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Es un error confiar que un mapa muestra con exactitud el territorio donde uno se encuentra. Pero
también es un grave error considerar a los mapas objetos inútiles para ubicarse en cierto territorio. En
política los esquemas para entender la izquierda y la derecha funcionan como mapas de lo que se suele
llamar espectro político, entonces se pueden cometer dos errores:
En realidad, definir o perfilar las ubicaciones de las izquierdas y las derechas es útil e impreciso.
Útil para pensar las ideas que en verdad están en disputa en las batallas políticas, incluso para pensar la
esencia misma de lo político. También puede ser útil para desenmascarar discursos políticos que
pretenden engañar a los votantes. Incluso para reconocer el carácter más profundo de las ideologías y
para vislumbrar un imaginario simbólico con raíces en la mentalidad humana.
Por supuesto, por más detallado, complejo y profundo que sea un mapa, no deja de ser una
representación imprecisa del territorio. Pero la realidad no se mapea para precisarla, sino para
ordenarla. Sin mapas es más fácil perdernos. Para atenuar el caos o la extrema complejidad, la
inteligencia busca y encuentra patrones. Los patrones mapeables de la política nos indican que las
izquierdas y las derechas, aunque sean categorías imprecisas, son necesarias.
En lo que respecta a los esquemas podemos clasificarlos en dos tipos: los que son de una
dimensión, una línea recta con dos extremos. Se trata de una díada muy básica y simple, que suele ser
explotada por los políticos para incentivar el maniqueísmo. El otro tipo de esquema es de dos
dimensiones, en la que se presenta una doble dicotomía, ya sea autoridad-anarquía, o democracia-
dictadura, nacionalismo-globalismo, igualdad-libertad, planificación-orden espontáneo, etc. Este plano
de dos dimensiones, incluso, se puede imaginar en una posible tridimensionalidad en la que “los
extremos se juntan”.
Así se puede considerar que la dualidad izquierda-derecha esconde una trinidad: izquierda-
centro-derecha, que a su vez se puede subdividir en siete partes: extrema izquierda, izquierda,
centroizquierda, centro, centroderecha, derecha y extrema derecha. El lugar común de que los extremos
se juntan no busca describir una realidad, sino descalificar la legitimidad de los extremos en la
competencia por el poder. Resulta convincente considerar peligrosos a los extremos y hacer que la
mayoría de las personas opten por una postura más centrada. Pero si se repite la operación y
nuevamente se descalifica a la centroizquierda y a la centroderecha como extremos peligrosos que se
tocan, el centro tiende a ganar votantes espantados/moderados. Lo cual se traduce en las democracias
reales como la ecualización de los partidos políticos.
No hay que perder de vista, que la cantaleta de que “los extremos se juntan” no es neutral, sino
que implica una visión sesgada del mapa político, es decir, una toma de postura a favor y en contra de
otras posturas. Tal postura es la del extremo centro que busca rechazar la idea misma de validez tanto
de las izquierdas como de las derechas, para monopolizar la superioridad moral, la sensatez y, en última
instancia, validar el poder del centrismo.
La gente de extremo centro pretende adueñarse del poder ninguneando y censurando tanto a las
derechas como a las izquierdas. Ninguneando porque les niega su carácter de presencias reales en el
espectro político. Y censurando porque las considera enemigas, no sólo entre sí, sino enemigas de la
paz perpetua y de la unidad social mítica que supuestamente existiría si no hubiera división izquierda-
derecha. Por supuesto, los políticos de centro, no necesariamente serían de extremo centro. La
diferencia del centro con el extremo centro radica en la tolerancia y en la aceptación de la participación
legítima de la izquierda y la derecha en la vida política. El extremismo de centro rechaza las ideologías
para adueñarse del poder con puro pragmatismo. De acuerdo a la experiencia, en las democracias
realmente existentes se va gestando paulatinamente una oligarquía de partidos, o bien, una
partidocracia, que además de romper el pacto democrático de la representatividad, se desinteresa de los
reclamos sociales, se olvida de la deliberación pública y renuncia a formar una sociedad ilustrada, en
lugar de eso, configura una democracia delegativa, sin calidad y sin participación popular. Bajo ese
sistema, la mentalidad inculcada por las escuelas tiende hacia la atomización del individuo y a la
justificación de la tecnocracia. Con lo cual, debemos notar que el extremo centro no es la ausencia de
ideología, sino una ideología que se vende como superación de las ideologías. Aunque sea electoral, no
es democrática porque no representa a la sociedad que mantiene viva la tensión izquierda-derecha. En
suma, es una oligarquía vestida de democracia.
En México, vale decir, el extremo centro está representado por el PRI, el PAN y el PRD. Quizá
en el pasado esos partidos eran de izquierda, derecha y centro, pero los partidos no son entidades
inmóviles, sino que se adaptan a los cambios. Debido a los cambios en el mundo político y en nuestro
propio país, estos partidos han convergido en un extremo centro. Para decirlo con un oxímoron:
representan la falta de representatividad. Rechazaron al pueblo en favor de organizaciones políticas,
que se autonombran sociedad civil, para hacer una labor de “lobby”, esto es, una política tras
bambalinas, de espaldas a los electores. Esa sociedad civil, financiada por los partidos políticos
financiados a su vez por el pueblo, es la que en verdad legisla e impone su agenda, incluso en el Poder
Judicial, de tal suerte, que tras la fachada democrática, la llamada sociedad civil constituye una
oligarquía que toma decisiones, que determina políticas públicas y que vive a costa de los impuestos.
Los partidos han perdido su identidad para simplemente ser mangoneados por los diferentes lobbys que
dominan los poderes del Estado.
Frente a la fachada democrática de tal oligarquía se vuelve más indispensable tener claro un
mapa de las izquierdas y las derechas, ya que la democracia deliberativa requiere ideas, propuestas y
soluciones a los problemas reales del pueblo. El rechazo a las ideologías es el rechazo a la discusión de
ideas, por lo tanto, a la posibilidad de encontrar dialécticamente y con la participación de diversos
sectores soluciones a los problemas. Desde el extremo centro, se nos pide delegar la discusión en los
tecnócratas.
Tener un mapa de las izquierdas y las derechas, nos permite recobrar la deliberación, identificar
los puntos de vista y los posibles encuentros y desencuentros entre diversos sectores de la sociedad.
Para que el extremo centro no imponga su agenda tecnocrática, censora y ninguneadora, debemos
reconocer la presencia de las izquierdas y las derechas.
Ahora bien, para identificar a las izquierdas y a las derechas se han propuesto diversas líneas
divisorias. Norberto Bobbio y Gustavo Bueno han realizado abordajes muy completos y brillantes
sobre el espectro político. Para realizar la propuesta de un nuevo mapa político que sobre todo dé
cuenta de la realidad mexicana, utilizaré algunas ideas de Bobbio y de Bueno.
Las seis generaciones de izquierda sobre las que escribió Bueno en El mito de la izquierda son
una punto de partida apropiado. Sin embargo, en México, el desarrollo de las izquierdas no es
exactamente el mismo que en Europa y España. Aun así, podemos decir que en México ha habido
varias generaciones de izquierda, las ubicamos de la siguiente forma:
Para el esquema que deseamos proponer, más que hacer una revisión histórica, para realizar un
mapa diacrónico, buscamos enfatizar un mapa sincrónico con las izquierdas actualmente pujantes, que
serían la quinta, la sexta y la séptima generación de izquierdas mexicanas, es decir, la socialdemocracia
principalmente académica, el populismo obradorista y el progresismo de diversos colectivos. Éstas son
las tres izquierdas del espectro actual de la política mexicana.
En frente, están tres derechas, aunque no sean tan visibles ni tan bien organizadas como las
izquierdas: la derecha conservadora, la derecha liberal y la derecha positivista, o bien, la derecha
progresista. El positivismo y el progresismo tienen puntos en común, por eso es que se podrían
nombrar de ambas formas. Confluyen en lo que se ha llamado posmodernismo.
Valgan, pues, estas palabras como introducción y comencemos a mapear nuestro espectro
político.
¿Qué es la izquierda?
La izquierda es uno de los dos motores de la lucha política moderna. Esto significa que es a la vez una
fuerza y un camino. Por un lado impulsa la movilización de élites y masas; por otra parte, limita la
forma de entender la realidad al encauzar la mirada. Si bien, se podría decir exactamente lo mismo de
su contraparte: la derecha, la izquierda se distingue, entre otros aspectos, por su tendencia a
hiperpolitizar al vida humana.
La primera diferencia que debemos notar entre izquierda y derecha es la tendencia hiperpolítica
de la izquierda y la tendencia despolitizadora de la derecha. Esto quiere decir que mientras la gente de
izquierda suele ver aspectos políticos y ecos de disputas políticas en la vida cotidiana, la derecha,
especialmente la más ingenua, suele creer en la posibilidad de un mundo sin política, es decir, sin
conflicto por el poder.
Entonces, la izquierda buscar encauzar la mirada de las masas hacia los conflictos para
incentivar el deseo de luchar por un mundo mejor.
La lucha por un mundo mejor sí distingue a la izquierda de la derecha, que podría tener otra
concepción del mundo, en la que éste no mejora radicalmente, sino que mejora periódicamente, pero de
una manera no sostenible. O bien, que mejora sólo en aspectos técnicos-científicos y para ciertos
individuos que luchan por obtener esos beneficios en su propia vida, pero no para la generalidad de la
población, y menos aun, por la acción planificada del Estado.
Entonces, hay que decirlo, quien quiera luchar por un mundo mejor, muy probablemente, será
de izquierda. Pero esta lucha es colectiva. Por el bien general de la humanidad, no por el bien particular
de una familia o un individuo. Por ello, el individualismo no es soluble en la izquierda ni el
colectivismo es fácilmente asimilable por la gente de derecha.
Ahora bien, para que la gente crea que es posible un mundo mejor hace falta una concepción
antropológica del ser humano como un ser capaz de moldearse de acuerdo con ciertos ideales. Hace
treinta años se les llamaba altermundistas. Aquellas personas que confían que el triunfo del capitalismo
sobre el socialismo no fue definitivo, no marcó el fin de la historia y que se puede generar un sistema
social y económico alternativo al que existe.
Como la izquierda desea construir un mundo mejor, requiere además de condiciones materiales,
que el ser humano sea un ser que se construya en sociedad, dicho en otras palabras, que se adecúe a los
ideales que tiene la izquierda. ¿Cuáles son esos ideales? En primer lugar, la igualdad; en segundo, la
justicia; y, en tercer sitio, la fraternidad universal.
Por supuesto, el énfasis que se le dé a cada uno de estos ideales y otros, puede variar muchísimo
entre una determinada izquierda y otra. Para entender esto, es necesario tener una perspectiva histórica,
en la cual podamos ver los matices tanto en los discursos como en la acción política real de las
sucesivas generaciones de izquierda.
Sin embargo, no podríamos decir cabalmente que la disputa por fundar una nueva nación fuera
una lucha entre izquierda y derecha. Aunque sí había una postura a favor de la monarquía y otra postura
favorable a la constitución de una república. Sería demasiado simplificador considerar que el defensor
de la monarquía estaba radicalmente opuesto al republicano por una distinta concepción antropológica.
Por lo tanto, para mantener nuestra congruencia, deberíamos señalar que en México no era tan notable
como en Francia.
Recordemos que en 1808, España fue invadida por el ejército de Napoleón, lo cual derivó en
que Carlos V declinara su corona y, posteriormente, también lo hiciera Fernando VII. En México,
Miguel Hidalgo no pretendía romper con el régimen monárquico, sino conseguir una monarquía
independiente. Una interpretación aceptable es que los insurgentes eran anti-imperio español, pero no
anti-monarquía.
Por supuesto, conforme fue avanzando el proceso revolucionario en España y en América, las
posturas fueron clarificándose. La Constitución de Cádiz 1812 se convirtió en una guía para los
insurgentes mexicanos. Un documento fundamental en el pensamiento político es Los Sentimientos de
la Nación del cura José María Morelos y Pavón, cuyo ideario es más de derechas que de izquierdas.
Pero no al cien por ciento.
Los Sentimientos de la Nación tienen 23 puntos, el primero dice: “Que la América es libre e
independiente de España y de toda otra Nación, Gobierno o Monarquía…”. Nos debe llamar la
atención que diga la América y no México. Porque si bien, luchaban en específico por la Nueva
España, continuaban considerando a la América Española una unidad cultural y política. El otro detalle
que no debe pasar inadvertido es la distinción entre gobierno y monarquía.
El segundo punto es legítimamente conservador: “Que la religión católica sea la única, sin
tolerancia de otra.” De hecho, puede considerarse un postulado de derecha que no admite la separación
entre Iglesia y Estado, que mantiene el trono y el altar unidos.
El tercer y cuarto punto versan sobre asuntos relativos a la relación entre feligreses y la Iglesia,
por lo que no lo voy a comentar, pero sí el quinto que dice: “La Soberanía dimana inmediatamente del
Pueblo, el que sólo quiere depositarla en sus representantes dividiendo los poderes de ella en
Legislativo, Ejecutivo y Judiciario, eligiendo las Provincias sus vocales, y éstos a los demás, que deben
ser sujetos sabios y de probidad.” Se trata, dicho en términos más modernos, de un gobierno
representativo con separación de poderes. En este punto muy claramente se nota la influencia de la
Ilustración, en especial de Rousseau y Montesquieu. Asimismo es claro que el pueblo no toma las
decisiones directamente, sino a través de sujetos sabios, es decir, ilustrados, de una élite intelectual en
quienes delega. Lo cual en la práctica va a generar un sistema aristocrático en el mejor de los casos.
Conviene no perder de vista que en 1813 continúa el dominio napoleónico sobre Europa, por lo
que los hispanoamericanos deben discutir el asunto de la soberanía. ¿El pueblo de la Nueva España era
uno solo o era el mismo pueblo que el resto de los virreinatos americanos? El pueblo queda como un
concepto bastante ambiguo. Aunque el pueblo es la fuente de la soberanía, no tiene una identidad
definida. El conflicto, acaso no previsible en ese momento, era que la soberanía dimanaba del pueblo
no ilustrado, pero el poder lo ejercería la élite ilustrada.
El siguiente punto interesante para nuestro ensayo es el noveno: “Que los empleos sólo los
americanos los obtengan.”. ¿Era una disposición contra los españoles, contra todos los europeos o
contra el resto del mundo, incluyendo a los norteamericanos? ¿Se trataba de sólo empleos públicos?
¿Qué necesitaba una persona para ser tenida por americana? De cualquier forma, ese noveno artículo
no es universalista, sino nacionalista. Con ello podríamos señalar que no es de izquierda. Recordemos
la fraternidad universal, o de una forma menos idealista: la universalidad como uno de los pilares de la
izquierda. Tanto el artículo noveno como el décimo iban en sentido contrario a la universalidad: “Que
no se admitan extranjeros, si no son artesanos capaces de instruir y libres de toda sospecha.”
El último punto que vamos a comentar sobre Los Sentimiento de la Nación es el décimo sexto:
“Que nuestros puertos se franqueen a las naciones extranjeras amigas, pero que éstas no se internen al
reino por más amigas que sean, y sólo habrá puertos señalados para el efecto, prohibiendo el
desembarque en todos los demás, señalando el diez por ciento.” La palabra que deseo subrayar es
“reino”.
Si se tenía como proyecto independentista un reino, significa que fue una revolución en favor
del antiguo régimen, en realidad, una reacción para evitar el nuevo régimen, ya fuera napoleónico o no,
que era una amenaza. Una independencia para conservar la religión y la nación, para reconocer la
soberanía popular y la igualdad ante la ley. Fue una lucha conservadora. No universalista, sino
nacionalista.