamos para crear huertos alimenticios y mercados de trueque entre
nosotras. Por otro lado, no nos importó que el padre Trinidad se trajera a un
muchacho de cabellos quemados por el salitre. Yo los he visto abrazaditos
debajo de la cubierta y luego se hacen los que no me ven. Pero yo ya le dije al
padre que en este barco lo que importa es el amor, no importa con quién, ya
ves que luego la Lady Emerald se anda besuqueando con la Yahaira. ¿Quién
dijo que eso no puede ser? A la chingada todos los que digan que algo no
puede ser, aquí hacemos que todo sea.
Quería contarte todo esto porque a veces me acuerdo de ti. Tengo la
impresión de que tú serás un buen chico como Nato. A las personas como tú,
nosotras las adoramos; de hecho tengo un amante que conocí en Tierra de
Fuego. Es un hombre muy parecido a Nato y, aunque no estoy profundamente
enamorada, puedo decirte que estoy en paz. Por eso te mando esta carta ya que
supiste escucharme cuando realmente lo necesitaba. Fuiste el niño extraño que
se quedó con nosotros un solo verano, aquel mismo niño que se enamoró del
mar tal como yo lo estoy. Te he elaborado este collar de conchas para que
siempre me recuerdes y trates de ser feliz, aunque de antemano sepamos que
en la vida nadie es feliz.
*
Cuando dejé de leer la carta, otra vez el sabor a sal paso por mi garganta.
Alrededor se escuchaban aves en la lejanía y el viento atravesaba las hojas
secas. Mis ojos comenzaron a llenarse de lágrimas y pensé en Gloria. La
última imagen que había tenido de ella era corriendo despavorida mar adentro
y ahora sabía en qué había terminado todo lo que vivimos en aquella playa
hace ya tantos años. Suspiré. Después de leer esto debía ir a Tierra Sola. No sé
por qué tenía que ser así, pero sabía que era necesario hacerlo.
Puse la reversa y salí de pueblo rápidamente. En unos instantes había
salido de Cafetal de noche para entrar en el siguiente pueblo llamado
Rosabunda, así pasé por San Idelfonso, Cara Sucia, los Reyes, Tranca del
Perro, Vistalmar, donde hice una breve parada para cargar gasolina y comprar
agua y comida. Me hospedé en un hotel de quinta cuya habitación tenía un
viejo ventilador que hacía más ruido de lo que echaba aire, además la cama
tenía granos de arena, como si no lavaran las sábanas. En la mañana continué
mi camino por casi otro día entero, pasé por Cercanías, San Juan de la Pradera,
El progreso, Paso Carretas, Nuevo sol, etc. Después de un tiempo considerable
de viaje el verdor del paisaje se fue perdiendo hasta que la zona empezó a
volverse más desértica y calurosa.
Continué manejando, estaba seguro que el poblado de “Piedra Móvil” era
la penúltima estación antes de llegar a la playa de Tierra Sola. Sin embargo,
desde Nuevo Sol ya no veía ningún pueblo anunciado. Además, no recordaba
que el paisaje fuera así, por lo que cogí el mapa y revisé que estuviera en la
ruta correcta. Estaba en la ruta 54, justo en el kilómetro 895, pero todo había
cambiado. ¿Dónde estaba? Decidí continuar mi camino por un poco más de
tiempo porque tenía la esperanza de encontrarme súbitamente con el mar de
Tierra Sola en donde imaginé que veía a Gloria en su cabaña y nos
abrazábamos.
Al poco tiempo el camino desapareció y el coche empezó a levantar una
gran polvareda que me nubló la visión. Me asusté un poco y frené. Cuando el
polvo se asentó apareció una duna justo en frente de mí. Me bajé del coche y
sentí tanto calor que me metí a agarrar una camisa de mi maleta para usarla
como protector. Luego me di cuenta de que también iba a necesitar agua, de
modo que abrí una botella pequeña.
Me enfilé hacia la duna y la vi como si fuera una imponente ola de arena.
Seguramente si la subía lograría ver Tierra Sola desde allí. Comencé a andar
lentamente sobre la duna y a cada paso sentía que perdía más y más agua, por
lo que no dejaba de beber y cubrirme con la camisa. Deseaba tanto ver aquel
mar, meterme en él, escuchar el golpeteo del agua en los escollos y el canto las
gaviotas azules. Sin embargo, conforme más me acercaba a la cresta de la
duna, más raro se me hacía sentir ese silencio desolador que ni el viento
perturbaba.
Cuando llegué a la cima y pude ver todo el paisaje me sentí horrorizado:
No había tal mar, sino un lúgubre y extenso desierto que acaparaba toda mi
visión hasta el horizonte. “¡Me estoy volviendo loco!”, pensé. Me dejé caer en
la orilla de la duna y lloré al darme cuenta de que todo lo que había vivido allí
se había esfumado, o quizá nunca había existido como tanto me dijeron
cuando regresé a casa de mis padres después de pasar todo el verano con
Gloria.
Pero yo estaba seguro de lo que había experimentado en Tierra Sola, y esa
carta era la prueba material de mi historia con Gloria, así que tenía que haber
una explicación para todo esto. Bajé la duna rápidamente y emprendí mi
camino de regreso. El primer pueblo habitable después de pasar la zona
desértica era Nuevo Sol. Ahí me detuve para que alguien me informara sobre
lo que había sucedido con Tierra Sola. En cuanto me estacioné noté algo raro:
no se escuchaba un solo ruido. Me bajé del auto y caminé hacia una casa que
estaba en la orilla de la carretera. Tenía un pequeño pórtico y una hamaca
deshilachada. “¡Buenas tardes!”, grité. Nadie respondió.
Ingresé y toqué la puerta, pero no tuve respuesta. Me salí del pórtico y
rodeé la casa vieja cuyas paredes se estaban descarapelando. Me asomé por las
ventanas y volví a llamar a alguien, pero todo continuaba en silencio. Salí de
la casa y me incorporé a la calle, pronto me di cuenta de que nadie vivía ahí.
Regresé un tanto ofuscado al coche y manejé hasta el siguiente pueblo el cual
también estaba vacío. No podía creer que la gente hubiera desaparecido o
emigrado, antes esos sitios estaban llenos de vida y ahora estaban desolados.
No había reparado que cuanto pasé por ahí todo estaba deshabitado, pues
estaba tan concentrado en llegar a Tierra Sola que ni siquiera miraba donde
pasaba. Finalmente, después de andar muchas horas en la carretera, comencé a
ver unos arrieros muy cerca de San Juan de la Pradera. Me detuve y les
pregunté dónde quedaba Tierra Sola. “Uy, ¡señor!”, me dijeron, “Tierra Sola
ya no existe”. Les pregunté por qué y me contaron que hace años había
llegado una gran tormenta que se había llevado todo. De momento se me
ocurrió visitar el pueblo, pues de allí era Gloria. Quizá en ese lugar alguien
pudiera darme más información. En el pueblo aún se veían algunas personas
caminando por la calle, pasé por el parque y justo enfrente de la iglesia había
un cafetería que llamó mi atención porque tenía música de Rufus Thomas.
Estacioné el coche en la calle y me dirigí al café. Adentro tenían tapetes
estilo persa y las mesas estaban distribuidas de manera uniforme. Había tres
personas adentro tomando una malteada y platicando efusivamente. La mesera
apareció y me dio la carta. Yo, sin poner demasiada atención al menú, le pedí
un americano. Vi que en el mostrador se encontraba una señora que tarareaba
la canción de “Juanita”, en cuanto la chica me trajo el café me levanté de la
mesa y me dirigí donde la señora. Cuando estaba lo suficientemente cerca
exclamé:
̶ ¡Qué buen disco!
La señora me miró un poco desconfiada, pero luego agregó:
̶ Esa sí era música.
Hablamos un poco de la historia del pueblo y de sus habitantes. La señora
tenía cierta distinción en sus ademanes y en su manera de vestir. Era un poco
hosca y seca, mas no grosera. Tenía los ojos verdes y la expresión congelada.
Parecía interesada en la plática. Quise preguntarle si conocía a Gloria, pero
hacía tiempo que ella y sus padres habían partido que la pregunta era un poco
tonta. Luego le pregunté si alguna vez había escuchado sobre Yamel Panteras
del Pantano, a lo que la señora respondió: “A esa todos la conocieron, pero
nadie sabe qué fue de ella”. Finalmente le pregunté por qué los pueblos que
colindaban con el mar de Cerralvo estaban deshabitados. “La miseria”, dijo al
encender un cigarro. “¿Cuál miseria?”, pregunté un tanto aturdido. “La
cotidiana”, respondió inmediatamente al invitarme un cigarrillo.
Acepté el cigarrillo, le di dos o tres golpes y luego lancé la pregunta que
había estado guardado: “¿Y qué pasó con Tierra Sola?”. “¿Tierra qué?”,
preguntó al sacar el humo. “Tierra Sola, el último pueblo al que lleva esta
carretera”, respondí abriendo los ojos para poder verla bien mientras me daba
la información esperada. “Ese pueblo se lo cargó la chingada desde hace
años”, expresó poniendo el cigarro en el cenicero. “Dicen que si uno se atreve
a ir, también se lo carga la chingada”.
̶ Pues yo vengo de ahí y no me pasó nada ̶ dije esperando que ella tuviera
una reacción.
̶ Sí le pasó algo, pero usted aún no se ha dado cuenta ̶ resopló tomando el
cigarrillo del cenicero.
̶ ¿Sabe por qué ya no hay mar en Tierra Sola? ̶ pregunté tratando de
regresar al tema.
̶ Ya le dije, porque poco a poco nos está llevando la chingada a todos.
̶ Sí, ¿pero eso qué significa?, no entiendo.
̶ No significa nada, como todo en la vida. Nada significa nada. Mire usted,
me contó mi madre que un día el mar se fue así nada más. Pum, comenzó a
retirarse y no sabemos por qué. No me acuerdo cuando pasó eso exactamente,
quizá fue cuando nosotras no vivíamos en este pueblo.
̶ ¿Entonces usted no es de por aquí?
̶ Sí y no. No sé cómo explicarlo. Mire, usted no está para saberlo, pero mi
abuela pasó 30 años en prisión por matar a mi abuelo. Entonces mi madre
creció con sus parientes en Peña de Cerralvo, pero luego cuando mi abuela
salió de la cárcel se fue a vivir con su hija a Nueva Nervesa, pues por qué ahí
el clima era más frío y ella odiaba el calor.
̶ Y también odiaba a su abuelo por lo que veo.
̶ Sí, pero era porque él era un pendejo ̶ respondió clavándome su fuerte
mirada verde que se entremezclaba con el humo del cigarro que aún no se
terminaba.
̶ Ya veo ̶ agregué.
̶ Un día mi madre me dijo de la nada: “Nos vamos al pueblo”. Y aquí me
enteré que teníamos una hacienda y algo de dinero. No sé por qué mi mamá se
tardó tanto en regresar. Supongo que el odio puede durar muchos años… lo
bueno es que se acaba con el perdón.
̶ ¿Sabe quién puede decirme cuando desapareció la playa? ̶ pregunté
después de darle un sorbo al café.
̶ No sé, nadie sabe. Mi mamá nunca me llevó a la playa, ni yo se lo pedí.
Solamente me acuerdo que me contaron que las cosas comenzaron a
cambiar… De la nada caían granos de arena, empezaron poco a poco, pero
después hasta tormentas nos llegaban. Los pueblos cercanos empezaron a
perder sus cosechas, el suelo de volvió infértil y cuando nos dimos cuenta la
mancha desértica ya se había instalado. Ese fue el principio del fin.
̶ Quisiera hablar con alguien se sepa qué pasó exactamente con Tierra Sola
y la playa.
̶ Ya le dije qué pasó, no pierda su tiempo. Yo sé lo que todo el mundo sabe.
El mar se retiró y en su lugar se instaló un desierto que cada día crece más y
más. Ya mejor no se haga tantas preguntas y acepte la voluntad del de arriba
porque usted no puede hacer nada cambiar lo que nos va pasar, ¿o sí?
̶ Pues no, pero yo había venido a buscar a alguien a Tierra Sola y me
encontré con esto.
̶ Si le sirve de consuelo yo toda mi vida he buscado algo que no sé qué es,
pero siento que me hace falta. Por eso le digo que todo es culpa de la miseria,
pero usted no quiere verlo.
̶ Puede ser ̶ dije ̶ ; en fin, me llamó Everardo Romero, mucho gusto.
̶ Yo soy Alejandrina Auttier.
̶ Su apellido me es familiar.
̶ Tengo el mismo apellido que mi abuela y mi madre porque mi abuela le
puso su apellido a mi mamá y mi mamá me lo puso a mí porque como nunca
conocí a mi padre…
No dije nada, pero aquella mujer era sobrina de Gloria, nieta de Mateo
Raudal y de Marie Auttier, ahora entiendo por qué la hacienda estuvo cerrada
tanto tiempo: Marie Auttier mató a Mateo Raudal. Nos despedimos y
emprendí mi regreso mientras repasaba la historia de Gloria. Detuve el auto en
medio de la carretera para poder apreciar una laguna en medio del campo. El
silencio del momento correspondía a la quietud del sol, del viento, del denso
verdor de la laguna… Estuve contemplando el paisaje por un tiempo y sentía
como todos los recuerdos se me juntaban. Luego, me embargó una ligera
sensación de ahogo y mis labios se movieron por sí solos como si quisieran
decir algo.
“Tengo que escribir todo esto”, dije antes de regresar a Peña de Cerralvo.

FIN

AGRADECIMIENTOS SONOROS:
THELONIOUS MONK
TOOT THIELMANS
TROPICALÍSIMO APACHE
GRUPO G
GRUPO SOÑADOR
MERCEDES SOSA
LOS LLAYRAS
JAVIER MOLINA
DUANNE EDDY
ALBERTO PEDRAZA
TEDDY WILSON
LOS LLAYRAS
YAGUARÚ
ONDATRÓPICA
GRUPO NÉCTAR
LOS FLAMMERS

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