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Hay otro día que recuerdo con exactitud en Varsovia. Comencé a caminar
por la ciudad vieja y mis referencias eran bastante vagas: no he ido a la
izquierda de la muralla, no he pasado más allá del toldo blanco de esa
esquina. Soy incapaz de recordar los nombres de las calles o de anotarlos,
no sé porqué. Mi memoria es fotográfica y dispersa. Pero llegué a la Plaza
del Mercado, donde está una sirena en el medio de todo. Una de las
plazas más importantes de Varsovia. Estaba vacía, con algunas personas
sentadas en los bancos. Dos leían, dos mujeres, y otras más solo miraban
hacia al frente. Estaba tan vacía que coloqué mi teléfono sobre los
manubrios de un scootter y con el temporizador para hacerme una foto. No
salió como me gustaría, pero está bien. Luego pasaron tres niñas y le pedí
una foto a la más alta. Esa quedó mejor. La cosa es que no sé que tenía
esa plaza vacía, rodeada de edificios de colores, que me hacía delirar de
emoción y me dije que tenía que volver al final de la tarde. Volví casi todos
los días que estuve en Varsovia y uno de ellos me senté en una de las
mesas a tomar una cerveza y escribir en mi libreta. Es turístico, es más
caro, pero no me importó. Me senté a espaldas de la sirena. Otro día volví
y me perdí buscando la oficina de correos para enviar tres postales. Pero
no me importaba perderme, la plaza siempre estaba allí y el ruido, y la
gente y los turistas que se volvían pegajosos al atardecer porque los
edificios brillaban. Miren, ahí está un restaurante de varias estrellas
Michelin, no sé el nombre, no lo anoté, pero al lado y digamos, por todos
lados, hay puesticos que venden helados y waffles llenos de crema y
chocolate y chispas de colores. Y todos van caminando por las calles de
Varsovia con eso o lo otro, o con alguna baguette llena de champiñones
con queso y salami. Yo también. Yo caminé por las calles de Varsovia
dando mordiscos a mis antojos, sin remordimiento. Ese día lo recuerdo
bien: me comí un helado, me tomé una cerveza. No fue el mismo día que
me perdí buscando la oficina de correo. Los mezclé, pero no importa.
Hubo un día en Varsovia que no me dejaron pasar por una calle porque
estaban filmando una película ¡una película! Grabé un video de 33
segundos de ese momento. Se veía todo tan exacto, tan a los
documentales que he visto: los niños jugando con una pelota desgastada,
los guardias marchando, la hogaza de pan. Qué loco, pensé, estoy en
Varsovia viendo cómo graban una película de los tiempos de la guerra. No
me quedé mucho tiempo. No sabía a dónde quería ir, que cuando viajo
sola todo se vuelve muy: me provoca a la derecha y ahora a la izquierda.
Pero justo después de eso llegué a los linderos de la muralla y habían dos
niños compartiendo un poco de agua. Estaban sentados en la muralla,
muy sudados, mientras sus bicicletas reposaban en la pared. Me apoyé en
un muro y les hice una foto y uno de ellos me miró y me saludó. Yo le
devolví el saludo, la sonrisa cómplice. Me alzó el pulgar y yo también.
Tenía lentes, yo también. Y nos reímos. Esa, justo esa, es mi foto preferida
del viaje que hice por Europa durante tres meses. Fue su risa, la luz de la
tarde, el sabor de mi chiclet, su sudor, su pulgar al aire, la muralla, el árbol
de hojas rojas. Ese instante lo atesoro. Y miren que Polonia fue apenas el
segundo país por el que pasé en tres meses. Y Varsovia la segunda
ciudad que conocía en ese periplo. Pero esa foto, un solo click, se me
grabó en los sentidos y permaneció al final de toda la travesía, varias
ciudades después.