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desde el fin del Imperio Otomano hasta nuestros días, pasando por
la Francia ocupada durante la Segunda Guerra Mundial y los
violentos episodios del conflicto árabe-israelí, Las Escalas de
Levante, título con el que Amin Maalouf hace referencia a las
ciudades comerciales que durante largo tiempo fueron crisol y punto
de contacto de los hemisferios oriental y occidental narra la
apasionante historia de Ossyane Ketabdar, emblema de la ancestral
encrucijada de caminos que ha sido desde siempre el Cercano
Oriente y cuya azarosa existencia encarna a la perfección la de
todos aquellos individuos a quienes la ciega violencia de los
hombres y los vaivenes de la Historia han desposeído de lo que más
aprecian.
Amin Maalouf
¿Se tomaban en serio los dos amigos esta promesa? Más bien
tengo la impresión de que el asunto comenzó para ambos como una
humorada. Pero que, después, ninguno, de ellos se quiso desdecir,
para que el otro no se ofendiese.
La hija de Nubar tenía diez años. Desarrollada para su edad, al
parecer, pero delgaducha y morena, siempre con vestidos tristes;
una niña estirada a lo largo, más que un proyecto de mujer. Se
llamaba Cécile. Se casará con el amigo de su padre cinco años más
tarde. En 1914. Poco antes del verano. Poco antes de la guerra.
Tendrá una fiesta suntuosa, quizá la última en la historia en la que
turcos y armenios canten y bailen juntos. Y asistirá a ella, entre otros
miles de invitados, el gobernador de la montaña, que en aquellos
tiempos era, precisamente, un armenio, Ohannés pachá, antiguo
funcionario otomano; improvisará para la ocasión un discurso sobre
la recuperación de la fraternidad entre las comunidades del Imperio
—«turcos, armenios, árabes, griegos y judíos, los cinco dedos de la
augusta mano del Sultán»—, que será enormemente aplaudido.
Ni en plena fiesta conseguía Nubar desembarazarse de sus
inquietudes; pero el recién casado estaba tan feliz como un golfillo
callejero: «¡Vamos, suegro, expláyate un poco, únete a nosotros!
Mira a toda esa gente que ríe y que bate palmas en torno a ti; ¿no
hemos encontrado aquí lo que nos faltaba en Adana? ¿Qué
necesidad tenemos de emigrar a tu América?».
Todo parecía, en efecto, ir lo mejor posible. En previsión de su
matrimonio, mi padre acababa de hacerse construir, en los
alrededores de Beirut, en el lugar llamado Colina de los Pinos, una
morada suntuosa en piedra arenisca, a imitación de la que había
abandonado. Había traído de Adana los muebles de la familia, las
joyas de su madre, el viejo instrumental de su padre, los tapices,
cajas llenas de títulos de propiedad y firmanes y, por supuesto,
todas las fotografías.
En la gran pared del salón de la nueva casa Ketabdar, reinaba ya
la imagen más inesperada: la de los amotinados, con las cabezas
ceñidas y los rostros sudorosos bajo la llama de odio de las
antorchas; mi padre iba a mantener a la vista, durante toda su vida,
este singular trofeo cinegético. Durante años vendrían ola tras ola
de visitantes a escrutar de cerca a aquellos personajes, buscando
en vano algún rostro familiar. Y mi padre los dejaría atascados un
largo rato, antes de decirles: «No busquéis, no hay rostro alguno
que reconocer, son la turba, son el destino».
Siempre se sentaba dando la cara a aquellos hombres; al revés
que Nubar, que siempre les daba la espalda; y que, incluso, cada
vez que entraba en la habitación, bajaba invariablemente los ojos
para evitar volver a verlos.
Mi padre habría querido que a partir de entonces su amigo
viviese con él. Pero Nubar prefirió alquilar en la vecindad una casa
mucho más modesta, que le servía también de taller. El gobernador
le había nombrado fotógrafo oficial y, en algunos meses, su
comercio floreció. Igual que ese trigo de alta montaña que se
apresura a crecer porque sabe que la primavera será breve.
Aquel verano comenzó la guerra del catorce. Para los que la
conocieron, será siempre la Gran Guerra. En nuestra zona, a pesar
de todo, no hubo ni trincheras, ni sangrías, ni iperita. Se sufriría
menos por los combates que a causa del hambre y las epidemias. Y
luego, por la emigración, que despoblaría las aldeas. En toda la
montaña, a partir de entonces y durante mucho tiempo, hubo
innumerables casas sin humo.
Durante aquella época, en Adana, como en toda Anatolia,
comenzaron las matanzas. La tierra de Levante vivía sus momentos
más viles. Nuestro Imperio agonizaba, sumido en la vergüenza; de
entre sus ruinas, surgía una multitud de abortos de país; cada uno
rogaba a su dios que hiciese callar las plegarias de los otros. Y, por
los caminos, comenzaron a extenderse los primeros cortejos de
supervivientes.
Era la hora de la muerte. Sin embargo, mi madre estaba
embarazada. No de mí, no; todavía no. Embarazada de mi hermana
mayor. Yo nací después de la guerra, en el diecinueve.
En mi reloj, son las doce y tres minutos. Cada vez que levanto
los gemelos para mirar por el ventanal, la joven pareja de la mesa
vecina intercambia cuchicheos de disgusto. No sé lo que se
imaginan. Lo que hago no les atañe, pero se sienten incómodos. Allí
abajo, mi hombre se agita. En todo caso, esa es la impresión que
me da desde lejos; ha girado dos o tres veces sobre sí mismo,
acaba de asomarse al río, por el que pasa una gabarra. En el
puente, unos turistas hacen señales, quizá en su dirección. No
responde; se da la vuelta. Ya no le veo el rostro. Sus hombros
parecen hundidos.
Dejo sobre la mesa el importe de mi café y me voy. Echo a andar
deprisa. Quizá no se sienta contento de volver a verme, quizá deje a
un lado su cortesía para decirme que no me meta en su existencia…
No importa, hasta nueva orden yo soy en esta ciudad su único
amigo, o al menos la única persona a la que su suerte no deja
indiferente.
Mientras cruzo por el puente au Change, echó una mirada al
hombre, que sigue inmóvil, y otra a mi reloj. Las doce y nueve.
Aprieto el paso.
Cuando llego a la mitad del puente, me inmovilizo. Contengo el
aliento. Ante él, hay una mujer. Menuda, con el cabello gris y una
ropa severa, pero de rostro riente y los ojos ya cerrados. Él, siempre
con la cabeza baja y la espalda apoyada en el friso, no la ha visto.
Ella se acerca. Murmura unas palabras, supongo, porque Ossyane
levanta la cabeza. Sus brazos se elevan también, lentamente, como
las alas de un ave que no vuela desde hace mucho.
Ahora están uno junto a la otra, abrazados. Mueven la cabeza de
la misma manera, al unísono, como para avergonzar al destino que
los separara.
Se abrazan con rabia. Creo que aún no se han dicho casi nada,
que lloran. Siento temblar mis propios labios.