Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Cuando, por algún motivo, discutimos y posteriormente sentimos el peso del fracaso porque el
resultado ha sido negativo y hemos protagonizado un episodio irritante, nos sentimos como niños
asustados en busca de algún lugar seguro donde refugiarnos. Comprobamos, una vez más, que
dialogar serenamente es una conquista, no es un talante que se obtiene por arte de magia. Es más,
yo diría que es un objetivo que deberíamos tener siempre presente y perseguirlo con tenacidad, día
tras día. Damos por hecho que, en familia, en pareja, entre hermanos, entre amigos la relación es
siempre de naturaleza cariñosa, afectuosa, cálida, sin embargo, a veces se presentan dificultades,
circunstancias o acontecimientos ante los cuales tenemos visiones distintas, opiniones encontradas
y es natural que surjan pequeños conflictos.
Aunque parezca ingenuo decirlo, estos conflictillos serían superables si mientras discutimos
lográsemos considerar a la otra persona no cómo un obstáculo, sino como un ser que, como
nosotros, busca acuerdo y entendimiento. Casi siempre, cuando chocamos, nos movemos entre dos
tendencias: una que mira a afirmar mi opinión soberana, mi autonomía y otra que mira a no romper
la relación con la otra persona. En realidad, no son dos directrices opuestas ya que nuestra
autonomía se consolida sólo si contamos con la confirmación, aceptación y valorización de nuestro
interlocutor. Ratificarse, certificarse, confirmarse recíprocamente en una conversación, sin ansias
de supremacía y prepotencia, en un síntoma de civismo, de educación, de buenas maneras y, casi
me atrevería a decir, de sabiduría.
Acoger, valorizar, respetar son actitudes que demuestran la validez de aquellas palabras que alguien
pronunció hace muchos siglos y que siguen siendo una buena pauta de convivencia: “No hagas a los
demás lo que no quieres que te hagan a ti”.
Manuel Bellido