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AMOR SÓLIDO - Formación virtual

La castidad - 2

Algún día debemos dejar de pensar en la castidad solo como un mandamiento religioso o
como una imposición externa. Claro, ciertamente lo es y, a veces, lo único que nos mueve a
abrazarla es cumplir lo que sabemos que es correcto y rechazar lo que sabemos que es malo.
Pero, ¿realmente lo sabemos? Aún más, ¿realmente lo comprendemos con la mente y, lo que
es más importante, con el corazón? No es malo cumplir un mandamiento, pero estamos
hablando del AMOR, ¿cómo vamos a hablar solo de mandamientos y leyes?
¿Quién ama a su madre por una ley? ¿Qué pensarías de un amigo que solo te habla como
parte del cumplimiento de un precepto? ¿Te enamorarías de alguien solo porque alguien te
lo manda? No, ¿verdad? Así de inútil suena que intentemos comprender la castidad solo como
una cuestión moral o legal. CUIDADO, nadie está menospreciando que sea un tema moral
importante, pero no dejemos que se agote solo en eso. El Amor es algo más que leyes y
normas. Hablar de Amor implica hablar necesariamente de libertad.
Casto no es solo quién no peca o evita el pecado. Verdaderamente casto es quien ama
verdaderamente y quien tiene una experiencia única y plena del amor humano. Ninguna
persona sobre la faz de la tierra vive una sexualidad más plena y satisfactoria que el
verdadero cristiano. Esto no es un decir, es la pura verdad. Sin embargo, la castidad no es,
ante todo, una cuestión religiosa, es una cuestión humana. También un no cristiano puede
conocer su magnificencia. Para entender bien esto hace falta hacer algunas aclaraciones.

Una caída estrepitosa


¿Cómo medimos la gravedad de una caída? Es obvio: A mayor altura, peor es la caída.
Ya hemos dicho otras veces, nuestra fe nos revela la presencia de un daño en nuestra
naturaleza, una caída. ¿Cuál es? Es el pecado original, una grave desobediencia en el inicio del
linaje humano. Esto no es un cuento de viejas, ni una imposición medieval, ni una elaboración
culpógena de la religión. Cada uno puede pensar lo que quiera, pero esta es la profunda
verdad que subyace a nuestra naturaleza. Somos buenos pero nuestra naturaleza está
inclinada al mal.
En realidad, nuestra fe viene a explicarnos algo ya patente por nuestra propia experiencia:
El ser humano es un ser caído, es alguien bueno, su vida es un bien, pero así como busca el
bien y busca la felicidad, a la par se inclina al mal y le es difícil alcanzar ese bien con facilidad.
Obtenemos la virtud con esfuerzo, con sudor de nuestra frente habremos de ganar el pan de
la felicidad. Basta con que miremos dentro nuestro. ¿Qué buscamos? Ser feliz. ¿Lo logramos
con facilidad? Claramente no. De hecho, muchas veces buscando el bien que queremos,
terminamos haciendo el mal que no queremos. Esa es también la experiencia del Gran
Apóstol de las Gentes, San Pablo: “En efecto, el deseo de hacer el bien está a mi alcance, pero
no el realizarlo. Y así, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rom. 7, 18-19)1.
Esta excelente traducción castellana nos hace perder el dejo de queja con el que San Pablo

1 El Libro del Pueblo de Dios (La Biblia), Traducción argentina, Buenos Aires (1990)
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pronuncia esta sentencia, reflejado en el texto latino de la Escritura2: “Non enim, quod volo
bonum, facio, sed, quod nolo malum, hoc ago”. Literalmente sería algo así: “No hago, en
efecto, lo bueno que quiero; sino aquello malo que no quiero, ¡eso hago!”. Como ves, esto
demanda signos de exclamación: San Pablo está expresando su desazón porque
experimenta esa profunda tensión en su interior, “¡¡Si deseo el bien y lo quiero, ¿por qué, en
cambio, hago el mal que realmente no quiero?!!”
Y volvemos, entonces, a la realidad que la fe nos explica y que hemos descripto en la
entrega anterior. Hay en nosotros, además de una tendencia natural al bien y a la felicidad,
una misteriosa tendencia al vacío y al sinsentido, por ser creaturas creadas de la nada. Pero,
sumado a eso, nosotros los hombres elegimos dar la espalda a Dios y, pudiendo haber
heredado las promesas y los dones dados a Adán y Eva, recibimos, en cambio, como herencia,
la concupiscencia, la inclinación al mal.
¿Cuáles eran los dones del hombre creado en justicia y gracia? El antiguo (pero actual)
Catecismo de San Pío X recoge la enseñanza de la Teología y la Tradición: “¿Dio el Señor otros
dones a nuestros primeros padres, además de la inocencia y de la gracia santificante? - Además
de la inocencia y de la gracia santificante, dio el Señor otros dones a nuestros primeros padres,
que ellos debían transmitir junto con la gracia santificante a sus descendientes, y eran: la
integridad, o perfecta sujeción de la sensualidad de la razón; la inmortalidad; la inmunidad de
todo dolor y miseria, y la ciencia proporcionada a su estado”3.
Caímos de muy alta altura y nos estropeamos contra el suelo, haciéndonos pedazos. Lo
que estaba unido, se dispersó. Lo que estaba en paz, conoció el conflicto. Nuestro cuerpo y
nuestra alma, ambos compuestos de la substancia humana, conocieron la división con la
introducción de la muerte, producto del pecado. Nuestro cuerpo tiene sus leyes naturales,
regidas según la mente divina del Creador Eterno. La naturaleza obedece los ciclos que el
Señor les determinó, el tiempo, las estaciones, el día y la noche. Pero el hombre provocó un
quiebre en su interior, sus facultades se desordenaron. Las pasiones y los deseos, antes
sometidos perfectamente a la razón y a Dios, se “independizaron” y dieron luz al caos de
sensaciones que a veces sentimos. Al desobedecer, el hombre violentó su naturaleza
creatural, el Hombre quiso ser dios y no ser Hombre. Ese es su grave afrenta, esa es la
bofetada al Dios del Universo. Esto es como una ruptura, un desgarro en el interior de su
naturaleza creada de forma excelsa por sobre el resto de las creaturas.
Nuestra naturaleza que tiende al bien, conoció de pronto una nueva inclinación hacia el
rechazo de ese bien, hacia la negación del Creador y su ley eterna. Ese tironeo, esa separación
entre el alma y mi cuerpo es el momento de la muerte. De hecho, hasta el día de hoy, no hay

2 Nova Vulgata, Bibliorum Sacrorum Editio; www.vatican.va, Ciudad del Vaticano (1979).
Casi todo el Nuevo Testamento y esta carta de San Pablo fueron escritas en griego koiné, el griego común
de la época, la lingua franca del momento como sería hoy el inglés. Sin embargo, el texto latino de la
Vulgata de San Jerónimo, corregida por la Iglesia siglos después pero mantenida en su esencia, sirvió a
toda la Tradición para citar las Escrituras. No es desacertado citar el Latín en vez del Griego porque, en
última instancia, el fiel intérprete del texto sagrado es el Magisterio de la Iglesia, auxiliado por las ciencias
escriturísticas. Pero los estudios bíblicos o de lenguaje no tienen, necesariamente, un valor doctrinal sino
en tanto acuerdan con la Fe católica que la Iglesia custodia y transmite.

3 N° 58, Catecismo Mayor de San Pío X


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un acuerdo absoluto (en el plano científico) sobre el momento de la muerte. Es que el


momento es metafísico y es cuando el alma que da vida a la materia corporal abandona esa
materia. Antes del pecado original, el hombre no vivía este trance traumático. El hombre
libre, podría haber permanecido en Gracia (es decir, la elección siempre hubiera existido pero
podría haber elegido bien) y así, al finalizar su vida terrena, ser llevado sin conmoción al seno
del Padre, pasar a vivir eternamente con la Santísima Trinidad.
¿De dónde caímos? Ya ves: De una altura inimaginable. No infinita, pero lo suficientemente
alta como para dañarnos. Aunque no lo suficientemente alta como para pervertirnos del
todo. Seguimos siendo buenos, seguimos siendo capaces de amor, de belleza y de verdad.
Pero debemos esforzarnos. Aunque esto que sigue aclarar es aún más importante: Por
nuestra debilidad innata, debemos ser ayudados.

“¿De dónde me vendrá la ayuda?” (Sal. 121)


Nuestra naturaleza humana se ve afectada por la mancha original pero también
inauguramos con el primer pecado, una cadena de pecados que fueron estructurando la vida
del hombre de espaldas a Dios. La muerte ingresó al mundo pero, con ella, también ingresó
el dolor, la desgracia, el desorden y la confusión.
Por ello, así como todos los seres humanos somos personas caídas, cada uno de nosotros4;
así también nuestra Humanidad entera está caída. Por lo tanto, los efectos del pecado y del
error afectan no solo a cada hombre sino a la sociedad: a la inteligencia, a la cultura, al arte,
a la música y a toda actividad propiamente humana. Es que el rechazo del Creador es la
garantía segura del fracaso, porque nada puede permanecer eternamente contrariando la
Voluntad Divina sin sufrir las consecuencias.
Por ello, hacemos ahora una aclaración crucial que quizás despeje muchas dudas que
tengas sobre la castidad y sobre la virtud en general. Esta aclaración sine qua non está en
expresada en el numeral 1960 del Catecismo de la Iglesia Católica:
“Los preceptos de la ley natural no son percibidos por todos, sin dificultad, con firme certeza y sin
mezcla alguna de error. En la situación actual, la gracia y la revelación son necesarias al hombre
pecador para que las verdades religiosas y morales puedan ser conocidas “de todos y sin dificultad,
con una firme certeza y sin mezcla de error” (Concilio Vaticano I: DS 3005; Pío XII, enc. Humani
generis: DS 3876). La ley natural proporciona a la Ley revelada y a la gracia un cimiento preparado
por Dios y armonizado con la obra del Espíritu.”

¿Qué entendemos aquí? Algo muy valioso y para nada secundario. Efectivamente, todos
podemos comprender la bondad natural de la castidad, de la familia, de la fidelidad y del amor
de los esposos. No es estrictamente necesaria la fe para afirmar eso y para experimentar las
delicias del amor verdadero; pero por la condición caída de nuestro mundo, es cada vez más
difícil. A medida que el mundo se constituye cada vez más contra Dios y contra la ley natural,
se hace cada vez más necesaria la evangelización para suscitar la fe. ¿Por qué? Porque nuestra
razón, caída y oscurecida por el mundo, fácilmente puede caer en el error; y nuestra voluntad
en el pecado. Por ello, si bien puede ser percibida por todos la Verdad sobre el hombre y
sobre el Amor, no puede ser percibida por todos “sin dificultad, con firme certeza y sin mezcla

4 A excepción, claro, de Nuestro Señor Jesucristo y de la Virgen Inmaculada, Nuestra Señora.


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alguna de error”. La Revelación de Dios, dada por la Persona de Jesucristo y transmitida por
la Iglesia, proporciona así como el “respaldo” necesario para comprender lo que
naturalmente puedo percibir pero que está obscurecido por el pecado. Así, ley natural y
Revelación, hacen una amalgama sagrada que se complementa y se ayuda mutuamente.
Puesto que la Verdad es Dios mismo y no hay contradicción en Él, ni por la Revelación ni por
la ley inscrita en el corazón del hombre.
Y aquí vemos la misericordia y la absoluta libertad de Dios Nuestro Señor: Él no nos
abandonó a nuestra suerte y a la muerte eterna, producto de nuestra separación por el
pecado. Él no nos abandonó tampoco a nuestras solas fuerzas, porque sabe que no son
suficientes para combatir en esta batalla por nuestra salvación. Él viene en nuestro auxilio, es
nos brinda su ayuda divina para ser verdaderos hombres y verdaderas mujeres. Leé este
salmo detenidamente (121):
“Levanto mis ojos a las montañas:
¿de dónde me vendrá la ayuda?
La ayuda me viene del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.

Él no dejará que resbale tu pie:


¡tu guardián no duerme!
No, no duerme ni dormita
el guardián de Israel.

El Señor es tu guardián,
es la sombra protectora a tu derecha:
de día, no te dañará el sol,
ni la luna de noche.

El Señor te protegerá de todo mal


y cuidará tu vida.
Él te protegerá en la partida y el regreso,
ahora y para siempre”.

La gran educadora

La Gracia es una participación en la vida de Dios. Es el auxilio divino de Dios, es la vida


misma de Dios obrando en nosotros. Ella nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria:
por el Bautismo el cristiano participa de la gracia de Cristo, Cabeza de su Cuerpo. Como “hijo
adoptivo” puede ahora llamar “Padre” a Dios, en unión con el Hijo único. Recibe la vida del
Espíritu que le infunde la caridad y que forma la Iglesia.
Esta vocación a la vida eterna es sobrenatural, por ello, depende enteramente de la
iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y darse a Sí mismo. Sobrepasa las
capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana, como las de toda creatura.
Entonces, ante todo, debo entender y grabar en mi mente y en mi corazón:
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Estoy llamado al Amor y al Amor verdadero. Pero como el Amor verdadero supera mis
fuerzas y mis capacidades, como es un don gratuito, debo esperarlo todo de Dios, haciendo
todo lo que se espera de mí.

Y te proponemos memorizar como jaculatoria esta perla de la sabiduría escolástica:


“Facienti quod est in se, Deus non denegat Gratiam”, “A los que hacen lo que corresponde de
su parte, Dios no les niega la Gracia”.
“La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu
Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla: es la gracia santificante o
divinizadora, recibida en el Bautismo. Es en nosotros la fuente de la obra de santificación”. (CEC
1999)
Ahora vemos más claro el rol de la virtud de la Castidad en nuestra vida, el rol de las
virtudes inflamadas e in-formadas (reciben su forma) por la Caridad. La vida natural nos hace
tender naturalmente al Amor, a la unión entre hombre y mujer y al Amor verdadero; pero
solo la Gracia nos hará tender al Amor perfecto y real, librado completamente del egoísmo,
del pecado y del error.
La Castidad es la gran educadora del Amor verdadero, no es solo la educadora de la
sexualidad meramente genital o afectiva, sino de la sexualidad del hombre y la mujer como
personas íntegras.

Uno, una. Unidad.

Dice bellamente el Catecismo que la castidad significa la integración lograda de la


sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y
espiritual. La sexualidad, en la que se expresa la pertenencia del hombre al mundo corporal
y biológico, se hace personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la relación
de persona a persona, en el don mutuo total y temporalmente ilimitado del hombre y de la
mujer.
Como vimos, lo que fue dividido y fragmentado por el pecado; Dios lo viene a unir por esta
virtud. Imagen de esa unión es también la unión de hombre y mujer, que se hacen una sola
carne y que reflejan también la unidad del género humano, que solo en la unidad da vida,
nunca en la dispersión.

La persona casta mantiene la integridad de las fuerzas de vida y de amor depositadas en


ella. Esta integridad asegura la unidad de la persona; se opone a todo comportamiento que
la pueda lesionar. No tolera ni la doble vida ni el doble lenguaje. AMOR O NADA.

Nadie podrá amar más y mejor que un verdadero cristiano, que un caballero cristiano,
que una dama cristiana. Porque todas las fuerzas de su ser, de su cuerpo y su alma, se
ordenarán más perfectamente al amado/la amada con un orden divino y sobrenatural, que
el mundo y el pecado son incapaces de dar.
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Por último, hablando de unidad, no podemos dejar de señalar una última idea que es
necesario rescatar para alimentar esta belleza que es la propuesta del Amor verdadero que
porta el Cristianismo como estandarte glorioso.
Estamos llamados a la unidad: La unidad interior personal, la unidad familiar, la unidad
marital, la unidad comunitaria, la unidad de la Iglesia, la unidad social en el bien común, la
unidad con Dios Uno y Trino.
Hay un pasaje de las Escrituras que, a mi criterio, es uno de los más hermosos y más
relevantes de todo el texto sagrado. El pueblo judío, aún hoy, remarca de una forma especial
la letra que inicia estos versículos. Nosotros debemos, también, marcarlo con hilo de oro en
la escritura del corazón. Es el Shemá, la profesión de fe monoteísta que revolucionó la historia
del mundo, la Revelación de la absoluta soberanía y reinado de Dios sobre todo.
Él es uno y su motor es uno: el Amor. Ya lo hemos visto, la Trinidad es Comunión de Amor.
El Shemá es retomado por nuestro Salvador en el Evangelio y es señalado como el más
importante de los mandamientos de la Ley, junto con el amor al prójimo. Finalmente, todo se
resume en eso: en el verdadero Amor a Dios y al hermano. El mandamiento más importante
y la más grande virtud es amar con un corazón indiviso (uno), con una misma fuerza, con la
misma intensidad; como amó el Señor, que puso en la más sencilla sonrisa el mismo Amor
triunfante que lo llevó a la Cruz por nosotros.

Disfruta cada palabra de este texto sagrado, sabiendo que, en él, el mismo Dios nos habla:

“Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con
TODO tu corazón, con TODA tu alma y con TODAS tus fuerzas. Graba en tu corazón estas
palabras que yo te dicto hoy. Incúlcalas a tus hijos, y háblales de ellas cuando estés en tu casa
y cuando vayas de viaje, al acostarte y al levantarte. Átalas a tu mano como un signo, y que
estén como una marca sobre tu frente. Escríbelas en las puertas de tu casa y en sus postes”.
(Dt. 6, 4-9)

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Deo omnis Gloria
Ave, Maria Purissima!

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