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Claro como el agua: la importancia de la ortografía y la redacción

Todos buscamos claridad en nuestros textos al momento de escribir. La claridad facilita la


comunicación, que es, a fin de cuentas, nuestro principal objetivo: transmitir nuestras ideas con la
transparencia, la fuerza y la agilidad de un río que corre y se desliza sin mayores tropiezos. La
redacción, entonces, deberá ser precisa; la ortografía, impecable.

Desde luego, los manuales, las gramáticas y los diccionarios serán herramientas útiles para disipar las
dudas y los problemas a los que nos podamos enfrentar mientras escribimos: si es correcto el uso de
una mayúscula, si se acentúa tal palabra, si es mejor usar un punto y coma que una simple coma para
puntuar un periodo. Y no faltará quien nos aconseje, para comunicar con eficacia nuestras ideas,
apegarnos a las normas establecidas por la Real Academia Española (RAE) o la Asociación de
Academias de la Lengua Española (ASALE); puesto que, sin duda, darán a nuestros textos limpieza,
fijeza y esplendor.

Es verdad que todo texto debería aspirar a ser claro como el agua; tanto, que permita dilucidar a
primera vista su contenido y su profundidad; pero, ¿son todos los cuerpos de agua así de claros y
transparentes? La realidad es que no, y la ortografía y la redacción importan menos que el contexto y el
público al que estén dirigidos.

Existen en el mundo tantos cuerpos de agua como formas del discurso, y la biodiversidad de sus
ecosistemas, así bibliodiversidad de sus contenidos, dependerá de las circunstancias en las que se
encuentran.

Los océanos, esas moles inmensas de agua que constituyen lo que de manera genérica conocemos
como el mar, son al discurso lo que las grandes obras de la literatura universal.

Poseedoras de una profundidad inimaginable, estas obras conservan aún en su interior misterios a los
que el hombre aún no ha podido echar mano. Los mares son discursos embravecidos que intimidan por
su vastedad y que podrían tomar por sorpresa al confiado lector o al poco experimentado, dejándolo a
la deriva de ese mar de palabras para su naufragio. Son libros antiguos, clásicos, poemas épicos de
largo aliento en los que habría que sumergirse con pericia más de una vez para disfrutar de sus aguas.
Muchos filólogos se han hecho a la mar de las letras sólo para transcribir, editar, estudiar, traducir y
anotar sus contenidos.

¿Quién alzaría la mano contra Cicerón para denunciar que su estilo es oscuro y complicado porque
abandona su verbo principal al final de un entramado complejo de proposiciones subordinadas? O ¿qué
ingenio se atrevería a señalar la incorrección ortográfica en la obra de Cervantes por insistir una y otra
vez en los mesmos vulgarismos?

Cuando se lee, estudia, edita, comenta o traduce una obra de estas características, importa más el bagaje
cultural y la experiencia como lector que las normas más vigentes de la ortografía española y las
buenas prácticas del bien escribir. Los clásicos son obras en constante construcción: el mar no tiene
edad.

Nadie es nada contra el mar y sus monstruosos mamotretos. Y que vuelva sobre sus pasos, como
Ulises, y se sumerja veinte mil leguas de viaje submarino en busca del cachalote blanco de Ahab, quien
opine lo contrario.
Así pues, más valdrá acostumbrarnos por igual a cultismos, neologismos y vulgarismos de todo registro
del español antes de izar nuestras velas sin miedo al mar de la literatura de todos los tiempos. No le
aunque que Moreno de Alba y los señores de la lengua insistan en que por respeto a la sociedad se
utilicen las formas ejemplares del español que han establecido los hablantes educados, que saben leer
y escribir y, además, que suelen leer y escribir… porque dios los libre de los bárbaros y los bereberes.

Pero aquel dios que los protege y libra de Titivillus y la federatas no es el dios de las palabras a quien
Gabriel García Márquez, encomendó el sino de le lengua y la literatura en su botella al mar. Si es
verdad que en la diversidad hay riqueza, también es cierto que no todos lo han entendido de esta
manera.

García Márquez, de nacionalidad periodista y colombiano de profesión, entendió el cambio y fue


consciente de la velocidad a la que se movían las palabras en los medios de comunicación masiva como
las revistas, los periódicos, los noticieros, los semanarios, los comics y un sinfín de formas del discurso
que corren con la fuerza y la agilidad de un río. Baste mencionar, por ejemplo, el covicho, que ha
estado en boca de todos, sanos y enfermos, en los últimos dos años, y que la corrección ortográfica no
pudo resolver a tiempo por encima de la necesidad de comunicar el peligro que representaba el virus.

Así, los ríos, como cuerpos de agua, se asemejan mucho a los artículos periodísticos breves y rápidos
que arrastran la basura de sus aguas y de su naturaleza: se publican, se leen, se desechan. Son veloces;
llevan en su interior la información más fresca, más reciente. Emplean las formulas necesarias que
puedan dar con la descripción y el análisis más cercano a nuestra realidad, donde pierde relevancia la
discusión sobre si es mejor publicar el covid o la covid, mientras haya constancia y ritmo en su cauce.
Y así será para los ríos hasta que los neologismos y la fraseología propia de sus aguas desemboquen en
los lagos de la literatura científica o especializada, hasta que el consenso logre asentar su forma
definitiva.

Los lagos, esos cuerpos de agua calmos y tranquilos que se nutren principalmente de los ríos,
representarían el discurso ejemplar: la norma estándar de la lengua donde cualquiera podría ver
reflejado su pensamiento en palabras con un buen dominio de la gramática y la ortografía. Estas formas
del discurso, sereno, calmo y plácido, son propios de la academia y de los académicos. Son trabajos
formales, estrictos, puntuales. No son arriesgados porque su finalidad y su alcance son breves. Aquí, a
este cuerpo de agua, vienen a parar los discurso que bajan furiosos de la montaña, arrastrados por el río,
hasta la estabilidad de sus formas. Son discursos sobre los cuales todo hispanohablante, no nativos o
estudiantes del español, pueden nadar sin riesgo alguno. Los manuales, los diccionarios, las gramáticas
y las sintaxis se escriben y configuran a partir de estas formas del discurso, tanto por el carácter general
de sus formas, como por su neutralidad. Aun cuando los textos puedan mostrar diferencias sustanciales
en principio, las obras son neutralizadas por tractores, correctores y editores para venir a formar parte
de esta gran laguna literaria, también llamada el canon.

Si son estos cuerpos de agua donde se halla la literatura contemporánea más significativa para el
español actual, ¿son estas obras lacustres la expresión máxima del discurso escrito? No. El ciclo del
agua y de la literatura no termina cuando cualquiera de estas desemboca en los lagos o en los mares,
sino que se evapora al calor del sol y se sublima hacia el mundo de las ideas, donde se condensará en
pequeñas palabras primero y terminará por precipitase torrencialmente en una lluvia de locuciones
frescas, formas y discursos completamente nuevos que habrán de correr por los ríos de la lengua para
nutrir, una vez más, los lagos de agua dulce de la literatura.

Entonces, ¿claro para quién? si todo depende del cristal con que se mira.
Escribir es un ejercicio y, como todo deporte de alto rendimiento, requiere de práctica y paciencia. Es
importante conocer las normas vigentes de la ortografía y la estructura gramatical básica del español
para construir un discurso puntual, consistente y claro. Pero es importante también entender que tomar
una actitud frente a la lengua no es sólo un capricho, sino una manifestación de independencia,
autonomía, reconocimiento e identidad para todes, y que la lengua se ejerce también como un recurso
político.

No hay duda de que lo principal es la claridad, pero así como el agua se adapta a cualquier cuerpo que
lo contenga, así el discurso, para llegar a su auditorio, deberá de adaptarse al contexto y público al que
se dirija.

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