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Masiel Zagal
Nota: Esta es una autoedición especial realizada en enero de 2021 para la Revista Endémica de
Linares y posteriormente ordenada en este documento, con ilustraciones de distintxs artistas
maulinxs y del mundo. La primera y segunda edición de este libro fueron publicadas en 2018 por
Editorial Pueblo Culto. Todos los derechos liberados.
La autora.
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ÍNDICE
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1
En la medida de lo posible
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Ilustración de Paz Ahumada Berríos, Talca. instagram.com/monospaztilla
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parecer despectivo- llena de lugares comunes. Se podría reafirmar, entonces,
que la Raimunda Basoalto era una muchacha corriente y acorde a su
generación. Hizo su enseñanza media en un liceo técnico profesional y con el
Crédito Aval del Estado estudió Nutrición y Dietética en una universidad
privada. En resumen, la Raimunda era algo así como la nueva mujer
latinoamericana.
¿Qué más puedo añadir que la prensa no haya dicho? No era tan bonita, no
era tan intelectual, tampoco era tan cinéfila. Esto último es importante si
queremos rearmar el perfil que se ha querido construir de ella. La Raimunda
poco sabía de cine, sólo se dedicaba a ver series y documentales. La mezcla
de ambos –de series y documentales- surtió en ella un efecto extrañísimo,
entre catárquico y convulso, y fue lo que la llevó, pienso yo, a hacer lo que
hizo. Entonces eso podemos agregar de ella, capaz: que era una persona
receptiva. Bendita sea la Raimunda.
Como decía, la Raimunda parecía no sentirse llamada a nada pero sin duda
podía ser una mujer enérgica y con iniciativa. Al mismo tiempo que trabajaba
en Santiago, preparó un currículum con experiencias y recomendaciones
poco comprobables y se dirigió a la empresa concesionaria de la cocina del
recinto penitenciario en Til – Til para trabajar en Punta Peuco. Tras
entrevistas con el director, el subdirector, el jefe de personal y el encargado
de área, y después de largas semanas de espera, quedó seleccionada para
estar tres días a prueba como asistente en nutrición.
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El primer día observó y se dedicó a dar, tímidamente, algunos consejos sobre
la alimentación de los reos. Insistió en que debía disminuirse el nivel de sal y
grasas, insinuó que durante la mañana lo mejor era un batido de frutas y
verduras, propuso que los asados de fines de semana fueran protagonizados
por carnes blancas y ni se asomó al salón, desde donde provenían murmullos
y carcajadas por sobre el ruido del televisor encendido.
Esa vez tocaba puré con pollo arvejado. Repita después de mí, le había dicho
antes a Krassnoff: ar-ve-ja-do, no alverjado. Hay que respetar el uso popular,
le habría dicho el torturador y ella dio a su favor, sí, le dijo, tiene razón. Y ya
en la cocina orientó en su preparación. Use sólo aceite de oliva, última vez
que le coloca leche entera al puré, reduzca la sal en una cucharada, para la
próxima temporada compren arvejas y congélelas, no le eche cubo Maggie
por dios ¿quiere matar a estos hombres?, sólo aliños primarios como ajo y
orégano, hay que reducir el ají, aumente el jengibre y el cúrcuma ¿en serio
no conoce sus propiedades?, y de gaseosas nada, y perdone lo enfática,
nada, sólo jugo natural, no necesitan más azúcares que las que tienen las
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frutas, pero puede agregarle estevia. Todo esto yo lo imagino, nadie me lo
contó, no aparece en ningún diario, no se sabrá de nadie más. Trato de
reconstruir la historia con sentido. La Raimunda no era efusiva, pero sí
enérgica, ya lo dije.
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increíble y me habría encontrado de inmediato; en segundo lugar, y la más
importante, porque no estaba ni ahí con hacerla piola’. El fiscal manifestó que
lo anterior da pistas sobre una personalidad convulsa con claros rasgos
psicopáticos, lo que hasta el cierre de esta edición está siendo investigado por
connotados psiquiatras nacionales de Santiago. Según se puede comprobar
en la factura, el veneno fue comprado el mismo día que le confirmaran que
sería puesta a prueba y, tal como se indica en la guía de despacho, llegó a su
domicilio justo el día anterior de ser utilizado.
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nada, nadie sabe cómo ni en qué momento el veneno de ratas fue a dar a la
comida.
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ratas. La Raimunda diría después que le dio rabia. Y ése es hasta ahora el
único móvil que se conoce del crimen: la rabia.
La prensa se obsesionó durante años con la Raimunda, hay que decirlo. Y ella,
aunque nunca fue muy efusiva, se veía que lo disfrutaba. Su rostro, que por
temor al mal uso parecía no haberse usado jamás, en las fotografías revelaba
un nuevo gesto, una expresión graciosa que no era precisamente alegría, me
atrevo a juzgar que era sólo buen humor. Desde un comienzo se convirtió en
una especie de rockstar y siempre afuera del juzgado, e incluso de la cárcel,
hubo seguidores y detractores. Hay poleras con su rostro. Ceniceros también.
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El 13 de septiembre del año 2015, cuando ya llevaba dos años en la cárcel de
alta seguridad y pesaban sobre ella dos cadenas perpetuas, el diario El
Mostrador le hizo una extensa entrevista, la que no transcribiré completa por
cuestión de espacio pero me interesa apuntar algunos comentarios que
llamaron mi atención, como: me sacudió una felicidad inconsolable cuando
supe que habían muerto todos. ¿Por qué lo hiciste?, insistió la periodista
justo después de esa frase. Porque tenía rabia, repitió la Raimunda.
R: En la medida de lo posible.
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2
TIEMPO SAGRADO
Este es un día sábado como cualquier otro. A las seis de la tarde el hermano
Moraga, encargado del grupo de ciclista de la Iglesia Pentecostal Evangelista,
está preparado para acudir al templo. Camisa impecablemente planchada
por su amada esposa, corbata anudada por él mismo con inigualable
destreza, chaqueta escobillada por Pablito, su hijo mayor, calcetines oscuros
emparejados por Raquelita, su hija menor, y el pantalón de tela doblado y
sujeto en la bastilla con una pinza de ropa, estrategia infalible para que no se
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Ilustración de Naira Pérez, Buenos Aires. Instagram @nianimation
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dañara con el andar de su bicicleta pistera. Y su reloj, por supuesto, un reloj
de cadena que suele guardar en el bolsillo superior de la chaqueta, regalo del
pastor de su iglesia como un reconocimiento a su disciplina, santidad y
abnegado compromiso con la congregación. Cada vez que saca el reloj
delante de su familia, se hace un silencio solemne que termina con el
carraspeo de la amada esposa, quien no puede disimular su orgullo por la
autoridad que recae sobre su marido con tal significativo regalo.
Este es un día sábado como cualquier otro. El hermano Moraga avanza por el
camino rural con una satisfacción frecuentemente experimentada: se siente
complacido con la familia que ha formado, a quienes esa tarde ni siquiera
tuvo que levantar la voz. Agradece a dios por haberle dado una esposa tan
cristiana, tan virtuosa, y protégela, Padre, que no la destruya este mundo
traidor, canta mientras avanza en su bicicleta. Piensa en que no le desagrada
en lo absoluto el trabajo que lo mantiene ocupado de lunes a sábado como
cuidador de un fundo, al fin y al cabo eso lo convierte en capataz, le asegura
una vivienda decente y sus hijos heredan la ropa y juguetes de los niños del
patrón. Al pasar por la casa de unos vecinos que capean el calor bebiendo
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cerveza bajo la parra, el hermano Moraga se siente afortunado de haber
encontrado el buen camino a tiempo.
¿Está cansada, mijita? No, hermano, estoy bien. ¿Segura no quiere que la
lleve? No, si a mí me gusta caminar, gracias. ¿Me tiene miedo? No, hermano,
las cosas que dice. Entonces vamos en bicicleta, mejor será, para que usted
alcance al ensayo y yo a la prédica con los ciclistas. El hermano Moraga saca
de su chaqueta el reloj de cadena. Falta un cuarto para las siete, dice, no le
agrada a dios la impuntualidad, tampoco la desconfianza, menos con uno de
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sus siervos más queridos ¿sabe usted por qué tengo yo este reloj? La
muchacha asiente. El hermano Moraga se monta en la bicicleta y la
muchacha se sienta en el fierro. Empiezan a andar.
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https://www.youtube.com/watch?v=RFJjK7BFFFE
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hermano, dice la niña en un hilo de voz. No se asuste, mijita, es para
consolarla. La atrae contra sí. La niña llora. Ya, ya, le dice él, y acerca sus
dientes amarillos a la pequeña boca juvenil. La muchacha lo empuja
suavemente. Perdón, dice ella tratando de reír, es que me asusté. Él se
acerca de nuevo de la misma forma. La muchacha vuelve a empujarlo, ahora
con fuerza. Algo cruje en la chaqueta del hermano Moraga. Palidece. Con
calma saca del bolsillo superior el reloj de cadena hecho trizas.
A las ocho de la tarde de este día sábado el hermano Moraga está sentado en
la primera fila del templo, visiblemente acongojado, con la cabeza gacha y
sosteniendo la mano de su amada esposa. En el coro de la iglesia que da
inicio al culto, una muchacha llora mientras canta.
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4
Ilustración de José Manuel Valencial, Talca. instagram.com/j_m_valenciasalas
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Le preocupaban los portonazos, la pedofilia y el calentamiento global. Le
angustiaban las acusaciones de abuso sexual contra sacerdotes y el asteroide
que se acercaba a la Tierra. Le impactaba y atormentaba que aún se siguieran
encontrando restos de los cuerpos en la Isla Juan Fernández y que nunca más
vería en vivo a Felipe Camiroaga, cuya muerte lloró en silencio aquel día
lunes junto a los animadores que lagrimeaban frente a la cámara.
Así pensaba la señora Norma mirando la tele a las nueve de la noche y así se
lo comentaba a la señora del almacén durante la mañana. Esto no tiene ni
una gracia, le decía la señora Norma a la señora del almacén, es puro
vandalismo a vista y paciencia de todos. Las autoridades no tienen autoridad,
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las fuerzas armadas no están armadas y los estudiantes no estudian. ¿A
dónde vamos a llegar, válgame dios? Ya no hay respeto por nada, estos mal
arriados piden educación de calidad y lo que menos hacen es ir al colegio.
Con lo que costó armar este país. ¿Se acuerda usted de cuando gobernaba el
General? Ahí sí que andaba todo ordenadito pues, ahí sí que daba gusto salir
a las calles pues, tanto respeto, tanta justicia, tanto orden. ¿Se acuerda
usted? Y la señora del almacén nunca opinaba de nada, pero siempre estaba
de acuerdo en todo.
Ese día jueves la señora Norma andaba a las once de la mañana buscando su
pensión. Llovía descaradamente. Pero así como la lluvia no le impidió ir a
hacer la cola a la caja de compensación, tampoco les impidió a los
estudiantes salir otra semana más a la marcha. Se dirigía a tomar la micro
cuando se encontró con la multitud de secundarios, universitarios y
profesores marchando con banderas y carteles empapados, cantando
inarmónicamente ‘vamos, compañeros, hay que ponerle un poco más de
empeño…’. La señora Norma, cuya espalda empezaba a contraerse, las venas
a inflamarse y un ojo a tiritar, evitaba mirarlos. Golpeando impaciente el
suelo con su bastón y con la otra mano sosteniendo un paraguas, esperaba
que se terminara la fila de jóvenes para cruzar hasta la Avenida Dos Sur a
tomar la micro. Pero la columna humana era interminable, más y más
carteles, más y más banderas, más y más voces continuando la canción
‘…salimos a la calle nuevamente, la educación chilena no se vende ¡se
defiende!’.
Entonces a la señora Norma como que le quiso dar algo. Las voces que en su
cerebro la invitaban a distraerse pensando en banalidades, se acallaron y
dieron paso a otras voces más radicales. El que no salta es Pinochet, el que
no salta es Pinochet. Sus puños, como por reflejo, apretaron el bastón y el
paraguas. Cabros de porquería, pensó que pensaba pero lo estaba diciendo. Y
ahí mismo se acercó a la muchedumbre y empezó a dar bastonazos a los
jóvenes que, sorprendidos, le hacían el quite entre asombro, cantos y risas.
Cabros de mierda, decía ella, el general salvó a este país, sin él estarían
haciendo filas para comer. Y dejaba caer el bastón contra quien pasase por su
lado, sea hombre, mujer, profesor, apoderado. ¡Comunistas! ¡Lacras!
Vociferaba la anciana con el bastón en alto a la vez que trataba de mantener
el equilibrio. Resistiéndose al golpe, uno de los manifestantes la botó de un
manotazo. Algunos quisieron ayudarla a ponerse de pie, pero a punta de
bastonazos y paraguazos debieron abandonar su intento. Se acercó un
carabinero a asistirla, recibiendo también la negativa de la anciana, quién le
grito en la cara que ahora los pacos eran niñeras de los revoltosos. A duras
penas y mojada hasta el calzón, se puso de pie ayudada por su propio bastón
y, aún con éste en alto, dejando caer dos o tres golpes más, cruzó la calle
para dirigirse a tomar la micro a la Avenida Dos Sur.
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5
LA ESTATUA
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Ilustración de Paola Alarcón, Talca. instagram.com/mapache_amarillx
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pero firme- los niños también se estresan. La Miss le dice, como hablando
entre dientes, Padre, la Amparo debe estar con el resto de sus compañeros.
Quizás la Amparo deba estar donde se sienta mejor, remata el padre con una
amable sonrisa. Sé que la Miss se muere de rabia y luego me mira de forma
extraña, como hablándome entre dientes con la mirada, como mirándome
entre dientes. Yo le doy la mano al Padre John, que me la aprieta suavecito.
La Miss sigue mirándome, no se rinde. Tampoco yo me rindo y entonces me
adelanto a la frase con la que siempre la despacha el padre: continúe con su
noble labor, profesora. El padre John larga una carcajada y me revuelve el
pelo al tiempo que entra conmigo a su oficina.
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6
PALÍNDROMO
En el café.
A Alan siempre le gustó la farándula y quería una muerte así, quería una
muerte farandulera. Así habla Ana, acomodándose el pelo y moviéndose con
gestos rápidos, siempre moviéndose con gestos rápidos como si estuviera a
punto de irse o acabara de llegar. Yo la oigo bebiendo cerveza y pensando en
lo singular de su nombre, el único nombre capicúa que conozco. ¿No te
parece farandulero su suicidio? Me interpela y yo digo que sí, que claro, que
era evidente, pero en realidad sigo pensando en los nombres capicúa y
empiezo a revolver las letras armando palabras como azevrec, como Nala,
como aludnáraf, como Anifled.
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Ilustración de Paula Espinoza, Santiago. instagram.com/peulesp
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Cabro de miéchica, dice Ana optando por beber al tiempo que meneaba la
cabeza con desaprobación. Miéchica. Acihceim. Ésa ni siquiera es una
palabra. Pero Ana jamás diría un garabato, por eso no pudo decir cabro de
mierda. Adreim. Ésa al menos puede pronunciarse.
-o-
Alan.
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comodidad que por el poder, más apego a los sueños que a la codicia. En el
fondo, o incluso en la superficie, era un romántico. Y de sueños empezó a
hacerse y asirse su vida cuando alrededor de las viviendas asistenciales que
poblaban aquel suburbio se construyeron casonas pensadas en alejarse de la
ciudad, rodeadas de árboles ornamentales para ocultarlas de miradas
intrusas, para evitar el fisgoneo de los pobladores, para marcar un límite.
Ellos sabían a lo que se exponían, pero no lo iban a aceptar. La primera vez
que el Macám entró a una de esas casas fue a la de un parlamentario, se
bebió todo el wisky que tenía en el bar y, ebrio, se durmió sobre un futón. Allí
fue hallado por la nana que cuidaba la casa y posteriormente por la policía.
La segunda vez ingresó a la casa de un empresario de textiles y de allí extrajo
–y logró salir airoso- una bandeja de plata y una cámara fotográfica. La única
foto que logró tomar fue la de su madre mirando confusa la bandeja antes
que los carabineros irrumpieran en su vivienda llevándose, además, las dos
matas de marihuana que con ahínco había cultivado. La tercera y última vez
ingresó a la casa de una jueza, se vistió con su ropa y pintó con su maquillaje,
siendo encontrado así por la misma jueza que lo redujo sin dificultad hasta
que llegó la policía. Ahí se habló de la puerta giratoria, de la temeridad de los
delincuentes jóvenes, de la reinserción social, del centro de niños infractores.
Y fue internado en el Sename.
-o-
En el café.
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reinserción. Él fingía interesarse, pero no se interesaba, dice Ana después de
pedir otra botella de cerveza. Le dimos todo y él no puso nada de su parte.
Este cabro tenía pajaritos en la cabeza y quería ser artista, de eso hablaba
todo el tiempo, de que algún día actuaría en una gran obra. ¡Quería ser
actor! ¿Puedes creerlo? Yo pienso, aunque parezca ridícula, en la belleza de
ese anhelo, pero sólo me atrevo a preguntar, para parecer que estoy de su
parte, ¿y tenía futuro, siquiera? ¿Qué? Se espanta Ana. Talento tal vez tenía,
pero futuro, futuro. Ya ni sé lo que es eso. Sonrío. Ana no me pregunta por
qué sin embargo se lo digo: me gusta que ya no seas tan paternalista.
¿Paternalista? Maternalista, querrás decir, y no, no se puede ser maternalista
con estos cabros que han tenido madres de sobra. Estás agobiada, digo
ofreciéndole un cigarro y sabiendo que lo rechazará. Estoy más que eso, dice
alzando la mano en señal de rechazo, estoy derrotada. De eso te gusta
escribir a ti ¿no? De la derrota. Pienso en pedirle que no me ataque, que sé
que quiere que la convenza de lo contrario, que no busque conflicto porque
me cuesta evitarlo, pero sólo atino a responder que sí, que de eso es de lo
único que se puede escribir.
-o-
Ana.
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razones yo andaba queriendo entrar a las juventudes comunistas para
hacerle oposición a Piñera, Ana era la secretaria política comunal o regional
de la jota y me atendió en su casa. La sede se cayó para el terremoto, me
explicó, pero estamos trabajando exhaustivamente para reconstruirla. No
supe qué decir y probablemente miré la cuidada decoración de la pequeña
casa. Cuéntame, dijo Ana una vez que sirvió el té, por qué quieres sumarte a
la alegre rebeldía. Cómo amaba ese término: alegre rebeldía. Y yo sólo
respondí que no sabía, que de rebelde tenía algo pero de alegre no mucho. Y
ella se rio y me dijo que estaba bien, que no tenía por qué saberlo ahora. Lo
que nos une es que estamos en contra de la injusticia, dijo ella, y ahí
mencionó algo sobre el antimperialismo y sobre el capitalismo que estaba
depredando todo a su paso, todo lo que toca lo destruye, agregó. Hay vida
después del capitalismo, dije yo citando a no sé quién, pero es más difícil
imaginarse fuera de éste que realmente salirse. ¿Tú crees que todo esto es
problema de imaginación? Preguntó ella riendo. Sí, Ana, dije yo nombrándola
de atrás para delante, puede ser un problema de imaginación. Eso es bueno,
sentenció, necesitamos gente creativa en la jota. Y me quedé por un tiempo,
hasta que Ana se tituló de la universidad como una psicóloga destacada,
como una militante disciplinada, como una mujer íntegra que juraba dar la
vida por el partido. Me quedé hasta que fueron Gobierno. Y entonces Ana
entró a dirigir el Sename.
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-o-
En el café.
-o-
Alan.
Para Macám el SENAME no fue una cárcel ni mucho menos un castigo. Allí se
sentía a sus anchas recorriendo el viejo edificio con la misma devoción que
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recorría las lujosas casonas, con la salvedad que no había lujos, pero el hecho
de contar con puertas verdaderas en los baños ya lo hacía sentir confortado.
En el Sename conoció a otros jóvenes infractores cuyas historias delictuales
le aburrían enormemente, cuya adicción al neopren le parecía patética, cuya
falta de higiene consideraba una aberración. Pudo haberse ganado un
sinnúmero de enemigos, sin embargo su histrionismo, negro sentido del
humor y capacidad de burlarse de todos incluido él, le jugaron a su favor el
respeto y cariño no sólo de sus compañeros. Allí, en el Sename, Alan
encontró el amor. No en el sentido filial, sino en los testículos de uno de los
cuidadores que desde un comienzo le dijo ‘yo te voy a proteger’ y nunca
necesitó hacerlo. Ese día fue a él a quien siguió hasta el edificio de la plaza de
armas para encontrarlo, en el despacho del abogado del centro, con los
pantalones abajo y el pene en una boca que no era la suya. Sin preámbulo
subió hasta la azotea y desde allí se lanzó, con los brazos abiertos y sin emitir
palabra alguna.
-o-
En el café.
Lo tenía planeado, estoy segura que lo tenía planeado. Quizás cuántas veces
antes los había visto juntos, averiguó cómo se podía llegar a la azotea, qué
obstáculos debía sortear para llegar a ese costado, cuántos metros separaban
a ese punto de la plaza de armas y cuántos del registro civil, si caería sobre la
calle o sobre la vereda, qué hora sería la más concurrida. Así era él. No era el
tipo de suicidas que tomaría pastillas y se iría a morir sobre la cama. Podría
haberlo hecho en un yacusi, pero debía tener pétalos de rosas. ¿Era gay?
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¿Piensas que era gay por querer pétalos de rosas en el yacusi? No, pienso
que era gay por obsesionarse con su cuidador. No te aventures con esa
historia, no es que quiera ocultarlo, pero no puedo hacer nada con el
funcionario hasta hacer una investigación exhaustiva. Son muchas
investigaciones juntas, la policía no se ha pronunciado y el sumario interno se
demora. Me hace sentido eso que dices, añade cuando ya se hubo cansado
de dar explicaciones que no pedí, eso de la obsesión. A veces pienso que
todas las obsesiones son nocivas.
-o-
Ana.
Sí, Ana era comunista, pero buena persona. Aun así los estados de las redes
sociales profitan moralidad con su nombre dado vuelta. Me gusta igual: Ana
es un personaje. Le carga que le diga esto, le carga que le recuerde que
estudió teatro. Como si ser artista fuera la salvación a algo, dice Ana cuando
le toco el tema, como si el artista de verdad hiciera por el pueblo lo que el
alma hace por el cuerpo. A quiénes han salvado esos alumbrados. Debo decir
que Ana amaba el arte, pero su aversión por los artistas contemporáneos era
clara y alcanzó niveles polémicos cuando en la universidad de Valparaíso se
enfrentó al jefe de la carrera de teatro, lo demandó por acoso sexual y
abandonó sus estudios. Los mesiánicos son los peores, decía Ana cuando
empezaba a hablar de aquello, ¿han visto que en todas las áreas surgen
Mesías? En la religión, el arte, la política. Todos se creen salvadores. ¿Y se
han fijado que son todos hombres? Son ellos los del complejo mesiánico:
Cristo, Hitler, Joyce, Maradona, el Che, Antares de Luz. La Ana era bastante
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feminista para ser comunista. Pero el punto es que era comunista y buena
persona y eso hizo que yo me alegrara cuando llegó a dirigir una carpeta tan
fea, tan añeja, tan manoseada como el Sename.
-o-
En el café.
Por una parte igual fue bueno que se matara ahí y no en el recinto ¿no? Le
digo tratando de animarla como sea. Ana hace una mueca, esa mueca se
transforma en sonrisa, luego pasa a ternura, esa ternura se transforma en
pena, esa pena se transforma en nostalgia y me dice: pero hubiera sido mejor
que no se matara nunca. ¿Por qué, por evitar este caos? Se queda un rato en
silencio y responde que también por eso. También por eso, dice, pero no sólo
por eso. Es difícil de explicar. Ningún joven debería necesitar suicidarse. Ana,
le tomo la mano, si no existiera la posibilidad de dejar de existir, qué
heroísmo tendría seguir vivo. Pero qué existencialista eres, mujer, debe ser
agotador. Lo es, Ana, y es agotador seguir vivo para alguien que nació
excluido y que no tiene muchas opciones. Me gusta cuando te pone
comunista, me sonríe, hubieras sido un buen cuadro si siguieras militando. Yo
no puedo ser un buen cuadro, Ana, yo soy hexagonal. Yo creo que él era feliz
¿sabes?, me insta a retomar el tema, yo creo que él pudo haber llegado a ser
feliz, pero tomó una mala decisión. Obsesión, decisión, estamos usando
palabras horribles. Piénsalo de este macabro pero optimista modo: tomó la
mejor de las malas decisiones, Ana, la que no le traerá ninguna consecuencia.
Eso es lo terrible, mujer, eso es lo peor.
-o-
33
Alan.
Había visto una fotografía llamada ‘la suicida más hermosa del mundo’ y
aparecía una mujer que se lanzó de un décimo quinto piso, cayó sobre una
limusina y su pose era de serenidad absoluta, con elegancia y belleza. Él solía
preguntarse si ella sabía que iba a morir bella, si midió el riesgo de lanzarse
de un décimo quinto piso y quedar molida, con la cabeza partida, con la cara
reventada, con las piernas rotas, con la falda en la cintura. Se preguntó si ella
llegó a pensar que moriría bella, si llegó a desear morir bella. De todos modos
se había pintado los labios.
La vio en una revista que tenía la recepcionista del centro y arrancó la página.
La andaba trayendo doblada en su billetera y producto de los dobleces ya no
se percibía la belleza de la mujer, pero el título seguía siendo el mismo: “La
suicida más hermosa del mundo”. Los edificios altos le llamaban
poderosamente la atención: allí arriba podía pasar cualquier cosa, ya sea
engendrar una vida o provocar la muerte. Y ambas eran posibles para el
Macám, que palpó por última vez el papel cuché de la revista esa tarde que
decidió seguir a su cuidador.
-o-
En el café
A Alan siempre le gustó la farándula y quería morir así, quería una muerte
farandulera. Pero ahora no puede disfrutar de eso. No tiene sentido haber
sido portada de diario si él no puede verse y si en unos meses nadie lo
recordará. Capaz que ni yo lo recuerde. Así habla Ana moviéndose con gestos
rápidos y yo no sé qué decir para consolarla, porque estoy dudando de que
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necesite consuelo y sólo logro decir que quizás a él no le importaba tanto y
que, de todos modos, no faltará quien hable de él, que siempre quedará en la
memoria de la ciudad el suicidio de un joven en pleno centro. No, mujer,
insiste terca como siempre, su muerte no le servirá a nadie. Quizás después
habrá una obra de teatro, así como del caso de la Calchona, le digo, al fin y al
cabo es una historia interesante. Eso es puro morbo, dice sirviéndose
cerveza, aunque es lo único a lo que estos cabros pueden aspirar: al morbo
de las páginas policiales. El Sename es una página policial, Ana, siempre lo
supiste.
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7
TÚ CONOCES A ONETTI
a C. Nail
Todo empezó con la visita que le hice a la profesora hace como un mes. Para
ser franca no es que fuera a visitarla por voluntad, ella me llamó para que lo
hiciera e, igual que las veces anteriores, me hice la desentendida un par de
días hasta que me pesó la conciencia: le tenía cariño y agradecimiento a
pesar de su carácter frenético y agotador.
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Ilustración de Carolina Medina, Dublín, Instagram.com/crayolinailustration
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Se había accidentado y estaba usando bastón y bota ortopédica. ¿Te parezco
patética? -dijo apenas saludó- debiste haberme visto con yeso y saltando
entre dos muletas. ¿Cómo le fue a pasar esto?, pregunté sorprendida y
culpable de no haberme enterado antes. La única pregunta es qué voy a
hacer con esto, reflexionó enfática mientras se dirigía a la cocina. Perderé
todo el primer semestre en la universidad, quizás pierda más. Los jóvenes no
saben lo que tienen. No entendí la última frase, aun así le hice ver que
hablaba como si tuviera 80 años, que la recuperación sería lenta pero no
eterna, a lo que respondió que a esta edad todo era lento y el resto era
eterno. Hacía preguntas de buena crianza mientras se afanaba en el café,
pero se quejaba tanto que tuve que terminar de prepararlo yo.
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solo coge una bolsa y la coloca en la cabeza de la mujer vieja y fea para no
verle el rostro, pudiendo por fin llegar al orgasmo. La noche siguiente o
quizás noches más tarde, la profe no lo recordaba, el hombre triste y solo
volvía a verse atormentado. La mujer vieja y fea, para consolarlo, hace un
gesto aún más noble: lo invita al acto sexual con la bolsa ya puesta en la
cabeza. El hombre triste y solo, que también podía ser buen tipo, le quitó la
bolsa, le besó la frente y se fue. Eso recordaba ella. Dime de qué libro es, me
insistía en esa ocasión, tú has leído lo suficiente, tú deberías saber, tú quieres
ser investigadora, aunque yo te prefiero escritora. Me tuvo una tarde entera
escuchando la misma historia y añadiendo detalles insignificantes que
recordaba. Ella había decidido que era mi misión resolver su inquietud. Sólo
debes enfocarte en literatura latinoamericana de mitad de siglo o, me parece
más probable, de segunda mitad del siglo XX. No era del boom. Y lo anotaba
en un post-it para que no se me fuera a olvidar. Me llamaba semanalmente,
quería saber si lo había encontrado. Recuerda, insistía, literatura
latinoamericana, quizás argentina, quizás uruguaya, parloteaba a través del
teléfono. Hasta que tuve la genial idea de decirle que el libro era de Juan
Carlos Onetti, que se llamaba El viento sobre San Ricardo, que había sido
edición limitada y que seguramente ella lo leyó de una biblioteca pública
cuando las bibliotecas públicas del Cono Sur se aliaron para compartir sus
autores, pero que sería difícil conseguirlo de nuevo. A la segunda vez que lo
mencioné, se resignó. Por aquel tiempo yo venía recién saliendo de
pedagogía y ella había sido mi profesora de literatura. Siempre me tuvo
aprecio, yo creo que porque era la única que estudiaba con beca, y al poco
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tiempo me contrató como su ayudante. Ahora habían pasado los años y
seguía llamándome, casi siempre para cosas de ese tipo.
¿Sabías que Piglia es plagiador? Insistió apenas me vio aparecer con las tazas
de café. Me quedé callada. Quizás sí, dije al rato, o no en realidad. ¿Sí o no?
No, es demasiado famoso para ser plagiador. Pero te hablo de un plagio
romántico e inofensivo, endulzó forzadamente la voz y sonrió como
buscando complicidad. Los escritores suelen hacerse guiños y referencias
entre ellos, eso no los convierte en plagiarios. Claro que no, lo que los
convierte en plagiarios es el plagio. Quise distraerla con preguntas sobre su
pierna pero de un manotazo al aire desechó el tema.
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Me prestó el texto de Piglia y me indicó lo subrayado, como para
convencerme de su veracidad, mientras volvía a hurgar en otras pilas de
libros, continuando la perorata de la investigadora, hasta dar con uno
amarillo de Jack Kerouac. Sin ninguna dificultad encontró la página y el
párrafo, a pesar de no tener allí más marcas que las que deja el manoseo de
haber sido leído una y otra vez. Todo este tiempo –leyó la profe en voz alta-
Dean le decía a Marylou cosas como éstas: -Ahora, guapa, estamos en Nueva
York y aunque no te he dicho todo lo que estaba pensando cuando cruzamos
Missouri y especialmente cuando pasamos junto al reformatorio de
Booneville, que me recordó mi asunto de la cárcel, es absolutamente preciso
que ahora pospongamos todas aquellas cosas referentes a nuestros asuntos
amorosos personales y empecemos a hacer inmediatamente planes
específicos de trabajo… -Y así seguía del modo en que era aquellos primeros
días.
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-…una especie de recurso literario que permite copiar con estilo.
-Hay que conocer muchos más que eso para saber si es plagio o no- dije
apenas me asomé con los cafés- Haberse leído entera la obra de Piglia,
estudiar la relación que tenía con los beat, buscar otras similitudes en ambas
obras.
-¿Debo?
Entonces ahí me rebelé. No estaba dispuesta a aceptar. Juro que dije que no,
pero ya no estoy tan segura.
-Mire -recuerdo que le dije- que conozca a Onnetti no tiene nada que ver con
este asunto. Que sea investigadora no significa que investigue cualquier idea
que me den. Si no soy escritora no es asunto suyo. Y por último, profe,
recuerde que hace años que dejé de ser su asistente- Se lo dije con rabia
contenida, pero una rabia respetuosa al fin y al cabo.
41
Yo no estaba segura de la reacción que ella esperaba de mi parte, sólo que ya
había considerado mi poco entusiasmo como posibilidad. No es que la idea
no me atrajera (se me hacía agua la boca solo pensarla), sino que no podía
concebir volver a sus llamadas semanales, quizás diarias, preguntando cómo
iba la investigación, pidiendo los pormenores, sugiriendo reescribir, como esa
patrona complaciente que nadie quiere tener.
-¿Usted sabe mejor que yo que todo esto puede ser una intertextualidad
obvia, cierto?
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gruñera que eso no era asunto suyo y que el horóscopo decía que no había
nada más contraproducente que hablar de pega con amigos y familia. Sentí
escalofríos después de esos dos sustantivos. Me contó los resultados de la
resonancia magnética, cada una de sus sesiones de kinesiología y que le
habían enviado unas postales tan feas que tuvo que echarlas a la basura.
Corté convencida de que el accidente le había afectado más de lo que ella
creía y sentí un breve temor por lo que podría venir.
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una viga a la vista del techo –ahí mismo donde la estaban velando-, desnudo,
frío, con un pie fracturado, balbuceaba la hermana. No dejó nota suicida,
aunque sí dejó corriendo un disco de blues, que podría darse para algo
interpretativo, añadió. Pensé en la carta del suicida de Nicanor Parra y
reprimí un comentario desubicado. La policía sospecha, continuaba ella
hablando, no es que sospeche, se corregía luego, o ellos no hablan de
sospecha, ellos dicen que es investigación de rigor, dicen que es raro por eso
de la muleta y la bota ortopédica, porque cómo se iba a colgar, además que
por qué, eso dicen ellos y yo digo lo mismo, por qué, suspiraba la hermana.
¿Usted sabe qué razón pudo haber tenido para suicidarse?, preguntó de
pronto, como si me conociera de toda la vida. Me encogí de hombros y
reprimí otro comentario, esta vez sin disimularlo. Dígame, insistió, aunque
sólo sea una idea, dígame. No era una invitación, era más bien una súplica
tirana. De pronto me empecé a sentir aterrada, aunque sólo estaba nerviosa.
¿Para molestar?, me aventuré mirándola de reojos. La hermana de la
profesora pareció no comprender al comienzo, luego fingió ofenderse o
quizás sí se ofendió. Quise explicar, pero ya se había alejado.
Entonces me fui.
Fue al día siguiente del funeral cuando me llegó la primera carta. Era de ella,
lo supe apenas la recibí, aunque en todo momento traté de no reaccionar
con demasiada alarma. Decía “1- Creo que Ratliff es el camino complaciente,
no te dejes engañar” y nada más. ¡Qué mierda! Apenas calmé los temblores
decidí que esto tenía una explicación lógica: había sido fechada el mismo día
de su muerte; la escribió, la envió y se mató, en ese orden. Pensé que era
mejor esperar. Pensé que si la profesora hubiese dejado una carta suicida
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dirigida a quién sea, la policía querría verla. Pensé en llamar a la policía.
Pensé que era mejor esperar.
Al día siguiente llegó la segunda carta. En cierto modo la esperaba. Esta vez sí
llamé a la policía, que después de 40 minutos de preguntas sin sentido, optó
por llevarse ambas. “2- Silvia Vélez. Mujer talquina, novia de Joaquín Edward
Bello, fue humillada en público por usar una vereda reservada a la
aristocracia local”, algo así decía, no tengo la original. Me declaré
desconcertada. ¿Qué tenía que ver Silvia Vélez con el plagio de Piglia? Hay
palabras que no deberían decirse juntas, repitió la profe en mi cabeza. Nada,
no tenía que ver nada, sólo era una nueva divagación o descubrimiento suyo
que quería que yo trabajara. Por eso llamé a la policía, para denunciarla, para
detenerla.
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La cuarta carta llegó con un día de desfase, sin que yo me haya hecho
ilusiones de que se detendrían. “4- Es un hombre aislado en la precordillera
maulina que está a punto de morir. Es de madruga y desde hace horas que
está sufriendo un dolor de muelas abrumador, el consultorio más cercano
queda a 13 kilómetros, no hay locomoción ni vecinos cerca, se ha acabado el
aguardiente, se ha fumado el último cigarrillo y se ha consumido la última
braza en la cocina de humo. La máxima expresión de la desesperación y la
miseria puede tener un solo resultado: un suicidio heroico como último
vestigio de dignidad. Retómalo”. Esa historia la contó cuando era mi
profesora en la universidad, no dijo si era ficción o realidad, pero cada uno de
nosotros tuvo que escribir un cuento sobre eso. Finalmente dijo que tuvo que
declarar la evaluación desierta, porque si nos colocaba nota no habría ningún
azul. Luego habló del sentido de la estética. Siempre esperé que, aparte, me
hiciera un comentario positivo sobre mi trabajo, pero no sucedió. Quizás esta
era una de sus formas de hacerlo. Coloqué la carta en la pizarra de corcho y
hurgueteé en mis carpetas hasta dar con el cuento que escribí en aquella
ocasión. Lo releí.
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entregan al funcionario correspondiente y se repartían a domicilio, y que no
se cansaba en bicicleta, más bien la disfrutaba, y sonrió. O sea, me acomodé
en el umbral de la puerta para parecer distendida, ¿las cartas usted las recibe
de otro funcionario, no del remitente? No vemos al remitente, contestó
secamente. ¿Nunca?, insistí. La correspondencia viene de distintos lugares de
Chile y el mundo, nunca vemos al remitente, repitió, y cerró la reja del
antejardín por fuera.
Esta vez la glosa –porque sólo se remitía a un post-it pegado dentro del
sobre- decía: “5- Al fin y al cabo todos estamos escribiendo el mismo libro”.
Lo pegué en la pizarra y salí a caminar.
La sexta carta era larguísima, aunque no era una carta en estricto rigor, pero
así prefiero llamarle para mantener la mística aunque con cierta distancia. No
iniciaba con ‘espero que al recibo de la presente te encuentres bien’, pero de
todos modos iba dirigida a mí. Era igual que las demás, sólo que ahora eran
seis hojas arrancadas de una libreta con diseño arabesco. Decía así: “6- Hace
algunos años leí sobre un gueto del que no se sabe nada, del que los líderes
nazi sintieron tanta vergüenza que destruyeron todo vestigio y borraron toda
huella, no por temor a la justicia sino a la humillación. Por supuesto que no
hubo ningún judío sobreviviente. La única persona que habló de esto fue un
ex soldado nazi que, antes de ser ejecutado, le contó esta historia a un
compañero de celda, éste más tarde se la contó a un guardia, éste se la contó
a alguien que resultó ser periodista o que después se la contó a un periodista,
el que decidió escribir una crónica que no le permitieron publicar en los
medios oficiales por falta de pruebas, lo que me parece paradójico y de una
oscura ironía, pues la falta de prueba es la mayor prueba de que la historia
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sucedió como se cuenta. Yo la leí en un medio informal, de esos que pululan
en la web, y me pareció de una belleza dolorosa. Este gueto, según cuenta el
medio, estaba ubicado en el sureste de Polonia y no era más pequeño que el
de Lotz. Funcionaba igual que todos, con diminutos o amplios departamentos
donde se hacinaban las familias, con otros seres aún menos afortunados que
debían vivir en la calle, con niños y ancianos muriendo a la intemperie, con la
gente haciendo su vida entre cadáveres. Los soldados en un principio no
intervenían mucho, la vida y la muerte era solo un devenir. Pero
indefectiblemente las cosas llegaron a un punto álgido, la solución final había
empezado a ejecutarse y el gueto debía ser liquidado. Aunque, ojo, era todo
tan burocrático y los campos de concentración y exterminio estaba tan
copados, que el gueto del que hablamos no podía ser desalojado en cualquier
momento, por lo que los nazis andaban histéricos y mataban a uno que otro
producto de los nervios. Eso pasó en todos los guetos de esa época, pero se
cuenta que un anciano inválido que estaba en este recinto, un anciano judío,
claro, y con una familia bien constituida, tenía entre sus pertenencias un
frasco de cianuro (u otro veneno, no me queda claro), le cuenta a sus hijos el
uso que piensa darle a éste, les dice que dios los ha abandonado y que si ya
no pueden defender sus vidas entonces defenderían su dignidad. Quién sabe
a qué le llamaban dignidad en aquella época. Lo cierto es que primero
deciden sacrificar a un gato, al que quizás llevaron más por sentimiento de
pertenencia que por real cariño, para de esta forma evaluar qué tan efectivo
era el veneno y calcular la dosis suficiente. Afortunadamente el pequeño
animal cayó muerto apenas probó el cianuro (o lo que sea) y así los hijos
dedujeron o uno de los hijos dedujo que con ese frasco –no más grande que
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un frasco de mermelada artesanal de supermercados, imagino yo- tendrían
no sólo para todo el apartamento, sino para todo el gueto. El anciano padre
se mostró escéptico y protestó que se trataba de morir con dignidad, sin
siquiera una convulsión, y que no compartiría el veneno si la dosis no le
garantizaba aquello. Entonces toda la familia puso los ojos en el querido gato,
que con apenas una lamida del letal polvo se había desplomado sin ningún
agónico maullido, y se convenció de su eficacia y suficiencia. Te preguntarás
cómo sé yo, o cómo supo el periodista o incluso cómo supo el soldado nazi
que la familia miró al gato y la respuesta es bastante obvia: era su conejillo
de indias, tenían que vigilarlo. Ahora que has dejado de interrumpirte con
estúpidas interrogantes, continúo: Al siguiente día distintos miembros de esa
misma familia empezaron a hablar en voz baja con otros habitantes del
gueto, estos otros con otros y estos con otros, hasta que el veneno se
repartió entre todos ellos. El mensaje era claro: apenas hubiera una señal,
por mínima que parezca (vaya a saber una lo que para ello era mínimo), de
deportaciones o exacerbación de la violencia, cada uno tomaría su dosis
asignada de veneno y le daría otra a niños, enfermos y mascotas, si
alcanzaba. El otro mensaje, axiomático al anterior, era destruir o dañar las
pertenencias de cada quien, para que los nazis no obtuvieran nada de ellos. Y
ese momento no tardó en llegar. De hecho todo indica, según apunta el
reportaje, que fue la noche siguiente a la repartición del cianuro, a la hora de
la cena, cuando los soldados irrumpieron en una vivienda. La ventana daba a
la calle y los del lado y los del frente pudieron verlos u oírlos o imaginarlos
desde sus casas. Así pudieron observar o descifrar a los nazis obligando a una
familia, que se encontraba alrededor de la mesa, a ponerse de pie. Un
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anciano inválido no pudo levantarse, entonces los soldados lo tiraron con silla
y todo por la ventana. La vida, a veces, tiene un negro sentido del humor. Sé
lo que estás pensando: eso pasa en El Pianista. Y lo único que puedo decir es:
bueno, supongo que había más de un inválido en más de un gueto, ¿puedo
seguir? Los soldados hacen bajar al resto de la familia, la hace caminar por la
calle adoquinada y le empieza a disparar a quemarropa uno por uno. Igual
que en la película, insistirás tú, y la única respuesta que se me viene a la
cabeza es que hicieron eso con más de una familia en más de un gueto,
¿puedo seguir? Uno de los hijos, quizás el mismo que decidió compartir el
veneno con el resto, trató de escapar trepando el edificio, pero le dispararon
en altura y al caer pasó a llevar con su mano el alambrado, dejando un hilo
de sangre en el muro que lo separaba con el resto de la ciudad. Sí, igual que
en El Pianista, quizás Polanski leyó el mismo artículo que yo, ¿puedo seguir?
El punto es que muchos, o todos, vieron o escucharon o intuyeron este
crimen, entonces se concretó lo dispuesto: cada una de las personas que
habitaban el gueto tomó su dosis de veneno –hombres, niños, mujeres,
ancianos, enfermos, mascotas, en ese orden- no sin antes haber eliminado o
arruinado mesas, sillas, ropa, camas, vajillas, fotos o lo que fuera que
consideraran propio. Quemaron el dinero, tragaron joyas pequeñas y tiraron
a la letrina otros objetos de valor, como los menorá, por ejemplo. Es decir, si
los nazis querían sus posesiones, tendrían que hurgar en la mierda de los
judíos. La desocupación del gueto iba a empezar esa misma noche, los
suicidas no lo sabían, sólo acertaron. A las dos de la madrugada los camiones
de la wehrmacht reventaban los cadáveres de las calles adoquinadas y se
agolpaban afuera de las construcciones. Quizás atribuyeron el silencio a que
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los inquilinos dormían, vaya una a saber. A una orden del superior, imagínate
un trasunto de Amon Göth, los soldados empezaron a entrar casa por casa,
derribando puertas, golpeando el umbral para infundir miedos, dando gritos
entrenados por días frente al espejo, preparados para tironear, empujar,
pegar y disparar sin mayor distinción. Oye, qué terrible se lee y se escribe
todo eso, pero ¿sabes qué? No pudieron. ¡No pudieron! ¡Ya estaban todos
muertos! Estaban todos, todos, todos muertos. Algunos alrededor de la mesa
tomados de las manos, otros abrazados en un sillón, otros abrazados sobre la
cama. Los niños murieron en los brazos de sus padres, mientras éstos le olían
el cabello; los enamorados murieron besándose, como quien se prepara para
una fotografía selfie; los hermanos solteros se acomodaron en un abrazo que
Moisés y Aarón sólo imaginaron. Se cuenta de un bebé que murió pegado a la
teta de su madre. También se cuenta de una pareja de mujeres que estaban
desnudas, entrelazadas, la cabeza de una descansaba en los rulos de la otra,
como queriendo aspirarlos en el último suspiro. El soldado de este último
hallazgo no soportó la escena y se ensañó disparándoles, pero ya no
importaba, podía hacer lo que quisiera con ellas y ya no importaba: sus vidas
ya no les pertenecían a nadie. Al principio los verdugos creyeron que se
trataban de casos aislados, de accidentes, de algo circunstancial, pero a
medida que iban derrumbando otra y otra y otra puerta, vieron cómo su
trabajo y sus luger y sus fusiles y los camiones y el tren que aguardaba sobre
la nieve, perdían sentido. Humillados y avergonzados algunos, histéricos
otros, confundidos los más, los soldados comenzaron a reunirse en la calle
adoquinada, comentando el suceso en voz baja. El cabecilla entonces, tanto o
más desconcertado, ordenó saquear las casas y recuperar el máximo de
52
objetos posible, pero nada era recuperable. Cada mueble en apariencia
redivivo tenía escritos obscenos o quemaduras notorias. Por más que
buscaron, no dieron con el paradero de dinero ni de joyas y, aunque a más de
uno se le ocurrió, nadie quiso mencionar la idea de buscar en letrinas ni
cloacas. Los altos mandos estaban desesperados, no sabían qué hacer. Se
reunieron durante horas para encontrar, según sus palabras, la solución post-
final, pues en el campo de concentración acordado –posiblemente
Auschwitz- estarían esperando el tren con los judíos de ese gueto, que tenía
que llegar y llegaría. Así fue como durante el resto de la noche todos ellos, sin
distinción de rango, acarrearon los cuerpos y los acomodaron en los vagones
del tren, el que partió con ocho horas de retrasos y llegó al campo dos días
después. Atribuyeron la muerte masiva al cansancio del viaje, la
deshidratación e inanición. Pero ahí estaba el curioso Joseph Mengele, que
sabiendo de la existencia de unas gemelas entre los cadáveres, quiso saber si
la causa y hora de muerte habían sido las mismas. Tras descubrir el motivo e
indagando en lo que realmente sucedió, exigieron explicaciones a los líderes
del gueto. En vano éstos argumentaron que les habían alivianado el trabajo,
que de todos modos iban a morir, que el campo ya no daba abastos, que los
soldados estaban exhaustos, que la situación ya era insostenible. En silencio
todos estuvieron de acuerdo, pero el protocolo era claro y a primera hora de
la mañana siguiente los cuerpos del mandamás y su séquito colgaban de las
horcas. Luego se ordenó aniquilar toda huella del extinto gueto que burló la
ideología de la muerte como ejercicio de poder. Con esto no tienes que hacer
nada, sólo quería contárselo a alguien”.
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De más está decir que las pocas horas que dormí aquella noche soñé con un
desierto o algo parecido a un desierto o más bien un sitio eriazo con dumas,
donde la profesora era una líder nazi y yo una de sus soldados, pero no había
judíos ni prisioneros ni sometidos, sólo turbinas eólicas, basurales y un
cementerio de autos. Ha de haber sido un desierto chileno. A primera hora
llamé al trabajo para declararme enferma y nuevamente me quedé en casa,
nuevamente esperé al cartero, nuevamente intenté preguntar por el sistema
de envíos de correspondencia. Quizás se puedan programar varias entregas
con anticipación, especulé mientras firmaba, a lo que el repartidor respondió
que no sabía de eso y que no lo creía, en todo caso. Luego dijo que le
quedaba una larga ruta y se marchó. Esta carta era la más extrañas de todas y
hasta sentí un poco de vergüenza colocarla en la pizarra, pero de todos
modos lo hice. Versaba así: “7- Acuérdate de tu amigo, ese que fue preso
político en democracia y que se dio el lujo de pegarle un combo al guatón
Romo. Cuando lo conocí me dijo que volvería a estar preso sólo para eso,
para sentir el placer de ver al torturador y asesino retorciéndose de dolor,
alegría que las patadas de los guardias no le podrían jamás arrebatar.
Acuérdate de los vivos, acuérdate de los muertos. Dales tiempo”.
No estaba muy convencida, pero al día siguiente muy temprano fui al correo
y pedí hablar con un administrativo, que me atendió en una ventanilla
aledaña. Sin titubeos, como entrenado para todas las respuestas, expuso que
no prestaban el servicio de programación de envíos, ni a empresas ni a
particulares. Quise saber si había correspondencia para mí ese día y, tras
revisar, no encontró nada. Le pedí si podía echarle un ojo a los registros por si
hubo cartas anteriores, pero me explicó que para tener acceso a eso debía
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solicitarlo a través de la ley de transparencia. Luego me entregó un
formulario de satisfacción ciudadana para que evaluara la atención.
Entonces me fui.
55
Sin cuestionármelo demasiado presenté al trabajo una licencia médica de dos
semanas que amenazaba con extenderse, no porque me sintiera enferma o
agobiada, de hecho no sé si alguna vez en mi vida me había tomado un
suceso con tanta calma, sino porque se acrecentaba en mí la disposición de
empezar a organizarme, ordenar diversos apuntes y ponerme a escribir algo
sobre la profesora, aunque sin saber sobre qué ni en qué orden ni en qué
género. Había pensado invitar mañana al cartero a tomar un té, quería
conocer un poco el entrampado y su engranaje, hasta que luego de releer las
cartas decidí que era una idea estúpida. Quizás después sea el momento de
hacer algo al respecto, aún no lo sé. Después de todo estoy recién
comenzando.
56
8
(o Lesbiandrama)
Esta es una historia simple. Empieza en una discoteca aunque más bien
puede ser en un salón de evento, en una fiesta pachanguera y abajista, en
una capital regional, en un país con historias fatales de discotecas, pero ésta
es una historia simple, ya sabrán de lo que hablo. Hay una mujer bailando,
supongamos que se llama Delfina, nombre coherente con una historia
simple, y Delfina baila, aunque pocas veces ha bailado, de manera no
exactamente eufórica, sino, siendo francos, de manera adolescente. Música
de fondo. Vamos a bailar suavito bajo el son del sabrocito. Hay luces, hay un
8
Ilustración de Mariana Riquelme, Buenos Aires. instagram.com/modalidadcorrespondencia
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escenario, hay una banda tributo tocando, también hay otras personas, cada
quién en lo suyo. Delfina baila al medio de la pista. La verdad es que sólo está
drogada creyendo bailar. Eso no importa. El resto no importa. Esto es simple:
después de caerse un par de veces, más por torpeza que por otra cosa, se le
acerca la cantante célebre de la noche, la que inició la fiesta con trova y
folclor, la que tenía fama de romántica empedernida y amante entusiasta. Se
le acercó, iba diciendo, y después de intercambiar frases que ninguna de las
dos recordaría, se besaron. Tampoco recordarán quién besó primero, sólo
quedará presente la alegría en los otros labios, recíprocamente. Hace cuánto
no había alguien que recibiera sus besos con alegría, pensó Delfina, mientras
atraía contra sí a Natalia Carvacho pendiendo de su aliento, sonriendo en
cada beso, entregándose, invadiendo. Ese primer destello de conciencia fue
el punto del no retorno. Delfina, que es de quien estamos hablando, creía
que deliraba y su éxtasis se acrecentaba a cada minuto. Es ella, es ella, de la
que todos hablan, ella, la que todos pretenden conocer, la campesina
sensiblera con voz de sable, la huasa contestataria, la rebelde doblegada,
cuyas canciones coreé, cuyos conciertos seguí y nunca supe por qué me
gustaba. Es por esto, sólo para este momento he nacido, se decía Delfina. Y
aferrada a ella seguía Natalia Carvacho consumiéndola, agitando su
respiración. Eso no importa. El resto no importa. Esto es simple: no se
separaron por el resto de la noche. La conciencia se había aniquilado entre
tanto amor y borrachera. Cuando tocó sus tetas le murmuró al oído que
moriría con su pezón en la boca. La amaba. No había verdad más profunda
que esa. Vente conmigo, duerme en mi cama, mañana te haré un café,
prepararé chapati, encenderé la estufa, colocaré una película en Netflix, seré
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la apoderada de tu hija, te esperaré después de los conciertos. Y te haré
escenas de celos, también. Y romperé mi celular contra la pared. Eso no
importa. El resto no importa. Ningún día de la siguiente semana Natalia dio
señales de vida a Delfina ni viceversa. Delfina revisaba el Facebook de Natalia
Carvacho porque era público y la agregó y a la semana fue aceptada. Y le
escribió y al mes obtuvo respuesta. Eso no importa, lo que importa es lo que
vendría. Compartieron juntas más de diez fines de semanas, más de dos
viajes a la playa, seis giras, 57 cafés, 123 cervezas, 61 fasos, 402 orgasmos, 5
completos, 8 pizzas, 32 connilingus y un par, sólo un par, de miradas de odio.
Pudieron haber sido perfectas pero la perfección no entraba en este juego.
Eso no importa. Bastó un fin de semana sin verse y dos viajes a la playa que
posponer y Delfina se encuentra con la imagen de Natalia Carvacho besando
a un hombre, primero en un video trasnochado vía Facebook, luego en la
casa de ella, después de que sale a buscarla desesperada. En esta parte la
música de fondo puede ser Chavela Vargas, pero sólo en esta parte. El
hallazgo presencial fue aún peor, para qué describir la bata manchada de
semen si habría que adentrarse a describir otras cosas que podrían romper el
corazón de cualquiera. El resto no importa. Delfina cierra de un golpe la
puerta por fuera y la borra de su vida, del teléfono, del Facebook, de
whatssap, bloquea su existencia. Natalia Carvacho se resiste a darle
importancia, pero a los tres días llega a su casa, quiere pedir disculpas, quiere
decir que no volverá a hacerlo, que pueden ser felices todavía, que si Delfina
la perdona dedicará su vida a quitar eso de su memoria. Y Delfina le responde
yo moriría con tu pezón en la boca, pero no llorando. Y cerró la puerta. Todo
indicaba que sería el final. Aunque era demasiado digno para ser el final.
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Natalia Carvacho jura reconquistarla, demostrarle su amor y arrepentimiento
a punta de canciones. Y sin volver a insistir se encierra a crear, a envolver en
letras la imagen de Delfina, a reforzarla con cada palabra, a cantarle que sin
ese amor enfermo no puede vivir. Delfina empieza a oírla por la radio, a
buscarla en youtube, cada letra habla de ellas, cada canción es un grito de
arrepentimiento, una súplica de perdón. Y decide buscarla. Eso no importa,
esto es tan simple: Natalia Carvacho ya había terminado su nuevo disco lleno
de canciones de desamor, ya se había curado de pena y culpa, ya pensaba en
las nuevas giras y en las nuevas penas. Esto no tiene sentido, dijo, es
demasiado tarde. Hasta para nosotras existe el tiempo. Y se acabó.
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9
No fue por eso que llegué a esa hora. Fue por lo otro. Sí, por esas señoras
que se pelearon en la calle, cuando una, sin querer, le botó las frutas a la
otra; y esa otra, con querer, de malintencionada, le tiró las frutas a la
anterior. Y hasta las pisó, figúrese usted. Los señores también se pelearon, no
por las frutas, los señores no cargan frutas, cargan dinero. A un señor se le
cayó el dinero en la calle y otros dos lo vieron allí, babosearon al imaginarse
ese montoncito de billetes en sus manos. Pero antes de tomarlos empezó la
discusión: no es tuyo, tuyo tampoco, yo lo vi primero, no, yo lo vi. Llegó el
guardia, figúrese usted, y dijo que ese dinero le correspondía al dueño. Lo
9
Ilustración de Hugo Astudillo, Talca. instagram.com/dejatequemar
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tomó en sus sudorosas manos y salió a buscarlo, pero yo vi que el muy
abusador lo dejó para él. Así no más fue la cosa.
Yo, arrebozándome aún más con mi capote, sólo los miré a la distancia, no
me tenté ni con el dinero ni con las frutas esparcidas, pisoteadas y sucias.
Todavía me quedaba un resto de vino que guardaba con el calor de mis
manos y más me vale eso que la tentación de la buena suerte. Es que si iba
en busca del dinero o de las frutas se me podía derramar, válgame dios, y el
dinero me lo hubiera quitado el guardia. Y me hubiese quedado sin nada,
porque ni modo que las frutas me fueran a abrigar por dentro, figúrese
usted. No, nunca. Yo no tengo buena suerte, ya ve usted. Así es que ahí
estaba yo pensando e imaginando, pero no fue por eso que llegué a esa hora.
Yo estaba pensando por ahí por las calles. Yo caminaba y pensaba por las
calles frías, por el viento frío. Pero no pensaba en el frío ni en el viento ni en
mis zapatos rotos. No. Estaba pensado en lo inútil que puedo ser, en lo poco
que puedo ser, en la carga que puedo ser. Para usted, claro está, para usted
que es el único que me carga. Nadie más me quiere a mí, ni darme trabajo
quieren a mí. Y le juro que he tratado de conseguírmelo, pero todos me
miran mal, como la escoria misma, como lo peor de la podredumbre
humana. Porque la humanidad también se pudre y entre ellos estoy yo. Ni
porque llevo mi capote, que vale lo que vale, me toman en cuenta.
Entonces me vine caminando tan triste yo, tan triste por la pena, por la rabia,
por el miedo, por usted, por llegar el momento en que no me soportará más,
por mi carga, por mi hambre por mi sopa por mi cama por mi borrachera.
Que usted dijo que la próxima vez dormiría en la pisadera y qué le iba yo a
62
hacer. Era tarde y estaba ebrio, qué le iba yo a hacer. Acomodé mi cabeza
sobre el capote doblado sobre la nieve sobre la escala y con más frío que
pena me dormí para no molestarlo. Que de dónde iba a suponer yo que se
iba a molestar igual. Mejor hubiera entrado y me quedaba en la silla mirando
por la ventana, un poco más ajeno del mundo, con menos caos, un poco con
más calor, menos solo, con más tranquilidad, menos malo, con más
seguridad, menos borracho, con más pena, menos culpa. Y usted igual se
hubiese molestado, claro está, pero no preocupado.
Por eso le repito, como por séptima vez, que yo no tomé esos pantalones
suyos, señor. Que para qué los iba a querer yo, si con los que tengo me basta,
si tanto que me han durado junto a mi capote, si cuando me ha visto usted
con pantalones tan finos y tan caros, si para qué. Si yo no soy un manilarga
amigo de lo ajeno, señor. ¿Cree usted que yo podría pagarle de tal modo?
Robándole a usted sus pantalones más preciados.
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no encontró en los mismos lugares que busco yo. No se moleste, señor, pero
es que por aquí deben estar esos pantalones, en alguna parte van a aparecer.
Bajo la cama, bajo el colchón, bajo la mesa, bajo el baúl, bajo la silla, bajo sus
pies. Quién sabe. Por ahí deben estar, voy a seguir buscándolos hasta
encontrarlos. ¿Vio bajo la cama? Sí, también yo busqué ¿Y bajo la alfombra?
No, no tenemos alfombra. Pero probablemente estén en alguna parte del
baúl, vamos a ver. O también es probable que hayan desaparecido porque sí,
porque se les dio la gana. Sí, así no más, así se desaparecen de repente las
cosas.
Usted me mira con risa de pena, señor, con rabia de lástima. Usted no es
capaz de levantarme la voz ni de humillarme ni de azotarme por su
desconfianza en mi contra. Porque usted es bueno y yo no pude haberle
robado, para qué, mire como ando, mire mi miseria, mire mi ebriedad, para
qué iba a robar sus pantalones caros con los que pensaba hacer tantas cosas.
Era como si usted tomara mi vino y me lo echara por la espalda.
Entonces debo marcharme, sí, debo irme. Porque usted es bueno y sin
embargo desconfía de mí. Porque yo soy malo y sin embargo no tomé sus
pantalones ni la pollera de la vieja. Porque estoy borracho y sin embargo
guardo dignidad. Ni humillado ni ofendido, sólo por respeto debo irme. Por
respeto a mí y a usted. Porque no robé y usted no lo sabe, entonces debo
irme.
Y allá afuera está blanco y camino. Y mis pies tocan la nieve y ya morados no
sienten nada. Y el ambiente sabe a hambre y desamparo, sabe a vacío y dolor
de estómago. Y el alcohol sabe a sal para las heridas. Y la muerte se aproxima
y retrocede. Me mira de lejos, me guiña el ojo, me engulle en una
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pestañeada, silba despacito desde la esquina y después se pierde mientras
camino por las calles blancas, por sus noches blancas, mientras me alejo en el
miedo de tener miedo y no darme cuenta. Y nada está oscuro y nada se ve.
Sólo hay silencio de brisa de nieve. Sólo hay tiempo para caminar y avanzar
hacia la muerte que mejor se esconde, que mejor se va, que mejor huye de
mí porque cosas malas soy.
Otra noche sobre un puente porque abajo es peor, dijo ese transeúnte que
caminaba como yo pero que nunca lo tuvo a usted. Pero abajo tendría techo,
alegué yo. Y para qué, si no hay nada que cubrir. Y tenía razón. Hipotérmico y
moribundo lo recuerdo con cama y techo que sí tenía muchas cosas que
cubrir. Lo recuerdo con ventana y con mesa y con baúl. Con cebolla y agua
caliente. Y pantalones perdidos.
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Me acuesta, me arropa, me da agua.
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Señor, ¿cuánto le darán por mi capote? Parece que digo cuando logro abrir
los ojos y la boca al mismo tiempo, cuando logro verlo bien pero hablar con
voz que se hunde en el colchón de mi humedad. Y usted me mira con risa de
pena, con llanto de lástima. Dice que tres rublos y pienso que es poco, muy
poco para todo lo que me ha acompañado por tantos años. Entonces no
aguanto más con la carga de la pena de la culpa del ahogo de la maldad. No
puedo morir cargando con lo que para usted era lo mismo que para mí una
botella del mejor vino. Y lo miro y hablo y le digo lo que no debía haber dicho
antes, cuando su ira iba y venía entre la cama, la silla, el baúl, la ventana.
Entonces le digo lo que debía decirle justo ahora. Cuando yo me muera,
señor, quiero que usted lleve mi capote y lo venda, si le cose los agujeros
puede que le den más dinero. Quizás así pueda recuperar en algo la plata de
los pantalones, que yo le robé comprar alcohol.
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10
CARIÑO MALO
Al Guido.
10
Ilustración de Javier Tiznado, Talca. instagram.com/ttizni
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buenamoza –porque buenamoza fui-, pobre pero requetecontra digna y
temerosa de dios. Así no más.
Ahora tratan de olvidarme los muy malolientes, los del pueblo, digo,
ahora soy un eco no más de esos que siguen a un grito que quizás no sonó ni
tan fuerte, después de tantos años en los que les di pelambres. ¡Qué
payasadas de la vida! Ahora les da lo mismo lo que pase conmigo, ahora que
casi no existo, que tuve que retirarme del oficio y venir a encerrarme a esta
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casa de reposo de donde puede que salga en un cajón. Pero todo fue
decisión mía y eso me tiene bien tranquila, si para qué seguir haciéndole la
guerra a la gentuza del pueblo, al cura con su agua bendita, a los policías
corruptos, al destino mismo, a las viejas que me pelaban alrededor del
brasero tomando mate. ¡Se hacen las lesas! Si todas sabían que cuando sus
maridos desaparecían en las noches era porque estaban en el Cariño Malo
con mis marías-magdalenas.
La Flaca, por ejemplo, era una cabra de unos treinta y tantos años, no
muy agraciada, si para qué voy a decir una cosa por otra, pero igual tenía su
buena cuerada, cosa que también importa, para qué nos vamos a hacer los
de las chacras. Se había puesto a tener críos rejoven, el marido le sacaba la
ñoña y ella, sin aguantar más ni tener otra salida, dejó a los tres cabros chicos
donde unos parientes para poder conseguirse un trabajo de tiempo completo
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y salir adelante; pero la pobre bruta no sabía leer ni la o redonda, qué trabajo
iba a conseguir, así es que de tanto andar llegó al Cariño Malo y ahí se quedó.
Sus críos estaban en desamparo social como se dice y se los llevó el Sename
porque estos parientes parece que no lo cuidaban nada. Claro está que
cuando trató de recuperarlos no pudo, porque llevaba una mala vida y era
vulnerable, dijeron.
La Lauchita era una niña de buena familia caída en desgracia por esa
porquería de la droga. Claro está que la que cayó en desgracia fue ella sola,
porque la familia la soltó no más para no hundirse todos. Se había venido del
sector oriente de la capital vagabundeando de lo más miserable por la 5 Sur,
hasta que llegó a este pueblucho medio-campo-medio-urbano y quiso
hacernos la competencia ofreciéndose en la calle, porque necesitaba plata
para la coca, dijo. Ahí fui yo a negociar con ella, advirtiéndole de los peligros
de la calle y ofreciéndole trabajo en el Cariño Malo, donde nos reservábamos
el derecho de admisión. Se puso medio chúcara al principio, pero igual
aceptó porque no era nada tonta la cabra. Siempre fue una de las más
codiciadas la Lauchita –así le decía yo por su carita tan fina, aunque no sé de
donde saqué que las lauchas son finas-, era bonita, blanquita, ojos brillantes,
labios gruesos, no tan alta, pero flacuchenta, como la principal de la novela
Mi destino eres tú. Tenía apenas 25 años y era la envidia de mis otras marías-
magdalenas, pero envidia de la sana, que de la otra no se ve entre la gente
decente.
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eran. Ay, diosito santo, esta vida llena de cototos, qué será de mis pobres
huachas ahora.
Yo nunca fui así con mis cabras, a todas las traté como si fueran mis
hijas, mis hermanas chicas, mis ahijadas, mis amigas. Qué sé yo. Ahí hacía
una que otra diferencia, pero que no se notara para que no hubiera rivalidad
ni enemistad. A todas les compraba pastillas para que no les saliera su
domingo siete, preservativos para evitar esos pirigüines que se contagian y
una vez al año me conseguía que la matrona de la posta les hiciera
exámenes. Por eso las chiquillas siempre me quisieron harto y, sumado a
nuestra clientela frecuente e infrecuente, éramos una gran familia que
celebraba todas las noches la gracia de estar vivos, con bailes, con cantos,
con mi sacristán al piano, con alguna de nosotras cantando, con baladas, con
rancheras, con boleros. ‘Y nos dieron las 10 y las 11, las 12 y la una y las 2 y
las 3, y desnudos al anochecer nos encontró la luna’, esa era la canción que
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más me gustaba, siempre la bailaba yo bien arrejuntada con el Samuelito, un
viejo pintor que según yo gozaba con sentirse fracasado porque así se sentía
mejor pintor, con el único que a mi edad me atrevía a hacer la picardía y no
me daba vergüenza, porque mis arrugas se confundían con las suyas y mi
pasión de vieja emperifollada se mezclaba con la de un supuesto artista que
necesita putas como musas y que disfruta de eso.
-Quiero un trago y la mejor puta que tengas- dijo, con los codos
apoyados en el bar.
-Tómate este trago y después te vas por donde mismo entraste. Aquí
no hay mujer para ti.
Seguía igual que siempre el Echeverría. La última vez que lo vi, después
que me echó de su casa, fue cuando yo apenas era una pupila, allá en la
casona de la vieja, en Santiago. Él llegó buscando servicio barato y yo me
escondí toda la noche en el baño para que no me fuera a ver y menos a
elegir. Desde ahí sólo lo vi un par de veces en las noticias, como decía, pero
cambiaba de canal porque se me avinagraba el estómago.
-¿Qué andas haciendo por estos lados?- le dije yo, pero no logré
sorprenderlo.
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-No me refiero a eso, vieja, no me refiero a ésas. Busco a ‘mi’ chiquilla.
Le perdimos el rastro hace algunos años y todo indica que anda por estos
lados- me dijo él.
Y me tapé la cara con las manos. Ay diosito santo, esta vida tan
amarga. En ese momento de la noche en que todos disfrutaban, volvían a mí
recuerdos que nunca quise olvidar pero que me eran dolorosos recordar. Una
niñita que me la arrebataron de los brazos y que tuve que dejar en casa de
esa gente pituca en la ciudad ¿Por qué? Porque era hija del patrón también,
del Abelardo Echeverría. Ese desgraciado malnacido se acostaba conmigo
cada vez que le placía, no a la fuerza, no, para qué voy a decir una cosa por
otra, pero yo era tan tontona que hasta creí que me quería. Y no era nada
cabra chica yo, si ya estaba bien peluda, pero era inocentona, qué se le va a
hacer, era cabra de campo y creían que los ricos se enamoraban de las
pobres, como en las comedia de Thalía. Tontona no más. La señora de la casa
no podía tener hijos y me usaron a mí, lo tenían planeado, igualito que en Las
trampas de amor. Cuando quedé embarazada el Echeverría se puso feliz y
hasta la señora me trataba mejor que nunca, hasta me llevaron de
vacaciones al Quisco sin tener que usar delantal, qué iba a saber yo lo que
querían hacer, aunque no les resultó nada tan bien porque querían
hombrecito y fue una niñita-mujer. Linda la mocosa. Pienso yo que se tienen
que haber resignado luego, porque dos días después del parto me echaron a
la calle con lo puesto, usando trapos para contener la sangre, sin derecho a
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pataleo porque la hija era del patrón y yo no tenía ni dónde caerme muerta,
sólo por eso no me morí. Ay, mi dios, ni por el decir de la gente se apiadaron
de mí y me dejaron como nana, que sea. No, a la calle. Y qué se le podía
hacer, si igual había que pensar bien, fríamente, y mi niñita iba a estar mejor
con ellos que conmigo.
Ahí empezó la otra pesadilla, que no tenía dónde llegar, que los pechos
ya se me reventaban de leche y me dolían más que la miéchica, que se me
estaban infectando los puntos, que estaba fatigada, que se me venía un
sobre-parto. Ay, señor bendito de los cielos, corderito santo de dios ¿no?,
esta vida llena de cototos, esta vida tan amarga. Ahí fui a dar al hospital por
mastitis y conocí a la vieja, que no sé por qué estaba internada en mi misma
sala. Se apiadó de mí y cuando salimos me llevó a la casona, donde me puse a
hacer mi camino.
-Estás bien sublevada, vieja ¿No te interesa saber qué fue de la niña?
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Qué no le dije a ese tontorrón. Y que me perdone dios pero ganas no
me faltaron de romperle una botella en la nuca. Pero el muy gil se echó a reír
y me pidió otro trago, le hice un gesto cochino con las manos y de nuevo se
rio.
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drogada, con lo caro que le salía la tonterita. Se parecía a la principal de
Mujer indomable meneándose con su ropa negra y pelo desparramado.
¿Qué se hace en estos casos? No tenía la más puta idea, pero de puro
nervio, y también pensándolo un poco, si para qué me voy a hacer la lesa
ahora, agarré la pistola y me la guardé entre la ropa, bien asegurada entre mi
guata suelta y mis calzones apretados, ante los ojos atónitos de mis dos
cabras que estaban a punto de llorar. La música había dejado de sonar.
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tan dispuesta como mi Jesús cuando se lo llevaron esos monjes medios raros
que salen en la película, acusándolo de malo de la cabeza y de blasfemo. Qué
payasadas de la vida.
Así mismito iba yo, con esa misma disposición. Sabiendo, cuando me
sacaban los policías del Cariño Malo, que esa iba a ser la última vez que iba a
estar pisando la baldosa roja, que iba a respirar ese olor hediondo a humo,
alcohol y colonias baratas, esa humedad pegajosa, ese ambiente de placer
culpable donde se vive con la risa en la boca y tiritones en el alma. Y así, con
simples miradas y nada de pena, me despedía yo de mi localcito de tantos
años.
Ahora estoy acá porque yo quise y porque era lo que tenía que pasar, no
más, si así es la vida, con principios y finales, es agridulce la vida, es con
penas y glorias, está llena de cototos pero ese vendría siendo su mejor aliño,
así es que no me tengan nada lástima. Yo me adapto, no más, como una
perra quiltra. El Cariño Malo me lo cerraron y mis marías magdalenas
seguramente se me esparcieron, quién sabe qué será de ellas y qué
porquería van a colocar en lugar de mi negocio. Así es la vida, con olvido, con
miseria. Es agridulce la vida ¿ya dije ya?
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A mis amigues.
Soñé que debía llegar a tiempo a una obra que se iba a mostrar en el teatro
regional, ponte tú, y tenía que estar ahí a las siete de la tarde y yo venía
viajando de Constitución porque andaba en la inauguración de una casa
horrible y estaba muy atrasada y me pesaba la angustia de atravesar la
cordillera de la Costa a baja velocidad y de tener que llegar a mi casa que era
un desastre y de buscar ropa limpia en ese desastre y de alcanzar a la obra de
teatro donde me esperaban o de quedarme afuera sin nada. Desde mi casa,
que estaba inhóspita, iniciaba una carrera épica hacia el teatro mientras me
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Ilustración de Diego Ruiz, Talca. instagram.com/untecitodecicuta
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iba deshaciendo de pesos (bolsos, abrigo, ropa) para apresurar el paso y
llegar a tiempo. A la vez que corría iba sorteando ferias callejeras, sitios
eriazos, prédicas evangélicas y un grupo de prófugos de una cárcel. Uno de
los fugitivos estaba herido de bala en una pierna y, aun sabiendo que era
tarde, me detenía a hacerle un torniquete (yo no sé hacer un torniquete)
para evitar que se desangrara y entonces la policía empezaba a perseguirme
por cómplice y por colaboradora y por traidora del orden nacional y debía
huir de la policía y atravesaba más sitios eriazos y cementerios de autos y en
el sueño pensaba que ahí vivían las almas ignoradas de las niñas de Alto
Hospicio y seguía corriendo sin detenerme y cuando ya faltaba muy poco
para llegar al teatro, cuando ya estaba en la esquina, ponte tú, se me
aparecía el hotel de Panimávida en ruinas -igual que a fines de los 90, cuando
me encerraba ahí a escribir, ¿te conté eso?-, se me aparecía como si fuese un
destino obligado y yo trataba de avanzar pero una turba de personas me
impedía el paso: estaban saqueando el hotel y llevándose los objetos de
valor. A mí me parecía una idea muy seductora, abrumadoramente bella,
pero debía llegar al teatro entonces trataba de continuar mi camino hasta
que me encontraba con mi profesora de literatura y ella me decía
decididamente que había que rescatar los libros, rescatarlos de qué, pienso
yo, o para qué, pero eso lo pienso ahora y en el sueño pensaba que sí, que
había que rescatar los libros, y entonces me sumergía en las ruinas del hotel
de Panimávida con mi profesora y otras personas rarísimas y ya me olvidaba
de ir al teatro. Parece un relato erótico.
Es un relato erótico, responde la Paz, lo que pasa es que está mal contado.
Mientras lo dice no despega los ojos del dibujo que está haciendo y frunce el
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ceño, no sé si de abrumada o concentrada. En el computador suena Luz Casal
y no sabemos por qué. Nos reímos cuando nos damos cuenta y empezamos a
corear. Estamos en su taller, son como las siete de la tarde de un día jueves,
yo voy camino a casa después de la pega y paso a comentar el día y compartir
un caño. A veces la encuentro de buen humor. A veces no. No me gustó la
obra de ayer, dice al rato, sorry, pero tenía que decírtelo. Yo digo: no
importa, está bien, parece que a la mayor parte del público no le gustó.
Luego digo: en este momento no sé bien por qué no importa, pero lo que
quiero decir es que está bien, que de todos modos hay varios aprendizajes de
la experiencia. Y después digo: era una experiencia necesaria y no es
importante si gusta. El público tiene razón pero no significa que yo esté
equivocada. Tampoco es que fuera muy compleja, murmura la Paz pero de
inmediato dice que qué bueno que lo vea así, porque así es. Yo pienso en la
obra y sólo puedo agregar que ya fue, que la próxima será mejor.
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desequilibrio, el delirio permanente. No quiero creer que exista una sola
persona capaz de rompernos el corazón, eso ya no sé si lo digo yo o lo dice
ella, ahora me parece tan lejano y patético que creo que soy yo. Luego
hablamos de otras cosas no tan diferentes. La música ha variado y suena de
fondo Nina Simone, cuando la Paz se da cuenta la cambia bruscamente y
coloca a Mon Laferte, más por excéntrica que por gusto real. Yo hablo del
color de la voz y ahí me quiero detener. De pronto recordaba su voz, le digo,
ponte tú que iba en el bus y recordaba su voz, y me sentía tan contenta de
tenerla, de tener acceso a esa voz agradable y graciosa, de que esa voz fuera
mi contravoz, mi contraparte, mi enemiga más inteligente, que burbujeara
para mí, que me dirigiera la palabra. La Paz exclama que está chata de ese
tema. Éramos insufribles, le digo tratando de justificarme, pero nos
mirábamos como si acabáramos de conocernos. La Paz agrega que el amor
sin paciencia no existe, que no quiere que su relación termine como terminó
la mía y que deberíamos emborracharnos.
Decidimos salir a caminar. El frío y la niebla de junio nos anulan los sentidos,
las bocas se esconden en bufandas de lanas húmedas por el vaho de la
respiración, si hablamos es peor y las voces nos salen tiritonas. Hablamos
desafinadas. Entonces preferimos irnos a mi casa a beber vino al lado de la
estufa a gas. Me cuenta que el segundo semestre hará clases en una
universidad privada, que está contenta pero no desbordante de alegría, que
el acuerdo es mediocre y la universidad una bolsa de empleos rotativos y
precarizados, pero que para sobrevivir le alcanzaba y a falta de una mejor
oferta, no podía regodearse. Estuve de acuerdo e insistí con aquello de la
experiencia, aunque ya sin saber por qué. Me dan miedo las experiencias,
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dice ella, los cambios me asustan, siento nostalgia fácilmente, me gustaría
que las cosas se quedaran como están ahora o, mejor aún, como estaban
hace un año. Eso no tiene sentido, alego yo, lo dices de exagerada no más. Sí,
reconoce, lo digo de exagerada, pero también lo digo porque el tiempo es
implacable. Me da risa y me río. No te angusties, insisto como si ese consejo
sirviera de algo, hay que ir tomándole el ritmo, son momentos, la felicidad es
cíclica. ¡Uy, amiga, qué estás leyendo!, exclama ella, mira, sé que puedo
sonar fatalista, pero de pronto pienso ¿sólo esto era la vida? ¿Acaso lo mejor
que me podía pasar ya me pasó? Vuelvo a reírme. Tú definitivamente estás
leyendo a los existencialistas. No, me dice abriendo sus inconfundibles ojos
de alarma, estoy leyendo a los latinoamericanos, los pensadores
latinoamericanos, los que nos recomendaba Pinedo. En ese momento se
pone a temblar, con la Paz nos reímos nerviosas pero ninguna abandona su
lugar. Yo vigilo las olas del vino que van de un extremo a otro del vaso, pero
sin desbordarse, con prudencia, como la tristeza tranquila. Al final una se
acostumbra a la muerte, digo a propósito de Pinedo, con el tiempo a veces
me ha parecido que mi hermano siempre estuvo muerto, que Lemebel
siempre estuvo muerto, que fue algo que me ha sucedido siempre, que nací
lamentando eso. La Paz en otro momento se hubiera reído, pero ahora
acerca la copa a sus labios y antes de tomarse el trago al seco dice que ella
aún recuerda el pedazo de sándwich que encontró en el escritorio de su
padre después del funeral.
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asco poco creíble. No siempre fuimos tan deprimentes, digo yo, cuéntame
algo hermoso. Está bien, dice la Paz, y empieza a contarme que el día
anterior acompañó a su madre a la quimioterapia a Santiago, yo cierro los
ojos y la dejo continuar. En el terminal de Talca, dice, en el área de
fumadores, había tres sujetos extrañísimos repartidos en esa área también
extrañísima que además es triangular y con bancas en cualquier dirección. Un
lugar tan feo que conmueve. Los sujetos no se miraban entre ellos, de seguro
no se conocían, y estaba cada cual sumergido en un abismo, se le veía en la
mirada, un abismo diferente en cada caso, pero profundo al fin y al cabo. Dos
de ellos eran hombres ya mayores, de esos que han envejecido mal, que
bordean los sesenta años, que usan jeans y jockey, que fuman y se movilizan
ebrios en bicicleta. La tercera era una señora que quizás aparentaba más
edad de la que realmente tenía, con el rostro excesivamente maquillado y el
ceño fruncido, con un bolso de feria en una mano y el encendedor en la otra,
todes mirando hacia su propio abismo con el cigarrillo colgando de la boca.
Nos quedamos en silencio. Y eso es hermoso, digo yo. No es una pregunta,
mucho menos una afirmación, sólo una reflexión injustificada. Claro,
responde la Paz, si hubiera andado con la cámara hubiera tomado la mejor
fotografía que jamás alguien podría haber hecho de un sector de fumadores.
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¿Fin?
¿Continuará?
¿Qué podría continuar?
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