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19/4/22, 16:11 Revista Consecuencias | Instituto Clínico de Buenos Aires

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Edición N° 15
 

Mayo 2015 | #15 | Índice

Bullying, criminalización y patologización de la infancia


Por Ana Campelo [*]
 

Hace ya más de una década que la violencia en las escuelas es noticia en los medios de comunicación. Sin
embargo, en los últimos años, una de las modalidades que ésta puede asumir, el "bullying", hegemoniza la escena
mediática. Su sobredimensionamiento es tal que lleva a formularnos dos preguntas. La primera, sobre sus
condiciones de posibilidad. Algo nos dice sobre la época. La segunda pregunta es sobre los efectos en la
subjetividad y en el lazo social, en el modo en que nos representamos al otro y nos relacionamos con él.

Nos orienta una hipótesis: el bullying como constructo expresa desde sus orígenes la conjunción entre un
discurso patologizante y otro criminalizante. Y hoy recrudece en una sociedad que, implementación de políticas
neoliberales y retirada del Estado de Bienestar mediante, ha padecido la fragmentación del lazo social, y la
declinación de sus formas tradicionales de autoridad. De allí la tan eficiente alianza –o el maridaje– entre el
significante y la época.

Un discurso que rechaza el lazo


El desarrollo de políticas punitivas y de judicialización caracteriza a los diversos dispositivos a través de los cuales nuestra sociedad procura abordar el
bullying. Hoy numerosos países han dictado legislación "antibullying". La similitud en su contenido es digna de mención. Un rasgo recurrente es la
denuncia y el castigo por las vías judiciales a los estudiantes y/o a las autoridades "que no adopten las medidas correctivas, pedagógicas o
disciplinarias". Otro, es el tratamiento conjunto de problemáticas bien disímiles como lo son la violencia entre pares y el acoso sexual de un adulto a un
niño u otras situaciones de vulneración de derechos. Nadie desmerece la importancia del maltrato entre niños, pero ello no justifica su equiparación con
un delito. Equiparaciones como ésta criminalizan a la infancia a la vez que banalizan el concepto de derechos humanos.

¿Es la criminalización una novedad de los tiempos que corren? Una lectura de la obra de Olweus, psicólogo noruego pionero en la investigación sobre el
bullying, nos muestra que su germen ya se encuentra presente desde los orígenes del constructo, aunque las actuales condiciones de época lo
acrecientan.

La tendencia actual a hacer del bullying objeto de la legislación no es espontánea. Fue el investigador escandinavo quien en 1981 recomendó la
elaboración de normativa específica. Se remonta también a sus orígenes el supuesto de que existen sujetos violentos, victimarios en potencia y otros
pasibles de ser victimizados que subyace a los perfiles de "víctima" y "victimario", que Olweus definió hace años atrás. Las mismas categorías de víctima
y victimario dan cuenta de la cuestionada equiparación. Si bien su uso se ha naturalizado en relación con las relaciones entre pares en la escuela, éstas
provienen del discurso jurídico, no del pedagógico. El concepto de víctima pertenece a este ámbito y supone la existencia de un delito. Víctima es quien
padece sus consecuencias. El victimario o el causante del daño es su correlato necesario. No hay víctima sin victimario. La figura del victimario permea
las relaciones entre niños y adultos: en tanto niega la infancia, vela la responsabilidad del adulto ante su cuidado y protección.

Una lectura de la obra de Olweus desde la Victimología, la disciplina del Derecho Penal que estudia a las víctimas, deja ver que no son éstos los únicos
elementos del discurso jurídico. En su definición de perfiles distingue entre víctimas pasivas y víctimas provocadoras. Ya en 1958, Mendelshon,
cofundador de la disciplina, postulaba la existencia de la víctima enteramente inocente o víctima ideal, que es aquella que "nada ha hecho o aportado
para desencadenar el delito que la damnificó", y la víctima provocadora, que por su conducta "incita al autor a cometer ilicitud penal". Otras nociones
provenientes de la Victimología son las de "asistencia a la víctima" y "resarcimiento", presentes en gran parte de la legislación antibullying o en los
proyectos que esperan algún día convertirse en ley. Son un ejemplo las normas que obligan a los padres del "agresor" a hacerse cargo de los costos del
tratamiento médico o terapéutico que resulten de situaciones de acoso.

Disposiciones como las mencionadas alimentan los conflictos y son la puerta de entrada a la judicialización. ¿Cómo se deslindan los daños provocados
por el acoso de los que no lo son?, ¿quién atribuye responsabilidades?, ¿quién define las "medidas correctivas" adecuadas? Sé de "bromas" entre chicos
de 6 ó 7 años que terminaron en manos de un abogado. No son las más habituales, pero dan cuenta de hasta qué punto un discurso que sostiene que

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hay víctimas y victimarios provoca estragos en el lazo. Otro caso paradigmático es la ley sancionada en Toronto, Bill 13, que bajo el supuesto de que los
homosexuales son con mayor frecuencia acosados por sus compañeros, les otorga el derecho a crear clubes en las escuelas. La iniciativa fue cuestionada
con argumentos homofóbicos pero no por los efectos en la subjetividad y en el lazo de la conformación de colectivos de víctimas o de potenciales
víctimas.

A inicios del siglo XXI, la infancia es objeto de control y disciplinamiento, aunque también de negocio y especulación. Hoy numerosos estudios jurídicos
ofrecen asesoramiento a las víctimas del acoso. Un negocio lleva a otro. En Mendoza, una empresa ofrece a las escuelas privadas cobertura médica para
afrontar los gastos en caso de que fueran demandadas por bullying.

Pero no es el discurso sobre el "bullying" un dispositivo aislado. Cámaras de seguridad, detectores de armas, mochilas transparentes, líneas de
denuncia o de asistencia a la víctima, nos alertan a cada instante sobre el riesgo que supone la existencia de un otro. Son dispositivos a tono con una
sociedad que manda a temer, a ver en el otro no nuestro prójimo o semejante, sino una amenaza, una fuente de peligro. Pareciera que un nuevo
imperativo nos rige: "temed los unos a los otros", "cuidaos unos de los otros", no unos a los otros. Este discurso encuentra terreno fértil en la
fragmentación del lazo o entramado social, aquello que hace de un conjunto de personas una comunidad, pero a su vez profundiza dicha ruptura.
Capturados por este imperativo de época, generamos dispositivos que no sólo han demostrado su ineficacia sino que agravan el problema. La fórmula
se invierte: si antes éramos vigilados por ser sospechosos, hoy lo que nos hace sospechosos es ser vigilados. El círculo se cierra sobre sí mismo: la
fragmentación del lazo genera miedo y desconfianza, los dispositivos que se piensan desde esa desconfianza profundizan la fragmentación del lazo. El
otro temido se vuelve el otro rechazado: ante lo que se nos representa como una amenaza lo que prevalece es la lógica de la exclusión o la eliminación.

Erosiona, además, el núcleo mismo de la autoridad pedagógica. La impunidad o la inacción por parte de los docentes y el sentimiento de desprotección
son parte del argumento. Ante un "otro que nos amenaza", la impunidad deja a los sujetos como objetos pasivos, inermes, desamparados a merced de
ese otro. Y ese vacío es lo que habilita la venganza. Es el mensaje de numerosas producciones culturales: "Bully", un videogame conocido entre los
adolescentes, la serie de la MTV Bully Beatdown, un ring de box donde se vengan quienes han sido "víctimas"; la campaña de la Cartoon Netwoork,
"Nerds de hoy serán tus jefes mañana", en la que niños que hoy son acosados amenazan a quienes en el futuro serán sus subordinados y, el capítulo "El
vengador infantil", de la serie Los vengadores.

La primacía del significante bullying alienta identificaciones al objeto de un otro malo o peligroso. ¿Qué nos dice acerca de la subjetividad
contemporánea el hecho de que se encuentre tan presta a estas identificaciones? Una cultura que ha visto declinar las formas tradicionales de ejercicio
de la autoridad pierde capacidad de proponer a los sujetos representaciones a las cuales identificarse por la vía del ideal. Los sujetos echan mano a
identificaciones que los colocan en el lugar del malo o peligroso o de objeto de ese otro, en otras palabras, del victimario o la víctima. Sin embargo, estas
identificaciones los dejan más librados a las pulsiones, propias y ajenas, con los efectos que ello supone: el aumento de la sensación de desamparo y el
miedo frente al otro. A la construcción de un otro temido, se suma la construcción de una subjetividad victimizada.

Un discurso que rechaza la subjetividad


Corría el año 2012 y, en pleno debate del DSM5 finalmente publicado en el 2013, la cobertura mediática del suicidio de un niño instala el bullying en la
agenda mediática, pedagógica y social. El parecido con el tratamiento del tema treinta años atrás no puede dejar de sorprendernos. Casualmente,
Olweus inicia su obra, "Conductas de acoso y amenaza entre escolares" refiriéndose a las "historias aparecidas en la prensa". En Noruega, en 1982, tres
chicos se habían suicidado "con toda probabilidad como consecuencia del grave acoso al que les sometían sus compañeros". Es en ese contexto, de
reciente publicación del DSM III (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales) de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, que el
investigador escandinavo, quien hacía más de una década investigaba la violencia en las escuelas, se vuelca al estudio del bullying. Según él mismo lo
afirma, no lo hace guiado por los resultados de sus investigaciones, ni por una preocupación de los docentes, sino a partir de casos publicados en la
prensa. Finalmente, la primera edición de la obra de Olweus, "Conductas de acoso y amenaza entre escolares", sale a la luz en 1993, año en el que se
debatía la cuarta edición del DSM, publicado en 1994.

No parece simple causalidad cronológica. De la tercera edición del DSM data la inclusión del "trastorno disocial" como categoría de enfermedad mental.
Mientras que el DSM IV incluye el acoso como patología mental asociada a este trastorno. Una lectura de la obra de Olweus en esta clave nos permite
vislumbrar que el conductismo cientificista que orienta los DSM, es el marco epistemológico desde el cual enfoca su investigación. Los métodos
utilizados para la definición de perfiles son similares a los exigidos para la inclusión de un trastorno como tal. Y es el mismo Olweus quien, sin
mencionar la fuente, sostiene que "se pueden entender el acoso y las amenazas entre escolares como un componente de un modelo de comportamiento
antisocial opuesto a las normas ("desorden de conducta") más general". Significativamente el término "desorden de la conducta" fue introducido por la
tercera edición del DSM en vez de "trastornos del comportamiento", utilizado hasta ese entonces. Como es de conocimiento del lector, la publicación de
esta taxonomía, en particular su cuarta edición, generó una fuerte polémica con numerosos actores sociales que denunciaron la alianza entre la
pseudociencia y los intereses de mercado y sus esperables efectos: el abuso de diagnósticos, de la prescripción de psicofármacos y de terapias
conductistas, hoy terapias cognitivo comportamentales (TCC).

La historia se repite. Treinta años más tarde, en pleno debate del DSM5, la prensa conmueve nuevamente a nuestra sociedad a través de un caso de alto
impacto: una vez más, el suicidio de un niño. El paralelo entre el interés mediático, la investigación y visibilización de este fenómeno y su inclusión
como patología en los DSM es a todas luces notable. Sin embargo, poco dice la bibliografía al respecto. Pareciera que el contexto de producción se
silencia. Y es este silencio el que sella el triunfo de la alianza entre ciencia, mercado y medios de comunicación de masas. Es la agenda oculta del
bullying.

Volvamos a las preguntas acerca de las condiciones de posibilidad de este discurso y sobre sus efectos en la subjetividad y en el lazo. "Somos bullying"
se presentan dos jóvenes en la escuela; "Soy TDAH", no "tengo TDAH" o "sufro de TDAH" es el modo en que eligen hacerse conocer numerosos sujetos
en las redes sociales. El sujeto queda reducido a ser el estigma, ya no es el portador del trastorno, ni un trastornado, sino el mismo trastorno. Aferrarse
a una etiqueta, a un modo estigmatizado y estigmatizante de ser nombrado, es una resolución fallida ante la complejidad para construir identificaciones
por la vía del ideal. Puede ser momentáneamente tranquilizador, pero tiene un alto costo: el borramiento de lo singular. Porque la recurrencia a una
categoría universalmente estandarizada, vela la dimensión subjetiva a la vez que obtura la pregunta del sujeto por su propia responsabilidad ante el
malestar que lo aqueja.

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Notas
* Ana Campelo es Lic. en Ciencias de la Educación. Asesora de la Comisión de Educación de la Cámara de Diputados de la Nación, donde participó de la
elaboración de la Ley 26.892 "Promoción de la convivencia y el abordaje de la conflictividad en las instituciones educativas", sancionada el 11 de
septiembre de 2013. Fue Coordinadora del Observatorio Nacional de Violencia en las Escuelas, del Ministerio de Educación de la Nación (hasta abril de
2014).

 
 

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