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¿Por qué estudiar este tema? Porque el enemigo no está sentado en el templo
todavía diciendo: “yo soy Dios” (2Ts2:4), pero sí un paso previo, dictando
mediante su espíritu a través de hombres que no temen a Dios, leyes que
contravienen la ley eterna e inmutable de Yo Soy, el Dios de Abraham,
Moisés y los profetas del Antiguo Pacto; nuestro Dios. La promulgación de
antivalores desde el amparo legal de las constituciones de los gobiernos es
algo inédito en la historia reciente de occidente. La maldad se ha multiplicado.
Esta elección por parte de Dios es por gracia. Abraham halla el favor de Dios,
y así como él, Israel (su descendencia) lo hallará más tarde. Alguien, una
familia, un pueblo tenía que ser el instrumento que traería la luz al mundo.
Israel lo fue. Por amor: “No por ser vosotros más que todos los pueblos, os ha
querido el Señor y os ha escogido… sino por cuanto el Señor os amó y quiso
guardar el juramento que juró a vuestros padres (Abraham, Isaac y Jacob)”
(Dt7:7,8a).
En la instancia en la que Jacob oró en privado sobre sus nietos existe una
adopción, lo cual avala hacer de sus nietos, sus hijos y por lo tanto, convalida
que la promesa hecha a Abraham se continúe en estos niños: “Entonces José
los sacó (a Manasés y Efraín) de entre sus rodillas (las del abuelo), y se inclinó
a tierra” (Gn48:12). Colocar los niños en la falda, era para el judaísmo una
forma de decir que se los adoptaba. Tras ese gesto, al orar Jacob por estos
nietos es como si estuviera orando por sus hijos.
Dice la promesa que no será quitado el cetro de Judá hasta que venga Siloh, y
a él se congregarán los pueblos. Este Silo o Shiloh es el dueño del cetro. La
raíz del término, “shalah”, implica lo que hace que algo tenga éxito, lo que
hace prosperar una empresa, lo que eleva. Esa asamblea de naciones o
congregaciones gentiles que salen de los lomos de Efraín, son congregados
por Silo, el Mesías, el Rey, el dueño del cetro, quien viene de la tribu de Judá.
Es decir que los efraimitas saldrán de su tierra y un día volverán para
congregarse en torno al Mashíah. No hablamos de la tierra en forma literal
solamente, sino también como símbolo de identidad. Saldrán de la Torá, y
volverán a la Torá. Los efraimitas dejarían de lado los principios bíblicos, para
un día, tras arrepentirse, retornar a ellos.
Esta oración profética de Jacob sobre sus hijos ocurrió hacia el año 1900AC,
en Egipto, unos 1000 años antes que la división aconteciera. Al interpelarnos
en cuanto al por qué de esta división, por qué dos tribus, debemos
retrotraernos unos 100 años más atrás de la oración de Jacob, al pacto de Dios
con Abram, su abuelo, en el libro de Génesis, cuando por orden de Dios,
Abram tomó animales “y los partió por la mitad, y puso cada mitad una
enfrente de la otra” (Gn15:10): “sucedió que puesto el sol, y ya oscurecido, se
veía un horno humeando, y una antorcha de fuego que pasaba por entre los
animales divididos” (Gn15:17). La división de animales refiere al típico pacto
de la época, en el que cada parte se comprometía a cumplir con el pacto y en
caso de incumplirlo, se decía que la persona fuera dividida en dos, así como
aquellos animales.
El Señor también hizo un pacto con Salomón, condicional este, donde le dijo:
“Si obstinadamente os apartareis de mi vosotros y vuestros hijos, y no
guardareis mis mandamientos y mis estatutos… sino que fuereis y sirviereis a
dioses ajenos, y los adorareis, yo cortaré a Israel de sobre la faz de la tierra
que les he entregado” (1R9:6, 7a). Con los años, el corazón de Salomón,
otrora el hombre más sabio de la tierra, fue confundido por sus esposas
extranjeras paganas y la egipcia hija de Faraón, y se volvió idólatra, como
todo el pueblo (1R11:3, 4). La descendencia de Israel le falló a Dios. La
consecuencia por incumplir el pacto no se haría esperar (1R11:33). La nación
sería dividida en dos.
Unos 1000 años más tarde de aquella oración profética de Jacob sobre Judá y
Efraín, llegaría, como dijimos, la división del reino. Descubrimos un detalle
sorprendente en la división en dos campamentos en los que Jacob divide a su
familia antes del encuentro con su hermano Esaú. “Entonces repartió el los
niños entre Lea y Raquel” (Gn33:1). Ellas fueron las madres de Judá y José
(padre de Efraín), respectivamente. Es como si Jacob hubiera llevado a cabo
de forma inconsciente lo que unos diez siglos más adelante sucedería con su
descendencia en los hechos. Por un lado, tendremos a la casa real, la tribu de
Judá, responsable tras su pecado idolatra y vuelta a su tierra, de mantener la
identidad del judaísmo como la voz de la Torá, la cultura de Dios; y por otro
lado tendremos la casa de Efraín, quien al abandonar la cultura de Elohim y
ser asimilada entre los pueblos extranjeros, perderá su identidad hebrea, al
tiempo de abrir la puerta para el cumplimiento de la promesa, que de su
simiente nacerían naciones gentiles. Otro dato curioso es que Caleb y Josué,
los únicos que vieroncon los ojos de Dios la tierra prometida creyendo que
podrían poseerla, fuerondescendientes de la tribu de Judá y de la de Efraín
(Nm13:6,8,16). En laPalabra no existe la casualidad.
Roboam estaba decidido a atacar el Reino del Norte con 180 mil hombres,
pero Dios le habló a través del profeta Semaías: “No vayáis ni peleéis contra
vuestros hermanos los hijos de Israel; volveos cada uno a su casa, porque esto
lo he hecho yo. Y ellos oyeron la palabra de Dios, y volvieron y se fueron
conforme a la palabra de Adonai” (1R12:24).
En ambas instancias, como vemos, si bien hubo una pequeña migración de los
hermanos del norte hacia el sur, en esencia, las diez tribus norteñas rehusaron
adorar a Dios en Jerusalén, temiendo el debilitamiento político de su reino. La
verdadera causa fue que su corazón estaba lejos del Señor. Jeroboam dejó en
un momento de entender el propósito de Dios y no sólo quiso erigir al Reino
del Norte bajo su dirección y como un reino político, sino religioso, lo cual no
estaba en los planes de Dios (1R14:7, 8). La voz de Adonai mediante el
profeta Ahías exhorta a Jeroboam en cuanto a que Jerusalén es la ciudad
escogida para poner en ella su nombre (1R11:32-36).
Todo esto fue abominable delante de los ojos de Dios. En reiterados pasajes en
el Antiguo Testamento los profetas acusan a Israel o Efraín de haber
adulterado espiritualmente y lo instan a volverse al Dios verdadero. Lo mismo
sucedió con los judíos al sur, quienes también incurrieron en idolatría, pero
ellos siempre fueron menos inclinados al mal, por así decirlo. Hubo más reyes
justos en Judá que en Israel.
En este punto cabe definir qué significa “Torá”, término simplificado muchas
veces como “la ley”, con una visión de un Dios autoritario y distante que se
limita a premiarnos si hacemos lo bueno y nos castiga si hacemos lo malo.
Torá en realidad es la instrucción que un padre enseña a sus hijos para
equiparles con el conocimiento adecuado para su diario caminar, lo cual hará
que maduren y se mantengan en el camino correcto. La Torá es la senda que
permite asemejarnos a nuestro papá. La Torá se resume en el amor. Jesús lo
dijo al citar Levítico y Deuteronomio: “El primer mandamiento es: Oye Israel,
el Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este
es el principal mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo
como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que estos (Lv19:18; Dt6:4-
5; Mr12:29-31).
También debemos decir que Torá y antiguo Pacto son términos que a menudo
se confunden. La Torá no es el antiguo pacto. El antiguo pacto está contenido
en la Torá. Con la venida del Mesías llegó el Nuevo Pacto, pero no una nueva
Torá. La Palabra de Dios toda es eterna e inmutable. Jesús citó La Torá
durante todo su ministerio público asegurando que cielo y tierra pasarán, pero
esa palabra (la Torá) no pasará (Mt5:18). No despreciemos el Antiguo
Testamento, abracémoslo. El Antiguo Testamento revela al mismo Dios de
amor que el Nuevo Testamento y testimonia al Mesías desde Génesis a
Malaquías. El Antiguo Testamento, la Torá, es 100% verdad y 100% válido
hoy día, lo mismo que el Nuevo Testamento, que es Torá también.
Todo aquel paganismo superfluo robó la identidad del Reino del Norte, lo
debilitó y terminó destruyéndolo. Lo mismo ha sucedido históricamente con
las iglesias que han dejado de lado la Palabra de Dios, la han pretendido
interpretar de manera exclusivamente racional y se han secularizado. Oseas
habla de esto al referirse a la vianda inmunda de la que Efraín participará en
su retorno a Asiria y Egipto, sitios geográficos prototipos del mal, en
contraposición a la comida santa y limpia de la que participaron habitando en
la tierra prometida (Os9:3).
Durante su ministerio Jesús fue muy insistente con este tema. Los evangelios
lo evidencian en reiteradas ocasiones. En Juan descubrimos al Maestro
sentado a la vera del pozo que Jacob dio como heredad a su hijo José,
predicando a la samaritana (Jn4:5). La propia mujer se asombra: “¿Cómo tu
siendo judío, me pides a mi de beber, que soy mujer samaritana? Porque
judíos y samaritanos no se tratan entre sí” (Jn4:9). Samaria era una región
despreciada por los judíos, donde algunos de sus hermanos del norte habían
permanecido tras la invasión asiria, asimilándose a las costumbres paganas de
los invasores y otros pueblos.
Al tiempo que Jesús se reconoce ante ella como un judío: “Nosotros adoramos
lo que sabemos; porque la salvación viene de los judíos” (Jn4:22b), también se
manifiesta a esta hermana efraimita, a esta hija de José, como el Mesías
prometido al que ella esperaba (Jn4:25), cuya función sería unir estos dos
palos: “He aquí yo tomo el palo de José, que está en la mano de Efraín, y a las
tribus de Israel sus compañeros, y los pondré con el palo de Judá, y los haré un
solo palo y serán uno en mi mano… y los haré una nación en la tierra, en los
montes de Israel, y un rey será a todos ellos por rey; y nunca más serán dos
naciones, ni nunca más serán divididos en dos reinos” (Ez37:19,22). Por eso
también, cuando los discípulos, judíos en su origen (del otrora Reino del
Sur) se maravillaron al ver al Señor hablando con esta mujer, Jesús les
explicita que Él tiene una comida para dar, que ellos no tienen. Él debe hacer
la voluntad del que lo envió y acabar su obra como Mesías, uniendo a los dos
“palos”. (Jn4:27,34).
En reiteradas ocasiones dijo además Jesús a los maestros de la ley que los
sanos no tenían necesidad de doctor, sino los enfermos, los que no tenían ley,
los que vivían lejos de los preceptos del Padre, es decir: los efraimitas
asimilados por los pueblos gentiles y convertidos en pueblos gentiles. Ellos
adolecían la ausencia de su medicina: la Torá. Declaró Jesús: “No soy enviado
sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt15:24). Sin embargo, la
ocasión para esta aseveración lo encuentra en la región de Tiro y Sidón. Allí
sana a la hija de la mujer cananea por la fe que ella en Él deposita. Es evidente
que el mensaje de Jesús es también para los gentiles, si bien su misión en ese
momento era alcanzar primordialmente a los efraimitas.
Los discípulos parecen haber captado muy claramente este mensaje. Así
dirigen sus cartas: “Santiago, siervo de Dios y del Señor Jesucristo, a las doce
tribus que están en la dispersión” (Stg1:1). “Pedro, apóstol de Jesucristo, a los
expatriados de la dispersión” (1P1:1). “Juan, a las siete iglesias que están en
Asia” (Ap1:4). Lucas el griego escribe en el libro de los Hechos de boca de
Pablo: “La esperanza de la promesa cuyo cumplimiento esperan que han de
alcanzar nuestras doce tribus” (Hch26:6,7). Pablo por su parte, dirige sus
cartas a las congregaciones de judíos helenizados en diferentes partes de Asia
y Europa. Es probable que en esas congregaciones hubiera gentiles, pero
recordemos que en un comienzo la predicación fue en sinagogas y el mensaje
que se predicaba era la fe del judaísmo con la buena nueva de la llegada del
Mesías de Israel. Los apóstoles predicaban el judaísmo mesiánico.
Por otra parte, todas las veces que el Nuevo Testamento habla de “gentiles”, el
original griego usa el término “etnias” o “naciones”, contextualmente en
referencia a los efraimitas esparcidos en esas culturas, más que a los gentiles
como tales. Así por ejemplo, en Hechos 13:46, como los judíos de Antioquía
no reciben en la sinagoga el mensaje de Pablo y Bernabé, estos se vuelven a
“los gentiles”, traducción inexacta para la frase original en griego: “a las
naciones”, es decir, a los efraimitas que estaban en la diáspora, en medio de
las naciones y que serían tocados por ese mensaje que en realidad era propio a
su identidad ahora perdida. Esto tampoco quiere decir que el mensaje estaba
velado a los gentiles, pues el hecho de ir a las naciones los terminaba
incluyendo. Pero ellos no eran la prioridad, sino como lo ordenó Jesús, las
ovejas perdidas de la casa de Israel, y a través de Israel, entonces sí, el mundo
entero.
La “mashál” o Parábola del Hijo Pródigo (que quizá debería ser llamada de los
dos hijos pródigos) es la más notable metáfora de la que Jesús nos habla,
respecto a las dos casas de Israel (Lucas 15:11-32). El hijo menor (Efraín)
abandona la casa paterna, pierde su identidad, se arrepiente y vuelve. El padre
lo recibe con una gran fiesta. El hijo mayor (Judá), fiel hasta ese momento a
su padre, reclama que él nunca tuvo una fiesta. El gesto egoísta de este
hermano mayor desnuda su pecado. Él es tipo del religioso que se jacta de
guardar la ley en las formas, haciendo a un lado el verdadero motor que
debiera llevarlo a guardarla: el amor. El padre le explica que todo lo suyo le
pertenece y que la fiesta se debe a que un hijo se había perdido y ahora es
hallado. En ese final reencuentro entre los tres personajes de la mashál, cesa la
envidia del menor hacia el mayor por su fidelidad, y en igual forma cesa la
hostilidad del mayor hacia el menor por su pecado. Esto aplica de manera
exacta a la profecía de Isaías: “Haré cesar la envidia de Efraín y la hostilidad
de Judá” (Is11:13b).
Para llegar a este anhelado reencuentro, los dos hermanos deben hacer
“teshuvá”. Teshuvá es el término hebreo traducido como arrepentimiento. Este
proceso consta de cinco pasos: Primero: reconocimiento del pecado como
transgresión a la Torá. “Todo aquel que comete pecado infringe también la
ley; pues el pecado es infracción de la ley” (1Jn3:4). Segundo: remordimiento,
me duele el corazón por haber transgredido la ley de Dios. “La tristeza que es
según Dios produce arrepentimiento para salvación” (2Co7:10). Tercero:
confesión. “Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: confesaré
mis transgresiones a Adonai; y tú perdonaste la maldad de mi pecado”
(Sal32:5). Y: “Confesaos vuestras ofensas unos a otros” (Stg5:16ª). Cuarto:
abandono del error, vencer la inclinación al mal. “Si se convirtieren a ti de
todo su corazón… Tú oirás desde los cielos” (2Cr6:37, 39). Quinto:
restitución. Volver al diseño original para el que fuimos creados: el bien. Este
concepto está en la ley del talión, ojo por ojo y diente por diente, a menudo
malinterpretada, ya que el espíritu que anima esta concepción no es el de la
venganza sino el de la indemnización de quien fue lastimado. Que la persona
sea restituida por el daño que se le causó.
Sin la unión de las dos casas, no hay victoria. Por eso Jesús dijo: “Si un reino
está dividido contra sí mismo, tal reino no puede permanecer. Y si una casa
está dividida contra sí misma, tal casa no puede permanecer” (Mr3:24,25). El
pecado trae división. El perdón trae la remisión del pecado y como
consecuencia, la unión.
Para que la restauración del reino dividido de Israel ocurra, Efraín debe ser
perdonado. El profeta Jeremías expresa de esta forma el arrepentimiento que
un día Efraín experimentaría: “He oído a Efraín que se lamentaba: …
conviérteme y seré convertido, porque tú eres Adonai mi Dios… después que
me aparté tuve arrepentimiento… reconocí mi falta… me avergoncé y me
confundí”. Y el Señor así responde ante ese noble gesto: “¿No es Efraín hijo
precioso para mí? ¿No es niño en quién me deleito?... Mis entrañas se
conmovieron por él; ciertamente tendré de él misericordia… vuélvete por el
camino por donde fuiste, virgen de Israel” (Jer31:18-21). Judá por su lado,
debe recibir con amor a Efraín, no afligirlo: “Aún dirán estas palabras (las de
la promesa a Efraín, recién citadas) en la tierra de Judá y en sus ciudades”
(Jer31:23). Es decir que Judá también debe arrepentirse por su hostilidad hacia
sus hermanos, su orgullo, su soberbia. Además, y como vimos, ellos también
transgredieron el pacto hacia el fin del reino de Salomón y necesitan ser
perdonados por esto también (Is11:13;Jer3:6-10).
Antes de continuar debemos hacer una aclaración. Hoy día muchos rabinos
sostienen que gracias a aquellas dos pequeñas migraciones de las que con
anterioridad hablamos, integrantes de las diez tribus del norte se sumaron al
Reino del Sur, con lo cual, en Judá o el Reino del Sur, estaban y están
representadas las doce tribus. Sin embargo, estos maestros no tienen cómo
explicar por qué los profetas de Hashem (El Nombre): Isaías, Jeremías,
Ezequiel, y Zacarías hablan de la existencia de dos casas en Israel y de la
necesaria unión de esas casas con posterioridad a aquellas pequeñas
migraciones. Esas dos instancias aisladas no justifican aseverar que las dos
casas ya están unidas. Por ello según estos profetas el Mesías vendría un día a
unificarlas. “Y sucederá que como fuisteis maldición entre las naciones, oh
casa de Judá y casa de Israel, así os salvaré y seréis bendición” (Zac 8:13).
Zacarías profetiza esto unos doscientos años después de la segunda pequeña
migración bajo el reinado de Ezequías.
Hacia el año 70DC, como dijimos, la diáspora de los judíos (el ex Reino del
Sur) dio inicio tras la destrucción del templo. Muchos de ellos también
perdieron su identidad, pero esa fue la excepción, no la regla, contrariamente a
lo que sucedió con Israel (los efraimitas, o el Reino del Norte). Los judíos
mantuvieron su identidad a lo largo de 1900 años desde la diáspora y en 1948,
con la creación del Estado de Israel, ellos comenzaron a volver a su tierra
desde los cuatro puntos cardinales, cumpliendo así otras tantas profecías del
Antiguo Testamento. Es cierto, entre estos judíos y benjaminitas también hay
descendientes de las otras diez tribus, aquellos que rehusaron en su momento
seguir las órdenes de Jeroboam y los ídolos, y migraron al Reino del Sur. Pero
estos son apenas un remanente.
Por ello, hablando de las dos casas, dice Zacarías: “Los llamaré con un
silbido, y los reuniré, porque los he redimido” (Zac10:8). Es decir que ese
numeroso pueblo es como un rebaño que conoce la voz de su pastor, su
silbido. Hay algo en el interior de esas ovejas (efraimitas y judías) que les
llega del mensaje del Mesías, o el mensaje del madero. Se reconocen a sí
mismos en la voz de ese pastor. Reconocen en el Verbo a su cultura, la voz de
la Torá, la voz de Dios, para vivir en cuyas sendas fueron creados, y por eso
responden a ese llamado.
Isaías así lo expresa: “Acontecerá también en aquel día, que se tocará con gran
trompeta, y vendrán los que habían sido esparcidos en la tierra de Asiria, y los
que habían sido desterrados a Egipto, y adorarán a Adonai en el monte santo,
en Jerusalén” (Is27:13). Zacarías dice: “En aquellos días acontecerá que diez
hombres de las naciones de toda lengua tomarán del manto a un judío,
diciendo: Iremos con vosotros, porque hemos oído que Dios está con
vosotros” (Zac8:23). Pasajes paralelos encontramos en otras partes del libro de
Isaías, en Oseas, Jeremías y Zacarías (Is11:11; Os1:11; 2:16-18; 11:8, 10, 11;
Jer33:7,9; Zac8:3, 12; 10:6-12).
Ezequiel asevera: “Un rey será a… ellos por rey; y nunca más serán dos
naciones, ni nunca más serán divididos en dos reinos… Todos ellos tendrán un
solo pastor; y andarán en mis preceptos… y haré con ellos pacto de paz, pacto
perpetuo… Estará en medio de ellos mi tabernáculo” (Ez37:22, 24, 26, 27).
La descendencia de Abraham, los hijos de la fe, Israel, los que luchan con
Dios y por quienes Dios lucha, ha llegado a ser como la arena del mar y las
estrellas del cielo. “Todas las promesas de Dios son en él Sí y en él amén”
(2Co1:20). Si Dios lo dijo, Él lo hará. Así será.