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Días de Furia - Karen Gil y Susana Lopez
Días de Furia - Karen Gil y Susana Lopez
Días de furia
Relatos de mujeres periodistas
de su cobertura en los conflictos
poselectorales de Bolivia en 2019
© 2020 Konrad Adenauer Stiftung e.V.
Presentación Autoras
Dr. Georg Dufner Liliana Aguirre
Representante en Bolivia Merlina Anunnaki
Fundación Konrad Adenauer (kas) Daniela Romero Linares
María José Mollinedo Landa
Iván Velásquez Castellanos Ph.D. Susana López
Coordinador Juany Reyes
Fundación Konrad Adenauer (kas) Miriam Telma Jemio
Karen Gil
Prólogo Nayma Enriquez
Prof. Amparo Canedo Guzmán Alejandra Olguin
Wara Vargas
Coordinadoras
Karen Gil y Susana López
Foto de portada
Periodistas de distintos medios huyen de la
gasificación de las fuerzas combinadas de la
policía y militares en el puente de Huayllani el
15 de noviembre de 2019. DISTRIBUCIÓN GRATUITA
Crédito: Dico Solís, Opinión
Presentación................................................................................................. 9
Prólogo......................................................................................................... 11
Introducción ................................................................................................ 15
línea de tiempo
35 días de conflicto poselectoral.................................................................. 21
Cronología de las agresiones a mujeres periodistas.............................. 33
capítulo 1
Levantamiento ciudadano, violencia y amenazas contra la prensa
Daniela Romero Linares.................................................................................. 39
capítulo 2
Amenazas de quema y cacerolazos
María José Mollinedo...................................................................................... 53
capítulo 3
Cabildo, dinamitas y Halloween
Susana López.................................................................................................. 63
[7]
8 días de furia: relatos de mujeres periodistas
capítulo 4
Motín policial en Cochabamba
Juany Reyes.................................................................................................... 75
capítulo 5
Policías bajo el amparo juvenil y el embate a periodistas
Miriam Telma Jemio...................................................................................... 87
capítulo 6
La noche de furia y la ira contra las periodistas
Karen Gil....................................................................................................... 99
capítulo 7
Las quemas a la Policía de El Alto y el temor a grabar
Nayma Enriquez............................................................................................ 111
capítulo 8
Las muertes en Huayllani y reportear entre balas
Alejandra Olguin............................................................................................ 121
capítulo 9
Senkata y la dura cobertura periodística
Nayma Enriquez ........................................................................................... 133
[9]
10 días de furia: relatos de mujeres periodistas
más con sombras que con luces, sus relatos nos dibujan momentos de agresión,
de violencia y conflictividad y esta publicación trata de ello.
La Asociación Nacional de la Prensa de Bolivia (anp), identificó hasta el
19 de noviembre de 2019 la agresión a 76 periodistas, entre mujeres y hombres,
además de ataques a las instalaciones de 14 medios. Según las investigadoras de
este proyecto, estas cifras exponen tan solo los casos denunciados y no la totali-
dad. Karen Gil y Susana López, Coordinadoras de esta publicación afirman que
muchas reporteras y reporteros prefirieron callar, ya sea por cuidar su integridad
o porque su atención se centró en la cobertura, o por no involucrar a los medios
de comunicación en los que trabajaban, entre otros motivos.
Gil y López describen que las amenazas, insultos, golpes o restricciones para
hacer la cobertura fueron algunas de las formas de agresión que limitaron el trabajo
de las y los reporteros, que en muchos casos se vieron obligados a dejar de cubrir
ciertos hechos. En el caso de las mujeres periodistas, las agresiones verbales contra
ellas, a diferencia de las dirigidas a sus colegas varones, apuntaban a su condición
de mujer con insultos que mellaban su dignidad; es decir, también fueron víctimas
de la violencia machista y de eso trata esta publicación de mostrar los hechos y
de cómo se sucedieron.
Finalmente, queremos agradecer a las coordinadoras de la publicación Karen
Gil y Susana López, por el trabajo realizado, a la Profesora Amparo Canedo Guz-
mán por sus comentarios sobre esta publicación y a cada una de las co-autoras que
forman parte de este libro por su valentía y por la forma de exponer los hechos
sucedidos. Guardamos la esperanza que el analizar con detenimiento lo sucedido
servirá como lección para construir un futuro mejor para los bolivianos, cons-
cientes que la paz, el dialogo, la tolerancia y el uso pleno de las libertades son la
base de una sociedad igualitaria.
Frente a nuestros ojos se levanta un cuadro. Allá están retazos de los 35 días de
furia poselectoral que vivió Bolivia cuando fue empujada hacia el abismo entre el
20 de octubre y el 24 de noviembre de 2019. Periodistas mujeres que trabajan en
La Paz, Santa Cruz y Cochabamba pintan en él –con letras negras– momentos
de agresión propios y ajenos.
Si te acercas un poco más a este cuadro, titulado Días de Furia, podrás tocar
el polvo que mordieron sus zapatos durante la cobertura, y si agudizas tu olfato,
aun podrás oler su miedo. Pero si luego te alejas unos centímetros para ver cada
escena, te darás cuenta de que esas nueve periodistas están hoy frente a ti de pie
para contarte su historia. Y no es que hayan olvidado los insultos. Los llevan
como abrojos colados en la piel porque recibieron doble agresión, una por ser
periodistas y otra por ser mujeres.
A partir de una línea de tiempo trazada por la reportera Liliana Aguirre
Flores y la hábil mano de la ilustradora Merlina Anunnaki, las periodistas toman
la palabra para apoderarse de ella y nos llevan de la mano por los lugares donde
nació su miedo fruto de la violencia, y en un acto de valentía nos muestran hoy el
rostro de sus agresores. Ellas son Daniela Romero Linares, María José Mollinedo
Landa, Susana López, Juany Reyes Puma, Miriam Telma Jemio Flores, Karen Gil,
Nayma Enríquez Torrez, Alejandra Olguin Solis y Wara Vargas Lara.
Ellas son las periodistas que, bajo la coordinación de Karen Gil y Susana
López, atraparon sus temores en esos momentos oscuros que les tocó vivir para
transformarlos, mediante un ritual de catarsis, en letras que alimenten cada his-
toria de Días de Furia.
[11]
12 días de furia: relatos de mujeres periodistas
No tengo la menor duda de que esta obra quedará en la historia del perio-
dismo en Bolivia como un aporte, porque abre interrogantes sobre el presente y
futuro del periodismo en este país. Y, de algún modo, representa la síntesis de las
agresiones que 76 periodistas de 14 medios sufrieron entre octubre y noviembre
del año pasado.
Y no es que en las historias se hable solo de periodistas, no. Existen pedazos
que atañen a policías, militares, “pititas”, afines al mas… Y algunos también
tienen que ver con temáticas como el papel de las nuevas tecnologías durante el
conflicto, el rol macabro del rumor y la discriminación…
Hay para todos los tipos de análisis, desde sociológicos, psicológicos hasta
políticos. Nosotras tomamos los lentes del periodismo.
“¡Prensa vendida!” Esas fueron las dos palabras comunes que llegaron a oídos de
quienes relatan sus historias en este libro. Y no vinieron solas: “puta…”, “perra
de Evo…” y “masiburra…” fueron algunos de los insultos escuchados.
Ingenuas quienes pensamos en algún momento que habíamos avanzado lo
suficiente desde el periodismo para ser reconocidas como iguales a los hombres.
Aún queda camino por andar… ¡Estamos de pie! ¡Ahí vamos…!
En los últimos 14 años vivimos en un país donde todo era blanco o negro. Esta-
ban los medios de información ‘buenos’ que, según el discurso político del MAS,
apoyaban el cambio y los del “eje del mal” o “cartel de la mentira”, que tenían
una cadena que llegaba hasta el ‘imperio’. En realidad, eran los que no se dejaron
domesticar, en muchos casos.
Pero el buen periodismo solo podría ponerse en uno de los extremos si tuviera
que defender la democracia. De lo contrario, tendría que tratar de ubicarse en
el centro para poder escuchar con equilibrio a todas las partes en conflicto. La
credibilidad conquistada con transparencia así lo exige.
Por eso, lo que hoy está en juego de cara al presente y futuro del periodismo
es su credibilidad. No es detalle menor porque hasta el cansancio se ha dicho que
de la credibilidad, la calidad de los contenidos y el cambio de modelo de negocios
dependerá la sobrevivencia de los medios de información tanto en Bolivia como
también en otros países.
prólogo 13
¿Qué tipo de puentes construyen los medios con sus potenciales públicos?
Por el momento, los pocos puentes que existían entre los medios y la población
no lucen muy bien. Quienes somos periodistas hablamos durante años a nombre
de una población que nunca llegamos a conocer en sus esquinas más recónditas,
allá donde faltan maestros, médicos y jueces.
Por ello, tender puentes que nos ayuden a llegar hasta los ciudadanos es una
tarea pendiente de los medios de comunicación en Bolivia.
Otro de los aportes valiosos de Días de Furia es presentar el tipo de relación tejida
entre las fuentes de información y quienes somos periodistas. Se comprueba una
vez más que los altos jefes policiales y militares no han cambiado mucho, siguen
mintiendo y son, además, cínicos.
Los uniformados se sintieron manoseados por las decisiones de sus jefes cla-
ramente a favor del mas. El malestar que generaron, sobre todo en filas del verde
olivo, fue uno de los fósforos que encendió la mecha de los motines policiales.
Hasta el final, el comandante de la Policía, Vladimir Yuri Calderón, negó a
los medios cuán cercano era a Morales. Pero sus propios actos y órdenes lo ven-
dieron. Se lo vio el 7 de noviembre en fotografías festejando el cumpleaños del
entonces Presidente de Bolivia.
¿Pero qué pasó en el Comando de las Fuerzas Armadas para que al final Wi-
lliams Kaliman, conocido por ser un ‘soldado del proceso de cambio’ y fiel amigo
de Evo, le diera la espalda a este? Les dejo con la duda para que lean Días de Furia.
Además de ese tipo de fuentes que pervive en la historia de Bolivia con pro-
fundas huellas patriarcales, también están los que eligen quién puede grabar sus
declaraciones o conferencias de prensa, olvidándose de que en Bolivia existe no
solo la libertad de expresión, sino también de información y de prensa.
Por ejemplo, el viernes 8 de noviembre, quienes quisieron recoger la versión de
los policías amotinados en la utop de Cochabamba debieron mostrar su credencial
e indicar de qué medio provenían porque reporteros de por lo menos tres medios
tenían prohibido el ingreso, y para controlar que así sea estaban allá los integrantes de
la Resistencia Juvenil Cochala. Y este tipo de ‘prohibiciones’ se repitió prácticamente
en todo el país, y de ello también dan cuenta las historias que contiene esta obra.
Los conflictos políticos y sociales que se vivieron en Bolivia entre octubre y no-
viembre de 2019, después de las elecciones generales, significaron un viraje en
la historia del país. Los 35 días de protestas, miedo, rabia y luto dejaron heridas
en el conjunto de la sociedad boliviana que tardarán mucho tiempo en sanarse.
Fueron días en los que reinó la incertidumbre y la intolerancia. La polari-
zación discursiva, que los políticos se encargaron de establecer meses previos, se
sintió en las calles del país, lo que permitió que primara una lógica de blanco o
negro, bueno o malo.
Así se establecieron, por un lado, grupos autodenominados “defensores de
la democracia” o “pititas” y, del otro, los convocados progubernamentales que
defendían el “proceso de cambio” del entonces presidente Evo Morales. Ambos
tuvieron una marcada participación en los hechos de violencia que vivió el país.
Ese escenario produjo pulsetas, enfrentamientos e intervenciones militares y
policiales que causaron 35 muertes, 833 personas heridas y más de 1.500 detenidas,
según datos de la Defensoría del Pueblo de Bolivia.
En este contexto, el periodismo boliviano afrontó varios obstáculos para
informar, narrar e interpretar los hechos. Como nunca, las y los periodistas nos
encontramos en medio del rechazo de dos bandos: los que cuestionaban al entonces
presidente Evo Morales (mas) y los que lo respaldaban. Además, fuimos blanco
de amenazas y agresiones físicas por parte de autoridades de la fuerza del orden,
principalmente de los policías.
Sin duda, la actuación de algunos integrantes de los sectores sociales es un
cuestionamiento al trabajo periodístico y a los medios de comunicación, y por
[15]
16 días de furia: relatos de mujeres periodistas
ello es apremiante reflexionar y preguntarnos sobre el rol que tenemos las y los
trabajadores de la prensa. Estos hechos evidencian que una parte de los sectores
sociales demandan otro tipo de cobertura periodística, quizás más equilibrada,
más profunda.
Pero los cuestionamientos agresivos también exponen la intolerancia de
ciertosgrupos con fines políticos que quieren ver solo un lado de la moneda, y al
no obtener lo que quieren recurren a la violencia en contra de las y los periodistas
de calle, principalmente.
Así lo demuestran los datos de la Asociación Nacional de la Prensa de Bo-
livia (anp), que hasta el 19 de noviembre de 2019 dan cuenta de la agresión a
76 periodistas, entre mujeres y hombres, además de ataques a las instalaciones
de 14 medios. Pero estas cifras exponen tan solo los casos denunciados y no la
totalidad. Muchas reporteras y reporteros prefirieron callar, ya sea por cuidar su
integridad o porque su atención se centró en la cobertura, o por no involucrar
a los medios de comunicación en los que trabajaban, entre otros motivos.
Amenazas, insultos, golpes o restricciones para hacer la cobertura fueron
algunas de las formas de agresión que limitaron el trabajo de las y los reporteros,
que en muchos casos se vieron obligados a dejar de cubrir ciertos hechos.
En el caso de las periodistas, las agresiones verbales contra nosotras, a dife-
rencia de las dirigidas a los colegas varones, apuntaban a nuestra condición de
mujer con insultos que mellaban la dignidad; es decir, también fuimos víctimas
de la violencia machista.
Todo ello provocó sentimientos de impotencia, rabia y dolor que nos
acompañaron todos esos días de convulsión, lo que nos causó problemas de
estrés después de cada jornada entre gasificaciones de la Policía y agresiones
de grupos radicales.
A partir de estos antecedentes, colegas de La Paz, El Alto y Cochabamba nos
reunimos a principios de 2020 para armar este proyecto porque vimos necesario
recuperar y recolectar las experiencias de las periodistas durante la cobertura de
los conflictos de octubre y noviembre de 2019.
Consideramos que era necesario hablar y analizar la situación desde distintas
miradas, por eso invitamos a relatar su experiencia a reporteras de televisión,
radio, prensa y medios digitales.
De ese modo, este trabajo es el resultado de una catarsis colectiva para
resignificar los días de furia que vivió el país, con énfasis en las situaciones de
peligro a las que las mujeres periodistas estamos expuestas en el ejercicio de
nuestra profesión.
Estos relatos muestran el compromiso con la labor periodística, pero también
abordan el lado humano y las situaciones de riesgo que enfrentamos día a día
como reporteras en una sociedad abigarrada y con altos índices de misoginia.
introducción 17
Es así que nosotras y las autoras de los relatos decidimos reunirnos en varias
sesiones de sábados por la tarde para encontrar y aprender colectivamente el
modo de narrar lo sucedido.
Los relatos de este libro abordan dos dimensiones: una hace referencia a las
agresiones que sufrieron las periodistas y la otra refleja los momentos precisos
de la convulsión social.
De ese modo, cada autora presenta los hechos desde su perspectiva; además,
esta obra rescata muchos acontecimientos que no se conocieron a detalle en medio
del caos y de la desinformación que reinaron en aquellos días.
Los diversos puntos de vista nos permitirán presentar ampliamente los acon-
tecimientos de un conflicto demasiado complejo, y de esa forma evitaremos una
mirada maniquea. Por lo tanto, este trabajo en conjunto ofrece un recuento de
los hechos en distintos escenarios y momentos.
De los capítulos
A fin de que las y los lectores reconozcan claramente las dos dimensiones pre-
sentes en cada relato, decidimos dividir el libro en nueve momentos o episodios
que determinaron el desarrollo de los hechos durante los conflictos de octubre
y noviembre de 2019.
Cada texto muestra un pedazo de los hechos y varios de los relatos se entre-
lazan, lo que permite que se complementen. De esta manera, las y los que lean
este libro descubrirán o reconocerán poco a poco los factores que intervinieron
en el conflicto.
Además, las nueve periodistas no se limitan a hablar solo de su experiencia,
sino que también incluyen las agresiones contra otras colegas. Todo esto amplía
el contexto y ayuda a entender lo sucedido en aquel periodo conflictivo.
Previo a los relatos, y para que las y los lectores se sitúen en esos días de
convulsión social que se vivió en Bolivia, abrimos el libro con una línea de tiem-
po que fue trabajada por la periodista Liliana Aguirre y la ilustradora Merlina
Anunnaki. En este apartado se reflejan los hitos más relevantes de este conflicto
político-social.
El primer capítulo fue escrito por Daniela Romero, quien se encarga de
contar cómo surgieron las protestas después de las elecciones nacionales y da un
pantallazo de los diversos momentos, los cuales se irán detallando en el resto del
libro. Además, la reportera revela que fue víctima de intimidación por parte de
altas autoridades de la Policía Boliviana.
Le sigue María José Mollinedo, quien relata los cacerolazos en la ciudad de
La Paz, una medida que dio inicio a las protestas que convulsionaron el país. En
18 días de furia: relatos de mujeres periodistas
este segundo capítulo, la periodista describe cómo se sintió ante las agresiones
de un grupo de jóvenes que protestaban en inmediaciones de la residencia presi-
dencial de San Jorge, quienes en un determinado momento la amenazaron con
quemarla viva.
Susana López es la autora del tercer capítulo, que se centra en el cambio de
demandas de los sectores movilizados: de segunda vuelta electoral al pedido de
renuncia de Evo Morales. Asimismo, López cuenta cómo fue hostigada y agredida
por grupos de choque la noche del 31 de octubre de 2019.
El cuarto capítulo nos traslada al inicio del motín policial en la ciudad de
Cochabamba. Juany Reyes reseña cómo el grupo denominado Resistencia Juvenil
Cochala llega a convertirse en uno de los articuladores de la violencia hacia la prensa.
A raíz del motín policial, las calles de varias ciudades del país se convirtieron
en escenarios inhóspitos para la población, que se sumió en la incertidumbre y
el temor ante la ausencia de un poder político que pueda dirigir el país. De este
episodio habla Miriam Jemio en el quinto capítulo. La autora, además, revive
momentos de alta tensión cuando grupos antigubernamentales la agredieron
física y verbalmente.
El sexto capítulo se enfoca en los hechos que siguieron a la renuncia de Evo
Morales y Álvaro García. Para ello, Karen Gil relata la noche de furia colectiva.
Aquel día, la vida de las periodistas nuevamente estuvo en el umbral de la muerte;
una muestra fue la quema de la casa de la presentadora de televisión Casimira
Lema.
En el apartado siete se describe la quema de las instituciones policiales en la
ciudad de El Alto, como acto de repudio a la salida de Morales. Nayma Enríquez,
periodista alteña, cuenta lo peligroso que fue cubrir aquellos hechos violentos y
describe cómo el trabajo periodístico fue repudiado al punto de rechazarse por
completo la presencia de los medios nacionales en las calles de esa urbe.
El capítulo ocho narra los sucesos que tuvieron como desenlace el deceso
de varias personas en Sacaba, Cochabamba, que fue uno de los episodios más
dolorosos del conflicto. Alejandra Olguín describe los enfrentamientos entre
cocaleros y militares en el puente Huayllani, un hecho que causó nueve muertes.
La vulneración del derecho a la vida de todos los actores puso en evidencia, una
vez más, el peligro de la cobertura periodística en medio de las balas.
Finalmente, el capítulo nueve aborda el conflicto en Senkata, El Alto, otro
episodio de dolor y luto que, al igual que el de Sacaba, sigue impune. Este es uno
de los momentos de los que poco se sabe debido a que muchos periodistas no
pudieron cubrir el hecho. Por ello, Nayma Enriquez y la fotoperiodista Wara
Vargas intentan entender este suceso desde sus experiencias.
Enriquez aporta elementos desde su mirada previa de lo sucedido en Senkata y
Vargas cuenta lo que vivió el día después, luego de sortear un sinfín de obstáculos
introducción 19
para llegar al lugar donde los vecinos habían reunido a los muertos. Además, este
capítulo incluye el valioso testimonio de la reportera de la radio Atipiri, Lidia
Calle, quien fue una de las pocas periodistas que estuvo en el momento en que
cayeron los heridos.
Con estos capítulos pretendemos presentar algunos de los hechos que desen-
cadenaron una ola de violencia desmedida en el país. Somos conscientes de que
hacen falta otros relatos colectivos que agreguen más elementos para entender
este episodio de la historia boliviana.
Este es un aporte periodístico que quiere dar pie a una profunda reflexión
sobre los hechos sociales y políticos que convulsionaron el país después del proceso
electoral de octubre de 2019.
Esta línea de tiempo intenta mostrar los hechos más relevantes que sucedieron
en un periodo que comprende los 35 días de conflicto poselectoral que se desató
después de las elecciones del 20 de octubre de 2019 en Bolivia. Para este fin se
revisaron diarios y medios digitales locales e internacionales.
20 de octubre de 2019
Elecciones nacionales.
El entonces presidente Evo Morales, también
candidato del Movimiento Al Socialismo (mas),
se proclama ganador de los comicios.
El Tribunal Supremo Electoral (tse) sus-
pende inesperadamente el recuento preliminar de
votos, todo apunta a una segunda vuelta entre los
candidatos Evo Morales y Carlos Mesa.
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21 de octubre de 2019
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23 de octubre de 2019
24 de octubre de 2019
25 de octubre de 2019
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28 de octubre de 2019
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19 de noviembre de 2019
20 de noviembre de 2019
24 de noviembre de 2019
• 26 de octubre. La periodista María José Mollinedo, del canal Red Uno, des-
empeñaba su labor cerca de la Casa Presidencial en San Jorge cuando fue
agredida.
• 5 de noviembre. Paola Cádiz, de la red atb, sufrió una agresión mientras rea-
lizaba su labor periodística en el aeropuerto de El Alto. También la periodista
de Página Siete Wara Arteaga fue violentada y le arrebataron su teléfono móvil.
• Esther Mamani fue insultada por trabajar en atb por quienes festejaban la
renuncia de Morales.
[39]
40 días de furia: relatos de mujeres periodistas
revisadas y mostraba una clara segunda vuelta entre Evo Morales y Carlos Mesa,
postulante de Comunidad Ciudadana. Estos resultados coincidían con los de boca
de urna del conteo al 100% de dos empresas encuestadoras.
Esos “tropezones” electorales enfurecieron a algunos ciudadanos de La Paz
y de otras regiones que despertaron porque se sintieron engañados. Esa rabia e
impotencia fueron las que motivaron a cientos de personas a concentrarse en los
alrededores del Real Plaza Hotel (ex-Radisson), donde funcionaba el sistema de
cómputo, un día después de los comicios y también las siguientes jornadas.
Yareth había acompañado a su hermana mayor a marchar aquel martes. Las
jóvenes se unieron a los cientos de ciudadanos que caminaban desde el Real Plaza
Hotel, en la avenida Arce, hasta el tse, en plena plaza Abaroa, para pedir que
se respete su voto. Los policías los esperaban parapetados en las cuatro esquinas
del lugar; los primeros minutos trataban de persuadirlos para que se vayan, pero
después los ahuyentaban a punta de gases lacrimógenos y repartían culetazos a
quienes se quedaban para intentar pasar la barrera que rodeaba el tse. A Yareth
le llegó el cartucho de gas muy cerca del rostro, el impacto la desmayó. “Los
policías quieren matar al pueblo”, decían los movilizados.
Y mientras eso ocurría en Sopocachi, en la zona Sur el ambiente también
era tenso. Después de terminar mi trabajo en la redacción de Página Siete, esa
noche caminaba hacia Calacoto y me topaba con señoras que regresaban a sus
casas llevando banderas bolivianas en las manos o sobre los hombros. Algunos
jóvenes descendían del teleférico Verde, en la estación de Irpavi, y comentaban
entre ellos que habían estado en el ex-Radisson.
Sin embargo, las protestas no ocurrían solo en La Paz, también surgían en
otras regiones; en realidad, estas se iniciaron un día antes.
Una ráfaga de petardos retumbó en la plaza principal de la ciudad de Potosí
la tarde del lunes 21 de octubre y con el estruendo ingresaron cientos de mani-
festantes, enfurecidos, agitando banderas bolivianas y levantando carteles.
“¡Fraude, fraude!, ¡que renuncie Evo!”, gritaban los manifestantes.
A medida que pasaban las horas, el rumor de que hubo irregularidades en
las elecciones se hacía más fuerte en esta ciudad. De hecho, lo que motivó estas
movilizaciones fue lo que ocurrió la misma noche del domingo de los comicios,
cuando en una vivienda se hallaron boletas de sufragio y otros materiales elec-
torales. Todo quedó grabado en un video que se viralizó en las redes sociales, lo
que terminó de exacerbar los ánimos de los potosinos.
La tarde de ese lunes cayó lentamente y la gente no se movía de la plaza ni de
las calles centrales. Dieron las 10 de la noche y el fuego comenzó a salir del segun-
do piso del edificio del Tribunal Electoral Departamental (ted) de esa ciudad.
Dos pisos más arriba, un hombre apareció por la ventana, se lo veía desespe-
rado en medio de las luces que se desprendían de las llamas, se acercaba, sacaba
levantamiento ciudadano, violencia y amenazas contra la prensa 41
la cabeza y la volvía a meter. No se sabía si trataba de pedir ayuda, pues los gritos
de la multitud no dejaban escuchar. En un momento de esos el hombre se sentó
en la base de la ventana con las piernas hacia adentro, parecía que iba a saltar,
luego se paró y segundos después se volvió a sentar, esta vez con una pierna hacia
afuera, pero después retornó hacia adentro.
El fuego subía y devoraba todo. Los cientos de manifestantes miraban desde
abajo lo que sucedía en el ted. Parecía que las llamas iban a pasar a las casas
contiguas y en un movimiento casi imperceptible, el hombre dubitativo de la
ventana se lanzó al vacío. Segundos después apareció otro varón que también saltó
desesperado. Afuera, los gritos de euforia se volvieron de desesperación, pedían
agua, pedían que lleguen los bomberos, pero nada de eso ocurría. Algunos vecinos
sacaron baldes de agua desde sus viviendas, mas no fue suficiente.
El periódico El Potosí transmitía en vivo todo lo que estaba pasando.
“¡Por favor, agua!”, “¡llamen a los bomberos!”, “¡hay que conseguir tierra, una
manguera!”, gritaban las personas que estaban fuera del ted. Algunos ciudadanos
transmitían a través de Facebook lo que ocurría, filmaban desde otros ángulos y
de todas partes se veía que no había un solo espacio sin fuego.
Un grupo de personas, que había logrado romper el cerco policial enfrente
del ted, terminaba de destruir todo lo que había en las instalaciones. Escritorios,
sillas, documentos, cajones y hasta puertas sirvieron para avivar las llamas que
minutos después devoraron todo el edificio.
El fuego también se apoderó del ted de Chuquisaca. En la ciudad de Sucre,
una multitud se había concentrado en los alrededores de la oficina del tribunal
electoral. Minutos después, unos cuantos manifestantes prendieron fuego a las
oficinas; sacaron documentación en busca –según contaban– de las pruebas del
fraude electoral. Estos mismos papeles les sirvieron después para seguir propa-
gando el fuego.
Los policías que resguardaban el lugar tuvieron que replegarse para evitar
más agresiones. “Los policías están con el pueblo, no queremos que nos vean
como a sus enemigos”, dijo llorando una mujer policía que salió del Comando
Departamental minutos después de haberse replegado junto con sus camaradas.
Lo que pasó en los ted de Potosí y Chuquisaca dio pie a que se repitan estas
acciones violentas en otras regiones del país. En Tarija, por ejemplo, centenares
de ciudadanos salieron a las calles, llegaron al tribunal electoral e ingresaron a
sus oficinas. A diferencia de lo que sucedió en Potosí y Sucre, en Tarija no hubo
fuego dentro de las oficinas principales, pero sí afuera. Las personas ingresaron
violentamente a las instalaciones, sacaron las ánforas, boletas y otros materiales
hasta la calle y ahí prendieron fuego a todo.
Horas después, la violencia también se apoderó del ted de la ciudad de Cobija,
en Pando. En la madrugada del martes 22 de octubre, las oficinas aparecieron
42 días de furia: relatos de mujeres periodistas
***
“‘Tal ministro ya pagó por tu cabeza’, eso me decían. Me llegó otro mensaje
de alguien muy cercano al gobierno que se fue y que me dijo: ‘No voy a poder
ayudarte, pide seguridad para ti y para el ingeniero’”, relató Ximena en una en-
trevista en el programa A Mediodía.
Se armó de coraje y junto con Villegas terminó el programa y la entrevista
reveladora, y poco después la periodista vivió los momentos más críticos. Vago-
netas negras y motocicletas la persiguieron desde las instalaciones del canal hasta
la zona Sur, a modo de infundirle miedo. Los siguientes días no dejaron de llegar
a su celular los mensajes de amenaza.
***
***
Una semana después, las marchas se volvieron más violentas, hubo enfrentamientos
entre ciudadanos de uno y de otro bando ante la mirada pasiva de la Policía. La
gente que marchaba por el respeto a su voto no solo denunciaba fraude, también
pedía la renuncia de Evo Morales.
“¡A la Policía le quedan dos caminos, unirse a su pueblo o ser su asesino!”,
gritaban las personas movilizadas contra el Gobierno, con un pedido obvio: que
los policías se unan a ellos y no los repriman.
La noche del 5 de noviembre, una marcha multitudinaria de la Universidad
Mayor de San Andrés (umsa) y de los médicos terminó en un enfrentamiento en
pleno centro paceño con los indígenas del ayllu Qaqachaka, quienes “custodiaban”
la Casa Grande del Pueblo. El papel de la Policía otra vez fue puesto en duda,
pues los uniformados armaron unas barreras humanas delante de los indígenas
y comenzaron a gasificar a los movilizados contra Morales. El resultado: cinco
personas heridas, entre ellas un médico que recibió un golpe en la cabeza y que
requirió hospitalización en una unidad de terapia intensiva.
El pedido de unirse al pueblo se fue convirtiendo en una exigencia; en cada
movilización las personas se acercaban a los policías, les mostraban banderas
blancas, les ofrecían agua, les gritaban que no los gasifiquen, pero no pasaba nada.
Los uniformados se mantenían como un solo bloque esperando instrucciones
superiores.
No obstante, lo que terminó de derrumbar “la dignidad” de los policías fue
el bono lealtad, que llegó en el momento menos oportuno. El Gobierno había
depositado en la cuenta de cada uno de los más de 36.000 policías la suma de
3.000 bolivianos sin argumento alguno.
Las boletas de depósito comenzaron a llegarme al WhatsApp. Varios policías
me enviaron capturas de los extractos de sus cuentas con la bonificación de los
3.000 bolivianos. “Con esto nos quieren mantener con la boca callada”, escribió
uno de ellos. “¿Cuánto cuestas, cuánto vales, policía? Solamente 3.000 pesos…
¡Qué barata es tu dignidad!”. Al ritmo de una famosa morenada1, unos jóvenes
les cantaban esto a los uniformados en plena Plaza del Estudiante, cuando estos
resguardaban el Ministerio de Salud y sus alrededores.
***
—Hay que tener cuidado con estas publicaciones, Daniela, muchas veces
cuando somos jovencitos somos muy apasionados y no nos damos cuenta de que
estamos jugando con fuego. Aquí se trata de un problema de Estado, no podemos
jugar con esto.
—No soy universitaria, soy periodista.
—¿Has hecho el servicio premilitar?
—No, no hice.
—Sí, me imaginaba que no. Ahí es donde se aprende a ser disciplinado: se
hace patria en la Policía y en el Ejército.
—Yo hago patria trabajando.
—Tenga cuidado, no son jueguitos. Tiene familia, ¿no?
La entrevista que le hice al comandante aquel día se publicó un día después
de que sus bases se le rebelaran, se amotinaran y se unieran a la población, des-
conociéndolo por completo2. El general Calderón apareció unos tres días más
públicamente. Después de la renuncia de Morales a la presidencia, el 10 de no-
viembre, el jefe policial renunció a su cargo y desapareció del mapa.
La noche del viernes 8 de noviembre, después de dejar lista la entrevista que
se publicaría al día siguiente, vi que en varias regiones los policías ya estaban
amotinados. En La Paz, los uniformados todavía resguardaban las entidades pú-
blicas. “Es cuestión de horas, nos iremos a la utop, como siempre”, me escribió
un coronel, jefe de una de las unidades operativas. Salí de la oficina con la certeza
de que iba a regresar en pocas horas, aunque no estuviese de turno.
Y así fue. En La Paz, los policías se amotinaron la mañana del sábado 9 de
noviembre y pedían la renuncia de Morales. En la plaza Murillo, más precisamente
en los alrededores de la Unidad Táctica de Operaciones Policiales (utop), se
reunieron cientos de ciudadanos que llegaban a agradecer a los uniformados su
decisión, les llevaban fruta y otros alimentos, y algunos más osados los abrazaban.
Todas las represiones de los anteriores días quedaron en el olvido; ese momento
era para valorarlos, para respetarlos y para decirle “héroes”. Lo que no sabían los
ciudadanos era que los policías, al estar amotinados, los dejaban desprotegidos
por completo.
***
Si el motín de la Policía fue el impulso clave para que Evo Morales renunciara,
el mismo pedido de las Fuerzas Armadas fue el último empujón.
octubre de 2019 me escribía para denunciar a sus jefes. Unos metros más arriba
estaba el lugar donde Yareth, la joven de 16 años, había caído después de recibir
un impacto de gas lacrimógeno en las jornadas de protesta.
—Gracias a ustedes hemos recuperado la confianza de la población –me dijo.
—Ojalá que de todos, pues al menos a unos cuantos dejaron heridos.
Marcha en pedido de la anulación en la avenida Mariscal Santa Cruz de La Paz.
Crédito: Wara Vargas
maría josé mollinedo landa
Una mujer de unos 50 años se asomó por la ventana del quinto piso de uno de
los edificios de la céntrica avenida paceña Mariscal Santa Cruz y con un cucha-
rón mediano de color plateado golpeó con fuerza una olla pequeña. Ella y otras
personas más apoyaban desde sus viviendas la marcha del movimiento –denomi-
nado la Resistencia– que pedía la segunda vuelta de las elecciones nacionales. Los
estridentes cacerolazos acompañaban a cientos de jóvenes que habían partido de
la avenida Camacho con la intención de llegar hasta la casa presidencial.
Algunos conductores del transporte público y privado se sumaban a la movi-
lización con sus bocinas, que se entremezclaban con las vuvuzelas y las consignas
que resonaban a la altura del paseo de El Prado.
—¿Quién se rinde? –preguntaban los jóvenes desde abajo.
—¡Nadie se rinde! –les respondían desde las alturas.
—¿Quién se cansa?
—¡Nadie se cansa!
—¿Evo de nuevo?
—¡Huevo, carajo! –gritaban los marchistas al unísono la consigna que se había
hecho popular en la primera semana del conflicto.
Eran las seis de la tarde del sábado 26 de octubre y Vito Cornejo, con la
cámara en el hombro, y yo tratábamos de caminar al ritmo de la protesta para
tener buenas imágenes para el noticiero de la Red Uno de Bolivia. En lugar de
llevar una bandera o un cartel, yo tenía mi micrófono con el logotipo naranja de
mi medio de comunicación: mi herramienta de trabajo desde 2006.
Los jóvenes estaban tan emocionados, entre vítores y saltos, que no prestaban
mucha atención a la presencia de la prensa.
[53]
54 días de furia: relatos de mujeres periodistas
Una muchacha, con el rostro cubierto por una pañoleta roja que solo dejaba a
la vista su mirada eufórica, iba delante de la marcha junto a otros que empuñaban
la bandera tricolor boliviana.
Después de media hora de caminata, una parte de la movilización llegó hasta
su primer objetivo: el edificio del Tribunal Supremo Electoral (tse), ubicado al
frente de la plaza Abaroa y que fue el blanco de las protestas desde el día siguiente
de los comicios.
Otra parte se dirigió a la residencia presidencial, donde Morales vivía –junto
a sus tres principales colaboradores– desde enero de 2006, tras asumir la presi-
dencia. En aquella oportunidad, antes de trasladarse, el mandatario pidió a los
sistemas de Inteligencia de Cuba y Venezuela que se cercioraran de que no hubiese
micrófonos instalados.
Cuando la noche ya se acercaba, los marchistas llegaron a su segundo obje-
tivo: la casa presidencial. Presumían que adentro estaba Evo Morales celebrando
sus 60 años de vida. Ignoraban que el Jefe de Estado estaba en Cochabamba,
supuestamente analizando la situación política con sus aliados y no festejando su
cumpleaños, pues había dicho que por la crisis social que atravesaba Bolivia no
estaba para celebraciones.
Días después se supo que Morales sí celebró con cuatro tortas incluidas. La
más grande era de tres pisos, cuya cúspide estaba decorada con la imagen de un
puño levantado, con una wiphala de fondo, el nombre de Evo y hojas de coca.
Así lo reveló una foto en la que sale el expresidente junto al entonces comandante
de la Policía, general Vladimir Yuri Calderón, y el director de la Fuerza Especial
de Lucha contra el Narcotráfico, coronel Maximiliano Dávila. El festejo se hizo
durante el aniversario de la Unidad Móvil Policial para Áreas Rurales y en este
acto también participó el dirigente cocalero Faustino Yucra, quien cuenta con un
proceso por narcotráfico desde 2016.
A unos metros de la casa presidencial, los manifestantes se encontraron con
al menos 30 efectivos militares armados que resguardaban el ingreso. Además, 15
policías reforzaban la seguridad detrás de unas vallas de metal negro y amarillo.
En medio de los policías estaban un periodista y un camarógrafo del canal
estatal, cuyo ícono era la tricolor boliviana representada en una hoja de coca.
—¡Evo tiene miedo!, ¡Evo tiene miedo! –gritaban todos los manifestantes.
Dos jóvenes dejaron varias cajas de zapatos envueltas en papel de regalo brillante
debajo de una de las cinco cercas metálicas de seguridad que rodeaban el lugar.
—Le desearemos un feliz cumpleaños –dijo, en tono irónico, uno de ellos.
Ambos empezaron a corear la canción que se suele entonar en los cumpleaños.
Cambiaron la letra para hacer referencia al fraude electoral que supuestamente
había cometido el mas y pedían una segunda vuelta entre Evo Morales y Carlos
Mesa, quien había quedado en segundo lugar en los comicios generales. Otros
jóvenes se sumaron al canto.
amenazas de quema y cacerolazos 55
Un muchacho, con el rostro cubierto con esos tapabocas que se habían hecho
populares a causa de las gasificaciones diarias, tenía en una mano un cartel con
la imagen de Morales con el entrecejo fruncido y el bigote parecido al de Adolf
Hitler, y en la otra agarraba un aerosol y un encendedor.
—Lo quemaremos –propuso, y otros muchachos que estaban cerca se rieron.
—No pueden quemar nada cerca. Estamos solo a unos metros de un surtidor
de gasolina, es muy peligroso, por favor –les dijo rápidamente un policía.
El uniformado se refería al surtidor de combustible que queda a media cuadra
de la residencia presidencial, y aunque los dispensadores estaban cerrados, cual-
quier chispa cerca podría haber provocado un incendio de grandes proporciones.
Algo obvio, pero que no era una premisa entendida por aquellos jóvenes que,
finalmente, desistieron y se unieron a la masa.
A los pocos minutos recibí una llamada del canal que pedía que me prepare
para salir al aire en un reporte informativo de última hora. Me paré frente a la
multitud y, como ya era de noche, el camarógrafo encendió el reflector para ilu-
minarme. La intensidad de la luz fue tan fuerte que me nubló la vista e hizo que
los manifestantes voltearan hacia mí.
—¡tvu, tvu, tvu! –gritaron los jóvenes que encabezaban la marcha y el
resto los secundó.
Hacían referencia al canal televisivo de la Universidad Mayor de San Andrés
(umsa), que dio a conocer los indicios del fraude electoral y que dedicaba gran
parte de su programación a transmitir en directo todas las movilizaciones del
sector denominado “las pititas”. Por ello, la mayoría de los manifestantes prefería
la cobertura de ese medio y no la de otros.
Mientras Vito y yo esperábamos la señal para entrar al aire, escuchaba todo
lo que me decían estos jóvenes, pese a ello trataba de estar tranquila.
—¡Prensa vendida, prensa vendida, fuera! ¡Queremos a tvu! –gritaron dos
muchachas con pañoletas en el rostro.
—Parece que van a poner el canal Venus –dijo un chico, en referencia al canal
de cable que emite pornografía. Las risotadas no se dejaron esperar.
La tensión aumentaba paulatinamente. Sentía que los gritos, silbidos y risas
se estaban descontrolando.
—Como no podemos quemar la foto, la quemaremos a ella –incitó uno de
los marchistas, que llevaba una pañoleta negra que le cubría la cara.
Cerré mis ojos y empecé a sentir escalofríos.
En segundos me imaginé que dos de ellos nos agarraban por los brazos al
camarógrafo y a mí, y luego nos llevaban lejos de la Policía para prendernos fuego
con la ayuda de su aerosol. La piel calentándose me causaba pavor. Pensaba en
mi esposo y en mis dos hijos. Me veía con las cicatrices que me habrían marcado
para siempre. Sabía que, como en la mayoría de los linchamientos, nadie sería
juzgado; mi agresión quedaría en la impunidad. Sentía que ya no podría salir de
56 días de furia: relatos de mujeres periodistas
casa por temor a causar miedo por mi rostro, dejaría de trabajar en televisión.
Eso en caso de que saliera viva de tal agresión. Todo pasó por mi mente como
una película en máxima velocidad.
Volví a abrir los ojos y nadie se había movido de su lugar. Solo fueron ame-
nazas. Tomé aire y respiré profundamente.
Por primera vez en mi vida le temí a la muerte. Ni siquiera en septiembre de 2012
creí que iría a morir. Aquella vez los mineros cooperativistas y asalariados se enfrenta-
ron en pleno centro paceño con uso de cachorros de dinamita, en medio de una nube
de gases lacrimógenos que me impedía divisar dónde se producían las detonaciones.
Pero esa noche me rodeaban unas 50 personas eufóricas con gritos y saltos,
y la Policía estaba ocupada resguardando la residencia presidencial.
Trataba de no pensar y de concentrarme en la luz del reflector, alternaba mi
mirada entre mi pantalón de mezclilla y mis botas cortas de color café.
Detrás de la cámara estaba Vito. Él también recibió agresiones.
—Negro, indio, masista –le dijeron.
Vito nació en el municipio de Charazani, provincia Bautista Saavedra, y es
muy orgulloso de su origen aymara, ama su tierra natal y jamás se cansa de hablar
de ella.
—Eres empírico, en cambio nosotros somos profesionales, estamos en la
universidad –alardeaba uno de los movilizados.
Al voltearse, Vito observó que uno de los agresores vestía una chamarra con
el logotipo de la Universidad Católica.
Finalmente, volvió a timbrar mi celular. Era la coordinadora del canal para
avisarme que saldríamos al aire en unos segundos. Respiré aliviada.
—Buenas noches, María José Mollinedo –me saludó el presentador de noticias
César Galindo desde el estudio. –Usted se encuentra en la residencia presidencial,
donde hay una marcha que se trasladó allá. Cuéntenos los detalles.
Cada palabra que él pronunciaba sonaba como un eco en mi cabeza y se
opacaba por las risas y gritos de “prensa vendida”.
Cuando terminó el contacto, yo aún sentía la opresión en mi pecho y los
latidos en la cabeza.
—Quiere llorar, quiere llorar –decían distintas voces que me rodeaban.
—A ver, llora.
—Mírala, va a llorar –se burlaba otro.
Muchos de ellos me enfocaban con las cámaras de sus celulares.
Y sí, quería gritar y llorar, pero me contuve. No estaba dispuesta a derramar
ni una sola lágrima que les permitiera regodearse de mi miedo y rabia.
Por fuera les demostré fortaleza e indiferencia, poco a poco se fueron, solo
unas tres jóvenes se quedaron a insultarme. Mientras que los policías nos miraban
de reojo.
—No va a llorar, vámonos –dijo uno de los manifestantes.
amenazas de quema y cacerolazos 57
***
(BoA), en 2009. Estaba en una aeronave Boeing 737-300, sentada en la fila iz-
quierda. El copiloto era el entonces presidente Evo Morales. Mientras yo char-
laba con otros colegas, sentí un vacío profundo en el estómago porque, por unos
segundos, la aeronave iba en picada. Todos nos miramos, yo cerré muy fuerte los
ojos. Ningún funcionario aeronáutico salió a explicarnos lo que había sucedido.
Después la nave volvió a estabilizarse y ascendió sin parar por otros segundos. Fue
aterrador, pues el avión ascendía y descendía. Luego salió de la cabina el Primer
Mandatario con una sonrisa y nos dijo: “No, compañeros de la prensa, no crean
que los quería matar”. Todos reímos, aún confundidos por lo que había pasado.
Esa mañana del lunes no viví una nueva agresión, ya no fui foco de los mar-
chistas. Pero sí lo fue la periodista Brishka Espada, de la red atb. Ella, de 22
años y destacada alumna de último año de la carrera de Comunicación Social de
la Universidad del Valle, fue agredida en inmediaciones de la plaza Tarija, en la
ciudad de Cochabamba.
Brishka acababa de realizar un reporte informativo sobre la movilización en
contra de los resultados de las elecciones generales. Mientras el camarógrafo de
su medio iba en busca de su motocicleta –la que había dejado lejos del lugar de
la cobertura por miedo a que la quemen, como ya había ocurrido en días pasados
con otros motorizados de dos ruedas–, un grupo de jóvenes con pañoletas en el
rostro la rodearon.
“¡Vendida, masista!”, le gritaban mientras le quitaban el micrófono. La jalo-
nearon entre varios jóvenes y le golpearon en la cabeza con furia; el golpe la dejó
inconsciente y tuvo que ser socorrida por una ambulancia.
Tres jóvenes la cargaron y la metieron en el vehículo; fue internada en un
hospital por los golpes y una crisis nerviosa.
“Ninguno de nosotros es un vendido, ninguno. Solamente hacemos nuestro
trabajo. (Dirigiéndose a los manifestantes) No golpeen a nadie porque tenemos
una familia, una mamá y un papá que se preocupan por nosotros”, dijo –más
tarde– entre lágrimas en una entrevista para su medio televisivo.
A medida que los conflictos aumentaban, los diferentes actores que protago-
nizaban las protestas –unos a favor y otros en contra de la segunda vuelta– mos-
traban mayor rechazo hacia la prensa y lo hacían evidente a través de agresiones
verbales y físicas a los reporteros.
Cuatro días después de la agresión que sufrió Brishka, Carla Mercado, una
joven periodista de la unidad móvil de la Red Uno, fue otra víctima.
Carla –quien tiene unos ojos grandes, expresivos y un alma bastante noble– fue
a cubrir las manifestaciones en la Calle 16 de Obrajes, donde la avenida principal
estaba bloqueada con cuerdas amarradas de poste a poste y la tricolor boliviana
flameando. Como esos dos elementos estaban siempre presentes en los bloqueos
convocados por los comités cívicos en varias ciudades, a estos manifestantes se
les llamó “pititas”.
amenazas de quema y cacerolazos 59
Los policías lanzaban gases lacrimógenos a un grupo de personas que quería llegar
al centro de poder la noche del 31 de octubre. Era el undécimo día consecutivo
en el que la Policía intervenía las protestas poselectorales en la ciudad de La Paz.
Yo hacía la transmisión, con mi celular, para la página de Facebook del periódico
digital Urgente.bo.
En ese momento sentí un empujón en la espalda. No volteé a ver porque
debía continuar con mi trabajo. Nuevamente otro empujón vino hacia mí, esta vez
con insultos de por medio. Dejé de grabar y sostuve con fuerza entre mis manos
mi celular para que no me lo arrebataran. Al girar vi a un chico robusto, de unos
28 años, acercarse a mí de forma violenta. Decidí alejarme, pero él me persiguió
entre las calles Mercado y Yanacocha.
—¡Prensa vendida! –gritaba el hombre, que llevaba un palo en la mano
mientras seguía mis pasos.
— ¡Chota de mierda!, ¡basura! –me decía mientras me alejaba de él.
Caminé más rápido hasta donde algunos manifestantes encendían fogatas
para contrarrestar los gases lacrimógenos y poner barreras entre ellos y los po-
licías. Los gritos de ese hombre ocasionaron que algunos de ellos exigieran que
me identifique.
Mi perseguidor, furioso, me ordenó que me quitara la máscara antigás y las
gafas de protección porque quería verme la cara. Ante mi negación, se detuvo en
frente de mí e intentó golpearme, esquivé su puño y retrocedí.
[63]
64 días de furia: relatos de mujeres periodistas
Era una suerte de concurso de quién tenía el cartel con memes más divertidos
y con sentido crítico a la coyuntura política.
La concentración se inició a las seis de la tarde con un minuto de silencio por
las muertes del día anterior en Montero, municipio de Santa Cruz.
Mario Salvatierra (55 años), mototaxista, y Marcelo Terrazas (48), integrante
de la Unión Juvenil Cruceñista, fallecieron por disparos de arma de fuego durante
los enfrentamientos entre miembros del Comité Cívico y afines al Movimiento
Al Socialismo (mas).
Desde el inicio de los conflictos, Santa Cruz se convirtió en el centro de las
protestas en demanda de una segunda vuelta. Luis Fernando Camacho –presi-
dente del Comité Cívico pro Santa Cruz, que hasta antes de este conflicto era
un desconocido en el resto del país– había convocado a un paro con bloqueos
en cada esquina. Así, ese departamento amanecía bloqueado, lo que impedía el
paso de cualquier tipo de transporte. Para que los motorizados transiten se debía
tener salvoconductos del Comité Cívico; al respecto, hubo denuncias de algunos
ciudadanos –a través de la prensa y en las redes sociales– que aseguraban que estos
pases solo los obtenía gente del entorno de este comité.
A causa del paro muchas actividades en ese departamento se detuvieron, por
lo que algunos sectores, principalmente los aliados del mas, cuestionaron la me-
dida con el argumento de que se veían perjudicados económicamente. Por ello,
esa semana comenzaron a desbloquear las vías y esto derivó en enfrentamientos
entre ellos y los manifestantes.
Además de las dos muertes ocurridas en Montero, ese día hubo cinco heridos
por balines y otros por armas blancas y golpes en la cabeza.
***
—¡Evo asesino, Evo asesino, Evo asesino! –gritaba la multitud después del minuto
de silencio en el cabildo nacional.
Sobre una tarima, armada en el puente de la Cervecería discursaron varios
representantes cívicos y de otros sectores sociales que habían llegado de distintos
puntos del país.
La consigna era colectiva: el rechazo a la auditoría que ese mismo día inició
la Organización de los Estados Americanos (oea). Los discursos reflejaban lo
que en la mañana había anunciado el presidente del Comité Cívico Potosinista
(Comcipo), Marco Antonio Pumari, respecto a que se declararía persona no grata
al secretario general de ese organismo internacional, Luis Almagro, quien había
dicho que Morales tenía derecho a postularse a la presidencia por cuarta vez.
—¡Anulación, anulación, anulación! –gritaba la gente.
66 días de furia: relatos de mujeres periodistas
***
***
Luego del ataque del hombre con el palo, en medio de la represión policial, llegué
hasta la puerta trasera de la Casa Grande del Pueblo, el edificio nuevo que colinda
con la vieja estructura del Palacio de Gobierno.
La ventanilla de recepción de correspondencia estaba abierta, allí don-
de se suponía que Fernando Camacho entregaría la carta de renuncia del
presidenteEvo Morales, que él redactó. La misiva no llegó porque Camacho
68 días de furia: relatos de mujeres periodistas
personal subalterno de esa unidad ante la falta de trato igualitario para contener
a los manifestantes de ambos grupos.
En medio del enfrentamiento, yo buscaba el modo de salir del lugar, pero
no había una ruta de escape; estaba rodeada por los mineros con sus cachorros
de dinamita y los gases lacrimógenos que provenían de todas partes. Me costaba
respirar y la máscara antigás comenzaba a sofocarme. Decidí apoyarme contra
una pared para pensar con claridad y ver el modo de escapar.
Conté mentalmente la cantidad de hombres que había en aquella esquina: 85
mineros distribuidos estratégicamente en diferentes grupos. Estaba rodeada por
85 hombres armados sin temor a la muerte.
Mi credencial de prensa me delataba. Era la única mujer y periodista en
medio de hombres furiosos y ansiosos por pelear. Seguía intentando respirar y
sentía que me ahogaba con cada bocanada de aire. Escondí mi credencial y tapé
mi chaleco de prensa con mi mochila. Ese sector también estaba furioso con la
prensa, porque decía que los medios de comunicación no cubrían el apoyo que
tenía Morales y daba más cobertura a las protestas en su contra.
También evitaba a toda costa que mi teléfono celular sufriera algún daño, ya
que sería el único elemento que utilizaría para registrar lo que ocurría e inclusive
para pedir auxilio en algún evento imprevisto en mi contra.
Los ataques entre ambos bandos seguían con fuerza. Uno de los dirigentes
de los mineros se acercó a mí. Mi corazón latió con fuerza.
—Vea cómo nos atacan. No nos vamos a mover de este lugar. Grabe esto
para que vean cómo nos vienen a provocar –me dijo, mientras sujetaba su escudo
de metal fabricado artesanalmente.
Como si hubiese recibido el ‘visto bueno’ de aquel grupo de mineros, comencé
a transmitir por Facebook, pero con la premisa de salir del lugar. Estaba atrapada
en el fuego cruzado; los mineros se apostaron en la esquina de la Colón y Potosí,
y los grupos del cabildo estaban en la esquina de abajo.
Lentamente, agazapándome entre las paredes de las casas de la calle
Colón, comencé a huir con el objetivo de llegar a la calle Mercado, especí-
ficamente a la altura de la Alcaldía paceña, donde según yo era más seguro. Estaba
equivocada.
Cuando llegué a la esquina añorada, los petardos, los gritos de los de la
Resistencia,los estallidos de los cachorros de dinamita, los disparos de gas de
la Policía hacia los que pedían anulación y las sirenas de las ambulancias se
entremezclaban.Con cada explosión cerraba los ojos y me acordaba de Eusta-
quio Picachuri, el minero que se inmoló en 2004 en puertas del Congreso; a mi
mente venían las imágenes de los tres muertos y decenas de heridos que produjo
ese hecho.
70 días de furia: relatos de mujeres periodistas
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76 días de furia: relatos de mujeres periodistas
Como los de esa noche, varios episodios similares se repitieron en los pri-
meros días del conflicto.
Todo ello se agravó cuando los grupos de simpatizantes de Morales –que lle-
garon de áreas rurales, particularmente del Chapare, bastión del mas– iniciaron
‘contraprotestas’.
Ambos grupos se enfrentaban casi todos los días. Muchos sectores cuestiona-
ron el actuar policial por favorecer al sector afín al mas. Similar situación sucedía
en La Paz y Santa Cruz, donde se agudizaron los conflictos.
En uno de esos enfrentamientos, dos días antes del motín, Limbert Guzmán
Vázquez, de 20 años, quien tenía muerte cerebral, falleció. El joven, que cursaba
el último año del colegio, fue herido mientras bloqueaba junto a otras personas
el puente Huayculi, en el municipio de Quillacollo.
El hecho se produjo durante los enfrentamientos con los grupos sociales afines
al mas que intentaban desbloquear ese punto. Según las investigaciones prelimi-
nares, recibió un explosivo en la cabeza. Su muerte se sumó a las dos de Montero.
El fallecimiento de Limbert conmovió a la ciudadanía cochabambina e incre-
mentó la tensión en el país. Los sectores opositores al Gobierno responsabilizaron
a Morales de los fallecimientos.
Ese mismo día, otra escena complicó el conflicto. Se trataba de la alcaldesa
del municipio de Vinto, María Patricia Arce, quien fue tomada como rehén por un
grupo de jóvenes, entre ellos los de la Resistencia Juvenil Cochala; la obligaron a
caminar descalza cerca de cinco kilómetros desde Vinto hasta el puente Huayculi.
Con su pelo cortado y manchada con pintura roja que corría por su rostro, la
autoridad edil caminaba con un palo en la mano por la avenida Blanco Galindo.
La acusaron de financiar los desbloqueos.
“Estoy en un país libre y no voy a callar, y si quieren matarme que me ma-
ten. Por este proceso de cambio voy a dar mi vida”, decía mientras la obligaban
a ponerse de rodillas en el punto de bloqueo.
Días después, las plataformas ciudadanas pusieron en duda la veracidad del
acto de humillación en el que Arce fue la víctima. Aseguraron que el hecho fue
armado para victimizar a la autoridad municipal. Posteriormente, la Fiscalía de
Vinto abrió dos investigaciones; la primera tenía el objetivo de dar con los au-
tores de causar daños, destrozos y quemar el edificio de la Alcaldía, y la segunda
indagaría las agresiones que sufrió la alcaldesa.
Tras su recuperación, la alcaldesa Arce acudió a organismos internacionales,
como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (cidh), que dictó
medidas cautelares a su favor.
***
78 días de furia: relatos de mujeres periodistas
Les dije que era de la prensa, pero fue peor. Ellos no querían la presencia de
periodistas. La mayoría tenía el rostro cubierto con pañoletas o pasamontañas.
—¿Por qué estás filmando? Borra las imágenes –me dijo uno de ellos, que
tenía un palo en la mano.
—No voy a borrar, estoy haciendo mi trabajo.
—Borra o te vamos a quitar el teléfono y te va a ir peor.
Me amenazó con su palo. Sentí temor porque eran varios y yo estaba sola.
Para evitar que me agredieran físicamente tuve que borrar las imágenes frente a
ellos, y luego se fueron.
Pero no solo los integrantes de la Resistencia agredían a la prensa cochabam-
bina, también lo hacían los sectores afines al mas.
El 30 de octubre, vecinos de la zona sur, transportistas y otros sectores parti-
darios del mas llegaron hasta la plaza 14 de Septiembre. Allí estábamos un grupo
de periodistas entrevistando al ejecutivo de la Federación Sindical de Trabajadores
de la Prensa de Cochabamba, David Ovando, quien minutos antes informaba sobre
las reiteradas agresiones de las que éramos víctimas los reporteros.
Al ver que estábamos filmando, algunos de los manifestantes empezaron a
insultarnos y a agredirnos usando objetos como botellas o a empujones. Ese tipo
de reacción por parte de los grupos movilizados se repitió en diferentes jornadas
de cobertura periodística.
***
Cerca de las 10 de la noche del viernes se abrieron las puertas de la utop de Co-
chabamba y dejaron entrar a los periodistas. Al medio del patio estaban los restos
de la fogata y en los alrededores había casi un centenar de policías encapuchados,
y cerca de ellos estaba un grupo de la dirigencia de los militares pasivos.
El coronel de Ejército Mario Alberto Almeida, un militar jubilado, tenía un
megáfono en la mano y estaba listo para emitir el pronunciamiento de ese sector,
que desde hacía algunos años era crítico al gobierno de Morales.
Con voz pausada y tono elevado explicó que el motín policial tenía el fin de
defender su democracia plena. Se dirigió al comandante en jefe de las Fuerzas
Armadas,Williams Kaliman, y le dijo que los militares también debían amotinarse.
“Hago un llamado a sumarse a la lucha del pueblo. Comandante general del
Ejército, comandante general de la Fuerza Aérea y comandante general de la
Armada, (ustedes) están en la responsabilidad de sumarse, al margen de cualquier
disposición política”, dijo.
Al concluir su discurso, los policías gritaron: “Fuera Kaliman”, por conside-
rarlo aliado del mas.
motín policial en cochabamba 81
***
***
Cerca del mediodía del domingo 10 de noviembre, dos días después del inicio del
motín y a horas de la renuncia de Morales, dos policías salieron del garaje de la
utop, que aún era resguardada por algunos grupos ciudadanos.
Uno de los uniformados, con la cara cubierta, llevaba una cajita de cartón
pequeña. Se paró frente a la prensa y dijo: “Tenemos un regalito para Evo Mo-
rales”, levantó la cajita e hizo caer sus insignias que iban en su chaqueta policial.
Estas tenían bordadas la wiphala.
Una vez en el piso, otro de los policías prendió fuego a las insignias y a la
caja de cartón.
Al ver esta acción, algunas personas que hacían vigilia se dirigieron al Con-
cejo Municipal y a la Alcaldía para sacar las wiphalas que estaban colgadas en los
balcones.
motín policial en cochabamba 83
Las imágenes de este hecho se viralizaron en las redes sociales. Muchos sec-
tores, entre ellos el campesinado, lo tomaron como una ofensa y un acto racista.
Para ellos, la wiphala representa a las naciones indígenas del país, y es –desde
2009– un símbolo patrio, al igual que la tricolor boliviana.
Aquella acción fue repudiada por algunos sectores de la ciudadanía y por ello,
días después, los jefes policiales tuvieron que pedir perdón.
Luego de la quema de las insignias, los policías volvieron a la utop, de donde
solo salieron días después de que el país cambió de Gobierno.
Integrantes de la denominada Resistencia (Pititas) protegen la esquina de la Utop de La Paz.
Crédito: Susana López
miriam telma jemio
Era un día diferente. Cerca de las 09.00 del sábado 9 de noviembre, las vallas poli-
ciales colocadas en las calles de ingreso a la plaza Murillo habían sido abandonadas.
Sus custodios, los oficiales del verde olivo, las habían dejado para amotinarse. Así,
el centro del poder político en la ciudad de La Paz se quedó sin resguardo policial
después de 20 días de conflicto político en el país.
En grupo o en parejas, los uniformados que cruzaban el kilómetro cero hacia
la Unidad Táctica de Operaciones Policiales (utop) –ubicada en la calle Junín, al
lado de la Cancillería– se replegaban. La Policía paceña fue la última en sumarse
a la medida.
Un día antes, alrededor de las 18.00, la institución verde olivo de Cochabam-
ba fue la primera en anunciar su amotinamiento. Las imágenes del movimiento
dentro de la utop, que está en la avenida Heroínas de esa urbe, dieron la vuelta
al mundo. Los policías exigían la renuncia del comandante departamental Raúl
Grandi, además de la atención a sus demandas de mejor trato. Asimismo, los
oficiales protestaban contra el sometimiento de su institución al gobierno del
Movimiento Al Socialismo (mas).
La euforia de los cochabambinos se desató cuando unos 15 uniformados apa-
recieron en el techo del recinto policial, mientras uno de ellos agitaba la bandera
de Bolivia. En la noche del viernes 8 de noviembre, el motín se había extendido
a Santa Cruz, Sucre, Tarija y luego al resto del país.
En La Paz, cerca de las 22.00, los policías del Distrito Policial 1 San Pedro,
el dp1, fueron los primeros en replegarse, aunque hasta ese momento no se ha-
bían amotinado. Minutos después, cientos de civiles llegaron hasta ese recinto
[87]
88 días de furia: relatos de mujeres periodistas
***
***
Decidí volver al Obelisco, donde estaban otros reporteros. Nos pusimos al tanto
de los hechos, incluso de lo que me había pasado. A medida que les contaba lo
sucedido, mis ojos se llenaban de lágrimas. Sentía mucha rabia, mucha impotencia.
El dolor en mi mejilla derecha aumentaba y también el de mi mano.
Me sentí mejor con la solidaridad de mis colegas. Resolví retomar mi tra-
bajo. Me compré un casco verde, que se había vuelto necesario para protegerse
principalmente de las pedradas que lanzaban los manifestantes afines al gobierno.
Con una periodista de La Razón decidimos intentar llegar hasta el centro
de poder.
—Tenemos órdenes de no dejar ingresar a nadie –dijo uno de los jóvenes que
resguardaban el ingreso a la plaza Murillo, en la esquina de las calles Comercio
y Colón.
—¿Orden de quién? –le pregunté, a tiempo de mostrarle mi credencial de
Guardiana.
—Los coordinadores nos han dejado vigilando para que no ataquen a los
policías que están en la utop –respondió.
—¿Ni a los periodistas? –ahí, en la acera del Palacio Quemado, vi a periodistas.
—Ellos (los periodistas) están desde temprano. Los que salen ya no vuelven
a entrar –me contestó.
No insistí más, no quería ser agredida nuevamente. Estaba prohibido filmar y
sacar fotos. Con mi colega decidimos probar suerte por la calle Ballivián. Nuestra
meta era llegar hasta la utop.
***
policías bajo el amparo juvenil y el embate a periodistas 91
Eran las 14.00 y aún no había llegado a la utop. No pude ingresar a la plaza
Murillo ni por la calle Ballivián. Con la reportera de La Razón caminamos hasta
la Bolívar. Mucha gente iba en dirección al Teatro Municipal con agua, refrescos,
papel higiénico, pan, plátanos.
En la esquina de la calle Indaburo nos encontramos con similar escenario. Los
jóvenes que custodiaban esa trinchera tenían órdenes de no dejar pasar a nadie,
ni a periodistas, “sobre todo a los de atb”, dijeron.
—No pueden pasar –nos detuvo un joven de unos 20 años que usaba rodilleras
y botas, y sostenía un casco bajo el brazo.
— Somos periodistas –le dije. Le mostramos nuestras credenciales.
—Tenemos órdenes de no dejar entrar a nadie porque hemos encontrado
infiltrados –replicó.
—Por favor, necesitamos tomar fotos. Nosotras también estamos trabajando,
como los periodistas que están en la plaza.
—Están entrando por la calle Junín, por ahí les van a dejar pasar. O también
pueden hablar con el coordinador –nos sugirió.
—¿Quién es el coordinador? –preguntamos.
Unos minutos después apareció el coordinador. No tenía más de 20 años.
Por su acento deduje que era del oriente del país.
—¿Dicen que usted ordenó que nadie pase? Queremos entrar a la plaza.
Somos periodistas –le dije.
—Sí, yo ordené que nadie ingrese –respondió con seguridad.
Nos contó que pasaron la noche a la intemperie para “proteger” a los poli-
cías que recién ese sábado, 9 de noviembre, se habían sumado al amotinamiento.
Él era del Beni. Llevaba una semana en La Paz. Había llegado con un grupo de
jóvenes, hombres y mujeres. Aseguró que se autofinanciaron para llegar hasta la
sede de gobierno y que permanecerían en la ciudad hasta la dimisión de Morales.
Después de concedernos una entrevista corta, él ordenó que nos dejaran pasar.
Así, con la colega de La Razón entramos a la plaza Murillo por la calle Bolívar.
Lo primero que hice fue sacar fotos del Palacio Quemado.
***
Había cierta calma en el kilómetro cero. El Palacio Quemado estaba sin el acostum-
brado resguardo de los Colorados de Bolivia. Algunos asambleístas de oposición
se encontraban en la puerta. Rafael Quispe, diputado por Unidad Nacional (ud),
quien el 7 de noviembre inició una huelga de hambre exigiendo la renuncia de
Morales, decidió continuar con su medida en ese lugar. La noche anterior, Quis-
pe se había quedado solo y sin luz en predios de la Asamblea Legislativa, donde
llevaba a cabo su protesta.
92 días de furia: relatos de mujeres periodistas
***
Alrededor de las 09.00, a la altura de la población de Vila Vila, los buses fueron
interceptados por grupos afines a Evo Morales, muchos de estos eran comuna-
rios de la zona. Los bloqueadores lanzaron piedras contra los motorizados, y los
vehículos terminaron con sus vidrios o parabrisas rotos.
Uno de los videos que más indignación provocó en las redes sociales mos-
traba el momento en el que un bus fue apedreado. Los ocupantes gritaban de
desesperación e intentaban protegerse.
—¡Dé la vuelta, por favor; nos van a matar aquí! –le decía al chofer una mujer
con voz desesperada.
—¡Cierren las ventanas! –gritaba otra.
En otra grabación, Rodrigo Echalar, presidente del Comité Cívico de Chu-
quisaca, quien iba en uno de los buses atacados, mostró la agresión. Echalar contó
que fueron emboscados por mineros armados con dinamita.
Además, según el testimonio de varios de los jóvenes que en un inicio ba-
jaron de los buses para ver lo que ocurría, los atacantes incluso lanzaron gases
lacrimógenos.
Hasta ese punto se trasladaron algunos medios de comunicación orureños. A las
10.00, la periodista Irene Tórrez, corresponsal de Cadena A en Oruro, llegó al lugar
con cuatro colegas. Ellos se encontraron con un punto de bloqueo a dos kilómetros
de Caracollo, donde campesinos detuvieron el vehículo en el que se transportaban.
Momentos antes, los comunarios pararon una ambulancia que se dirigía al
lugar de los hechos para atender a los heridos. Hicieron bajar a las enfermeras,
a quienes revisaron. Al final, no dejaron pasar al motorizado de salud, más bien
lo apedrearon.
Cuando Irene y sus colegas se identificaron como periodistas también fueron
hostigados. En ese momento ella vio el peligro. Los bloqueadores pedían que las
dos mujeres periodistas se quedaran en el lugar, y comenzaron a lanzar piedras
contra el vehículo de los reporteros.
“Yo tengo un carácter fuerte, pero tuve que rogarles para que nos dejaran ir”,
me dijo Irene más adelante.
Al final, los campesinos cedieron y les dejaron retroceder. Los periodistas
buscaron caminos alternativos para llegar a Vila Vila. Tuvieron que caminar un
buen trecho.
Al llegar al lugar, los policías no les dejaron pasar hasta donde estaban los
buses. Desde donde se encontraba, Irene alcanzó a ver a mujeres mayores heridas
y estudiantes con la cabeza ensangrentada. Todos pedían ayuda porque estaban
rodeados y no había forma de que avanzaran o retrocedieran.
Se supo de rehenes, entre los cuales se decía que había dos universitarias
que además habían sido abusadas. Eso se descartó, explicó Irene. Por su parte, la
Defensoría del Pueblo informó que esa denuncia no se había confirmado.
94 días de furia: relatos de mujeres periodistas
***
Cerca de las 14.00, finalmente alcancé mi meta. Con algo de temor llegué hasta
las puertas de la utop de La Paz. No me animé a tomar fotos, menos a filmar.
Solo observaba. Su entrada principal, en la calle Junín, estaba cubierta por un
banner de la Asociación Nacional de Esposas de Policías, cuya presidenta es Ruth
Nina, quien se encontraba en el lugar. La también excandidata a la presidencia por
el Partido de Acción Nacional Boliviano (PanBol), una pequeña tienda política,
pedía apoyo para los policías amotinados.
En la parte alta del edificio flameaba una bandera boliviana. “La Policía con
su pueblo” era la frase escrita con marcador negro sobre un pedazo de cartulina
blanca que colgaba en la fachada del recinto policial, a pocos metros de la calle
Indaburo. En esa esquina había más de medio centenar de personas, hombres y
mujeres, principalmente jóvenes. Su objetivo era resguardar la seguridad de los
policías amotinados.
Tímidamente, pero alentada al ver a fotógrafos y camarógrafos trabajar sin
problemas, comencé a tomar fotos y luego a filmar, sin que el miedo me aban-
donara.
Sin pausa, por la esquina de la Indaburo y Junín ingresaban alimentos que
eran donados por la población, los que se acumulaban en la calzada.
Hasta ese punto no solo llegaba la gente con sus aportes para los amotinados,
también lo hacían los policías que se replegaban. Eran recibidos con aplausos y
expresiones de agradecimiento.
A los policías no les faltó el almuerzo. De una olla de más de medio metro
de alto, una mujer les servía la comida, que incluso alcanzó para alimentar a los
civiles que estaban en puertas del recinto policial.
A la hora de la conferencia de prensa del Primer Mandatario, el motín poli-
cial estaba instalado en todo el país, a pesar de que las autoridades del Ejecutivo
lo desmentían, y por otra parte afirmaban que las demandas de los uniformados
habían sido atendidas.
Desde el hangar presidencial, en El Alto, Morales convocó a la Policía a
cumplir con la Constitución y dijo: “Es su misión preservar y garantizar la segu-
ridad del pueblo boliviano. Llamo a los comandantes nacionales, departamentales
y a ese policía comprometido con su pueblo, que cuida la vida y da seguridad, a
cumplir con las normas”.
policías bajo el amparo juvenil y el embate a periodistas 95
***
Esa tarde, los policías siguieron llegando a la utop en medio del aplauso y las
muestras de agradecimiento de los civiles que custodiaban el centro del poder.
Los uniformados recobraron el respeto de una parte de la ciudadanía, que días
antes se burlaba de ellos o los insultaban.
Durante los conflictos, el agravio contra los policías incluso saturó sus líneas
telefónicas con llamadas en las que les hacían pedidos de pollo frito; esto debido a
que se había difundido un video en el que se veía cómo un grupo de uniformados
repartía raciones de pollo a manifestantes afines al mas, tras una protesta que
estos protagonizaron en el centro de la urbe paceña.
La ausencia del resguardo policial, principalmente en las ciudades, comenzó
a despertar el miedo de la población. Nadie imaginaba que lo peor estaba por
suceder ni que una parte de los ciudadanos pediría con ruegos la intervención de
los militares.
Crédito: La Paz BUS
La noche de furia
y la ira contra las periodistas
Karen Gil
[99]
100 días de furia: relatos de mujeres periodistas
***
“¡Prensa vendida! ¡No van a pasar de aquí! ¡Los vamos a matar aquí!”, fueron
algunas de las amenazas que escucharon de un grupo de bloqueadores, muchos
de ellos en estado de ebriedad. Estos les agredieron sin siquiera ver de qué medio
eran. Eso ya no importaba.
—Estoy captando las imágenes de lo que sucede y vamos a transmitir en vivo,
por favor –les contestó la reportera en tono de ruego, pensando que tendría la
misma suerte que al otro lado.
Eran las 18.45 y en ese instante unas 20 personas los rodearon. Isabel sintió
el primer golpe en el brazo, luego en la cara. Al camarógrafo lo trasladaron a un
lado e hicieron lo mismo con él. A ella le jalaron su larga cabellera hasta tumbarla.
Ya en el suelo, sintió patadas en todo su cuerpo. Algunos de sus atacantes inten-
taron robar su pequeño morral, en el que llevaba sus documentos, pero como no
pudieron hacerlo le arrebataron su micrófono y lo quemaron a un metro de ella.
“¡Hija de puta! ¡Deberías morirte porque eres una mierda! ¡No sabes res-
ponder a la sociedad! ¡Tus hijos deberían morir, y si es posible te vamos a matar
ahorita mismo!”, eran algunos de los insultos y amenazas que ella escuchaba en
medio de la paliza, que le provocó el sangrado de su nariz.
Intentaba escapar, pero no podía porque la turba se lo impedía. En medio de
todo vio que el camarógrafo, a quien también tumbaron, era golpeado con una
gruesa madera en la espalda, mientras este protegía la cámara filmadora.
—¡Carajo, mierda, te tienes que morir tú y tu camarógrafo, y la prensa! –es-
cuchaba Isabel mientras era agredida.
La periodista se sentía pequeña en medio de grandes puños. A los minutos,
miró a Juan pararse con dificultad y correr.
Mientras a ella la seguían golpeando, un joven se acercó.
—La señorita estaba con nosotros, estaba grabando, compañeros –dijo, y
todos voltearon hacia él, quien por un instante fue el blanco de los agresores.
Isabel aprovechó la distracción, gateó con todas sus fuerzas y logró incor-
porarse. Una señora de pollera la ayudó y le dio su manta para que se camuflara.
—¡Tomá, si no estos te van a seguir! –le dijo y la despachó.
La reportera caminó tan rápido como le dejaba su cuerpo maltrecho. Descen-
dió el camino viejo que une El Alto con La Paz. En ese trayecto vio quemas de
llantas en las calles y algunos saqueos de negocios, principalmente protagonizados
por personas en estado de ebriedad.
Llegó a su lugar de trabajo dos horas más tarde. Quería explicar la pérdida
del material y por qué no continuó su transmisión, pero en su canal solo estaba el
portero. La directiva temía agresiones contra las instalaciones y detuvo la emisión.
Al poco rato llegó Juan a dejar la cámara; como tenía parte de su espalda fracturada
se fue a un hospital en su motocicleta e Isabel se quedó a dormir allí porque a esa
hora ya no había transporte que la llevara a su hogar.
104 días de furia: relatos de mujeres periodistas
***
Las noticias de lo que pasaba en la Ceja de El Alto llegaron a la plaza Murillo cerca
de las 19.00. Se había disipado el júbilo que se vivió horas antes, cuando Camacho,
Pumari y Eduardo León –quien se hizo famoso en 2016 por defender legalmen-
te a la expareja de Evo Morales– habían logrado que se abrieran las puertas del
Palacio de Gobierno para entrar con una bandera boliviana y la Biblia en mano.
Poco a poco, el centro de poder se vació. Solo quedamos algunos periodistas
y los asambleístas que hacían vigilia en la puerta del Palacio.
Yo estaba con Wara Vargas, fotoperiodista independiente. Conversábamos con
un policía, de los pocos que resguardaban las puertas de la Asamblea Legislativa.
—Si bajan (los grupos afines al mas), no tenemos cómo controlarlos. No
tenemos gases, se acabaron ayer en la carretera a Oruro –nos dijo el uniformado,
preocupado.
Él y sus compañeros les pedían a los asambleístas de oposición irse, pues no
había garantías para que se queden en los predios de la Asamblea. Los diputados
Lourdes Millares y Rafael Quispe acordaron pasar la noche en el Congreso junto
a otros colegas, bajo su responsabilidad.
Todos entraron, y la plaza se quedó vacía.
—Hay que irnos. Esto se va a poner feo –nos dijo un periodista de un medio
televisivo minutos más tarde, mientras nos guarecíamos de la lluvia que empezaba
a caer.
Wara y yo lo dudamos, pero luego de pensarlo dejamos la plaza. Los jóvenes
que resguardaban los ingresos corrían de un lado a otro para coordinar los re-
fuerzos. La alegría de sus caras de hacía unas horas se convirtió en preocupación
y miedo.
Tomamos un par de fotografías desde la esquina de la Camacho y Ayacucho,
pero algunos manifestantes nos pusieron la mano delante de nuestras cámaras y
gritaron: “¡No fotografías!”. Nos abuchearon. Otros intentaban calmarlos.
Por precaución decidimos irnos a nuestras casas. Fue la recomendación de
la dirección de anf.
La lluvia caía con más intensidad. Ambas nos cobijamos bajo el techo del
Palacio de Comunicaciones, a unos pasos del Obelisco, donde a las 17.00 se había
vivido una fiesta. Para ese momento ya no había ánimos de festejos, los jóvenes
de la denominada Resistencia armaban barricadas.
En esa esquina comenzaron a encender fogatas, en la medida en que la lluvia
se los permitía. Muchos de los manifestantes llevaban palos en las manos y algunos
usaban sus banderas bolivianas como capas para cubrirse un poco.
“¡Ya están bajando!”, rumoreaban. Ese rumor se escuchó a lo largo de la noche
sin que nadie llegara al centro.
la noche de furia y la ira contra las periodistas 105
Una cuadra más abajo, los jóvenes manifestantes desarmaron las vallas de fierro
de seguridad de la Policía y con sus partes bloquearon el carril de bajada; además,
con un largo nailon transparente cerraron la calle Colón. Similar situación se dio
cuadras más arriba, en inmediaciones de la plaza San Francisco.
La detonación de un cachorro de dinamita, a una cuadra de nosotras, hizo
retumbar el lugar. Unos cinco muchachos, entre hombres y mujeres cubiertos
con ponchillos de agua amarillos y transparentes, corrieron detrás de una persona
a la que no se logró identificar.
—¡Agárrenlo, agárrenlo! –gritaban.
Había comenzado la paranoia. Todo extraño era un posible enemigo.
***
Ella, quien dio cobertura a los indicios de fraude en las elecciones de octubre,
tuvo que salir de su casa y dormir durante cinco días en lugares diferentes por
amenazas contra ella y su entorno familiar.
Las quemas de esa noche causaron terror entre los paceños y alteños, quienes
lo expresaron por las redes sociales. En estas, además, comenzaron a publicarse va-
rios mensajes de desinformación que tenían el objetivo de causar temor y paranoia.
Por ese sentimiento de miedo, muchas personas iniciaron vigilias en la mayoría
de las esquinas de La Paz y El Alto.
— ¡Vecinos, salgan, salgan! –gritaba una mujer en la calle de mi casa, mientras
ella y otras personas tocaban con fuerza las puertas de las viviendas.
A los pocos segundos empezaron los cacerolazos, que también hacían el mismo
llamado desde las ventanas. El objetivo era que los vecinos salgan a la trinchera
que habían hecho en la avenida con escombros, en plena lluvia.
Salí a medianoche, asustada; mi temor era que sepan que soy periodista y que
se pongan agresivos. Los vecinos tenían palos, y cualquier persona desconocida
era sospechosa.
— ¿Ha pasado algún grupo? –les pregunté, después de decirles que vivía a
unas calles.
—No, nadie, pero dicen que estaban por el hospital Cotahuma –me contestó
una mujer.
El mismo panorama se repetía en toda la ciudad. En lugares populares y de
comercio, el movimiento era similar. Cerca de la calle Tumusla armaron grandes
barricadas desde las 19.00. Los vecinos y dueños de puestos comerciales callejeros
estaban armados con palos y dispuestos a defender su propiedad de cualquiera
que quisiera saquear.
Asustada, la periodista Susana López fue a cubrir esa zona y los alrededores
de la Eloy Salmón, lugar donde se concentra la mayor parte del comercio paceño,
con un importante movimiento económico. Allí no estaban agresivos con la prensa,
pero sí estaban alertas ante la presencia de gente desconocida; se cuidaban sobre
todo de grupos que pudieran cometer saqueos.
—Que no se pasen de intrépidos, porque si vienen por aquí va a correr bala
–dijo un dirigente.
La reportera, meses después, reveló que había visto que algunos llevaban
armas de fuego escondidas en sus chamarras.
El pánico y la confusión habían tomado la ciudad.
Esa noche, la primera de dos días de vacío de poder estatal en Bolivia, la
mayoría de los habitantes de La Paz y El Alto no lograron conciliar el sueño;
entre ellos, las periodistas.
Crédito: China Martinez
El cielo de la avenida Juan Pablo ii empezó a teñirse de negro por el humo. Era
difícil respirar. Se escuchaban gritos, arengas, amenazas, silbidos y un coro de
voces que acompañaban el saqueo y quema del edificio de Tránsito, la primera
institución policial en caer aquel 11 de noviembre de 2019, después de la renuncia
de Evo Morales a la presidencia del país.
Mi compañero de cámara, Douglas Chavarría, y yo iniciamos la cobertura
periodística para la Red Uno de Bolivia. Llegamos a ese lugar de conflicto después
de que un colega nos informara de la violencia que se había desatado. Intentamos
acercarnos a la gigantesca masa de fuego para reportar lo que acontecía, pero fue
difícil por la objeción de la gente, que cuestionaba la presencia de los medios de
comunicación.
—No queremos prensa –era la frase que más se escuchaba.
— ¡Prensa vendida! –gritaban enfurecidos los atacantes.
En nuestros cuatro años trabajando juntos, era la primera vez que veíamos
tal daño a la Policía Boliviana.
Era difícil identificar a las personas que estaban involucradas con el incendio.
Muchas llevaban capuchas y pañoletas que cubrían sus rostros. Además, el humo
que salía de la construcción impedía tener una adecuada visibilidad.
Calculamos que por lo menos había unas 300 personas alentando con sus
gritos la quema del edificio. Ellas habían reemplazado a la centena de minibuses
que diariamente transitaban por ese sector, a los comerciantes y policías que ha-
bitualmente estaban en ese punto de conexión entre La Paz y El Alto.
[111]
112 días de furia: relatos de mujeres periodistas
***
A más de 100 metros de Tránsito, en otra repartición policial, una escena similar
estaba a punto de ocurrir. Turbas de manifestantes se dirigieron a la Fuerza Especial
de Lucha Contra el Crimen (felcc), una infraestructura incautada al narcotráfico
35 años atrás y que fungía como la instancia investigativa en la ciudad. La calle
Raúl Salmón, entre las calles 1 y 2 de la Ceja, fue rodeada por grupos violentos
que también gritaban frases contra la Policía.
—¡Motines! –decía un hombre que tenía el rostro cubierto, mientras lanzaba
piedras contra los efectivos.
—¡Vendidos! –gritaba una mujer que llevaba un palo en la mano y una piedra
en la otra.
En medio de ese panorama se inició un enfrentamiento entre policías y
manifestantes. La gresca se extendió por varios minutos. Unos 20 uniformados
trataban de controlar a una masa humana de más de 100 personas repartidas en
cuatro extremos.
las quemas a la policía de el alto y el temor a grabar 113
***
***
por nuestras delgadas prendas de vestir, soportamos el frío que empezaba a calar
hasta los huesos.
De repente llegó un grupo de vecinos gritando y corriendo, alertando de que
los grupos violentos estaban por llegar.
—¡Son muchos! –gritaba un joven.
—¡Tienen palos! –decía otro.
—¡Estamos listos! –añadió un hombre que sostenía en su mano derecha un
palo de madera.
Muchas personas empezaron a correr hacia la plaza principal, como si su
vida dependiese de ello. Con gritos y alzando palos, fueron en busca de quienes
amenazaban su seguridad.
—¿Qué pasa, qué pasa? –gritó una vecina asustada.
—Se escucharon gritos, parece que están llegando –respondió un joven, que
repitió la explicación con sus amigos unas tres veces más. Debían estar alertas.
Finalmente nadie llegó, se trató de un simple rumor, de esos que ya desde la
noche anterior llenaban las mensajerías de WhatsApp y que causaban temor en
los ciudadanos.
En medio del frío y la incertidumbre, los vecinos llevaban alimentos para
los más de mil efectivos que estaban en una infraestructura construida para 300
personas. Unos llegaban de sus casas con café, otros con sándwiches, otros con
mates. Los que no podían donar algún alimento, daban palabras de aliento.
Me acerqué a uno de los uniformados que conocía. Era un policía duro, de
esos rígidos que actúan de acuerdo con su doctrina en todo momento; estaba a
punto de pasar a la jubilación.
Esa noche parecía que su metro setenta y cinco se había reducido a un
metro y medio; estaba cabizbajo, con el rostro afligido y los ojos inundados
de lágrimas.
—Tanto nos ha costado (a los policías) tener recursos para trabajar dignamen-
te. ¿Qué va a pasar con la gente, con los que de verdad necesitan de la Policía?,
¿qué va a pasar con mis camaradas? –se preguntó el suboficial Norberto Quispe,
que tenía los ojos fijos en el suelo.
—Nunca pensé ver esto –acotó.
Meses después volví a encontrarme con el suboficial Quispe, quien había
sido destinado a otra unidad policial. Me contó que varios de sus camaradas ha-
bían presentado solicitudes de retiro de su institución, porque –según dijo– ser
uniformado del verde olivo era mal visto. Mucha gente les faltaba el respeto y
los llamaba “motines”.
—Es difícil, señorita, ya no se puede; por lo menos yo pronto me jubilaré
–dijo muy preocupado.
las quemas a la policía de el alto y el temor a grabar 117
“¡Vecinos, entren a sus casas y no salgan!”, gritaba una señora. “¡Ay, Dios mío,
que no pase una tragedia!”, murmuraba otra que caminaba de prisa con direc-
ción a la ciudad por la carretera que une Cochabamba con el oriente del país. A
los minutos, varias personas empezaron a correr. Los vecinos se asomaron a las
ventanas del segundo piso de sus casas con una mirada fija hacia el puente, como
si algo malo iría a ocurrir.
Era el mediodía del 15 noviembre y el miedo se apoderaba de los pobla-
dores del municipio cochabambino de Sacaba, distante a 13 kilómetros de la
urbe. Ni bien bajamos del vehículo, mi compañero Jhoni Yucra y yo sentimos
el ambiente tenso y sobrecargado. Mientras las personas corrían hacia nuestra
dirección, ambos íbamos en contrarruta sobre la avenida Villazón. Jhoni prepa-
raba su cámara y yo tenía listo el micrófono en la mano para relatar los hechos,
si fuera necesario.
Aumentaban los rumores de posibles enfrentamientos entre cocaleros que
bloqueaban en el puente Huayllani y policías y militares. Por eso, poco a poco
otros periodistas llegaron hasta el lugar.
Un fuerte contingente policial y militar estaba apostado a orillas de la carretera
a Santa Cruz, con el fin de evitar que los cocaleros avanzaran hacia la ciudad de
Cochabamba para iniciar protestas. Al menos unos 400 efectivos resguardaban
la seguridad del lugar con rigurosos controles.
Los trabajadores de la prensa no podíamos circular si no portábamos la cre-
dencial, el casco y la máscara antigás. El medio televisivo en el que trabajábamos
nos había dotado de estos dos elementos semanas previas, ante los constantes
[121]
122 días de furia: relatos de mujeres periodistas
las pocas que aceptó hablar conmigo; estaba acompañada de sus dos pequeños.
Explicaba que no había recibido dinero del mas. Días antes, se denunció un
presunto financiamiento de las movilizaciones que respaldaban a Morales y que
bloquearon varios puntos del país.
Cinco días después de aquel viernes, el ministro de gobierno, Arturo Muri-
llo, presentó un video en el que se veía hablar por teléfono al dirigente cocalero
Faustino Yucra presuntamente con Evo Morales, quien desde el autoexilio le
explicaba cómo dejar sin comida a las ciudades. En la grabación se escuchaba la
voz del exmandatario aconsejando a Yucra cómo mantener un bloqueo de larga
duración, con la estrategia de dividir los sindicatos en grupos para que la gente
no se cansara.
“Hermano, que no entre comida a las ciudades. Vamos a bloquear, cerco de
verdad. Son las mismas de cuando me han expulsado del Congreso el 2002 (…).
Ahora me expulsan de Bolivia y hay bloqueo hasta ganar, hermano. Desde ahora va
a ser combate, combate, combate”, se le escuchaba decir a Morales desde México,
país que le había dado asilo político.
Ese viernes, la temperatura alcanzó los 32 grados Celsius, los cuales afectaron
los semblantes de varios uniformados, quienes lucían cansados. Algunos, además
de sostener sus escudos, tenían en las manos una botella de dos litros de agua para
combatir el calor. La mayoría de los efectivos habían estado acuartelados por más
de tres semanas, muchos sin ver a sus familiares.
Al otro lado, los marchistas también estaban agotados e inquietos. A modo
de ganar fuerzas, muchos pijchaban coca. Había cocaleros de diferentes edades;
los más jóvenes estaban en la parte de adelante. Algunos de los marchistas
tenían megáfonos con los que apaciguaban a los que gritaban en medio de la
negociación.
A las 15.30, la protesta se hizo cada vez más incontrolable. Los periodistas
y los policías fueron el blanco de las críticas durante esa jornada. Conseguir una
entrevista era casi misión imposible. Los movilizados creían que los responsables
de la renuncia del exmandatario fueron los trabajadores de la prensa y la institución
verde olivo, que se amotinó en contra del gobierno de Morales el 8 de noviembre,
dos días antes de su dimisión.
“¡Fuera de aquí, motines!”, era la consigna que gritaban de rato en rato al-
gunos dirigentes a los uniformados.
Con Jhoni y otros periodistas estábamos cerca para filmar e intentar hacer
entrevistas, pero los gritos evitaban nuestro objetivo.
“¡Prensa vendida, no queremos nada con ustedes! ¡Que venga la prensa in-
ternacional!”, gritaban los productores de coca.
Esos gritos se sumaban a las varias veces que los reporteros de Cochabamba
habíamos sido amedrentados durante los conflictos poselectorales.
124 días de furia: relatos de mujeres periodistas
Los vehículos policiales, incluyendo los carros Neptuno, terminaron con los
vidrios clisados.
Mientras los policías se comunicaban en clave a través de sus handys, un grupo
de soldados –entre los 18 y 22 años– avanzaba a paso firme, al son del compás
militar. La tropa estaba compuesta por unos 20 jóvenes que prestaban su servicio
militar. Todos vestían sus trajes camuflados y portaban sus escudos.
Así comenzó el operativo militar que se desplegó en Sacaba, que incluyó el
sobrevuelo de dos aviones y el uso de dos tanques que estaban en el lugar desde
un inicio. Además, dos helicópteros volaban por toda la zona.
La presencia de las Fuerzas Armadas en Huayllani llamó la atención de propios
y extraños; no se había visto la intervención militar desde la ‘guerra del agua’ en
2000. Por ello, desde que salieron, la noche siguiente a la dimisión de Morales,
los cochabambinos sintieron zozobra ante la presencia del Ejército en los puentes
de la ciudad, donde los uniformados hacían controles, principalmente a los autos.
En medio del caos se escucharon tiros. Tres periodistas comentaron asustados
que ráfagas de disparos, provenientes de la tropa militar, pasaron cerca de ellos.
Imágenes del fotoperiodista Dico Soliz, del diario Opinión, muestran cómo uni-
formados apuntaban con armas de guerra al otro lado del puente.
A los 30 minutos de haberse iniciado el conflicto, cocaleros heridos de bala
eran trasladados a las ambulancias. Pasaron al menos 15 de ellos por la retaguardia
militar, algunos con lesiones en la cabeza y otros con el rostro ensangrentado.
Además, un grupo de paramédicos de la Cruz Roja también trasladó a tres policías
heridos: dos mujeres y un varón.
Donde se encontraban los cocaleros se escucharon los zumbidos de los pro-
yectiles. Algunos periodistas nos refugiamos detrás de los vehículos patrulleros,
pero la inmensa humareda no permitía ver de dónde salían estas descargas. Ante
el panorama conflictivo que se registraba en ese momento, la tropa militar pidió
a los trabajadores de la prensa que se replegaran.
—Retroceda la prensa, retroceda. ¡Señorita, deje de grabar! ¿No está viendo
cómo están las cosas? –le dijo un uniformado a una colega de un medio televisivo.
Las explosiones y los disparos no cesaban. Dos colegas –Fernando Busta-
mante, de la red pat, y César Baldelomar, de la Red Uno– fueron lesionados,
presuntamente por balines.
Inmediatamente, otros periodistas les brindaron auxilio. Como las heridas no
revestían gravedad y ambos colegas se encontraban estables, estos continuaron
con su trabajo periodístico.
Los ánimos de los periodistas también estaban tensos. Un fotógrafo cabeceó
a otro debido a que este le recriminó por exponerse al peligro solo por tener una
imagen del enfrentamiento. En su defensa, el primero le dijo que no se metiera con
su trabajo. Tuvimos que intervenir para evitar que el incidente pasara a mayores.
las muertes en huayllani y reportear entre balas 127
Otra de las grabaciones que se hizo viral muestra que algunos productores de
coca tenían en su poder armas de grueso calibre y flechas. Esas imágenes fueron
presentadas, más adelante, por las Fuerzas Armadas como ‘prueba’ ante la Fiscalía
para eximir de responsabilidades a sus efectivos.
Cerca de las 19.00 de ese 15 de noviembre, el representante de la Defensoría
del Pueblo en Cochabamba, Nelson Cox, confirmó –a través de un contacto tele-
fónico– la muerte de los seis cocaleros. La autoridad censuró los actos de violencia
y afirmó que las víctimas fallecieron por impacto de bala.
***
A las 19.30, las ambulancias con heridos empezaron a llegar al hospital Viedma
de la ciudad de Cochabamba, una tras otra. Allí, el movimiento era incesante.
Mientras un camillero trasladaba a un paciente, uno de los médicos se subió a la
camilla en movimiento para reanimar al herido con la cara ensangrentada. El rostro
del galeno mostraba desesperación y sus manos estaban enlazadas presionando el
pecho del campesino de unos 45 años.
Los lesionados moderados ingresaban a Emergencias con cortes y contusiones
producto de los enfrentamientos; los de mayor gravedad tenían un respirador
en la boca y suero en los brazos. El caos se apoderó del hospital en cuestión de
minutos. Las sirenas de las ambulancias no dejaban de sonar en las inmediaciones
y se confundían con los reclamos de los familiares.
La situación en el hospital México de Sacaba era similar.
Hasta ese nosocomio fueron llevados la mayoría de los muertos. Las imágenes
difundidas por los cocaleros en sus redes sociales mostraban los cuerpos sin vida,
tendidos en el suelo y cubiertos con frazadas.
La atención colapsó en ambos centros de salud. En el hospital Viedma, los
pacientes que revestían menor gravedad aguardaban a los médicos en el suelo.
Los periodistas no pudimos ingresar a los ambientes. Varios de los familiares de
los movilizados estaban agresivos con la prensa.
Mientras, los lesionados continuaban llegando al Viedma. En la puerta de la
Unidad de Emergencias, los familiares pedían información sobre el estado de salud
de sus heridos y de rato en rato lanzaban expresiones de ira contra el ministro
de Gobierno, Arturo Murillo, quien un día después de los conflictos afirmó, en
una conferencia de prensa, que los disparos que provocaron las muertes y heridas
salieron de la propia marcha.
“¡Murillo asesino, Murillo asesino!”, gritaban los familiares.
Ante la impotencia y la rabia por no ser escuchados, rompieron la puerta
de vidrio de la Unidad de Emergencias. La presencia de la Policía en el lugar
las muertes en huayllani y reportear entre balas 129
era nula y la seguridad del hospital hizo retroceder a las personas que lloraban
desconsoladamente.
En medio de los reclamos, los familiares echaron a los periodistas que estába-
mos allí. Ellos nos gritaban e insultaban en español y quechua, mientras lloraban
por sus heridos.
—Mana parlasajchu (No hablaré) –le contestó en quechua una señora enojada
a la periodista Juany Reyes, de Pío xii, quien le preguntó también en ese idioma
qué pedían después de lo sucedido.
—Justiciata munayku. Kayjinata animalta jina wañuchuwayku balawan (Pedimos
justicia. Como animales nos matan con bala) –respondió otra señora entre sollozos.
Los familiares de los seis fallecidos en los enfrentamientos pedían justicia para
Juan López, Omar Calle, Emilio Colque, César Sipe, Lucas Sánchez y Roberto
Sejas. Al día siguiente, a esta lista se sumaron Plácido Rojas, Armando Carballo
y Marco Vargas, con lo que la cifra de muertos ascendió a nueve.
Todos los fallecidos eran productores de coca del trópico y habían recibido
impactos de bala. Ningún militar o policía murió.
Al día siguiente, la presidenta interina Jeanine Áñez aprobó el Decreto Su-
premo 4078, que eximía a los militares de cualquier responsabilidad penal por su
actuación durante las protestas en caso de que se tratara de defensa propia.
Un mes después, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (cidh)
emitió un comunicado en el que instaba a efectuar una investigación internacional
sobre las “graves violaciones de derechos humanos” en Sacaba. Recordó que la
fuerza debe emplearse de forma excepcional y bajo el principio de proporciona-
lidad. Esta indagación no se llevó a cabo.
Días después de ese 15 de noviembre, el miedo aún estaba presente en los
vecinos de Sacaba. Los pobladores aplicaron la ley del silencio para evitar que sus
declaraciones fueran malinterpretadas por las autoridades. Los familiares de los
nueve fallecidos construyeron una capilla simbólica en el puente. Allí colocaron
un altar a los caídos en Huayllani para recordarlos y para que sea un símbolo
mientras sus muertes siguieran impunes.
Crédito: Wara Vargas
Varios cuerpos tendidos en los asientos de la parroquia San Francisco en Senkata, El Alto.
nayma enriquez
wara vargas
Nayma Enriquez
1 El equipo editorial del libro vio por conveniente que este capítulo tenga dos partes y esté relatado
por dos periodistas debido a la complejidad de los hechos ocurridos en Senkata.
[133]
134 días de furia: relatos de mujeres periodistas
Alrededor de las 09.00 de ese día, una fuerza combinada de más de 200
hombres uniformados de la Policía Boliviana y las Fuerzas Armadas ingresó al
sector para romper el bloqueo que se realizaba desde hacía nueve días. Utilizaron
agentes químicos y dispersaron toda reunión y protesta que se daba en puertas
de la planta de combustible.
Según relatos de vecinos, los uniformados ingresaron a punta de gases y vio-
lencia; sacaron más de 40 camiones cisterna cargados y camiones con garrafas de
gas licuado de petróleo para descender después a la ciudad de La Paz.
Este convoy de carburantes estaba custodiado por más de 20 vehículos mi-
litares y policiales; los uniformados utilizaron agentes químicos para lograr salir
del lugar sin la resistencia de los vecinos, que por la cantidad de gases se habían
alejado metros más allá.
Más de uno intentaba evitar dentro de sus posibilidades que salga el carbu-
rante. Lanzaban piedras, palos y muchas palabras en contra de los uniformados
y de las autoridades del gobierno transitorio de Jeanine Áñez.
Fue en ese momento cuando los periodistas llegamos a unas 10 cuadras de
la planta, apresurados y aún con la incertidumbre sobre lo que había ocurrido.
De lejos vimos una parte del operativo policial para dispersar a los manifestantes,
quienes intentaban llegar a la gigantesca hilera de vehículos.
Cuando intentamos acercarnos a los protestantes, estos nos rechazaron con
gritos e insultos, como para descargar toda su rabia contra nosotros, que lo único
que buscábamos era transmitir los hechos en vivo y directo mediante las cuentas
de Facebook y otras redes sociales.
Nuestro principal objetivo era que la gente se entere de que el combustible
estaba saliendo de la planta. La falta de este producto en las estaciones de servi-
cio en los últimos días había provocado problemas de desabastecimiento en las
ciudades de El Alto y La Paz.
Los periodistas también estábamos sorprendidos con este operativo conjunto,
puesto que el Gobierno había asegurado un día antes que agotaría todas las instan-
cias de diálogo con los bloqueadores de Senkata; sin embargo, luego admitió que
hasta ese momento no había logrado propiciar un escenario adecuado para ello.
Varias eran las preguntas que teníamos. Pero después de unos minutos salimos
del lugar casi corriendo, ya que las piedras empezaron a llover sobre nosotros,
mientras los vecinos seguían con los insultos.
—¡Prensa vendida! –nos gritó un hombre de gorra verde mientras sostenía
una piedra en la mano.
—¡Váyanse de Senkata! –añadió otro mientras trataba de patear un gas que
la Policía había lanzado.
Hasta ese momento no se habían registrado heridos entre los uniformados
y los manifestantes. Mi equipo de noticias y otros colegas nos dispersamos a la
senkata y la dura cobertura periodística 135
altura del Cruce a Viacha. Cada uno debía brindar un reporte a su medio de co-
municación sobre lo que estaba aconteciendo en este lugar.
Senkata está en el Distrito 8 de El Alto, el más grande en extensión de la
urbe y que conecta La Paz y El Alto con el resto de los departamentos de Bolivia.
Gracias a su posición geográfica, en varias oportunidades sus habitantes habían
decidido iniciar bloqueos para que sus demandas fueran atendidas por los gobier-
nos local y nacional.
Por eso, ese martes, aquel punto de la urbe alteña estaba con más movimiento
que hacía 10 días, cuando se iniciaron las movilizaciones, un día antes de la renuncia
de Evo Morales a la presidencia de Bolivia. Inicialmente, fueron dirigentes del
Movimiento Al Socialismo (mas) los que articularon el levantamiento, pero con
el pasar de los días un sector de la Federación de Juntas Vecinales (Fejuve) lideró
las medidas de presión.
Tres días antes de la salida del convoy de combustibles ingresé a Senkata
junto a Douglas Chavarría, mi compañero camarógrafo. Aquella vez fue diferen-
te al resto de las coberturas ya que habíamos decidido dejar la cámara grande y
el micrófono para reemplazarlos por un celular, pues antes ya habíamos sufrido
agresiones por filmar en esa urbe.
Fuimos muy temprano por la mañana, con ropa deportiva y mochilas, y nos
cubrimos la cabeza con gorras. Sabíamos que la caminata iba a ser larga, así que
nos dispusimos a andar por la avenida 6 de Marzo, que se había convertido en
un lugar peatonal, donde centenares de personas entraban y salían del sector de
conflicto. A nuestro paso encontrábamos restos de llantas quemadas, alambres
sobre la vía, zanjas e inclusive rieles de trenes antiguos levantados sobre el asfalto.
Pronto nuestra ropa se tiñó de negro, pues el hollín cubría todo a su paso.
Caminar fue agotador. Los fuertes rayos solares, que hacían arder la piel, nos
hicieron pedir en más de una ocasión agua para calmar la sed.
A unas cuadras del punto de mayor conflicto, a la altura de la planta de ypfb,
nos comunicamos por WhatsApp con un vecino que nos dijo que no estaba de
acuerdo con las medidas extremas que habían asumido algunos dirigentes.
Cuando llegamos hasta la planta de Senkata, después de casi dos horas de
caminata, hicimos un reconocimiento del lugar. Empezamos a movernos entre la
gente, nos acercamos a sus charlas y escuchamos lo que decían; en cada uno de los
grupos se repetía la consigna de no permitir que el combustible sea distribuido.
Estaban enojados porque el cívico cruceño Fernando Camacho había provocado
la salida de Evo Morales. Me alejé y me contacté nuevamente con nuestro guía
para que pudiera acompañarnos.
A los pocos minutos nos encontramos finalmente con el vecino contactado,
quien se acercó a nosotros con mucho cuidado. Nos pidió tener precaución y
136 días de furia: relatos de mujeres periodistas
***
Ante la hostilidad de los movilizados hacia la prensa, esa mañana del martes 19,
pocas periodistas se quedaron en el lugar. Una de ellas fue Lidia Calle Cadena,
productora del programa Rompiendo el Silencio que se difunde por radio Atipiri,
una emisora ubicada en la urbanización Atipiris de la zona de Senkata. Llegó a la
altura de la planta de ypfb a las 10.35. Estaba de camino a su trabajo, pero por
el movimiento que vio en el lugar se quedó.
Vio salir las cisternas con combustible y los camiones con garrafas de gas.
Tras la salida del convoy, las inmediaciones de la planta quedaron bajo el control
militar y policial.
Al ver a su compañera de trabajo haciendo despachos, decidió pasar al frente
por la pasarela, sin imaginarse lo que estaba a punto de suceder.
Este es su testimonio:
“Semanas antes, las ciudades de La Paz y El Alto comenzaron a sentir la
escasez de gasolinas, diésel y gas envasado, y pensé: ‘¡qué bien, los ciudadanos
van a poder abastecerse!’.
No vi gente que quisiera amedrentar o enfrentar a los uniformados; había
personas que estaban tomando fotos y filmando.
Cuando me acercaba a la gente del lugar, que me miraba desconfiada, y a los
policías, les decía rápidamente: ‘Soy de radio Atipiri’, y me dejaban pasar. Más
adelante, un efectivo policial me dijo que me quitaría mi celular, pero se detuvo
cuando le mostré mi credencial.
Una mujer de pollera, de unos 25 años, estaba con un palo largo y delgado.
Les llamaba rateros a los uniformados. Junto a ella había varias señoras, niños y
jóvenes.
Una señora viejita, con coca en la boca, les reclamaba a dos o tres policías:
‘¿Por qué has venido? ¿A qué has venido? ¿Por qué se vendieron? ¿Por qué han
quemado la wiphala?’. Mientras yo hacía capturas de rostros en primer plano.
senkata y la dura cobertura periodística 137
el muro. Luego, el Gobierno informó que se habían usado dinamitas, pero yo ese
momento no logré ver aquello.
Cuando volvía el helicóptero, la gente empezaba a correr de un lado a otro
para resguardarse.
Ese día sentí una sensación muy fea, que la muerte estaba cerca de nosotros.
Fue la única vez en mi vida que sentí algo así.
Al poco rato, unas señoras se me acercaron; estaban con los ojos llorosos.
—Allá hay otro muerto. Por favor, vamos –me dijo una de ellas.
—¿Dónde? –les pregunté, porque a simple vista no se veía nada.
—Allá. Ayúdenos a recuperar el cuerpo, lo van a hacer desaparecer –contestó
la otra.
Fuimos hasta la altura de la planta. El cuerpo estaba en el suelo, detrás de
las divisiones de los carriles de la avenida. Los policías no querían entregar el
cadáver. Las mujeres se armaron de valor y se acercaron a los uniformados para
intentar rescatar el cuerpo. Uno de ellos les roció gas pimienta en la cara y se
tuvo que retroceder por los efectos, y escuché que otro policía le dijo: ‘Oiga,
no pues en la cara’. No logré ver bien por el ardor en mis ojos; no sabíamos
quién era el hombre.
Varios fueron los intentos para rescatar el cuerpo. Tímidamente acerqué la
cámara de mi teléfono hacia el fallecido. Los vecinos decían que tenía una perfo-
ración en la garganta, pero estaba tapado con una manta café. En el suelo había
un charco de sangre.
Luego vi que algunas personas echaban a dos compañeros de la prensa, pero
no identifiqué el medio. ‘Fuera de aquí, te vamos a quitar tu cámara’, le dijo una
de ellas al camarógrafo.
Yo me quedé en medio del conflicto hasta pasado el mediodía. Los de la radio
me decían: ‘Ándate a tu casa, no vengas’. Pero yo no podía salir del lugar porque
había policías y me había quedado encerrada. Me daba miedo moverme.
Después de mucha insistencia de los manifestantes, finalmente llegó una
ambulancia al lugar, aproximadamente a las 13.00, y la Policía entregó el cuerpo.
Me fui en ella junto al cadáver, a pedido de las mujeres del lugar que pensaban
que iban a hacer desaparecer el cuerpo. La enfermera que estaba en la ambulan-
cia me permitió tomarle una foto. Buscamos un documento y encontramos su
teléfono celular. Llamamos a su familia y nos dijeron su nombre. Se trataba de
Edwin Jamachi Paniagua, de Cairoma, provincia Loayza. Así, su familia se enteró
de que él había muerto.
La ambulancia llegó al hospital Boliviano Holandés de la zona Ciudad Saté-
lite, adonde habían llevado a muchos manifestantes con heridas de arma de fuego
disparos o por haber sufrido desmayos a causa del gas.
senkata y la dura cobertura periodística 139
De acuerdo con la ficha del centro médico, a la que le tomé una foto, hasta
las 14.00 habían ingresado ‘16 heridos adultos por balines en los enfrentamientos
de la planta de Senkata’.
Así concluye el relato de Lidia, quien meses después del hecho aún siente
una opresión en el pecho al recordar ese día.
***
Con ese dato y con lo que observé en el hospital Holandés pude presentar mi
reporte en mi canal. Colegas de otros medios de comunicación hacían lo mismo.
Pero la información no llegó de nosotros a la población, sino de las redes
sociales que se habían inundado de videos y audios de lo que denominaban la
“masacre de Senkata”.
David Inca, activista en derechos humanos, quien acompañó días después a
las familias dolientes, reportó 10 fallecidos y 25 heridos.
“Fue una masacre de balas contra piedras”, afirmó, por su lado, Gloria Quis-
berth, representante de familiares de los fallecidos.
Aquella afirmación no se comprobó. Los familiares hablaban de balas, pero
los informes médicos no reportaron tal hecho. El representante del Instituto de
Investigaciones Forenses (idif) dijo que ninguna víctima murió como consecuen-
cia de uso de armamento militar.
El ministro de Defensa, Luis Fernando López, justificó la actuación de las
Fuerzas Armadas. Aseguró que los militares no emplearon armamento letal para
disuadir a los movilizados. Sobre el decreto que autorizó el desplazamiento de
tropas en las calles, dijo que “no fue carta blanca para matar”, sino que se enmarcó
en la Constitución Política del Estado.
Al terminar esa jornada, los cuerpos fueron reunidos y velados en la parroquia
de Senkata.
El día después o ¿cómo se puede
fotografiar la muerte?
Wara Vargas
[141]
142 días de furia: relatos de mujeres periodistas
pude verlo más de cerca, me di cuenta de que llevaba una credencial de prensa.
Respiré profundamente porque sabía que por fin podría sacar mi cámara.
Para mi buena suerte, aquel hombre era un periodista de The Guardian, un
medio británico, acompañado de una guía local que estaba perdida buscando la
ubicación del lugar, igual que yo.
Nos acompañamos rumbo a Senkata y gracias a ellos tomé fotografías y logré
tener otro tipo de estatus ante los bloqueadores, quienes a cada paso preguntaban
de qué medio éramos. Yo solo me quedaba callada, como si hablara otro idioma.
A medida que cruzábamos los bloqueos, la gente nos guiaba y mostraba los
lugares donde las balas habían impactado. Las personas relataban los hechos con
mucho dolor. Lloraban mientras detallaban lo sucedido el día anterior. No tengo
grabados los audios de las entrevistas que hizo el periodista, pero recuerdo que
explicaron que no hubo enfrentamiento, como había asegurado el Gobierno.
Relataban que los militares habían llegado directamente a disparar a los
bloqueadores desde la altura de la planta y también desde helicópteros que so-
brevolaron Senkata. Explicaron que después se produjo el enfrentamiento por las
muertes, lo cual derivó en autos de la empresa quemados y una parte de la pared
de la planta destruida. Incluso, el Gobierno dijo que un grupo de personas había
ingresado al lugar utilizando explosivos.
Pasamos por muchas barricadas y escuchamos el dolor de varias personas,
hasta que llegamos a Senkata y vimos los destrozos. Allí cayeron los muertos.
Las personas nos mostraban los orificios hechos por las balas. Era evidente
que hubo disparos desde la planta. A lo largo de la vía, en los separadores viales,
quedaron muestras de los impactos que segaron más de una vida.
El Gobierno aseguró una y otra vez que los militares no usaron armas letales, y
la pericia que la Fiscalía hizo la noche anterior explicaba que las balas encontradas
en el lugar no eran de guerra. Pero los vecinos de Senkata afirmaban lo contrario
y mostraban los casquetes.
Sin darnos cuenta, los tres habíamos quedado en medio de un mar de personas
que gritaban: “¡Justicia!”.
Los vecinos de Senkata nos condujeron por un callejón de muchas personas
que nos agradecían por haber ido para mostrar lo que estaba pasando en el lugar.
Se escuchaban gritos y mucho llanto.
Mi respiración se aceleraba mientras caminábamos hacia la entrada de la
parroquia. Avanzamos por muchas calles repletas de personas y finalmente lle-
gamos al lugar.
La prensa nacional ya había abandonado el sitio, y al ver que éramos prensa
internacional nos dejaron entrar sin dudarlo.
Ya adentro, cerré los ojos y respiré profundamente cuando vi los seis cadáve-
res puestos en las bancas de la parroquia. Nunca podré olvidar esa imagen. Las
144 días de furia: relatos de mujeres periodistas
gotas de sangre formaron charcos en el piso y era evidente que los cuerpos tenían
heridas de bala. El lugar olía a humo de cigarro y a coca.
El silencio nos invadió a los tres. Habíamos caminado tanto para ese momento
y solo nos sentamos en una de las bancas vacías. Se escuchaban sollozos de algu-
nas personas que se encontraban allí a la espera de los resultados de la autopsia
que realizaba la Fiscalía al fondo del lugar. Fue un momento muy fuerte y solo
permitido a pocos familiares.
El periodista tomaba notas de lo que veía y yo fotografiaba, sin hacer mucho
detalle en los cuerpos.
¿Cómo se puede fotografiar la muerte? Era una de las preguntas que dio
vueltas en mi cabeza muchos meses después de ese día. Pocas veces en los 15 años
de mi trabajo como fotoperiodista me enfrenté a imágenes tan sensibles. No es
fácil verlas, mucho menos fotografiarlas.
Salimos de la parroquia en silencio. Afuera estaban los familiares no solo en
espera de la respuesta de las autopsias, sino también de los ataúdes para esas seis
personas y para las otras tres que fallecieron hasta ese día en Senkata. Esos mismos
ataúdes que llevaron al día siguiente, en una masiva marcha, al centro paceño para
pedir justicia por sus muertos.
Aquel conflicto dejó 10 civiles fallecidos, uno de ellos murió al día siguiente de
lo sucedido y otro pereció ocho días después, tras estar hospitalizado. Los muertos
son: Edwin Jamachi Paniagua, Rudy Cristian Vásquez, Juan José Tenorio Mama-
ni, Joel Colque Patty, Antonio Ronaldo Quispe Ticona, Pedro Quispe Mamani,
Clemente Eloy Mamani Santander, Devi Posto Cusi y Milton Zenteno Gironda.
Pocos días después de lo sucedido, el Gobierno y las fuerzas sociales del
mas dialogaron y firmaron un acuerdo de pacificación, entre los puntos estaba
investigar los hechos de sangre.
Pero a diez meses después de la intervención no prosperaron ni las investiga-
ciones penales ni la ayuda social humanitaria, a la que se comprometió el Gobierno
transitorio para todos los heridos y los familiares de las víctimas que murieron en
Senkata y en otros lugares durante los 35 días de conflicto poselectoral.