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FILO:UBA LITERATURA DEL SIGLO XIX 2016

La revuelta contra la revolución


(Salammbô, otro punto de vista
sobre la historia)
FRANÇOISE GAILLARD

Título: “La revuelta contra la revolución (Salammbô, otro punto de vista sobre la
historia)”
Autor: Françoise Gaillard
Traducción: Emilio Bernini
Fuente: Gaillard, Françoise. “‘La révolte contre la révolution (Salammbo: un autre
point de vue sur l’histoire)”. En Gustave Flaubert. Procédés narratifs et fondements
épistémologiques, editado por Alfonso De Toro, 43–54. Tübingen: Gunter Narr
Verlag, 1987.
Referencia para citar: Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución
(Salammbô, otro punto de vista sobre la historia)”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires,
2016. Inédito.

…entre los franceses, G. Flaubert, entre los alemanes,


Richard Wagner, son los ejemplos más claros de la
metamorfosis, entre 1830 y 1850, de la fe romántica en el
amor y el porvenir en el deseo de nada.

Nietzsche, Le nihilisme européen1

JUNIO de 1848: Frédéric Moreau parte hacia Fontainebleau, Gustave Flaubert viaja
a Cartago… hago cierta trampa con las fechas. La partida tendrá lugar sin dudas, pero
más tarde, en la primavera de 1849. Y luego Flaubert no sabe todavía –él que faltó a
todas las otras– que la historia marcó allí su verdadera cita con él. En esa fecha, se
embarca hacia un destino menos claramente definido: hacia el Oriente de los cuentos

1
F. Nietzsche, Le Nihilisme européen, Paris, UGE, 1976.
Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.

y las leyendas, hacia el Oriente de los sueños románticos…


El viaje, según la confesión misma del escritor, debe durar 18 meses. Uno se detiene
en sacar cuentas pero ninguna lección de este alejamiento puede obtenerse de las
cifras. Estas sólo autorizan una constatación: Flaubert dejó una Francia republicana
para encontrar otra, lista para caer en los brazos de un emperador. De esta
metamorfosis, cuyo relato ocupa el último tercio de L’Éducation sentimentale y
constituye la parte principal de Bouvard et Pécuchet, no habrá sido ni el actor, ni
incluso el espectador. Vuelto inocente por su coartada, propiamente extranjero
respecto de esta nueva infamia, el novelista se siente autorizado a echar sobre todo
esa mirada venida desde otra parte que caracteriza su ironía.
Pero no deben tomarse estas observaciones literalmente. No hay ninguna voluntad de
producir una coartada en ese viaje a Oriente, sino que es la manifestación simple de
un deseo de otra parte. La inocencia no tiene que ser probada puesto que ella existe.
No se parte para ausentarse de la escena de un crimen por venir. Se parte porque uno
está (se siente) ausente de esa escena. No se viaja para no formar parte sino de no
formar parte. Sea como fuere, la distancia hace ganar en distanciamiento. Esto es
cierto para Frédéric y es cierto para Flaubert. Pero su lucidez de ellos no sirve más que
para iluminar el vacío de todo ideal y la mentira de los principios con los que se reviste
la historia burguesa. De modo que esa lucidez conduce necesariamente al pesimismo,
tanto más cuanto que el horizonte sobre el que ayuda a ver no ofrece ya nada más
para ver o, más bien, solo ofrece a ver, según la fórmula nietzscheana, la “nada del
devenir”.
La libertad que me he tomado, al comienzo, con las fechas y con los hechos, tenía como
objetivo trazar, sugerir un paralelo entre dos escapadas fuera de la historia
contemporánea: Fontainebleau y Oriente; Fontainebleau por un lado, el viaje a Oriente
y la redacción de Salammbô, por el otro.
Si acerco así dos experiencias, en apariencia tan poco semejantes, es porque, tanto
una como la otra, hacen depender todo punto de vista sobre la historia de una
experiencia de la ausencia. Como si, desde entonces, para pensar la historia fuera
necesario ausentarse..., alejarse del teatro de sus operaciones (L’Éducation
sentimentale), sustraerse al orden de sus fines (Salammbô). Una diferencia importante
se indica aquí entre las dos novelas. Mientras que en la novela histórica, la ausencia
del punto de vista, ausencia de un punto desde donde ver, nos lleva a considerar que
la historia es la ausente de todo punto de vista; en la novela “realista”, el punto de vista
de la ausencia, anecdóticamente punto de vista de un ausente (Frédéric), desemboca
en una ausencia de punto de vista sobre la historia, y esa ausencia de opinión es
valorizada en ellas como signo lucidez, como prueba de un juicio sano y sensato.
Mientras que Salammbô se escribe bajo el signo de una nueva filosofía de la historia,
en los límites extremos de lo pensable flaubertiano, L’Éducation sentimentale vuelve
sobre el estadio del desencanto. Parece que la única actitud posible, no digo
“sostenible”, sea la de un doble rechazo que no consigue superarse en alguna
aceptación de una verdad sintética superior. De allí el bloqueo, la aporía, el impasse,
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Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.

cuya traducción en el plano actancial, es la impotencia o la veleidad. Esto se manifiesta


en el universo de la novela por la remisión, una junto a la otra, de todas las ideologías,
de todas las opiniones, de todos los puntos de vista, sin que el narrador intente en esa
irrisión generalizada la menor huella de una verdad.
Con la lectura de L’Éducation sentimentale, la “nada” flaubertiana, la “nada” del muy
famoso proyecto del libro sobre nada, se ilumina de otro modo. Esa “nada” que uno
sospechaba ser lo contrario de un “nada que decir”, su exacto opuesto incluso, puesto
que esa nada era portadora de ese imperioso deseo de decir..., precisamente, esa nada
demuestra ser un intento de reapropiación por la escritura de aquello de lo que el
escritor se siente existencialmente e ideológicamente desposeído: un punto de vista
sobre las cosas. Escribir la “nada”, escribir para decir la nada, es una manera de
exorcizar la nada desde donde decir. Porque la escritura, o el arte -para hablar como
Flaubert- tienen esa superioridad sobre la opinión en la medida en que invierten la
nada ideológica de los valores en valor estético de la nada.
En términos de educación sentimental, Frédéric hace el aprendizaje del pesimismo.
Pero ese pesimismo individual está lejos de la tentación flaubertiana del nihilismo; de
uno al otro hay tal vez toda la distancia que separa el París del Segundo Imperio de la
Cartago de Hamilcar…
El devenir nada, que es la suerte que la novela reserva a Frédéric, el devenir nada,
suerte de descumplimiento por el que se manifiesta el fracaso de una generación,
señala de nuevo la dependencia respecto de la creencia en la finalidad del devenir, el
vínculo con la ilusión del cumplimiento. Entre ese devenir nada y la nada del devenir,
que es una de las lecciones de Salammbô, una de las lecciones del viaje a Oriente
cuando pasa por el desierto de San Antonio, hay una tentativa de una salida trágica de
la categoría decepcionante de la finalidad, hay tal vez la amarga toma de conciencia de
que, como dirá Nietzsche antes de caer en el locura, “nada debe ser en el devenir”.2
Con un estado espiritual cercano al de Frédéric Moreau, Gustave Flaubert deja, en
1849, las orillas desencantadas de la Francia burguesa: “Republicanos, reaccionarios,
rojos, azules, tricolores, todo compite en inepcia. Hay con qué hacer vomitar a las
personas honestas. Los patriotas tal vez tienen razón: Francia está degradada”. Esta
descripción, por lo menos desengañada, del estado de Francia después de las jornadas
de junio de 1848, continúa, en la carta a E. Chevalier de donde está extraída, la
exposición de razones menos evidentemente reactivas del viaje a Oriente. El pretexto
explícito es la enfermedad del cuerpo, pero el final de la carta revela otro manojo de
motivaciones: Flaubert parte a Oriente a curarse el mal francés; además ¿estaba acaso
enfermo de otra enfermedad que no fuera la neurosis que tiene el nombre de Francia?
El remedio se revelará eficaz, más allá incluso de lo que esperaba. Puesto que Oriente
no es simple diversión. No es un bálsamo lenitivo aplicado en la llaga. No adormece la

2
Ibid.

3
Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.

irritación, la anula.
No hay duda de que la huida a Oriente, real o imaginaria, efectiva o ficticia, existencial
o escritural, haya sido en su origen reactiva. Las cartas de Flaubert dan cuenta de ello.
Ya se trate del gran viaje de la juventud o del gran encierro en la madurez en la Cartago
de Hamilcar, el motivo alegado es siempre el mismo, la reacción contra su tiempo.
“Cuando se lea Salammbô, escribe, no se pensará, espero, en el autor. Pocos
adivinarán cuán triste fue necesario estar para intentar resucitar Cartago. Es una
Tebaida hacia donde el asco de la vida moderna me ha llevado”.3 Ahora bien, lo que
Oriente le enseñará, sin que lo sepa, es a deshacerse de la lógica de lo reactivo, de ese
entrenamiento en y por el resentimiento, que está en el fondo de todo
comportamiento y de toda ideología burguesa, tan bien nombrada “reaccionaria”. La
reacción, en efecto, está en el centro de la historia de la burguesía y de la historia
burguesa como su motor inconfesado, y el resentimiento es el verdadero rostro de la
razón cuando el principio de su universalidad es puesto en duda. Junio de 1848 ha
administrado la prueba repugnante: “Fueron [los burgueses], en general,
absolutamente despiadados. Los que no habían combatido querían destacarse. Se
vengaban a la vez de los diarios, de los clubes, de las multitudes, de las doctrinas, de
todo lo que exasperaba desde hacía tres meses...”.4
Pero de ese resentimiento del que va a demostrar, en L’ Éducaction sentimentale, que
es la verdad inconfesada de la historia, al menos de la que le es inmediatamente
contemporánea, Flaubert no está completamente exento, y confusamente, lo sabe
bien. La ironía con la que estigmatiza su tiempo obedece al mismo principio de la
reacción, y el pesimismo que profesa es más el signo de una dependencia desesperada
que de una verdadera liberación. Embarcarse hacia Oriente es tal vez la única manera
de evadirse de ese imperio de lo reactivo del que la razón es el agente más seguro.
Como si fuera necesario hacerse un alma oriental para salir de allí, para salirse de eso…
Hay algo pre-nietzscheano en ese sueño, también algo ingenuo, ya que un Oriente así
corre el riesgo de no ser otra cosa que el reverso de Occidente. De lo mismo a lo mismo,
¿dónde estaría la escapatoria?, ¿dónde quedaría el cambio saludable?
La lectura de Salammbô nos obliga, sin embargo, a admitir que Oriente opera un
desplazamiento radical del punto de vista. El desvío inesperado por Cartago tendrá
como efecto principal desaburguesar la visión flaubertiana de la historia, de
desenvenenarla de su burguesismo; es decir, desvincularla de una cierta idea de su
racionalidad y su finalidad, cuyos recientes eventos acaban de revelar que solo está al
servicio de la clase burguesa. La diferencia, mítica o no, de Oriente va a tener su rol: va
a ofrecer una alternativa que, por no ser más que imaginaria, por no existir más que

3
Carta a su amigo Feydeau, 30 de noviembre de 1859.
4
L’Éducaction sentimentale, Paris, Pléiade, 1952, p. 368. [N. del T: traducción, ligeramente modificada,
tomada de La educación sentimental, Buenos Aires, CEAL, 1977. Trad. Josefina Delgado].

4
Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.

en el espacio de la ficción, no tiene menos un valor fuertemente sintomático.


Hay que comprender bien que al retirarse, por la ascesis de la escritura, a Cartago, no
sólo expulsa una noción y una realidad sociológica (la historia contemporánea), porque
eran impertinentes para su objeto, en una palabra anacrónicas, sino incluso toda una
concepción de la historia que es consustancial. Al mismo tiempo, su pesimismo estéril
se transforma en afirmación activa, sino actuante, del rechazo, que se llama
Salammbô.
Ya los eventos del ‘48 habían afectado para Flaubert la credibilidad de las
justificaciones históricas -justificaciones tanto de como por la historia- y develado su
verdadero rostro: el interés. Del lado de la revolución, como del lado de la reacción, no
se trata más que de mentira y abyección. Allí la necesidad, aquí el miedo, destruyeron
la máscara de los grandes principios: emancipación de la humanidad (socialistas) o
defensa de los valores universales (burgueses). Cartago se lleva, con los vientos
orientales, los últimos restos de creencia en la legitimación histórica, no sin indicar a
la conciencia histórica desorientada la vía de otra interpretación posible de la historia,
la que conduce a la aceptación de su radical contingencia. Al final del camino se
descubre que no es la historia la que falta a su misión, sino que es la misión lo que le
falta, que la mentira no es un hecho suyo, sino de aquellos que han querido investirla
con la fuerza de una verdad.
Una de las aparentes paradojas del viaje a Cartago es que Flaubert parece buscar un
alivio al horror inspirado por la oscuridad y la ceguera de la historia, haciendo de la
historia el lugar mismo del horror ciego. El mal se trata con un mal más absoluto. Es
una de las formas de la lógica de lo peor. Salvo que lo peor aquí alivia verdaderamente
puesto que libera de la causa del mal: la creencia en la racionalidad del orden histórico.
Flaubert se cura, con Salammbô, de las decepciones ocasionadas por la historia vivida
contando(se) otra historia, una historia cuya alteridad tiene menos que ver con el
hecho de que es la de los otros, que con la diferencia de perspectiva que obliga a tener
sobre las cosas. Tal, en efecto, como se da a ver en y desde Cartago, la historia ya no
puede interpretarse más según los tres principios racionales de la finalidad, la unidad
y la verdad.5
Proyección de una desilusión reciente sobre un pasado menos afectivamente investido
o comienzo de una superación imaginaria, ¿cómo leer Salammbô? Para comprender
en profundidad lo que este texto debe al desgarramiento del ‘48, es necesario ante
todo salirse del espejismo de la semejanza y prohibirse buscar allí la transposición
exótica y antigua de eventos contemporáneos. Todo pensamiento de la historia en la
época clásica es inseparable de una idea de los fines (providencialismo, mesianismo,
progreso…).
A partir del siglo XIX, el finalismo permanece pero tiende a separarse de todos los

5
Véase sobre este punto, F. Nietzsche, Le Nihiisme européen.

5
Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.

principios trascendentes que aseguran la finalidad, de modo que la historia se vuelve


ella misma su propia finalidad. Sus fines están implicados en su movimiento que se
encuentra, a la vez, legitimado. La historia es la expresión misma de la racionalidad del
devenir. Esto vale hasta el día en que, bajo el choque del enfrentamiento violento entre
posiciones tan injustificables como injustificadas, esa racionalidad última aparece no
sólo como una zona de vacío sino también como una zona de mentira. La historia,
después del ‘48, no es más para Flaubert portadora de promesa. Y con la pérdida del
carácter racional y prometedor de la historia, no hay más que el futuro que se vuelve
aleatorio, y el presente que también se enturbia. Lo contingente se interpone como
factor opacador. Acorta la perspectiva. Obliga a la miopía, a la captación sucesiva y no
simultánea de los detalles. La historia ya no es percibida sino como un conjunto
desorientado, una pura superficie de registros de fenómenos estocásticos. Parece
reinar el desorden. En L’ Éducaction sentimentale, la desilusión producida por esta
defección del sentido encuentra su expresión intelectual en la ironía del narrador y su
traducción artística en la pérdida de altura de su mirada, y en su inmersión en la
discontinuidad de las cosas. Esta escritura al ras del mundo, que Flaubert considera
casi como un procedimiento, el de la novela moderna, no es de hecho sino la
formulación estética de la ausencia de punto de vista a la que está condenado aquel
que se extravió en el enredo de la historia en acto y que, desesperado en el borde, no
ve más que matorrales parecidos y anárquicamente plantados. Esto para subrayar que
la escritura flaubertiana es menos el objeto de una elección libre que el producto de
un conjunto de determinaciones, ignoradas por el escritor mismo. Ahora bien, es esa
técnica de escritura la que Flaubert puso al servicio de la resurrección del pasado,
encomendándose a la reconstitución de un momento de la historia de Cartago: “Quise,
dice, fijar un espejismo aplicando a la antigüedad los procedimientos de la novela
moderna”.6 El escritor reconoce aquí “la modernidad” de Salammbô, pero es sobre
todo para detenerse enseguida en la factura de la novela, en los “procedimientos”
deliberadamente utilizados, como si quisiera separar cualquier otra relación con la
época contemporánea, ya sea una representación disfrazada o determinaciones más
o menos conscientes. Pero no resulta de lo que acabamos de recordar -y que no es
otra cosa que la síntesis de análisis hoy clásicos-, que es precisamente la escritura
(factura o procedimientos) la que, en Flaubert, ha registrado la crisis de la historia total.
De modo que incluso cuando cree sólo “modernizar” los procedimientos de
representación, lo dado, Flaubert, sin saberlo, va a ubicar su restitución del pasado
bajo el signo de la desmotivación histórica que generó esta estética. Más allá de lo que
diga, “la modernidad” de Salammbô está también (¿sobre todo?) en esa nueva
percepción de la historia que manifiesta su escritura. No es pues sorprendente que el
escritor, según su propia confesión, encuentre ciertas dificultades para entrar en las
razones íntimas de los actores del drama. Lo que él cree en sus eternas quejas que es

6
Carta a Sainte-Beuve, diciembre de 1862. [N. del T.: el texto puede consultarse aquí:
http://www.mediterranees.net/romans/salammbo/dossier/index.html.]

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Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.

la marca evidente del fracaso, de hecho, es el signo de su éxito; pero no puede


reconocerlo porque siempre permanece, en el plano del proyecto novelesco, en las
ilusiones de un dominio cuya escritura consigna, a pesar de él y contra él, la pérdida.
“Lo que me fastidia encontrar en mi novela, escribe, es el elemento psicológico, es
decir, la manera de sentir. En cuanto al color, nadie podrá probarme que es falso”. Para
“el color”, es decir, el decorado, el marco, los detalles exteriores, se siente seguro de
estar en lo verdadero: es que en la materia la verdad existe. Por medio de obras
eruditas intercaladas ella está a disposición. Basta con adecuarse a ella. Además, ¿no
es esa conformidad la que garantiza por sí sola la historicidad de la composición? Como
si la historia no fuera más que el nombre dado al color del pasado…
En cambio, el “elemento psicológico” se le escapa porque depende de la instancia de
la causalidad que, justamente, ha desertado toda visión, todo pensamiento de la
historia. Al haberse desfinalizado la historia, es normal que al mismo tiempo los
personajes se hayan “despsicologizado”. Ya no se sabe qué los mueve, qué actúa en
las fuerzas bárbaras que se enfrentan en el vasto campo de batalla en que se ha vuelto
la república de Cartago, si no es una hostilidad nativa, casi instintiva. Observemos que,
además, lo que en Salammbô se llama historia se confunde precisamente con ese
enfrentamiento salvaje. La historia encuentra y agota su sentido allí, y el riesgo de
monotonía que corre una obra tan belicosa es revelado, a causa de esa verdad de la
historia, por junio del ‘48: el agón. “Siempre batallas, siempre gente furiosa...”, escribe
Flaubert; y el mismo día a otro corresponsal: “Creo que hay demasiados soldados. Es
la historia, lo sé muy bien”.7
Así, la extrañeza que rodea con un velo de incomprensión las acciones de los
personajes, y que Flaubert atribuye al efecto de extrañamiento de Oriente, es el hecho
de esa mirada desfinalizada que el escritor lanza desde entonces sobre todo. Cuestión,
también allí, de punto de vista. La perspectiva que se veía acortada por las barricadas
del ‘48, encuentra en la fuga a Cartago su justo punto de fuga: la indiferencia del punto
de vista, que permite abrazar tanto más serenamente la escena, en la cual se chocan
sin piedad las fuerzas contrarias, cuanto que la contradicción no está preñada de
ningún porvenir. Esto explica que Flaubert nunca haya acordado tanta importancia
narrativa y descriptiva a los puestos de observación como en Salammbô. Jean Rousset,
en un artículo bien conocido, ha señalado la frecuencia de visiones ascendentes y
descendentes.8 A esto habría que añadir las numerosas alturas sobre las que, como
buen estratega, el narrador toma lugar para cubrir la totalidad del teatro de las
hostilidades, los efectos de simetría en la composición de las escenas, los juegos de
alternancia entre los capítulos que nos hacen pasar sin detención de un campo al otro.
El resultado de esta equivalencia de tratamiento narrativo es producir una impresión
de igualdad entre las fuerzas opuestas, y de tener la apariencia de dejar al azar (otro

7
Carta a su amigo Feydeau, 15 de julio de 1861. Mi subrayado.
8
La autora se refiere a Jean Rousset, “Positions, distances, perspectives dans Salammbô”, en R. Debray-
Genette et al, Travail de Flaubert, Paris, Seuil, 1983, pp. 79-92. [N. del T.]

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Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.

nombre de la historia) el cuidado de decidir el desenlace de la acción. Evidentemente


no es más que un hábil truco, ya que Mathô debe ser vencido, ¿pero esta necesidad
no es de orden puramente novelesco y en absoluto histórico?
En el curso de la novela, la diferencia entre la barbarie y los cartagineses, ya
fuertemente cuestionada por la identidad de su salvajismo, desaparece delante de su
común ausencia de perspectiva o de proyecto histórico, así como frente a su igual
ignorancia de la dimensión del futuro. Aquello que los anima es la pasión: el deseo en
Mathô; la voluntad de poder en Hamilcar. Ni uno encarna (ni piensa en encarnar)
cualquier promesa ni de humanidad ni de progreso, ni de justicia ni de luz, ni de verdad.
El interés de Hamilcar por su hijo no desmiente esta lectura. El futuro Hannibal debe
heredar menos una historia a hacer que reconducir un odio inexplicable. Y la forma
que toma su destino en los sueños de su padre, es la de la perpetuación, no la del
cumplimiento.
Sainte-Beuve no comprendía que Flaubert hubiera elegido ese episodio oscuro de la
gesta cartaginesa, mientras que las guerras contra Roma habrían provisto una materia
mayor de aspecto heroico, que nos habría interesado más, porque estaríamos más
implicados. “¿En qué me afecta a mí, escribe, el duelo entre Túnez y Cartago?
Háblenme del duelo entre Cartago y Roma, preferentemente. En ese caso, me interesa
y me implica. Entre Roma y Cartago, en su pelea encarnizada, ya está en juego toda la
civilización futura; la nuestra depende de ella…”. 9 Esta crítica da cuenta, a nuestro
criterio, de una total incomprensión de lo que dice Salammbô, y que Nietzsche
proclamará más tarde, después de haber hecho, también él, su periplo imaginario en
Oriente. El ayer no lleva el hoy, no más que el hoy no lleva el mañana. Ninguna
justificación por el futuro podría intervenir para atenuar el escándalo del presente. La
historia ya no está orientada, tendida hacia su devenir, así como no tiene en sí misma
sentido. Está contenida por entero en el “hacer” del momento, y ese “hacer” es todo
lo que hay que comprender y conocer de ella. En consecuencia, no se llega a su verdad
sino en y por la descripción de la acción, algo a lo que Flaubert se dedicó
abundantemente en Salammbô. Incluso es necesario que esa acción lleve los indicios
exteriores del pasado para que se señale la historicidad de la historia. De allí los
detalles exóticos y arcaizantes de Salammbô, a los que en su época se reprochó que
ocultaban la historia, sepultándola bajo sus signos muertos, mientras que eran los
únicos que atestiguaban el carácter histórico de ese “hacer” particular que fue la lucha
sin piedad entre los mercenarios y Hamilcar. Sin ellos, este episodio se distinguiría mal
de esos otros “hacer” que son las guerras, las revueltas, las revoluciones cuya simple
instancia de registro es la historia.
En relación con las filosofías finalistas, incluso teleológicas o mesiánicas del tiempo,

9
Estudio de Sainte-Beuve dedicado a Salammbô, publicado en Le Constitutionnel, 8, 15 y 22 de
diciembre de 1862. [N. del T.: véase nota 7]

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Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.

esta visión de la historia no puede sino aparecer como “ahistórica”. Flaubert lo sabía y
se atribuía méritos frente a los hermanos Goncourt (lo que no le impedía que a la vez
se lo reprochara ante otros corresponsales): “La bandera de la Doctrina esta vez será
verdaderamente levantada, se los aseguro. Porque esto no prueba nada, no dice nada,
no es ni histórico ni satírico ni humorístico. En cambio, puede ser estúpido...”. 10 La
inquietud aparece en esta última observación, así como la inseguridad se hacer ver en
la ostentación. Cómo habría podido imaginar que el ahistoricismo, que se traduce en
la novela por la ausencia de toma de posición sobre la historia, constituye, en realidad,
un nuevo punto de vista sobre la historia, que nos gusta llamar: el punto de vista de
Cartago.
Para llegar a esa desnudez de la racionalidad histórica, en la que se descubre lo que,
insistimos, va a convertirse en la pluma de Nietzsche, la verdadera naturaleza de la
historia, sin dudas era necesario ir hacia Cartago, hacia una orilla cuya radical extrañeza
aseguraba la pérdida de referencias que mantienen durante mucho tiempo la ilusión
de la razón, la ilusión de ser de lo que es. Sólo en Cartago, en una región de total
alejamiento cultural, la contingencia podía absolutizarse hasta que la historia se
anonade como espejismo del futuro.
Sólo en Cartago, en el extrañamiento de Oriente y en el exotismo de la antigüedad, en
esta doble desorientación, el mito de la continuidad de que se alimenta la idea de un
sentido de la historia, podía desmoronarse. Visto desde esos lugares elegidos por su
diferencia, la historia aparece como cortada no sólo del presente (lo que importunaba
a Sainte-Beuve), sino de su presencia consigo misma. Ella no existe más ni en el modo
del en sí ni en el modo del para sí. Todo lo que puede decirse de ella es que es juego
de fuerzas, choque de contrarios: el agón. Sus actores no son más que protagonistas
que se mueven unos contra otros por una lógica del desafío de la que no son los
verdaderos dueños. Aunque desencadenada por un acontecimiento preciso: el no
pago de los sueldos a los mercenarios, se siente más bien que el enfrentamiento entre
Mathô y Hamilcar es inmemorial, eterno. Cuestión de rivalidad, de hegemonía, sin
contenido definido. Y es así como lo comprende Hamilcar, a diferencia de los
burgueses de Cartago que quieren a toda costa conducir el conflicto a los límites de su
estrecha visión mercantil del mundo.
Se trata de la afirmación del ser del deseo y no de cualquier deseo de tener o de hacer
valer ideas o derechos. Es muy claro que el triunfo de un principio que se encarnaría
en uno de los bandos enfrentados, no es lo que importa en esta historia. Mathô no es
un Espartaco, así como Hamilcar no es un soldado de la república. Además, frente a
Cartago, la historia parece haber perdido el sentido de sus fines, y haberse
transformado en uno de esos sacrificios rituales sangrientos, gracias a los que se
descargan periódicamente las tensiones y las violencias acumuladas. El modo de
escritura que conviene mejor a ese ceremonial cruel es el descriptivo; por eso Flaubert

10
Carta a los hermanos Goncourt, 3 de julio de 1860.

9
Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.

se equivoca cuando se lamenta -como no deja de hacerlo- sobre la falta de progresión


de su obra. El “progreso”, en el doble sentido dinámico (movimiento hacia adelante) y
ético (evolución) está excluido de esta concepción de la historia.
No hay nada que comprender, sólo hay que mirar. Lo que no quiere decir que el duelo
Mathô/Hamilcar sea insensato. La rivalidad que por la fuerza de las cosas los enfrenta
uno al otro, está, a pesar de su encarnizamiento aparentemente ciego, conducido por
una lógica, pero ésta nos es difícilmente inteligible a nosotros que, prisioneros del
finalismo y encerrados en el sistema del resentimiento, como los ricos de Cartago y los
burgueses del ’48, hemos proyectado sobre la historia nuestro propio interés bajo la
forma de esa representación ilusoriamente objetiva: el sentido de la historia.
Los ricos de Cartago están ahí para hacer un contrapunto (de vista) y establecer un
puente con la historia contemporánea. Conviene observar, además, que el único
anacronismo que Flaubert confiesa es el de la representación del consejo de Cartago,
para la que se habría inspirado en el ejercicio parlamentario norteamericano,11 con la
idea, sin dudas, que enuncia este axioma: ¡la burguesía es siempre la burguesía!
Ninguna grandeza, ningún heroísmo en esta clase cuyas acciones y cuyos
emprendimientos están dictados por la preocupación mezquina de los intereses
materiales. La única guerra que saber hacer, bajo la conducción del sufeta Hannon, es
innoble, está contaminada por la cobardía y por el miedo que fueron sus
desencadenantes. Nada que ver con la lucha de Mathô y de Hamilcar que es feroz,
salvaje, pero de una grandeza sobrehumana. Para estos dos jefes la guerra no tiene
que ver ni con el odio ni con el resentimiento, es casi un acto sagrado: el combate
singular de dos fuerzas opuestas, de dos pasiones antagonistas, de dos principios
contrarios que luchan a muerte, bajo la mirada de los dioses y de los hombres. Durante
ese furioso cuerpo a cuerpo, Mathô y Hamilcar parecen como separados del motivo de
sus acciones. Son presa de un furor fratricida que viene de más lejos que ellos mismos.
Y el sentimiento de su fraternidad, revelado por la identidad de su coraje y de su
virilidad, los lanza aún más salvajemente uno contra el otro. La historia bascula en el
mito o más bien en la tragedia. Esta metamorfosis de la guerra realizada por Cartago
contra sus mercenarios en tragedia del fraticidio, evacúa todo riesgo de significación
histórica de la revuelta, en particular la voluntad de emancipación a la que Spendius
intenta constantemente llevarla, ayudado en esto por los burgueses, cuya actitud
reaccionaria podría llegar a dotar a la rebelión de un contenido social y político.
Toda esta aventura está ubicada bajo el signo de la ruptura del contrato y de la deuda,
deuda de Cartago hacia los mercenarios, deuda de éstos hacia Hamilcar, pero
rápidamente se emancipa de esa contabilidad mercantil. Nada podría, además,
terminar con esa deuda infinita, eternamente aumentada con los daños infligidos
como precio de su recuperación, más que la muerte. La locura asesina y la rabia de
exterminio que se apoderan de Mathô y de Hamilcar dependen de “la lógica del desafío

11
Carta a Sainte-Beuve, ya citada. [N. del T.: cf. n. 7]

10
Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.

cuyo impulso nace de una escalada entre los bandos y cuyo desenlace es la muerte”.12
Esa historia no conoce el compromiso y eso es lo que constituye su grandeza y también
su belleza. Aquello que se pierde en significación se recupera estéticamente en
monumentalidad y éticamente en valores viriles.
Al salir de la economía finalista, la historia, con Salammbô, entra en el orden de la
naturaleza. Su motor se transforma en un vitalismo casi darwiniano y su ley es de
hierro: vae victis, desgracia para los vencidos. Esta ley natural, que no puede tolerar
ninguna excepción, es reconocida, aceptada por los actores de esta historia
naturalizada, lo que explica que no haya nunca contra el salvajismo de los vencedores
ni una palabra de revuelta, ni un grito, ni una queja, ni un llamado a la piedad. Cada
uno (salvo precisamente el burgués Hannon) padece su suerte sin indignación porque
el juego es franco, regular hasta en el uso de la astucia. No hay víctimas ni verdugos,
sino bestias salvajes enfrentadas; no hay maldad tampoco sino una crueldad instintiva.
La ausencia de motivación humanista exógena, de buen derecho y justa causa… ubica
los dos campos en una relación de estricta reciprocidad. Paradójicamente, la ferocidad
se humaniza porque no es más que la contrapartida del reconocimiento del otro como
adversario. La atrocidad del castigo llega a ser casi el signo del respeto en el que se
mantiene el propio coraje y la fuerza. Ni Hamilcar ni Mathô buscan una coartada moral
ni una legitimación ideológica a su salvajismo, que se justifica por sí mismo, por fuera
de todo sentimiento bajo. Allí reside una de las claves del enigma de este horror que,
en Salammbô, no produce verdaderamente horror, a pesar de Flaubert que sin
embargo fuerza la dosis. “Acumulo, escribe sobre su novela, horror sobre horror.
Veinte mil de mis hombres acaban de morir de hambre y de comerse entre ellos. El
resto terminará bajo la pata de los elefantes y en la boca de los leones”.13 Y el escritor
se satisface con esa jugada frente al burgués: “Me entrego a farsas que producirán el
disgusto de las personas honestas”.14 Pero ese disgusto siempre es solo superficial, es
una simple repulsión de los sentidos, ninguna indignación moral lo acompaña, de
modo que todos los sesos esparcidos en Salammbô no llegan a producir el horror
profundo de “esa cosa blanca expandida alrededor de la tinaja”, sobre la que se
detiene la mirada del narrador en L’Éducation sentimentale.
Se sabe que después de la represión de junio del ’48, el señor Roque, que no había
formado parte de combate, quería desatacarse, a posteriori, encargándose de la
guardia de los prisioneros encerrados, sin víveres y sin aire, en los subsuelos de las
Tuileries. Uno de ellos, que se había trepado y estaba agarrado de los barrotes del
tragaluz, se puso a reclamar pan: “El señor Roque se sintió indignado al ver que se
desconocía su autoridad. Para asustarlos, los apuntó con el arma, y levantado hasta la

12
Jean Baudrillard, De la séduction, Paris, Galilée, 1979.
13
Carta a los hermanos Goncourt, 2 de enero de 1862
14
Ibid.

11
Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.

bóveda por aquella ola que lo ahogaba, el joven, con la cabeza hacia atrás, gritó una
vez más: ‘¡pan!’. ‘¡Aquí lo tiene!’, dijo el padre Roque, disparándole. Hubo un enorme
aullido; después nada. En el borde de la tinaja, había quedado algo blanco”.15 Esa cosa
blanca no nombrada porque es innombrable, altera los sentidos, no de asco, esta vez,
sino de indignación. La ironía flaubertiana señala aquí una detención. El gesto del señor
Roque es indigno porque está dictado por la venganza y el resentimiento, y encima, es
inhumano porque procede de la humanidad del otro reducido al estado de sub-
hombre, rebajado al rango de bestia indisciplinada. Esa reducción previa permite al
verdugo solazarse en lo que es peor que la crueldad: la buena conciencia.
Si la historia debe, por su cortejo de horrores, provocar náusea, no es tanto en Cartago
como en las Tuileries, en ese siglo XIX. Porque, por un lado, la barbarie del hombre se
confiesa francamente, mientras que, por el otro, se disimula bajo la máscara engañosa
del derecho y la moral.
Los burgueses del ’48, como los ricos de Cartago, reprimen tanto más
despiadadamente toda insurrección cuanto que viven en el terror inconfesado de ver,
algún día, denunciada la desnudez de su derecho y la unilateralidad del contrato o del
pacto social. Desde que la legitimidad se basa en el consenso y el reconocimiento de
la universalidad, toda violencia es una amenaza para el orden burgués; toda explosión
de violencia constituye un peligro revolucionario; y la revolución es el espectro del siglo
XIX.
Es ese espectro el que Flaubert exorciza en Oriente… al menos en Cartago, con
Salammbô, ya que ese exorcismo requeriría el doble alejamiento espacial y temporal.
Al desfinalizarse, la historia evacúa hasta la noción de revolución, la sustituye por la de
revuelta, es decir, la idea de una violencia, de alguna manera integrada. De hecho, la
rebelión de los mercenarios contra Cartago no es una revolución; no se enfrentan a los
fundamentos de la sociedad, sino que protestan contra una injusticia y una deslealtad:
es una revuelta. La revuelta se puede volver revolución si alguna fuerza social, movida
por un proyecto histórico, consigue apoderarse de ella. Pero la inexistencia, en
Cartago, de una fuerza así cuestiona la vinculación significante entre el furor del
hombre y el devenir histórico, que supone al contrario el proyecto revolucionario.
La revuelta, en sí misma, no se opone al orden social sino a aquello con lo cual debe
transigir en la medida en que es aquello de lo que se compone. De modo que, vista
desde Cartago, la violencia no aparece ya como un peligro exógeno que hace pesar
sobre el futuro un riesgo de barbarie, puesto que la historia es la barbarie. La barbarie
no viene de otra parte, la barbarie no es el otro, está en nosotros. Tal parece ser la
lección de Salammbô. Al mismo tiempo, debería caer la obsesión del advenimiento de
la barbarie cuyos signos anunciadores ven los contemporáneos de Flaubert en todos
los trastornos sociales. En efecto, no puede advenir sino lo que no es. Queda por

15
L’Éducation sentimentale, op. cit., p. 369. [N. del T : traducción ligeramente modificada tomada de La
educación sentimental, op. cit.]

12
Françoise Gaillard, “La revuelta contra la revolución”, trad. Emilio Bernini, Buenos Aires, 2016.

señalar una diferencia fundamental que separa los bellos tipos viriles de Salammbô de
los burgueses hipócritas del siglo XIX. En unos la barbarie se afirma libremente,
mientras que en los otros se disimula. El único beneficio de la civilización, pues, es
haber hecho de los hombres bárbaros avergonzados. Estamos bien cerca de la filosofía
de Nietzsche.
Recapitulemos: Cartago domestica de algún modo la violencia, al mostrar que ella no
es la súbita irrupción de lo irracional en la racionalidad del orden social y de la historia,
al mostrar que el equilibrio social es un estado de guerra larvado, y que lo que el
hombre nombra historia no es más que el regreso periódico, casi ritual, de la violencia
contenida durante demasiado tiempo. Nada se proyecta en este enfrentamiento
natural de los contrarios; nada, es decir, ninguna forma éticamente superior de la
aventura humana. Frente a esta constatación, o se acepta lúcidamente la devaluación
de los ideales por el amor de la vida (Nietzsche), o se intenta reencontrar nuevos
valores en una sublimación de la necesidad (Flaubert). Al hacernos entrar en los
misterios de lo sagrado y en los enigmas del deseo que sobredeterminan los conflictos
naturales, Salammbô restituye a la historia, privada de sus fines humanos, otra
trascendencia.
Todo viaje a Oriente devuelve un beneficio imaginario. Cartago libera del gran miedo
de la desintegración del orden social por la violencia, por medio de la integración de la
violencia en el orden natural. Pero es sólo una ficción. Con la realidad, vuelven el miedo
y la desilusión: será L’éducation sentimentale.

Esta traducción es de uso interno de la cátedra de Literatura del Siglo XIX de la Facultad de
Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Para contactar a la cátedra escribir a
siglo19@gmail.com.

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