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Rafael Ábalos El visitante del laberinto
RAFAEL ÁVALOS
EL VISITANTE
DEL
LABERINTO
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Rafael Ábalos El visitante del laberinto
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Rafael Ábalos El visitante del laberinto
ÍNDICE
ARGUMENTO 5
Capítulo I 6
Capítulo II 17
Capítulo III21
III
Capítulo IV 26
Capítulo V 30
Capítulo VI 34
Capítulo VI 38
Capítulo VIII 44
Capítulo IX48
IX
Capítulo X 51
Capítulo XI58
XI
Capítulo XII 63
Capítulo XIII 67
Capítulo XIV 70
Capítulo XV 76
Capítulo XVI 81
Capítulo XVII 85
Capítulo XVIII 88
Capítulo XIX 93
Agradecimientos 96
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ARGUMENTO
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Capítulo I
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El recién llegado lo miró con ojos abismados, pues jamás había visto un
hombrecillo tan diminuto y risueño.
—En verdad os agradezco vuestro recibimiento, gentil... —titubeó el Visitante—.
Pero decidme, ¿quién sois? —preguntó al fin, sorprendido al no encontrar gente
corriente en aquella cabaña, cuya luz cálida y blanquecina vislumbró al final del
sendero y le hizo concebir la esperanza de poder salir del atolladero en que se
hallaba.
—Gorgonán Plaistelo de Luganderbo, alteza, duende del lago de Fergonol y fiel
servidor de vuestro amado padre el gran rey Winder Wilmut Winfred, por todos
conocido en la comarca como el gran rey de la Triple W.
Gorgonán se le acercó y reclinó la cabeza hacia adelante y luego hacia atrás para
poder mirarlo a los ojos, pues su tamaño apenas si alcanzaba más allá de las rodillas
del joven príncipe.
—¿Queréis decir que vos conocéis a mi padre? —preguntó estupefacto el joven,
pues jamás pensó que los duendes existieran realmente y mucho menos que fueran
amigos de su padre.
—Desde que era un joven apuesto y alegre como vos, alteza —murmuró
Gorgonán complacido.
—Entonces, ¿esperabais mi llegada?
—Con suma paciencia. Lo que ha de llegar, llegará —dijo sonriendo Gorgonán.
—¿Y conocéis mi nombre? —inquirió el joven, mirando hacia abajo como si se
mirara los pies.
—¡Oh, sí, sí, sin duda! —exclamó Gorgonán—. Pero mucho me temo que aquí no
podré llamaros por vuestro nombre, alteza. Son las reglas, ¿sabéis? —matizó.
El joven creyó estar soñando.
—¿Las reglas? ¿Qué reglas son ésas que os impiden pronunciar mi nombre? —
preguntó algo ofuscado.
—Las reglas del Laberinto.
—Ciertamente lográis confundirme —replicó el joven.
—No os inquietéis inútilmente, mañana tampoco vos recordaréis cómo os
llamabais antes de llegar al bosque. Aquí sólo seréis el Visitante y éste será vuestro
Laberinto. Ahora os ruego que me acompañéis adentro, mi humilde cabaña será
por esta noche vuestra morada —dijo Gorgonán con amabilidad, deslizando su brazo
ante el Visitante para cederle el paso graciosamente.
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cuatro tenían el mismo rostro sonriente, algo arrugado, con la nariz saliente, la
barbilla aguzada, los ojos brillantes y alegres y una voz endulzada.
—Somos los gemelos Candelán y Sandelón Rústela Vartatraz —dijeron a la par, al
tiempo que inclinaban sus pequeños cuerpos y representaban una sincronizada y
pronunciada reverencia.
El Visitante sonrió y sacudió el brazo.
—Me será difícil saber quién es cada cual, sois todos iguales —dijo.
—No todo lo igual es idéntico —exclamó Gorgonán.
—Decidme, pues, ¿cómo podré conoceros?
—Ésa es una cuestión que sólo vos mismo podréis resolver, alteza. Además, debéis
de hacerlo pronto, pues habréis de elegir con quién de los cuatro deseáis iniciar
vuestro viaje mañana mismo —explicó Borbarón.
—¿Elegir sólo a uno? Si hemos de partir a algún sitio, ¿por qué no podemos partir
todos juntos? —preguntó el Visitante, dejando los ojos muy abiertos en espera de una
respuesta convincente.
—Porque no siempre podemos elegir todo lo que deseamos. Cada uno de nosotros
es uno y es todos, pero sois vos quien debe descubrir las diferencias —dijo Candelán
—.El elegido será quien os acompañe, son las reglas del Laberinto.
—Aunque también debéis tener en cuenta que no todo lo diferente es distinto —
matizó Sandelón, encogiéndose de hombros y poniendo cara de haber cometido una
travesura.
El Visitante los miró perplejo una y otra vez, achicando los ojos como si de ese
modo pudiera atisbar algún rasgo que le sirviera para distinguirlos en su
extraordinaria similitud.
—De acuerdo —dijo el joven—, repetid uno a uno vuestros nombres.
Los cuatro hombrecillos adoptaron una pose de estatua y en voz alta
pronunciaron sucesivamente sus respectivos nombres:
—Gorgonán —dijo el primero.
—Borbarón —añadió con rapidez el segundo.
—Candelán —continuó el tercero.
—Sandelón —concluyó el cuarto.
El Visitante se acercó a ellos y fue mirándolos uno a uno de arriba abajo con la
misma parsimonia y ceremoniosidad con que un general examina su tropa. Los
cuatro hombrecillos se mantenían erguidos y risueños ante él. A decir verdad, el
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joven no encontraba diferencia alguna entre ellos. Incluso el tono de su voz era
idéntico, de manera que cuando hablaban parecía que fuera un eco mágico el que
mudaba sus palabras de una boca a otra.
—Tampoco tenéis que precipitaros en tomar una decisión ahora —aconsejó
Gorgonán al joven.
—Sí, tomaos tiempo, pensadlo —proclamó Borbarón.
—Será lo mejor —añadió Candelán.
—Desde luego —concluyó Sandelón.
El joven fue desplazando sus ojos de un hombrecillo a otro a medida que hablaban
y entonces cayó en la cuenta de que cada uno de ellos tenía un brillo distinto en sus
grandes ojos iguales. No sabía exactamente qué era, pero estaba seguro de que algo
los diferenciaba: un fulgor, un destello, un matiz.
—Hagamos una prueba —rogó el Visitante, a quien la intriga creada parecía
divertirle mucho—. Cambiad vuestra posición mientras yo cierro los ojos. Intentaré
acertar quién es cada cual.
—¡Estupendo! —exclamó Gorgonán.
—Hagámoslo, pues —dijo Borbarón entusiasmado.
—Cerrad los ojos —ordenó Candelán al joven, que obedeció en un pis pas.
—Cambiémonos de posición —concluyó Sandelón, empujando precipitadamente
a sus compañeros.
Los cuatro hombrecillos cambiaron sus posiciones originarias embarullándose y
tropezando unos con otros entre risotadas y alharacas. Cuando terminaron de
situarse de nuevo, dijo Gorgonán:
—Podéis empezar.
A lo que Borbarón añadió:
—Pensadlo bien.
—No tengáis prisa —recomendó Candelán.
—¿Quién es quién? —preguntó finalmente Sandelón.
El Visitante se llevó la mano derecha a la barbilla y adoptó una actitud
meditabunda. Vistos así, hubiera jurado que Gorgonán era el primero de la fila, el
situado a su izquierda. Así que se acercó a él nuevamente y le dijo:
—¿Podéis sonreír un momento?
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El hombrecillo dibujó con su rostro arrugado una sonrisa ingenua y sus ojos
chisporrotearon como si una bengala se hubiera encendido en ellos.
—Sí —dijo el joven, decidido—. Sin ninguna duda vos, sois Gorgonán Plaistelo de
Luganderbo.
—Os equivocáis, alteza —contestó el hombrecillo—. Mi nombre es Borbarón
Candelte Pinxespo.
—Entonces, vos sois Sandelón —afirmó el Visitante, señalando al último de la fila
con el dedo índice extendido.
—Si no os incomoda demasiado, alteza, preferiría que me llamarais Candelán
Rústela Vartatraz, pues ése es mi nombre.
—No he tenido mucha suerte, ¿verdad? —lamentó el Visitante, algo
decepcionado.
—Bueno, admitamos que no era fácil. Incluso a mí me cuesta saber quién soy.
Seguro que mañana nos conoceréis a todos mucho mejor y tal vez también pronto os
conozcáis mejor a vos mismo.
Gorgonán propuso que se sentaran a la mesa para cenar y se dirigió apresurado a
la cocina mientras Sandelón y Candelán salían de la cabaña para buscar leña con la
que avivar el fuego de la chimenea, que languidecía perezosamente al fondo de la
estancia. Entonces Borbarón se acercó al Visitante, le pidió que se agachara como
quien se dispone a confesar un secreto y le susurró al oído:
—No os fiéis de ellos, alteza.
El joven se vio sorprendido por las palabras de Borbarón. ¿A quiénes se refería, de
quiénes no debía fiarse?, se preguntó intrigado y aturdido, pues no le parecía que
aquellos simpáticos hombrecillos pudieran albergar la intención de causarle algún
mal.
—¿Qué queréis decir? —inquirió.
—Que aquí nada es lo que parece —dijo Borbarón.
—¿Os referís a ellos, a vuestros amigos?
—Si queréis llamarlos de ese modo... —dijo Borbarón tras encogerse de hombros.
—En verdad que no logro entenderos —protestó el Visitante—. Si ellos no son
vuestros amigos, ¿quiénes son y por qué viven con vos en esta cabaña?
Borbarón llevó un dedo a sus labios en solicitud de silencio. Luego miró hacia la
cocina y, tras comprobar que Gorgonán estaba atareado con sus ollas y fogones,
musitó:
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—¿Aún no os habéis dado cuenta de que todos somos uno, y uno solo somos
todos?
—¿Queréis decir que ellos saben de qué me habláis ahora?
—¡Oh sí, desde luego! —exclamó Borbarón.
—Entonces, ¿por qué me habláis tan bajito? —preguntó el joven.
—Porque es mejor ser prevenido, nunca se sabe.
—Me estáis confundiendo.
—La confusión alerta los sentidos —dijo Borbarón manifestándose indiferente a
sus propios misterios.
En ese instante entraron Candelán y Sandelón en la cabaña, cargados con robustos
troncos de leña. El primero miró al joven, le guiñó un ojo y dijo:
—No hagáis mucho caso a Borbarón, siempre está enredando con sus intrigas y
sus suspicacias.
El rostro de Borbarón se enrojeció como una hoguera.
—Será mejor que nos sentemos a la mesa —dijo éste, quedamente.
—Será lo mejor —confirmó Sandelón.
Candelán y Sandelón se acercaron a la chimenea y dejaron caer en la leñera los
troncos que portaban con un estruendo sordo. Después arrojaron algunos palos al
fuego, que recobró de súbito su perdida vivacidad. Luego ayudaron a Gorgonán a
llevar la olla y los platos hasta la mesa. La cabaña se impregnó de un fuerte olor a
berzas y espinacas cocidas, un aroma a huerta y lluvia desconocido para el Visitante,
acostumbrado sólo a degustar piezas de caza como el jabalí, el venado o los faisanes.
Tan era así, que no pudo disimular su repulsión ni contener su lengua:
—Yo no comeré ese brebaje de hierbas malolientes —protestó el joven, mirando a
Borbarón como si temiera ser envenenado. No en vano, él mismo le había advertido
que no se fiara de aquellos hombrecillos con cara de ingenuos y educadas maneras.
Además, en el castillo de su padre había oído contar antiguas historias de odios y
confabulaciones que terminaron trágicamente con suculentas comidas
emponzoñadas.
—Como vos gustéis, alteza, pero mucho me temo que si no coméis berzas y
espinacas habréis de guardar forzado ayuno, pues no otra cosa puede ofreceros este
humilde cocinero —dijo Gorgonán mientras colocaba una hogaza de pan blanco
sobre la mesa.
—Comeré pan, si no os importa —dijo el joven tras oír la sentencia de Gorgonán
condenándolo a un ayuno no deseado, pues sentía como punzadas de cuchillos las
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Capítulo II
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—Sí, sí, ya sé que vos sois vos, pero no me refería a eso. Os preguntaba por
vuestro nombre —añadió Gorgonán mirándolo con fijeza de águila real.
El joven intentó pronunciar su nombre pero fue incapaz de articular palabra
alguna. Parecía que se le trabara la lengua o que no supiera exactamente qué es lo
que quería decir.
—¿Habéis enmudecido? —inquirió Gorgonán.
—No, no, no es eso —dijo el Visitante—. Es que..., es que no lo sé. No sé cuál es mi
nombre —aceptó apesadumbrado, alzando las palmas de sus manos como muestra
de franqueza.
Sin poder explicarse cómo, lo cierto era que había olvidado todo cuanto se refería
a su pasado. Ahora ignoraba quién era, de dónde venía y por qué extraños caminos
había llegado hasta la cabaña de aquellos insólitos y simpáticos hombrecillos.
—Un nombre debéis de tener; todos los seres y todas las cosas del Universo tienen
un nombre, ¿no os parece? Lo que no tiene nombre no existe, e incluso eso que no
existe tiene su propio nombre. ¿Sabéis a qué me refiero? —dijo Borbarón, que al fin
intervino para ayudar al Visitante, aunque de un modo poco ortodoxo.
Los ojos del joven danzaban de un lado a otro, confusos.
—¿Por qué me sometéis a este acertijo? —preguntó.
—Los acertijos ayudan a encontrar lo que se busca —destacó Gorgonán.
En ese momento entraron en la cabaña Candelán y Sandelón Rústela Vartatraz,
entonando el estribillo de una confusa canción:
Vado en las tinieblas, ausencia de alma, frágil como un cero, menos que polvo, nadie quiere
ser nadie, mejor uno que ninguno...
Luego representaron con sus cuerpos una ágil y pronunciada reverencia, y
esperaron expectantes el aplauso de Gorgonán y Borbarón. Pero la voz firme del
joven interrumpió la ovación apenas iniciada.
—¡La nada! —exclamó entusiasmado—. Os referíais a la nada, ése es el nombre de
lo que no existe.
—¡En efecto! —afirmó Gorgonán complacido.
—¡Fantástico! —celebró Borbarón.
—¡Acertasteis! —exclamó Candelán.
—¡Felicidades! —concluyó Sandelón.
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Capítulo III
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El joven no supo qué responder. Ni siquiera tenía claro que carecer de nombre
fuera algo que importara realmente. Incluso, pensó, podría inventárselo. No era
difícil inventar nombres. Cualquiera podía hacerlo con un poco de imaginación. Pero
cuando se disponía a encontrar uno que resultara de su agrado, su mente se quedaba
tan blanca como la nieve que destellaba en la lejanía. Así que optó por empujar la
barcaza con uno de los remos y, una vez separado del embarcadero, empezó a remar
lago adentro en la misma dirección en que soplaba el viento.
—¡Ah!, se me olvidó deciros que guardéis cuidado del dragón Narbolius, es
bastante impertinente y travieso, y no dudará en fastidiaros con sus pesadas bromas
si os cruzáis en su camino —dijo Gorgonán al pronto, volviendo a abrir uno de sus
ojos como si le guiñara a las estrellas.
Los ojos del joven pugnaron por desprenderse de sus órbitas, presos de un estupor
desbordado.
—¿Un..., un dragón decís?
—Sí, es una de esas criaturas aladas, de cuello prolongado y cola puntiaguda, que
lanzan fuego por unas fosas nasales oscuras como guaridas de lobos. Pero tampoco
os inquietéis demasiado por su presencia. Es bastante inofensivo y bobalicón.
Remó con lentitud, acompañado sólo por el chasquido de los remos al romper el
agua y atento a cualquier movimiento extraño de la superficie del lago. Suponía que
la proximidad de un dragón que surgiera de sus enigmáticas profundidades habría
de percibirse incluso desde la distancia, elevándose como una ola gigantesca antes de
hacerse visible a sus ojos.
Así navegó hasta el anochecer. Entre tanto, Gorgonán parecía dormir un sueño
eterno. Pero no fue la presencia inopinada del dragón Narbolius lo que turbó los
cansados sentidos del joven hasta avivarlos como se aviva una hoguera.
—¡Mirad allí, Gorgonán, en el horizonte! —gritó excitado por la presencia de una
sombra fantasmal que se recortaba algunas millas hacia el oeste.
Gorgonán se desperezó y asomó la cabeza tímidamente por la borda de la barcaza.
La luz del crepúsculo se desvanecía tiñendo las aguas del lago del color del cobre
fundido y en el horizonte ondeaban las velas de un barco siniestro, negras como las
tinieblas de la noche.
—Ése es el barco pirata del despiadado capitán Uklin, el Vikingo. Mejor será que
reméis con todas vuestras fuerzas hacia el este, y aun así dudo que podáis escapar a
su captura —dijo Gorgonán con tono lastimero.
El Visitante murmuró algo inaudible, resopló asustado e hizo girar los remos de la
barcaza como las aspas de un molino. Por unos momentos, la proa pareció levantarse
sobre el agua, pero pronto el agotamiento del joven acabó por impedirle la huida. La
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sombra fantasmal del barco vikingo crecía a sus espaldas con una apariencia
tenebrosa y no tardó en darle alcance. Sobre el palo mayor ondeaba al viento una
bandera negra en cuyo centro brillaba, iluminada por el mágico resplandor de una
luna hechizada, la monstruosa figura de una serpiente de dos cabezas que se
agitaban entre vivaces lenguas de fuego. De súbito, en el silencio de la noche se oyó
una voz ronca y temible proveniente del navío pirata.
—¿Cómo osáis navegar por mis dominios con tan insolente descaro?
La voz del despiadado capitán Uklin se expandió sobre el agua, arrastrada por un
eco misterioso y sobrecogedor que sacudió la barcaza con la fuerza de un tifón. El
joven se aferró a los remos para que su frágil embarcación no volcara y miró aterrado
al viejo duende.
—¡Contestadle, vamos, contestadle antes de que se enfurezca! —le aconsejó
Gorgonán, haciendo aspavientos en el aire con sus huesudas y arrugadas manos.
Una leve disculpa brotó tímidamente de la boca del muchacho, que no acertaba a
entender por qué Gorgonán no le había advertido antes de partir de los peligros que
le acecharían en su viaje.
—Disculpadme, señor, pero no sospechaba que esta humilde barcaza pudiera
perturbar vuestra tranquilidad, y mucho menos que estas aguas fueran vuestro reino,
pues de haberlo sabido os juro por mi honor que jamás me hubiera atrevido a
adentrarme en ellas —dijo sumisamente, al tiempo que miraba a Gorgonán con ojos
de reproche.
Luego elevó su mirada al castillo de proa del navío corsario y vislumbró la
gigantesca figura de un hombre perfilada al trasluz del cielo neblinoso. Iba embutido
en una amplia capa de piel de oso y tocado con un casco de vikingo, bajo el que se
adivinaba un rostro difuso y temible. Un silencio fúnebre voló sobre el lago, antes de
que la voz del despiadado capitán Uklin volviera a sacudir sus aguas.
—¡Vuestra sinceridad es encomiable, pero ello no evitará que os haga mi
prisionero! Subid a bordo y daos por cautivo —dijo el temido vikingo de barbas
rojas. Luego se dirigió a sus hombres y gritó:
—¡Soltad la escala!
Al instante, un grupo de fornidos corsarios lanzó por babor una escalera de
cuerda. La mantuvieron fuertemente aferrada mientras el Visitante ascendía con
dificultad por ella, seguido de Gorgonán, a quien nada parecía perturbarle.
Cuando alcanzó el último tramo, los poderosos brazos del capitán Uklin lo izaron
hasta el interior del navío como si fuera un pescado recién salido del agua, entre el
júbilo y el griterío de la malvada tripulación.
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—¡Buena cena para esta noche, capitán! —aulló un marinero con el rostro
desdibujado por infinitas cicatrices.
—¡Colguémoslo del palo mayor hasta que esté seco como una anguila! —bramó
otro vikingo al que le faltaba una oreja.
—¡Mejor guardémoslo como cebo de osos! —sugirió un tercero, cuellilargo como
una jirafa, y al que le faltaban todos los dientes.
—¡Que camine por la tabla con los ojos vendados! —corearon otros con aspecto no
menos espeluznante.
Mas el barullo cesó pronto. Bastó que el despiadado capitán Uklin levantara su
brazo derecho en señal de silencio para que todos le obedecieran como una jauría de
perros adiestrados. Luego se dirigió al joven, que permanecía tendido en el suelo
junto a Gorgonán, giró alrededor de él observándolo minuciosamente y le preguntó
con fingida ternura:
—A juzgar por vuestros ropajes no parecéis privado de fortuna. Decidme, ¿cómo
os llamáis?
La pregunta restalló en los oídos del Visitante como el estallido de un trueno. Miró
el rostro del hombre que le hablaba y, sin embargo, nada vio que no fueran unos ojos
enrojecidos, astutos y siniestros, ocultos bajo espesas cejas doradas. Luego se dispuso
a decir su nombre, pero algo inexplicable se lo impedía. Había olvidado que no
recordaba su nombre, ni. quién era, ni qué hacía en ese lago insufrible acompañado
por un viejo duende del que tampoco conocía nada.
—¿Os ha cortado la lengua algún verdugo? —dijo el capitán con retintín, al tiempo
que lanzaba al aire una escandalosa risotada.
Los demás piratas se hicieron eco de las carcajadas de su jefe y rieron
alocadamente hasta que el poderoso brazo del capitán Uklin los hizo callar de nuevo,
no sin brusquedad.
—No sé quién soy, ni cuál es mi nombre —respondió penosamente el Visitante al
cabo de unos segundos de hondo silencio.
—¿Habéis oído eso? —exclamó el capitán Uklin deslizando su oscura mirada
sobre los temibles rostros de sus hombres. Luego, dirigiéndose otra vez al muchacho,
le dijo:
—Hum... De modo que no tenéis nombre ni sabéis quién sois. ¿Sois acaso una
foca? ¿Tal vez un león marino? —El tono de su voz se iba elevando a medida que
hablaba—. ¿Un cachalote, un tiburón, un pez luna? ¿Una sardina, tal vez? —concluyó
con sarcasmo, volviendo a provocar las risas de sus marineros.
El aturdimiento del joven se hizo aún más evidente.
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Capítulo IV
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Al oír esto, los hombres del capitán Uklin irrumpieron de nuevo en un clamor de
carcajadas.
—Nosotros os pondremos uno —manifestó el capitán, bastando su voz para que
volviera a reinar el silencio.
Pero cuando el despiadado vikingo intentó decir un nombre con el que llamar al
muchacho, enmudeció como si la lengua se le hubiera pegado al paladar. Volvió a
intentarlo ante el estupor de sus hombres, pero sólo un bufido incomprensible salió
de sus labios. Algunos piratas achicaron los ojos al ver los infructuosos esfuerzos de
su jefe, en un vano intento de ayudarlo, pues también ellos enmudecieron al
pretender sugerir algún apelativo, a buen seguro inadecuado, grosero o
impertinente.
—¡Está bien! —gruñó el capitán—. ¿Cómo explicáis que mi nombre os sea
conocido y el vuestro, sin embargo, ignorado?
—Ya os be dicho que él mío he debido extraviarlo en mi viaje; tampoco sé quién
soy, ni adonde voy, ni lo que buscaba en este misterioso lago; en cuanto a vuestro
nombre, fue Gorgonán quien me habló de vos en la barcaza, al ver este barco
recortado en el horizonte al anochecer.
Aún no había terminado de exponer sus argumentos cuando comprobó que
Gorgonán no estaba a su lado, ni tampoco en los alrededores. Un escalofrío le
recorrió la piel, como si del cielo cayeran sobre él diminutas gotas de agua helada.
:—¿Y dónde está ese tal Gorgonán ahora? —inquirió el capitán rascándose su roja
barba.
El Visitante volvió a mirar ansioso en torno a él, pero nada vio que no fueran los
macabros rostros de sus captores.
—También él ha desaparecido, no consigo verlo ahora —murmuró cabizbajo—.
Tal vez se haya quedado en el calabozo.
Un par de mordaces marineros se precipitaron hacia la bodega por la escotilla más
cercana, antes incluso de que el capitán Uklin se lo ordenara, pero pronto regresaron
tan solos y desconcertados como habían partido. Sin embargo, antes de que el temido
capitán volviese a dirigirle su siniestra mirada, un silbido agudo vibró en los oídos
del joven, proveniente del mástil del barco.
—¡Allí está! —gritó con gran regocijo, señalando la punta del palo mayor, junto a
la bandera con dos cabezas de serpiente que danzaban entre vivaces lenguas de
fuego.
Sabía que el viejo Gorgonán no lo abandonaría y no se equivocó. Colgado como
un murciélago del trinquete del palo mayor, Gorgonán le dedicó su más amable
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sonrisa, al tiempo que soplaba su cachimba y lanzaba al viento una lluvia multicolor
de pompas de jabón que quedaron suspendidas mágicamente sobre el barco.
Todos giraron sus cabezas hacia el lugar al que el muchacho apuntaba con su
brazo extendido y dejaron escapar una exclamación de sorpresa al vislumbrar junto a
su bandera un extraño resplandor, una hermosa luz que parecía flotar en el aire junto
a infinitas pompas de jabón que destellaban como si el sol se hubiera prendido en
ellas.
—¡Acabemos con él, es un brujo disfrazado de muchacho! —aulló un marinero
que tenía los ojos saltones como un sapo.
—¡Traerá la desgracia a este barco!
—¡A la horca! —proclamó otro, que babeaba igual que un perro de presa.
El resto coreó el grito de este último y adoptó una actitud agresiva, blandiendo sus
espadas al aire como si se dispusieran a entrar en combate con un enemigo
hechizado.
—¡Lo someteremos al juicio de la Verdad! —sentenció el capitán al fin, alzando
también su espada al cielo como si intimidara con ella a las estrellas.
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—Es un impostor y debe ser juzgado por ello. Tú lo defenderás —le explicó el
capitán Uklin de forma sumamente resumida.
El cocinero hizo ondular su enorme papada y preguntó:
—¿Y puede saberse de qué se le acusa?
Los ojos del capitán bailotearon en sus oscuras órbitas.
—Se... se... se le acusa de no decir la verdad —titubeó—. Esa es razón suficiente...
¡Y basta ya de chácharas!
Los ciento cincuenta kilos del cocinero se movieron sobre la cubierta del barco con
la lentitud y pesadez de un hipopótamo.
—¿La verdad? ¿Acaso sabe alguno de vosotros lo que es la verdad, hatajo de
Farsantes? —inquirió desplazando sus chispeantes ojos de un pirata a otro,
desafiante.
Pero nadie le contestó. Sólo el capitán pareció estar dispuesto a entrar de lleno en
ese debate.
—¡Sólo es verdad lo que pueden ver los ojos! —dijo el capitán con petulancia—, y
este joven pretende hacernos creer con embrujos que un ser invisible lo acompaña.
Algo, desde el puesto de vigía, llamó la atención del cocinero. Alzó hasta allí sus
ojos y luego preguntó al Visitante:
—¿Es ése tu amigo?
El Visitante asintió con una leve inclinación de su cabeza, admirado porque
alguien creyera al fin en él. Desde que había sido convertido en prisionero creía estar
viviendo una pesadilla de locos y por eso le reconfortó que aquel corpulento vikingo,
gordo como una ballena y valiente como un delfín, se hubiera convertido en su
espontáneo defensor.
—No hay engaño alguno en las palabras del muchacho, también yo veo al viejo
sentado allá arriba —dijo el cocinero con gran convicción.
—¡Eso no es cierto! —bramó el capitán Uklin.
—Ah, ¿no? —soltó provocador el corpulento cocinero—. ¿Habéis mirado bien,
capitán? Tal vez vuestra vista no alcance a ver más allá de vuestras sucias narices.
Un grupo de piratas rompió a carcajadas, pero la mirada enfurecida del capitán los
hizo callar al instante. El cocinero era el único de la tripulación a quien el capitán
Uklin le consentía alguna que otra impertinencia, pues era rebelde y terco como un
toro, pero el mejor cocinero que se conociera. Luego miró al trinquete del palo mayor
y vio sentado sobre él a un hombre diminuto que le sonreía mientras agitaba las pier-
nas en el vacío. Incluso se restregó los ojos, creyéndose presa de una alucinación.
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Pero fue tal el miedo que sintió al verlo que no se atrevió a mirar de nuevo. La magia
le producía verdadero espanto.
—¡De acuerdo, tú ganas, Dongo! —aceptó el capitán dirigiéndose al cocinero, pues
ése era su nombre, e inmediatamente ordenó a sus hombres:
—¡Soltad al muchacho! Tal vez diga la verdad.
A pesar de las protestas de los marineros, y muy especialmente de los
componentes del tribunal, que ardían en deseos de presenciar una ejecución
sumarísima, el capitán Uklin se mantuvo firme en su decisión. Dongo, el cocinero,
lanzó un guiño fugaz al Visitante, se acercó a él, le echó su voluminoso brazo sobre el
hombro y le dijo sin protocolos ni tratamientos:
—Ven conmigo a la cocina, muchacho. Esas negras ojeras me dicen que no has
comido mucho en estos días.
Y ambos se fueron en busca de una cena suculenta mientras Dongo le hablaba al
joven de las hermosas truchas que guardaba en su despensa para grandes ocasiones
como ésta. Luego, ya en la cocina, le preguntó:
—Dime, muchacho, ¿cómo te llamas?
El joven pensó un instante y al cabo contestó afligido:
—No consigo recordar mi nombre. Gorgonán dice que tal vez lo haya perdido.
—Pues entonces habrá que buscarlo. Los nombres no suelen ir muy lejos cuando
se extravían —dijo el cocinero sonriendo, al tiempo que colocaba ante el muchacho
un humeante plato de latón con un par de truchas asadas y regadas con aceite y
perejil picado.
Dongo dejó que el muchacho devorara como un oso hambriento el pescado y
simuló luego estar buscando algo indefinido entre los muchos cacharros de su
desordenada cocina.
—¡Ya lo tengo! —exclamó alborozado, fingiendo haber atrapado algo con sus
regordetas y grandes manos.
El joven dejó de comer y observó los movimientos de Dongo con atención. Éste se
acercó a él, llevó sus manos cerradas a la altura de sus labios y dijo satisfecho:
—¡Aquí está tu nombre!
—¿De veras? —preguntó el muchacho, inquieto.
—Sopla en mis manos, tal vez consigamos hacerlo salir.
Bastó que el joven dirigiera un ligero soplo sobre las manos de Dongo para que
éste las abriera lentamente y de ellas saliera, dibujándose ante sus ojos, con caracteres
de humo, la palabra JUNCO.
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Rafael Ábalos El visitante del laberinto
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Rafael Ábalos El visitante del laberinto
Capítulo VI
Aún pasaron algunos días antes de que Junco volviera a encontrarse de nuevo con
Gorgonán. No veía a su viejo y enigmático amigo desde que Dongo lo llevara a la
cocina del barco, y aunque lo echaba de menos y su corazón ardía en deseos de
comunicarle que al fin había encontrado su nombre, lo cierto es que estuvo tan
ocupado aprendiendo las labores de marinero que, al llegar la noche, cuando se
arrebujaba en el camastro del pequeño y confortable camarote de popa que Dongo
había preparado para él, caía tan cansado que sus sueños se perdían entre mil
aventuras de piratas, antes incluso de que llegara a cerrar los ojos. Hasta pensó que
Gorgonán se había hecho invisible también para él, como lo había sido para todos los
vikingos del barco a excepción de Dongo y, durante un instante, del mismísimo
capitán Uklin. Sin embargo, ahora todo era distinto, y los mismos marineros que
antes clamaran para que su cuerpo sirviera de alimento a los osos, o para que
caminara por la tabla con los ojos vendados, o para que lo colgaran del palo mayor
hasta que se secara como una anguila, ahora lo llamaban con agrado para que les
ayudara en las tareas del barco: «Junco, ata ese cabo!», «¡Junco, baldea la cubierta!»,
«Junco, aguanta el timón!» Y cada vez que oía su nombre, Junco levantaba la cabeza
como un perrillo doméstico y acudía ilusionado y presto a la llamada.
También el despiadado capitán Uklin se sentía reconfortado en compañía de
Junco, y no dudaba en llamarlo para mostrarle el horizonte cobrizo de los atardeceres
o el modo en que el viento cálido del sur inflaba las velas y hacía navegar su barco
con la velocidad de un pez volador. Por eso Junco se sorprendió al contemplar su
rostro sin que la siniestra sombra del casco vikingo lo ocultara, pues sus ojos, antes
sesgados y fríos, ahora se le antojaban menos temibles y más risueños.
—¿De verdad es tan despiadado el capitán Uklin como dicen? —preguntó Junco a
Dongo, después de haber pasado una divertida y encantadora tarde atendiendo las
enseñanzas del capitán sobre el manejo del timón y el modo de aprovechar los
vientos de costado.
Dongo avivó el fogón de su cocina, colocó sobre ella una enorme olla repleta de un
guiso que desprendía aromas deliciosos y dijo:
—Nunca hagas caso de las habladurías, muchacho.
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—Entonces, ¿no es cierto que sea un pirata malvado? —insistió Junco, satisfecho
por la confirmación de sus presentimientos.
—Bueno, digamos que sólo relativamente. Llevamos muchos años navegando por
este lago en busca de tesoros y batallas, haciendo ondear al viento nuestra aterradora
bandera. Pero aún no hemos encontrado ningún cofre colmado de oro ni a nadie con
quién combatir. Tú has sido su primer enemigo —dijo el cocinero sin dejar de
remover el guiso con un gigantesco cazo de madera.
—¡Oh, pobre capitán! —exclamó Junco.
El cocinero hizo zigzaguear su enorme cuerpo redondo entre un sinfín de
cacharros herrumbrosos y cogió algunas especias de un bote de latón, las esparció
sobre el guiso con la ceremoniosidad de quien prepara una pócima magistral y dijo:
—Tampoco te preocupes demasiado por él, es muy feliz a su manera. Tal vez lo
que menos le importe sea encontrar un tesoro o combatir en una batalla, pero le
encanta soñar con ello. Además, nunca sabría qué hacer con el oro; y estoy seguro de
que sería incapaz de matar a un sapo orejudo, aunque le guste parecer un malvado.
—Pero los piratas han sido siempre gente perversa y embustera, ¿no creéis? —
preguntó Junco algo confundido.
—Eso al menos cuentan las leyendas. Pero también hubo en la historia piratas que
defendieron causas nobles. Hasta los piratas son libres para elegir entre el bien y el
mal, entre la bondad y la maldad, entre la justicia y la injusticia...
La voz del cocinero se vio interrumpida de súbito por la del capitán Uklin, que en
ese preciso instante entró en la cocina.
—Ya veo que Dongo os cuida y alimenta debidamente —dijo el capitán, siempre
respetuoso con el tratamiento a los desconocidos, pues sólo tuteaba a sus hombres.
Junco asintió.
—¡Oh, sí, nunca degusté manjares más exquisitos, os lo aseguro!
Dongo se sintió halagado y no ocultó su satisfacción.
—Este pequeño pollo —dijo refiriéndose al muchacho— se comerá todo el trigo de
este granero.
Por primera vez vio Junco sonreír al capitán Uklin, y sintió por ello un
extraordinario regocijo. Tal vez Dongo tuviera razón, pensó.
—Pues cuídate de guardar algo para mis marineros si no quieres que los blancos
tocinos de tu piel acaben en la bodega, hechos rodajas conservadas en sal —bromeó
el capitán con voz grave.
Un estampido sordo bramó entonces sobre el barco.
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Capítulo VI
Cuando Junco despertó, el dragón Narbolius seguía tumbado junto a una roca
próxima a la orilla del lago, mirándolo con sus bobalicones ojos de azafrán perdidos
en el infinito. De los orificios de su alargada nariz se desprendían filamentos de
humo y de vez en cuando bostezaba con aire aburrido y alelado. Pero lo que más
llamó la atención de Junco al verlo fue su tamaño, pues mientras que él lo recordaba
esbelto y alto como un caballo alado, el dragón que ahora tenía ante sí apenas
alcanzaba el tamaño de una iguana o un lagarto. Tampoco tardó en percatarse de la
presencia de Gorgonán, que sentado bajo un chopo de hojas exuberantes entretenía el
tiempo recolectando ramitas esparcidas por el suelo, con el sosiego y la indiferencia
en él acostumbrados.
—¿Qué me ha pasado?—preguntó Junco a Gorgonán, aún algo desconcertado.
—Os caísteis al agua y Narbolius os salvó —respondió Gorgonán con gesto
ausente.
Junco deslizó su mirada hasta el dragón.
—¿Os referís a él? —inquirió con una leve oscilación de sus ojos.
—¿A quién si no?
El pequeño dragón intuyó la siguiente pregunta de Junco, y antes de que la
formulara comenzó a crecer y a hincharse como un globo hasta alcanzar el tamaño de
un dinosaurio. Su aspecto ahora era, en verdad, pavoroso, aunque en sus ojos
azafranados seguían destellando brillos de mansedumbre.
Junco gateó asustado hasta el tronco del chopo que lanzaba su sombra sobre
Gorgonán, al tiempo que el dragón adquiría el mismo tamaño que tuvo cuando la
noche anterior lo sacara del agua, volando como Pegaso.
—Ya os dije que Narbolius no dudaría en fastidiaros con sus pesadas bromas si os
cruzabais en su camino. Ésta de crecer y disminuir a su antojo sólo es una de ellas,
aunque la más espectacular, sin duda. Pero a él le debéis la vida y bien haríais en
agradecérselo.
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Luego Junco relató a Gorgonán cómo transcurrieron sus días en el barco vikingo
del capitán Uklin, junto a Dongo y el resto de los marineros, que ya no le parecían
tan despiadados y temibles; y le habló de las muchas cosas que aprendió de ellos en
el manejo de las velas, el ancla o el timón del barco. Incluso le contó que el capitán
Uklin, lejos de ser un pirata despiadado como él mismo le dijo y su fama proclamaba,
resultó ser un ingenuo soñador que sólo ansiaba encontrar enemigos aguerridos con
los que combatir, o viejos tesoros escondidos en islas misteriosas, sin que nunca
lograra hallar ni lo uno ni lo otro, según el mismo Dongo le explicó.
En ésas estaban cuando a sus oídos llegó el estrépito metálico de una cabalgadura
que se aproximaba desde el norte al galope y que no tardó en hacerse presente en la
orilla del lago. Era un noble caballero montado en un magnífico y deslumbrante
corcel blanco, que portaba un vistoso estandarte con un dragoncillo de oro bordado
sobre fondo de terciopelo rojo. Al verlo, el dragón Narbolius se hizo diminuto como
un ratón de campo y se escondió veloz entre las ropas de Junco. Gorgonán, sin
embargo, lo miró con displicencia y sólo Junco pareció asombrarse de la presencia
del jinete.
—¡Me alegra encontrar a alguien por estos parajes solitarios! —dijo el caballero
con una voz hueca y enlatada, aunque jocosa. Su rostro quedaba oculto tras un yelmo
coronado por un ramillete de plumas encarnadas.
Junco se puso en pie con cuidado de que Narbolius no quedara despachurrado
entre su vestimenta, carraspeó y contestó:
—Decidme en qué puedo ayudaros y tendréis en mí a vuestro más humilde
servidor.
La armadura del caballero brilló como el sol que se reflejó de súbito en ella.
—En verdad me complacen vuestra amabilidad y vuestro sincero ofrecimiento,
joven... —se interrumpió el jinete acorazado.
—Junco, me llamo Junco —dijo presto el muchacho, contento de no tener que dar
en tal ocasión explicaciones sobre el extravío de su nombre.
—¡Junco! —repitió el caballero—, hermoso nombre sin duda.
—¿Hacia dónde os dirigís? —se apresuró a preguntar Junco.
El caballero descabalgó de su montura produciendo un sonido de cacerolas
desvencijadas.
—Mi designio no está en ningún lugar conocido de los hombres, aunque ahora
cabalgo hacia donde el sol habrá pronto de ocultarse. He leído en un añejo
manuscrito que allí habitan fieros dragones y es mi deseo capturar uno para nom-
brarlo guardador de mi castillo.
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Los ojos de Junco buscaron con precipitación los de Gorgonán, pero éste había
desaparecido de nuevo como desaparece una ilusión. El muchacho no pudo entender
por qué Gorgonán desaparecía de su lado cuando más lo necesitaba.
—¿Dragones, decís? —preguntó Junco estupefacto.
—Cierto, tal vez hayáis visto alguno por los alrededores.
Junco sintió los latidos del corazón de Narbolius en su costado. Sin duda parecía
entender lo que hablaban y estaba sobrecogido.
—¡Oh, no, jamás vi un dragón verdadero! Aunque he oído contar historias
fantásticas sobre ellos —mintió.
—Yo también, por eso los busco desde hace años. Creedme si os digo que estoy
cansado de defender mi castillo a golpes de lanza y espada frente a tanto barón
codicioso y mezquino —dijo el caballero algo decepcionado.
Y durante un buen rato contó a Junco la antigua historia que había leído en el
manuscrito que hallara en su castillo y que, en efecto, hablaba de un lugar perdido
allá en el ocaso, donde los dragones habitaban desde hacía miles de años revolotean-
do bajo cielos dorados.
—Y ahora os ruego que me disculpéis, he de continuar mi camino sin más dilación
ni entretenimiento antes de que el sol se oculte y vuelva a perder de vista el lugar en
que lo hace —añadió volviendo grupas y subiendo con agilidad a su magnífico
caballo blanco, que pacía tranquilamente a orillas del lago.
Pero antes de que el caballero espoleara su caballo y se lanzara al galope en busca
de los dragones que habitaban donde el sol habría de ocultarse, Junco le dijo:
—Aún no me habéis dicho vuestro nombre.
El caballero lo miró por la delgada abertura de su yelmo.
—Oh, disculpad mi descortesía, mis propia de mi olvido que de mi intención. Me
llamo Grenfo Valdo, señor del Castillo del Dragón.
Y acto seguido picó espuelas y se perdió en el horizonte con el ardor de un
torbellino, antes incluso de que Junco pudiera alzar su brazo para despedirlo.
—¡Extraño personaje! —dijo Gorgonán, al tiempo que se hacía visible de nuevo
bajo la sombra de un chopo cercano.
Junco sintió al pequeño dragón removerse inquieto entre sus ropas y le ayudó a
salir por la boca de una de sus mangas, depositándolo con levedad sobre un montón
de piedras amorfas y chatas.
—¿Dónde os habéis metido? Siempre que necesito vuestra ayuda desaparecéis
como por encantamiento —murmuró el muchacho sin disimular su enfado.
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—Quiero decir que a los dragones, como al resto de los animales que pueblan la
Tierra, no les queda otro remedio que ser lo que sus instintos les exigen y ordenan,
de tal modo que hay en todos ellos comportamientos iguales en lo esencial; sin
embargo, los seres humanos son lo que son por su propia decisión o elección, y tanto
pueden elevarse a los fines más nobles como entregarse a los más odiosos desmanes.
Las palabras de Gorgonán prendieron en la mente de Junco una mecha de
inquietud.
—Sin embargo, no me ha parecido advertir en el señor Grenfo Valdo la intención
de hacer daño alguno a los dragones que busca.
—Oh, no, no era a él a quien me refería. Grenfo Valdo es sin duda un noble
caballero, y hubo una época, ahora remota, en la que su familia adquirió gran
renombre por su abnegada defensa de tan inofensivas y extraordinarias criaturas.
Por eso lleva en su estandarte el símbolo de un fastuoso dragón bordado en hilos de
oro.
—Sobre ello debía de tratar el viejo manuscrito del que el señor Grenfo me habló
antes de marcharse —reflexionó Junco en voz alta.
—Pudiera ser —concluyó Gorgonán.
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Capítulo VIII
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portaba dos alforjas colgadas del hombro y apoyaba su andar en un largo báculo de
rama de boj.
—¿Y qué es el Tiempo? —preguntó Junco en voz alta, confiando en que Gorgonán
aclarara sus dudas, pero una vez más se encontró con que Gorgonán había
desaparecido inesperadamente de su lado.
Al oír la pregunta, el anciano giró su rostro hacia el muchacho, pues tampoco él,
inmerso como estaba en sus propias cabalas, se había dado cuenta de la presencia de
Junco.
—El presente ya lo habéis perdido y el futuro acaba de pasar ante vos
convirtiéndose en pasado. Eso es el Tiempo, invisible y raudo como el viento, hoy
que mañana será ayer, frágil filamento impalpable que nos conduce a la muerte —
recitó el anciano como si respondiera a un ente incorpóreo, y continuó meditabundo
su camino.
—¡Esperad! —gritó Junco.
El anciano se detuvo, giró sobre sus pasos y miró al joven con expectación.
—¿Qué deseáis? —preguntó.
—Tal vez vos podáis ayudarme —dijo Junco con voz trémula, pues había caído en
la cuenta de que debía intentar salir del Laberinto y encontrarse de nuevo a sí mismo,
tal como era más allá de ese mundo de irrealidad.
—Si así lo creéis, tened, por seguro que lo intentaré —dijo el anciano
amablemente. Luego reparó en el dragón que Junco llevaba sobre su hombro y
añadió—: ¡Hermosa criatura!
Entonces el dragón saltó del hombro de Junco y se elevó en el aire hasta perderse
entre las nubes.
—Volverá —afirmó Junco.
El anciano asintió con un leve gesto de su arrugado semblante.
—Sois muy afortunado al poseer un dragón. Esos fabulosos seres son capaces de
entender el lenguaje y transmitir a los mortales los misterios del mundo.
—De eso precisamente deseaba hablaros —destacó el muchacho.
—Dudo que yo pueda ofreceros alguna luz sobre tan espinosos asuntos, pero
decidme: ¿qué deseáis saber? —dijo el anciano.
—No sé quién soy —soltó el muchacho algo desazonado.
El anciano apoyó su báculo en el tronco de un abeto gigantesco, se atusó sus largas
barbas blancas y se acomodó sobre una piedra que al pronto cobró la forma de un
trono real de pobre aspecto.
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En ella vio con nitidez un hermoso castillo situado en una colina alfombrada de
césped, sobre cuyas altísimas torres ondeaban un sinfín de banderas y estandartes
con una triple W amarilla estampada sobre fondo azul marino. Y vio a un joven
ataviado con capa escarlata y una deslumbrante armadura, que, acompañado de un
pequeño dragón, cruzaba el puente levadizo y traspasaba con honores de príncipe
las enormes puertas claveteadas del castillo, entre el clamor y la alegría de la
multitud que lo vitoreaba. Y de súbito se vio a sí mismo abrazando a su padre, el
gran rey Winder Wilmut Winfred, que no podía disimular la emoción por su regreso.
—¿Ése soy yo? —preguntó Junco al anciano como si despertara de un sueño,
después de apartar sus ojos del ámbito destellante del agua.
—¿Son ésos vuestros recuerdos?
—Creo que sí.
—Entonces ya sabéis quién sois —dijo el anciano—. Pero no aprecio en vuestros
ojos la alegría que esperaba.
—Oh sí, claro que estoy contento de haber encontrado mi pasado, pero no puedo
evitar sentirme triste por estar lejos de todo lo que me es conocido.
El anciano forzó una pausa, y luego continuó:
—Quizá debáis enfrentaros también a lo ignorado. Esos son los misterios del
mundo que cada hombre debe descubrir. Y ahora debéis excusarme, he de continuar
mi camino.
Y dicho esto, el anciano se incorporó y el trono de pobre aspecto en el que estaba
sentado recuperó su originaria forma de piedra. Cogió su báculo de rama de boj y las
alforjas y se echó a andar.
Junco aún corrió tras él, pero apenas anduvo algunos pasos la frágil figura del
anciano se deshizo en el aire como un suspiro. Entonces miró desolado alrededor,
pero nada encontró que no fuera la oscuridad de la noche cerrada sobre él. Temeroso
del silencio que lo envolvía, tomó al dragón entre sus manos, y el miedo, que
pugnaba por adueñarse de su ánimo, huyó de su lado profiriendo aullidos que se
ahogaron en las tinieblas.
Narbolius se agitó y saltó al aire, voló en espiral durante escasos segundos y fue
creciendo en el vacío hasta adquirir el tamaño de un caballo alado. Luego se posó al
lado de Junco, lo miró con sus bondadosos ojos de azafrán y dobló sus patas
invitándole a subir sobre su grupa. Junco no lo dudó. De un salto subió a lomos del
dragón, que al instante desplegó sus alas y se elevó veloz hacia un cielo pigmentado
con minúsculas estrellas.
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Capítulo IX
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entonando el estribillo de una confusa canción que decía: «Vacío en las tinieblas,
ausencia de alma, frágil como un cero, menos que polvo, nadie quiere ser nadie,
mejor uno que ninguno...», él había respondido al acertijo afirmando que el nombre
de lo que no existe era «la nada». Y ahora, en ese preciso instante, la Nada del
Universo no sólo le hablaba sino que se hacía visible a sus ojos en la negra infinitud
del cielo. Se sintió naufragando en un océano de confusión.
—La nada no existe —se atrevió a asegurar Junco.
—Entonces, ¿cómo puedes oírme? ¿Cómo puedes verme? —inquirió la voz con
gentileza.
—Yo no veo nada —insistió Junco.
—Vuelves a contradecirte, pero no debes sentir pudor por ello, pues no puede
descifrarse lo infinito desde el exiguo conocimiento de lo finito, como tampoco puede
una ardilla entender la naturaleza del árbol en cuyo tronco cobija su nido —sentenció
la Nada del Universo, y su voz sonó en los oídos de Junco con la suavidad de un
arrullo.
—¿Qué queréis decir?, no os comprendo.
Un silencio recóndito inundó la cúpula del firmamento. Junco seguía montado
sobre Narbolius, mientras éste, arrebujado entre las nubes, dormía plácidamente.
Junco creyó que la Nada del Universo se había olvidado de él. Se sentía tan in-
significante allá arriba... Pero la voz de la Nada del Universo volvió a resonar en la
oscuridad:
—El Sol, los planetas, los astros, las estrellas, y también tú, Junco, diminuto como
una partícula de polvo extraviada en medio de la inmensidad, no sois sino
consecuencia de la Nada. Y aunque no puedas comprender lo que no puede
explicarse, todo forma parte del Todo y nada pertenece a la Nada.
Entonces, un placentero sopor, que, sin embargo, no era sueño, se apoderó del
ánimo de Junco. Se bajó de lomos de Narbolius sin que éste alterara su tamaño y
caminó algunos pasos sobre las nubes como si lo hiciera sobre alfombras de algodón
esponjado. Luego alzó sus ojos al vacío que lo envolvía y preguntó:
—¿Eres Dios?
—¿Qué importa eso? Yo sólo soy lo que ves: un misterio más allá de la capacidad
de comprensión de los hombres —dijo la Nada del Universo.
Tras estas palabras, un destello indescriptible, más intenso que el más poderoso de
los rayos, iluminó el cielo. Narbolius se sobresaltó y corrió al lado de Junco.
Entretanto, las nubes desprendieron a su alrededor un sinfín de luminiscencias má-
gicas que al poco se extinguieron.
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En vano esperó Junco que la invisible y misteriosa Nada del Universo volviera a
hablarle. La llamó a gritos una y otra vez pero sólo un eco oculto le contestaba,
devolviéndole intactas sus palabras. Poco a poco lo derrotó el cansancio, hasta que al
fin cayó en brazos de una somnolencia sosegada. Narbolius adquirió el tamaño de un
perro ovejero, se acurrucó a su lado y ambos se adentraron al instante en el más
plácido de los sueños.
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Capítulo X
El sol asomó su ardiente rostro entre las nubes, dedicándole a Junco una
espléndida sonrisa. Narbolius hacía rato que deambulaba de un lado a otro buscando
algo que llevarse a la boca. Ahora tenía de nuevo el tamaño de un caballo alado y
cuando vio a Junco despierto no tardó en acercarse a él.
—Tienes hambre, ¿eh? —dijo Junco acariciándole la cabeza.
Narbolius no contestó, pero sus ojos de azafrán hablaron por él. La bóveda del
cielo era ahora de un azul intenso y Junco pensó que la Nada del Universo debía de
seguir allí, en algún lugar insospechado, tal vez cercano, tal vez perdido en los
confines del cosmos. Y aunque no estaba seguro de que todo lo que le ocurría no
fuera más que una ilusión, miró a su alrededor como si algo de sí mismo quedara
enredado para siempre entre aquel cúmulo de nubes esponjadas. Luego subió a
lomos de Narbolius y le susurró al oído:
—Vámonos.
El dragón batió sus alas al aire y alzó el vuelo con la agilidad de un pájaro
majestuoso. Al principio voló a ras de las nubes, jugando con ellas, dejándolas que
acariciaran sus patas, zambulléndose en su espesa niebla y saliendo de ella como un
delfín entra y sale del agua, hasta que de pronto se precipitó en picado al vacío y el
mundo asomó allá abajo como un hermoso tapiz multicolor. Desde lo alto, Junco
contempló una inmensa ciudad sin murallas, muy distinta a los castillos de piedra
que él conocía. Le pareció una ciudad encantada, repleta de pirámides, palacios y
templos revestidos del color del oro.
Narbolius aterrizó en un bosquecillo de hayas próximo, dejó a Junco sobre el suelo
de tierra rojiza y de inmediato se dispuso a comer en los arbustos que se
desperdigaban en las inmediaciones. También Junco sintió el hambre pinchándole en
el estómago. Pensaba qué cosa podría comer en aquel paraje despoblado cuando por
un estrecho sendero bordeado con flores de grandes hojas aterciopeladas apareció
Gorgonán silbando una deliciosa melodía. Junco rió de contento y Narbolius corrió a
recibir al recién llegado dando saltos como un potro alocado.
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—Vuestras desapariciones son imprevistas, desde luego, pero no podríais ser más
oportuno al haceros visible de nuevo. ¿Lleváis algo que pueda comerse? —soltó
Junco a punto de sufrir un desmayo.
Gorgonán acarició el cuello de Narbolius evitando los continuos lengüetazos que
el dragón le prodigaba corno muestras de su afecto. Después se sentó sobre un
mullido montículo de musgo y abrió una pequeña bolsa de cuero que colgaba de su
hombro.
—¿Os gustan las setas? —preguntó.
—No son manjar de mi gusto, pero tampoco las despreciaré en ocasión tan precisa
—dijo Junco sentándose a su lado.
Y ambos disfrutaron de un exquisito almuerzo mientras Junco le contaba a
Gorgonán la maravillosa experiencia de volar y su confuso encuentro con la Nada
del Universo, allá arriba, muy cerca de las estrellas.
Cuando hubo terminado su almuerzo, Junco preguntó:
—¿Conocéis la ciudad que he visto desde el cielo?
—Oh, sí, desde luego. Y os recomiendo que la visitéis sin demora, probablemente
os asombre lo que encontréis en ella.
—¿Vendréis vos conmigo?
—Oh, sí, desde luego —repitió Gorgonán.
—¿Podrá acompañarnos Narbolius? —continuó preguntando Junco, temeroso de
que la respuesta de Gorgonán fuera esta vez negativa.
—No os preocupéis por Narbolius, nada puede ocurrirle en este Laberinto de
irrealidad. Además, debéis saber que puede defenderse muy bien por sí solo.
—Pero ¿vendrá con nosotros? —insistió Junco.
—Si vos lo deseáis, vendrá —aceptó Gorgonán.
Narbolius alzó la cabeza y sus ojos de azafrán bailotearon de contento.
Al poco tiempo se pusieron en marcha y se adentraron en el angosto sendero
bordeado de grandes flores aterciopeladas por el que había aparecido Gorgonán
unas horas antes. El atajo se empinaba y zigzagueaba a lo largo de una colina achata-
da, para descender luego hasta un pequeño valle salpicado de pequeñas lagunas y
abundantes pastos que hicieron las delicias de Narbolius: chapoteaba aquí y allá,
mordisqueaba la fresca hierba y retozaba en ella con alborozo.
Y detrás de las lagunas y los prados, detrás de los espejos de agua y de las
alfombras de verde esmeralda, se alzaba una ciudad sublime cruzada de norte a sur
por una grandiosa avenida repleta de construcciones palaciegas, pirámides, torres,
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templos y catedrales que representaban el centro cósmico del mundo. Los barrios
colindantes constituían verdaderos conjuntos artísticos, pintados de vivos colores y
adornados con murales de extraordinaria riqueza y encanto. No había murallas, ni
defensas, ni puertas que cerraran el paso a los viajeros.
Una adorable melodía de vientos los recibió al llegar a los pies de la larga avenida,
presidida a cada lado por dos gigantescas esculturas de piedra caliza que
representaban a un hombre y a una mujer situados de pie y cuyos ojos miraban al in-
finito. Ambas parecían poseídas por una insólita hermosura, y ambas tenían,
también, las manos cruzadas sobre el pecho en actitud reflexiva y equilibrada.
Al contemplar las esculturas desde la base del pedestal, Junco, boquiabierto ante
su divinidad, preguntó:
—¿Qué significan?
Gorgonán observó la inmovilidad de la piedra y su rostro reflejó la fascinación que
las estatuas suscitaban en su alma.
—Representan la belleza —musitó.
La breve respuesta de Gorgonán convenció a Junco. Esa era, sin duda, la mejor
definición de cuanto veía a su alrededor, pues esa palabra expresaba como ninguna
otra el conjunto de sentimientos de deleite y admiración que palpitaban en su pecho
y lo inflamaban hasta estallar en un éxtasis indescriptible.
—¡Son fantásticas! —exclamó después de salir de su perplejidad.
—Toda obra de arte lo es —apostilló Gorgonán.
—¿Esta ciudad la han creado los hombres? —quiso saber Junco.
Gorgonán se aclaró la voz.
—¿Quién si no? En la creación es en lo único en que los seres humanos se
asemejan a los dioses, si es que éstos existen. Ninguna de las muchas maravillas que
tenéis ante vuestros ojos podría explicarse si un artista no la hubiera imaginado y
creado con sus manos. Y cada una de sus obras es única y distinta a todas las demás
porque es su propio espíritu quien las vislumbra y las conforma. Sin embargo —
continuó—, así como los dioses pueden crear la materia de la nada, los hombres sólo
pueden transformar la materia para convertirla en belleza. Esa aproximación a la
divinidad es la que da sentido a muchas vidas.
A medida que avanzaban por la amplia avenida, el bullicio de la ciudad crecía.
Por todas partes se veían gentes ataviadas con exóticos y elegantes vestidos que
conversaban en grupos animadamente, o contemplaban absortos las frenéticas pirue-
tas de un saltimbanqui o los más delicados gestos de un mimo; otros prestaban
atención al discurso sosegado de un narrador o escuchaban embobados las odas de
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un poeta que gesticulaba ante ellos con gran elevación y arrebato. En las plazas los
trovadores tañían sus laúdes y soplaban sus flautas entonando antiguas canciones de
amor, y los bufones danzaban junto a las fuentes haciendo sonreír a los niños. En los
anchos pórticos se prodigaban los pintores con sus caballetes, lienzos, pinceles y
paletas de colores; los escultores cincelaban el mármol con rítmicos golpes de
martillo y los ceramistas modelaban el barro en sus tornos creando incontables
objetos de primorosas formas.
Junco miraba de un lado a otro alucinado. Narbolius caminaba pegado a su pierna
izquierda, pues ahora tenía el tamaño de un zorro y se desenvolvía con suma
naturalidad entre la multitud. Gorgonán, sin embargo, había vuelto a desaparecer
como en él era costumbre. Pero cuando Junco reparó en ello ya era demasiado tarde,
y a pesar de que lo buscó desasosegado por todos los rincones, tampoco se sintió
particularmente conmovido al no encontrarlo; de algún modo, ya se había habituado
a que Gorgonán lo abandonara a su suerte cada vez que llegaban a algún lugar
desconocido.
—¿Hay algo que habéis perdido y no encontráis? —le preguntó un bufón que le
salió al paso haciendo tintinear los cascabeles que le colgaban del gorro.
—Sí..., digo, no —rectificó Junco mientras Narbolius olisqueaba las pintorescas
ropas del recién llegado.
—Sí..., no..., sí..., no... Así se deshojan las margaritas —masculló el bufón sin dejar
de sonreír y de saltar.
—¿Vivís en esta ciudad? —inquirió Junco para evitar que el bufón llevara la
iniciativa de su diálogo y volviera a interrogarlo.
—No hay otro lugar donde pudiera hacerlo con mayor agrado. Ésta es la Ciudad
de la Belleza, y en ella todo es hermoso. Los forasteros como vos se asombran al
contemplarla. Yo mismo os la mostraré si os complace —dijo el bufón al tiempo que
avanzaba por la avenida realizando arriesgadas cabriolas sobre el pavimento.
—¿Cómo sabéis que soy extranjero? —preguntó Junco, intentando imitar con
escasa destreza los estrambóticos saltos y movimientos de su nuevo acompañante.
El bufón se detuvo en seco manteniendo un equilibrio perfecto sobre una sola
pierna e inclinando el cuerpo lateralmente hasta tocar el suelo con la punta de sus
dedos. Se había curvado como un arco y veía a Junco del revés.
—Sólo un extranjero puede ir acompañado de un dragón como ése —contestó
señalando a Narbolius, y acto seguido recuperó su posición vertical.
—¿Adonde me lleváis? —preguntó Junco receloso, pues por un instante le cruzó
por la mente la terrible idea de que pudieran tenderle alguna trampa para adueñarse
de su dragón.
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Rafael Ábalos El visitante del laberinto
—Os llevaré al Museo; allí podréis encontrar lo que buscáis o elegir las obras de
arte que más os agraden. Todos los viajeros visitan el Museo cuando llegan a esta
ciudad. Tal vez vuestro amigo esté allí —dijo el desconocido con tono tranquilizador.
—Yo no poseo ninguna moneda de oro —replicó Junco ruborizado, pues no
imaginaba de qué modo podría comprar algo de lo que en el Museo pudieran
ofrecerle.
El bufón rió con descaro y dio una voltereta lateral.
—¿Oro? ¿Pensáis que la creación puede comprarse con oro? ¿Creéis que hay en la
Tierra oro bastante para pagar la inspiración de los grandes genios del arte? —dijo
frunciendo sus pobladas cejas y haciendo aspavientos con sus brazos—. Ese precioso
metal sólo sirve en esta ciudad para crear adornos, coronas, diademas, pendientes,
penachos, aros, collares, sellos, gargantillas, colgantes, broches, anillos, brazaletes,
pulseras...
—Está bien, está bien —lo interrumpió Junco, incapaz de seguir el rosario de
objetos decorativos que podían crearse con el precioso metal—. Pero en el lugar del
que yo vengo —añadió— los hombres se traicionan unos a otros por conseguir oro.
El pequeño cuerpo del bufón se contorsionó hacia atrás hasta que su cabeza rozó
el suelo y de nuevo vio el mundo del revés.
—Algo de eso cuentan algunos juglares, aunque yo no pueda entenderlo —dijo
desde esa incómoda posición.
Así llegaron hasta una plaza circular flanqueada por lujosos, palacios, en cuyo
centro se alzaba un monolito de base cuadrada coronado por una pirámide
recubierta con un metal dorado y brillante, en el que los rayos del sol del atardecer
estallaban en infinitas chispas de luz que se desparramaban alrededor como una
espectacular lluvia de estrellas fugaces. La animación en la plaza era indescriptible,
pues la gente fluía sin cesar de un edificio a otro cargada de primorosos objetos que
adquirían en ellos con sólo pedirlos. Pero también había obras que no podían
pertenecer a hombre alguno, y que se conservaban allí para asombro y admiración de
todos los forasteros. Junco y Narbolius, acompañados siempre por el simpático e
inquieto bufón, entraron en el umbral de un palacio de belleza inconmensurable, a
cuya fachada de muros macizos se adosaba una sucesión de ciclópeas esculturas que
representaban todas las artes. En el interior se extendía una gran sala de mármol
pulido repleta de columnas, y entre ellas se distribuían en colecciones inagotables las
estatuas, las pinturas, las cerámicas y un sinfín de adornos de bronce, plata y oro,
iluminados por la luz que se filtraba desde unas vidrieras altísimas.
—¿Qué os parece? —preguntó el bufón con orgullo, a la vez que deslizaba sus
brazos en derredor como si quisiera abarcar con ellos la inmensidad de la sala.
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Rafael Ábalos El visitante del laberinto
—Jamás pude imaginar que existiera cosa igual. Los personajes de esos fabulosos
cuadros parecen gozar de una vida propia, a pesar de su aparente quietud —dijo
Junco mientras admiraba un óleo colosal que representaba la creación del Universo.
—Tienen su propia vida, sin duda —confirmó el bufón—. Observad las
expresiones de sus caras, la gracia de sus movimientos, la cálida textura de los
ropajes o el modo en que el paisaje se diluye en la distancia.
Narbolius parecía tan asombrado como Junco y sus grandes ojos de azafrán
seguían con inusitado entusiasmo las sabias explicaciones del bufón.
De súbito, algo atrajo la atención de Junco.
—¿Y ese rostro? —inquirió, posando sus pupilas en el retrato de una muchacha
que lo miraba con una enigmática sonrisa en los labios.
—Es de una joven desconocida, aunque muy bella como podéis ver. Lo trajo un
pintor de un país remoto que llegó aquí huyendo de la realidad. Observad cómo su
hermosa faz se difumina mágicamente en un portentoso juego de luces y sombras —
explicó el bufón.
Junco se quedó pensativo y al cabo preguntó:
—¿Por qué ese pintor huía de la realidad, si la realidad que pintó era tan hermosa?
—Todos los artistas huyen de la realidad porque la realidad es opresiva y cruel.
Por eso en sus obras crean sus propios mundos, mundos irreales, fantásticos, que
sólo existen en su imaginación y que cobran mil vidas diferentes al ser contempladas
por otros. Cada obra de arte encierra en sí misma tantas maravillas y misterios como
ojos se adentran en ella. Eso es lo que las hace inmortales o eternas.
La enigmática sonrisa de aquella joven quedó prendida en el alma de Junco para
siempre, y aunque a cada paso de su recorrido por la gran sala se detenía para
contemplar la escena de un campo de trigo con cipreses, figuras de animales pintadas
en colores de tierra sobre lascas de piedra, personajes delicados y llenos de gracia
sobre fondos etéreos, formas humanas sensualmente sugestivas y de proporciones
perfectas, no dejó de pensar en ella ni un solo segundo de los muchos que siguieron.
Otros cuadros atraían su atención por su rareza y abstracción, aunque todos
poseían una sorprendente armonía que hacía grata su particular concepción estética.
—¿Y esas extrañas pinturas? —preguntó Junco con curiosidad, pues no sabía a
ciencia cierta cuál podía ser su significado.
—Oh, ésas son obras del futuro, simples manchas de color entre geometrías, que,
sin embargo, gozarán un día de gran aprecio por ser misteriosas, melancólicas o
evocadoras de ensoñaciones poéticas.
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Rafael Ábalos El visitante del laberinto
Luego, deambularon por los gabinetes en los que se encontraban las colecciones
de pequeños objetos y curiosidades talladas en todo tipo de materiales, desde el
marfil o la madera hasta los metales o el cristal. De súbito, un destello proveniente de
unas de las vitrinas cercanas deslumbró a Junco, y cuando éste se aproximó al lugar
en el que nacía la extraña luz, el destello se hizo aún más intenso y cerúleo.
—Parece que algo os llama —advirtió el bufón.
Junco vio entonces, depositado entre una preciada colección de objetos
artesanales, un original medallón de oro que destellaba como un astro. Y tanta era la
fuerza de su atracción que no pudo resistirse a su hechizo y lo tomó en sus manos.
Apenas tocó el metal, los ojos de todos los presentes se volvieron hacia él para
observar el prodigio: su espigado cuerpo creció más de un palmo y sus apagados
ojos adquirieron el brillo de las estrellas; sus músculos se agrandaron y su rostro
adquirió facciones más severas y hermosas; las calzas ajustadas y el jubón que vestía
sobre la camisa se cubrieron con una cota de malla que se prolongaba hasta las botas
de cuero, y sobre la cota apareció un blusón de seda amarilla con un dragón bordado
en rojo a la altura del pecho; su pelo, ahora más largo, se cubrió con un yelmo de
plata, y de sus hombros pendía una fina capa de terciopelo del color del vino, larga
hasta los talones.
Entre los vítores y aplausos de quienes lo rodeaban, Junco miró el medallón que
resplandecía en sus manos. Se quedó pasmado al ver el relieve del dragón que había
sido tallado en su superficie con un realismo fantástico, pues hubiera jurado por la
oxidada espada de Dalmor el Desventurado que ese dragón era tan igual a Narbolius
como lo son dos gotas de agua.
—¿Qué me ha ocurrido? —preguntó Junco, algo aturdido aún y con voz más
grave de la que hasta en ese instante mágico tenía.
—Habéis descubierto misterios que hacen sabios y juiciosos a los hombres. Pero
esperad un momento, todavía no habéis terminado vuestra transformación —dijo el
bufón, y acto seguido se perdió entre las esculturas cercanas como si lo hiciera en un
bosque de hermosas figuras humanas talladas en alabastro.
Al poco apareció de nuevo, portando en sus manos una brillante espada y un
sólido escudo de fondo amarillo con un dragón pintado en rojo. Se acercó a Junco, le
entregó el escudo con el ritual de rigor y dijo con solemnidad:
—Con esta noble espada yo os armo caballero, pero sabed que así como el arte
engrandece al hombre acercándolo a la divinidad, la guerra lo rebaja a lo salvaje y lo
aproxima a los infiernos. Las armas que os entrego lo son como símbolo de paz;
conservadlas, pues, debidamente y jamás las empleéis a menos que os vaya la vida
en ello.
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Rafael Ábalos El visitante del laberinto
Y al decir esto, comenzó a dar saltos y cabriolas de puro contento. Luego, su frágil
figura se desvaneció en el aire como se desvanece un sueño.
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Capítulo XI
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Rafael Ábalos El visitante del laberinto
que Junco aún dejó que Narbolius iniciara una vuelta más al camino del círculo
exterior. Pero al llegar a la tercera de las encrucijadas que desembocaban en el
torreón, sintió un palpito extraño en su pecho y ordenó a Narbolius que se adentrara
con lentitud en ella. Cuando llegaron a la puerta elegida de la torre octogonal,
descabalgó y el dragón volvió a adquirir el tamaño de un perro ovejero; se pegó a la
pierna derecha de Junco y aguardó a que éste abriera la puerta. Sin embargo, una
inscripción tallada sobre una losa de piedra situada al pie de la entrada al torreón
llamó la atención de Junco. Era una inscripción breve, que rezaba así:
Junco dudó antes de aferrar el pomo de la puerta que había elegido por impulsos
de su corazón. No sabía qué podría encontrar detrás de ella, aunque estaba claro, a
juzgar por el texto que acababa de leer, que lo que quiera que encontrase en el
interior del torreón podía procurarle alegría o sufrimiento, según cuál hubiera sido
su elección. Así es que no lo dudó más, se quitó el yelmo y abrió.
La puerta emitió un chirrido lastimero y oxidado, como si hubiera permanecido
cerrada durante siglos y siglos. El interior del torreón, débilmente iluminado por
unas antorchas colgadas del techo, estaba limpio y ordenado. Las paredes aparecían
recubiertas de estanterías colmadas de libros antiguos y al fondo crepitaba alegre el
fuego de una chimenea. Situado frente a ella, un sillón tallado en madera daba la
espalda a la entrada del torreón, de modo que Junco supuso que de allí provenía la
voz que oyó nada más abrir la puerta:
—¡Pasad, no os quedéis ahí clavado como un pasmarote! —dijo la voz—. ¡Ah! Y
cerrad la puerta, mis huesos ya no están para soportar corrientes de aire —añadió en
tono gruñón.
A Junco le reconfortó saber que había alguien en aquel lugar.
—¿Podéis decirme dónde estoy? —preguntó, sin poder ver aún a su interlocutor.
—Estáis en el torreón de la Rueda de la Existencia, y por fortuna para vos habéis
elegido la Puerta de la Sabiduría. Pero pasad, pasad y sentaos aquí, a mi lado; el calor
del fuego os hará bien. Y no os preocupéis por Narbolius, se dormirá pronto en
cualquier rincón —dijo la voz.
—¿Cómo sabéis que me acompaña Narbolius, si ni siquiera lo habéis visto aún? —
quiso saber Junco antes de aceptar la invitación de sentarse junto al fuego, aunque
bien es cierto que pocas sorpresas conseguirían asombrarlo ya, después de cuanto
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Rafael Ábalos El visitante del laberinto
había visto y oído en su largo viaje por el Laberinto. Incluso pensó que la voz que le
hablaba era la de Gorgonán, y por ello prestó especial atención a la respuesta que
salía de detrás del sillón tallado en madera, confiado en poder descubrir algún
detalle, en la modulación de aquella voz, que le permitiera confirmar sus sospechas.
—En este lugar no hay secretos para mí —contestó simplemente la voz.
Junco no pudo resistir la curiosidad y preguntó tímidamente:
—¿Sois Gorgonán?
—¿Gorgonán? ¿Me confundís con ese viejo cascarrabias del lago de Fergonol? —
refunfuñó el hombre sentado en el sillón.
—Lo conocéis, pues —dijo Junco.
El anciano anticipó su respuesta con la expresión de sus ojos.
—Oh, sí, ¿quién no conoce al viejo Gorgonán? Pero hace tiempo que no lo veo. No
sé qué habrá sido de él.
Cuando Junco se acercó al fuego comprobó que, en efecto, no era Gorgonán quien
se sentaba en el sillón tallado en madera situado junto a la chimenea, pero el rostro
de aquel anciano le era conocido, de eso tampoco le cabía duda alguna.
—Yo os conozco —afirmó Junco.
—Ya os dije en cierta ocasión que erais un joven muy avispado —confirmó el
anciano.
Entonces recordó Junco la dignidad de su rostro, sus enormes ojos tintados de
aguamarina y su benévola sonrisa bajo la templada luz crepuscular del día en que se
había cruzado en su camino, justo cuando desapareciera Gorgonán de su lado. Y
recordó cuanto el anciano le dijo acerca del tiempo pasado, presente y futuro, así
como las imágenes que le mostrara sobre sí mismo y su regreso al castillo de su
padre, el gran rey Winder Wilmut Winfred.
—¿Sabíais que nos volveríamos a encontrar aquí? —inquirió Junco, al tiempo que
se sentaba en una banqueta junto al fuego. Sus movimientos eran elegantes y
decididos, como si desde que el bufón lo hubo investido caballero armado se sintiera
más seguro de sí.
—Tal vez sí y tal vez no —dijo el anciano—. Todo dependía de que antes os
encontrarais a vos mismo. Pero ahora veo que sí, que habéis cambiado vuestro
aspecto, vuestra vestimenta y vuestra mentalidad. Incluso me atrevería a decir que
habéis madurado —explicó.
—Un bufón que conocí en la Ciudad de la Belleza me dijo que había desvelado
misterios que hacen sabios y juiciosos a los hombres —dijo Junco.
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Rafael Ábalos El visitante del laberinto
leído todos los libros que veis en derredor y a través de ellos he conocido a las
mentes más preclaras del planeta.
—¿Y encontrasteis al fin el sentido de la vida? —preguntó Junco.
—El de la mía sí, desde luego —contestó el anciano con una sonrisa.
—¿Podéis decirme cuál es?
—Seguir buscándolo —respondió simplemente.
Junco pensó durante un instante, confundido por las palabras del anciano.
—¡Pero eso es absurdo! —afirmó Junco con una exagerada mueca de
estupefacción en sus labios.
—Oh, no. Ése es el verdadero sentido de la vida para un filósofo. Vos me
preguntasteis si yo lo era y creo haber contestado a vuestra pregunta. El sentido de
vuestra vida sólo vos podréis encontrarlo.
Durante días, Junco no se ocupó en otro menester que no fuera la lectura de los
libros que el anciano le recomendaba. En ellos aprendió cosas que jamás habría
soñado conocer y poco a poco se fue forjando en su espíritu una inusitada afición por
el pensamiento filosófico, que pugnaba con su condición de caballero armado.
Siempre pensó que al crecer acabaría entrenándose para combatir en los torneos y en
las guerras, mostrando a todos su valor y destreza en el uso de la lanza y la espada,
como hacían otros jóvenes de su edad. Ahora podía recordar con todo detalle el
bullicio y la creciente tensión de las justas que se celebraban para festejar la llegada
de la primavera en el castillo de su padre, los vistosos escudos de armas de los
caballeros contendientes colgados de los árboles, los estandartes ondeando al viento,
las pulidas armaduras del color de la plata, las tiendas y los pabellones alrededor de
la arena, repletos de nobles y damas venidas de los castillos más lejanos de la
comarca para aclamar al vencedor. Por ello, también sentía intensos deseos de partir
al reencuentro con los suyos; deseos que un día de lluvia pertinaz y fría ya no pudo
contener.
—Ese mundo vuestro al que os dirigís es dulce y apacible como el canto de una
hermosa doncella, pero es a la vez feroz y truculento como una manada de lobos
hambrientos. Ojalá que cuanto habéis aprendido aquí os ayude a ser un caballero
sensato y justo —dijo el anciano en el momento de la despedida.
—Tened la seguridad de que así será —dijo Junco con firmeza.
Subió a lomos de Narbolius y ambos, sin saberlo, partieron en busca del mundo
oscuro de los hombres.
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Rafael Ábalos El visitante del laberinto
Capítulo XII
A medida que Junco y Narbolius avanzaban por un bosque denso y oscuro, una
niebla más espesa que los negros velos de las tinieblas los envolvió. Algo había
cambiado en el entorno y Junco lo percibió al instante. Ahora le parecía reconocer la
tierra que pisaban aunque no pudiera verla y presintió, de algún modo, que
regresaba al mundo de los hombres. La fantasía y la irrealidad no eran más que un
recuerdo grato en su memoria. Incluso la imagen de Gorgonán se diluía en su mente
haciéndose más irreconocible, como si la niebla la falseara o como si sólo fuera la
imagen emborronada de un sueño olvidado. También la cándida expresión del
dragón se transformó adquiriendo rasgos más severos, como si Narbolius intuyera
los acontecimientos que el murmullo del viento danzando entre las ramas de los
árboles pregonaba.
No pasó mucho tiempo cuando de las sombras del bosque surgió una extraña voz:
—¡Deteneos, insensato! ¿Acaso imagináis lo que más allá de este bosque sombrío
os aguarda?
Los ojos de Junco rebuscaron en la inquietante oscuridad de la noche hasta que al
pie de un árbol gigantesco descubrieron lo que parecía la figura difuminada de un
caballero malherido recostado junto al tronco, muy cerca de las remansadas aguas de
un riachuelo. Vestía armadura y un yelmo cerrado le cubría la cabeza. A su lado,
yacían cubiertos por una gruesa capa de polvo una vieja espada y un escudo con ma-
jestuosos símbolos heráldicos.
De un salto, Junco bajó de Narbolius y corrió en ayuda del presunto herido, pero
se quedó pasmado al levantar la visera del yelmo y comprobar que bajo la armadura
no había nadie: ningunos ojos, ningún rostro, ningún cuerpo. Pensó que se trataba de
una emboscada y se incorporó veloz, mirando desconfiado en derredor y llevando la
mano a la empuñadura de su espada.
—Si desenvaináis la espada no esperéis que sea yo quien os rete a duelo. Así es
que conteneos y reservad vuestros ímpetus para ocasión más precisa, no tenéis nada
que temer de mí.
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Rafael Ábalos El visitante del laberinto
Junco miró a Narbolius y la calma que apreció en sus ojos de azafrán le confirmó
que ningún peligro les acechaba.
—Entonces, ¿por qué no salís de vuestro escondrijo y dejáis que pueda veros como
vos me veis a mí? —dijo sin saber a quién dirigir sus palabras.
—¿Os parecen poco visibles los brillos de mi atuendo? —respondió con tono
jocoso la voz de la armadura—. Acercaos sin miedo —añadió.
—¿Sois un fantasma? —se atrevió a preguntar Junco al ver a la armadura
incorporarse hasta apoyar la espalda en el grueso tronco del árbol. Luego, la mano
enguantada de la coraza se elevó hasta la visera del yelmo y la alzó produciendo un
sonido metálico.
—Así se respira mejor —dijo el fantasma como si bromeara.
Junco se acercó hasta la armadura y volvió a mirar adentro.
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —preguntó incrédulo, pues nada que no
fuera metal encontró en el interior de la coraza.
—Llevo siglos en este lugar —contestó la armadura algo sofocada.
—Debe de ser aburrido estar siempre en el mismo lugar —murmuró Junco, pues
no se le ocurrió otro modo de disimular su estupor ante tan insólito encuentro.
La armadura se removió de nuevo y sonó como un tintineo de torpes campanas.
—No creáis —dijo—, he entretenido el tiempo pensando sobre lo que hice en mi
vida y los errores que entonces cometí. Tal vez el mayor de todos fue haber venido
un día hasta aquí, hace ahora mucho tiempo.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Junco interesado.
—Sentaos a mi lado, os lo contaré si os complace oírlo.
Junco obedeció y se sentó junto a la armadura, aunque no pudo evitar sentir cierto
rubor al conversar con un ser incorpóreo que, sin embargo, hablaba con inusitada
sensatez. Cuando era niño había oído a las cocineras del castillo de su padre contar
antiguas leyendas sobre fantasmas que vagaban perdidos entre tinieblas y
aterrorizaban a nobles y campesinos de la comarca con sus extravagantes ruidos y
sus misteriosos movimientos de muebles y objetos, pero nunca imaginó que llegaría
un día en que él mismo conversaría con uno de ellos, por demás tan cortés y tan
cuerdo. Sin duda no hay que fiarse de las leyendas, pensó, y recordó las palabras de
Dongo, el cocinero del barco vikingo del capitán Uklin, cuando le dijo que también
hubo en la historia piratas que defendieron causas nobles y que no siempre las
leyendas son ciertas, pues las forja la invención y ésta es proclive al engaño.
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Rafael Ábalos El visitante del laberinto
—Cuando vos gustéis —dijo Junco, acomodando sus posaderas sobre unas matas
de tomillo que le sirvieron de cojín.
La armadura carraspeó antes de iniciar su relato y su voz se ensombreció.
—Hace muchísimos años hubo una guerra de las más terribles que se conocieran.
Todo el bosque que ahora oculta esta espesa niebla hervía en el fragor de la batalla y
el agua clara del riachuelo que transcurre a pocos pasos de nosotros se tiñó pronto
del color rojo negruzco de la sangre. Yo mismo, montado en un hermoso corcel
blanco, blandía mi espada ciego de ira mientras lanzaba mandobles a diestro y
siniestro con la furia de una alimaña acorralada. Mis rivales caían ante mí como frá-
giles marionetas de un guiñol malhadado: destrozados, mutilados, muertos. Y de sus
cadáveres se alimentaba mi rabia, ajena a los gritos, al horror, al espanto clavado en
los ojos de mis enemigos, que no hacían sino aumentar la fuerza de mi brazo y la
impiedad de mi alma. Nada podía contenerme, ningún sentimiento de compasión o
clemencia. Un único pensamiento gobernaba mi razón perdida: MATAR O MORIR.
Con tal afán, lancé mi brazo con todo el vigor de que era capaz hasta el cuello de un
guerrero dispuesto a clavarme su lanza en el corazón y mi espada segó su cabeza
como la guadaña el trigo. Entonces vi aterrado que mi enemigo no era más que un
muchacho y que sus ojos, aún abiertos a pesar del golpe mortal, estallaban
implorándome una razón que justificara nuestra violencia. No miento si os confieso
que me quedé petrificado, incapaz del menor gesto, del más leve movimiento.
Tampoco me importó quedar a merced de mis enemigos, pues mi mente se mostraba
incapaz de acoger otra inquietud o zozobra que la pregunta nunca contestada a aquel
muchacho moribundo. Y por un instante me vi convertido en un lobo de enormes
colmillos afilados como flechas que, como el resto de la feroz manada, destripaba los
cuerpos ensangrentados de otros lobos hambrientos de muerte. Fue entonces cuando
bajé de mi caballo, indiferente al clamor de la batalla que retumbaba en mis oídos con
el zumbido sordo de un trueno. Abatido y desolado por la muerte del muchacho, me
senté bajo este árbol, y desde entonces he permanecido aquí, intentando responder a
aquella pregunta y esperando que alguien como vos pasara de la fantasía a la
realidad para advertirle —dijo la armadura.
—¿Advertirle? ¿Advertirle de qué? —inquirió Junco. Un súbito silencio sobrevoló
el bosque y los ojos de Narbolius se elevaron hasta el cielo invisible de la noche como
si buscaran en él la respuesta a la pregunta de Junco.
—De la crueldad de los hombres —respondió al cabo la armadura, embadurnando
de pesadumbre su voz—. Si continuáis vuestro camino os encontraréis con la triste
realidad de la guerra, una guerra cruel e injustificable en la que no importa que
mueran ancianos, mujeres o niños —añadió dejando escapar un suspiro.
—No tengo otro remedio que seguir adelante. He de regresar al castillo de mi
padre —dijo Junco con reverencia.
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Capítulo XIII
Más allá del bosque se abría un inmenso páramo. El cielo se teñía del color gris de
la ceniza y en el horizonte largas columnas de humo se confundían con él. Junco
cabalgaba sobre Narbolius, cuyo aspecto era ahora majestuoso sobre la inmensa
llanura. Pensaba en la historia que la armadura le había contado y en la pregunta sin
respuesta que los ojos del muchacho le habían formulado en silencio antes de morir.
Tampoco él encontró una razón que justificara la violencia. Tal vez, se dijo a sí
mismo, porque la violencia fuera, simplemente, injustificable. Y pensando esto, sus
propios ojos se cubrieron de terror al descubrir la negra sombra que se aproximaba a
ellos desde el sur. Narbolius se agitó como un potro que hubiera visto al diablo ante
sus mismas narices: la húmeda hierba estaba sembrada de cadáveres
ensangrentados, cuerpos sin brazos, rostros desencajados por el dolor, cabezas
destrozadas y miradas sin vida extraviadas en los abismos del caos. Sólo la negra
sombra que se removía en la lejanía parecía haber sobrevivido a la masacre.
Cuando llegaron hasta ella, Junco pudo ver a una mujer ataviada con largos velos
negros que le cubrían la cara y danzaban mecidos por el viento. Todo a su alrededor
permanecía en penumbra, como si la misma luz huyera de su proximidad.
Junco se estremeció al contemplarla
—¿Os habéis extraviado? —preguntó.
La mujer emitió una carcajada chillona que propagó el aire. Luego, contestó con
voz lúgubre:
—Eres tú el forastero y no yo, jovencito.
—¿Vivís cerca de aquí? —insistió Junco, esforzándose en mantener tranquilo a
Narbolius, que no paraba de moverse de un lado a otro para evitar la mirada aciaga
que se ocultaba tras los negros velos de la sombra.
La mujer volvió a reír estrepitosamente.
—Yo habito donde me llaman. Todo lo que ven tus ojos me pertenece. Han sido
días muy provechosos para mí. ¿No te parece?
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—¿Ha sido obra tuya este desastre? —preguntó Junco con una mueca de horror
bosquejada en sus labios.
—No, jovencito, se han matado unos a otros, anticipándose a mi llegada. Tanto es
el poder de los hombres que pueden matar a otros hombres. Ese soldado que ves a
mi lado —dijo señalando con un dedo tenebroso— no debía haber muerto hasta
cumplidos los ochenta años. Era un rudo pastor que se habría casado pronto y habría
tenido muchos hijos a los que cuidar. Sin embargo, nada de eso ocurrirá ya.
Entonces comprendió Junco que la mujer sin rostro que le hablaba era la Muerte, y
un frío gélido corrió por sus venas como un río de hielo. Nunca antes había pensado
en ella. Siempre creyó de niño que él mismo era inmortal, y que algo tan terrible
como la muerte sólo afectaba a los animales que había visto agonizar bajo un afilado
cuchillo en las cocinas del castillo de su padre. Pero ahora tuvo la certeza de que
también él moriría un día tan nebuloso e incierto como el del pobre soldado que
yacía inerte a su lado. Y entonces contempló el cadáver del hombre, la palidez de su
rostro, los finos hilos de sangre que se derramaban por sus labios, el color cerúleo de
su piel entumecida, y pensó si acaso era posible seguir viviendo de algún modo
después de muerto. Miró a la mujer y dejó que sus pensamientos escaparan libres por
sus labios.
—¿Qué eres? —preguntó.
La mujer tardó en contestar. Después dijo:
—Soy la razón de la vida. Si yo no existiera, tu misma presencia en la Tierra no
tendría ningún sentido. También tú me llamarás un día y yo acudiré puntual e
irremediablemente a la cita.
—¿Será pronto? —prosiguió Junco.
—Lo sabrás cuando llegue la hora —sentenció la mujer.
—¿Y adonde me llevarás?
—¿Quién sabe?
El corazón de Junco palpitaba alocado.
—Eso no es una respuesta —protestó.
—¿Acaso recuerdas el espacio que ocupabas antes de nacer?
—No —dijo Junco.
—Ése es precisamente el lugar al que iremos. Cuando te mueres, te mueres como
se muere un mosquito. Tampoco él lo recuerda.
Narbolius lanzó un bostezo al aire.
—¿Insinúas que también los mosquitos temen a la muerte? —inquirió Junco.
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Rafael Ábalos El visitante del laberinto
Capítulo XIV
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Junco lo reconoció al instante, pues más de una vez vio la cabeza de aquella ave
picuda pintada en los estandartes del barón cuando visitaba el castillo de su padre el
gran rey Winder Wilmut Winfred, y a fe que nunca le agradaron su oscuro semblante
ni sus ojos de buitre. Vestía cota de malla y una túnica de seda negra con la cabeza de
un águila siniestra bordada en rojo que le cubría el pecho. De sus hombros pendía
una capa negra y protegía sus manos con guanteletes destellantes. Al cinto le colgaba
una espada en su vaina que tenía la empuñadura de oro y brillantes, y delante de su
tienda ondeaba al viento el estandarte de sus tropas con la misma cabeza de águila
pintada en el centro.
—¿De dónde habéis salido? —dijo el barón sin poder explicar su propia
estupefacción, que, no obstante, procuró disimular para no acobardar a sus hombres
ni menoscabar su autoridad.
—Vengo del lugar en él que nacen los Sueños —respondió Junco.
Trulso Toleronso frunció el ceño, malhumorado, y caminó con paso parsimonioso
alrededor de los recién llegados.
—¿Allí habéis encontrado a esa bestia? —insinuó desdeñoso el barón, señalando
con su mano enguantada a Narbolius.
Los ojos del dragón lo miraron orgullosos y vigilantes, pues pronto intuyeron la
maldad de aquel hombre y los ocultos propósitos que se cocían en su retorcida
mollera.
—La bestia a la que os referís nunca ha causado daño alguno, aunque podéis tener
la certeza de que es más sabia que muchos sabios y más audaz que el más intrépido
de vuestros guerreros —replicó Junco.
Al oír esto, el barón pensó que nada como un dragón le facilitaría más sus planes
de conquista y dominación de cuantas aldeas, tierras y castillos pudiera abarcar su
codicia. Por ello concibió la mezquina idea de apropiarse del portentoso animal a
cualquier precio.
—Os desafío a combatir en un torneo de lanza y espada. Si vos sois derrotado me
pagaréis vuestra vida entregándome al dragón —dijo sin el menor recato.
Narbolius se estremeció.
—¿Y si sois vos quien sufre la derrota? —dejó caer Junco.
—Ésa es una eventualidad que ni siquiera puedo considerar como hipótesis —
contestó el mezquino barón con insolencia y desmedido engreimiento.
—¿Es ése el único modo que conocéis para lograr vuestros deseos? —requirió
Junco, sabedor ya de la codicia que invadía el alma del barón.
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—¿Acaso vos conocéis otro más rápido y eficaz que la fuerza? —repreguntó
Trulso Toleronso con ironía.
—Ya veo que nunca habéis oído hablar de la razón —dijo Junco.
—La razón no ayuda a ganar batallas —le espetó el barón.
—Pero ayuda a evitarlas —replicó Junco—. No aceptaré vuestro reto. Juré a quien
me la entregó que no usaría nunca esta espada —añadió, satisfecho de cumplir su
palabra.
—Hacéis bien si queréis salvar la vida —soltó el barón desafiante.
—Ya he comprobado que para vos la vida no tiene ningún valor. Habéis sembrado
el páramo de cadáveres.
Los labios del barón se abrieron en una sonrisa macabra.
—Si no aceptáis mis condiciones me veré obligado a tomar por mi mano lo que os
negáis a entregarme de buen grado —murmuró Trulso Toleronso deslizando su
brazo en torno a él como sutil insinuación de su poder, ante la mirada expectante de
sus guerreros.
El semblante de Junco, oculto tras el yelmo, destellaba valor y prudencia a un
tiempo. El bufón le dijo que no usara nunca su espada a menos que le fuera la vida
en ello. No debía precipitarse.
-—¿Es eso lo que también os proponéis hacer con ese castillo? —preguntó Junco
esforzándose por reconducir el diálogo hacia asuntos más propicios para él.
—¡Oh, sí! Lo haré muy pronto —-dijo el barón con obvia petulancia—. Grenfo
Valdo es tan testarudo como vos y se niega a rendirse ante mi voluntad. El viejo loco
piensa que puede resistir mucho tiempo en ese nido de cucarachas, pero pronto
cederá a nuestro asedio: sus mejores y más fieles caballeros están muertos y
desperdigados por el páramo, y los habitantes del castillo, hambrientos y
desesperados. Hace más de un mes que nadie ha podido salir de allí.
A Junco aquel nombre le resultó familiar. Grenfo Valdo, repitió para sí. Estaba
seguro de haberlo oído en alguna parte pero no recordó cuándo ni dónde, y sus
cansados ojos vagaron entonces en derredor, contemplando sin prisa el numeroso
ejército de hombres pertrechados con arcos, ballestas, lanzas y espadas que se
disponía a asaltar sin contemplaciones la fortaleza amurallada que se erguía
imponente sobre el cerro rocoso. Todo un ejército bien uniformado y adiestrado. Los
estandartes danzaban al viento, y los yelmos, los escudos y las corazas centelleaban
al recibir los rayos de sol que se colaban entre los nubarrones que surcaban dispersos
el cielo, atemorizados por infinitas lanzas dispuestas en vertical como una insólita
horda de aguijones asesinos. Las torres de asalto y las catapultas, los trabuquetes, los
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El barón lanzó una estruendosa carcajada al aire frío, y el vaho que salió de su
boca se elevó sobre él como una nube diminuta y frágil.
—Narbolius es un nombre ridículo. Ni siquiera el más inofensivo de mis perros
falderos tiene un nombre tan burlesco.
—A mí me parece un nombre precioso —concluyó Junco.
El tono distendido de la conversación fue aprovechado por el barón para lanzar
una sutil propuesta.
—¿Por qué no os unís a mi ejército? Parecéis valiente y aguerrido. Ambos
seríamos invencibles.
Junco sintió una náusea ardiente treparle por la garganta. Aquel mezquino barón
le proponía unirse a él para destronar a su propio padre y arrebatarle la corona o,
acaso, la misma cabeza que con tanta dignidad la portaba.
Entonces, algo imprevisto ocurrió. Una voz que provenía de las cercanías gritó:
—¡No hagáis caso a ese embaucador!
Todas las cabezas se giraron como si obedecieran una orden. Junco miró también
al lugar del que había surgido el grito y vio a un hombre encerrado en una
improvisada mazmorra hecha con barrotes de palos cruzados entre sí que colgaba de
un árbol como la jaula de un pájaro enorme.
—¿Quién es ese prisionero? —preguntó Junco.
—Un vikingo necio y arrogante que osó negarse a obedecerme. Luchaba del lado
de los caballeros de Grenfo Valdo, y creedme que lo hacía con la fiereza de un
bárbaro. Cuando lo hice prisionero le propuse que combatiera junto a mis invencibles
guerreros y me escupió a los pies. El honor hace torpes a los héroes, ¿no os parece? —
discursó el barón.
Junco no pareció estar de acuerdo con el barón y transformó el sentido de sus
palabras.
—Pero los dignifica —apostilló.
—Es evidente que tampoco vos deseáis complacerme —murmuró el barón, y acto
seguido ordenó a sus hombres—: ¡Atrapadlo!
Antes de que los guerreros de Trulso Toleronso pudieran removerse en sus
pesadas armaduras, Narbolius lanzó un bufido de fuego que los dejó paralizados de
horror y envueltos en una nube de humo blanco que los cegó como la niebla más es-
pesa. Junco saltó aprovechando la confusión creada y corrió hasta la jaula que
colgaba del árbol. Desenvainó su espada y le lanzó un golpe con tanto vigor que los
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Capítulo XV
Junco volvía a volar bajo las nubes grises que arropaban el cielo. Pero en esa
ocasión no estaba solo con Narbolius. El capitán Uklin los acompañaba y miraba
alucinado el paisaje que allá abajo se deslizaba veloz antes sus abiertos ojos. Muy
lejos, al sur, se divisaban sombríos bosques de abetos con copas puntiagudas; al
norte, blancos mantos de nieve cubrían las montañas que rodeaban el lago de
Fergonol; al este y al oeste se extendía un páramo vacío y verde como una ondulada
moqueta de musgo agujereada por los plateados destellos de infinitas ciénagas.
Abajo, en el abismo, las torres almenadas del castillo del señor Grenfo Valdo se
erguían orgullosas entre las murallas como si quisieran llegar hasta el dragón.
—¡Por las orejas rojizas y blandas de un vikingo avergonzado! ¿Queréis bajarme
de este portento volador? Yo no soy hombre del aire sino del agua, y que yo sepa el
vuelo está pensado para los pájaros, no para los hombres —-dijo el capitán Uklin
mirando de soslayo el vacío que engullía sus pies.
Junco sonrió.
—Aguardad un poco, pronto buscaremos un lugar tranquilo en el que poder
posarnos sin temer que nos agujereen la piel los arqueros del barón Trulso Toleronso
—lo tranquilizó.
—Excusadme, aún no os he expresado mi gratitud por devolverme la libertad —
dijo el asustado vikingo, olvidándose de su propio miedo.
—No es necesario que lo manifestéis, lo hice con sumo agrado y lo hubiera hecho
igualmente aunque no os hubiera reconocido. Al veros en esa jaula sentí una
inmensa alegría. No podía dejaros allí.
—¿Sois tal vez un caballero del castillo del señor Grenfo Valdo?
—¿No me reconocéis? —dijo Junco, divertido,
—¿Podría hacerlo cuando tenéis el rostro oculto tras el yelmo? Vuestra voz no me
recuerda ninguna que haya oído antes, aunque no me cabe duda de que debemos
conocernos de algo, pues de otro modo vos no podríais saber mi nombre —aceptó el
capitán Uklin, Luego prosiguió—: En una ocasión, hace ya tiempo, me ocurrió algo
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parecido con un joven que navegaba en una barcaza por el lago de Fergonol. ¿Podéis
creerlo? Tampoco él conocía su nombre, aunque lo encontró Dongo, el cocinero de mi
barco. El pobre cayó al agua durante la tormenta y se lo tragaron las olas... Junco, sí,
así creo que se llamaba —dijo después de reflexionar un instante.
Junco disimuló sus ganas de reír y contuvo su inicial impulso de desvelar el
misterio sobre su persona que tanto perturbaba a su nuevo compañero de viaje. Pero
antes de revelar su identidad aún quería que el capitán Uklin le explicara cómo había
llegado hasta allí y dónde estaba su gordo y buen amigo Dongo, el cocinero que
había encontrado su nombre entre los cacharros de la cocina del barco poco antes de
que cayera a las aguas del lago y Narbolius lo rescatara de los tenebrosos brazos de
las olas. Ardía en deseos de volver a verle y estaba seguro de que tanto el capitán
Uklin como Dongo también se alegrarían de verlo a él.
—Decidme, ¿cómo es que acabasteis encerrado en esa jaula de pájaro como un
cebo dispuesto para atraer a los zorros?
El capitán carraspeó.
—¡Oh, amigo mío! El destino nos guarda sorpresas que rara vez se desvelan a
nuestro conocimiento. Navegaba con mis hombres por el lago de Fergonol, cuyas
aguas me pertenecen por derecho pues en él vieron mis ojos la primera luz y en él
pienso acabar mis días, cuando quiso el azar que en la orilla encontráramos a un
noble caballero que nos hacía señales desesperadas agitando al aire su estandarte. La
curiosidad y mis ansias de aventura me llevaron hasta él, pues nunca antes había
visto atavío ni atuendo como el que vestía, al punto que por los destellos de su
armadura creí que era un ser caído de las estrellas. Al vernos a su lado pareció que el
noble caballero hubiera encontrado la salvación de su alma, y pronto nos explicó que
llevaba años buscando el lugar en que se oculta el sol sin encontrarlo, pues había
leído en un viejo, manuscrito hallado en su castillo que allí, en algún punto del ocaso,
habitaban poderosos y fieros dragones capaces de aterrorizar al más intrépido
guerrero.
—¿Dragones, decís? —lo interrumpió Junco.
—Sí, eso dijo el caballero —confirmó el capitán Uklin.
Los ojos de Junco danzaron en sus órbitas.
—¿Portaba un estandarte con un dragoncillo de oro bordado sobre fondo de
terciopelo rojo?
—Así es —confirmó el capitán—. El dragón, muy parecido al vuestro, es la figura
del escudo de armas del señor Grenfo Valdo, señor del Castillo del Dragón.
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A Junco se le erizó el vello como si una mano invisible lo hubiera acariciado. Ese
era el caballero que también él había encontrado a orillas del lago de Fergonol. Ahora
lo recordaba como si lo viera, pero no dijo nada al capitán Uklin.
—¿Y qué ocurrió después? —dijo Junco.
—Al principio pensé que era un caballero andante trastornado por la sed y el
hambre de tantos días errando por las orillas del lago montado en su hermoso corcel
blanco. Mas al despojarse de su yelmo vi en sus ojos que no mentía, y que la blancura
de su pelo y su tez quemada y enmarcada por una afilada barba blanca confirmaban
su sinceridad e imponían respeto a la nobleza de su alcurnia. «Necesito vuestra
ayuda sin demora», nos dijo. «Si no puedo hallar dragones que disuadan a mis
enemigos de atacar mi castillo, tal vez pueda vencer su codicia con un grupo de
valientes mercenarios.» Yo no podía creer lo que oía, pues siempre soñé con luchar a
favor de alguna causa justa como la que aquel caballero nos proponía y acepté de
inmediato. «No podríais haber elegido mejor ocasión ni hombres más adecuados a
vuestro propósito. Somos piratas vikingos bien adiestrados en el uso del hacha y la
espada, y no tememos ni al mismísimo Diablo que surgiera de sus infiernos», le dije
sin pestañear. Y así fue que atracamos el barco a orillas del lago y partimos con el
señor Grenfo Valdo hacia su lejano castillo, atravesando bosques lúgubres, tierras
inhóspitas, pantanos infectos y montañas inaccesibles.
Narbolius planeó con sus alas cerca de un terreno pantanoso adornado por
infinidad de florecillas amarillas y blancas, tan frescas como si un pincel mágico las
acabara de pintar, y se posó con suavidad sobre ellas. Algunos algarrobos panzudos
se desperdigaban por los alrededores y a su sombra crecían hierbas altas y mullidas
sobre las que Junco y el capitán Uklin se sentaron para comer algunos frutos.
—¿Cuándo comenzó el asedio al castillo del señor Grenfo Valdo? —preguntó
Junco volviendo al relato inacabado del capitán Uklin.
—Al poco de llegar al castillo, donde fuimos recibidos con alegres sonidos de
caracolas gigantes y con todos los honores que un vikingo pueda soñar, tocaron a
rebato las campanas. Un veloz jinete acababa de cruzar el puente levadizo trayendo
malas nuevas para el señor Grenfo. Llegó sudoroso y agotado como su cabalgadura,
y luego de beber un poco de agua del pozo más cercano a la puerta pidió audiencia
urgente con su señor, pues, según explicó con voz entrecortada, no muy lejos de allí
un poderoso y disciplinado ejército, fuertemente armado con las más sofisticadas
máquinas de guerra que puedan imaginarse, quemaba plantaciones y poblados bajo
los atroces estandartes y pendones del barón Trulso Toleronso.
»De inmediato se dispuso por el señor Grenfo Valdo apostar centinelas en las
torres y alertar a la población más cercana e indefensa; ordenó que todos los soldados
disponibles se aprestaran a defender el castillo y se convino que un reducido grupo
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Capítulo XVI
Durante el viaje de regreso al castillo del señor Grenfo Valdo, el capitán Uklin
contó a Junco cómo cayó prisionero del mezquino barón Trulso Toleronso. Le dijo
que, una vez dispuesta la defensa de la fortaleza, salió de ella el grupo de hábiles
caballeros y jinetes integrados en la avanzadilla que debía distraer a las huestes del
barón. Aprovecharon la escasa luz del amanecer para filtrarse como sigilosas
sombras entre sus líneas y lucharon denodadamente durante horas. Él mismo, con su
hacha de mango corto, peleó como sólo podían hacerlo los elegidos, hasta que la
mala fortuna lo traicionó y fue derribado de su caballo por una lanza que a punto
estuvo de segarle la vida. Al caer se zafó como pudo de las patas de su cabalgadura,
pero pronto se abalanzó sobre él un numeroso grupo de guerreros de a pie que,
provistos de una gruesa red para cazar jabalíes, lo capturaron. Entonces pudo ver
cómo los más valientes caballeros del señor Grenfo Valdo eran aniquilados sin
contemplación alguna y sólo unos pocos lograban huir y salvar la vida.
—Me alegro de que también vos podáis contarlo —dijo Junco.
—Creo que me dejaron vivo con la intención de que traicionara a mis hombres y
me uniera a ellos, o con la esperanza de exigir al señor Grenfo un sustancioso rescate
por mi vida.
—Confío en que esta inútil guerra acabe pronto —deseó Junco.
La fortaleza del señor Grenfo Valdo se elevaba sobre la cima de un cerro de difícil
acceso por la lisura de sus paredes de roca. En la base de la colina rodeaba el castillo
un ancho foso de agua que se extendía a lo largo de la muralla de la ciudad baja. Al
frente, dos torres gemelas y redondas abrigaban el puente levadizo, protegido a su
vez por una puerta gigantesca y por el rastrillo. En el interior de la fortificación
podían distinguirse distintos recintos amparados por altas torres y murallas que
recorrían el cerro rocoso siguiendo el trazado de una línea oval. La torre del
homenaje, en la que ondeaba un estandarte de terciopelo rojo con el dragón bordado
con hilos de oro que representaba el escudo de armas del señor Grenfo Valdo, se
localizaba en el centro del castillo y superaba en mucho la altura del resto.
Sobre ella aterrizó Narbolius, dejando atónitos a los centinelas que desde allí
divisaban la total extensión del páramo y los movimientos del ejército del mezquino
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Capítulo XVII
La comida que Dongo preparó para sus amigos fue exquisita, al punto de que si el
barón Trulso Toleronso hubiera conocido los manjares que se sirvieron en la mesa, y
que aún llenaban las nutridas despensas del castillo, a buen seguro habría ordenado
el asalto final a la fortaleza. Hubo en el menú trucha ahumada con puré de
almendras, magret de pato, salsa de arándanos, lomos de jabalí asado y, de postre,
manzanas hervidas, nueces y tarta de hígado de faisán, que Dongo adornó con todas
las plumas del ave tal cual si estuviera dormida. Se sirvieron sabrosos caldos subidos
de las bodegas especialmente para la ocasión, y un simpático trovador con voz
atiplada amenizó la comida tañendo con especial deleite las cuerdas de su
mandolina. El señor Grenfo Valdo presidía el estrado, con Junco sentado a su
derecha, el capitán Uklin a su izquierda, Dongo al lado de Junco y el alcaide del
castillo al lado del capitán. Conversaron sobre el asedio al castillo y las maldades del
barón Trulso Toleronso. Luego, el alcaide informó sobre el buen ánimo de los
soldados, la disposición de las defensas y el inventario de víveres y armamento.
Narbolius dormitaba junto a la chimenea y añoraba la compañía de Gorgonán, al que
no veían desde hacía tiempo.
Al terminar el almuerzo, el señor Grenfo Valdo rogó al capitán, al cocinero y al
alcaide que lo dejaran a solas con Junco, pues debía mostrar a su invitado el viejo
manuscrito que había hallado en el castillo, y que hablaba de sus antepasados y de
los dragones. Al oír esto último, Narbolius alzó la cabeza con la curiosidad pintada
en sus ojos de azafrán. Corrió al lado de Junco y no se separó de su lado.
Cuando quedaron solos, el señor Grenfo Valdo fue hasta un arcón de madera
situado debajo de una de las ventanas ojivales y lo abrió. El chirrido de las bisagras
acompañó la escena inundando la sala de inquietante expectación. Del interior del
arcón salía una extraña luz, leve como un destello, pero sin duda perceptible por los
presentes. Las manos del señor del castillo cogieron el voluminoso manuscrito con la
delicadeza con que se manipula un frágil tesoro y lo colocaron sobre un sólido atril
ubicado junto a la ventana. El sol de la tarde se filtraba por las vidrieras y esparcía
luminiscencias áureas sobre el título escrito con letras góticas, que rezaba:
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Dragones
Junco observó admirado el texto dorado en la quietud del atril.
—¡Es extraordinario! —exclamó.
La portada había sido pintada por no se sabe qué prodigioso artista. Un valle
como nunca había visto Junco ningún otro acogía toda la belleza que la imaginación
es capaz de representar, y junto al anchuroso cauce de un río de aguas plateadas y
mansas, una manada de majestuosos dragones dorados pastaba con placidez en las
praderas, ante la mirada complaciente de un sol en su ocaso.
—¡Ése es el lugar donde se oculta el sol! —dijo Junco entusiasmado.
—Así es, amigo mío. Es el lugar más maravilloso que hayan visto nunca los ojos
de un caballero andante, aunque yo nunca pude encontrarlo —confirmó el señor
Grenfo.
También Narbolius se admiró ante la imagen del libro y sintió al contemplarla una
profunda melancolía, como si lo que sus ojos de azafrán veían en aquel maravilloso
valle le fuera conocido y añorado.
—¿Me permitís el honor de abrirlo? —rogó Junco.
—Hacedlo sin temor, es tan vuestro como mío.
Junco palpó con delicadeza el broche de oro que cerraba el libro y lo abrió con la
ceremoniosidad que requieren los grandes hallazgos. Pasó la portada y su asombro
no conoció límites al contemplar, pintado con igual maestría que la portada, el
mismo medallón del dragón que encontrara en él museo de la Ciudad de la Belleza, y
que él llevaba colgado de su cuello y oculto tras la cota de malla desde entonces.
—¿Os ocurre algo? Parecéis desconcertado, miráis el libro como si la imagen de
ese medallón os resultara familiar —dijo el señor Grenfo, que percibió al instante la
cara de estupefacción de Junco.
—Vedlo vos mismo —dijo, y llevándose la mano al cuello sacó el medallón de su
cabeza y lo colocó junto al que estaba pintado en la primera página del antiguo
manuscrito.
—¡Es increíble la semejanza! —exclamó el señor Grenfo Valdo. Y acto seguido
preguntó—: ¿Dónde lo habéis conseguido?
Entonces Junco explicó a su anfitrión su llegada a aquella ciudad mágica
desbordada de belleza, su encuentro con el bufón que lo llevó al Museo y el mágico
destello de luz proveniente del medallón, que lo deslumbró y llamó su atención
desde la vitrina en la que estaba depositado. Y le dijo que al cogerlo se había
producido en su cuerpo y en su mente una inexplicable transformación, adquiriendo
el atuendo y el aspecto de caballero que ahora podía verse. También le mostró la
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Capítulo XVIII
En el lugar donde se oculta el sol desde tiempos perdidos en los abismos del
cosmos, entre valles encantados y montañas misteriosas, junto al río de aguas de
plata que riega las praderas, habitan hermosas criaturas con aliento de Fuego,
caprichoso tamaño y amplias alas, que por el color dorado de su piel y la fiereza de
su aspecto diríase que son fruto de la fantasía de los dioses.
Junco hizo una pausa en la lectura, alzó la mirada hasta la ventana acristalada con
vidrieras y vio cómo la noche engullía los últimos palpitos del ocaso. Las diminutas
llamas de las lámparas de aceite bailotearon mecidas por una brisa furtiva y un sopor
más poderoso que el sueño se apoderó de sus ojos. En la borrosidad de la estancia,
junto a la chimenea, le pareció ver difuminada la pequeña figura del viejo duende.
—Estáis aquí, Gorgonán. No sabéis cuánto me alegro de veros —dijo Junco con
voz alicaída.
—También yo estoy contento de veros, Junco. Sé que habéis pasado días difíciles y
trágicos, pero como os dijo el sabio del torreón de la Rueda de la Existencia: de placer
y dolor está hecha la vida de los hombres.
—Lo sé —aceptó Junco—. Aunque ahora sólo me preocupa evitar una nueva
masacre. Pero no consigo averiguar cómo hacerlo antes de que el barón Trulso
Toleronso arrase este castillo.
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armonía. Junco pasó las yemas de sus dedos por encima de una lámina que
representaba a un dragón majestuoso mirando la puesta del sol y le pareció sentir el
calor del astro como si hubiera pasado sus dedos sobre el rescoldo incandescente de
una pequeña hoguera. Luego, al pie del grabado leyó:
Mas ninguna lámina llamó tanto la atención de Junco como la que representaba la
escena de un dragón enfurecido que batía sus alas al aire sobre el escudo de un
guerrero que blandía una larga lanza. De las fauces abiertas del dragón salían
lenguas de fuego, el cielo tenía un color rojo ceniciento, como si el sol se hubiera
despedazado, y los ojos del guerrero parecían desorbitados por el horror. Pero el
quejido que la puerta de la sala emitió al abrirse lo distrajo de sus pensamientos.
Envuelto en un amplio manto de pieles, el señor Grenfo Valdo tenía una
apariencia solemne y distinguida. A pesar de sus años, pues contaba ya setenta y
tantos, seguía conservando en las marcadas facciones de su rostro ese aura de
grandeza que siempre acompaña a los hombres de bien. Al verlo entrar, Junco pensó
que su padre, el rey, debía de sentirse orgulloso de tenerlo entre sus más fieles
vasallos.
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que acompañara mis días y mis noches. Ahora el azar ha querido que vos hayáis
traído a Narbolius hasta mi castillo.
—Tal vez no sea el azar sino el destino quien lo ha dispuesto así —dijo Junco
mirando la imagen de su medallón.
—Tal vez —aceptó el señor Grenfo—. No debe de ser casualidad que vos portéis al
cuello el mismo medallón que ilustra la primera página del manuscrito.
El ajetreo de los días de viaje y el opíparo festín que Dongo había preparado para
la cena sumieron a Junco en un estado de letargo rayano en la inconsciencia. Hacía
mucho tiempo que no dormía en una cama mullida y suave como la que encontró en
su aposento, una cama con dosel de madera y delicados cortinajes, similar a la que
acogía sus sueños en el castillo de su padre. Antes de acostarse se despojó de su
armadura y aún tuvo tiempo de darse un baño caliente en una barrica de roble. Su
escudero, un joven avispado de pelo erizado y con redondeles rosados en las
mejillas, que esa misma noche fue puesto a su servicio por el señor Grenfo, le trajo
ropas limpias y perfumó el agua con esencias de rosas y espliego.
—¿Deseáis alguna otra cosa, señor? —preguntó el hijo mayor del alcaide del
castillo, mirando receloso al fascinante dragón que dormitaba junto a la puerta, pues
aunque estaba encantado de haberse convertido en el escudero de un noble tan
admirado como Junco, no acababa de acostumbrarse a deambular alrededor de la
extraña criatura que lo acompañaba.
Junco, abstraído, negó con la cabeza y lo observó detrás del vapor de agua que se
elevaba desde el borde de su improvisada bañera. Y en los infantiles ojos del
chiquillo se vio a sí mismo tal como él era cuando se adentrara en el Laberinto sin sa-
ber lo que allí le aguardaba. Su aspecto había cambiado tanto que ahora no podía
reconocerse en aquel muchacho larguirucho y de ojos apagados que un día
extraviara sus pasos por los senderos inexplorados de las orillas del lago de
Fergonol. Sin embargo, no lamentó su profunda transformación. Era él mismo, el
único hijo del gran rey de la Triple W, sólo que había crecido en la experiencia de la
vida y sus misterios, y ya no era un niño como su escudero.
—¿Deseáis ser algún día un caballero al servicio de vuestro rey? —preguntó Junco.
—Nada me gustaría más, señor —dijo ilusionado el paje—. Cada día me entreno
para cuando llegue la hora en que el señor Grenfo Valdo me arme caballero con su
noble espada. Además, el capitán Uklin me ha enseñado el manejo del hacha, y ya he
conseguido partir una calabaza en dos desde una distancia de veinte pies. Tendríais
que verme montando a caballo y disparando con la ballesta.
Junco se quedó pensativo.
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—Si yo llego algún día a ser rey, las armas de mis caballeros sólo serán un símbolo
para la paz —proclamó sin saber por qué lo hacía.
—¿Cómo decís? —preguntó el escudero.
—Olvidadlo, sólo estaba pensando en voz alta.
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Capítulo XIX
Al día siguiente, Junco se despertó pasadas dos horas desde que los gallos del
castillo entonaron su bienvenida al amanecer. El cielo encapotado auguraba oscuros
acontecimientos y afuera de las murallas los asediadores de la fortaleza desplegaban
una frenética actividad belicosa. Las máquinas de guerra se aproximaban al foso
arrastradas por bueyes y mulos que tiraban de ellas con indolencia y desaliento. Los
guerreros y mercenarios de a pie, presididos por el siniestro estandarte del barón
Trulso Toleronso, avanzaban en bloques numerosos y alineados: las espadas, ceñidas
al cinto; los escudos y las lanzas, en las manos. Sus pulidos yelmos destellaban como
luminarias sobre las cabezas, mientras los jinetes permanecían en sus monturas
ataviadas con las galas de la batalla, a resguardo de las hogueras encendidas.
Los centinelas dieron la voz de alerta, hicieron sonar los cuernos y todos los
caballeros del castillo, a excepción del capitán Uklin, que organizaba las defensas
desde el patio de armas, subieron a la torre del homenaje para observar las ma-
niobras del enemigo. Un rumor lúgubre, como un coro de voces malhadadas, llegaba
hasta ellos propagado por el viento. Los arqueros corrían a las almenas con los
carcajes repletos de flechas y los arcos dispuestos para lanzarlas. La hora del asalto
había llegado. Narbolius olfateaba el aire, el señor Grenfo Valdo, taciturno, se temía
lo peor, y Junco, que vestía de nuevo su deslumbrante armadura, pensaba qué podía
hacer para evitar el desastre. Nunca como hasta ese momento echó más de menos la
presencia de Gorgonán, él sabría lo que tenía que hacer. Entonces recordó lo que el
viejo duende le dijo cuando apareció junto a la chimenea mientras él leía el viejo
manuscrito. En el libro de los dragones estaba la respuesta, y Junco estaba decidido a
llevar hasta el final el ardid que Gorgonán le había sugerido.
—¡Que ningún arquero haga uso de sus flechas! ¡Esta batalla terminará sin sangre!
—gritó Junco.
—¿Qué os proponéis hacer? —inquirió con voz trémula el señor Grenfo Valdo,
desconcertado por las palabras del joven caballero.
—¿Recordáis el párrafo del manuscrito que refiere en su texto que los hombres de
aquellas remotas épocas ignoraban que los fabulosos dragones son inofensivos?
—Claro que lo recuerdo, he leído ese libro hasta el agotamiento.
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Rafael Ábalos El visitante del laberinto
—Narbolius evitará que el barón asalte esta fortaleza. Trulso Toleronso cree a pies
juntillas que los dragones son invencibles. Pensaba que con tan fabuloso animal de
su lado nadie se atrevería a combatir contra su ejército. Por eso me propuso unirme a
él para luchar contra vos y contra mi padre.
El señor Grenfo Valdo dio un respingo, como si un dardo invisible le hubiera
aguijoneado el pensamiento.
—¿Habéis dicho vuestro padre?
—Os lo explicaré luego, ahora busquemos al capitán Uklin.
Bajaron con rapidez por las estrechas escaleras de la torre. En el patio de armas, el
fornido vikingo gesticulaba cual un estratega apabullado, dando órdenes sobre la
ubicación de los soldados en torno a la muralla.
—¡Abrid las puertas y bajad el puente, capitán! —ordenó Junco.
—¿Os ha trastornado la sesera un sueño malvado, alteza? —respondió el
interpelado con otra pregunta—. Si abrimos esas puertas, los guerreros del barón
entrarán en el castillo como zorros en un corral. Nos quintuplican en número.
—No es para que entren ellos, sino para que podamos salir Narbolius y yo. Ahora
no disponemos de tiempo para discutirlo, ya lo entenderéis más tarde —dijo Junco
resuelto—. ¿Dónde está Dongo?
—Está preparando las calderas de aceite hirviendo para evitar que esos
malnacidos puedan escalar la muralla. Pero permitidme que os aconseje esperar a
que llegue vuestro padre, su ejército es poderoso e imbatible.
El señor Grenfo Valdo no daba crédito a lo que oía:
«¡Junco es el hijo de rey Winder Wilmut Winfred!», se dijo a sí mismo, y a punto
estuvo de sufrir un desmayo.
—También Narbolius es invencible. Me lo dijo Gorgonán, y él rara vez se equivoca
—concluyó Junco.
—¿Es que nunca vais a dejar de hablar con ese viejo embrujado?
—No mientras él lo quiera. Y ahora no me hagáis perder más tiempo, capitán.
Abrid las puertas.
—Está bien, corno vos gustéis.
La voz grave del capitán Uklin resonó en el patio y, aún con gesto agrio, ordenó
abrir las puertas del castillo.
Y las puertas se abrieron, se alzó el rastrillo y el puente levadizo descendió sobre
el foso de agua entre el chirrido de las cadenas que lo sujetaban. Junco acarició a
Narbolius y le susurró algo inaudible al oído. Al instante el dragón alzó el vuelo, giró
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Rafael Ábalos El visitante del laberinto
en espiral sobre los atónitos ojos de los asediados y se posó de nuevo sobre la tierra
rojiza del patio. Junco subió en sus lomos y ambos avanzaron hacia el túnel oscuro
que separaba la fortaleza del exterior. Luego se detuvo ante el ejército del barón y
acarició el medallón que le colgaba del cuello, el mismo medallón que aparecía
pintado en la primera página del manuscrito del señor Grenfo Valdo. Entonces el sol
sé encendió en el cielo disipando las nubes como si un soplo hechizado las espantara,
y la figura formada por el caballero y el dragón apareció majestuosa y fascinante
sobre el puente levadizo, transformada en un ser luminoso de un solo cuerpo que
parecía surgido de las estrellas. Narbolius creció hasta alcanzarlas dimensiones de
una criatura descomunal y su piel se tiñó del color del oro, cegando a los guerreros
que, enfrentados a él, osaron mirarlo. Y fue así que las ordenadas huestes del
mezquino barón Trulso Toleronso dejaron caer sus armas al suelo como si un ser
invisible se las arrebatara de las manos y corrieron despavoridas dispersándose por
el páramo, sin que nunca más, en los muchos años que siguieron, volviera a verse en
las tierras de la comarca caballero alguno que alzara su espada contra sus semejantes.
Y aún relatan los juglares en sus dulces canciones que hubo en la historia un príncipe
sensato y justo llamado Junco, el Caballero del Dragón, que casó en fastuosa
ceremonia con la hija del noble señor Grenfo Valdo, cuyo hermoso retrato pintó un
artista que había huido de la realidad, y que sus propios ojos vieron un día lejano en
el museo de una ciudad encantada.
Fin
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Rafael Ábalos El visitante del laberinto
Agradecimientos
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