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Judá y Efraín: Las dos casas de Israel en el plan profético de Dios

¿Por qué estudiar este tema? Porque el enemigo no está sentado en el templo
todavía diciendo: “yo soy Dios” (2Ts2:4), pero sí un paso previo, dictando
mediante su espíritu a través de hombres que no temen a Dios, leyes que
contravienen la ley eterna e inmutable de Yo Soy, el Dios de Abraham,
Moisés y los profetas del Antiguo Pacto; nuestro Dios. La promulgación de
antivalores desde el amparo legal de las constituciones de los gobiernos es
algo inédito en la historia reciente de occidente. La maldad se ha multiplicado.

Porque hoy día gracias a la tecnología que ha hecho invalorables aportes, la


información inexacta también llega a estar a un clic de distancia.

Porque entender nuestro pasado, nuestra historia, es fundamental para tener


identidad: somos hijos del Creador. Dios es Dios de certeza, no de
incertidumbre. Si no sabemos de dónde venimos, no podemos saber dónde
estamos ni a dónde vamos. Pero además esta temática posee una aplicación
escatológica, para el tiempo por venir aún en la historia de la humanidad. El
tema de las dos casas de Israel es parte del plan profético de Dios para
bendecir a todos los hombres.

Porque la Palabra de Dios no es una metáfora. Los valores y los preceptos en


ella contenidos han sido escritos para nuestro bien en nuestro diario caminar.
Si por el contrario nos dejamos llevar por la corriente de pensamiento
dominante y desobedecemos esa Palabra, traeremos maldición sobre nuestra
vida.

El conocimiento de la Palabra nos afecta de manera integral. No sólo edifica


nuestro intelecto, la razón. También toca las emociones y el cuerpo. Vivir en
el orden de Dios trae bienestar y sanidad física. Pero además edifica nuestro
espíritu, desarrolla nuestra fe, nos sostiene. Nos da conciencia de un Dios no
improvisado. Permite no seamos destruidos. La exhortación del profeta es:
“Mi pueblo fue destruido porque le faltó conocimiento” (Os4:6).

La cultura de un pueblo trasmite los valores de ese pueblo, sus principios,


creencias, filosofía, ciencia, arte, arquitectura, idioma, costumbres y
tradiciones. El término cultura se emparenta con una raíz hebrea: “kolí-torá”,
o: “mi voz es la Torá”. La Biblia es la voz de Dios. La personalidad del Dios
que amamos está reflejada en ella. Conozcamos los valores de ese Dios, los
preceptos de ese Dios. Conozcamos a Dios. 
Jesús es el Verbo. Él es la Palabra. Conocer su Palabra es conocerle a Él. 

Comenzamos con la promesa que Elohim (Dios) hace a Abram, el padre de la


fe: “Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre,
y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren
maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra” (Gn12:2, 3);
“Alza ahora tus ojos, y mira desde el lugar donde estás hacia el norte y el sur,
y al oriente y al occidente. Porque toda la tierra que ves, la daré a ti y a tu
descendencia para siempre. Y haré tu descendencia como el polvo de la tierra;
que si alguno puede contar el polvo de la tierra, también tu descendencia será
contada. Levántate, ve por la tierra a lo largo de ella y a su ancho; porque a ti
la daré” (Gn13:14-17). El polvo de la tierra, ¿podrás ser contado? ¿Podrá ser
contada entonces la descendencia de Abraham?

Esta elección por parte de Dios es por gracia. Abraham halla el favor de Dios,
y así como él, Israel (su descendencia) lo hallará más tarde. Alguien, una
familia, un pueblo tenía que ser el instrumento que traería la luz al mundo.
Israel lo fue. Por amor: “No por ser vosotros más que todos los pueblos, os ha
querido el Señor y os ha escogido… sino por cuanto el Señor os amó y quiso
guardar el juramento que juró a vuestros padres (Abraham, Isaac y Jacob)”
(Dt7:7,8a).

La promesa hecha en principio a Abraham se continúa sobre su primogénito:


Isaac, el hijo de la fe al cual de Sara concibió a una edad avanzada. Luego la
promesa se continúa sobre el primogénito de Isaac: Jacob, cuyo nombre Dios
cambiará por el de Israel, que significa: “el que lucha con Dios” o
“Dios lucha”, y denota el carácter digno de Jacob y el de la futura nación que
de sus doce hijos nacería. Israel es tipo de quien busca Dios y quiere tener un
encuentro con Dios. La promesa hecha a Abraham se continúa entonces en el
primogénito de Jacob: José. En realidad, José fue el undécimo hijo de Jacob,
pero fue el primero de la mujer que Jacob amó: Raquel. La primogenitura
implicaba una doble porción de los bienes para el hijo mayor; era una doble
bendición. Otros beneficios y responsabilidades del primogénito incluían:
representar el nombre del padre y perpetuarlo, asumir su lugar cuando este
faltare (velando por y protegiendo a sus hermanos) y asumir la jefatura
familiar en el culto a Dios.

En Génesis descubrimos que Jacob habló a José su primogénito en privado:


“Y yo te he dado a ti una parte más que a tus hermanos” (Gn48:21ª). Acerca
de sus nietos, los hijos de José, aseveró: “Y ahora tus dos hijos Efraín y
Manasés, que te nacieron en la tierra de Egipto… míos son; como Rubén y
Simeón, serán míos” (Gn48:5). Jacob ora por José en público, frente a sus
hermanos, una segunda vez de esta manera: “Hasta el término de los collados
eternos serán (mis) bendiciones sobre la cabeza de José. Y sobre la frente del
que fue apartado de entre sus hermanos” (Gn49:26).

En la instancia en la que Jacob oró en privado sobre sus nietos existe una
adopción, lo cual avala hacer de sus nietos, sus hijos y por lo tanto, convalida
que la promesa hecha a Abraham se continúe en estos niños: “Entonces José
los sacó (a Manasés y Efraín) de entre sus rodillas (las del abuelo), y se inclinó
a tierra” (Gn48:12). Colocar los niños en la falda, era para el judaísmo una
forma de decir que se los adoptaba. Tras ese gesto, al orar Jacob por estos
nietos es como si estuviera orando por sus hijos.

Pero además de la adopción, el suceso revela una sustitución, pues Efraín, el


menor, es quien recibe la bendición primogénita y por quien se continuaría el
pacto abrámico. José piensa que Jacob se equivoca al imponer su mano
derecha sobre Efraín, como si fuera el hermano mayor, a lo que Jacob
responde: "Lo se hijo mío, lo se; también él (Manasés) vendrá a ser un pueblo,
y será también engrandecido; pero su hermano menor será más grande que él,
y su descendencia formará multitud de naciones" (Gn48:19). Es Efraín, el
primogénito de José y el de Jacob, a través del cual serán benditas todas las
familias de la tierra. “Su descendencia formará multitud de naciones”
(Gn48:19). La versión hebrea original dice que asambleas de naciones o
congregaciones gentiles surgirían de sus lomos, como ya también se le había
prometido a Jacob: “Tu nombre es Jacob; no se llamará más tu nombre Jacob,
sino Israel será tu nombre; y llamó su nombre Israel… Una nación y un
conjunto de naciones, procederán de ti, y reyes saldrán de tus lomos”
(Gn35:10, 11b). El hebreo, el idioma original de estas escrituras, usa la
palabra “goim”, o gentiles en ambos pasajes. Por lo tanto, Efraín es el
instrumento del programa profético de Dios prometido a Abraham primero, y
a Jacob después. Como detalle anecdótico es curioso observar que, de los doce
padres de las tribus de Israel, Efraín es el único que en hebreo tiene la
terminación plural “im”. En hebreo su nombre es: “Efraim”. Y en verdad,
pluralidad de naciones descendieron de su simiente.

Pero parece ilógico: ¿cómo pueden salir pueblos gentiles de la simiente de un


primogénito hebreo, un hijo de Jacob, un israelita?
Esto nos lleva al siguiente punto. Si bien hay una bendición de primogénito
sobre Efraín, Jacob también profetiza una bendición especial sobre Judá, su
cuarto hijo, por cuya descendencia vendrá la línea real y el “Mashíah” (el
Mesías). “Judá llegó a ser el mayor sobre sus hermanos, y el príncipe de ellos;
mas el derecho de primogenitura fue de José” (1Cr5:2). La tribu de Judá será
la tribu real: “Judá, te alabarán tus hermanos… los hijos de tus padres se
inclinarán a ti… No será quitado el cetro de Judá, ni el legislador de entre sus
pies, hasta que venga Siloh; y a él se congregarán los pueblos” (Gn 49:8, 10).

Dice la promesa que no será quitado el cetro de Judá hasta que venga Siloh, y
a él se congregarán los pueblos. Este Silo o Shiloh es el dueño del cetro. La
raíz del término, “shalah”, implica lo que hace que algo tenga éxito, lo que
hace prosperar una empresa, lo que eleva. Esa asamblea de naciones o
congregaciones gentiles que salen de los lomos de Efraín, son congregados
por Silo, el Mesías, el Rey, el dueño del cetro, quien viene de la tribu de Judá.
Es decir que los efraimitas saldrán de su tierra y un día volverán para
congregarse en torno al Mashíah. No hablamos de la tierra en forma literal
solamente, sino también como símbolo de identidad. Saldrán de la Torá, y
volverán a la Torá. Los efraimitas dejarían de lado los principios bíblicos, para
un día, tras arrepentirse, retornar a ellos.

Esta oración profética de Jacob sobre sus hijos ocurrió hacia el año 1900AC,
en Egipto, unos 1000 años antes que la división aconteciera. Al interpelarnos
en cuanto al por qué de esta división, por qué dos tribus, debemos
retrotraernos unos 100 años más atrás de la oración de Jacob, al pacto de Dios
con Abram, su abuelo, en el libro de Génesis, cuando por orden de Dios,
Abram tomó animales “y los partió por la mitad, y puso cada mitad una
enfrente de la otra” (Gn15:10): “sucedió que puesto el sol, y ya oscurecido, se
veía un horno humeando, y una antorcha de fuego que pasaba por entre los
animales divididos” (Gn15:17). La división de animales refiere al típico pacto
de la época, en el que cada parte se comprometía a cumplir con el pacto y en
caso de incumplirlo, se decía que la persona fuera dividida en dos, así como
aquellos animales.

Hay un suceso entre la partición de los animales y la antorcha de fuego (o


Dios) paseándose por entre ellos. Abram se durmió: “Mas a la caída del sol
sobrecogió el sueño a Abram” (Gn15:12). Esto volvió a aquel pacto
incondicional. Es decir, si el hombre fallaba, el pacto se cumpliría de todos
modos y la descendencia de Abraham inundaría la tierra. Elohim sabía que el
hombre fallaría, la descendencia de Abraham adoraría a otros dioses. Pero a
fin de que la promesa diera cumplimiento de todas formas, permitió que el
sueño sobrecogiera a Abram. Sin embargo, el hombre no estaría libre de las
consecuencias por fallar. La consecuencia fue la división. “Si no cumplo el
pacto, que me pase como a estos animales”, explicitaba la tradición. Y así fue.
Dios es Dios de pactos.

El Señor también hizo un pacto con Salomón, condicional este, donde le dijo:
“Si obstinadamente os apartareis de mi vosotros y vuestros hijos, y no
guardareis mis mandamientos y mis estatutos… sino que fuereis y sirviereis a
dioses ajenos, y los adorareis, yo cortaré a Israel de sobre la faz de la tierra
que les he entregado” (1R9:6, 7a). Con los años, el corazón de Salomón,
otrora el hombre más sabio de la tierra, fue confundido por sus esposas
extranjeras paganas y la egipcia hija de Faraón, y se volvió idólatra, como
todo el pueblo (1R11:3, 4). La descendencia de Israel le falló a Dios. La
consecuencia por incumplir el pacto no se haría esperar (1R11:33). La nación
sería dividida en dos.

Digresión. Es interesante cómo el ocultismo traza su vínculo con el judaísmo


en forma especial a partir del templo de Salomón y cómo tiene fascinación por
este momento histórico de Israel, cuando Egipto y las culturas politeístas son
los que ganan injerencia a través de las esposas paganas del rey de Israel,
provocando la casi total destrucción del instrumento de Dios para traer al
Mesías, y por ende, la redención de la humanidad. La masonería, luciferina en
la esencia de su filosofía así como los templos masónicos en el mundo, son
profusos en la simbología que nos lleva al templo de Salomón. Esto no es
casualidad. Pero esta es harina de otro costal.

Unos 1000 años más tarde de aquella oración profética de Jacob sobre Judá y
Efraín, llegaría, como dijimos, la división del reino. Descubrimos un detalle
sorprendente en la división en dos campamentos en los que Jacob divide a su
familia antes del encuentro con su hermano Esaú. “Entonces repartió el los
niños entre Lea y Raquel” (Gn33:1). Ellas fueron las madres de Judá y José
(padre de Efraín), respectivamente. Es como si Jacob hubiera llevado a cabo
de forma inconsciente lo que unos diez siglos más adelante sucedería con su
descendencia en los hechos. Por un lado, tendremos a la casa real, la tribu de
Judá, responsable tras su pecado idolatra y vuelta a su tierra, de mantener la
identidad del judaísmo como la voz de la Torá, la cultura de Dios; y por otro
lado tendremos la casa de Efraín, quien al abandonar la cultura de Elohim y
ser asimilada entre los pueblos extranjeros, perderá su identidad hebrea, al
tiempo de abrir la puerta para el cumplimiento de la promesa, que de su
simiente nacerían naciones gentiles. Otro dato curioso es que Caleb y Josué,
los únicos que vieroncon los ojos de Dios la tierra prometida creyendo que
podrían poseerla, fuerondescendientes de la tribu de Judá y de la de Efraín
(Nm13:6,8,16). En laPalabra no existe la casualidad.
 

Analicemos históricamente la división del reino. La monarquía de Israel da


inicio con Saúl, David y Salomón, a quien lo sucede su hijo Roboam, que
mantiene y agrava pesados impuestos sobre las tribus de Israel, desoyendo la
voz de los ancianos consejeros de su reino (1R12:7, 8). Jeroboam,
descendiente de José (1R11:28) es decir, Efraimita, recibe palabra de Dios
mediante el profeta Ahías: “Yo rompo el reino de la mano de Salomón, y a ti
te daré diez tribus” (1R11:31b). De alguna manera Salomón se entera del
asunto y comienza a perseguir a Jeroboam. Salomón también había recibido
palabra de Dios: “Por cuanto… no has guardado mi pacto y mis estatutos que
yo te mandé, romperé de ti el reino” (1R11:11). Jeroboam huye a Egipto y a la
muerte de Salomón la congregación de Israel lo llama de modo que vuelva a
persuadir a Roboam para que sea más justo como administrador del reino.

Como vimos, Roboam prefiere atender el consejo de los jóvenes que lo


rodean, y hace caso omiso al pedido de Jeroboam. A partir de ese momento,
hacia el año 1000AC, Israel se divide en dos mitades: el Reino del Sur o Judá,
con capital en Jerusalén, y el del Norte o Israel, con futura capital en Samaria.
Diez tribus conformaron el reino del Norte, Efraín la más importante, por lo
que también se conoce a los integrantes de aquellas diez tribus como
Efraimitas. Benjamín acompañó la tribu de Judá en el Sur. Esto también había
sido profetizado a Salomón: “No romperé todo el reino, sino que también daré
una tribu a tu hijo (el rey de Judá) por amor a David mi siervo, y por amor a
Jerusalén, la cual yo he elegido” (1R11:13). Esa tribu dada a Judá fue la tribu
de Benjamín.

Roboam estaba decidido a atacar el Reino del Norte con 180 mil hombres,
pero Dios le habló a través del profeta Semaías: “No vayáis ni peleéis contra
vuestros hermanos los hijos de Israel; volveos cada uno a su casa, porque esto
lo he hecho yo. Y ellos oyeron la palabra de Dios, y volvieron y se fueron
conforme a la palabra de Adonai” (1R12:24).

Israel permanece a partir de aquel momento, dividido en forma oficial. El


Reino del Sur bajo la égida de Roboam, y el del Norte bajo la dirección de
Jeroboam. Con el tiempo, Jeroboam y sus hijos excluyen a los levitas del
ministerio sacerdotal (2Cr11:14). La tribu de Leví era como una
decimotercera tribu, pero no contaba en cuanto a posesión de territorio
geográfico. Su función era ministrar en el templo, oficiar de sacerdotes. Los
levitas que habitaban en las tribus del norte se juntaron entonces a Roboam
para adorar en Jerusalén y también todos aquellos otros habitantes de las tribus
de Israel (el Reino del Norte) que habían puesto en su corazón buscar a Dios
(2Cr11:16). Como vemos el tema es espiritual, no político. Más adelante en la
historia habrá una segunda emigración a través del monarca Ezequías, quien
insta a sus hermanos norteños a que se sumen a la celebración de Pesaj (o
Pascua) en Jerusalén (2Cr30:11). Ya el reino del Norte había caído cautivo
bajo el imperio asirio, y aún así, apenas unos pocos respondieron al llamado
en aquella segunda ocasión, mientras la mayoría “se reían y burlaban” de la
exhortación que el rey del Sur les hacía (2Cr30:10).

En ambas instancias, como vemos, si bien hubo una pequeña migración de los
hermanos del norte hacia el sur, en esencia, las diez tribus norteñas rehusaron
adorar a Dios en Jerusalén, temiendo el debilitamiento político de su reino. La
verdadera causa fue que su corazón estaba lejos del Señor. Jeroboam dejó en
un momento de entender el propósito de Dios y no sólo quiso erigir al Reino
del Norte bajo su dirección y como un reino político, sino religioso, lo cual no
estaba en los planes de Dios (1R14:7, 8). La voz de Adonai mediante el
profeta Ahías exhorta a Jeroboam en cuanto a que Jerusalén es la ciudad
escogida para poner en ella su nombre (1R11:32-36).

Jeroboam desatiende la voz de Dios en esta oportunidad y erige altares en la


ciudad de Dan y en Bet El, amén de establecer otros lugares de adoración.
Hizo dos becerros de oro para idolatrar a la usanza de Mitsraím (o Egipto)
(1R12:28). Instituyó un nuevo sacerdocio: “Y él designó sus propios
sacerdotes para los lugares altos, y para los demonios, y para los becerros que
él había hecho” (2Cr11:15). También instituyó un nuevo calendario festivo
(1R12:32, 33). De esa forma Jeroboam impide que los efraimitas vayan al sur
y suban a adorar a Jerusalén. El “espíritu gentil” ya se había apoderado del
Reino del Norte. El profeta Oseas habla de la grandeza de la Torá que
Jeroboam ignora: “Multiplicó Efraín altares para pecar. Le escribí la grandeza
de mi ley, y fueron tenidas por cosa extraña” (Os8:11, 12). El segundo libro de
los reyes revela la mezcla de judaísmo y paganismo en la que el Reino del
Norte había incurrido: “Temían al Señor, e hicieron del bajo pueblo sacerdotes
de los lugares altos…Temían al Señor, y honraban a sus dioses… Ni temen al
Señor…ni hacen según la ley y los mandamientos  que prescribió Adonai a los
hijos de Jacob, al cual puso el nombre de Israel”. (2R 17:32-34).
Podemos con propiedad decir que debido a todo esto, el Reino del Norte se
volvió anti-Judá, anti-judío. Aleccionador para la iglesia, la católica apostólica
romana en especial (si bien no la única. Lutero también quemó sinagogas) que
históricamente persiguió a los judíos y a la que ha caracterizado el sincretismo
dominante en muchos asuntos.

Todo esto fue abominable delante de los ojos de Dios. En reiterados pasajes en
el Antiguo Testamento los profetas acusan a Israel o Efraín de haber
adulterado espiritualmente y lo instan a volverse al Dios verdadero. Lo mismo
sucedió con los judíos al sur, quienes también incurrieron en idolatría, pero
ellos siempre fueron menos inclinados al mal, por así decirlo. Hubo más reyes
justos en Judá que en Israel.

Un salmo expresa mediante una notable metáfora la gentilización de los


israelitas al norte: “Los hijos de Efraín, arqueros armados, volvieron las
espaldas en el día de la batalla. No guardaron el pacto de Dios, ni quisieron
andar en su ley (Sal78:9, 10). Los efraimitas son descritos en este salmo como
arqueros armados, con flechas. La raíz de la palabra “Torá” es “iará”, lanzar,
como quien lanza una piedra o una flecha. El objetivo de esa divina
instrucción es que demos en el blanco, no que erremos al blanco, origen
etimológico del término: “pecado”.

David venció a Goliat lanzando una piedra y dando en el blanco (1S17:49).


Otro salmo dice que los hijos de los justos son como saetas en manos del
valiente y que es bienaventurado quien llene su aljaba de ellos (Sal127:4,5).
La aljaba es la caja portátil donde se llevan las flechas. Si yo soy santo y mis
hijos son santos, juntos somos una nación de sacerdotes, apartada, que da en el
blanco, que no vive en el error del pecado, que no le da la espalda al Padre.
Una nación que pone en práctica la Torá en lugar de hacerse a las costumbres
y los ídolos de las culturas paganas. Una nación de sacerdotes que constituyen
los pilares fundacionales de la civilización. Estos mandamientos son nuestra
sabiduría y nuestra inteligencia a los ojos de los pueblos (Dt4:6). El mandato
es que esta ley “enseñarás a tus hijos, y a los hijos de tus hijos” (Dt4:9b).

En este punto cabe definir qué significa “Torá”, término simplificado muchas
veces como “la ley”, con una visión de un Dios autoritario y distante que se
limita a premiarnos si hacemos lo bueno y nos castiga si hacemos lo malo.
Torá en realidad es la instrucción que un padre enseña a sus hijos para
equiparles con el conocimiento adecuado para su diario caminar, lo cual hará
que maduren y se mantengan en el camino correcto. La Torá es la senda que
permite asemejarnos a nuestro papá. La Torá se resume en el amor. Jesús lo
dijo al citar Levítico y Deuteronomio: “El primer mandamiento es: Oye Israel,
el Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este
es el principal mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo
como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que estos (Lv19:18; Dt6:4-
5; Mr12:29-31).

También debemos decir que Torá y antiguo Pacto son términos que a menudo
se confunden. La Torá no es el antiguo pacto. El antiguo pacto está contenido
en la Torá. Con la venida del Mesías llegó el Nuevo Pacto, pero no una nueva
Torá. La Palabra de Dios toda es eterna e inmutable. Jesús citó La Torá
durante todo su ministerio público asegurando que cielo y tierra pasarán, pero
esa palabra (la Torá) no pasará (Mt5:18). No despreciemos el Antiguo
Testamento, abracémoslo. El Antiguo Testamento revela al mismo Dios de
amor que el Nuevo Testamento y testimonia al Mesías desde Génesis a
Malaquías. El Antiguo Testamento, la Torá, es 100% verdad y 100% válido
hoy día, lo mismo que el Nuevo Testamento, que es Torá también.

La práctica constante, desenfrenada y desvergonzada del pecado por parte de


Israel, el Reino del Norte, trajo como consecuencia su expulsión de su tierra:
“Adonai sacudirá a Israel al modo que la caña se agita en las aguas; y él
arrancará a Israel de esta buena tierra que había dado a sus padres, y los
esparcirá más allá del Éufrates, por cuanto han hecho sus imágenes de Asera,
enojando al Señor. Y Él entregará a Israel por los pecados de Jeroboam, el
cual pecó, y ha hecho pecar a Israel” (1R14:15, 16). 

El profeta Amós reafirma el concepto: “Yo mandaré y haré que la casa de


Israel sea zarandeada entre todas las naciones, como se zarandea el grano en
su criba y no cae un granito en la tierra” (Am9:9). Oseas lo apoya con esta
aseveración: “Llegaron hasta lo más bajo en su corrupción… La gloria de
Efraín volará cual ave… Efraín fue herido, su raíz está seca, no dará más
fruto… Mi Dios los desechará, porque ellos no le oyeron; y andarán errantes
entre las naciones” (Os9:9,11, 16, 17). Agrega el profeta la pérdida del gozo y
el cese del nuevo calendario y las fiestas (Os2:11). 

Todo aquel paganismo superfluo robó la identidad del Reino del Norte, lo
debilitó  y terminó destruyéndolo. Lo mismo ha sucedido históricamente con
las iglesias que han dejado de lado la Palabra de Dios, la han pretendido
interpretar de manera exclusivamente racional y se han secularizado. Oseas
habla de esto al referirse a la vianda inmunda de la que Efraín participará en
su retorno a Asiria y Egipto, sitios geográficos prototipos del mal, en
contraposición a la comida santa y limpia de la que participaron habitando en
la tierra prometida (Os9:3).

Estas profecías comienzan a concretarse hacia el año 722AC, cuando el Reino


del Norte cae bajo el imperio asirio (2R17:6). Los integrantes de las diez
tribus se expanden y son asimilados por las culturas de las naciones
extranjeras. Los pocos que quedan en Samaria y sus alrededores también
pierden su identidad israelita. Judá en cambio resiste hasta el 586AC, cuando
finalmente termina por caer bajo el imperio babilónico (2R25:1-10).
Recordemos que por el pecado idolátra de Salomón ellos también sufrirán el
exilio, pero a diferencia de sus hermanos del norte, en el cautiverio babilónico
los judíos experimentan la necesidad de volver a sus raíces para no perder su
identidad. Se crean las sinagogas a falta del templo, las escuelas rabínicas para
guardar la observancia de la Torá y las tradiciones, y se comienza a celebrar el
Shabat. Los sabios dicen que los judíos no guardaron el Shabat, sino que la
observancia del Shabat guardó a los judíos. No por el ritual, sino porque esa
observancias evidenciaba el anhelo que tenían de no alejarse de Dios. Setenta
años más tarde vuelven a su tierra guiados por Nehemías, un hombre temeroso
de Dios que consiguió del rey Artajerjes permiso para levantar las murallas de
Jerusalén y reedificar el templo bajo la supervisión del sacerdote Zorobabel.

No todos los judíos volvieron, sin embargo. Algunos quedaron en Babilonia,


actual territorio de Irak, o migraron a otras regiones. Varios siglos después,
hacia el año 70DC, tras la destrucción del segundo templo, los judíos volverán
a experimentar el exilio y huirán en diferentes direcciones, en especial la
península ibérica y Europa oriental, lo que justifica las dos ramas
fundamentales del judaísmo moderno: sefaradíes los primeros y azquenazíes
los otros. Hay quienes afirman que Cristóbal Colón era judío y muchos de
quienes con él zarparon también eran sefaradíes  que vieron en aquella
empresa la posibilidad de huir de la persecución religiosa católica romana y
conservar así su identidad judía. Un censo de hace algunos años hablaba de 35
millones de descendientes de judíos en América Latina. Y estos son
descendientes de las tribus del Reino del Sur, Judá y Benjamín. Qué no decir
de los otros millones de almas que existen en América y el resto del mundo,
descendientes de las tribus del norte, por cuyas venas corre sangre hebrea,
pese a que lo ignoran.
Pero cuando Jesús nació la diáspora de la región que en su momento había
sido el Reino del Sur todavía no había sucedido. Su identidad judía estaba
perfectamente resguardada. Lo mismo valió para su madre María, José su
padre de crianza, los discípulos, los maestros de la ley, los fariseos, otros
grupos religiosos y la inmensa mayoría de aquellos a quienes predicó. Sin
embargo su mensaje fue insistente en cuanto a ir y predicar a las ovejas
perdidas de la casa de Israel, los hermanos del norte, esparcidos ya para ese
entonces, hacía unos siete siglos. Conocedor de la Torá, Jesús sabía que la
profecía debía cumplirse. Reiterados pasajes en el Tanáj (o Antiguo
Testamento) hablan del retorno de los efraimitas, de la restauración del Reino
del Norte, como más adelante veremos.

Durante su ministerio Jesús fue muy insistente con este tema. Los evangelios
lo evidencian en reiteradas ocasiones. En Juan descubrimos al Maestro
sentado a la vera del pozo que Jacob dio como heredad a su hijo José,
predicando a la samaritana (Jn4:5). La propia mujer se asombra: “¿Cómo tu
siendo judío, me pides a mi de beber, que soy mujer samaritana? Porque
judíos y samaritanos no se tratan entre sí” (Jn4:9). Samaria era una región
despreciada por los judíos, donde algunos de sus hermanos del norte habían
permanecido tras la invasión asiria, asimilándose a las costumbres paganas de
los invasores y otros pueblos.

Al tiempo que Jesús se reconoce ante ella como un judío: “Nosotros adoramos
lo que sabemos; porque la salvación viene de los judíos” (Jn4:22b), también se
manifiesta a esta hermana efraimita, a esta hija de José, como el Mesías
prometido al que ella esperaba (Jn4:25), cuya función sería unir estos dos
palos: “He aquí yo tomo el palo de José, que está en la mano de Efraín, y a las
tribus de Israel sus compañeros, y los pondré con el palo de Judá, y los haré un
solo palo y serán uno en mi mano… y los haré una nación en la tierra, en los
montes de Israel, y un rey será a todos ellos por rey; y nunca más serán dos
naciones, ni nunca más serán divididos en dos reinos” (Ez37:19,22). Por eso
también, cuando los discípulos, judíos en su origen (del otrora Reino del
Sur) se maravillaron al ver al Señor hablando con esta mujer, Jesús les
explicita que Él tiene una comida para dar, que ellos no tienen. Él debe hacer
la voluntad del que lo envió y acabar su obra como Mesías, uniendo a los dos
“palos”. (Jn4:27,34). 

La identidad verdadera de Jesús como ese Cristo o Ungido la evidencian los


frutos de aquel encuentro: “Muchos de los samaritanos de aquella ciudad
creyeron en él, por la palabra de la mujer… y se quedó (Jesús) allí dos días. Y
creyeron muchos más por la palabra de él” (Jn4:39, 41). En esta instancia
ministerial ya tenemos a efraimitas y judíos en unidad mediante la fe en el
Mashíah, que según el concepto judío de Mesías aplica al enviado de igual
rango que quien lo envía, como si fuera quien lo envía. Por eso dijo Jesús que
Él y el Padre eran uno y que quien en él creía no creía en él, sino en quien lo
había enviado (Jn12:44).

En reiteradas ocasiones dijo además Jesús a los maestros de la ley que los
sanos no tenían necesidad de doctor, sino los enfermos, los que no tenían ley,
los que vivían lejos de los preceptos del Padre, es decir: los efraimitas
asimilados por los pueblos gentiles y convertidos en pueblos gentiles. Ellos
adolecían la ausencia de su medicina: la Torá. Declaró Jesús: “No soy enviado
sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt15:24). Sin embargo, la
ocasión para esta aseveración lo encuentra en la región de Tiro y Sidón. Allí
sana a la hija de la mujer cananea por la fe que ella en Él deposita. Es evidente
que el mensaje de Jesús es también para los gentiles, si bien su misión en ese
momento era alcanzar primordialmente a los efraimitas.

El mismo mandato da a sus discípulos: “Por camino de gentiles no vayáis, y


en ciudad de samaritanos no entréis (haciendo referencia a los gentiles de
Samaria, no como el caso de la samaritana junto al pozo que era una efraimita
que vivía en esa región), sino id antes a las ovejas perdidas de la casa de
Israel” (Mt10:5, 6). La figura pastoral de la que Jesús hace uso, por otra parte,
lo identifica con el rol de pastor que el Señor tiene en el Antiguo Testamento
hacia las dos casas de Israel (Jer23:3; Ez34:11, 13, 30). 

Los discípulos parecen haber captado muy claramente este mensaje. Así
dirigen sus cartas: “Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo, a las doce
tribus que están en la dispersión” (Stg1:1).  “Pedro, apóstol de Jesucristo, a los
expatriados de la dispersión” (1P1:1). “Juan, a las siete iglesias que están en
Asia” (Ap1:4). Lucas el griego escribe en el libro de los Hechos de boca de
Pablo: “La esperanza de la promesa cuyo cumplimiento esperan que han de
alcanzar nuestras doce tribus” (Hch26:6,7). Pablo por su parte, dirige sus
cartas a las congregaciones de judíos helenizados en diferentes partes de Asia
y Europa. Es probable que en esas congregaciones hubiera gentiles, pero
recordemos que en un comienzo la predicación fue en sinagogas y el mensaje
que se predicaba era la fe del judaísmo con la buena nueva de la llegada del
Mesías de Israel. Los apóstoles predicaban el judaísmo mesiánico.
Por otra parte, todas las veces que el Nuevo Testamento habla de “gentiles”, el
original griego usa el término “etnias” o “naciones”, contextualmente en
referencia a los efraimitas esparcidos en esas culturas, más que a los gentiles
como tales. Así por ejemplo, en Hechos 13:46, como los judíos de Antioquía
no reciben en la sinagoga el mensaje de Pablo y Bernabé, estos se vuelven a
“los gentiles”,  traducción inexacta para la frase original en griego: “a las
naciones”, es decir, a los efraimitas que estaban en la diáspora, en medio de
las naciones y que serían tocados por ese mensaje que en realidad era propio a
su identidad ahora perdida. Esto tampoco quiere decir que el mensaje estaba
velado a los gentiles, pues el hecho de ir a las naciones los terminaba
incluyendo. Pero ellos no eran la prioridad, sino como lo ordenó Jesús, las
ovejas perdidas de la casa de Israel, y a través de Israel, entonces sí, el mundo
entero.

La “mashál” o Parábola del Hijo Pródigo (que quizá debería ser llamada de los
dos hijos pródigos) es la más notable metáfora de la que Jesús nos habla,
respecto a las dos casas de Israel (Lucas 15:11-32). El hijo menor (Efraín)
abandona la casa paterna, pierde su identidad, se arrepiente y vuelve. El padre
lo recibe con una gran fiesta. El hijo mayor (Judá), fiel hasta ese momento a
su padre, reclama que él nunca tuvo una fiesta. El gesto egoísta de este
hermano mayor desnuda su pecado. Él es tipo del religioso que se jacta de
guardar la ley en las formas, haciendo a un lado el verdadero motor que
debiera llevarlo a guardarla: el amor. El padre le explica que todo lo suyo le
pertenece y que la fiesta se debe a que un hijo se había perdido y ahora es
hallado. En ese final reencuentro entre los tres personajes de la mashál, cesa la
envidia del menor hacia el mayor por su fidelidad, y en igual forma cesa la
hostilidad del mayor hacia el menor por su pecado. Esto aplica de manera
exacta a la profecía de Isaías: “Haré cesar la envidia de Efraín y la hostilidad
de Judá” (Is11:13b).

Para llegar a este anhelado reencuentro, los dos hermanos deben hacer
“teshuvá”. Teshuvá es el término hebreo traducido como arrepentimiento. Este
proceso consta de cinco pasos: Primero: reconocimiento del pecado como
transgresión a la Torá. “Todo aquel que comete pecado infringe también la
ley; pues el pecado es infracción de la ley” (1Jn3:4). Segundo: remordimiento,
me duele el corazón por haber transgredido la ley de Dios. “La tristeza que es
según Dios produce arrepentimiento para salvación” (2Co7:10). Tercero:
confesión. “Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: confesaré
mis transgresiones a Adonai; y tú perdonaste la maldad de mi pecado”
(Sal32:5). Y: “Confesaos vuestras ofensas unos a otros” (Stg5:16ª). Cuarto:
abandono del error, vencer la inclinación al mal. “Si se convirtieren a ti de
todo su corazón… Tú oirás desde los cielos” (2Cr6:37, 39). Quinto:
restitución. Volver al diseño original para el que fuimos creados: el bien. Este
concepto está en la ley del talión, ojo por ojo y diente por diente, a menudo
malinterpretada, ya que el espíritu que anima esta concepción no es el de la
venganza sino el de la indemnización de quien fue lastimado. Que la persona
sea restituida por el daño que se le causó.

Sin la unión de las dos casas, no hay victoria. Por eso Jesús dijo: “Si un reino
está dividido contra sí mismo, tal reino no puede permanecer. Y si una casa
está dividida contra sí misma, tal casa no puede permanecer” (Mr3:24,25). El
pecado trae división. El perdón trae la remisión del pecado y como
consecuencia, la unión.

Para que la restauración del reino dividido de Israel ocurra, Efraín debe ser
perdonado. El profeta Jeremías expresa de esta forma el arrepentimiento que
un día Efraín experimentaría: “He oído a Efraín que se lamentaba: …
conviérteme y seré convertido, porque tú eres Adonai mi Dios… después que
me aparté tuve arrepentimiento… reconocí mi falta… me avergoncé y me
confundí”. Y el Señor así responde ante ese noble gesto: “¿No es Efraín hijo
precioso para mí? ¿No es niño en quién me deleito?... Mis entrañas se
conmovieron por él; ciertamente tendré de él misericordia… vuélvete por el
camino por donde fuiste, virgen de Israel” (Jer31:18-21). Judá por su lado,
debe recibir con amor a Efraín, no afligirlo: “Aún dirán estas palabras (las de
la promesa a Efraín, recién citadas) en la tierra de Judá y en sus ciudades”
(Jer31:23). Es decir que Judá también debe arrepentirse por su hostilidad hacia
sus hermanos, su orgullo, su soberbia. Además, y como vimos, ellos también
transgredieron el pacto hacia el fin del reino de Salomón y necesitan ser
perdonados por esto también (Is11:13;Jer3:6-10).

En la última cena, la cena pascual, dice Jesús al levantar la copa: “Esto es mi


sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de
pecados” (Mt26:28). ¿Cuál es el nuevo pacto del que el Maestro habla? ¿Cuál
es el nuevo pacto de Dios, y con quién? La respuesta la da la profecía de
Jeremías con unos seis siglos de antelación: “He aquí vienen días, dice el
Señor, en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de
Judá… Este es el pacto que haré…con la casa de Israel: daré mi ley en su
mente y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán
por pueblo… todos me conocerán… perdonaré la maldad de ellos y no me
acordaré más de su pecado… Así ha dicho el Señor, que da el sol para luz del
día, las leyes de la luna y de las estrellas para luz de la noche, que parte el
mar, y braman sus ondas…si faltaren estas leyes delante de mi… también la
descendencia de Israel faltará para no ser nación delante de mi eternamente”
(Jer31:31, 33-36). De suyo esas leyes no han faltado.

En el Antiguo Testamento, como vemos, el Padre se duele por la rebelión de


sus hijos, boga por la unión de las dos casas y asegura los recibirá con amor en
su arrepentimiento. La dicotomía: Dios de la ley y Dios de la gracia nunca
existió. Dios es soberano y su plan abraza ambas realidades desde siempre: la
ley y la gracia, la justicia y la misericordia. Estos conceptos no se pueden
disociar. Uno no puede ser sin el otro. Es lo que en hebreo se conoce como:
“tzedék” y “tzedaká”, dos caras de la misma moneda. Jesús lo evidencia en su
afirmación a los escribas y fariseos: “Lo más importante de la ley: la justicia,
la misericordia, y la fe” (Mt23:23b). Debido a esa misericordia inmanente, la
tribu de Efraín que enfrentaba un problema de estatus legal (pues se le había
dado "carta de divorcio", de repudio, por haber adulterado con los ídolos y se
veía imposibilitada de volver con su primer marido, El Señor), por los méritos
y sacrificios del Mashíah en su muerte en el madero, fue liberada, redimida y
restaurada a ese primer marido (Ro7:1-6).

Antes de continuar debemos hacer una aclaración. Hoy día muchos rabinos
sostienen que gracias a aquellas dos pequeñas migraciones de las que con
anterioridad hablamos, integrantes de las diez tribus del norte se sumaron al
Reino del Sur, con lo cual, en Judá o el Reino del Sur, estaban y están
representadas las doce tribus. Sin embargo, estos maestros no tienen cómo
explicar por qué los profetas de Hashem (El Nombre): Isaías, Jeremías,
Ezequiel, y Zacarías hablan de la existencia de dos casas en Israel y de la
necesaria unión de esas casas con posterioridad a aquellas pequeñas
migraciones. Esas dos instancias aisladas no justifican aseverar que las dos
casas ya están unidas. Por ello según estos profetas el Mesías vendría un día a
unificarlas. “Y sucederá que como fuisteis maldición entre las naciones, oh
casa de Judá y casa de Israel, así os salvaré y seréis bendición” (Zac 8:13).
Zacarías profetiza esto unos doscientos años después de la segunda pequeña
migración bajo el reinado de Ezequías.

Hacia el año 70DC, como dijimos, la diáspora de los judíos (el ex Reino del
Sur) dio inicio tras la destrucción del templo. Muchos de ellos también
perdieron su identidad, pero esa fue la excepción, no la regla, contrariamente a
lo que sucedió con Israel (los efraimitas, o el Reino del Norte).  Los judíos
mantuvieron su identidad a lo largo de 1900 años desde la diáspora y en 1948,
con la creación del Estado de Israel, ellos comenzaron a volver a su tierra
desde los cuatro puntos cardinales, cumpliendo así otras tantas profecías del
Antiguo Testamento. Es cierto, entre estos judíos y benjaminitas también hay
descendientes de las otras diez tribus, aquellos que rehusaron en su momento
seguir las órdenes de Jeroboam y los ídolos, y migraron al Reino del Sur. Pero
estos son apenas un remanente.

¿Qué pasó con la inmensa mayoría de los integrantes de la tribu de Efraín y


las otras nueve tribus, entonces? ¿Dónde están? Esparcidos por el globo aún.
Una hipótesis es que de seguro, entre sus filas existen millones y millones de
cristianos. Efraimitas que desconociendo su origen Israelí y considerándose
gentiles sin saber que sangre hebrea corre por sus venas, han reconocido en
Jesús, el hijo de José, al Mesías prometido de Israel y por extensión, el de toda
la humanidad. La iglesia “cristiana” sería entonces el cumplimiento de la
promesa hecha a Abraham y a Efraín, pues está constituida por millones de
gentiles nacidos de estos hebreos, amén de gentiles por cuyas venas no corre
el ADN de Abraham.

Es interesante también notar que si a la iglesia cristiana la han integrado


millones de descendientes de Efraín a lo largo de la historia, y la iglesia va a
reinar con Jesús durante el milenio desde Jerusalén, ese multitudinario cuerpo
de efraimitas estaría entonces cumpliendo la profecía de Jacob que dice que
Efraín va a volver a su tierra un día, congregándose como vimos, en torno a
Silo (o Jesús, el portador del cetro), quien en aquel tiempo regirá con vara de
hierro a las naciones (Ap19:15). Porque la vuelta al corazón de Dios de estos
efraimitas ya sucedió, pero no al territorio de Israel. No todavía.

Podríamos aventurar entonces que pese a su pecado, la descendencia de Efraín


atendió y abrazó en el correr de los siglos, el mensaje del madero con más
facilidad que la descendencia de Judá, la cual como nación o reino no lo ha
abrazado aún. Esto no quiere decir que no hayan también millones de
descendientes de judíos cristianos, como de hecho los hay. Asimismo, aún
existe un remanente efraimita que no ha creído en el Mesías. Pero ambas casas
ya son parcialmente una, porque todo el que cree en el Mesías se hace uno con
Él y uno con el mensaje del cielo. Así como sucedió con los discípulos, la
samaritana o la mujer cananea, seamos descendientes del Reino del Sur, del
Reino del Norte, o gentiles sin una gota de sangre hebrea, al creer en el
Mesías, nos hacemos uno en Él.
Existen ministerios mesiánicos que entienden que en términos generales, creer
en el tiempo presente está reservado a los efraimitas, luego a los judíos y sólo
durante el milenio a los gentiles, pues es recién en ese entonces cuando el
Señor regirá a todas las naciones. De acuerdo a su visión, las buenas nuevas,
el evangelio, versa sobre la restauración de las dos casas de Israel primero,
para entonces lograr la restauración de la humanidad. A ello se refirieron los
discípulos cuando le preguntan al Señor, resucitado ya: “¿Restaurarás el reino
a Israel en este tiempo?” (Hch1:6b). Si esta interpretación escritural es
acertada, deberíamos entender que la inmensa mayoría de los millones de
cristianos en el mundo hoy, son en efecto descendientes de una de las dos
casas de Israel, pese a ignorarlo. Ellos son aquellas personas cuya inclinación
al bien (“iétzer ha-tóv”) prevalece sobre su inclinación al mal (“iétzer ha-rá”),
según un principio de interpretación de la Torá en la teología judía. Así fue
con Abel, Set, Noé, Sem, Abraham, los patriarcas y su descendencia, desde
aquel remoto inicio, hasta nuestra generación hoy.

Por ello, hablando de las dos casas, dice  Zacarías: “Los llamaré con un
silbido, y los reuniré, porque los he redimido” (Zac10:8). Es decir que ese
numeroso pueblo es como un rebaño que conoce la voz de su pastor, su
silbido. Hay algo en el interior de esas ovejas (efraimitas y judías) que les
llega del mensaje del Mesías, o el mensaje del madero. Se reconocen a sí
mismos en la voz de ese pastor. Reconocen en el Verbo a su cultura, la voz de
la Torá, la voz de Dios, para vivir en cuyas sendas fueron creados, y por eso
responden a ese llamado.

Sea como fuere, a través de quienes se creen gentiles (siendo en verdad


descendientes de Efraín) y creen en Jesús, así como a través de los judíos
mesiánicos (descendientes del Reino del Sur) Jesús ha cumplido como Mesías
con la profecía y de ambos pueblos o ambos palos ha hecho uno. El
cumplimiento total de esta profecía, no obstante, no ocurrirá sino hasta la
instauración de su reinado milenial sobre la tierra, cuando todo Israel sea
salvo, al decir del apóstol Pablo (Ro11:26), y con posterioridad a un tercer
exilio tras la persecución por parte del Anti-mesías o anti-cristo: “Y la mujer
(los judíos) huyó al desierto, donde tiene lugar preparado por Dios, para que
allí la sustenten por mil doscientos sesenta días” (Ap12:6).

Innumerables pasajes del Antiguo Testamento hablan de la unión plena y


definitiva de las dos casas de Israel recién durante el milenio, pues refieren a
la ausencia de guerra, a la paz, y a Jerusalén como sede mundial. En ese
tiempo, el remanente de los efraimitas no tocado todavía por el mensaje de la
cruz, volverá también:

El profeta Miqueas dice: “De cierto te juntaré todo, oh Jacob; recogeré


ciertamente el resto de Israel; lo reuniré como ovejas… como rebaño… harán
estruendo por la multitud de hombres… su rey pasará delante de ellos, y a la
cabeza de ellos el Señor” (Mi2:12, 13).

Isaías así lo expresa: “Acontecerá también en aquel día, que se tocará con gran
trompeta, y vendrán los que habían sido esparcidos en la tierra de Asiria, y los
que habían sido desterrados a Egipto, y adorarán a Adonai en el monte santo,
en Jerusalén” (Is27:13). Zacarías dice: “En aquellos días acontecerá que diez
hombres de las naciones de toda lengua tomarán del manto a un judío,
diciendo: Iremos con vosotros, porque hemos oído que Dios está con
vosotros” (Zac8:23). Pasajes paralelos encontramos en otras partes del libro de
Isaías, en Oseas, Jeremías y Zacarías (Is11:11; Os1:11; 2:16-18; 11:8, 10, 11;
Jer33:7,9; Zac8:3, 12; 10:6-12).

Ezequiel asevera: “Un rey será a… ellos por rey; y nunca más serán dos
naciones, ni nunca más serán divididos en dos reinos… Todos ellos tendrán un
solo pastor; y andarán en mis preceptos… y haré con ellos pacto de paz, pacto
perpetuo… Estará en medio de ellos mi tabernáculo” (Ez37:22, 24, 26, 27).

La nación de Israel, efraimitas y judíos, no ha sido desechada. Israel fue el


instrumento en la tierra a través del cual el Redentor llegó a la humanidad.
Jesús es judío. Él no tiene otra nacionalidad ni pertenece a otra cultura que la
hebrea. A los judíos les debemos tener hoy día el Antiguo Testamento en
perfecto estado. Todo lo que Jesús dice en el Nuevo Testamento es
convalidado por los escritos de la Torá hasta entonces conservados gracias al
celo y el amor con el que los escribas y copistas cuidaron su trasmisión.

Durante el milenio Elohim completará a través de esa bendita nación (de la


que todos los creyentes en Jesús somos parte, cultural y espiritualmente, amén
de poder serlo genéticamente también) su plan profético. “Jerusalén se llamará
Ciudad de la Verdad”. “Casa de Judá y casa de Israel… seréis bendición”
(Zac8:3, 13).

Respecto a los gentiles, agrega Zacarías: “Los que sobrevivieren de las


naciones que vinieron contra Jerusalén (por el contexto entendemos se refiere
a la batalla de Armagedón, antes de instaurarse el milenio (Ap19:19)) subirán
de año en año para adorar al Rey, al Señor de los ejércitos, y a celebrar la
fiesta de los tabernáculos. Y acontecerá que los de las familias de la tierra que
no subieren a Jerusalén para adorar al Rey, el Señor de los ejércitos, no vendrá
sobre ellos lluvia” (Zac14:16,17).

La descendencia de Abraham, los hijos de la fe, Israel, los que luchan con
Dios y por quienes Dios lucha, ha llegado a ser como la arena del mar y las
estrellas del cielo. “Todas las promesas de Dios son en él Sí y en él amén”
(2Co1:20). Si Dios lo dijo, Él lo hará. Así será.

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