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A muchas personas, les cuesta acoger la vida como un regalo. Sólo cuando la vida se
acoge como un don brota espontáneamente la alegría en el corazón y en el alma. El
agradecimiento es la clave para una vida reconciliada consigo misma y plena; es
decir, llena de alegría. Las personas sencillas son las que, con mayor facilidad,
agradecen. En la Sagrada Escritura, los sencillos son exaltados, precisamente,
porque acogen con bondad lo que sucede en su vida, agradecen y, por esa razón,
disfrutan. La vida que se disfruta es la vida realmente acogida, amada y bendecida.
El mayor obstáculo para el agradecimiento proviene de creer que, todo nos lo
merecemos. Como he dicho en otras ocasiones, con el afán de merecimiento estamos
ocultando no sólo el vacío y el complejo de inferioridad en nuestra vida sino
también nuestra incapacidad para agradecer. Por esta vía, cultivamos más fácilmente
la soberbia o engreimiento.
Jesús dice: “Vengan a mí, los que están cansados y agobiados, yo los aliviaré”.
Después de estás palabras, nos da la razón para buscarlo. “Porque mi corazón es
manso y humilde y mi yugo es ligero”. Recordemos que, en la psicología profunda
de Carl Gustav Jung, Cristo es el reflejo del sí mismo, la imagen de la divinidad
presente y actuante en nosotros. También podríamos decir que, Cristo es la
manifestación de nuestra esencia, aquel aspecto de nuestro ser que se manifiesta
cuando estamos en paz con nosotros mismos y con lo que nos rodea. Es decir, el Sí
Mismo se revela cuando estamos perdonados y reconciliados. El camino para que
Cristo habite en nosotros y nosotros en él es el cultivo de un corazón manso y
humilde. La mansedumbre significa docilidad en el carácter; es decir que, nuestras
respuestas y actitudes ante el conflicto son mesuradas, buscan la paz, no la división
y, menos aún, a fomentar el odio. La humildad significa reconocer lo que somos,
nuestra vulnerabilidad y nuestros límites. El Yugo es el símbolo de las exigencias,
de los mandatos. Lo que proviene del Sí Mismo, de Cristo, no genera angustia;
menos aún, intransigencia, desespero y autoexigencia.
Cuando Nasrudín tenía una tintorería, vino un cliente que le dijo: ¿Podrías teñirme
este vestido? ¿De qué color lo quieres? Ah, nada complicado, pero que no sea ni
rojo, ni verde, ni blanco, ni negro, ni amarillo, ni lila. Bien, ya me entiendes, no
querría ningún color conocido, pero fuera de esto, nada especial. ¿Me lo puedes
hacer? ¡Claro que sí, hombre! Pasa a recogerlo cuando quieras, pero que no sea ni
lunes, ni martes, tampoco miércoles, ni jueves y menos viernes. ¡Ah! Y el sábado y
domingo está cerrado. Fuera de esto, ya lo sabes, siempre y cuando quieras.
Rudolf Steiner, filosofo, enseña que, la vida no es nuestra elección, nuestro diseño y,
menos aún, el resultado de nuestro esfuerzo. Al contrario, la vida nos la
encontramos, nos fue dada y nos corresponde recibirla, agradecerla, convertirla en
una bendición. Cuando nacimos fuimos celebrados, acogidos, acunados, besados.
Aún recuerdo ese momento en el que la gineco obstetra permite mi ingreso a la sala
de parto para ver a Luciana que acababa de nacer. La sensación de gratitud por ese
milagro de la vida encarnada en aquel pequeño ser, aún perdura. Los hijos vienen a
través nuestro. Su vida nos es dada, confiada, tiene algo nuestro y algo de Dios.
Abrazar, acunar, cuidar, proteger, formar y acompañar son la expresión de que la
vida fue acogida, sin expectativas, desde la confianza. Donde hay agradecimiento, el
sobreesfuerzo, se vuelve innecesario.
Todos, sin excepción, hemos atravesado por un período de crisis. Algunas veces,
hemos sucumbido ante ellas y, como consecuencia, terminamos experimentando que
perdíamos el rumbo de la vida, de nuestros proyectos. En otras ocasiones, hemos
actuado con sabiduría y hemos salido fortalecidos, con nuevas decisiones, posturas y
proyectos. Hoy, en día, la tiranía de la felicidad, hace que evitemos el dolor, el
sufrimiento y qué veamos las crisis como algo que evitar a toda costa, en lugar de
encontrar en ellas nuevas oportunidades y claridades para vivir con mayor
autenticidad nuestra vida y nuestros propósitos. Las crisis son la oportunidad de
gestar algo nuevo en nuestra vida; eso sí, para crecer y sacar buen provecho, hay que
asumir una buena dosis de sufrimiento e incertidumbre. Carlos Alemany, psicólogo,
nos recuerda lo siguiente: “En una palabra, toda crisis, desde la del niño que se
asoma a la vida desde el útero materno gimiendo y llorando hasta la del que no sabe
decir adiós a su existencia de una manera digna y agradecida, es una oportunidad
para crecer.
En la actualidad, hay tres palabras que están de moda: crisis, cambio y felicidad.
Cuando se acompañan, por ejemplo, del adjetivo cuántico, se convierten en un buen
producto comercial. Por ejemplo: el cambio cuántico, alcanza cuánticamente
mejores niveles de felicidad, transforma cuánticamente las relaciones dentro de tu
sistema familiar: con tu pareja, con tus hijos, con tu sexualidad. Supera
cuánticamente tu crisis de empleo, de pareja, de envejecimiento, etc. Al final, todo
expresa un deseo de vivir mejor, darle una dirección diferente a lo que vivimos,
sentimos, atravesamos. Alejandro Rocamora, psicólogo, escribe: “Toda crisis
siempre supone un conflicto que implica tensión en diferentes aspectos, pero que
también lleva la semilla del cambio. Esa nueva opción suele venir habitualmente
detrás de una ruptura. La crisis siempre obliga a optar por la ruptura como el precio
a pagar por un desorden previo, por la nebulosa que rodeo nuestras angustias vitales
y por el sufrimiento en el que no vimos previamente una salida”.
Los deseos de este mundo son como una caldera y los temores de aquí abajo son
como un baño. Los hombres piadosos viven por encima de la caldera en la
indigencia y en la alegría. Los ricos son los que aportan excrementos para alimentar
el fuego de la caldera, de modo que el baño esté bien caliente. Dios les ha dado la
avidez. Pero abandona tú la caldera y entra en el baño. Se reconoce a los del baño
por su cara, que es pura. Pero el polvo, el humo y la suciedad son los signos de los
que prefieren la caldera. Si allí no ves suficientemente bien como para reconocerlos
por su rostro, reconócelos por el olor. Los que trabajan en la caldera se dicen: Hoy,
he traído veinte sacos de boñiga de vaca para alimentar la caldera. Estos
excrementos alimentan un fuego destinado al hombre puro y el oro es como esos
excrementos. El que pasa su vida en la caldera no conoce el olor del almizcle. Y si,
por azar, lo percibe, se pone enfermo.
Muchas personas, ante la crisis, dice Carlos Alemany, invocan la resiliencia: “la
actitud de las personas que, después de un conflicto grave (malos tratos en la
infancia, pérdidas traumáticas o experiencias disfuncionales) logran mantener un
equilibrio mental que les proporciona paz y tranquilidad. Las personas siguen
adelante, a pesar, de la adversidad. Las personas resilientes prosiguen adelante con
su vida productiva. Saben afrontar la crisis. Pero, afrontar no es lo mismo que
resolver. Aquello que no se resuelve, tarde o temprano, se repite y, lo hace una y
otra vez, hasta que se le da una solución adecuada. Esta repetición es lo que
conocemos como la neurosis de destino. Sin un proceso de reconciliación con lo que
vivimos, con el dolor por el que tuvimos que atravesar, sin integrar las pérdidas que
toda experiencia entraña y, sobretodo, sin responsabilizarse de lo que nos
corresponde en el conflicto, es difícil que los cambios se estructuren lo suficiente
como para convertirse en nuevas columnas de nuestra existencia. Como dice el
cuento, no se trata de vivir en la caldera o en el baño, sino en la indigencia, el
corazón puro y alegre, que acalla y modera sus deseos como lo hace el niño cuando
está en los brazos de su madre.
En las cartas de San Pablo, se encuentra un texto muy bello y oportuno para vivir las
crisis de manera creativa, fecunda y con la fuerza del Espíritu. “Yo considero que
los sufrimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria futura que
se revelará en nosotros. En efecto, toda la creación espera ansiosamente esta
revelación de los hijos de Dios. Ella quedó sujeta a la vanidad, no voluntariamente,
sino por causa de quien la sometió, pero conservando una esperanza. Porque
también la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de
la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Sabemos que la creación entera, hasta el
presente, gime y sufre dolores de parto. Y no sólo ella: también nosotros, que
poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente anhelando la alegría que
esperamos: llegar a ser plenos hijos de Dios, vivir la redención de nuestro cuerpo.
Porque solamente en esperanza estamos salvados. Ahora bien, cuando se ve lo que
se espera, ya no se espera más: ¿acaso se puede esperar lo que ya se ve? En cambio,
si esperamos lo que no vemos, lo esperamos con constancia (Rm 8, 18-25)
Señor, veo que tú viviste una crisis por ser coherente. Sufriste una cruz que no
merecías pero aceptaste. Un grano de trigo enterrado para fructificar... Ayúdame a
saber contemplarte, descubrir el fondo de tu autenticidad para, como tú, madurar y
salir más fuerte de mis crisis. Porque tú eres Pastor, pero Pastor herido que conoce a
sus ovejas porque ha sufrido por ellas y ha recorrido las mismas quebradas por
donde se perdieron... Y una vez sanado, tú me dices: Haz tú lo mismo. Porque hay
demasiados árboles tronchados en el margen de la vida que esperan de una mano
amiga (Rezando voy)Francisco Carmona
Thomas Moore en su libro el cuidado del alma deja la siguiente constatación: “El
alma son los vínculos”. El alma se nutre de esos lazos profundos y duraderos que
conectan a una persona con otra. Nuestra capacidad de conectar adecuadamente con
el otro tiene una importancia vital para nuestra estabilidad mental, emocional y
espiritual. Ahora, la forma como se dieron los vínculos en la infancia, especialmente
con nuestra madre, va a marcar nuestra vida adulta que, sin lugar a duda, será el
reflejo de nuestra infancia. De ahí, la importancia de reconciliarnos con la infancia
y, darnos permiso para reconstruir la percepción que tenemos de nosotros mismos;
es decir, nuestra identidad.
Cuatro indios entraron en la mezquita para prosternarse ante Dios, con el corazón en
paz. Pero, de pronto, el almuédano entró también en la mezquita y uno de los indios
dejó escapar estas palabras: ¿Se ha recitado la llamada a la oración? ¡Si no es así,
nos hemos adelantado! ¡Cállate!, le dijo el otro; ¡con tus palabras, has invalidado tu
oración! -¡Cállate tú también, porque acabas de hacer lo mismo!
Y el cuarto añadió: ¡Gracias a Dios, yo no he hablado, y mi oración sigue siendo
válida! Es una verdadera bendición el no ocuparse uno sino de su propia vergüenza.
Por último, está el modo de relación donde la persona se ufana de tener un don
especial: conocer lo que pasa en el corazón de las personas con sólo mirarlas. Estas
personas se sienten super poderosas; en algunos casos, se convencen a sí mismas de
ser capaces de predecir el futuro de los demás. No soportan una pregunta sobre sí
mismas, sobre su vida interior. Todo lo que aprenden es para examinar a los demás,
nunca interiorizan nada y, menos aún, hacen una revisión de su vida y de sus
actitudes. Estas personas terminan difuminadas en el afán de ayuda. Su
comportamiento es como si en el mundo, sólo existieran ellos; de hecho, todo lo
personalizan. Cuando hablan, lo hacen auto referenciándose: en todo hablan
metiendo ego. Por ejemplo, en lugar de decir, se acabó el jabón de lavar ropa dicen:
se me acabó el jabón de lavar la ropa.
Finalmente, digamos que, el buen vínculo con la vida es aquel donde la capacidad de
rotar entre nosotros y los otros es la dinámica constante. En la interacción entre
mundo interior y exterior se experimenta la felicidad. También se ve un buen
vínculo con la vida cuando somos capaces de dar sin perdernos, sin negar nuestras
necesidades, deseos y aspiraciones. Dice Rocamora: “El ser humano es feliz cuando
tiende la mano al prójimo sin olvidarse de su propia esencia. No se fusiona con el
vecino, se aproxima amorosamente al otro y mantiene su individualidad”
Augusto Cury, psiquiatra, señala que, la cultura actual está bajo la tiranía de la
belleza. Una tiranía que, según este autor, hace que el 3% de las mujeres
occidentales se sientan a gusto con su cuerpo. Las relaciones se vuelven difíciles y
tensas cuando no se ama el propio cuerpo. La percepción sobre el cuerpo termina
afectando el concepto sobre nosotros mismos y, por esa misma razón, las relaciones
con el entorno y nuestros semejantes. Ir por la vida con hambre de aceptación es una
de las mayores tragedias que el alma puede soportar. Cuando se cae en esta
dinámica, es imposible vivir en paz y construir una existencia armoniosa. La
autopercepción, el valor de sí mismos, comienza a deteriorarse cuando empezamos a
etiquetar como “feas” o “desagradables” partes de nuestro cuerpo. Disociar el
cuerpo termina generando graves trastornos en la ingesta de alimentos y bebidas y,
en las relaciones interpersonales.
Un anciano fue a casa del médico. Cuando le hubo explicado que sus facultades
intelectuales declinaban, el médico respondió: ¡Eso se debe a tu avanzada edad!
¡También mi vista se debilita! ¡Claro, porque eres viejo! ¡Me duele mucho la
espalda! ¡No es más que un efecto de la vejez! No digiero nada de lo que como. ¡Si
tu estómago es débil, es por culpa de tu mucha edad! Y cuando respiro siento como
una opresión en el pecho. ¡Es normal! ¡Eres viejo! ¡Y la vejez trae muchos males! El
anciano, entonces, se enfadó: ¡Gran idiota! ¿Qué significa toda esa palabrería? No
sabes nada de la ciencia de la medicina. ¡Eres más ignorante que un asno! ¡Dios ha
creado un remedio para todos los males, pero tú lo ignoras! ¿Así es como has
aprendido tu oficio? El médico respondió: ¡Tienes más de noventa años! ¡De ahí, es
de donde proceden también tu cólera y tus amargas palabras!
Hoy, se insiste mucho en la importancia que tiene, para nuestro desarrollo integral,
aprender a escuchar el cuerpo. La gestación es el proceso por medio del cual vamos
adquiriendo un cuerpo. Nacemos de un cuerpo y vivimos en un cuerpo. Gracias al
cuerpo experimentamos la vida, nos encontramos con los demás y, sobre todo,
podemos dar vida a otros. Hoy, existe una exaltación del cuerpo. Algunos teóricos,
dicen que estamos inmersos en una cultura que rinde culto al cuerpo. Pero, no
porque estemos conectados con él, sino porque estamos conectados con el miedo. La
preocupación por el ejercicio y la comida sana tienen como objetivo alcanzar una
vida saludable. La verdadera motivación está en el miedo que produce la
enfermedad, el dolor y, en consecuencia, la muerte.
De nuevo, nos dice Laura: “la conexión auténtica y saludable con el cuerpo
comprende la capacidad de entender los procesos de autorregulación y autogestión
del cuerpo. Día a día, el cuerpo nos da señales de nuestros mayores aciertos y
equivocaciones, nos dice cómo estamos comprendiendo la vida, que hemos
intentado olvidar y qué necesitamos integrar para vivir plenamente”. Nos
contentamos con tener un buen cuerpo; pero, nos despreocupamos de atender sus
verdaderas necesidades que, aunque nos parezca increíble, son más de orden
emocional y espiritual que material. Como se ha comenzado a repetir: “Somos seres
espirituales viviendo en un cuerpo”. El cuerpo es el templo de algo mayor. Si no
logramos integrar lo que nos sucede, el cuerpo, a través de la enfermedad y otros
signos, nos hará entender que no podemos vivir dándonos la espalda.
Hace muchos años, aún era un adolescente, escuché una frase que me impacto
muchísimo: “No tengo un cuerpo, soy un cuerpo”. Gracias al cuerpo estoy presente
en el mundo. Si el cuerpo desaparece, lo que soy también desaparece, los demás ya
no podrán verme, abrazarme, compartir conmigo. La sociedad de consumo logra que
todos aspiremos a tener un cuerpo según sus estándares; sin embargo, la relación y
el cuidado del cuerpo va más allá. Según Silvia Díez: “El cuerpo se autorregula y
lleva adelante funciones muy complejas por sí solo. Agradecer esta inteligencia
biológica presente en cada célula del organismo es el primer paso para reconciliarse
con el cuerpo. La mente puede juzgar, etiquetar e incluso esclavizar al cuerpo, pero
ella no existiría sin él y sin su sabiduría natural”.
El cuerpo contiene las emociones que no logramos procesar adecuadamente. En su
momento, el psiquiatra suizo Carl Gustav Jung señalo que el dolor físico es la
metáfora de una experiencia emocional que no se elaboró e integro en el proceso
normal de la vida. En la medida que, verbalizamos sanadoramente el dolor
emocional que llevamos en el alma, nuestro cuerpo se libera y restaura su equilibrio.
Una vez que logramos comprender, desde un lugar diferente, lo que nos sucede, el
cuerpo recupera su equilibrio, lo que se verá reflejado en su estado saludable. Lo que
nos sucede, quiere ser recordado como parte de nuestro proceso de humanización y
crecimiento psicológico y espiritual, antes que, como algo excluido y rechazado.
Laura advierte que la utilización de sustancias con alto potencial adictivo, en lugar
de resolver ayudan a enfermar cada vez más. No hay película de acción, por
ejemplo, donde no aparezca el frasquito naranja que tranquiliza, especialmente, al
protagonista. Vemos que, a través del frasquito naranja las personas intentan
resolver la pérdida de un ser querido, un fracaso en una relación de pareja, una
quiebra económica, la soledad, entre otras. El medicamento es necesario siempre y
cuando no sea la solución sino una ayuda mientras que la persona que sufre toma
consciencia de sí misma y de su cuerpo. En los estados de mayor intensidad del
dolor emocional, muchos intentan callar el cuerpo, en lugar de escucharlo.
Circulaba el rumor de que existía en la India un árbol cuyo fruto liberaba de la vejez
y de la muerte. Un sultán decidió entonces enviar a uno de sus hombres en busca de
esta maravilla. Partió, pues, el hombre y, durante unos años visitó muchas ciudades,
muchas montañas y muchas planicies. Cuando preguntaba a los transeúntes dónde se
encontraba este árbol de la vida, la gente sonreía pensando que estaba loco. Los que
tenían corazón puro, le decían: ¡Esos son cuentos! ¡Abandona esa búsqueda! Otros
para burlarse de él, lo enviaban hacia selvas lejanas. El pobre hombre no alcanzaba
nunca su meta, pues lo que perseguía era imposible. Perdió entonces la esperanza y
tomó el camino de vuelta, con lágrimas en los ojos. Durante el camino, encontró a
un sheij y le dijo: ¡Oh, sheij! ¡Ten piedad de mí, pues estoy desesperado! ¿Por qué
estás tan triste? Mi sultán me ha encargado que busque un árbol cuyo fruto es el
capital de la vida. Todos lo desean. He buscado durante mucho tiempo, pero en
vano. Y todo el mundo se ha burlado de mí. El sheij se echó a reír: ¡Oh corazón
ingenuo y puro! Ese árbol es la sabiduría. Sólo el sabio la comprende. Se la llama a
veces árbol, a veces sol, u océano, o nube. Sus efectos son infinitos, pero él es único.
Un hombre es padre tuyo, pero él, por su parte, es también hijo de otra persona.
Laura invita a conectar con las capacidades de autorregulación del cuerpo, sus
talentos y sus posibilidades como una forma para pasar del pensar al actuar y poder
desarrollar la autoeficacia. También podemos aprender a actuar respetando nuestra
necesidad en el momento de la crisis antes que, pasar por encima de ella. Es de vital
importancia, en este proceso, recordar que, nacimos para realizar nuestro propio
destino y no para cumplir las expectativas de los demás. Si nuestra vida coincide con
lo que esperan de nosotros está bien. Si no coincide, también está bien, no hay
porque angustiarnos y, menos aún, paralizarnos.
La reconciliación con el dolor crónico pasa por detenerse, escucharse y decidir qué
está o no en consonancia con nuestro destino, con nuestra misión en la vida. Cada
vez que renunciamos a lo que somos, a nuestra identidad, nos traicionamos y el
cuerpo con la enfermedad nos revela que, la felicidad verdadera no está en la
negación de nuestras necesidades y en el olvido de quienes somos. Cuidar nuestra
identidad, protegerla y fortalecerla ayuda a vivir sanos, reconciliados y en sintonía
con lo que nos rodea. En nosotros todo está bien; así, a nuestro alrededor, los demás
quieran hacernos creer lo contrario. No hay nada más difícil que ser uno mismo en
un sistema o sociedad traumatizado.
Señor, los caminos de la vida están llenos de sorpresas, y más si vamos por la
periferia siguiendo tus huellas; pues aunque tratemos de ocultarlos, antes o después,
se hacen presentes quienes están condenados, por nuestras leyes y costumbres, a ser
invisibles. Danos tus ojos, tu corazón, tus entrañas, tu empatía y compasión más
viva… Y líbranos de pedirles y exigirles lo que no les dignifica: que cumplan
nuestras leyes estrictamente. Ayúdanos, Señor, a seguir tus pasos, a dejarnos sanar
para sanar a los hermanos… Y si brota el agradecimiento, que sea desde lo más
hondo: libre, sincero, espontáneo…como el del leproso samaritano (Florentino
Ullibarri)Francisco Carmona
Mayo 29, 2022
Reconciliarse con la vida
Murray Stein, escribe: “La gente no elige su personalidad por voluntad propia,
eligiendo determinada identidad o determinado carácter, exactamente que no modela
su físico seleccionando un tipo de piel, la talla de pie o de la mano o una
combinación concreta de rasgos faciales… La mayor parte de lo que es
característico de cada persona y de cada sociedad nace de la interacción de una serie
de factores y de determinantes históricos: el tiempo y lugar de origen, la herencia
genética y la herencia cultural”. A lo anterior, podemos añadir el comentario del
novelista James Baldwin: “igual que uno no puede inventar a sus padres, la gente,
por desgracia, no se puede inventar sus puntos de amarre, sus amantes ni sus
amistades. Se los da la vida, y también ella se los quita, y la gran dificultad radica en
decir Sí a la vida”
Una de las mayores dificultades que tenemos los seres humanos radica en la
incapacidad para decirle Sí a la vida como es. Esa incapacidad se manifiesta, entre
otras cosas, en la impotencia para salir adelante y superar los momentos críticos por
los que hemos tenido que transitar. Ninguno de nosotros está exento de una crisis, un
momento de zozobra, un abandono, una pérdida, un quebranto de salud, una
contrariedad. La dificultad está en aceptar esta realidad propia de nuestra condición
humana. Así es como llegamos a construir narrativas que, en lugar de ayudarnos a
sanar, nos hacen creer que todo esto sucedió bien porque nacimos en la época y
momento equivocado, también podemos llegar a afirmar que, todo es parte de las
elecciones que hicimos para nuestra evolución espiritual. Finalmente, podemos
convencernos que, el sufrimiento actual obedece a las vidas pasadas que tuvimos.
Como sea, todo se resume: “La vida como es, cuesta mucho aceptarla y vivirla”.
Había en la India un hombre muy sabio. Un día, vio llegar a un grupo de viajeros. Al
ver que estaban hambrientos, les dijo: No hay duda de que tenéis la intención de
cazar para alimentaros. Pero ¡cuidado, noble gente! ¡No cacéis la cría del elefante!
Es ciertamente fácil de coger y su carne es abundante. Pero no olvidéis a su madre
que lo vigila, pues sus gritos y lamentos se oirán desde lejos. ¡Conservad este
consejo como una joya si queréis evitar catástrofes! Y, con estas palabras, se
marchó. Los viajeros, cansados por su largo camino, no tardaron en encontrar un
elefantito muy gordo y, olvidando los consejos que se les habían dado, se lanzaron
sobre él como lobos. Sólo uno de ellos decidió obedecer el consejo del sabio y no
tocar la carne del elefantito. Los demás, hartos de carne, no tardaron en dormirse. De
pronto, un elefante encolerizado se precipitó sobre ellos. Se dirigió primero hacia el
único que no dormía. Olfateó su boca pero no encontró ningún olor acusador. Por el
contrario, habiendo comprobado que todos los que dormían tenían el olor de su
pequeño en el aliento, los aplastó bajo sus patas. Añadió el Maestro: en la vida, hay
cosas que se pueden evitar atendiendo el consejo de los sabios.
En Constelaciones Familiares aprendí que, existe un alma familiar que contiene la
vida de todos los que han estado antes que nosotros en la vida. El sistema se encarga
de transmitirnos esa información como signo de pertenencia. En el momento, que
somos engendrados heredamos toda la información del sistema familiar. Ese proceso
se llama epigenética. Una vez más, hay que decir, no elegimos, la vida nos da.
Ahora, cuando la gente se niega a aceptar lo que es, necesariamente termina
recorriendo el camino de la soberbia y, por esa razón, de la confusión del corazón.
Así, es como llegamos a vivir en la confusión y aceptamos como verdad no lo que
es, sino lo que nos parece que es. Por afán de pertenecer, nosotros podemos entrar en
las dinámicas de lealtad, implicación y amor ciego. Salir del sistema para abrazar
nuestro destino, lo que realmente somos, no sólo es un desafío para el alma, sino
también un proceso largo, complejo en el que muchos se llenan de miedo, culpa o
angustia.
Las personas coléricas, irritables, inquietas, que juzgan con prontitud y severidad a
los demás y los que carecen de empatía ante las dificultades o sufrimiento ajeno
esconden una depresión. He podido ver, en consulta y en los diferentes talleres, que
la depresión esconde una ira profunda por un abandono, un rechazo, una traición, un
fracaso que no se acepta. Todo comienza a ser diferente cuando nos rendimos y
decimos Sí a la vida como es. Mientras creamos que existen otras realidades
diferentes, externas, que explican nuestro sufrimiento, que nos hacen sentir
superhéroes, estamos huyendo de la tarea de vivir plenamente aceptando lo que es,
lo que la vida nos ofrece y pone en nuestras manos. Empezamos a sentir que la vida
tiene sentido cuando damos a todo y a todos un lugar en nuestro corazón. Eso se
llama, reconciliación.
Joan Garriga escribe: “En medio del dolor y la dificultad encontramos una bella
noticia: la propia naturaleza nos provee de la capacidad para transitar los malos
momentos y las pérdidas sumergiéndonos, y sumergiendo nuestro cuerpo, en el
caldero alquímico del dolor. Viva pues el dolor como recurso, con todos su matices
y corolarios emocionales. Viva el dolor como el barco que nos habrá de llevar de la
orilla de la devastación a la orilla de la transformación, arribando con suerte un poco
más bañados de luz, de sabiduría e incluso de amor”. La prepotencia quiere vencer
el dolor ignorándolo, imponiéndonos la felicidad, señalando de fracasado al que,
aceptó la Cruz, sin reconocer que la convirtió en árbol que da vida.
Líbranos, Señor, de la tristeza. Mana desde heridas viejas y desde nuevos golpes
repentinos no bastante llorados en lo que tienen de despojo, ni bastante acogidos en
lo que tienen de nueva libertad. Se infiltra astuta en la mirada y apaga el brillo de las
realidades cotidianas. Va depositando en la coyuntura de los huesos su rigidez y su
torpeza. Un aire inasible empapa de desazón indescifrable los recuerdos luminosos.
Las certezas cálidas de ayer parecen arqueología ajena, esculturas sin nombre en
plazas olvidadas. Como nube empujada por el viento con formas grotescas y
cambiantes nos oculta el horizonte con su amenaza fantasmal. La tristeza se esconde
bajo el deber cumplido y la respuesta esperada por la gente. Maquilla su rostro con
arrugas de ayuno. Se disfraza de sensatez que todo lo calcula bien. Va doblando las
espaldas con el ancho escapulario de los "cofrades resignados", que han visto y
saben todo, y ya no esperan nada nuevo que valga la pena celebrar. Al pasar las
siluetas juveniles con sus risas de colores, va quedando un pozo de nostalgia, de
oportunidades nunca atrapadas en el puño ya sin fuerza. La tristeza nos deja en el
alma un residuo de vida usada, de Dios de catecismo con las preguntas y respuestas
ya sabidas de memoria, repetidas hasta el tedio. ¡Líbranos de la tristeza, Señor de la
alegría! (Benjamín G. Buelta, sj)Francisco Carmona
En la película Toscana, se puede ver con claridad lo que significa reconciliarse con
la identidad, con la historia vivida y, sobre todo, con el legado que recibimos de
nuestros ancestros. Recordemos que, la tristeza, la alegría, la abundancia, la escasez,
entre otros, son cosas que han estado desde los inicios mismos de la humanidad. No
nacieron con nosotros y tampoco fueron inventados para nuestra bendición o
desgracia. Están ahí, simplemente. La incapacidad para tomar la vida es el resultado
de la inconsciencia con la que vivimos y nos relacionamos con Dios, con la
naturaleza, con los demás y con nosotros mismos. Quien se conoce a sí mismo no
pretende convertir en algo especial lo que sucede en su vida y en su entorno. Lo ve
como es, algo que pertenece al movimiento natural de la vida. Pues bien, la historia
de la película Toscana trata de un cocinero que, a pesar de ser bueno en su profesión,
no alcanza el éxito y, menos aún, sentirse pleno, lleno, feliz porque anda enojado
con su padre.
En Constelaciones Familiares aprendemos que, mientras nos mantengamos en el
reproche hacia nuestros padres, seguimos siendo niños. También que, quien logra
ver a sus padres como una unidad sexual, seres comunes y corrientes y los toma en
su corazón se siente lleno, pleno, en conexión con sus talentos y alcanza el éxito.
Las experiencias abrumantes que nos tocó vivir en la primera infancia dejan su
huella en el alma y se convierten en una lesión o herida que, a veces, tarda muchos
años en sanar. Cuando hay una lesión profunda en el alma, generada durante el
proceso de desarrollo temprano, se hace necesario construir una defensa disociativa
para poder sobrevivir. La lesiones del alma se producen cuando las personas tienen
que enfrentar situaciones que, por su intensidad, resultan abrumantes; es decir que,
afectan o trastornan el estado de ánimo. La incapacidad para gestionar
adecuadamente las emociones hace que las personas corten la conexión entre
emoción y cuerpo haciendo que la mente permanezca perturbada, confusa, sin
orientación, sin claridad sobre lo que se desea o sobre sí mismo, sobre su identidad.
Un día un chacal cayó en un charco de pintura. Cuando se vio con todo el pelaje
cubierto de pintura de todos los colores, se dijo: ¡Soy un pavo real, un elegido entre
los animales! Y adoptando unos aires llenos de pretensiones, fue a reunirse con los
demás chacales. Estos le dijeron: ¡Oh, pobre chacal! ¿De dónde te vienen esas
pretensiones y estas maneras? ¿Estás loco o estás haciéndote el payaso? Añadió el
Maestro: los que no han logrado cambiar la consciencia sobre sí mismos se mienten,
y se suben a la cátedra para hacerse admirar por el pueblo, ven un día que su orgullo
es objeto de vergüenza. No esperan más que los halagos del pueblo pero su interior
es tan engañoso como su apariencia.
Lo que sucede entre los padres, afecta prfundamente a los hijos, hasta el punto de
distorsionar la realidad de lo que sucede y la propia identidad. Ninguno de nostros
puede inventar lo que es, su propia identidad. Lo que afecta a nuestro sistema
familiar termina afectándonos a nosotros en lo más profundo, en la percepción o
imagen que tenemos de quienes somos realmente. Un corazón perturbado puede
albergar sentimientos como: tristeza, odio, frustración, enojo, soledad, ansiedad,
confusión. De ahí, pueden nacer comportamientos agresivos, irritantes o violentos.
La desconexión entre emociones y cuerpo, hacen que la mente esté llena de
pensamientos, imágenes y creencias que no solo trastornan el ánimo y el
comportamiento, sino que también, desgarran el alma, le arrebatan sus anhelos,
sueños, aspiraciones y sentido de vida. Poco a poco, terminamos prisioneros del
miedo, la culpa, la angustia o el pánico, en el peor de los casos.
Una de las tareas espirituales más importantes a realizar, cuando deseamos curar las
lesiones del alma, consiste, en aprender que las dificultades no vienen solo del
exterior. Lo que no funciona bien, no es lo que está fuera, sino en nuestro interior:
nuestras cogniciones, el procesamiento de las emociones y de las actitudes que
asumimos ante lo qué pasa, ante nuestra vida y frente a nsotros mismos. Nadie
puede cambiar lo qué pasó pero sí, las comprensiones, las reacciones y las actitudes
que asumimos como respuesta ante lo que fue doloroso. Para lograrlo es, necesario
hacer un proceso de autoperdón por dejarnos arrastrar por los impulsos primitivos
que gobiernan nuestra alma y nuestra mente. Una identidad consciente define el
rumbo de nuestra existencia más allá de todo lo que ha sido doloroso y frustrante.
¡Oh, Dios! Envíanos locos, de los que se comprometen a fondo, de los que se
olvidan de sí mismos, de los que aman con algo más que con palabras, de los que
entregan su vida de verdad y hasta el fin. Danos locos, chiflados, apasionados,
hombres y mujeres capaces de dar el salto hacia la inseguridad, hacia la
incertidumbre sorprendente de la pobreza; danos locos, que acepten diluirse en la
masa sin pretensiones de erigirse un escabel, que no utilicen su superioridad en su
provecho. Danos locos, locos del presente, enamorados de una forma de vida
sencilla, liberadores eficientes, amantes de la paz, puros de conciencia, resueltos a
nunca traicionar, capaces de aceptar cualquier tarea, de acudir donde sea, libres y
obedientes, espontáneos y tenaces, dulces y fuertes. ¡Danos locos, Señor, danos
locos! (Louis Joseph Lebret)Francisco Carmona
El origen de la batalla interna que libramos, algunos durante muchos años y, otros,
durante poco tiempo, está en nuestra incapacidad de convertirnos en anfitriones de la
vida, de lo que sucede, de lo que nos altera; en definitiva, nos cuesta acoger la vida y
decirle Sí. Aprendimos que la vida es como la diseñaron los ancestros o como
nuestro ego infantil la proyecta, la cree, la persigue y, por qué no, la sufre. Para
Spinoza, el filósofo, la realidad y la perfección son la misma cosa. Según este
pensador, la vida es perfecta así como es. Nuestros esfuerzos por adaptarla a
nuestras expectativas no es otra cosa que, una negativa de parte nuestra a la vida y
una resistencia a abrazarla así como se manifiesta. Curiosamente, gastamos más
energía y, en consecuencia, sufrimos el doble, rechazando la vida que aceptándola,
asumiéndola como se presenta. Una vez que nos rendimos, la vida aparece como
algo maravilloso ante nuestros ojos. Todo esto implica un ejercicio humilde de
reconciliación, de esfuerzo por encontrar la armonía, el equilibrio y la paz en la
relación con nosotros mismos y con los demás.
Un hombre que se quejaba de la desdicha de ser pobre encontró un día una cola de
carnero. Todas las mañanas la utilizaba para engrasarse el bigote. Después iba a casa
de sus amigos y les decía que volvía de una recepción en la que habían festejado y
habían comido platos muy suculentos. Su vientre vacío maldecía su bigote,
reluciente de grasa. ¡Oh, pobre! ¡Si no fueses tan embustero, quizá te invitaría a
comer un hombre generoso! Un día, mientras el estómago de nuestro hombre se
quejaba ante Dios, un gato le robó la cola de carnero. El hijo intentó capturar al
animal, pero en vano. Por temor a que su padre le regañara, se puso a llorar.
Después, fue corriendo al lugar en el que su padre se reunía con sus amigos. Llegó
en el mismo instante en que su padre contaba a los demás su imaginaria comida de
la víspera. Le dijo: ¡Papá! El gato se ha llevado la cola de carnero con la que te
engrasas el bigote todas las mañanas. ¡He intentado perseguirlo, pero no he logrado
atraparlo! Ante estas palabras, todos sus amigos se echaron a reír y lo invitaron a
una comida, muy real esta vez. Y así, nuestro hombre, abandonando sus
pretensiones, conoció el placer de ser honesto consigo mismo y de aceptar la vida
como es.
A veces, la vida nos da cosas. Pero, también la vida nos quita cosas. Todo eso hace
parte de la dinámica del equilibrio entre dar, tomar y recibir. Así es como fluye el
amor. Tomar está asociado a la interiorización de los aprendizajes que la vida nos
ofrece a través de las diferentes experiencias que vivimos. Muchos, se niegan a
tomar y, en consecuencia, no son capaces, después, de dar y recibir. Continúan
sumergidos en sus patrones destructivos de conducta y en las lealtades hacia su
sistema familiar. Negarse a tomar las nuevas experiencias que la vida ofrece, es un
intento de cuestionar la vida; es como si dijéramos, sólo estoy dispuesto a asumir lo
que se me antoja, no lo que sirve para mi bien y el de otros. Cada movimiento de la
vida abarca a muchos, no a uno solo.
El enojo es la reacción normal del ego porque las cosas no resultaron como se tenía
previsto. Cuando no somos capaces de rendirnos terminamos llenos de ira, de culpa,
de vergüenza y, por último, en victimismo. Cuando llegamos a este estado
comenzamos a ser exigentes e intransigentes, agresivos y, en algunos casos,
destructivos. El enojo nos conduce a la confusión en la forma cómo vivimos. La
única forma de salir del dolor es aceptar la vida como es, de esta manera, le damos
un buen lugar al dolor y evitamos convertirnos en fóbicos al dolor y al sufrimiento,
algo que la tiranía de la felicidad pretende lograr. Lo más rentable para nuestra salud
mental y espiritual, como dice Joan Garriga, es acoger el dolor, tome la forma que
tome. En lugar de convertirlo en algo que no es y, que al final, nos cobrará por
ventanilla la inutilidad del esfuerzo hecho.
Con frecuencia, la enfermedad aparece vinculada a otros factores que van más allá
de lo que podríamos llamar el componente biológico. Algunas veces, la enfermedad
nos revela que, en el sistema familiar está ocurriendo un desorden y sus miembros se
sienten incapacitados para resolverlos de una buena manera. Esto por ejemplo, se
refiere, al cáncer, enfermedades autoinmunes, enfermedades huérfanas. En otras
ocasiones, la enfermedad revela una patología en la forma como estamos viviendo
nuestros vínculos. Por ejemplo, un duelo no elaborado adecuadamente puede dar
origen a enfermedades relacionadas con la sexualidad, el sistema óseo o problemas
cardíacos. Cada uno tiene la facultad de organizar en imágenes las experiencias que
vive y, cuando estas imágenes son sanas traen salud y bienestar; en cambio, cuando
están cargadas de sufrimiento o emociones de baja vibración, traen enfermedad.
Muchos terapeutas han recordado, una y otra vez que, la enfermedad también es la
expresión de una emoción contenida. La mayoría de las veces, el esfuerzo por
contener una emoción termina provocando una disociación psíquica. Así es, como
llegan a crearse en nuestra alma sentimientos de incertidumbre, perplejidad,
conflictos sobre la identidad. Las dificultades para saber cómo somos realmente, qué
queremos hacer o qué decisiones tomar, hacen referencia a la disociación provocada
por el temor, la vergüenza o inadecuación que, determinadas emociones nos
producen. Contener una emoción, en lugar de traer un bienestar real, termina
representando un costo muy alto que asumir.
Lo que más mueve nuestra alma es el amor primario hacia nuestros padres. Donde
este amor se interrumpe, la enfermedad aparece como un deseo de restablecimiento
o una forma de tomarlo. En otras ocasiones, ese amor impulsa a querer sustituir a los
padres en su destino. Enfermamos para que no lo hagan los padres. Con mucha
frecuencia, los hijos se sienten incapaces de respetar y honrar el destino de los
padres, lo quieren cambiar, sin darse cuenta del desorden y sufrimiento que
provocan. Así, pues, podemos decir con Hausner, constelador, la misma fuerza que
nos enferma, nos sana. El amor, que se hace cargo de sí mismo y honra el destino de
los demás, es la fuerza que nos ayuda a entrar en contacto con nosotros mismos y
con nuestro sistema familiar de una forma diferente a la que nos conduce a la
enfermedad.
La enfermedad también nos puede revelar la carga tan fuerte y grande que un
sistema familiar soporta. Esto sucede por ejemplo, cuando en el sistema familiar
hubo victimarios, personas que hicieron daño a otros apropiándose de sus bienes o
de su vida. Así, es como el sistema prepara el camino para que vayan apareciendo
trastornos mentales como la psicosis, sobre todo, en los niños. En los casos de un
destino trágico, la enfermedad, el trastorno, la confusión o la disociación psíquica
actúan como separadores o interruptores de la energía que, los actos de injusticia
crearon en el sistema. En la medida que, reconocemos que tomamos caminos
equivocados, todos aquellos que ponen en juego la vida de otros, y creamos nuevas
condiciones de vida y de relación, los destinos trágicos dejan de aparecer en la
familia.
Hausner señala que, las soluciones reales van más allá del intento de excluir del
sistema la rabia, la desesperación y la culpa. Cuando se asume la exclusión como
una conducta que busca la sanación, el sistema pierde cada vez más fuerza vital y
hay un incremento de la enfermedad. La solución no fue la adecuada. ¿Qué actitud
podemos asumir? El pasado no cambia porque nos inundemos de juicios y reproches
de todo tipo. Lo primero, reconocer que no estuvo bien quitar la vida, violentar y
menospreciar a alguien o sacar ventaja de una situación difícil. Donde hay verdad,
hay libertad. Lo segundo, cambiar los patrones de conducta que permiten que, de
generación en generación, se siga haciendo daño a otros. Por último, recomponer el
camino prestando servicios en favor de la vida con el único interés de protegerla y
ayudarla a crecer, a expandirse.
Señor, los caminos de la vida están llenos de sorpresas, y más si vamos por la
periferia siguiendo tus huellas; pues aunque tratemos de ocultarlos, antes o después,
se hacen presentes quienes están condenados, por nuestras leyes y costumbres, a ser
invisibles. Danos tus ojos, tu corazón, tus entrañas, tu empatía y compasión más
viva… Y líbranos de pedirles y exigirles lo que no les dignifica: que cumplan
nuestras leyes estrictamente. Ayúdanos, Señor, a seguir tus pasos, a dejarnos sanar
para sanar a los hermanos… Y si brota el agradecimiento, que sea desde lo más
hondo: libre, sincero, espontáneo…como el del leproso samaritano (Florentino
Ullibarri)Francisco Carmona
La pérdida hace parte de la vida normal de los seres humanos. Cada pérdida, grande
o pequeña, lleva consigo una experiencia de pena y dolor. Hay algunas pérdidas que
se superan fácilmente porque no comprometen la salud mental, física o espiritual. En
cambio, hay algunas pérdidas que desgarran el alma, nublan el espíritu, arrastran
hacia la adicción desmesurada y amenazan el sentido de la vida. Estas pérdidas
merecen toda nuestra atención. Ellas provocan la sensación de vacío, desconexión
con la vida o pérdida del sentido. Dichas perdidas merecen toda nuestra atención
porque pueden arrastrar hacia la depresión profunda, la ideación suicida y, en
algunos casos al acto.
Muchas personas, ante el dolor que las abruma, aprendieron a disociarse; es decir, a
desconectarse de sus emociones o de su mente. En el primer caso, las personas se
vuelven insensibles y duras. Tratan a los demás con dureza y violencia. Pueden
llegar a convertirse en maltratadores o victimarios. En el segundo caso, quedan a
merced de sus reacciones desproporcionadas y pueden hacerse daño o atentar contra
su vida. Tengamos presente que, el duelo sin resolver está en el origen del trastorno
bipolar afectivo. Cuando una pérdida, después de un tiempo adecuado, alrededor de
seis meses, nos impide seguir disfrutando la vida y lo que encontramos en ella no
nos satisface porque nos hace vibrar, estamos ante un duelo patológico y, en una
situación semejante, podemos esperar una reacción exagerada e inadecuada.
Un hombre vino muy temprano a presentarse en el palacio del profeta Salomón, con
el rostro pálido y los labios descoloridos. Salomón le preguntó:¿Por qué estás en ese
estado? Y el hombre respondió: Azrael, el ángel de la muerte, me ha dirigido una
mirada impresionante, llena de cólera. Manda al viento, por favor te lo suplico, que
me lleve a la India para poner a salvo mi cuerpo y mi alma. Salomón mandó, pues,
al viento que hiciera lo que pedía el hombre. Y, al día siguiente el profeta preguntó a
Azrael: ¿Por qué has echado una mirada tan inquietante a este hombre, que es un
fiel? Le has causado tanto miedo que ha abandonado su patria. Azrael respondió:
Ha interpretado mal esa mirada. No lo miré con cólera, sino con asombro. Dios, en
efecto, me había ordenado que fuese a tomar su vida en la India y me dije: ¿Cómo
podría, a menos que tuviese alas, para trasladarse a la India? Añadió el Maestro:
cuando interpretas de manera equivocada lo que sucede, ¿De quién huyes? ¿De ti
mismo? Eso es algo imposible. Más vale poner uno su confianza en la verdad.
Los duelos nos permiten evaluar nuestra relación con la muerte. Alejandro
Rocamora, psiquiatra, nos dice que, ante el duelo, podemos asumir una de estas tres
actitudes: maníaca, narcisista y salvador. Según este médico, cada una de ellas
refleja nuestra relación con la muerte. El duelo maníaco se caracteriza por la
hiperactividad del superviviente (reformas a la casa, viajes constantes,
multiplicación de actividades) es un deseo inconsciente de evitar la depresión o la
desesperación. Hay una huida permanente. El duelo narcisista se produce cuando la
persona se repliega sobre sí misma, su manifestación es la multiplicación de citas
con el médico, hay una preocupación excesiva por la salud. En el duelo salvador, la
persona se refugia en la religión o en las consultas a espiritistas, en alguien a quien
consultar sobre el destino; de esta forma, se huye del dolor. La muerte, como el
destino, es inevitable. Estamos reconciliados con la muerte cuando vivimos en paz
nuestra vida, cuando aprendemos a integrar las renuncias y, sobre todo, cuando
cultivamos el sentido de trascendencia. La única forma auténtica de vivir es,
reconociendo que, nada nos pertenece, que estamos de paso, qué hay un propósito
que sostiene y valida cada existencia.
Alejandro Rocamora enseña que, “El duelo se podrá resolver más fácilmente cuanto
mejor integrado tengamos todos nuestros deseos y normas, cuando reconozcamos
mejor nuestras propias limitaciones y posibilidades. Por ejemplo, si en la primera
infancia no hemos sabido establecer vínculos sanos, es decir, sentir seguridad en
nuestro mundo interno, habrá riesgos de que en la adultez se produzca un duelo
patológico. La razón es sencilla: de esta forma lo que se origina es una ambivalencia
en el niño, entre lo que siente y lo que percibe desde fuera, que se reproducirá en las
futuras relaciones de adulto”. Recordemos que, en la interacción con el otro nos
vamos percibiendo y dando un valor real a nuestra vida.
Reconciliarnos con las pérdidas significa verlas como algo que hace parte de la vida
normal. La vida transcurre, como lo enseñan diversos autores, entre vínculos y
pérdidas. Nadie está exento de experimentar la separación; de hecho, el nacimiento
es la primera pérdida que afrontamos en nuestra vida. Sabemos que, estamos en paz
con nosotros mismos y con aquellos que han partido de nuestra vida dejando su
huella en nuestra alma, cuando asentimos la vida como es. Para lograr este
asentimiento, es importante, dejar de considerar la pérdida como algo especial que
sucedió en nuestra vida. Al respecto, vale recordar las palabras de Bardakian,
especialista en duelo, que dicen: “No llores porque las cosas hayan terminado, sonríe
porque han existido”
No llores la semilla que caída al borde del camino fue engullida por los pájaros. No
hagas duelo por aquéllas que se secaron al germinar por falta de profundidad. No te
entristezcas por la simiente ahogada entre zarzas y abrojos. Tú, en cambio, alégrate
y celebra las semillas que dieron el treinta, el sesenta, el ciento por uno. Y agradece,
cada día, al sembrador que sale a sembrar sin mirar la tierra en la que siembra
(Antonio F. Bohórquez Colombo sj)Francisco Carmona