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El elefante fotógrafo

Había una vez un elefante que quería ser fotógrafo. Sus amigos se reían cada
vez que le oían decir aquello:
- Qué tontería - decían unos- ¡no hay cámaras de fotos para elefantes!
- Qué pérdida de tiempo -decían los otros- si aquí no hay nada que
fotografíar...
Pero el elefante seguía con su ilusión, y poco a poco fue reuniendo trastos y

aparatos con los que fabricar una gran cámara de fotos. Tuvo que hacerlo

prácticamente todo: desde un botón que se pulsara con la trompa, hasta un

objetivo del tamaño del ojo de un elefante, y finalmente un montón de

hierros para poder colgarse la cámara sobre la cabeza.

Así que una vez acabada, pudo hacer sus primeras fotos, pero su cámara

para elefantes era tan grandota y extraña que parecía una gran y

ridícula máscara, y muchos se reían tanto al verle aparecer, que el elefante

comenzó a pensar en abandonar su sueño.. Para más desgracia, parecían tener

razón los que decían que no había nada que fotografiar en aquel lugar...

Pero no fue así. Resultó que la pinta del elefante con su cámara era tan

divertida, que nadie podía dejar de reír al verle, y usando un montón

de buen humor, el elefante consiguió divertidísimas e increíbles fotos

de todos los animales, siempre alegres y contentos, ¡incluso del

malhumorado rino !; de esta forma se convirtió en el fotógrafo oficial

de la sabana, y de todas partes acudían los animales para sacarse una

sonriente foto para el pasaporte al zoo.


La tortuga y el águila
Había una vez una tortuga muy inconforme con la vida que le había tocado, y
que en consecuencia no hacía otra cosa que lamentarse.

Estaba realmente harta de andar lentamente por todo el mundo, con su


caparazón a cuesta.

Su más profundo deseo era poder volar a gran velocidad y disfrutar de la tierra
desde las alturas, tal y como hacían otras criaturas.

Un día un águila la sobrevoló a muy baja altura y sin pensárselo dos veces la
tortuga le pidió que la elevara por los aires y la enseñase a volar.

Extrañada el águila accedió al pedido de lo que le pareció una extraña tortuga


y la atrapó con sus poderosas garras, para elevarla a la altura de las nubes.

La tortuga estaba maravillada con aquello. Era como si estuviese volando por
sí misma y pensó que debía estar maravillando y siendo la envidia del resto de
los animales terrestres, que siempre la miraban con cierta compasión por la
lentitud de sus desplazamientos.

-Si pudiera hacerlo por mí misma –pensó. –Águila, vi cómo vuelas, ahora
déjame hacerlo por mí misma –le pidió al ave.

Más extrañada que al inicio el águila le explicó que una tortuga no estaba
hecha para volar. No obstante, tanta fue la insistencia de la tortuga, que el
águila decidió soltarla, solo para ver cómo el animal terrestre caía a gran
velocidad y se hacía trizas contra una roca.

Mientras descendía, la tortuga había comprendido su error, pero ya era tarde.


Desear y atreverse a hacer algo que estaba más allá de sus capacidades le
había costado la vida, una vida que vista desde esa perspectiva ya no le
parecía tan mala.

Ese mismo razonamiento fue hecho por el águila, que contrario a la tortuga se
sentía muy satisfecha y conforme con lo que la naturaleza le había dado.
EL ZAPATERO FELIZ

Todavía perdura el recuerdo, en una ciudad de Europa, de un alegre zapatero. Era,


probablemente, una de las personas más felices de la tierra a pesar de su gran humildad.
Un día el zapatero fue visitado por uno de sus vecinos, un banquero muy rico, que al
observar la gran alegría del zapatero entre tanta infelicidad, no pudo dejar de preguntar:
Señor zapatero, si no es molestia, ¿podría decirme cuánto gana usted con su humilde
trabajo?
Es tan poco dinero, señor, que hasta vergüenza me da decirlo, no se lo tome a mal. Pero
dicho dinero me da cada día el pan de mis hijos, y a mí me basta con terminar
decentemente el año, aunque tengamos que privarnos, lamentablemente, de muchas
cosas. – Respondió el zapatero orgulloso.
Aquella excelente y positiva actitud dejó muy sorprendido al banquero  que, poco
después, dijo muy conmovido:
Señor zapatero, tome usted estas monedas de oro que le ofrezco desinteresadamente, y
guárdelas con esmero para cuando las necesite de verdad.
A partir de entonces la actitud del zapatero cambió, con motivo de sentirse poseedor de
una de las mayores riquezas del mundo. Aquella riqueza exigía mucho del zapatero, ya
que al haber escondido bajo el suelo de su casa las monedas de oro, era incapaz de
descansar y vivir con normalidad. El zapatero había enterrado sin saberlo al mismo tiempo
el dinero y su alegría y buen humor, siendo desde entonces huéspedes de su casa, el
miedo, la desconfianza, el desvelo y la inquietud. El menor ruido durante la noche, le hacía
llenarse de temor ante un posible robo y sus consecuencias.
Hasta que un día, cansado el zapatero de su nueva vida, fue a visitar a su vecino banquero:
Oiga, amable señor; quiero devolverle todo su dinero, pues mi mayor deseo es vivir como
lo hacía antes y , de esta sencilla forma, el zapatero recuperó su alegría.

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