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Judas Iscariote y la glorificación del

“Hijo del hombre” y de Dios • El


Nacional
“Cuando Judas salió del cenáculo, dijo Jesús: ‘ahora es
glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si
Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí
mismo: Pronto lo glorificará. Hijos míos, me queda poco de
estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os
améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también
entre vosotros. La señal por la que conocerán todos que sois
discípulos míos será que os amáis unos a otros’”.

[Evangelio según san Juan (Jn 13,31-33a.34-35) — 5º domingo


de Pascua]

El Evangelio que la Iglesia nos propone hoy, para nuestra


reflexión dominical, es un “segmento” del “discurso de
despedida” de Jesús que abarca desde el capítulo 13 al 17.
Inicia con la mención de un discípulo (uno de “los Doce”) muy
particular sobre todo por el rol negativo que cumple en la
entrega de Jesús. Se trata del apóstol Judas (en
griego: Ioudas), expresión que deriva de la raíz
hebrea yhwdh cuya lectura sería “Yahȗdāh”, nombre propio
masculino teofórico que significa “Yahwéh alabado” o “Yahwéh
glorificado”. Su patronímico, también hebreo, “Iscariote” (en
griego: Iskariōtēs) es discutido. En el campo lingüístico,
algunos proponen el hebreo yhdh ’îš qrîwt (lectura
castellana: y hȗdāh ’îš q rîôt), es decir, “Judas (Yahwéh
e e

glorificado), varón de Keryot”. Keryot sería una población


situada a 19 km de Hebrón (Judea), es decir, de la misma tribu
de David, Salomón y Jesús. Es un dato no menor, teniendo
presente que la mayoría de los demás apóstoles proceden de
Galilea. Otros autores sostienen que  el vocablo “Iscariote”
puede ser una corrupción de la palabra latina “sicarius” (sicario)
que significa “hombre de la daga” y aludiría a un miembro de
los “sicarii” (hebreo: sîqrîîm), un grupo de rebeldes judíos que
se caracterizaban por cometer “sicariatos” o “actos de
terrorismo” y “asesinatos”. También hay quienes afirman que la
locución “Iscariote” se ha formado de la expresión hebrea ’îš
kārat berît, literalmente: “varón que corta la alianza”, enunciado
que se empleaba para indicar el ritual que realizaba el Sumo
sacerdote que partía en dos a los animales sacrificiales como
signo de un “pacto”, de una “alianza” o berît que comprometía a
las partes contratantes con consecuencias de “vida” o de
“muerte” si se cumplía o no se cumplía lo que había sido
estipulado.

Hay dos elementos del Evangelio según san Juan que deseo
evidenciar: En primer lugar, el antecedente de Judas Iscariote
que tiene que ver con el apego al dinero y las acciones ilícitas.
En efecto, el dato proviene del episodio de la “unción en
Betania”. Jesús fue invitado a una cena en la casa de los
hermanos Marta, María y Lázaro, amigos del Maestro. María
tuvo la iniciativa de ungir los pies de Jesús con perfume de
nardo puro, muy costoso. Ante este acto, Judas Iscariote
manifiesta su oposición por el “derroche” planteando vender el
ungüento en trescientos denarios y donarlos a los pobres. El
evangelista, en ese punto, se permite hacer una observación:
“Pero no decía esto porque le preocuparan los pobres, sino
porque era ladrón y, como tenía la bolsa, se llevaba lo que
echaban en ella” (Jn 12,3-6).

En fin, Judas es graficado como “deshonesto” e “hipócrita”


porque presentando un argumento falaz (la preocupación por
los pobres) maquinaba quedarse con el dinero colectado que
debería sumar los donativos de la “bolsa común”
(griego: glōssókomon), que él llevaba y que estaba reservada
para cubrir las necesidades del colegio apostólico itinerante. En
segundo lugar, llama la atención que san Juan pase por alto el
dato del suicidio de Judas, mencionado solo por Mateo (Mt
27,5). Marcos y Lucas tampoco lo mencionan. En Hechos de
los Apóstoles no se dice, explícitamente, que “se suicidó” sino
que “tras haber comprado un campo con el dinero que le dieron
por su crimen, cayó de cabeza, reventó por medio y todas sus
entrañas se esparcieron” (Hch 1,18). Esta información no
concuerda con el dato de Mateo que afirma que Judas “tiró las
monedas en el Santuario” y luego “se retiró y fue y se ahorcó.
Los sumos sacerdotes recogieron las monedas y dijeron: “No
es lícito echarlas en el tesoro de las ofrendas, porque son
precio de sangre. Después de deliberar, compraron con ellas el
Campo del Alfarero, para dar sepultura en él a los forasteros”
(Mt 27,5-7).

Desde el episodio del “lavatorio de los pies” (Jn 13,2), en el


contexto de la cena pascual, durante la cual Jesús constituyó la
comunidad de los suyos sobre el fundamento de su ejemplo, ya
se proyectaba una “sombra” negativa sobre uno de los
comensales: “No estáis todos limpios”, les había dicho Jesús; y
el narrador comenta: “… él sabía quién le iba a entregar” (Jn
13,10-11). En el segundo cuadro, la presencia de Judas en la
mesa del Señor llena todo el relato. Frente a Judas, Jesús toma
la iniciativa, que en realidad es una iniciativa contra el
Adversario (Satanás). El hecho que Jesús conozca de
antemano la traición del discípulo demuestra que domina todo
lo que sucede. No deja de ser relevante lo que afirma el
salmista, como background, respecto a la traición de Judas,
cuando afirma: “Hasta el hombre de mi paz, con el que yo
contaba, el que comía mi pan, ha levantado contra mí el talón”
(Sal 41,10). Esta denuncia veterotestamentaria, según parece,
se cumple con la acción de Judas. “Levantar el talón” contra
alguien es un gesto simbólico que indica contrariedad,
desprecio y rechazo.

Junto a Judas, otra figura que aparece en el episodio, y quizá


la más importante, es la del “discípulo amado” (griego: ho
mathētēs ho agapētos). Este discípulo innominado —que la
tradición eclesial lo identifica con Juan, hermano de Santiago,
hijos de Zebedeo—  es y representa al discípulo “ideal”, el
apóstol perfecto en la fe que se ha convertido en el amigo
dilecto de Jesús. Su imagen aparece de contrapunto a Judas,
el antidiscípulo, el apóstol antimodelo. Así, el evangelista
coloca al verdadero creyente, inseparable de su Señor, en
antagonismo a Judas, discípulo deshonesto y ladrón, mentiroso
y traidor. La figura de Pedro queda como en “medio” porque
negará a Jesús en el momento de la crisis pero reconocerá su
defección, se arrepentirá, se convertirá y dará testimonio de
Jesús y de su Evangelio.

Después de que Jesús ordenara a Judas que “lo que has de


hacer, hazlo sin tardar” (Jn 13,27), el apóstol tomó el bocado y
salió enseguida (Jn 13,30). El evangelista se encarga de
subrayar que “era de noche”, es decir, sobre la acción que
Judas va a realizar se yergue la “oscuridad”, la “tiniebla” (cf. Lc
22,53), el ámbito propio del Maligno. Judas “sale”, deja la
comunidad por orden de Jesús ciertamente, pero esta orden ha
manifestado la ruptura secreta, consumada desde que el
discípulo cedió al Adversario. Para san Juan, la noche es la
ausencia total de la luz, aquella en la que el hombre tropieza
(Jn 11,10); al dejar a Jesús, el discípulo ha preferido las
tinieblas a la luz (cf. Jn 3,19). Según san Agustín: “La noche
era el mismo Judas”. Es también el dominio de la muerte, al
que alude Jesús cuando evoca la noche que ponía fin a su
ministerio (cf. Jn 9,4). En nuestro texto, la noche es el terreno
trágico del rechazo.

Después de la salida de Judas que representa el rechazo o la


tiniebla, y personifica al Adversario, se manifiesta el “grito de
triunfo de Jesús” (Jn 13,31-32). Jesús comienza diciendo
“ahora”, es decir, en el “momento presente”; en aquel instante
se da el grito de la victoria de aquel que al ordenar a Judas
realizar cuanto antes su proyecto, ha afrontado la muerte.
Jesús ve ahora la muerte tras de sí; está ya en la gloria de su
Dios. También el lector debe situarse en esta perspectiva para
escuchar al Cristo glorificado que toma la palabra. La expresión
“ahora” o “en el momento presente” rige toda la frase. Señala el
cumplimiento de “la hora”. Aquí estalla la gloria. Jesús ha
superado la conmoción en que lo había sumergido la
inminencia de la muerte cuando decía: “Ahora mi alma está
turbada…” (Jn 12,27); es la misma conmoción que Jesús había
sentido ante la presencia del traidor en su mesa (Jn 13,21). Él
ve cómo se cumple el anuncio que había hecho a la gente:
“Ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera” (Jn
12,31). Se siente como si estuviera más allá de la prueba y de
la victoria alcanzada, en el corazón de Dios.

Con “en el momento presente”, Juan expresa la convicción de


la fe primitiva: La pascua ha determinado el comienzo de una
nueva era. San Pablo sistematizó esta certeza, especialmente
en la Carta a los Romanos. Después de describir largo y
tendido el estado de injusticia en que se encuentran todos los
hombres, Pablo exclama: “En el momento presente,
independientemente de la ley, se ha manifestado la justicia de
Dios” (Rm 3,21).

El presente de Jesús es ahora la presencia eterna de la gloria


divina. De ahí se sigue que, para formular una experiencia de
la realidad que a nosotros se nos escapa, Jesús rompa las
barreras habituales del lenguaje. Dos indicios nos lo muestran.
El primer indicio es el abandono del “yo” a favor del “Hijo del
hombre”. Lo que se refiere al sujeto que habla se dice en
tercera persona. El segundo indicio, más claro todavía, de esta
ruptura de lenguaje, consiste en que el estilo se hace lírico: la
repetición del verbo “glorificar” (5 veces) y la expresión “en él”
(3 veces) y la conjunción de los tiempos pasado y futuro, y de
los modos pasivo y activo. Después de esta frase, el salmista
pide a Yahwéh que le “levante de nuevo”, e inmediatamente
celebra la intervención divina que, debido a su inocencia, le ha
asegurado ya la victoria sobre su enemigo y lo ha restablecido
ante su Dios (Sal 41,11-13). Puede ser que el contexto de la
cita del Antiguo Testamento esté implícito en la secuencia de
Juan.

En los dos primeros estiquios, la glorificación se formula en


pasado, como en una retrospectiva. Se hace referencia ante
todo al Hijo del hombre que “ha sido glorificado”. ¿Cuándo ha
sucedido esto? Su relación con la salida de Judas invita a fijar
este “momento” en la muerte, considerada como si ya hubiera
tenido lugar. Es verdad que Judas no es la causa de esta
glorificación: según la teología joánica, su autor es Dios; de ahí
la utilización en este caso del “pasivo divino”. Podría tratarse
también de una alusión a las acciones que glorificaron a Jesús
–sus signos– a lo largo de su ministerio; pero lo esencial en
este caso es que la muerte constituye la coronación de una
misión totalmente dirigida al cumplimiento de la obra de Dios.
La diferencia entre la gloria que el Hijo tiene desde siempre en
virtud de su relación con el Padre y la glorificación que tiene
lugar en el acontecimiento de la cruz no puede ser un
incremento de gloria que se dé al Hijo preexistente; sin
embargo, se trata ciertamente de una gloria que no tenía antes,
la de la participación –a través de él– de todos los creyentes en
la vida misma de Dios: Jesús, elevado sobre la tierra, atraerá a
todos los hombres hacia sí (Jn 12,32). Su ascensión al Padre
arrastra a los discípulos, presentes y venideros, en el
movimiento incesante de comunión con Dios, que hasta
entonces era propio solamente del Hijo. De este modo se
realiza la unificación que Dios pretendía mediante la obra
confiada al Hijo único. Dios mismo se glorifica en el Hijo del
hombre revelando, a través de este, que él es “amor”.

Culmina este segmento del discurso con la concesión de un


“nuevo mandamiento”: el amor mutuo o recíproco entre los
discípulos. En realidad, el mandamiento del amor, en sí mismo,
no es nuevo, pues el libro del Levítico ya lo estipulaba: “…
amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,17-18). Lo
novedoso radica en la “modalidad” de ese amor: “… como yo
os he amado”, es decir, no un “amor” cualquiera sino según el
“ejemplo” de Jesús; un “amor” que implica donación y entrega
total; un amor que, incluso, no espera respuesta ni
recompensa, un amor gratuito; en pocas palabras: un amor
crucificado. Este amor es el signo del discipulado, el “sello” que
identifica al seguidor de Cristo.

Reflexión final: En el cenáculo, Jesús se encuentra en medio


de sus más cercanos colaboradores, elegidos por él para
continuar la misión del anuncio de la “vida eterna” (del Reino de
Dios); sin embargo, entre ellos hay como tres “figuras” distintas:
Uno representa la traición, la hipocresía, el latrocinio (Judas);
otro representa la fe, la cercanía, la amistad (discípulo amado)
y el tercero  configura la “negación”, la “fragilidad” en las crisis y
al mismo tiempo el arrepentimiento y la conversión (Pedro). Y
en medio de ellos, brilla el amor de Cristo y la gloria de Dios
que entrega su vida por todos. Es curioso el dato del nombre
de Judas (Dios glorificado) y el juego de palabras que hace el
evangelista al relacionarlo con la glorificación del Hijo del
Hombre y de Dios. Evidentemente, la gloria radica en el amor,
en la entrega, en la crucifixión. El patronímico de Judas, el
Iscariote, asociado también con el “sicariato”, nos recuerda que
junto al amor también está la tiniebla, la oscuridad de la
traición, de la prepotencia, del asesinato, la amenaza y la
violencia por parte de quienes están al servicio del Adversario,
del padre de la mentira, Satanás, el jefe de la perdición.

Por: Pbro. Nery Cesar Villagra

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