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SAN PEDRO

A lo largo de mi vida las visitas a San Pedro han saciado mis apetitos de aventuras, y sus
recuerdos llenado mis horas de melancolía. El sortilegio de esa tierra siempre ha ejercido
sobre mi alma una atracción hipnótica, tal vez por que evoca las huellas plasmadas en mi
ADN de aquellos caminos recorridos por mis antepasados y que ya no recorrerán mis
vástagos.
San Pedro ha cambiado. Atrás quedaron las historias de un pueblo que fue llamado la
Capital blanca de Sucre. Pasó de convertirse en una región agropecuaria, a ser exportador
de tabaco, luego de algodón y ahora dedicado a la explotación gasifica. Cada época quedó
marcada por sus propios colores, olores, sabores, hechos y personajes, que dejaron su
huella en la tierra y en la vida de sus habitantes.
La primera escena que viene a mi memoria de San Pedro, soy yo a la edad de cuatro años,
llorando en los amplios escalones de la entrada a la casa de mis abuelos maternos, la Casa
Vieja, como la llamaban. El día anterior disfrutaba de la compañía de mis hermanos en mi
casa en Barrancabermeja, y ahora me veía abandonado, en una tierra extraña, con gente
desconocida. Debió ser el día después de navidad porque a mi lado yacía un juguete de
plástico representado en un gatico recostado con dos pelotas de colores, una en sus manos y
otra en sus pies. En la calle frente a la casa se entretenían unos niños mayores que yo -que
resultaban ser mis primos y sus vecinos- con sus regalos del niño Dios un poco más
humildes que el mío: Un trompo, un carro, una cauchera, un caballito, un yoyo, todo de
madera. Y el más entretenido, un trapecista con sus partes unidas con articulaciones que las
hacían móviles, sostenido en sus manos por cauchos amarrados a palos en cada lado, y que
se contorsionaba al apretarlos y soltarlos.
La aparición de un hombre en un burro que se acercaba con su pasito ligero interrumpió
sus juegos. Venía cargado con un barril de agua a cada lado que descansaban sobre unas
aguaderas de madera, y era conducido por un pequeño hombre encorvado que lucía un
sombrero de paja raído. Vestía una camisa sucia y rota amarrada por las puntas, pantalón
oscuro remangado a la mitad de la pantorrilla y unas abarcas “tres puntás”· “Nicolás
llévame Nicolás”, le pedían los niños. Su piel blanca, ojos claros y cabello liso de color
castaño, contrastaba con su oficio de aguatero de la casa. Nicolás tiene su historia que más
tarde contaré. Estaba sentado sobre un asiento de paja y madera y llevaba las piernas
cruzadas, estiradas hacia el frente. Azuzaba al burro jalándole la ingle con un palo de
madera con forma de gancho en la punta al que llaman garabato.
Me acerqué al sitio atraído por la algarabía de los niños y tuve la suerte que Nicolás me
eligiera a mí para acompañarlo en el burro, tal vez por ser yo el nuevo o el más pequeño.
Me alzó y me acomodó en el anca enseñándome a agarrarme firmemente del asiento, pero
el paseo duró poco. Nicolás ingresó a la casa vieja por un portón enorme situado en el
costado izquierdo. A unos metros de la entrada se elevaban dos enormes tanques de
cemento de unos seis metros de alto, donde se recogía el agua lluvia que era usada para
todas las labores, más no para tomar. Recorríamos el camino bordeando la casa cuando
escuché la voz de mi madre advirtiendo a Nicolás de extremar los cuidados conmigo, y la
vi ubicada en una puerta que daba al camino. Ya con la confianza que me daba mi
protectora, me dediqué a disfrutar del paseo y a concentrarme en los nuevos elementos que
llamaban mi atención con mi visión de citadino. Del lado de la casa, fuimos sobrepasando
puertas, ventanas y escaleras que se comunicaban con el camino, para coronar al final con
una batea para lavar ropa, un enorme tronco para trillar granos y una letrina usada como
inodoro que me inspiró terror. Los barriles fueron descargados y usados para llenar un
tanque de cemento como de un metro de diámetro y metro y medio de altura. La
potabilidad del agua la garantizaba unas morrocotas de alumbre que eran arrojadas dentro y
que al disolverse arrastraba hacia abajo cualquier sustancia dañina.
Nicolás me bajó y amarró el burro en el patio, que en realidad era un solar como de unos
cincuenta metros de fondo, sembrado de tabaco, el cual traía con la brisa ese aroma que aún
perdura en mi memoria olfativa.
La exploración de la Casa Vieja fue mi próxima aventura. Como una presencia
fantasmagórica pero siempre bien recibida la fui recorriendo, guardando de cada rincón
impresiones que como huellas en la cera quedaron almacenadas en mi pequeña bóveda
craneana. Pero antes debo decir que el ángel de mi figura angelical, que recordaba la
imagen del divino niño de las estampas religiosas –y no es porque yo lo pensara así-, hacían
de mi tierna figura una carta de presentación que facilitaba los buenos recibimientos. Al
decir de mi hermano, era yo bonito, chiquito, monito y bobito.
La casa tenía tres entradas, una por la tienda, otra por la sala y la entrada por el corredor
que daba al patio. Aunque la entrada por la sala casi siempre estaba inhabilitada, se
reservaba para las visitas. La tienda, hemos de saber, no era cual tienda moderna, donde la
venta de cigarrillos Marlboro, galletas Noel, Papel higiénico Familia, chiclets Adam`s, etc,
no se puede comparar con la magia de los productos artesanales casi en su mayoría,
elaborados por las manos laboriosas de mi abuela y algunos traídos de la finca o de
Magangué, la ciudad más cercana. Es así como los anaqueles de madera y las vitrinas
oxidadas de madera y vidrio exhibían las deliciosas melcochas, las galletas chepacorina, la
chicha de tinaja, las bolitas de leche, el peto, la cubana, la onza de queso, la botella de
suero, las bolitas de ajonjolí, el jabón de monte, el estropajo, el cabito de cera, la manteca
de cerdo solidificada, las lámparas de querosene, los aparejos, y hasta el licor de alambique
destilado por mi abuela, que ofrecía clandestinamente a clientes de confianza.
Al traspasar la puerta que separaba la tienda de la casa se entraba a un corredor que
atravesaba la casa de principio a fin. En el costado derecho de la casa había un patiecito que
hacía la función de cámara de aire, estaba sembrado con una mata de uva parra y servía de
hogar para las tortugas morrocollas.
Un cuartico llamó mi atención. En una cama al fondo estaba un viejito enjuto, de piel
rosada, barba y cabellos blancos, y ojos claros. Yacía encorvado, arropado por una sábana
blanca. “Maria, Maria”, era la única palabra que aún pronunciaba el que resultó ser mi
abuelo Ignacio. De todos sus nietos era yo quien más se parecía a él, de ahí mi segundo
nombre. A su encuentro acudió mi abuela acompañado de un trabajador que al verme me
contó emocionado como esa mañana lo sacaron a caminar alrededor de la casa, cuestión
que para mí mentalidad infantil no consideraba un gran logro. Mi abuelo Ignacio era hijo de
un Español que llegó a estas tierras huyendo de la guerra, aunque ignoro si de la segunda
guerra mundial o la guerra civil. Papa Toño llamaba mi madre a su abuelo.
Siguiendo mi recorrido me tropecé con una señora muy parecida a mi mamá, aunque algo
más joven. Era mi tía Perpetua quien me ofreció un vaso de Frescavena Quaker, el cual yo
odiaba, pero que debido a mi maldita timidez me dio pena rechazar y me lo tomé a la
fuerza, aguantando las ganas de vomitar.
Al final de la casa estaba la caballeriza, en la cual me detuve entusiasmado para acariciar
a los caballitos que pastaban el heno traído por Nicolás. Luego llegué al patio y me adentre
en el sembradío de tabaco, de lo cual me arrepentí enseguida porque las puyas de las matas
de bledo regadas a propósito para alejar perros y ladrones, atravesaron mis babuchas
lastimando mis delicados pies de seda.
El recorrido terminó cuando mi mama me rescató del patio, cargándome y sentándome en
la mesa de madera donde estaba servido el almuerzo. Mi asombro fue mayúsculo cuando
no vi bandejas, ni platos, vasos, jarras ni cubiertos. En su lugar las cucharas eran de palo,
los platos, bandejas, vasos y jarras eran de totumos secos de diferentes tamaños. El llamado
seco, que aquí llamaban vitualla, estaba servido directamente en la mesa, sobre hojas de
plátano. La comida, aunque no era nueva para mí, no estaba diferenciada para niños y
adultos. En Barrancabermeja mis padres, como buenos sabaneros, nunca habían dejado del
todo la comida de su tierra, pero para nosotros los hijos la comida era netamente citadina.
Las viandas servidas consistían de yuca, ñame, ahuyama, batata, suero, queso, ajonjolí,
pescado en viuda, berenjena guisada, queso blanco, mote de guandú y jugo de tamarindo.
Yo esperaba que sirvieran la comida para mí, pero una orden dada por mi madre para que
comiera dio inicio a mi pesadilla gastronómica, la cual fue festejada por mi tia Etilsa con la
frase: “Miren como le gusta”, con lo cual se ganó mi mirada despectiva.
(Continuará)
MEMORIAS DE UN FANTASMA

Lo mío fue una equivocación cósmica, no debería ver a mi reencarnación.


Cuando yo estaba vivo, solo en muy pocas ocasiones sentí en realidad que lo estaba. Lo
paradójico es que ahora añoro lo que antes odiaba: los días de aburrimiento, las duras
jornadas de trabajo, el estrés, las preocupaciones, las luchas y los desengaños. Todo eso es
lo que en realidad nos hace sentir vivos. Como dicen allá, nadie sabe lo que tiene hasta que
lo pierde. Y ahora estoy aquí y solo puedo observar.
La vida es más justa que la muerte, porque podemos escoger estar muerto, pero no
podemos escoger estar vivo. Pero estar muerto tiene sus ventajas, no se padecen los males
del cuerpo, el tiempo no existe, el espacio es infinito, y la gravedad deja de ser problema.
Todo sería perfecto si no fuera por el alma que reemplaza a tu cuerpo. La felicidad nunca es
perfecta. Y ahora sí puedo decir “nunca” con todo el conocimiento del mundo, o de todas
las dimensiones, o de lo que sea que se trate todo esto. ¿Pero para que todo este engranaje,
ese ir y venir?, supongo que es mi tarea averiguarlo.
Pero ahora quiero hablarles de mi vida, y ya que ahora estoy “muerto” –no sé si deba usar
ese término ahora que estoy aquí- empezaré por contarles sobre mi muerte. Mi muerte no
fue tan trágica pero no fue lo que quería. Recuerdo que mi deseo era morir como un héroe,
salvando a alguien, o algo así. Pero mi muerte fue como lo fue mi vida, mediocre. Pero al
menos no me suicidé, y las tentaciones fueron muchas. Deberían tener en cuenta eso a la
hora de ser juzgado. Aunque aún no canto victoria, morir por no haberme vacunado puede
ser tomado por un suicidio por un tribunal celestial. Me disculparán pero aquí soy como un
bebe recién nacido, apenas estoy descubriendo el más allá y hay cosas que no se explicar.
Como esa luz, tibia, cálida, reconfortante, hagan de cuenta el sol de la mañana en un día
primaveral. Y me dirijo a ustedes los del “mundo real”, porque a los que he visto aquí no sé
cómo llamarles la atención. Aunque ver es un concepto que no aplica aquí, creo que la
palabra correcta es percibir. Y ahora si les hablaré de lo que fue mi nacimiento, cosa
diferente a mi reencarnación.
Lo peor de nacer es partir de cero. Tanto conocimiento acumulado en otras vidas perdido.
No sé porque se piensa que los espíritus son más sabios que los vivos, si lo que sabemos es
porque lo hemos vivido. Nacer es morir al revés, la diferencia es que al nacer olvidamos y
al morir recordamos.
¿Qué le diría a mi yo a mi reencarnación si pudiera hablarle?
(Continuará)

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