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GAILLARD (1987) La Revuelta Contra La Revolución - Trad Bernini
GAILLARD (1987) La Revuelta Contra La Revolución - Trad Bernini
Título: “La revuelta contra la revolución (Salammbô, otro punto de vista sobre la
historia)”
Autor: Françoise Gaillard
Traducción: Emilio Bernini
Fuente: Gaillard, Françoise. “‘La révolte contre la révolution (Salammbo: un autre
point de vue sur l’histoire)”. En Gustave Flaubert. Procédés narratifs et fondements
épistémologiques, editado por Alfonso De Toro, 43–54. Tübingen: Gunter Narr
Verlag, 1987.
Referencia para citar: Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución
(Salammbô, otro punto de vista sobre la historia)”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires,
2016. Inédito.
JUNIO de 1848: Frédéric Moreau parte hacia Fontainebleau, Gustave Flaubert viaja
a Cartago… hago cierta trampa con las fechas. La partida tendrá lugar sin dudas, pero
más tarde, en la primavera de 1849. Y luego Flaubert no sabe todavía –él que faltó a
todas las otras– que la historia marcó allí su verdadera cita con él. En esa fecha, se
embarca hacia un destino menos claramente definido: hacia el Oriente de los cuentos
1
F. Nietzsche, Le Nihilisme européen, Paris, UGE, 1976.
Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.
2
Ibid.
3
Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.
irritación, la anula.
No hay duda de que la huida a Oriente, real o imaginaria, efectiva o ficticia, existencial
o escritural, haya sido en su origen reactiva. Las cartas de Flaubert dan cuenta de ello.
Ya se trate del gran viaje de la juventud o del gran encierro en la madurez en la Cartago
de Hamilcar, el motivo alegado es siempre el mismo, la reacción contra su tiempo.
“Cuando se lea Salammbô, escribe, no se pensará, espero, en el autor. Pocos
adivinarán cuán triste fue necesario estar para intentar resucitar Cartago. Es una
Tebaida hacia donde el asco de la vida moderna me ha llevado”.3 Ahora bien, lo que
Oriente le enseñará, sin que lo sepa, es a deshacerse de la lógica de lo reactivo, de ese
entrenamiento en y por el resentimiento, que está en el fondo de todo
comportamiento y de toda ideología burguesa, tan bien nombrada “reaccionaria”. La
reacción, en efecto, está en el centro de la historia de la burguesía y de la historia
burguesa como su motor inconfesado, y el resentimiento es el verdadero rostro de la
razón cuando el principio de su universalidad es puesto en duda. Junio de 1848 ha
administrado la prueba repugnante: “Fueron [los burgueses], en general,
absolutamente despiadados. Los que no habían combatido querían destacarse. Se
vengaban a la vez de los diarios, de los clubes, de las multitudes, de las doctrinas, de
todo lo que exasperaba desde hacía tres meses...”.4
Pero de ese resentimiento del que va a demostrar, en L’ Éducaction sentimentale, que
es la verdad inconfesada de la historia, al menos de la que le es inmediatamente
contemporánea, Flaubert no está completamente exento, y confusamente, lo sabe
bien. La ironía con la que estigmatiza su tiempo obedece al mismo principio de la
reacción, y el pesimismo que profesa es más el signo de una dependencia desesperada
que de una verdadera liberación. Embarcarse hacia Oriente es tal vez la única manera
de evadirse de ese imperio de lo reactivo del que la razón es el agente más seguro.
Como si fuera necesario hacerse un alma oriental para salir de allí, para salirse de eso…
Hay algo pre-nietzscheano en ese sueño, también algo ingenuo, ya que un Oriente así
corre el riesgo de no ser otra cosa que el reverso de Occidente. De lo mismo a lo mismo,
¿dónde estaría la escapatoria?, ¿dónde quedaría el cambio saludable?
La lectura de Salammbô nos obliga, sin embargo, a admitir que Oriente opera un
desplazamiento radical del punto de vista. El desvío inesperado por Cartago tendrá
como efecto principal desaburguesar la visión flaubertiana de la historia, de
desenvenenarla de su burguesismo; es decir, desvincularla de una cierta idea de su
racionalidad y su finalidad, cuyos recientes eventos acaban de revelar que solo está al
servicio de la clase burguesa. La diferencia, mítica o no, de Oriente va a tener su rol: va
a ofrecer una alternativa que, por no ser más que imaginaria, por no existir más que
3
Carta a su amigo Feydeau, 30 de noviembre de 1859.
4
L’Éducaction sentimentale, Paris, Pléiade, 1952, p. 368. [N. del T: traducción, ligeramente modificada,
tomada de La educación sentimental, Buenos Aires, CEAL, 1977. Trad. Josefina Delgado].
4
Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.
5
Véase sobre este punto, F. Nietzsche, Le Nihiisme européen.
5
Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.
6
Carta a Sainte-Beuve, diciembre de 1862. [N. del T.: el texto puede consultarse aquí:
http://www.mediterranees.net/romans/salammbo/dossier/index.html.]
6
Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.
7
Carta a su amigo Feydeau, 15 de julio de 1861. Mi subrayado.
8
La autora se refiere a Jean Rousset, “Positions, distances, perspectives dans Salammbô”, en R. Debray-
Genette et al, Travail de Flaubert, Paris, Seuil, 1983, pp. 79-92. [N. del T.]
7
Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.
9
Estudio de Sainte-Beuve dedicado a Salammbô, publicado en Le Constitutionnel, 8, 15 y 22 de
diciembre de 1862. [N. del T.: véase nota 7]
8
Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.
esta visión de la historia no puede sino aparecer como “ahistórica”. Flaubert lo sabía y
se atribuía méritos frente a los hermanos Goncourt (lo que no le impedía que a la vez
se lo reprochara ante otros corresponsales): “La bandera de la Doctrina esta vez será
verdaderamente levantada, se los aseguro. Porque esto no prueba nada, no dice nada,
no es ni histórico ni satírico ni humorístico. En cambio, puede ser estúpido...”. 10 La
inquietud aparece en esta última observación, así como la inseguridad se hacer ver en
la ostentación. Cómo habría podido imaginar que el ahistoricismo, que se traduce en
la novela por la ausencia de toma de posición sobre la historia, constituye, en realidad,
un nuevo punto de vista sobre la historia, que nos gusta llamar: el punto de vista de
Cartago.
Para llegar a esa desnudez de la racionalidad histórica, en la que se descubre lo que,
insistimos, va a convertirse en la pluma de Nietzsche, la verdadera naturaleza de la
historia, sin dudas era necesario ir hacia Cartago, hacia una orilla cuya radical extrañeza
aseguraba la pérdida de referencias que mantienen durante mucho tiempo la ilusión
de la razón, la ilusión de ser de lo que es. Sólo en Cartago, en una región de total
alejamiento cultural, la contingencia podía absolutizarse hasta que la historia se
anonade como espejismo del futuro.
Sólo en Cartago, en el extrañamiento de Oriente y en el exotismo de la antigüedad, en
esta doble desorientación, el mito de la continuidad de que se alimenta la idea de un
sentido de la historia, podía desmoronarse. Visto desde esos lugares elegidos por su
diferencia, la historia aparece como cortada no sólo del presente (lo que importunaba
a Sainte-Beuve), sino de su presencia consigo misma. Ella no existe más ni en el modo
del en sí ni en el modo del para sí. Todo lo que puede decirse de ella es que es juego
de fuerzas, choque de contrarios: el agón. Sus actores no son más que protagonistas
que se mueven unos contra otros por una lógica del desafío de la que no son los
verdaderos dueños. Aunque desencadenada por un acontecimiento preciso: el no
pago de los sueldos a los mercenarios, se siente más bien que el enfrentamiento entre
Mathô y Hamilcar es inmemorial, eterno. Cuestión de rivalidad, de hegemonía, sin
contenido definido. Y es así como lo comprende Hamilcar, a diferencia de los
burgueses de Cartago que quieren a toda costa conducir el conflicto a los límites de su
estrecha visión mercantil del mundo.
Se trata de la afirmación del ser del deseo y no de cualquier deseo de tener o de hacer
valer ideas o derechos. Es muy claro que el triunfo de un principio que se encarnaría
en uno de los bandos enfrentados, no es lo que importa en esta historia. Mathô no es
un Espartaco, así como Hamilcar no es un soldado de la república. Además, frente a
Cartago, la historia parece haber perdido el sentido de sus fines, y haberse
transformado en uno de esos sacrificios rituales sangrientos, gracias a los que se
descargan periódicamente las tensiones y las violencias acumuladas. El modo de
escritura que conviene mejor a ese ceremonial cruel es el descriptivo; por eso Flaubert
10
Carta a los hermanos Goncourt, 3 de julio de 1860.
9
Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.
11
Carta a Sainte-Beuve, ya citada. [N. del T.: cf. n. 7]
10
Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.
cuyo impulso nace de una escalada entre los bandos y cuyo desenlace es la muerte”.12
Esa historia no conoce el compromiso y eso es lo que constituye su grandeza y también
su belleza. Aquello que se pierde en significación se recupera estéticamente en
monumentalidad y éticamente en valores viriles.
Al salir de la economía finalista, la historia, con Salammbô, entra en el orden de la
naturaleza. Su motor se transforma en un vitalismo casi darwiniano y su ley es de
hierro: vae victis, desgracia para los vencidos. Esta ley natural, que no puede tolerar
ninguna excepción, es reconocida, aceptada por los actores de esta historia
naturalizada, lo que explica que no haya nunca contra el salvajismo de los vencedores
ni una palabra de revuelta, ni un grito, ni una queja, ni un llamado a la piedad. Cada
uno (salvo precisamente el burgués Hannon) padece su suerte sin indignación porque
el juego es franco, regular hasta en el uso de la astucia. No hay víctimas ni verdugos,
sino bestias salvajes enfrentadas; no hay maldad tampoco sino una crueldad instintiva.
La ausencia de motivación humanista exógena, de buen derecho y justa causa… ubica
los dos campos en una relación de estricta reciprocidad. Paradójicamente, la ferocidad
se humaniza porque no es más que la contrapartida del reconocimiento del otro como
adversario. La atrocidad del castigo llega a ser casi el signo del respeto en el que se
mantiene el propio coraje y la fuerza. Ni Hamilcar ni Mathô buscan una coartada moral
ni una legitimación ideológica a su salvajismo, que se justifica por sí mismo, por fuera
de todo sentimiento bajo. Allí reside una de las claves del enigma de este horror que,
en Salammbô, no produce verdaderamente horror, a pesar de Flaubert que sin
embargo fuerza la dosis. “Acumulo, escribe sobre su novela, horror sobre horror.
Veinte mil de mis hombres acaban de morir de hambre y de comerse entre ellos. El
resto terminará bajo la pata de los elefantes y en la boca de los leones”.13 Y el escritor
se satisface con esa jugada frente al burgués: “Me entrego a farsas que producirán el
disgusto de las personas honestas”.14 Pero ese disgusto siempre es solo superficial, es
una simple repulsión de los sentidos, ninguna indignación moral lo acompaña, de
modo que todos los sesos esparcidos en Salammbô no llegan a producir el horror
profundo de “esa cosa blanca expandida alrededor de la tinaja”, sobre la que se
detiene la mirada del narrador en L’Éducation sentimentale.
Se sabe que después de la represión de junio del ’48, el señor Roque, que no había
formado parte de combate, quería desatacarse, a posteriori, encargándose de la
guardia de los prisioneros encerrados, sin víveres y sin aire, en los subsuelos de las
Tuileries. Uno de ellos, que se había trepado y estaba agarrado de los barrotes del
tragaluz, se puso a reclamar pan: “El señor Roque se sintió indignado al ver que se
desconocía su autoridad. Para asustarlos, los apuntó con el arma, y levantado hasta la
12
Jean Baudrillard, De la séduction, Paris, Galilée, 1979.
13
Carta a los hermanos Goncourt, 2 de enero de 1862
14
Ibid.
11
Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.
bóveda por aquella ola que lo ahogaba, el joven, con la cabeza hacia atrás, gritó una
vez más: ‘¡pan!’. ‘¡Aquí lo tiene!’, dijo el padre Roque, disparándole. Hubo un enorme
aullido; después nada. En el borde de la tinaja, había quedado algo blanco”.15 Esa cosa
blanca no nombrada porque es innombrable, altera los sentidos, no de asco, esta vez,
sino de indignación. La ironía flaubertiana señala aquí una detención. El gesto del señor
Roque es indigno porque está dictado por la venganza y el resentimiento, y encima, es
inhumano porque procede de la humanidad del otro reducido al estado de sub-
hombre, rebajado al rango de bestia indisciplinada. Esa reducción previa permite al
verdugo solazarse en lo que es peor que la crueldad: la buena conciencia.
Si la historia debe, por su cortejo de horrores, provocar náusea, no es tanto en Cartago
como en las Tuileries, en ese siglo XIX. Porque, por un lado, la barbarie del hombre se
confiesa francamente, mientras que, por el otro, se disimula bajo la máscara engañosa
del derecho y la moral.
Los burgueses del ’48, como los ricos de Cartago, reprimen tanto más
despiadadamente toda insurrección cuanto que viven en el terror inconfesado de ver,
algún día, denunciada la desnudez de su derecho y la unilateralidad del contrato o del
pacto social. Desde que la legitimidad se basa en el consenso y el reconocimiento de
la universalidad, toda violencia es una amenaza para el orden burgués; toda explosión
de violencia constituye un peligro revolucionario; y la revolución es el espectro del siglo
XIX.
Es ese espectro el que Flaubert exorciza en Oriente… al menos en Cartago, con
Salammbô, ya que ese exorcismo requeriría el doble alejamiento espacial y temporal.
Al desfinalizarse, la historia evacúa hasta la noción de revolución, la sustituye por la de
revuelta, es decir, la idea de una violencia, de alguna manera integrada. De hecho, la
rebelión de los mercenarios contra Cartago no es una revolución; no se enfrentan a los
fundamentos de la sociedad, sino que protestan contra una injusticia y una deslealtad:
es una revuelta. La revuelta se puede volver revolución si alguna fuerza social, movida
por un proyecto histórico, consigue apoderarse de ella. Pero la inexistencia, en
Cartago, de una fuerza así cuestiona la vinculación significante entre el furor del
hombre y el devenir histórico, que supone al contrario el proyecto revolucionario.
La revuelta, en sí misma, no se opone al orden social sino a aquello con lo cual debe
transigir en la medida en que es aquello de lo que se compone. De modo que, vista
desde Cartago, la violencia no aparece ya como un peligro exógeno que hace pesar
sobre el futuro un riesgo de barbarie, puesto que la historia es la barbarie. La barbarie
no viene de otra parte, la barbarie no es el otro, está en nosotros. Tal parece ser la
lección de Salammbô. Al mismo tiempo, debería caer la obsesión del advenimiento de
la barbarie cuyos signos anunciadores ven los contemporáneos de Flaubert en todos
los trastornos sociales. En efecto, no puede advenir sino lo que no es. Queda por
15
L’Éducation sentimentale, op. cit., p. 369. [N. del T : traducción ligeramente modificada tomada de La
educación sentimental, op. cit.]
12
Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.
señalar una diferencia fundamental que separa los bellos tipos viriles de Salammbô de
los burgueses hipócritas del siglo XIX. En unos la barbarie se afirma libremente,
mientras que en los otros se disimula. El único beneficio de la civilización, pues, es
haber hecho de los hombres bárbaros avergonzados. Estamos bien cerca de la filosofía
de Nietzsche.
Recapitulemos: Cartago domestica de algún modo la violencia, al mostrar que ella no
es la súbita irrupción de lo irracional en la racionalidad del orden social y de la historia,
al mostrar que el equilibrio social es un estado de guerra larvado, y que lo que el
hombre nombra historia no es más que el regreso periódico, casi ritual, de la violencia
contenida durante demasiado tiempo. Nada se proyecta en este enfrentamiento
natural de los contrarios; nada, es decir, ninguna forma éticamente superior de la
aventura humana. Frente a esta constatación, o se acepta lúcidamente la devaluación
de los ideales por el amor de la vida (Nietzsche), o se intenta reencontrar nuevos
valores en una sublimación de la necesidad (Flaubert). Al hacernos entrar en los
misterios de lo sagrado y en los enigmas del deseo que sobredeterminan los conflictos
naturales, Salammbô restituye a la historia, privada de sus fines humanos, otra
trascendencia.
Todo viaje a Oriente devuelve un beneficio imaginario. Cartago libera del gran miedo
de la desintegración del orden social por la violencia, por medio de la integración de la
violencia en el orden natural. Pero es sólo una ficción. Con la realidad, vuelven el miedo
y la desilusión: será L’éducation sentimentale.
Esta traducción es de uso interno de la cátedra de Literatura del Siglo XIX de la Facultad de
Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Para contactar a la cátedra escribir a
siglo19@gmail.com.
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