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Beato Miguel Beato Sánchez

Miguel Beato Sánchez, “Miguelillo”, como le conocían sus paisanos,


nació el 10 de abril de 1911 en el nº 3 de la calle Toledo, en La Villa de Don
Fadrique, provincia y arzobispado de Toledo, situada en el centro de la
gran llanura manchega toledana. Fue el tercero de siete hermanos:
Domingo, su gemelo, muerto a los tres años; Juan y Mª Esperanza,
fallecidos en su juventud de modo edificante, y Mª Teresa, Mª Dolores y
Jesús, que conocieron y pudieron ser testigos de la santidad de su
hermano Miguel.
Esta numerosa familia fue el fruto del matrimonio de sus padres,
Miguel Beato López y Andrea Sánchez Villanueva, quienes se destacaron
por ser humildes y sencillos trabajadores. Buenos cristianos y temerosos
de Dios, dieron a sus hijos una buenísima educación centrada en el amor a
Dios y a la Iglesia, en el trabajo y el sacrificio. Prueba de ello fue que, junto
con Miguel, tres de sus hijas abrazaron la vida religiosa en el Instituto
secular “Alianza en Jesús por María”, movimiento eclesial que, fundado
por el P. Antonio Amundarain en los años veinte, conquistó, por su
carisma de consagración virginal en medio del mundo, los corazones de un
buen grupo de jóvenes fadriqueñas.
Dos días más tarde de ver la luz de este mundo, nuestro mártir fue
bautizado en la Iglesia Parroquial de la Asunción de Nuestra Señora de La
Villa de Don Fadrique. En su misma parroquia completaría la iniciación
cristiana pues, siendo aun muy niño, como era costumbre en la época,
recibió el sacramento de la Confirmación el día 14 de junio de 1916 de
manos de Mons. Juan Bautista Luís Pérez, obispo auxiliar de Toledo y, en
la primavera de 1917, recibiría con gozo por primera vez a Jesús Eucaristía,
a quien amó intensamente desde aquel momento.
El ambiente religioso de toda la familia fue indudablemente buen
“humus” para el nacimiento y desarrollo de la vocación al sacerdocio que
Miguel sintió desde su niñez. Todavía muy pequeño, relata su hermana
Teresa, se advierten en él inclinaciones buenísimas y la vocación
sacerdotal. Para imitar al sacerdote que él veía celebrar la Santa Misa,
formaba en casa diversos altares, se colocaba delante y detrás, a modo de
casulla, dos baberos alargados de los que los niños usaban para comer y,
según él, celebraba la Misa. Sus abuelos y sus tíos, profundamente
cristianos, deseaban tener un sacerdote en la familia. Su ilusión era que el
primer nieto, ya mayorcito (Juan), fuese al Seminario, pero éste nunca
tuvo vocación, y Miguel, que oía decirle a su hermano que fuera sacerdote
y viendo que se negaba a ello, decía casi sin saber hablar “-yo, bela, yo
seré cura”.
La infancia y juventud de Miguel fueron bien aprovechadas en
acumular virtud y ciencia. Aprendió las primeras letras con facilidad,
especialmente el catecismo, pues todo lo de Dios le llenaba de verdad.
Asistía a la doctrina y siempre se distinguió por su aplicación y formalidad.
Nunca le gustó regañar con los niños y, cuando alguno le pegaba o reñía él
se retiraba y a su madre le decía “-Madre, yo huyo”.
Obediente lo fue de una forma excepcional, de tal modo que
prontamente obedecía a su madre y a todos, y se adelantaba incluso a
hacer lo de sus hermanos cuando alguno se rezagaba, y decía “yo lo haré,
madre”. Se puede decir que, a pesar de las cosas de niño que como todos
también Miguel tenía, fue un buen hijo, un buen hermano y un buen
amigo.
Miguel, seminarista
Llegó al pueblo de La Villa un sacerdote joven muy celoso y, viendo
las dotes del Beato, le preparó adecuadamente y lo llevó al Seminario. Y
en esta santa casa de la Imperial Toledo ingresó en 1923, con 12 años.
Primero, en el Seminario Menor “Santo Tomás de Villanueva” y más tarde
en el Mayor de San Ildefonso se distinguió ante todo por su piedad junto
con su aplicación y humildad, obediencia y buen carácter, teniendo
muchísimos amigos que le querían de verdad. Poseía un buen corazón y
rebosando alegría destacaba por su caridad fraterna ayudando
desinteresadamente y en silencio a sus compañeros si alguno lo
necesitaba.
Dotado por Dios de buena inteligencia realizó con éxito académico
la carrera eclesiástica. A lo largo de doce años estudió cuatro cursos de
latín y humanidades, tres de filosofía y cinco de teología, con calificaciones
de “benemeritus” y “valde meritus”. Poco a poco fue recibiendo las
órdenes sagradas en Toledo, siendo Arzobispo y Primado de España el Sr.
Cardenal Dr. D. Isidro Gomá y Tomás: la tonsura y órdenes menores las
recibió los días 20, 21 y 22 de diciembre de 1934 y el subdiaconado el 16
de junio de 1935.
Por lo que nos aportan los datos y fuentes que se conservan en el
Seminario Metropolitano y en el Archivo diocesano, Miguel terminó la
carrera eclesiástica a su debido tiempo, es decir, en 1935, pero no pudo
recibir las órdenes mayores del diaconado y presbiterado hasta pasado un
año por asuntos de quintas. De este modo, librándose del servicio militar
“por estrecho de pecho”, pasó casi un año en espera de ordenarse,
ocupando sus días en el palacio arzobispal dedicándose a disponer
adecuadamente la biblioteca del Sr. Cardenal Gomá, quien le apreciaba
mucho mostrándole su afecto paternal con varios presentes de sus obras.
La Providencia quiso que el Beato Miguel fuera ordenado diacono el
8 de marzo de 1936 y ungido sacerdote de Jesucristo un mes más tarde, el
día 11 de abril cuando contaba 25 años recién cumplidos. En este mundo
no cumpliría un año más, lo esperaba la Virgen en el cielo en pocos meses,
para que allí le ofreciera a Ella, a quien tanto amó en la tierra, las primicias
de su sacerdocio bañado con el derramamiento de su sangre.
Sacerdote “in aeternum”
Aquel 11 de abril de 1936 fue el día más feliz de su vida, pues fueron
colmadas todas sus aspiraciones que se resumían en una, ser todo Suyo y
para siempre. Junto a Miguel, otros tres hijos de La Villa de Don Fadrique
fueron consagrados sacerdotes, dos de ellos, D. Ambenio Diaz- Maroto y
D. Telesforo Hidalgo también fueron martirizados y ahora se encuentran
camino de los altares.
No es atrevido considerar como los piadosos fieles de La Villa
prepararían gozosos, a pesar de la dificultad de los tiempos, las Misas que
estos nuevos sacerdotes del pueblo celebrarían llenos de fervor. A Miguel
le tocó ofrecer por primera vez el Santo Sacrificio el día 21 del mismo mes
de abril, y fue allí, en el altar mayor de su Parroquia natal, y aunque le
acompañaron una veintena de sacerdotes tuvo que celebrar la Eucaristía
“rezada”, sin fiesta exterior, porque algunos sectores del pueblo estaban
un poco revolucionados. Eso sí, al ver colmados sus anhelos celebró la
Santa Misa con muchísimo fervor y alegría. Destinado por Dios al sacrificio
pudo saborearlo desde sus primeros pasos sacerdotales.
Ministerio sacerdotal
Tres días antes de “cantar Misa”, el 18 de abril de 1936, recibió con
sorpresa su primer nombramiento; sería coadjutor de su Parroquia natal.
El Señor le quería mártir en su pueblo, en su misma casa, entre los suyos.
En la foto, bajo estas líneas, el día que canto misa. En el centro, sentado,
esta el párroco. Párroco y coadjutor serían beatificados en Roma el 28 de
octubre de 2007.
Sin demora comenzó su ministerio apostólico con ardoroso celo por
las almas que Dios por medio de la Iglesia le había encomendado. Para
Miguel sólo hay una meta, dar la vida porque otros tengan vida abundante
y con esta pureza de intención trabaja incansablemente con los jóvenes de
Acción Católica, siendo amado y respetado por todos. Atiende con esmero
al numeroso grupo de la juventud católica dividido en secciones femenina
y masculina cuya actividad se deja notar en el pueblo por medio de
conferencias, cultos, veladas teatrales, folletos y, sobre todo, con la
práctica de los deberes religiosos, con retiros y ejercicios espirituales.
No menos interés muestra el Beato por el buen desarrollo de la
catequesis parroquial, fomentando el aprendizaje de la doctrina católica
entre los niños y jóvenes de todas las familias. Los buscaba y recogía por
las calles aun siendo hijos de familias y dirigentes comunistas; en una
ocasión – comenta una de sus hermanas - alguien vio como recogía a uno
de estos niños y sufrió mucho al verlo, pensando que esto le acarrearía
algo desagradable, pero él en ningún momento mostró acobardamiento,
pues buscaba a las almas olvidándose de sí. En el confesionario pasa largas
horas y a pesar de la inexperiencia los que se acercan a pedir a Dios con
humildad el perdón de sus pecados advierten la intuición que como
director de almas posee nuestro mártir.
Se preocupa de que nada de este mundo sea un estorbo a la acción
de Dios en las almas, de tal manera que de madrugada administra la
Sagrada Comunión a los que iban a los campos a trabajar de sol a sol y
visita con frecuencia a los enfermos, crucificados en el dolor, siendo en
todo momento el brazo derecho del párroco y mártir, D. Francisco López-
Gasco y Fernández- Largo.
Los tiempos iban poniéndose muy difíciles en España para la fe
católica. Se declara la segunda República en 1931 y comienza la quema de
conventos, de Iglesias y la profanación de tumbas de monjas y religiosos.
Los graves desordenes sociales y la confusión ideológica entre los sectores
de la sociedad también se dejan notar en La Villa de Don Fadrique, hasta
tal punto que en julio de 1932, tuvieron lugar los denominados “Sucesos”,
con revueltas de tinte anarquista y muertes de algunas autoridades y
fuerzas de seguridad que llegaron a ser noticia nacional. Desde este
momento en La Villa el ambiente está crispado y aunque no hay ataque
directo a la fe católica y a los cristianos hasta el comienzo de la guerra, es
cierto que se vive una situación incómoda constantemente.
El 18 de julio se desata descaradamente la persecución religiosa en
España y por tanto en el pueblo; cerraron la Iglesia y empiezan a
encarcelar a varias personas. Miguel tiene que refugiarse en casa con las
Sagradas formas que el Sr. cura párroco D. Francisco había podido sacar
del sagrario de la parroquia, cuando los milicianos al llevarle a la Iglesia
tuvieron un descuido. Escondido en su casa distribuía la Comunión a las
aliadas y a las personas piadosas. Allí acudían en plena guerra a comulgar,
a confesar y a pedir consejo.
El 3 de agosto apresaron al párroco, Beato Francisco López-Gasco, a
quien asesinaron el día 9 del mismo mes. En apenas una semana se
preparó al martirio de modo edificante. Refugiado en casa del sacristán D.
Buenaventura Huertas, mártir también en proceso de beatificación, se
disponía a la entrega de la vida reservando largas horas para la oración,
incluso impartiendo meditaciones y distribuyendo la Sagrada Comunión a
la familia de D. Buenaventura y a un grupo de piadosos cristianos de La
Villa. Cuando le llegó el momento del sacrificio por amor a Jesucristo
decía: “-Hijos, yo os perdono, matadme a mí, pero que yo sea el último”.
Pero sus intenciones eran bien distintas. El Beato se enteró del
martirio del párroco, a quien profesaba gran respeto y amor filial, y estaba
seguro de que pronto llegaría su turno. Aquí terminaría su dedicación a las
almas libremente, se acercaba la hora del Sacrificio, de la última Misa,
celebrada cuando él mismo ofreciera su vida en la cruz del martirio.
“Que yo sea víctima, jamás traidor”. Prisión y martirio
Siendo el momento de la muerte el punto culminante de una vida
martirial, bastaría para la declaración del martirio el estudio de ese
momento final en sus dos aspectos: objetivo -el hecho de una muerte
violenta- y subjetivo, por ejemplo el “animus” (la intención) del
perseguidor o las disposiciones de las víctimas ante el martirio cristiano
considerado como la aceptación voluntaria de la muerte por defender la
fe de Cristo. Por eso, para probar el martirio es necesario conocer la
actitud de la víctima de frente a la muerte.

En nuestro caso, nos consta por testimonios fehacientes que


Miguel, en los días inmediatos al martirio, estaba dispuesto a afrontar la
muerte y se ofrecía como víctima expiatoria. Teresa Beato, su hermana,
que convivió con él durante los días inmediatos a la prisión y martirio,
afirma que animaba a todos los miembros de la familia y a los fieles que
buscaban en él consuelo.
Todos los días -refiere- rezaba en cruz un padrenuestro y decía: “-
Que yo sea víctima, jamás traidor”. Él se dedicaba a la oración, mientras
de rodillas y con los brazos en cruz rezaba: “-Señor, si necesitas mi vida
para salvar a España, aquí la tienes, que yo sea víctima, jamás traidor”.
Fueron jornadas intensas cuya única ocupación del Beato era orar y
prepararse para ser mártir. Se alimentaba con la lectura de las vidas de los
mártires. “¡Cuántas veces nos decía -comentan sus hermanas- con una
alegría indescriptible!” “¡Mirad como contestan a los verdugos!”.
Una mujer buena del pueblo que vivía muy de cerca el ambiente de
los perseguidores, queriendo hacer bien a Miguel y a su familia fue a la
casa y dijo a las hermanas del mártir que le dijeran a su hermano el cura
que se quitara la sotana y que saliera al campo como quien va a trabajar a
la era para que así no se lo llevaran y poder evitarse que le hicieran algún
mal. Ante esta buena acción Miguel dijo: “-No me la quito aunque me la
tiña en sangre”.
En los días en que estuvo confinado en casa de los familiares, se fue
enterando del martirio del párroco y de otros desmanes de los milicianos.
Cuando supo Miguel que la sotana del párroco servía de mofa para los
milicianos consintió en quitársela, no sin antes haberle preparado un
guardapolvos, pues él no quería quedarse como un hombre corriente, no
quería verse sin su bendita sotana que le gritaba a todas horas que era
sacerdote. Pero… ¡Cuánto le costó!
De la quema de las imágenes y los altares el 28 de agosto, se enteró
el mártir por un monaguillo. ¡Cuánto sufrió! La ceguera y el sin sentido
que promueve el odio hizo que fuera la bendita imagen del Santísimo
Cristo del Consuelo, el patrono de La Villa, de las primeras en ser
profanada. Así le agradecían unos pocos al Santísimo Cristo el milagro que
hacía poco más de una década había realizado librando al pueblo entero
de una sequía que abrasaba los campos y las viñas. Los días siguientes, los
milicianos iban arrastrando por las calles trozos de las imágenes entre
burlas y risas. El Beato decía: “lo mejor que se puede hacer es recogerlo
todo y quemarlo para evitar tanta profanación”. Mientras tanto él oraba,
se sacrificaba y ofrecía su vida al Señor.
Y comenzó la subida al Calvario. La mañana del día 5 de septiembre
de 1936 fue un miliciano a casa de la familia preguntando a Mª Teresa y a
Mª Dolores por su hermano, el cura. Miguel, sin titubeos salió
inmediatamente y en silencio se marchó con él. Al mediodía volvió a
comer a su casa y contó que lo llevaron a la Iglesia junto con otros
sacerdotes hijos del pueblo y señores religiosos para que recogieran los
altares y las imágenes ya rotas y echarlas a un camión para conducirlas a
un descampado y allí, una vez descargadas proceder a su quema. Miguel
comentando estos hechos a su familia les decía “creen que hacemos algo
malo y no saben que lo mejor es quemarlas para evitar burlas y
profanaciones”. Volvió por la tarde y al día siguiente, 6 de septiembre,
también fue a su casa a comer, pero ese mismo día por la tarde comenzó
su verdadero martirio. Su hermana Teresa comenta “ya no le vimos más”.
Como al mismo Redentor, Miguel fue sometido a un interrogatorio.
Entre los milicianos hubo quien preguntó qué se debía hacer con él, a lo
que el Beato se adelanta y les dice “después de trece años de carrera no
hay nada que pensar”. Empiezan las preguntas y él contesta decidido, “Sí,
hay Dios, creo en Dios”. Le quieren hacer blasfemar y él responde “Viva
Cristo Rey”. Le ponen un trapo rojo y se mofan y burlan de él, le visten la
túnica de Jesús Nazareno y un trozo de columna en los hombros (otros
testigos dicen que una cruz), y de este modo, simbolizando al Señor con la
Cruz a cuestas le llevan y le traen haciendo el Viacrucis por toda la Iglesia;
le insultan y desprecian y exhausto cae en tierra. Y así, siendo Miguel
como el juguete de aquellos hombres trascurrió la tarde. Alguien pensó
organizar con él una parodia de procesión que recorriera el pueblo,
incluso vistiéndose ellos con ornamentos sagrados, pero otros se
opusieron. No obstante, todo su deseo era hacerle claudicar y viendo, no
sólo que nada conseguían sino que Miguel estaba cada vez más firme en
su fe pronunciando de viva voz “Creo” y “¡Viva Cristo Rey!”, se lo llevan a
la casa del Marqués de Mudela que hacía de cárcel.
Allí le esperan varios hombres armados de palos con hierros y
plomos en las puntas y formando dos filas, dejan pasar a los otros
sacerdotes y compañeros, sin tocarlos. Al pasar Miguel todos los garrotes
caen sobre él quien secundando al mismo Salvador guarda silencio.
Le toma el jefe de la milicia y comienza de nuevo el interrogatorio
obligando al Beato a blasfemar, pero nada consigue, “¡Creo, Viva Cristo
Rey!”. Todo irritado no puede más y le pone en la boca el cañón de la
escopeta produciéndole un vómito de sangre y en este estado le colocan
en una pocilga, siendo visitado varias veces para hacerle renegar y como
nada logran, se exasperan cada vez más diciendo: “¿Va a poder él más que
nosotros?”. Le obligaron a pisar el crucifijo para que ofendiera al Señor y
de modo heroico y virtuoso se niega rotundamente. Le prometen llevarle
a su casa y salvarle la vida si accede a lo que ellos le dicen, pero nuestro
mártir manifiesta de nuevo firmeza absoluta ante sus insinuaciones.
Verdaderamente confundidos, sus verdugos no comprenden que el
“curilla”, un chico tan joven, de 25 años pueda más que ellos, que no tema
los golpes, los ultrajes, ni siquiera la muerte. De sus labios siempre
brotaba la misma frase “¡Viva Cristo Rey!”, palabras que les
endemoniaban por dentro llevándoles hasta la gran crueldad de cortarle la
lengua con un cuchillo carnicero.
Un testigo, compañero de prisión de Miguel y amigo de su padre así
lo refiere diciendo que fue el mártir mismo quien le hizo saber de esta
crueldad cuando simulando un despiste pasó cerca de la pocilga y
acercándose le dijo: “-Miguel, Miguelillo ¿qué te pasa hijo mío? Di lo que
te dicen si no, te van a matar, lo dices con los labios aunque Dios sabe que
tú no lo dices de verdad, Él no te lo tomará en cuenta”. Pero Miguel -
cuenta emocionado este señor- alzó su vista al cielo y dijo “-No puedo”.
Este mismo señor testifica acerca del estado en que quedó el Beato
después de semejantes ultrajes: “tenía la boca llena de sangre, los dientes
a medio caer, la lengua cortada, estaba todo su cuerpo deshecho. Aunque
medio muerto aun podía hablar y proseguir su camino”.
Al poco tiempo le llevaron la comida y se la pusieron en el lado
opuesto al que ocupaba y al ver que no podía moverse le decían: “-Anda,
llama a tu Dios, a ese que tanto quieres y que te la acerque. ¿Por qué no
viene a ayudarte?”
Los milicianos tenían esperanza de hacerle desistir y confiaban en
que al fin caería por el propio instinto de conservación, por eso no le dejan
de instar y de prometer libertad. Ciertamente no lo acusaban de nada
humano sino tan sólo de la terquedad en confesar sin miedo su fe en Dios.
Más tarde, los verdugos dirán que ellos querían salvarle pero se ganó la
muerte por no ceder.
De día y de noche, unos van y otros vienen, hasta 17 personas
tienen parte en su muerte que se alarga durante tres días. Estando ya
nuestro mártir rendido amaneció el día 8 de septiembre, fiesta de la
Natividad de la Santísima Virgen. Este mismo día al anochecer, al Beato
Miguel lo sacan de la pocilga y lo conducen a empujones a otra habitación;
por el camino le insultan diciendo: “-el de Cristo Rey”. Al entrar ve que le
esperan dentro más hombres, quienes le vuelven a poner un crucifijo para
que lo pise, pero él se resiste y al instante con un puñetazo le hacen caer
al suelo.
Pasados dos días, la mañana del 10 septiembre, una señora muy
buena, llamada Amparo, testigo directo del martirio de Miguel cuenta que
ellos estaban cansados de pegarle y le dieron por muerto pero al oírle
exclamar “-¡Ay Dios mío!” vuelven a descargar sobre su cuerpo tal lluvia
de palos que ya no se le oyó nada más decir: “-¡Ay mi madre”. Era el
último suspiro de un alma cuya vida terminaba en la tierra y comenzaba
en el cielo recibiendo la corona que merecen los mártires del Amor
Crucificado, de Jesucristo y de la Santa Iglesia Católica.
Sepultura, exhumación y traslado de los restos
Según los testigos, los asesinos enterraron a Miguel en un campo llamado
“La Veguilla”, cerca del pueblo, dejándole fuera una mano con el puño
cerrado. Se dice que los perros se la comieron y un buen pastor al
descubrir el cuerpo lo enterró mejor. De hecho, afirma Teresa Beato,
hermana de Miguel, que cuando en 1939 exhumaron los restos mortales
“pudimos ver claro que le faltaba la mano”. Y añade: “Estaba todo él,
hecho una llaga a causa de tantos palos y golpes que le dieron (pero
entero) y su hermana María Dolores, al desprenderle la ropa del costado,
se manchó la mano de sangre viva”.
A los pocos días, en mayo de 1939 los restos del Beato Miguel
fueron trasladados al presbiterio del altar mayor de la Iglesia Parroquial de
La Villa de Don Fadrique, donde reposan actualmente.

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