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EN EL CENTENARIO DE MARÍA ESTHER GILIO

El revés de la trama
Intrépida, sagaz, graciosa, tan encantadora como incisiva, culta, ocurrente, sensible,
comprometida, espléndida, siempre espléndida. Así era María Esther Gilio, maestra de
periodistas, que cultivó como nadie el arte de la entrevista con aires de crónica. Su gusto
por narrarse a través del humor autoconsciente, recurriendo con frecuencia a la
anécdota, tuvo, sin embargo, el efecto de asordinar su verdadero peso como escritora y
su lugar como integrante –de florecimiento tardío, pero de pleno derecho– de la
generación del ’45.
María José Santacreu

Hay muchas maneras de recordar a María Esther, de homenajearla, de recuperar su


legado e intentar impulsarlo hacia el futuro. Invocar y convocar a la compañera de carne
y hueso con la que nos encontrábamos en la redacción puede ser una. Intentar recuperar
el impacto que nos provocó descubrir su trabajo en estas mismas páginas, otra. Recorrer
su vida, tan novelesca, otra más. Sin embargo, a mí, que la traté tan poco, de repente me
empezó a venir como una rabia.

No sé bien de dónde salió esa rabia, pero después que apareció ya no se fue. Seguía
leyendo sus notas y libros, creía que por fin me había librado de ella y de repente ahí
estaba de nuevo. Hasta que un día me di cuenta que lo que me pasaba era que no quería
que María Esther siguiera contando anécdotas maravillosas en sus entrevistas,
biografías, presentaciones, prólogos y notas de prensa.

Dónde empezó, no sé. A lo mejor cuando la repetición de ciertos episodios dejaron


entrever un ansia que asomaba detrás de los desopilantes cuentos de señora macanuda.
O con la apoteosis del recurso, representado por la inmisericorde incontinencia que
pone en escena Liliana Villanueva en Lloverá siempre1. Era como hablar de una
película contando la trama. Y todos esos cuentos increíbles, a pesar de su innegable
atractivo, empezaron a parecerse a una culpa.

¿Pero culpa de qué? –me preguntaba. Escribirlo yo no podía, así que seguía leyendo.
Los libros de María Esther no son fáciles de encontrar. Salvo la larga entrevista de
Villanueva –que no biografía– y la recopilación de sus conversaciones con
psicoanalistas, reeditado el año pasado por Estuario2, sus publicaciones están
descatalogadas. Hace un tiempo empecé a perseguir sus libros por la ciudad: la
entrevista a Pepe Mujica3 me la trajo un señor canoso y puntual a la Plaza de los
Bomberos, que de paso me contó cómo se arriesgó a cruzar la frontera en el Uruguay
dictatorial arrancándole la tapa a La guerrilla tupamara4, el libro con el que María
Esther ganó el premio Casa de las Américas en 1970 y del que más tarde abjuró.
EmerGentes5 lo fui a buscar al Reducto de las manos de un joven parco y veloz. Un
librero que atesora una colección de más de diez mil ejemplares en La Blanqueada tenía
las entrevistas tangueras tituladas Y sin embargo te quiero…6; además del notable
Protagonistas y supervivientes7 y la larga entrevista a Wilson8; el de Pichuco9 estaba en
Ruben, mientras que Entrelíneas10, la recopilación de entrevistas a escritores que
publicó Brecha, estaba, pues, en Brecha. Terra da felicidade11, por su parte, todavía
viene en un viaje que lleva más de veinte días desde no se sabe bien dónde. Yo ya tenía
otros: Aurelio, el fotógrafo12, las entrevistas a Onetti13, el de Cholo el cañero14 y el de los
tupamaros que, a pesar de que María Esther dijo no querer nunca volver a publicar,
apareció en una edición del Ministerio de Cultura del gobierno bolivariano de
Venezuela en 2006 que puede bajarse de Scribd. Eso, además de las muchas notas y
entrevistas publicadas en Brecha.

Esa lectura sucesiva de los escritos de María Esther, de sus entrevistas y reportajes
ayudan a ver no solamente hasta qué punto logró perfeccionar el arte de la entrevista
sino algo mucho más importante y misterioso. ¿De dónde salió esta escritora que parece
haber nacido totalmente formada, considerando la factura de su primer trabajo
periodístico, titulado “En busca de Alfredo de Simone”? Al día siguiente de publicar esa
primera nota en La Mañana, Carlos Quijano le tiró la carnada. Y María Esther picó,
incapaz de resistirse al para ella inaudito honor de ser invitada a escribir en Marcha por
el director.

La nota que escribe sobre de Simone es un hibrido entre la crónica y la entrevista. Gilio
va tras las huellas del pintor muerto, busca su tumba olvidada, encuentra a su hermana
en una ruinosa casa de inquilinato, habla con ella. Allí ya echa mano a un recurso que le
será muy socorrido, es decir, la reflexión sobre cómo abordar la propia entrevista, la
explicitación de sus artimañas para lograr el fin deseado: “Apenas la vi supe que era
necesario encontrar entre cien fórmulas de simpatía aquella que por lo menos me dejara
atravesar el umbral. Le hablé desde la puerta del hermano, de mi admiración por él.
Pero casi sin oírme elaboró su defensa. ‘No tengo cuadros, ninguno. No tengo nada’”15
Y un poco más adelante, cuando conoce al único discípulo de de Simone, encuentra lo
que iba a buscar: no solamente las enseñanzas del maestro sino la revelación de lo que
ella quería lograr como escritora. Años más tarde le dirá a Villanueva: “Citando a su
maestro, López me dijo las frases que yo necesitaba para la nota. Todavía lo recuerdo:
‘Observá’, le decía de Simone. ‘Tratá de levantar la luz a través del color local’. Había
otra frase que me gustó mucho: ‘Observá el tono. Arrancalo del objeto y llevalo a la
tela. Si querés que la obra sea verdadera, no inventes nada.
Esas dos frases eran estupendas y me armaron la nota. Creo que también sirven para
quien no pinta. O para quien se pone a escribir artículos periodísticos como esta
insensata que te habla en la penumbra de un sábado lluvioso. ‘Si querés que tu nota sea
verdadera, no inventes nada’, traduje para mí. Yo tomé esas frases como lección para
eso que yo no sabía estaba iniciando: mi vida de periodista.”16

Gilio era en extremo sagaz. Tenía un oído perfecto para captar la esencia de las cosas,
para pescar tonos, frases, intenciones. Su cabeza iba armando la nota mientras las cosas
sucedían, se subía a todos los trenes en marcha, que eran muchos, mientras ella misma
ponía en marcha otros nuevos. No dejaba pasar ninguna oportunidad y también las
creaba. Rapidísima, clarividente: simplemente veía donde estaban las claves de los
personajes a medida que hablaban e iba armando el cuadro. Su cerebro iba siempre un
paso más adelante. Es lo que pasa, por ejemplo, con sus entrevistas a Troilo.

Gilio siempre dijo que sus libros preferidos eran el de Pichuco y Terra da felicidade,
que contiene sus crónicas brasileñas. Es en estos libros que se ve mejor su talento
literario. Un talento que ella nunca permitió reconocerse, arrogándose, apenas, algún
talento para el periodismo y acotándolo a la entrevista. Incluso cayendo en crisis de
autoconfianza, como la que muchas veces narró y que involucra a Timerman y su
disgusto con la entrevista a Neruda, que casi la lleva a abandonar la profesión.

Pero hay libros que no esperan al lector, libros que van y lo agarran de las solapas. Los
de María Esther son de estos, porque muchas de sus notas tienen grandes comienzos. La
de Troilo: “Tres noches tuve que esperar para hablarle de lo que quería”. La de Mujica:
“José Mujica Cordano, a quien hasta sus enemigos hoy llaman Pepe, se puede decir que
nació entre el frío y el estruendo”. La de Neruda: “Me pregunto si existe el derecho. Si
alguien lo tiene. El derecho de seguir y perseguir a un poeta, no por deleite propio, sino
para contarlo a otros”. La de Alberti: “Domingo de agosto en Madrid quiere decir
silencio y cielo alto, muy alto porque el aire es seco y transparente.” O esta: “Hebe
Uhart vive en un piso alto de la ciudad de Buenos Aires. Es el lugar que le corresponde.
Le alcanza con bajar para encontrar a sus personajes”. También tienen grandes
momentos inesperados, porque en aquel juego de la confianza, que Ma. Esther
planificaba y trazaba como una estratega, se las arreglaba para extraer confesiones. Ese
talento nadie se animó a negárselo. Juan Gelman lo resumió así: “Esta troica de Troilo
es una verdadera biografía –no de datos fatigados, sino de sueños, deseos, tonos,
atmósferas– de un hombre que supo decirle a María Esther Gilio al final de la entrevista,
en la voz baja de la confesión, “tengo unas ganas de morirme que no puedo más” y se
murió meses después. No cualquiera despierta en el ajeno la necesidad de expresar una
verdad de ese calibre. Hay que ser muy especial”. 17

Cuando María Esther le dijo a su psiquiatra que no ejercería más el periodismo debido
al juicio negativo de Timerman, ésta le preguntó por qué le hacía caso al comentario
negativo de Timerman en lugar de al juicio positivo de Juan Gelman, que había
aceptado la nota. Fue ahí donde empecé a entender un poco de dónde venía la rabia.

Había pocas cosas de las que ella se vanagloriaba. Una de ellas era de cómo preparaba
las entrevistas. Lo atribuía a su formación como abogada: no era posible enfrentar un
juicio sin conocer el expediente a fondo. También a esa formación atribuía su deseo de
saber y su afán por preguntar. María Esther se había formado una idea muy clara de
cómo se debía ejercer el periodismo, de cuales eran las reglas en esa relación
entrevistador-entrevistado. Tenía una ética inquebrantable: se debía cuidar al
entrevistado. Presentar su mejor versión. Sobre todo, había que estar muy atenta y
detectar los momentos en que el entrevistado bajaba la guardia y por un exceso de
confianza o una ilusión de amistad, decía cosas que no quería decir. Todo eso debía
quedar fuera de la entrevista. Era legítimo componer la entrevista, poner y quitar,
construir, recortar. No valía hacer ficción, es decir, inventar. Tenía claro que la
preparación no era solamente conocer a su entrevistado sino trazarse un objetivo y
utilizar todos los recursos a mano para lograrlo, entre los que se incluía cuidar el
atuendo, la vestimenta y el peinado, los gestos, las pausas y las miradas. Estaba
permitido actuar, pero no mentir. En ese “actuar”, se incluía, claro, fingirse más ingenua
o más conservadora (o liberal) de lo que en verdad era. La regla de oro final era que no
se mostraba la entrevista al entrevistado antes de publicarla.

Era una astucia con ética estricta. Un principio similar al que aplicó a su compromiso
político: abogada de presos, utilizó el acceso que tenía a ellos para entrevistarlos y
recoger testimonios de las torturas de las que eran objeto. Ella misma fue blanco de
atentados y debió marchar a un largo exilio que la marcó para siempre. Pero a pesar de
que su vida corrió peligro muchas veces, incluida la captura que sufrió en Brasil, su
coraje se mantuvo siempre intacto.

Es indudable el gran reconocimiento que logró a lo largo de su carrera. Sin embargo,


este reconocimiento ha tenido un cariz sesgado, sobre todo debido a que el énfasis
frecuentemente se pone en su habilidad de generar una cercanía humana con el
entrevistado que le abría puertas cerradas para otros. Ella contribuyó mucho con esta
lectura, sobre todo por la repetida utilización de algunos recursos que a menudo se
vinculan con las artes femeninas de la seducción y a ese juego de ingenuidad-picardía
que tanto utilizó, por ejemplo, con Onetti. Su lugar debería estar en la generación de
Marcha, junto a Carlos María Gutiérrez y Hugo Alfaro, pero a menudo sucede con ella
lo que pasa, por ejemplo, con China Zorrilla, cuya larga carrera actoral se borronea tras
la anécdota maravillosa. Las entrevistas y crónicas de María Esther Gilio merecen un
análisis más serio y profundo, que no solamente sitúe su valor en las confesiones que es
capaz de arrancar a través de la cercanía y la confianza que generaba en sus
interlocutores, sino por su cultura y formación, tanto literaria como filosófica y política,
por la agudeza y profundidad de su mirada, su sensibilidad social y compromiso
político, así como por la amplitud de sus intereses y lo adelantado de su
posicionamiento en temas sociales. Sus notas publicadas en Brecha “Los maridos que
pegan y violan” (1998) o “El cartero pega dos veces” (1994, sobre el castigo por mano
propia ejercido en Punta del Este contra un ladrón) parecen escritas hoy. A eso debe
sumarse la calidad literaria de su escritura con piezas que por momentos recuerdan a
Rulfo y García Márquez.

Sufrió mucho la obligación de tener que demostrar sus condiciones, tanto las
intelectuales como las físicas, y siempre sintió el rechazo de su padre que la consideraba
inhábil tanto para la labor intelectual como para el amor. Sin embargo, María Esther
dijo muchas veces que nunca se sintió relegada por ser mujer, aunque su vida y obra es
un largo diálogo con el precio que tuvo que pagar por ello. La manera que encontró para
poder habitar ese lugar que sentía no le pertenecía (el de periodista) no fue el de la
competencia o la imposición, sino el de la culpa y el disimulo de sus verdaderas
capacidades intelectuales, que brillaban sobre el papel escrito. Ya es tiempo de que las
veamos claro.

Su relación con Juan Carlos Onetti también puede ser vista, a la vez, como un trampolín
y un lastre. Fue su entrevistadora más tenaz e incisiva y volvió una y otra vez sobre el
tema de “las mujeres en Onetti” recriminándole la idealización de sus muchachas y la
monstruosidad de sus mujeres. Por otro lado, ella se prestaba a la dinámica de su propia
relación con el escritor, jugando hasta el fin de sus días con el misterio de la naturaleza
de su vínculo y hasta de la edad en la que se conocieron o si entonces era o no era
virgen.
Si me preguntaran lo mejor de su legado o como escapar de la rabia, me quedaría con su
bellísima habilidad para la escritura, que ejercía como si fuera lo más fácil del mundo,
deslizando sutilezas y reflexiones como ocurrencias al pasar, que iluminaban el retrato y
que le agregaban emoción, humor o profundidad: la rigidez de Giulietta Masina y su
desesperación por separarse de Gelsomina, el detalle de la memoria de las secas en la
crónica de María, la frase “toda isla verdaderamente tropical posee un paria” en la
crónica del alemán del Amazonas, el gordo que llegó a las 8 de la mañana al velorio de
Troilo “para evitar sorpresas”, todo el comienzo de la crónica “El Yo de Haedo y yo”,
entre muchísimas otras. Para quienes borroneamos cuartillas y tratamos de hacer del
periodismo nuestro oficio, leerla es una lección permanente.
1
Lloverá siempre. Las vidas de María Esther Gilio, de Liliana Villanueva. Criatura
Editora, Montevideo, 2018.
2
Cuando los que escuchan hablan. Conversaciones con grandes psicoanalistas,
Estuario, Montevideo, 2021.
3
Pepe Mujica. De tupamaro a presidente. Capital intelectual/Le Monde Diplomatique,
Buenos Aires, 2010
4
La guerrilla tupamara, Ministerio de la Cultura/Editorial El perro y la rana, Caracas,
2006.
5
EmerGentes, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1986.
6
Y sin embargo te quiero… Conversaciones de María Esther Gilio, Ediciones Instituto
Movilizador de Fondos Cooperativos, Buenos Aires, 2003.
7
Protagonistas y sobrevivientes, Arca, Montevideo, 1968.
8
Wilson Ferreira Aldunate, Ediciones Trilce, Montevideo 1986.
9
Aníbal Troilo, Pichuco. Conversaciones, Perfil Libros, Buenos Aires, 1998.
10
Entrelíneas, Ediciones de Brecha, Montevideo, 1996.
11
Terra da felicidade, Ediciones Mutantia, 1996.
12
Aurelio, el fotógrafo. La pasión de vivir, Trilce, Montevideo, 2006.
13
Estás acá para creerme. Mis entrevistas con Onetti, Cal y Canto, Montevideo, 2009.
14
El Cholo González, un cañero de Bella Unión., Trilce, Montevideo, 2004.
15
Protagonistas y sobrevivientes, ibid., pág 128.
16
Lloverá siempre, ibid., pág. 87
17
Prólogo a Aníbal Troilo, Pichuco. ibid..

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