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La Gran Intemperie

Masiel Zagal

Nota: Esta es una autoedición especial realizada en enero de 2021 para la Revista Endémica de
Linares y posteriormente ordenada en este documento, con ilustraciones de distintxs artistas
maulinxs y del mundo. La primera y segunda edición de este libro fueron publicadas en 2018 por
Editorial Pueblo Culto. Todos los derechos liberados.

La autora.

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ÍNDICE

En la medida de lo posible ……………………………….. 3


Tiempo Sagrado ………………………………………….. 13
Dos mil once ……………………………………………... 18
La estatua ………………………………………………… 22
Palíndromo ………………………………………………. 25
Tú conoces a Onetti ……………………………………… 36
Otro simple cuento de amor ……………………………... 57
La voz de mi ladrón honrado ……………………………. 61
Cariño Malo ……………………………………………... 68
Otro simple cuento provinciano …………………………. 83
¿Fin? ……………………………………………………... 89

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1

En la medida de lo posible

Se podría decir que Raimunda Basoalto no se sentía llamada a nada o a casi


nada. La pasión, lo que algunos entendemos por pasión, era para ella sólo
una cuestión ligada a las novelas rosas o literatura erótica barata y, quizás
debido a esa carencia, digo la carencia de pasión, no se identificaba con
ideologías políticas, no se abanderaba con causas sociales ni se declaraba
amante del arte. Ineludiblemente aparentaba una leve inclinación a las ideas
de izquierdas, pero se trataba más bien de una simpatía -y no quiero con esto

1
Ilustración de Paz Ahumada Berríos, Talca. instagram.com/monospaztilla

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parecer despectivo- llena de lugares comunes. Se podría reafirmar, entonces,
que la Raimunda Basoalto era una muchacha corriente y acorde a su
generación. Hizo su enseñanza media en un liceo técnico profesional y con el
Crédito Aval del Estado estudió Nutrición y Dietética en una universidad
privada. En resumen, la Raimunda era algo así como la nueva mujer
latinoamericana.

¿Qué más puedo añadir que la prensa no haya dicho? No era tan bonita, no
era tan intelectual, tampoco era tan cinéfila. Esto último es importante si
queremos rearmar el perfil que se ha querido construir de ella. La Raimunda
poco sabía de cine, sólo se dedicaba a ver series y documentales. La mezcla
de ambos –de series y documentales- surtió en ella un efecto extrañísimo,
entre catárquico y convulso, y fue lo que la llevó, pienso yo, a hacer lo que
hizo. Entonces eso podemos agregar de ella, capaz: que era una persona
receptiva. Bendita sea la Raimunda.

La conocí el primer semestre del 2010, cuando con un grupo de universitarios


trabajábamos de voluntarios post terremoto. Durante la pascua de
resurrección, y mientras nosotros pegábamos nylon en las mediaguas, ella
llegó con huevitos de chocolate sin azúcar para los niños. Nos pareció un acto
tan noble e ingenuo a la vez, que esa misma tarde la invitamos a un asado. La
Raimunda, que no comía carne de ningún tipo -después los medios la
tildarían de vegana sectaria-, llegó con morrones y zanahoria para asar, pero
aclaró que era porque padecía gastritis y reflujos y no por opción de vida.
Aquella vez, después de hablar temas ligeros como su experiencia con el
terremoto y las comidas grasas, se retiró notoria aunque no excesivamente
ebria.
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La volví a ver un par de veces en contextos similares o al menos parecidos. En
una feria de autogestión, por ejemplo, donde no vendía ni compraba nada,
pero su cara sin expresión –que era como la cara de quien practica
austeridades en silencio- parecía contener un leve regocijo. Otra vez la vi en
los martes de documentales del centro de extensión de una universidad, no
recuerdo qué documental era pero sí que la divisé tomando apuntes en una
libreta diminuta. Me pareció que lloraba, luego me abstuve de hablarle. En el
año 2013 nos encontramos en una marcha a mediados de mayo, me contó
que se iría a trabajar a Santiago, no supo explicarme dónde, dijo que no tenía
importancia.

Y no la vi más hasta que apareció en los noticieros a mediados de septiembre


del mismo año. Bendita sea la Raimunda y su latinoamericana juventud. El
resto de la historia la armé por conocidos en común, por los diarios y por la
tele.

Como decía, la Raimunda parecía no sentirse llamada a nada pero sin duda
podía ser una mujer enérgica y con iniciativa. Al mismo tiempo que trabajaba
en Santiago, preparó un currículum con experiencias y recomendaciones
poco comprobables y se dirigió a la empresa concesionaria de la cocina del
recinto penitenciario en Til – Til para trabajar en Punta Peuco. Tras
entrevistas con el director, el subdirector, el jefe de personal y el encargado
de área, y después de largas semanas de espera, quedó seleccionada para
estar tres días a prueba como asistente en nutrición.

Raimunda no dilató su plan.

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El primer día observó y se dedicó a dar, tímidamente, algunos consejos sobre
la alimentación de los reos. Insistió en que debía disminuirse el nivel de sal y
grasas, insinuó que durante la mañana lo mejor era un batido de frutas y
verduras, propuso que los asados de fines de semana fueran protagonizados
por carnes blancas y ni se asomó al salón, desde donde provenían murmullos
y carcajadas por sobre el ruido del televisor encendido.

El segundo día podía ser demasiado tarde y ya era momento de actuar.

Cuando se disponían en la cocina a preparar el almuerzo, Raimunda se asomó


fugazmente al hall, donde pudo ver a Krassnoff sentado frente al televisor. Se
acercó con paso lento y distraído hasta quedar de pie a su lado. Krassnoff, al
verla, la saludó con un leve y cordial movimiento de cabeza, a lo que ella
respondió con una tímida sonrisa. Tuve el atrevimiento de revisar sus
antecedentes médicos, le dijo la Raimunda cuando se paró a su lado.
Ninguno dejaba de mirar la tele encendida, casi sin audio. Recién la próxima
semana podré pedir nuevos exámenes, pero creo que es urgente cambiar la
alimentación, agregó sin inmutarse la Raimunda. ¿Usted quién rayos es?,
preguntó Krassnoff con un dudoso tono que alcanzaba la prepotencia y
cortesía en igual grado. Soy la nueva nutricionista, estoy a prueba no más,
pero por su bien y el del resto espero que me dejen trabajando, parloteaba
ella sin despegar la mirada de la tv, lo que la hacía más creíble. Me gusta esta
comida, se supone que alegó él a lo que ella respondió no me alegue antes
de tiempo, el cambio no será brusco, de a poquito para que el organismo no
se resienta. Así se dio la conversación, según las conclusiones que yo saco
tras leer la prensa, cosa rara pero creíble porque hay varios testigos de esa
fugaz amistad. Quizás por primera vez en su vida la Raimunda quiso caer en
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gracia. Y Krassnoff ya no quería nada. Agradezco sus buenas intenciones,
pero si nos quita la buena mesa ¿qué nos queda?, presiento que apeló él a lo
que la Raimunda posiblemente respondió: no sea llorón, piense en los niños
de África, además ya le dije, la comida no variará, sólo su preparación. Más le
vale, mijita, volvió a llorar Kassnoff, porque acá nos dan como único privilegio
poder elegir el almuerzo. Pues se están suicidando, interrumpió enfática la
Raimunda, perdone la brusquedad, pero se están matando con la comida que
eligen. Exagera, mijita, pudo haber dicho Krassnoff pero sospecho que
Raimunda volvió a interrumpir: dicen que un torturador no se redime
suicidándose pero que algo es algo, ¿quiere darles en el gusto? Ahí
posiblemente hubo un silencio incómodo, lo cierto es que la Raimunda
seguía mirando la tele mientras Krassnoff celebraba su sentido del humor. La
Raimunda, que no se reía mucho, esta vez se rio con él para luego volver con
paso firme a la cocina, fingiendo no percatarse de sus colegas, que la
observaban con curiosidad.

Esa vez tocaba puré con pollo arvejado. Repita después de mí, le había dicho
antes a Krassnoff: ar-ve-ja-do, no alverjado. Hay que respetar el uso popular,
le habría dicho el torturador y ella dio a su favor, sí, le dijo, tiene razón. Y ya
en la cocina orientó en su preparación. Use sólo aceite de oliva, última vez
que le coloca leche entera al puré, reduzca la sal en una cucharada, para la
próxima temporada compren arvejas y congélelas, no le eche cubo Maggie
por dios ¿quiere matar a estos hombres?, sólo aliños primarios como ajo y
orégano, hay que reducir el ají, aumente el jengibre y el cúrcuma ¿en serio
no conoce sus propiedades?, y de gaseosas nada, y perdone lo enfática,
nada, sólo jugo natural, no necesitan más azúcares que las que tienen las

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frutas, pero puede agregarle estevia. Todo esto yo lo imagino, nadie me lo
contó, no aparece en ningún diario, no se sabrá de nadie más. Trato de
reconstruir la historia con sentido. La Raimunda no era efusiva, pero sí
enérgica, ya lo dije.

Se rumorea que se acercó a la ventana y vio a un par de ancianos jugando


tenis. ¡Los rotitos!, declara uno de sus colegas que exclamó la Raimunda,
pero con un gesto de satisfacción nada sospechoso.

¿Cómo lo hizo para lograr su plan? No hay mucha información al respecto,


pero copio y pego la redacción del modus operandi que publicó Diario El
Mercurio el 16 de septiembre de 2013, en la página 5.

Según peritos informáticos de la fiscalía norte, la imputada habría visitado


hasta el 5 de septiembre diferentes páginas web con información sobre
venenos para ratas, algunas de ellas decían relación con veneno casero, por
lo que se infiere que trató de prepararlo ella misma. Cuando en el
interrogatorio se le preguntó por qué descartó el veneno hecho en casa, la
criminal respondió fríamente que ‘era mucho hueveo’. Los peritos
informáticos no han encontrado más evidencias además de estas páginas
webs visitadas, no hay llamadas telefónicas ni correos electrónicos
comprometedores, salvo la boleta por brometalina en su bandeja de entrada,
pues compró el veneno por internet. Dato curioso es que la asesina pagó más
por el envío que por el producto en sí. Cuando se le consultó el motivo,
manifestó que ‘me daba una paja enorme ir a la tienda’. Cuando le
consultaron por qué no eliminó ninguna evidencia, la mujer se extendió
explicando: ‘en primer lugar porque la justicia chilena es de una destreza

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increíble y me habría encontrado de inmediato; en segundo lugar, y la más
importante, porque no estaba ni ahí con hacerla piola’. El fiscal manifestó que
lo anterior da pistas sobre una personalidad convulsa con claros rasgos
psicopáticos, lo que hasta el cierre de esta edición está siendo investigado por
connotados psiquiatras nacionales de Santiago. Según se puede comprobar
en la factura, el veneno fue comprado el mismo día que le confirmaran que
sería puesta a prueba y, tal como se indica en la guía de despacho, llegó a su
domicilio justo el día anterior de ser utilizado.

Ya lo dije anteriormente: la Raimunda no dilató el plan. Sobre cómo lo llevó a


cabo de forma tan exitosa no hay demasiada información y yo no me atrevo
a aventurar, pues ni viendo fotos en Google puedo imaginar cómo es el penal
Punta Peuco por dentro. Pienso en cuál fue el momento que utilizó para
introducir el veneno en la comida o incluso cómo fue que logró ingresarlo a
una cárcel. Qué artimañas habrá utilizado la Raimunda, me pregunto, y
también se lo pregunto al resto. Nadie sabe, así es que para acercarme a la
verdad prefiero citar la información que apareció en el diario La Cuarta el 12
de septiembre de 2013, día posterior del acontecimiento.

El personal de turno, que estaba al pesque de la recién llegada, asegura que


la galla tuvo buena onda con Krassnoff, el que echadito atrás viendo la tele se
mataba de la risa con sus tallas. Así fue como la Raimu, como le dicen sus
pocos amigos, volvió a la cocina con un triunfo al hombro, ganándose el
respeto y admiración de sus nuevos colegas, a los que los milicos presos no
pescaban ni en bajá. Dio un par de recomendaciones, movió un par de
frascos, un par de cajas y botó la sal fina. Y fue todo. Los testigos no vieron

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nada, nadie sabe cómo ni en qué momento el veneno de ratas fue a dar a la
comida.

Lo cierto es que ese fatídico 11 de septiembre, alrededor de las 14:50 horas,


agonizaban en sus respectivos cubículos figuras emblemáticas de la dictadura
militar chilena como Moren Brito, Pedro Espinoza, Álvaro Corvalán, Manuel
Contreras y el resto de sus secuaces. Miguel Krassnoff, en cambio, que
también agonizaba, lo hacía echado en el sillón, frente a una tele sin
volumen, ahí mismo donde un par de horas antes se había reído con su
asesina. Eso dice la prensa que dijeron los testigos. Cuando el equipo de
paramédicos intentaba la reanimación, el único que quedaba vivo era el
Mamo Contreras, del que se dice botaba espuma por la boca y la nariz.
Algunos comentan que también por los oídos y el ano, pero yo lo pongo en
duda. Cuando se hubo confirmado la muerte de todos los internos, identificar
a la Raimunda como la principal sospechosa fue cosa de mera lógica y dar
con su paradero apenas un trámite: ni por pienso intentó esconderse o huir.
Fuerzas especiales irrumpió en su casa mientras ella, con su piyama de polar
puesto, se disponía a estrenar su cuenta de Netflix. Ni mucho peritaje ni gran
operativo necesitaron para capturar a la multicida, toda una frustración para
las distintas ramas armadas y de investigación.

Ahora la cuestión es por qué lo hizo si nunca se sintió llamada a nada. Yo


insisto con mi hipótesis: la Raimunda veía mucha tele. Sólo series y
documentales, de acuerdo al perfil que reconstruyo de ella, pero recordemos
que ese 2013 fue un año particularmente rememorativo de la dictadura
militar y del rol que cumplió cada una de las víctimas del puré con veneno de

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ratas. La Raimunda diría después que le dio rabia. Y ése es hasta ahora el
único móvil que se conoce del crimen: la rabia.

El 22 de septiembre apareció en El Mercurio una breve descripción de la


personalidad de Raimunda, después de haber sido estudiada por connotados
psiquiatras de universidades santiaguinas. En un recuadro de la página 6 –
recuadro al margen de una nota más extensa titulada “Cómo fue la infancia
de Raimunda Basoalto”- se mencionaban algunas de sus características
patológicas que a mí a todas luces me parecen exageradas. El recuadro parte
diciendo: Tras extensos análisis psiquiátricos que observan la personalidad de
esta extremista, se ha logrado esclarecer que la asesina de los militares
chilenos padece un notorio complejo de ensoñación, un estilo de vida tipo
parasitario, conductas violentas con alto grado de sadismo, rasgos narcisistas
de carácter, ausencia de metas realistas, carencia de sensibilidad frente al
sufrimiento ajeno, ausencia de sentimientos de empatía o remordimiento, así
como un alto nivel de desconexión con la realidad, todo lo cual la lleva a dar
respuestas absurdas e irónicas a través de las cuales demuestra no estar al
tanto de lo que ha hecho ni del daño provocado a la familia militar y sociedad
chilena.

La prensa se obsesionó durante años con la Raimunda, hay que decirlo. Y ella,
aunque nunca fue muy efusiva, se veía que lo disfrutaba. Su rostro, que por
temor al mal uso parecía no haberse usado jamás, en las fotografías revelaba
un nuevo gesto, una expresión graciosa que no era precisamente alegría, me
atrevo a juzgar que era sólo buen humor. Desde un comienzo se convirtió en
una especie de rockstar y siempre afuera del juzgado, e incluso de la cárcel,
hubo seguidores y detractores. Hay poleras con su rostro. Ceniceros también.
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El 13 de septiembre del año 2015, cuando ya llevaba dos años en la cárcel de
alta seguridad y pesaban sobre ella dos cadenas perpetuas, el diario El
Mostrador le hizo una extensa entrevista, la que no transcribiré completa por
cuestión de espacio pero me interesa apuntar algunos comentarios que
llamaron mi atención, como: me sacudió una felicidad inconsolable cuando
supe que habían muerto todos. ¿Por qué lo hiciste?, insistió la periodista
justo después de esa frase. Porque tenía rabia, repitió la Raimunda.

P: ¿Crees que fue un acto de justicia?

R: En la medida de lo posible.

P: ¿No piensas que más bien fue venganza?

R: Venganza sería abrirlos con un corvo y tirarlos al mar.

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TIEMPO SAGRADO

Este es un día sábado como cualquier otro. A las seis de la tarde el hermano
Moraga, encargado del grupo de ciclista de la Iglesia Pentecostal Evangelista,
está preparado para acudir al templo. Camisa impecablemente planchada
por su amada esposa, corbata anudada por él mismo con inigualable
destreza, chaqueta escobillada por Pablito, su hijo mayor, calcetines oscuros
emparejados por Raquelita, su hija menor, y el pantalón de tela doblado y
sujeto en la bastilla con una pinza de ropa, estrategia infalible para que no se

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Ilustración de Naira Pérez, Buenos Aires. Instagram @nianimation

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dañara con el andar de su bicicleta pistera. Y su reloj, por supuesto, un reloj
de cadena que suele guardar en el bolsillo superior de la chaqueta, regalo del
pastor de su iglesia como un reconocimiento a su disciplina, santidad y
abnegado compromiso con la congregación. Cada vez que saca el reloj
delante de su familia, se hace un silencio solemne que termina con el
carraspeo de la amada esposa, quien no puede disimular su orgullo por la
autoridad que recae sobre su marido con tal significativo regalo.

Continuando con su rutina sabática, a las seis y media de la tarde el hermano


Moraga coge su bolsón negro -el que su esposa e hijos ya tienen preparado
con la biblia, el himnario y un pañuelo- se lo atraviesa en el torso y echa a
andar su bicicleta con destino al templo. Mientras tanto Raquelita se encinta
las trenzas, Pablito lustra sus zapatos y la amada esposa amarra su
abundante pelo en un moño para alcanzarlo a las 8 pm, hora en que empieza
el culto.

Este es un día sábado como cualquier otro. El hermano Moraga avanza por el
camino rural con una satisfacción frecuentemente experimentada: se siente
complacido con la familia que ha formado, a quienes esa tarde ni siquiera
tuvo que levantar la voz. Agradece a dios por haberle dado una esposa tan
cristiana, tan virtuosa, y protégela, Padre, que no la destruya este mundo
traidor, canta mientras avanza en su bicicleta. Piensa en que no le desagrada
en lo absoluto el trabajo que lo mantiene ocupado de lunes a sábado como
cuidador de un fundo, al fin y al cabo eso lo convierte en capataz, le asegura
una vivienda decente y sus hijos heredan la ropa y juguetes de los niños del
patrón. Al pasar por la casa de unos vecinos que capean el calor bebiendo

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cerveza bajo la parra, el hermano Moraga se siente afortunado de haber
encontrado el buen camino a tiempo.

De lejos observa a una muchacha caminando, admira su falda larga elevarse


levemente por el viento de la tarde y sonríe, reconoce en ella a la hija del
hermano Soto, adolescente flacuchenta que ya pinta para bella, tal como él
se lo manifestó días antes a su padre y éste sonrió satisfecho. Mijita, la llevo.
La muchacha lo mira con timidez y responde que no, que muchas gracias. No
sea vergonzosa, mijita, yo la llevo a la iglesia ¿Tiene ensayo del coro? La
muchacha asiente, pero repite que no, que muchas gracias. El hermano
Moraga no quiere ser un cargante, así es que en cambio decide bajar de la
bicicleta y caminar a su lado. La muchacha guarda silencio y se abrocha el
chaleco. Avanzan pesadamente por el camino de tierra sin conversar, a cada
paso que dan se levanta una débil estela de tierra que ensucia los brillosos
zapatos del hermano Moraga, pero lo peor es cuando pasa algún automóvil,
arrojando polvo que se guarda en el cabello e impulsando piedras que van a
dar a las pantorrillas. Entonces mira el hermano el pelo y luego las
pantorrillas de la muchacha y sonríe. Se atreve a comentar lo bonito que le
queda ese moño. La muchacha esboza una sonrisa mientras aprieta
fuertemente la biblia que lleva en su mano.

¿Está cansada, mijita? No, hermano, estoy bien. ¿Segura no quiere que la
lleve? No, si a mí me gusta caminar, gracias. ¿Me tiene miedo? No, hermano,
las cosas que dice. Entonces vamos en bicicleta, mejor será, para que usted
alcance al ensayo y yo a la prédica con los ciclistas. El hermano Moraga saca
de su chaqueta el reloj de cadena. Falta un cuarto para las siete, dice, no le
agrada a dios la impuntualidad, tampoco la desconfianza, menos con uno de
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sus siervos más queridos ¿sabe usted por qué tengo yo este reloj? La
muchacha asiente. El hermano Moraga se monta en la bicicleta y la
muchacha se sienta en el fierro. Empiezan a andar.

¿A usted le gusta la música mundana, hermanita? No, hermano, mi papá dice


que es pecado. Está bien eso, yo tampoco dejo que Raquelita la escuche. A
Pablito sí. Dice la Biblia que Dios perdona los placeres culpables de los
hombres, siempre y cuando uno reconozca que es culpable de ese placer. A
mí, por ejemplo, me gustan las rancheras. Ese será nuestro secreto. ¿Le canto
una? El hermano Moraga no espera la respuesta y empieza a cantar: A mí me
gustan mucho, mucho, las mujeres/ que sean igual que las potrancas de
carrera/ pero me gusta conocerlas chiquititas/ para amansarlas y hacerlas a
mi manera3… ¿La conocía? No, no me gustan las rancheras, son tristes. ¿Pero
ésta le gustó? No sé, es bonita. ¿Sólo eso? Y romántica. ¿Le molesta mi
pierna? … No… Ah, ya, y disculpe que le roce el potito, hermanita, es por el
pedaleo. La muchacha no responde. El hermano Moraga acerca la nariz al
cuello de la niña, ella tirita, él se distancia. Empieza a silbar la misma
ranchera. ¿Le molesta el fierro en los muslos? No, hermano… bueno, sí, un
poco, prefiero caminar. Ya, si falta poquito, estamos por llegar, ¿o me tiene
miedo? La muchacha guarda silencio. Eso que le molesta en la espalda es el
sillín de la bicicleta, por si acaso, bromea el hermano Moraga mostrando sus
dientes amarillos en una risa breve. La niña salta de la bicicleta, cae, se
lastima la pierna. ¿Qué le pasó, mijita? Nada, me caí, tan tonta yo, se
apresura a responder. Chuta, a ver, déjeme verle la rodilla. El hermano
Moraga se le acerca, ella retrocede, la toma de la cintura con fuerza. Déjeme,

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https://www.youtube.com/watch?v=RFJjK7BFFFE

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hermano, dice la niña en un hilo de voz. No se asuste, mijita, es para
consolarla. La atrae contra sí. La niña llora. Ya, ya, le dice él, y acerca sus
dientes amarillos a la pequeña boca juvenil. La muchacha lo empuja
suavemente. Perdón, dice ella tratando de reír, es que me asusté. Él se
acerca de nuevo de la misma forma. La muchacha vuelve a empujarlo, ahora
con fuerza. Algo cruje en la chaqueta del hermano Moraga. Palidece. Con
calma saca del bolsillo superior el reloj de cadena hecho trizas.

La muchacha echa a correr.

A las ocho de la tarde de este día sábado el hermano Moraga está sentado en
la primera fila del templo, visiblemente acongojado, con la cabeza gacha y
sosteniendo la mano de su amada esposa. En el coro de la iglesia que da
inicio al culto, una muchacha llora mientras canta.

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DOS MIL ONCE

Cuando la señora Norma se sentaba frente al televisor las tardes de invierno,


no le podía faltar la manta cuadrillé para cubrir sus piernas, el bastón
apoyado en el sillón de mimbre y el caldo nocturno que solía tomar cuando
ya se enfriaba. A pesar de haberse reído bastante con la telenovela de las
ocho, frente a las noticias de las nueve solía rechinar los dientes, golpear la
cuchara contra el plato salpicando sopa en la manta cuadrillé, o golpear
reiteradamente el bastón contra la baldosa roja de su cocina-comedor.

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Ilustración de José Manuel Valencial, Talca. instagram.com/j_m_valenciasalas

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Le preocupaban los portonazos, la pedofilia y el calentamiento global. Le
angustiaban las acusaciones de abuso sexual contra sacerdotes y el asteroide
que se acercaba a la Tierra. Le impactaba y atormentaba que aún se siguieran
encontrando restos de los cuerpos en la Isla Juan Fernández y que nunca más
vería en vivo a Felipe Camiroaga, cuya muerte lloró en silencio aquel día
lunes junto a los animadores que lagrimeaban frente a la cámara.

Pero eso no era todo: a la señora Norma le disgustaba de sobremanera y


hasta se le descomponía la presión cuando veía los destrozos que los
estudiantes malagradecidos y cobardes hacían en las distintas ciudades de
Chile. Malagradecidos porque tenían becas y créditos; cobardes porque se
encapuchaban y actuaban en masa. Cabros de mierda, murmuraba la señora
Norma, mocosos pelientos. Dónde están esas madres, dónde esos padres,
dónde las fuerza de orden. Cómo iba a tolerar ella ver el gallinero en que se
había convertido el país que el general había dejado tan limpio, tan próspero.
Cómo iba a ser posible tanto revuelo. ¡Si son unos mocosos! ¡No saben ni lo
que piden! Se aprovechan de la ineficiencia de Piñera, que le faltan los
cojones para poner orden como corresponde. Puras Fuerzas Especiales que
juegan al corre que te pillo, apalean a algunos, encierran a otros, pero no son
capaces de amedrentar a nadie. ¿Educación gratuita? ¡Pamplinas! Divertirse
es lo que quieren. Provocar. Perder clases. Sentirse parte de algo. Así mismito
era por aquellos años.

Así pensaba la señora Norma mirando la tele a las nueve de la noche y así se
lo comentaba a la señora del almacén durante la mañana. Esto no tiene ni
una gracia, le decía la señora Norma a la señora del almacén, es puro
vandalismo a vista y paciencia de todos. Las autoridades no tienen autoridad,
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las fuerzas armadas no están armadas y los estudiantes no estudian. ¿A
dónde vamos a llegar, válgame dios? Ya no hay respeto por nada, estos mal
arriados piden educación de calidad y lo que menos hacen es ir al colegio.
Con lo que costó armar este país. ¿Se acuerda usted de cuando gobernaba el
General? Ahí sí que andaba todo ordenadito pues, ahí sí que daba gusto salir
a las calles pues, tanto respeto, tanta justicia, tanto orden. ¿Se acuerda
usted? Y la señora del almacén nunca opinaba de nada, pero siempre estaba
de acuerdo en todo.

Ese día jueves la señora Norma andaba a las once de la mañana buscando su
pensión. Llovía descaradamente. Pero así como la lluvia no le impidió ir a
hacer la cola a la caja de compensación, tampoco les impidió a los
estudiantes salir otra semana más a la marcha. Se dirigía a tomar la micro
cuando se encontró con la multitud de secundarios, universitarios y
profesores marchando con banderas y carteles empapados, cantando
inarmónicamente ‘vamos, compañeros, hay que ponerle un poco más de
empeño…’. La señora Norma, cuya espalda empezaba a contraerse, las venas
a inflamarse y un ojo a tiritar, evitaba mirarlos. Golpeando impaciente el
suelo con su bastón y con la otra mano sosteniendo un paraguas, esperaba
que se terminara la fila de jóvenes para cruzar hasta la Avenida Dos Sur a
tomar la micro. Pero la columna humana era interminable, más y más
carteles, más y más banderas, más y más voces continuando la canción
‘…salimos a la calle nuevamente, la educación chilena no se vende ¡se
defiende!’.

Ella no quería escuchar tonterías, pero la multitud la obligaba a mantenerse a


una orilla de la calle, empapándose los pies, tratando de concentrarse en otra
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cosa, pensando en lo calentita que estaría su casa al llegar, decidiendo que
este mes compraría más sopas maggi para la cena y no pediría fiada la carne
molida. Pero el cambio de la arenga de la multitud la hizo clavar los ojos en
los jóvenes que saltaban frente a ella gritando ‘el que no salta es Pinochet, el
que no salta es Pinochet’.

Entonces a la señora Norma como que le quiso dar algo. Las voces que en su
cerebro la invitaban a distraerse pensando en banalidades, se acallaron y
dieron paso a otras voces más radicales. El que no salta es Pinochet, el que
no salta es Pinochet. Sus puños, como por reflejo, apretaron el bastón y el
paraguas. Cabros de porquería, pensó que pensaba pero lo estaba diciendo. Y
ahí mismo se acercó a la muchedumbre y empezó a dar bastonazos a los
jóvenes que, sorprendidos, le hacían el quite entre asombro, cantos y risas.
Cabros de mierda, decía ella, el general salvó a este país, sin él estarían
haciendo filas para comer. Y dejaba caer el bastón contra quien pasase por su
lado, sea hombre, mujer, profesor, apoderado. ¡Comunistas! ¡Lacras!
Vociferaba la anciana con el bastón en alto a la vez que trataba de mantener
el equilibrio. Resistiéndose al golpe, uno de los manifestantes la botó de un
manotazo. Algunos quisieron ayudarla a ponerse de pie, pero a punta de
bastonazos y paraguazos debieron abandonar su intento. Se acercó un
carabinero a asistirla, recibiendo también la negativa de la anciana, quién le
grito en la cara que ahora los pacos eran niñeras de los revoltosos. A duras
penas y mojada hasta el calzón, se puso de pie ayudada por su propio bastón
y, aún con éste en alto, dejando caer dos o tres golpes más, cruzó la calle
para dirigirse a tomar la micro a la Avenida Dos Sur.

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LA ESTATUA

Mi mejor amigo es el padre John y es mucho mejor que tener amigos de mi


edad, porque me deja ganar en los juegos y me termino llevando los dulces.
El padre John es comprensivo y juvenil, me entiendo cuando estoy enojada y
siempre dice que los niños no debemos pasar tantas horas sentados frente a
un pizarrón, que se aprende mejor fuera del aula. Por eso deja que yo me
vaya a su oficina en horarios de clase y me defiende cuando me escapo de la
sala y de la Miss. Déjela no más –le dice el padre John con su voz relajada

5
Ilustración de Paola Alarcón, Talca. instagram.com/mapache_amarillx

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pero firme- los niños también se estresan. La Miss le dice, como hablando
entre dientes, Padre, la Amparo debe estar con el resto de sus compañeros.
Quizás la Amparo deba estar donde se sienta mejor, remata el padre con una
amable sonrisa. Sé que la Miss se muere de rabia y luego me mira de forma
extraña, como hablándome entre dientes con la mirada, como mirándome
entre dientes. Yo le doy la mano al Padre John, que me la aprieta suavecito.
La Miss sigue mirándome, no se rinde. Tampoco yo me rindo y entonces me
adelanto a la frase con la que siempre la despacha el padre: continúe con su
noble labor, profesora. El padre John larga una carcajada y me revuelve el
pelo al tiempo que entra conmigo a su oficina.

Mi mejor amigo es el padre John y siempre me espera con dulces. Entramos a


su oficina y mientras él empieza a cerrar las persianas blancas, yo empiezo a
abrir las gomitas que están sobre la mesa. Te compré de esas porque son
más blandas y sé que te gustan, dice el padre. Son mis favoritas, le digo,
aunque la azúcar al principio me raspa y después me pica. Él sonríe y se
sienta frente a mí con mirada tierna, pero de inmediato se pone de pie y le
coloca seguro a la puerta. Vuelve a sentarse y a entonar esa mirada. No
puedes comer todos los dulces de una vez, murmura entrecortado, tienes
que dejar para el juego. ¿A qué vamos a jugar ahora? ¿A qué te gustaría jugar
a ti? ¡A la estatua! Entonces los dos nos ponemos de pie.

Mi mejor amigo es el padre John y jugamos a bajarnos los pantalones. ¿Le


gustará un dulce a tu boquita? me pregunta y me echa un dulce a la boca. ¿Le
gustará un dulce a tu otra boquita? y me coloca el frugilé en mi pompis de
adelante, metiendo la mano entre el calzón. Ahí la acomoda con mucha
calma y eso me mata de risa, pero no me muevo. El popó está celoso,
23
démosle una gomita al popó, dice el padre con voz triste, entonces me baja
un poco más el pantalón y trata de colocar una gomita en el popó, pero se
cae. Ah –exclama- es un regodeón, mejor me la como yo. Y me pide que lo
mire cuando la saborea. Después saca la gomita de mi vagina y también se la
lleva a la boca. Yo muero de risa. Ahora es mi turno y debo echarle dulces
adentro del pantalón. Se coloca de pie, se abre la sotana y finge ser una
estatua. Entonces yo tomo un puñado de dulces con envoltorio y se lo coloco
en su pompis de adelante que ya empezó a crecer. Acomodo los dulces entre
sus calzoncillos. Él se mantiene quieto, pero si no consigo que se mueva
pierdo el juego. Debo agitar los dulces dentro de su calzón. Mientras más los
mueva, más pronto puedo lograr que él se estremezca. Si la estatua se
mueve, el padre pierde y yo gano. Si yo gano, y siempre gano, me quedo con
el resto de los dulces. Entonces los muevo y muevo hasta que el padre ya no
aguanta las cosquillas y se tiene que apoyar sobre el escritorio haciendo
ronquidos. Toma los dulces restantes y, con el mismo envoltorio, los coloca
dentro de mi calzón. Yo vuelvo a reírme y salgo corriendo de su oficina, con
los dulces sonando entre mi ropa.

24
6

PALÍNDROMO

En el café.

A Alan siempre le gustó la farándula y quería una muerte así, quería una
muerte farandulera. Así habla Ana, acomodándose el pelo y moviéndose con
gestos rápidos, siempre moviéndose con gestos rápidos como si estuviera a
punto de irse o acabara de llegar. Yo la oigo bebiendo cerveza y pensando en
lo singular de su nombre, el único nombre capicúa que conozco. ¿No te
parece farandulero su suicidio? Me interpela y yo digo que sí, que claro, que
era evidente, pero en realidad sigo pensando en los nombres capicúa y
empiezo a revolver las letras armando palabras como azevrec, como Nala,
como aludnáraf, como Anifled.

6
Ilustración de Paula Espinoza, Santiago. instagram.com/peulesp

25
Cabro de miéchica, dice Ana optando por beber al tiempo que meneaba la
cabeza con desaprobación. Miéchica. Acihceim. Ésa ni siquiera es una
palabra. Pero Ana jamás diría un garabato, por eso no pudo decir cabro de
mierda. Adreim. Ésa al menos puede pronunciarse.

¿Y por qué se ótam? La quiero animar a continuar pero no puedo evitar no


sólo reír, sino que salpicar cerveza de la que tengo en la boca. Deja mi
nombre tranquilo, dice sin inmutarse a la vez que picotea algo de maní.
Perdón ¿por qué se mató? Por confundido, por exagerado. Y me mira con
provocación. Yo me encojo de hombros y ella continúa: no sé, no sé, por
morirse, por llamar la atención, por farándula. Se mató por morirse, repito
yo. Claro, sentencia ella, ¿no te parece la más simple de todas las
explicaciones? No se andaba con intentos fallidos el chiquillo, quiero
distender. Eso no es exacto –vuelve a menear la cabeza-, tenía cortes en los
brazos y las piernas, quizás este fue el intento más fallido de todos, porque
éste sí le resultó. ¡Cabro de miéchica!

-o-

Alan.

A su madre la violaron en la azotea de un edificio céntrico mientras hacía


aseo. Él fue el fruto o consecuencia de esa violación. Nadie lo llamaba por su
nombre, él sólo se identificaba por Macám y así le gustaba que le dijeran. Su
infancia en los suburbios de la ciudad no fue tan lamentable como algunos
pretenden y podrían imaginarla, la despreocupación materna le ofrecía más
libertad que abandono y a determinada edad ya empezó a frecuentar ciertos
grupos que lideraba sin entusiasmo. El Macám sentía más atracción por la

26
comodidad que por el poder, más apego a los sueños que a la codicia. En el
fondo, o incluso en la superficie, era un romántico. Y de sueños empezó a
hacerse y asirse su vida cuando alrededor de las viviendas asistenciales que
poblaban aquel suburbio se construyeron casonas pensadas en alejarse de la
ciudad, rodeadas de árboles ornamentales para ocultarlas de miradas
intrusas, para evitar el fisgoneo de los pobladores, para marcar un límite.
Ellos sabían a lo que se exponían, pero no lo iban a aceptar. La primera vez
que el Macám entró a una de esas casas fue a la de un parlamentario, se
bebió todo el wisky que tenía en el bar y, ebrio, se durmió sobre un futón. Allí
fue hallado por la nana que cuidaba la casa y posteriormente por la policía.
La segunda vez ingresó a la casa de un empresario de textiles y de allí extrajo
–y logró salir airoso- una bandeja de plata y una cámara fotográfica. La única
foto que logró tomar fue la de su madre mirando confusa la bandeja antes
que los carabineros irrumpieran en su vivienda llevándose, además, las dos
matas de marihuana que con ahínco había cultivado. La tercera y última vez
ingresó a la casa de una jueza, se vistió con su ropa y pintó con su maquillaje,
siendo encontrado así por la misma jueza que lo redujo sin dificultad hasta
que llegó la policía. Ahí se habló de la puerta giratoria, de la temeridad de los
delincuentes jóvenes, de la reinserción social, del centro de niños infractores.
Y fue internado en el Sename.

-o-

En el café.

Hicimos todo lo posible. Le dimos todo lo que necesitaba y podíamos


conseguir para él. Alimentos, un hogar, salud, psicólogo, talleres de

27
reinserción. Él fingía interesarse, pero no se interesaba, dice Ana después de
pedir otra botella de cerveza. Le dimos todo y él no puso nada de su parte.
Este cabro tenía pajaritos en la cabeza y quería ser artista, de eso hablaba
todo el tiempo, de que algún día actuaría en una gran obra. ¡Quería ser
actor! ¿Puedes creerlo? Yo pienso, aunque parezca ridícula, en la belleza de
ese anhelo, pero sólo me atrevo a preguntar, para parecer que estoy de su
parte, ¿y tenía futuro, siquiera? ¿Qué? Se espanta Ana. Talento tal vez tenía,
pero futuro, futuro. Ya ni sé lo que es eso. Sonrío. Ana no me pregunta por
qué sin embargo se lo digo: me gusta que ya no seas tan paternalista.
¿Paternalista? Maternalista, querrás decir, y no, no se puede ser maternalista
con estos cabros que han tenido madres de sobra. Estás agobiada, digo
ofreciéndole un cigarro y sabiendo que lo rechazará. Estoy más que eso, dice
alzando la mano en señal de rechazo, estoy derrotada. De eso te gusta
escribir a ti ¿no? De la derrota. Pienso en pedirle que no me ataque, que sé
que quiere que la convenza de lo contrario, que no busque conflicto porque
me cuesta evitarlo, pero sólo atino a responder que sí, que de eso es de lo
único que se puede escribir.

-o-

Ana.

Tu nombre es capicúa, le dije cuando se presentó. Con mirada aguda


preguntó que qué era eso. Cuando una palabra o una cifra se puede leer igual
de atrás hacia delante, expliqué. Recién ahí sonrió y mencionó algo de una
película sobre el círculo polar, la que yo hasta hoy no veo pero le dije que sí,
que me encantaba. Y me invitó a tomar té. Era el año 2010 y por confusas

28
razones yo andaba queriendo entrar a las juventudes comunistas para
hacerle oposición a Piñera, Ana era la secretaria política comunal o regional
de la jota y me atendió en su casa. La sede se cayó para el terremoto, me
explicó, pero estamos trabajando exhaustivamente para reconstruirla. No
supe qué decir y probablemente miré la cuidada decoración de la pequeña
casa. Cuéntame, dijo Ana una vez que sirvió el té, por qué quieres sumarte a
la alegre rebeldía. Cómo amaba ese término: alegre rebeldía. Y yo sólo
respondí que no sabía, que de rebelde tenía algo pero de alegre no mucho. Y
ella se rio y me dijo que estaba bien, que no tenía por qué saberlo ahora. Lo
que nos une es que estamos en contra de la injusticia, dijo ella, y ahí
mencionó algo sobre el antimperialismo y sobre el capitalismo que estaba
depredando todo a su paso, todo lo que toca lo destruye, agregó. Hay vida
después del capitalismo, dije yo citando a no sé quién, pero es más difícil
imaginarse fuera de éste que realmente salirse. ¿Tú crees que todo esto es
problema de imaginación? Preguntó ella riendo. Sí, Ana, dije yo nombrándola
de atrás para delante, puede ser un problema de imaginación. Eso es bueno,
sentenció, necesitamos gente creativa en la jota. Y me quedé por un tiempo,
hasta que Ana se tituló de la universidad como una psicóloga destacada,
como una militante disciplinada, como una mujer íntegra que juraba dar la
vida por el partido. Me quedé hasta que fueron Gobierno. Y entonces Ana
entró a dirigir el Sename.

29
-o-

En el café.

Siempre le gustó llamar la atención, dice acomodándose en su silla, como


hundiéndose progresiva y lentamente, aunque quizás ése sea un juicio
demasiado ligero de mi parte, reflexiona luego. Si le gustaba o no qué más
da, lo cierto es que nunca pasó desapercibido. ¿Lo conocías bien? Pregunto
yo al rato, entendiendo que ya no hablaremos de otra cosa. No tanto como
me gustaría ostentar, pero más de lo que pude evitar. Cuando me fui a
presentar ¿sabes para qué me interrumpió? Para preguntarme si era cierto
que yo era actriz. Siempre te he dicho que esa es tu arma secreta, la
interrumpo. Pero no soy actriz, me aclara ella, y se lo dije, estudié teatro pero
no soy actriz ni estoy aquí por eso. ¿Y sabes qué me dijo él? Dijo no importa.
Eso dijo. No importa, total yo sí voy a ser actor. En el momento no lo entendí
y seguí con mi discurso, pero ahora pienso que él necesitaba con ansias un
referente y yo no fui capaz de serlo. No tenías por qué serlo, trato de
consolarla. ¡No tenía por qué serlo!, exclama interrumpiendo un trago de
cerveza, ¿crees que no me digo eso a diario? ¿crees que nadie más me lo
dice? Tú sabes de estas cosas, no repitas lo mismo que el resto. La arenga
emocional es esa: no estoy para salvarle la vida a esos niños ¿en serio?
¿entonces para qué miéchica estoy?.

-o-

Alan.

Para Macám el SENAME no fue una cárcel ni mucho menos un castigo. Allí se
sentía a sus anchas recorriendo el viejo edificio con la misma devoción que
30
recorría las lujosas casonas, con la salvedad que no había lujos, pero el hecho
de contar con puertas verdaderas en los baños ya lo hacía sentir confortado.
En el Sename conoció a otros jóvenes infractores cuyas historias delictuales
le aburrían enormemente, cuya adicción al neopren le parecía patética, cuya
falta de higiene consideraba una aberración. Pudo haberse ganado un
sinnúmero de enemigos, sin embargo su histrionismo, negro sentido del
humor y capacidad de burlarse de todos incluido él, le jugaron a su favor el
respeto y cariño no sólo de sus compañeros. Allí, en el Sename, Alan
encontró el amor. No en el sentido filial, sino en los testículos de uno de los
cuidadores que desde un comienzo le dijo ‘yo te voy a proteger’ y nunca
necesitó hacerlo. Ese día fue a él a quien siguió hasta el edificio de la plaza de
armas para encontrarlo, en el despacho del abogado del centro, con los
pantalones abajo y el pene en una boca que no era la suya. Sin preámbulo
subió hasta la azotea y desde allí se lanzó, con los brazos abiertos y sin emitir
palabra alguna.

-o-

En el café.

Lo tenía planeado, estoy segura que lo tenía planeado. Quizás cuántas veces
antes los había visto juntos, averiguó cómo se podía llegar a la azotea, qué
obstáculos debía sortear para llegar a ese costado, cuántos metros separaban
a ese punto de la plaza de armas y cuántos del registro civil, si caería sobre la
calle o sobre la vereda, qué hora sería la más concurrida. Así era él. No era el
tipo de suicidas que tomaría pastillas y se iría a morir sobre la cama. Podría
haberlo hecho en un yacusi, pero debía tener pétalos de rosas. ¿Era gay?

31
¿Piensas que era gay por querer pétalos de rosas en el yacusi? No, pienso
que era gay por obsesionarse con su cuidador. No te aventures con esa
historia, no es que quiera ocultarlo, pero no puedo hacer nada con el
funcionario hasta hacer una investigación exhaustiva. Son muchas
investigaciones juntas, la policía no se ha pronunciado y el sumario interno se
demora. Me hace sentido eso que dices, añade cuando ya se hubo cansado
de dar explicaciones que no pedí, eso de la obsesión. A veces pienso que
todas las obsesiones son nocivas.

-o-

Ana.

Sí, Ana era comunista, pero buena persona. Aun así los estados de las redes
sociales profitan moralidad con su nombre dado vuelta. Me gusta igual: Ana
es un personaje. Le carga que le diga esto, le carga que le recuerde que
estudió teatro. Como si ser artista fuera la salvación a algo, dice Ana cuando
le toco el tema, como si el artista de verdad hiciera por el pueblo lo que el
alma hace por el cuerpo. A quiénes han salvado esos alumbrados. Debo decir
que Ana amaba el arte, pero su aversión por los artistas contemporáneos era
clara y alcanzó niveles polémicos cuando en la universidad de Valparaíso se
enfrentó al jefe de la carrera de teatro, lo demandó por acoso sexual y
abandonó sus estudios. Los mesiánicos son los peores, decía Ana cuando
empezaba a hablar de aquello, ¿han visto que en todas las áreas surgen
Mesías? En la religión, el arte, la política. Todos se creen salvadores. ¿Y se
han fijado que son todos hombres? Son ellos los del complejo mesiánico:
Cristo, Hitler, Joyce, Maradona, el Che, Antares de Luz. La Ana era bastante

32
feminista para ser comunista. Pero el punto es que era comunista y buena
persona y eso hizo que yo me alegrara cuando llegó a dirigir una carpeta tan
fea, tan añeja, tan manoseada como el Sename.

-o-

En el café.

Por una parte igual fue bueno que se matara ahí y no en el recinto ¿no? Le
digo tratando de animarla como sea. Ana hace una mueca, esa mueca se
transforma en sonrisa, luego pasa a ternura, esa ternura se transforma en
pena, esa pena se transforma en nostalgia y me dice: pero hubiera sido mejor
que no se matara nunca. ¿Por qué, por evitar este caos? Se queda un rato en
silencio y responde que también por eso. También por eso, dice, pero no sólo
por eso. Es difícil de explicar. Ningún joven debería necesitar suicidarse. Ana,
le tomo la mano, si no existiera la posibilidad de dejar de existir, qué
heroísmo tendría seguir vivo. Pero qué existencialista eres, mujer, debe ser
agotador. Lo es, Ana, y es agotador seguir vivo para alguien que nació
excluido y que no tiene muchas opciones. Me gusta cuando te pone
comunista, me sonríe, hubieras sido un buen cuadro si siguieras militando. Yo
no puedo ser un buen cuadro, Ana, yo soy hexagonal. Yo creo que él era feliz
¿sabes?, me insta a retomar el tema, yo creo que él pudo haber llegado a ser
feliz, pero tomó una mala decisión. Obsesión, decisión, estamos usando
palabras horribles. Piénsalo de este macabro pero optimista modo: tomó la
mejor de las malas decisiones, Ana, la que no le traerá ninguna consecuencia.
Eso es lo terrible, mujer, eso es lo peor.

-o-

33
Alan.

Había visto una fotografía llamada ‘la suicida más hermosa del mundo’ y
aparecía una mujer que se lanzó de un décimo quinto piso, cayó sobre una
limusina y su pose era de serenidad absoluta, con elegancia y belleza. Él solía
preguntarse si ella sabía que iba a morir bella, si midió el riesgo de lanzarse
de un décimo quinto piso y quedar molida, con la cabeza partida, con la cara
reventada, con las piernas rotas, con la falda en la cintura. Se preguntó si ella
llegó a pensar que moriría bella, si llegó a desear morir bella. De todos modos
se había pintado los labios.

La vio en una revista que tenía la recepcionista del centro y arrancó la página.
La andaba trayendo doblada en su billetera y producto de los dobleces ya no
se percibía la belleza de la mujer, pero el título seguía siendo el mismo: “La
suicida más hermosa del mundo”. Los edificios altos le llamaban
poderosamente la atención: allí arriba podía pasar cualquier cosa, ya sea
engendrar una vida o provocar la muerte. Y ambas eran posibles para el
Macám, que palpó por última vez el papel cuché de la revista esa tarde que
decidió seguir a su cuidador.

-o-

En el café

A Alan siempre le gustó la farándula y quería morir así, quería una muerte
farandulera. Pero ahora no puede disfrutar de eso. No tiene sentido haber
sido portada de diario si él no puede verse y si en unos meses nadie lo
recordará. Capaz que ni yo lo recuerde. Así habla Ana moviéndose con gestos
rápidos y yo no sé qué decir para consolarla, porque estoy dudando de que
34
necesite consuelo y sólo logro decir que quizás a él no le importaba tanto y
que, de todos modos, no faltará quien hable de él, que siempre quedará en la
memoria de la ciudad el suicidio de un joven en pleno centro. No, mujer,
insiste terca como siempre, su muerte no le servirá a nadie. Quizás después
habrá una obra de teatro, así como del caso de la Calchona, le digo, al fin y al
cabo es una historia interesante. Eso es puro morbo, dice sirviéndose
cerveza, aunque es lo único a lo que estos cabros pueden aspirar: al morbo
de las páginas policiales. El Sename es una página policial, Ana, siempre lo
supiste.

Entonces suspira y enciende un cigarro. Me lo pasa. Ana, le digo


nombrándola de atrás para adelante, yo siempre querré escuchar tus
historias y fumarme los cigarros que enciendes, pero si el cabro se quiso
matar tú no podías hacer nada al respecto. Se mató porque quería morir.
Punto. Se mató porque quería morir, ríe de mala gana, esa es tu explicación.
Se mató porque estaba enamorado, mujer, y porque estaba desesperado,
por la obsesión y la decisión. Da igual, Ana, el cabro sabía de sobrevivencia
pero ahora no la quería, expongo yo, nadie podía evitarlo, todos los caminos
conducen a la etreum. Interrumpió el sorbo con una carcajada espontánea,
salpicando cerveza a su alrededor, y se empieza a limpiar con el puño. Deja
mi nombre tranquilo, dice.

35
7

TÚ CONOCES A ONETTI
a C. Nail

Todo empezó con la visita que le hice a la profesora hace como un mes. Para
ser franca no es que fuera a visitarla por voluntad, ella me llamó para que lo
hiciera e, igual que las veces anteriores, me hice la desentendida un par de
días hasta que me pesó la conciencia: le tenía cariño y agradecimiento a
pesar de su carácter frenético y agotador.

7
Ilustración de Carolina Medina, Dublín, Instagram.com/crayolinailustration

36
Se había accidentado y estaba usando bastón y bota ortopédica. ¿Te parezco
patética? -dijo apenas saludó- debiste haberme visto con yeso y saltando
entre dos muletas. ¿Cómo le fue a pasar esto?, pregunté sorprendida y
culpable de no haberme enterado antes. La única pregunta es qué voy a
hacer con esto, reflexionó enfática mientras se dirigía a la cocina. Perderé
todo el primer semestre en la universidad, quizás pierda más. Los jóvenes no
saben lo que tienen. No entendí la última frase, aun así le hice ver que
hablaba como si tuviera 80 años, que la recuperación sería lenta pero no
eterna, a lo que respondió que a esta edad todo era lento y el resto era
eterno. Hacía preguntas de buena crianza mientras se afanaba en el café,
pero se quejaba tanto que tuve que terminar de prepararlo yo.

¿Sabías que Piglia es plagiador? Me gritó desde el living y preferí no


responder, fingí no haberla oído. Yo era consciente y víctima de su afición por
los libros y su obsesión por inesperados temas lograba ser perturbadora. Ella
también fue víctima de aquello, si al fin y al cabo todos somos esclavos de
nuestro objeto amado. Una vez, años antes, me llamó por un libro del que
recordaba una escena pero nada de la historia, ni del título, ni del autor. Era
un hombre triste y solo, me decía, un hombre que trabajaba en un lugar
aislado y la empleada de la casa donde se hospedaba era una mujer vieja y
fea. Estos datos son importantes, repetía, hombre triste y solo, mujer vieja y
fea. Una noche el hombre triste y solo estaba tan triste y tan solo que la
mujer vieja y fea tiene sexo con él por compasión. La mujer vieja y fea se
entrega a este acto de consolación al prójimo y el hombre triste y solo está
sobre ella queriendo acabar y no lo consigue: la mujer vieja y fea en su
expresión sexual se veía más vieja y más fea que nunca. El hombre triste y

37
solo coge una bolsa y la coloca en la cabeza de la mujer vieja y fea para no
verle el rostro, pudiendo por fin llegar al orgasmo. La noche siguiente o
quizás noches más tarde, la profe no lo recordaba, el hombre triste y solo
volvía a verse atormentado. La mujer vieja y fea, para consolarlo, hace un
gesto aún más noble: lo invita al acto sexual con la bolsa ya puesta en la
cabeza. El hombre triste y solo, que también podía ser buen tipo, le quitó la
bolsa, le besó la frente y se fue. Eso recordaba ella. Dime de qué libro es, me
insistía en esa ocasión, tú has leído lo suficiente, tú deberías saber, tú quieres
ser investigadora, aunque yo te prefiero escritora. Me tuvo una tarde entera
escuchando la misma historia y añadiendo detalles insignificantes que
recordaba. Ella había decidido que era mi misión resolver su inquietud. Sólo
debes enfocarte en literatura latinoamericana de mitad de siglo o, me parece
más probable, de segunda mitad del siglo XX. No era del boom. Y lo anotaba
en un post-it para que no se me fuera a olvidar. Me llamaba semanalmente,
quería saber si lo había encontrado. Recuerda, insistía, literatura
latinoamericana, quizás argentina, quizás uruguaya, parloteaba a través del
teléfono. Hasta que tuve la genial idea de decirle que el libro era de Juan
Carlos Onetti, que se llamaba El viento sobre San Ricardo, que había sido
edición limitada y que seguramente ella lo leyó de una biblioteca pública
cuando las bibliotecas públicas del Cono Sur se aliaron para compartir sus
autores, pero que sería difícil conseguirlo de nuevo. A la segunda vez que lo
mencioné, se resignó. Por aquel tiempo yo venía recién saliendo de
pedagogía y ella había sido mi profesora de literatura. Siempre me tuvo
aprecio, yo creo que porque era la única que estudiaba con beca, y al poco

38
tiempo me contrató como su ayudante. Ahora habían pasado los años y
seguía llamándome, casi siempre para cosas de ese tipo.

¿Sabías que Piglia es plagiador? Insistió apenas me vio aparecer con las tazas
de café. Me quedé callada. Quizás sí, dije al rato, o no en realidad. ¿Sí o no?
No, es demasiado famoso para ser plagiador. Pero te hablo de un plagio
romántico e inofensivo, endulzó forzadamente la voz y sonrió como
buscando complicidad. Los escritores suelen hacerse guiños y referencias
entre ellos, eso no los convierte en plagiarios. Claro que no, lo que los
convierte en plagiarios es el plagio. Quise distraerla con preguntas sobre su
pierna pero de un manotazo al aire desechó el tema.

Déjame leerte algo, dijo, y se puso a buscar entre libros desparramados


arbitrariamente en mesas, sillones y alfombra hasta dar con uno pequeño, de
tapa roja quizás, mientras insistía que el tema sería de mi interés porque si yo
conocía a Onetti, me interesaría Piglia. Sobre todo ahora que eres
investigadora, me miró inquisitiva mientras me mostraba el libro. Es Prisión
Perpetua, explicó buscando la página, escucha. Y leyó: Mi hermano no
paraba de decirle a Natividad cosas así: ahora, nena estamos en New York
City y aunque no te dije todo lo que pensaba cuando cruzamos Missouri y
sobre todo cuando pasamos por el reformatorio de Boneville, que me hizo
acordar de mi encarcelamiento, entonces, quiero decir que es absolutamente
necesario que posterguemos todo lo referente a nuestros amores personales
y empecemos en seguida a pensar en planes específicos de trabajo y de
realización económica. Y así sucesivamente, contó Steve, con el recorrido
circular de quien ha estado en prisión.

39
Me prestó el texto de Piglia y me indicó lo subrayado, como para
convencerme de su veracidad, mientras volvía a hurgar en otras pilas de
libros, continuando la perorata de la investigadora, hasta dar con uno
amarillo de Jack Kerouac. Sin ninguna dificultad encontró la página y el
párrafo, a pesar de no tener allí más marcas que las que deja el manoseo de
haber sido leído una y otra vez. Todo este tiempo –leyó la profe en voz alta-
Dean le decía a Marylou cosas como éstas: -Ahora, guapa, estamos en Nueva
York y aunque no te he dicho todo lo que estaba pensando cuando cruzamos
Missouri y especialmente cuando pasamos junto al reformatorio de
Booneville, que me recordó mi asunto de la cárcel, es absolutamente preciso
que ahora pospongamos todas aquellas cosas referentes a nuestros asuntos
amorosos personales y empecemos a hacer inmediatamente planes
específicos de trabajo… -Y así seguía del modo en que era aquellos primeros
días.

Nos sentamos en silencio. Cada una sostenía un libro. Los intercambiábamos


y volvíamos a leer y comparar.

-No creo que Piglia plagie- dije al fin.

-Hay palabras que no deberían decirse juntas.

-No tiene sentido, On the road es un libro muy conocido.

-Quizás en el 88 no lo era tanto en el tercer mundo- insistió ella- Además, yo


creo que Piglia lo leyó en inglés.

-Aun así- reclamé- Piglia no haría robos vulgares, trabaja con la


intertextualidad y la metaliteratura…

40
-…una especie de recurso literario que permite copiar con estilo.

El café se había enfriado. Volví a la cocina a calentarlo. Desde ahí la


escuchaba dando tumbos con frases como tú eres investigadora, tú conoces
a Onetti, debiste ser escritora, debes conocer a Piglia.

-Hay que conocer muchos más que eso para saber si es plagio o no- dije
apenas me asomé con los cafés- Haberse leído entera la obra de Piglia,
estudiar la relación que tenía con los beat, buscar otras similitudes en ambas
obras.

-¡Ajá! Debes hacer todo eso.

-¿Debo?

-¡Claro! Tú eres investigadora, tú conoces a Onetti.

Entonces ahí me rebelé. No estaba dispuesta a aceptar. Juro que dije que no,
pero ya no estoy tan segura.

-Mire -recuerdo que le dije- que conozca a Onnetti no tiene nada que ver con
este asunto. Que sea investigadora no significa que investigue cualquier idea
que me den. Si no soy escritora no es asunto suyo. Y por último, profe,
recuerde que hace años que dejé de ser su asistente- Se lo dije con rabia
contenida, pero una rabia respetuosa al fin y al cabo.

-¡Tú estás loca! –exclamó escandalizada- ¿crees que te estoy pidiendo un


favor? Tú estás loca. ¡Te estoy regalando la idea, mujer! Puedes escribir uno
o dos artículos académicos con esa relación. Tres, si es plagio.

41
Yo no estaba segura de la reacción que ella esperaba de mi parte, sólo que ya
había considerado mi poco entusiasmo como posibilidad. No es que la idea
no me atrajera (se me hacía agua la boca solo pensarla), sino que no podía
concebir volver a sus llamadas semanales, quizás diarias, preguntando cómo
iba la investigación, pidiendo los pormenores, sugiriendo reescribir, como esa
patrona complaciente que nadie quiere tener.

-Este ‘descubrimiento’ es suyo- quise apaciguar.

-Y te lo doy a ti. Yo estoy coja, no soy creíble.

-Ahora que tiene tiempo podría dedicarse a investigar.

-No me huevees. Ten piedad de mí.

-¿Usted sabe mejor que yo que todo esto puede ser una intertextualidad
obvia, cierto?

-No sé nada. Tú eres investigadora y conoces a Onetti, hazte cargo.

-Bien, estudiaré al respecto, pero no le prometo escribir algo.

-Da igual. Ahora es tu problema, yo ya lo olvidé.

Pasó una semana y la profesora no me llamó en ningún momento. Yo en


tanto repasé los palimpsestos y traté de identificarlos en el texto de Piglia,
sólo para dejarla tranquila cuando llamara. Pero no llamó.

Se me hacía extraño y sospechoso su silencio. El martes de la semana


siguiente yo misma marqué su número. Le conté lo que había avanzado, le
dije que me pondría en contacto con un amigo experto en la obra de Piglia,
que al parecer la clave de todo sería Steve Ratliff, pero sólo conseguí que me

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gruñera que eso no era asunto suyo y que el horóscopo decía que no había
nada más contraproducente que hablar de pega con amigos y familia. Sentí
escalofríos después de esos dos sustantivos. Me contó los resultados de la
resonancia magnética, cada una de sus sesiones de kinesiología y que le
habían enviado unas postales tan feas que tuvo que echarlas a la basura.
Corté convencida de que el accidente le había afectado más de lo que ella
creía y sentí un breve temor por lo que podría venir.

Cuando volví a llamar me contestó su hermana: la profesora se había


suicidado y la estaban velando en ese momento. Lo terrible puede suceder
en cosa de segundos, pensé. Solté unas lágrimas justo después de colgar, más
por el impacto de la noticia que por la pérdida. Qué sabe nadie de pérdidas.
Fui a su casa durante la tarde, alguien comentaba con voz baja y solemne,
propia de los velorios, que la policía se había retirado hacía poco, que
andaban entrevistando a familiares y cercanos, que resultaba extraño que se
ahorcara si usaba muletas y bota ortopédica.

Decidí no hacer preguntas y sentarme cerca del ataúd unos protocolares


veinte minutos. Luego acepté un tazón de consomé y recorrí la casa, como si
buscara alguna señal de alerta, pero no buscaba nada o si lo hacía no sabía
qué. Me acerqué a la hermana de la profesora a darle el pésame y me fui.

Aunque no sucedió así exactamente.

Me acerqué a su hermana, le di el pésame y, sin que yo haya mostrado


interés por saber, me contó confusamente lo ocurrido: nadie la había visto
más alterada de lo habitual, no había motivo aparente para la fatal decisión,
la encontró varias horas después la señora del aseo, su cuerpo colgaba de

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una viga a la vista del techo –ahí mismo donde la estaban velando-, desnudo,
frío, con un pie fracturado, balbuceaba la hermana. No dejó nota suicida,
aunque sí dejó corriendo un disco de blues, que podría darse para algo
interpretativo, añadió. Pensé en la carta del suicida de Nicanor Parra y
reprimí un comentario desubicado. La policía sospecha, continuaba ella
hablando, no es que sospeche, se corregía luego, o ellos no hablan de
sospecha, ellos dicen que es investigación de rigor, dicen que es raro por eso
de la muleta y la bota ortopédica, porque cómo se iba a colgar, además que
por qué, eso dicen ellos y yo digo lo mismo, por qué, suspiraba la hermana.
¿Usted sabe qué razón pudo haber tenido para suicidarse?, preguntó de
pronto, como si me conociera de toda la vida. Me encogí de hombros y
reprimí otro comentario, esta vez sin disimularlo. Dígame, insistió, aunque
sólo sea una idea, dígame. No era una invitación, era más bien una súplica
tirana. De pronto me empecé a sentir aterrada, aunque sólo estaba nerviosa.
¿Para molestar?, me aventuré mirándola de reojos. La hermana de la
profesora pareció no comprender al comienzo, luego fingió ofenderse o
quizás sí se ofendió. Quise explicar, pero ya se había alejado.

Entonces me fui.

Al llegar a casa sólo atiné a arrellanarme en el sillón, con la estufa encendida


y una manta, bebiendo una cerveza tras otra hasta agotar el pack -me faltaba
sólo el gato para ser una caricatura de redes sociales- pensando en lo
lamentable, lo vulnerable y lo repentino de la existencia, que puede ser una
mierda cuando queremos creer que tenemos una misión en ella. Y trataba de
reafirmar en mí la idea de que la vida es horizontal, que no se acumula, que
no importa en qué momento alguien muera: nunca le quedará algo
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pendiente. Y así me consolaba con la misma falsa convicción de quienes
hablan de un lugar mejor.

Pensé en la profesora y en lo frenética que era, me pareció increíble que


haya sobrevivido hasta ahora. Recordé que hace algunos años, cuando
pasaba yo por una pena de amor, le pregunté si alguna vez había pensado
suicidarse ¿Suicidarme yo?, espetó, ¿con todos los libros que me quedan por
leer? ¡Ni cagando! Entonces deliberé que lo decía sólo porque sonaba bien.
Volví a considerar lo mismo, el suicidio era la única hipótesis razonable.
Razonable a medias, como todo lo que la profesora hacía. Recuerdo que
aquella vez me dijo, y fue su única frase de consuelo, que había que llevar
una vida de mierda para matarse por amor. Ahora ella estaba muerta, ahora
ella era la suicida. Y no por amor, eso queda descartado, pero en cierto modo
sí por llevar una vida de mierda. La licencia médica, la universidad, la
inmovilidad, la rehabilitación. La profesora no era el tipo de personas que
termina una rehabilitación. Y así cavilaba yo, haciéndome las mismas
preguntas que su hermana, una y otra vez, hasta que me dormí en el sillón,
cansada y ebria.

Fue al día siguiente del funeral cuando me llegó la primera carta. Era de ella,
lo supe apenas la recibí, aunque en todo momento traté de no reaccionar
con demasiada alarma. Decía “1- Creo que Ratliff es el camino complaciente,
no te dejes engañar” y nada más. ¡Qué mierda! Apenas calmé los temblores
decidí que esto tenía una explicación lógica: había sido fechada el mismo día
de su muerte; la escribió, la envió y se mató, en ese orden. Pensé que era
mejor esperar. Pensé que si la profesora hubiese dejado una carta suicida

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dirigida a quién sea, la policía querría verla. Pensé en llamar a la policía.
Pensé que era mejor esperar.

Al día siguiente llegó la segunda carta. En cierto modo la esperaba. Esta vez sí
llamé a la policía, que después de 40 minutos de preguntas sin sentido, optó
por llevarse ambas. “2- Silvia Vélez. Mujer talquina, novia de Joaquín Edward
Bello, fue humillada en público por usar una vereda reservada a la
aristocracia local”, algo así decía, no tengo la original. Me declaré
desconcertada. ¿Qué tenía que ver Silvia Vélez con el plagio de Piglia? Hay
palabras que no deberían decirse juntas, repitió la profe en mi cabeza. Nada,
no tenía que ver nada, sólo era una nueva divagación o descubrimiento suyo
que quería que yo trabajara. Por eso llamé a la policía, para denunciarla, para
detenerla.

Al otro día la carta llegó a la misma hora. La dejé en la mesa de arrimo y no la


abrí hasta la noche, reprochándome mi nula fuerza de voluntad. Sopesé la
posibilidad de llamar de nuevo a la policía, más que por colaborar para
terminar de una vez con esto y dejarles el problema a otros, pero ya se
levantaba en mí la idea de que sería un acto de alta traición, sería entregarla
al enemigo, y me abstuve. Abrí una botella de vino para acompañarme.
Decía: “3- Es un grupo de autoayuda para madres cuyas hijas murieron
víctimas de femicidio, o eso debería parecer. Las madres, en vez de hacer
terapias, forman una red de sicarios que ajusticia a los femicidas en libertad.
Podría llamarse Las vengadoras, pero yo prefiero Club de madres”. Luego de
leerla tres veces y de observarla como si fuera una fotografía abstracta, la
dejé con un alfiler en la pizarra de corcho.

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La cuarta carta llegó con un día de desfase, sin que yo me haya hecho
ilusiones de que se detendrían. “4- Es un hombre aislado en la precordillera
maulina que está a punto de morir. Es de madruga y desde hace horas que
está sufriendo un dolor de muelas abrumador, el consultorio más cercano
queda a 13 kilómetros, no hay locomoción ni vecinos cerca, se ha acabado el
aguardiente, se ha fumado el último cigarrillo y se ha consumido la última
braza en la cocina de humo. La máxima expresión de la desesperación y la
miseria puede tener un solo resultado: un suicidio heroico como último
vestigio de dignidad. Retómalo”. Esa historia la contó cuando era mi
profesora en la universidad, no dijo si era ficción o realidad, pero cada uno de
nosotros tuvo que escribir un cuento sobre eso. Finalmente dijo que tuvo que
declarar la evaluación desierta, porque si nos colocaba nota no habría ningún
azul. Luego habló del sentido de la estética. Siempre esperé que, aparte, me
hiciera un comentario positivo sobre mi trabajo, pero no sucedió. Quizás esta
era una de sus formas de hacerlo. Coloqué la carta en la pizarra de corcho y
hurgueteé en mis carpetas hasta dar con el cuento que escribí en aquella
ocasión. Lo releí.

Al otro día no fui a trabajar y esperé al cartero. Le busqué conversación como


que no quiere la cosa, primero bromeando sobre que ya se conocía de
memoria el camino a mi casa, luego preguntándole cuál era el sistema que
usaban cuando llegaban las cartas y se enviaban, y finalmente mostrándome
preocupada por si se cansaba de tanto andar en bicicleta. El cartero, que
parecía sacado de una película inglesa de mediados del siglo XX, respondió
que se sabía todas las rutas de memoria, que el sistema era el mismo que en
todos los correos: reciben las cartas, las separan según las direcciones, las

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entregan al funcionario correspondiente y se repartían a domicilio, y que no
se cansaba en bicicleta, más bien la disfrutaba, y sonrió. O sea, me acomodé
en el umbral de la puerta para parecer distendida, ¿las cartas usted las recibe
de otro funcionario, no del remitente? No vemos al remitente, contestó
secamente. ¿Nunca?, insistí. La correspondencia viene de distintos lugares de
Chile y el mundo, nunca vemos al remitente, repitió, y cerró la reja del
antejardín por fuera.

Esta vez la glosa –porque sólo se remitía a un post-it pegado dentro del
sobre- decía: “5- Al fin y al cabo todos estamos escribiendo el mismo libro”.
Lo pegué en la pizarra y salí a caminar.

La sexta carta era larguísima, aunque no era una carta en estricto rigor, pero
así prefiero llamarle para mantener la mística aunque con cierta distancia. No
iniciaba con ‘espero que al recibo de la presente te encuentres bien’, pero de
todos modos iba dirigida a mí. Era igual que las demás, sólo que ahora eran
seis hojas arrancadas de una libreta con diseño arabesco. Decía así: “6- Hace
algunos años leí sobre un gueto del que no se sabe nada, del que los líderes
nazi sintieron tanta vergüenza que destruyeron todo vestigio y borraron toda
huella, no por temor a la justicia sino a la humillación. Por supuesto que no
hubo ningún judío sobreviviente. La única persona que habló de esto fue un
ex soldado nazi que, antes de ser ejecutado, le contó esta historia a un
compañero de celda, éste más tarde se la contó a un guardia, éste se la contó
a alguien que resultó ser periodista o que después se la contó a un periodista,
el que decidió escribir una crónica que no le permitieron publicar en los
medios oficiales por falta de pruebas, lo que me parece paradójico y de una
oscura ironía, pues la falta de prueba es la mayor prueba de que la historia
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sucedió como se cuenta. Yo la leí en un medio informal, de esos que pululan
en la web, y me pareció de una belleza dolorosa. Este gueto, según cuenta el
medio, estaba ubicado en el sureste de Polonia y no era más pequeño que el
de Lotz. Funcionaba igual que todos, con diminutos o amplios departamentos
donde se hacinaban las familias, con otros seres aún menos afortunados que
debían vivir en la calle, con niños y ancianos muriendo a la intemperie, con la
gente haciendo su vida entre cadáveres. Los soldados en un principio no
intervenían mucho, la vida y la muerte era solo un devenir. Pero
indefectiblemente las cosas llegaron a un punto álgido, la solución final había
empezado a ejecutarse y el gueto debía ser liquidado. Aunque, ojo, era todo
tan burocrático y los campos de concentración y exterminio estaba tan
copados, que el gueto del que hablamos no podía ser desalojado en cualquier
momento, por lo que los nazis andaban histéricos y mataban a uno que otro
producto de los nervios. Eso pasó en todos los guetos de esa época, pero se
cuenta que un anciano inválido que estaba en este recinto, un anciano judío,
claro, y con una familia bien constituida, tenía entre sus pertenencias un
frasco de cianuro (u otro veneno, no me queda claro), le cuenta a sus hijos el
uso que piensa darle a éste, les dice que dios los ha abandonado y que si ya
no pueden defender sus vidas entonces defenderían su dignidad. Quién sabe
a qué le llamaban dignidad en aquella época. Lo cierto es que primero
deciden sacrificar a un gato, al que quizás llevaron más por sentimiento de
pertenencia que por real cariño, para de esta forma evaluar qué tan efectivo
era el veneno y calcular la dosis suficiente. Afortunadamente el pequeño
animal cayó muerto apenas probó el cianuro (o lo que sea) y así los hijos
dedujeron o uno de los hijos dedujo que con ese frasco –no más grande que

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un frasco de mermelada artesanal de supermercados, imagino yo- tendrían
no sólo para todo el apartamento, sino para todo el gueto. El anciano padre
se mostró escéptico y protestó que se trataba de morir con dignidad, sin
siquiera una convulsión, y que no compartiría el veneno si la dosis no le
garantizaba aquello. Entonces toda la familia puso los ojos en el querido gato,
que con apenas una lamida del letal polvo se había desplomado sin ningún
agónico maullido, y se convenció de su eficacia y suficiencia. Te preguntarás
cómo sé yo, o cómo supo el periodista o incluso cómo supo el soldado nazi
que la familia miró al gato y la respuesta es bastante obvia: era su conejillo
de indias, tenían que vigilarlo. Ahora que has dejado de interrumpirte con
estúpidas interrogantes, continúo: Al siguiente día distintos miembros de esa
misma familia empezaron a hablar en voz baja con otros habitantes del
gueto, estos otros con otros y estos con otros, hasta que el veneno se
repartió entre todos ellos. El mensaje era claro: apenas hubiera una señal,
por mínima que parezca (vaya a saber una lo que para ello era mínimo), de
deportaciones o exacerbación de la violencia, cada uno tomaría su dosis
asignada de veneno y le daría otra a niños, enfermos y mascotas, si
alcanzaba. El otro mensaje, axiomático al anterior, era destruir o dañar las
pertenencias de cada quien, para que los nazis no obtuvieran nada de ellos. Y
ese momento no tardó en llegar. De hecho todo indica, según apunta el
reportaje, que fue la noche siguiente a la repartición del cianuro, a la hora de
la cena, cuando los soldados irrumpieron en una vivienda. La ventana daba a
la calle y los del lado y los del frente pudieron verlos u oírlos o imaginarlos
desde sus casas. Así pudieron observar o descifrar a los nazis obligando a una
familia, que se encontraba alrededor de la mesa, a ponerse de pie. Un

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anciano inválido no pudo levantarse, entonces los soldados lo tiraron con silla
y todo por la ventana. La vida, a veces, tiene un negro sentido del humor. Sé
lo que estás pensando: eso pasa en El Pianista. Y lo único que puedo decir es:
bueno, supongo que había más de un inválido en más de un gueto, ¿puedo
seguir? Los soldados hacen bajar al resto de la familia, la hace caminar por la
calle adoquinada y le empieza a disparar a quemarropa uno por uno. Igual
que en la película, insistirás tú, y la única respuesta que se me viene a la
cabeza es que hicieron eso con más de una familia en más de un gueto,
¿puedo seguir? Uno de los hijos, quizás el mismo que decidió compartir el
veneno con el resto, trató de escapar trepando el edificio, pero le dispararon
en altura y al caer pasó a llevar con su mano el alambrado, dejando un hilo
de sangre en el muro que lo separaba con el resto de la ciudad. Sí, igual que
en El Pianista, quizás Polanski leyó el mismo artículo que yo, ¿puedo seguir?
El punto es que muchos, o todos, vieron o escucharon o intuyeron este
crimen, entonces se concretó lo dispuesto: cada una de las personas que
habitaban el gueto tomó su dosis de veneno –hombres, niños, mujeres,
ancianos, enfermos, mascotas, en ese orden- no sin antes haber eliminado o
arruinado mesas, sillas, ropa, camas, vajillas, fotos o lo que fuera que
consideraran propio. Quemaron el dinero, tragaron joyas pequeñas y tiraron
a la letrina otros objetos de valor, como los menorá, por ejemplo. Es decir, si
los nazis querían sus posesiones, tendrían que hurgar en la mierda de los
judíos. La desocupación del gueto iba a empezar esa misma noche, los
suicidas no lo sabían, sólo acertaron. A las dos de la madrugada los camiones
de la wehrmacht reventaban los cadáveres de las calles adoquinadas y se
agolpaban afuera de las construcciones. Quizás atribuyeron el silencio a que

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los inquilinos dormían, vaya una a saber. A una orden del superior, imagínate
un trasunto de Amon Göth, los soldados empezaron a entrar casa por casa,
derribando puertas, golpeando el umbral para infundir miedos, dando gritos
entrenados por días frente al espejo, preparados para tironear, empujar,
pegar y disparar sin mayor distinción. Oye, qué terrible se lee y se escribe
todo eso, pero ¿sabes qué? No pudieron. ¡No pudieron! ¡Ya estaban todos
muertos! Estaban todos, todos, todos muertos. Algunos alrededor de la mesa
tomados de las manos, otros abrazados en un sillón, otros abrazados sobre la
cama. Los niños murieron en los brazos de sus padres, mientras éstos le olían
el cabello; los enamorados murieron besándose, como quien se prepara para
una fotografía selfie; los hermanos solteros se acomodaron en un abrazo que
Moisés y Aarón sólo imaginaron. Se cuenta de un bebé que murió pegado a la
teta de su madre. También se cuenta de una pareja de mujeres que estaban
desnudas, entrelazadas, la cabeza de una descansaba en los rulos de la otra,
como queriendo aspirarlos en el último suspiro. El soldado de este último
hallazgo no soportó la escena y se ensañó disparándoles, pero ya no
importaba, podía hacer lo que quisiera con ellas y ya no importaba: sus vidas
ya no les pertenecían a nadie. Al principio los verdugos creyeron que se
trataban de casos aislados, de accidentes, de algo circunstancial, pero a
medida que iban derrumbando otra y otra y otra puerta, vieron cómo su
trabajo y sus luger y sus fusiles y los camiones y el tren que aguardaba sobre
la nieve, perdían sentido. Humillados y avergonzados algunos, histéricos
otros, confundidos los más, los soldados comenzaron a reunirse en la calle
adoquinada, comentando el suceso en voz baja. El cabecilla entonces, tanto o
más desconcertado, ordenó saquear las casas y recuperar el máximo de

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objetos posible, pero nada era recuperable. Cada mueble en apariencia
redivivo tenía escritos obscenos o quemaduras notorias. Por más que
buscaron, no dieron con el paradero de dinero ni de joyas y, aunque a más de
uno se le ocurrió, nadie quiso mencionar la idea de buscar en letrinas ni
cloacas. Los altos mandos estaban desesperados, no sabían qué hacer. Se
reunieron durante horas para encontrar, según sus palabras, la solución post-
final, pues en el campo de concentración acordado –posiblemente
Auschwitz- estarían esperando el tren con los judíos de ese gueto, que tenía
que llegar y llegaría. Así fue como durante el resto de la noche todos ellos, sin
distinción de rango, acarrearon los cuerpos y los acomodaron en los vagones
del tren, el que partió con ocho horas de retrasos y llegó al campo dos días
después. Atribuyeron la muerte masiva al cansancio del viaje, la
deshidratación e inanición. Pero ahí estaba el curioso Joseph Mengele, que
sabiendo de la existencia de unas gemelas entre los cadáveres, quiso saber si
la causa y hora de muerte habían sido las mismas. Tras descubrir el motivo e
indagando en lo que realmente sucedió, exigieron explicaciones a los líderes
del gueto. En vano éstos argumentaron que les habían alivianado el trabajo,
que de todos modos iban a morir, que el campo ya no daba abastos, que los
soldados estaban exhaustos, que la situación ya era insostenible. En silencio
todos estuvieron de acuerdo, pero el protocolo era claro y a primera hora de
la mañana siguiente los cuerpos del mandamás y su séquito colgaban de las
horcas. Luego se ordenó aniquilar toda huella del extinto gueto que burló la
ideología de la muerte como ejercicio de poder. Con esto no tienes que hacer
nada, sólo quería contárselo a alguien”.

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De más está decir que las pocas horas que dormí aquella noche soñé con un
desierto o algo parecido a un desierto o más bien un sitio eriazo con dumas,
donde la profesora era una líder nazi y yo una de sus soldados, pero no había
judíos ni prisioneros ni sometidos, sólo turbinas eólicas, basurales y un
cementerio de autos. Ha de haber sido un desierto chileno. A primera hora
llamé al trabajo para declararme enferma y nuevamente me quedé en casa,
nuevamente esperé al cartero, nuevamente intenté preguntar por el sistema
de envíos de correspondencia. Quizás se puedan programar varias entregas
con anticipación, especulé mientras firmaba, a lo que el repartidor respondió
que no sabía de eso y que no lo creía, en todo caso. Luego dijo que le
quedaba una larga ruta y se marchó. Esta carta era la más extrañas de todas y
hasta sentí un poco de vergüenza colocarla en la pizarra, pero de todos
modos lo hice. Versaba así: “7- Acuérdate de tu amigo, ese que fue preso
político en democracia y que se dio el lujo de pegarle un combo al guatón
Romo. Cuando lo conocí me dijo que volvería a estar preso sólo para eso,
para sentir el placer de ver al torturador y asesino retorciéndose de dolor,
alegría que las patadas de los guardias no le podrían jamás arrebatar.
Acuérdate de los vivos, acuérdate de los muertos. Dales tiempo”.

No estaba muy convencida, pero al día siguiente muy temprano fui al correo
y pedí hablar con un administrativo, que me atendió en una ventanilla
aledaña. Sin titubeos, como entrenado para todas las respuestas, expuso que
no prestaban el servicio de programación de envíos, ni a empresas ni a
particulares. Quise saber si había correspondencia para mí ese día y, tras
revisar, no encontró nada. Le pedí si podía echarle un ojo a los registros por si
hubo cartas anteriores, pero me explicó que para tener acceso a eso debía

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solicitarlo a través de la ley de transparencia. Luego me entregó un
formulario de satisfacción ciudadana para que evaluara la atención.

Entonces me fui.

Al llegar a la casa me quedé leyendo en el living para esperar al cartero, pero


esta vez no tocó el timbre, sólo arrojó el sobre por debajo de la puerta.
Decía: “8-Una mujer que parece desentenderse de todo es la única persona
que se atreve a aplicar justicia contra los torturadores y a actualizar viejos
titulares. Postula a un cargo en el penal Punta Peuco y, sin dilatar demasiado,
se las ingenia para exterminar a todos los presos sin distinción alguna. Será la
revolucionaria de tu época, la única revolucionaria de tu época: la hija
bastarda de Rosa Luxemburgo, la heredera alcohólica de Teresa Flores, la
nieta apátrida de Ana González, la nueva mujer latinoamericana”.

Después de todo, o al menos después de eso, me veo obligada a comprender


con un sentimiento de lástima pero de infinita ternura, con compasión y
prudencia, digámoslo, que las obsesiones de la profesora se limitaban a dos
esferas, la literatura y la muerte, que parecían fusionarse y multiplicarse pero
no se fusionaban ni multiplicaban, sólo merodeaban como mariposas de luz
entusiastas que en el fondo aún eran orugas, inocentes, temerarias,
románticas y piadosas. Y que retornaban cada noche a la crisálida, porque su
destino predecible e irrevocable les abrumaba. Pensé que aquellas personas
que quieren trascender deberían hacerlo de otra manera, pero también
pensé que la literatura y la muerte eran demasiado para cualquiera. Si la
profe me leyera me acusaría de sobreanalizar todo, pero en el fondo estaría
complacida.

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Sin cuestionármelo demasiado presenté al trabajo una licencia médica de dos
semanas que amenazaba con extenderse, no porque me sintiera enferma o
agobiada, de hecho no sé si alguna vez en mi vida me había tomado un
suceso con tanta calma, sino porque se acrecentaba en mí la disposición de
empezar a organizarme, ordenar diversos apuntes y ponerme a escribir algo
sobre la profesora, aunque sin saber sobre qué ni en qué orden ni en qué
género. Había pensado invitar mañana al cartero a tomar un té, quería
conocer un poco el entrampado y su engranaje, hasta que luego de releer las
cartas decidí que era una idea estúpida. Quizás después sea el momento de
hacer algo al respecto, aún no lo sé. Después de todo estoy recién
comenzando.

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OTRO SIMPLE CUENTO DE AMOR

(o Lesbiandrama)

Esta es una historia simple. Empieza en una discoteca aunque más bien
puede ser en un salón de evento, en una fiesta pachanguera y abajista, en
una capital regional, en un país con historias fatales de discotecas, pero ésta
es una historia simple, ya sabrán de lo que hablo. Hay una mujer bailando,
supongamos que se llama Delfina, nombre coherente con una historia
simple, y Delfina baila, aunque pocas veces ha bailado, de manera no
exactamente eufórica, sino, siendo francos, de manera adolescente. Música
de fondo. Vamos a bailar suavito bajo el son del sabrocito. Hay luces, hay un

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Ilustración de Mariana Riquelme, Buenos Aires. instagram.com/modalidadcorrespondencia

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escenario, hay una banda tributo tocando, también hay otras personas, cada
quién en lo suyo. Delfina baila al medio de la pista. La verdad es que sólo está
drogada creyendo bailar. Eso no importa. El resto no importa. Esto es simple:
después de caerse un par de veces, más por torpeza que por otra cosa, se le
acerca la cantante célebre de la noche, la que inició la fiesta con trova y
folclor, la que tenía fama de romántica empedernida y amante entusiasta. Se
le acercó, iba diciendo, y después de intercambiar frases que ninguna de las
dos recordaría, se besaron. Tampoco recordarán quién besó primero, sólo
quedará presente la alegría en los otros labios, recíprocamente. Hace cuánto
no había alguien que recibiera sus besos con alegría, pensó Delfina, mientras
atraía contra sí a Natalia Carvacho pendiendo de su aliento, sonriendo en
cada beso, entregándose, invadiendo. Ese primer destello de conciencia fue
el punto del no retorno. Delfina, que es de quien estamos hablando, creía
que deliraba y su éxtasis se acrecentaba a cada minuto. Es ella, es ella, de la
que todos hablan, ella, la que todos pretenden conocer, la campesina
sensiblera con voz de sable, la huasa contestataria, la rebelde doblegada,
cuyas canciones coreé, cuyos conciertos seguí y nunca supe por qué me
gustaba. Es por esto, sólo para este momento he nacido, se decía Delfina. Y
aferrada a ella seguía Natalia Carvacho consumiéndola, agitando su
respiración. Eso no importa. El resto no importa. Esto es simple: no se
separaron por el resto de la noche. La conciencia se había aniquilado entre
tanto amor y borrachera. Cuando tocó sus tetas le murmuró al oído que
moriría con su pezón en la boca. La amaba. No había verdad más profunda
que esa. Vente conmigo, duerme en mi cama, mañana te haré un café,
prepararé chapati, encenderé la estufa, colocaré una película en Netflix, seré

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la apoderada de tu hija, te esperaré después de los conciertos. Y te haré
escenas de celos, también. Y romperé mi celular contra la pared. Eso no
importa. El resto no importa. Ningún día de la siguiente semana Natalia dio
señales de vida a Delfina ni viceversa. Delfina revisaba el Facebook de Natalia
Carvacho porque era público y la agregó y a la semana fue aceptada. Y le
escribió y al mes obtuvo respuesta. Eso no importa, lo que importa es lo que
vendría. Compartieron juntas más de diez fines de semanas, más de dos
viajes a la playa, seis giras, 57 cafés, 123 cervezas, 61 fasos, 402 orgasmos, 5
completos, 8 pizzas, 32 connilingus y un par, sólo un par, de miradas de odio.
Pudieron haber sido perfectas pero la perfección no entraba en este juego.
Eso no importa. Bastó un fin de semana sin verse y dos viajes a la playa que
posponer y Delfina se encuentra con la imagen de Natalia Carvacho besando
a un hombre, primero en un video trasnochado vía Facebook, luego en la
casa de ella, después de que sale a buscarla desesperada. En esta parte la
música de fondo puede ser Chavela Vargas, pero sólo en esta parte. El
hallazgo presencial fue aún peor, para qué describir la bata manchada de
semen si habría que adentrarse a describir otras cosas que podrían romper el
corazón de cualquiera. El resto no importa. Delfina cierra de un golpe la
puerta por fuera y la borra de su vida, del teléfono, del Facebook, de
whatssap, bloquea su existencia. Natalia Carvacho se resiste a darle
importancia, pero a los tres días llega a su casa, quiere pedir disculpas, quiere
decir que no volverá a hacerlo, que pueden ser felices todavía, que si Delfina
la perdona dedicará su vida a quitar eso de su memoria. Y Delfina le responde
yo moriría con tu pezón en la boca, pero no llorando. Y cerró la puerta. Todo
indicaba que sería el final. Aunque era demasiado digno para ser el final.

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Natalia Carvacho jura reconquistarla, demostrarle su amor y arrepentimiento
a punta de canciones. Y sin volver a insistir se encierra a crear, a envolver en
letras la imagen de Delfina, a reforzarla con cada palabra, a cantarle que sin
ese amor enfermo no puede vivir. Delfina empieza a oírla por la radio, a
buscarla en youtube, cada letra habla de ellas, cada canción es un grito de
arrepentimiento, una súplica de perdón. Y decide buscarla. Eso no importa,
esto es tan simple: Natalia Carvacho ya había terminado su nuevo disco lleno
de canciones de desamor, ya se había curado de pena y culpa, ya pensaba en
las nuevas giras y en las nuevas penas. Esto no tiene sentido, dijo, es
demasiado tarde. Hasta para nosotras existe el tiempo. Y se acabó.

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La voz de mi ladrón honrado

No fue por eso que llegué a esa hora. Fue por lo otro. Sí, por esas señoras
que se pelearon en la calle, cuando una, sin querer, le botó las frutas a la
otra; y esa otra, con querer, de malintencionada, le tiró las frutas a la
anterior. Y hasta las pisó, figúrese usted. Los señores también se pelearon, no
por las frutas, los señores no cargan frutas, cargan dinero. A un señor se le
cayó el dinero en la calle y otros dos lo vieron allí, babosearon al imaginarse
ese montoncito de billetes en sus manos. Pero antes de tomarlos empezó la
discusión: no es tuyo, tuyo tampoco, yo lo vi primero, no, yo lo vi. Llegó el
guardia, figúrese usted, y dijo que ese dinero le correspondía al dueño. Lo

9
Ilustración de Hugo Astudillo, Talca. instagram.com/dejatequemar

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tomó en sus sudorosas manos y salió a buscarlo, pero yo vi que el muy
abusador lo dejó para él. Así no más fue la cosa.

Yo, arrebozándome aún más con mi capote, sólo los miré a la distancia, no
me tenté ni con el dinero ni con las frutas esparcidas, pisoteadas y sucias.
Todavía me quedaba un resto de vino que guardaba con el calor de mis
manos y más me vale eso que la tentación de la buena suerte. Es que si iba
en busca del dinero o de las frutas se me podía derramar, válgame dios, y el
dinero me lo hubiera quitado el guardia. Y me hubiese quedado sin nada,
porque ni modo que las frutas me fueran a abrigar por dentro, figúrese
usted. No, nunca. Yo no tengo buena suerte, ya ve usted. Así es que ahí
estaba yo pensando e imaginando, pero no fue por eso que llegué a esa hora.

Yo estaba pensando por ahí por las calles. Yo caminaba y pensaba por las
calles frías, por el viento frío. Pero no pensaba en el frío ni en el viento ni en
mis zapatos rotos. No. Estaba pensado en lo inútil que puedo ser, en lo poco
que puedo ser, en la carga que puedo ser. Para usted, claro está, para usted
que es el único que me carga. Nadie más me quiere a mí, ni darme trabajo
quieren a mí. Y le juro que he tratado de conseguírmelo, pero todos me
miran mal, como la escoria misma, como lo peor de la podredumbre
humana. Porque la humanidad también se pudre y entre ellos estoy yo. Ni
porque llevo mi capote, que vale lo que vale, me toman en cuenta.

Entonces me vine caminando tan triste yo, tan triste por la pena, por la rabia,
por el miedo, por usted, por llegar el momento en que no me soportará más,
por mi carga, por mi hambre por mi sopa por mi cama por mi borrachera.
Que usted dijo que la próxima vez dormiría en la pisadera y qué le iba yo a

62
hacer. Era tarde y estaba ebrio, qué le iba yo a hacer. Acomodé mi cabeza
sobre el capote doblado sobre la nieve sobre la escala y con más frío que
pena me dormí para no molestarlo. Que de dónde iba a suponer yo que se
iba a molestar igual. Mejor hubiera entrado y me quedaba en la silla mirando
por la ventana, un poco más ajeno del mundo, con menos caos, un poco con
más calor, menos solo, con más tranquilidad, menos malo, con más
seguridad, menos borracho, con más pena, menos culpa. Y usted igual se
hubiese molestado, claro está, pero no preocupado.

Entonces no crea, por el amor de Dios, que hay tanta inconsciencia de mi


parte. Carga soy, estorbo soy. Borracho, lacra, mugre soy. Podredumbre soy,
porque así me mira la gente de la calle y de los bancos y de las tiendas.
Porque así me miró la gente como tres veces que yo caminaba por las calles
frías, por el viento frío. Porque cosas malas soy, válgame dios, pero no
ladrón. Que de dónde, que para qué, que por qué. Que nada, señor, yo le
digo que nada. Que el robo, cuándo, señor. Yo no soy ladrón. Yo soy honrado,
pero pobre, muy pobre.

Por eso le repito, como por séptima vez, que yo no tomé esos pantalones
suyos, señor. Que para qué los iba a querer yo, si con los que tengo me basta,
si tanto que me han durado junto a mi capote, si cuando me ha visto usted
con pantalones tan finos y tan caros, si para qué. Si yo no soy un manilarga
amigo de lo ajeno, señor. ¿Cree usted que yo podría pagarle de tal modo?
Robándole a usted sus pantalones más preciados.

No, no se moleste porque ando en cuclillas o arrastrando mis rodillas, no se


moleste porque me esfuerzo en buscar lo que usted ya buscó, los que usted

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no encontró en los mismos lugares que busco yo. No se moleste, señor, pero
es que por aquí deben estar esos pantalones, en alguna parte van a aparecer.
Bajo la cama, bajo el colchón, bajo la mesa, bajo el baúl, bajo la silla, bajo sus
pies. Quién sabe. Por ahí deben estar, voy a seguir buscándolos hasta
encontrarlos. ¿Vio bajo la cama? Sí, también yo busqué ¿Y bajo la alfombra?
No, no tenemos alfombra. Pero probablemente estén en alguna parte del
baúl, vamos a ver. O también es probable que hayan desaparecido porque sí,
porque se les dio la gana. Sí, así no más, así se desaparecen de repente las
cosas.

Usted me mira con risa de pena, señor, con rabia de lástima. Usted no es
capaz de levantarme la voz ni de humillarme ni de azotarme por su
desconfianza en mi contra. Porque usted es bueno y yo no pude haberle
robado, para qué, mire como ando, mire mi miseria, mire mi ebriedad, para
qué iba a robar sus pantalones caros con los que pensaba hacer tantas cosas.
Era como si usted tomara mi vino y me lo echara por la espalda.

Entonces debo marcharme, sí, debo irme. Porque usted es bueno y sin
embargo desconfía de mí. Porque yo soy malo y sin embargo no tomé sus
pantalones ni la pollera de la vieja. Porque estoy borracho y sin embargo
guardo dignidad. Ni humillado ni ofendido, sólo por respeto debo irme. Por
respeto a mí y a usted. Porque no robé y usted no lo sabe, entonces debo
irme.
Y allá afuera está blanco y camino. Y mis pies tocan la nieve y ya morados no
sienten nada. Y el ambiente sabe a hambre y desamparo, sabe a vacío y dolor
de estómago. Y el alcohol sabe a sal para las heridas. Y la muerte se aproxima
y retrocede. Me mira de lejos, me guiña el ojo, me engulle en una
64
pestañeada, silba despacito desde la esquina y después se pierde mientras
camino por las calles blancas, por sus noches blancas, mientras me alejo en el
miedo de tener miedo y no darme cuenta. Y nada está oscuro y nada se ve.
Sólo hay silencio de brisa de nieve. Sólo hay tiempo para caminar y avanzar
hacia la muerte que mejor se esconde, que mejor se va, que mejor huye de
mí porque cosas malas soy.

Una noche, al lado de un muro, cubriéndome con mi capote del frío


petersburgués. Tirité y no dormí, creo yo. Siento yo que no dormí porque de
todos modos desperté y no era como tal, era como si me pesara el sueño y el
cuerpo. Otro día que sabe a mil años y el viento me rasga la piel. Las tabernas
se cerraron para mí, las veredas se escondieron para mí, las orejas se
congelan y los párpados se caen.

Otra noche sobre un puente porque abajo es peor, dijo ese transeúnte que
caminaba como yo pero que nunca lo tuvo a usted. Pero abajo tendría techo,
alegué yo. Y para qué, si no hay nada que cubrir. Y tenía razón. Hipotérmico y
moribundo lo recuerdo con cama y techo que sí tenía muchas cosas que
cubrir. Lo recuerdo con ventana y con mesa y con baúl. Con cebolla y agua
caliente. Y pantalones perdidos.

Ya de día, ya de tarde, cae la noche y llego a su casa. Lo encuentro


esperándome ansioso, angustiado y con una sonrisa que parecía un poco
mueca pero era sincera, más sincera que el frío y que la sal para las heridas.
La sopa, el pan con cebolla, un vaso de vino. No quiero vino, señor. Se
detiene lentamente y me mira con curiosidad más que necesidad. Estás
enfermo. Sí, no me siento bien.

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Me acuesta, me arropa, me da agua.

Y la fiebre me consume suavemente en medio de destellos blancos y


cansancio de mi mente que nunca pensó demasiado y sin embargo pesa más
que zapatos con lodo y nieve. Y me duermo y me pierdo y me hundo y
despierto y usted está al lado caminando, llamando al médico, viene el
médico. No, no hay vuelta, sólo hay que esperar.

Y esperamos mientras duermo a saltones en su cama. Y esperamos lo que


tenga que venir porque todo lo que tenga venir vendrá de igual modo,
porque ya no hay nada que hacerle, dijo el médico, porque hay que esperar
que me hunda para siempre y que en algún momento deje de despertar y
mirarlo a medias con mis ojos que se cierran solos. Porque la fiebre no
retrocede y me consume suavemente y se frota las manos cuando la muerte
da vuelta la esquina guiñándome el ojo, porque avanzaba lentamente porque
hay que disfrutar la espera, dijo mientras se agachaba a amarrarse el zapato
con lodo y nieve que ahora pesa más que el pensamiento.

Y la vida y los recuerdos de la infancia de la calle de los niños de los juegos de


alfileres de modistas de la loca de la madre de la niña de la esquina de los
llantos de la historia del pasado de la cruz de Jesucristo de su sangre de
mentira de los curas de la iglesia de la ostia del vino, vino, vino, agua ardiente
bendita de los cantos de la infancia de la calle de los niños. Suavemente,
cálidamente, lentamente.

Y yo lo miro y lo veo a medias y usted no se quiere alejar de mí. Que camina y


murmura que algo habrá que hacer, que esperar para qué.

66
Señor, ¿cuánto le darán por mi capote? Parece que digo cuando logro abrir
los ojos y la boca al mismo tiempo, cuando logro verlo bien pero hablar con
voz que se hunde en el colchón de mi humedad. Y usted me mira con risa de
pena, con llanto de lástima. Dice que tres rublos y pienso que es poco, muy
poco para todo lo que me ha acompañado por tantos años. Entonces no
aguanto más con la carga de la pena de la culpa del ahogo de la maldad. No
puedo morir cargando con lo que para usted era lo mismo que para mí una
botella del mejor vino. Y lo miro y hablo y le digo lo que no debía haber dicho
antes, cuando su ira iba y venía entre la cama, la silla, el baúl, la ventana.
Entonces le digo lo que debía decirle justo ahora. Cuando yo me muera,
señor, quiero que usted lleve mi capote y lo venda, si le cose los agujeros
puede que le den más dinero. Quizás así pueda recuperar en algo la plata de
los pantalones, que yo le robé comprar alcohol.

Y me toca con cariño y su mano es como el cielo. Descansa, hijo, descansa.

Y no quiero descansar, no quiero dejar de vivir esta vida de miseria a la que


ya me había acostumbrado después de tanto andar por ella. Y lo miro
descubriendo en horas de mi muerte la bondad de lo poquísimo que éramos.
Y los ruidos en mi oído hacían bom-bom-bom y la cama era de algodón y
todo ardía con mi cabeza. Algo remecía la vida entera y mi capoteo no era
suficiente para protegerme. Extendí mi mano para asirme de algo, pero sólo
encontré el vacío más rotundo.

(Basado en "Un ladrón honrado" de F. Dostoiewsky)

67
10

CARIÑO MALO

Al Guido.

La vida, a veces, puede parecer una telenovela mexicana. Y a mí la pura


es que me gustan hartazo las telenovelas mexicanas, más que las
venezolanas porque mire que tanta mujer tan bien dotadas y todas tramando
maldades en voz altas. En cambios en las mexicanas, donde también hay
mujeres bien buenamozas y hombres bien galanes, muestran la pobreza de
una manera en que a una le da como orgullo ser pobre y aparte que son bien
temerosos de diositos. Entonces así me gustaría a mí que me recordaran:

10
Ilustración de Javier Tiznado, Talca. instagram.com/ttizni

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buenamoza –porque buenamoza fui-, pobre pero requetecontra digna y
temerosa de dios. Así no más.

Aunque para qué voy a andarme con cosas si la pura es que me


importa bien poco lo que se diga de mí ahora. Si es que se dice algo. De mí se
dejó de hablar hace ya unos cuantos pares de años, pero nadie en ese pueblo
podrá negar que he sido una leyenda, de esas que no se les cuentan a los
cabros chicos ni a las chiquillas vírgenes, de esas que comentan las viejas en
voz baja a orillas del brasero, intercambiándose mates y revolviendo las
brasas con una cuchara. Se hacen las lesas. Podría jurar de guata que más de
una quiso alguna vez trabajar conmigo y hasta puede que hayan venido a
suplicarme que las tomara como mis pupilas. De seguro yo me negué y por
eso me pelan. O me pelaban, como decía. Es que yo no podía recibir a
cualquier niña en mi negocio, no, no, no; y no era sólo por la clientela, sino
también por ellas mismas. Yo necesitaba cabras aperradas, con vida, con
historia, con fuerza, cabras que no tuvieran nada que perder ¿se entiende?
Porque no puedo negar que se gana harta plata, pero se pierde un montón
de cosas. ¡Uf! Ni les cuento. Por eso mis chiquillas tenían que estar
preparadas para este tipo de trabajo y que me castigue mi dios si algún día
dejé de preocuparme por ellas. No, mejor no, que ya bastante me ha
castigado el dios del alto cielo.

Ahora tratan de olvidarme los muy malolientes, los del pueblo, digo,
ahora soy un eco no más de esos que siguen a un grito que quizás no sonó ni
tan fuerte, después de tantos años en los que les di pelambres. ¡Qué
payasadas de la vida! Ahora les da lo mismo lo que pase conmigo, ahora que
casi no existo, que tuve que retirarme del oficio y venir a encerrarme a esta
69
casa de reposo de donde puede que salga en un cajón. Pero todo fue
decisión mía y eso me tiene bien tranquila, si para qué seguir haciéndole la
guerra a la gentuza del pueblo, al cura con su agua bendita, a los policías
corruptos, al destino mismo, a las viejas que me pelaban alrededor del
brasero tomando mate. ¡Se hacen las lesas! Si todas sabían que cuando sus
maridos desaparecían en las noches era porque estaban en el Cariño Malo
con mis marías-magdalenas.

Porque en el Cariño Malo sí que había vida, ahí sí que se disfrutaba


hasta el último concho de noche, la última copa de vino, el último palo de la
chimenea. Era todo ameno, las peleas eran escasas y no se me escapaban de
las manos. Había harto respeto, pobre de aquél que siquiera le levantara la
voz a una de mis chiquillas que por dios santo que le caía su coscacho. Si
querían abusar, que fueran donde sus mujeres que seguramente los
aguantaban las tontas lesas. Al Cariño Malo se iba a pasarlo bien, a hacer la
mejor cochinada de la región y a gastar plata, no a utilizar de estropajo a mis
cabras, que ya bastante habían sufrido las pobres.

Por eso les decía yo ‘mis marías-magdalenas’. Por hartas razones, a la


verdad. Pero principalmente porque dicen que esa María Magdalena, la
verdadera, se lo pasaba llorando. A mí no me consta, para qué les voy a decir
una cosa por otra, pero por algo se dirá ‘llora como una Magdalena’. Lo otro
importante es que dicen que esa María Magdalena era bien puta, lo que a mí
tampoco me consta y eso que me he leído bien leída la Biblia, es que yo
nunca entendí de esa cuestión de interpretar, que era lo que me explicaba el
Leíto, un cliente frecuente, bien culto el cabro, si hasta era profesor de
filosofía. Y lo último era porque –y esto sí que me consta- esa María
70
Magdalena se redimió ante Jesús, le lavó los pies con sus lágrimas y lo siguió
hasta el fin de sus días. Eso me importaba a mí y siempre se lo expliqué a mis
chiquillas: a los ojos de dios no somos nada mal miradas y llegaría un
momento en que ellas, por determinación mía, dejarían el Cariño Malo, le
pedirían perdón al Cristo por haber fallado a ese mandamiento que dice algo
así como ‘no fornicarás ni por dinero ni por placer’ y terminarían sus días
tranquilas, abstemias como se dice, puras dentro de lo que se pueda, listas
para irse al cielo a dejar de pasar pellejerías.

Hay de todo en la viña de las putas y el Cariño Malo no era la


excepción. Ahí llegaban hasta unas cuantas hijitas de papás que por una
pataleta querían trabajar conmigo para hacer rabiar a los viejos. Yo las
mandaba a cambiar a las fioneras, no sin antes pararles bien los carros, que
qué se creían ellas, ¿que este trabajo era acaso para denigrar y desmoralizar
a todo el mundo? No, no, no. En el Cariño Malo trabajaron sólo las mejores,
las que lo necesitaban y las que se lo merecían, si no es nada cualquier pega y
no cualquier mujer iba a trabajar en eso. Todas mis niñas eran bien
especiales y tenían su tremenda historia. Eran chiquillas sufridas, pero que
podían y sabían ver más allá de sus narices, como se dice, no como esas otras
tontas lesas que no se alcanzan ni a ver los mocos colgando.

La Flaca, por ejemplo, era una cabra de unos treinta y tantos años, no
muy agraciada, si para qué voy a decir una cosa por otra, pero igual tenía su
buena cuerada, cosa que también importa, para qué nos vamos a hacer los
de las chacras. Se había puesto a tener críos rejoven, el marido le sacaba la
ñoña y ella, sin aguantar más ni tener otra salida, dejó a los tres cabros chicos
donde unos parientes para poder conseguirse un trabajo de tiempo completo
71
y salir adelante; pero la pobre bruta no sabía leer ni la o redonda, qué trabajo
iba a conseguir, así es que de tanto andar llegó al Cariño Malo y ahí se quedó.
Sus críos estaban en desamparo social como se dice y se los llevó el Sename
porque estos parientes parece que no lo cuidaban nada. Claro está que
cuando trató de recuperarlos no pudo, porque llevaba una mala vida y era
vulnerable, dijeron.

La Lauchita era una niña de buena familia caída en desgracia por esa
porquería de la droga. Claro está que la que cayó en desgracia fue ella sola,
porque la familia la soltó no más para no hundirse todos. Se había venido del
sector oriente de la capital vagabundeando de lo más miserable por la 5 Sur,
hasta que llegó a este pueblucho medio-campo-medio-urbano y quiso
hacernos la competencia ofreciéndose en la calle, porque necesitaba plata
para la coca, dijo. Ahí fui yo a negociar con ella, advirtiéndole de los peligros
de la calle y ofreciéndole trabajo en el Cariño Malo, donde nos reservábamos
el derecho de admisión. Se puso medio chúcara al principio, pero igual
aceptó porque no era nada tonta la cabra. Siempre fue una de las más
codiciadas la Lauchita –así le decía yo por su carita tan fina, aunque no sé de
donde saqué que las lauchas son finas-, era bonita, blanquita, ojos brillantes,
labios gruesos, no tan alta, pero flacuchenta, como la principal de la novela
Mi destino eres tú. Tenía apenas 25 años y era la envidia de mis otras marías-
magdalenas, pero envidia de la sana, que de la otra no se ve entre la gente
decente.

A la Rosario nunca le encontré un sobrenombre, podría tener varios


pero no me decidí por ni uno. Era de armas tomar la cabra, era de temer.
Mejor ni provocarla, mejor tenerla de amiga que de enemiga, y cerquita,
72
donde mis ojos la vieran. Era polvorita como se dice, aunque a mí no se me
paraba nada en la hilacha que yo al tirito la aterrizaba: ‘no me vengas con
tencas zurdas ni con zorzales overos, mira que yo a los pelos vivos los dejo
tiritando en el suelo’, le decía yo, y se me calmaba. Había estado sus buenos
años en la casa de reposo por tráfico de drogas y por haber herido a balazos
al jefe de los rivales en su negocio. Eso decía ella, pero la verdad es que yo
nunca le creí. Más sabe la puta por vieja que por puta. Al tiempo, revisando
sus antecedentes, supe que sólo había estado seis meses y por robo hormiga
reincidente: la pillaron de mechera en el supermercado llevando mercadería
en un coche de guagua. Nunca le dije que lo sabía para no avergonzarla.

Y así, cada una de mis marías-magdalenas tenía su historia, la mayoría


muy parecida a la de la Flaca, con tontorrones que las maltrataban, con hijos
repartidos por ahí, con heridas en la piel y en el alma, con esa resignación
culposa y esa felicidad falsa y engañosa. Yo siempre he sido bien sentimental
y ahora que estoy vieja es peor, y me dolía presentir que a mis cabras igual
les hubiese gustado algo diferente, quizás ser miradas de otra manera, no
sentirse como ese papel diario que se leyó una vez y con el que después se
limpiaron el poto. Algunas soñaban con ser actrices, otras cantantes y una
hasta quería ser escritora. Y esos pedazos de sueños, de añoranzas, era lo
que les daba fuerza y alegría. A mí me daba lástima. A ellas qué les iba a
importar la convivencia por la que yo tanto me esforzaba, qué les iba a
importar si se las tiraban bien o se las tiraban mal, qué les iba a importar que
el viejo estuviera hediondo. Nada, añadiduras como se dice, leseras, otra raya
para el tigre. Yo sabía que si estaban contentas o tenían buen ánimo, era
solamente porque conservaban la esperanza de dejar algún día de ser lo que

73
eran. Ay, diosito santo, esta vida llena de cototos, qué será de mis pobres
huachas ahora.

No es que yo sea re buena gente y les tenga lástima, es que yo tuve


una buena escuela, de esas que te enseñan por el efecto contrario: no
quieres hacer nada que tenga que ver con ellos, no quieres cometer los
mismos errores. Esas son las mejores escuelas, pienso yo, porque así una se
porta mejor en la vida, con más responsabilidad de una misma y esquivando
lo que puede dañar, con tal de no parecerse a cierta gente. La vieja que a mí
me instruyó en esto era una puta mala, sin consideración alguna por
nosotras: dejaba entrar a cualquier infeliz a la casona, dejaba que nos
trataran como querían, que nos hicieran lo que querían. A las que quedaban
embarazadas les hacía raspaje a sangre fría si no querían tener el crío; si
querían, se mandaban a cambiar.

Yo nunca fui así con mis cabras, a todas las traté como si fueran mis
hijas, mis hermanas chicas, mis ahijadas, mis amigas. Qué sé yo. Ahí hacía
una que otra diferencia, pero que no se notara para que no hubiera rivalidad
ni enemistad. A todas les compraba pastillas para que no les saliera su
domingo siete, preservativos para evitar esos pirigüines que se contagian y
una vez al año me conseguía que la matrona de la posta les hiciera
exámenes. Por eso las chiquillas siempre me quisieron harto y, sumado a
nuestra clientela frecuente e infrecuente, éramos una gran familia que
celebraba todas las noches la gracia de estar vivos, con bailes, con cantos,
con mi sacristán al piano, con alguna de nosotras cantando, con baladas, con
rancheras, con boleros. ‘Y nos dieron las 10 y las 11, las 12 y la una y las 2 y
las 3, y desnudos al anochecer nos encontró la luna’, esa era la canción que
74
más me gustaba, siempre la bailaba yo bien arrejuntada con el Samuelito, un
viejo pintor que según yo gozaba con sentirse fracasado porque así se sentía
mejor pintor, con el único que a mi edad me atrevía a hacer la picardía y no
me daba vergüenza, porque mis arrugas se confundían con las suyas y mi
pasión de vieja emperifollada se mezclaba con la de un supuesto artista que
necesita putas como musas y que disfruta de eso.

La cosa se puso color carbón cuando una noche, en el mejor momento


de la función, entró a la sala el Abelardo Echeverría con un acompañante. Yo
no tardé en reconocerlo y como que me quiso dar un soponcio. Ay, señor
bendito de los cielos, corderito santo de dios ¿no? Qué dolor más grande
volver a encontrarme con viejos fioneras que creía muertos y enterrados.
Qué dolor más grande volver a verlo después de tantos años, después que
me desgració la vida, después que de una patada en el poto me echó a la
calle como a una perra sarnosa, igual que en la comedia Cañaveral de
Pasiones. Qué dolor más grande, señor bendito de los cielos. Si hasta sentí
que me daba un patatús, que se me helaba el corazón, que la presión se me
alborotaba y no supe si me subió o me bajó. Cuando volví en mí, estaba en la
oficinita donde llevaba la contabilidad, con dos de mis marías-magdalenas
echándome viento y dándome agua entre preguntas y comentarios.

En la sala todavía estaba el Abelardo Echeverría y su acompañante, con


su cara odiosamente conocida. Claro, si hace poco el Abelardo había sido
candidato a diputado –aunque no salió- y se lo pasaba apareciendo en la tele
porque era algo así como un juez en Talca, o un abogado no más, qué sé yo,
pero menos mal que mis cabras no veían noticias y no lo reconocieron.
Lamentablemente para mí este mundo era un pañuelo, la vida un círculo
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vicioso y el destino una maldita mierda. Después de 20 años volvía a verle la
cara a ese desgraciado.

-Quiero un trago y la mejor puta que tengas- dijo, con los codos
apoyados en el bar.

Le serví un wisky y, golpeándolo sobre la mesa, le dije:

-Tómate este trago y después te vas por donde mismo entraste. Aquí
no hay mujer para ti.

Se lo tomó al seco y en su mirada adiviné la burla. Yo no le quitaba los


ojos de encima.

-Yo no me voy de aquí. Se necesitan más trago, más mujeres y más


coraje para convencerme a mí de algo. Recomiéndame a una de tus rameras
o la elijo yo mismo. Tengo plata, que es lo que te importa.

Seguía igual que siempre el Echeverría. La última vez que lo vi, después
que me echó de su casa, fue cuando yo apenas era una pupila, allá en la
casona de la vieja, en Santiago. Él llegó buscando servicio barato y yo me
escondí toda la noche en el baño para que no me fuera a ver y menos a
elegir. Desde ahí sólo lo vi un par de veces en las noticias, como decía, pero
cambiaba de canal porque se me avinagraba el estómago.

-¿Qué andas haciendo por estos lados?- le dije yo, pero no logré
sorprenderlo.

-Ando buscando a una chiquilla- me dijo él.

-Eso lo puedes conseguir en cualquier lugar- le dije yo.

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-No me refiero a eso, vieja, no me refiero a ésas. Busco a ‘mi’ chiquilla.
Le perdimos el rastro hace algunos años y todo indica que anda por estos
lados- me dijo él.

A punto estuve de escupir el trago de wisky que había tomado y


empecé a toser ya casi sin fuerzas. Él seguía mirándome sin inmutarse ni un
poquito que fuera.

Y me tapé la cara con las manos. Ay diosito santo, esta vida tan
amarga. En ese momento de la noche en que todos disfrutaban, volvían a mí
recuerdos que nunca quise olvidar pero que me eran dolorosos recordar. Una
niñita que me la arrebataron de los brazos y que tuve que dejar en casa de
esa gente pituca en la ciudad ¿Por qué? Porque era hija del patrón también,
del Abelardo Echeverría. Ese desgraciado malnacido se acostaba conmigo
cada vez que le placía, no a la fuerza, no, para qué voy a decir una cosa por
otra, pero yo era tan tontona que hasta creí que me quería. Y no era nada
cabra chica yo, si ya estaba bien peluda, pero era inocentona, qué se le va a
hacer, era cabra de campo y creían que los ricos se enamoraban de las
pobres, como en las comedia de Thalía. Tontona no más. La señora de la casa
no podía tener hijos y me usaron a mí, lo tenían planeado, igualito que en Las
trampas de amor. Cuando quedé embarazada el Echeverría se puso feliz y
hasta la señora me trataba mejor que nunca, hasta me llevaron de
vacaciones al Quisco sin tener que usar delantal, qué iba a saber yo lo que
querían hacer, aunque no les resultó nada tan bien porque querían
hombrecito y fue una niñita-mujer. Linda la mocosa. Pienso yo que se tienen
que haber resignado luego, porque dos días después del parto me echaron a
la calle con lo puesto, usando trapos para contener la sangre, sin derecho a
77
pataleo porque la hija era del patrón y yo no tenía ni dónde caerme muerta,
sólo por eso no me morí. Ay, mi dios, ni por el decir de la gente se apiadaron
de mí y me dejaron como nana, que sea. No, a la calle. Y qué se le podía
hacer, si igual había que pensar bien, fríamente, y mi niñita iba a estar mejor
con ellos que conmigo.

Ahí empezó la otra pesadilla, que no tenía dónde llegar, que los pechos
ya se me reventaban de leche y me dolían más que la miéchica, que se me
estaban infectando los puntos, que estaba fatigada, que se me venía un
sobre-parto. Ay, señor bendito de los cielos, corderito santo de dios ¿no?,
esta vida llena de cototos, esta vida tan amarga. Ahí fui a dar al hospital por
mastitis y conocí a la vieja, que no sé por qué estaba internada en mi misma
sala. Se apiadó de mí y cuando salimos me llevó a la casona, donde me puse a
hacer mi camino.

-Siempre supe que terminarías así- dijo el Echeverría cuando ya se me


pasó la trapicadera.

-¿Y quién te dijo a vos que yo he terminado?- le respondí bien


choreada y sin dejarme sorprender porque me haya reconocido- mejor te vas
de aquí, que de sólo verte la cara se me retuerce el hígado.

-Estás bien sublevada, vieja ¿No te interesa saber qué fue de la niña?

-No me interesa saber ni una huevada, en cualquier parte mi niña va a


estar mejor que con vos y tu señora. Par de hijos de perra, malolientes,
malnacidos.

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Qué no le dije a ese tontorrón. Y que me perdone dios pero ganas no
me faltaron de romperle una botella en la nuca. Pero el muy gil se echó a reír
y me pidió otro trago, le hice un gesto cochino con las manos y de nuevo se
rio.

-Tu niña decidió desaparecer. Le pagaba un departamento en Santiago


para que estudiara y no me hiciera pasar tantas vergüenzas en Talca, pero
dijo que estaba harta de nosotros y lo dejó, no sin antes haber vendido hasta
las ampolletas del departamento. Andaba por malos pasos la cabra, hija de
puta tenía que ser.

A mí qué me iban a importar los insultos del Echeverría, pero de sólo


pensar que mi niña podía andar cerca, vagando por ese pueblucho, me daba
un calorcito en el pecho que no sabía si reír o llorar. Me la imaginaba de
indigente, durmiendo al lado de la línea del tren, con la ropa cochina y
hedionda a pichí; o así medio hippie, viviendo en una carpa muerta de frío y
fumando esa cochinada de hierba; o de esos que les llaman okupa y que de la
noche a la mañana los echan cascando de la casa; o sentada afuera de una
farmacia con una guagua en brazos, pidiendo plata como los huachos. Yo que
había querido algo tan distinto para ella.

-Ya, vieja querida- dijo descaradamente el muy canalla- dame la mejor


puta y pieza que tengas y no me verás más la cara. Las jovencitas me gustan a
mí -Y la apuntó- Ella, quiero estar con ella.

La Lauchita estaba de lo más bien bailando merengue con otra de mis


chiquillas, se movía lentamente y se reía y se reía, de seguro que estaba

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drogada, con lo caro que le salía la tonterita. Se parecía a la principal de
Mujer indomable meneándose con su ropa negra y pelo desparramado.

El Echeverría sacó unos cuantos billetes de diez lucas y los puso en el


mesón. Dile a esa chiquilla que venga, la de negro, le ordenó a su
acompañante. Yo no alcancé a impedirlo y me tiritaba todo el cuerpo cuando
la Lauchita apareció reluciente, alegre, dispuesta. Y todo pasó en menos de
diez segundos. Cuando vio al Echeverría su rostro se puso agrio. El Abelardo
se quedó con la boca abierta, ella medio colorada y yo no tan confundida, la
verdad.

Ahí se armó una pelotera de preguntas e insultos. Una gritadera del


porte de un buque. No sé qué le habrá hecho el infeliz a mi niña, pero ella no
lo quería ver ni en pinturas. Clientes y marías-magdalenas se acercaron a
mirar qué era lo que sucedía y a gritarse unos a otros. El Echeverría se quería
llevar a mi niña a la fuerza y ella le vociferaba que no, que jamás volvería a
esa casa. Algunos trataron de impedirlo y se fueron de combo en la guata a
manos del matón que lo acompañaba. La Lauchita seguía gritando y dando
manotazos. Ahí yo reaccioné, me sacudí, desperté de ese sueño de 25 años y
sentí que el alma se me quería escapar del cuerpo. Le pegué una cachetada al
Echeverría y cuando ya soltó a la Lauchita le di una patada en su entrepierna.
El muy desgraciado me agarró de las mechas y quiso pegarme, pero de
repente, al mismísimo lado mío, retumbó un disparo al aire y pareció como si
mil botellas y vasos explotaran por la tensión y la rabia. La Rosario sacó la
pistola que nunca había ocupado y trataba de intimidar y poner las cosas en
orden, aunque la pura es que su cara daba más pena que susto. La mayoría
de la gente arrancó del local, entre clientes, marías-magdalenas y el propio
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matón. La música no paró de sonar ni por un segundo, era mi sacristán
acostumbrado a no abandonar el piano hasta que yo lo ordene. Hoy, después
de nuestro adiós, hoy vuelvo a verte, cariño malo, me acuerdo que cantaba.

-Rosario, baja esa lesera- le dije con un hilo de voz mientras el


Echeverría todavía no me soltaba el pelo.

La cabra era obediente y ya estaba que se recontramoría de miedo, así


es que hizo el intento por soltarla como si lo que tuviera en la mano fuera un
guarén y no su juguete favorito, como le decía. Pero no alcanzó ni a dejarla
sobre el mesón del bar y así como de la nada la Lauchita tomó el arma y
antes de que yo pudiera pestañear siquiera, le había dado tres balazos al gil
de su papá (que me dispense mi dios), que cayó pesadamente al lado mío,
arrancándome un mechón.

¿Qué se hace en estos casos? No tenía la más puta idea, pero de puro
nervio, y también pensándolo un poco, si para qué me voy a hacer la lesa
ahora, agarré la pistola y me la guardé entre la ropa, bien asegurada entre mi
guata suelta y mis calzones apretados, ante los ojos atónitos de mis dos
cabras que estaban a punto de llorar. La música había dejado de sonar.

Y ahí vino el resto de la historia. Le ordené a la Rosario y a la Lauchita


que repitieran la historia que me inventé, nos pusimos de acuerdo hasta en la
más mínima palabra, hasta en el más mínimo detalle, y cuando llegaron los
policías al Cariño Malo hasta yo mismita me había convencido que era la
autora del crimen. Todo apuntaba a que era cierto y nadie pudo ni quiso
negarlo, qué iban a decir las pobres si estaban todas tiritonas. Además,
tampoco tenían porqué andar escapando. La decisión ya estaba tomada y yo

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tan dispuesta como mi Jesús cuando se lo llevaron esos monjes medios raros
que salen en la película, acusándolo de malo de la cabeza y de blasfemo. Qué
payasadas de la vida.

Así mismito iba yo, con esa misma disposición. Sabiendo, cuando me
sacaban los policías del Cariño Malo, que esa iba a ser la última vez que iba a
estar pisando la baldosa roja, que iba a respirar ese olor hediondo a humo,
alcohol y colonias baratas, esa humedad pegajosa, ese ambiente de placer
culpable donde se vive con la risa en la boca y tiritones en el alma. Y así, con
simples miradas y nada de pena, me despedía yo de mi localcito de tantos
años.

Y no es que yo sea buena gente, repito, ni quiera compararme con mi


buen dios. No, no, no. Sino que ya era hora ya que hiciera algo decente. Ya
era hora ya que fuera madre. En mi puta vida había hecho algo por mi niña,
no moví un dedo por sacarla de esa casa donde la dejé, fui incapaz de
reconocerla cuando llegó a trabajar conmigo y ahora no iba a permitir que
siguiera pasando pellejerías. No, no, no. Todo era culpa mía y era yo quien
tenía que pagar los platos rotos, como la mamá de la antagonista en la
novela Lazos rotos.

Ahora estoy acá porque yo quise y porque era lo que tenía que pasar, no
más, si así es la vida, con principios y finales, es agridulce la vida, es con
penas y glorias, está llena de cototos pero ese vendría siendo su mejor aliño,
así es que no me tengan nada lástima. Yo me adapto, no más, como una
perra quiltra. El Cariño Malo me lo cerraron y mis marías magdalenas
seguramente se me esparcieron, quién sabe qué será de ellas y qué
porquería van a colocar en lugar de mi negocio. Así es la vida, con olvido, con
miseria. Es agridulce la vida ¿ya dije ya?

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Otro simple cuento provinciano

A mis amigues.

Soñé que debía llegar a tiempo a una obra que se iba a mostrar en el teatro
regional, ponte tú, y tenía que estar ahí a las siete de la tarde y yo venía
viajando de Constitución porque andaba en la inauguración de una casa
horrible y estaba muy atrasada y me pesaba la angustia de atravesar la
cordillera de la Costa a baja velocidad y de tener que llegar a mi casa que era
un desastre y de buscar ropa limpia en ese desastre y de alcanzar a la obra de
teatro donde me esperaban o de quedarme afuera sin nada. Desde mi casa,
que estaba inhóspita, iniciaba una carrera épica hacia el teatro mientras me

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Ilustración de Diego Ruiz, Talca. instagram.com/untecitodecicuta

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iba deshaciendo de pesos (bolsos, abrigo, ropa) para apresurar el paso y
llegar a tiempo. A la vez que corría iba sorteando ferias callejeras, sitios
eriazos, prédicas evangélicas y un grupo de prófugos de una cárcel. Uno de
los fugitivos estaba herido de bala en una pierna y, aun sabiendo que era
tarde, me detenía a hacerle un torniquete (yo no sé hacer un torniquete)
para evitar que se desangrara y entonces la policía empezaba a perseguirme
por cómplice y por colaboradora y por traidora del orden nacional y debía
huir de la policía y atravesaba más sitios eriazos y cementerios de autos y en
el sueño pensaba que ahí vivían las almas ignoradas de las niñas de Alto
Hospicio y seguía corriendo sin detenerme y cuando ya faltaba muy poco
para llegar al teatro, cuando ya estaba en la esquina, ponte tú, se me
aparecía el hotel de Panimávida en ruinas -igual que a fines de los 90, cuando
me encerraba ahí a escribir, ¿te conté eso?-, se me aparecía como si fuese un
destino obligado y yo trataba de avanzar pero una turba de personas me
impedía el paso: estaban saqueando el hotel y llevándose los objetos de
valor. A mí me parecía una idea muy seductora, abrumadoramente bella,
pero debía llegar al teatro entonces trataba de continuar mi camino hasta
que me encontraba con mi profesora de literatura y ella me decía
decididamente que había que rescatar los libros, rescatarlos de qué, pienso
yo, o para qué, pero eso lo pienso ahora y en el sueño pensaba que sí, que
había que rescatar los libros, y entonces me sumergía en las ruinas del hotel
de Panimávida con mi profesora y otras personas rarísimas y ya me olvidaba
de ir al teatro. Parece un relato erótico.

Es un relato erótico, responde la Paz, lo que pasa es que está mal contado.
Mientras lo dice no despega los ojos del dibujo que está haciendo y frunce el

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ceño, no sé si de abrumada o concentrada. En el computador suena Luz Casal
y no sabemos por qué. Nos reímos cuando nos damos cuenta y empezamos a
corear. Estamos en su taller, son como las siete de la tarde de un día jueves,
yo voy camino a casa después de la pega y paso a comentar el día y compartir
un caño. A veces la encuentro de buen humor. A veces no. No me gustó la
obra de ayer, dice al rato, sorry, pero tenía que decírtelo. Yo digo: no
importa, está bien, parece que a la mayor parte del público no le gustó.
Luego digo: en este momento no sé bien por qué no importa, pero lo que
quiero decir es que está bien, que de todos modos hay varios aprendizajes de
la experiencia. Y después digo: era una experiencia necesaria y no es
importante si gusta. El público tiene razón pero no significa que yo esté
equivocada. Tampoco es que fuera muy compleja, murmura la Paz pero de
inmediato dice que qué bueno que lo vea así, porque así es. Yo pienso en la
obra y sólo puedo agregar que ya fue, que la próxima será mejor.

Ahora hablamos sobre su romance, que tiene buenos y malos momentos,


cada vez los buenos son más buenos y los malos son más malos, dice. Yo
asiento, como si lo que estuviera escuchando me constara, como si lo
hubiera vivido o como si lo pudiera entender, y digo que sí, que es una etapa
intensa, y añado algo sobre el desorden de las emociones pero sin
convicción. A ratos siento tristeza, dice la Paz, pero ya no es como las veces
anteriores, ahora tengo una tristeza tranquila, no esa tristeza rabia, no esa
tristeza angustia que la hace a una dar jugo, es una tristeza experta. Yo la
escucho y descubro que no tengo mucho que aportar en tristezas tranquilas,
las mías son escandalosas e inexpertas. Se hace intensa a ratos la vida, digo, y
he llegado a pensar que esa intensidad es la que me gusta, la pasión, el

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desequilibrio, el delirio permanente. No quiero creer que exista una sola
persona capaz de rompernos el corazón, eso ya no sé si lo digo yo o lo dice
ella, ahora me parece tan lejano y patético que creo que soy yo. Luego
hablamos de otras cosas no tan diferentes. La música ha variado y suena de
fondo Nina Simone, cuando la Paz se da cuenta la cambia bruscamente y
coloca a Mon Laferte, más por excéntrica que por gusto real. Yo hablo del
color de la voz y ahí me quiero detener. De pronto recordaba su voz, le digo,
ponte tú que iba en el bus y recordaba su voz, y me sentía tan contenta de
tenerla, de tener acceso a esa voz agradable y graciosa, de que esa voz fuera
mi contravoz, mi contraparte, mi enemiga más inteligente, que burbujeara
para mí, que me dirigiera la palabra. La Paz exclama que está chata de ese
tema. Éramos insufribles, le digo tratando de justificarme, pero nos
mirábamos como si acabáramos de conocernos. La Paz agrega que el amor
sin paciencia no existe, que no quiere que su relación termine como terminó
la mía y que deberíamos emborracharnos.

Decidimos salir a caminar. El frío y la niebla de junio nos anulan los sentidos,
las bocas se esconden en bufandas de lanas húmedas por el vaho de la
respiración, si hablamos es peor y las voces nos salen tiritonas. Hablamos
desafinadas. Entonces preferimos irnos a mi casa a beber vino al lado de la
estufa a gas. Me cuenta que el segundo semestre hará clases en una
universidad privada, que está contenta pero no desbordante de alegría, que
el acuerdo es mediocre y la universidad una bolsa de empleos rotativos y
precarizados, pero que para sobrevivir le alcanzaba y a falta de una mejor
oferta, no podía regodearse. Estuve de acuerdo e insistí con aquello de la
experiencia, aunque ya sin saber por qué. Me dan miedo las experiencias,

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dice ella, los cambios me asustan, siento nostalgia fácilmente, me gustaría
que las cosas se quedaran como están ahora o, mejor aún, como estaban
hace un año. Eso no tiene sentido, alego yo, lo dices de exagerada no más. Sí,
reconoce, lo digo de exagerada, pero también lo digo porque el tiempo es
implacable. Me da risa y me río. No te angusties, insisto como si ese consejo
sirviera de algo, hay que ir tomándole el ritmo, son momentos, la felicidad es
cíclica. ¡Uy, amiga, qué estás leyendo!, exclama ella, mira, sé que puedo
sonar fatalista, pero de pronto pienso ¿sólo esto era la vida? ¿Acaso lo mejor
que me podía pasar ya me pasó? Vuelvo a reírme. Tú definitivamente estás
leyendo a los existencialistas. No, me dice abriendo sus inconfundibles ojos
de alarma, estoy leyendo a los latinoamericanos, los pensadores
latinoamericanos, los que nos recomendaba Pinedo. En ese momento se
pone a temblar, con la Paz nos reímos nerviosas pero ninguna abandona su
lugar. Yo vigilo las olas del vino que van de un extremo a otro del vaso, pero
sin desbordarse, con prudencia, como la tristeza tranquila. Al final una se
acostumbra a la muerte, digo a propósito de Pinedo, con el tiempo a veces
me ha parecido que mi hermano siempre estuvo muerto, que Lemebel
siempre estuvo muerto, que fue algo que me ha sucedido siempre, que nací
lamentando eso. La Paz en otro momento se hubiera reído, pero ahora
acerca la copa a sus labios y antes de tomarse el trago al seco dice que ella
aún recuerda el pedazo de sándwich que encontró en el escritorio de su
padre después del funeral.

Nos recostamos sobre la alfombra y aprovecho de acariciarle el pelo, única


demostración física de cariño que hemos tenido por años, hasta que le
advierto que el piso tiene pelos de gato. Se reincorpora haciendo un gesto de

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asco poco creíble. No siempre fuimos tan deprimentes, digo yo, cuéntame
algo hermoso. Está bien, dice la Paz, y empieza a contarme que el día
anterior acompañó a su madre a la quimioterapia a Santiago, yo cierro los
ojos y la dejo continuar. En el terminal de Talca, dice, en el área de
fumadores, había tres sujetos extrañísimos repartidos en esa área también
extrañísima que además es triangular y con bancas en cualquier dirección. Un
lugar tan feo que conmueve. Los sujetos no se miraban entre ellos, de seguro
no se conocían, y estaba cada cual sumergido en un abismo, se le veía en la
mirada, un abismo diferente en cada caso, pero profundo al fin y al cabo. Dos
de ellos eran hombres ya mayores, de esos que han envejecido mal, que
bordean los sesenta años, que usan jeans y jockey, que fuman y se movilizan
ebrios en bicicleta. La tercera era una señora que quizás aparentaba más
edad de la que realmente tenía, con el rostro excesivamente maquillado y el
ceño fruncido, con un bolso de feria en una mano y el encendedor en la otra,
todes mirando hacia su propio abismo con el cigarrillo colgando de la boca.
Nos quedamos en silencio. Y eso es hermoso, digo yo. No es una pregunta,
mucho menos una afirmación, sólo una reflexión injustificada. Claro,
responde la Paz, si hubiera andado con la cámara hubiera tomado la mejor
fotografía que jamás alguien podría haber hecho de un sector de fumadores.

Son las once de la noche y la llama de la estufa empieza a parpadear hasta


que se apaga completamente. Sólo queda el olor a gas. La Paz opta por irse,
la acompaño hasta la esquina, nos despedimos con un abrazo y ya sin hablar.
Me quedo observando cuando empieza alejarse por la calle vacía, hasta verla
desaparecer entre la niebla.

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¿Fin?
¿Continuará?
¿Qué podría continuar?

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