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Peter Conrad

3. SOBRE LA MEDICALIZACIÓN DE LA ANORMALIDAD Y EL


CONTROL SOCIAL

Detenido varias veces por exhibicionismo, un hombre de Baltimore acude al médico


en busca de un nuevo fármaco, Depo-Provera, para el tratamiento de su conducta anormal.
Un conocido cirujano de una ciudad del sudoeste de los Estados Unidos lleva a cabo una
operación psicoquirúrgica en un joven propenso a los estallidos de violencia. Un niño
californiano es llevado por sus padres a una clínica pediátrica debido a su mal comportamiento
en la escuela, se le coloca la etiqueta de «hiperactivo» y se le receta Ritalin para su trastorno.
En una cárcel de la costa este a un hombre se le administra una medicación encaminada a
«aliviar su trastorno anímico» a raíz de un altercado reciente con las autoridades carcelarias.
En Chicago un ama de casa que padece obesidad crónica se somete a una operación
quirúrgica de derivación como tratamiento de su problema. Los científicos de un centro
médico de Nueva Inglaterra reciben una subvención federal de un millón de dólares para que
trabajen en la búsqueda de un agente bloqueador de la heroína que «cure» la adicción a dicha
droga. En todos esos casos se buscan soluciones médicas para problemas de
comportamiento y de anormalidad social. La medicalización de la anormalidad y el control
médico social que la acompaña predominan de forma creciente en las modernas sociedades
industriales.

En nuestra sociedad tanto los que ejercen la medicina como el tratamiento médico
suelen verse como formas de curar a los enfermos y de dar consuelo a los afligidos. Sin duda
estos son aspectos importantes de la medicina. En años recientes la jurisdicción de la clase
médica se ha ensanchado y ahora abarca muchos problemas que antes no eran definidos
como entidades médicas. Recientemente Iván Illich ha calificado este fenómeno de
«medicalización de la vida»1. Aunque hay mucho que decir a favor de este punto de vista (por
ejemplo, la medicalización del embarazo y del parto, la anticoncepción, la dieta, el ejercicio,
las normas para el desarrollo del niño, etcétera), aquí me ocuparé de algo más limitado y
concreto. Mi interés se centra en la medicalización del comportamiento anormal: la definición
y la etiquetación del comportamiento anormal como problema médico, como enfermedad, que
obliga a la clase médica a aportar algún tipo de tratamiento para el mismo. Concomitante con
ello es la creciente utilización de la medicina como agente de control social, típicamente como
intervención médica. La intervención médica como forma de control social pretende limitar,
modificar, regular, aislar o eliminar el comportamiento anormal socialmente definido utilizando
medios médicos y en nombre de la salud.2 El presente capítulo examina sociológicamente la

1
I.Illich, Medical Nemesis, Pantheon, Nueva York, 1976. Véase también Irving K. Zola, «Medicine as an
institution of social control », Sociological Review, 20 (1972), pp. 487-504, y Reneé C. Fox, «The medicalization
and demedicalization of American society», Dædalus 106,1 (invierno de 1977), pp.9-22.
2
Para un análisis conceptual e histórico más completo de la medicalización de la anormalidad, véase Peter
Conrad y Joseph W. Schneider, Deviance: From badness to sickness. C.V. Mosby, Saint Louis, 1980.

1
aparición y desarrollo de la medicalización y del control médico, especialmente en los Estados
Unidos, donde más pronunciado es. Presenta un análisis de la transformación de la
anormalidad de la maldad a la enfermedad y la adopción de un modelo médico del
comportamiento.

Antes de empezar un análisis de la medicalización es importante presentar dos ideas


sociológicas generales que están relacionadas con el argumento que aquí se expone y que
incluyen la construcción social de la enfermedad y la relación entre ésta y la anormalidad.

La construcción social de la enfermedad. ¿Qué son morbo y enfermedad? * A primera


vista parece un concepto bastante claro. Un punto de vista basado en el sentido común
probablemente vería el morbo como algo que existe «ahí afuera», aparte incluso del cuerpo
humano, que puede entrar en el cuerpo y causar daño: de este punto de vista parten las ideas
de evitar los virus, los gérmenes y otros «morbos». Una variante sistematizada del citado
punto de vista podría ser que el morbo es «un proceso destructivo especialmente en un
organismo, con causas y síntomas igualmente específicos».3 A veces se considera que el
morbo es simplemente un apartarse de la salud. La enfermedad, si de algún modo puede
diferenciarse del morbo, se interpreta como la condición de estar afectado por un morbo. Sin
embargo, como argüiré, el morbo y la enfermedad son entidades complejísimas, mucho más
problemáticas de lo que inducen a pensar estos puntos de vista basados en el sentido común.
No pretendo solucionar aquí la antigua controversia académica sobre la naturaleza del morbo
y la enfermedad,4 sino más bien sensibilizar al lector ante cierto número de modos de enfoque
y ante algunas características de las designaciones de enfermedad.

El concepto positivista de enfermedad es el que más se parece al que tiene por base
al sentido común. La enfermedad es la presencia del morbo en un organismo impidiendo el
funcionamiento o el «buen funcionamiento», como dice Leon Kass,5 de los órganos
fisiológicos (en el sentido más inclusivo) del mismo. Esta definición rigurosa y limitadora
incluye solamente como morbos a los órganos que funcionan mal. Sin embargo, existe un
supuesto implícito de la existencia de alguna norma de funcionamiento o de buen
funcionamiento que puede utilizarse como patrón de medida; y existe un supuesto implícito
de que este estado normal podrá reconocerlo el observador médico. Basta pensar en las
polémicas en torno a las amígdalas y la amigdalotomía para darse cuenta de que el buen
funcionamiento de los órganos es un concepto problemático en sí mismo. Y, además, ese
concepto que limita la enfermedad y el morbo al mal funcionamiento de los órganos, ¿incluye
morbos no descubiertos o cambios de órganos que puedan ser adaptaciones a un medio
ambiente -por ejemplo, el rasgo drepanocítico-? Al ocuparse solamente de los estados
orgánicos «objetivos», los positivistas, al menos en teoría, delimitan el concepto del morbo.
Es importante señalar que la mayoría de las dificultades que denominamos «enfermedad

* El autor establece una distinción un tanto arbitraria entre las palabras inglesas disease e illnes. Dado que
ambas se traducen por la palabra castellana “enfermedad”, hemos optado por utilizar el término “morbo” para
traducir la primera y la palabra “enfermedad” para traducir la segunda. La diferenciación que el autor pretende
hacer entre uno y otro queda explicada en el texto. (Nota del traductor).
3
Webster´s New Ideal Dictionary, G. and C. Merriam Company, Springfield, Mass., 1973.
4
Por ejemplo, véase los números especiales de The Hastings Center Studies 1,3 (1973), y The Journal of
Medicine and Philosophy 1,3 (septiembre de 1973).
5
Leon R Kass. “Regarding the end of medicine and the pursuit of health”, The Public Interest, 40 (verano de
1975).

2
mental», especialmente los trastornos funcionales, no concuerdan en absoluto con esta
definición.

Otros han argüido que el morbo y la enfermedad son entidades separadas y que, por
lo tanto, pueden analizarse por separado. Abram Feinstein

conceptualiza el morbo en términos puramente morfológicos, fisiológicos y químicos. Lo que el


médico observa directamente en su diálogo (reconocimiento) y que él denomina enfermedad
consiste en sensaciones subjetivas (síntomas) y en ciertos hallazgos (signos). La enfermedad
descrita es resultado de la interacción del morbo con el anfitrión o persona, haciendo énfasis en
el mecanismo por medio del cual el morbo se desarrolla o produce y se asocia con la
enfermedad6.

Según este punto de vista, el morbo es un estado fisiológico y la enfermedad es un estado


social presumiblemente causado por el morbo. Mientras que el patólogo examina el morbo,
el médico ve solamente los signos y síntomas de la enfermedad y deduce el morbo. Esto
permite, al menos conceptualmente, que haya enfermedades sin morbo y morbos sin
enfermedad. Semejante dicotomía corporal-social tiene la ventaja de permitir el análisis a
nivel tanto fisiológico como social.

En agudo contraste con el punto de vista positivista se encuentra la posición cultural


relativista: Una entidad o condición es un morbo o una enfermedad sólo si como tal es
reconocida y definida por la cultura. Por ejemplo, en una tribu de indios sudamericanos la
espiroquetosis discrómica, enfermedad que se caracteriza por la aparición de manchas de
color en la piel, era tan común que a los que no la padecían se les consideraba anormales y
se les prohibía contraer matrimonio7. Entre los indios papagos del sudoeste norteamericano
la obesidad predomina en casi un 100 por 100. Sin embargo, los papagos no la consideran
anormal; de hecho, a menudo llevan bebés cuyo desarrollo es normal de acuerdo con los
patrones occidentales a la clínica y le preguntan al médico qué le pasa al bebé, por qué está
tan flaco y enfermo. Para los papagos la obesidad no es una enfermedad; pero desde el
punto de vista de la medicina occidental, casi todos los papagos están enfermos. ¿Cuál de
las dos definiciones es más válida? Dubos ha argüido que una condición universal como la
«salud» es un espejismo y que la salud y la enfermedad se ven limitadas por el conocimiento
cultural y las condiciones y adaptaciones al medio ambiente. 8 Ciertamente, esta postura
relativista tiene cierto crédito, quizás especialmente en el caso de lo que llamamos
«enfermedad mental», pero se la critica por minimizar la naturaleza orgánico-fisiológica de la
enfermedad y el morbo. No obstante, los relativistas culturales nos hacen sensibles a la
variabilidad en la interpretación y la definición de los fenómenos fisiológicos.

Si bien todos estos enfoques tienen cierta utilidad y validez en los contextos en los que
se emplean, vistos desde una perspectiva sociológica carecen de un aspecto crucial de la
enfermedad: dan por sentado de qué manera se define algo como enfermedad. La
enfermedad y los morbos son construcciones humanas; no existen sin que alguien las
reconozca y defina. Hay procesos a los que nosotros llamamos morbos, pero esto no los
convierte en morbos a priori. Como señala Peter Sedgwick, la «plaga que afecta al maíz o a

6
Citado en Horacio Febrega y Peter K. Manning, “Disease, illnes and deviant careers," en Robert A. Scott y Jack
D. Douglas, eds., Theoretical perspectives on deviance, Basic Books, New York, 1972, pp. 93-116.
7
Citado en David Mechanic, Medical Sociology, Free Press, Nueva York, 1968, p. 16.
8
Rene Dubos, Mirages of health, Harper, Nueva York, 1959.

3
las patatas es una invención humana, porque si el hombre deseara cultivar parásitos-en lugar
de maíz o patatas-, no habría tal “plaga” sino el forraje necesario de una cosecha de
parásitos»9. Un animal puede estar débil, tener parásitos o sentir dolor, pero ello no significa
en modo alguno que padezca una enfermedad.

Los animales tampoco tienen morbos con anterioridad a la presencia de un hombre en relación
significativa con ellos. Un tigre puede experimentar dolor o debilidad por diversas causas…
Puede ser infectado por un germen, pisoteado por un elefante, arañado por otro tigre o sujeto al
proceso de envejecimiento de sus propias células. No se presenta como enfermo -aunque sí
puede presentarse como sumamente afligido o incómodo- excepto a ojos del observador
humano capaz de distinguir entre la enfermedad y otras fuentes de dolor y debilitamiento. Fuera
de la significación que el hombre da voluntariamente a ciertas condiciones, no hay enfermedades
ni morbos en la naturaleza10.

Si hay, por supuesto, acontecimientos que se producen naturalmente, incluyendo virus


infecciosos, tumores malignos, rupturas de tejidos, constelaciones poco corrientes de
cromosomas, pero estas cosas no son enfermedades ipso facto. Sin el significado social que
los seres humanos les dan, estas cosas no constituyen enfermedades ni morbo. «La fractura
del fémur de un septuagenario no tiene, dentro del mundo de la naturaleza, más significación
que el hecho de que en otoño una hoja se desprenda de su ramita; y la invasión del organismo
humano por gérmenes de cólera no lleva consigo más estampa de “enfermedad” que el
agriarse la leche a causa de otras formas de bacterias.» 11 Por lo tanto, cabría argüir que los
fenómenos biofísiológicos son los que utilizamos como base para etiquetar una condición u
otra como enfermedad o morbo; los fenómenos biofisiológicos en sí mismos no son
enfermedad ni morbo.

Las enfermedades son juicios que los seres humanos emiten en relación con condiciones
que existen en el mundo natural. Son esencialmente construcciones sociales, construcciones
hipotéticas creadas por nosotros mismos. El hecho de que haya un acuerdo general sobre
qué constituye una enfermedad no cambia nada: El alto grado de consenso sobre lo que
«objetivamente» es morbo no es independiente del consenso social que construye estos
«hechos». Para la enfermedad física el consenso es tan extenso, y hasta tal punto se da por
sentado, que nos sentimos inclinados a imputar una realidad independiente de nuestro
acuerdo.12

Como son juicios sociales, las enfermedades son juicios negativos13. Una entidad a la
que se etiqueta como enfermedad o morbo es obviamente considerada indeseable. En el
mundo humano esto es tan cierto en el caso de la tuberculosis o el cáncer como en el de la
enfermedad mental o el alcoholismo. La aberración biológica no es ni necesaria ni suficiente
para ponerle a algo la etiqueta de enfermedad: un jugador de baloncesto que mida más de
dos metros de estatura es biológicamente anormal, pero no está enfermo. La aparición
prematura o tardía de la pubertad constituye una anormalidad biológica, pero sólo a la
pubertad tardía se la considera evidencia de anormalidades y trastornos fisiológicos - como
«retrasos evolutivos»-. Casi todos los trastornos mentales de índole funcional carecen por
completo de evidencia fisiológica -o, en el mejor de los casos, la que tienen es cuestionable-
y, pese a ello, se los define y trata como morbos. En las sociedades occidentales se da por
sentado que la mayoría de las enfermedades tienen alguna base biofisiológica u orgánica - y

9
Peter Sedgwick, «Ilness-Mental and otherwise», Hastings Center Studios 1, 3 (1973), p. 30.
10
Sedgwick, art. cit. en nota 9, p.30.
11
Ibid., p.31.
12
Eliot Freidson, The profession of medicine, Dodd-Mead, Nueva York, 1970. pp., 214-215
13
No se me ocurre ninguna designación de enfermedad que sea un juicio positivo ni ninguna condición de
enfermedad que sea considerada como en estado deseable.

4
así es en la mayoría de los casos -, más no es ésta una condición necesaria para que algo
pueda definirse como enfermedad. Sin embargo, la mayoría de las condiciones fisiológicas
que causan problemas son definidas como enfermedades.

Tal como comenta Eliot Freidson, llamar a algo «enfermedad» en la sociedad humana
tiene consecuencias independientes de la condición biológica del organismo.

...cuando un veterinario diagnostica como enfermedad el estado de una vaca, con su diagnosis
sólo no cambia el comportamiento de la vaca: para la vaca la enfermedad sigue siendo un estado
biofisiológico experimentado, nada más. Pero cuando un médico define como enfermedad el
estado de un ser humano, con su diagnosis cambia el comportamiento de dicho ser: un estado
social es añadido al estado biofisiológico al asignar el significado de enfermedad al morbo.14

Piénsese en lo distintas que son las consecuencias si la incapacidad de una persona se


atribuye a la pereza o a la mononucleosis: si las convulsiones se imputan a la posesión por el
diablo o a la epilepsia; y sí la afición a la bebida se imputa a la debilidad moral o al alcoholismo.
La diagnosis médica afecta el comportamiento de las personas, las actitudes que adoptan
ante sí mismas y las que los demás adoptan ante ellas.

En resumen, la enfermedad es una construcción social basada en el juicio humano de


cierta condición existente en el mundo. En cierto sentido la enfermedad, al igual que la belleza,
depende del espectador. Si bien se basa en parte en los conceptos culturales vigentes sobre
qué es el morbo —y en la sociedad occidental a menudo se basa en fenómenos
biofisiológicos—, este proceso social evaluativo es central más que periférico al concepto de
enfermedad y morbo. De ello se desprende lógicamente que tanto la diagnosis —como
clasificaciones sistematizadas— como los tratamientos se fundamentan en estos juicios
sociales; no se puede separarlos. Del mismo modo que había consecuencias profundas del
reconocimiento de los microorganismos como agentes del «morbo», también hay
consecuencias del reconocimiento de las enfermedades como juicios sociales. Huelga añadir
que la construcción social de la enfermedad correspondiente a la anormalidad del
comportamiento está sujeta a mayor ambigüedad e interpretación que los problemas
manifiestamente biofisiológicos. Bajo esta luz es comprensible que las condiciones definidas
como enfermedad reflejen los valores sociales y el weltanshauung general de una sociedad.

Enfermedad y anormalidad. Como señaló Talcott Parsons en sus clásicos escritos sobre
el «rol del enfermo», tanto la criminalidad como la enfermedad son formas de designar el
comportamiento anormal15. Parsons conceptualizó la enfermedad como anormalidad
principalmente debido a su amenaza para la estabilidad de un sistema social a través de su
impacto sobre el desempeño del rol. Aunque tanto la criminalidad como la enfermedad
constituyen la violación de unas normas —sociales y médicas— y pueden romper la vida
social, las atribuciones de causa son distintas. La anormalidad que aparece como
intencionada tiende a ser definida como delito; cuando aparece como no intencionada tiende
a ser definida como enfermedad. Dado que tanto la criminalidad como la enfermedad son
formas de designar la anormalidad, se hace necesario distinguir entre las dos, especialmente
en relación con los mecanismos de control social apropiados. Es en este sentido que Parsons
desarrolló su concepto del rol de enfermo.
Las respuestas sociales a la criminalidad y a la enfermedad son diferentes. Al criminal se
le castiga con el fin de alterar sus motivaciones y llevarlas hacia el convencionalismo; a la
persona enferma se la trata con el propósito de alterar las condiciones que impiden su

14
Friedson, op. cit, en nota 12, p.223.
15
Parsons, Talcott, The social system, Free Press, Glencoe III,1951, pp. 428-479 (Hay traducción
castellana: El sistema social, Revista de occidente, Madrid, 1976).

5
convencionalismo. Parsons añade que existe para los enfermos un «rol del enfermo»
culturalmente disponible que sirve para legitimar condicionalmente la anormalidad de la
enfermedad y encauzar al enfermo hacia la relación reintegradora doctor-paciente,
minimizando, por ende, su carácter perjudicial para el grupo o la sociedad. El rol de enfermo
tiene cuatro componentes, dos exenciones de las responsabilidades normales y dos nuevas
obligaciones. Primeramente, a la persona enferma se la exime de responsabilidades
normales, al menos en la medida necesaria para que se «ponga bien». En segundo lugar, al
individuo no se le juzga responsable de su condición y no puede esperarse que se recobre
por la fuerza de voluntad. En tercer lugar, la persona debe reconocer que estar enferma es
un estado inherentemente indeseable y debe desear el restablecimiento. En cuarto lugar, la
persona enferma está obligada a buscar y cooperar con un agente competente que la someta
a tratamiento - generalmente un médico16 -. En el rol de enfermo está implícita la idea de que
la medicina es una institución de control social. Como legitimador del rol de enfermo y como
curador que vuelve a colocar los enfermos en sus roles sociales convencionales, el médico
funciona como agente de control social.

A la luz de lo que acabamos de ver resulta significativo observar que, dado que tanto la
criminalidad como la enfermedad son formas, socialmente construidas, de designar la
anormalidad, no debería sorprendernos que haya habido fluidez entre las designaciones de
anormalidades criminales y anormalidades de enfermedad. Una de las principales
preocupaciones de este capítulo consiste en explorar los factores que contribuyen a cambiar
las definiciones morales-criminales de la anormalidad por definiciones médicas. Es de esta
medicalización de la anormalidad de la que nos ocuparemos ahora.

LA MEDICALIZACIÓN DE LA ANORMALIDAD

Los conceptos del comportamiento anormal cambian y lo mismo ocurre con las agencias
que tienen como misión controlar la anormalidad. Históricamente ha habido grandes
transformaciones en la definición de la anormalidad: de religiosa a moral a estatal a médico-
científica. En La división del trabajo en la sociedad Émile Durkheim comentó que a medida
que las sociedades pasan de ser sencillas a más complejas, las sanciones a la anormalidad
cambian de represivas a restitutivas o, expresado de otra manera, del castigo se pasa al
tratamiento o a la rehabilitación17. Junto con el cambio de las sanciones y del agente de control
social se produce un cambio correspondiente en la definición o conceptualización del
comportamiento anormal. Por ejemplo, la afición anormal a la bebida (lo que llamamos
«alcoholismo») ha sido definida como pecado, debilidad moral, crimen y, recientemente,
enfermedad. Desde el punto de vista legal, Nicholas Kitterie ha llamado a este cambio «la
desposesión de la justicia criminal y el advenimiento del estado terapéutico»18. Philip Rieff, en
su estudio sociológico del impacto del pensamiento freudiano, lo denomina «el triunfo de la
terapéutica»19.

En la sociedad industrial moderna se ha registrado un sustancial crecimiento del prestigio,


la dominación y la jurisdicción de la clase médica. Hasta el siglo pasado los médicos estaban
relativamente desorganizados, deficientemente preparados, mal retribuidos y, además,
contaban con unas técnicas y capacidades terapéuticas limitadas. El eminente médico

16
Ha habido cierto número de críticas y modificaciones del papel del enfermo. Véanse, por ejemplo, Gerard
Gordon, Role theory and illness. College and University Press, New Haven, Conn.,1966; Mechanic, op.cit. en
nota 7; Miriam Sieger y Humphrey Osmond, Models of madness, models of medicine. Macmillian. Nueva York.
1974; y Talcott Parsons, «The sick role and the role of the physician reconsidered» Health and society (verano
de 1975), pp. 257-277.
17
Emile Durkheim, The division of labor in society, Free Press, Nueva York, 1933 (1893).
18
Nicolas Kitterie, The right to be different, John Hopkins Press, Baltimore, 1971.
19
Philip Rieff, The triumph of the therapeutic, Harper and Row, Nueva York, 1966.

6
norteamericano Lawrence J. Henderson observó que «en algún momento situado entre 1910
y 1912 en este país un paciente fortuito, con una enfermedad fortuita, consultando un médico
elegido al azar, tuvo, por primera vez en la historia de la humanidad, más del 50 por 100 de
probabilidades de sacar provecho del encuentro» 20. Con el aparente éxito obtenido por la
medicina en lo que se refiere al control de la enfermedad contagiosa 21, el crecimiento de la
biomedicina científica, la reglamentación de la enseñanza y la titulación médicas y la
organización de la American Medical Association como grupo de presión política, el prestigio
de la clase médica ha aumentado. La clase médica domina la organización de la asistencia
sanitaria y goza de un virtual monopolio sobre todo lo que se defina como tratamiento médico,
especialmente en términos de lo que constituye «enfermedad» y de cuál es la intervención
médica apropiada. Como ha señalado Freidson, «La clase médica es a quien primero
corresponde el derecho a la jurisdicción sobre la etiqueta de “enfermedad" y sobre cualquier
cosa a la que la misma pueda pegarse, irrespectivamente de su capacidad para ocuparse de
ella con eficacia»22. Reiff sostiene que el hospital ha sustituido a la iglesia y al parlamento
como centro simbólico de la sociedad occidental.23 Si bien Durkheim no predijo esta
medicalización, puede que en parte porque la medicina de su tiempo no era la profesión
científica, prestigiosa y dominante que es hoy día, está claro que la medicina es el principal
agente restitutivo de nuestra sociedad.

A medida que el tratamiento le gana terreno al castigo como sanción preferida de la


anormalidad, una proporción creciente de comportamiento se conceptualiza como
enfermedad en un marco médico. Como dije anteriormente, esto no causa ninguna sorpresa,
ya que la medicina siempre funcionó como agente de control social, especialmente al tratar
de «normalizar» la enfermedad y devolver a las personas su capacidad de funcionar
socialmente. Desde hace mucho tiempo la salud pública y la psiquiatría se han ocupado del
comportamiento social y tradicionalmente han funcionado como agentes de control. 24 Lo que
es significativo, sin embargo, es la expansión de la esfera donde la medicina funciona ahora
como agente de control social. Como consecuencia de una tendencia humanitaria general,
del éxito y prestigio de la biomedicina moderna, de la creciente aceptación de conceptos
sociales y médicos deterministas, del crecimiento tecnológico del siglo XX y de la disminución
de la religión como agente viable de control, es cada vez mayor el grado de comportamiento
anormal que entra en la esfera de la medicina. Con esta evolución ha venido un cambio en el
concepto de la anormalidad; gran parte de la anormalidad que antes se consideraba como
maldad —es decir, pecaminosa o criminal— ahora se considera como enfermedad. Si bien
algunas formas de comportamiento anormal están medicalizadas de modo más completo que
otras —por ejemplo, la enfermedad mental—, trabajos recientes han señalado una variedad
considerable de anormalidad cuyo tratamiento entra en la jurisdicción médica: alcoholismo,
adicción a las drogas, niños hiperactivos, suicidio, obesidad, delincuencia, violencia,
corrupción de menores, y problemas de aprendizaje entre otras, cosas. 25 Concomitante con

20
Citado en Herman L. Blumgart, «Caring for the patient», New England Journal of Medicine, 270 (1964), p.
449.
21
Para un análisis instructivo del predominio de los cambios sociales en la «conquista» de las enfermedades
contagiosas, véase Dubos, op cit. en nota 8.
22
Freidson, op.cit., p. 251.
23
Reiff, op cit. en nota 12.
24
Para la enfermedad mental, véase Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica, FCE,
México,1967; y Thomas Szasz, Manufacture of madness, Dell, Nueva York,1970; para la salud pública, véase
George Rosen, «The evolution of social medicine», en H. E. Freeman, S. Levine y L. Reeder, eds., Handbook of
medical sociology, Prentice Hall, Englewood Cliffs, Nueva Jersey,1972.
25
Para el alcoholismo, véanse Harrison M. Trice y Paul M. Roman, Spirits and demons at work, New York
State School of Industrial Relations, Ithaca, Nueva York, 1972; Joseph R. Gusfield, «Moral passage: The symbolic
process in public designations of deviance», Social Problems, 15 (1967), pp.175-188; para la adicción a las drogas,
véase Dorothy Nelkin, Methadone maintenance; A technological fix, Braziller, Nueva York, 1973; para los niños
hiperactivos, véase Peter Conrad, «The discovery of hyperkinesis; notes on the medicalization of deviant
behavior», Social Problems 23,1 (1975), pp.12-21, Peter Conrad, Identifying hyperactive children: The
medicalization of deviant behavior, D.C. Heath, Lexinton, Mass., 1976; para el suicidio, véase J. Maxwell Atkinson,

7
la medicalización ha sido un cambio en la responsabilidad que se imputa a la anormalidad:
en el caso de la maldad al anormal se le consideraba responsable del comportamiento, con
la enfermedad no es así, o al menos su responsabilidad disminuye. La respuesta social a la
anormalidad es «terapéutica» en vez de punitiva.26

Cierto número de factores sociales subrayan la medicalización de la anormalidad. Como


comentó el crítico psiquiátrico Thomas Szasz:

Con la transformación de la perspectiva religiosa del hombre en la perspectiva científica, y en


especial la psiquiátrica, que quedó plenamente articulada durante el siglo XIX, se produjo un
cambio radical de énfasis, que pasó de ver al hombre como un agente responsable actuando en
y sobre el mundo a verlo como un organismo sensible sobre el que actúan «fuerzas» biológicas
y sociales.27

Este hecho lo ejemplifica la difusión del pensamiento freudiano que desde la década de 1920
ha tenido un impacto significativo sobre el tratamiento de la anormalidad, la distribución del
estigma y la incidencia de sanciones penales. Kitterie, centrándose en la descriminalización,
afirma que los cimientos del estado terapéutico están en la criminología determinista, que
nace del poder parens patrie del estado (el derecho del estado a ayudar a aquellos a los que
se considera incapaces de ayudarse a sí mismos) y data su origen en el desarrollo de la
justicia juvenil a principios de siglo28. Otros han señalado que la fuerza de las sanciones
informales está declinando debido al incremento de la movilidad geográfica y el descenso de
la fuerza de los grupos prestigiosos tradicionales (la familia, por ejemplo) y que la
medicalización ofrece un método sustitutivo para controlar la anormalidad.29 El éxito de la
medicina en ciertas áreas (por ejemplo, las enfermedades infecciosas) había aumentado las
expectativas acerca de lo que la medicina es capaz de hacer. Obviamente, la aceptación y
denominación crecientes de una visión científica del mundo y el incremento del prestigio y el
poder de la clase médica han contribuido de modo significativo a la medicalización.

Si bien las condiciones mencionadas crearon un clima favorable a la medicalización y


yacen debajo de los cambios actuales de las designaciones de la anormalidad, es importante
delinear de manera más específica las condiciones necesarias para medicalizar el
comportamiento anormal en la sociedad contemporánea. Me apoyaré principalmente en el
ejemplo con el que estoy más familiarizado, la hiperactividad de los niños, para bosquejar
dichas condiciones. Cuando ello sea posible, haré referencia, a fines de comparación e
ilustración, a otras formas de anormalidad.

La hiperactividad es un buen ejemplo, toda vez que es una categoría diagnóstica


relativamente reciente. Fue descrita por primera vez por Maurice Laufer y sus colaboradores

«Societal reactions to suicide: The role of coroners’ definitions» en Stanley Cohen, Images of deviance, Penguin,
Baltimore, 1971; para la obesidad, véase Thomas Szasz, Ceremonial chemistry, Doubleday, Nueva York, 1974;
para la delincuencia, véase Richard Moran, «Biomedical research and the politics of crime control: A historical
perspective», Contemporary Crises, 2 (1977), pp. 335-337; para la violencia, véase Lee S. Coleman, «Perspectives
on medical research on violence », American Journal of Orthopsychiatry, 44 (octubre de 1974), pp.675-687; para
la corrupción de menores, véase Richard J. Gelles, «The social construction of child abuse», American Journal of
Orthopsychiatry, 45 (abril de 1975), pp. 363-373; para los problemas de aprendizaje, véase Peter Schrag y Diane
Divoky, The myth of the hyperactive child, Pantheon, Nueva York, 1975.
26
Muchos han visto esto como un proceso humanitario y científico; a decir verdad, con frecuencia conduce a
un tratamiento «humanitario y científico» en lugar del castigo como respuesta al comportamiento anormal. Sin
embargo, también ha habido críticas de la medicalización; en Kitterie, op. cit. en nota 18; Szaz, op.cit. en notas 24
y 25; Conrad op.cit. en nota 25; y Irving K. Zola, «In the name of health: On some socio-political consequences of
medical influence», Social Science and Medicine, 9 (1975), pp. 83-87.
27
Op. cit. en nota 25, p.149
28
Kitterie, op. cit., en nota 18.
29
Jesse Pitts, «Social control: The concept» en David Sills, ed. International Encyclopedia of social sciences,
n°14, Macmillan, Nueva York, 1968; véase también David Mechanic, «Health and illness in technological societies»
en The Hastings Center Studies, 1, 3 (1973), pp.7-18.

8
como «el trastorno hipercinético del impulsó» en 1957, aunque las raíces de su
«descubrimiento» se remontan a la década de 1930 30. Se la considera un trastorno de
comportamiento de la infancia con una base que se supone orgánica y que, desde el punto
de vista médico, suele etiquetarse como «síndrome hiperactivo» o «disfunción mínima del
cerebro» y tratarse con medicaciones estimulantes. Los síntomas de hiperactividad incluyen
un exceso extremado de actividad motora, falta de atención, desasosiego, inquietud,
impulsividad, cambios de humor, dificultades en la escuela y comportamientos agresivos. En
los Estados Unidos se la considera el más corriente de los problemas psiquiátricos infantiles
y suelen tratarla los pediatras de cabecera; su incidencia se calcula entre un 3 y un 10 por
100 de los niños de la escuela elemental.

LAS CONDICIONES PARA LA MEDICALIZACIÓN DE LA ANORMALIDAD

Un comportamiento o grupo de comportamientos debe definirse como anormal y como


problema que necesita remedio por parte de algún segmento de la sociedad. Como han
señalado en épocas recientes los sociólogos partidarios de la reacción etiquetadora social,
antes de que pueda existir un «comportamiento anormal» es preciso que dicho
comportamiento sea definido socialmente como anormal31. Son muchas las formas de
comportamiento que han sido definidas anormales en una sociedad o época pero no en
otras: la anormalidad es en esencia una definición social. Al igual que la enfermedad, es una
construcción social. Por consiguiente, antes de que pueda medicalizarse la «anormalidad»,
el comportamiento debe ser definido y reconocido como anormal. Sin duda el comportamiento
de tipo hiperactivo ya existía antes de que Laufer y los demás hicieran su descripción
diagnóstica y es probable que, al menos a veces, se le considerase como comportamiento
anormal. Ciertamente, el desasosiego, la actividad extrema, el no prestar atención y el no
estarse quieto se les definía como comportamiento anormal en las aulas y en muchos marcos
familiares.

Además de ser definido como anormal, es necesario que el comportamiento sea visto
como un problema por algunos miembros de la sociedad, generalmente personas cuyo poder
social es mayor que el del anormal. No todas las formas de comportamiento que algunos
definen como anormalidad se consideran como problemas a los que hay que poner remedio;
por ejemplo, la infracción de las «leyes verdes», la cohabitación, algunas formas de
desviación o anormalidad sexual —por ejemplo, la promiscuidad— y el juego no suelen
considerarse como problemas que necesitan remediarse. La homosexualidad sigue
definiéndose como desviación en nuestra sociedad, pero cada vez se la considera menos
como un problema al que hay que poner remedio —por ejemplo, se hacen cumplir menos las
leyes relacionadas con Ios «crímenes contra la naturaleza» y en 1973 la Asociación
Psiquiátrica norteamericana decidió no definirla como enfermedad—. Es necesario que los
que definen la anormalidad como problema que debe remediarse tengan poder para hacer
efectivas sus definiciones. Por ejemplo, si unos estudiantes definieran la fijación de precios y
la obtención de beneficios entre los ejecutivos de las sociedades anónimas como anormalidad
y como problema al que debe ponerse remedio, normalmente no tendrían poder para hacer

30
Maurice W. Laufer, Eric Denhoff y Gerald Solomons, «The hyperkinetic impulse disorder in children’s
behavior problems», Psychosomatic Medicine, 19 (1957), pp. 38-49; para reseñas desde una perspectiva médica
general, véase Paul Wender, Minimal brain dysfunction in children, Wiley, Nueva York, 1971; y Daniel J. Safer y
Richard P. Allen, Hyperactive children; Diagnosis and management, University Park Press, Baltimore, 1976; dos
artículos críticos excelentes son Alan J. Scroufe y Mark Steward, «Treating problem children with stimulant drugs»,
New England Journal of Medicine, 289 (1973), pp. 407-421; Herbert E. Rie «Hyperactivity in children» American
Journal of Diseases in Children, 129 (julio de 1973), pp. 783-789.
31
Véase, por ejemplo, Howard S. Becker, The outsiders, Free Press, Nueva York, 1963; Kai T. Erikson, «Notes
on the sociology of deviance», Social Problems, (1962), pp.307-314: John Kitsuse, «Societal reactions to deviant
behavior: Problems in theory and method», Social Problems, 9 (1962), pp. 247-256 y Edwin Schur, Labeling deviant
behavior, Harper and Row, Nueva York, 1971.

9
efectivas tales definiciones.

Cuando formas previas o tradicionales de control social son consideradas como


ineficientes o inaceptables es probable que aparezcan los controles médicos. Las formas y
métodos de control social cambian. Las personas a las que se tenía por enfermos mentales
eran encadenadas, sangradas, encerradas, sujetas a psicoterapia o a medicación según las
épocas, y todo ello con un objetivo parecido: controlar su comportamiento y minimizar los
trastornos que su anormalidad ocasiona a la sociedad. A los criminales se les ha escarnecido,
ejecutado, encarcelado y, más recientemente, se ha modificado su comportamiento tratando
de minimizar y controlar su anormalidad. La religión fue en un tiempo la fuente principal de
control social con sus confesiones, excomulgaciones e inquisiciones. Durante casi
cuatrocientos años el estado ha sido el más importante administrador del control social. En la
sociedad moderna la medicina se está convirtiendo en una forma cada vez más poderosa y
corriente de control social, especialmente en términos de psicoterapia, fármacos y cirugía. El
desplazamiento del control religioso al del estado y luego al médico y social a menudo se
presenta como una modernización humanitaria de las redes de control social de la sociedad,
pero es más probable que sea el reflejo de los cambios del zeitgeist más que de alguna mejora
progresista.

La medicalización tiene lugar cuando las formas tradicionales o previas de control social
dejan de ser eficientes o aceptables. Es probable que hayan existido algunas formas
«tradicionales» y efectivas de controlar socialmente el comportamiento hiperactivo o
desasosegado de los escolares. La antigua aula escolar, sumamente disciplinada a base de
palo, quizás fuera suficiente para controlar a algunos niños32. Si no daba resultado, podía
sacarse a los niños de la escuela y ponerlos a trabajar. Si bien todavía se aplican castigos
corporales en algunas escuelas, éstos ya no son una de las formas principales de control
social. Resulta relativamente difícil expulsar a un alumno de la escuela elemental; ciertamente
no hay trabajo para un niño de nueve años expulsado de la escuela. Por otra parte, puede
que los niños no dejen la escuela hasta cierta edad (entre los 14 y los 16 años en la mayoría
de los estados), de modo que de alguna manera deben permanecer en ella. Además, existe
una presión muy grande para que sigan en la escuela: no hay duda de que un diploma de la
escuela superior se considera una necesidad mínima para conseguir un puesto de trabajo en
el futuro. Al hacerse inaceptables los controles sociales tradicionales (muchos de ellos
tampoco eran eficientes) a causa de la liberalización general de la experiencia escolar, surgió
la necesidad de formas más nuevas, más «liberales», de ejercer el control social. Muchas de
ellas, pese a resultar útiles a veces, no han sido muy eficientes como formas de control social
en el aula: seguimiento, consejos, psicoterapia infantil o incluso enviar al niño a una
«habitación tranquila». Si bien es cierto que ello no entraña ninguna «conspiración», estos
cambios habidos en la escuela —combinados tal vez con una educación más «permisiva» en
el seno de la familia— crearon condiciones más favorables a la aceptación de nuevas formas
de control. Ejemplo de ello son la popularidad de las clases especiales y de la modificación
del comportamiento en el aula elemental moderna, así como la identificación y el tratamiento
—con medicamento— de los niños hiperactivos.

Aunque no es este el lugar para comentar el control en el aula, con este ejemplo quiero
señalar que los métodos de control social aceptable cambian y, si surgen formas más
eficientes de control, puede que se adopten. El problema de los niños que causan trastornos

32
Mientras llevaba a cabo investigaciones como observador participante en una clínica pediátrica
donde se trataba la hiperactividad, observé que a dicha clínica mandaban, por considerarlos
hiperactivos, a muy pocos niños de las escuelas parroquiales. De hecho, dos niños fueron enviados
por hiperactivos después de su traslado a la escuela pública; otros dos padres estudiaban la posibilidad
de mandar a sus hijos a la escuela parroquial como «tratamiento» para su hiperactividad. Eleanor Maccoby
da cuenta de no haber encontrado niños hiperactivos en las aulas escolares de la República Popular China; cf.
«Impressions from China», Society for Research in Child Development Newsletter (otoño de 1974), p.5.

10
en las aulas de la escuela elemental probablemente ha existido siempre y lo único que es
nuevo es nuestro modo de afrontarlo. En nuestra sociedad los tratamientos (por ejemplo, la
modificación del comportamiento y la medicación) son más aceptables que los castigos.

Para medicalizar la anormalidad es necesario disponer de alguna forma médica de control


social. Si en nuestra soledad es más aceptable el tratamiento que el castigo, las principales
fuentes de tratamiento son la clase médica y el complejo médico-tecnológico de investigación
relacionado con ella. Como es obvio, el control médico como tratamiento no puede sustituir ni
complementar las formas existentes o tradicionales de control social a menos que se disponga
de formas de control social médico. En la actualidad estos controles suelen adoptar la forma
de medicaciones psicoactivas, procedimientos quirúrgicos e ingeniería más vagamente
genética. Con una vasta industria de tecnología médica, incluyendo poderosas compañías
farmacéuticas, dedicada a la investigación, los nuevos descubrimientos en el campo de la
genética y los modernos procedimientos psicoquirúrgicos, a menudo se descubren nuevas
formas de control médico (como tratamiento). Puede que algunos de estos controles médicos
no sean aceptables a juicio de la sociedad; otros sí lo son. Algunos, como el caso de la
metadona, son considerados como panaceas.

En 1937 Charles Bradley observó que las anfetaminas, a la sazón recién inventadas,
ejercían un espectacular efecto «paradójico» al alterar la conducta de los escolares que
mostraban trastornos de comportamiento o tenían dificultades en el aprendizaje 33. Durante
los veinte años siguientes, a pesar de unos cuantos informes concurrentes, esto siguió
considerándose como un hallazgo médico algo esotérico. A raíz de la descripción que del
trastorno hiperactivo del impulso hicieran Laufer y otros, así como de la creciente promoción
por parte de la industria farmacéutica, la hiperactividad y su tratamiento con medicaciones
estimulantes pasaron a ser bien conocidas e identificadas. Al llegar la década de 1970, la
palabra «hiperactividad» formaba parte del vocabulario cotidiano y aproximadamente de
doscientos cincuenta mil a cuatrocientos mil niños norteamericanos recibían tratamiento a
causa de ella.

Es mi opinión que en nuestra sociedad moderna y tecnológica la virtual totalidad de las


nuevas formas de control social serán médicas o se inscribirán dentro de alguna otra
psicotecnología tal como la modificación del comportamiento. Generalmente, estas formas de
control son como mínimo más eficientes que otras y pueden aplicarse en nombre del progreso
humanitario. Por ejemplo, las investigaciones han demostrado que en un 60 o 70 por 100 de
los niños diagnosticados como hiperactivos hay «mejoría», es decir, que el comportamiento
se hace más aceptable desde el punto de vista social. La mayoría de tales controles se
administran como tratamientos médicos: psicocirugía para el comportamiento violento,
Antabús para el alcoholismo, medicación estimulante para los niños hiperactivos, fármacos
psicoactivos para los trastornos mentales, metadona para la adicción a las drogas, selección
genética para los varones aquejados por el síndrome XYY y, lo más reciente: Depo- Provera
para las obsesiones sexuales. El descubrimiento de un mecanismo médico de control puede
ser muy anterior a la medicalización real de la anormalidad; la hiperactividad no recibió su
nombre hasta transcurridas dos décadas del descubrimiento de la forma médica de control.
La disponibilidad del mecanismo de control médico es necesaria, aunque no suficiente, para
que se lleve a cabo la medicalización.

Otro factor que parece ser necesario, al menos en las sociedades occidentales, para la
medicalización es la existencia de algunos datos orgánicos ambiguos sobre la fuente del
problema. Raramente han descubierto los científicos «causas» claras y directas del
comportamiento anormal o, en realidad, de cualquier clase de comportamiento. Los científicos
sociales suelen presentar explicaciones «causales» en términos de variables, correlaciones,

33
Charles A. Bradley, «The behavior of children recieveing benzedrine» American Journal of Psychiatry, 94
(marzo de 1937), pp.577-585.

11
contingencias o condiciones que incrementarán la probabilidad de ciertas formas de
comportamiento. Esta clase de investigaciones suele ser post facto y retrospectiva y, si bien
se utilizan los controles para validar los hallazgos, la aserción científico-social del
comportamiento individual es bastante primitiva y poco fidedigna.

En general, los factores orgánicos o fisiológicos son más específicos y se considera que
proporcionan predicciones mejores que los factores sociales. Puede que ello se deba en parte
al éxito obtenido al descubrir la «especificidad» etiológica de las enfermedades contagiosas.
Sin embargo, a menudo hay zonas grises que también tienen explicaciones causales de
índole fisiológica. Ello ocurre especialmente al inferir conexiones causales partiendo de
variables fisiológicas de ciertas formas de comportamiento. Los datos o las conexiones con
el comportamiento suelen ser ambiguos. A veces se encuentran factores orgánicos o
fisiológicos como correlaciones de cierto comportamiento. Por ejemplo, se ha encontrado un
cromosoma Y extra en un número estadísticamente significativo de hombres internados en
instituciones para locos criminales34; electroencefalogramas anormales en algunas personas
que han cometido actos de violencia; «signos neurológicos leves» en niños hiperactivos.
Estas correlaciones fisiológicas se convierten entonces en explicaciones etiológicas: se
pretende que el comportamiento anormal lo ha «causado» la dificultad orgánica.

En otros casos los datos orgánicos ambiguos dependen en gran parte de un tratamiento
orgánico que como mínimo obtiene algún éxito: la adicción a la heroína y la metadona, las
personas sociopáticas y la epinefrina y la violencia y la psicocirugía. El componente orgánico
se asume a partir del tratamiento. Aunque éste no es el lugar para valorar críticamente estos
hallazgos o tratamientos, cada uno de ellos presenta cierta evidencia, por muy ambigua que
sea, de que un componente biofisiológico es una causa del comportamiento anormal.

Una vez más la hiperactividad puede servirnos de ejemplo. Existen numerosas teorías
biofisiológicas orgánicas acerca de la etiología de la hiperactividad, todas las cuales aportan
cierta evidencia: por ejemplo, las lesiones cerebrales, disfunciones mínimas del cerebro,
dificultades prenatales o perinatales, el temperamento innato, los trastornos genéticos, las
intoxicaciones saturninas y los aditivos alimentarios de la dieta han sido presentados como
causas de la hiperactividad. Cada una de estas teorías cuenta con datos que la apoyan,
aunque ninguno de estos datos es inequívoco; en una revisión reciente se comprobó la
ausencia de datos correspondientes a la organicidad 35. La evidencia real que se utiliza para
hacer una diagnosis también es ambigua y susceptible de ser interpretada de diversas
maneras; muchos hallazgos que se utilizan para postular disfunciones orgánicas se
encuentran también en niños que no son hiperactivos, aunque normalmente con menor
frecuencia. Mis propias investigaciones en una clínica pediátrica me inducen a sacar la
conclusión de que la hiperactividad como diagnosis tiene tanto de fruto del proceso social en
el que se construye la realidad médica como de fruto de cualquier realidad fisiológica
objetiva36. Lo principal no es que no haya un componente orgánico en la hiperactividad (la
evidencia dista mucho de ser completa), sino más bien que para que la desviación sea

34
Richard G. Fox, «The XYZ offender: A modern myth? », Journal of Criminal Law, Criminology and Police
Science, 62 (1971), pp. 1-15.
35
Denis Dubey, tras una valoración crítica de la investigación, concluye: «Tomada en su conjunto, la evidencia
no presta mucho apoyo a la idea de que los factores orgánicos juegan un papel significativo en los problemas de
comportamiento de la mayoría de los niños hiperactivos. Los resultados de los estudios bioquímicos y de los
estudios de complicaciones graves del embarazo y el parto son claramente negativos; los resultados de los
estudios electroencefalográficos y neurológicos son conflictivos; los estudios genéticos se ven plagados de
dificultades metodológicas. Como tal, la suposición de que un niño hierpcinético sufra una disfunción cerebral
mínima o cualquier otra anormalidad biológica no está justificada a falta de datos inequívocos. Para la mayoría de
los niños hipercinéticos no se dispone de tales datos». Dennis Dubey, «Organic factors in hyperkinesis: A critical
evaluation», American Journal of Orthopsychiatry, 46 (abril de 1976), pp. 353-366.
36
Véase «The social construction of hyperactivity: Uncertainty and medical diagnosis», en Conrad, op. cit. en
nota 25, pp.51-70.

12
medicalizada debe haber datos partiendo de los cuales pueda elaborarse la hipótesis de
organicidad.

Antes de que algo pueda medicalizarse, es esencial que la clase médica acepte que tal
comportamiento anormal entra en su jurisdicción. La medicalización no es posible sin la
complicidad o buena disposición de cuando menos una parte de la clase médica. Los
médicos, como fuentes legítimas de definiciones médicas, son necesarios para definir que
una entidad entra en la esfera médica y virtualmente tienen el monopolio de todo conocimiento
o tratamiento que se relacione con la disfunción del cuerpo físico. Puede que sólo un pequeño
segmento de la clase médica considere que la anormalidad entra en la esfera médica, como
ocurre, por ejemplo, con la violencia, pero es necesaria que algunos médicos la acepten
dentro de su jurisdicción. El grado de especialización de la clase médica, las fronteras flexibles
de la medicina y la disponibilidad de fondos para la investigación facilitan la expansión de la
jurisdicción médica.

A menudo hay profesionales de la medicina que actúan como empresarios de la


medicalización. En el caso de la hiperactividad, las investigaciones básicas sobre la diagnosis
y el tratamiento las llevaron a cabo cerca de una docena de médicos y científicos conductistas
(con sus colegas). De este grupo, tres o cuatro —y más tarde otros— publicaron cierto número
de trabajos promoviendo la hiperactividad, exhortando la utilidad del tratamiento médico y
abogando por la identificación y el tratamiento de los niños hiperactivos. Por razones
profesionales, científicas o de otra clase, semejante empresa médica facilita la
medicalización.

La medicalización tanto de la hiperactividad como de la adicción a las drogas fue aprobada


simbólicamente por comités de investigación profesionales. Para la hiperactividad esta
aprobación llegó en el informe presentado en 1971 a la Oficina de Desarrollo Infantil del
Departamento de Salud, Educación y Bienestar; para la adicción a las drogas llegó en un
informe de 1960 preparado por el Comité Conjunto de la Asociación Judicial Americana y la
Asociación Médica Americana. El reciente informe de una comisión establecida por el
Departamento de Salud, Educación y Bienestar, informe en el que se dice que la psicocirugía
tiene «méritos potenciales» sin riesgos «excesivos», es otro ejemplo de ello 37. Esta
prestigiosa aprobación por parte de agendas profesionales y gubernamentales aumenta la
aceptación del comportamiento anormal como problema médico legítimo.

Del mismo modo que la medicalización afecta a la sociedad en general y no sólo a la clase
médica y los anormales, también la sociedad afecta a la medicalización. Yo sugeriría que
cuanto mayor sea el beneficio que de ella obtengan las instituciones establecidas, más
probable es que tenga lugar la medicación. De ello pueden darse varios ejemplos. En la
década de 1960 la adicción a la heroína y, puede que más específicamente, los delitos
cometidos supuestamente por heroinómanos en busca de dinero para mantener su adicción,
se convirtió en un grave problema social. Las formas tradicionales de control, tales como la
cárcel o los grupos de ayuda a sí mismo formados por otros adictos, sólo obtuvieron un éxito
limitado, aparte de verse sobrecargados de trabajo y de resultar relativamente caros. El
mantenimiento de la metadona como tratamiento para la adicción a la heroína (con lo que,
irónicamente, se sustituía una adicción por otra) era en muchos sentidos una forma de control
menos cara, más sencilla y más eficaz. Numerosas instituciones establecidas se beneficiaron
de esta medicalización y, por consiguiente, la apoyaron; los tribunales y las cárceles redujeron
sus contactos con los adictos; la policía y la comunidad, al menos en teoría, tuvieron que

37
Office of Child Development, «Report of the Conference on the Use of Stimulant Drugs in Treatment of
Behaviorally Disturbed Children», Department of Health, Education and Welfare, Washington D.C., 1971; Joint
Committee of the American Bar Association, Drug addiction: Crime or disease?, University of Indiana Press,
Bloomington, Indiana, 1960; Samuel Chavkin, «Therapy or mind control? Congress endorses psychosurgery» The
Nation (octubre de 1976), pp. 398-402.

13
hacer frente a menos delitos «relacionados con las drogas»; los hospitales y centros de salud
mental ahora podían tratar a los adictos empleando medios más sencillos y rápidos; y las
compañías farmacéuticas podían obtener beneficios fabricando metadona.

Los niños agitados e inquietos, que no prestan atención en la escuela y que a menudo se
portan mal y son difíciles de manejar en casa probablemente siempre han existido. No
obstante, medicalizar la hiperactividad es beneficioso para importantes instituciones
establecidas. Ahora las escuelas cuentan con un medio efectivo de reducir los trastornos
ocasionados por tales niños: también las familias tienen menos problemas en este sentido, a
la vez que los padres no tienen motivos para sentirse culpables, ya que se considera que la
causa es orgánica; las compañías farmacéuticas que han fomentado en gran medida el
tratamiento médico a base de estimulantes en el caso de la hiperactividad han conseguido
grandes beneficios (se dice que en 1970 sólo la venta de Ritalin proporcionó trece millones
de dólares) de su fabricación y los propios médicos cuentan con otro medio de «ayudar» a
las familias afligidas a resolver sus problemas internos.

Debería añadir unas palabras acerca de las compañías farmacéuticas. Frecuentemente


son las promotoras de la medicalización: ejemplo clásico ha sido la promoción del Valium, el
Librium y otros tranquilizantes para tratar problemas tan corrientes como la angustia, el
nerviosismo, la depresión y otros. La industria farmacéutica gasta más de un billón de dólares
anuales en promover, principalmente entre los médicos, la prescripción de medicamentos; es
decir, gasta el 25 por 100 del total de dólares obtenidos con sus ventas. Y lo consiguen. En
1974 se extendieron en Estados Unidos 59.500.000 de recetas de Valium haciendo de este
fármaco el más vendido del país38. En lo que atañe a los beneficios, la industria farmacéutica
norteamericana ha sido la número uno o dos durante casi dos décadas.

Cuando una definición y un tratamiento de la anormalidad se institucionalizan, se


desarrollan intereses creados para mantener dicha definición. Fondos para la investigación,
centros de tratamiento e incluso organizaciones burocráticas enteras se organizan alrededor
del tratamiento de la anormalidad. Harrison Trice y Paul Roman dicen que «la industria del
alcoholismo» la forman «aquellos que diseñan y ponen en marcha programas para la
prevención y el tratamiento del problema de la bebida, además de aquellos que intentan
obtener apoyo financiero para los esfuerzos encaminados a resolver tales problemas». 39
Semejantes «industrias», que a menudo están directamente ligadas a la clase médica,
promueven y presionan en favor de su propio concepto y tratamiento de la desviación.

En una época en la que la ciencia y el pensamiento científico son los únicos soberanos
cualquier explicación de la etiología o el tratamiento debe, para ganarse el crédito de la clase
médica y de gran parte del público, ser presentada de manera científica. Sospecho que cuanto
más se acepte esta explicación, especialmente por parte de profesionales y legisladores, más
probable es que se medicalice el comportamiento. Esto es especialmente cierto cuando se
plantea al revés: si una explicación científica es propuesta pero no aceptada o se la considera
esotérica o extremada, la medicalización es poco probable. Las teorías o tratamientos que se
apartan de la corriente principal de la medicina a menudo son vistos con gran escepticismo,
ya se refieran a la relación entre la vitamina «C» y el resfriado común, a la terapia
megavitamínica y la enfermedad mental o los aditivos alimentarios y la hiperactividad.

Aunque la tendencia predominante ha sido la medicalización de la anormalidad, existe un

38
Michael M. Radelate, «Medical hegemony as social control: The use of tranquilizers», trabajo presentado en
reuniones de la Society for the Study of Social Problems, septiembre de 1977: sobre la industria farmacéutica
véase James L. Goddard, «The medical business», Scientific American (septiembre de 1973); y Milton Silverman
y Philip Lee, Pills, profits and politics, University California Press, Berkeley, 1974; sobre la industria farmacéutica
y la hiperactividad, véase Alan Charles, «The case of Ritalin», New Republic (23 de octubre de 1971), pp.17-19; y
Hentoff, Nat, «Drug pushing in the schools: The professionals», The Village Voice (mayo de 1972), pp. 21-23.
39
Trice y Roman, op.cit. en nota 25, p.II.

14
ejemplo instructivo de desmedicalización. La homosexualidad, que estaba medicalizada en
gran parte como enfermedad psiquiátrica, recientemente ha sido desmedicalizada, al menos
de manera simbólica. La desmedicalización oficial tuvo lugar en la convención que la
Asociación Psiquiátrica Americana celebró en diciembre de 1973; los delegados decidieron
que ya no debía considerársela una enfermedad. Si bien los factores que condujeron a esta
decisión son complejos, el agente que la precipitó fue la politización del asunto por personas
del movimiento de «liberación gay». A la luz de lo visto anteriormente, es revelador el hecho
de que la homosexualidad nunca contase con datos orgánicos significativos que apoyasen su
definición como enfermedad40 y que el tratamiento médico no diera unos resultados
demasiado buenos. Es dudoso que se hubiese desmedicalizado de haber existido datos
orgánicos razonablemente convincentes y/o un tratamiento eficaz, como existe, por ejemplo,
en el caso de la epilepsia. Si bien pocos grupos anormales medicalizados han organizado y
politizado la adopción de designaciones de enfermedad, el caso de la homosexualidad es un
ejemplo claro de la naturaleza política de la adopción o el rechazo del modelo médico del
comportamiento anormal.

LA MEDICALIZACIÓN EN LA SOCIEDAD

Como he argüido, la medicalización de la anormalidad y el control social van en aumento


y tienen sus raíces en el desarrollo de las modernas sociedades tecnológicas. Sin duda
alguna, la medicalización no es exclusiva de los Estados Unidos. Los enfoques medicalizados
son corrientes en la Europa occidental e indudablemente se extenderán a medida que la
influencia de la biomedicina occidental y de la industria farmacéutica, multinacional se
propague por todo el mundo. Aunque por razones algo diferentes, la medicalización de los
disidentes políticos como enfermos mentales ya es frecuente en la Unión Soviética y quizás
en otros países también.41

Es justo preguntar qué significa todo esto. ¿Por qué debe preocuparnos la medicalización
de la anormalidad? Aunque un estudio completo de la cuestión queda fuera del alcance del
presente capítulo, es importante señalar algunas de las consecuencias más sobresalientes
de la medicalización. Más allá de la ya obvia y muy significativa observación de que las
definiciones médicas de la anormalidad liberan de la responsabilidad del comportamiento al
individuo, hay otros efectos de la medicalización. El primero es la expansión en apariencia
interminable de la jurisdicción de la medicina, sin tener en cuenta su capacidad para ocuparse
adecuadamente de un problema. Esta expansión se ve fomentada por una industria
farmacéutica poderosa, rentable y expansionista y por una creciente interconexión entre la
medicina y el gobierno. En segundo lugar se encuentra la supuesta neutralidad moral de la
medicina. La medicina se ve influida por el orden moral de la sociedad (como prueba la
diagnosis y tratamiento de la enfermedad de la masturbación en el siglo XIX) y, pese a ello,
se supone que términos médicos como «enfermedad» y «tratamiento» son moralmente
neutrales. No lo son y el vocabulario tecnológico-científico de la medicina a menudo oscurece
este hecho. La medicina refleja el orden moral; de lo contrario, ¿por qué la adicción a la
heroína es una enfermedad, mientras que no lo es la adicción al café? En tercer lugar, la
medicalización profesionaliza los problemas humanos y sociales y delega en los expertos
médicos la atención a los mismos. Hay una dominación y una hegemonía de las definiciones
médicas: con frecuencia se las considera como la última palabra científica. Al medicalizar la
anormalidad, la apartamos virtualmente del reino del debate público y la colocamos en un
plano donde sólo los expertos pueden debatirla. En cuarto lugar, el control social médico
utiliza métodos poderosos y a veces irreversibles para «tratar» el comportamiento anormal.

40
Conrad y Schneider, op. cit. en nota 2, capítulo 8.
41
Véase, por ejemplo, Roy Medvedev y Zhores Medvedev. A question of madness. Random House, Nueva
York, 1972 y Abuse of psychiatry for political repression, vol.II, United States Government Printing Office,
Washington D.C., 1975.

15
Estos mecanismos tecnológicos de control social, ya sean fármacos psicoactivos, cirugía o
intervención genética, generalmente sirven de apoyo al statu quo de la sociedad. En quinto
lugar, la medicalización individualiza las dificultades humanas. Al concentrarse en el medio
ambiente interno del individuo, en gran medida ignora o minimiza la naturaleza social del
comportamiento humano. Como ha comentado Irving Zola, «al localizar la fuente y el
tratamiento de los problemas en los individuos, otros niveles de intervención se cierran» 42.
Aunque esto encaja bien con la ética individualista de la cultura occidental, deforma la realidad
y permite el control social en nombre de la salud.

42
Zola, op. cit. en nota 26, p. 182

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