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RESPETAR A LOS MUERTOS de Natalia Ginzburg

No le hago ningún reproche a Lorenzo Mondo por haber publicado esas notas de Pavese hace
unos días. Ha esperado cuarenta años antes de publicarlas: finalmente ha pensado que se trataba
de un documento y que los documentos es justo darlos a conocer; de hecho es así. Si las hubiera
encontrado yo, no las habría publicado. Pero mi relación con Pavese era de estrecha amistad.
Habría temido demasiado las reacciones que podían suscitar y seguramente las habría destruido.
No lo sé. De todas formas entiendo a Lorenzo Mondo y no puedo criticarle. Las ha acompañado
con un comentario humilde y discreto. Sin embargo, me duele profundamente la gran polvareda y
el clamor que han provocado. Por esas notas, Pavese ha sido llamado fascista, filonazi. Su figura
pública ha sido apedreada por todas partes. Alguien lo ha defendido. Pero el clamor y la polvareda
han cubierto cualquier argumentación calmada y sensata.

Querríamos que los muertos a los que amamos fueran respetados. Respetarlos significa
abstenerse de someterlos a un proceso inquisitorial. Evitar a su imagen las deducciones malévolas,
los juicios apresurados y concluyentes, el ruido fútil y malévolo de los periódicos. Pero en nuestro
tiempo existe un extraño e insano placer en ensañarse contra la memoria de los muertos. En
desacreditar su vida pública y privada, y su obra, cuando ha quedado alguna obra de ellos. Le ha
sucedido a Hemingway, a Montale, a Felice Balbo y a muchos otros de diferente forma y medida.
Le sucede hoy a Pavese. Primero lo convierten en una especie de estatua admirable e inmóvil y
después la emprenden a pedradas contra ella. En nuestro tiempo, los muertos deben esperarse o
bien las genuflexiones que se tributan a los mármoles sagrados, o bien el olvido o las pedradas. El
nuestro no es un tiempo donde los muertos puedan convivir felizmente con los vivos.

En lo que se refiere a Montale, no hay duda de que actuó mal cuando firmó con su propio nombre
las páginas escritas por otra persona, pero es mezquina, estrecha y polvorienta la furia que se ha
desencadenado sobre este episodio. Hace años, sobre Felice Balbo se construyó un castillo de
oscuras acusaciones totalmente inventadas, urdidas no se sabe con qué fin por alguna mente
perversa. Era de las personas más límpidas que ha existido jamás.

Sobre Pavese no se ha inventado nada. Esas notas existen, escritas de su puño y letra. Pero la vida
de un hombre es vasta, y se compone de instantes de los que no sabemos nada, de actos nobles,
de pensamientos escritos en algunas cartas o en algunos cuadernos luego contradichos por
nuevos pensamientos o por su comportamiento a lo largo de los años. Se compone de culpas, de
remordimientos, de sacrificios y acciones generosas que permanecerán siempre ignorados por
todos. ¿Qué sentido tiene que un ser humano que hasta ayer aparecía sin culpa sea procesado por
quien no lo ha conocido nunca o lo ha conocido poco y mal, o por quien ha nacido después de su
muerte? Y sobre todo, ¿por qué hay ese insano placer en destruir su memoria, en desfigurar su
imagen y hacerla totalmente irreconocible a cuantos la han amado? Estos conservan sus
verdaderos rasgos impresos en los ojos, y sin embargo se sienten perdidos, como si esos rasgos no
hubiesen sido nunca verdaderos.

Pavese murió hace cuarenta años. Los que lo conocieron íntimamente son ya muy pocos: una
mísera minoría. Pocos son capaces ya de evocar su verdadera fisonomía, los gestos, los pasos, la
voz. Un ser humano se compone también de esto: no solo de las páginas que ha escrito o de las
ideas que tenía. Lo más honesto que se puede hacer en relación con un muerto, si era escritor, es
leer sus obras, escrutar su significado y preferir las mejores. De un escritor que está muerto es
importante lo mejor; lo peor hay que dejarlo aparte. Y sin embargo, también lo peor debe
conocerse, indagarse y estudiarse, pero aparte. Y de alguna forma ocurre lo mismo con todo ser
humano: no se entiende bien por qué, pero solo después de muerto, vemos salir a la superficie lo
mejor que tenía y hundirse en la oscuridad lo peor. Y es lo mejor lo que más queremos recordar.

Esas notas de Pavese que se han publicado ahora me han turbado, no puedo negarlo. Sé muy bien
que a veces pensaba y escribía cosas absurdas. Su extraordinaria inteligencia no se lo impedía. De
política no entendía nada, y esas notas son en su mayor parte políticas. No las rompió: nunca
rompía nada. Lo que más me ha herido de ellas ha sido lo que escribía sobre la Alemania de Hitler.
Las atrocidades de los alemanes, dice, no son diferentes de las atrocidades llevadas a cabo en lña
Revolución francesa. Escribía así en 1942, mientras los judíos morían a millones en los campos de
exterminio de la forma que todos sabemos. Entonces, sobre los campos de exterminio no se sabía
toda la verdad, pero sí se sabía que todo lo que estaba sucediendo a los judíos en Alemania era
algo intolerable para nuestro pensamiento.

Sobre el fascismo, sobre Mussolini, sobre la guerra, Pavese dice frases grotescas. Producen una
inmensa rabia, pero quien le conoció recuerda que siempre le gustaba llevar la contraria. Italia
estaba perdiendo la guerra en 1942, y él habla de victoria. Ya no había nadie en Italia que no
augurase el final del fascismo, y él se pregunta si no sería algo bueno. Esas notas no las incluyó en
su diario, pero tampoco las rompió. ¿Quizá pensara que podrían serle útiles para reconstruirse a sí
mismo, en un cierto periodo, para observar un día los recorridos caprichosos de su propio de su
propio pensamiento, para conservar lo mejor de sí mismo?

Pero quien le quiso bien recuerda las frases sobre la Alemania de Hitler con gran turbación.

Sin embargo, quien le quiso bien sigue sintiendo el mismo afecto por él. Estoy de acuerdo con
todo lo que ha dicho Luisa Sturani: era como un niño; por la noche se dormía con una idea y a la
mañana siguiente se despertaba con la idea contraria. Eso es lo que sucede a los niños. Solía
escribir todo lo que se le pasaba por la cabeza. Lo que es indudable es que hasta el final fue un
adolescente. Se condujo en la vida de una forma absurda, con una carga de obsesiones y de
fijaciones que nunca consiguió quitarse de encima; y, como hacen los adolescentes, obedecía a
disciplinas y privaciones insensatas y severas que él mismo se había impuesto.

Consiguió negarse obstinadamente todo lo que deseaba, por una dolorosa dificultad para vivir,
pero también por alguna severa imposición mental: deseaba tener una mujer, una casa, y no las
tuvo nunca. De joven, decía que elegiría como mujer a una chica gris, insignificante, dócil, que
ocupase en su vida poquísimo espacio: “Una mujer que pidiéndoselo, quisiera echar una mano en
la casa”. Son versos de “Trabajar cansa”. Después este sueño lo canceló. Se topaba siempre con
mujeres que lo hacían infeliz: mujeres fuertes, autoritarias, ambiguas, nerviosas, radiantes y
tigresas, pues en realidad amaba el dolor y las tormentas que desencadenaban en su alma. Y sin
embargo, la antigua mujer gris volvía a aparecer de vez en cuando en su imaginación. Las mujeres
estaban en el centro de sus pensamientos: un mundo al que no conseguía acercarse sin fiebre,
dolor y tormento.

Llamarle fascista es una insensatez. Quien lo conoció en vida, quien es capaz de evocar su figura,
sus gestos, su comportamiento, el sentido mismo de su existencia, sabe muy bien que era
exactamente lo contrario de lo que fue el fascismo. Todo cuanto formaba el espíritu del fascismo
se hallaba ausente de su persona.

Él era un hombre esquivo, quisquilloso, amante del silencio y de la sombra. El fascismo era
violento y retórico, vociferante en las calles y en las plazas. Él era solitario y taciturno; e incapaz de
hacer daño a nada ni a nadie.

A la hora de juzgarlo, quien lee estas notas suyas y se indigna por las aberraciones de su
pensamiento, quien lo condena por no haber luchado en la Resistencia y por haberse escondido,
no debería olvidar que siete u ocho años después se suicidó. Y un suicidio tiene siempre infinitas
motivaciones, entre las cuales está presente, siempre o casi siempre, un sentimiento de culpa, una
carga insoportable de remordimientos, justos o injustos, pero siempre desesperados. Por ello,
quien lo condena debería tener en cuenta esto. Ciertamente cada suicidio debe contemplarse
aisladamente, pero observando el suicidio de Pavese me parece que debe desaparecer toda
indignación o cólera y rendirle el respeto que se debe a la desesperación extrema.

A sus amigos, Pavese les dio mucho y les enseñó mucho. Les enseñó o trató de enseñar la seriedad
en el trabajo, el desinterés, la indiferencia por la gloria. Les enseñó la piedad. Quien entonces
sufría alguna desgracia recuerda su dedicación, su generosidad, su gentil e infinita paciencia. A sus
amigos les enseñó también a tener fuerza para soportar el dolor; él no la tuvo, pero sabía que era
necesario tenerla, y de alguna forma se hallaba presente en las arrugas de su cara, en sus modos,
en su paso rápido y solitario. Sin embargo, ninguno de sus amigos lo consideró un maestro de vida
o un maestro del pensamiento: pensaba cosas absurdas demasiadas veces, y lo veían llevar su
propia vida de una forma obstinada, sufriente, tortuosa y torpe. Se gran inteligencia, madura,
complicada y adulta, contrastaba con la inmadurez de su carácter, con la nativa sencillez de su ser,
y nunca le fue de ninguna ayuda en las relaciones con el prójimo, en los senderos de la existencia,
es más, le bloqueó el camino. Fue un narrador y un poeta, es justo y honesto que se le recuerde
así. Y también fue uno de los hombres más apasionados, más humildes y menos cínicos que hayan
pasado nunca por esta tierra.

1990

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