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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

LOUISA BURTON

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

SOÑANDO DESPIERTAS

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LA CASA DE LOS PLACERES OCULTOS


Louisa Burton

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Demonios sexuales

H abía personajes relacionados con el culto a Príapo, quien parecía ser


común para los romanos durante y antes del Imperio, y para las razas
extranjeras que se establecieron sobre sus ruinas...

Pobre del pudor de la doncella o la mujer que osara penetrar de


manera imprudente en su guarida. Al igual que los íncubos, visitaban la casa por
la noche y violaban a las doncellas, y de este modo, algunos de los héroes más
célebres de los primeros idilios medievales, como Merlín, fueron hijos de íncubos.
En un período temprano en la Galia, se los conocía bajo el nombre de dusii, del
cual, debido a que la Iglesia enseñaba que todos esos personajes míticos eran
demonios, obtenemos nuestra palabra moderna diablo, utilizada en frases tales
como « ¡Que el diablo te lleve!».

De "The Worship of the Generative Powers"


de Thomas Wright (1865)

Cuando la casa o el corazón ensucian la lejía,


Pellizco a las doncellas hasta amoratarlas;
La ropa de cama arranco de un tirón,
Y las tiendo desnudas con todo a la vista.
Hago que pasen
Del sueño y al despertar,
Y las arrojo sobre el frío suelo.
Si gritan,
Entonces continúo con mi vuelo,

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Y con fuerza río, ¡jo, jo, jo!

Entre el sueño y el despertar

De "The Mad, Merry Pranks of Robin Goodfellow"

(balada del siglo XVII)

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ENTRE EL SUEÑO Y EL DESPERTAR

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Casi medianoche,
30 de julio de este año

E lla estaba allí afuera en alguna parte, observándolo. A mitad del ascenso a
la torre norte del castillo, Elic se detuvo. Apretaba con una mano una grieta
de la piedra negra de hollín y hacía equilibrio con los pies descalzos sobre una
ménsula angosta. Miró por encima de su hombro, esforzándose por ver los
bosques oscuros. Sus fosas nasales se estimulaban al sentir la noche: enebro y
rosas salvajes, madreselva, tierra con olor a humedad, robles antiguos... e Ilutu-
Lili, el aceite de jazmín con el que ella se ungía la garganta y los pechos, su piel
agridulce y su calor. El deseo vagaba a su alrededor en una bocanada de aire
sofocante. '

— ¿Por qué él? —había preguntado ella más temprano esa noche, en
la extinta lengua asiría que le había enseñado para que sus conversaciones,
algunas de ellas, fueran suyas y solo suyas—. ¿Por qué Larsson?

—Es un gabru, Lili.

Es decir, un joven fuerte y poderoso. Así era como llamaban a ciertos


huéspedes del castillo, aquellos por los que Elic tenía un interés particular. Íñigo,
con su forma de ser alegre y risueña que tenía, los había apodado «Los Alfas de
Elic».

—Esa no es la única razón —replicó ella.

Elic le dio la espalda sin responder.

—Urkhish —le espetó ella mientras él iba al acecho—. Entonces,


vete.

Pudo haberla invitado a unirse con él esa noche, pudo haber


compartido ese gabru con ella, como lo hacía de vez en cuando, pero no esta

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vez. No ésta.

La ventana del mirador de la alcoba asignada a Viktor Larsson se


cernía justo encima de su cabeza. Las ventanas con vidrieras se encontraban
abiertas de par en par esa noche, extraordinariamente cálida. Con un suave
gruñido, Elic maldijo a aquellos como Larsson que insistían en cerrar con llave las
puertas de sus aposentos, como si el Château de la Grotte Cachée fuera algún
hotel publico en lugar de ser lo que era: la más privada de las casas privadas.

Esa noche la luna llena iluminaba el relieve de la pared de la torre


como si fuera media tarde; aunque Elic podría haberla trepado en la noche más
oscura. Lo había hecho innumerables veces a lo largo de sus seis siglos de
existencia. Se estiró hacia arriba y se sujetó bien de una muesca que servía para
asegurar un adarve, aunque nunca lo habían utilizado con ese propósito. Ese
castillo no se había construido para resistir el ataque de posibles invasores, sino
para ocultar y salvaguardar a sus residentes permanentes. Elic se aupó con un
brazo. Tembló por el esfuerzo hasta que pudo alcanzar la ménsula de piedra
sobre la que reposaba la ventana. El sudor le goteaba por debajo de la gorra de
lana negra, y le picaban los ojos mientras se izaba sobre el saliente del vano y
entraba a hurtadillas en el cuarto por una de las angostas aberturas.

Vio sus propias pisadas en el alféizar de la ventana tapizado en


terciopelo, se agachó y se frotó los ojos con el puño de su camiseta negra. La
Chambre de Mille Fleurs a la luz de la luna era grande y opulenta. Las paredes
estaban cubiertas con tapices del siglo XV, por los que el Louvre o el
Metropolitan Museum of Art ofrecerían una fortuna si se conociera su existencia.
Inspiró una mezcla de perfume, especias y cáscara de naranja —la colonia de
Larsson— junto con un deje de aceite de linaza, Una envejecida, suavizante para
la ropa y verbena de limón.

Las cortinas del dosel de la cama estaban recogidas hacia atrás y


dejaban ver un robusto joven rubio recostado boca arriba sobre una montaña de
almohadas, desnudo bajo la sábana recogida alrededor de sus caderas. Sobre una

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mesita de noche había una caja abierta de un tirón con doce barras de proteína,
una tira de preservativos y el número de junio de Sports lllustrated con una
fotografía de Larsson levantando la copa de Wimbledon en la portada. Sobre el
suelo, junto a la cama, se encontraba el ventilador eléctrico que había pedido
cuando descubrió, para su indignación, que el castillo carecía de aire
acondicionado —salvo por unos pocos aparatos de ventana en la suite de
Iñigo—. Era un ventilador viejo y hacía bastante ruido. Tal vez esa fuera la razón
por la que no estaba en funcionamiento.

Sobre la otra mesita de noche había un estuche de maquillaje de


cuero rosa, junto con un teléfono móvil, un ejemplar de la Vogue norteamericana
y un libro llamado Instrumental médico: aplicación y diseño. Estos pertenecían a
una escultural americana rubia a quien Larsson había presentado durante la cena
de esa noche, con evidente orgullo y afecto, como «mi amada Heather». El dedo
anular izquierdo de Heather lucía un diamante cortado en ángulo recto del
tamaño de la uña de su pulgar. Cuando Íñigo le sugirió que podría colocarlo en
algún lugar seguro antes de tomar el baño, por temor a que lo perdiera, Larsson
dijo que le había prohibido quitárselo, incluso para limpiarlo.

—Si lo pierde, le compraré otro. Quiero que todos los hombres que la
vean sepan que es mía —esta devoción era todo un cambio para la estrella
sueca del tenis, cuyo apetito por las modelos y las actrices era legendario.

En ese momento, Heather tomaba parte de un solitario remojón de


madrugada en la terma construida sobre una ladera de la montaña rocosa, a casi
cien metros al este del castillo. Era una conveniencia tramada por Elic, quien había
introducido la idea en su mente, junto con algo más, cuando «por casualidad» la
rozaba unas horas antes.

—Discúlpeme —le había dicho en inglés al bajar a la piscina de


mármol con piso de mosaico en la que Heather, Larsson y algunos otros, incluida
Lili, se bañaban en las aguas terapéuticas que fluían desde la caverna contigua, la
Grotte Cachée, o gruta oculta, por el cual ese valle había recibido su nombre. El

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inglés, idioma en el que hablaba el grupo, se había convertido en los últimos cien
años en la lengua franca de la Grotte Cachée, debido a la preponderancia de los
visitantes que hablaban únicamente ese idioma.

Elic suspiró al sumergir el pecho en el agua, que corría


agradablemente tibia en días cálidos como ese. En invierno emergía cálida y
humeante, una peculiaridad del afluente que la alimentaba y que nacía en las
profundidades del extinto volcán de exuberante vegetación que se erigía por
encima de su secreto y pequeño Vallée. Sin embargo, no era la única anomalía
de la naturaleza en la Grotte Cachée, ni mucho menos.

Elic se echó hacia atrás y recogió un puñado de arándanos de la


comida de la tarde que se encontraba en una mesa baja de hierro junto a la
piscina: frutas de verano, jamón serrano de granja, pato ahumado, quesos de
Saint-Nectaire y Bleu d'Auvergne, y un gran pan de leña redondo y crujiente
rodeado de tarros de miel, mantequilla y los tradicionales dulces de frutas de
Auvergnat.

La piscina, situada en una estructura de mármol blanco que databa de


la ocupación de los romanos en la Grotte Cachée, tenía escalones sumergidos en
todo su perímetro. El escalón más alto servía de banco sobre el que se reclinaban
los bañistas; es decir, todos excepto Íñigo, que se hallaba sentado en el borde de
la piscina con unas amplias bermudas escocesas y con solo las pantorrillas y los
pies dentro del agua, un trozo de carne asada en una mano, un cigarro en la
otra y una botella de tequila medio vacía metida entre las piernas.

El techo de la terma, cuyo centro era un «techo a cielo abierto», como


lo llamaba Íñigo, estaba apuntalado por pilares en las cuatro esquinas de la
piscina. Cada uno tenía una estatua a tamaño real de un sátiro violando a una
ninfa en una posición novedosa. Era el mismo sátiro en cada escena, un tipo
joven y guapo con una cola como la de un buey, orejas algo puntiagudas y un
par de protuberancias huesudas que sobresalían de un casquete de ricitos
menudos. Su rasgo más extraordinario, no obstante, era un pene erecto de

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proporciones heroicas, un nabo grueso y vigoroso que sobresalía unos treinta


centímetros desde su nido rizado, que le hacía asemejarse más a un semental en
celo que a un ser humano.

Tiempo atrás, en algún momento de la década de 1880, hubo un


visitante en el castillo, según recordaba Elic, que impartía clases de estudios
mitológicos en Harvard. El profesor Wheeler no pudo descifrar por qué los sátiros
que esculpieron los romanos en tiempos del nacimiento de Cristo —en realidad
fue en el otoño del año 14 d. C; era difícil que Elic lo olvidara porque las noticias
sobre la muerte de Augusto llegaron cuando erigían las estatuas— lucían tan
claramente poco romanas. Como había explicado el profesor, por lo general los
romanos representaban a los sátiros como seres velludos y con forma de cabra
desde la cintura hacia abajo, con cuernos prominentes y a menudo parecidos a
los de un carnero. Las estatuas de la terma se parecían mucho más a la
encarnación original de los sátiros de la antigua Grecia.

En realidad, los sátiros del baño tenían una semejanza llamativa con
Íñigo en cada detalle excepto por el rubí cabuchón del lóbulo de su oreja
izquierda, el tatuaje descolorido sobre el corazón —In Vino Veritas— y el cabello,
que llevaba en una alborotada mata negra para ocultar los cuernos y las orejas.
Le habían quitado la cola quirúrgicamente poco después del advenimiento del
cloroformo en 1847 porque, según le contó a Elic en ese momento, arruinaba el
corte de sus pantalones. Lo habría hecho siglos antes de no ser un «llorón»
confeso cuando sentía dolor. De hecho, antes de que le hicieran el tatuaje, se
había embriagado hasta quedar inconsciente.

La diversión de Íñigo aquella tarde la formaban dos voluptuosas


jóvenes australianas que ganduleaban en el agua, una a cada lado de él. Una
pelirroja y una rubia de raíces oscuras llamadas Kat y Chloe, respectivamente,
estaban recostadas contra sus piernas con sonrisas perezosas mientras daban
caladas a sus cigarros y bebían de su tequila. Ambas llevaban la parte de abajo
del bikini de tiras sin la parte superior, piercings en el ombligo y demasiado
maquillaje; apestaban al mismo perfume dulzón con un dejo de lirios del valle.

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Chloe tenía una mancuerna de plata en la lengua y un busto con dos firmes
esferas perfectas. Los pechos de Kat eran colosales, y se meneaban como pasteles
de Navidad cada vez que los liberaba con una de sus frecuentes carcajadas.

Con un gesto hacia el pecho de Chloe con el cigarro, Íñigo le


preguntó con el acento norteamericano que había cogido de ver tanta televisión
por satélite:

— ¿Son de verdad?

— Son cien veces más reales de las que tenía antes, tío.

— ¿Y las tuyas? —le preguntó a Kat.

La pelirroja sonrió y arqueó la espalda, exponiendo sus dotes con


orgullo.

— ¿Tú qué crees?

De manera tan despreocupada como si probara un melón en un


puesto de frutas, Íñigo estiró la mano, le tomó el pecho izquierdo y lo masajeó
con el gusto de un verdadero experto en carne femenina. Heather pestañeó;
Larsson sonrió; Lili miraba con un bostezo.

—Dulce —elogiaba mientras lo apretaba y acariciaba—. Es bonito.


Qué par tan alegre tienes ahí.

— ¿Alegre? —dijo Chloe—. Creo que confunde las tetas de Kat con
ella misma.

—No, no —dijo él—. Los pechos son como las personas. Todos
tienen su propia personalidad, sus propias necesidades y deseos.

— ¿Ah, sí? ¿Y qué desean los míos? —preguntó Kat.

—Lo que deseamos todos... que los engrasen y los monten como a un
pony.

Kat llevó la cabeza hacia atrás y rió a carcajadas.

— ¿Habéis ido a la cueva? —le preguntó a las jóvenes e hizo un gesto

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con la cabeza hacia la abertura musgosa de la superficie de roca volcánica negra


que formaba la pared de atrás de la terma—. Hay una antigua silueta de piedra
allí dentro que tiene una anatomía en verdad sorprendente. Vamos —dijo él
mientras cogía el tequila y se tambaleaba al ponerse de pie—. Tenéis que
comprobarlo.

Mientras las jóvenes salían de la piscina, goteando y riendo, un zorzal


en roca azul se lanzó en picado desde su apoyo en el borde del tragaluz y obligó
a Íñigo a esquivarlo cuando pasó como un disparo junto a su cabeza. El pájaro
rodeó una de las columnas antes de toparse contra el hombro derecho del sátiro
de mármol que estaba apoyado contra ésta con las piernas separadas y las
caderas que empujaban hacia fuera, con ambas manos en forma de puños en el
cabello de la ninfa que se encontraba arrodillada delante de él lamiéndole el
enorme órgano como un gato.

—Tío —rió entre dientes Íñigo cuando el pájaro se soltó con una serie
de píos discordantes e increpantes bastante poco característicos de su especie—.
Calma, tío. No vamos a entrar demasiado, solo hasta la Cella. Quiero mostrarles
al Hombre de las Tetas, eso es todo. Su lugar es su lugar.

Darius, al parecer aplacado, revoloteó a través del techo a cielo


abierto como una borrosa mancha azulada.

—Después de vosotras, señoras —dijo Íñigo y les hizo un gesto hacia


el interior de la cueva mientras se metía con disimulo en el bolsillo, el pequeño
tarro de mantequilla de la mesa.

Le guiñó el ojo a Elic al pasar por la abertura musgosa, porque se


trataba, sin duda, de su propia sorprendente anatomía —o, como le gustaba
llamarla, sus «dimensiones heroicas»— la que Kat y Chloe estaban a punto de
descubrir, sin duda con una medida justa de entusiasmo de niña una vez que
desapareciera el asombro inicial.

Jolie, una de las jóvenes y bonitas asistentes del baño, paseaba con
un carro de dos pisos cargado con bebidas en la parte superior, y con montones

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de toallas y batas en la parte inferior.

—Su zumo de papaya, monsieur —dijo ella al ofrecerle una copa


helada a Larsson.

La aceptó mecánicamente mientras observaba la cueva dentro de la


cual Iñigo y las jóvenes acababan de desaparecer.

— ¿Estaba...? No le hablaba al pájaro, ¿no es cierto? — Larsson le


preguntó a Lili en su melódico acento sueco.

— ¿Eso fue lo que te pareció a ti? —preguntó Lili con el esbozo de


una sonrisa. Su propio acento era muy perspicaz y muy oscuro. Las personas que
la conocían por primera vez siempre sentían curiosidad por sus orígenes, sobre
los que siempre era imprecisa. «Soy de Próximo Oriente», podía decir, o si se
hacía la graciosa, podía contarles que era de «La Media Luna Fértil» o de «la cuna
de la civilización», y dejaba que sus interrogadores hicieran con eso lo que
quisieran. Lo que nunca decía era: «Soy de Irak», como ahora se llamaba su tierra
natal. «Preguntas tediosas», decía ella, «conversaciones aburridas. No, gracias».

—Sí, parecía como si le hablara al pájaro —dijo Heather—. Miraba


directamente hacia él y...

—Nä, tienes razón —le dijo Larsson a Lili—. Es absurdo. Estuve un


poco... snurrig i huvudet. «Exaltado», creo que es la palabra. Solo desde ayer o
algo así, desde que llegué aquí. Debe ser el calor, ¿ja?

—Es probable que sea eso —Lili llamó la atención de Elic y le lanzó
una sonrisa elocuente.

Incluso después de conocer a Lili desde hacía dos siglos y medio, Elic
aún sentía una opresión en el pecho cuando le echaba una de esas miradas
íntimas que guardaba solo para él. Despreocupada y desnuda, salvo por la
tobillera de oro siempre presente, su cabello teñido se mecía sobre la superficie
del agua, sus ojos estaban oscuros y soñolientos. Cada parte de ella se parecía a
la diosa babilónica que había sido una vez…para algunos. Para otros, había sido, y

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aún lo era, una súcubo que inmovilizaba a los hombres dormidos para robarles su
valiosa simiente.

Lili, sola entre sus acompañantes, estaba desnuda por completo;


Larsson y Elic usaban trajes de baño, Heather llevaba uno de esos bañadores de
competición sin forro, de color rojo, de esos que se ajustan como una segunda
piel cuando están mojados. Tenía las piernas largas y era hermosa, con mejillas
doradas por el sol y la musculatura elegante de una atleta. Su vientre era
completamente plano, sus pechos altos y firmes, con pequeños pezones rígidos
que hacían que los dientes de Elic desearan morderlos. No usaba perfume, pero
Elic percibía un toque de jabón de verbena de limón.

Se excitó al imaginar a Heather agitándose debajo de él mientras


lanzaba un torrente de semen dentro de ella. Lili tenía su corazón, pero nunca
podría poseerla, no con su cuerpo.

—¿Conoces al tal Íñigo? —le preguntó Larsson a Lili—. ¿Lo conocías,


digo, antes de venir a este lugar? —en lo que respecta a los huéspedes del
castillo, Elic, Lili, Íñigo y el solitario Darius solo eran visitantes invitados, como
ellos.

Lili negó con la cabeza mientras aceptaba una copa de vino tinto de
Jolie.

— ¿Tú? —le preguntó a Elic.

—No —era verdad. Elic no había conocido a otros follets, como los
llamaban sus anfitriones, antes de llegar a la Grotte Cachée.

— ¿Lo conoce nuestro anfitrión? —preguntó Larsson.

—El Seigneur des Ombres conoce a Iñigo de toda la vida —le contó
Elic a Larsson.

— ¿De toda la vida? —repreguntó Larsson—. Creí que le seigneur era


un anciano. ¿No es así?

—Tiene treinta y seis —dijo Elic—. Pero el alma vieja.

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Un alma vieja muy solitaria. Su aislamiento no era tanto por elección


sino por deber. El sentido de la responsabilidad que lo mantenía allí en su hogar
ancestral, teniendo en cuenta a Elic y a los de su clase, hacía difícil establecer
vínculos.

Estirando los brazos sobre el borde de la piscina, Larsson dijo, con un


grado de autoridad:

—El Iñigo ese es homosexual.

— ¿Qué te hace decir eso? —preguntó Elic.

—Ya sabes. Siempre con la charla aniñada —decía Larsson mientras


hacía la mímica con la mano de una boca que se agitaba—. Y ese pendiente a la
izquierda significa que le agrada tenerlo en el culo, ¿no es así?

—No lo sé —dijo Heather mientras murmuraba su agradecimiento al


tomar la botella de Vichy de Jolie—. Parece muy ocupado con esas jóvenes
australianas.

Larsson descartó esa observación con un movimiento rápido de la


mano. Sin mucho más que una mirada en dirección a la de su novia —ya que
parecía haber olvidado a «su amada Heather» en el momento en que Lili entró
en el comedor la noche anterior— dijo:

—A los homosexuales les encantan las muchachas como esas. Es todo


lo que desean ser: una tonta y pequeña fladermuss con grandes globos como
tetas —ahuecó las manos para ilustrarlo.

Heather dijo:

—Viktor, ¿cómo se sentiría Lars si te oyera...?

—¿Por qué lo has traído a colación? —dijo Larsson de manera


repentina.

—Porque lo amas, tú me lo has confesado y has dicho que intentarías


aprender a aceptar...

—Tú tienes que aprender cuándo cerrar tu bocaza.

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Un silencio incómodo cayó sobre el grupo. La sangre se asomaba a las


mejillas de Heather. Jolie vació el cenicero de Iñigo y se marchó.

Larsson bebió un gran trago de su zumo de papaya y dijo a todo el


grupo:

—Mi hermano está un poco confundido en este momento. Ya se le


pasará.

Heather suspiró.

—A los hombres reales —continuó Larsson—. Al común de los


hombres les agrada una mujer que sea... ¿cómo se dice? Elegante. Serena. De piel
tersa y bronceada, no demasiado pálida, con piernas torneadas y cinturita. Un
buen par arriba, suaves pero firmes, como creme brulé. Y el pelo largo, muy largo,
como una sábana de satén —esa fue una descripción de Lili que no le pasó
inadvertida a Heather, quien apartó la mirada con la mandíbula tensa.

Lili encontró la mirada de Larsson por encima del borde de la copa de


vino antes de bajar los ojos con un gesto tímido tan conocido como la
humanidad. No debió haber puesto furioso a Elic, pero lo hizo.

—No tengo nada en contra de los homosexuales —dijo Larsson—.


Ellos están en su lugar, yo estoy en el mío, ¿ja? Todos contentos.

—¡Qué tolerante eres! —comentó Elic con rostro inexpresivo.

Larsson no pareció percatarse del sarcasmo, pero Heather captó la


mirada de Elic y la sostuvo durante un buen rato. Por fin, dijo, con una sonrisita
seductora:

—Tienes el más encantador de los acentos, Elic... En su mayor parte


francés, aunque hay restos de algo de alemán.

—Nací en otro sitio —Elic sabía lo que ella pretendía: le estaba


pagando a Larsson con la misma moneda. Bravo por ella—. No hay duda de que
te entrenas, Heather. Luces increíblemente en forma.

—Gracias —la sonrisa se intensificó—. Estoy en el equipo femenino en

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Johns Hopkins.

Larsson sintió cómo su mirada se endurecía y su mandíbula se


tensaba. No le agradaba que su prometida se fijara en otro tío. No importaba
que hacía un momento le hablara con brusquedad, o la manera en la que él y Lili
se habían husmeado el uno al otro durante las últimas veinticuatro horas.

Por alguna razón este gabru en particular incitaba a algo más que el
deseo común en ella. Tal vez era su cabello sedoso color maíz; siempre tuvo
debilidad por los hombres que eran tan rubios como ella morena. O quizás era
algo más oscuro. La pasión carnal era complicada; Elic lo sabía mejor que nadie.
No le agradaba, pero no podía culparla por sus instintos primitivos más de lo
que podía culparse a sí mismo por los suyos propios.

Lili era especialista en demostrar solo lo que quería, pero Elic, que la
conocía mejor que nadie, lo vio todo, sintió todo, aborreció todo... Unas manchas
de color riñeron esos pómulos majestuosos. La dilatación de sus pupilas convirtió
sus ojos en ónice y de manera más contundente, un temblor de deseo
chisporroteó en el agua como una corriente eléctrica.

El agua que burbujeaba del manantial de la gruta era


excepcionalmente clara y un extraño conductor de estados anímicos y de
sensaciones, en especial aquellos de naturaleza carnal. Incluso los humanos
podían detectar las corrientes submarinas sensuales que fluían por la piscina. El
más sensible entre ellos incluso podía sentir el zumbido erótico que tendía a
persistir allí durante un tiempo después de que sus ocupantes se marcharan. Con
solo sumergirse en el agua cuando estaba repleta de esa carga, se podía incitar a
una oleada impresionante de lujuria, aunque los humanos por lo general
ignoraban su verdadera fuente.

No; no podía culpar a Lili. En verdad tampoco debería culpar a


Larsson. Sí, fue frío el modo en el que le dio la espalda a Heather, pero cuando
Ilutu-Lili posaba su mirada en un hombre era muy difícil resistirse. De todas
maneras, cada vez que Larsson la miraba de ese modo, cada vez que su lujuria

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chisporroteaba en el agua, Elic deseaba dirigir su puño hasta el rostro del


bastardo. En cambio, sonrió y conversó y esperó el momento adecuado.

Habiendo transitado esta tierra casi tres mil años, Elic aprendió a
hacer caso omiso del impulso de dar lecciones y ajustar cuentas... hasta llegar con
exactitud al momento adecuado.

«Es la hora» pensó Elic de pie en la Chambre de Mille Fleurs mientras


contemplaba cómo el pecho de Viktor Larsson subía y bajaba bajo la luz de la
luna. La forma del pene del hombre dormido, apoyado con suavidad sobre su
muslo derecho, se intuía apenas a través de la sábana blanca arrugada.

No puedes elegir a este, Lili.

Este es mío.

«¿Aún está mirando ella?», se preguntaba Elic mientras ponía sus pies
silenciosos sobre el suelo y se enderezaba en su totalidad. « ¿Podrá verme a
través de la ventana?» La vista de Lili era extraordinariamente aguda, tan aguda
como la de un halcón, y no sólo la igualaba sino que la superaba. Se quitó la
gorra en un santiamén y se sacudió el cabello, que cayó hasta la mitad de la
espalda. «Narru dishpu», lo llamaba ella. Un río de miel. Comparaba su piel con la
crema dulce y sus ojos con el agua del mar.

Normalmente, él cerraba la ventana y corría la cortina, incluso en una


noche de calor sofocante como aquella, porque inevitablemente había mucho
ruido una vez que las cosas se ponían en marcha. Sin embargo, esa noche sentía
la necesidad de molestar —de molestar a Lili en particular, para que oyera gemir
y rogar a ese gabru con quien estaba tan fascinada y tal vez, incluso, si Elic era lo
suficientemente habilidoso, gritar—. Entonces Viktor Larsson no parecería tan
fuerte y poderoso. Habría sido derrotado, poseído, utilizado. ¿Cuál era ese
americanismo que a Iñigo le agradaba tanto? Ah, sí.

Será mi zorra.

Y Lili lo sabrá.

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Elic se quitó la camiseta y los vaqueros. Respiró hondo para purificarse


y aclaró sus pensamientos para estar preparado. Para evitar lastimarse durante la
transmutación, bajó hasta el suelo, cubierto por una alfombrilla oriental que tenía
siglos, y se puso en cuclillas, desnudo y dispuesto. Cerró los ojos, susurró las
palabras que había aprendido de niño, el antiguo conjuro que provocaba el
Cambio.

Comenzó como siempre, con una lenta agitación desde su interior,


luego un temblor, ganas de vomitar y una sensación espantosa de que algo iba
mal. Y el dolor. Siempre había dolor, pero de alguna manera era más fácil de
manejar que las náuseas del Cambio, según creía él.

Elic se inclinó hacia delante, con los dedos clavados en las rodillas,
los párpados bien apretados mientras los pulmones bombeaban y lo peor llegaba
a su punto máximo y luego desaparecía. La única molestia que quedaba era la
sensación de la falta de aire mientras sus huesos se comprimían y sus músculos
se relajaban. El estrechamiento de las costillas siempre incitaba a una sensación
de asfixia nerviosa, pero en un minuto más o menos su respiración se estabilizó;
su pulso se ralentizó.

Luego llegó la parte que siempre encontraba desconcertante y


emocionante, incluso después de todos aquellos años: la tirantez y la retracción
en la entrepierna mientras que un surco oscuro y secreto se hundía en tierra
húmeda. Su pene, que palpitaba por la excitación del Cambio, se contraía en un
pequeño nudo tirante y palpitante; le picaban los pezones mientras la carne se
hinchaba en capullos y luego en pechos, pesados y suaves.

Donde había estado Elic, ahora había una nueva encarnación, idéntica
al primero en ciertos aspectos —mismo cabello y mismos ojos— pero con un
cuerpo cuya forma y química eran fundamentalmente diferentes. Ahora él era
ella, la mujer que hubiera sido Elic de no haber sido por una casualidad de la
naturaleza en el momento de la concepción. Estas metamorfosis ocasionales no
sustituían demasiado a Elic, como subsumido, incorporado en un ser cuyos

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sentimientos y deseos solo eran femeninos. No obstante sus pensamientos y


recuerdos —su yo— eran muy parecidos a los de Elic.

Apoyada sobre los talones, estiró la espalda y giró los hombros


acompañada de leves crujidos y estallidos apagados. Se frotó las manos, flexionó
sus pequeños y delicados dedos y los llevó hacia sus pechos, que levantó y
apretó. La parte de ella que aún era Elic, aún él, se asombraba por la suavidad, el
peso y la elasticidad. Se pellizcó los pequeños pezones gomosos y sintió un golpe
de excitación en el clítoris.

Y entonces, llevó su atención al hombre que se encontraba en la cama


al otro lado de la habitación.

Viktor Larsson no se había movido en todo ese tiempo. El gran sueco


aún yacía despatarrado sobre la espalda, con los brazos y las piernas extendidas,
como un vikingo vencido en la orilla. Los rayos de la luz de la luna iluminaban la
musculatura firme de su pecho, sus hombros anchos y su rostro atractivo. Era
magnífico: poderoso, incluso con una elegancia atlética, innata, aún dormido. La
persona femenina de Elic, el súcubo, entendía la cautivación de Lili por Larsson de
tal manera que el mismo Elic nunca hubiera esperado, en especial debido a que
las hormonas elevadas de Lili la hacían mucho más susceptible al atractivo del
hombre que era, a pesar de sus defectos, completamente impresionante.

Con cuidado, se puso de pie, sacudió las piernas y los brazos. Era alta
para ser mujer, casi un metro ochenta, pero aun así era quince centímetros más
baja que Elic. La diferencia de estatura conspiraba con el cuerpo más pequeño y
extrañamente equilibrado para producir un ligero desorden durante los primeros
minutos después del Cambio. Cuando sintió que podía caminar sin caerse, dio
dos pasos cautelosos hacia la cama, solo para retroceder con un grito
entrecortado de dolor cuando algo afilado le pinchó la planta del pie derecho.
Larsson giró la cabeza, soltó un pequeño suspiro gruñón, y calló. Se agachó para
levantar el objeto culpable: el anillo de compromiso de Heather.

Los diamantes de mega quilates no terminan en el suelo a menos que

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los hubieran arrojado. Al parecer, Heather reconsideraba su futuro como la


señora «Hombre Real» Larsson.

Deslizó el anillo en su mano derecha y la levantó; destellaba como un


rayo con la luz de la luna. Se subió a la cama con el sigilo de un gato, se arrodilló
junto a Larsson y pasó la punta de los dedos con mucha suavidad sobre el bulto
que había entre las piernas separadas de Larsson. Aún sobre la sábana, y aún en
su estado fláccido, su miembro se sentía tan caliente, tan vital. Lo volvió a
acariciar una y otra vez, con mucha lentitud. Una caricia liviana como una pluma,
hasta que comenzó a engrosarse y erguirse.

Giró el anillo para que el diamante mirara hacia adentro, dejó que la
gran piedra rozara hacia arriba y hacia abajo por su miembro hasta que se movió
como algo vivo, se elevó firme y largo contra su vientre. El emitió un pequeño
gruñido mientras ella bajaba la sábana y arrastraba la punta de los dedos por su
órgano terso y brillante. Irradiaba calor, se movía de manera nerviosa mientras lo
acariciaba.

Se tomó su tiempo. Pasaba la mano con suavidad para no


despertarlo demasiado pronto de su sueño. Cuanto más excitado sexualmente
estuviera al despertar, más dócil sería. Y, además, era decisivo que estuviera bien
al límite cuando ella lo tomara; cuanto más intenso fuera el orgasmo, más
abundante sería la eyaculación —y, después de todo, ese era el objetivo
fundamental de estar allí.

Aunque no era su único propósito, pensaba mientras deslizaba un


dedo dentro de la hendidura resbaladiza y caliente de su sexo; también estaba el
placer. Los labios externos ya se habían hinchado y separado dejando al
descubierto el pequeño capullo entre ambos, en el que hizo círculos con un
toque suave y agitado hasta quedar sin aliento, húmeda y preparada. Larsson
también estaba preparado, a juzgar por la manera en la que se tensaban y
cedían sus caderas con cada roce de la punta de sus dedos.

Se sentó a horcajadas sobre su pecho, se inclinó y dijo:

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

—Viktor. Despierta, chéri —su inglés llevaba vagas inflexiones de un


europeo del norte, como el de Elic, y su voz tenía la misma característica grave
que la de él. Aunque, por supuesto, no era tan profunda. Cuando era necesario,
por discreción, podía dejar al gabru dormido, o medio dormido, mientras extraía
su simiente, pero la cantidad casi siempre se resentía. Con mayor frecuencia, lo
despertaba, pero solo con un toque en la frente, lo convencía de que todo era un
sueño. Rara vez corría el riesgo, como lo hacía ahora, de dejar que recordara todo
al día siguiente.

— ¿Vem är det? —murmuró Larsson aturdido mientras se frotaba los


ojos—. ¿Heather?

—No esta noche —ella se extendió hacia atrás, cerró la mano


alrededor de su pene y lo acarició con firmeza desde la base hasta la punta—.
Esta noche eres mío.

Él gimió. Empujó dos veces dentro de su puño antes de calmarse lo


suficiente como para decir:

—Espera... ¿qué... quién demonios...?

— ¿No te parezco conocida? —preguntó ella.

La observaba con el ceño fruncido y desconcertado, con los ojos


luminosos con el rayo de la luz de la luna sobre el rostro. Dios, era hermoso.

Le dijo lo que siempre les decía, porque el parecido era demasiado


intenso como para no tenerlo en cuenta.

—Soy la hermana melliza de Elic —Elle, así era como siempre se


imaginaba durante la transformación. Ella.

— ¿Hemos...? —gimió él sin poder hacer nada mientras ella le


apretaba el miembro de la manera que sabía (o más bien, como Elic sabía) que lo
excitaría más allá de la razón—. Jösses... Herré Gud —gimió él y la cogió de la
cintura mientras se retorcía debajo de ella.

—No nos conocemos, pero estuve observándote. Y pensando en ti —

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se hundió los dedos en la vagina, embadurnó la untura en un pezón, y lo


provocaba mientras lo bombeaba con mayor rapidez y firmeza—. Debo tenerte,
Viktor. Solo por esta noche.

—Pero... Heather... —logró decir él.

—Nadie lo sabrá. Nunca más volverás a verme. Por favor, Viktor. Por
favor...

—Helsike —murmuró él mientras se frotaba los ojos—. Ja. ¡Joder!


Está bien. Sí—miro con detenimiento la tira de condones sobre la mesa de noche
y agregó—: Solo déjame...

—Paciencia —se dio la vuelta hacia adelante, se arrodilló sobre su


rostro y desplegó los labios de su vulva para dejar ver su clítoris dolorido—.
Lámelo.

La tomó de las caderas para acercarla y tener un mejor contacto con


su boca. Ella llevó los dedos hasta el cabello de él y le inclinó la cabeza apenas
hacia arriba, temblando por la ráfaga de aliento caliente sobre su hendidura bien
abierta.

—No, Viktor, con la lengua no —le dijo—. Con los labios, como si
bebieras de un sorbete. Justo aquí. Sí —suspiraba mientras la mamaba—. Así.
Oh, Dios, sí —que te chupen el pene era maravilloso, como bien sabía, pero que
el miembro se reduzca a un órgano diminuto atestado de miles de terminaciones
nerviosas, y que te chupen eso... no había palabras para describir la sensación. El
placer escalaba con rapidez, demasiada rapidez.

Cuando ella se levantó, él manifestó:

—Pero no has...

—Te quiero dentro de mí cuando acabe. ¿No sería precioso? ¿Que


acabáramos juntos?

—Ja —él estuvo de acuerdo y se sentó—. Está bien. Claro que sí.

Se inclinó por encima de él y cogió el estuche de maquillaje rosado

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de Heather.

—Vuelve a recostarte, Viktor.

—Nä, prefiero estar arriba.

—Ya lo sé —todos los gabrus lo hacían. Buscó algún tipo de crema o


loción, pero en cambio encontró una botellita plástica de lubricante personal con
efecto calor. Solo eso—. Viktor, ¿vas a recostarte o tengo que atarte?

La brusquedad de él dio paso a una sonrisa maliciosa.

—Quizás debería atarte yo a ti.

— ¿Te asuste; pensar en perder el control ante una mujer? —Elle


desató una de las cuerdas doradas que sujetaban las cortinas de la cama y le dio
un tirón para comprobar su resistencia.

Con un resoplido de risa, él dijo:

—No me asusto con tanta facilidad.

—Pruébalo —lo provocó mientras le tomaba la mano derecha y


pasaba la cuerda dos veces a su alrededor. Con suavidad, de manera seductora, le
dijo—: Recuéstate, chéri.

Lo hizo. La observaba de cerca mientras anudaba la cuerda con


firmeza a las columnas de la cama. Su erección, que había decaído un poco
durante su contienda verbal, se hinchaba y se elevaba mientras ella lo amarraba
de pies y manos a las cuatro esquinas de la cama. Las vaporosas cortinas se
cerraron al caer y los envolvió en un pequeño cenador de ensueño.

Ella se burlaba del dios dorado despatarrado diciéndole:

—Me recuerdas al Hombre de Vitruvio. Es un dibujo de Leonardo da...

—Ja, ja, inspirado en un tratado sobre dimensiones escrito por el


arquitecto romano Vitruvius. ¿Qué crees, que soy un estúpido escocés? Tendrás
que ponerme un condón.

—Ssh —ella abrió de golpe la botella de lubricante y dejó caer unas

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gotas sobre la longitud de su pene.

Gemía de placer mientras ella le cubría el miembro y los testículos


con el bálsamo resbaladizo, que lo calentaba de manera deliciosa mientras se lo
pasaba. Ah, los placeres de la tecnología del siglo XXI.

—Sjysta prylar —susurraba él al retorcerse ante el tacto—. Ponme un


condón. Ahora.

—No tengo ninguna enfermedad —dijo ella—. Te lo juro.

El negó con la cabeza.

—Una vez, de vuelta a casa, me abofetearon con un... faderskaps... ya


sabes, con el tribunal y los abogados.

— ¿Un litigio de paternidad?

—Ja. Ponme un condón. Solo hazlo.

Elle se bajó de la cama, cogió la tira de condones de la mesa de


noche y la lanzó por la ventana.

— ¿Qué demonios...? —tiraba de las cuerdas mientras ella regresaba a


la cama—. ¡Slyna! ¡Loca de mierda! ¿Por qué has hecho eso? Quieres quedarte
embarazada. Es eso, ¿no? Es una trampa.

—Relájate, Viktor —cogió una almohada y la empujó debajo del


trasero de él para tener mejor acceso a su próximo ataque—. Ni siquiera puedo
quedarme embarazada.

— ¡Skitsnack! ¡Sandeces! Eres una puta mentirosa.

—Viktor, de verdad... cálmate —decía ella mientras dejaba gotear un


poco del lubricante en la punta de su dedo corazón derecho—. Esta próxima
parte será más fácil para ti si lo haces.

— ¡Äsch! —gritó mientras ella presionaba la punta de su dedo contra su


ano, haciendo círculos en la pequeña abertura para aflojarlo—. ¿Vad gör du?

¿Qué haces...?

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—Relájate —repitió ella y se abrió paso por el esfínter. Doblaba el


dedo hacia su vientre, localizó un bulto parecido a una nuez, lo friccionó hacia
ella en un ritmo lento y constante mientras el lubricante calentaba—. Te agradará,
lo prometo. Acabarás mejor de lo que nunca has acabado en tu vida

Larsson luchó contra las ataduras, lanzó improperios en inglés y en


sueco, hasta que la estimulación fue demasiada como para ignorarla. Dejó caer la
cabeza sobre la almohada con un suspiro y algunas palabrotas que murmuraba
en sueco; puso los ojos en blanco.

Elle se masturbaba mientras Larsson se excitaba y volvía la cabeza


para mirarla con fascinación evidente. Su respiración se iba acelerando. Las
caderas se tensaban al ritmo de la fricción en la próstata. Los testículos
comenzaron a hincharse. La piel de su escroto se volvía tirante mientras el saco se
elevaba. El pene se veía como si estuviera esculpido en mármol rosa pulido: duro
como una roca y brillante, con una red de delicadas venas azules. El glande se
encendía en un profundo rojo violáceo. Una pre-eyaculación apareció como
almíbar por la diminuta raja ensuciándole el vientre: una vista exquisita. Ahora
estaba preparado, estaba lleno y a punto de estallar.

—Chúpame —dijo él con voz áspera, sacudía la cabeza en la almohada


en un delirio sensual.

—Lo siento, no —dijo ella tan serena como pudo debido a su propia
excitación candente—. Pero te follaré si me lo pides con amabilidad.

— ¡Nej dä! No te atrevas.

—Pero íbamos a acabar al mismo tiempo, ¿recuerdas?

— ¡Chúpamela! —gritó él con la voz cortante y temblorosa—. Hazlo.


¡Solo hazlo, maldita perra!

—Viktor, confía en mí... la única manera en la que permitiré que


acabes es si te follo, pero primero, tienes que pedírmelo.

— ¡Sug min kuk! —gritó él, tensando las cuerdas, con el rostro

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colorado y mirada de loco—. ¡Chúpalo!

Elle dijo tranquila:

—Sé que necesitas acabar, chéri. Solo pídemelo y te...

— ¡Din satkäring! ¡Sur fjas! —rugió él, la cama temblaba y crujía


mientras él se agitaba—: ¡Perra! ¡Puta!

Retiró el dedo del cuerpo de él. Se echó hacia atrás en la cama y dijo:

—Podría simplemente dejarte aquí, atado e indefenso con esos


pobres testículos tuyos poniéndose más azules por...

— ¡Nä, no! ¡No! ¡Varsägod! ¡Por favor! —tiraba y temblaba, las venas
sobresalían en cada músculo de su cuerpo. Era una bestia atada que se esforzaba
por liberarse.

— ¿Por favor qué? —preguntó desde el pie de la cama, aún


masturbándose—. ¿Por favor que te folle?

—Vad som helst —gimió él—. Está bien. Está bien, maldita sea, pero
hazlo. Hazlo.

— ¿Hacer qué? —preguntó mientras tiraba de un pezón sin atender.

Él soltó un gruñido de frustración que degeneró en un pequeño


sollozo ronco:

—Jösses, fóllame.

—No has dicho «por favor».

— ¡Por favor! —gritó—. ¡Por favor, maldita cabrona, quieres


simplemente follarme, por favor!

— ¿Ahora estás seguro? —preguntó ella mientras se arrastraba sobre


él.

— ¡Slyna! ¡Hora! —gruñó mientras lidiaba contra las ataduras—.


¡Hazlo! ¡Fóllame! Solo folla... —un gemido tembloroso salió de él cuando ella
agarró su pene, que estaba casi demasiado duro como para inclinarse, y metió la

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cabeza dentro de ella. Con un gruñido por el esfuerzo, Larsson movió las
caderas, la colmaba; ella gemía con placer angustioso. Él corcoveaba debajo,
brillaba por el sudor y gemía. No le llevó mucho tiempo, por supuesto. Con
bastante rapidez se calmó y vibró, con un chirrido grave, casi como el estertor de
la muerte, que se elevaba en su pecho.

Elle se movía con firmeza contra él, excitando su propio climax.


Larsson rugía. El pene se sacudió al lanzar un chorro de semen caliente. Seguía y
seguía, explosión tras explosión golpeando la entrada de su útero. Él gritaba con
cada espasmo. Su cuerpo entero se flexionaba como un arco. Se prolongó
durante tanto tiempo que estaba ronco y tembloroso para cuando las últimas
vibraciones corrieron en él.

Larsson quedó débil, con los ojos entornados mientras aspiraba


bocanadas de aire. Las manos de Elle temblaban mientras quitaba la almohada
que estaba debajo de él y buscaba con torpeza los nudos de las cuerdas
alrededor de sus muñecas y tobillos. Él pareció no darse cuenta cuando por fin lo
liberó; ella tuvo que hacer a un lado su brazo y su pierna izquierda para dejarse
caer a su lado.

—Ofattbar —murmuró él—. Maldito satans helvete. Eso fue... haftigt.


Asombroso. ¿Cuál era tu nombre?

Alargó la mano para acariciar su frente húmeda y ella susurró:

—Échate una pequeña siesta, chéri. Solo por unos minutos.

Él cerró los ojos y se relajó con la boca apenas abierta. Respiraba


profundamente y de manera uniforme.

Elle se apartó el cabello del rostro, cerró los ojos y susurró las palabras
que la transformarían nuevamente en Elic. El «boleto de regreso», así era como
pensaba en eso. De mujer a hombre... de súcubo a íncubo.

El viaje de vuelta era muy parecido al de ida: las náuseas, el dolor...


Aunque esta vez, los huesos se expandían, los músculos se solidificaban y la piel

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se estiraba. La amplitud de su caja torácica siempre la hacía sentir deseos de


vomitar, aunque la sensación nunca duraba más de unos pocos segundos.

La incomodidad era total pero desapareció cuando sintió una estrechez


incisiva en la mano derecha.

— ¡Merde! —el anillo de diamantes, del que se había olvidado, se le


clavaba en el dedo mientras crecía. Se sentó y tiró del estrecho anillo.
Refunfuñaba por el dolor mientras luchaba para quitárselo antes de que el dedo
terminara de agrandarse. No era fácil; aunque el dedo estaba cubierto de
lubricante, así también estaba la mano que intentaba quitarlo. Envolvió los
dientes en el anillo, respiró hondo y dio un tirón. Cayó en su boca, gracias a
Dios. Sintió el sabor del oro y la sangre; el dedo estaba escoriado hasta el nudillo
medio, pero al menos ella —o más bien Elic— no tendría que acabar cortando el
anillo de compromiso de Heather. Las preguntas hubieran sido peligrosas.

Escupió el anillo al suelo y volvió a bajar. Profería palabrotas mientras


la transformación seguía su curso. El tejido de su pecho retrocedía en pectorales;
sentía como si sus genitales se pusieran del revés. Justo cuando sintió el pene y
el escroto caer pesados entre las piernas volvió a sentirse como Elic. Se pasó las
manos por el rostro, el pecho y los brazos, más tranquilo por la firmeza de su
carne y los contornos imperturbablemente masculinos. Así como le resultaba
divertido ser Elle de vez en cuando, siempre era reconfortante volver a casa en el
cuerpo con el que había nacido.

Durante el Cambio, el semen de Larsson se había empapado de una


esencia incorpórea única en Elic. Era un elixir precioso —este zeru, como lo
llamaba Lili—, una mezcla de material genético humano extraordinario con ciertas
cualidades etéreas de la raza dusii. La presión de éste, la lujuria que provocaba,
hacía que el miembro de Elic se volviera duro y se elevara justo en previsión de
su próxima parada: la terma.

Sentía un vacío chirriante en el estómago: siempre quedaba famélico


después de extraer simiente. Elic se sentó y cogió una de las barras de proteína

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de Larsson, una novedad que nunca había probado hasta entonces. Volvió a
apoyarse en la cabecera de la cama para desenvolverla y sonrió al descubrir que
estaba bañada en chocolate, una debilidad que se le había pegado de Lili. Mordió
un trozo y lo masticó, solo para sentir arcadas por la repugnancia ante la
asquerosidad chocante que le ensanchaba los orificios nasales. Escupió la pasta
granulada en la mano, entornó los ojos hacia el envoltorio en la penumbra: «Una
combinación espléndida de dulce de chocolate y crocantes de soja garantizada
para deleitar sus papilas gustativas».

Malditos humanos mentirosos.

Arrojó la barra —la parte masticada y la intacta— a la papelera.


Larsson se despertó por el ruido. Pestañeaba mientras echaba un vistazo.

— ¿Heather?

—No exactamente.

El enorme sueco se concentró en Elic. Su perplejidad evidente cedió


ante el reconocimiento cuando notó el cabello.

—Ah, tú —dijo pensando claramente que observaba a la mujer con la


que se acababa de acostar, solo para mirar con estupefacción cuando Elic se dio
vuelta para quedar de frente por completo y darse cuenta de que había un
hombre en su cama—. ¡Jösses! —exclamó y se incorporó—. Vem... ¿Quién
demonios...? ¿Elic?

—Déjame preguntarte, ¿en verdad te gustan estas cosas? —preguntó


Elic e hizo un gesto con la cabeza hacia las barras de proteínas—, ¿o solo las
comes para...?

— ¿Qué demonios...? —dijo Larsson y se tiró hacia el borde de la


cama—. ¿Qué demonios haces aquí?

Elic se permitió una sonrisita misteriosa.

— ¿No lo recuerdas?

Larsson miró fijamente a Elic. Los ojos le brillaban como monedas de

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plata al pensar en lo que acababa de hacer con la mujer que tenía una semejanza
asombrosa con el hombre que ahora holgazaneaba en su cama: un hombre en
pelotas y medio erecto. Se miró a sí mismo, el brillo aceitoso de su pene y sus
testículos, la pequeña botella plástica de lubricante con efecto calor; también lo
sentía en su ano.

—Nej —dijo él mientras sacudía la cabeza con repugnancia y


descreimiento mientras las posibilidades se materializaban.

—Lamento haberte despertado —dijo Elic—. Dormías como un


verdadero tronco. No me sorprende, dado que...

— ¡Lárgate! —gritó Larsson—. ¡Lárgate de aquí!

—Eh, ¿qué se te metió en...?

— ¡Lárgate! —cruzó la cama con un giro salvaje que Elic esquivó con
facilidad.

Elic retrocedió y lanzó un puñetazo veloz a la cabeza de Larsson,


arrojándolo inconsciente sobre la cama. Con una mueca, se observó el dedo
lastimado que ahora latía a causa del golpe. ¿Qué pensaría Larsson, se
preguntaba, al recobrar el conocimiento? ¿Lo racionalizaría en su mente? ¿Se
convencería a sí mismo de que lo había soñado todo, o tal vez había alucinado?
Los huéspedes del château tendían a experimentar toda clase de fenómenos
inexplicables.

Estaba el lubricante. Era posible que decidiera que se había


masturbado mientras follaba en sueños o lo que fuera.

Elic se levantó de la cama, se puso los vaqueros y la camiseta negra.


Más temprano ese mismo día, Larsson se había burlado de Elic por su camiseta,
porque llevaba el logotipo de Adidas —acababa de firmar un contrato de
promoción con Nike— y porque se había desteñido con el lavado.

—Mira la camiseta de Elic, qué gastada y raída está —le había dicho
a Lili con una pequeña sacudida de cabeza—. Ni los recogepelotas usan

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camisetas como esa.

Elic se quitó la camiseta con rapidez y la arrojó al suelo para que


Larsson la encontrara por la mañana.

Ella aún observa.

Elic lo olía en el aire nocturno mientras cruzaba desde el château


hasta la terma, esa fusión embriagadora de jazmines y feromonas que le decía
que Ilutu-Lili aún estaba en algún lugar al borde del bosque, sin perderlo de
vista... y también escuchándolo. Habría oído a Larsson rogarle a Elle que lo follara,
y lo habría oído rugir de alivio cuando por fin lo hizo. Estaría desilusionada de su
gabru poderoso, y tal vez, un poco ofendida con Elic por hacer pasar a Larsson
por todo eso cuando pudo habérselo extraído con mucho menos dramatismo.
No estaría enfadada con él mucho tiempo, aunque nunca lo hacía; ni él con ella.

«Lili... mi amada, mins ástgurdís. Ojalá fueras tú por quien fuera


ahora», pensaba Elic mientras se acercaba al baño. «Ojalá pudiera poseerte como
poseo a todos los demás que no me importan nada. Ojalá pudiera acostarme
contigo y amarte y hacerte realmente mía».

El pene de Elic estiraba la bragueta de los vaqueros mientras estaba


de pie en la entrada arqueada del edificio similar a un templo y observaba a
Heather darse un remojón de medianoche. Se encontraba reclinada sobre los
escalones en una esquina lejana de la piscina, con la cabeza hacia atrás, los ojos
cerrados y el bañador rojo en un pequeño charco sobre el suelo de mármol,
detrás de ella.

Él entró al baño y rodeó la piscina. No le importaba hacer ruido. El


otro hechizo que había echado sobre Heather esa tarde, cuando había puesto en
su mente tomar ese baño de madrugada, le aseguraba que no podría oír ningún
sonido producido por humanos o follets desde el momento en que ella se
sumergiera en la piscina. De esta manera los gemidos, las súplicas y los gritos de
lujuria de Larsson que —Elic estaba seguro de eso— todo la Grotte Cachée había
oído, no serían audibles para su prometida.

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La luz de la luna entraba a través del tragaluz, infundiendo el cuerpo


brillante y húmedo de Heather con un resplandor plateado. Su cabello, incluso
mojado como estaba, semejaba hilos de oro. Los pezones parecían pequeñas
monedas de cobre en equilibrio justo sobre sus pechos pequeños.

Arkhutus: así era como Lili llamaba a los huéspedes femeninos en los
que Elic, el íncubo encarnado, elegía plantar la semilla que le costaba tanto
cosechar. El hecho de que Heather estuviera comprometida con Larsson era solo
una casualidad. La arkhutu no necesitaba estar involucrada con el gabru que
produciría la semilla, ni siquiera conocerlo. Todo lo que necesitaban en común era
un excelente potencial genético, como los que se demostraban por factores tales
como la vitalidad física, dotes e intelecto. Archer se refería a ellas, en ese modo
árido y británico suyo, como «reserva de crías perfectas».

De pie al borde de la piscina, cerca de Heather, Elic se dio cuenta de


que no estaba dormida, como había creído. Su mano derecha sumergida,
apoyada en el regazo, se movía con un ritmo lento y sensual. Elic se quitó los
vaqueros y bajó a la piscina con cautela, para no delatar su presencia por mover
el agua. La lujuria temblaba en sus piernas, se instalaba caliente e insistente en su
entrepierna; el agua contenía una carga sensual que perduraba desde la tarde,
incluso antes de que Heather se metiera en ella, y encendía de esa manera su
propio calor sexual.

Tuvo una erección completa en cuestión de segundos. La acumulación


de zeru solo alimentaba su lujuria. De pie en el agua a casi dos metros de
Heather, Elic se acariciaba a sí mismo al mismo ritmo que las propias caricias de
ella, de manera muy suave, solo con la punta de los dedos hacia arriba y abajo de
su miembro mientras apretaba los dientes para controlarse. No haría que se
desparramara en su mano, despilfarrando así toda su preciosa simiente. Al
contrario, había aprendido que convenía estar tan cargado como fuera posible.
Cuanto más grande era la descarga de semen, más probabilidades había de dejar
embarazada a la arkhutu. La posición en la que la tomara también era importante.
La concepción era más probable que se produjera si ella estaba sobre su espalda,

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aunque siempre las hacía ponerse de costado, o a cuatro patas. Y además, era
esencial que las engatusara para que tuvieran el orgasmo más intenso que fuera
posible, cuyas contracciones obligarían al cuello del útero a estar en contacto con
la eyaculación.

Si Lili estuviera ahora con él, podría exprimir la simiente de Elic,


como él había exprimido la de Larsson, mientras bombeaba hacia afuera con
caricias acompasadas dentro de esa arkhutu, haciendo que dure, para lograr que
el placer aumentara y aumentara hasta volverse loco. Lili a veces hacía eso por él,
entre besos suaves y susurros íntimos, a menudo con una pequeña vara de acero
curvada que se había hecho forjar para ese propósito por el espadero real de
Luis XVI.

Esa noche, sin embargo, Lili era solo una observadora distante, por no
decir bastante desinteresada.

Elic cogió la cabeza de su pene para quitar algunas gotas densas de la


pre-eyaculación, las cuales frotó por el instrumento dolorido para facilitar la
penetración. Ahora.

Cruzó hasta Heather de dos zancadas; para cuando ella abrió los ojos,
él ya estaba encima de ella. Inspiró para gritar. El le puso una mano sobre la boca
y dejó que volviera a oír.

—Soy yo... Elic —dijo él, pero ella ya estaba pateando y luchando. Le
dio un puñetazo en la nariz, descargando un rayo de dolor que dejó a Elic
profiriendo blasfemias con la voz áspera aún cuando pensaba: «Buena chica».

Intentó sujetarla en un rincón de la piscina, pero ella golpeaba y


luchaba como una salvaje. Era sorprendentemente fuerte. Le mordió la mano para
que se la quitara de la boca, pero mientras llenaba sus pulmones, él colocó una
mano en su frente y dijo:

—Lata... Ligia... Ssh, Heather. Tranquila. Tranquila.

Ella se calló; respiraba deprisa mientras lo miraba fijamente. El sintió

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que la tensión se calmaba en sus músculos mientras su mente y su cuerpo se


rendían ante su deseo, su necesidad dolorida —siempre un movimiento excitante,
cargado de la promesa de exquisitos placeres venideros—. Los ojos brillaban con
misterio mientras le sostenía la mirada; sus piernas se abrieron. Elic se arrodilló en
el suelo de la piscina y deslizó su pene arriba y abajo de la hendidura de su sexo,
sintiendo el calor y la humedad de la excitación de ella debajo del agua.

Cerró las manos alrededor de los pechos de ella y susurró contra sus
labios:

—Estás a punto de vivir el sueño más extraordinario... Llamas como


lenguas.

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Capítulo 1

Mayo de 1749

D arius se hizo un ovillo en su pequeña cajón de paja en la torre de entrada


cuando Frederic, el guardia de servicio, lo despertó con un ladrido al decir:

—Halte! Qui va lá?

—Soy la señora Hayes con las vírgenes —respondió una mujer, en


inglés—. Sir Francis nos espera.

Darius se puso de pie, estiró el lomo y saltó de la caja. Se veía la


silueta de una mujer contra el sol poniente al otro lado del rastrillo que
bloqueaba el arco de entrada. Era una figura gordinflona y matronal; su cabello
acerado permanecía casi oculto debajo de la capucha de una larga capa roja.

— ¿Cuál es la contraseña? —ordenó Frederic, cuyo inglés, como su


francés, tenía un acento suizo-alemán. Era, al igual que el resto de los
veinticuatro guardias encargados de mantener la paz y la privacidad de la Grotte
Cachée, un mercenario suizo, miembros de una raza admirada en toda Europa
por la disciplina, la habilidad y la prudencia. Frederic y sus hermanos cumplían
con sus responsabilidades con tanta discreción que los invitados del castillo muy
pocas veces los veían, a pesar de sus llamativos uniformes a rayas azules.

—«Haced lo que deseéis» —dijo con un suspiro de enfado—. Ahora,


¿puede elevar por favor esta maldita cosa y dejarnos pasar? Llegamos tarde y a
Sir Francis no le agrada que le hagan esperar.

—El carro debe ir a la caballeriza —dijo Frederic mientras movía la


manivela que hacía funcionar el sistema de poleas del rastrillo. Se oyeron unos

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rechinidos y crujidos acentuados por un irritante sonido agudo que sólo Darius
pudo oír debido a su momentánea encarnación felina.

Se escabulló por debajo de la enorme verja que se elevaba y cruzó el


puente levadizo que se extendía por encima del foso seco. Al otro lado, en el
sendero, había un carro repleto de jóvenes mujeres bellamente ataviadas que
contemplaban sobrecogidas el Château de la Grotte Cachée.

—Dejen las mantillas y las capas en el carro, pero no olviden aquellos


abanicos —les ordenó la señora Hayes—.

Cuellos erguidos, hombros bajos, brazos apenas encorvados hacia delante.


Pellízquense las mejillas e hinchen esas tetas.

El cochero repitió las instrucciones en francés mientras ayudaba a las


muchachas a descender del carruaje. Eran jóvenes, de piel clara; duraznos frescos
y pequeños con delicados sombreros de encaje; vestidos de cotonía y batistas
con ramos de flores. Reían tontamente y murmuraban mientras la señora Hayes
las conducía a través de la entrada hacia el patio interior del castillo. El modo de
andar era ingenuamente tosco y las faldas susurraban en dirección a Darius
mientras las seguía. Todas tenían el mismo aroma, un eau de parfum demasiado
común que evocaba el romero, la bergamota y las naranjas maduras, sin duda
alguna suplido por la señora Hayes.

—Las esperan en el salón junto a la capilla —Frederic señaló hacia la


puerta de entrada abovedada en el ala oeste del castillo.

— ¡Ah! —dijo la señora Hayes cuando se percató de la presencia de


Darius—. Parece que un pequeño fantasma gris se ha infiltrado entre nosotras.

Se puso en cuclillas para acariciarlo, pero Darius la esquivó antes de


que pudiera hacerlo. Podía mezclarse entre los invitados del castillo en aquellas
extrañas ocasiones cuando lo invadía la curiosidad, como aquella noche, con la
condición de que evitara cualquier tipo de contacto físico.

—Eres asustadizo, ¿no es así? Sí, pero te llevarás bien con el resto de

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estas tímidas gatitas.

Las jóvenes guardaron silencio mientras se acercaban a la fuente


ubicada en el centro del patio: un estanque de piedra coronado por una escultura
de un hombre y una mujer en unión carnal y con agua que caía encima de ellos
desde un cántaro sostenido en alto por una criada. Darius supo que no había
sido la escultura poco delicada lo que las había acallado, sino un caballero
arrodillado sobre el borde de la piscina, con su chaqueta de seda bordada en oro
levantada y los calzones por las rodillas, que expresaba un gruñido el dolor
mientras una dama con una máscara de plata le azotaba el trasero con una larga
vara.

—Por los cojones del Señor —gritó—. Piedad, milady.

— ¿Es usted, Su Excelencia? —dijo la meretriz—. Ha recorrido toda


Francia para un buen azote, ¿no es verdad?

El hombre postrado, un duque a juzgar por la forma en que se dirigió


a él, levantó la cabeza y sonrió mostrando sus grandes dientes.

— ¡Señora Hayes! Veo que ha traído las cerezas para el banquete.

— ¿Le he dado permiso para hablar? —exigió la dama enmascarada—


. Recibirá doce azotes más por abrir la boca —dijo y bajó la vara con tanta
velocidad que provocó un silbido.

El duque emitió un gemido de éxtasis, incluso mientras intentaba


alcanzar su miembro entre las piernas para masturbarse.

— ¡Qué vergüenza! —su atormentador le dio una palmada en la


mano ofensiva mientras decía—: Podrá acabar cuando yo le diga que puede
hacerlo; ni un minuto antes ni un minuto después.

—Como usted diga, milady —murmuró el duque mientras inclinaba


la cabeza y levantaba su trasero rosado.

—Adelante, tesoros míos —dijo la señora Hayes mientras las


guiaba, junto con Darius, a través de una entrada abovedada hacia un pequeño

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vestíbulo.

Un guardia fornido, miembro del extenso séquito que había


acompañado a los invitados actuales del castillo desde Inglaterra, dijo:

—Ya era hora, señora Hayes. Había comenzado a pensar que los
bandidos os habían tendido una emboscada.

—Discúlpame, Tommy. Dos de las prostitutas insistieron en que


querían más dinero así que tuvimos que hacer un trato para que vinieran.

—Sí, pero llegarán antes de que la noche termine —rió con disimulo.

Al extender la mano, la señora Hayes dijo:

—Cincuenta libras cada una, como siempre, más mis honorarios.

Tommy contó las chicas con rapidez, luego tiró de un saco de


monedas que llevaba en la chaqueta y se lo entregó a la proxeneta.

—Adelante, pues.

Abrió con llave la puerta que se encontraba a su espalda y le hizo un


gesto al grupo en dirección al salón de la capilla. Era una sala iluminada con velas
y adornada con sofás de seda y pequeñas mesas de mármol. Los tapices de
antaño que por lo general adornaban aquellas paredes habían sido quitados y
reemplazados por pinturas que delineaban monjes con túnicas blancas que
pasaban un buen rato con monjas en edad de merecer, medio desnudas. Sobre la
mesa principal, donde generalmente había una araña de cristal, colgaba una
lámpara con la forma de un monstruo que semejaba un murciélago, cuyo
miembro erecto era tan grande que parecía superar el tamaño de su cuerpo. Un
letrero tallado en madera sobre la entrada a la capilla decía Faites ce que
voudras: «Haced lo que deseéis», el lema de la Orden de los Frailes de San
Francisco de Wycombe, Inglaterra, más conocida como el Club del Fuego del
Infierno.

En la habitación había cerca de veinticuatro caballeros y la mitad de


damas, algunos de pie y otros recostados, todos vestidos con gran exquisitez. Se

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dio cuenta de que las damas llevaban prendedores de plata sobre la pechera de
los vestidos de profundos escotes con la siguiente inscripción: Amor y Amistad.
Dos de ellas tenían los vestidos a medio desenlazar y exhibían corsés de satén
bordado tan escotados que mostraban los senos en su totalidad. El vestido de
una de las mujeres había sido confeccionado con una falda que por la espalda se
abría hasta la cintura; las enaguas y tontillos también estaban abiertos para
revelar, cada vez que se movían, una seductora vista de su cuerpo.

Los perfumes y fragantes adornos de la compañía allí congregada


(pañuelos, almohadillas perfumadas y talcos) se mezclaban en un miasma dulzón
y floral. Había dos criadas, también, que servían vino y ofrecían exquisiteces
afrodisíacas tales como ostras, caviar, almendras, piñas e higos. Todos se
volvieron para mirar cuando entró la señora Hayes guiando a las jóvenes; sin
embargo, el único hombre que pudo ponerse de pie cortésmente fue el follet
compañero de Darius, Íñigo.

—Bonsoir, mesdemoiselles —dijo Íñigo con una reverencia. El joven y


encantador sátiro llevaba puesto para esa noche una chaqueta de satén bordada
en oro de un color oscuro que los ojos de gato de Darius no pudieron definir
(muy probablemente, algo rojizo o marrón). Sus rulos enmarañados quedaban
atrapados en un moño que llevaba en la nuca y bajaba lo suficiente a los
costados como para cubrir aquellas orejas de soplillo. Captó la mirada de Darius
y le guiñó un ojo.

Darius le devolvió el guiño.

El resto de los caballeros evaluaron la procesión con una franqueza


tal que hubiera parecido demasiado descortés en circunstancias ordinarias. Dos
damas que descansaban perezosamente sobre un sofá, una de ellas con una
máscara decorada con plumas de pavo real, dialogaban detrás de sus abanicos
mientras señalaban a las jóvenes. Darius volteó las orejas para poder oír sus
comentarios entre murmullos.

« ¿... de las rayas amarillas, con aquellos enormes ojos azules? ¿No te

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gustaría sencillamente que se inclinara sobre tus rodillas?».

Darius zigzagueó entre las susurrantes faldas de seda de las damas y


las piernas con calcetines blancos de los hombres hacia la puerta que llevaba a
la capilla, donde era más probable que pasara inadvertido y no lo fastidiaran.
De haberlo pensado, se hubiera vuelto invisible antes de llegar allí; era la mejor
opción en una habitación arrebatada de gente.

— ¡Señora Hayes! Llega tarde —le reprochó un caballero sentado a la


mesa en el centro de la habitación mientras cerraba una tabaquera esmaltada. Era
un hombre flacucho de aproximadamente unos cuarenta años, de nariz alargada y
un rostro pálido de extrañas y delicadas facciones. Al igual que otros hombres
llevaba peluca, pero la suya era la más adornada y empolvada.

—Disculpe, Lord Sandwich, y mis felicitaciones —dijo la señora Hayes


con una pequeña reverencia—. Por favor, ¿podría decirme dónde se encuentra Sir
Francis? Se supone que debo entregarle estos encantadores corderitos a él en
persona.

—El Superior de la Orden se cansó de esperar y fue a la capilla a


prepararse para la misa. Estas son las vírgenes, ¿no es cierto?

—Sí. Deléitese, milord —agrupó a las chicas en un semicírculo, para


que las observaran mejor, y anunció—: Para su placer y diversión, caballeros, ocho
hímenes impolutos, intactos y tiernos de las aldeas de la región. Todas ellas en el
florecer de la juventud, pimpollos vírgenes sin cosechar aún. He instruido a estas
inocentes niñas en las muchas y variadas artes del amar para enriquecer la
desfloración durante los ritos a Venus.

La meretriz batió las palmas dos veces, una señal para que sus chicas
ejecutaran embarazosas reverencias mientras se miraban entre ellas y se
aseguraban de que lo que hacían fuera lo correcto. Por el modo en que se
empujaban, estaba claro que no estaban acostumbradas a las amplias faldas con
miriñaque que llevaban puestas para la presentación.

Mientras las escudriñaba con una expresión crítica, Sandwich dijo:

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—Intactas, ¿verdad?

—Puras e inmaculadas, todas y cada una de ellas.

—Veremos —Lord Sandwich hizo un chasquido con los dedos en


dirección a la chica que se encontraba más cerca de él; una belleza regordeta con
cabello color cobrizo; le hizo un gesto para que se acercara—. Ven, ven —dijo
mientras alejaba su silla de la mesa para que hubiera lugar delante de él para la
joven.

—Camina con entusiasmo —le ordenó la señora Hayes mientras le


daba un codazo.

Le hizo un gesto para que se acercara aún más hasta que estuvo
entre sus piernas abiertas y delgadas.

—No os haré daño.

—Mejor que ella lo lastime a él, ¿no es así, Sandwich? —remarcó algún
bromista.

—Levantaos la falda, entonces —dijo Sandwich.

Nadine recibió la orden con un gesto de desconcierto.

La señora Hayes dijo:

—Sólo hablan franchute, su señoría.

—Soulevez votre robe.

Con un gesto hacia la falda de la joven, Sandwich hizo un golpecito


con la mano camuflada hasta la punta de sus dedos con puños de encaje.

Nadine miró en derredor a la atenta audiencia que la observaba


absorta; sus mejillas se sonrojaron.

—Me follaré a esa —dijo alguien—. Me encanta cuando se retuercen y


sonrojan.

—Diría que están bien entrenadas para hacerlo —agregó alguien


más—. ¿No es cierto, señora Hayes?

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La señora Hayes ignoró la burla, dio un paso adelante y comenzó a


levantar la falda del vestido de la joven, pero Sandwich le dio una bofetada en la
mano.

— ¿Para qué pagamos por la jovenzuela, sino para cumplir nuestros


deseos? Soulevez-le, mademoiselle.

Nadine cerró los ojos y se recogió la falda hasta las rodillas.

— ¡Por el amor de Dios! —gruñó Sandwich—. Plus haut. Así.

Se inclinó hacia delante, le tomó las manos y la forzó a levantar la


masa de cotonía, enaguas rígidas y tontillos de manera que quedara desnuda de
la cintura para abajo.

—Por Júpiter, su pubis es tan rosado como su rostro — rió alguien


entre dientes.

—Un damasco maduro abierto por la mitad que ruega ser lamido.

—Sé buen chico, Sandwich —dijo alguien con acento italiano que
estiraba el cuello para ver—. Gírala para que todos podamos echarle un vistazo.

— ¡Quítale las vestiduras! Probemos esos bollitos de manzana.

—Todo a su debido tiempo, caballeros.

Sandwich le dio un ligero empujoncito con su zapato de tacón alto al


pie de la joven, separó los labios colorados e introdujo el dedo corazón. Nadine
contuvo la respiración, cerrando los ojos con fuerza, mientras Sandwich
exploraba aquel lugar que al parecer nunca había sentido la caricia de una mano
masculina.

—Bien. Servirá.

Señaló una fila de hábitos de monja que colgaban de unos ganchos


en el vestidor que se encontraba detrás de él.

Sandwich le dijo, en francés, que se pusiera uno de los hábitos y se


quedara completamente desnuda debajo. Le ordenó a una de las damas,

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Mademoiselle de Beaumont, que ayudara a las vírgenes a desvestirse lo que, por


razones más allá del campo visual de Darius, causó elogiosas risas.

— ¿Tan pronto? —preguntó la señora Hayes—. Me llevó todo el día


prepararlas para la ocasión y ya quiere quitarles todo.

—Es culpa tuya por llegar tarde. Deben estar preparadas para el
banquete tan pronto haya terminado la misa —

Sandwich llamó por señas a la siguiente joven, que levantó su falda sin que
se lo pidiera y apenas se sobresaltó durante el examen—. Puede retirarse, señora
Hayes. Creo que tenemos el asunto controlado aquí.

Examinó a las chicas, una por una, al tiempo que declaraba


«inmaculado» o «lo suficientemente cerrado» antes de enviarlas al vestidor para
que se quitaran las prendas delante de todos los invitados. Los caballeros,
algunas de las damas también, opinaron sin restricciones acerca de los atractivos
que poseían las jóvenes mientras se quitaban los vestidos y se desprendían de
todo lo que llevaban puesto, asistidas por Mademoiselle de Beaumont, de cabello
rubio y acento francés. Darius se sorprendió de que algunas de las doncellas
permanecieran notablemente apáticas con relación a la libidinosa exhibición; solo
una o dos estaban verdaderamente avergonzadas. Otras estaban tan abrumadas a
pesar de la cooperación, que sospechó que estuvieran haciendo el papel que les
habían enseñado a representar.

De todos modos, los espectadores fueron lo suficientemente


elogiosos. Varios de los hombres se masturbaban mientras contemplaban la
pequeña representación. Darius notó que Íñigo guiaba a una pequeña y hermosa
dama fuera de la habitación; la parte delantera de su pantalón ya estaba
desabotonada por la mitad; una mano sostenía una botella de vino.

Un hombre de una increíble belleza hizo que la dama de cabello negro


que lo acompañaba se deslizara de su regazo, se colocara entre sus piernas y le
desabotonara los calzones para liberar su erección. Aquellos que estaban
sentados alrededor observaron sin disimulo mientras la dama succionaba y

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acariciaba el miembro rígido.

—Bravo —aclamaron cuando introdujo todo el miembro en su boca; el


beneficiario de tal servicio le sujetó con fuerza la cabeza mientras gemía:

—Ah, Lili, realmente eres una puta con talento.

En un sofá de seda rojo del rincón, dos hombres ubicaron a gatas a


la dama de falda dividida para que uno pudiera follarla por detrás mientras la
mujer succionaba el miembro del otro. Un caballero con peluca al que Darius
reconoció por las ilustraciones de los periódicos como Frederick, Príncipe de
Gales, le ordenó a una dama con máscara que se inclinara hacia delante sobre el
respaldo de ese mismo sofá para poder retirarle la enagua. Lubricó su arma con
saliva y la penetró con tanta fuerza que la mujer gritó.

—Buen espectáculo, Su Alteza —alabó un hombre con rostro de


tocino y chaqueta demasiado ajustada y bordada con elegancia que se había
acercado a mirar la indecente escena mientras se masturbaba—. Que saboree el
alfanje real —expresó con un gruñido mientras acababa en un pañuelo
bordado—. ¡Introdúzcalo y gírelo! ¡Parta a la puta por la mitad! Así es, bien y
con fuerza. Sí, ya está...

— ¿Qué tenemos aquí? —la voz era masculina, suavemente gruesa,


con acento alemán... y demasiado próxima.

Los bigotes de Darius enviaron una señal de alerta justo a tiempo


para poder alejarse de un salto de la mano que estaba a punto de tocarle.

Escuchó una risa nerviosa mientras su posible captor se enderezaba y


sacaba un pañuelo de la voluminosa manga exquisitamente bordada de su
chaqueta. Tenía la piel clara de los habitantes de Prusia, ojos grises, labios
gruesos y una mandíbula fuerte y prominente. Aunque tenía el cabello oculto
debajo de una peluca a la moda, pequeña y empolvada, Darius supo por las cejas
que era rubio. Como muchos de los otros caballeros, llevaba una espada de
ceremonia enfundada a un lado del cuerpo.

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—Tímido, ¿verdad?, mein kleiner freund —preguntó—. Creo que has


llegado al lugar equivocado.

— ¿Hablando consigo mismo, Lord Turek? —preguntó una dama que


caminó hacia ellos mientras agitaba el abanico—. Es síntoma de una mente
degenerada. Sabía que había algo en usted que me atraía.

Era la mujer con máscara de plata que había golpeado con una vara al
duque junto a la fuente. Aunque parecía inglesa, al juzgar por su tono de voz,
llevaba puesta, como todas las damas a la moda, una lujosa robe á la française: la
falda superior de brocado guateado en plata se extendía cerca de un metro a
cada lado. El arma que había utilizado con anterioridad, una delgada vara, como
la de un maestro inglés, colgaba de un moño de seda alrededor de la cintura.
Tenía el rostro habilidosamente maquillado hasta un pequeño parche negro de
seda cerca de una de las comisuras de la boca; su cabello blonde tenía un
complicado peinado decorado con diamantes, y más diamantes adornaban el
moño de terciopelo que rodeaba la garganta.

— ¡Ah, un gato! —exclamó—. Odio estos malditos animales. ¡Vete!


¡Fuera!

Levantó la falda e hizo movimientos como si fuera a patear a Darius,


que se volvió para salir disparado y chocarse con Turek.

— ¡Lo tengo! —se puso en cuclillas, estiró los brazos y con una sonrisa
de depredador provocó un ardiente maullido en Darius.

— ¡Aquí estás! —un par de manos femeninas lo cogió por la fuerza del
suelo antes de que Turek pudiera atraparlo. Darius extendió las garras, listo para
brincar, mientras la mujer lo llevaba a su pecho con un murmullo—. Tranquilo,
Darius. Soy Elle.

La miró y se calmó cuando reconoció a la rubia de ojos azules que lo


había capturado, o más bien, salvado: Elic, en su persona femenina, vestida para
la noche con un fastuoso vestido de seda azul pálido. Otros follets no
significaban riesgo alguno para Darius, solo los humanos, cuya caricia más leve le

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provocaba un ataque de deseos que era incapaz de ignorar... todo tipo de


deseos, desde las ansias por comer cremas heladas hasta el más bizarro y fetiche
de los deseos sexuales. Darius se relajó en el abrazo de Elle, confortado por el
aroma familiar, apenas discernible bajo un vago aroma azucarado a aceite de
rosas.

— ¿Es suyo el animal? —preguntó la dama enmascarada mientras le


echaba un vistazo con cautela a Darius por encima del abanico—. Será mejor que
lo lleve a otro lugar antes de que muerda a alguien.

—En verdad es casi inofensivo —explicó Elle mientras acunaba a


Darius de modo protector—, pero no tolera la caricia de extraños.

—Es la única clase de caricia que ella puede tolerar — dijo Turek
mientras hacía un gesto hacia la dama que acababa de acercarse.

Su sonrisa revelaba unos dientes demasiado blancos para ser reales,


una sospecha que se confirmó cuando Darius notó una angosta franja de oro
sobre la encía. Hizo una reverencia hacia Elle con un exuberante movimiento de la
mano con la que sostenía el pañuelo y dijo:

—Antón Turek, para servirle, señorita. Y esta encantadora, aunque


más bien arrogante campesina, es Charlotte Somerhurst.

La nariz de Darius hizo una mueca, no por el perfume que provenía


del pañuelo, sino por un imperceptible hálito a algo crudo y oscuro que
despertaba al cazador que había dentro de él.

—De verdad, Turek —dijo Charlotte—, debe aprender a presentar a la


gente por sus títulos, como hacemos los británicos. De lo contrario, nadie sabe
realmente a quién se nos está presentando. Soy la Condesa de Somerhurst —le
dijo a Elle—, y este cruel alemán es, de hecho, un barón de uno de los países
más pequeños y tenebrosos que nadie osa visitar.

—Bohemia —dijo Turek—. Pero vivo en Viena la mayor parte del


tiempo.

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—Y en Londres, y en París, y en Venecia... y quién sabe dónde más —


dijo Charlotte—. Se lo juro, Lord Turek: tiene tantos hogares, que apostaría a que
ha olvidado dónde se encuentra la mayoría de ellos.

Elle se presentó con una pequeña reverencia.

— ¿Elle a secas? —preguntó Charlotte—. ¿No tiene apellido?

—Sin título, debo confesar.

Charlotte esbozó una sonrisa helada que no fue difícil de descifrar.


Después de juzgarla y descubrir que no poseía nada importante, en especial con
relación a su posición social, Elle podía ser tachada de la lista de gente que le
importaba a Charlotte.

—Diría que es muy parecida a un hombre de la región que fue


iniciado ayer en el Fuego del Infierno.

Charlotte le dijo a Elle:

—Un conocido de nuestra anfitriona. Claramente, le ha intrigado la


orden durante un tiempo y tenía deseos de participar. Creo que su nombre es
Eric.

—Elic —corrigió Elle—. Es mi hermano mellizo.

—Por supuesto —Charlotte le echó una mirada furtiva a Turek, cuya


mirada se había helado cuando nombraron a Elic—. Bien, creo que no puede
haber error en el parecido. Pertenecen a una familia de gente apuesta que jamás
había visto antes.

Llegó una criada con una bandeja repleta de copas y dos botellas de
cristal con vino.

— ¿Común o enriquecido? —preguntó.

—Oh, enriquecido, desde luego —respondió Charlotte.

—Le aconsejaría que evitara esa clase de vino a menos que tolere la
cantárida —le aconsejó Turek a Elle—. Lytta vesicatoria —respondió ante la

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expresión de interrogación que había en el rostro de Elle.

Elle dejó pasar la bandeja. Turek eligió una copa de vino sin
adulterar y expresó que consideraba el consumo de extracto de escarabajo
repulsivo y peligroso y que la cantárida, en todo caso, simplemente excitaba la
carne en contraposición a las pasiones.

—Yo me excito de cualquier manera —respondió Charlotte mientras


levantaba la copa de vino—. Por los pecados, en todas sus variadas y maravillosas
formas.

— ¿Cómo ha llegado a participar en nuestro pequeño revolcón esta


noche, Elle? —preguntó Turek mientras alzaba la copa de vino para percibir el
buqué.

—Al igual que mi hermano, soy amiga de la Dame des Ombres. Ella
pensó que podría divertirme.

—Por favor, ¿dónde está Madame? —preguntó mientras examinaba la


habitación—. Todavía tengo que conocerla.

—Suele ser poco sociable —Elle acarició a Darius en la nariz y obtuvo


un profundo ronroneo de satisfacción como respuesta—. Su administrateur,
Lord Henry Archer, se encarga de cumplir con las necesidades de sus invitados.

—Ah, sí, Archer —dijo Turek—. Un hombre excelente.

Lord Henry, segundo hijo del marqués de Heddonshaw, era un joven


amigable y diletante, y fue el primer inglés reclutado para supervisar los
acontecimientos que se llevaran a cabo en la Grotte Cachée. Fue él quien sugirió
a la gardienne del castillo, Camilla Morel, la Dame des Ombres, que invitara a los
miembros del Club del Fuego del Infierno a pasar un par de semanas en el
castillo. Los miembros solían reunirse en un bar de Londres llamado George and
Vulture, que se incendió recientemente y los dejó entre aquí y allá. Madame,
atenta a los deseos carnales de los tres follets a cargo (Darius, Elic e Iñigo),
escribió una carta de invitación al fundador del Club y superior de los «frailes»,

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Sir Francis Dashwood. Como había leído algunas referencias sobre la Grotte
Cachée en las memorias eróticas de Domenico Vitturi, un noble veneciano del
siglo XVI, y ansioso por experimentar en sus propias carnes aquel santuario de
desenfreno, Dashwood aceptó la oferta. El, sus colegas y sus seguidoras
femeninas se divirtieron durante dos semanas en el castillo y tenían previsto
partir al día siguiente, por la mañana; pero no sin antes llevar a cabo una
celebración orgiástica final aquella noche.

— ¿Visita frecuentemente del castillo? —le preguntó Turek a Elle.

—He sido una invitada durante un tiempo.

— ¿Puede explicarme el significado de la extraña figura de piedra en la


cueva, junto a la casa de baños? ¿La que se conoce como Dusivaesus?

— ¿Ha estado husmeando? —le preguntó Charlotte.

—Investigando —corrigió—. Diría que es mi pasatiempo favorito, en


lugar de pasar la mayor parte del día como lo hace usted: bañándose, aseándose
y vistiéndose.

—Esa escultura es el objeto más antiguo de la Grotte Cachée —le


respondió Elle—. Antes del nacimiento de Cristo — no se ofreció a transmitirles la
información de que, de hecho, era una representación de sí misma (o mejor
dicho, de ella y él).

Un coro de risas desvió su atención hacia un par de lacayos con


peluca y uniforme que entraron en la habitación con algo que parecía un
caballito de juguete con la forma de un cisne negro; tenía la cabeza curvada hacia
atrás para que el pico dorado, tallado con la forma de un miembro viril,
sobresaliera hacia arriba desde el asiento.

—Por Dios —dijo Elle.

—Es tan solo para que las monjas tengan la disposición adecuada
para el banquete. Un idolum tentiginis, según Sir Francis; uno de los tantos
juguetes que los frailes trajeron consigo desde Londres.

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Los ojos de Charlotte, que solo eran visibles a través de los orificios
de la máscara, se posaron en Elle para analizar su reacción frente al valor de
divertimento que poseía el objeto.

Mademoiselle de Beaumont tomó la mano de una de las doncellas


de la región, que ya llevaba la túnica y la toca de una monja, y la guió hacia el
artefacto y le explicó en francés cómo montarlo. La joven fue reacia en un
principio, sin embargo, alentada por el estímulo gentil de Mademoiselle,
finalmente se levantó el hábito, tomó asiento a horcajadas sobre la criatura y se
dejó penetrar por el pico del ave.

—Ha sido demasiado fácil —dijo Charlotte con sarcasmo—. No está


más «intacta» que yo.

La joven comenzó a hamacarse sobre el cisne mientras incitaba el


aplauso de los espectadores y la ovación de Mademoiselle de Beaumont.

— ¿Por qué todos rieron cuando Mademoiselle las ayudó a que se


quitaran las prendas de vestir? —preguntó Elle.

Charlotte y Turek compartieron una sonrisa socarrona.

—Mírala bien —dijo Charlotte.

Elle lo hizo.

—Es muy hermosa.

—Es el Caballero d'Eon —dijo Turek.

— ¿Caballero? —dijo Elle—. ¿Es un hombre?

—Nadie lo sabe con certeza —dijo Turek—. Hay innumerables


apuestas en cuanto a su verdadero sexo. Se puede especular acerca de ello a
través de la Bolsa de Comercio de Londres. Yo mismo lo he hecho.

Detrás de su abanico, Charlotte agregó:

—Es amiga íntima de la amante del Rey Luis, Madame de


Pompadour. Se dice que es espía del rey. Sé, con hechos, que es un arma letal

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con la espada. Ha ganado varios duelos, a veces vestida como hombre, y otras,
como mujer.

La joven que se encontraba sobre el cisne comenzó a mecerse con


fervor, su respiración se aceleró, su rostro se acaloró. Los espectadores la
alentaron mientras se masturbaban y se complacían unos a otros.

—Este es un encuentro de lo más curioso —remarcó Elle.

Hizo un gesto de menosprecio con el abanico y Charlotte agregó:

—Estos son los preparativos, querida; una pequeña overture para


crear el estado de ánimo necesario para el banquete que seguirá a la misa. Ese
será el momento en que comenzarán los verdaderos festejos. También nosotras
llevaremos hábitos de monjas, es decir, la mayoría de nosotras...hasta que nos los
rasgue por supuesto —el brillo perverso en los ojos de Charlotte engañó su
deseo de ver cómo se desmayaba Elle de la impresión—. Espero que mejore su
constitución, querida, porque los entretenimientos pueden llegar a ser un poco
acrobáticos. Sin embargo, siempre hay un médico cerca para reavivar a aquellos
que se desmayan, así como también para preparar los diversos... tónicos
vigorizantes en los que algunos de nuestros miembros confían plenamente.

—Me temo que no podré asistir al banquete —dijo Elle.

—Una pena —dijo Charlotte—. Es una experiencia de lo más peculiar.

—Acerca de esta misa... —comenzó a decir Elle—, no puede decir si


habrá realmente un servicio religioso.

Desde luego que ella sabía todo acerca de la misa, puesto que había
recibido un breve informe —o, mejor dicho, su otro yo masculino— tras su
iniciación en la orden el día anterior. Quizás, pensó Darius, tan solo intentaba
determinar con cuánta seriedad consideraban los miembros del Club del Fuego
del Infierno los aspectos seudo-religiosos de la orden.

—Es una especie de misa conservadora dirigida a invocar al Príncipe de


la Oscuridad —dijo Charlotte como un hecho—. La llamamos missa niger —

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estrechó los ojos al mirar a Darius y agregó—: ¿Ese gato acaba de reírse con
disimulo?

—Hizo un ruido —dijo Elle—. No sé si lo llamaría reírse con disimulo.

Darius le devolvió a Charlotte la más ingenua de sus sonrisas felinas.

—La missa niger es un acontecimiento muy especial para nosotros y


más bien poco frecuente —dijo Turek—. Nuestros detractores parecen creer que
realizamos una todas las noches, pero en verdad no hacemos más de una por
mes. El objetivo es ridiculizar la pomposidad religiosa en lugar de convocar al
Diablo, aunque sí se celebran nuestras filosofías y valores un tanto ortodoxos.
Por lo general, solo los miembros más importantes asisten a la capilla durante los
ritos, a los que Sir Francis denomina «los doce apóstoles». Ah, y un par de
lacayos para servir como monaguillos. Y, por supuesto, la dama que haya sido
elegida para ser nuestra Bona Dea para esa misa en particular.

— ¿Bona Dea? —repitió Elle—. Era la diosa romana de la fertilidad,


¿no es cierto?

—En parte, sí —respondió Turek—. La Bona Dea sirve, en esencia,


como sacrificio. Yace desnuda sobre el altar y la misa se reza sobre su cuerpo.
Ser elegida Bona Dea es el mayor honor que se pude conferir a una de nuestras
compañeras femeninas. Sir Francis anunciará el nombre en breve, antes de la
misa. Nuestra querida Lady Somerhurst espera ser la elegida esta noche por
primera vez.

Con una pequeña sonrisa llena de presunción, Charlotte agregó:

—Debo admitir que he oído rumores sobre esto. Debo decir que se
acerca el momento. He frecuentado estos encuentros cerca de dos años.

— ¿Qué le sucede, con exactitud, a la Bona Dea durante la misa? —


preguntó Elle—. ¿Por qué debe estar desnuda?

—Me temo que no puedo revelarle los detalles —dijo Turek.

Charlotte dijo:

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

—Cada persona que participa de las misas promete mantener el


secreto. Antes de comenzar, la dama que ha sido escogida para ser la Bona Dea,
si es la primera vez que realiza ese acto, es apartada por la dama que ha
realizado el acto hasta ese momento para brindarle las instrucciones acerca de lo
que le espera. La tutora de esta noche será Emily Lawrence. Llevará puesta una
falda negra allí, sobre el sofá y la moverá de adelante hacia atrás.

—Es suficiente —dijo Turek—. Se realizan algunos actos sobre la Bona


Dea que sorprenderá al no iniciado como sumamente obscenos, pero son todos
partes del ritual que nosotros, los frailes superiores, tomamos muy en serio.

—Si cumple el rol de Bona Dea esta noche —le preguntó Elle a
Charlotte—, ¿llevará puesta la máscara o...?

—Nein —dijo Turek—. La Bona Dea no puede estar enmascarada. Sería


absurdo. Es absurdo incluso aquí, si me lo pregunta —y le dijo a Charlotte—:
Realmente debería quitarse esa maldita cosa. Todos los que tenían que venir ya
han llegado.

Elle dijo:

—Me pregunto por qué la lleva puesta.

—Si la persona incorrecta llegara a encontrarme aquí, sería bastante


embarazoso. Me dejaré la máscara hasta que esté segura de que estoy a salvo.

Charlotte examinaba la habitación por encima del borde de su copa de


vino cuando quedó inmóvil al ver que la bella y oscura Lili, la de la boca sagaz,
caminaba hacia ellos. Miró a Turek mientras desataba la máscara y dijo sotto
voce:

—Su pequeña infiel viene hacia aquí.

—Ah, sí. Bien, me iré entonces. Damas. Auf wiedersehen.

Turek hizo una marcada reverencia europea, se dio media vuelta y se


alejó; con cara pétrea pasó junto a Lili sin hacer más que un saludo con la cabeza.

— ¿No parece estar muy preocupado por ella? —preguntó Elle.

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

—Al contrario —Charlotte guardó la máscara en un bolsillo oculto de


su falda y murmuró—: Está loco por ella, desesperado por estar con ella; pero ella
no lo soporta; por alguna razón, lo evita completamente. Solo Dios sabe por
qué... ella no es nadie —se golpeó ligeramente los labios con el abanico cuando
Lili se unió a ellas y trajo un aroma a jazmín.

—Qué gatito más encantador —dijo Lili con un tono de voz gutural y
dócil—. ¿Alguna de vosotras tiene una polvera de colorete para labios? Creo que
he extraviado la mía.

—Lo has dejado todo en el pene de Lord Bute, ¿no es así? —Charlotte
extrajo una pequeña polvera con incrustaciones de diamante de su bolsillo y se la
entregó—. Elle, Lili. Lili, Elle. Bien, eso fue fácil.

—Debe aprender a cerrar los oídos delante de esta mujer, Elle —Lili
honró a Elle con una sonrisa cálida y apaciguadora—. Es la única manera que las
demás podemos soportar su compañía —era una criatura exquisita de ojos
almendrados y pómulos altos; su vestido color marfil provocaba un contraste
marcado pero agradable sobre su piel aceitunada y cabello lacio negro.

—Estábamos hablando de Lord Turek —dijo Charlotte, con una


sonrisa diminuta y astuta.

Lili se estremeció de un modo exagerado mientras abría la polvera


con el pulgar.

—Turek estaba dispuesto a follar a Lili esta noche, sin importarle si


ella quiere o no —le dijo Charlotte a Elle—. Pero se ha visto frustrado. Verá, ha
sido escogido para ser el Abad del Día, lo que significa que será una especie de
co-celebrante en la misa, junto con Sir Francis, quien es nuestro fraile superior.
Una vez terminada la misa y comenzado el banquete, el Abad del Día elige a la
primera monja y no pueden rechazarlo.

—Ah —comentó brevemente Elle.

Lili cubrió de colorete sus generosos labios con varios golpecitos; los

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

frotó uno con otro y le devolvió la polvera a Charlotte.

—Gracias a Dios, Sir Francis lo ha reemplazado.

Elle dijo:

—Sí, Elic me dijo que le han concedido ese honor.

Lord Henry se había dirigido a Sir Francis la noche anterior y le pidió,


en nombre de la Dame des Ombres, que nombrara al recientemente iniciado Elic
como Abad del Día. Una petición presuntuosa, quizás, pero Sir Francis lo tomó
como un gesto de agradecimiento hacia Madame por su hospitalidad.

— ¿Ya conoce a Elic? —le preguntó Charlotte a Lili.

—No estoy segura.

—Es difícil confundirlo —dijo Charlotte—. Alto, rubio, extremadamente


buen mozo, con una mirada en esos ojos que sugiere que podría darle una buena
follada a una dama. No cabe la posibilidad de que lo haya conocido y lo haya
olvidado.

—No se han conocido —dijo Elle, tras lo cual las otras dos mujeres la
miraron con curiosidad, preguntándose, sin duda alguna, cómo podía estar tan
segura de lo que decía—. Es así; creo que Elic me lo hubiera contado de haber
conocido a una dama tan encantadora como usted, Lili. Es mi hermano y como
verá, estamos muy unidos.

—Me siento aliviada de que se las haya arreglado para que lo


nombraran Abad del Día —dijo Lili—. No puedo imaginar qué podría haber
hecho si Turek hubiera tenido el poder para elegir a cualquiera de nosotras, nos
gustara o no.

—Y la hubiera elegido a usted, querida —dijo Charlotte—. Me imagino


que ha notado la forma en que la mira.

—Como una serpiente que mira fijamente a su presa —dijo Lili.

Charlotte dirigió la mirada hacia el techo y dijo:

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— ¿No se está precipitando un poco en su juicio, querida? Turek es


fornido, increíblemente fuerte... y debe admitir que es un guapo bastardo, en
especial sin la peluca. Lo ha dicho usted misma. Tiene debilidad por los hombres
rubios.

—He oído de todo acerca de él —dijo Lili—. Sé cómo trata a sus


compañeras de cama. Les vierte ginebra en las gargantas hasta que quedan
mareadas, a veces completamente inconscientes, luego las viola como si fueran
animales. He visto los mordiscos y moretones en las mujeres que toma por la
fuerza. Los he visto en usted.

—No se debe dejar de lado el atractivo de un animal, querida —dijo


Charlotte con una pequeña sonrisa perversa—. En lo referido a los amantes, me
follaré a un ángel uno de estos días.

—No es solo eso —dijo Lili—. Es su olor. Huele... desagradable de


algún modo.

— ¡Bah! —se mofó Charlotte—. Su olor no es nauseabundo. Tome


por caso a Bubb Doddington. Ahí tiene otro ejemplo. ¿Soportaría a esa bola de
grasa rancia resoplando y jadeando encima de usted?

—No diría nauseabundo exactamente —dijo Lili—. Es sutil, sin duda,


pero Lord Turek huele casi a... metal, pero de un modo malsano y húmedo. Como
un puñado de peniques de cobre.

—Sé a lo que se refiere —dijo Elle—. También lo he percibido.

También Darius, ahora que lo pensaba. Era sutil, pero su hocico


felino era sensible, en especial a ciertos olores.

No era olor a peniques de cobre. Era a sangre.

—Bien, Lili —dijo Charlotte—, parece que se perderá las atenciones


de su festejante perdidamente enamorado, al menos por esta noche.
Sinceramente, no puedo imaginar por qué Elic querría tomar su lugar, con las
páginas y páginas en latín que tuvo que memorizar entre ayer y hoy.

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—Mi hermano aprecia las nuevas experiencias —dijo Elle; una


declaración insincera, porque lo que Elic apreciaba con verdadero ahínco era la
transferencia de simiente de un ejemplar masculino a un ser femenino superior.
Como Abad del Día, tendría la oportunidad de elegir, a continuación de la misa
de esa noche, a la bella y distinguida aventurera que pertenecía al Club.

Charlotte comentó:

—A Turek le sentó mal cuando se enteró de que no sería el Abad


del Día. Lo sobrellevó como un caballero, por supuesto, frente a Sir Francis, pero
me expresó su disconformidad en privado ayer noche. Gruñó, escupió, desvarió
como un loco. Habló y habló sobre la irregularidad de la situación, de cómo Elic
simplemente se convirtió en miembro de la orden, y en un miembro común,
además; y cómo no le permitían observar la misa y mucho menos oficiarla. Por
supuesto, no fue la falta de propiedad lo que lo volvió loco. Fue saber que no
podrá tener a su querida Lili hasta la próxima missa niger, por lo que tendrá que
esperar hasta que Sir Francis pueda encontrar un recinto apropiado.

—Con suertes—dijo Lili—, eso llevará bastante tiempo.

—Qué inusual acento, Lili —dijo Elle—. Si no le molesta que le


pregunte, ¿de dónde es?

—Del Imperio Otomano.

— ¿Entonces es persa? —preguntó Elle.

—No, por todos los cielos —dijo Lili—. En una época mi lugar natal
estuvo bajo el poder persa, pero no tengo sangre persa.

—A Lili le agrada cultivar un aire de misterio —dijo Charlotte mientras


miraba alrededor de la habitación en busca de compañía más divertida—. Es lo
mejor para congraciarse con Sir Francis. Ah. Hablando del rey de Roma, el diablo
asoma.

El caballero, que había entrado en la habitación en ese instante desde


la antesala de la capilla, tenía los hombros de un cordero, mirada simpática y una

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sonrisa atractiva. Llevaba suelto el cabello oscuro (el suyo, no una peluca). La
vestimenta era asombrosamente simple y solemne. Tomó asiento a la mesa para
conversar con Lord Sandwich. Darius acostumbró sus oídos a la conversación y
escuchó que decían:

—Por fin la señora Hayes ha traído a las vírgenes.

—Ciertamente —respondió Sandwich mientras le ofrecía su tabaquera


a Dashwood—. Y es una cantidad atractiva.

— ¿Qué clase de hombre es Sir Francis? —preguntó Elle, aunque


Darius supo que ella (o más bien Elic) se había bañado con Dashwood aquella
misma tarde junto con Iñigo, Archer, Charlotte y Lord Sandwich.

Lili respondió:

—Es bastante encantador, muy ingenioso, simpático, admirado por


todos aquellos que lo conocen. Y muy competente; un mecenas de las artes y del
círculo privado del rey Jorge. Un bohemio imperturbable, por supuesto, y maldice
como un carretero, pero eso no evitó que lo nombraran Canciller del Ministerio
de Hacienda. Un hombre brillante en varios aspectos.

—Brillante y moralmente corrupto —explicó Charlotte—. La


combinación perfecta. Dicen que sedujo a la emperatriz Ana de Rusia durante el
Grana Tour, disfrazado de rey Carlos de Suecia... más admirable aún si se tiene en
cuenta que para esa época, el rey Carlos ya estaba muerto.

— ¡Por Dios! —exclamó Elle mientras buscaba con la mirada a aquel


de quien conversaban.

Acurrucado contra el pecho de Elle, Darius sintió que el latido de su


corazón se aceleraba y su piel se entibiaba.

Sir Francis Dashwood era el hombre en el que había posado sus ojos
aquella noche. Darius se dio cuenta de ello.

Era el elegido, el hombre cuyo semen intentaría adquirir. Lo mejor era


que se apresurara a hacerlo debido al programa de esa noche; habría un espacio

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de tiempo medianamente corto para llevar a cabo la acción y transformarse una


vez más en Elic a tiempo para la misa y la consiguiente orgía.

Charlotte dijo:

—Un ejemplo del magnetismo personal de Sir Francis es que haya


atraído a hombres de rango y habilidad al Club del Fuego del Infierno. El Príncipe
de Gales también es miembro. Es el que acaba de follar a Lady Cavendish. Él lo
desconoce, pero ha sido engañado por aquel tipo con el que acaba de andar de
juerga Lili, el Conde de Bute.

— ¿Engañado? —dijo Elle—. Dios mío...

Lili explicó:

—La esposa del príncipe Fitz, la princesa Augusta, es la amante de


Lord Bute.

Charlotte señaló con discreción con el abanico y agregó:

—Está el Duque de Queensbury, el Duque de Kingston... El tipo con el


bloc de dibujos es William Hogarth, el pintor. Aquellas dos sanguijuelas que
follan a Emily son el Marqués de Granby y George Walpole, posible heredero del
Condado de Orford. Aquel gordo que se peina la peluca es George Buba
Doddington, acaudalado como Job e íntimo amigo del príncipe. Y, por supuesto,
el caballero sentado junto a Sir Francis es John Montagu, Conde de Sandwich y
Primer Lord del Ministerio de Marina. Un total libertino. Acostumbra a jugar
miles de libras en las mesas de apuestas, y le encanta que le azoten el trasero. De
otro modo, no puede hacer que su pene esté erecto, pero es solo eso.

—Le vice anglais —dijo Lili—. Me sorprendí la primera vez que los vi
quitarse las pelucas y los pantalones.

Lord Sandwich se levantó del asiento e hizo un gesto con el pañuelo


para llamar la atención de la asamblea congregada.

—Damas y caballeros, mesdames et messieurs. El Superior de la Orden


me ha informado que nuestra missa niger comenzará aproximadamente en una

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hora. Está llevando un poco más de tiempo que el que consideramos arreglar la
capilla apropiadamente. Mientras tanto, a Sir Francis le agradaría anunciar la
identidad de la dama que servirá como Bona Dea esta noche para que pueda
saber lo que se requerirá de ella y prepararla para que reciba nuestra adoración.

La habitación se llenó de un profundo silencio cuando Francis


Dashwood corrió la silla hacia atrás y se puso de pie. Charlotte acomodó la cola
de su vestido; sus labios pintados tenían la forma de un esfínter color carmesí
brillante y esbozaron una sonrisa.

—La dama que nombraré a continuación —dijo Dashwood—, nunca


antes había servido como nuestro sacrificio, aunque muchos lo han deseado. Es
un honor que haya terminado la espera, creo que todos estamos de acuerdo.
Ella es una flor de un extraño aroma y una belleza cuya presencia en nuestro
pequeño jardín secreto ha sido una fuente de inmensurable regocijo desde hace
dos meses.

Charlotte, quien había observado alrededor de la habitación llena de


autosatisfacción, quedó inmóvil. Su sonrisa se desvaneció porque, por supuesto,
ella había estado con los miembros del Fuego del Infierno mucho más tiempo
que dos meses. Dashwood anunció:

—Es mi placer informarles que la diosa para esta noche será nuestra
adorable y encantadora Lili.

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

Capítulo 2

U n estruendo de aceptación llenó la habitación. Lili parpadeó. La boca de


Charlotte se abrió. Quedó con la boca abierta delante de Lili, quien parecía
no tener palabras.

—Puta —dijo Charlotte, con voz áspera.

—Lady Somerhurst, yo...

—Mujerzuela confabuladora. Ha estado elucubrando contra mí desde


un principio; ha hecho campaña sucia contra mí.

—No he hecho tal cosa. Nunca quise...

— ¡Mentirosa! —Charlotte le arrojó el contenido de su copa de vino.

Un profundo silencio cubrió la habitación cuando todos los ojos se


posaron en Lili, quien permaneció absolutamente inmóvil en su vestido color
marfil con aquella mancha color sangre, mientras miraba a Charlotte con increíble
calma. Con un pequeño movimiento triste de la cabeza dijo:

—Me haría a un lado si tan solo me lo pidieran.

El silencio se interrumpió con una risa disimulada al otro lado de la


habitación y el consiguiente comentario de que «Charlotte Somerhurst no
pregunta... Ordena».

—Eso le servirá de lección —murmuró alguien.

—Por Dios, yo mismo me acostaría sobre ese altar antes de que ella lo
hiciera alguna vez —remarcó el gordinflón Bubb Doddington frente a un vendaval
de risas.

—Charlotte... —comenzó a decir Dashwood, pero para entonces, la

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

mortificada Lady Somerhurst ya se había ido de la habitación; la cola de su


vestido se agitaba detrás de ella.

—Ay, Charlotte —murmuró Lili mientras negaba con la cabeza en


dirección a la mujer que emprendía la retirada—. ¿Por qué se hace esto a sí
misma?

—Pareces casi apenada por ella —dijo Elle.

—Hay una persona de carne y hueso debajo de todo ese maquillaje


y ese orgullo —dijo Lili—, y una bastante interesante.

Darius pensó que había sido una prueba del carácter de Lili el que
alabara a la mujer que acababa de llamarla prostituta y que la había rociado con
vino en una habitación abarrotada de gente. Le atrajo lo perspicaz y afectuosa
que era. Se preguntó qué demonios hacía una mujer con esas excelentes
cualidades entre un grupo de lujuriosos fracasados como los miembros del Fuego
del Infierno.

Lili agregó:

—Charlotte fue educada en una de las escuelas religiosas más


importantes de Londres; fue criada allí, en realidad, desde los siete años, después
de que su madre falleciera. Es la única mujer en este círculo que recibió mucho
más que conocimientos elementales de griego y latín. Bien, aparte de mí, pero no
se lo diga a ninguno de estos cabrones salidos. No me mirarían más de dos
veces si supieran que tengo un cerebro que piensa. La mayoría no sabe distinguir
una A de una B y prefieren que sus esposas sean tan tontas como ellos.

Con una pequeña sonrisa conspiradora, Elle agregó:

—Comparto su forma de pensar, así que su secreto está a salvo


conmigo.

El incómodo intervalo que siguió a la partida de Charlotte fue


aligerado cuando Dashwood se volvió a uno de sus compañeros de mesa y le
dijo:

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—Whitehead, viejo y vil bastardo. ¿Por qué no levantas ese marchito


culo de la silla y nos cantas esa nueva canción que tienes?

La canción a la que se refería terminó siendo un majestuoso himno


inglés llamado Lo! He Comes. La letra relataba la historia obscena y atroz de un
hombre que buscaba una cura para la impotencia con nuevas e ingeniosas
aventuras sexuales. Aquellos que conocían la letra cantaron con entusiasmo,
mientras que los que la desconocían reían a carcajadas.

Dashwood, sentado a la mesa con una copa llena de alguna clase de


bebida que probablemente era ginebra, había iniciado una conversación tête-á-
tête con Lord Sandwich. Con todo aquel canto estridente, Darius apenas podía
escuchar la conversación referida a Charlotte Somerhurst.

—Por una cosa o por otra, siempre queda excusada.

Dashwood negó con la cabeza.

—Esta vez fue culpa mía. Debí haberle avisado de que Lili era la
elegida. Quise hacerlo, pero luego llegó la engorrosa preparación de la capilla y
se me olvidó. Hablaré con ella mañana. La haré entrar en razón.

Sandwich expresó con un gruñido escéptico:

— ¿Entonces piensas que puedes persuadirla? Te deseo suerte, amigo


mío.

Con la mirada fija en el sofá de seda del rincón, Lili dijo:

—Al parecer, Granby y Walpole han acabado con Emily Lawrence. Es


mejor que vaya a averiguar qué es lo que me espera durante la misa.

Su expresión pensativa le pasó inadvertida a Elle, que le preguntó:

— ¿Está nerviosa?

En un principio pareció como si fuera a negarlo pero, poco a poco,


esbozó una sonrisa un tanto tímida y respondió:

—Un poco. No tengo ni idea acerca de lo que me harán con todos

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estos libertinos mirándome; solo sé que nadie habla del tema. No soy una virgen
tímida, Dios lo sabe, pero hacer burla de ello y de una manera tan irreverente...

— ¿Es católica? —preguntó Elle.

—No, pero eso no quiere decir que no tenga alguna inclinación


espiritual y sí albergo algo de respeto por los lugares de culto. Quizás sea una
débauchée, pero hay algunas cosas que incluso una persona como yo odia hacer
en la casa del Señor.

—La capilla de la Grotte Cachée nunca ha sido bendecida, ¿lo sabía?


—explicó Elle—. Nunca se ha celebrado una misa allí. Quizás parezca una capilla,
pero dudo que Dios tenga interés en ella.

—Gracias por decírmelo —Lili tomó la mano de Elle y agregó—: Qué


bueno es conocer a alguien como usted en medio de toda esta gente libertina.
¿La veré luego en el banquete?

—Lamento decirle que no —una verdad a medias, más o menos, ya


que Elic estaría allí.

Lili se acercó aún más y dijo:

—No se arrepentirá por la mañana, cuando sea la única dama en este


lugar que podrá caminar sin hacer una mueca de dolor. Ojalá podamos compartir
algo de tiempo mañana, antes de mi partida.

—Ojalá que así sea.

Después de que Lili se retirara, Elle, que todavía sostenía con cuidado
a Darius, se las arregló para pasar entre los juerguistas y acercarse a Dashwood. El
la vio y se volvió para mirarla y expresarle su aprecio con admirable discreción.
Elle sostuvo la mirada, algo que una dama de buena educación no haría; pero el
protocolo de una sociedad educada apenas parecía poder aplicarse en aquella
reunión en concreto.

Sandwich miró a Dashwood y luego a Elle. Con una sonrisa


socarrona, golpeó a su amigo en el hombro, se levantó de la mesa y se retiró.

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Dashwood se puso de pie e hizo una reverencia cuando Elle se le


acercó:

—Usted debe ser la hermana de Elic. Elle, ¿no es verdad?

—Ciertamente, sir —hizo una reverencia sin dejar de mirarlo—. He


esperado ansiosamente la posibilidad de conocerlo.

Dashwood estiró el brazo para acariciar a Darius lo que la llevó a


aprisionarlo contra su pecho.

—Es tímido.

—Sí, pero usted no lo es —la sonrisa se tornó íntima, conocida.

—Si lo fuera, no estaría aquí —respondió.

Dashwood le señaló la silla junto a la suya y tomó asiento, colocó una


copa delante de Elle y cogió una jarra de vino.

—No, gracias —dijo Elle, mientras cubría con la mano la boca de la


copa.

Al estar demasiado cerca de Dashwood como para sentirse cómodo,


Darius saltó del regazo de Elle y se acurrucó a sus pies.

— ¿Está disfrutando de nuestra pequeña y alegre orgía? —le preguntó


Dashwood.

—Sin duda. Pero en verdad, todo este ruido y actividad comienza a


apagarse. Creo que debería buscar un lugar más tranquilo, más privado. No creo
que le moleste venir conmigo.

Se rió entre dientes mientras bebía un sorbo de ginebra.

—La mayoría de las damas coquetean y hacen bromas durante un


tiempo para que parezca idea del hombre; incluso en un encuentro como este.
No es de las que van de cacería, ¿no es cierto?

—En la cacería hay demasiada hipocresía y presunción —dijo Elle—.


Prefiero mucho más la excitación que provoca la captura.

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—Con la captura llega la posesión —dijo, en voz baja; su oscura


mirada se concentró en la de Elle.

—Es lo que uno realmente espera —bajó el tono de voz y agregó—:


Venga conmigo, Sir Francis. Conozco un lugar donde podemos estar solos.

Dashwood se acercó para recorrer la garganta y el suave pecho de


Elle con la punta de los dedos.

—Sugiere que debemos estar a solas... para que esta posesión suceda.

—No actúo para que la audiencia entera se divierta, monsieur.

—La presencia de los demás puede ser de lo más estimulante para las
pasiones —dijo—. ¿No ha disfrutado de la diversión de Venus en una habitación
llena de gente?

—Nunca con gente como esta. La idea de todos esos sinvergüenzas


mirando y masturbándose... —negó con la cabeza—. No puedo imaginarme cómo
podría encontrar el placer en ello.

—No tienen que saber lo que estamos haciendo, si somos discretos.

Elle le echó una mirada dudosa.

Con una sonrisa, Dashwood deslizó la silla hacia atrás y se dio una
palmadita sobre su regazo.

—Venga.

Elle miró a su alrededor, como para ganar tiempo mientras lo


pensaba una vez más. De repente, se puso de pie y estiró su vestido. Miró
alrededor para asegurarse de que no los estuvieran mirando, Dashwood le
levantó la falda por la espalda mientras Elle tomaba asiento sobre su regazo. La
hizo girar para que quedara con el rostro hacia el otro lado.

—Apoye los codos sobre la mesa —dijo con tranquilidad.

Se inclinó hacia delante y cumplió con lo que le había pedido.

—Relájese —murmuró mientras le acariciaba la espalda suavemente—.

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Escuche el canto. Un maldito esfuerzo, ¿no? —exclamó cuando la canción


terminó—. Como cerdos echándose pedos en el barro. Escuchemos otra, pero
intenta afinar esta vez.

Dashwood deslizó su mano derecha debajo de la enorme falda de


seda de Elle mientras murmuraba:

—Levántese un poco para que pueda llegar a estos botones —giró


apenas y sonrió—. Está húmeda.

Elle le devolvió la sonrisa por encima del hombro y le dijo:

—Es inspirador, monsieur.

Dashwood se aferró de la cintura de Elle y tiró con fuerza para que el


cuerpo de Elle se apoyara sobre su regazo. Elle respiró profundo.

—Mon Dieu.

Dashwood volvió a tomar asiento en la silla con un suspiro. Todavía


tenía la mano derecha enterrada debajo de la falda de Elle.

—La tiene increíblemente estrecha, mademoiselle.

Darius se hizo a un lado para evitar el pie de Dashwood cuando lo


enganchó alrededor de una de las patas de la silla debajo de la mesa. La falda
de seda de Elle emitía un susurro lánguido mientras Dashwood la acariciaba.

—Ah... —gimió—. Sí...

Por un instante, permanecieron sentados juntos pero sin moverse, casi


sin hacerlo. El pie de Dashwood se flexionó apenas contra la pata de la silla y se
soltó, y otra vez, y otra vez, con un ritmo continuo y sin prisa. Elle separó más las
piernas y afirmó los pies sobre la alfombra que cubría el suelo.

Darius podía oírlos respirar mientras la excitación aumentaba. Elle


estiró las piernas y sus pies temblaron. La pata de la silla crujió con un ritmo que
comenzaba a acelerarse y no se detenía.

La mirada de Dashwood parecía extraviada. Se inclinó hacia delante

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con una mueca en el rostro. Elle cerró los ojos. Aferró una mano al borde de la
mesa; la otra, tomaba la copa de vino vacía.

Dashwood se estremeció y un pequeño sonido gutural surgió de su


garganta. El pie de la copa de vino se partió en la mano de Elle. El príncipe Fitz
miró ociosamente en dirección a ellos y volvió a mirar hacia otro lado. Durante un
largo instante, permanecieron sentados, rígidos y ruborizados, mientras
compartían una crisis de placer al tiempo que sus abstraídos compañeros
cantaban y seguían de juerga.

Dashwood se desplomó contra Elle; sus pulmones dejaron salir todo


el aire en un suspiro pausado. Elle rió entre dientes, sin aire.

Le dio un beso pequeño y delicado en la nuca.

—Merci, mademoiselle.

—De rien, monsieur.

La canción concluyó con un conmovedor aplauso, por lo que


Whitehead comenzó a cantar otra más. Como ya había tenido suficiente, Darius
se levantó, se estiró y con un paso relajado se fue de la habitación. Buscó su
refugio favorito dentro del castillo, recorrió el pasillo hacia la torre sudoeste y
abrió la puerta con las patas. Bajó a toda velocidad por la escalera caracol y a
través de un pasadizo iluminado con antorchas llegó a una puerta que estaba
apenas entreabierta, por donde se deslizó.

Había una inmensa tranquilidad en aquella enorme y oscura


chambre de punition en desuso; sin embargo, con su aguda visión de felino,
Darius no tuvo problema en localizar su pequeño montón de paja en el rincón,
debajo del taburete de flagelación. Con las patas delanteras cavó un lindo y
confortable agujero y se acomodó allí. Hizo una mueca con el hocico cuando
sintió el aroma del aceite de rosas en su pelaje, se lamió minuciosamente hasta
terminar con el morro al que frotó con sus patas húmedas.

Se enroscó entre la paja, apoyó la cabeza sobre las patas, cerró los

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ojos y se rindió ante la oscuridad.

Ni se te ocurra llorar, se ordenó a sí misma Charlotte Somerhurst


mientras vagaba errante por los pasillos del castillo e intentaba, en vano,
despojarse de la ira y la humillación que bullían en el interior. No les des el
gusto a esos malditos canallas.

No tenían educación, ni gusto, ni refinamiento. Se había entregado a


ellos durante dos años, les había permitido que la utilizaran como una vestal de
Drury Lane, y ¿qué obtenía a cambio? Burlas y risotadas. Y Dashwood, ese
despreciable Gran Capitán, se había quedado inmóvil y había permitido que
sucediera. Como una tonta, había creído que finalmente, después de todo ese
tiempo, tendría el privilegio de yacer sobre el altar como un objeto de veneración
y deseo.

El pequeño y exquisito presente que le había traído a Dashwood


como gesto de agradecimiento por el honor solo la mortificaba aún más. Gracias
a Dios todavía no se lo había entregado. En cuanto llegara al cuarto de
huéspedes, haría que Bridget encendiera el fuego y quemara el maldito
obsequio hasta convertirlo en cenizas.

No; debía ir por partes. Debía arreglar con Lord Henry el alquiler de
un coche privado y un cochero para el día siguiente. La sola idea de compartir el
alojamiento con los miembros del Fuego del Infierno, a la luz de lo que acababa
de suceder, era impensable. Regresaría a Londres sola y se libraría de una vez y
para siempre de todas esas insolentes y repugnantes bestias con sus chaquetas
de seda y modales de taberna.

No, a Londres no; sería imposible evitar a los miembros del Fuego
del Infierno allí. Iría a su finca en Cambridgeshire. Buscaría un amante joven,
varios de ellos. Organizaría sus propias fiestas estrafalarias en su casa, de una
semana de duración; orgías de sensual indulgencia que haría que toda la

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sociedad de Londres bullera de excitación. Convertiría al Club del Fuego del


Infierno en algo pasado de moda, ridículo. La gente importante reirá frente a
sus rituales aniñados al igual que los miembros del Club del Fuego lo habían
hecho con ella.

Charlotte se detuvo de golpe cuando oyó un canto apagado y se dio


cuenta de que había regresado a los alrededores del salón de la capilla donde
estaban reunidos los miembros del Club del Fuego del Infierno, pero ¿cómo?
Podía jurar que había caminado en sentido de las agujas el reloj alrededor del
castillo, pero si así había sido, no podría haber vuelto por donde comenzó sin
encontrar la casa del guarda. ¿Había regresado y vuelto sobre sus pasos sin darse
cuenta? Era posible, supuso. Se había sentido un poco extraña desde que había
llegado a aquel lugar, casi como si hubiera estado respirando humo de opio todo
el tiempo.

Un súbito mareo la dominó mientras miraba alrededor las paredes


de piedra negra, idénticas al resto de las paredes de aquel lugar. Cerró los ojos,
pero solo logró que todo girara ebriamente, por lo que los volvió a abrir y respiró
hondo.

Contrólate, Charlotte.

Basta de vagar por estos pasillos sintiendo pena de mi misma,


decidió Charlotte. Debía encontrar su habitación en el segundo piso de la torre
noroeste, pero no sabía en qué dirección se encontraba en ese preciso momento.
Había una torre de ángulo justo delante de ella, al final del pasillo;
desafortunadamente, todas eran iguales. Si esa no era la correcta, como pensó
cuando entró y subió por la escalera caracol, simplemente lo intentaría con la
siguiente, y con la siguiente.

Era, de hecho, la torre incorrecta, como descubrió cuando abrió la


puerta en el descansillo del segundo piso que daba a una sala de estar decorada
á la chinois, con suntuosos muebles y objetos de arte orientales, la última moda
en Londres y París. En el centro de la habitación había una exótica mesa dorada

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de laca donde yacía la hermosa y pequeña Millicent Colmes, desnuda y jadeante,


con las piernas suspendidas sobre los hombros de un hombre de cabello
ondulado arrodillado en el suelo que le lamía la entrepierna mientras le introducía
algo dentro y fuera.

El joven, vestido tan solo con una camisa larga y arrugada, levantó la
vista y le sonrió a Charlotte mientras continuaba excitando a Millie con lo que
parecía ser una estatuilla de marfil.

— ¡Qué encantadora sorpresa! ¿Quieres unirte a nuestra pequeña


fiesta privada? —Habló como un aristócrata inglés, pero Charlotte supo que había
llegado allí junto con los miembros del Fuego del Infierno.

—Yo... en realidad no. Solo estoy buscando mi habitación —dijo


Charlotte mientras volvía sobre sus pasos en dirección al descanso de la escalera.

—Oh, quédate, Charlotte —Millie le imploró sin aliento—. Ya hemos


tenido suficiente con el báculo de peregrino, créeme.

—Quizás más tarde.

Charlotte cerró la puerta y bajó las escaleras mientras pensaba que


quizás se había apresurado en rechazar la invitación. Ese vino «enriquecido» que
había bebido antes comenzaba a surtir efecto y le provocaba un cálido
hormigueo entre las piernas que solo se volvería más caliente e insistente con el
transcurso de la noche. Por supuesto, podía simplemente retirarse a su habitación
y masturbarse, pero la experiencia le había enseñado que podía acabar una
decena de veces bajo la influencia de la cantárida y aun así, querer más.

Charlotte pensó en el hermoso joven del segundo piso, con sus bucles
negros y sonrisa aniñada. Esa camisa ocultaba la mayor parte de su cuerpo, pero
había podido ver que tenía musculosas piernas y...

Hizo una pausa en las escaleras; arrugó el entrecejo ante el recuerdo


de algo que asomaba por el dobladillo de la camisa, por la espalda, algo
curiosamente con la forma de un rabo. No era un rabo, por supuesto... no podía

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ser... pero entonces, ¿qué era...?

Sacudió la cabeza y se preguntó si el vino tendría algo más que tan


solo un afrodisíaco. O quizás el agua de allí tenía algo, o el aire, que hacía que la
mente le jugara una mala pasada.

Al pie de la escalera, Charlotte hizo una pausa y miró a su alrededor


desconcertada cuando se encontró en un pasillo angosto y desconocido
iluminado por una sola antorcha. Las paredes y el suelo tenían casi la misma
piedra negra del resto del castillo, pero era más áspera. En el suelo de tierra
había un pozo rodeado por piedras. En el borde, había un cubo atado a una
soga. Preocupada en sus pensamientos, evidentemente había pasado el descanso
del primer piso y había terminado en aquel sótano.

Estuvo a punto de volver sobre sus pasos y subir las escaleras cuando
notó, al final del pasadizo, una puerta apenas abierta que consistía en un bloque
de roble recubierto de hierro con una pequeña ventana con barrotes; era la clase
de puerta que se encontraba en una prisión o un manicomio. Charlotte se
acercó con curiosidad y se puso de puntillas para espiar por la pequeña ventana,
pero estaba demasiado oscuro al otro lado como para que pudiera ver. Con
ambas manos, empujó la puerta para abrirla y entró.

La luz amarilla de las antorchas se derramaba a través de la entrada


e iluminaba una cripta de piedra con bóveda de arista y suelo de tierra; los seis
compartimentos abovedados tenían como soporte dos pilares macizos
semejantes a un tambor. A diferentes alturas, había incrustadas en los pilares (en
el techo y el suelo también) algunas argollas de hierro, cadenas, esposas y
grilletes. En el compartimento donde se encontraba había una larga y robusta
mesa con un marco alrededor equipado con tres rodillos con sogas... Una cama
de tortura, se dio cuenta Charlotte, estremecida con un pequeño temblor de la
fascinación que le causó.

Caminó alrededor del aparato mientras lo recorría con los dedos y


recordaba un grabado que había visto una vez de una mujer desnuda estirada en

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una cama de tortura por un grupo de inquisidores enmascarados. Uno de ellos le


apretaba los pezones con pinzas mientras otro de ellos manipulaba un objeto
difícil de identificar en la entrepierna lampiña de la mujer, quien tenía la cabeza
hacia atrás y la boca abierta, pero no estaba claro si gritaba del dolor o del
éxtasis... o por ambos.

La excitación de Charlotte se intensificó cuando imaginó lo que


sentiría en esa situación si aborrecibles hombres le hicieran lo que quisieran a su
cuerpo desnudo y expuesto. Estaría completamente a merced de ellos. Podrían
utilizarla de modos abominables, hacerle sentir la sensación que ellos quisieran, y
no podría resistirse. La idea tendría que haberle causado disgusto a alguien como
Charlotte, que estaba acostumbrada al poder y a deleitarse al esgrimirlo; sin
embargo, por alguna razón, lo encontraba oscuramente excitante.

En un compartimento adyacente, había una antigua cama con una


manta de lana, un gran rollo de soga de cáñamo atado en uno de los postes
traseros y un orinal debajo, junto a un pequeño grupo de lámparas de aceite
vacías. Había una colección de objetos siniestros en unos estantes junto a la
cama. Charlotte reconoció los tornillos de mariposa y la «uña de gato» en punta
diseñada para arrancar la carne de los huesos. Había una bota española, un
rasgador de lengua, collares y cinturones de hierro y varios objetos semejantes a
cascos con el fin de hacer cosas abominables a quien los usara en la cabeza.

El resto de los implementos no eran conocidos para Charlotte, aunque


en la mayoría de los casos pudo adivinar qué parte del cuerpo estrujaban,
agujereaban o comprimían. En el estante de abajo, había un frasco de vidrio
marrón sin etiqueta, cuyo contenido podía comenzar a imaginar. ¿Veneno?
¿Ácido? Las imágenes que aparecieron en su mente le provocaron náuseas.

Charlotte recorrió el resto del sótano, cuyo mobiliario incluía una jaula
colgante, una picota con aberturas para la cabeza y las muñecas y una silla de
hierro con cadenas incluidas. Oculto, en un rincón alejado y oscuro, entre una
pila de paja, había un taburete bajo de madera equipado con lazos de cuero, un

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objeto que no desconocía. Había un taburete de flagelación en la mayoría de los


lugares públicos de los pueblos, junto a los depósitos. Nunca había visto uno en
uso, pero la idea de un bribón atado a ese aparejo para que un público
humillante lo azotara la había intrigado desde adolescente. En sus fantasías, el
malhechor era siempre un noble poderoso y distante, alguien como el bastardo
que la había engendrado y la había enviado a Londres la misma tarde en que su
madre falleció; y ella, Condesa de Somerhurst, tendría, por supuesto, el honor de
blandir los azotes.

Pero ahora, mientras contemplaba ese taburete simple y engañoso,


con las correas y las hebillas, Charlotte no pudo evitar verse a sí misma puesta de
rodillas por algún corpulento campesino cuyo trabajo era imponer justicia a los
de corazón oscuro y manchado con sangre. Casi podía sentir el mordisco del
cuero en sus brazos y cintura mientras la ajustaban al taburete, el aire fresco en
sus nalgas desnudas mientras le levantaba la falda para que cayera sobre su
cabeza. Le separarían los muslos para atarlos a la pata del taburete y dejarla
arrodillada con el trasero indecentemente elevado hacia arriba, como una perra
en celo.

Habría una pausa. Sentiría el aliento en la más íntima y cruelmente


parte expuesta de su cuerpo... y luego llegaría una confusa y casi compasiva risa
ahogada. Vería cómo los labios de su sexo se ruborizaban y se abrían para revelar
el pequeño clítoris elevado y la vagina húmeda y conocería la vergonzosa
verdad: que la grande y todopoderosa Lady Somerhurst encontraba la
degradación tan excitante que estaba a punto de acabar incluso antes de la
primera lamida del azote.

Charlotte se acercó al taburete de flagelación que se encontraba en


el rincón en penumbras con los pezones tensos contra el ajustado corsé y su
sexo húmedo e inflamado. Las paredes del lugar estaban decoradas con un
increíble surtido de azotadores, paletas, látigos para caballos, varas, férulas y, lo
más siniestro de todo: una manija de madera de la que brotaban tres metros de
pesados eslabones de acero. Los azotes con cadenas eran verdaderos

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implementos de tortura, diabólicamente eficaces para arrancar la piel de la


espalda.

Se preguntó cómo se sentiría ser dominada, atada, castigada... usada;


ser esclava de la voluntad de otro, un objeto sin voluntad propia. Sin esperanza,
ni decisiones, ni responsabilidad excepto la dócil aceptación del castigo que le
infligían, sabiendo que era justo y ecuánime; porque había sangre en sus manos,
la sangre de una vida con la que había acabado por su acción. Invisible para
otros, era una mancha que la perseguiría hasta el final de sus días.

Llevó la mano hacia la parte superior del taburete. Observó un tarugo


fuerte de nogal liso tallado y con bordes redondeados y una inclinación hacia
abajo que mantenía el área pélvica posterior del cuerpo hacia arriba, el blanco
perfecto para el azote. Las correas de cuero estaban gastadas por el tiempo, pero
eran gruesas y anchas. A Charlotte le dolió al pensar que las hebillas se clavaban
en ella mientras abrazaba el taburete de flagelación en una postura de indecente
sumisión.

Charlotte se dio cuenta que podía sentirlo, si así lo deseaba. Podía


atarse al taburete ella misma y dejar tan solo una mano libre para poder
apaciguar su deseo sexual. No sentiría los pinchazos del azote, por supuesto,
pero podría cerrar los ojos e imaginarlo mientras se acariciaba a sí misma. La
cantárida la mantendría en una agonía de excitación durante unas horas; el placer
podría ser extraordinario.

El único problema era la posición del taburete: estaba demasiado


encajado en aquel rincón como para poder utilizarlo. Se puso en cuclillas, la paja
crujió bajo sus pies y lo cogió por debajo. Cuando comenzó a levantarlo, algo
lanudo le rozó la mano.

Charlotte gritó y dejó caer el taburete, que se desplomó en el suelo


al tiempo que un brillo gris — ¿una rata?— salía corriendo de entre la paja. Por
instinto, Charlotte dio una patada y lanzó de un golpe a la criatura contra la
pared. Cuando emitió un maullido se dio cuenta que no era una rata, sino ese

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gato gris de Elle... lo que era igual de malo.

Charlotte retrocedió mientras chillaba del susto. Tiró bruscamente de


la vara que colgaba de su cintura y la blandió de acá para allá para alejar a la
abusiva bestia.

— ¡Fuera de aquí! ¡Vete!

El gato salió corriendo hacia la puerta. Charlotte rió nerviosamente


ante su absurda reacción mientras se ponía de pie y se sacudía la falda. Gracias a
Dios no había ningún testigo cerca.

El alivio duró unos instantes porque una sombra llevó su atención


hacia la puerta por la que el gato acababa de desaparecer. Allí vio una silueta
contra la luz que proyectaban las antorchas del pasillo; era la figura de un
hombre.

—Usted no odia a los gatos, ¿no es cierto? —preguntó con un


acento grave y ligero mientras se frotaba los hombros—. Les teme.

— ¿Quién es usted? —preguntó Charlotte. Era un poco más alto


de lo normal, musculoso y no llevaba chaqueta, lo que significaba que era
probablemente algún criado o jornalero, porque ningún caballero, ni siquiera los
lacayos, osaría aparecer delante de una dama a medio vestir—. Respóndame —le
ordenó mientras esgrimía la vara—, o reportaré su insolencia a su ama.

—No tengo ama —retrocedió por el pasillo y regresó unos


instantes después con la antorcha que colocó en un candelabro de pared cerca
de la puerta—. Estoy aquí, como usted, debido al sufrimiento de nuestra Dame
des Ombres.

Con más luz, pudo ver que era más joven de lo que sugería su voz.
Llevaba el cabello negro y ondulado en una cola atada con cuero. Sin chaqueta,
tenía una camisa sencilla remetida en unos pantalones ocres y un foulard de
seda blanco y sencillo.

Se cruzó de brazos y se apoyó contra la pared.

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—Soy Darius.

A Charlotte se le ocurrió hacer un comentario sarcástico acerca de la


curiosa moda de presentarse con el primer nombre solamente, pero su ingenio
pareció haber desaparecido en el momento que Darius posó su mirada en ella.
Decir que era impactante sugeriría que era simplemente buen mozo. De hecho,
según los estándares de la moda londinense, era cualquier cosa: con su humilde
vestimenta y la barba a medio crecer, le recordaba a un cosaco, quizás incluso a
un pirata. Pero aquellos ojos... Charlotte nunca había visto esos ojos tan enormes
y oscuros, una mirada tan perturbadoramente directa, con tanta determinación.
Sin embargo, había una tranquilidad en él, una quietud, que la hipnotizaba.

—Soy la Condesa de Somerhurst —dijo Charlotte cuando recuperó la


voz.

Darius asintió con la cabeza, pensativo.

— ¿Es una condesa por derecho propio? No puedo imaginar un conde


inglés con la suficiente dignidad como para tolerar a una esposa que sea
prostituta del infame Francis Dashwood y sus compinches.

Charlotte vaciló, inquieta como siempre cuando alguien le


preguntaba sobre el último Nathaniel Wickham, Conde de Somerhurst.

—No le incumbe, pero mi querido esposo falleció hace unos años.

— ¿Antes o después de que se uniera al Club del Fuego del Infierno?

—Es usted un deslenguado.

Darius sonrió.

—Y usted, madame, es una perra malhumorada e inmunda.

— ¿C-cómo se atreve...? —espetó.

—Las damas que tienen la costumbre de patear gatos deben esperar


que las llamen de este modo... o aún peor.

—Pensé que era una rata —dijo mientras se preguntaba cómo podría

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haberla visto cuando lo hizo; lo hubiera notado si hubiera estado mirando.

—Lo hubiera hecho de todos modos. Los gatos la aterrorizan —antes


de que Charlotte pudiera darle una respuesta, agregó—: ¿Qué posee para
haberse involucrado con los del Fuego del Infierno, Charlotte?

— ¿Cómo conoce mi nombre de pila? Y, ¿quién le dijo que puede


llamarme...?

— ¿Estaba tan aburrida... Lady Somerhurst?

Se volvió, cogió la vara y la ató en su faja mientras pensaba que no


debía permanecer allí, alentando a ese patán audaz con sus preguntas curiosas.
Debía levantar el mentón, pasar a su lado y salir de aquel lugar.

Le echó a Darius una mirada de reojo. Todavía estaba apoyado contra


la pared con los brazos cruzados, mientras la examinaba con ese
ensimismamiento sereno e intimidatorio.

Charlotte no sabía bien qué pensar sobre él. No se comportaba como


un caballero; no parecía uno y, sin embargo, tampoco era un campesino. Era
diferente a todos los hombres que había conocido en su vida.

Charlotte se dio cuenta de que había posado su mirada en él por lo


que apartó la vista.

—Sí, estaba aburrida —dijo, como si esa fuera la verdadera razón


por la que se había unido a la rama extrema de libertinaje del Club, o más bien,
la única—. Hay tantos manteles que una puede bordar, tantas tazas que puede
servir... —suspiró con indignación—. Tantos mozos de cuadra huecos que una
puede seducir antes de comenzar a buscar diversión en otro lugar.

— ¿Por qué los del Fuego del Infierno?

—Fue Sir Francis —murmuró Charlotte con nerviosa energía mientras


cogía una bella fusta negra de la pared. Se excitó nuevamente con solo tocar el
mango de cuero entrelazado y la presilla para la muñeca, el peso y el equilibrio
en su mano—. Fue el primer hombre que conocí, el único que me consideró

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como una persona educada e intelectual, no como una joven viuda descocada.
Sabía que estaba un poco perdida, por supuesto, pero también sabía que tenía
cerebro. No puedo explicarle lo estimulante que fue para mí. Cuando me habló
acerca del Club del Fuego del Infierno, le rogué ser parte de él. Todo parecía tan
ilustrado, tan exótico y excitante...

— ¿Y ahora?

—Bueno, esas misas fingidas son absurdas, por supuesto. Nunca


entendí por qué Sir Francis sintió la necesidad de camuflar la inofensiva diversión
con todos esos estúpidos rituales.

—No pareció sentir eso antes de que eligieran a Lili en lugar de a


usted para yacer sobre el altar.

— ¿Cómo puede saberlo? —preguntó—. No estaba allí.

—Puedo mezclarme cuando elijo hacerlo —alejándose de la pared,


Darius se acercó a Charlotte. Se desplazó con gracia pausada y animal, como un
depredador que se acerca a su presa y la mantiene felizmente al margen del
peligro que la acecha—. ¿Está desilusionada con los del Fuego del Infierno?

Mientras acariciaba con la mano la extensión de la fusta, Charlotte


respondió:

—Es todo una enorme y sucia broma, ¿no es así? Cerdos


enmascarados, la mayoría de ellos. Estudiantes que comparten bromas obscenas,
que se pasan fotografías guarras. La mitad de ellos no pueden levantar el pene
a menos que sus compañeros los miren y los alienten. La otra mitad, necesita
una buena paliza para excitarse.

—También la excita, ¿no es verdad? —Darius estaba justo delante de


Charlotte con la mirada posada en la fusta que sostenía con la mano con
demasiada fascinación—. El azote.

Se encogió de hombros para fingir indiferencia.

—No puedo pretender que no me deleito cuando tengo la

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oportunidad de enrojecer algún trasero ocasional.

—Pero ni siquiera la mitad de lo que se deleitaría si le enrojecieran su


propio trasero —tomó la fusta que tenía Charlotte y la inspeccionó sin prisa—.
Creo que desea que hubiera alguien que pudiera aplicarle los castigos que tan
ardientemente desea... y merece, con generosidad.

Con prisa, Charlotte analizó y rechazó la opción de fingir una


irreverencia; ese Darius era, por alguna razón, demasiado perceptivo para un
despliegue tan hipócrita. En cambio, simplemente dijo con calma:

— ¿Lo merezco?

—Por patear al gato —dijo.

—Ya le dije que pensé que era una rata. Se arrojó hacia mí y me
asustó, por eso yo...

— ¿Por qué salió como una flecha de la habitación? —preguntó—.


¿Porque lo molestó, quizás?

—Bien...

—Estaba moviendo aquello —hizo un gesto con la cabeza en


dirección al taburete de flagelación mientras deslizaba la mano sobre la delgada
fusta—. ¿Con qué propósito?

Charlotte lo miró con fijeza. Sentía calor en el rostro no podía


recordar la última vez que se había ruborizado. '

Darius sostuvo la mirada.

—Sintió curiosidad. ¿No es cierto?

Charlotte buscó las palabras pero, ¿qué podía decir?

Hizo un gesto con la fusta hacia el taburete y dijo:

-Adelante, entonces. Ahora yo también siento curiosidad.

Charlotte no se movió.

Darius dio un paso hacia ella, le acarició el rostro con el pequeño

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zagual de cuero que había en la punta de la fusta El olor a cuero hizo que su
entrepierna palpitara. Cerró los ojos y trago saliva con dificultad.

En voz baja, le ordenó:

-Coloque el taburete en el centro de la habitación, Charlotte.

— ¿Por qué está diciendo esto? —preguntó.

—Porque quiere que yo lo haga.

Darius lo sabía. De algún modo, sabía todo.

Charlotte miró en dirección a la puerta, todavía entreabierta;


cualquiera podía llegar allí y entrar. Antes de que pudiera expresar tal
preocupación, Darius fue hacia la puerta la cerro y tiro de una placa de acero
oxidado que había encima de la pequeña ventana. Tomó una llave que había en
un hueco de la pared, la hizo girar en la cerradura y la guardó en el bolsillo de su
pantalón.

Charlotte se sintió más segura y al mismo tiempo más vulnerable. Un


extraño, alguien que había conocido hacía unos minutos, la había encerrado en
una sala de tortura La situación la llenaba de un presentimiento. Había una clara
medida, con seguridad, pero lo que ella sentía, Dios la ayudara, era una
intoxicante excitación que despertaba acentuada por una sensación de rectitud: la
sensación de que merecía lo que ese enigmático desconocido le hiciera y aún
más

Volvió a reunirse con Charlotte e hizo un gesto hacia el taburete de


flagelación como diciendo «adelante».

Levantó el taburete, que era notablemente pesado y lo colocó en el


centro de la habitación.

—Quítese las prendas de vestir —dijo.

Charlotte se volvió para mirarlo.

—Ha sido una costumbre —explicó—, que cuando se castiga a las


mujeres o se intenta persuadirlas para que confiesen, se les ordene que se quiten

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las prendas de vestir. Suele tener. .. un efecto humillante.

Charlotte lo miró a los ojos durante un instante. Luego bajó la mirada,


que se quedó posada en el pantalón ajustado sobre una erección turgente. De
pronto sintió que necesitaba aire; sentía latirle el corazón en los oídos.

Darius notó lo que miraba Charlotte, pero eso pareció no perturbarlo,


quizás lo divertía.

—Desvístase —le ordenó.

Charlotte respiró profundo, una respiración temblorosa, y comenzó a


desatarse el sostén.

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Capítulo 3

-C onocí a su hermana —Sir Francis Dashwood le dio la bienvenida a Elic en


el pequeño y sombrío corredor que llevaba a la sala central de la capilla,
donde Elic aguardaba, junto con dos lacayos que oficiaban como monaguillos, a
que comenzara la misa—. Una joven encantadora.

Hubo un destello de especulación en el ojo del Superior de la Orden


del Fuego del Infierno cuando le sonrió a Elic. Se preguntaba, sin duda, si Elic
conservaría el secreto con respecto a su pequeña y furtiva cita con Elle en el
salón.

—Me comentó que fue un encuentro de lo más excitante —dijo Elic.

— ¿Sí? —preguntó Dashwood con un pequeño movimiento de la


ceja—. Vosotros dos debéis estar muy unidos.

—Compartimos todo —incluso la simiente que Elle había obtenido


de Dashwood y que Elic transferiría, antes de que terminara la noche, a alguna
mujer admirable; la única razón que lo llevaba a participar como Abad del Día en
aquella misa falsa para poder escoger primero entre todas las seguidoras del
Fuego del Infierno más adelante. El semen constituía una presencia apremiante
en su abdomen inferior que hacía que sus testículos se endurecieran con
anticipación y que su pene se tornara grueso y robusto.

La túnica monacal que le habían entregado para que utilizara (de seda
blanca con una capucha color escarlata, como la de los doce miembros
«superiores» del Fuego del Infierno que murmuraban en voz baja en la capilla) le
permitía ocultar su excitación. No llevaba nada puesto debajo, según le habían
instruido; una dichosa bendición ante el estrangulamiento que le había causado el

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corsé rígido en forma de cono de Elle. La túnica se cerraba por delante con solo
cuatro pequeñas hebillas, para facilitar la apertura cuando así lo necesitara
durante los oscuros ritos y el banquete que se llevarían a cabo a continuación.

Los dos hombres musculosos que se empleaban como monaguillos


estaban vestidos para la ocasión con pantalones de satén y chaquetas. El más
moreno de los dos sostenía un par de velas negras encendidas en enormes
candelabros de hierro; el otro, un incensario de bronce que colgaba de una
cadena y estaba lleno de carbones incandescentes, acompañado por un
receptáculo. Por la expresión de diversión en sus rostros mientras murmuraban,
Elic infirió que la actitud hacia el inminente ritual estaba lejos de ser respetuoso.

Elic se sentía ridículo con su vestimenta de seda, aunque por lo menos


era una prenda de vestir bastante sencilla y simple. Dashwood, como Superior de
la Orden y celebrante de primer orden de la misa, lucía botones de oro en la
túnica sin capucha, una estola bordada con símbolos fálicos y demoníacos y un
sombrero de cardenal colorado adornado con piel de conejo. El sombrero era
particularmente llamativo, tanto que Elic tuvo que morderse los carrillos para no
reír. Sin ser consciente de ello, Dashwood llevaba su figura con compostura real,
seguro de que parecía tan solemne y digno como se sentía.

¿Cómo demonios, se preguntaba Elic, pudo su contraparte femenina


considerar a ese hombre como sexualmente atractivo? Elle no solo había
aceptado la disposición amable y los cumplimientos de Dashwood, como hizo
Elic; también lo había deseado con intensidad. Elic no podría haber recreado ese
deseo en su ser aunque lo hubiera querido: su disposición corporal, que
gobernaba sus apetitos sexuales, se había vuelto masculino. Sin embargo,
recordaba todo con demasiada claridad: cuánto había deseado Elle a Dashwood,
qué excitante había sido sentir cómo la penetraba, sin prisa en un principio, luego
con apremio al tiempo que ambos llegaban a la cima del placer; todo el tiempo
rodeados por vividores que no tenían la menor idea de lo que era sudar debajo
de aquella gran masa que conformaba su falda.

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Dashwood le preguntó a Elic si estaba familiarizado con el papel que


debía cumplir en la ceremonia prevista.

—Lo estoy —respondió Elic mientras extraía de su bolsillo un misal


forrado en cuero rojo con una inscripción que decía «Orden de los Frailes de San
Francisco» que le habían entregado durante la iniciación al Fuego del Infierno el
día anterior. No había sido difícil memorizar los versos y respuestas debido a su
conocimiento de latín desde la mitad del milenio, cuando la Grotte Cachée
estuvo bajo el dominio de los romanos. Lo que divertía a Elic acerca de la orden
de servicio era que la missa niger del Fuego del Infierno seguía el patrón de la
misa católica romana. Si Dashwood era tan despectivo de la religión como daba a
entender, simplemente le daría la espalda a los rituales y los quitaría de su
mente. En cambio, había elegido celebrar su decadente ideología con su propia
versión de rituales solemnes y obscenos y por lo tanto, traicionar la verdadera
importancia que los mismos tenían en su mente.

—Archie —Dashwood atrajo la mirada del monaguillo con las velas y


lo guió hacia la capilla.

El joven enderezó la espalda y caminó entre las dos enormes


columnas que separaban la antecapilla de la capilla misma.

—Despacio —murmuró Dashwood.

Archie reguló el paso. Cuando estuvo a mitad de la nave central, los


congregantes lo vieron y se pusieron de pie en las pequeñas hileras dobles de
sillas talladas.

La capilla sin bendecir de la Grotte Cachée, levantada cuando el


castillo fue reconstruido a principios del siglo XV, era bastante pequeña; las
paredes, y el techo bajo y abovedado estaban tallados sobre la misma roca
volcánica oscura con la que se había construido el castillo. Había faroles de vidrio
colorado que habían sido instalados por los miembros del Fuego del Infierno
junto con otras decoraciones y que generaban una iluminación siniestra y rojiza.
El efecto se reforzaba por el humo que ascendía de los braseros, en los cuales

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había una mezcla de hierbas que crujía sobre las brasas calientes. Predominaba el
hedor a abeto. Sin embargo, la aguda nariz de Elic detectó una nota amarga que
debía ser belladona y una bocanada de algo más que olía casi, pero no del todo,
a tabaco: beleño negro.

El presbiterio al otro extremo de la capilla era un nicho semicircular


elevado; la pared curva posterior estaba revestida con terciopelo negro para
cubrir un enorme vitral. Contra ese telón de fondo funéreo colgaba el retrato de
un joven diabólicamente apuesto con alas y cuernos sobre una columna de
humo; una interpretación romántica y ridicula de Lucifer, que combinaba con el
tono exagerado de los procedimientos. En el centro del presbiterio había un
altar de piedra volcánica sobre una plataforma; tenía casi tres metros de largo y
más o menos la misma medida de ancho; la parte superior estaba decorada con
mosaicos geométricos de vidrio de lava negra brillante. Archie colocó los
candelabros a ambos lados de una diminuta almohada negra sobre el borde
izquierdo del altar; luego, con un martillo recubierto con cuero negro, golpeó un
gong chino una vez.

—Harry —murmuró Dashwood.

El otro monaguillo, que llevaba el incensario, caminó por la nave central


seguido a intervalos majestuosos por Elic y Dashwood, quienes entraron al
presbiterio con las cabezas inclinadas y las manos cruzadas en el pecho. Sobre el
altar, alrededor de los candelabros, había adornos tales como un cáliz de plata
cubierto por un plato envuelto en tela negra, un diminuto cucharón de plata, un
plato con un aromático aceite de oliva que ardía sobre un pequeño brasero, un
pequeño caldero de plata a medio llenar con agua, y un cofrecito de alhajas de
ébano decorado con nácar con la forma de una estrella de seis puntas dentro de
un círculo. Lo más curioso era un hisopo de bronce como esos que se utilizan
para rociar con agua bendita, que tenía la forma de un pene artificial, con un
bálano semejante a un bulbo. A todos esos accesorios Elic agregó el misal, que
dejó con fingida veneración sobre la almohada negra de satén.

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Harry se colocó junto a un incensario de hierro forjado con forma de


serpiente, mientras Archie golpeaba el gong tres veces. Los congregantes se
dirigieron en masa hacia la antecapilla como anticipación a la entrada de la Bona
Dea; todos excepto uno, que permaneció inmóvil, con la mirada fija al frente. Al
igual que el resto de los congregantes, incluyendo a Elic, llevaba la capucha
sobre el rostro, lo que ensombrecía sus ojos. Por la palidez y la implacable
posición de la mandíbula, Elic supo que era Antón Turek.

Entre las dos columnas que flanqueaban la entrada a la antecapilla


apareció una figura oscura, que pareció vacilar unos instantes antes de avanzar
con paso lento hacia la nave central. Elic había pensado que Lili entraría desnuda.
Sin embargo, llevaba puesta una capa de piel negra que arrastraba detrás de ella.
Sobre la capa, iba envuelta de pies a cabeza con un velo negro que flotaba y se
agitaba mientras caminaba y hacía que pareciera un espectro materializado de
aquel humeante paño mortuorio.

Mientras se acercaba, Elic vio que la capa estaba sujeta a la altura de


la garganta con un par de broches de capa unidos por una cadena, lo que
permitía que se abriera y revelara, a través del velo transparente, la seductora
promesa de un cuerpo dorado y desnudo y el atisbo de un sombrío entramado
entre los muslos. Olía a jazmín y a deseo.

El pene de Elic se llenó y erigió cuando vio que Lili se dirigía hacia él.
Al igual que Elle, creía que esa mujer era encantadora, resumiendo, era pura
belleza; más que su belleza había admirado su carácter e intelecto. Como hombre,
lo sorprendió de un modo más corpóreo. Era una criatura magnífica, exquisita en
cuerpo y mente, serenamente sensual, una esclava para los apetitos de la carne
que, para bien o para mal, él tenía.

Lili subió los escalones del altar y se volvió para ponerse frente a la
multitud allí congregada que, al unísono, ejecutó una reverencia. Dio la espalda al
presbiterio, tras lo cual Elic, Dashwood y los dos monaguillos le rindieron honores
del mismo modo.

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Por debajo del velo, los monaguillos le quitaron la lujosa capa y la


colocaron sobre la mesa como si fuera el paño del altar, con la piel hacia arriba;
era visón, percibió Elic, teñido de negro azabache. Acompañaron a Lili hasta la
plataforma y la dejaron sobre el borde derecho del altar. Lili tomó asiento sobre
la piel negra y lustrosa con el velo estirado por detrás de ella, pero que aún la
cubría por el frente hasta los pies, en uno de los cuales llevaba una esclava de
oro martillado.

Elic levantó la mirada y descubrió que Lili lo observaba con interés a


través del velo a modo de mortaja. Elic había visto esa mirada muchas veces
antes cuando alguien, que ya había entablado una amistad con alguno de sus
otros yo, se encontraba con el otro y encontraba una asombrosa semejanza
Esbozó una leve sonrisa que Lili agradeció con un pequeño movimiento de la
cabeza.

Dashwood ejecutó otra marcada reverencia hacia Lili e hizo la señal de


la cruz invertida con la mano izquierda.

—In nomine magni Dei nostri Satanás introibo ad altare Domini Inferí
—entonó—. En el nombre de nuestro Gran Satán, entraré en el altar de nuestro
Señor del Infierno —se abrió la túnica y asomó su miembro erecto.

—Ad Eum qui laetificat meum —respondió Elic—. A El, que me


regocija.

Harry, el monaguillo, levantó el pequeño plato del brasero y se lo


entregó a Dashwood, quien hundió la punta de sus dedos en el tibio aceite y lo
extendió sobre su pene.

—Adjutorium nostrum in nomine Domini Inferi. Nuestro sustento es


el Nombre de Nuestro Señor del Infierno.

—Quien reina sobre la tierra. Qui regit terram —respondió Elic


mientras hundía sus propios dedos en el plato y los cubría con aceite.

Elic se volvió hacia Lili, quien, para cumplir con las instrucciones, yacía

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sobre su espalda con el peso sobre sus manos y las piernas abiertas. La posición
hizo que el velo se adhiriera al contorno de su vientre plano y sus grandes
senos. Los pezones se veían rosados a través de la susurrante muselina.

Elic deslizó su mano aceitada por debajo del velo de Lili hasta que
llegó al vello que cubría su sexo, tan suave y negro como la piel donde estaba
sentada. Cerró los ojos mientras Elic separaba el vello púbico y llegaba a la suave
y húmeda abertura; contuvo la respiración cuando la penetró con dos de sus
dedos. La carne ardía, ceñida y ya resbaladiza, pero la aceitó de todos modos,
según las instrucciones. Se tomó el tiempo necesario, con caricias lentas y
rítmicas, gratificado cuando notó que los pezones de Lili se endurecían y se
marcaban contra el velo.

—Domine Satanás, Tua est terra —Dashwood se masturbó hasta llegar


a una erección completa con la mirada posada en el retrato de Lucifer mientras
ensalzaba al Señor de la Oscuridad y el mundo de lujo y gratificación que
constituían su creación y dominio.

Cuando Dashwood terminó la oración, Elic, a regañadientes, quitó los


dedos del dulce y diminuto chatte de Lili, y se hizo a un lado para que el
Superior de la Orden tomara su lugar entre las piernas extendidas.

Mientras le suplicaba a Satán que le transmitiera fuerza, Dashwood


levantó la parte inferior del velo de Lili, amontonándolo alrededor de sus
caderas, y la acercó a su cuerpo tirando de la capa sobre la que se encontraba.

—Et plebs Tua laetabitur in te —respondió Elic—. Y que su pueblo se


regocije en él.

Elic se ubicó detrás de Dashwood y tomó los tobillos de Lili mientras le


estiraba las piernas para que pudiera mantenerlas en posición durante la Introït,
«tan abiertas como sea posible a cada lado del Superior de la Orden», como para
cumplir con todas las obligaciones marcadas por el pequeño misal de color rojo.

Gracias a que era más alto que Dashwood, Elic pudo ver sin que nada
le obstruyera la vista el momento en que el Superior de la Orden penetraba con

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la punta aceitada de su pene la belle-chose que había sido preparada para él,
mientras le rogaba a Satán que demostrara todo su poder.

—Ostende nobis, Domine Satanás, potentiam Tuam.

Elic pronunció las líneas que le correspondían, algo acerca de solicitar


la beneficencia de Lucifer, al tiempo que luchaba con la repentina y
desconcertante necesidad de agarrar a Dashwood y alejarlo del altare que estaba
a punto de introi.

Mientras sostenía a Lili de las caderas, Dashwood le rogó al Señor del


Infierno que lo oyera con claridad mientras la penetraba con fuerza: «Domine
Satanás exaudi orationem meam».

Lili, que aún yacía con la espalda sobre sus brazos, quedó boquiabierta
frente al abrupto empalamiento. Su cuerpo se arqueó cuando llevó la cabeza
hacia atrás; por un instante, Elic se puso nervioso al pensar que podría estar
lastimada hasta que miró su rostro debajo del velo y vio, en sus ojos, una
expresión de completa felicidad.

Elic se dio cuenta de que ése era su razón de ser: posesión sexual, el
estímulo y el socorro de los placeres carnales.

Elic se las ingenió, a pesar del remolino de emociones contradictorias


que sentía, para recitar la respuesta:

—Et clamor meus ad Te veniat —dijo—. Y deja que mi llanto llegue a


Ti.

Lili abrió los ojos y miró por encima de Dashwood a Elic, con
curiosidad, sin duda, por la tensión que había en su tono de voz o quizás por la
fuerza con la que la aferraba mientras sostenía las piernas abiertas para otro
hombre. Elic no podía, por su vida, apartar la mirada de ella mientras Dashwood
lentamente retiraba y enfundaba su miembro y ofrecía una versión demoníaca de
una bendición ya conocida:

—Que el Señor esté contigo. Dominus Inferus vobiscum.

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—Et cum tuo —respondió Elic, junto con toda la congregación; la


primera vez que participaban en la respuesta aunque lo harían durante el resto
de la missa niger. Al mirar en derredor, se podía ver que varios de los
congregantes se masturbaban debajo de sus túnicas mientras participaban del
lascivo ritual.

—Gloria Deo Domino Inferí —cantó el Superior de la Orden. Sus


empujones hacían eco del lento y medido ritmo del conjuro que glorificaba,
alababa y agradecía al Señor del Infierno, Rey Infernal y Emperador
Todopoderoso.

Dashwood se desacopló de Lili sin mayor esfuerzo y se abrochó la


túnica. Caminó con solemnidad hacia el otro extremo de la mesa, hizo una
reverencia ante Lili cuando pasó junto a ella y quitó la tela negra de la patena de
plata que se encontraba encima del cáliz. El pequeño plato tenía una galleta
rojiza triangular preparada con raíces de angélica, a la que los miembros del
Fuego del Infierno se referían como el «Pastel del Santo Espíritu». Tomándolo con
ambas manos hacia el retrato de Lucifer, le imploró a su señor que aceptara la
ofrenda de la «hostia».

Elic, para cumplir con su rol en aquel desfile pagano, ayudó a Lili a
que se acostara sobre el altar recubierto con la piel de visón para que quedara
extendida boca arriba en toda su longitud. Corrió la muselina hasta la garganta
de Lili y solo dejó su rostro cubierto con el velo; el resto completa e
imponentemente desnudo. Bañada con la sanguínea bruma que llenaba la
pequeña capilla, podía ser Afrodita misma, dibujada por el famoso pintor italiano,
Tiziano, con suaves y luminosas pinceladas. Era, de hecho, la encarnación de la
belleza y el deseo erótico.

Dashwood colocó la oblea sobre la patena una vez más y levantó el


cáliz. Descubierto, el contenido del cáliz de plata liberó el aroma dulce y mortífero
del aguardiente con lo que solo podía ser sulfuro. Lo elevó hacia la imagen de
Satán mientras recitaba una oración de ofrenda al «cáliz del deseo carnal».

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Dashwood colocó el cáliz sobre el altar y estiró los brazos, las palmas
hacia abajo y le imploró a su «Señor oscuro y soberano» que se levantara para
que sus servidores se arrodillaran delante de él en adoración. Harry le entregó el
receptáculo de incienso y abrió el incensario para que lo llenara. Dashwood tomó
unas cucharadas de las pequeñas pepitas alquitranadas y las esparció sobre las
brasas calientes que produjeron un humo espeso y resinoso diferente a todo lo
que Elic había respirado alguna vez. Tampoco Lili, cuyos ojos a través del velo se
agrandaron por la sorpresiva identificación.

Dashwood sostenía el incensario por la cadena con la mano izquierda


y rodeó el cáliz tres veces en contra de las agujas del reloj. Hizo una reverencia,
balanceó el incensario por tres veces en dirección al retrato satánico e hizo otra
reverencia.

Archie le ofreció el plato con aceite caliente a Elic, quien humedeció


los dedos de ambas manos y frotó las palmas para suavizarlas. Levantó el brazo
izquierdo de Lili, lo aceitó con caricias largas y suaves hasta la muñeca; luego hizo
lo mismo con el brazo derecho. Volvió a aceitarse las manos y las deslizó sobre
los hombros y el pecho de Lili. Hizo una pausa en la parte superior de sus senos.
Eran redondos y maduros, en contraste con sus delgadas extremidades y su
exquisita y diminuta cintura.

Dashwood, mientras tanto, comenzó a caminar y a cubrir el altar con


incienso, el humo salía del incensario cuando lo agitaba adelante y atrás. Mientras
Elic ungía con aceite a la Bona Dea, el Superior de la Orden pasó por detrás de él
y dijo:

—Dominus Inferus vobiscum.

—Et cum tuo —Elic masajeó los exuberantes montículos hasta que
quedaron resplandecientes. Sus dedos eran tan largos que la mayoría de los
senos eran pequeños cuando quedaban acunados en ellos, pero estos abarcaban
toda su mano, cálidos, plenos e increíblemente suaves.

Los ojos de Lili se cerraron con un suspiro mientras Elic los estrujaba y

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acariciaba. Sus pequeños y tensos pezones rozaron las palmas de sus manos e
hizo que su pene se agitara.

Se aceitó una vez más las manos y las deslizó sobre el abdomen y el
pubis de Lili mientras sus dedos hurgaban a través de su vello púbico. Aunque no
era parte del protocolo para esa parte de la missa niger, no pudo resistir la
urgencia de deslizar un dedo por esa vagina abierta. Las caderas de Lili se
agitaron; su respiración se aceleró.

A regañadientes, Elic siguió por las piernas de Lili, sintió los músculos
debajo de la suave carne; era fuerte para ser mujer. La esclava de oro era antigua,
una pieza primitiva gastada por los años. De la esclava pendía un disco con un
aro de oro azul oscuro que semejaba una piedra azul.

—Sursum corda —dijo Dashwood cuando finalizó los primeros tres


paseos alrededor del altar—. Levantemos el corazón, hermanos.

—Habemus ad Dominum Inferum —respondió Elic, junto con el resto


de la congregación—. Lo tenemos levantado a nuestro Señor del Infierno.

Harry acercó el cofrecito de alhajas de ébano hacia Elic y abrió la tapa.


En el interior recubierto de terciopelo, había dos pares de anillos con forma de
serpiente: un par tenía el tamaño de un brazalete, los otros dos eran algo más
grandes. De cada anillo colgaba una cadena corta. Elic escogió uno de los
brazaletes más pequeños y lo deslizó por el brazo superior de Lili cerca del
hombro. Se aseguró de que la pequeña cadena quedara hacia delante, acomodó
el brazalete en su lugar y apretó el objeto de oro blando para que la cabeza de la
serpiente tocara la cola. La cadena terminaba en una pequeña hebilla que
semejaba la garra de un ave de rapiña. Elic tomó el pezón derecho de Lili y cerró
la hebilla.

Después de adornar el brazo izquierdo y ti pezón de la misma manera


Lili levantó ambos brazos sobre su cabeza y juntó las manos alrededor de la
columna de los dos candelabros, justo por encima de las pesadas bases. En esta
posición, su espalda se arqueaba y las cadenas quedaban tirantes, empujando sus

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senos hacia arriba y tirando de sus pezones de un modo que Elic sospechó, por
su expresión, le produciría más placer que dolor.

Todavía rodeaba el altar cuando Dashwood dijo:

—Gratias agamus Domino Inferno Deo Nostro —balanceaba el


incensario cuyo humo se sumaba a la oscura y aromática nube que cubría el
lugar—. Demos gracias a nuestro Señor Infernal, nuestro Dios.

—Dignum et justum est; es justo y necesario —respondió Elic mientras


retiraba uno de los brazaletes de oro del cofrecito. Lo deslizó por la pierna
derecha de Lili hasta llegar a la parte superior del muslo y lo apretó allí con la
cadena posicionada de nuevo hacia delante. Al final de la cadena había otra
hebilla con forma de garra que unió, con cuidado, a su labio externo derecho.

Una suerte de mareo ebrio dominó a Elic cuando repitió este


procedimiento con el labio izquierdo, aunque no había tomado ni una sola gota
de alcohol en toda la noche. Se veía a sí mismo desde arriba; adornaba a esa
desconocida desnuda y sin rostro con aquellos adornos obscenos y
experimentaba un peculiar desapego, como si estuviera mirando las acciones de
otro hombre a través de los ojos del Satán de esa pintura ridicula. Al ver los ojos
vidriosos de Dashwood cuando le entregó el incensario a Harry, Elic pensó que el
incienso, o lo que fuera, tenía alguna clase de poder narcótico.

Una vez que completó el ritual del incienso, Dashwood extendió los
brazos y recitó una apología al «Señor Satán, Dios de la Fuerza» concluyendo con
un «Hosanna in profundis».

Una decena de voces repitió « ¡Hosanna!».

Dashwood se quedó delante del altar de espaldas a la congregación y


se desabrochó la túnica e instó a los congregantes a que hicieran lo mismo. Miró
con reverencia el retrato de Lucifer, con el miembro en una mano y los testículos
en la otra; como si fuera una ofrenda, exhortó a su dios Satán a que recogiera su
poder y apareciera. El resto de los miembros del Fuego del Infierno lo siguieron,
excepto Elic, a quien Archie le entregó el hisopo. El mango de bronce era

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pesado, duro y frío; lo frotó con las manos para calentarlo.

—Credo in Satanás, qui laetificat juventutem mea — Dashwood tenía el


miembro erecto, al igual que el resto de los congregantes que aún no estaban
del todo tumescentes—. Creo en Satanás que enriquece mi juventud. Te adoro —
inclinó la cabeza y besó el oscuro nido entre los muslos de Lili.

Elic, de pie al otro lado de la mesa del altar donde se encontraba


Dashwood, extendió las piernas de Lili hasta que los talones quedaron al borde
del altar. Debido a las cadenas atadas a los brazaletes de las piernas, esta postura
provocaba que los labios de su sexo se abrieran y expusieran la entrada de su
pequeña y húmeda vagina, donde Elic colocó el hisopo. El instrumento, de un
tamaño mucho mayor que el de un hombre normal, y mucho más rígido, lo
introdujo con suavidad para que su carne se entregara a la dura intrusión. Elic
oyó un pequeño suspiro de reproche que surgió de la garganta de Lili, aunque
quizás había surgido de él. Con la mente aturdida, no podía estar seguro de
nada... excepto de su propia excitación.

—In spiritu humilitatis a Te, Domine Satanás —recitó Dashwood


mientras se masturbaba con mayor velocidad y Archie acompañaba sus caricias
con el gong—. Et sic fiat sacrificium nostrum in conspectu tuo hodie , ut placeat
tibi. Con espíritu humilde te recibimos, Señor del Infierno, y que el sacrificio que
ofrecemos sea agradable a tus ojos.

Elic empujó con fuerza el hisopo dentro de la goteante entrepierna de


Lili. Elevaba y bajaba la cadera con movimientos lánguidos. Su aliento agitaba el
velo que le cubría el rostro. Dejó salir un pequeño gemido de satisfacción cuando
introdujo todo el instrumento dentro de ella. Lo introdujo al ritmo del gong
mientras acariciaba los pliegues resbaladizos de su sexo, con suavidad, sin
alcanzar el clítoris, para que no acabara con tanta rapidez. La Bona Dea no podía
acabar hasta la eyaculación inicial del Superior de la Orden; Elic había recibido
instrucciones precisas sobre ese punto.

Harry cogió el caldero con agua; estaba preparado mientras

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Dashwood se masturbaba con vehemencia.

—Ven, Señor del Templo —cantaron en coro los congregantes que aún
mostraban sus partes privadas, aunque la mayoría había dejado de masturbarse
para reprimir el deseo sexual hasta el banquete—. Ven, Señor del Mundo. Ven
desde las Puertas del Infierno.

—Contempla a la prometida de Satán —dijo Elic mientras Lili se


retorcía ante su acosadora caricia; se veía una expresión de éxtasis a través del
velo—. El Señor del Infierno está dentro de ella.

Los candelabros que asía Lili temblaron y proyectaron una extraña y


temblorosa luminiscencia sobre su agitado cuerpo. Debido al estado de ebriedad,
Elic sentía como si el tiempo avanzara en pequeños fragmentos entrecortados
en lugar de suave y continuamente, como debía ser.

Archie golpeó el gong más y más rápido al ritmo de las caricias de


Dashwood quien le imploraba a Satán, con una voz gutural, que aceptara su
ofrenda:

—Hanc igitur oblationem servitutis nostrae sed et cunctae familiae


tuae, quaesumus, Domine Satanás, ut placatus occipias.

Dashwood, ruborizado, asintió hacia Harry quien ubicó el caldero para


recibir la inminente oblación. Ya prevenido, Elic rozó el borde del clítoris de Lili
con un dedo resbaloso y obtuvo como recompensa un gemido de placer. Agitó la
cadera en una súplica silenciosa para liberarse. No aún. Elic suavizó su caricia para
frenar esa liberación en una agonía de deseo.

Dashwood se aferró a la mesa del altar, su mano formó un puño sobre


la piel y se hizo unas caricias firmes, luego quedó inmóvil. Un gruñido sordo
surgió de su garganta mientras eyaculaba en el cáliz que sostenía Harry.

Ahora. Elic empujó el hisopo con más velocidad mientras masajeaba la


parte más sensible de Lili en la forma que conocía, debido a la larga experiencia
que tenía en complacer mujeres, y que la llevaría al climax al instante. Gritó. Su

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espalda se arqueó mientras llegaba a ese climax. Contemplar cómo se batía


con sensual naturalidad era un espectáculo exquisito. Elic sintió su pene contra el
abdomen caliente y duro; sus testículos como si estuvieran atiborrados de
pólvora. Si subiera a la mesa y tomara a esa mujer, estallaría como un cañón sin
retroceso en cuanto la penetrara.

Con la respiración entrecortada, Dashwood terminó de eyacular en el


cáliz, se enderezó y se abotonó la túnica. Cogió el cáliz que sostenía Harry y lo
elevó en dirección al retrato de Lucifer.

—Domine Satanás corda nostra mundet infusión, et sui roris intima


aspersione foecundet. Que nuestros corazones se limpien por la afluencia de
nuestro Señor Satán y que os haga fructíferos rociándolos con el rocío de su
Gracia.

—Ave Satanás —dijo Elic mientras retiraba el hisopo de una Lili


saciada y sin aliento y le acariciaba la cadera al hacerlo.

— ¡Ave, Satán! —gritaron los miembros del Fuego del Infierno.

Elic le entregó el hisopo a Dashwood, quien lo hundió en el cáliz de


agua mezclado con su eyaculación. Se dirigió hacia la parte posterior del
presbiterio, justo debajo del retrato de Satanás, golpeó dos veces el miembro viril
de bronce contra el suelo mientras lo bendecía, en el nombre de Satán, con la
«semilla de vida». Repitió esa bendición en las cuatro esquinas del presbiterio y
dejó el hisopo sobre la mesa del altar.

Se volvió hacia la congregación y dijo:

—Recemos.

Junto con los miembros del Fuego del Infierno, Elic recitó:

—Pater Noster. Qui es in Inferís... Padre Nuestro, que estás en el

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Infierno...

Al final de la herética Oración del Señor, Archie le entregó el cáliz con


el cucharón a Dashwood, quien hizo una reverencia y dijo:

—Hic est calyx carnis stimulous.

Elic cogió el cáliz de las manos de Dashwood y lo sostuvo sobre la


cabeza.

Contemplad el cáliz con esta sustancia orgiástica que brinda alegría


a nuestras vidas.

Archie le entregó luego la patena a Dashwood y elevó la pequeña


oblea.

—Hoc est corpus Inferno Deo Nostro —rozó con la oblea teñida de
rojo cada pezón de Lili y luego la introdujo en su vagina húmeda mientras
decía—: Bendito sea el vientre que te dio vida y los senos que te amamantaron
—retiró la oblea, y la sostuvo en el aire y agregó—: Contemplad el cuerpo de
nuestro Señor Satán. Aceptad el cuerpo de Satán y el cáliz con esta sustancia
orgiástica en el nombre del Señor del Infierno.

Los congregantes, con las capuchas aún sobre los ojos, dejaron los
bancos y se aproximaron al presbiterio en una única fila. El primer hombre —al
que Elic reconoció por la estatura como Lord Bute— dejó asomar su pene
mientras subía los escalones del altar. Hizo una reverencia ante Dashwood,
quien dijo «Corpus Satanás» mientras con la oblea tocaba la punta del órgano
semierecto.

—Amén —respondió Bute, quien se detuvo frente a Elic en la mesa


del altar mientras el segundo hombre se acercaba a Dashwood. Bute dejó caer la
capucha hacia atrás e hizo una reverencia para besar la entrepierna de Lili y
deslizar la lengua por la zona rosada de un modo que la hizo gemir de placer.

—Sanguinis Satanás —dijo Elic mientras desparramaba con el


cucharón un poco de aguardiente del cáliz dentro del ombligo de Lili. Bute lo

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lamió con deleite evidente, se incorporó y dijo:

—Amén —elevó la capucha y dio un paso al costado para permitirle la


entrada al siguiente comulgante.

Los miembros del Fuego del Infierno se turnaron uno a uno. Al final
estaba Lord Turek, quien caminó hacia Dashwood con su pene rígidamente erecto
en forma de arco, angosto hacia la punta; la forma de una daga turca. Después
de recibir la hostia, corrió la capucha y se acercó a la mesa del altar mientras
miraba a Lili con helada rapacidad.

Elic vio la expresión de Turek y le echó una mirada de advertencia a la


que asintió. Ciertamente, el beso que le ofreció al sexo de Lili fue corto y púdico.
Solo utilizó la lengua cuando tuvo que lamer el aguardiente del ombligo de Lili;
una lengua inusualmente larga y puntiaguda que recordaba la descripción que Lili
había hecho y su semejanza con una serpiente.

—Amén —con una sonrisa helada hacia Elic, Turek regresó a su


asiento.

Dashwood extendió los brazos con las palmas hacia abajo, en


dirección a los miembros del Fuego del Infierno y entonó:

—Nuestro Señor Satán dijo que, en el caos y la ebriedad, se


levantará. Se revelará en la lujuria de la carne que son la fornicación, la
obscenidad, el lujo, la brujería, la ebriedad y la orgía. Mi carne es ciertamente
carne.

—Caro mea veré est cibus —repitieron los miembros del Fuego del
Infierno en latín.

—Hermanos —continuó Dashwood—, somos esclavos de la carne, lo


que significa que debemos revelarnos en cosas carnales. Que el Todopoderoso
Rey del Infierno os otorgue plenitud en la vida y el cumplimiento de todos los
deseos. Que os bendiga y llene vuestras lanzas con arroyos interminables de
leche de vida. Ego vos benidictio in Nomine Magni Dei Nostra Satanus. Os

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bendigo en el nombre de nuestro Gran Dios Satán.

— ¡Ave Satanás! —rugieron los congregantes. ¡Ave, Satán!

—Ite, missa est —dijo Dashwood—. Fornicemur ad gloria Domine


Satanás.

Y de este modo concluyó la oscura misa, con la exhortación final por


parte del Superior de la Orden a que siguieran adelante y fornicaran para gloria
del Señor de las Tinieblas.

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Capítulo 4

-D eja esa en su lugar —le dijo Darius a Charlotte que ya se había quitado
las prendas hasta las medias y los zapatos y se había inclinado hacia
delante para desatar la liga que llevaba por encima de la rodilla. Las medias eran
blancas y a la moda. Sin embargo, los zapatos estaban decorados con seda y
tenían los extremos en punta, una hebilla de plata excesivamente adornada y
unos tacones muy altos. Le agradaba cómo la altura de los tacones modelaba la
delgada figura del cuerpo de Charlotte y la forzaba a formar un arco con la
espalda que acentuaba sus senos y su trasero firme y de bellas proporciones—. Y
deja la cinta de alrededor del cuello, también.

—Prefiero quitármelos —dijo mientras desataba la liga. Darius sabía


por qué. Había algo naturalmente tranquilizador en la completa desnudez, una
especie de pureza. Los zapatos y las medias impartieron un aura de lujuria que la
perturbaron, a pesar de sus deseos más oscuros.

Darius se acercó por detrás de ella y balanceó la fusta contra ese


pequeño y tentador trasero; el cuero golpeó la piel con un chasquido gratificante.

Charlotte chilló cuando cayó sobre el suelo de tierra compacta.

— ¡Canalla! —gritó Charlotte mientras se frotaba el trasero y se


sentaba sobre la cadera—. Tú... tú...

Darius se puso en cuclillas para quedar a la altura de Charlotte y


cogió un puñado de cabello, que aún estaba cubierto con la cofia tachonada de
diamantes; tiró de su cabeza para forzarla a que lo mirara a los ojos. Con
suavidad y calma le dijo:

—Será mejor que nos entendamos desde un principio, milady.

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Puedes quedarte aquí, en cuyo caso quedarás a mi merced y cumplirás sin


vacilación mis demandas, sin importar cuáles sean. Será un pacto entre los dos,
un contrato obligatorio.

Deslizó la fusta con suavidad por la garganta y el tembloroso pecho


de Charlotte al tiempo que le daba un ligero golpecito al pezón.

—O puedes vestirte de nuevo —hizo un gesto por encima del


hombro hacia el cúmulo de atavíos y ropa interior que se encontraba sobre la
silla de hierro y que Charlotte se había quitado laboriosamente mientras Darius la
observaba sin siquiera ayudarla—. Incluso te ayudaré con los lazos y los ganchos
—agregó—. Y luego podrás irte de aquí y seremos libres. ¿Cuál escoges?

Charlotte lo miró fijamente durante un largo momento y luego bajó


la mirada mientras pasaba la lengua sobre los labios pintados.

—Lo primero.

—Dilo.

—Creo que me quedaré.

— ¿Y te someterás a mi voluntad?

—Y me someteré a tu voluntad.

—Mírame —Darius le levantó el mentón. No tenía la capacidad de


leer la mente; sólo percibía los deseos, ningún otro pensamiento o sentimiento;
pero el ojo humano revelaba mucho más si uno buscaba lo suficiente. Charlotte
revelaba un estremecimiento de aprehensión ante aquel manejo severo... así
como también una jadeante oleada de excitación.

Deseaba ese trato severo, se estremecía al sentirlo. Si no lo sintiera


así, no podría hacerlo. Había sido ella quien había puesto en marcha ese
capricho, no Darius. Él era un djinni pacífico y solitario que había tenido la mala
suerte de haberse cruzado con aquel ser humano más bien complicado cuando
todo lo que quería era dormir en aquel oscuro y plácido lugar. Ahora que había
percibido aquel deseo humano que debía domar y castigar, no tenía otra opción

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más que apaciguarlo: representar ese papel para el que lo habían elegido
involuntariamente.

Ah, pero si solo fuera una mera demostración, el simple hecho de


ejercer brutalidad para satisfacer la inclinación de aquella dama... Era la maldición
de la raza de Darius: absorber los deseos humanos hasta el punto en el que ya
no por voluntad, sino por el solo deseo de influir sobre ellos, se convertiría,
aunque fuera por un tiempo, en un hombre diferente; la clase de hombre que
apreciaba la oportunidad de abusa y degradar a una mujer como aquella.

Darius ya podía sentirlo mientras se arrodillaba y miraba a Charlotte a


los ojos y sentía una conmoción de deseos y necesidades (cadenas heladas, el
golpe de la palma de la mano, las lágrima de vergüenza de Charlotte y alivio al
recibir los azotes, atada, enjaulada, penetrada, usada). Ella no quería solamente
ese trato brutal; ella quería que él se lo infligiera y por lo tanto, Dios lo ayude, lo
haría. Quería hacer que se retorciera, gruñera y sufriera; quería azotar ese
pequeño y atrevido trasero hasta que quedara en carne viva; quería forzar la
entrada de su pene en cada lugar que su cuerpo pudiera recibir, pero por encima
de todo, deseaba someterla. Charlotte necesitaba doblegarse a su voluntad,
totalmente y por completo, ser castigada y reprimida. No estaba seguro de por
qué Charlotte deseaba todo esto del modo en que lo hacía, pero la necesidad de
castigo la consumía; como ahora consumía a Darius esa necesidad de ser el
instrumento de castigo.

Darius señaló el taburete de flagelación con la fusta y dijo:

—Móntalo.

Charlotte hizo un movimiento como si fuera a levantarse. Darius


colocó un pie enfundado en una bota sobre el hombro de Charlotte y la empujó
hacia abajo.

— ¿Te dije que podías ponerte de pie?

—Yo... no, solo pensé...

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

—No pienses —dijo—. Haz lo que te ordeno. Ni más, ni menos.

Después de pensar unos instantes, Charlotte se volvió y fue a gatas


hasta el taburete.

—Buena chica —dijo Darius mientras Charlotte se subía al taburete;


la parte inclinada permitía que expusiera las nalgas; un objetivo bastante
tentador.

Charlotte se aferró de las patas del pequeño taburete mientras Darius


la rodeaba y la golpeaba con la fusta y le daba instrucciones.

—Cabeza erguida. Manten la mirada en aquel látigo para toros cerca


del techo. Separa esas piernas —dijo mientras golpeaba la parte interna de los
muslos con la fusta—. Las piernas deben estar tan separadas como las patas
traseras del taburete. Eso es.

Permaneció detrás de ella, admiró la posición que desplegaba, una


sincera oferta de su vulva sin vello y calurosamente sonrojada. Charlotte ardía
de deseo, literalmente, ya que la cantárida aumentaba el deseo al excitar la parte
más sensible del cuerpo. El hormigueo y la comezón estimulaban los genitales
hasta un estado de extrema excitación que dejaba lugar solo para una liberación
sexual desesperada.

— ¿Te rasuras? —preguntó mientras acariciaba la punta de la fusta


sobre los pétalos rosados y resbaladizos de sus labios.

—S-sí —respondió con un pequeño temblor—. Bridget... la criada... lo


hace mientras me baño.

— ¿Porqué?

—Mi... mi esposo era un coleccionista de arte y quería que me viera


como una de las mujeres de sus pinturas... los desnudos.

—Sin vello.

Charlotte asintió.

— ¿Y cumpliste como una pequeña y obediente esposa? No termino

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de comprenderlo muy bien.

—Tenía quince años cuando contraje matrimonio y he vivido una vida


protegida.

—En el colegio, ¿no es cierto?

— ¿Cómo puedes saberlo?

Charlotte pegó un grito mientras Darius le abofeteaba el trasero con la


fusta.

—Soy yo quien hace las preguntas, Charlotte, tú las respondes. No


puedes hablar excepto para responderme y por supuesto con una conducta
sincera y humilde. ¿Comprendes?

Charlotte asintió con la cabeza.

—En el colegio, sí. No sabía nada acerca de hombres ni de


matrimonio, ni de nada, hasta que Somerhurst y yo contrajimos matrimonio.

— ¿Tu padre arregló la unión?

—Sí.

—Tu esposo, ¿era mayor?

—Mucho. Y... —lo miró por encima de su hombro, como pidiéndole


permiso para continuar.

Darius asintió con la cabeza.

—Y era un hombre dominante. Muy especial y con muchas


extravagancias. No aceptaba ninguna clase de desobediencia.

— ¿Te golpeaba?

—No. Bueno, una vez, pero... no como algo de todos los días. No le
daba motivos para que lo hiciera —dijo con una especie de amargo
abatimiento—. Le tenía miedo. A todos. Incluso a otros hombres.

— ¿Te era fiel?

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

Negó con la cabeza.

—Tenía sus amantes. Y sus prostitutas.

—Todas muy jóvenes —dijo Darius.

—Sí. ¿Cómo...? —lo miró abatida, preocupada por haberse excedido y


haber comenzado una pregunta.

—Me sorprende que un hombre interesado en vulvas sin vello tenga


una inclinación también por aquellas jóvenes a las que aún no les ha crecido vello
alguno —y sin embargo, Darius, que durante su vida nunca se había sentido
atraído por una mujer de tierna edad, encontró la abertura desnuda de Charlotte
profundamente excitante; porque, sin duda, ella también lo deseaba. La suavidad
de su vagina hacía que quisiera acariciarla y lamerla, morderla, follarla. Sin vello
que le entorpeciera la vista, podía ver, entre sus labios insatisfechos, cada detalle
de su anatomía femenina, rosada y brillante debido a la humedad.

— ¿Cuánto tiempo hace que murió tu esposo? —le preguntó Darius.

—Cinco años.

—Durante los cuales te has acostumbrado a dar órdenes en lugar de


cumplirlas. Incluso continúas rasurándote.

—Tarda tiempo en crecer y la picazón me vuelve loca. Y además, he


descubierto que a los hombres, a la mayoría de ellos, les agrada que no tenga
nada allí, en especial cuando... bueno...

—Te lamen. Esta Bridget, ¿es bella?

—S-SÍ.

—Por supuesto —dijo mientras deslizaba la fusta hacia arriba y hacia


debajo de la vulva desnuda—. Una pequeña y hermosa niña irlandesa con piel
blanca y pecas. Te agrada abrir tus piernas delante de ella para que te enjabone y
te rasure tus partes más privadas, más secretas. Te deleitas ejerciendo su poder
sobre ella y el modo en que la cuchilla se siente mientras te raspa hasta dejarte
sin vello. Te excita, ¿no es cierto? Y ella puede decirlo. Puede ver cómo tu vulva

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se hincha y cómo tu clítoris se pone rígido, como puedo verlo yo ahora.

Plegó la pequeña paleta de la fusta, se la introdujo en la vagina y la


movió hacia un lado, abriéndole los labios de su sexo de par en par. Se oyó un
pequeño quejido de Charlotte mientras Darius recorría ese lugar secreto y lo
examinaba; su pene latía.

—A Bridget, ¿le ordenas que te lama la entrepierna? —preguntó—. ¿Le


pides que introduzca la empuñadura de la maquinilla mientras te frota tu...?

—N-no —dijo Charlotte, con vergüenza y quizás excitación por estar


tan expuesta.

—Pero lo haces cuando Bridget se va, ¿no es cierto? La despides y te


masturbas e imaginas que le ordenas a Bridget a que cumpla tus deseos más
rastreros. Eso o como castigo recibe un azote. ¿No es cierto?

Charlotte vaciló.

Darius le dio otro azote al trasero de Charlotte con la fusta, con más
fuerza esta vez.

— ¿No es cierto?

—Sí... algunas veces.

Con la fusta, le golpeó la espalda.

—Arquea la espalda, cabeza erguida, trasero arriba. No estás prestando


atención.

—Lo... lo siento —dijo mientras corregía la postura.

—Cuando te coloco, Charlotte, espero que mantengas la posición


hasta que te permita moverte. Quieres disciplina en los demás, pero tú misma no
la tienes. La disciplina no puede existir sin humildad y la voluntad de obedecer.
Debes ser castigada cuando no obedeces, de otra manera nunca aprenderás.
Eres como una pequeña yegua salvaje que corcovea y cocea cada vez que
alguien intenta ensillarla. Debes aprender a que te monten, Charlotte. Debes
aceptar el azote de la fusta. Como esto.

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Darius dio un paso atrás y se dispuso a darle una paliza con la fusta;
una serie de golpes rápidos alternando la dirección para que con cada revés
golpeara la nalga izquierda de su trasero y con cada derechazo, la nalga derecha,
como si azotara a un caballo para que galopara. Charlotte aceptó cada golpe con
un grito agudo que excitó a Darius de un modo increíble, como un animal. Cada
golpe con la vara dejaba, como consecuencia, una pequeña marca rosada. Se dio
cuenta de que intensificaba los golpes para formar dos círculos colorados y
ardientes, uno en cada globo de alabastro.

—Manten la posición —le ordenó Darius mientras Charlotte se


retorcía, por instinto, e intentaba evitar los azotes.

—Lo... intento.

— ¿Te he preguntado algo? ¿Te he dicho que podías hablar? —


cambió la dirección de la fusta y le dio un azote a la vagina que fue lo
suficientemente fuerte como para asustarla pero al mismo tiempo suave como
para no lastimarla.

—Ay, Dios —apretó las piernas y vaciló—. Por favor, yo... yo...

—No tienes remedio —hizo a un lado la fusta y se arrodilló detrás de


Charlotte y le separó las piernas—. Consentida, terca... solo existe un remedio.

Charlotte inspiró profundo, tembló en anticipación mientras


visualizaba cómo Darius la embestía con su pene y la follaba, rápido y con furia al
tiempo que le azotaba el trasero. La imagen era tan real, tan real, que le llevó a
Darius un momento darse cuenta de que provenía de Charlotte y no de él. No
significaba que no quisiera follarla. Lo deseaba con desesperación. Su erección
presionaba contra sus pantalones, casi hacía saltar los botones de los ojales; si no
la follaba pronto acabaría en los calzones.

Sería tan fácil darle lo que tanto deseaba y tan gratificante, también;
porque ella lo deseaba con suma urgencia y él también. Sin embargo, su deseo
más profundo y más apremiante era castigarla por algún pecado tácito
dominándola con maestría, doblegándola a su voluntad. Si le daba la buena y

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dura follada que en secreto deseaba Charlotte, al menos en ese momento,


cumpliría con el deseo de ella en lugar de forzarla a que cumpliera con el suyo.

—Has pedido esto —levantó la correa de cuero que se encontraba en


la pata izquierda del taburete de flagelación y lo ató alrededor del muslo de
Charlotte, firme y tirante, luego le ató el otro muslo del mismo modo. Darius se
inclinó hacia delante para asegurarle la parte superior de los brazos a las patas
delanteras del taburete; las entrañas de Darius se apoyaron sobre Charlotte como
si fuera a follarla por detrás. La sugestiva naturaleza de la pose y la erección de
Darius no fueron dejadas de lado por Charlotte, quien se frotó el cuerpo contra
Darius de un modo que lo acercó peligrosamente al orgasmo.

—Estás excitada, ¿no es así? —le murmuró al oído mientras se


acercaba para apretujarle los senos.

—Por favor...

— ¿Sí? —cogió cada uno de los pequeños y duros pezones con las
manos y tiró hasta producir en Charlotte un diminuto gemido.

—Por favor... oh, Dios, por favor...

— ¿Que te folle, por favor?

—Sí. Ay, sí, hazlo —le rogó mientras empujaba contra el cuerpo de
Darius—. Hazlo ahora.

—Charlotte, Charlotte... —retrocedió, abrochó el cinturón alrededor de


ella, que tuvo el efecto de, junto con las correas de las piernas, elevar más aún su
trasero y mantenerlo firme allí—. Hablas cuando deberías mantener la boca
cerrada y te mueves cuando deberías permanecer quieta, forzándome a que te
reprima. ¿Y ahora esperas una recompensa por tu rebeldía al decirme cuándo y
cómo debería darme placer? Creo que no.

Se levantó y quedó delante de ella. Se desabotonó el pantalón


desde el cinturón.

—Debes aprender a comportarte para poder apagar la sed de placer

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que sientes, Charlotte. Mientras tanto, yo apagaré mi sed, pero no en esa


pequeña y voraz vulva que tienes —se arrodilló y dejó salir su pene rampante
entre los pantalones mientras tomaba a Charlotte por la nuca—. ¿Puedes
succionarlo todo, como Lili?

—Puedo... puedo intentarlo.

—Haz más que el intento, Charlotte —dijo mientras le introducía el


pene en la boca—. Y quizás te deje acabar.

Charlotte resultó ser una experta succionadora; hacía una succión


firme y rítmica sin raspar ni siquiera una vez el pene con los dientes. La forma en
que se veía, atada a un taburete en una postura de sumisión mientras le
succionaba el pene dentro y fuera de la boca, aumentaba la sensación. A punto
de acabar demasiado pronto, quitó el pene y le dijo que le lamiera tan solo el
extremo, luego el pene y los testículos, con suavidad, provocativamente. Darius
luchaba contra la necesidad de eyacular y dejó que el placer aumentara y
aumentara.

—Colócalo una vez más en la boca —le ordenó, con el tono de voz
autoritario y tranquilo que pudo reunir bajo las circunstancias—. Profundo esta
vez, hasta donde puedas llegar.

Charlotte se empeñó en obedecerlo. Sus ojos se humedecieron


mientras le introducía el pene más y más adentro...

—Puedes hacerlo —dijo—. Abre tu garganta. Así es...

Quitó el pene cuando Charlotte comenzó a ahogarse. Aguardó unos


instantes hasta que recuperara el aire y luego, agregó:

—Otra vez... más profundo —empujó con más fuerza antes de


emprender la retirada—. Introdúcelo hasta la raíz. Buena chica.

La folló en la boca; empujó con más y más fuerza mientras el placer


le recorría las venas y emergía de sus entrañas como lava a punto de estallar.

—Estoy por acabar —dijo con voz áspera—. Trágatelo. Todo.

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Apretó los dientes para evitar gritar mientras eyaculaba en su boca y


dejaba todo allí y empujaba sobre ella, aferrándole con fuerza a la cabeza de
Charlotte. Sin aliento y saciado, quitó el pene de entre sus labios y lo guardó con
dedos poco firmes.

Charlotte dejó caer la cabeza. Su espalda se levantó como si luchara


por conseguir aire.

—Charlotte —le dijo con amabilidad mientras se ponía en cuclillas.

Hubo un sonido como de tos mientras Charlotte escupía su sorbo de


semen al suelo.

Darius se puso de pie y volvió a abotonarse el pantalón.

Charlotte lo miró con los ojos bien abiertos y con remordimiento.

—Yo... yo no pude —dijo—. Nunca pude. No puedo soportar la idea


de...

—Silencio —gruñó—. Te niegas a seguir mis órdenes, te niegas a


mantener la boca cerrada. Has afirmado que deseabas estar aquí, que estabas
preparada para someterte a mi voluntad, sin embargo...

—Sí —exclamó—. Solo que yo... yo... yo...

—Necesitas un poco de ayuda para sobrellevar tu terquedad natural,


¿no es cierto?

—Yo... supongo...

—Hubiera querido que comenzaras no siendo tan obcecada —dijo


mientras se dirigía a los estantes junto a la cama—. Debo decir que me has
decepcionado, Charlotte. Al parecer, vas a necesitar otra limitación externa antes
de que pueda permitirte ejercer esa limitación por cuenta propia.

Darius permaneció allí durante unos instantes y examinó varios de los


implementos de castigo del estante. Por el rabillo del ojo, vio cómo Charlotte lo
observaba con impaciencia.

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

Se detuvo a contemplar el barbero de hierro: un armazón de hierro


con bisagras y forma de cráneo soldado a una banda pesada dirigida a rodear la
parte baja del rostro. Por el frente, colgaba una cadena para controlar los
movimientos de la persona que la llevara puesta. Había una abertura triangular
para la nariz y la boca, y la base estaba amoldada para acomodar uno de dos
apéndices de hierro diseñados para servir de mordaza. Darius los examinó uno
por uno: el más benigno era una lengüeta plana; el más siniestro de todos era
una pequeña pero gruesa lanza adornada con clavos.

—No —rogó Charlotte mientras Darius examinaba el último, incluso


hasta casi probándolo especulativamente en su boca—. Por favor no, ese no. No
hablaré sin tu permiso, lo prometo.

—Sin embargo, lo estás haciendo ahora —retiró la lanza con clavos


e insertó la lengüeta de bronce—. Cálmate, Charlotte. Mi intención no es llevarte
hasta un punto en que no puedas hablar nunca más, sino más bien enseñarte a
manejar esa lengua insolente que posees.

Se arrodilló delante de Charlotte, abrió el barbero de hierro y se lo


colocó en la cabeza, empujó la protuberancia sobre la lengua mientras cerraba el
aparejo. Lo aseguró con el candado y deslizó la llave en el bolsillo del pantalón.

Por detrás, admiró a su cautiva, no solo desnuda para entonces y


atada al taburete de flagelación, sino también amordazada con un instrumento
diseñado tanto para humillar como para silenciar. Charlotte emitió unos maullidos
sordos de angustia, movió la cabeza como un cachorro que intenta quitarse el
collar. Sus pequeños senos se balanceaban y agitaban con cada esfuerzo.

Darius sintió que algo pesado se desplegaba entre sus piernas


mientras se reafirmaba su estado de excitación. Esa prostituta con máscara de
hierro estaba completamente bajo su poder, bajo su voluntad, nada menos.
Podía hacer lo que quisiera. Su propia excitación y la de ella aumentaban en
proporción directa al sufrimiento de Charlotte.

Era una sensación intoxicante e incluso estimulante, pero al mismo

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tiempo perturbadora. Esa no era la primera vez que Darius había sido forzado a
tener un contacto casual con un ser humano para transformarse en algo que no
era, para sentir cosas que no sentía a diario, para hacer cosas que, recordadas
después, lo espantarían. La experiencia le había enseñado que cuanto más durara
ese episodio (y no terminaría hasta que el ser humano estuviera listo para
terminarlo) más profunda sería su inmersión en las sensaciones y deseos que
había sido obligado a abrazar. En ese momento, todavía había una parte de él
que era Darius, el verdadero Darius, con su conocida ideología, principios, gustos
y aversiones, él mismo. Antes de que Charlotte acabara con él, sin embargo,
podía llegar a sentirse tan consumido ante esa persona brutal que su antiguo yo
sería tan solo un recuerdo.

Charlotte dejó de luchar y lo observó con cautela por entre las barras
de hierro del barbero, preguntándose, sin lugar a duda, qué otras humillaciones
tenía preparadas para ella. Sus ojos eran de un verde dorado y bastante
atractivos, en verdad, o lo hubieran sido de no ser por todo ese ridículo
maquillaje que llevaba puesto.

—Hasta ahora, fue para tu adiestramiento —le dijo—. Ahora, tu


castigo.

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Capítulo 5

C harlotte estiró el cuello con su cabeza enjaulada para observar a Darius


mientras hurgaba en el amontonamiento de prendas de vestir que había en
la silla de hierro, hasta que encontró la vara.

—Creo que mereces un poco de lo que les repartes con tanta


generosidad a nuestros queridos caballeros —dijo—. Si está bien que uno lo
haga, está bien que lo haga cualquiera.

Se colocó detrás de Charlotte y se puso frente a su trasero elevado;


dobló la delgada vara hacia un lado y hacia el otro para examinar la elasticidad
del bastón de caña.

— ¿Alguna vez te han azotado con una vara, Charlotte?—preguntó.

Negó con la cabeza.

—Pero te debes preguntar qué es lo que se siente.

Después de unos instantes de vacilación, asintió a regañadientes.

Darius dijo:

—Existen, como debes saber al ser esta tu arma elegida, una gran
cantidad de técnicas que uno puede aplicar con la vara, que dependen de si uno
desea provocar un dolor atroz y cicatrices permanentes o simplemente algunos
moretones transitorios. Me imagino que tú debes utilizarla con relativa prudencia.

Charlotte asintió enérgicamente.

—Por supuesto —continuó—. Tu objetivo al administrar los azotes


es la estimulación erótica. La mía, es el castigo.

Al batir la vara en el aire provocó un silbido maligno.

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Charlotte sintió náuseas.

— ¿Cuántos azotes asestas por lo general? —preguntó—. ¿Cinco?

Negó con la cabeza.

— ¿Cuatro?

Negó una vez más con la mirada en la vara.

— ¿Menos?

Asintió con la cabeza.

Darius arqueó una de las cejas con un gesto de escepticismo.

—Recibirás seis —se concentró en la parte más regordeta del trasero


de Charlotte que aún estaba colorado por la fusta y dijo—: uno.

Le dio un azote con la vara, corto, con un pequeño giro de la


muñeca para provocarle un pinchazo. A continuación, se oyó un ruido seco que
provocó un gemido sordo en Charlotte, que se esforzaba en vano por librarse de
las ataduras.

En las nalgas del trasero de Charlotte apareció un delgado y pálido


moretón que enrojecía mientras Darius lo observaba. Por la forma en que se
retorcía y gemía, estaba claro que cuando la sangre llegaba al lugar del impacto,
el dolor se intensificaba, en lugar de desaparecer. Le llevó casi un minuto
calmarse; Darius apuntó una vez más.

—Dos —dijo y le provocó una nueva marca debajo de la anterior.


Esperó, al igual que antes, para que el dolor apareciera en su plenitud, que la
marca se enrojeciera antes de seguir con la cuenta y asestar los azotes tres,
cuatro y cinco; cada vez un poco más abajo.

—Seis —con el último azote, intentó apuntar a los muslos, un lugar


que parecía, por la reacción de Charlotte, muy sensible. Una vez finalizado el
azote, Charlotte tenía una clara escalera de moretones en el trasero que
sorprendieron a Darius como cruelmente bellos.

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La vagina de Charlotte estaba, en todo caso, más inflamada que antes.


La humedad brillaba entre los labios distendidos.

—Encuentras placer en los azotes —dijo—. El dolor, la humillación,


excitan tus deseos, ¿no es verdad?

Cuando vaciló, Darius la azotó una vez más con la vara y dejó una
marca nueva debajo de la última.

— ¿No es verdad?

Asintió con la cabeza.

Darius le asestó un golpe con la vara en la vulva, un poco más arriba,


sobre la pequeña abertura fruncida, y la presionó lo suficiente como para forzar
un surco natural hacia la punta del estrecho esfínter. Charlotte inspiró profundo.
Estiró el surco, introdujo la vara una vez más, y una vez más, y una vez más,
provocándole un gemido de satisfacción cada vez.

— ¿Alguna vez te follaron por el culo, Charlotte?

Vaciló y luego asintió con la cabeza.

— ¿Lo disfrutaste?

Negó con la cabeza con violencia.

— ¿Por qué no? ¿Porque es denigrante?

Negó con la cabeza.

— ¿Porque es doloroso?

Asintió con la cabeza.

—No tiene que serlo —dijo—. Si uno se encuentra en las condiciones


necesarias.

Arrojó la vara una vez más hacia la silla, aflojó la hebilla que le
sujetaba la cabeza, tomó la cadena del barbero de hierro y tiró de él.

—De pie.

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

Charlotte se puso de pie y se inclinó para sacudirse las medias que


estaban mugrientas por haber andado a gatas por el suelo.

Darius tiró con fuerza de la cadena para levantarla.

— ¡Eres completamente incorregible! Dije «de pie»; no dije


«Levántate y sacúdete». Levántate, maldita sea. Los hombros para atrás, las tetas
afuera, las manos cruzadas por detrás de la cintura.

Charlotte cumplió con lo que le ordenó.

—Cuando estés de pie o sentada —dijo—, debes mantener la postura


a menos que te diga lo contrario. Cuando digo «abajo» debes alejarte de mí y
arrodillarte con las manos por detrás de tu espalda y bajar la cabeza hasta que la
frente toque el suelo, tan cerca como sea posible de las rodillas. Todo el tiempo,
debes mantener la espalda arqueada, hacer movimientos con gracia y mantener
una compostura humilde. ¿Comprendes?

Asintió con la cabeza.

—Por supuesto que comprendes —dijo—. Pero conociéndote,


necesitarás un poco de ayuda en el aprendizaje para poder cumplirlo.

Caminó hacia el compartimiento donde se encontraba la cama;


Charlotte iba a rastras detrás de él mientras Darius tiraba de la correa. En uno de
los estantes había varios cinturones, bandas de hierro que se ajustaban alrededor
de la cintura y maniataban los brazos con unas argollas, algunos al costado, otros
en la espalda. Afortunadamente, el cinturón más pequeño tenía argollas en la
espalda. Lo colocó en la cintura de Charlotte y le ordenó que entrelazara los
dedos por detrás de ella para poder sujetarla con las argollas.

—Esto servirá como recordatorio de una buena conducta —dijo—.


Hasta que aprendas a hacerlo tú misma.

Darius se volvió hacia la cama, tiró del colchón y las mantas, los arrojó
al suelo y dejó a la vista una red de sogas entrelazadas (bramante, como el que
estaba enrollado alrededor de los postes de la cama). Tiró de Charlotte y le

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ordenó que se echara allí de bruces.

Charlotte vaciló y parpadeó delante de la cama de sogas, desnuda.


Darius la levantó abruptamente y la acostó con la vulva y cada seno ubicado
sobre cada una de las aberturas de quince centímetros cuadrados que se
formaban en la intersección de las sogas; luego, buscó el rollo de bramante. Le
abrió bien las piernas, las aseguró a la cama de sogas atándolas con firmeza
desde los tobillos hasta los muslos, y ajustó las ataduras cerca de las marcas que
le había provocado como castigo. Atada y amordazada con el barbero de hierro,
las piernas inmovilizadas por completo, estaba tan indefensa como una mosca en
una telaraña.

Charlotte miró fijamente a Darius a través del barbero de hierro


cuando volvió a fijar su atención en los estantes. La mayoría eran espantosos,
incluso monstruosos, pero algunos lo sorprendieron como perversamente bellos,
como la colección de peras forjadas en acero repujado con manijas prolijamente
adornadas en el extremo. Eligió la más pequeña, de aproximadamente quince
centímetros de largo, cuya punta, semejante a un bulbo (el extremo de la "pera",
en flor), era tan gruesa como la cabeza de un pene.

Darius tomó asiento en el borde de la cama y deslizó el pequeño


instrumento sobre el trasero a rayas de Charlotte y entre los labios de su sexo,
aún inflamado debido al efecto de la cantárida, y húmedo por la excitación.
Emitió unos quejidos de súplica a través de la mordaza y levantó la cadera como
reflejo. Con agrado, Darius introdujo la pera en la vagina.

— ¿Tantas ganas tienes de que te follen? —le preguntó mientras hacía


girar la pera provocativamente en la pequeña y húmeda abertura—. ¿Incluso con
un trozo de acero duro y frío?

Asintió con la cabeza.

La introdujo dentro de ella, entera. Charlotte empujó con la cadera,


rogándole sin palabras que la masturbara.

—Es un aparato astuto el que has invitado a tu entrepierna —dijo

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mientras lo giraba de un lado a otro dentro de la vagina de Charlotte—. Hermoso


para mirarlo, pero con un pequeño y desagradable secreto. Le dicen la poire
d'angoisse.

Esperó que Charlotte tradujera la frase del francés al español: la pera


de la angustia. Sus movimientos cesaron. Se volvió con la cabeza enjaulada para
mirarlo.

— ¿Quieres que te demuestre por qué se llama de este modo? —le


preguntó.

Lo miró con fijeza durante unos segundos y negó con la cabeza.

Darius dijo:

—Vamos, seguro que tienes un poco de curiosidad. Verás, esta


manija está conectada a un tornillo. Si uno gira de este modo —le dio una vuelta
corta que la hizo gemir— hace que los pétalos de acero que conforman la pera
se abran, como una flor. Cuanto más se gire, más se abrirá, produciendo
eventualmente un grado considerable de dolor y mutilación.... y en muchos
casos, la muerte. En el pasado, la poire se utilizaba como castigo y para obtener
confesiones. El pecado de la acusada determinaba en qué cavidad del cuerpo se
insertaría, algunas veces recubierto con alguna sustancia nociva o cáustica. Las
herejes la recibían en la boca; las sodomitas, en el culo. Claro está, para las
prostitutas como tú, el orificio elegido era la vagina.

Giró una vez más la perilla. Charlotte comenzó a retorcerse y a


enroscarse, luchaba con las ataduras, más por el miedo, sabía Darius, que por el
dolor; apenas la había expandido.

—No te agrada la sensación que te provoca en esa pequeña vagina


consentida que tienes, ¿no es así? Como debes saber, tengo otros planes para
este objeto.

Cerró la pera y se la quitó.

Darius cogió la botella marrón que se encontraba en el estante de

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abajo, la destapó y dejó caer unas gotas de un fluido amarillento y acaramelado


sobre la punta de la pera, girándola de un lado a otro hasta que quedó bien
cubierta.

Charlotte negó con la cabeza de un modo salvaje; emitió quejidos de


protesta.

—Es aceite de oliva —dijo secamente mientras tapaba la botella y la


colocaba en su lugar—. Para las lámparas.

Charlotte cerró los ojos y dejó de mirarlo, avergonzada y aliviada al


mismo tiempo.

—Como verás, la abertura para la cual este objeto ha sido diseñado


—explicó mientras le separaba las nalgas del trasero—. Es de algún modo un
poco menos complaciente que...

Charlotte corcoveó y golpeó cuando se dio cuenta de dónde iba a


introducir la pera.

—Quédate quieta —le ordenó mientras forzaba su sumisión al


presionar con fuerza su espalda—. No intento lastimarte, simplemente estirar un
poco la zona. La pera quedará dentro y gradualmente se expandirá, hasta que
hayas aprendido no sólo a tolerarla sino a que te resulte excitante. Me lo
agradecerás cuando aquello que una vez creías doloroso te cause un extraño
grado de placer.

Había un gesto de duda en Charlotte, pero dejó de retorcerse.

Esta vez, cuando separó las nalgas, Charlotte permaneció quieta y


tensa, sus ojos cerrados con fuerza. Se sobresaltó cuando presionó la base
resbaladiza de la pera y la penetró tan solo un centímetro antes de que su
cuerpo se estrechara sobre el intruso.

—Relájate —le dijo mientras giraba y empujaba y avanzaba un poco


más—. Si estás tensa, solo te lastimará. Te lo haré de todos modos, no tienes
otra opción, así que será mejor que te abras y lo aceptes.

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Asintió con la cabeza, inspiró y le dejó que se lo hiciera.

Esta vez, cuando empujó, la pera se introdujo más, gracias en parte


al recubrimiento de aceite.

—Eso es —murmuró mientras lo introducía más y más adentro—. Eso


es —buscó con la mano libre entre sus piernas y le acarició el suave y cálido
sexo—. Puedes acabar ahora por ser tan buena chica.

Charlotte contrajo los músculos y comenzó a frotar su vagina


húmeda y su pequeño y tenso clítoris contra los dedos de Darius, una y otra vez;
la cadera se movía con un ritmo carnal. Con cada presión hacia arriba, Darius
empujaba la pera un poco más adentro y la retorcía un poco para aumentar la
estimulación interna. Cuanto más asociara Charlotte esa estimulación con el
placer, más grato sería para ambos cuando introdujera su pene en lugar de la
pera.

Para cuando introdujo todo el largo de la pera, Charlotte estaba en


un ataque de lujuria. La cama crujía con cada presión sobre la ahora ya húmeda
mano de Darius.

Charlotte gritó a través de la mordaza mientras acababa y se movía


con salvajismo contra la mano. Darius la excitó con empujones poco profundos
de la pera mientras la acariciaba con suavidad cuando el placer de Charlotte
comenzó a menguar, luego con más ahínco para extenderlo. Acabó tres veces
más y hubiera continuado, indudablemente, si Darius hubiera complacido su
callada petición de liberación, pero por ahora, su propio deseo de liberación se
había vuelto demasiado evidente como para ignorarlo.

Le desató las piernas y la ayudó a ponerse de pie.

—Si te quito la mordaza —preguntó—. ¿Puedo confiar en que te


comportarás como si todavía la llevaras puesta?

Charlotte asintió con la cabeza, con lo cual abrió y le quitó primero el


barbero de hierro y luego el cinturón. Sin que la instaran a hacerlo, entrelazó las

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manos detrás de la cintura y quedó de pie con los hombros hacia atrás y los
pechos hacia afuera.

Darius la rodeó, alabó la postura y asintió en señal de aprobación.

—Suéltate el cabello —dijo.

Charlotte lo hizo. Cayó hasta la cintura en una trenza brillante y gruesa.

— ¿Debo desatarla? —preguntó.

—No, déjala como está. Pero entrégame aquellos —dijo, mientras


señalaba las pequeñas hebillas tachonadas con diamantes—. ¿Son verdaderos o
falsos? —preguntó, mientras sostenía uno en alto para admirarlo a la luz de la
antorcha.

—Verdaderos, por supuesto.

Los guardó en el bolsillo. Charlotte hizo un gesto como si fuera a


objetar algo, pero reprimió sus palabras.

Darius señaló el colchón que estaba en el suelo y le ordenó:

—Acuéstate.

Charlotte dio un paso hacia el colchón y comenzó a arrodillarse,


forzándolo a que le recordara que debía alejarse de él primero. Lo hizo, luego se
arrodilló y se inclinó hacia delante con las manos entrelazadas detrás de la
espalda y la cabeza gacha.

Con rapidez, se desabotonó el pantalón mientras saboreaba la imagen


de la pera saliendo de entre las nalgas de Charlotte, las cuales tenían un prolijo y
espaciado bordado de moretones. Tenía la vagina húmeda, colorada y bien
abierta. Se arrodilló detrás de ella, la cogió por la cadera y la llenó con una única
y diestra embestida que le arrancó un grito de placer.

Se enroscó la trenza alrededor del puño como si fuera la rienda de un


caballo y la folló con empujones fuertes y profundos mientras disfrutaba de la
postura de sumisión, de la humildad de Charlotte, de la completa entrega a su
voluntad. Cuando estuvo a punto de acabar, hizo una pausa y giró la perilla de la

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pera lo suficiente como para sentir que se abría dentro de ella y la ceñía. Gimió
por esa presión que sintió, pero no expresó objeción alguna.

Giró la perilla una vez más.

—Detente, te lo ruego —imploró.

Darius tiró de la trenza y sacudió la cabeza con fuerza hacia atrás


forzándola a que volviera a desplegar una hermosa curva con el trasero.

—Tenemos un acuerdo, tú y yo. Es mi función decidir lo que puedes


soportar y la tuya, aceptarlo. ¿No es lo que has acordado hacer? —le dio una
paliza en el trasero, sintió que la piel de la palma de la mano ardía; Charlotte
gritó de un modo que le pareció intensamente excitante—. ¿No es cierto?

—Yo...S-sí, pero...

— ¿Pero? —todavía tiraba de la trenza y volvió a darle otro azote


con más fuerza-. Pequeña roñosa mentirosa -y una vez más-. Puta -Y otra vez, y
otra más... -. Mujerzuela. Ramera. Prostituta.

Se quedó inmóvil con el pene bien adentro de Charlotte. Cada golpe


repercutía en el sexo de ambos. Las vibraciones rítmicas hacían que su pene se
volviera duro, doloroso, que lo acercara más y más...

Charlotte había deseado que la follaran dándole azotes; había


cumplido su deseo, pero según Darius, no el de ella No significaba que no lo
disfrutara. Ya fuera por el dolor, o a pesar de él, estaba húmeda e hinchada. Su
temor inicial había sido reemplazado por gemidos guturales mientras empujaba
contra el para sentirlo aún más profundo y duro.

—Quédate quieta —quitó parte de su pene, separó las manos de


Charlotte y las deslizó por entre sus piernas y le ordeno que le acariciara el
miembro y los testículos, pero que no se atreviera a tocarse a sí misma-. Debes
aprender cuándo es el momento de acabar.

Darius se quedó quieto mientras Charlotte cumplía con lo que le


había ordenado, pero su caricia suave y fría pronto hizo que todo su cuerpo se

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

agitara y que su respiración se volviera entrecortada. Llegó al climax de inmediato


y emitió un grito que resonó como un trueno en todo el sótano.

Una vez que recuperó el aliento, quitó el pene, impulsando un


pequeño quejido de frustración en Charlotte. Se puso de pie y se abotonó los
pantalones con manos paralizadas.

—Podrás acabar cuando seas buena y obediente — dijo-. No cuando


lloriquees y te quejes y cuestiones mis...

La miró y vio que la nalga derecha de su trasero, la que había


golpeado, estaba extremadamente colorada. Tenía las marcas tan inflamadas que
le sorprendió que ninguna hubiera comenzado a sangrar.

—Mon Dieu —murmuró, sorprendido de lo cerca que había estado de


lastimarla, de cuánto lo había deseado. Estaba perdiendo el control. Una señal de
que estaba perdiendo el control en Darius, el verdadero Darius y se estaba
convirtiendo, de corazón y alma, en el despiadado y maldito vividor que Charlotte
quería que fuese.

Charlotte giró apenas la cabeza para mirarlo, como preguntándose


qué sucedía de malo. Debería haberla castigado por haber dejado su posición,
pero no lo hizo. Sacó la llave de la puerta de su bolsillo, fue hasta el pasillo para
coger un balde de agua del pozo. Lo colocó junto al colchón, junto con el orinal
que se encontraba debajo de la cama.

—Voy a arriba a buscar algo para comer —para alejarse de ella, en


verdad, para alejarse de la nefasta influencia que ejercía sobre él. No le dejaría
saber el efecto que provocaba en él, el poder involuntario que esgrimía sobre
él—. Lávate en mi ausencia —sacó su pañuelo y lo arrojó delante de Charlotte—.
Rápido, y luego retoma la posición. Quiero encontrarte tal cual estás cuando
regrese.

En verdad, cuando regresó una hora y media después, Charlotte


estaba precisamente como la había dejado, arrodillada, con el rostro sobre el
colchón y las manos entrelazadas por detrás de la espalda. El orinal y el balde

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estaban en un rincón, con el pañuelo húmedo prolijamente tendido sobre un


travesaño de la jaula de ahorque: como prendas de vestir puestas a secar, un
toque doméstico que Darius no podría haber previsto. Charlotte lo siguió con la
mirada mientras se acercaba. Traía una bandeja en una mano y un farol en la
otra.

Darius colgó el farol de un gancho del techo, tiró de la cabeza de


Charlotte por la trenza y acomodó la bandeja, que tenía tres tazones de
porcelana de piedra y una servilleta doblada.

—Come —dijo, mientras le indicaba el tazón más grande que


contenía una soupe au chou que había sobrado de la cena de los criados. El
caldo se había consumido por lo que solo quedaba un montículo de repollo,
tocino y patatas entre una mezcla de hierbas aromáticas y vegetales. Los dos
tazones más pequeños tenían vino.

Claramente desalentada porque Darius esperaba que comiera sin las


manos, arrodillada sobre la comida como un perro, Charlotte dijo:

—Yo... yo en verdad no...

—No quiero que te desmayes del hambre cuando todavía tengo algo
para ti —Darius se apoyó en una columna con los brazos cruzados mientras la
observaba—. Come.

Charlotte saboreó la sopa por un largo y desapacible momento y


pudo encontrar un posible trozo de patata.

—Buena chica —dijo.

Utilizó los dientes para coger el trozo de patata y comerlo, y luego


algo de tocino, algo de repollo, un poco más de patata...

—No te olvides del vino... —dijo—. El tazón de la izquierda contiene


cantárida. El de la derecha está sin adulterar. Puede beber el que prefieras.

Charlotte se inclinó hacia delante y sumergió la lengua en el vino con


cantárida con la delicadeza de un gato. Le llevó un par de lengüetazos desarrollar

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una técnica, pero en breve, había aprendido a enroscar la lengua para poder
lamer con mayor eficiencia. Había algo que titilaba con crudeza en aquella
condesa de cabello rubio que se encontraba en cuclillas sobre la comida y tenía
el rostro sobre el tazón, las manos con obediencia detrás de la espalda; había una
perilla de acero que emergía de su trasero azotado y lleno de cicatrices.

—Levanta la servilleta —le ordenó cuando ya había comido lo


suficiente.

Charlotte intentó soltar las manos.

—Ah, ah, ah —dijo Darius.

Hizo una pausa, luego levantó la servilleta con los dientes.

—Ponte de pie y acércate.

Charlotte se levantó con increíble gracia y fue hasta quedar delante de


Darius, la espalda arqueada, las manos detrás, la servilleta aún entre los dientes.

Darius la tomó y la utilizó para limpiarle la boca y quitar ese absurdo


colorete en el proceso. Luego, arrojó la servilleta a la bandeja.

—Retrocede —dijo—. Ponte debajo del farol. Déjame verte bien.

Charlotte hizo lo que le había ordenado.

—Vuélvete —le ordenó—. Despacio.

Charlotte tenía la frágil belleza de una figura de porcelana,


exquisitamente pálida excepto por sus pezones y la vulva, que estaban rojizas por
el efecto de la cantárida. El cuerpo tenía dimensiones elegantes, la piel suave y
sin defectos (excepto por unas pocas estrías visibles en su vientre que Darius
nunca hubiera notado de no haber sido por la brillante luz que la iluminaba
desde arriba).

— ¿Tienes hijos? —preguntó.

—Soy estéril.

Señaló la evidencia que había en su vientre de que alguna vez había

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

estado estirado y dijo:

—Estas marcas dicen lo contrario. Has dado a luz.

Frunció el ceño ante las marcas mientras preparaba una respuesta.

—Solo... solo una vez. Quedé estéril después.

— ¿Cuándo? —preguntó—. Cuándo diste a luz, me refiero.

Charlotte se tomó su tiempo para responder y, cuando lo hizo, fue


con una renuencia obvia.

—Hace nueve años —evidentemente no le interesaba esa


conversación; no le agradaba que le recordaran que era la madre de un niño
cuyo padre la había estado follando y azotando e introduciéndole objetos en el
trasero.

— ¿Un hijo o una hija?

—Un hijo —respondió con rigidez, mientras miraba hacia delante, no


a Darius.

—Un hijo y un heredero; eso debe de haber hecho feliz al último Lord
Somerhurst. ¿Y cómo hace una lujuriosa viuda para deshacerse de un incómodo
conde de nueve años mientras ella levanta sus faldas para los miembros del Club
del Infierno? Me imagino que lo habrás enviado a un colegio de internos para
que aprenda a ser un auténtico lord del reino.

No respondió, simplemente continuó mirando más allá de él.

—Me mentiste —dijo—. Cuando te pregunté si tenías niños me


respondiste que eras estéril.

—Pero es verdad, lo soy...

—Me has engañado a propósito. No veo la diferencia sustancial entre


eso y una mentira categórica.

Charlotte suspiró.

—No tiene importancia por qué me has mentido — dijo—. No lo

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aceptaré. Debo enseñarte una lección, una que te herirá profundamente.

Entonces lo miró.

—Ven —le hizo un gesto para que lo acompañara al compartimiento


de la cama de tortura.

La sólida mesa estaba rodeada por un marco de hierro y estaba


provista de tres rodillos de madera de ocho o diez centímetros de diámetro, uno
a cada lado y otro en el centro, conectados entre sí por sogas que se enroscaban
en los tres rodillos. Darius le ordenó a Charlotte que se subiera al aparato y se
acostara. Logró hacerlo pero con torpeza; Darius no estaba de humor como para
ofrecerle su ayuda.

Al ver que se había ubicado con el trasero arqueado sobre el rodillo


del centro, la reubicó para que el rodillo quedara debajo de la cadera y la perilla
de la pera fuera accesible en caso de que decidiera utilizarla. Le levantó los
brazos y los estiró hacia atrás, y le ató las muñecas al rodillo superior con un
nudo corredizo en los extremos de ambas sogas; le separó los pies y los ató del
mismo modo al otro extremo.

Mientras la acariciaba, un cuadro apareció en su imaginación: una


mujer torturada en una cama por hombres enmascarados y con túnicas. Para
muchas mujeres, una imagen así les crearía sentimientos de repulsión y terror,
pero no a Charlotte Somerhurst. Darius sintió la fascinación de Charlotte ante la
idea de ser atada y estirada, atormentada, penetrada, y la excitación que le
provocaba el saber que recibiría ese trato de él.

Le molestó que el castigo de Charlotte por aquella insolente mentira


fuera algo que deseaba en secreto. Sin importar que todo lo que había sucedido
entre ellos aquella noche estaba enraizado en su desconcertante deseo de ser
castigada. Las cosas que le había hecho, las cosas que le había ordenado que
hiciera, eran todas, en esencia, una petición de sus deseos más oscuros y tácitos.
No obstante, cuanto más se zambullía Darius en el rol que ella le había dado,
más se sentía (más se convertía) en el arrogante, vicioso y excitado martirizador

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que ella quería que fuera.

En cada extremo del cilindro central había una manivela de hierro con
agujeros en lugar de agarraderas; la larga barra de hierro para operar la manivela
estaba contra la pared. Darius trabó la punta de la barra en la manivela y tiró
hacia él con ambas manos junto con su peso, ya que la maquinaria era muy
antigua y muy pesada. El cilindro central giró con un crujido, tiró de las sogas y
de los brazos y piernas de Charlotte que quedaron un poco más tensos. Movió la
manivela varias veces más hasta que Charlotte estuvo estirada con las caderas en
alto a la altura del rodillo central, lo que hizo que Darius posara su atención en el
sexo que empujaba hacia arriba. Estaba, por si fuera poco, más rosado que antes.
La abertura brillaba de la humedad.

—Disfrutas demasiado con esto —volvió a colocar la barra en la


manivela. Con cada movimiento sucesivo, las sogas se tensaban aún más y
ejercían más presión en las extremidades de Charlotte.

—Basta —dijo casi sin aliento—. Por favor.

Darius se quitó la corbata que llevaba alrededor del cuello e hizo un


ovillo.

—Uno creería que a estas alturas tendrías, que haber aprendido a


mantener la boca cerrada —le ordenó que abriera la boca y se la rellenó con el
rollo de seda.

Amordazada, los únicos sonidos que podía producir eran quejidos


sordos. Trató de mirarlo a los ojos cuando Darius buscó la barra una vez más, la
única expresión en su rostro era de súplica. La ignoró y le dio un último giro a la
manivela, solo para recordarle que era él quien esgrimía el poder allí, quien tenía
el derecho a distribuir placer o dolor a discreción.

Fue hacia los estantes cerca de la cama, Darius eligió un par de


pequeños tornillos de mariposa y regresó. Diminutos objetos maliciosamente
ingeniosos, compuestos por dos bandas de hierro unidos por tornillos; las
paredes interiores, destinadas a apretar los dedos o pequeñas partes del cuerpo,

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tenían clavos para ser aún más efectivos. Charlotte levantó la cabeza, la única
parte que apenas podía mover, para ver cómo pellizcaba y tironeaba de su pezón
derecho hasta que quedó tenso y colocó el pequeño instrumento en él. Ajustó
los tornillos para que las placas se unieran y se detuvo cuando Charlotte dio un
sobresalto. Hizo lo mismo con el pezón izquierdo y luego enroscó y tiró de
ambos tornillos de mariposa hasta que se oyó un gemido a través de la mordaza.

¿Era placer o dolor lo que había provocado ese gemido? Darius


estaba tan confundido por su papel en aquel extraño drama que ya no sabía
cuál quería producir como respuesta.

Separó los labios de su sexo e introdujo un dedo en su pequeña y


estrecha vagina. Un néctar ardiente como savia se deslizó por su mano. Charlotte
se estremeció a causa del placer. Cualquiera que fuera la incomodidad que
Charlotte tuviera que padecer, estaba claramente en un feroz estado de
excitación, que solo aumentaba, sin lugar a dudas, por el sufrimiento al que él la
estaba sometiendo.

— ¿Debería ajustar uno de esos tornillos de mariposa a tu clítoris? —


deslizó el pequeño y resbaladizo capullo entre el pulgar y el índice, y notó con
satisfacción cómo se enrojecía y lo devoraba en respuesta a su caricia—. No —
dijo—. Tengo una idea mejor.

Se inclinó delante de ella, tomó la diminuta perla entre sus dientes y


mordió con la suficiente fuerza como para hacerla temblar de incertidumbre y
que se preguntara cuan lejos llegaría. La dejó con la duda unos instantes,
mientras movía sus dientes de atrás para delante para que pudiera sentir el filo
de los mismos. Luego, fue hacia los pequeños y delicados pliegues de sus labios
internos, luego los externos, a los que mordisqueó y pellizcó y finalmente
(seducido por la suavidad de sus partes sin vello), lamió. Charlotte estaba caliente,
suave y lujuriosa. No cabía duda de por qué sus amantes preferían que no
tuviera vello cuando se trataba de sexo oral.

Darius introdujo el dedo corazón, luego dos más en la vagina húmeda

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de Charlotte mientras giraba la perilla de la pera al tiempo que le hacía sexo oral
con caricias como si su lengua fuera una pluma. Charlotte se estremecía. Sus
pulmones trabajaban como fuelles. La cabeza, echada hacia atrás.

Una vivida fantasía de su imaginación —de Charlotte por supuesto—


lo bombardeó como fuego de artillería: dos hermosos amantes que se retuercen
en ella, la sacian, que le dan puñetazos ahí dentro, que gimen mientras su
excitación aumenta junto con la de ella. Era un placer que nunca había
experimentado, debido a la incomodidad con que asociaba las relaciones sexuales
de los griegos, pero había soñado muchas veces con algo así; un placer que
Darius, le agradara o no, estaba obligado ahora a proporcionarle. ¿La satisfaría
finalmente? ¿Terminaría con esa loca parodia?

No importaba. Charlotte lo deseaba; Darius, su amo y esclavo, debía


hacerlo.

Estaba cerca ahora, tan cerca que sobrevolaba la orilla jadeante del
climax.

—No —se alejó de ella mientras negaba con la cabeza. ¿Estaba loco?
¿Era esa la forma con la que le pagaría por mentirle? ¿Dándole placer,
permitiéndole que acabara? Maldita perra, siempre se las arreglaba para
controlarlo, para alejarlo de lo que él quería. Estaba tan perdido en los
pensamientos y sentimientos de Charlotte que no podía mantener claros los
suyos. No podía ser dominado, y menos por ella.

Charlotte, con los ojos salvajes de la frustración y el atropello, luchó


con las ataduras mientras veía cómo Darius buscaba en su bolsillo la llave de la
puerta.

—Te he dicho que la lección te heriría profundamente —dijo.

Charlotte sacudió la cabeza con desesperación hasta que la


improvisada mordaza se aflojó y pudo escupirla.

— ¡No te vayas! Por Dios, Darius, por favor. No puedes dejarme...

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Le asestó un golpe en el rostro con tanta fuerza que la cabeza giró


hacia un lado.

— ¡No me digas lo que no puedo hacer!

Charlotte lo miró a los ojos; la mejilla se enrojeció.

Una parte distante y decreciente, la parte que aún era el Darius de


antes, estaba sorprendido de que hubiera golpeado a una mujer debido a su
enojo; pero el nuevo Darius, la monstruosa mascota de Charlotte, se deleitaba
con el dolor y la conmoción. Dios, cómo odiaba en lo que se había convertido,
lo que había hecho con él, pero sobre todas las cosas la odiaba por hacerle esto
a él.

—Darius —dijo—. No te vayas. Darius, por favor...

Darius se volvió y se fue.

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Capítulo 6

-P or el poder de la oscuridad —Francis Dashwood hizo un brindis mientras


elevaba una copa en forma de cuerno que contenía ginebra.

—Por el poder de la oscuridad —repitió Lili, junto con aquellos que se


habían reunido en el salón para el tradicional banquete posterior a la misa: los
superiores del Fuego del Infierno con sus túnicas de monje de seda blanca, los
miembros comunes con sus atuendos ordinarios, y las vírgenes (ya todas con las
mismas prendas de vestir), aventureras de la región, con negros hábitos de
monja.

Todas excepto Lili, quien permanecía junto a Dashwood con el cabello


aún suelto y con el voluminoso velo que había utilizado durante la misa, sin capa
ni adornos para el cuerpo. La Bona Dea siempre conservaba el velo durante el
banquete, pero en lugar de esconder su cuerpo de pies a cabeza, como era
costumbre, Lili había decidido envolverlo alrededor del cuerpo y anudarlo sobre
uno de los hombros como el lubushu que se usaba en su tierra natal. De este
modo, aunque su cuerpo todavía era visible a través de los pliegues de aquella
tela delgada y liviana para los que la observaban en detalle (que parecía ser cada
hombre en aquella habitación y alguna de las mujeres) quedaría algo para la
imaginación. Y la imaginación, según Lili, encendía las pasiones con mucha más
efectividad que la cruda exhibición de la carne.

— ¡Archer, viejo amigo! —gritó Dashwood—. Te unes a nosotros


después de todo.

Todas las miradas se volvieron hacia la puerta principal que enmarcó


al joven y serio Lord Henry, el misterioso mayordomo de la anfitriona.

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—Yo... em... no permaneceré mucho tiempo —dijo Archer—. Solo


pasaba para... ya sabes, estar seguro de que tienes todo lo que necesitas,
comprobar que el salón ha sido preparado según tus indicaciones.

Examinó el majestuoso salón con su elevado cielorraso y vigas de


roble, el revestimiento de madera encerado y las ventanas altas; parpadeó
cuando vio los diversos juguetes ubicados entre los sofás y pálidas poltronas: un
caballo para azotes, un armazón para azotes con la forma de la cruz de San
Andrés, un conjunto de palos, una escalera en forma de pirámide con mordazas,
una cama con argollas y sogas y, por supuesto, el rampante cisne negro que
era, más o menos, la mascota del Fuego del Infierno. Miró fugazmente la
vestimenta transparente de Lili, buscó sus ojos y miró con rapidez hacia otro lado.

Lili siguió la mirada de Archer hacia el caballete de pintor ubicado


cerca de una ventana abierta al cielo nocturno donde estaba sentado el señor
Hogarth, pintando en un lienzo uno de sus bosquejos; había óleos, pinceles y
solventes dispuestos sobre una mesa junto a él. De un muro cercano, pendía la
lista en la que el administrador del Fuego del Infierno, Paul Whitehead, llevaría el
recuento de los logros amorosos de los miembros durante las festividades.

En el estrado, en el extremo más alejado del salón, los criados daban


los últimos toques a una fila de mesas decoradas e iluminadas con la luz de las
velas y repletas para el festín esencial del Club del Fuego del Infierno. La mayoría
de las vituallas habían sido elegidas por las cualidades estimulantes y por estar
condimentadas con especias afrodisíacas tales como raíz de jengibre, azafrán,
semillas de anís y pimientos. Había bandejas de plata y cristal tallado adornadas
en un juego exótico: carne asada que semejaba el trasero de una mujer, pichones
que parecían senos adornados con cerezas, criadillas de ciervo suédois, caracoles,
sardinas, huevos duros, aguacates, granadas, espárragos, alcachofas, puerros,
trufas, castañas, bulbos de orquídea, una gran cantidad de variedades de ostras,
litros de vino y el peligroso y potente «Ponche del Fuego del Infierno». Lo más
seductor de todo, bajo el punto de vista de Lili, era un racimo de pequeños
tazones de cobre sobre braseros llenos de un fragante y sensual chocolate.

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Dashwood le aseguró a Lord Henry que tenían todo lo necesario y le


comentó lo mal que se sentía por tener que partir a la mañana siguiente.

—Muy decente por parte de Madame des Ombres el habernos


invitado, sin conocernos —dijo—. Debe de ser una dama muy buena...
condenadamente buena.

—Em... sí, diría que lo es —dijo Archer mientras retrocedía hacia la


puerta, y le echaba otra mirada furtiva a Lili—. Bien. Muy bien. Bien, entonces, no
lo entretendré más.

Una vez que Archer cerró la puerta detrás de él, Dashwood anunció
que, según la tradición del Fuego del Infierno, el Abad del Día sería el primero en
elegir entre las damas, después de lo cual el resto de los miembros podría elegir
su pareja como quisiera. Hizo un gesto con la mano, tras el cual las «monjas»
formaron una fila a ambos lados de Lili.

—Bien, entonces —Dashwood hizo un gesto para indicarle a Elic que


avanzara; poseía un increíble parecido con su hermana. Tenían la misma mirada
radiante debajo de esas oscuras y enormes cejas; los mismos delicados huesos y
el mismo cabello rubio brillante que Elic llevaba en una cola atada con un moño
que recorría la mitad de su espalda. Era delgado y alto, con hombros alistados
para el combate y la gracia controlada que Lili encontraba irresistible en un
hombre. Otra cosa que consideraba irresistible era la compasión, una cualidad
que tristemente no estaba presente en muchos hombres. Pero la prometedora
sonrisa que Elic le había concedido al inicio de la misa, el modo en que se había
sobresaltado cuando Dashwood la había penetrado con tanta fuerza, el modo
en que la había mirado, acariciado...

Su caricia la había estremecido y confortado al mismo tiempo; una


combinación embriagadora y novedosa. La vida que llevaba Lili —la vida que
debía llevar a la fuerza— le daba la generosa oportunidad de calmar su
implacable deseo, pero no así su sensación de soledad. Los miembros del Fuego
del Infierno y los de su clase (ya que eran los únicos hombres lujuriosos con los

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que Lili se había encontrado a lo largo de los años) estaban obsesionados con la
satisfacción sexual más que con la exclusión virtual de otras clases de comunión
personal. Cuando conversaban, era acerca de sexo; cuando se acariciaban, era
para follar, o succionar, o para prepararse para ese deporte. Y para ellos siempre
era un deporte, nunca significaba hacer el amor.

La mayoría de las veces, Lili estaba lo suficientemente complacida con


esa situación. Después de todo, solo complicaría las cosas tener que cultivar una
relación cada vez que sentía la necesidad de liberarse sexualmente, lo que
sucedía casi todo el tiempo. Sin embargo, había momentos, incluso cuando
estaba rodeada de otras personas, que se sentía completamente sola.

— ¿Bien, Elic? —dijo Dashwood—. ¿Cuál de todas estas deleitables


criaturas te acompañará esta noche?

Elic miró directamente a Lili. Ni siquiera fingió interesarse en el resto.

Lili podría haber esquivado la mirada. Sin embargo la mantuvo sin


decir una palabra, consciente del lazo invisible que los unía.

Se acercó hacia ella e hizo una reverencia.

—Mademoiselle.

Le sonrió.

—A vuestro servicio, monsieur.

Ni bien Lili te dio la mano a Elic, el resto de los miembros se lanzó al


desenfreno que caracterizaba a la mayoría de los encuentros del Fuego del
Infierno. En grupos de dos, tres y cuatro, se apoderaron de los diversos
mobiliarios y objetos desparramados por todo el salón; se quitaron las prendas
de vestir y atacaron.

—Déjame llevarte a mi habitación —Elic tenía un tono de voz


profundo, áspero y afrancesado que le provocó un cosquilleo por la espalda.

Negó con la cabeza.

—Debemos permanecer aquí, entre el resto, al menos al principio,

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mientras los miembros importantes del Fuego del Infierno estén lo bastante
sobrios como para notar nuestra presencia.

— «¿Los miembros importantes?» —Elic miró a su alrededor y negó


con la cabeza —. Son malos actores con disfraces de tontos. Ninguno de ellos es
importante.

Lili bajó la voz, miró a su alrededor y agregó:

—Quizás no, pero tienen una forma establecida para cada cosa, y si
no cumplo con ellas, me echarán enseguida de la Orden.

—Si no importan —preguntó—, ¿por qué deberías preocuparte?

Se volvió para ver cómo George Walpole excitaba a Winnie Aldrige


mientras el Duque de Kingston la ataba a la escalera. A unos metros, varios
cuerpos se retorcían al unísono en dos poltronas en un enredo de torsos y
extremidades.

—Existen pocos lugares donde una dama con ciertos apetitos puede
satisfacerlos, sin tener alguna limitación — dijo—. El Club del Fuego del Infierno
puede ser absurdo en muchos puntos, pero es una bendición para alguien como
yo.

Elic miró alrededor. Su mirada se posó en la galería de los


trovadores.

—No creo que haya nadie allí. Estaremos aún en el salón, más o
menos.

Confundida pero gratificada por el deseo de Elle de estar a solas con


ella, o tan a solas como pudiera ser, Lili se dejó llevar a través de la estrecha
escalera. Justo antes de desaparecer en aquel lugar, Lili se volvió y vio a Antón
Turek de pie y completamente inmóvil en el centro de todo esa confusión carnal;
la miraba con una intensidad que la estremeció. Si Archer no hubiera persuadido
a Dashwood, a petición de Madame des Ombres, a que nombrara a Elic como
Abad del Día, hubiera sido Turek quien la hubiera escoltado al lugar de la cita en

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lugar de Elic. Gracias a Dios por la intromisión de la anfitriona.

La galería era pequeña, con una sola ventana sin cortinas, ni


mobiliario confortable; solo un semicírculo de sillas de respaldo duro y atriles. La
expresión sin consuelo de Elic mientras miraba alrededor provocó algo en el
pecho de Lili que la hizo sonreír.

—Ven —dijo mientras lo tomaba de la mano y lo guiaba a un rincón


a oscuras lo más alejado posible de la balaustrada que daba propiamente al
salón. Con la espalda contra la pared, lo acercó a su cuerpo. Mamitu, pero era
alto, la parte superior de su cabeza ni siquiera le llegaba a los hombros.

—Aquí —dijo mientras habría la túnica de Elic—. Hazme tuya, aquí.

Elic afirmó sus manos en la pared, inclinó la cabeza y buscó los labios
de Lili, un gesto inesperado que la sorprendió un poco. Los miembros del Fuego
del Infierno muy pocas veces besaban en las orgías; cuando lo hacían, era con
más contacto labial y empuje de la lengua. El beso de Elic fue cálido, duradero...
lleno de una sensual promesa, pero con una dulzura subyacente.

Perfecto.

—Sé que no puedes rechazar al Abad del Día —murmuró cuando sus
bocas se separaron—. Pero si esto no es lo que quieres...

—Si no me hubieras elegido, me habría echado a llorar —respondió,


asombrada por haber dicho lo que sentía. Le abrió la túnica. Con las manos, le
acarició el vigoroso pecho con movimientos descendientes hasta llegar al
abdomen y al pene erecto que se encontraba entre sus piernas.

Elic gimió mientras Lili lo acariciaba. Elic subió el lubushu hasta su


cintura y la alzó contra la pared. Pero cuando ella lo guió hacia la entrada de su
sexo, o intentó hacerlo, la carne que había sentido como una barra de acero
hacía unos instantes se volvió flácida en su mano.

Elic no sólo parecía sorprendido, estaba anonadado. Musitó unas


palabras en una lengua que parecía inciertamente nórdica. Se frotó contra Lili. Le

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clavó los dedos en la cadera mientras gruñía contra la pared.

—Elic —dijo, pero éste empujó con más fuerza, casi con violencia,
pero sin demasiado resultado—. Para —le dijo con suavidad—. Elic, por favor.
Está bien.

—No, no lo está —la bajó; se veía en verdad confundido—. No


puedo... yo... No tiene sentido.

—Sucede —dijo mientras dejaba caer el lubushu.

—No a mí.

Lili estiró su brazo, le acarició el rostro y le dijo:

—Quizás sea el azulla.

— ¿El qué?

—El incienso que quemaron durante la misa. Mi gente lo llamaba... lo


llama azulla. Probablemente lo conozcas por su denominación árabe, hachís. Hace
que te dé vueltas la cabeza. Sé paciente, khababu. Debes dejar que el efecto del
azulla desaparezca, y pronto estarás...

—No —dijo mientras se cerraba la túnica—. No comprendes. Esto no


me sucede a mí. No me puede pasar, con azulla o sin azulla.

—Ciertamente —dijo con una sonrisa burlona—. ¿Eres tan diferente,


entonces, a los otros hombres?

—No soy... —se comió las palabras y miró hacia otro lado; su
mandíbula estaba rígida.

— ¿Qué no eres? —lo urgió.

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Capítulo 7

C on una ráfaga de risotadas, el Marqués de Granby apareció por la escalera


con una mano aferrada a una botella de vino y la otra alrededor de la
cintura desnuda de Emily Lawrence.

—Mierda, nos han ganado de mano —dijo Granby de corrido—.


Decidme, ¿no os molesta si nos unimos a vosotros? —preguntó mientras
tropezaba con un atril y caía al suelo, junto con una Emily divertida y chillona.

Elic hizo una reverencia y le dijo a Lili:

—Disculpadme, mademoiselle, por el tiempo que os he robado —y


se fue.

Lili permaneció en la entrada de la casa de baños y observó a Elic que


flotaba boca abajo en la piscina. La claraboya en lo alto hacía de marco de una
luna de plata que no alcanzaba a atenuar la oscuridad, a menos que, como Lili, se
tuvieran unos ojos que pudieran capturar un débil indicio de luz, aunque fuera
mínimo, y multiplicarlo las veces que fuera necesario.

De no haber recibido ese don, ni siquiera hubiera sabido que Elic


estaba allí. Después de irse de la galería de músicos, Lili miró por la ventana y lo
vio caminar desde el castillo hasta la casa de baños. Nadie podría haber visto
más que la oscuridad de la noche.

Lili descendió por las escaleras y bebió una taza de chocolate mientras
analizaba lo que había sucedido y evitaba cualquier clase de invitación carnal por
parte de cualquier hombre a medio vestir y con varas de azote... excepto de
Turek. El melancólico bohemio estaba sentado y apoyado sobre sus codos en un
rincón oscuro; un par de esposas de acero colgaban de modo ausente de una

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mano; grilletes, de la otra, ambos hermosamente grabados y con delicadas


proporciones. Lili los reconoció como uno de los tantos juegos enviados por
Dashwood con el único propósito de reprimir a las mujeres.

Turek tenía la capucha hacia atrás y se había quitado la peluca que


llevado puesta para la misa, como debía ser, y exponía un cabello revoltoso y del
color de la paja. Levantó la mirada y, al ver que Lili lo espiaba, dejó de lado
aquella expresión de condenado y apareció un destello de interés. Se puso de pie
y miró hacia donde ella se encontraba.

Lili apuró el chocolate y se deslizó entre la multitud. Por dos veces,


mientras seguía los pasos de Elic hacia la casa de baños, se detuvo y se volvió
para buscar con su aguda visión en la noche y asegurarse de que Turek no la
siguiera; no había ni rastro de él.

Lili se acercó a la casa de baños con pasos cautelosos y silenciosos; el


único sonido que podía oírse era un débil borboteo del arroyo de la caverna que
alimentaba la piscina. Una niebla se desprendía como humo de la superficie del
agua; con la visión nocturna que poseía, parecía la placa de obsidiana negra que
cubría el altar en la capilla. El cuerpo desnudo y boca abajo de Elic podría haber
sido tallado en alabastro, cada músculo esculpido y pulido con gran detalle. El
cabello, ahora desatado, flotaba como arroyos de miel sobre la superficie del
agua.

Lili observó la figura inerte de Elic que flotaba lentamente en su


dirección sobre una corriente del arroyo, hasta que sus pies tocaron el borde
más cercano a ella. Cuando lo hicieron, estiró con pereza los brazos y los deslizó
en el agua y se impulsó hacia delante hasta que su cabeza casi tocó el otro
extremo. Le llevó varios y largos minutos regresar al extremo de la piscina donde
se encontraba Lili ya que tenía alrededor de cinco metros cuadrados. Otra vez,
tan pronto como sus pies rozaron el mármol, volvió a su posición inicial.

En ningún momento levantó la cabeza del agua.

Lentamente, con cuidado, ya que Lili se había bañado en aquella

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piscina y conocía los poderes conductores, se puso en cuclillas y hundió una


mano en el agua perfumada. Una terrible añoranza le recorrió el cuerpo. No era
un deseo tan solo sexual, aunque sí en parte. Sintió en el alma una aguda y
repentina soledad.

Elic se puso de pie y miró a su alrededor para encontrar a Lili; el agua


le chorreó por el cuerpo cuando quedó únicamente con la cadera dentro de la
piscina; estaba totalmente erguido; cada músculo, tenso y preparado.

—Que se produit? —preguntó mientras se apartaba algunos mechones


que le tapaban los ojos—. Qui est la?

—C'est moi... Lili.

Elic buscó entre la niebla hasta que su mirada encontró la de Lili. Tomó
asiento sobre el escalón superior de la piscina que servía de banco con un gran
suspiro.

— ¿Quieres que me vaya? —preguntó.

—No, quédate —se frotó el rostro con las manos—. Por favor.

Lili se desató el lubushu, lo dejó caer sobre el suelo de mármol y entró


en el agua.

—Dios mío, eres hermosa —dijo con un tono de voz bajo y sincero—
Perfecta —Lili estuvo a punto de agradecérselo cuando le preguntó—: ¿Qué eres?

Lili se zambulló bajo la superficie del agua y cubrió la distancia que


los separaba con un movimiento fluido bajo el agua. De pie delante de él, se
escurrió el agua del cabello.

—«Qué» y no «quién» —meditó—. Eso significa que ya lo sabes.

—He estado pensando acerca de ello. Solo soy incapaz de satisfacer


mis deseos con otros follets.

— ¿Con todos los follets o...?

—Con la mayoría de ellos. No importa lo excitado que esté, ni cuánto

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desee a la otra persona, pierdo el vigor en el momento que quiero penetrarla. Se


dice que hay excepciones, pero todavía no las he encontrado. He sido cobijado
aquí durante años y he encontrado a muy pocos de mi raza... nuestra raza.

—Debo decirte que siempre me extraña cuando escucho a otro follet


referirse afolléis en general como una «raza», dada nuestra diversidad y todas las
diferentes razas —tomó asiento junto a Elic y se sumergió con un suspiro de
satisfacción—. Debe haber categorías en todo el mundo y cada uno con
subrazas, y dentro de esas razas, una infinita cantidad de diferencias entre los
individuos. Cuando me cruzo con otro follet, si logro identificarlo como tal, por lo
general es tan diferente a mí que no puedo pensar que pertenezca a «mi raza».

—Sin embargo, toda raza de follet desciende, de una u otra manera,


de Froya —dijo—. Eso nos hace primos entre todos, por más que estemos lejos
o hayamos sido expulsados.

—No la llaman Froya de donde yo vengo. La llaman Ishtar.

—Darius también la llama así —dijo—. Íñigo la llama Hécate. ¿De


dónde eres?

—De Babilonia... o lo que fue Babilonia. ¿Y tú?

—De la costa de Norvegr. La conoces como Noruega. Pero he vivido


aquí, en la Grotte Cachée, durante siglos.

— ¿Cuántos? —muy pocas veces Lili curioseaba acerca de la vida de


los demás, humano o follet, pero había algo acerca de estar allí con Elic (la
calidez del agua semejante al vientre, la niebla y la oscuridad, y la remarcable
afinidad que había entre ellos) que la inspiraban.

— ¿Cuántos siglos? —repitió mirando hacia otro lado con una sonrisa
cautivadora y vergonzosa y se apartó los cabellos que le cubrían el rostro—.
Dieciocho.

— ¿Dieciocho?—Lili se sentó y rió con incredulidad—. ¿Has estado


oculto aquí, en este remoto valle, durante mil ochocientos años?

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—De vez en cuando, me aventuro al ancho mundo — dijo—. De


hecho, me agrada viajar. Pero no he podido encontrar un hogar mejor que la
Grotte Cachée. Es un paraíso para nuestra raza. Nuestras necesidades son
satisfechas sin tener que mantener oculta nuestra identidad cada minuto del día.
Nosotros tenemos...

— ¿Nosotros?

—Hay otros dos —confesó Elic—. Darius e Íñigo. Darius ya estaba


aquí cuando llegué, aunque pasó un tiempo hasta que lo conocí porque es una
especie de solitario. Vive en una habitación en las profundidades de esa cueva —
dijo Elic mientras le señalaba con la cabeza la entrada a la cueva cubierta de
musgo que se encontraba detrás de él y de donde emanaba un brillo casi
imperceptible—. Lo ha hecho desde que lo conozco.

—Por eso Lord Henry nos pidió que permaneciéramos a un cuarto de


milla de la entrada, donde se encuentran las antorchas, si queríamos ir a explorar
el lugar —dijo Lili.

—Eso, y además porque los humanos tienden a experimentar una


especie de... trastorno de los sentidos cuando se atreven a ir más lejos. Entonces,
¿lo has hecho? —le preguntó—. ¿Has ido a explorar?

—Dios, no. Ya he visto demasiadas cuevas —dijo con cierto


estremecimiento—. Tuve que vivir en ellas, o más bien, esconderme en ellas más
de una vez. Tan frías y húmedas, incluso en verano...

—Nuestra Grotte Cachée es en verdad más acogedora, durante todo


el año, incluso con el arroyo que corre por ella. Eso no significa que se pueda
vivir allí y Dios sabe que Íñigo no lo haría. Está demasiado enamorado de las
comodidades que le ofrecen; el sibarita vive enteramente por el placer. Llegó con
los romanos cuando ocuparon este valle después de la Guerra de las Galias.

— ¿Cómo es que has llegado hasta aquí? —le preguntó mientras se


miraba las manos a través de la superficie vidriosa del agua y contemplaba las
ondas y los surcos del agua.

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—Por desesperación —Elic se deslizó y apoyó la cabeza sobre el


borde de la piscina y contempló el cielo.

—Si no quieres hablar de ello...

—No es un cuento demasiado agradable —dijo.

Lili encontró la mano de Elic bajo el agua y entrelazó sus dedos con
los de él, un gesto que fue tan natural como si lo hubiera hecho cientos de veces.

—Cuéntamelo.

Giró la cabeza para mirarla y comenzó;

—Fui forzado a dejar mi tierra natal cuando llegaron los campesinos.


Los cazadores y los pescadores que vivían allí antes, habían comprendido mi
forma de ser y mis costumbres. Me llamaban álfr, que significa elfe, en mi lengua.
Creo que es parecido en español.

—Lo es —dijo Lili. Por supuesto. Los elfos, altos, robustos y de


cabello rubio, eran considerados los follets más hermosos que pudieran existir.

—En aquel entonces —continuó Elic—, antes de la resurrección de


Ǽ sir, que se dice es el principal entre los dioses y diosas, los eran considerados
deidades y eran tratados de ese modo. Los humanos me ofrecían blóts, que eran
sacrificios de carne y aguamiel, y hermosas y jóvenes mujeres. Era la forma que
tenían de asegurarse de que siempre tendrían suficientes alces, focas y salmones
para alimentarse.

—Ellos... No querrás decir que asesinaban a estas mujeres.

Elic rió entre dientes y dijo:

—No me hubieran servido demasiado si estaban muertas. No, estaban


muy vivas y para nada renuentes. Siempre me dijeron que consideraban un honor
entregarse a mí.

Un honor, Lili pensó, y una emoción. ¿Qué joven en su sano juicio no


hubiera saltado frente a la oportunidad de poder presentarse ante Elic como
sacrificio?

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—No era una vida difícil para una persona como yo — dijo Elic—.
Pero gradualmente, los lugares silvestres a lo largo de la costa fueron labrados
por los recién llegados y convertidos en granjas. Un año, la roya destruyó gran
parte de los cultivos. Como no tenían a nadie a quien culpar, decidieron que yo
era un dókkálfr disfrazado. Los dokkálfr son pura maldad. Solo traen enfermedad
y miseria. Los campesinos pensaron que si me destruían, se protegerían de
futuras desgracias. Emprendí la retirada hacia el bosque, cacé para obtener
comida e hice algunas incursiones en los pueblos por la noche con la esperanza
de encontrar alguna mujer.

— ¿No era peligroso?

—Totalmente, pero necesitaba saciar mi sed de carne como para los


humanos lo es respirar. No sería tanto problema si pudiera alcanzar esa liberación
solo, pero no puedo.

—Yo tampoco. Es la peor desgracia —dijo Lili—. Si pudiera


masturbarme, no me hubiera unido al Fuego del Infierno, puedo asegurártelo. La
continua lujuria que vuelve a aparecer apenas la satisfacemos... es el precio que
debemos pagar por la inmortalidad.

—O casi inmortalidad —dijo—. Con seguridad, eres susceptible al


fuego, como el resto de nosotros; bueno, la mayoría de nosotros. Darius es un
djinni. El fuego no lo lastima, pero puede ahogarse. Y por supuesto, cada
sanguijuela tiene su propio talón de Aquiles: decapitación, la luz del sol, una
estaca...

—No, con respecto a eso, soy tristemente normal. El fuego acaba


conmigo. Maldigo el día en que los humanos descubrieron lo vulnerables que
somos ante él.

Elic dijo:

—No estoy seguro de cómo se enteraron los campesinos, pero lo


hicieron. Enviaron un grupo de rescate ese invierno y una noche me encontraron
durmiendo en una pequeña choza de piedra en las profundidades del bosque. Era

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la casa de un viejo eremita llamado Ingvarr, un humano amigo mío durante


décadas. Había tenido lástima de mí e insistió en compartir su techo conmigo
hasta la primavera. Tendría que haber rechazado su hospitalidad, pero tenía tanto
frío y estaba tan cansado, y... —Elic miró hacia otro lado con una expresión
sombría en el rostro—. Me ataron con cadenas y golpearon a mi viejo amigo
hasta matarlo mientras yo miraba... Era el castigo que merecía por haberme dado
cobijo. Construyeron una cruda hoguera frente a la choza y arrojaron a Ingvarr en
ella y luego a mí, junto a él, todavía encadenado. Y luego la encendieron.

—Mamitu —suspiró Lili, con sorpresa y horror.

—Mis vestiduras y mi cabello se prendieron fuego en primer lugar.


Cuando mi piel comenzó a ampollarse y a quemarse, los campesino» decidieron
que no tenía sentido esperar con aquel frío amargo cuando podían regresar a sus
cálidos hogares. Tan pronto se fueron, recobré mis fuerzas y me arrojé de la
hoguera sobre la nieve.

Lili le apretó la mano y le dijo:

—Dios mío, Elic. Tuvo que ser muy doloroso.

—He olvidado el dolor, pero nunca olvidaré la desesperación que me


atrapó. Fue la primera vez en mi vida, y la única, en la que deseé el alivio de la
muerte.

—Me sorprende que hayas podido superarlo.

—Evidentemente, es necesario que el fuego ataque todo mi cuerpo.


Una vez que me di cuenta de que sobreviviría, me las ingenié para arrastrarme,
centímetro a centímetro, hasta la choza. Yací allí días, loco y encadenado,
mientras las heridas cicatrizaban.

— ¿Lleva días para que cicatricen? Tan poderosas son las habilidades
de recuperación de la mayoría de los follets que las heridas, incluso las más
graves, por lo general se curan en unas horas, un día o dos cómo máximo.

—Las quemaduras cubrieron la mayor parte de mi cuerpo. No solo

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tuve que vendarlas sino dejar que la piel se regenerara; todo el tiempo
encadenado. Una mañana, la nieta de Ingvarr, Sigrún, vino a visitarlo. Yo la
conocía bien, pero en un principio, ni siquiera pudo reconocerme, con toda esa
piel rosada y nueva y sin cabello ni cejas. El esposo, Valdís, era herrero y me quitó
las cadenas. Se ofrecieron a albergarme en su hogar, pero eso era impensable,
después de lo que le había sucedido a Ingvarr. Decidí abandonar Norvegr y
buscar otro lugar para que fuera mi nuevo hogar. Valdís me dio algunas prendas
de vestir y un cuchillo de caza, y Sigrún me preparó algunos alimentos. Pasé los
siguientes seis años de viaje por un sendero hacia el sudoeste, a través de
Germania y la Galia.

—Pretendiendo ser humano, me imagino.

—Sí, pero siempre ha sido difícil esconder mi verdadera naturaleza


durante un largo período de tiempo. Cuanto más tiempo paso sin una mujer, más
irrefrenable se vuelve mi impulso por copular. Me vuelvo salvaje, impulsivo.
Intenté mantener al mínimo el contacto con las tribus galas, pero a la larga,
siempre me descubrían y me exponían, por lo general, a los druidas de la región.

—Los druidas eran los sacerdotes, ¿no es así?

—Los sacerdotes superiores; había menores también. Cada tribu tenía


un nombre diferente para referirse a mí, pero todos me consideraban un
demonio de la peor calaña, un monstruo lujurioso dispuesto a despojarlos de sus
mujeres. En varias ocasiones, casi me capturaron y quemaron, pero me defendí
con todas mis fuerzas y siempre me las ingenié para escapar. No ayudó que los
romanos estuvieran en aquel entonces invadiendo Galia, lo que implicaba que
debía evitar también cohortes de soldados. Comencé a preguntarme si había
algún lugar en la Tierra donde pudiera vivir en paz o si pasaría el resto de mi
existencia vagando de un lugar a otro, intentando con desesperación apagar mi
sed mientras pretendía ser lo que no era.

—Ese es el modo en el que vive la mayoría de nosotros —dijo Lili.

— ¿Es como tú vives? —le preguntó con tranquilidad.

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Lili suspiró.

—Como dije, soy tristemente normal. ¿Cómo acabaste en aquella


región de la Galia?

—Decidí ir a España, y si España no resultaba ser acogedora, iría a


África. Idealmente quería encontrar un lugar donde no supieran nada acerca de
mi raza.

—Hay follets en todo el mundo —le dijo—. Incluso en África.

—No lo sabía en aquel tiempo. En cualquier caso, mientras viajaba


hacia al sur, encontré las tierras altas de origen volcánico ocupadas por la tribu
Arverni, la región que hoy conocemos como Auvergne.

—Esta región.

Asintió con la cabeza.

—Tuve la idea de rodear el cordón montañoso por la dificultad que


significaba aquel pedregoso terreno. Pero luego, otra vez, fue más fácil
permanecer oculto en los densos bosques, desfiladeros y pequeños valles
estrechos. Para entonces, había decidido no tener contacto con gente hasta que
llegara a España.

— ¿Nada en absoluto? —preguntó—. ¿Y qué hiciste con tu impulso


por copular?

—Ay, estuve medio loco por la lujuria, pero ya conocía bastante


acerca de los galos y sabía que no podía arriesgarme exponiéndome a ellos,
aunque fuera lo mínimo. No tenía deseos de volver a vivir la experiencia de ser
capturado y prendido fuego. Viajé por los bosques más densos, lo que frenó mi
avance pero me mantuvo fuera de la vista. Pensé que estaba a salvo porque no
buscaba a los seres humanos. No esperaba que me buscaran tampoco; ¿cómo
podrían saber que yo estaba allí?... pero lo hicieron. Había un pequeño clan
llamado vernae, que era una rama del Arverni, que vivía en aquel valle. Me
atraparon y me llevaron de regreso al pueblo, pero no para quemarme. Querían

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utilizarme como semental para que les transmitiera poderes especiales y así,
perpetuar la línea druídica.

— ¿Puedes engendrar niños con una mujer humana? —preguntó.

La mayoría de los follets, incluyendo a Lili, no pueden reproducirse con


seres humanos; por eso ella podía divertirse como quisiera sin riesgo de quedar
embarazada. Pero como Elic solo podía tener relaciones con humanos, quizás era
uno de los únicos que podía engendrar un descendiente medio humano.

Elic dijo:

—En realidad tengo un deseo ardiente y fuerte por reproducir, puedo


hacerlo... por así decirlo.

—Puedes o no puedes —dijo—. No es demasiado complicado.

—En mi caso, lo es. Verás, yo no produzco mi simiente, entonces si


copulo con una mujer en el modo común, que es por lo general, no existe la
posibilidad de concepción.

— ¿En el modo común? ¡Y cómo sería, si puedo preguntarte, el modo


extraordinario! —preguntó.

Con un poco de vacilación respondió:

—Yo... tengo la habilidad de que mi cuerpo tome forma femenina para


poder copular con un macho de calidad superior. Cuando vuelvo a mi forma
masculina, el semen que obtuve del hombre es enriquecido con un poco del
mío...

—Eres un dusios —dijo con admiración. El término había sido utilizado


en el pasado con bastante libertad y se había transformado en un sinónimo
parecido a «demonio», pero un verdadero dusios, con la habilidad de cambiar de
género, era una gran rareza. No sabía que existían elfin dusii.

—Cualquier raza de follets puede producir dusiis — dijo—. Es una


aberración ocasional entre los no humanos.

—Elle... —inspiró mientras lo miraba fijo; los ojos azul marino y la boca

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sensual, la belleza de una diosa—. Dios mío, tú eres Elle. No cabe duda de que es
muy parecida a ti. Ella eres tú.

—Me alegra que lo sepas —dijo—. No quería ocultártelo. El objetivo


de esta noche era obtener la simiente de Francis Dashwood, pero ahora que la
tengo, me encuentro medio perdido ya que no sé qué hacer con ella. Como es
obligación, sólo debería ser conferido a la mujer más respetable. Por eso es por
lo que fui nombrado Abad del Día y fui parte de esa absurda misa, para que
pudiera elegir primero entre las mujeres.

—Yo esperaba que me eligieras —dijo Lili mientras le acariciaba la


mejilla—. Aunque no haya resultado como esperabas.

Se volvió y abrazó a Lili. Le corrió el cabello húmedo de la frente, le


acarició el rostro, la boca. Agachó la cabeza, la besó con suavidad, con labios
cálidos, suaves y dulces sobre los de ella. A Lili le pareció tan puro y al mismo
tiempo tan estimulante, que se sintió como si tuviera de nuevo quince años y la
boca de un hombre sobre la suya por primera vez.

—Sabes a chocolate —murmuró Elic.

—Es mi único vicio.

Rió ante tal respuesta. Su pecho se agitó contra el de Lili; ella


también rió. Se besaron otra vez, con más pasión esa vez, con más determinación,
mientras le acariciaba la garganta, los senos, la curva de la cintura. Deslizó una
mano por entre los muslos y con uno de sus dedos rozó la comisura de su sexo.
La carne allí ardía y era muy sensible; cada caricia de su dedo provocaba un
gemido de placer en Lili.

—Ojalá... —suspiró—. Ojalá pudiéramos...

—Sssh... —la tomó de la cadera y la sentó a horcajadas sobre su


regazo y la presionó contra su cuerpo. Su erección era una columna de calor
contra su piel más íntima.

Lili dijo:

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—Pero no puedes...

—Tú puedes.

Elic frotó el miembro contra Lili, meció las caderas lentamente pero
con firmeza. Bajó la cabeza y llevó uno de los pezones de Lili a su boca, lo
succionó y lo lamió con una profunda y rítmica presión que aumentó la excitación
de Lili hasta un punto casi intolerable. Solo un dusios, pensó, que conocía muy
bien la sensibilidad de los senos femeninos, podía hacerlo tan bien.

—Sí —inspiró, con empujones más rápidos, más erráticos, mientras


el agua formaba olas y desbordaba por los costados de la piscina. Por los suaves
gemidos de Elic y la tensión en sus músculos, Lili supo que él también estaba en
un punto importante de excitación, y sin lugar a duda, con una gran parte de
frustración, dada su incapacidad para acabar de ese modo.

Elic la sostuvo con fuerza mientras Lili acababa y murmuraba cosas que
no podía entender por la explosión de sangre en su cabeza y los inevitables
gemidos de liberación. Apoyó la cabeza de Lili sobre su hombro y le acarició la
espalda con una mano temblorosa.

—Lili... eres tan hermosa —murmuró en su cabello.

Lili buscó entre ellos y cerró su mano alrededor de su pene erecto.

Se resistió a su caricia.

—Oh, Dios —gruñó—. Lili...

Lili deslizó la mano de arriba hacia abajo por todo su miembro y dijo:

— ¿Es posible si utilizara mi mano o quizás mi boca...?

Negó con la cabeza.

—No puedo acabar excepto entre las piernas de una mujer, de una
mujer humana. Nunca en mi vida deseé que fuera de otra manera con tanta
pasión —quitó la mano de Lili con suavidad y agregó—: Si continuaras, solo
suscitaría dolor, no placer. Después de obtener la simiente de un hombre, quedo
en un estado de feroz excitación hasta que pueda transferirlo. Demasiada

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provocación cuando no tengo forma de desahogar mis pasiones puede dejarme


en agonía.

— ¿Permanecerás en este estado hasta que encuentres a la mujer


adecuada para transferirle tu simiente? —preguntó Lili.

—El problema es que no hay una mujer adecuada aquí, en este


preciso momento.

—Con seguridad te has encontrado en una encrucijada así antes —


dijo—. Que hayas obtenido, ¿cómo lo llamas?, la simiente de un hombre, pero
sin nadie apropiado para transferirlo. ¿Qué haces cuando sucede algo así?
¿Escoger la menos inaceptable de las hembras y esperar que no quede
embarazada?

—Sí y no —dijo—. Uso un condón, aunque lo odio.

— ¿Porque te disminuye el placer?

—Sí, y además es un terrible desperdicio de la simiente que me ha


costado tanto obtener; pero mejor desperdiciarlo, a que la mujer incorrecta
conciba un hijo superdotado.

— ¿Es lo que harás esta noche? —preguntó Lili—. ¿Usar un condón?

Elic se dejó caer y apoyó la frente sobre Lili.

—Ojalá... yo...

—Lo sé —dijo mientras luchaba contra una pizca de celos a la que


no estaba acostumbrada ante la perspectiva de ese hombre, a quien acababa de
conocer, acostándose esa noche con otra mujer. Una reacción absurda, por
supuesto, a la vista de sus propios apetitos sexuales que eran totalmente
absorbentes e ingobernables. Elic era tan esclavo de sus humores carnales como
ella; más allá de sus sentimientos, que nunca podrían modificar—. Entonces, ¿cuál
de las «monjas» de Francis Dashwood crees que elegirás? —le preguntó con
toda la frialdad que pudo.

Elic levantó sus enormes hombros.

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— ¿Te importa? No hay una que sobresalga sobre las demás.

—Fantasean con que tienen mucho mundo —dijo Lili— Tan


innovadoras, pero son solo niñas jugando a disfrazarse.

—Al igual que los del Fuego del Infierno —dijo Elic—. Has estado
con ellos... ¿dos meses? No puedo imaginar cómo has podido tolerarlo durante
tanto tiempo.

—No es fácil —admitió—. Pueden ser un tanto fastidiosos con sus


rituales y azotes. Pero al unirme a ellos, he podido satisfacer mis deseos sin
llamar demasiado la atención. No es fácil para alguien como yo pasar como
humana. Suelo destacar y eso puede ser peligroso. En casi todas las culturas que
he encontrado durante mi vida, una mujer que vive tan solo por los placeres de la
carne es denigrada. He sido expulsada de mi tierra un sinfín de veces. He sido
golpeada, apedreada, flagelada... incluso ahorcada.

Elic la abrazó y murmuró su nombre.

—En la mayoría de las comunidades —dijo—, tengo dos opciones.


Puedo hacer lo que cualquier mujer desesperada siempre ha hecho: vender mi
cuerpo a cualquier hombre con el suficiente dinero como para que pague por mí.
En ese caso, aunque aún me desprecian, me comprenden y por lo general, me
aceptan. Pero es una vida miserable. Alivia mi deseo, pero vacía mi alma. En mi
tierra, yo era adorada. Construyeron un templo en la ciudad de Akkad para
adorarme como la diosa de la luna nueva.

—Esa pieza de lapislázuli en tu esclava...

Asintió con a cabeza.

—Es el símbolo de la luna nueva. Lo he usado durante más de


cuatrocientos años. Pero esos tiempos han pasado. Nuevas deidades han
reemplazado las antiguas; es igual en todos lados. De diosa a prostituta —dijo
con amargura.

— ¿Y la otra opción? —le preguntó—. ¿Además de vender tu cuerpo?

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

Lili apoyó la cabeza sobre el suave y fuerte pecho de Elic y dijo:

—Puedo escoger al hombre que quiera, y esperar el anochecer, y


deslizarme en su lecho mientras duerme. Hay un mashmashu que puedo
pronunciar, palabras en la lengua antigua, que me permitirá controlarlo después
de que se despierte. Puedo inmovilizarlo si fuese necesario; o más bien, puede
moverse, pero apenas, y eso es lo que hago por lo general. Es consciente de lo
que sucede, de lo que le estoy haciendo, pero carece de la fuerza para
detenerme; tampoco podría si quisiera hacerlo. El mashmashu asegura que su
placer sea extraordinario, mucho más del que podría experimentar en una
relación sexual humana.

Tenía mashmashus para otras cosas, también, antiguos hechizos que


pueden hacer que una persona sienta cosas, o experimente cosas, que desafíen
los límites de la realidad, o más bien, la realidad que la mayoría de los humanos
es capaz de comprender. Muy pocas veces tenía que recurrir a tales hechizos,
pero estaban a su disposición si los llegaba a necesitar.

—Puedo hacer algo parecido con mis palabras antiguas —dijo Elic—
Excepto que la persona que estoy por poseer pueda moverse y hablar. Pero si
quisiera, puedo hacer que todo parezca un sueño.

—En mi caso, desafortunadamente —dijo—, el hombre queda


completamente consciente de lo que ha sucedido, y con la posibilidad de
reconocerme después. Por esa razón, a veces tomo la forma de alguna mujer que
conozca, aunque preferiría no hacerlo, debido a la concentración que requiere.
Incluso puedo determinar, buscando en su mente, cuál es la idea de la amante
ideal que tiene, en términos de apariencia y comportamiento, y convertirme en
ella. En esos casos, el hombre puede elegir interpretarlo como un sueño, pero
por lo general, es un recuerdo tan vivido que sabe que ocurrió realmente.
Finalmente, me etiquetaban como un súcubo. Las cosas tomaron un giro trágico
cuando la Iglesia de Roma decretó que las mujeres de mi raza eran aliadas de
Satán. Que me dijeran prostituta no se comparaba con que me llamaran bruja.

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

Puedo sobrevivir a cualquier tipo de tortura o ejecución, excepto la hoguera, que,


por supuesto, es la forma en que se elimina a las brujas.

—O era —dijo Elic—. La locura de las brujas parece haber terminado,


gracias a Dios.

—No del todo. Hace tres años, mientras viajaba por Alemania, me
encontré rodeada junto con otras dos mujeres (inocentes comadronas que
habían levantado la sospecha de los bürgers de la región por tener habilidad con
los remedios medicinales). Fuimos apresadas en un pueblo llamado Mühlbach y
sentenciadas a la hoguera. Quemaron a las otras dos, pobres, pero yo logré
escapar mientras construían mi hoguera al seducir a mi carcelero. Huí a Inglaterra.
Una mujer aún puede ser quemada allí por asesinar a su esposo, pero no por
aliarse con el diablo o por demostrar que es un poco ligera de cascos. Por
supuesto, aún continuaba llamando la atención y por eso me uní al Fuego del
Infierno cuando los descubrí. Con ellos, soy una lujuriosa más entre...

Lili calló, miró hacia la puerta de la casa de baños y más allá de la


oscuridad.

—Se acerca alguien —dijo.

—Qui va la? —gritó Elic.

—C'est moi —respondió una ruda voz masculina mientras se oían


pasos que se acercaban—. Je vous avais recherché.

—Es mi amigo Darius —le dijo Elic a Lili—. Dice que me ha estado
buscando.

—El que vive en la cueva, ¿no es así?

Elic asintió con la cabeza. Su mirada se posó en el cuerpo desnudo casi


sumergido.

—Le pediré que se vaya —murmuró.

—No seas tonto —respondió, divertida pero conmovida por su


deseo—. No soy demasiado vergonzosa y esta es la entrada de su casa.

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

—Por lo general, no viene por aquí —dijo Elic—. Corre demasiado


riesgo de chocarse con algún ser humano. Existe una entrada secreta oculta en el
bosque, cercana a esta habitación. Le agrada utilizar esa entrada.

— ¿Elic? —un misterioso y bello hombre sin chaqueta se encontraba


de pie al otro extremo de la piscina y, con ojos entrecerrados, buscó entre la
niebla hasta que encontró a Lili—. Ah —retrocedió, dominó su expresión, pero
no antes de que Lili detectara una mueca de decepción ante su presencia en los
brazos de su amigo—. Lili... te pido disculpas. No sabía que...

— ¿Me conoces? —preguntó.

Cuando vaciló, Elic dijo:

—Darius estaba con un... humor más felino cuando te conoció.

—Ah, sí, aquel despierto y pequeño gato gris —dijo Lili.

La antigua y misteriosa raza de Darius, los djinn, fue bendecida con la


habilidad de asumir formas animales. Se decía que los más poderosos podían
volverse invisibles por propia voluntad.

Darius, claramente sorprendido porque Elic había revelado sus


poderes de transformación a una presunta humana, miró a su amigo.

—Elic, ¿que mierda estás...?

—Es una de los nuestros —dijo Elic.

Darius la miró durante unos instantes, luego frunció el ceño ante su


amigo.

—Tendrías que habérmelo dicho.

—Lo acabo de hacer. ¿Qué tiene de malo? —le preguntó Elic—.


Pareces un poco... enfadado.

—No tienes idea —murmuró Darius. Los miró a ambos, enroscados en


el agua y agregó—: Tengo que pediros un favor, pero veo que estáis... ocupados,
así que...

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—Espera —dijo Elic mientras su amigo se volvía para irse. Las manos
formaban un puño al costado de su cuerpo. Se excusó ante Lili, caminó en el
agua al lado opuesto de la piscina y en voz baja le preguntó:

—Quelle faveur?

Se puso en cuclillas para quedar al nivel de Elic. Darius miró a Lili y


murmuró durante unos segundos en francés, su voz era tan baja que solo pudo
escuchar una que otra palabra o frase... belle et insanable... elle veut deux
hommes...

—Oú est-elle?—dijo Elic—. ¿Dónde está ella?

—Dans le cachot. El calabozo.

—Le cachot?

—Elle veut être la —dijo Darius, tenso—. Ella quiere estar allí.

Le echó otra mirada a Lili y dijo:

—Mais si...

—Non —Elic bajó la mirada y, desconsolado, negó con la cabeza—.


C'est impossible —dijo con un suspiro lleno de frustración—. Je ne peux pas...
pas avec Lili. No puedo, no con Lili.

—Oui, naturellement —dijo Darius con soberbia—.Je suis desolé.

—J'aurai besoin d' un condom —dijo Elic.

Darius negó con la cabeza y apareció una especie de sonrisa que borró
su sombría expresión por un instante.

—Elle est stérile.

—Stérile? C'est bon —se pasó los dedos de ambas manos por el
cabello y Elic dijo con firmeza—: Je vous rencontrerai la. Te encontraré allí.

—Merci, mon ami.

Se puso de pie y Darius le dijo a Lili:

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—Os pido disculpas por mi mal humor, mademoiselle. Es un honor y


un placer haberos conocido. Espero que vuestra estancia con nosotros se
prolongue.

—Sería así —respondió—, si los miembros del Fuego del Infierno no se


fueran mañana. Estoy con ellos.

—Lamento escuchar eso. Quizás podáis visitarnos en algún otro


momento. Hasta entonces... —hizo una reverencia—. Au revoir.

—Au revoir.

Elic siguió mirando a través de la entrada durante un instante hasta


que su amigo se desvaneció en la oscuridad. Finalmente, se volvió para mirarla,
pero no la miró a los ojos cuando le dijo:

—Debo irme.

—Lo sé —dijo—. Debes expulsar la simiente —a alguna mujer que


había encontrado Darius, una mujer «hermosa e insaciable» y que deseaba dos
hombres.

—Lili —se acercó a ella con rapidez y la abrazó, con un abrazo casi
doloroso y el rostro enterrado en el cabello de Lili; su erección ejercía una presión
rígida sobre su estómago.

—Lo sé, khababu —besó el pecho de Elic, su garganta—. Tienes tu


destino y yo tengo el mío.

—Quédate conmigo esta noche —dijo con voz áspera—. Déjame


abrazarte, solo esta noche.

—Sí, por supuesto.

—Vivo en la torre noreste, en la parte más alta —la besó en la cabeza


y le acarició el rostro—. Ve allí y espérame. Me uniré a ti en cuanto pueda.

Ni lo pienses, se dijo Lili a sí misma mientras lo veía irse hacia el


castillo. La túnica de monje ardía como una llama blanca en la oscuridad. No
pienses en ella, quienquiera que sea. No significaba nada para él, era un simple

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recipiente donde dejar su lujuria.

Un hermoso e insaciable recipiente.

No pienses. Lili se volvió y se estiró sobre la espalda, suspendida


como una hoja sobre la superficie del agua cálida y suave. Solo sé tú misma.

La luna de plata en el centro de la claraboya, el símbolo de todo lo


que había sido alguna vez y nunca volvería a ser, se mofó de ella hasta que cerró
los ojos.

—Solo sé tú misma... tú misma...

Su mente flotaba al igual que su cuerpo, que se desplazaba por la


suave corriente hasta que la cabeza tocó el borde de la piscina más cercana a la
entrada. Se quedó allí, sin peso, como en un ensueño...

Hasta que un par de manos se posaron sutilmente en su cabeza.

— ¿Elic? —Lili abrió los ojos y vio el rostro de Antón Turek,


arrodillado en el borde de la piscina. Sus ojos brillaban rojizos en medio de la
niebla arremolinada.

—Al parecer, el Abad del Día te ha abandonado —dijo Turek con un


tono de voz bajo y con un extraño silbido—. No creo que te moleste si ocupo su
lugar.

—Aléjate de mí—Lili lo cogió por las muñecas y luchó en el agua para


liberarse de él.

Turek le apretaba las manos como un tornillo y tiraba de su cabeza


hacia atrás para que lo único que pudiera ver fuera su mirada espeluznante
contra su pálida piel. Se acercó aún más, murmuró algo en su lengua y le
acarició la frente con el dedo pulgar.

Lili abrió la boca para gritar, pero fue como si su boca se hubiera
tornado de pronto gruesa e inservible. Sus pulmones estaban agitados; el corazón
le latía con fuerza, pero no pudo emitir ni un solo sonido por la boca.

Tenía las manos todavía aferradas a las muñecas de Turek. Parecían de

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goma. Intentó presionarlas para liberarse de él, pero nada sucedió, por más
fuerza que ejerciera. Las piernas, que tampoco le respondían, se hundieron como
peso muerto en el agua.

—Ahora sabes lo que se siente, míen liebes —dijo en voz baja, casi
con ternura— estar inmovilizado mientras uno inmoviliza a su presa... La parálisis
es también tu elección en armas, ¿no es así?

Los ojos de Lili reflejaron el temor que sentía porque Turek dijo:

—Ah, sí. Sé todo acerca de ti. Sé que somos iguales, tú y yo. Somos el
uno para el otro.

Abrió los labios y revelaron la línea del puente dental que usualmente
llevaba puesto, un teclado de dientes amarillentos, excepto por el par de
angostos y pequeños incisivos que flanqueaban sus dos dientes frontales, que se
curvaban con puntas afiladas, como los colmillos de una serpiente.

—Y pronto —agregó—, estaremos juntos para toda la eternidad. Jetzt


schlaf.

Apoyó los labios, fríos y secos, sobre la frente de Lili e incitó una
extraña presión sobre su cráneo. Un silbido blanco llenó las orejas de Lili, que
cerró los ojos.

Quedó inconsciente mientras luchaba e intentaba arañarlo.

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

Capítulo 8

G racias a Dios, pensó Charlotte cuando escuchó que la llave giraba en la


cerradura. En realidad, Darius no se había ausentado demasiado tiempo
(quince o veinte minutos) pero le había parecido mucho más, extendida en
aquella cama de tortura con las extremidades tensas y los pezones que le
causaban punzadas cada vez que inspiraba. Y, por supuesto, el miedo a que
nunca regresara, a languidecer allí, atada a aquella máquina infernal hasta que
entregara su alma a Dios. La encontrarían meses después, o años —solo su
esqueleto, dos pequeños tornillos de mariposa, aquella maldita pera y la corbata
de seda blanca— y se preguntarían cómo diablos habría llegado a estar en tal
aprieto.

Esa bofetada la había asustado más que lastimado, a diferencia de los


otros castigos que le había impartido, que habían sido administrados con brutal y
fría imparcialidad. La bofetada había sido colérica, impulsiva, el acto de un
hombre que perdía el control sobre sí mismo.

Darius entró en la habitación y cerró la puerta tras él. La consideró


unos minutos con un silencio opresivo antes de acerarse. Charlotte sintió
inquietud por la expresión que había en los ojos de Darius: negros y pensativos,
pero con un indicio de incertidumbre que lo hacía, por si faltaba poco, más
peligroso.

Le quitó los tornillos de mariposa de los pezones y las ataduras de las


muñecas y tobillos y le ordenó que lo siguiera hacia el fondo del calabozo y que
llevara la corbata. Charlotte agitó deprisa los brazos y las piernas y se frotó las
marcas que las sogas le habían dejado en las muñecas (los calcetines le habían
protegido los tobillos), luego retomó la postura e hizo lo que le había ordenado.

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El compartimento hacia donde la guió era aquel que alojaba el


taburete de flagelación. Charlotte se preguntó durante un instante si querría
utilizarlo una vez más, hasta que le dijo que lo corriera hacia el rincón.

—Y mulle la paja debajo —dijo; una orden que sorprendió a Charlotte


pero que obedeció sin hacer ningún comentario.

Cuando Charlotte se volvió, vio que Darius manipulaba un par de


manillas de hierro que colgaban de unas cadenas del techo; vio que las
descolgaba.

—Alcánzame aquello —dijo mientras le señalaba la corbata.

Con los dientes, cortó por la mitad la pañoleta y la enrolló en las


muñecas lastimadas de Charlotte como si fueran vendas.

Le agradeció de inmediato, solo para maldecirse por hacer caso omiso,


una vez más, de la advertencia que le había hecho con relación a que hablara.

Darius cerró los ojos y negó con la cabeza; la mandíbula, hacia fuera;
las manos cerradas en un puño como si fuera todo lo que podía hacer para evitar
estrangularla.

— ¿Te dije que podías hablar? —dijo con un tono de voz amenazante.

—Yo... yo solo...

— ¡Demonios, Charlotte! —su furia era perversamente real, si bien las


vividas rayas que marcaban sus mejillas eran un claro indicador—. Las reglas no
han cambiado, sin embargo, insistes en desobedecerlas, como la pequeña,
indulgente y voluntariosa prostituta que eres. Y con relación a estas —señaló con
la cabeza las muñecas vendadas—, te aseguro que tu bienestar es lo que menos
me interesa; al contrario. El problema es que las manillas han sido forjadas para
un hombre y no quiero que tus manos se deslicen por ellas.

Levantó primero el brazo derecho, luego el izquierdo, ajustó los aros


de hierro alrededor de las muñecas, los cerró y se guardó la llave en el bolsillo.

Esto no está tan mal, pensó Charlotte. Con seguridad, podría

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sobrevivir sin sus brazos estirados después de todo el tiempo que había
permanecido en la cama de tortura, por lo menos podría mover el cuerpo y las
piernas.

Como si le hubiera leído la mente y decidido someterla al máximo


sufrimiento posible, Darius ajustó la altura de las manillas para que solo la
pequeña punta de sus zapatos de brocado tocara el suelo. Se alejó sin decir
palabra y volvió un minuto después con un candado en una mano y un objeto
en la otra, que Charlotte interpretó como un bocado de caballería hasta que se
acercó más y lo vio detenidamente. Era una banda de hierro encorvada con
cadenas que colgaban de cada extremo y una perilla con forma fálica en el
centro.

—Abre la boca —le introdujo la perilla, enrolló las cadenas alrededor


de la nuca, por debajo de la trenza y las unió; un poco más apretado, pensó, de
lo necesario. La perilla, más ancha hacia el extremo que en la base, no solo
comprimía la lengua; le llenaba la boca de modo tal que no podía respirar ni
emitir ningún sonido.

—Ya que me has demostrado que eres incapaz de mantener la


boca cerrada —dijo—, la mordaza de hierro lo hará por ti. Es el aparato más
efectivo; muy conocido entre los inquisidores por la habilidad de reprimir hasta
los gritos más angustiosos.

Al otro extremo del calabozo se oyó un ruido metálico y sordo


seguido de un golpe con el puño cuando alguien intentó abrir la puerta. A través
del bloque de roble se escuchó la voz de un hombre.

— ¿Darius?

Aterrorizada, Charlotte intentó buscar la mirada de Darius, pero ya


se dirigía con grandes pasos hacia la puerta. Charlotte estiró el cuello para
observarlo, pero las enormes columnas le bloqueaban la vista mientras Darius
abría la puerta y, para consternación de Charlotte decía:

—Entrez.

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—Oú est-elle?—preguntó el intruso—. ¿Dónde está?

Por Dios, pensó Charlotte cuando oyó que dos pares de pisadas se
acercaban en dirección a ella. No puede ser. Había invitado a alguien más allí
para que fuera testigo de su abuso y humillación en manos de Darius. Su
«contrato» era con Darius y solo Darius. ¿Cómo podía hacer algo así? ¿Cómo se
atrevía?

Su consternación se intensificó cuando los dos hombres quedaron a


la vista y Charlotte reconoció al visitante como Elic, el amigo de Madame des
Ombres, que había conseguido con sus artimañas convencer a Sir Francis para
que lo nombrara Abad del Día. La mayoría de los «monjes» parecían tontos con
aquellas túnicas blancas de seda, pero Elic, con su altura, su porte y su
extraordinaria belleza, era absolutamente hermoso. Era uno de esos hombres que
exudaban sensualidad masculina, un verdadero devoto de las mujeres que,
sospechaba, podía follar como un caballo semental mientras murmuraba
aquellas frases cariñosas que toda mujer quería oír. Charlotte había albergado la
esperanza —la ferviente esperanza—, antes del exilio del Fuego del Infierno que
se había impuesto a sí misma más temprano aquella noche, de poder captar la
mirada de Elic durante el banquete y descubrir de primera fuente lo ardiente que
era debajo de aquella helada máscara nórdica. Sin embargo, ahora...

Que aquel hombre con el que estaba más que apenas infatuada la
viera así, desnuda, amordazada y colgando del techo. .. ¡ay, y aquella maldita
pera!

Las mejillas le ardían, giró la cabeza cuando los dos hombres se


detuvieron delante de ella.

—Mira hada delante —ordenó con ira Darius.

Charlotte vaciló.

La cogió por el mentón con fuerza y le tiró de la cabeza para que lo


mirara.

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—Cuidado, Charlotte —le advirtió—. No estoy de humor para tolerar


tu rebeldía. Sé complaciente con nuestro invitado, o sufrirás las consecuencias.
Ya conoces a mi amigo, ¿no es verdad?

—Muy poco. Lady Somerhurst —Elic hizo una reverencia, un acto de


cortesía que la sorprendió como incongruente, incluso bizarro, dada la situación;
sin embargo, encontró un grado de consuelo en ese gesto—. Mi amigo puede ser
un hombre tosco y rudo, lo sé —dijo con una pequeña sonrisa misteriosa—.
Especialmente cuando está con un estado de ánimo irascible, como ahora. Quizás
mi presencia pueda suavizar un poco la atmósfera.

Darius puso los ojos en blanco y agregó:

—Si dejaras de jugar al galán podrías quizás inspeccionar mi pequeño


regalo y decirme si es de tu agrado.

Darius le hizo un gesto a Elic para que girara en tor a Charlotte y así
lo hizo. Elic hizo una pausa detrás de ella. Charlotte sintió un pequeño temblor en
su ser cuando tocó la perilla de la pera de acero; el estímulo le provocó pulsos de
excitación en la vagina.

—Has estado ocupado —le dijo a su amigo.

Darius suspiró:

—Es muy exigente.

¿Ella era exigente? ¿No era acaso Darius el amo y señor en aquella
perversa relación? Tenía una afilada réplica en la punta de la lengua. Quizás,
después de todo, fuera mejor que estuviese amordazada.

— ¿La has rasurado? —preguntó Elic.

—Estaba así cuando vino a mi encuentro. ¿Te agrada?

—Le queda bien.

Un par de manos desconocidas (dedos largos, cálidos y apenas


ásperos) le acariciaron el trasero casi con reverencia.

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—Parfait —murmuró Elic—. ¿Alguna vez ha sido compartida? —


preguntó mientras la rodeaba, la admiraba y la acariciaba.

¿Compartida? ¿Querría decir al mismo tiempo? Se preguntó


Charlotte; su corazón latía con fuerza. ¿Dos hombres a la vez?

—Nunca —respondió Darius, que permaneció detrás de Charlotte


mientras le pellizcaba y le masajeaba el trasero—. Pero lo desea más que nada.
¿No es cierto, amor mío? —la golpeó con fuerza cuando no respondió lo
suficientemente rápido como para complacerlo—. ¿No es cierto?

Charlotte asintió con la cabeza mientras meditaba: ¿Cómo podría


saberlo? Nunca se lo había dicho, nunca se lo había dado a entender. Desde un
principio, fue como si tuviera conocimiento de sus deseos más secretos y
vergonzosos, en especial su necesidad de ser castigada por la muerte de Nat.

La pera giró dentro de ella otra vez; esta vez se deslizó un poco hacia
afuera, luego hacia dentro otra vez, con facilidad por el recubrimiento de aceite y
lo acostumbrada que estaba a la inflexible presencia del objeto dentro de ella.
Darius introdujo la pera y la extrajo, hacia adentro y hacia afuera, la giró y la
torció, como preparándola para lo que vendría.

Dos hombres a la vez. Había recibido ofertas con anterioridad, ofertas


tentadoras, que había rechazado por miedo a que el dolor superara al placer.
Ahora, con ese miedo aplacado, temblaba de anticipación.

De pie, frente a ella ahora, Elic le tomó los senos con las manos y los
apretó con delicadeza. Se sobresaltó cuando tocó con el pulgar sus pezones, el
tornillo de mariposa los había dejado hinchados y muy sensibles.

Se acercó más. Su erección rozó a Charlotte a través de la túnica


cuando le movió hacia un lado el rostro y le besó apenas la mejilla.

— ¿Queréis esto? —murmuró en su oído, demasiado suave como para


que Darius lo escuchara.

Asintió con la cabeza.

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— ¿Todo? —miró la mordaza, las manillas.

Asintió nuevamente.

Deslizó con suavidad una mano sobre su vientre e introdujo un dedo


en su sexo como para confirmar hasta dónde llegaba su voluntad. Un murmullo
de placer surgió de la garganta de Elic cuando descubrió que estaba húmeda y
preparada. La acarició con la caricia justa, profunda pero suave, con un ritmo sin
prisa y delicioso. Tan natural y ardiente estaba la carne allí, gracias a la cantárida,
que cada roce con su dedo desataba una pequeña tormenta de placer. Charlotte
separó aún más las piernas, lo mejor que pudo, haciendo equilibrio sobre la
punta de los dedos, y se movió sobre aquella caricia mientras sentía que el placer
aumentaba y aumentaba...

—Tiene un pequeño y dulce agujero allí —dijo Darius—.


Increíblemente ceñido, si se tiene en cuenta la cantidad de acompañantes que
habrá agasajado durante estos años. Es increíble para follarla, acaba
explosivamente. Uses promptos facit, eh? —giró la cabeza y le murmuró al
oído—: La práctica hace la perfección.

Charlotte le echó una mirada, quería decirle: Mi latín es


probablemente mejor que el tuyo, maldito bastardo arrogante. Qué bueno que
estuviera amordazada; solo Dios sabía cómo hubiera reaccionado ante eso, ante
su humor poco amable. Darius había cambiado desde que comenzaron aquella
oscura aventura. En un principio, era dominante, pero en un modo sereno y
moderado, un modo que le inspiraba confianza y seguridad; de otro modo, nunca
se hubiera entregado a sus manos como lo había hecho. En el ínterin, sin
embargo, por razones que Charlotte no podía comprender, su actitud hacia ella
se había vuelto iracunda e intimidatoria. Se había vuelto un contendiente
nervioso. Con un poco de suerte, la presencia de Elic allí haría que su amigo
mantuviera la compostura.

Charlotte sintió que el brazo de Darius la rozaba mientras se


desabotonaba el pantalón. Quitó la pera y la hizo a un lado, provocando un

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gemido en Charlotte y un repentino y doloroso vacío.

—Levántala por mí —le dijo a Elic.

Elic lo hizo y dijo:

—Enroscad vuestras piernas alrededor de mi cintura, milady. Sí, así es.

Sintió los dedos de Darius en la hendidura de su trasero y luego una


dura presión cuando colocó la cabeza de su pene donde había estado la pera.
Darius acomodó su postura como para prepararse para el esfuerzo, se aferró a la
cadera de Charlotte, la penetró y la llenó con un empujón resbaladizo y
quejumbroso.

Charlotte se estremeció, no por el dolor precisamente, sino por el


sobresalto que le causó aquel empalamiento absoluto y veloz en donde, por lo
menos, estaba acostumbrada. Darius se sintió grueso y enorme dentro de ella
mientras la penetraba. Sus testículos ejercían presión contra ella.

— ¿Estás bien? —le preguntó Elic.

—Está bien —Darius buscó entre Charlotte y Darius con ambas


manos, separó los labios de su sexo mientras doblaba un dedo en la vagina. Se
cerró por acto reflejo, una señal delatora de la profundidad de su excitación—.
Ah, sí, más que bien. Es lo que ha estado soñando, un bello y duro pene
enterrado bien adentro en su culo y otro, en su pequeña vagina rojiza y ardiente.
¿No es cierto, milady?

Que Dios la ayude, asintió. Su cabeza giraba contra el hombro de


Darius, quien llevó las manos hacia sus senos y frotó los inflamados pezones
con el néctar de su sexo, pellizcando y seduciéndola. Aún con las piernas de
Charlotte alrededor de su cintura, Elic se frotó contra ella: la túnica de seda tenía
la suavidad líquida de una capa de aceite entre su sexo y el de ella. Se retorció
del delirio e hizo que el pene de Darius entrara y saliera de ella con una fricción
lubricada que nunca había experimentado antes.

La respiración de Elic se volvió frenética mientras se apoyaba contra

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ella, con la mirada extraviada.

—Sostenedla —le dijo a su amigo.

Darius retorció las manos debajo de los muslos de Charlotte y le


separó aún más las piernas. Flexionó sus caderas, y empujó hacia delante con las
suyas, el sexo desnudo y rosado de Charlotte como una oferta para su amigo.

Elic intentaba con torpeza desabrochar la túnica, maldijo en voz baja y


tiró con fuerza para abrirla con ambas manos. Tenía la constitución de un dios
joven, delgado y musculoso, el pene erecto, liso, duro y preparado. Gemía como
si estuviera en una agonía de lujuria cuando la penetró. Hizo una pausa para
cerrar los ojos y pronunció algo en una lengua desconocida para Charlotte, que
no era francés; parecía escandinavo. Tenía el pene increíblemente duro, como si
hubiera una varilla de acero debajo de su piel suave, brillante y tensa. Al verlo,
una parte dentro de ella, la hizo sentir como si pudiera acabar en cualquier
momento.

Elic presionó unos centímetros más y le temblaron los brazos.

— ¿Estáis bien? —le preguntó, un poco agitado—. No es demasiado...

—Por Dios —gruñó Darius.

Charlotte asintió con la cabeza hacia Elic para tranquilizarlo, por lo


que se aferró de la cadera de Charlotte y la penetró por completo. Permaneció
inmóvil unos instantes, al igual que Darius, para dejar que saboreara la sensación
de ser penetrada por dos hombres. Charlotte se sentía completamente llena,
colmada; la sensación de posesión fue absoluta, mucho más de lo que había
imaginado.

—No acabes antes que nosotros —le dijo Darius mientras retiraba su
pene y volvía a penetrarla—. Si no, recibirás los azotes.

Elic maldijo en voz baja pero lo dejó pasar.

Ambos hombres comenzaron a empujar, con el mismo ritmo: Elic


aferrado a la cintura de Charlotte; Darius, a la cadera, mientras Charlotte colgaba

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del techo como un trozo de carne. Charlotte cerró los ojos y se entregó a la
felicidad de dos penes que acariciaban su carne ardiente y hormigueante... y que
se rozaban entre ellos también, porque ¿qué hombre no podía sentir la presencia
del otro dentro de ella?

Los empujones se tornaron más veloces y erráticos. Era


completamente embriagador... dos cuerpos masculinos meneándose y
agitándose; dos hombres aferrados con fuerza, jadeando y gimiendo...

No acabes..., Charlotte se dijo a sí misma, incluso cuando se retorcía


con un placer que iba más allá de la cordura, sintiendo el inevitable acercamiento
del climax que no podría frenar. Se mordió el labio cuando se acercó a ese punto
y pensó que quizás si se quedaba inmóvil y no gritaba, Darius no lo sabría. Pero
los calambres eran tan desesperantes, tanto en el trasero como en la vagina, que
todo su cuerpo se agitaba.

Ambos hombres se quedaron inmóviles por un tembloroso, largo y


rígido momento. Darius maldijo; Elic gimió. Luego, llegó la extraordinaria
sensación no de uno, sino dos penes sacudiéndose con fuerza y dejando todo
dentro de ella en medio de un coro de gemidos guturales masculinos.

Elic, sin aliento y sudoroso, la sostuvo con brazos temblorosos


mientras Darius quitaba el pene del trasero demasiado rápido para ser
confortable.

—Maldita perra —gruñó mientras se abotonaba el pantalón.

—Tranquilo, Darius —le advirtió Elic mientras también quitaba su


miembro y con gentileza le bajaba las piernas—. Lo disfrutó, al igual que
nosotros, y ¿por qué no? ¿Por qué diablos deberías...?

— ¿Por qué la defiendes? —rugió Darius a su amigo—. Vagina


insaciable, le ordené que nos esperara. Dice que quiere obedecer, que desea
someterse a mi voluntad, pero no puedo creerla.

—Mira, amigo —le dijo Elic llanamente—. No eres tú esta noche.

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Ambos sabemos por qué. Esta cosa ha clavado sus garras en ti —tomó a Darius
por los hombros y le dijo—: Necesitas dar un paso a un lado y ver las cosas
desde otro...

— ¡No! —Darius apartó el brazo de Elic; su rostro se oscureció; las


venas se le hincharon en el cuello, en la sien—. No me digas lo que debo hacer.
Sé lo que debo hacer.

Pasó junto a Charlotte y se dirigió hacia la pared de azotes detrás de


ella y dijo:

—Puedes quedarte a mirar, o puedes irte. Te sugeriría que observaras.


Entonces sabrás cómo son las cosas en realidad. Oirás un gemido con cada
azote, y no porque ella quiera que me detenga, todo lo contrario. Nada la excita
más que un buen y duro azote. ¿No es cierto, Charlotte? Díselo.

Elic miró a Charlotte. Vaciló, luego miró en otra dirección y asintió con
la cabeza.

— ¿Estás segura? —le preguntó con tranquilidad.

Volvió a asentir.

Elic deslizó una mano por su cabello y dijo:

—Bien, entonces —hizo una reverencia y agregó—: Gracias, milady,


por gratificarme esta noche. Os deseo todo lo mejor.

Se alejó mientras volvía a abotonarse la túnica. Charlotte oyó cómo


crujía la puerta al abrirse, pero no oyó cuando se cerró.

—Esto te hará aprender —dijo Darius cuando se acercó a ella por


detrás.

Oyó un ruido metálico que la asustó durante unos instantes hasta que
se dio cuenta qué había tomado de la pared: la cadena de flagelación.

Charlotte pudo hacer tan solo un frenético movimiento con la cabeza


cuando sintió el primer golpe, seguido deprisa por un segundo, un tercero, un
cuarto... El dolor la acuchilló mientras se retorcía y se sacudía. Era un dolor real

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

y profundo en los huesos; una conmoción tan cegadora que por un instante no
pudo siquiera gritar, y cuando lo intentó, la mordaza la dejó muda.

Dios, ayúdame, rezaba mientras la sangre le corría por la espalda. No


lo merezco, piedad, por favor...

— ¡Detente! ¡Jesús, detente! —gritó un hombre. ¿Elic?

No se había ido después de todo, pensó Charlotte cuando sus


piernas se rindieron y su cabeza cayó hacia delante. Inquieto, había hecho una
pausa en la puerta.

Luego llegaron los sonidos de un altercado y Elic gritó:

— ¡Mírala! Por Dios, mira lo que has hecho.

Luego, una voz diferente, la voz de Darius, suave y sorprendida,


dijo:

—Dios. Oh, Dios mío.

—Ayúdame a bajarla de aquí.

—Oh, Dios —dijo Darius mientras la sangre fluía de la cabeza de


Charlotte y el mundo pasaba de gris a negro y luego a la nada.

—Charlotte. Oh, Dios mío. Oh, Dios mío.

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Capítulo 9

F inalmente, pensó Antón Turek cuando dio un paso atrás para admirar la
escena de Ilutu-Lili atada y a su disposición; una ofrenda a merced de sus
caprichos.

Después de dejarla inconsciente, la había envuelto con el velo y la


había llevado por la cueva hacia la llamada Cella, un escondrijo fuera del pasadizo
principal que había sido utilizado, en otros tiempos, como lugar de adoración. No
cabían dudas de por qué había sido escogido para ese fin dado el esplendor
natural de aquel lugar. La abertura de aquel espacioso hueco tenía un borde de
estalactitas minerales que habían crecido de arriba abajo y viceversa. Algunas se
habían unido para formar columnas de un matiz cobalto, carmesí y anaranjado
que brillaban tenuemente con la luz que proyectaban dos antorchas que
flanqueaban la imponente entrada. No eran antorchas de las primitivas. Turek se
sintió complacido al notarlo. Eran soportes de hierro cubiertos con una lamparilla,
una especie de armazón redondeado lleno de combustible (con seguridad pino).
Arderían un buen tiempo sin que tuvieran que ocuparse de ellas, lo que reducía
el riesgo de compañía no deseada antes de que Turek hubiera acabado con Lili.

Allí dentro, el arroyo serpenteaba hacia los niveles bajos de la cueva


en dirección a la casa de baños. Por un caso fortuito de la naturaleza, un puente
de roca con una superficie relativamente llana y transitable cruzaba por encima
del arroyo y permitía llegar a la Cella sin tener que atravesar las pro fundas
aguas. Hacia la derecha, el suelo se hundía en una depresión poco profunda
revestida con dos cuencos de bronce sin brillo y con dos asideros que habían
sido clavados para que encajaran a la perfección; había leña y ramas apiladas
contra la pared, junto a un atizador de hierro con forma de báculo que colgaba

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de un gancho en la piedra. En lo alto, en el centro abovedado de aquel lugar,


había un hueco vertical, uno de tantos en aquella enmarañada cueva que servían
como chimeneas naturales. En ese caso, según le habían dicho a Turek,
terminaba en una grieta del bosque tan profunda en la escarpada y densamente
arbolada montaña que el humo que saliera por él desaparecía mucho antes de
ser visto.

El centro de atención de la Cella era una efigie antigua que asomaba


de la pared trasera entre un par de antorchas titilantes; otra vez lamparillas de
aceite, sobre largos pinchos de hierro que se clavaban en las grietas del suelo de
roca. De unos tres metros de alto, la estatua había sido tallada, junto con la
plataforma sobre la que se apoyaba, en la misma oscura roca volcánica con la
que la mayoría de las cosas en aquel valle, excepto la casa de baños, habían sido
construidas. El trabajo artesanal era simplista hasta el punto de la crudeza, un
rostro estilizado que le hizo recordar a Turek una máscara. Cada brazo cargaba
un cuenco como símbolo de fecundidad. Tenía dos montículos con forma de
senos en el pecho, al igual que una protuberancia fálica que emergía entre dos
sólidas piernas. La anatomía hermafrodita, en consonancia con el nombre
grabado con nitidez en el frente de la plataforma, DVSIVǼ SVS, le sugería a
Turek que aquel supuesto dios de la fertilidad, de hecho, había sido un dusios.
Curiosamente, había una segunda inscripción tallada, o más bien rayada, por
encima de la primera pero estaba escrita en un alfabeto que Turek nunca había
visto antes.

ᚲᚲᚲ•ᚲᚲᚲᚲᚲ

Dusivæsus tenía incrustados cinco collares de hierro oxidados, uno


alrededor de cada tobillo y muñeca y el más largo, alrededor del cuello. El último,
en un principio, parecía representar una serpiente que se comía su propia cola.

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Con una inspección más cercana, la boca de la serpiente parecía más bien una
vagina bostezando; la cola consumida a medias, la cabeza de un pene. Del collar
del cuello colgaba el par de manillas de acero que había llevado Turek con él,
cerradas a la perfección alrededor de las muñecas de Ilutu-Lili.

Turek le había quitado el velo a Lili y la había atado desnuda a la


estatua con los brazos estirados por encima de la cabeza y los pies entre los de
Dusivaesus. La altura de la plataforma dejaba a Lili a la altura de los ojos de
Turek; o tendría que haber sido así de no ser porque la cabeza de Lili colgaba y
algunas mechas de cabello negro húmedo la cubrían como un manto. Turek le
levantó el mentón, retiró el cabello a un lado para admirar aquel llamativo rostro
y exuberante cuerpo, recubierto de oro a la luz de las titilantes antorchas. Sostuvo
uno de sus senos con la mano ahuecada, apretó la carne cálida y elástica hasta
que Lili se sobresaltó; un pequeño gemido de angustia surgió de su garganta.

El estómago de Turek se retorció del hambre; hacía días que no se


alimentaba.

—Wecken sie. Despiértate.

Se agitó, mareada, los párpados se movían rápidamente.

— ¿Qué...?

—Acabó la hora de la siesta, querida. Tenemos que llevar a término


varias cosas esta noche.

Lili parpadeó, sus ojos —aquellos ojos oscuros, soñadores y


dolorosamente hermosos— se agrandaron cuando vio aquella helada sonrisa y la
cavernosa Cella, la figura de piedra a la que estaba atada como un cordero que
espera ser despellejado en una carnicería. Se enderezó y tiró con fuerza de las
manillas con un ruido a acero y hierro.

Turek rió entre dientes mientras se llenaba los pulmones de aire.

—Adelante, querida. Estamos en las profundidades de la cueva como


para que alguien pueda escucharte, pero el sonido de los gritos de una mujer me

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parece conmovedor a los sentidos.

—Bastardo —dijo con una voz que temblaba del agravio—.


Monstruo.

—Estoy de acuerdo con ambos —dijo—. Pero, qué raza de


monstruo, ¿eh? ¿Has podido adivinarlo?

La mirada de Lili se posó en la boca de Turek, sin duda al recordar


los colmillos que antes le había mostrado.

— ¿Strigoi?

Negó con la cabeza.

—Los strigoi son parientes cercanos, pero yo soy, de hecho, un upír


de ascendencia carpatiana; los más respetables en la línea de los vampiros, debo
decir.

Lili se dirigió a él con un desprecio tal que Turek no pudo evitar


admirarla dada la situación en que se encontraba.

—Un hematófago que se considera a sí mismo respetable. Es casi


divertido.

—Ah, pero no veo que tú te rías, ¿verdad? Sabes, creo saber por qué
te he traído hasta aquí; qué tengo en mente para ti.

—Supongo que querrás alimentarte de mí. Adelante, entonces —giró


la cabeza y levantó el mentón para dejar a la vista el lado izquierdo del cuello en
una osada invitación que le quitó el aliento a Turek. Nunca antes su presa se
había entregado con tanta voluntad. El gesto lo excitó de un modo visceral, más
allá del propio hambre que sentía. Sintió que el vello de la espalda se le erizaba y
un calambre le estremeció el pene.

Se acercó aún más para rozar con la punta de los dedos y nunca con
tanta suavidad, la garganta de Lili; sintió la carótida que latía seductoramente
debajo de la piel. Lili cerró los ojos y aguardó.

—No tienes miedo, ¿verdad? —se inclinó hacia delante, deslizó la

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punta de su sensible lengua a lo largo de la arteria que le reveló el movimiento


ardiente de la sangre debajo de la piel—. Una extraña reacción —dijo—. O lo
sería, si fueras un ser humano.

Lili se quedó inmóvil.

Turek subió a la plataforma, cogió la cabeza de Lili con ambas manos


y la levantó forzándola a que lo mirara a los ojos.

—Podría succionarte toda la sangre hasta dejarte seca y muerta, pero


en pocas horas tus venas estarían bullendo con sangre nueva, el color florecería
nuevamente en tus mejillas, te levantarías y te irías, riéndote de mí. ¿No es
verdad, mi dulce y?

Lili lo miró a los ojos sin pestañear.

—Debo admitir —dijo— que me equivoqué cuando te uniste por


primera vez a nosotros. Creí que eras tan solo otra mujer atractiva que no podía
mantener las piernas juntas. Quería utilizarte como hice con tus hermanas, como
una prostituta en la primera oportunidad que tuviera.

—Dejándome inconsciente con ginebra para luego penetrarme y


descargar tu lujuria —comentó—. Me hubiera despertado en la mañana
demasiado golpeada y mordida como para notar la punzadura en la garganta...

—O quizás también aquí —dijo mientras le acariciaba la cara interna


de la muñeca—. O aquí —le lamió la parte interna del codo y sintió cómo se
estremecía de la sensación que le había provocado—. O incluso aquí —agregó y
acarició la aureola alrededor del pezón izquierdo—. No me lleva demasiado
tiempo sentirme satisfecho si mi hambre ha sido saciada, y en verdad, disfruto
succionando un seno maduro de vez en cuando.

— ¿Y si tu hambre no ha sido saciada? —preguntó—. ¿Si estás


famélico?

—Succiono mi presa hasta la muerte —encogió los hombros


descuidado—. La mayoría de las veces, si estoy hambriento, pero nunca con

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aquellas cuyo fallecimiento atraería una molesta atención. Las monjas de la Orden
de San Francisco son bastante confiables respecto a eso, puedo asegurártelo.

—Un asesino que solo mata cuando cree que no pueden capturarlo
sigue siendo un asesino —dijo—. ¿Cuántas has matado salvajemente? ¿Miles?

—Igual que los humanos se alimentan de los animales inferiores, los


vampiros nos alimentamos de los humanos. Es el orden natural, la forma del
mundo. Debo decir que me sorprende que seas tan sentimental en relación al
bienestar de los seres humanos. Después de todo, ya tienes una parte de vampiro
en ti, ¿no es así? Eres una criatura de pasiones oscuras y de un terrible e
ingobernable apetito, al igual que yo. Somos muy parecidos, los súcubos y los
upírs (ambos depredadores que buscan su propio sustento, que se obtiene de los
humanos), lo aceptes o no. En general, los dos merodeamos de noche. Los dos
tenemos la misma meta en la búsqueda de nuestra presa. Y los dos somos
susceptibles a los mismos medios de destrucción, lo que me hace sospechar que
tu raza y la mía, quizás, están mucho más relacionadas de lo que pensamos.

— ¿Durante cuánto tiempo has sabido lo que soy? — preguntó Lili.

—Lo fui descubriendo paulatinamente, observándote. Tienes un estilo


libertino, con seguridad, pero no como los demás. Sus apetitos carnales son
juveniles y gratificados con facilidad, mientras que poco a poco me di cuenta que
los tuyos. .. —deslizó una mano por su vientre hasta llegar a acariciar el borde de
su sexo y sonrió para sí cuando Lili se encogió al sentir la caricia—, los tuyos son
tan profundos como la noche, oscuros, complicados, inexorables. Mi sospecha
acerca de lo que podrías llegar a ser dio frutos cuando te sentiste atraída por
aquel joven y buen mozo sacerdote que apareció sin avisar durante aquel fin de
semana en la finca de los Bute el mes pasado. El sobrino, ¿no es verdad? Con
doloroso seriedad, se dedicó hasta cierto punto a aquellos pobres
desafortunados que vendían sus cuerpos en las calles de St. Giles y Whitechapel
con la obligación de rescatarlos de sus vidas pecaminosas. Joseph, creo que se
llamaba.

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—Josiah —dijo Lili con tranquilidad.

—Te seguí aquella noche cuando subiste las escaleras y te dirigiste a


su alcoba y...

—Imposible —dijo—. Era medianoche y no había nadie allí. Tomé las


precauciones necesarias para que no me vieran.

—Te seguí por el exterior de la casa, a gatas sobre las paredes de


ladrillo mientras seguía tus movimientos por el interior. Te vi a través de la
ventana de Josiah cuando te acercaste a rastras a su cama y murmuraste las
palabras que lo dejaron inmóvil e inconsciente mientras lo follabas. Qué tipo con
suerte, pensé, ser víctima de tus gustos. Estar en la misa y en la procesión. No
podía moverse, pero se las arregló para pronunciar unas palabras titubeantes de
vez en cuando. Te llamó... Eliza, ¿no es así?

Con un suspiro, Lili dijo:

—Es la hija del ama de llaves. Está locamente enamorado de ella.

—Un enamoramiento que el recto sacerdote nunca expresaría, por


supuesto; pero podría soñar con ella, ¿verdad? Ella en su lecho y haciéndole cosas
a él, cosas oscuras y bestiales que nunca hubiera imaginado en su inmaculado
pensamiento. Fue una revelación, Lili, verte seduciéndolo, una y otra vez, en un
frenesí de lujuria. El modo en que utilizaste tus manos, con lentitud y suavidad
primero, luego tu lengua y los dientes, ese durazno jugoso del cesto de frutas, la
pañoleta anudada, la vela... Ah, y las cosas que le murmurabas al oído para
excitar sus pasiones... Válgame Dios si no fueron las palabras indecentes más
exquisitas que he escuchado alguna vez. Más de un vez, pensé que el pobre niño
moriría de apoplejía por el modo en que se agitaba y jadeaba mientras lo
mantenías al límite, con el rostro violeta, los dedos clavados en las sábanas.
¿Recuerdas cuántas veces acabó? ¿Cinco? ¿Seis? Y cada una de ellas con la misma
violencia que la primera.

Lili no le respondió.

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—Allí fue cuando descubrí lo que eras y decidí poseerte —dijo Turek
mientras le acariciaba el rostro y la garganta—. No solo por una noche de sexo
casual, sino todas y para siempre.

—Estás loco.

—Soy bastante racional para ser un vampiro —Turek le frotó el dedo


pulgar con firmeza a lo largo de la carótida derecha para estimularla y
engordarla, para que fuera más fácil de localizar y perforar—. Tenemos un
trastorno mental, lamento decir. No tanto los upirs, pero sí los demás.

Le movió hacia un lado la cabeza para exponer el lateral de su cuello,


sus colmillos como una púa mientras los pequeños nervios se preparaban para
succionar la sangre a través de los conductos de su paladar hacia sus vasos
vacíos. Inclinó la cabeza hacia delante, escogió un punto en la parte superior del
cuello donde la arteria parecía estar más cerca de la superficie y sembró allí un
beso suave y preliminar.

Lili sintió el aliento de Turek cuando los colmillos rozaron con


suavidad y por primera vez su piel. No tan indiferente ante el hecho de ser el
alimento de Turek, Lili se torció y retorció y alejó la cabeza de su alcance.

—Lucha contra mí todo lo que desees, querida. Me agrada —la cogió


del pelo, le tiró de la cabeza hacia un lado y le atravesó la garganta.

Lili se retorció y pateó, gritó con voz ronca mientras Turek le clavaba
los colmillos a través del músculo superficial, perforando con habilidad el
revestimiento de la carótida y la arteria misma mientras tomaba la precaución de
no atravesar la yugular. El forcejeo de Lili era tan violento que Turek se vio
forzado a desarticular su mandíbula y aferrarse con más fuerza a su garganta,
utilizando toda la boca; una técnica que no le agradaba emplear con una belleza
como Lili dados los desagradables moretones y marcas de dientes que le
quedarían, pero con una presa frenética como esa, era la única manera de
mantener los colmillos en su lugar. Le levantó las piernas, una a cada lado de él
para evitar aquellas dolorosas patadas y para elevarla a una altura conveniente

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para no tener que alimentarse encorvado.

La sangre de Lili fluía con mucha calidez, con una esencia aromática
distintiva a lluvia e higos. Turek emitió un gemido desde la profundidad de la
garganta mientras succionaba la sangre; sentía cosquillas en los colmillos mientras
la sangre corría por ellos; las encías le latían. Como un bebé de pecho, movió la
lengua con un ritmo firme y rítmico para aumentar el flujo. Cogió con firmeza las
piernas de Lili y aumentó la fuerza para sujetarla mientras luchaba en vano pero
heroicamente contra las manillas de acero y el peso del cuerpo de Turek, que la
aprisionaba contra la estatua.

Si. Oh, ahí viene... La sangre de Lili se filtraba por el cerebro de Turek
como una fuerte corriente de pinchazos que lo hacía sentir ingrávido, alegre. Su
visión se tiñó de rojo, el corazón le latía en los oídos. El hambre se desvaneció,
reemplazado por la intoxicante felicidad de culminación mientras el néctar color
carmesí inundaba sus tejidos y órganos, infundiéndolos con el bendito alimento.
Tenía el pene y los pezones erectos al mismo tiempo que sentían el hormigueo
de la sangre fresca.

Mientras las venas de Lili se vaciaban dejándola más y más débil, los
forcejeos gradualmente se volvieron lánguidos acabando en retorcijones
desesperados. Aunque para ese entonces estaba demasiado delirante como para
darse cuenta, los movimientos fatigados que hacía mientras Turek presionaba
contra sus muslos, alimentándose de ella, solo servían para avivar su excitación
carnal. El pene se elevó como un pincho curvo contra su vientre.

Qué tentador era penetrarla en ese mismo momento, mientras se


alimentaba de ella; él, enfebrecido de la lujuria y la sangre fresca; ella, demasiado
débil para resistírsele, pero consciente de lo que estaba sucediendo, consciente
de que él podía follarla a su voluntad y que ella, la orgullosa diosa que lo había
rechazado durante semanas, no tenía fuerzas para detenerlo. Quizás, dada su
naturaleza de súcubo, también incluso podía hacerle compartir su placer, a pesar
de ella. Cómo deseaba sentir a la fría e indiferente Ilutu-Lili gimiendo

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corcoveando en sus brazos como cualquier prostituta embriagada recibiendo una


buena follada.

Sin embargo, cuánto mejor sería, completamente extasiados, aguardar


a que él hubiera bebido hasta saciarse y luego poseerla mientras ella bebía de él.
Estar dentro de una mujer bajo el proceso de transformación en vampiro era una
maravillosa pasión sexual que agregaba una intensidad fuerte e increíble al
proceso de transformación.

Por supuesto, con mujeres follet (aquellas extrañas criaturas que no


solo estaban dispuestas sino que podían convertirse, ya que algunas eran
inmunes) los resultados eran impredecibles y por lo general, decepcionantes.
Algunos miembros de las razas faeries, en especial las ingenuas especies que se
refugian en el bosque, encontraban la experiencia tan abrumadora que, al igual
que los niños, cerraban los ojos y dormían durante todo el proceso. Las skoggras
y especies cercanas, las esposas del bosque (delicadas y encantadoras, a pesar de
sus garras semejantes a una máquina de afeitar) tendían a perder el control y
dejaban a Turek hecho jirones. Aún peores eran los rusalkis de las tierras de
Turek. Aunque increíbles para follar, eran tan inexorablemente viciosas (hacia él,
como también la presa) que se había dado por vencido.

Ah, pero el súcubo... Sin garras ni instinto asesino, ni una tediosa


ingenuidad, solo un hambre inagotable y absorbente por los placeres de la carne.
Follar a un súcubo mientras sufría la transformación era puro éxtasis, en gran
medida porque el placer de ella alimentaba el de él y viceversa. Sentía como si
todo le estuviera sucediendo a él: la excitación de la penetración, el sonido de la
sangre caliente, el latido sincronizado de los corazones con cada empujón, la
euforia vertiginosa mientras las fuerzas de sus vidas se mezclaban y volvían a
fundir su disposición corporal en un nuevo molde, aquel del más noble de los
depredadores... el upír.

El súcubo ocupaba, según Turek, una posición única y sublime en la


rama femenina de los follets; e Ilutu-Lili con su belleza iluminada por la luna, su

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exuberante sensualidad y perspicacia era, de hecho, la reina de la raza. Eran el


uno para el otro, ella y Turek. Lili aún no se había dado cuenta, por supuesto,
pero lo haría una vez que compartiera su alma con Turek y se convirtiera en lo
que él era.

Debido al gran banquete de sangre que mantenía a Turek extasiado,


no se dio cuenta de que Lili se había vuelto pesada y flácida en sus brazos.
Scheisse. Perdido en su ensoñación, se había sobrealimentado. Si Lili fuera un ser
humano estaría al borde de la muerte, o ya sin vida. Retiró con cuidado los
colmillos, quitó los dientes de la carne y colocó la mandíbula en su lugar.

El cuello de Lili tenía la marca de su mordisco; estaba tan gravemente


magullada que la marca de los colmillos era invisible en aquella herida violácea;
o lo hubiera sido de no ser por la sangre que fluía por un par de punzaduras del
tamaño de un alfiler que Turek comenzó a lamer por instinto.

Bajó las piernas de Lili y descendió de la plataforma. Lili colgaba con


laxitud de las manillas y tenía la cabeza gacha. Le apartó el cabello que le cubría
el rostro y le apoyó la cabeza sobre el seno derecho de Dusivaesus.

—Wecken sie —hizo énfasis en la orden con dos bofetadas en la


mejilla—. Despierta, querida. Debes alimentarte.

Lili murmuró algo incoherente.

—Te sentirás mejor cuando recibas algo de sangre fresca. Solo un


sorbo —dijo como respuesta a la adormecida expresión de repugnancia de Lili—.
Una gota, incluso. Una gota de mi sangre es todo lo que se necesita, una
pequeña gota cálida, dulce y milagrosa... y luego, serás como yo. Pero debes
bebería por propia voluntad, consciente del resultado y aceptándolo para que la
transformación se lleve a cabo.

Lili lo miró fijamente a través de sus ojos con párpados pesados y

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negó con la cabeza rotundamente.

—Nunca.

Era increíble que pudiera comunicarse si se tenía en cuenta la


cantidad de sangre que Turek le había succionado. Se estaba recuperando con
asombrosa velocidad, incluso para un inmortal; una evidencia más de que Ilutu-
Lili era un ser extraordinario, digna de ocupar el lugar a su lado hasta el final de
los tiempos.

— ¿Por qué crees que me tomé la molestia de traerte hasta aquí? —


preguntó—. Por el simple hecho del hambre que sentía, hubiera elegido a
alguna de las otras —le cogió el rostro entre las manos y dijo con un sentimiento
genuino—: No solo quiero tu sangre, Lili. Te quiero a ti. Te necesito. He estado
solo durante demasiado tiempo, durante toda mi existencia como upír.

— ¿C-cuánto tiempo? —se las ingenió para preguntar.

Con seguridad, intentaba ganar tiempo para poder descubrir el


modo de liberarse de sus garras. Sin embargo, ¿por qué no podía conocer algo
acerca de su pasado, si estaban en verdad destinados a compartir juntos la
eternidad?

Turek confesó:

—Nací como humano en Praga en el año 1329 y me convertí en un


upír en junio de 1348, mientras estudiaba medicina en la Universidad de Bolonia.
Por lo tanto, el mes próximo será el aniversario número cuatrocientos de mi
transformación en vampiro.

— ¿Médico? ¿Tu?

—Era eso o el sacerdocio. Quería ayudar a la gente —dijo con una


sonrisa cínica—. Elegí medicina porque no requería un voto de castidad. Ya en mi
juventud altruista, conocía mis límites.

— ¿Cómo... por qué...?

— ¿Por qué cambié la medicina por el vampirismo? Fue la Peste Negra

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que devastó Italia ese año. Intenté curar a los pobres bastardos que estaban
enfermos, pensando que Dios me mantendría sano para poder continuar con Su
obra. Sin embargo, tenía otros planes para mí. Una mañana me levanté con
fiebre. Tenía las manos y los pies negros. Me salía sangre por la boca. Supe que
estaría muerto para la noche. Conocí una mujer, Galiana Solsa, un poco mayor
que yo, pero deslumbrante, inteligente, temeraria. Exudaba peligro como un
afrodisíaco.

— ¿Era un vampiro?

—Así me dijo.

— ¿Te lo dijo? ¿No era arriesgado?

—Habíamos tenido una relación muy corta, unos meses antes, pero
muy apasionada. Había querido transformarme. Me había dicho que podría vivir
por siempre si solo estaba dispuesto, según sus palabras, a cosechar seres
humanos en lugar de curarlos. Pensé que estaba desquiciada... literalmente. Pensé:
«Dios, estoy enamorado de una lunática que habla incoherencias».

— ¿La amabas?

Turek miró hacia otro lado y encogió los hombros con un esmerado
gesto de indiferencia, deseando tener la serenidad necesaria para no decirlo.

—Tenía diecinueve años y ella era hermosa; o al menos eso pensé


hasta que comenzó con el tema de la cosecha y demás. Terminé el romance, para
su indignación, y me dediqué de lleno a mis estudios, hasta aquella mañana que
me levanté moribundo. Sabía que ningún cirujano podría ayudarme, entonces, en
medio de la desesperación, mandé a buscar a Galiana. Se burló de mí mientras
yo vomitaba y me agitaba y sudaba sangre, al tiempo que le rogaba que me
transformara. Me dijo que yo ya había escogido, que debía haber aceptado su
oferta cuando tuve la oportunidad y esa clase de cosas. No fue hasta que estuve
al borde de la muerte que finalmente me transformó. Había querido desde un
principio, por supuesto, divertirse un poco a costa mía, lo que creo tenía derecho
a hacer.

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— ¿Volvisteis a ser amantes? —preguntó Lili.

—Dios, no. Estaba demasiado molesta conmigo por haberla dejado.


No hubo nadie después de ella, nadie a quien pudiera considerar como una
novia, por supuesto, ni siquiera una amante.

— ¿Y amigos? —preguntó.

—Los vampiros no hacen amigos con facilidad y los humanos son


para follar y obtener alimento. No, como he dicho, he estado solo durante cuatro
siglos.

Un indicio de algo que podría haber sido lástima ensombreció los


ojos de Lili por un momento fugaz, o quizás fue tan solo imaginación de Turek.

—Y tú —irrumpió—, has estado sola también, ¿no es así? Vagando


por el mundo como una gitana, intentando con desesperación ocultar tu
verdadero ser, pasando por un ser humana. Pero no eres humana. Eres
diferente, Lili. Eres mejor que ellos, un ser superior, inmortal... una diosa.

—Ya no —dijo.

—Un súcubo, entonces.

—Un súcubo —aceptó—. Pero no soy hematófaga. Ni asesina. Prefiero


morir a ser lo que tú eres.

—Esos comentarios vulgares son indignos de ti, querida —dijo Turek


mientras se remangaba el puño derecho de la túnica—. He cambiado el tono de
voz y apuesto que tú también lo harás. Y creo que te sorprenderás de lo rápido
que te acostumbrarás al modo de vida de los vampiros. Antes de que esta noche
acabe, estarás regocijándote. Devorarás humanos para calmar no solo tu lujuria,
sino también tu hambre. Sí, los asesinarás, una y otra vez, y no sentirás ni una
pizca de arrepentimiento. Los devoraremos juntos, tú y yo, compartiremos
nuestra presa y todo lo demás. Saborearemos la sangre como si fuera el vino
más dulce. Pero primero debes saborear la mía.

Turek levantó la muñeca derecha y se la llevó a la boca; perforó una

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de las jugosas venas azules justo debajo de su piel con el extremo de los
colmillos. Los retiró y observó dos delgados puntos rojos que emergían de la
minúscula punzadura y se deslizaban alrededor de la muñeca como un brazalete
doble.

—Una gota —Turek le ofreció la muñeca cubierta de sangre a Lili,


quien giró la cabeza con los labios bien cerrados. Turek la tomó por la mandíbula
y la forzó para que lo mirara—. Una pequeña lamida... eso es todo lo que se
necesita para iniciar la transformación.

Lo miró con repulsión y dijo:

—Estás loco si crees que alguna vez podría elegir ser como tú. Te
crees un dios, pero para mí, eres un pequeño insecto hematófago... un mosquito
con delirios de magnificencia.

—Estás poniendo a prueba mi paciencia —espetó entre dientes y asió


con más firmeza la mandíbula de Lili.

—No, no un mosquito —su voz se volvió fría de desprecio—. Ellos al


menos tienen alas. Diría que eres más bien un piojo, o quizás una chinche que
corre a pasitos en la oscuridad y con las antenas retorciéndose ante el aroma de
la sangre.

Le dio una bofetada; fue un golpe tan fuerte en el rostro que golpeó la
estatua con un sonido seco del cráneo contra la piedra.

—Blöde Fotze —dijo con mal humor—. Dumpfbacke. Lo pediste.

—Ah, sí —dijo mientras lo miraba. Horribles raspones deformaron su


sien y las mejillas—. Eso es lo que los bravucones se dicen a sí mismos, en
especial, aquellos que disfrutan golpeando a las mujeres. Si esta es la clase de
tratamiento que puedo esperar de ti, ¿por qué diablos querría pasar el resto de la
eternidad a tu lado?

—Las cosas serán distintas cuando hayas atravesado la transformación


—dijo—. Muy diferentes. Serás como yo. Nos entenderemos. Seremos uno parte

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del otro, compartiremos todo, nuestros cuerpos, nuestras presas, nuestras almas.

— ¿Compartir mi alma con tus semejantes? —preguntó con una


pequeña sonrisa burlona que hizo que a Turek se le erizara el vello del cuello—.
En verdad, ese no puede ser tu mejor argumento.

Sin embargo, para consternación de Turek, lo era. El atractivo que


por lo general utilizaba para atraer prosélitos (la inmortalidad) solo resultaba
eficaz con los seres humanos y aquellos follets no inmortales.

—Esperaba algo de resistencia por tu parte —dijo—. No puedes ver


ningún beneficio en la transformación, pero solo porque no comprendes nuestro
modo de vida, la sed de sangre, el regocijo que provoca la caza, la excitación al
hundir los colmillos en la cálida carne humana. Y, por supuesto, no te importa
nada de mí... aún. Pero lo harás. Una vez que seas tú misma un vampiro, me
comprenderás; diría que incluso me considerarás con la misma estima con la que
te considero yo, y me agradecerás el haberte transformado.

—No puedes transformarme contra mi voluntad — dijo—. Y te


aseguro, que no existe un argumento fuerte que me convenza de que debo
transformarme en lo que tú eres. Nunca, jamás probaré una gota de tu sangre,
Turek, y no hay modo en que puedas forzarme a que lo haga. Puedes succionar
hasta la última gota de mi sangre... Produciré más. Puedes asestarme una
tremenda paliza... Me recuperaré.

Turek sonrió mientras buscaba en el bolsillo derecho de la túnica y


sacó una botella marrón con forma cuadrada que había hurtado de los elementos
de pintura de Hill Hogarth antes de seguir a Lili a la casa de baños.

— ¿Qué es eso?

Destapó la botella y la colocó debajo de la nariz de Lili; se echó atrás


del miedo.

—Aguarrás —respondió Turek mientras inspiraba de la botella como si


fuera perfume—. En realidad, me agrada mucho el aroma. Aprecio que no te

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guste. Como también el fuego. Comprendo tu aversión ante las sustancias


combustibles.

—Una desagradable amenaza —expresó con una voz titubeante y


tenue—. Y extraña, viniendo de alguien que dice que me estima. Has dicho que
somos de la misma raza, que nos pertenecemos, que deseas pasar el resto de la
eternidad conmigo.

—Así es —dijo—. Los vampiros somos criaturas de pasión, pero


también de un orgullo feroz. Si, como insistes, no puedo tenerte, entonces
tendré que asegurarme de que nadie lo haga tampoco.

Turek bajó el frasco y sacó del bolsillo izquierdo los pequeños grilletes
adornados que hacían juego con las manillas de Lili. Lili pateó y golpeó pero no
era un buen contrincante frente a la fuerza de Turek; enseguida, tuvo sus pies
atados a la tobillera de la estatua. Levantó el cuenco de bronce martillado de la
hoguera y lo colocó en la plataforma, a un costado de donde se encontraba Lili.
Luego, armó una hoguera tan alta que ardería como el infierno en cuanto la
encendiera.

Si la encendía, aunque aún albergaba la esperanza de que la amenaza


de una muerte en llamas llevara a Lili a aceptar la transformación. Si continuaba
negándose, sin embargo, la quemaría hasta convertirla en cenizas.

No quería decir que quisiera hacerlo; ella era, después de todo, un


ejemplar excepcional de su raza, una belleza exquisita; pero era mucho mejor
destruirla que pasar el resto de su larga, incluso quizás infinita existencia
riéndose delante del «insecto hematófago» que la había tenido en sus garras
solo para debilitarla y dejarla ir.

Lili había observado las siniestras preparaciones con admirable


estoicismo. Era todo fingido, por supuesto —el color había desaparecido de su
rostro— pero eso solo hacía que su demostración de compostura fuera aún más
asombrosa.

Turek cogió el velo del altar donde lo había arrojado antes, lo enrolló

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sobre el brasero repleto de madera, lo roció con aguarrás, lo sacudió y lo ató


alrededor de las piernas y el torso de Lili. Envuelta en el solvente volátil y su
siniestra hediondez, comenzó a temblar.

El temblor se convirtió en escalofríos que la atormentaron de pies a


cabeza, cuando cogió una de las antorchas que estaban en el hueco del lecho de
roca y la acercó.

— ¿Tienes dudas, liebling? —preguntó en voz baja—. Es vergonzoso


cambiar de parecer, en especial cuando la vida está en juego. Nadie lo sabe
mejor que yo.

Lili se encogió para alejarse de la antorcha. Las llamas se reflejaban en


sus enormes ojos negros. Turek acercó la antorcha a la hoguera que había
preparado y esta se encendió con una explosión al haber sido rociada con
aguarrás. De inmediato, unas llamas estrepitosas asomaron del brasero que
estaba a menos de medio metro de Lili y su velo empapado en aguarrás. La
hoguera emanaba un calor infernal que hizo que aparecieran gotas de sudor en
su pálido rostro.

Turek reemplazó la antorcha y cogió el atizador que se encontraba


enganchado al asidero del brasero que estaba al otro lado de Lili para alejarlo un
poco de ella.

—No serviría de nada que una chispa aterrizara en ti mientras


reconsideras la situación —dijo—. Te convertirías en una antorcha tú misma.

Subió a la plataforma y se pinchó una de las venas frescas de su


muñeca izquierda. La sostenía para que Lili viera cómo la sangre fluía por las
pequeñas punzaduras y dijo:

—Una gota y vivirás por siempre como un miembro más de mi raza.


Si no aceptas esta oferta, colocaré aquel brasero justo frente a ti y observaré
cómo ardes hasta morir, retorciéndote en la agonía. Cuando las llamas
disminuyan, volveré a colocar madera. Hay de sobra, como puedes ver, como
para mantener esta hoguera encendida toda la noche que alcanzará para

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reducirte a cenizas. Seguro que cualquier destino es mejor.

—No, hay uno mucho peor y es pasar la eternidad junto a un


pequeño gusano asesino como tú.

Con un fuerte movimiento de la mandíbula, Turek dijo:

—Mi paciencia tiene un límite, Lili, y has llegado hasta ahí. Considera
esta como mi última invitación... y la última oportunidad para alejarte de la
hoguera —le acercó aún más la muñeca a la boca y dijo —: Una gota. Una
lamida de tu lengua...

Lili levantó la mirada, aún temblaba como un conejo y dijo:

—Vete al infierno.

—Lili, Lili... —Turek suspiró de la exasperación, odio y una genuina


aflicción. Enganchó el atizador en la otra asa del brasero, la que se encontraba
más cerca de Lili, y agregó—: Supongo que estarás allí mucho antes que yo.

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Capítulo 10

-V e a mi habitación en la cueva —le dijo Darius a Elic mientras recostaba a


Charlotte sobre el colchón, de bruces, ya que su espalda estaba, si ya no
despellejada, muy cerca de estarlo. Las heridas estaban abiertas, cubiertas de
sangre, horripilantes—. Tengo algunas gotas de amoníaco en el estante de mis
medicinas. Tráelo, y también el tarro con bálsamo.

— ¿Qué bálsamo? Tienes...

—El verde —dijo Darius, al azar mientras corría la manta hasta la


cintura de Charlotte. No importaba cuál llevara; el punto era que Elic se fuera de
allí mientras le curaba aquellas heridas horribles y ensangrentadas—. Vete.

— ¿Debo... debo traer alguna clase de vendaje o...?

— ¡Trae todo lo que mierda quieras, solo ve!

En cuanto Darius escuchó la puerta cerrarse con fuerza, inspiró para


calmarse y aclarar su mente y contemplar los cortes en la espalda de Charlotte. Él
le había hecho eso, la había tratado con brutalidad, con un oscuro y salvaje
arrebato de furia que desapareció cuando se dio cuenta del daño que le había
infligido. Charlotte se había desmayado del miedo y el dolor y yacía inconsciente,
lo cual era mejor. Curar a aquellos que estaban despiertos y atentos suscitaba
muchas preguntas comprometedoras.

Darius puso las manos en la zona lumbar de Charlotte,


aproximadamente a tres centímetros de la piel desgarrada, cerró los ojos y
concentró todas sus facultades mentales. Comenzó a temblar cuando su energía,
su propia fuerza de vida curativa, se vertía en Charlotte, curaba la piel desgarrada
y cerraba las terribles heridas. Sus manos se tornaron calientes, se agitaban

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mientras se esforzaba por deshacer el terrible mal que le había causado a aquella
turbada y complicada mujer que había tenido la mala suerte de tropezar con él
en aquel sótano lleno de instrumentos de tortura. Lentamente, deslizó sus manos
hacia arriba sobre la espalda y sintió cómo las heridas curaban, la piel se unía y
se volvía fuerte y suave.

Abrió los ojos. Se sentía agotado y tembloroso, pero gratificado de ver


que las heridas que le había causado habían desaparecido por completo, y solo
quedaba una red de tenues rayas rosadas, como suaves quemaduras. Esas
desaparecerían con el correr de los próximos días y quedaría perfecta una vez
más.

Elic, a pesar de la larga amistad que los unía, desconocía la habilidad


de Darius para curar. Ni Iñigo, ni Madame des Ombres, ni ninguno de sus
predecesores. Si ellos lo hubiesen pensado detenidamente, hubieran sospechado,
dada su adicción a convertir los deseos y necesidades de los hombres en
realidad. ¿Qué deseo más profundo podría existir, cuando uno está enfermo o
lastimado, que ser curado? No había un ser humano vivo que no tomara ventaja
de tal don, para sus seres queridos e incluso ellos mismos, como había
aprendido Darius demasiado bien mucho tiempo atrás. En cada curación, utilizaba
su propia energía vital y quedaba exhausto, a veces incapacitado. Hasta podría
caer en coma si la herida o la enfermedad eran excepcionalmente severas. Una
curación incesante e indiscriminada, como a la que una vez había sido forzado, lo
dejaba de inmediato como una cascara sin semilla. Peor: interfería con el
equilibrio natural entre la vida y la muerte, y diseminaba un gran número de
peligrosas repercusiones.

Había recorrido medio mundo para escapar de aquellos que deseaban


explotar sus poderes curativos. Darius odiaba revelárselo a cualquiera, incluso a
los que estaban cerca de él. Aunque intentaba evitar la amistad con los humanos
para poder sobrevivir, Elic e Íñigo no. Hacían amigos con bastante libertad, tanto
en la Grotte Cachée como en los viajes ocasionales; siempre sin Darius, quien
no quería arriesgar la posibilidad de contacto físico con seres humanos. Si los

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compañeros follets de Darius supieran que podía borrar el sufrimiento de


aquellos que amaban, lo presionarían inevitablemente a hacerlo. Solo por esta
vez, implorarían. Y luego llegaría otra excepción, y otra, y otra más. Aquellos que
se curaban, aunque hubieran jurado mantener el secreto, al final enviarían a sus
propios amigos y familiares a la Grotte Cachée para que los curara... y de este
modo comenzaría todo una vez más.

Darius llevó la manta hasta los hombros de Charlotte y le apartó el


cabello que le cubría el rostro con una mano temblorosa mientras mencionaba
su nombre. Charlotte se movió, murmuró algo que no pudo distinguir.

Se recostó junto a ella, demasiado cansado como para volver a


levantarse.

— ¿Cómo te sientes?

Charlotte miró de reojo.

— ¿Darius? ¿Q-qué...? —su expresión cambió del desconcierto al


miedo cuando recordó lo que había sucedido, lo que le había hecho. Se encogió
para alejarse de él y retrocedió cuando Darius cerró una mano sobre su hombro.

—Lo siento —dijo con seriedad—. Lo lamento mucho, Charlotte. No


sé que... —negó con la cabeza, hizo una mueca, porque no sabía lo que le había
sucedido. Era lo mismo que le sucedía cada vez que tenía contacto con un ser
humano, el cambio gradual de su propia identidad por una nueva, desconocida;
un Darius completamente impredecible que no siempre acababa con tanto
salvajismo, gracias a Dios.

Charlotte lo miraba, como preguntándose cómo reaccionar ante un


ruego de disculpa de un hombre que le acaba de hacer trizas la espalda con una
cadena de flagelación.

—Perdóname —dijo—. O no me perdone» pero, por favor, quiero


que sepas que no quise lastimarte, no de ese modo. Te prometo que nada de eso
volverá a sucederte.

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Charlotte buscó por debajo de la manta para tocar su espalda y


frunció el ceño ante la confusión.

—Pensé... Se sentía...

—Estarás bien —dijo.

— ¿D-dónde está Elic?

—Lo envié de nuevo a la cueva para que busque un tónico y un


bálsamo.

— ¿La cueva?

—Es donde vivo, como una especie de invitado permanente de


Madame des Ombres.

— ¿Vives en la cueva?

Se sintió bien al sonreír.

—La morada perfecta para un oso como yo, ¿no crees?

— ¿Madame no te da una habitación en el castillo?

—Prefiero la cueva, por su privacidad —explicó—. Me agrada estar


solo, yo y mis viejos y polvorientos libros.

— ¿Libros?

—Son mi debilidad. Los he coleccionado durante cien... durante


años.

— ¿Qué clase de libros?

Encogió los hombros mientras le acariciaba el brazo sobre la manta.

—Hay varios ensayos de medicina, algunos muy antiguos. Las artes


curativas tienen un interés especial para mí. Tengo bastantes de historia, filosofía,
religión, algo de ficción.... lo que sea que atraiga mi interés —con una sonrisa
malvada agregó—: Tengo varios volúmenes de material erótico que se remontan
a la época de los antiguos griegos y romanos.

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—Ciertamente —ella se acomodó sobre el costado y se enroscó la


manta alrededor del cuerpo—. Mis favoritos de esa época son los versos de
Catulo. Tan ingenioso y enérgico... Nunca me canso de leerlos.

— ¿Qué traducciones?

—En realidad, la versión original en latín —Charlotte vio su mirada y


esbozó una sonrisa dulce y astuta.

Darius hundió la cabeza y se frotó la nuca.

—Soy un estúpido.

Charlotte rió de felicidad y sin cuidado. Darius la miró fijamente,


sorprendido no solo por su gran despliegue de buen humor después de todo lo
que había ocurrido, sino también por lo bellamente aniñada que parecía.

Charlotte agregó:

—No creo que te sorprenda que yo misma haya acumulado una vasta
colección más bien vergonzosa de literatura obscena. ¿No tienes ningún ejemplar
de Fanny Hill?

Negó con la cabeza y frunció el ceño para expresar su curiosidad ya


que nunca lo había oído nombrar.

—Ah, debes conseguirla —se empujó con el codo para levantarse y


dijo—: Es una novela llena de la más deliciosa obscenidad, escrita por algún
pobre individuo en la prisión del acreedor y que intenta ganar algo de dinero
para poder liberarse. Busca ya un ejemplar antes que la Iglesia de Inglaterra lo
prohíba. Escuché que han comenzado a hacerlo.

—Le escribiré a mi distribuidor de Londres por la mañana. He


aprendido que uno no debe vacilar con estas cosas. Me las ingenié para
conseguir las obras completas de Safo antes de que la Iglesia quemara sus
escritos.

—Debes ser mayor de lo que pareces, entonces — aclaró Charlotte


entre dientes—. ¿No los quemaron en la Edad Media?

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Darius esbozó una pequeña y forzada sonrisa y dijo:

—Quise decir que fueron publicados antes de la quema de libros —


Mentiras piadosas, pensó. Incluso sus encuentros más inofensivos eran
respaldados en un marco de pequeñas mentiras, insignificantes en sí mismas,
pero onerosas cuando se las juntaba—. Tuve suerte de conseguir los libros de
Safo. Algunos libros censurados se han perdido.

—Las Posturas de Aretino—dijo.

—Precisamente. La más famosa, o infame, obra erótica de la historia


europea y, sin embargo, nunca pude tener una copia en mis manos. Daría
cualquier cosa por conseguir la primera edición.

Charlotte lo miró un instante, bajó la mirada, tocó la manta. Parecía


que iba a decir algo, pero vaciló, como si se lo pensara dos veces. Finalmente,
dijo:

—No eres para nada el hombre que pensé que eras cuando...
cuando llegué por primera vez aquí.

—No era yo —dijo con tranquilidad, mientras hacía a un lado un


mechón de cabello descarriado de la frente de Charlotte—. Tú también pareces
diferente.

—Porque te has dado cuenta de que no soy un marimacho sin


educación —preguntó ella con una sonrisa—. ¿Y qué? De hecho, soy un
marimacho con educación.

—Debo confesar que no había pensado que hubiera mucho más


debajo de ese refinamiento algo frágil; ni siquiera esto último. Yo... em... te pido
disculpas por haberte hecho hablar acerca de tu hijo. Fue cruel por mi parte.
Supe que no querías hablar de tu maternidad y todo eso en esta cueva de
pecado. ¿Por qué habrías de hacerlo? Estoy seguro de que eres una excelente
madre, muy cariñosa. Lo que dije acerca de que era una carga y de que lo habías
enviado a un internado...

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—Nat no está en un internado —dijo con una voz suave y tensa con la
mirada posada en el colchón.

—Ah. Bien, nunca fue mi intención...

—Murió hace cinco años.

—Ah —Darius se acercó y la abrazó y colocó la cabeza de Charlotte


sobre su pecho—. Lo siento, Charlotte. Dios, estoy tan arrepentido —agregó,
disgustado con el recuerdo de cómo la había insultado acerca de su hijo.

—Lo asesiné —dijo—. Fue como si lo hubiera arrojado a las ruedas del
carruaje yo misma.

—Yo... yo estoy seguro de que no...

—Lo hice —dijo sobre el pecho de Darius—. No sé por qué te estoy


contando esto. Nunca se lo he dicho a nadie. Debes de pensar que soy inmune a
la vergüenza, alguien como yo, pero esto... Es muy difícil de sobrellevar, y mucho
más de contar.

Y sin embargo, Darius se dio cuenta, porque Charlotte estaba


enroscada en su abrazo y no podía ocultar la cruda necesidad de que se sentía
obligada a contarlo en ese momento. A él. Entonces este, el papel que había
tenido en la muerte de su hijo, era el pecado por el cual Charlotte buscaba
castigo en sus manos, por mucho que lo negara. Un esfuerzo abocado al fracaso,
por supuesto, pero no sin sentido si lo impulsaba ella, por primera vez en cinco
años, para desahogarse.

—Cuéntamelo —dijo.

Guardó silencio durante tanto tiempo que Darius pensó que quizás
había cambiado de parecer, pero luego dijo con voy muy baja:

—Somerhurst, mi esposo, no me quiso más después de que diera a luz


a Nat. No me quería en su lecho, quiero decir. Dijo que ahora que era madre no
me veía del mismo modo. Durante mucho tiempo intenté cambiar su parecer.
Intenté ser bella, seductora. Una noche entré a hurtadillas en su cama. Me hizo

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sangrar por la nariz, me dijo que era una desfachatada.

Darius resopló del hastío.

—Después de eso —levantó los hombros—, comenzó a pasar la


mayor parte del tiempo en Londres y me dejó como encargada de la hacienda en
Cambridgeshire. No le interesaba su hijo, excepto como heredero. Lo evitaba
podía y lo ignoraba cuando lo obligaban a estar en su presencia. Él tenía sus
prostitutas y amantes y yo tenía a Nat. A mi modo de ver, yo tenía la mejor parte
del trato. Adoraba a Nat, era todo para mí. Era un niño increíble, audaz,
intrépido, pero mimoso también. Él... —se le quebró la voz.

—Tranquila —murmuró Darius mientras la acercaba aún más a su


cuerpo—. Está bien.

—Durante cuatro años, tuve a Nat y nada más... nadie más.

— ¿Estabas sola? —preguntó Darius—. Me refiero a compañía adulta.

—Tenía unos pocos amigos, no demasiados, pero por supuesto


ningún hombre me había tocado desde que le había dicho a mi esposo que
quería formar una familia. Mi hermana, Livy, solía escribirme y me incitaba a que
tuviera un amante, pero era moralmente ofensivo para mí y de todos modos,
tenía a Nat y él me necesitaba. Pero luego...

Se hundió en un profundo silencio una vez más.

— ¿Quién era? —preguntó Darius.

—Hugh Stapleton, heredero del Condado de Granthorpe y soldado


de a caballo. Tan elegante, tan encantador, pero no como la mayoría de ellos,
aquellos jóvenes afortunados que solo les interesa la prostitución y la bebida. Era
un verdadero caballero en el mejor sentido de la palabra... afectuoso, amable. Lo
conocí en la casa de Livy en los Costwolds. Hugh era amigo del cuñado de Livy.
Era... Dios, me enamoré de inmediato. No sucedió nada entre nosotros durante la
visita... bueno, un corto beso a hurtadillas, porque Nat estaba conmigo y aún
creía que no sería bueno que las cosas llegaran demasiado lejos. Pero luego,

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después de regresar a mi hogar y de haber estado con Hugh un instante fugaz,


me sentí más sola que nunca. No me había dado cuenta lo que extrañaba ser...
querida.

—Por supuesto que lo hiciste. Es lo que todos los humanos desean.

—Hugh me escribió la carta más conmovedora y delicada, y al mismo


tiempo llena de pasión. En realidad, lloré mientras la leía. Livy vendría a pasar
conmigo quince días y Hugh preguntó si podría venir también. Dijo que fingiría
ser el cochero para no llamar la atención. Livy me incitó a que lo dejara venir, me
dijo que había sufrido por mí terriblemente, así que acepté. Quería ser libre de
pasar tiempo con él y ya había decidido compartir mi cama con él, por lo que
debía hacer otros preparativos para Nat, que dormía en el cuarto de niños al
lado. Le pedí a mi esposo que lo llevara a visitar Londres durante dos semanas.

— ¿Y aceptó?

—Quedó impactado por la idea. Por eso, también lo estuvo Nat. Había
ido a Londres y lo odiaba, decía que olía a humo y estiércol. Pero insistí con
terquedad y finalmente se fueron. Por supuesto, Nat necesitaba que alguien
cuidara de él, así que, en el afán de estar a solas con Hugh, envié a Carrie, la
niñera, sin pensar en las consecuencias. Carrie... verás, era muy joven, muy
atractiva y para nada familiarizada con los modos mundanos; los modos que le
agradaban a Somerhurst.

—Ah —dijo Darius.

—Mientras perdía la virginidad en los jardines de nuestra lujosa casa


de Londres (me contó los detalles con congoja más tarde), Nat se fue de la casa
y comenzó a vagar por la calle.

—Oh, Charlotte —Darius la abrazaba con fuerza cuando sus


hombros comenzaron a agitarse—. Charlotte, Charlotte...

Lloró hasta que quedó demasiado exhausta para continuar,


empapando la camisa de Darius con sus lágrimas.

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—El mensajero vino mientras yo estaba en la cama con Hugh —dijo


entre sollozos—. Livy llamó a la puerta y me dio la noticia. Creo que me hubiera
suicidado si Hugh no hubiera estado allí para contenerme y hacerme entrar en
razón. Sé que lo hubiera hecho.

—Me alegra que no lo hayas hecho.

—Dos meses más tarde, cuando se propagó la epidemia en Londres,


Somerhurst contrajo viruela y murió. No lloré por él ni un instante.

—Nadie puede culparte —dijo Darius mientras le secaba el rostro con


el borde de la camisa.

—Hugh quería casarse conmigo —dijo, más tranquila entonces, aunque


su respiración todavía era entrecortada—.

Le dije que él merecía a alguien mejor. Insistió. Me acosté con su mejor


amigo, el cuñado de Livy. Eso funcionó. Pero luego, alrededor de un año después,
me escribió para decirme que sabía que yo estaba angustiada, de otro modo no
estaría castigándome del modo en que lo hacía. Dijo que no debía olvidar que
siempre podría encontrar consuelo en sus brazos. Casi todos los meses recibía
una carta. Nunca le respondí, pero eso no hizo que dejara de escribirme.

Todo lo que Darius pudo hacer fue negar con la cabeza.

—Hubo otros hombres —dijo—. Hace dos años y medio me di cuenta


de que estaba embarazada. El padre estaba casado. Yo, por supuesto, no. No
obstante, era emocionante. Pensé que con seguridad Dios no me dejaría traer
otro niño a este mundo si no era una buena persona de corazón, una buena
madre. Por primera vez desde la muerte de Nat, pude sentir otra cosa que no
fuera culpa y dolor. Lo había deseado. Me sentí tan liviana, tan feliz... Fue como si
de pronto tuviera un objetivo otra vez, una razón para vivir.

— ¿No estabas preocupada en absoluto por tu reputación? —


preguntó Darius.

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—Decidí pasar mi confinamiento en el Continente para que nadie se


diera cuenta y criar al niño bajo mi tutela. Pero antes de que mi vientre
comenzara a crecer, perdí el bebé. El médico que me atendió me dijo que tenía
tumores en el útero que no constituían una amenaza para mi vida, pero que sería
difícil para mí concebir e imposible llegar con el embarazo a término. Me volvería
estéril —dijo con amargura—. Dios sabe que fue lo mejor después de todo.

—Bien...

—Al poco tiempo, tuve noticia del Club del Infierno. Al fin, pensé. El
Infierno en la Tierra. Era como si Sir Francis lo hubiera creado para mí.

—Lo dudo —dijo Darius.

—A veces me siento como Lady Macbeth —dijo—. Es como si mis


manos estuvieran manchadas de sangre y nunca se limpiaran.

Darius le tomó la palma de la mano y se la besó.

—No hay sangre aquí, ni una gota.

Charlotte negó con la cabeza y dijo:

—No puedes verla, pero...

—Fue un accidente, Charlotte.

—No. Si tan solo no hubiera...

Darius rodeó el rostro de Charlotte con ambas manos y dijo:

— ¿Querías que Nat muriera? ¿Es por eso por lo que lo enviaste a
Londres? ¿Por eso fue que...?

—Jesús, no. Por supuesto que no.

—Entonces, ¿por qué sigues castigándote a ti misma? —preguntó con


delicadeza.

Charlotte lo miró de hito en hito y buscó una respuesta.

Darius hizo que Charlotte quedara apoyada sobre la espalda, deslizó


una mano por debajo de la manta para que descansara sobre su vientre.

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—Si hubieras podido llegar con el embarazo a término, ¿los dos


últimos años y medio hubieran sido diferentes?

—Hubiera cambiado el resto de mi vida.

Darius deslizó su mano por el vientre de Charlotte, sintió, exploró...

— ¿Darius?

—Ssh. Relájate.

Sintió los tumores en el útero, ramilletes de nudos fibrosos


amontonados por dentro y por fuera. Cerró los ojos, estableció un canal de
energía sanadora a través de su mano y sobre el órgano periforme. Los tumores
se secaron y se contrajeron y desaparecieron, todos, en un minuto.

Con una sonrisa, bajó la cabeza y la besó en los labios, la primera vez
en toda la noche que lo había hecho.

— ¿Qué has hecho? —preguntó Charlotte.

—Espero que pronto lo descubras.

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

Capítulo 11

-O h, Dios —Lili inspiró mientras Turek tiraba del brasero y lo acercaba aún
más; las llamas estaban tan cerca ahora que podía sentir cómo el vello de
los brazos se chamuscaba con el calor.

—Es un poco tarde para solicitar Su ayuda ahora — dijo el vampiro—.


Ojo por ojo.

Más allá de la Cella, se oía el suave e irregular sonido de unos pies


descalzos sobre la piedra que corrían a través de la cueva a gran velocidad en
dirección a ellos.

Turek también lo escuchó. Se volvió en dirección al sonido mientras


Lili gritaba.

— ¡Ayúdenme! ¡Por favor!

—Halt's maul! —se acercó con violencia hacia ella y le dio una
bofetada que le provocó un estallido de dolor en la nariz y lágrimas en los ojos.

— ¿Lili? —Elic apareció sobre el puente de la entrada mientras


observaba la escena con expresión de horror—. Dios, ¿qué...?

—Es un vampiro —dijo Lili sofocada por el sabor metálico de la sangre


en su boca—. Se le puede matar...

—Gusch! —Turek volvió a golpearla mientras Elic corría deprisa a


través de la cueva y rugía de la ira que sentía. Cogió una parte de la túnica de
Turek y con la fuerza de su puño, golpeó la cabeza del vampiro, que retrocedió a
trompicones con un grito de dolor.

—Déjala ir —le ordenó Elic mientras iba a la caza de Turek—. O te


juro por Dios que te...

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

— ¿Tú qué? —Turek tiró con fuerza del pincho de hierro de una de
las grandes antorchas ubicadas en el suelo y la agitó mientras corría a zancadas
hacia Elic, quien se apoyó sobre el puente para evitar las llamas—. ¿Qué se
supone que puedes hacerme mientras ardes hasta morir, eh?

—Él también puede arder en llamas —Lili ladeó la cabeza en dirección


a Turek—. El me lo dijo.

Elic cogió una de las antorchas más pequeñas que flanqueaban la


entrada lo que produjo una sonrisa entre dientes en Turek.

—Quizás no lo has escuchado, pero la mayoría de las veces el


caballero con el arma más grande es el que lleva las de ganar —esbozó una
sonrisa burlona por encima del hombro hacia Lili y preguntó—: ¿No es cierto,
mein liebes?

En el momento que Turek se volvió, Elic tomó ventaja y saltó hacia él


apuntando la antorcha en llamas a la túnica del vampiro. Turek elevó su propia
antorcha como un ariete y la utilizó para alejar a Elic.

— ¡Elic! —gritó Lili.

Las llamas comenzaron a arder sobre el pecho de su túnica, la seda


ardía con un hedor semejante al del cabello chamuscado. Con una mueca de
dolor, intentó sofocarlas con las manos.

— ¡Elic, cuidado! —gritó Lili mientras Turek pretendía atravesarlo con


la antorcha y apuntaba la bola de fuego hacia el largo cabello suelto de Elic.

Elic luchó y se abalanzó agitando la antorcha, pero Turek la interceptó


con facilidad.

—Podemos representar esta tediosa danza toda la noche —dijo el


vampiro mientras retrocedía en dirección a Lili—. Pero tengo una idea más
divertida. ¿Reconoces el nuevo perfume que nuestra encantadora Lili lleva esta
noche? Se convertirá en una columna de fuego y gritos en tan solo dos segundos
y luego, dejaré que el brasero finalice el trabajo. Qué encantador que puedas

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estar aquí para observarlo —se mofó al tiempo que hundía la antorcha en el
dobladillo del velo de Lili.

Elic dio un salto hacia delante y golpeó con fuerza la antorcha,


inmovilizando con un rocío de chispas y cenizas a Turek, que estaba en el borde
de la plataforma. Con un gran esfuerzo, Turek levantó la antorcha y lanzó al aire
la de Elic, que cayó al otro lado de la cueva, dejándolo desarmado. Elic miró en
dirección a la otra antorcha grande, pero estaba al otro lado de la cueva, detrás
de Turek.

Este es el final, pensó Lili mientras temblaba de un modo


descontrolado y Turek volvía a posar su atención en ella. No grites. No le des esa
satisfacción.

Turek apuntó la antorcha en dirección a Lili. Elic intentó alcanzarla y


dio un salto hacia atrás mientras el vampiro giraba hacia él y le asestaba una
puñalada con el extremo en llamas.

Elic intentó cogerlo; Turek lo golpeó otra vez y rió.

—Pobre condenada Lili —se burló Turek mientras mantenía a Elic


acorralado y lo apuntaba con la antorcha encendida—. Tu campeón ha fallado.
Vencido por un insecto hematófago.

— ¿No estás presumiendo demasiado? —Elic se esforzó claramente y


alcanzó la bola de fuego, cerró los dedos alrededor del armazón de hierro
ardiente y tiró de la antorcha que Turek asía con la mano.

Lili gritó el nombre de Elic. Turek se quedó con la boca abierta.

Elic, con una expresión de dolor mientras su piel ardía, dio una
zancada hacia el atónito Turek, llevó con fuerza la antorcha hacia atrás y embistió
con la punta el pecho del vampiro.

Turek emitió un aullido atroz mientras caía al suelo, apuñalado en el


corazón; quizás no era una herida mortal por la clase de hematófago que era,
pero sin duda lo mantendría fuera de combate durante un tiempo. Se retorcía y

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temblaba mientras se asía del pincho de hierro para intentar quitárselo.

Elic clavó el pincho aún más hondo, con un gruñido de dolor y


excesivo esfuerzo hasta que Turek se estremeció y se relajó; luego, Elic dejó caer
la antorcha y trastabilló. Sus manos estaban quemadas y con ampollas; las llamas
trepaban por las mangas de la túnica.

— ¡Elic! —Lili gritó, pero él ya se dirigía al arroyo. Se arrodilló y


hundió los brazos en el agua helada con un bufido.

En pocos segundos, se puso de pie por sí solo, tambaleándose.

—La llave —dijo e hizo un gesto con la mano destrozada hacia las
ataduras de Lili.

—En su bolsillo.

Elic recuperó la llave y subió a la plataforma para abrir las manillas de


Lili con una mueca de dolor.

Tan pronto sus manos estuvieron liberadas, Lili acercó la cabeza de


Elic a la suya y lo besó.

—Gracias —dijo agitándose del alivio—. Gracias. Gracias. Dios, no sé


qué más decir.

—Di que me amas. Ni siquiera tienes que decirlo en serio. Solo quiero
oír esas palabras pronunciadas por ti.

—Te amo —dijo—. Es una locura... Acabamos de conocernos.

—Entonces yo también estoy loco —dijo Elic y la besó una vez más.

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Capítulo 12

-¿U n vampiro, eh? ¿Aún está aquí? —Íñigo se protegió los ojos del
brillante sol de la mañana y examinó la procesión de carruajes alineados en el
camino de laja que rodeaba el castillo hasta el establo en mitad del bosque. Los
miembros del Fuego del Infierno y sus seguidores platicaban y se abanicaban en
pequeños grupos mientras aguardaban el viaje hacia el norte, a Calais y el Canal.
Mientras tanto, una legión de criados (de ellos y de la anfitriona) cargaba el
equipaje en los vehículos que aguardaban.

Íñigo era como un niño pequeño, ansioso por echarle un vistazo al


monstruo; Darius rió entre dientes y dijo:

—No, Turek ya está camino a París, encadenado y acompañado por


la Guardia Suiza de Madame. Utilizará una lettre de cachet para que lo...

— ¿Lettre de cachet?

—El Rey Luis se la concede a una minoría selecta, en blanco, para que
la completen con el nombre de cualquier bribón que deseen condenar a una
reclusión indefinida en la Bastilla, por la razón que ellos prefieran.

— ¿Indefinida? —Preguntó Íñigo—. Ese vampiro necesita sangre para


vivir, ¿o no?

—Quizás se alimente de sus compañeros de reclusión. Quizás lo


encierren en una celda solo y... bueno, no estoy seguro de que muera sin que lo
quemen. En todo caso, no creo que Madame esté demasiado afligida por su
destino. Después de lo que le hizo a Lili, a mí tampoco me preocupa demasiado.

Darius escuchó que Charlotte Somerhurst saludaba a alguien. Era


Henry Archer, que cruzaba el puente levadizo desde la torre de entrada.

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Compartieron una breve plática. Charlotte sonreía y reía en medio de un grupo


de otras damas; luego Archer vio a Darius e Iñigo y se excusó para unirse a ellos.

—Buenos días, caballeros —se volvió a Darius y le dijo—: Debo


decirte, amigo, que no esperaba verte aquí, merodeando entre los molestos
humanos.

—Quiero despedirme de Charlotte Somerhurst —ya lo hubiera hecho,


pero no quería correr el riesgo de acercarse demasiado a las mujeres con las que
estaba conversando.

—Acabo de estar con Madame —dijo el joven administrateur,


mientras observaba el último piso de la torre de entrada que albergaba el
estudio que constituía su refugio privado. Se encontraba junto a la ventana: se
veía una silueta sombría sosteniendo a Yseult, su perro spaniel St. Charles—. Me
comentó que Lady Somerhurst emana un resplandor color plata.

— ¿En serio? —la mirada de Darius se posó en el vientre de Charlotte,


oculto detrás de un paquete envuelto con papel que sujetaba con fuerza con
ambos brazos.

—Está sonriendo —le murmuró Íñigo a Archer mientras miraba fijo a


Darius—. Nunca sonríe. ¿Qué quiere decir con un resplandor color plata?

—Significa que habrá un acontecimiento dichoso en el futuro de la


dama —respondió Archer—. Un acontecimiento muy dichoso. El niño es
superdotado.

—Apuntémosle otro druida a Elic —dijo Iñigo—. ¡Bravo!

—Una druida —corrigió Archer—. Es una niña. También me ha dicho


que el aura de la señora había sido hasta el presente de un color turbio, con
siniestras rayas negras, que indicarían dolencias tanto en el cuerpo como en el
espíritu, pero que ya no ha quedado rastro alguno de la mórbida energía.

—Interesante —dijo Darius mientras deseaba que pudiera dejar de


sonreír.

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Archer miró a su alrededor y bajó la voz.

—Espero que Elic haya sabido lo que hacía con esta.

— ¿En que sentido...? —incitó Darius.

—En el sentido de que si ella es realmente merecedora de...

—Lo es —dijo Darius con un tono de voz que no admitía comentario


alguno.

Archer le echó una mirada penetrante mientras Iñigo le daba un


codazo en las costillas para comunicarle el hecho de que la dama en cuestión se
dirigía hacia ellos.

Charlotte se veía fresca y joven esa mañana con el vestido color verde
a rayas que llevaba puesto, y el rostro ensombrecido por un sombrero de paja de
ala ancha adornado con margaritas de seda. Darius y sus compañeros hicieron
una reverencia cuando se aproximó a ellos.

—Caballeros —dijo, luego miró en dirección a Darius y le sonrió—.


Darius.

Archer e Íñigo se excusaron y se fueron.

Darius buscó en su bolsillo el manojo de hebillas tachonadas con


diamantes que le había quitado la noche anterior y se las devolvió.

—Creo... que te pertenecen.

—Gracias —guardó las hebillas en el bolso de punto y con un tono de


voz de tranquilo asombro dijo—: Esta mañana me levanté con la más
extraordinaria sensación de... liviandad. Es como si me hubiera ido a dormir con la
losa de piedra que he estado cargando durante años y al levantarme
simplemente hubiera... desaparecido.

—Una buena noche de sueño puede ser de lo más rejuvenecedora —


dijo.

—Fue este lugar —dijo y luego agregó en voz baja—: Fuiste tú. No

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estoy segura de cómo sucedió, pero sí sé que estoy en deuda contigo, una deuda
que nunca podré pagar, aunque no podría vivir si no te ofreciera un gesto de
agradecimiento, inadecuado de todos modos.

—No me debes nada —dijo—. Pero si estás tan emocionada, hay algo
que puedes hacer para complacerme sobremanera.

—Lo que sea —dijo.

—Este Hugh Stapleton —dijo—. El que continúa enviándote cartas...


me gustaría que le escribieras.

Lo miró con desconcierto, como si fuera lo último que esperaba que le


pidiera.

— ¿Qué... qué debería decirle?

—Lo que quieras. Lo que sientas que debes escribirle desde tu


corazón.

Charlotte bajó la mirada un largo instante, el borde de su sombrero le


ocultaba el rostro. Cuando volvió a mirarlo, sus ojos brillaban tenuemente. Aclaró
la garganta y dijo:

—Lo haré. Hay, sin embargo, algo más, algo que me agradaría darte,
como señal de agradecimiento y también como recuerdo de mi visita.

Le entregó el paquete, un bulto rectangular envuelto en papel marrón


y atado con una cuerda; había una nota escrita en tinta con una elegante letra
femenina en la parte delantera. Mi querido Sir Francis, comenzaba.

—No le prestes atención a la dedicatoria —dijo—. Pensaba dárselo a


Dashwood, pero he borrado todo lo que me relaciona con él, con todos ellos.

Darius desenvolvió el paquete y encontró un libro encuadernado en


cuero de color rojo oscuro. El título había desaparecido por los años. Darius se
concentró en la portada; había un acabado y notable grabado de una pareja
unida en gozo carnal. Al otro lado de la ilustración estaba la página de título en
italiano:

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I1 Verse di Pietro ARETINO

con acquaforte da Guilo ROMANO

—Las Posturas de Aretino —exclamó Darius mientras hojeaba el


delgado volumen de poemas y los grabados que los habían inspirado.

—No puedo garantizarte que sea la primera impresión del siglo XVI —
dijo—. Pero tiene todos los grabados romanos originales, así que es probable que
lo sea. Era pupilo de Rafael. ¿Lo sabías?

—Sí... ¿Cómo diablos...?

—Lo encontré en una tienda de segunda mano en Venecia, aunque no


te lo creas.

—Lo que me cuesta creer es que hayas puesto un pie en una tienda
de segunda mano —dijo.

—Me suelen gustar los libros que otras personas desechan.

—Tu generosidad me deja sin palabras —zambulló la cabeza por


debajo del borde del sombrero de Charlotte y le dio un ligero beso y, al hacerlo,
sintió los deseos que habían echado raíces en el corazón de Charlotte. Eran los
mismos deseos que la mayoría de los humanos anhelaba: un hogar confortable,
alguien a quien abrazar por la noche y, de algún modo, a pesar de todo, una
familia.

Cuando se separaron, la mirada de Charlotte se concentró en algo


que había más allá del hombro de Darius, quien se volvió para ver a Elic y a Lili
que caminaban por el puente levadizo. Lili llevaba puesto un vestido de día de
color claro y una pequeña cofia ondulada con lazos que se unían a un sombrero.
Caminaban cogidos de la mano, lo que significaba que las quemaduras de la
noche anterior habían sanado casi por completo.

Charlotte dijo:

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—Lili se queda, ¿lo has oído? Ella y tu amigo Elic aparentemente han
congeniado bastante bien.

—Sí, me lo dijo más temprano esta mañana.

¿Cuánto tiempo se quedará Lili?, había preguntado Darius.

Unos meses, Elic había encogido los hombros con una sonrisa. Algunos
siglos. Siempre y cuando pueda soportarme.

En ese caso, se irá al final de esta semana.

—Debo hablar con ella antes de irme —dijo Charlotte—. Yo... le


arruiné uno de sus vestidos y... bueno, hay algunas cosas que debo decirle.

—Ve —dijo Darius—. Me iré ahora.

Compartieron otro beso y se dijeron adiós.

Elic saludó a Charlotte con una reverencia, dejó a las dos mujeres para
que hablaran y se acercó a Darius.

— ¿Es una follet? —preguntó Elic.

— ¿Charlotte? Claro que no.

—Parece haberse recuperado de las heridas de anoche con increíble


velocidad —dijo Elic mientras observaba hacia el camino de entrada a la mujer en
cuestión.

—No estaba tan lastimada como temimos en un principio.

Otra mentira piadosa, pensó Darius. Incluso entre sus amigos follets,
no podía escaparse de ellas.

Elic se volvió para mirar a Darius con mordacidad y una expresión de


duda. No era la primera vez que Darius veía esa expresión en los ojos de Elic.

Darius ladeó la cabeza en dirección a Lili, que tomaba la mano de


Charlotte y le besaba la mejilla, y dijo:

—Parece que han dejado las diferencias en el pasado.

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Con una sonrisa burlona ante el tonto intento de Darius por cambiar el
tema de conversación, Elic dijo:

—Uno de estos días, amigo mío, hay algo que tú y yo debemos hablar.

Con tranquilidad y discreción, Darius respondió:

—No, no tenemos nada de que hablar.

Elic examinó a Darius con seriedad durante un instante, luego le dio


una palmadita en el hombro y se unió a las damas. Darius hizo una pausa
durante un momento para observar a los tres mientras platicaban.

Charlotte encontró la mirada de Darius y sonrió.

Le devolvió la sonrisa y luego se volvió para regresar a su cueva y a


sus libros.

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El cuerpo del conocimiento

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Capítulo 1

Agosto 1884

-P resten atención, si lo desean, a las dimensiones heroicas de los órganos


generativos —dijo el profesor Elijah Wheeler, con un gesto hacia una de
las estatuas de los sátiros mientras se reclinaba en la piscina bebiendo de una
copa de vino.

Íñigo sonrió para sí mismo al contemplar la estatua que representaba


la penetración por detrás de una belleza rolliza y de pechos grandes que se
encontraba inclinada a la altura de la cintura, con los brazos rodeando la
columna del baño. Dimensiones heroicas. No como las de un caballo, ni
grotescas, ni siquiera extravagantes, como las describían a menudo, sino heroicas.
Eso le agradaba.

—Debido a las piernas normales y los cuernos diminutos —explicaba


Wheeler—, una representación como esta parecería sugerir el concepto original
de un sátiro joven, tal como lo imaginaban los primeros griegos. Por otro lado,
este baño es claramente romano y de una construcción mucho más reciente: en
torno a la época de Cristo, más o menos. En general, los romanos de esa época
representaban a los sátiros como mitad hombre, mitad cabra, con pezuñas, patas
gruesas y peludas, orejas más largas y menos prominentes, o sin duda alguna,
con genitales menos tumescentes. ¿No estás de acuerdo, Lee?

El joven de cabello oscuro y con gafas que se bañaba en el extremo


más alejado de la piscina con la nariz metida en un libro de historia —Thomas
Lee, asistente de Wheeler en sus cursos de estudios mitológicos en la
Universidad de Harvard— levantó la mirada y pestañeó.

—Perdón, doctor Wheeler. ¿Qué estaba...?

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—Los sátiros. Más evocadores de la antigua Grecia que de Roma,


debido al pene enorme y todo eso, ¿no estás de acuerdo?

Las orejas de Lee se pusieron de color carmesí al echarle una ojeada


al tercer miembro de su grupo que había llegado al castillo justo la noche
anterior en una visita de fin de semana mientras recorría los lugares más
conocidos de Europa.

Catherine Wheeler, la hija menor y de cabello castaño rojizo del


profesor, era una de esas jóvenes de pensamiento independiente que, a pesar de
un buen grado de gracia natural, heredada en este caso de su padre, hacía todo
lo que podía por cultivar un aura de seriedad. Autoproclamada «discípula de las
ciencias naturales», llevaba puesto, a pesar del calor agobiante, una blusa
abotonada hasta arriba, un chaleco de tweed y una amplia falda de montar hasta
los tobillos. Una bolsa de cuero lúgubre y funcional que colgaba de su cinturón,
junto a la cadena de un reloj de bolsillo de hombre que había mirado dos veces
durante la media hora en la que había estado allí sentada, por razones que a
Iñigo se le escapaban. Igual de desconcertante era su costumbre de llamar a su
padre por su nombre de pila. Cuando Íñigo le preguntó el por qué, ella
respondió: Porque ese es su nombre. Parecía no llevar corsé, por las curvas
naturales de su cintura y su busto, un hecho que podría haberle otorgado algún
atractivo sexual de no ser por su intencionada falta de elegancia.

De las cuatro personas que estaban en la piscina esa tarde, solo


Catherine se había negado a meterse. Explicó que, a diferencia de sus
compañeros de viaje, había olvidado incluir en su equipaje un traje de baño.
Durante el desayuno, Lili se había ofrecido a prestarle uno, pero la joven se negó.
No acostumbraba a meterse mucho en el agua, explicó, y en todo caso, no
planeaba quedarse mucho tiempo en la piscina sino pasar la mayor parte de la
tarde explorando las formaciones geológicas de la cueva.

—Quédate tranquilo, Lee —rió Wheeler ante el desconcierto de su


asistente—. Las susceptibilidades de Catherine no son tan frágiles como para que

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le dé un soponcio ante los términos anatómicos apropiados. Es científica, no lo


olvides. Y en verdad, estas estatuas no son peores de lo que vio en Pompeya, y
en aquel entonces solo tenía doce años.

—Elijah tiene razón. No seas tan puritano, Thomas — Catherine,


sentada sobre sus talones en el borde de la piscina y con un bastón sobre el
regazo, sacó una caja de cigarros de un bolsillo de la falda y la abrió de golpe.

— ¿Son norteamericanos? —preguntó Íñigo al incorporarse con


ansiedad.

—Lucky Strikes. Sírvete —se inclinó para ofrecerle un cigarro a Íñigo,


que holgazaneaba en el agua a unos metros de distancia de ella.

— ¡Muchísimas gracias! —respondió él, con una expresión que se le


había pegado de una novela norteamericana barata llamada Las aventuras de
Búfalo Bill desde la niñez hasta la madurez. Retiró un cigarro de la caja y lo
olfateó con deleite.

Thomas Lee arrugó el entrecejo mientras observaba a Catherine


encender el cigarro de Íñigo, una inversión de los roles tradicionales que divertía
a Íñigo mucho más de lo que parecía divertir a su joven visitante. Una delicada
corriente submarina de envidia corrió por el agua desde donde se encontraba
Lee.

¡Celos!, pensó Íñigo mientras aspiraba el aromático tabaco Virginia,


Excelente. Tal vez pretendiera cortejarla, solo por el melodrama. No era que
tuviera intenciones serias con ella. Dejando a un lado su declaración de
refinamiento, para él estaba clarísimo por su vestimenta y su conducta —sin
mencionar la manera en la que evitaba mirar directamente a las estatuas— que
no estaba del todo cómoda con la atmósfera de libertinaje despreocupado de la
Grotte Cachée. Podía llamar a Lee puritano, pero apostaba cualquier cosa a que
ella era igual de mojigata, o peor. La seducción de una mujer así era, según la
experiencia de Íñigo, una aventura aburrida que, aunque fuera exitosa, tenía
resultados mediocres. Prefería que sus conquistas fueran experimentadas y

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entusiastas. En general, echar un vistazo a las viejas dimensiones heroicas era


todo lo que necesitaban las de esa clase para acostarse y levantarse las faldas.

—Julia insistió en que Catherine no entrara a los burdeles


pompeyanos para que no viera esos frescos —continuó Wheeler. Julia era su
amada esposa, a quien había perdido por un cáncer hacía cinco años; la había
mencionado varias veces durante la cena de la noche anterior y otra vez en el
desayuno esa mañana—. Hubiera querido mantenerla alejada de todo Pompeya.
Se preocupaba por la inocencia de su hija, como lo haría cualquier madre,
aunque cedía cuando yo le explicaba el significado histórico de las ruinas y el
beneficio para el progreso intelectual de Catherine. Julia y yo sentíamos con
firmeza que las mujeres, en especial aquellas tan sedientas de saber como
Catherine, merecían la misma oportunidad académica que los hombres. ¿Qué
piensas de eso, Lee?

— ¿Señor?

—Los sátiros. Más griegos que romanos, ¿no es así?

—Yo... —el joven miró por encima de sus gafas para examinar las
estatuas mientras curvaba las cejas por el interés—. Sí. Sí. Supongo que sí.

— ¿Por qué demonios los romanos del siglo I esculpieron sátiros con
el estilo de los griegos de los siglos anteriores? —preguntó Wheeler de manera
retórica—. Es un enigma, y exasperante. No podré dormir bien hasta descifrarlo.

Catherine suspiró a través de una columna de humo. Con una sonrisa


indulgente dijo:

—-Como siempre, Elijah, nunca entenderé cómo Thomas y tú podéis


dedicar tanto tiempo y energía a todos estos disparates mitológicos. Estoy segura
de que hay facetas interesantes en eso (me fascinaban los cuentos de hadas
cuando era niña) pero, ¿en verdad vale la pena la devoción de mentes como las
vuestras? ¿A quién le interesa qué variedad de sátiro eligió esculpir un escultor
que murió hace tanto tiempo? Son sátiros, por el amor de Dios. Ni siquiera son
reales.

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—Fueron reales para quien haya esculpido estas estatuas —replicó


Thomas.

—Era un escultor —dijo ella—. Le dijeron que esculpiera sátiros, así


que esculpió sátiros. Es probable que sencillamente se los haya inventado,
utilizando estatuas que haya visto en el pasado como referencia.

—En absoluto —dijo Íñigo.

Todas las cabezas giraron hacia él.

—Yo... em... supongo que alguien posó para él... solo algún tipo común
—mentía—. Quiero decir, miradlos. Son tan realistas...

—A lo que son fieles —dijo Catherine—, es a la fantasía de libertad


sexual y destreza de un hombre.

—Exactamente —dijo Wheeler—. Excepto que yo no diría que es una


fantasía tanto como una ideal. Un sátiro como los que están allí representados,
que son macro fálicos y erectos, es decir bien dotados y excitados, personifica al
sumo vigor sexual masculino, que ha sido una fuerza muy subestimada en el
desarrollo de la civilización. Debiste haber leído mi segundo libro, La carnalidad
mitológica y su impacto en Europa Occidental. Entré en detalles sobre el tema.

El sumo vigor sexual masculino, reflexionaba Íñigo mientras


holgazaneaba contra el borde de la piscina y le daba caladas a su cigarro. Eso
también le agradaba. En realidad, aunque por lo general tenía poca paciencia con
los de la clase erudita y sus interminables discursos, descubría que Elijah le caía
cada vez mejor a medida que avanzaba la conversación.

—El sátiro era una clase de íncubo —explicaba Wheeler—. Como lo


eran los dusios, que es lo que parece representar la estatua que está dentro de la
cueva, por la inscripción, Dusivaesus. No estoy seguro de lo que significaba væsus
en galo... intentaré buscarlo... pero la raíz dusi, en conjunción con la anatomía, en
verdad no puede significar otra cosa — Wheeler y Lee habían pasado la mayor
parte de la mañana en la Cella, tomando notas y haciendo dibujos.

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—Me agradaría saber qué significa la segunda inscripción —dijo


Thomas—. La que está grabada sobre la primera.

—A mí también —le dijo Wheeler a su hija—. Es tosca e irregular pero


puedo descifrar las letras, y juro que parecen runas. Aunque no puede ser
correcto porque las runas eran oriundas de Alemania y los países escandinavos,
no de Francia.

—Yo copié esa inscripción, la rúnica —dijo Thomas—. La biblioteca


de este lugar parece estar excepcionalmente bien abastecida con libros del saber
antiguo. Tal vez podamos encontrar la respuesta allí.

—Le preguntaré a Kit Archer si podemos tener acceso a ella —


Wheeler y Christopher Archer, el segundo de Émile Morel, actual Seigneur des
Ombres de la Grotte Cachée, habían sido amigos desde hacía unos veinticinco
años. Se conocieron en Oxford, donde ambos habían hecho su postgrado,
Wheeler en clásicas y su compañero norteamericano de cuarto en la historia de
Europa y el Mediterráneo. Íñigo sabía esto porque los dos viejos amigos lo habían
recordado con detenimiento durante la larga cena acompañada de vino de la
noche anterior.

Wheeler dijo:

—Dusivæsus, si puedo llamarlo...

—O llamarla —señaló Thomas.

—Buena apreciación —dijo Wheeler.

— ¿O llamarla? —dijo Catherine—. La estatua es hombre o mujer, ¿no


es así?

—El dusios, en su encarnación clásica, tenía características


hermafroditas —respondió su padre—. Era, en realidad, hermafrodita en
secuencia, en la que podía cambiar de hombre a mujer, y viceversa.

—Por la manera en que hablas, uno pensaría que en verdad creyeras


en esas criaturas.

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¿Criaturas? Íñigo desestimó la idea siquiera de intentar cortejar a


Catherine Wheeler. Aparte de los Lucky Strikes, no valía la pena el esfuerzo.

Con un encogimiento de hombros Wheeler dijo:

—Hay algunos invertebrados y peces que fueron documentados como


seres hermafroditas en secuencia. ¿Quién dice que no está dentro del reino de lo
posible?

Catherine levantó la mano, con una expresión curiosa.

—Como decía —su padre continuó con un suspiro—, esa estatua


precede a estos sátiros, por cuanto, es imposible de decir, pero sin duda su
origen es galo —con una mirada a su hija, agregó—. Los galos, por supuesto,
eran la rama de los celtas que vivían en Francia, Bélgica y Suiza.

Mirando a su padre de manera hostil, Catherine dijo:

—Sé muy bien quiénes eran los galos, Elijan. He estudiado otras cosas
en Cornell además de Física y Geología, ¿sabes?

—Discúlpame si me resulta difícil recordarlo —respondió Wheeler—.


Dada tu convicción de que las respuestas a todos los misterios de la vida se
pueden encontrar dentro del reino de la ciencia...

—Se lo ruego, a ambos —gruñó Lee—. Ahórrenme otro de esos


debates aburridos hasta después de la cena, cuando tenga una o dos copas de
coñac en mi haber para amortiguar el histrionismo.

—No hay nada de malo en un debate animado entre amigos, o


familiares —dijo Wheeler—. Mantienen las neuronas en activo.

— ¿Histrionismo?

Para que no lo disuadieran de su discurso improvisado, Wheeler


agregó:

—San Agustín, en La ciudad de Dios, escribió que «Dæmones quos


"dusios" Galli nuncupant», o «Demons the Gauls cali dusii», «Los demonios que
los galos llaman dusii». Los clasificó como íncubos, puesto que «a menudo

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realizaban ataques atroces a las mujeres y satisfacían su lujuria con ellas».

—No lo entiendo —dijo Catherine—. ¿Las estatuas antiguas no son


de dioses y diosas? ¿Por qué erigir la estatua de un demonio?

—Para las personas de la antigüedad —explicó Wheeler—, el mundo


estaba lleno de seres sobrenaturales y no siempre era fácil separar lo bueno de lo
malo... o incluso diferenciar un tipo del otro. Por ejemplo, en el siglo vil, Isidoro
de Sevilla entendía que los sátiros eran seres reales y vivos en su enciclopedia de
todas las cosas que se conocían, a la que él llamaba Etymologiae. Escribió que el
término en latín para esas criaturas era «íncubo», y que los griegos los conocían
como pans, los galos como dusiis y los romanos como faunos.

— ¿Dijo que los dusiis y los sátiros eran lo mismo? —preguntó Íñigo,
indignado.

Wheeler se encogió de hombros.

—Era complicado. Clasificar...

—Pero no se parecen en nada —Íñigo se incorporó sacudiendo la


cabeza por la pereza mental de algunos humanos—. Es verdad, ambos son
íncubos, pero los sátiros... bueno, ya sabéis. Sumamente masculinos. Heroicos.
Tienen los cuernos, las orejas, la... —sostenía sus manos separadas por medio
metro y sonreía de manera significativa.

— ¿La cola? —dijo Thomas con ironía.

Iñigo, pensando en la tenue cicatriz de la cirugía que tenía en su


rabadilla, dijo:

—Correcto. A veces. Sin embargo, los dusiis, con esa cuestión de ir


para atrás y para adelante, de hombre a mujer... No es que yo esté difamando,
Dios lo sabe, porque me gusta mucho —cuidado—... el concepto de esos seres,
pero son una raza completamente diferente, ¡por el amor de Dios!

— ¿Quién es de una raza completamente diferente?

Íñigo se dio la vuelta para ver a Kit Archer que se movía con pesadez

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al entrar en la terma. Alguien que conocía al administrateur y a Elijah Wheeler por


primera vez nunca imaginaría que tenían exactamente la misma edad. Delgado y
guapo, con apenas una tenue pincelada de gris en su sien, Wheeler llevaba sus
cuarenta y seis años con una gracia natural. Archer, por otro lado, era uno de
esos hombres que comenzó a perder el cabello y a aumentar de peso a los
veinte, transformándose con rapidez en la versión corpulenta y lustrosa de lo que
fue.

—Solo hablábamos sobre ciertas... criaturas mitológicas —dijo Íñigo,


siempre consciente de las advertencias constantes de Archer de vigilar lo que
decía delante de los huéspedes.

—Ah, sí —dijo Archer con su omnipresente sonrisa jovial—. Bueno, esa


es el área de especialización de Elijah, ¿no es cierto? —apretando su volumen en
una de las pequeñas sillas de hierro del recinto del baño, se inclinó con un
gruñido para desabrocharse un zapato—. Pensaba que podría remojar un poco
los pies y las pantorrillas. Maldita gota... no os lo imagináis. Es la pesadilla de mi
vida. Los galos que una vez vivieron aquí le atribuían poderes curativos a esta
agua. Cura. Más vale que lo intente. Los doctores sin duda no ayudan.

—Hablando de los galos —dijo Wheeler—, Lee y yo nos


preguntábamos si podíamos echar un vistazo a tu biblioteca esta tarde, hacer una
pequeña investigación sobre la historia de este lugar.

—Por supuesto, viejo, por supuesto. Esa biblioteca me enorgullece


bastante, lo confieso. Fui ampliándola desde unos pocos estantes insignificantes
hasta lo que es hoy, una de las colecciones más magníficas de la historia antigua
y clásica de Europa, y no es que yo lo diga.

Catherine se puso de pie con la ayuda de su bastón y dijo:

—Iré a investigar la cueva.

—Es una idea genial —dijo Archer—. Ah, debo pedirte con modestia
que no muevas de sitio ningún artefacto y que dejes todo como lo encontraste...

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—Sí, mi padre ya me ha explicado las reglas.

—Y que permanezcas en el sendero iluminado por los faroles —insistió


Archer—. Y no te aventures más allá de la Cella, que sería la habitación con la
estatua.

— ¿Qué sucede si voy más lejos? —preguntó ella con una pequeña
sonrisa sarcástica—. ¿Me convertiré en calabaza?

Archer levantó la mirada, con la sonrisa inmóvil en su lugar.

—Te encontrarás en terrenos inhóspitos.

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Capítulo 2

-¡C ATHERINE!

Catherine se detuvo a unos cincuenta metros dentro de la cueva, junto a uno


de los faroles de aceite montados en la pared. Esperó a que Thomas la alcanzara.

— ¿Te importa que te siga? —preguntó él un poco jadeante mientras


se quitaba las gafas y las enganchaba en el cuello de su húmedo traje de baño
blanco.

—Te congelarás así vestido —dijo ella pensando en lo estúpidos que


se veían los hombres en traje de baño cuando no estaban dentro del agua, como
si caminaran en ropa interior—. Las cuevas tienden a ser...

—No me importa.

Sabía por qué quería estar a solas con ella. Con tanta amabilidad como
pudo, dijo:

—No cambiaré de idea, Tom.

Él le sostuvo la mirada durante un instante desolador, apartó la vista y


comenzó a decir algo. Suspiró.

—Todo lo que te pido es que lo pienses. Has respondido con tanta


rapidez, sin siquiera...

—Lo pensé antes de que me lo preguntaras. He estado pensando


sobre eso desde que era niña, sobre el impacto en mi carrera y en mi vida si
contraía matrimonio.

—Por el amor de Dios, Catherine, no soy un neanderthal que te atará a


una cocina y te pegará si te pasas de la raya. Soy yo, Thomas —le explicó. Sus

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ojos eran oscuros e intensos—. Soy el que te llevó a esa reunión sufragista, ¿lo
recuerdas?

—En realidad, yo te llevé a ti.

—La cuestión es que no puedes pensar en serio que soy la clase de


hombres que intentaría rehacerte en alguna especie de pequeña y estúpida
fábrica de bebés. Me conoces, ¿desde hace cuántos años? ¿Tres? ¿Cuatro?

—Los hombres cambian una vez que se casan —sentenció—. Se


vuelven codiciosos, absorbentes.

—¿Tu padre es así? —le reclamó—. Él y tu madre tenían un


matrimonio ideal, un matrimonio basado en la igualdad, el respeto... Tu madre era
libre de seguir cualquier actividad que deseara.

—Ni siquiera conociste a mi madre, Thomas. Elijah idealiza su


matrimonio porque la amaba mucho —era la razón por la cual el pobre hombre
no podía dejar de llorar su pérdida, la razón por la que se encerró a sí mismo en
el útero del mundo académico después de su muerte y la razón por la que ni
siquiera pensaba en cortejar a otra mujer, aunque era la clase de hombre que
nunca quería estar solo.

— ¿Estás diciendo que ella no era feliz en su matrimonio? —le


preguntó.

—Digo que lo hizo lo mejor que pudo. Amaba a mi padre. Me amaba


a mí, amaba ser madre. Pero creo, sé, que hubiera tenido una vida más intensa y
más enriquecedora si hubiera seguido su sueño y se hubiera convertido en
médica.

— ¿Médica?

—La habían aceptado en la Escuela Femenina de Medicina de


Pensilvania cuando se casó con Elijah y se quedó embarazada de mí. Creo que
finalmente intentó volver a sus estudios de medicina, pero con el transcurso del
tiempo, se encontró haciendo de compañera de mi padre en su carrera, lo

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acompañaba en sus viajes... —Catherine se encogió de hombros—. Solía decirme


que una mujer tiene que elegir en esta vida: el matrimonio y la maternidad o una
carrera. Yo quiero una carrera, Thomas. Quiero volver a Cornell algún día y
enseñar. No puedo hacer eso si estoy encadenada al matrimonio. .. a alguien. No
eres tú. No... no es por ti.

Él apartó la mirada con un pequeño gruñido de duda. Tenía razón en


ser escéptica, por supuesto, ya que en parte era por él, tal vez incluso en su
mayor parte era por él. Sí, la institución del matrimonio, con su arraigado
sometimiento de las mujeres, inquietaba a Catherine, pero si cualquier hombre
pudiera hacer que funcionara, sería Thomas. Más preocupante —aunque ella era
reacia a mencionarlo porque era sobre él y no sobre principios abstractos— era
su apego a un pasatiempo tan estúpido como la mitología. Pasarse la vida
clasificando sátiros y demonios y hadas a ella le parecía una horrorosa pérdida de
capacidad intelectual. Al igual que la devoción de Elijah por la materia, por mucho
que lo quisiera, la frustraba y la avergonzaba. Lo de Thomas la angustiaba aún
más porque podía verlo haciéndola feliz si ella solo lograra respetar el trabajo
de su vida.

—Siento como si fuera por mí—le confesó.

—Me agradas —le dijo con sinceridad—. Eres uno de los hombres más
bellos que conozco.

—Entonces, ¿por qué no me das una oportunidad? Danos una


oportunidad. Te amo, Catherine. Quiero casarme contigo. ¿Eso no cuenta para
nada?

Ella apartó la mirada, buscaba las palabras, como lo hacía cada vez que
le hacía esa declaración, a la que nunca correspondía.

Suavizando la voz, él agregó:

—Tienes miedo. No lo tengas. Déjame probarte que puedo ofrecerte


un matrimonio cariñoso y tu libertad.

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— ¿Y si se convierte en un desastre... para ambos?

—Ninguno de nosotros puede predecir el futuro —comentó—. Pero


podemos intentar hacerlo lo mejor que podamos para que funcione y dejar el
resto en manos de Dios.

—Solo el hecho de que lo digas de esa manera, sabiendo lo que


siento por la religión...

—Se lo dejaremos al destino, entonces. ¿Así está mejor?

—No, no está mejor —espetó con vehemencia—. Soy científica,


Thomas. No me lanzo a intentos insensatos al azar y dejo el resultado a la
suerte... sea lo que fuere.

— ¿Intentos insensatos? —se estiró para cogerle las manos, cosa que
la sorprendió dado que nunca se tocaban—. Te pido que te cases conmigo,
Catherine. Rechazas mi propuesta de plano porque el resultado es incierto y no
puedes soportarlo. No puedes soportar no tener el control total de cada paso de
tu camino; nunca has podido. Pero así es la vida. La vida está llena de
incertidumbre y riesgos, pero hay algunas oportunidades que las sacamos de la
pasión y del amor, y de la fe, solo por ser humanos.

Ella retrocedió y soltó sus manos.

—Para mí no. No soy de esa manera. Lo siento.

—Pero...

—Déjame sola, Thomas —le rogó, sorprendida por encontrar que su


garganta se cerraba, como si estuviera al borde de las lágrimas—. Por favor,
solo... —tragó para tranquilizar su voz—. Solo quiero estar sola ahora. ¿Puedo
estar sola un momento?

Thomas la miró con un silencio fatal durante largo tiempo. Cuando


se dio la vuelta para marcharse, dijo:

—Tendré esa sortija en el bolsillo un año, por si acaso cambiaras de


opinión.

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Catherine estudió la estatua en la Cella iluminada por faroles largo


rato, como si, al entenderla, comprendiera mejor a Thomas y a Elijah. En el frente
del bloque de piedra que formaba la base de la estatua había una palabra
labrada con esmero DVSIVǼ SUS. Garabateado sobre ésta en letras mucho más
grandes, como grabada con un cuchillo, se encontraba la inscripción rúnica que
los dos hombres estaban tan ansiosos por traducir:

ᚲᚲᚲ•ᚲᚲᚲᚲᚲ

Sus brazos aún sentían las huellas de las manos de Thomas. Nunca se
tocaban, ella y Tom. Su cortejo hacia ella —si pudiera llamarse así— había sido
tan reservado y decoroso (debido a que era un caballero y un ser cerebral) que le
había llevado más de un año darse cuenta de que se dirigía a ella.

No había intentado besarla ni una sola vez. Si lo hubiera hecho,


Catherine no sabía cómo habría respondido. Por un lado, se hubiera esforzado
por desalentarlo una vez puestas en claro sus intenciones. Por otro, no podía
evitar sentir un poco de curiosidad. A los veintidós años, era la única entre sus
amigas de la niñez que nunca había besado a nadie.

La estatua era inmensa y grosera, con los miembros como troncos de


un árbol y sus bultos lascivos —en especial entre las piernas—. El órgano
masculino de Dusivæsus era un monumento en sí mismo, tan erecto que lo
habían esculpido sin ningún espacio entre éste y el vientre de la estatua.

¿Los hombres reales se excitaban tanto?, se preguntaba ella. ¿Tendrían


una erección de esa envergadura? Nunca podría averiguarlo, dado que era reacia
a contraer matrimonio. No era que tuviera ninguna objeción moral con respecto
al concepto del amor libre, pero no le encontraba sentido. Para los hombres, el

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atractivo era evidente, puesto que experimentaban el placer a través de la


eyaculación. Pero para las mujeres, que según se dice solo toleraban el acto por
el interés de procrear o por deber de esposa, tales relaciones no solo eran
incomprensibles sino que estaban cargadas de riesgos. Era la reputación de ella,
no la de él, la que podría terminar hecha trizas. Ella sola corría el riesgo de un
embarazo de soltera. La razón por la que las mujeres que se involucraban en ese
tipo de relaciones sin pensar en esa cuestión con detenimiento hasta su
conclusión lógica estaba más allá de la facultad de comprensión de Catherine.

Catherine se marchó de la Cella y permaneció en el pasillo exterior.


Miró hacia atrás, por donde había venido; luego en la otra dirección, la que se
adentraba más en la cueva. Ese camino era muy oscuro; un túnel de oscuridad.

Te encontrarás en terrenos inhóspitos. El señor Archer sabía poco


sobre el hecho de que Catherine había atravesado terrenos como esos con
anterioridad. Había explorado cuevas desde que era adolescente, había pasado
por caminos por los que había que arrastrarse y que eran demasiado estrechos
para sus colegas masculinos, había escalado fustes a los que ellos no se atrevían,
había surcado cornisas demasiado angostas para sus pies. Y la espeleología no
era el límite. Estuvo a orillas de los lagos de lava hirviente del Kilauea, caminó por
el glaciar Bering, escaló el Mont Blanc armada solo con una piqueta de hielo, una
cuerda y su fiel brújula.

Podía manejar la Grotte Cachée.

Recuperó la libreta y el lápiz de su bolsito y la abrió por la primera


hoja en blanco. Observó el reloj de bolsillo y escribió:

23 de agosto, 1884, 3:25 p.m.

Grotte Cachée, Auvergne, Francia

Cueva de lava (efflux) en volcán inactivo:

Extensión desconocida.

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Después de consultar la brújula, Catherine comenzó a dibujar un


mapa aproximado de la cueva, levantó el farol que se encontraba fuera de la
Cella y emprendió un rastreo del camino de la vía fluvial que desaparecía en
piletas y reaparecía río abajo. Resultó ser una cueva laberinto que constaba de
una extensa red de pasillos, túneles, simas y espacios, desde huecos parecidos a
rincones hasta galerías extensas adornadas con estalactitas y estalagmitas con
matices de piedras preciosas, mantones ondulados goteando sobre la piedra y
escarcha espinosa.

Catherine estaba terminando un boceto del estanque de cristal más


impresionante que había visto cuando se dio cuenta de que llevaba un rato sin
ver el arroyo. Volvió por el camino por el que había venido, utilizando su mapa
como guía, solo para encontrarse en una encrucijada desconocida en la que los
pasillos iban en direcciones diferentes. ¿Habría tomado una curva equivocada? Se
sentía un poco mareada, probablemente por la sed. Sacó el reloj, que daba las
diez y cuatro minutos. No había estado allí abajo tanto tiempo. Genial. Ahora se
le había roto el reloj.

Consultó la brújula, pero la aguja temblaba como loca. Solo una vez
había experimentado ese tipo de declinación magnética. De niña, ella y sus
primos habían ido a explorar una mina de hierro abandonada cerca de la casa de
sus abuelos al este de Pensilvania. Aquella vez la aguja oscilaba, debido a la
presencia de todo ese hierro, pero no con tanto ímpetu como en ese momento.
La explicación, por supuesto, era que estaba parada en el corazón del volcán,
aunque fuera uno que hubiera tenido su última erupción hacía mucho tiempo. La
lava, al enfriarse, debía de haber producido un flujo de energía eléctrica que
giraba con velocidad. Muy probablemente, ese vórtice magnético también era
responsable del mal funcionamiento de su reloj.

Catherine eligió un pasillo y lo tomó. Esperaba que la condujera de


regreso a donde había comenzado, o a alguna otra salida de esa cueva

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laberíntica, pero solo conducía a más pasillos. Finalmente comenzó a darse


cuenta de que la pendiente del suelo bajo sus pies se dirigía hacia arriba, como
una rampa. Se detuvo. Notaba que la humedad relativa estaba más baja de lo
que había estado antes, lo cual tenía sentido, dado que parecía que se dirigía a
un nivel superior del conjunto de la cueva.

Se colocó su bastón debajo del brazo y guardó la brújula cuya aguja


aún giraba y daba vueltas. Solo mirarla la hacía sentir tan mareada que se
tambaleaba. El bastón se le resbaló del brazo, pero en lugar de caerse al suelo de
piedra, permaneció derecho.

Catherine lo miraba fijo y pensaba Esto no puede estar sucediendo.


No puedo estar viendo esto. El bastón permanecía erguido sobre el extremo y
temblaba muy ligeramente, como si estuviera animado por alguna corriente
eléctrica. Ella se estiró y con indecisión tocó el bastón con la punta de los dedos
y éste fue hasta su mano con un sonido como el de un jadeo. Parecía el de
siempre: solo una vara de nogal americano pulido por el tiempo, inerte por
completo, totalmente normal.

Nada en este lugar es normal. Catherine bajó la mirada hacia el reloj,


que ahora indicaba las 9 menos tres minutos.

—Ay, ¡maldita sea! —ahora algo andaba mal con el aparato.


Experimentaba una de esas pequeñas anomalías mentales en las que uno
siente que lo que sucede ya lo ha vivido antes. Pero no; tan dependiente como
era ella de su reloj, si no funcionara bien lo recordaría.

A unos cien metros más arriba del serpenteado pasillo inclinado —o


pudieron haber sido treinta metros; la confusión en la mente de Catherine
afectaba su sentido del espacio—, sintió una corriente de aire fresco y se alegró.
Por favor, por favor, por favor, que sea una salida de este lugar. Pero resultó
ser un hueco en el techo, imposible de alcanzar sin el equipo apropiado. No
obstante era reconfortante ver un poco de luz, aunque ya casi era el atardecer, y
oír el piar y el trino de los pájaros de los bosques elevados.

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Ni bien se entretuvo pensando en los pájaros, uno voló directo hacia


ella desde la galería superior y apenas la esquivó al pasar con rapidez. Catherine
reía en jadeos a la vez que se agarraba de la pared con una mano para mantener
el equilibrio. Ese pájaro era una buena señal. Era muy poco probable que hubiera
entrado en la cueva por un hueco vertical, y debido al lugar desde el que había
volado, las posibilidades de encontrar una abertura viable por encima de su
cabeza, eran muchas.

Catherine se arriesgó a seguir, solo para que la atacara el mismo


pajarito, un azulejo, pensó, por su color. ¿Había azulejos en Francia? Debería
saberlo, después de todas aquellas horas felices de la niñez que había pasado
estudiando de manera minuciosa los Pájaros de América de Audubon y otras
guías de pájaros, pero sentía como si su mente estuviera envuelta en vellones de
lana.

El pájaro pasó aleteando desde atrás, dio la vuelta y voló hacia ella
con una determinación tan feroz que se vio obligada a agacharse. Se enderezó,
luchó contra una oleada de vértigo, solo para apartarse cuando éste pasó a toda
velocidad a su lado una vez más y desapareció en un recodo del pasadizo que
estaba delante. Era casi como si la acosara, como un halcón perseguido por un
pájaro más pequeño. Se preguntaba si tendría un nido con polluelos en algún
lugar más adelante y por eso la veía como una amenaza. En verdad parecía que
intentara alejarla de algo.

Continuó, atenta por si había un nido en alguno de los rincones y


grietas de la pared de piedra, solo para detenerse en seco. Quedó estupefacta al
girar el recodo. El pasillo se abría en una galería cavernosa cuyas paredes
estaban forradas, desde el suelo hasta el techo y de pared a pared, de libros.

Entró en la galería y, sosteniendo el farol en alto, dio una vuelta para


ver todo: miles, posiblemente decenas de miles de volúmenes alineados en
estantes de madera que se elevaban a una altura de unos buenos cinco metros
en las paredes de la cueva. Había un sillón tapizado en un cuero agrietado por

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el tiempo en un rincón, un escabel desgastado con encaje de ganchillo plegado


contra éste y una lámpara de lectura sobre una pequeña mesa de mármol a un
lado. El único mueble restante que había era una escalera móvil como la que
tenían en la biblioteca de Cornell, para que uno pudiera alcanzar los tomos de los
estantes superiores. La galería estaba desprovista de decoración salvo por un
gran tapiz en la pared opuesta, muy viejo —por su aspecto, databa del
Renacimiento— que colgaba hasta el suelo.

Catherine oyó un pequeño trino furioso y levantó la mirada para ver a


su ave torturadora sentada en el borde de la lámpara colgante apagada que
pendía de una cadena ensartada entre dos estalactitas. Blandiendo el bastón con
una ferocidad ficticia, dijo:

—Si sabes lo que es bueno para ti, te mantendrás a distancia.

Como si la hubiera entendido, le respondió con una batería de


chillidos y una agitación furiosa de las alas.

—Soy más grande que tú —la amenazó con irritación mientras daba
una vuelta por la extraña biblioteca y echaba un vistazo rápido a los títulos
impresos en los lomos de los libros—. Tú vete.

Una pared tenía varios textos sagrados, Biblias y obras relativas a la


religión, filosofía y teología. Había herbarios y farmacopeas e innumerables libros
de historia que se remontaban a cientos de años, que incluían un número
considerable de códices medievales y encuadernados con cubiertas forradas en
cuero y seda.

Otro tipo de libros representados en gran cantidad, y que Catherine


estaba intrigada por descubrir, tenía que ver con cuestiones de naturaleza
amatoria. Estos no estaban ordenados por autor, como el resto de la colección,
sino por fecha de publicación. Los más viejos eran algunas antologías muy
antiguas en latín de versos de Safo y Catulo, así como también una cantidad de
volúmenes que parecían ser de origen oriental e indio. El resto tenía fechas en
las portadas que abarcaban los últimos doscientos años.

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Catherine buscaba libros escritos en los idiomas con los que estaba
más familiarizada, francés e inglés, y hojeó algunos de ellos: Venus dans la Cloître
de Jean Barrin, Fanny Hill o Memorias de una mujer de placer de John Cleland,
Mémoires de ]. Casanova de Seingalt de Giovanni Giacomo Casanova. Se
sorprendió al reconocer uno de los libros, un tratado académico de Richard
Payne Knight titulado Discurso sobre el culto a Príapo, de la biblioteca de su
padre en su casa. Hacia el final del último estante había un conjunto de revistas
inglesas, alrededor de una docena y media, llamadas La perla. El último y más
reciente volumen de este grupo era la traducción de Sir Richard Burton de El
Kama Sutra de Vatsyayana, que se había publicado hacía un año.

Mientras Catherine volvía a colocar el Kama Sutra en su hueco, una


oleada de vértigo se apoderó de ella y tuvo que aferrarse al estante para
sostenerse. Echó un vistazo a la galería, solo para ver que las hileras de libros
oscilaban con lentitud, como olas que se elevaban y caían en el océano. El tapiz
ondeaba y se agitaba. Se frotó los ojos con la mano temblorosa y susurró:

—Aguanta, Catherine, aguanta. Nunca fuiste de las que se desmayan...


no comiences ahora.

El pájaro hizo un ruido parecido a una carcajada, como si se mofara de


ella.

— ¡Vete a la mierda! —dijo ella y luego rió asombrada por la frase tan
grosera que había salido de sus labios. ¿Qué hubiera pensado su madre?

El mareo desapareció; los estantes quedaron inmóviles.

El tapiz, sin embargo, aún se ondulaba un poco en la parte inferior.


Continuó haciéndolo hasta que Catherine se acercó con lentitud hasta él con la
esperanza de que fuera lo que pensaba que era.

—Por favor —susurraba mientras lo descorría, dejando al descubierto


otra habitación, mucho más pequeña.

El pájaro pasó volando a su lado y entró en la pequeña habitación

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donde se lanzó en picado hacia un hueco parecido a una ventana en la pared de


la cueva, encima de una angosta cama de hierro.

— ¡Sí! ¡Ay, sí! —gritó Catherine al acceder a la pequeña habitación.


La abertura irregular se parecía en realidad a una ventana, flanqueada por un
par de postigos de madera pintada de verde que estaban abiertos de par en par.
A través de ella podía ver, en el crepúsculo de color púrpura, las ramas de los
árboles y las hojas que temblaban con la fresca brisa de la noche. Ni siquiera
tendría que escapar por la ventana. Se dio cuenta de ello cuando vio la puerta
junto a ésta: una puerta real de madera, también pintada de verde y diseñada
para adecuarse a la abertura irregular. Giró el picaporte. Estaba cerrado con llave,
pero había una llave que colgaba de una tira de cuero de un clavo junto a ésta.
Los postigos también estaban equipados con una cerradura de gancho con
pestillo.

Contenta por saber que podía irse en el momento que quisiera,


Catherine se tomó un momento para echar un vistazo. La habitación era
increíblemente acogedora y hogareña, con una alfombra persa raída debajo de
los pies y una colcha que cubría la cama. Contra una pared había un par de
estantes fijados a dos magníficas formaciones enmarañadas que advirtió eran
raíces de árbol petrificadas. El estante superior tenía aún más libros entre un par
de candelabros de hierro, y en la parte inferior había una colección de artículos
—vasijas, frascos, una pequeña balanza, un mortero con su mano— que parecían
pertenecer a un boticario.

Encendió las dos velas con el farol y dirigió su atención hacia los libros.
Sacó el primero, y casi se le cae cuando el pequeño azulejo que estaba sobre el
alféizar soltó un grito feroz y estridente.

—Vete —murmuró mientras abría la tapa de cuero marrón gastado


que decía «SHAKESPEARE» grabado en oro en el lomo. La portada agrietada y
descolorida presentaba un gran grabado parecido al del Vate debajo del título:

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Señor WILLIAM SHAKESPEARE

COMEDIAS,

HISTORIAS Y TRAGEDIAS

Publicado conforme a las copias originales

Al final de la página se encontraban las siguientes palabras:

LONDRES

Impreso por Isaac Iaggard y Ed. Blount, 1623.

Los ojos de Catherine se abrieron aún más. ¿1623? Se trataba de una


de las pocas copias en el mundo de la codiciada primera edición de las obras
completas de Shakespeare. Había visto el mismo libro en la Biblioteca Británica
justo la semana anterior, excepto que ese era un tercer libro, publicado en 1664;
guardaban el invaluable primer libro bajo llave.

Volvió a colocar el libro en su lugar y levantó el segundo, que era un


Libro de horas miniado de manera exquisita sobre suave pergamino. Escrita
sobre la guarda en letra antigua y con la tinta mohosa por los años, había una
inscripción que decía: Pour Darius, Vhermite qui aime des livres. Guillaume,
Décembre 1505.

Catherine continuó bajando por la hilera de libros y se impresionaba


cada vez más, mientras el pequeño pájaro continuaba intimidándola. Todas eran
primeras ediciones, algunas bastante extrañas y costosas, el tipo de libros que
por lo general podía verse solo en los museos. Les Liaisons Dangereuses de Pierre
Choderlos de Laclos también estaba dedicado a «Darius» con fecha de octubre de
1782. ¿Un Darius diferente, tal vez? ¿El que sería varias veces bisnieto del Darius
al que le habían regalado el Libro de horas en el siglo XVI? ¿Qué otra explicación
podía haber?

Sacó un delgado volumen encuadernado en cuero de color granate,

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miró la fecha de publicación —1524— y lo hojeó. Descubrió que era un libro


ilustrado de versos en italiano. Se quedó boquiabierta cuando descubrió que los
grabados eran todos de hombres y mujeres desnudos copulando. Sus cuerpos —
tanto los de los hombres como los de las mujeres— eran carnosos y exuberantes
en posiciones... ingeniosas. Las únicas representaciones similares del acto sexual
que había visto eran las estatuas de los sátiros y las ninfas en el baño e incluso
ellos no parecían tan atrevidamente lujuriosos como esos grabados. Era posible
que se debiera a que el mármol blanco transmitía un aura de frío clasicismo.

Catherine había visto perros y gatos apareándose: el macho montaba


a la hembra desde atrás. Hasta hacía poco suponía que esa era la posición
estándar para el coito de los humanos; pero luego, su prima Abbie, a quien le
agradaba charlar sobre esas cosas en cuchicheos salaces, le había asegurado que
las personas realizaban el acto cara a cara con la mujer acostada en posición
supina debajo del hombre. Otras posiciones, le aseguró Abbie, eran un pecado
contra Dios y la naturaleza.

—La naturaleza no juzga—le había contestado Catherine con astucia.


Y si existía un Dios (lo cual pensaría en su momento), no podía imaginarlo
juzgando cosas como esas. Sin embargo, se guardaba esa observación blasfema
para sí.

—Bueno, el Estado juzga —decía Abbie—. Se puede arrestar a las


personas por hacerlo de la manera incorrecta. Y una vez que mueren, van
directamente al infierno. Incluso pensar en ese tipo de cosas es pecado.

Si eso era verdad, pensaba Catherine, entonces ardería en el infierno


por toda la eternidad, porque para ella, las ilustraciones de ese libro estaban
entre las más fascinantes que jamás había visto. Explicaban de manera muy vivida
todas sus carencias en el saber sobre esas cuestiones que no podía aprender en
los cursos de la universidad ni en los libros de ciencia. Hacía diez minutos, no
tenía idea de la magnitud de su ignorancia sobre lo que las mujeres y los
hombres hacían juntos en la cama; ahora, esa ignorancia la horrorizaba. Ella, una

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científica que se enorgullecía por estar informada y hacer deducciones lógicas, se


había resignado a la virginidad de por vida sin el menor conocimiento acerca de
lo que renunciaba. Le costó un libro de tres siglos y medio de antigüedad
despertar su curiosidad.

Mucha curiosidad.

El pequeño pájaro, como si se hubiera hartado de ser ignorado,


despegó del alféizar y voló por la habitación chillando.

— ¡Para! —protestó Catherine mientras este daba vueltas a su


alrededor y la obligaba a virar con brusquedad para un lado y para el otro. La
habitación cambió de forma brusca, igual que el pájaro. Creía que estaba delante
de ella, luego se dio cuenta de que estaba detrás. Ella daba vueltas y giraba,
levantaba el bastón para repelerlo mientras volaba de manera preocupante cerca
de su cabeza.

— ¡Vete! —balanceaba el bastón con la esperanza de asustarlo, pero


no tuvo en cuenta los movimientos imprevisibles del pájaro ni su propia falta de
discernimiento del espacio. El bastón impactó en el pájaro con un golpe horrible.

Cayó como un ladrillo.

— ¡Huy! —Catherine se puso una mano sobre la boca mientras miraba


de cerca a la pequeña criatura que yacía completamente inmóvil sobre la
alfombra persa junto al libro que había estado mirando—. Ay, no. Ay, pobrecito.
No quería... Maldición.

Cogió el farol y se agachó para mirar más de cerca. Esperaba ver un


movimiento de aleteo, escuchar un débil piar; algo. Pero solo estaba allí, inmóvil y
tal vez muerto, con la mirada fija y vidriada.

Le tocó el pequeño pecho con suavidad con la punta de los dedos,


pero no hubo ni el más mínimo movimiento.

—Lo lamento, amiguito.

Al estar tan cerca del pájaro y con la luz de las velas y el farol, pudo

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ver que no era un azulejo, sino un roquero solitario —macho, a juzgar por el
hermoso plumaje azul grisáceo—.

Catherine se puso de pie mientras se preguntaba qué hacer con él.


Dejar un pájaro muerto sobre la alfombra de la casa de alguien parecía una
terrible falta de educación. Debería hacerlo a un lado. En realidad, aunque la idea
era sentimental, pensó que tal vez debía enterrarlo. Al mirar por la ventana vio
que había oscurecido bastante. Sin embargo, contaba con el farol y quizás
pudiera encontrar algo para usar como pala.

Cuando volvió a mirar al pájaro, ya no estaba allí.

Catherine miraba de hito en hito el espacio vacío en la alfombra,


como si esperara que reapareciera por arte de magia. ¿Había quedado
simplemente aturdido? Tal vez, pero lo hubiera notado, ¿no es cierto?, si se
hubiera levantado y hubiera volado. ¿Cómo podía habérsele escapado? Muertos o
vivos, los pájaros no desaparecen.

Entonces, otra vez. Esa no era la primera sensación extraña que tenía
desde que había entrado en la cueva. Era como si se hubiera perdido en un
mundo de sueño en el que las reglas físicas ya no se aplicaban. Era una
explicación lógica; siempre la había; debía haberla. Como solía decir su profesor
de Física: «Hay una razón para todo. Solo porque no sepas la respuesta no
significa que no exista».

Un débil ruido llamó su atención hacia los estantes, donde había


mirado los volúmenes que había devuelto a su lugar moviendo uno por uno para
alinearlos de manera más cuidadosa. Las velas se apagaron con una pequeña
bocanada de humo. Primero una y luego, la otra.

Hay una razón para todo, se decía a sí misma. Estaba cansada. Estaba
sedienta; también tenía hambre. Había pasado una tarde tensa. No era de
extrañar que viera cosas.

Catherine levantó el libro de la alfombra, y ya iba a devolverlo al


estante cuando se lo pensó dos veces. Apenas lo había mirado. ¿Cuándo volvería

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a tener acceso a ese tipo de imágenes reveladoras? ¿Por qué no mirarlo con
detenimiento mientras no había nadie alrededor que le quitara esa fuente de
información de las manos y la acusara de impúdica, de mente pervertida a causa
de su curiosidad natural?

Como no había sillas en el cuarto, Catherine colocó el farol sobre la


mesa de noche y se reclinó sobre la cama. Se apoyó sobre un codo con el libro
abierto junto a ella. Lo examinó con detenimiento de principio a fin. Miraba cada
grabado como si fuera la ilustración de un libro de texto de biología. Un dibujo
mostraba a la pareja en una lujosa cama con dosel, la mujer a horcajadas del
hombre mientras él insertaba su pene erecto dentro de su abertura vaginal. En
otro, la mujer estaba otra vez arriba, pero no miraba a su amante. Con una mano
tomaba la erección de él como para guiarla entre sus piernas. En otros dos, el
hombre estaba de pie mientras la mujer se encontraba reclinada sobre la cama;
en otro dibujo, copulaban como lo hacían los animales, él la tomaba por detrás.

Varias de las posiciones requerían muchos movimientos y giros, con las


extremidades entrecruzadas y las cabezas hacia atrás en presunto éxtasis —
incluidas las mujeres—. Aunque Catherine nunca había estudiado italiano, le
resultaba muy cercano al latín y podía descifrar partes de versos, en uno de los
cuales la mujer estaba extasiada por el «placer extraordinario» que le brindaba
sentir la manera en la que el pene de su compañero se clavaba dentro de ella.
En casi todas las ilustraciones, se retrataba la anatomía reproductiva en un detalle
realista y asombroso: vulvas, labios de la vulva, escrotos abultados, penes rígidos
con sus extremos como cascos...

En la figura a la que recurría constantemente había un hombre


arrodillado con las piernas de su amante sobre sus hombros y presionaba su
erección dentro de ella. Catherine sabía, por supuesto, que las relaciones sexuales
requerían de la inserción del miembro masculino dentro del femenino, pero
saberlo y verlo de verdad eran dos cosas muy diferentes. Ver un pene hinchado y
medio enterrado dentro del cuerpo de una mujer era extrañamente excitante, de
una manera que Catherine no hubiera previsto. Su rostro y su garganta se

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calentaban al imaginar el empuje y la presión que debían acompañar el acto; su


respiración se aceleraba.

¿Cómo se sentiría, se preguntaba, el ser penetrada por un hombre de


esa manera, ser poseída en un acto de pasión animal? Siempre había supuesto
que sería bastante desagradable, pero cuanto más miraba la figura, más dudaba
de su suposición.

Catherine cerró los ojos y se recostó sobre la espalda. Se imaginaba a


la pareja de la figura no como un grabado en blanco y negro, sino como amantes
reales, de carne y hueso, que compartían sus cuerpos en el acto de máxima
intimidad. La imagen era sorprendentemente real, como si estuviera viendo la
escena de una obra, aunque sumamente obscena, desde la primera fila.
Imaginaba la manera en la que se sentiría abrirse así, físicamente, a un hombre,
que le hicieran el amor, experimentar esa clase de placer.

Placer extraordinario.

Catherine sentía la más curiosa sensación de calor e hinchazón entre


las piernas y también humedad, aunque no sudaba en ninguna otra parte.
Dudó, pero luego presionó una mano sobre la coyuntura entre sus muslos a
través de la falda y la ropa interior. Rozaba los dedos hacia atrás y adelante con
ligereza. Calmaban y exacerbaban la sensación, como cuando uno rasca un picor
solo para descubrir que el mismo rasguño aumenta la irritación. Nunca se había
tocado de esa manera, aunque sospechaba que los hombres lo hacían de vez en
cuando, o al menos algunos hombres. Abbie le había rumoreado que una vez
había interrumpido a su hermano mientras se toqueteaba «allí».

Una mano le acarició un pecho.

Se sobresaltó. Se le crisparon los nervios. Por una fracción de segundo


creyó ver una forma borrosa apareciendo sobre ella en la media luz, pero la
ilusión se evaporó al echar un vistazo con el corazón repiqueteándole.

No había nadie allí. Por supuesto que no había nadie allí. Estaba sola.
Lo que sintió, o creyó sentir, era pura ficción, como lo que había experimentado

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en las últimas horas.

Volvió a recostarse, con un brazo sobre el rostro. No es real, se decía a


sí misma. Es producto de mi imaginación. Por haberlo leído, sabía que las
alucinaciones podían provenir por muchos factores además de aquellos como
intoxicación o locura, que podía descartar de plano en su caso particular. La
fatiga, la deshidratación y el agotamiento, los cuales había sufrido desde esa
tarde, podían hacer que experimentara cosas que en realidad no sucedían.

Y luego estaba el vórtice magnético que, al menos, había inutilizado su


brújula y su reloj. Si podía afectar a los objetos inanimados de esa manera, quizás
también podía afectar la mente humana.

Sentía una especie de cosquilleo tibio en ambos pechos a través de la


blusa y la camisola como si fueran yemas de dedos que corrían sobre ellos con
mucha, mucha suavidad. El corazón le latía a toda velocidad; los pulmones le
golpeaban el pecho. Luego, llegó un calor jadeante mientras las manos la
acariciaban con más firmeza, pero aún con una delicadeza fascinante.

No es real, se decía, aún cuando gozaba con la suave fricción. Los


pechos parecían casi levantarse. Los pezones se tensaban en pequeñas y duras
protuberancias. Nada de eso era real. Era su mente que jugaba con ella y le daba
eso que tanto deseaba, el placer al que debía negarse en la realidad, pero sobre
el que sentía mucha curiosidad.

Las manos se movían por debajo de su falda, recogían la pesada lana


marrón y la combinación de lino debajo. Las sentía sobre las piernas con medias,
y luego, sobre los muslos desnudos; los separaban. Al sentir que le faltaba el aire,
Catherine dobló ambos brazos sobre el rostro, con los ojos cerrados con fuerza,
susurraba:

—Esto no es real. No está sucediendo.

Entonces se oyó un pequeño crujido de los elásticos de la cama


cuando el colchón descendió entre sus piernas abiertas, casi como si un hombre
se hubiera inclinado allí. Sentía el roce de unos dedos a través de sus bragas de

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lino y una pequeña sensación de tironeo cuando uno de los botones que
sujetaba la abertura de las bragas saltó del ojal... o pareció hacerlo.

Se liberó un segundo botón, y un tercero y un cuarto, con una


lentitud exasperante. La punta de los dedos rozaba con mucha suavidad su piel
más sensible. Cuando por fin la abertura estuvo desabotonada, sintió que la tela
se abría y dejaba al descubierto esa parte suya que ni siquiera ella había visto en
verdad. Nunca la había tocado excepto para bañarse. El aire fresco fue un
impacto sobre su sexo excitadísimo y aumentó la sensación de exposición.

Debió haberse sentido horrorizada. Debió haber salido corriendo de


esa cama y haber huido de ese lugar extraño, de ese fantasma oscuro y
delicioso. En cambio, permaneció inmóvil y temblorosa mientras las manos
invisibles separaban, acariciaban... Se le escapó un suave gemido mientras el roce
se volvía rítmico, aunque aún provocadoramente suave, obligándola a levantar las
caderas para encontrarlo.

Los pulmones se detenían cuando sentía ráfagas calientes de aire


sobre su sexo inflamado y el cosquilleo de lo que solo podía ser cabello
rozándole las piernas. No, sin duda, no, pensaba mientras algo suave y húmedo
se deslizaba dentro de los labios de su vulva y le enviaba temblores de excitación
por todo el cuerpo. Apretaba la colcha con los puños y pensaba. Él no puede
ser... Él no...

La lengua —porque eso es lo que era, o lo que imaginaba que era—


lamió y dio golpecitos y exploró hasta que ella se retorció y gimió como si
enloqueciera de fiebre. Sintió un roce espinoso en la parte interna de los muslos,
como el de una barba crecida de varios días. El contraste de los pelos punzantes
con la lengua caliente y húmeda y maravillosamente curiosa solo servía para
alimentar su creciente excitación.

Contenía la respiración mientras un dedo de deslizaba dentro de ella,


se movía con lentitud, con cuidado, como si investigara el camino ceñido y
ultrasensible. Podía entrar solo hasta el primer nudillo y nada más. Aún así, la

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sensación de que la acariciara por dentro era tan gratificante que levantó aún
más las caderas. Deseaba más; lo deseaba a él.

El dedo se retiró. Él cambió de posición: puso las caderas desnudas


entre sus muslos y su mano se movió entre ellos. Entonces hubo un tipo de
presión diferente, como si algo mucho más ancho y rígido presionara dentro de
ella. Se dio cuenta de lo que era y susurró:

—Sí. Sí...

Pero luego la presión se volvió un dolor ardiente cuando empujó


contra el himen. Alarmada por el dolor, fuera alucinación o no, abrió los ojos e
intentó sentarse.

Una mano tomó la suya y sintió unos labios cálidos contra su palma.

—Ssh, todo está bien —susurró su amante imaginario con voz


profunda y un leve acento. La volvió a recostar y bajó dentro de ella. Colocó
ambas manos debajo de sus caderas para levantarla. Cuando cerró los ojos otra
vez, él parecía tan real como si en verdad estuviera allí, caliente, pesado y
masculino. Le rodeó con sus brazos y sintió los músculos apretados y tensos de
su espalda y sus hombros.

—Está bien —repetía él mientras empujaba de manera muy delicada,


una y otra, y otra vez. Se sentía tremendamente forzada, pero esa sensación era
superada por la emoción primaria de ser penetrada, poseída. Avanzaba dentro de
ella de manera gradual. Atravesó su virginidad poco a poco hasta penetrarla por
completo. Una presencia gruesa y sólida que parecía colmarla de tal manera que
apenas podía respirar.

Le tomó el rostro en sus manos y la besó. Luego, comenzó a


moverse otra vez, con lentitud y de manera superficial al principio, después más
profundo y con urgencia creciente. Su respiración se hacía más fuerte; cada
músculo de su cuerpo estaba tan tenso como la cuerda de un arco.

El dolor que permanecía por la desfloración desaparecía. Lo

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reemplazaba el mismo placer que había sentido cuando la acariciaba y la lamía,


solo que más intenso porque estaba dentro de ella. Acompañaba sus avances
con un fervor que aumentaba, conducida por un hambre salvaje y primaria que
nunca antes había sentido. El placer pareció expandirse dentro de ella hasta que,
de repente, se sintió como si estuviera al borde de un abismo que hacía latir con
fuerza el corazón y sobre el que no tenía control. Aturdida y temerosa, intentó
esperar inmóvil con la esperanza de contener lo que fuera que estaba por
suceder.

—No temas —susurró él—. Deja que suceda. Entrégate.

—No puedo. Yo solo...

—Sí puedes —se estiró para tocarla en el lugar por el que estaban
unidos.

Fue como disparar una bala dentro de un cartucho de dinamita. El


cuerpo entró en erupción en un éxtasis convulsivo y le arrancó un grito salvaje de
la garganta al caer en el abismo.

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Capítulo 3

P ara cuando Catherine regresó al castillo aquella noche, abriéndose camino


de vuelta al descender la montaña en la oscuridad, encontró que el
comedor estaba vacío, salvo por algunas criadas que limpiaban los restos de una
cena elaborada. La llevaron hacia una sala de estar cercana y se detuvo en la
puerta. Dudó en entrar vestida con las prendas mugrientas del día y el cabello
saliéndosele del moño en mechones húmedos por el sudor.

Seis personas —su padre, Thomas, Archer, Íñigo, Lili y Elic— se


distendían con café y coñac en la habitación de muebles suntuosos. Los hombres
usaban trajes de noche Lili llevaba un vestido de una brillante seda color
berenjena con los hombros al descubierto. Su exuberante melena de cabello
negro estaba recogida en lo alto de su cabeza en una masa lujosa. Diamantes
pendían de sus orejas y rodeaban su garganta. Estaba apoyada sobre el brazo de
un sillón tapizado en terciopelo en el que estaba sentado Thomas con un libro
abierto en el regazo —por supuesto—; el brazo de ella lo rozaba cuando se
inclinaba para dar vuelta la página.

Parecía una pintura de Sargent: el lujoso interior embellecido por la luz


de las velas, la elegancia despreocupada de los sujetos... Lili y Thomas parecían
estar hechos el uno para el otro, con sus cabellos negros relucientes y sus
atuendos elegantes. La corbata blanca favorecía a la mayoría de los hombres, y
Thomas no era la excepción. Lo hacía parecer mayor, más sofisticado, en especial
porque parecía muy cómodo con ella. Catherine lo había visto con traje de noche
muchas veces pero nunca la había impactado de esa forma. Tal vez, pensaba, se
debía a que veía a Thomas a través de los ojos de Lili, sin muchas de sus ideas
preconcebidas.

Lili señaló la página y dijo algo demasiado bajo como para que

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Catherine lo oyera.

Debió de ser algún comentario ocurrente porque Thomas rió mientras


se giraba hacia ella. Su mirada se iluminó fugazmente sobre sus senos antes de
levantar la vista para encontrarse con sus ojos. La miraba de la manera que un
hombre mira a una mujer sexualmente atractiva: no de manera lasciva, por
supuesto, pero con un inconfundible toque de admiración. Esa mirada no debió
de haber sorprendido a Catherine —Lili era espléndida, después de todo— pero
por alguna razón, nunca había pensado que Thomas fuera tan propenso al
encanto femenino como lo eran los demás hombres. Absurdo, por supuesto.
Podía ser un académico abstraído, pero así y todo era un hombre.

El padre de Catherine fue el primero en notar que estaba parada allí


en la entrada.

—Ahí estás, querida. Por fin regresas de tus aventuras —Elijah apartó
su propio libro y se puso de pie, como lo hicieron los demás caballeros—.
Continuamos y cenamos sin ti.

— ¿Te encuentras bien, Catherine? —preguntó Thomas mientras se


quitaba las gafas de leer.

—Estoy bien. Espero no haberos preocupado.

Su padre se levantó el faldón, tomó asiento nuevamente en el sofá


cubierto de libros y agregó:

—Kit y Thomas querían enviar un equipo de búsqueda. Pensaban que


te habías adentrado demasiado en la cueva y te habías metido en un lío. Les
aseguré que eras una perra vieja en estas aventuras, tú y tu fiel brújula, y que ni
soñarías en aventurarte más allá de la Cella.

—Perdí la noción del tiempo —dijo Catherine.

—Es fácil que suceda eso en ciertos lugares de la cueva —el señor
Archer, sentado al otro lado de un tablero de backgammon opuesto a Elic,
observaba a Catherine fijamente en su provecho—. La gente denuncia todo tipo

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de incidentes extraños.

Lo sabe, pensó Catherine, o lo sospecha. ¿Acaso otras personas


habían experimentado el mismo tipo de fenómenos que ella? De ser así, eso
haría que la teoría del vórtice fuera más probable que la teoría de la sed, la fatiga
y el agotamiento. Sin embargo, la idea de que un magnetismo terrestre pudiera
producir no solo anomalías en una brújula sino también espejismos auténticos,
sería recibida sin duda con regocijo por la comunidad científica.

Catherine esquivó la mirada de Archer de manera categórica y dijo:

—En realidad, me quedé dormida.

Lo cual era cierto, aunque un poco falso. Se había adormilado después


de aquella fantasía extraordinaria de haber hecho el amor, pero estaba bastante
segura de que no había sido por mucho tiempo. Cuando despertó, le llevó un
momento recordar dónde estaba y qué había sucedido —o lo que había
imaginado que sucedió—. El espejismo se extendía a una sensación de dolor real
entre sus piernas, que solo había disminuido un poco en el ínterin. Lo que quería
creer, lo que debía creer, por el bien de su cordura, era que solo era la huella
residual de una alucinación excepcionalmente poderosa.

— ¿Estás segura de que te encuentras bien? —preguntó Thomas,


mientras la miraba con preocupación—. Tienes muy mal aspecto.

—No me cabe duda de eso —dijo ella—. Todo lo que necesito es un


maravilloso baño caliente y dormir bien.

—Y apuesto que algo de comida —agregó Thomas—. Te has perdido


una cena espléndida. Una pierna de cordero con cebollas y patatas al vino blanco.

—Gigot Brayaude —comentó Elic—. Una de las especialidades de


nuestro cocinero.

—Haré que alguien en la cocina te traiga un plato — dijo Archer


mientras se ponía de pie con dificultad y se estiraba para alcanzar la cuerda de la
campanilla.

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—No, por favor, no lo haga —dijo Catherine—. No puedo quedarme.


No... —hizo un gesto hacia su vestimenta sucia.

—Tonterías —Lili se levantó y colocó un brazo alrededor de


Catherine—. Aquí no hacemos ceremonias. Por favor, quédate con nosotros. Bebe
una copa de coñac mientras esperas la cena. Por tu aspecto no te vendría mal.

— ¿O tal vez algo más fuerte? —Iñigo levantó la copa de pie en su


mano. Contenía un líquido lechoso color verde claro con un toque casi
fosforescente. Sobre una bandeja de cristal tallado junto a él había una jarra de
agua, una gran cuchara perforada, un cuenco con terrones de azúcar y una
botella de Pernod.

—Íñigo, si conviertes a mi hija en una fanática de las bebidas


alcohólicas —pronunció Elijah sin levantar la mirada de su libro—, me veré
obligado a reconsiderar mi elevada opinión sobre ti.

—Un brandy estaría muy bien —dijo Catherine mientras tomaba


asiento en el sofá junto a su padre, apartando algunos de los libros y apilando
otros en el suelo—. Gracias.

Una criada entró en la habitación a petición de Archer.

—Un plato de la cena para la señorita Wheeler —le ordenó—. Y que


una de las camareras le prepare un baño.

El cordero estaba magnífico, y Catherine estaba famélica. Debía


esforzarse para no engullirlo vorazmente mientras Elijah les daba una clase de
historia de Auvergne, retrocediendo en el tiempo desde el reino franco hasta los
visigodos y los romanos.

—Los romanos ocuparon esta región más de quinientos años —decía


su padre—. Comenzando en el año 52 a. C, cuando los ejércitos de Julio César
derrotaron al legendario caudillo galo Vercingétorix en la batalla de Alesia. Estas
páginas describen con detalles excelentes la batalla y la lucha que condujo a ello
—levantó el viejo libro de la pila que se encontraba en el suelo y lo abrió por la

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primera página.

C. JULII CǼ SARIS

COMMENTARII

DE BELLO GALLICO ET CIVILI

TOMUS VII

Lili se acercó para mirar por encima del hombro de Elijah. Se inclinó de
tal manera que su cabello rozó el de él. Un perfume cálido y floral flotaba a su
alrededor, como si fuera una flor extraña y exótica.

— ¿El mismo Julio César escribió esto? —preguntó.

—Él... eh... sí lo hizo —dijo Elijah. Parecía un poco nervioso por la


atención femenina—. Y es el informe más fidedigno del que se pueda disponer,
no solo sobre las guerras gálicas, sino sobre los galos mismos (o lo que ellos
llamaban galli). Se llamaban a sí mismos los Celtæ. Los romanos habían
colonizado la Galia un tiempo antes de la invasión, por lo que allí existía un gran
comercio y una ágil comunicación entre las dos civilizaciones.

El señor Archer comentó:

—De hecho tengo una pequeña colección de monedas romanas que


han aparecido aquí a lo largo de los años, junto con otros objetos romanos y
galos.

—Esta tarde Thomas descubrió un glosario galo en el apéndice de un


libro de la biblioteca —dijo Elijah—. No es un gran glosario, porque los galos no
se dedicaban mucho a escribir, pero él buscó «væsus», y había una definición.
Significa «enorme», o «notable», así que podría utilizarse para argumentar que la
traducción de «Dusivaesus» es «dusios enormes y notables».

— ¿Qué hay de la segunda inscripción? —Lili volvió la cabeza hacia

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Elijah. Sus rostros estaban tan cerca que hasta se podía pensar que estaban a
punto de besarse—. La que se encuentra como labrada toscamente sobre la
primera. ¿Has podido traducir eso? —ella se topó con la mirada de Elic al otro
lado de la habitación en una comunión breve y silenciosa de algún tipo. Él se
detuvo cuando estaba a punto de mover unas fichas de backgammon para
ofrecerle esa sonrisa amable que uno le hace a alguien cuando las palabras no
son necesarias.

Tenían un vínculo, Elic y Lili; estaba claro por el modo en el que se


miraban el uno al otro, el modo en el que actuaban, los pequeños roces y las
sonrisas. A menos que Catherine estuviera muy confundida, eran amantes.
Aunque el día anterior y esa noche, ella coqueteaba de manera descarada con
Elijah y con Thomas, y Elic ni siquiera había levantado una ceja.

Tal vez, pensaba Catherine, eran amantes liberales. Dado que el


libertinaje sexual parecía ser la norma en la Grotte Cachée, parecía posible, quizás
incluso probable. La única verdadera pregunta en la mente de Catherine era qué
veía una mujer como Lili en los tipos intelectuales como Elijah y Thomas, en
especial cuando era evidente que había robado el corazón de Elic, que era
extraordinariamente guapo, en apariencia inteligente y con un carácter muy
agradable. Su padre, aunque estaba en buen estado físico y era apuesto para su
edad, debía de tener unos veinte años más que Lili. En cuanto a Thomas...

Le echó una mirada furtiva. Él la miraba con una expresión


contemplativa y algo triste, con la copa de coñac en la mano ahuecada y laxa,
aparentemente descuidada. Ella apartó la mirada, confundida por su belleza
melancólica, y luego volvió otra vez. Era evidente que sentía su desconcierto. Le
mostró una pequeña sonrisa tranquilizadora que, a la luz de todo lo que había
ocurrido entre ellos últimamente, no era difícil de interpretar.

Está bien, parecía decir esa sonrisa. No me deseas, por tanto, no te


molestaré más con mis cortejos. Podemos seguir como amigos.

—Hemos... em... traducido la segunda inscripción — dijo Elijah

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mientras Lili se inclinaba aún más, con una mano apoyada con despreocupación
sobre su hombro—. Está escrita en el alfabeto rúnico más antiguo que
conocemos, que se llama antiguo futhark, y en realidad son dos palabras unidas
en escandinavo antiguo: kjØnn, que significa... bueno, «sexo», y prcell, que
significa «siervo» o «esclavo».

—Entonces significa «esclavo del sexo» —dijo Íñigo —. Qué gracioso.


No consigo recordar haber posado para eso. Debía de estar borracho en ese
momento.

Por alguna razón, le lanzó una sonrisa a Elic, quien puso los ojos en
blanco como respuesta.

Elijah comentó:

—Kit fue muy amable al mostrarme un manuscrito de Histoire de


Grotte Cachée relatado por el... abuelo del Seigneur des Ombres, ¿era así?

—Bisabuelo —dijo Kit.

—Eso —dijo Elijah—. Es un poco superficial en cuanto a la historia


prerromana de este valle, lo cual es comprensible dado el desdén de los galos
por la palabra escrita. Con exactitud había una página y media en la Histoire
dedicada al asentamiento gálico en este valle, que se llamó Vernem. Los vernaes,
o la mayoría de ellos, huyeron a lugares desconocidos, un paso por delante del
ejército de César. Ya sabéis que los romanos tenían el hábito de esclavizar a los
miembros de las tribus conquistadas, y para un galo no había peor destino que la
esclavitud.

—Si es así —comenzó Catherine—, ¿por qué no huyeron todos? Has


dicho que la mayoría huyó. ¿Y el resto?

—Se quedaron rezagados y los convirtieron en esclavos. En apariencia


tenían un líder, alguien a quien se refieren en la Histoire como Anextlomarus,
cuya traducción es «Protector». A él se le atribuyó haber asegurado que a los
esclavos vernaes los trataran bien y se les permitiera permanecer en el valle. Kit,

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es probable que sepas más sobre los vernaes que cualquier otro hombre vivo.
¿Alguna idea de por qué el grupo permaneció aquí?

El señor Archer arrugó el entrecejo hacia su coñac como si pensara


en la pregunta.

—En verdad no podría decirlo, amigo —su mirada se movió un poco,


pero nunca encontró la de Elijah.

Miente, pensaba Catherine. Pero, ¿por qué?

—Me encantaría saber la respuesta a eso —dijo Elijah—. Y por


supuesto, estoy desesperado por resolver este misterio detrás de esas malditas...
—con una risita humilde, dijo—, Julia... mi difunta esposa...

—Sí, ya la has mencionado antes —dijo Lili mientras cruzaba la


habitación para sentarse junto a Íñigo. En realidad, la había mencionado al menos
una docena de veces desde que estaba allí.

—Una vez, cuando estaba obsesionado por desenmarañar un enigma


histórico particularmente espinoso, Julia me dijo que nunca estaría satisfecho a
menos que pudiera viajar atrás en el tiempo y presenciar yo mismo el
acontecimiento. Tenía razón sobre eso —dijo con seriedad—. Como la tenía sobre
muchas cosas.

Lili sonreía mientras Íñigo le susurraba algo en el oído.

—Qué idea tan maravillosa. Doctor Wheeler, ¿por qué no viene con
nosotros mañana? Íñigo y yo haremos una pequeña comida campestre en el
bosque. No debería desperdiciar este fantástico clima encerrado en esa vieja
biblioteca polvorienta. Hay un pequeño claro en un matorral de robles que podría
resultarle...

— ¿El nemeton? —Archer se incorporó y arrugó el entrecejo—. ¿En


verdad creéis que...?

—Es mitólogo —dijo Lili—. Si hay alguien que pueda apreciar el


nemeton, sería el doctor Wheeler.

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— ¿Un nemeton? —dijo Elijah con excitación—. ¿Una arboleda


sagrada druida?

—Bueno —dijo Archer—. No se ha utilizado para ceremonias desde


hace mil novecientos...

—Por supuesto que me gustaría verlo —dijo Elijah—. Me encantaría


verlo. Gracias por preguntar.

Mientras su padre comenzaba de nuevo con otra lección, esta vez


sobre los rituales druidas, Catherine se disculpó y subió al baño. La tina revestida
en madera estaba llena y humeante. Su albornoz a cuadros azules cubría el
respaldo de una silla. Se desvistió. Se desconcertó al descubrir que la piel interna
de sus muslos estaba rosada y lastimada por haber sido rozada por una
mandíbula con barba áspera.

Si no fuera porque en realidad no sucedió, eso no podía haber


ocurrido; así como tampoco podía haber perdido realmente su virginidad esa
tarde, a pesar de lo dolorida que se sentía entre las piernas. Lo había imaginado...
¿o no? ¿Alguna vez sabría la verdad de lo que había sucedido en aquella
pequeña y extraña habitación de la cueva?

Tal vez no. Probablemente no.

Solo porque no sabéis la respuesta no significa que no exista. Algo


había pasado. Una alucinación o... algo más. Por extraño que parezca, debido a
la naturaleza analítica de Catherine, no sentía la necesidad de resolver ese
misterio en particular con la aplicación rigurosa del método científico. Tal vez,
como sostenían su padre y Thomas, no todas las respuestas podían encontrarse
en el reino de la ciencia apática.

Y tal vez algunos misterios nunca se resolvían.

Catherine se soltó el cabello y se introdujo en el agua con perfume


de rosas. Suspiraba mientras ésta la cubría. Echó la cabeza hacia atrás y dejó que
la calidez del agua le impregnara el cuerpo cansado hasta los huesos y cubierto

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de suciedad.

Se acariciaba la piel entre los muslos internos, que se sentía tan


irritada como se veía. Con indecisión, debido a que era una zona nueva para ella,
se palpó entre las piernas hasta que encontró la abertura vaginal y al tocarla, le
dolió. La palpó con cuidado. Encontró que estaba más pequeña y ceñida de lo
que hubiera creído, por lo que había albergado esa tarde, y manchada de
secreciones.

Con valor, exploró los delicados pliegues y surcos de su sexo. Sus


dedos curiosos provocaban un toque de placer que, de manera paradójica;
parecía transportarla fuera de su cuerpo. Cerró los ojos y dejó que la mente la
llevara donde quisiera.

Veía que Thomas sonreía con esa sonrisa triste y resignada... Todo
está bien... Veía los libros que se ordenaban solos en aquella pequeña alcoba de
la cueva; veía que las velas se apagaban de un soplo de manera espontánea...
Veía su bastón erguido temblando; sentía la emoción de la penetración, la
integridad de la misma, la rectitud de la misma...

Oía su respiración entrecortada y el chapoteo del agua de la tina.


Sentía que el placer subía hacia su inevitable climax y el pánico le estrujaba el
corazón...

—Tienes miedo —susurró él—. No lo tengas. Deja que suceda. Danos


la oportunidad. Te amo, Catherine. Quiero casarme contigo.

El placer estalló y siguió su curso. La dejó sin aliento y tambaleante,


con el rostro mojado por las lágrimas.

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Capítulo 4

-¿E ste es el nemeton? —preguntó Elijah Wheeler en tono reverencial a


eso del mediodía del día siguiente mientras Lili e Íñigo lo introducían en un claro
salpicado por el sol en un matorral de antiguos robles retorcidos de manera
extraña. En el centro había un altar de piedra y junto a éste una porción de tierra
llena de cenizas rodeado por un círculo de piedras ennegrecidas de hollín.

—Este es, amigo —Íñigo soltó la cesta de mimbre que había


preparado el cocinero y tomó la manta de manos de Lili. La sacudió y la echó en
el suelo.

Elijah se sentía muy impresionado al acercarse al antiguo altar.


Básicamente era una tabla apoyada sobre cuatro pedruscos de lava. La parte
superior era una losa rectangular de la misma piedra oscura, del tamaño y la
forma aproximados de una puerta. Los bordes estaban desgastados por el
tiempo, ya que tendría por lo menos dos mil años, puede que fuera muchísimo
más antiguo.

Elijah rodeó el altar con lentitud. Pasaba los dedos por el dibujo
desgastado y complicado que estaba grabado en la superficie. En el centro se
encontraba la inscripción «DIBU EDEBU» rodeada de un diseño de ramas de roble
enredadas. En cada una de las cuatro esquinas había esculpido un círculo de
veinte centímetros de diámetro que encerraba una imagen estilizada diferente.

—Los símbolos de las esquinas parecen representar cuatro de las


deidades celtas más importantes —dijo él—. Esta figura femenina en el caballo
tiene que ser Epona, diosa de la fertilidad. Era especialmente venerada entre los
galos. El anciano con el arco y el garrote es Ogimos, dios del arte de la guerra y
la poesía. La figura cortando ramas con un hacha es Esus, dios de la agricultura y
el comercio. Y este sujeto de tres cabezas con el cuervo en el puño es Lugus, a

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quien César comparaba con Mercurio. Era una deidad muy importante para los
galos, el protector de los viajeros y fuente de todas las artes. No puedo creer que
una reliquia tan extraordinaria como esta estuviera aquí sin que nadie la
descubriera todos estos años.

—El Seigneur des Ombres se preocupa muchísimo, al igual que lo


hacían sus ancestros antes que él, por mantener las piezas históricas de la Grotte
Cachée lejos de miradas entrometidas —dijo Lili mientras se arrodillaba delante
de los platos vacíos de porcelana azul y las copas de cristal tallado, y colocaba las
fuentes tapadas de la cesta sobre la manta. Estaba vestida, como el día anterior
hasta la cena, con una faja de seda teñida parecida a un pareo —en esa ocasión,
en un ciruela adornado con oro— al que ella llamaba lubushu. El cabello le
colgaba en una única trenza por la espalda; su única joya era una tobillera de
oro y lapislázuli que lucía exóticamente antigua. Ni una sola vez en toda su vida y
sus viajes, Elijah había conocido a una mujer tan segura de lo sensual que era
como Lili. Cuando le preguntó de dónde era, le dijo que había nacido a orillas del
Éufrates, y cambió de tema.

— ¿Alguien tiene hambre? —preguntó ella y desenvolvió una


servilleta de lino con lo que parecía ser un gran pastel de cebolla color tostado.

—Lo primero es lo primero —dijo Íñigo mientras descorchaba una


botella de vino—: una de las cuatro cosechas locales de la cesta.

—Ya no más, por favor —se excusó Elijah en un comentario


soñoliento una par de horas más tarde mientras Íñigo, reclinado junto a él sobre
la manta, inclinaba una botella sobre su copa medio vacía—. No he bebido tanto
desde que estaba en la universidad. No podré mantener los ojos abiertos.

—No necesitas mantener los ojos abiertos por nosotros —Lili se


sentó detrás de él, levantó la copa de su mano y lo empujó con suavidad del
hombro hasta que quedó tendido con la cabeza sobre su regazo.

Debió haberse negado —la única mujer con la que había tenido ese
tipo de contacto fue Julia— pero satisfecho y en sueños como se encontraba,

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con la panza llena de vino y comida maravillosa, y en compañía de personas tan


agradables, no terminaba de decidirse a protestar.

—Adelante —murmuró ella mientras le acariciaba el rostro con mucha


suavidad con la yema de sus dedos suaves, fríos e hipnóticos—. Cierra los ojos —
le susurraba en una frase monótona una y otra vez en un idioma que nunca
había oído antes (similar al arameo, pero no mucho) mientras continuaba
acariciándole la frente, las mejillas y el mentón. El perfume embriagador a
jazmines lo envolvía. Cálidas brisas le erizaban el cabello, o quizás era su
respiración.

Íñigo, que sonaba extrañamente lejano, comenzó a decir algo en un


idioma completamente diferente pero igual de desconocido. Solo que en realidad
no sonaba como Iñigo. Era otra voz; la de un hombre mucho mayor.

Elijah abrió los ojos. Pensaba lo indecoroso que sería para los demás
encontrarlo allí acostado con la cabeza en el regazo de Lili. Esperaba ver su rostro
sonriéndole. En cambio, todo lo que vio fue el sol que brillaba a través del techo
de hojas de roble sobre su cabeza.

Giró la cabeza hacia la voz del anciano y descubrió, para su


desconcierto, que no había suaves piernas debajo de él, tampoco una manta, solo
el césped frío y espinoso. No veía a Lili ni a Íñigo por ninguna parte; en cambio,
debajo de uno de los viejos robles al borde del claro había dos hombres
sentados, uno joven y el otro bastante mayor. El viejo, arrugado y con
barba, estaba sentado sobré un pedrusco cuadrado contra un árbol; el joven, bien
rasurado y de cabello rubio, se encontraba a unos centímetros de distancia sobre
un tocón de árbol, apoyado sobre un tablón de madera que hacía equilibrio
sobre su regazo. Un perrazo robusto —un mastín, o algo así— dormía entre ellos
con su ancha cabeza apoyada sobre los pies del anciano.

Elijah notó que el hombre más joven escribía con un lápiz de caña
sobre un trozo de papel — ¿o era pergamino?— mientras el anciano hablaba sin
parar. Se detuvo y le preguntó algo al que hablaba, se dirigía a él como

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Brantigern; al recibir una respuesta, asintió con la cabeza y continuó escribiendo,


como si le dictara. Había una característica itálica en muchas de las palabras y
frases que Brantigern decía. Sin embargo, Elijah estaba demasiado perplejo como
para traducirlas.

Su vestimenta era sumamente extraña. Ambos usaban túnicas de lana


—la del anciano era de color azafrán y la del joven, marrón óxido— y pantalones
que tenían tiras trenzadas en la tela. Aún más curioso era el cabello: largo como
el de Elic; pero en lugar de estar atado hacia atrás en una cola de caballo, como
lo llevaba Elic, lo tenían entrelazado en múltiples trenzas que colgaban por
debajo de los hombros.

Había focos aislados de campesinos por toda Europa que aún usaban
su atuendo ancestral y hablaban dialectos casi extintos. Elijah no sabía que existía
este tipo de gente en Auvergne, pero eso no significaba que no existiera. Era
evidente que sí.

Elijah se puso de pie. Se sentía sorprendentemente sobrio y caminó


hacia ellos.

—Buenas tardes, caballeros.

Lo ignoraron por completo, tal vez era porque sin pensar, los había
saludado en español.

—Bonjour, messieurs —repitió en francés.

¿Eran sordos?

Aunque solo estaba a unos metros de ellos, elevó la voz y los saludó
con el brazo.

—Bonjour!

No hubo respuesta de parte de los dos hombres sentados bajo el


roble. No obstante, de los bosques al sur, hacia el castillo, se oyó la voz de un
muchacho que gritó:

— ¡ tu Brantigern! ¡Sedanias!

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Los dos hombres y el perro alzaron la vista de repente mientras el


muchacho, también con vestimenta tradicional, aunque llevaba su cabello rojizo
suelto, entró de pronto en el claro desde el sendero del bosque. Gritaba algo de
manera jadeante mientras señalaba en la dirección por la que había venido.

El joven, Sedanias, se levantó de golpe, enrolló el pergamino con prisa


alrededor de una vara y lo envolvió en un trozo de cuero mientras corría hacia el
altar. Éste se veía distinto que antes, durante la comida campestre: más nuevo,
menos desgastado por el tiempo; uno de los diseños circulares de las esquinas, la
representación de Lugus y el cuervo, no estaba. En su lugar, había un agujero,
dentro del cual Sedanias empujó el pergamino envuelto en cuero de manera
vertical, luego levantó un disco de piedra del césped y lo encajó en su sitio,
colocándolo de esa manera.

Mientras tanto, Brantigern colocó el tablón de madera entre el árbol y


el pedrusco en el que estaba sentado. Luego, cogió el lápiz de caña del joven, el
tarro de tinta y el cortaplumas y los guardó en el hueco de un nudo del árbol.

El chico corrió de vuelta hacia un sector diferente del bosque mientras


unos golpes de pezuñas se acercaban por el sendero.

Un hombre de unos treinta años de edad de cabello oscuro y


prolijamente cortado apareció cabalgando en el claro, con las riendas en una
mano y un garrote en la otra. Elijah miraba boquiabierto y asombrado por la
apariencia del jinete, ya que estaba vestido con una túnica de estilo romano
sujeta con un cinturón —blanca con una tira ancha color púrpura desde el
hombro derecho hasta el dobladillo— y botas rojas atadas con correas de cuero.
El anillo de hierro que usaba, junto con la túnica laticlavia y las botas rojas, lo
identificaban como un patricio de la antigua Roma. El caballo estaba cubierto con
un largo sudadero escarlata adornado con un galón dorado, sobre el que el
jinete se sentaba directamente, sin la ventaja de la silla. Al igual que los dos
campesinos y el muchacho, parecía estar ajeno por completo y de manera
desconcertante a la presencia de Elijah.

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

Detuvo su caballería, señaló con el garrote a Sedanias y gritó las


órdenes:

— ¡Tú, allí! —en latín; no el estilo clásico que le era más familiar a
Elijah, pero aún bastante comprensible—. ¿Qué crees que haces aquí, Sedanias?
Se supone que debes cortar mármol allá abajo en la cueva. ¿Tan deseoso estás
de recibir una paliza?

—Es culpa mía —se excusó el anciano mientras luchaba por ponerse
de pie con la ayuda de un alto bastón de roble pulido por los años y
extrañamente torcido con nudos en la parte superior. Elijah no se había dado
cuenta antes de que tenía una sola mano, la izquierda. Su brazo derecho
terminaba en un muñón por encima de la muñeca.

—Brantigern Avitus —el jinete inclinó la cabeza en un saludo


respetuoso que a Elijah le pareció extraño, al igual que el uso del apellido Avitus,
que sugería algo semejante a una relación de abuelo—. No te había visto.

—Oí lo de la muerte del gran Augusto —dijo Brantigern—; por eso le


pedí a mi nieto que me trajera aquí, a nuestro lugar sagrado, para rogarle a los
dioses que le den la bienvenida al emperador como uno de los suyos.
Perdóname, Quintus Vetus... y perdona también a Sedanias, te lo ruego. Solo
satisfacía a un viejo latoso.

—Sí, está bien —dijo Quintus, sin duda perplejo—. Rezabas por el
difunto emperador... Es un gesto muy loable, pero espero que comprendas que
no puedo permitir que los esclavos se salgan de las tareas que les fueron
asignadas sin mi permiso —y a Sedanias, le dijo—: Regresa a tu trabajo. Pero
primero, asegúrate de que tu abuelo regrese sano y salvo a su choza. Si algo le
sucede, yo seré quien recibirá la paliza, de manos de mi padre. Sabes cómo
depende de las predicciones del anciano —volvió grupas y se marchó.

Sedanias y Brantigern compartieron una pequeña sonrisa cómplice.

—Ven, Yannig —dijo Brantigern y luego los dos hombres y el perro


desaparecieron por el sendero, el perro a un lado del anciano mientras éste

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arrastraba los pies con pasos titubeantes, apoyado en el bastón.

¿Se estaría volviendo loco?, se preguntaba Elijah. No parecía ser un


espejismo, y nunca antes había experimentado ningún tipo de trastorno mental.
Entonces, ¿por qué acababa de ver lo que había visto?

Vio un indicio de movimiento y alzó la vista para ver un gato gris que
caminaba por una rama del roble debajo del cual habían estado sentados los
hombres. Bajó de un salto. Miraba en dirección a Elijah y maullaba.

—Bueno, al menos no soy invisible para ti —dijo Elijah.

El gato dio una vuelta por el claro hacia el borde del sendero y se
sentó. Miraba fijamente a Elijah, quien caminó hacia él. Cuando estuvo a casi un
metro de distancia, se paró y se metió en el sendero.

Elijah echó un último vistazo al claro. Se preguntaba qué demonios


había sido de Lili e Íñigo —no le preocupaba su cordura— y entonces siguió al
gato por el sendero hacia el castillo.

Solo que al salir del bosque, el castillo, que se suponía debía estar
ubicado en la parte más baja del valle a unos casi doscientos metros, no estaba
allí. En su lugar, veía una enorme casa blanca con techos de tejas coloradas
rodeada de cuidados jardines.

—Una villa —susurró, ya que se veía precisamente como las casas de


campo construidas por los ciudadanos romanos, en Roma y en sus provincias.
Con cada parpadeo, esperaba que desapareciera, pero allí estaba, como el dibujo
en un libro de historia.

Recordaba lo que había dicho la noche anterior, sobre Julia, que le


decía que nunca estaría satisfecho a menos que pudiera viajar atrás en el tiempo
y fuera testigo de los eventos históricos por sí mismo. ¿Era posible que todo eso
fuera un sueño en el que su deseo por saber más sobre el enigmático pasado de
la Grotte Cachée se cumplía de manera subconsciente? Una teoría tentadora,
excepto que no lo sentía ni remotamente como un sueño; era muy real,

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demasiado real.

Entonces, si no era un sueño y no estaba loco, ¿qué demonios estaba


pasando ahí?

Había veces, en realidad muchas, en sus estudios de los fenómenos


ocultos y su estancia entre personas que creían en esas cosas, que se encontraba
sopesando la posibilidad de que ciertas formas de «magia» podrían hacerse
presentes en el reino de la realidad. Después de todo, había muchas preguntas
sin respuesta en el universo, y los físicos apenas habían arañado la superficie en
lo que respecta a lo que sabían sobre el espacio, el tiempo y la materia. Dado
eso, ¿era completamente imposible que las cosas que veía en realidad hubieran
existido unos dos milenios antes? Elijan decidió que lo mejor que podía hacer era
relajarse, observar y recordar.

Ah, y resolver la manera de salir de esa nueva realidad y regresar a


aquella en la que había vivido su existencia durante los últimos cuarenta y seis
años.

Elijan oyó un repetido tun, tun, tun que venía de la terma —o el lugar
en el que debía estar la terma, en la entrada de la cueva del volcán inactivo en el
borde este del valle—. Se abrió camino por un pequeño bosque que no existía en
su época, en cuyo lindero había un grupo de hombres con hachas vestidos como
Sedanias y Brantigern —esclavos, presumía— que talaban árboles para agrandar
un claro que ya era de por sí bastante grande. Ni uno solo de ellos se volvió para
mirarlo cuando pasó.

En el claro, otros esclavos, sin camisa y sudando bajo el severo sol de


la tarde, cortaban losas de mármol blanco en bloques más pequeños con
martillos y cinceles. Había una enorme tienda de campaña de lienzo blanco al pie
de la montaña que ocultaba la entrada de la cueva. Desde el interior, Elijan oyó a
un hombre que decía en latín:

—No por mucho más tiempo, mi querido Iñigo. Solo asegúrate de


mantenerte bien firme hasta que termine contigo.

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¿Íñigo?

—Tita, manten las piernas abiertas. ¿Para qué crees que te pagan?

Elijan encontró una abertura en la tienda y entró. Allí, bañado en una


nube de luz del sol que se filtraba y polvo de mármol, encontró el baño, o una
versión parcial de éste. No había paredes ni techo: solo el suelo de mármol, la
misma piscina —desprovista de agua y con el mosaico a medio terminar— y las
cuatro columnas, cada una con un trozo macizo de mármol blanco añadido a ella.

Un individuo musculoso con una túnica romana azul polvorienta


cincelaba uno de los bloques, que iba a ser una esmerada escultura, mientras los
modelos —Íñigo y una belleza voluptuosa de cabello negro, ambos desnudos—
posaban para él. La joven —Tita, según parecía—, estaba inclinada con las piernas
bien separadas y abrazaba el grueso tronco de un árbol sin su corteza —era
evidente que era un sustituto de la columna— mientras Íñigo se encontraba de
pie detrás de ella con las manos alrededor de su cintura, la espalda apenas
inclinada y las caderas metidas.

Lo primero que a Elijan le pareció notable sobre Íñigo fue su pene


erecto. Tenía un ancho de alrededor del tamaño del brazo de una mujer y en
verdad penetraba a Tita, con aproximadamente unos doce o quince centímetros a
la vista. Elijan nunca en su vida, incluso entre personas de tribus primitivas que
no eran muy tímidos sobre esas cuestiones, había presenciado un acto de coito
que tuviera lugar justo frente a él. No es que aquello fuera sexo en el sentido
estricto. Íñigo y esa mujer, aunque estaban unidos de manera física, ni siquiera se
movían; posaban. Ahora que Elijah lo pensaba, tenía sentido que esas dotadas
esculturas necesitaran modelos vivos. De manera silenciosa, regañándose a sí
mismo por su reacción mojigata, se esforzó por tener una mirada objetiva e
intelectual de la situación. Era estudioso de las creencias y las costumbres
humanas y no un crítico filisteo. Y lo que allí sucedía, después de todo, era un
acto artístico.

—Deja de empujar, Íñigo —le ordenó el escultor—. Estoy haciendo la

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raya de tu culo.

—Desearías hacer la raya de mi culo —replicó Iñigo con un bufido.

Tita rió. El escultor lanzó una mirada de cansancio hacia el cielo. No


obstante, Elijah podía ver que luchaba para no devolverle una sonrisa.

—No seas engreído con eso, cariño. No eres tú por quien late mi
corazón como el de un pájaro. Eres un niño grande y detesto a los niños. Es esa
porra tuya. Juro que es la cosa más lamible que he visto, y he lamido algunas en
mis tiempos.

Con una risa por lo bajo, Íñigo dijo:

—Qué curioso, Marcus, cómo te las arreglas siempre para sacar la


conversación sobre este tema en particular.

—La gente disfruta hablando de sus áreas de especialidad —dijo


Marcus mientras quitaba el polvo de las nalgas de la estatua de mármol.

— ¿Tan buena es?

—Me han asegurado que no hay otra mejor.

—Entonces, está bien —se apartó de Tita... Por Dios, esa cosa era
inmensa. Íñigo giró y fue hacia Marcus a grandes zancadas. Su puño envolvía el
órgano en cuestión—. Pruébalo.

Entonces fue cuando Elijah vio la segunda cosa notable sobre Íñigo:
tenía una cola que se balanceaba hacia atrás y hacia adelante al caminar. Además
de la conmoción de ese momento, Elijah solo miraba absorto y se preguntaba
qué sería lo siguiente.

Marcus se alejó de la erección brillante y extendida de Íñigo.

—No después de haber estado dentro de eso —se quejó señalando el


sexo expuesto de Tita con el martillo—. Esta noche, después de que terminemos,
te buscaré...

—Tuviste tu oportunidad —se mofaba Íñigo mientras regresaba hacia

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Tita. La tomó de las caderas y volvió a dar un empujón hacia adentro provocando
que ella ronroneara de alegría.

—Perra —dijo Marcus mientras regresaba a su trabajo.

La tercer cosa notable que Elijah descubrió sobre Íñigo —y para ese
momento, era solo una nota a pie de página de lo demás, leve curiosidad— fue
que sus orejas eran puntiagudas y tenía un par de cuernos pequeños y huesudos
que sobresalían del casco negro de la cabeza.

— ¿Vas a detener ese maldito empujón de una bendita vez? —le


ordenó Marcus.

—Quieres que me mantenga firme, ¿no es cierto?

—Piensa en cosas excitantes.

—Estuve pensando que me lamías y no funcionó.

—Me agrada cuando empuja —dijo Tita, y se retorcía de placer. Íñigo


se estiró para tocarla entre las piernas y dijo:

—Con que sí...

Tita gemía mientras Íñigo la acariciaba y la empujaba con más fuerza,


de manera más resuelta.

— ¡Parad ya! —dijo Marcus con brusquedad, pero la orden cayó en


saco roto—. Ah, bueno —murmuró—. ¿Al menos podéis daros prisa esta vez?

—Ay... —suspiraba Tita, aferrada al tronco del árbol mientras sus


pechos y su cabello se balanceaban con cada empujón—. Ay, sí... sí... sí...

Sin detenerse en lo que hacía, Íñigo se dio vuelta y miró directamente


a Elijah.

—Despierta, dormilón —le dijo con la voz de Julia.

Elijah abrió los ojos para encontrarse de vuelta en el claro, recostado


sobre la manta. Una mujer estaba agachada encima de él lista para desabotonarle

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los pantalones. Tenía el rostro oculto por una franja de cabello ondulado marrón
dorado. El vaporoso vestido de mañana que llevaba, verde manzana con
pequeños lunares blancos, siempre había sido su preferido.

— ¿Julia? —le preguntó con incredulidad.

Se dio la vuelta y le sonrió. La brisa le revolvía el cabello. Él inspiró el


agua de colonia Roger & Gallet que le había regalado por Navidad el año
anterior. Las lágrimas le escocían los ojos.

—Oh, Dios —Elijah estiró una mano temblorosa para tocarle el


cabello, el rostro. Sentía el brazo extrañamente pesado, como si estuviera debajo
del agua—. Oh, Dios mío. Oh, Dios, Julia. ¿Cómo puede...? ¿Cómo puedes...?

—No puedo quedarme por mucho tiempo —le explicó mientras lo


acariciaba—. Solo quiero sentirte dentro de mí otra vez. Solo déjame...

—Sí —susurró él—. Oh, Dios, sí...

¿Cuánto hacía que le había hecho el amor? Desde mucho antes de


haberla perdido, porque había estado enferma mucho tiempo. Gemía su nombre
mientras lo acariciaba, se deleitaba con la punta de sus dedos fríos y suaves, su
tacto familiar.

Se subió la falda y se arrodilló a horcajadas sobre él. Lo hizo entrar en


ella y fue muy dulce, cálido y perfecto, igual que como solía ser. Lo besaba
mientras se movía. Al principio, se mecía con lentitud y delicadeza, luego más
profundo y más rápidamente...

Tuvieron un orgasmo juntos, como solían hacerlo. Ella se ruborizó de


manera acalorada, como siempre. Pequeños gemidos de respiración salían de ella.
Quedaron acostados, juntos y en silencio mientras él volvía a ponerse blando
dentro de ella. Sus corazones latían uno junto al otro. Sus pulmones se calmaban
al unísono.

—Echaba de menos esto —dijo él, con la respiración que le alborotaba


el cabello mientras permanecía encima de él con la cabeza acurrucada con

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pesadez en la parte interior de su cuello. Sentir que su cuerpo se ajustaba al suyo,


la calidez de su piel, saber que había una persona en el mundo que vivía por él y
él vivía por ella... Dios, lo había echado tanto de menos...

—Puedes tenerlo otra vez.

—Pero... dijiste que no podías quedarte.

Se levantó un poco para mirarlo a los ojos y dijo:

—Después de que me vaya de aquí, nunca volverás a verme. Pero hay


otras mujeres...

—No —intentaba negar con la cabeza, pero era demasiado difícil—.


No. No pude.

Rió por lo bajo, como lo hacía cada vez que él se volvía


inexplicablemente testarudo sobre algo.

—Por supuesto que puedes. Debes. Nunca has sabido estar solo,
Elijah. Ningún ser humano sabe.

—Pero...

—No puedo estar tranquila si sé que estás solo y deseas esto —le
dijo señalándolos a ambos recostados juntos como si fueran uno—. Anhelas esto
pero piensas que no debes hacerlo. Lo que tuvimos fue hermoso, pero ya no
estoy, y tú aún estás aquí, metido en esta forma humana tan necesitada. El dolor
tiene sus límites naturales, Elijah. Es hora de que me guardes en tu memoria y le
abras ese corazón generoso que tienes a alguien más.

—Julia...

—Sabes que tengo razón, Elijah. Lo sabes bien —lo besó en la


frente—. Pero necesitas sentirlo aquí —le apoyó una mano sobre el pecho, sobre
el corazón—. ¿Lo intentarás?

Buscó su mirada. Aceptaba el acierto de lo que decía pero era reacio


a decirle a esa mujer que había sido su otra mitad que podía reemplazarla.

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Como si hubiera dicho ese pensamiento en voz alta, Julia dijo:

—Ella no seré yo. Será la mujer que necesitas ahora, no la que


necesitabas cuando nos enamoramos. No será una traición. Será lo que necesitas,
lo que deseo para ti. ¿Lo intentarás, mi amor? ¿Por mí, si no es por ti mismo?

Logró decir:

—Lo intentaré. Lo haré.

Sonrió y apoyó los labios contra los de él.

—Ahora duerme.

—No —dijo, sabiendo que al despertar ella se habría marchado—. No.


Julia, por favor, Te necesito.

—Me tienes. Siempre me tendrás.

—Pero...

—Cierra los ojos, amor —murmuró al acariciarle la frente con un


toque ligero—. Solo un segundo.

Susurró algo más, luego, palabras desconocidas y extrañas que no


pudo descifrar. Los ojos de Elijah se cerraron y se encontró flotando al borde del
sueño, pensando: No te marches. Por favor, no te marches.

Se esforzaba contra la oscuridad, la nada arremolinada, forzaba sus


ojos para abrirlos, sus miembros para moverlos. Su corazón dio un salto cuando
la vio sobre la manta junto a él. Bajaba su falda mientras se ponía de pie. Pero
entonces vio que su cabello era negro y le colgaba en una trenza por la espalda y
que la falda que sacudía no era vaporosa de color verde, sino de seda color
ciruela.

— ¿Lili? —preguntó aturdido mientras se incorporaba.

—Estás despierto —le dijo con cierto tono de sorpresa.

— ¿Dó... dónde está? —miró por todo el claro mientras se esforzaba


por ponerse de pie de manera insegura.

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

—Íñigo regresó al castillo hace un rato. ¿No lo recuerdas? —se agachó


para coger la manta—. ¿Me ayudarías con esto?

—Ah. Por supuesto —Elijah le echaba miradas furtivas mientras


doblaban la manta: a su lubushu arrugado, al cabello un poco despeinado, al
color subido en sus exóticos pómulos.

¿Ella había...? ¿Ellos habían...?

Lili levantó la vista hacia él. Su sonrisa lo insinuaba con dulzura. Luego
la bajó otra vez.

Santo Dios. Su estómago se retorció de culpa hasta que recordó las


palabras de Julia... o sus palabras en el sueño. No será una traición. Será lo que
necesitas, lo que deseo para ti.

—Hace calor —le dijo ella y lo tomó del brazo—. Podemos ir al baño y
refrescarnos en la piscina.

Después de unos metros en el sendero, Elijah se detuvo y dijo:

—Si no te importa, me quedaré un rato y echaré otro vistazo a aquel


altar.

—Por supuesto. Tómate tu tiempo —lo besó en la mejilla y se marchó.

El altar se veía igual que la primera vez que habían entrado en el claro,
la piedra desgastada y descolorida por más de dos mil años de estar expuesta a
la intemperie. Elijah pasó una mano sobre la esquina que representaba a Lugus.
Recorrió su borde circular en busca de algún agujero o signo de imprecisión; no
había nada.

Solo fue un sueño, se decía mientras se sentía un poco estúpido. Pero


entonces notó que el ala del cuervo, que había sido tallada, era diferente del
resto de la imagen. Estaba en un gran bajorrelieve, como si el pájaro estuviera a
punto de volar del puño del dios. Elijah cerró su mano alrededor del ala y sintió
muescas debajo de ésta que se ajustaban a la perfección a su pulgar y a la punta
de sus dedos.

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

Tiró; el disco se movió. Sonrió por el asombro y tiró con más fuerza. Se
trabó, por lo que hizo un poco de palanqueta. La giró para un lado y para el otro.
Enseguida se levantó. Era casi de ocho centímetros de ancho, con un borde de
bronce cubierto de cera y se curvaba hacia adentro para permanecer fijo y de
manera segura en la abertura. Donde se encontraba, había un túnel vertical,
también revestido en bronce, dentro del pedrusco que servía de pata para esa
esquina del altar. Miró dentro de éste y vio un paquete cilíndrico envuelto en
cuero.

—Dios mío —susurraba mientras se estiraba dentro del hueco para


sacar el paquete—. Dios Todopoderoso.

Apoyó el paquete sobre el altar y le quitó el cuero, que estaba duro


por el tiempo, con tanto cuidado como si desenvolviera una invaluable momia
egipcia. El rollo que se encontraba dentro era un pergamino. Excelente. El
pergamino era mucho más duradero que el papel. Lo desenrolló con lentitud
mientras sacudía la cabeza con descreimiento. Estaba todo escrito en tinta, de
principio a fin, con claras hileras de escritura. El alfabeto era romano, el cual los
galos —porque sin duda era un manuscrito galo— habían adoptado mucho antes
de que su tierra natal estuviera bajo el Imperio romano unos cincuenta años
antes del nacimiento de Cristo.

Lo más asombroso de ese documento era que no existía ninguna otra


cosa comparada con eso, dada la reticencia de los druidas galos de permitir que
las cuestiones importantes se pusieran por escrito. Por supuesto, siempre existía
la posibilidad de que la información que contenía ese pergamino fuera de poca
importancia histórica, pero de ser así, ¿por qué lo habían escondido allí con
tanto cuidado?

Elijah temblaba de emoción al recordar a Sedanias registrando cada


palabra pronunciada por el anciano, Brantigern, quien, esclavo o no, era sin duda
un anciano venerado —un oráculo, nada menos, tan respetado por sus amos
romanos como por su familia gala—. ¿Era posible que este Brantigern, sabiendo

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que la ocupación romana significaba las campanas fúnebres para su gente,


procurara reflejar la historia y el conocimiento galo para los siglos posteriores?

Elijah pensaba qué hacer con el pergamino mientras lo envolvía otra


vez. En buena ley, debería devolverlo a su lugar de descanso. Kit era
excesivamente celoso respecto de los objetos encontrados en la Grotte Cachée.
Desde que llegaron había hecho públicos estrictos recordatorios de que no
movieran de su sitio nada de valor histórico. Pero mientras Elijah respetaba el
pedido de conservación de su amigo, ¿cómo era posible que ignorara un
documento tan potencialmente significativo como ese?

No podía. Pero tampoco podía dejar que Kit supiera que lo había
encontrado, por más que odiara la idea de esconderle ese secreto tan volátil a su
más viejo amigo. Aunque era un compromiso con el que podía vivir. Devolvería el
pergamino a su lugar oculto a la mañana del día siguiente, antes de partir con
Catherine y Thomas. Pero primero, lo copiaría, palabra por palabra, para poder
traducirlo más adelante.

Elijah volvió a colocar el disco de piedra, envolvió el pergamino otra


vez en su cubierta de cuero, lo metió dentro de su camisa y regresó al castillo.

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Capítulo 5

-S oy yo nada más —dijo


aquella noche.
Catherine al golpear la puerta de la biblioteca

Escuchó que la silla de su padre se alejaba con un chirrido de la mesa


en la que había estado copiando aquel pergamino durante toda la tarde, tarea
que creía que le llevaría muchas horas más.

— ¿Te encuentras sola? —le preguntó.

Catherine suspiró.

—Por supuesto.

La llave giró en la cerradura. La dejó pasar y luego regresó a la mesa


y levantó la pluma.

—Esta parte que acabo de copiar parece ser un calendario de cinco


años —comentó con excitación—. Es sabido que los romanos obligaban a las
poblaciones que conquistaban a utilizar el calendario juliano exclusivamente, pero
nunca se había sabido la manera en la que los galos llevaban la cuenta del
tiempo y de las estaciones. Hasta ahora —agregó con orgullo.

— ¿Estás...?

—Ah, y el principio del pergamino parece más prometedor —la


interrumpió y regresó a la primera página de la libreta que completaba con la
transcripción—. Mira —dijo al señalar las palabras en la hoja—. Alesia,
Vercingétorix, Tito Labieno, Marco Antonio, Julio César... Debe ser un recuento de
las guerras de las Galias desde la perspectiva de los galos. Hasta ahora, todo lo
que teníamos era la versión romana de la historia. Si tengo tiempo esta noche
después de copiar todo esto, volveré atrás y comenzaré a traducirlo desde el

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principio. Tal vez haya una explicación de por qué algunos de los vernaes
huyeron de los romanos y otros se quedaron.

—Magnífico, pero ¿estás seguro de que deberías hacer esto?

—Hablas como Thomas e Íñigo —protestó.

— ¿Íñigo lo sabe? —Thomas había ayudado con la copia durante toda


la tarde, aunque de mala gana. Pero, de todas las personas ¿por qué Elijah
confiaba en Íñigo?

—Entró antes de que tuviera la precaución, debido a mi entusiasmo,


de cerrar la puerta. Me preguntó si no creía que fuera «bastante kosher andar de
manera furtiva a espaldas de Archer de esa manera».

— ¿Qué es «kosher»? —preguntó.

—Es algo en hebreo —contestó con ese pequeño movimiento de su


mano que significaba que estaba muy preocupado para explicaciones extensas.

— ¿Íñigo es judío?

—Sospecho que es de origen griego —dijo Elijah mientras se


inclinaba sobre su trabajo—. Pero llegó aquí con los romanos.

— ¿Con los romanos?

—Ah... —otro movimiento menospreciativo de su mano, un poco


nervioso—. Con... algunos romanos. Sabes a lo que me refiero.

—No.

—Dijo que las personas tenían toda clase de razones para escribir
cosas y que no había una razón para pensar que el pergamino fuera hecho con la
intención de que lo dieran a conocer por completo. Le dije que podría contener
vasta información nueva sobre la historia y la creencia de los galos. Dijo que era
la razón principal por la que había que pensar muy bien el hecho de hacerlo
público, dado que los galos eran muy reservados con esas cosas.

—Suena interesante —dijo Catherine, sorprendida por encontrarse

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preocupada por los deseos y supersticiones de la gente de la antigüedad.

—No desde la perspectiva de un historiador —dijo y levantó la mirada


hacia ella—. ¿Estás aquí solo para agregar tu voz al coro del escándalo, o existe
otro propósito para tu visita?

—Me enviaron para llevaros a ti, a Thomas y a Íñigo al comedor —


explicó—. Están a punto de servir la cena.

—No tengo tiempo de cenar si quiero copiar todo esto para mañana
por la mañana. Y Thomas tampoco.

—Dejaré que él decida eso. ¿Dónde se encuentra?

—Allá afuera —hizo un gesto al otro lado de la cavernosa biblioteca,


hacia las puertas acristaladas que daban al balcón, a través de las cuales
Catherine veía dos siluetas masculinas contra el cielo a media luz—. Está
tomándose un descanso para fumar con Íñigo.

— ¿Le permites tener descansos? —preguntó Catherine con ironía


mientras cruzaba el cuarto, mullía el ajetreo de su vestido de noche y se alisaba el
moño.

—Diez minutos cada dos horas —respondió su padre quien, de haber


reconocido su tono, hubiera escogido no darse por vencido.

Mientras se acercaba a las puertas acristaladas, una de las cuales


estaba entreabierta, Catherine oyó que Íñigo pronunciaba su nombre.

—Es lo que más anhelo —decía Thomas a través de un revoloteo de


humo—. Pero ella no lo hará.

— ¿Se lo has preguntado?

—Sí —Thomas se dio la vuelta con un suspiro para apoyarse contra la


barandilla.

Catherine se ocultó detrás de las cortinas de terciopelo.

— ¿Duermes con ella? —preguntó Íñigo.

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—Dios mío, tío, ¿qué clase de pregunta es esa?

—Tomaré eso como una respuesta negativa —dijo Íñigo con un


toque de humor en la voz.

—No sé ni cómo puedes preguntar eso —Thomas sonaba en verdad


desconcertado—. Es la hija del doctor Wheeler, y es... bueno, está claro que es
completamente inocente en estas cuestiones.

— ¿Está claro?

Después de una breve pausa, Thomas dijo, con un tono muy serio:

— ¿Debo golpearte, Íñigo? Porque si alguna vez sugieres una cosa así
en presencia de otra persona, lo haré.

—No, por favor. Odio que me golpeen y nunca he aprendido el arte


de devolver el golpe, por lo que siempre me resulta un ejercicio bastante
humillante.

Thomas dijo:

—Eres un burro, Íñigo, ¿lo sabes?

—Por supuesto.

—Lo que debes entender —explicó Thomas— es que hay otras


partes del mundo (incluso otras partes de Francia) que no se parecen en nada a
la Grotte Cachée. Tu estilo de vida, tu falta de moderación, la... destemplanza...

— ¿Destemplanza? ¿Te refieres al sexo?

—Vives en este vallecito remoto al que nunca viene nadie a menos


que lo inviten, y aun así, tienen dificultades para encontrarte. Tú y tus amigos sois
como una especie de tribu primitiva a la que han incomunicado de manera
geográfica del resto de la civilización durante tanto tiempo que os habéis
convertido en un mundo en sí mismo, con sus propias reglas, costumbres y
tabúes... o la falta de ellos.

—Pero al menos la has besado, ¿no es cierto?

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—No voy a discutir mi vida afectiva contigo, Íñigo.

—O la falta de ellos —repitió Íñigo con un pequeño bufido de burla.

—Jodido insolente —murmuró Thomas riendo. La boca de Catherine


se abrió de golpe, no demasiado porque estaba conmocionada, pero un poco,
porque nunca hubiera creído escuchar un epíteto de tal vulgaridad de los labios
del sosegado y erudito Thomas Lee.

Thomas dijo:

—Intento... intenté llevar un noviazgo apropiado.

—Un «noviazgo apropiado» —ella podía oír que la voz de Íñigo se


estremecía por la burla—. Suena más a un acuerdo de negocios que a un
romance.

—Como dije, Íñigo, no tienes idea de lo que es aceptable y lo que no


en el mundo civilizado.

—Por favor, dime que no eres virgen.

Esta vez fue Thomas quien resopló con una risa.

—Tengo veinticuatro años.

—Eso es un no, espero.

—Es diferente para los hombres que para las mujeres.

Catherine quedó paralizada por la conmoción. Nunca se le había


ocurrido, jamás, que Thomas pudiera haber tenido relaciones sexuales con
mujeres. Ni siquiera lo había pensado, nunca consideró la posibilidad.

— ¿Prostitutas? —preguntó Íñigo.

—Teníamos una lavandera cuando yo tenía dieciséis — la voz de


Thomas adquirió un tenor completamente diferente al que tenía cuando discutió
con ella... más baja, ligeramente picara. Era el tipo de voz que había oído antes
entre hombres que compartían proezas masculinas en compañía de otros
hombres cuando no se daban cuenta de que ella escuchaba.

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Dieciséis. Santo Dios, ¿dieciséis?

—Ella era mayor —dijo Thomas y agregó con un acento divertido en


la voz—. Y muy instructiva.

—Gracias a Dios por las lavanderas —dijo Íñigo.

—Y hubo otras mientras estuve en Yale —continuó Thomas—. No eran


prostitutas per se, pero les agradaban las chucherías y las baratijas.

—Por supuesto.

—Mi única relación larga de ese tipo fue con una señora con la que
tenía relaciones sexuales en la India mientras hacía un trabajo de investigación
después de mi último año.

Literalmente, Catherine no podía creer lo que oía. Thomas había


pasado tantas largas horas describiendo su año en la India estudiando la
mitología antigua hindú. Ni una sola vez había mencionado a una lavandera. Pero,
¿por qué habría de hacerlo? Un caballero nunca hablaría de algo así con una
mujer joven —o más bien, una joven doncella, condición que, por lo visto, había
condenado a Catherine a una espantosa ignorancia sobre lo que sucedía entre
hombres y mujeres—.

O al menos sobre las cosas interesantes.

—A Lili le agradas —dijo Íñigo.

Catherine se acercó más a la ventana.

—Creo que a Lili le agradan todos los hombres que conoce —dijo
Thomas.

—Eso es lo que la hace perfecta para tus necesidades.

— ¿Mis necesidades?

—No finjas que no las tienes, después de contarme lo de la lavandera


y las muchachas de las chucherías y las baratijas y la señora india. Y con

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Catherine que te rechazó, no creo que haya nada que te detenga para hacerle
una visita a Lili esta noche en su apartamento. Le diré que te espere.

—No hagas eso.

—Pero estará encantada.

—Pero Catherine...

—Catherine no está interesada, Lili lo está. ¿Por qué haces que una
simple cita sea una maldita complicación?

—Porque la mujer a la que le acabo de pedir matrimonio estará


durmiendo bajo el mismísimo techo. ¿No tienes valores, de ningún tipo?

—Ya hemos decidido que no. Y no puedo creer que permitas que
Catherine se entrometa. Te rechazó, por el amor de Dios. Te rechazó.

—Aún la amo —dijo Thomas con seriedad—. Eso nunca cambiará.

—Sí, pero al parecer ella no corresponde el sentimiento y, después de


todo, ésta es tu última noche aquí en nuestro remoto vallecito de bajos valores y
furiosa destemplanza.

—Tengo que copiar ese manuscrito.

—Sabes a qué Lili me refiero, ¿no es cierto? Es hermosa, seductora y


ama follar más que la vida misma.

— ¿Has dormido con ella? —preguntó Thomas.

—No, nosotros no hacemos eso.

— ¿Nosotros?

Íñigo dudaba como si estuviera eligiendo las palabras.

—Somos como hermanos. ¿Comprendes? Sí sé sobre tabúes.

— ¿Qué hay de Elic? ¿No son...?

—A él no le importará. No hay nada en el mundo que te detenga para


disfrutar de un amistoso jugueteo de despedida con la incansable Lili.

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Thomas suspiró.

—No lo sé.

¿No lo sabía? Eso significaba que podía llegar a hacerlo. Catherine


sintió como si el estómago se le diera vuelta.

—No tendrás otra oportunidad de estar con Lili después de esta noche
—lo apremió Íñigo—. Y en cuanto a Catherine. .. es un techo grande, amigo.

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Capítulo 6

A lrededor de la medianoche, Catherine se encontraba de pie en la puerta


de la biblioteca con sus pantuflas y su albornoz de cuadros azules y dos
toallas en el brazo. Respiraba profundamente y con calma. Del otro lado de la
puerta oyó que Thomas decía:

— ¿Ha terminado esta sección, doctor Wheeler?

— ¿Mmm? Ah... eh, sí.

Hazlo. Golpeó la puerta.

—Soy Catherine.

Thomas abrió la puerta y la hizo pasar. Se quitó las gafas para


saludarla. Al igual que Elijah, tenía las mangas de la camisa remangadas, el cuello
desabrochado y el cabello despeinado. Su mandíbula oscurecida por la barba le
recordaba a Catherine su alucinación en la cueva, cuando su amante invisible la
satisfacía con su boca y su mandíbula espinosa le rozaba los muslos internos.

Es probable que Thomas le haya hecho eso a las mujeres, pensaba. Las
había besado y tocado en sus lugares más íntimos, había desatado sus corsés y
bajado sus medias, se había arrodillado entre sus piernas y empujado dentro de
ellas. Se lo imaginaba acostado sobre una mujer, empujando y gimiendo, y sentía
una oleada de calor que le subía desde la garganta hasta el rostro.

— ¿Catherine? ¿Vas...? —preguntó su padre.

— ¿Vas...?

— ¿Vas a irte a la cama? —continuó diciendo con un pequeño


movimiento de cabeza hacia su atuendo.

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—Ah, no, yo... eh... Pensaba que tal vez me vendría bien un pequeño
chapuzón de medianoche en la piscina. Es un baño muy hermoso y después de
esta noche, no tendré otra oportunidad.

Thomas quiso saber:

— ¿Has aceptado el traje de baño que Lili te ofreció?

—Sí, me lo prestó esta noche, después de la cena. Yo, eh, pensé que
tal vez... te agradaría acompañarme.

Thomas la miró fijo por un instante.

—Ah —dijo él, parecía agradablemente sorprendido—. Bueno, sí, por


supuesto. Salvo que... —miró la mesa a la que había estado sentado codo con
codo con Elijah transcribiendo el pergamino—. En realidad estoy en medio de la
traducción del calendario y...

— ¿Traducción? —preguntó ella—. ¿No estáis copiando?

—Hemos terminado de copiar. Tu padre quería comenzar con la


traducción, no es una tarea fácil con un glosario tan escaso. Quiere que haga el
calendario y él comenzó con el principio del pergamino, que supongo que tiene
que ver con las guerras de la Galia y los primeros años de la ocupación romana.

— ¿Has averiguado por qué algunos de los vernaes permanecieron


aquí y dejaron que los romanos los esclavizaran? —le preguntó Catherine a su
padre.

Él estaba allí sentado, miraba atentamente su libreta y la página escrita


a medias que estaba arriba.

— ¿Elijah? —dijo ella.

Él levantó la vista y parpadeó.

—Me has dicho que creías que esta parte del principio podría decirte
por qué algunos de los vernaes quedaron atrás —dijo ella—. ¿Lo hizo?

—Mmm, sí. Sí, lo hizo.

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— ¿Lo hizo? —gritó Thomas—. ¿Por qué no me lo ha dicho?

— ¿Por qué se quedaron? —preguntó Catherine, sorprendida de que


le importara.

—Tuvo que ver con uno de sus dioses —dijo Elijah—. Es... —negaba
con la cabeza—. Es difícil de resumir.

Thomas levantó la libreta de Elijah, leyó la página en la que estaba


abierta y frunció el ceño.

—Mmm.

—Hay algo más —dijo Elijah—. Algo que aparece al final de esa parte.

Catherine le quitó la libreta de la mano.

—No todas las palabras se pueden traducir —le dijo Thomas mientras
miraba por encima de su hombro—. Donde hay una duda con respecto al
significado, colocamos un signo de interrogación.

La traducción que Elijah escribió con claridad decía:

Y de esta manera llegamos pocos? vernae a vivir bajo la esclavitud de


nuestros (amos?) romanos, una ? raza (destinada? condenada?) a servir a aquellos
que llamaran a nuestros dioses por sus ? nombres y convirtieran nuestro
(manantial? Arroyo de la cueva?) sagrado en un lugar de (? Algo negativo sobre
el baño)

Y yo también, Brantigern Anextlomarus (Brantigern el Protector)


(registro? escribo?) el ? de nuestro pueblo, no para los ojos romanos, no para los
ojos de ningún hombre, sino solo para los dioses y las diosas. Siempre han
(salvaguardado?) nuestros ? y secretos de aquellos que (destruyeran? quemaran?)
a nuestros dioses y se burlaran de nuestras verdades. Que así permanezca por
siempre.

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Catherine miró a su padre que estaba sentado y miraba el lugar de la


mesa en el que había estado su libreta.

—Doctor Wheeler —dijo Thomas—. ¿De verdad cree que


deberíamos...?

—Vayan al baño, Thomas —dijo Elijah sin mirarlos.

—Pero el calendario.

—Has hecho suficiente por esta noche.

Thomas vaciló.

Catherine atrajo su atención e hizo un gesto con la cabeza. Le hizo


señas hacia la puerta.

—Tengo que ponerme el traje de baño —dijo él.

—Llevas puestos los calzones y una camiseta, ¿no es cierto? Con eso
basta.

—No hablas en serio.

—Thomas, tu traje de baño es exactamente igual a la ropa interior.


¿Cuál es la diferencia?

—Tiene razón —dijo Elijah—. No seas tan mojigato, Thomas.

Gracias a Dios solo hay una lonja fina de luna afuera, pensaba
Catherine mientras ella y Thomas entraban en la terma. Cuanto menos fuera la
luz de la luna, mejor. Lo poco que se reflejaba en la estructura de mármol blanco,
se proyectaba en la piscina en una maravillosa noche de color índigo.

Sentado en una de las sillas de hierro contra la pared, Thomas se


quitaba los zapatos y los calcetines. Se quitó los tirantes y comenzó a
desabotonarse la camisa.

— ¿Qué te llevó a pedirme que viniera contigo?

— ¿Por qué no había de hacerlo? —le respondió ella con otra


pregunta, de pie cerca de una de las esquinas de la piscina de espaldas a él—

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Hemos sido amigos por años.

—Sabes a lo que me refiero.

Catherine no le respondió. En cambio, apoyó las toallas sobre un


pequeño banco de mármol. La mano le temblaba un poco. Se desabotonó el
albornoz y lo dejó caer al suelo. Quedó completamente desnuda.

Los ligeros sonidos que lo acompañaban a él mientras se desvestía,


cesaron.

Ella caminó para adentrarse en la piscina, se sumergió por completo en


el agua cálida y permaneció inmóvil de espaldas a él, para apartarse el cabello del
rostro.

Un silencio vibrante llenó el baño.

Ella se volvió para mirar por encima de su hombro. Thomas estaba de


pie, la miraba fijamente con los pantalones y la camisa desabotonados, los
tirantes colgando y unos enormes ojos en la media luz azulada.

Movió la garganta al tragar.

—Creí que dijiste haberle pedido prestado un traje de baño a Lili.

—No dije que lo llevara puesto. Me lo probé y decidí que era


demasiado largo y pesado... demasiada lana empapada.

Volvió a mirarlo. Aún la miraba con esos grandes ojos oscuros, como
si clasificara ese nuevo descubrimiento inesperado en su mente.

—No necesitas dejarte la camiseta y los calzones por mí —dijo ella—.


Es hermoso no tener nada entre uno y el agua. No miraré si no quieres que lo
haga.

—Dejando a un lado las acusaciones de los dedos deformes de los


pies, no soy tan tímido.

Le llevó un minuto desvestirse y luego, caminó por el borde de la


piscina hasta la esquina opuesta, como poniendo una distancia respetable entre

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ellos. A ella le divertía pensar que él construía un código de convivencia en el


lugar para manejar la nueva situación de compartir la piscina, totalmente
desnudos.

Desvestido, Thomas Lee era una revelación. Con pocos músculos y


de proporciones perfectas, le recordaba a una estatua clásica —que, a su vez, le
recordaba a las cuatro estatuas lujuriosas y excitadas de las esquinas de la
piscina—. No podía evitar preguntarse si Thomas había hecho las cosas que el
sátiro hacía con la ninfa. ¿Habría inclinado alguna vez a la lavandera en su bañera
para tomarla desde atrás? ¿Había levantado a alguna de sus muchachas de
chucherías y baratijas contra algún poste de luz o la pared de un callejón, para
poseerla de esa manera, o la habría levantado sobre los hombros para poder
enterrar el rostro entre sus piernas? ¿Alguna vez había hecho arrodillar a su
dama india delante de él para que lamiera su pene erecto? ¿Había eyaculado de
esa manera? ¿Podía un hombre eyacular de esa manera? Ahora que Catherine
sabía que las mujeres, al igual que los hombres, podían alcanzar un climax sexual,
pensaba que tal vez eso fuera posible.

Intentaba no mirar fijo el miembro masculino de Thomas mientras se


sumergía en la piscina, pero tampoco parecía poder apartar la mirada. Por
supuesto, no tenía proporciones tan generosas como el del sátiro; se parecía más
a los penes de los hombres del libro de grabados lascivos que había visto en la
cueva. La principal diferencia era que no estaba erecto —o más bien,
completamente erecto—, por lo que en realidad estaba más distendido de lo que
hubiera esperado.

Podía ver que al menos estaba un poco excitado. Saber que ella le
había hecho eso, solo con quitarse la ropa y pedirle que se quitara la suya, le
daba una sensación de satisfacción que nunca había sentido.

Él se acomodó en un rincón con un poco de rigidez y le brindó una


pequeña sonrisa de incomodidad.

—Entonces...

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Ella se puso de pie y caminó hacia él con dificultad por el agua que le
llegaba a la cintura. Vio que su mirada de intenciones oscuras se movió desde su
rostro hasta sus pechos, y más abajo.

Despacio, con seriedad, él le dijo:

—Catherine, por favor, dime que no haces esto para burlarte de mí.

—Me conoces mejor que eso, Thomas.

—Sí, pero entonces... ¿por qué?

Se acercó a él, le tomó el rostro con las manos y lo besó. Él le


devolvió el beso, con fuerza, con las manos enredadas en su cabello, luego cogió
sus brazos y la apartó. Quedó inmóvil y dijo:

—Debo irme.

— ¿Por qué? ¿Porque me deseas?

La mirada que le devolvió le provocó escalofríos por la espalda.

—Sí —respondió.

—Me alegra —dijo ella—. Porque eso es lo que yo también deseo.

— ¿Significa que has cambiado de opinión sobre casarte conmigo?

—Pregúntamelo después —dijo ella mientras le envolvía los brazos


alrededor del cuello.

La cogió de la cintura para evitar que se apoyara contra él.

—Catherine... cariño. No podemos. No podría... hacerlo sin ofrecerte


un compromiso de matrimonio.

—Ya me has ofrecido eso.

—Y espero que lo aceptes. Por tu bien.

—Thomas, conozco las reglas tácitas. Si una dama está comprometida,


y la descubren en una... situación comprometida con su prometido, por lo
general, se la perdona... siempre que contraigan matrimonio en un intervalo

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decente. Pero no quiero que esto sea por reglas y costumbres y lo que es
apropiado y lo que no. Quiero que se trate de nosotros. Solo tú deseándome a
mí y yo a ti.

Con las manos tensas alrededor de su cintura, él dijo:

—Lo que más deseo es casarme contigo. Si dices que no...

—Lo que digo —susurró ella mientras le acariciaba el rostro— es que


deberás pedírmelo después.

—Pero...

—Thomas, te amo. Solo quiero...

— ¿Me amas? —parecía pasmado, encantado.

—Profunda, loca y completamente. Así que si por favor dejaras de


preocuparte por lo que es correcto y lo que...

La acercó hacia él de un tirón y la sujetó en sus brazos. La besó de


una manera tan apasionada que sintió como si su corazón fuera a explotar de
euforia pura. Sentía sus manos incansables por todas partes, en su garganta, su
espalda, sus pechos, su trasero —y con más suavidad, en su sexo, al que
acariciaba con un toque lento y hábil mientras su erección se elevaba entre ellos.

Con curiosidad, ella se estiró hacia abajo y deslizó la yema de los


dedos con mucha suavidad por el miembro rígido, que era mucho más suave de
lo que hubiera pensado, con una red de venas fibrosas debajo de la piel tensa.

—Oh, Dios —susurraba mientras ella llevaba a acabo un examen


riguroso de su anatomía masculina: el glande satinado con su diminuta abertura,
el saco escrotal pesado. Su respiración se aceleraba mientras lo acariciaba y
exploraba; sus caderas se flexionaban—. Será mejor que te detengas — sugirió—.
O esto acabará muy pronto.

Thomas se sentó en el banco sumergido y la levantó de la cintura


para sentarla a horcajadas sobre él. La sujetaba contra él y la besaba con
intensidad, su lengua jugueteaba con la suya de una manera que le parecía

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increíblemente excitante. Mareada por el deseo, mecía sus caderas de manera


natural. Su sexo se volvía resbaladizo al frotarlo contra el de él. Los labios
externos se hinchaban abiertos anticipadamente.

Él empujaba con fuerza contra ella. Gemía en su boca y luego, se


detuvo abruptamente.

—Detente. Detente —le suplicó mientras la alejaba y los pulmones


subían y bajaban—. Estoy demasiado cerca. Estoy... Necesitamos...

—Aquí —elevándose sobre las rodillas, ella comenzó a posicionarse


para que entrara en su cuerpo.

—No, no... de esta manera no. Déjame llevarte adentro, a una cama
apropiada.

—Si te hubiera querido en una cama —dijo ella—, te habría engañado


para que vinieras a mi habitación en lugar de aquí.

Rió y sacudió la cabeza.

—Lo que sucede es que es tu primera vez y el agua se lleva... Tiende


a... volver las cosas un poco difíciles, en especial para la dama. No quiero eso
para ti.

—Está bien, entonces —se izó sobre el suelo de mármol del baño y se
sentó en el borde, con los pies dentro del agua—. ¿Qué tal así?

Él nadó hasta la esquina opuesta en dos brazadas para alcanzar las


toallas. Extendió una detrás de ella y la otra la enrolló en una almohada. La
recostó contra la espalda y se arrodilló sobre el banco, entre sus piernas.

—Debes decirme si te duele —le dijo mientras se acomodaba y con la


otra mano sostenía su cadera para sujetarla.

Hubo algún tipo de molestia cuando empujó dentro de ella, en parte


porque aún estaba lastimada por la experiencia de la cueva, pero en su mayor
parte, lo que sentía era un placer indescriptible por estar unida a ese hombre
que conocía desde hacía tanto tiempo, pero que nunca había conocido en verdad

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hasta ese momento. Él se sentía tan caliente y firme y muy dentro de ella, tan
completamente perfecto.

Apoyó las manos en el suelo a ambos lados de ella y se inclinó para


darle un beso tierno. Con la barba crecida y desnudo, con el cabello despeinado
cayéndole por la frente, se veía tan increíblemente viril que apenas podía creer
haberlo rechazado de la manera en que lo había hecho.

— ¿Estás bien? —le preguntó él.

—Estoy de maravilla —suspiró ella—. Esto es una maravilla.

—Es increíble —dijo mientras comenzaba a moverse dentro de ella.


Sus presiones eran hipnóticamente lentas, deliciosamente profundas—. Eres tan
hermosa, Catherine. He deseado esto tanto tiempo... No puedo decirte cuántas
noches he soñado con esto.

Thomas la tomó en sus brazos y la sentó. Luego, ahuecó una mano en


uno de sus pechos y llevó el pezón dentro del calor de su boca. La hizo gemir
sorprendida por el goce. Le dio placer de ese modo, usando sus labios y su
lengua hábiles —e incluso, de vez en cuando, el filo de los dientes— hasta que
gimió de éxtasis. Se abrazaban con fuerza mientras se retorcían al unísono, con
las piernas de ella alrededor de sus caderas. Era como si fueran un solo ser
absorbido por el delirio del placer.

Se agarró del cabello de él. La respiración se aceleraba más y más


mientras se acercaba el orgasmo. Presionó la región lumbar de ella y se
inmovilizó contra su cuerpo de una manera que provocó que estallara como un
trueno. La sostuvo en el último temblor estremecedor. Le susurraba palabras
cariñosas al oído, y luego se apartó de ella y la apretó contra él. Gemía con voz
ronca mientras el fluido cálido latía entre ellos.

—Lo siento —jadeó él, mientras le acariciaba el cabello y la espalda


con una mano temblorosa—. Yo solo... no quiero que tengas problemas y no
tengo ningún...

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—Lo entiendo. Gracias.

Humedeció la toalla enrollada y la utilizó para limpiarlos. Luego se


hundieron más profundo en el agua, se abrazaron, se besaron y susurraron, y se
besaron un poco más.

—Espera aquí —ella salió de la piscina de un salto y cruzó hasta el


pequeño montículo de prendas de él sobre la silla de hierro.

— ¿Qué haces?

—Necesito ponerme algo —dijo ella, mientras revolvía las cosas.

—Un poco tarde para sentir pudor, diría, pero si quieres mi camisa, es
tuya.

—No quiero tu camisa —dijo mientras volvía con él a la piscina. Le


mostró el dedo anular de la mano izquierda, en la que tenía el anillo de
compromiso de diamantes y esmeraldas que él le había dicho que guardaría en el
bolsillo durante un año, y anunció:

—Quiero esto. Si... si aún quieres que yo...

Thomas la acalló con un beso que continuó por un instante muy, muy
prolongado.

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Temprano, a la mañana siguiente

Íñigo miraba desde detrás de un roble al borde del bosque que


rodeaba el nemeton mientras Elijah Wheeler, a quien había seguido desde el
castillo, entraba en el claro desde el sendero con un zurrón de cuero.

Apoyó el zurrón sobre el altar, lo desabrochó y sacó el Pergamino


Sagrado en su envoltura de cuero. Lo observó por un momento y pensativo, pasó
la mano por el cuero para luego quitar el disco de Lugus, devolver el pergamino
a su legítimo lugar y volver a insertar el disco.

Miró el zurrón algunos largos minutos y luego sacó dos libretas, las
dos en las que él y Thomas habían copiado el contenido del pergamino la noche
anterior. También sacó algo más: una caja de cerillas.

Se agachó sobre el abandonado hoyo para el fuego, arrancó todas


las hojas de las libretas y las arrugó, incluidas las tapas, las apiló y encendió una
cerilla sobre ellas. Cuidó del fuego —volvió a encenderlo un par de veces,
avivándolo con una ramita— hasta que todo lo que quedó fue un montoncito de
cenizas grises.

Durante largo rato, se quedó de pie ante los restos de su preciada


transcripción contemplándolos con seriedad. Y luego, de manera tan solemne
como si recitara una plegaria, dijo:

—Y así Brantigern Anextlomarus registró la tradición popular de su


gente, no para los ojos de los romanos, ni para los ojos de cualquier hombre,
sino dibu e debu: solo para los dioses y las diosas. Los secretos de los vernaes
siempre han sido protegidos de aquellos que destruirían a sus dioses y se
burlarían de sus verdades. Que así permanezca por siempre.

Wheeler levantó la mirada y vio a Darius, en su encarnación felina, que


lo observaba desde un rincón soleado en el claro.

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—Buenos días, Darius, y adiós —saludó Wheeler con una reverencia


respetuosa—. Que vivas en paz y soledad.

Darius asintió con la cabeza para agradecer la reverencia y le dio a


Wheeler un maullido de agradecimiento.

Wheeler levantó el zurrón y volvió al sendero, sonriendo.

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Un demonio de carne y piedra

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Capítulo 1

Octubre, 52 a. C.

B ran despertó con un gemido de terror en los labios, temblando y sudoroso.


Las imágenes de un sueño ardían en su imaginación: un águila moría
aplastada bajo las ruedas de un carro romano y sus dos polluelos cojeaban con
las alas arrancadas, chorreando sangre. Cerca de allí, un viejo roble majestuoso
rodeado de una doble fila de empalizadas se prendía fuego.

Apartó la piel de oso bajo la que dormía, se levantó del lecho, cogió la
túnica y los pantalones de la percha y se vistió con rapidez —o tan rápido como
pudo, habiendo nacido con una sola mano. La casa estaba en silencio y vacía esa
mañana, o más bien las casas, ya que el hogar de la familia de Bran se había
convertido con el tiempo en un grupo de chozas redondas de piedra con tejados
cónicos de paja conectados por corredores. Era la morada más grande de la
aldea. El padre de Bran, Tintigern Dovatigerni, era el jefe supremo de los vernaes,
y su abuelo materno, Artaros Biraci, su venerado druida.

Mientras Bran crecía, la casa y las dependencias —algunas cercanas y


otras, como el establo, el almacén, el depósito de granos y la colmena, en las
afueras de la aldea— se llenaban de día y de noche con la llegada y la partida
de la familia de Bran y los diversos vassi que se ocupaban de sus necesidades.
Pero ahora sus hermanas estaban casadas, tenían sus propios hogares, y su padre
y sus dos hermanos mayores se habían marchado hacía algunas semanas para
luchar junto al gran Vercingétorix en la ciudad sitiada de Alesia al norte, la última
esperanza verdadera de los Celtæ para oponerse a los invasores romanos. Bran

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les había rogado ir con ellos, pero su vocación druida —había sido aprendiz de
su abuelo Artaros desde que había nacido— y la mano que le faltaba conspiraron
para que se quedara en casa.

En una raza de gigantes de cabellos rubios y rojizos, el hecho de


haber nacido no solo deforme, sino extrañamente oscuro y de estatura modesta
en comparación, no ayudaba. Hubo rumores, después de su nacimiento, de que
no lo habría engendrado Tintigern, sino algún extranjero durante una excursión
comercial de sus padres a Narbonensis, la colonia romana en la frontera del sur
de Céltica. La madre de Brantigern, Vlatucia, había silenciado ese rumor cortando
la lengua de la mujer que había tenido la mala idea de comenzarlo. Desde
entonces, nadie volvió a decir nada.

Ahora solo estaban Bran, Artaros y Vlatucia en la casa, por lo que se


encontraba bastante tranquila todo el tiempo, pero en general no tan silenciosa
por la mañana temprano. Después de echar un vistazo en la choza principal y en
las de su madre y su abuelo, y no encontrar a nadie, salió e ingresó en la choza
de la cocina.

—Bran —la vassa Adiega levantó la vista de la manteca que revolvía


para brindarle una de esas grandes y dulces sonrisas que eran como rayos de sol
que le entibiaban el alma. Sus ojos eran del claro azul brillante de un cielo sin
nubes, y tenía el cabello iluminado por mechas de oro. Incluso con las trenzas
atadas hacia atrás con una tira de trapo y con el viejo vestido de parches con el
que cocinaba y limpiaba, era la criatura más radiante que Bran había visto.

—Buenos día, Bran —saludó la hermana viuda de Adiega, Paullia,


mientras revolvía una olla de gachas de avena sobre la chimenea central—.
¿Tienes hambre? —se inclinó sobre la olla para exhibir su busto prominente por
el escote de su vestido colorado. Era tan voluptuosa como Adiega esbelta. Le
echó una sonrisa picara—. ¿Ves algo que te agrade?

—Sí — tomó a Adiega de la mano y la llevó al exterior traspasando la


puerta abierta, y a la vista de los aldeanos que pasaban la abrazó. Sin que se lo

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pidiera, Paullia se movió al lado opuesto de la chimenea para poder ver por la
entrada. Era el mejor lugar para estar atenta a los ojos entrometidos. Si Vlatucia
supiera lo de Bran y Adiega, quién sabe qué castigo merecido exigiría.

—Estás temblando, mi amor —susurró Adiega cuando se abrazaron.

Le refirió su sueño.

— ¿Qué puede significar? —le preguntó ella.

—Solo cosas malas —le respondió con seriedad—. El roble es Vernem,


o tal vez incluso toda Céltica, y las empalizadas son como las que los romanos
construyeron alrededor de Alesia para mantener a las fuerzas de relevo Celticum
en la bahía.

— ¿Y el águila? —quiso saber ella—. ¿Y los dos polluelos?

—No estoy seguro —mintió. Era reacio siquiera a pensar en las


consecuencias, mucho menos a decirlas.

— ¿Has tenido también el otro sueño? ¿El del demonio del norte?

—Lo tengo todas las noches. Se acerca.

— ¿Crees que en verdad está allí afuera en algún lugar, en el bosque?

—Lo sé —dijo Bran, aunque en ese momento, un demonio errante que


parecía satisfecho con mantener su distancia de la aldea era lo que menos le
preocupaba—. Adiega, ¿has visto a mi madre y a mi abuelo esta mañana?

Asintió con la cabeza y dijo:

—Vino un mensajero y corrieron hacia un carro que entraba en el


valle por la calle del norte.

— ¿Corrieron?—Vlatucia nunca corría: carecía de dignidad. Y Artaros


era viejo y estaba casi ciego. Bran se dirigió hasta la entrada para mirar de cerca
la calle, a cierta distancia. Vio que el carro estaba quieto, y el conductor estaba
inclinado sobre el asiento. Había dos figuras altas de pie cerca de allí, con una
silueta más pequeña, la del lobo gris de Artaros, Frontu, que paseaba de un

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lado a otro. Había un par de caballos enganchados al carro, y otros tres atados
atrás.

Bran agudizaba su audición, separaba la cacofonía matutina del


pueblo: cabras que balaban, gansos graznando, niños que se reían a carcajadas,
el pequeño perro gordo de Vectito Donati que lanzaba alaridos de alegría y
ladraba, el clac, clac, clac de un telar, los golpes resonantes del martillo del
herrero Brude... Todos esos sonidos se filtraban en sus oídos mientras se
concentraba en la conversación que tenían junto al carro.

—Sé que solo tiene diecinueve —decía Artaros—, pero siempre ha


sido un chaval astuto y sabio para su edad, con mucha fuerza.

— ¿Qué dicen? —preguntó Adiega mientras echaba una miradita


desde la entrada.

—Creo que hablan de mí.

—Déjame escuchar —dijo ella.

Bran hizo un gesto con la mano en dirección al carro y murmuró:

—Uediju rowero gutu.

Y de repente la voz de Vlatucia se oyó como si estuviera parada


delante de ellos.

— ¿Fuerte? Es el más pequeño de la camada y un lisiado para eso.


Debí haberlo ahogado cuando nació.

—Diablos —comentó Paullia entre dientes. Sonaba atemorizada y


horrorizada por la crueldad de Vlatucia.

De repente, Bran se lamentó por haber hecho que las hermanas se


enteraran de esa conversación en particular, sobre todo por su amada Adiega.

—Bran es tu hijo —decía Artaros con dureza.

—Es una vergüenza.

Adiega se estiró para apretar la mano de Bran.

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—Tiene dones poderosos —decía Artaros—. Como nunca he visto.

—Pero no la clase de dones que contribuyen para ser un líder eficaz.


Branogenas es débil, padre, y lo sabes bien, débil no solo de cuerpo, sino
también de espíritu. No está preparado para liderar a los vernæs, en especial en
época de guerra. Es a sus hermanos a quienes se los entrenó para ese papel, no a
él. Su papel es servir a los dioses, proporcionar ayuda a los ancianos y predecir el
futuro. Algún día será nuestro druida, no nuestro jefe.

—Pero los destinos han cambiado por completo —señalaba el


anciano—. Tu esposo y tus dos hijos mayores han muerto, Vlatucia, y ahora es
Bran quien debe usar el torka dorado.

Bran se apoyó contra el alféizar de la puerta y cerró los ojos. Sabía,


desde el momento en que había despertado, lo que significaba ese sueño; solo
que no quería admitirlo.

—Bran, lo siento —dijo Adiega mientras lo abrazaba por detrás—. Lo


siento.

—Debo ir a hablar con ellos.

La madre de Bran lo observaba acercarse al carro. Luego, continuó con


la letanía sobre sus deficiencias. Vlatucia matir Saveras era alta, incluso para ser
una mujer Celticum, con una vista de pájaro, aguda y alerta. Por todo lo dicho,
alguna vez fue la mujer más hermosa de su clan, pero en los últimos años, su
rostro había comenzado a derrumbarse desde adentro, como una manzana
podrida que se arruga alrededor del pequeño orificio hecho por un gusano.
Estaba vestida, como siempre, con un vestido con el dobladillo corto que
dejaban ver un par de pantalones escoceses de hombre, una daga y una argolla
que sujetaba unas grandes llaves de hierro que colgaban del cinto. Su larga
melena era de cabello basto y rizado —gris hierro con algunos mechones de
cobre que aún le quedaban—, que llevaba suelto excepto por dos trenzas
enhebradas con cuentas doradas.

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El viejo y barbudo Artaros, apoyado sobre su bastón de roble nudoso,


con los ojos tan misteriosamente pálidos como los de Frontu por la película que
los empañaba, palmeaba el hombro de Bran.

Había tres cadáveres en la parte trasera del carro, cada uno oculto
bajo una manta empapada en sangre, salvo por las botas que estaban cubiertas
de una capa de barro. Había un casco de hierro sobre el pecho de cada uno de
los cuerpos. Bran reconoció que el que estaba en el medio pertenecía a Tintigern
por los colmillos de verraco.

—Quiero ver a mi padre —dijo Bran.

—No tienes estómago para eso —respondió Vlatucia.

Artaros quitó la manta.

El aire llenó los pulmones de Bran. El rostro de Tintigern estaba


amoratado e hinchado, con una profunda herida en el lugar en que había estado
su ojo derecho; tenía la boca abierta y su otro ojo medio cerrado. La sangre
coagulada le había endurecido el tupido bigote y la magnífica cabeza de cabello
canoso, encerado con agua de cal y peinado hacia atrás para dejar al descubierto
las pequeñas argollas de oro que perforaban sus orejas. Alrededor del cuello,
medio escondido debajo de una lanuda capa de vellón teñida de color carmesí,
llevaba el torka dorado que lo identificaba como el jefe de su clan.

—Mira, se ha vuelto blanco como la leche —le dijo Vlatucia a Artaros


con una pequeña sonrisa sarcástica.

Bran reunió toda su fuerza de voluntad y quitó con brusquedad las


mantas de los otros dos cuerpos solo para descubrir que no eran sus hermanos,
sino otros hombres de la aldea que habían acompañado a Tintigern y sus hijos a
Alesia.

— ¿Y mis hermanos? —preguntó.

—No tienes hermanos —respondió su madre.

Artaros dijo:

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—Dovatucas y Narlos se rindieron y los soldados romanos los tomaron


como sus esclavos personales.

—Mis propios hijos —dijo Vlatucia, con el rostro retorcido de


indignación—. Debieron haberse cortado sus propios cuellos antes de permitir
que los cogieran prisioneros. Su subyugación solo hace que nuestra derrota sea
más vergonzosa.

Nuestra derrota. Entonces... los romanos habían vencido a las fuerzas


de Vercingétorix y tomado Alesia. Bran se imaginaba el roble en llamas de su
sueño y se preguntaba cuánto tiempo tenían — ¿semanas?, ¿meses?— antes de
que los soldados romanos entraran en su pequeño valle.

Vlatucia se apoyó contra el costado del carro para arrancar el torka


manchado de sangre del cuello de su difunto esposo y lo colocó alrededor del
suyo.

—Ese torka le pertenece a Bran —dijo Artaros.

—No tiene derecho a usarlo —replicó ella, como si él no estuviera allí


de pie—. Todavía no, de todas maneras... quizás nunca.

—Eso lo deciden los ancianos —dijo Artaros.

—Los ancianos seguirán mi liderazgo —dijo ella. Sobre eso, Bran no


tenía muchas dudas; todos se sentían completamente intimidados por ella—.
Cuando a Branogenas le crezcan los cojones, y el sentido del deber, podrá usar
este torka.

—Ya no es Branogenas —dijo Artaros—. Es Brantigern, jefe de los


vernæs.

Vlatucia rió de manera despectiva.

— ¿No he demostrado ser un hijo obediente? —preguntó Bran, en


una extraña demostración de audacia. Hacía mucho tiempo había aprendido que
no valía la pena enfrentarse cara a cara con su madre.

—Si en verdad conocieras tu deber, Branogenas —dijo ella—, y

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quisieras aceptarlo, te hubieras casado con Briaga mucho antes que esto.

El conductor del carro, hermano de Adiega, Sedna, miró desde


Vlatucia hasta Bran y luego, apartó la mirada.

—Si fueras un hombre —continuó Vlatucia— y no un niño egoísta, ella


ya estaría embarazada y yo no tendría que preocuparme tanto por nuestro
linaje druida. Está extinguiéndose, ¿o es que no te has dado cuenta?

No quedaban más que otros trece miembros del clan que compartían
el cada vez más extraño don de Bran de hacer hechizos y clarividencia, aunque
sus poderes eran, al igual que los de los padres de Bran, mucho más débiles que
los de él, y no estaban desarrollados a través de la formación druida. Para formar
a los niños con dones druidas, era necesario que ambos padres, no uno solo,
fueran dotados. Sin embargo una gran cantidad de hombres dotados habían
muerto en estos últimos años en la lucha contra los romanos. Dos de los
preciados trece, un niño y una niña, eran pequeños con madres viudas. El resto,
las dos hermanas embarazadas de Bran y otras ocho, eran mujeres que habían
contraído matrimonio con hombres que no tenían dones. Eso dejaba a Briaga
matir Primius, quien no solo era dotada sino también de alta cuna uxella, como la
elección natural para ser la esposa de Bran, la única elección si es que, como
siempre le recordaba su madre, quería asegurar la descendencia druida.

Por más que Bran odiara admitirlo, tenía razón. Por el bien del linaje
druida de su clan, en verdad debería contraer matrimonio con Briaga. Si no
estuviera tan enamorado de la tan poco culta y sin dotes de Adiega, ya habría
sucumbido ante la presión incesante de su madre y le habría pedido a Briaga que
fuera su esposa, aunque no le interesara. No obstante Adiega, que con rapidez
había pasado de ser su compañera de juegos de la niñez a la mujer que amaba
con todo su corazón, era la mitad de su alma. La idea de abandonarla por la
presumida y superficial Briaga, era impensable.

—Si tus hijos no son niños o niñas druidas —dijo Vlatucia—, si no


nacen con tus dones, entonces serás el último de una línea de druidas vernæs

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que hace siglos que comenzó. ¿Es eso lo que realmente quieres?

—Lo que en verdad quiero —dijo Bran con cansancio—, es hacer el


duelo de mi padre en paz, sin tener que discutir contigo sobre con quién voy a
contraer matrimonio.

—Adelante. Revuélcate en tu tristeza —dijo Vlatucia—. No tengo


tiempo para eso. Los romanos avanzan sobre nosotros incluso mientras hablamos.
Debo hacer planes para el futuro de nuestro clan. Tu padre hubiera sido el
primero en entender eso.

—Debemos hacer planes —dijo Artaros—. Tintigern nunca actuó sin mi


consejo ni el de los ancianos y tampoco lo harás tú. Mañana enterraremos a
nuestro jefe y sus compañeros caídos. Luego, tú, yo y los ancianos nos
reuniremos en un consejo en el nemeton y decidiremos qué hacer para
protegernos contra los romanos.

Vlatucia lo admitió con un pequeño movimiento de amargura de su


cabeza. Se dirigió a Bran diciéndole:

—Encárgate de preparar el funeral. Tintigern será enterrado con sus


mejores posesiones. Su espada y su casco, por supuesto. Su bolso, la navaja de
afeitar, las dagas... su cuerno de beber preferido, el que tiene plata. Haz que
Adiega y Paullia lo laven y lo vistan con sus prendas más finas, con sus torkas de
oro y el broche esmaltado de su capa. Asegúrate de que le arreglen el cabello de
la manera en que lo llevaba cuando batallaba. Y diles que recojan tantas flores
como puedan de los campos y el bosque. Ah, y no las pierdas de vista. No
permitas que roben los torkas y el broche de la capa.

Se dio media vuelta y se marchó sin mucho más que una mirada hacia
atrás a su esposo.

Artaros le dijo a Sedna que llevara los cuerpos al nemeton y los


caballos y el carro al establo de la familia, y luego él y Bran comenzaron el
camino de regreso a la aldea mientras Frontu corría junto al viejo druida.

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— ¿Has tenido ese sueño otra vez? —le preguntó Artaros—. El del
demonio del...

—Todas las noches —respondió Bran.

— ¿Aún no estás seguro del sexo?

—Es un hombre, creo. Pero de vez en cuando, aún me parece una


mujer.

Artaros asentía con aire meditabundo.

— ¿Cómo de lejos está ahora?

—Ocho o diez luegae, no mucho más que eso.

Artaros detuvo su andar.

— ¿Tan cerca?

—No me preocuparía —dijo Bran—. No parece interesado en venir


aquí. En realidad, todo lo contrario.

El anciano asintió otra vez y luego continuó su camino.

—Entonces, tendremos que atraparlo.

— ¿Cómo?

—Te lo explicaré cuando nos reunamos con los ancianos mañana por
la noche.

— ¿Nos reunamos? ¿Te imaginas la furia de mi madre si aparezco en


el consejo de ancianos?

—Puede que sea ya mayor para darle una azotaina, pero a menudo
me tienta, aunque pueden desautorizarla. Aún ejerzo bastante autoridad sobre
los ancianos.

—Perdóname, abuelo, pero creo que es prudente decir que Vlatucia

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ejerce más, aunque a través del miedo. Gamicu Ivagenti aún está fresco en su
recuerdo.

Poco después de que el padre de Bran partiera a Alesia a principios


del mes anterior, Gamicu, uno de los ancianos, se había atrevido a cuestionar la
insistencia de Vlatucia en actuar como jefe en ausencia de su esposo. Una
noche, tres gamberros germanis que Vlatucia había contratado para cumplir
sus órdenes, lo arrebataron de su hogar. Aunque vivían en el bosque en algún
lugar cercano, no eran de la aldea propiamente dicha. A la mañana siguiente, uno
de los aldeanos que iba camino a hacer algunos negocios a la aldea vecina
encontró los restos carbonizados de Gamicu en un campo. Lo habían encerrado
en una efigie de mimbre con forma de hombre y lo quemaron hasta morir.

—Nunca me admitirán en ese consejo —dijo Bran—. Ella ordenará que


me vaya y no hay nadie en la aldea, incluido tú, que se atreva a enfrentarla por
eso.

Artaros sonrió.

—Se me ocurre alguien.

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Capítulo 2

-¿Q uéancianos
hace él aquí? —exigió saber Vlatucia la noche siguiente mientras los
vernæs, todos miembros longevos de la clase uxelli, se reunían
alrededor del fuego del nemeton. Aún llevaba el torka dorado; Bran no se habría
sorprendido de que hubiese dormido con él.

Artaros, de pie detrás del altar con Bran a un lado y Frontu al otro,
dijo:

—Branogenas es un uelis, un vidente dotado. Algún día ocupará su


lugar como druida de nuestro clan. Es hora de que aprenda cómo se toman las
decisiones importantes entre nuestra gente.

Vlatucia miró fijamente a Bran con su mirada más maligna.

—Vete —le ordenó.

Un gato gris saltó al altar y provocó una oleada de murmullos y


saludos por parte de los ancianos. Frontu se paró con sus patas delanteras sobre
el borde del altar para gruñirle al intruso, quien le bufaba.

—Abajo, Frontu —le ordenó Artaros, después de lo cual el lobo se


sentó con los ojos plateados fijos en el gato. Ignorándolo con despreocupación
felina, Darius se acomodó justo delante de Bran y miró con fijeza a Vlatucia,
como si la retara a desafiarlo; siempre había estado orgulloso de Bran.

Ella apartó la miradla y se sonrojó de manera acalorada, de un modo


en que solo las mujeres pelirrojas pueden hacerlo. Levantó el mentón y se dirigió
a la asamblea de ancianos.

—Alesia fue una derrota trágica para los vernaes; para nuestra tribu
madre, los Averni; en realidad, para toda Céltica. Nuestros días de autonomía

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están contados. Los romanos han estado invadiendo nuestras aldeas, han
ejecutado a los jefes y vendido a la gente como esclavos, un destino incalificable.
Nuestra única esperanza es hacer lo que hacen nuestros hermanos y hermanas de
otros lugares: marcharnos de aquí antes de que lleguen los romanos.

— ¿Marcharnos a dónde? —preguntó Guthor Totavali.

—A cualquier lugar en el que podamos ser nuestros propios amos y


venerar a nuestros propios dioses y diosas.

— ¿Y Darius? —preguntó Bran. Darius, su dios de fuego de una tierra


muy lejana había hecho de su cueva encantada su hogar por siglos. Era la
responsabilidad sagrada de los vernaes mantenerlo escondido y protegido, ya que
el mundo estaba lleno de tontos que no entendían nada acerca de su clase,
excepto la manera de destruirlos.

Vlatucia miró a Bran con furia por haber hablado. Él evitó su mirada,
pero Darius le devolvió la mirada furiosa.

—Bran tiene razón —dijo Artaros—. Primero debemos pensar en


Darius. Vivimos para servirlo a él, no a nosotros mismos. No podría viajar con
nosotros. Es demasiado arriesgado. Chocaría con la gente constantemente, y
tarde o temprano, lo reconocerían por lo que es. Por otro lado, odio imaginar
qué sucedería si dejáramos Vernem y lo abandonáramos ante quien sea que se
establezca aquí después de marcharnos. Incluso la mayoría de los Celtas ha
perdido el contacto con las viejas costumbres, las viejas creencias y prácticas,
debido al contacto con los terrenales romanos y griegos. Las personas están
perdiendo el respeto por la magia y por las deidades que viven entre nosotros.
Creen que solo hay un mundo, el que pueden ver, y cada vez están más
decididos a ser los amos de ese mundo. Algunos de ellos —agregó con una
mirada de reojo hacia Vlatucia, quien le echó una mirada desdeñosa— no quieren
dioses ni demonios que se entrometan en su manera de ejercer el poder, por lo
que fingen que no son reales. Si todos huimos de los romanos, ¿en qué lugar
dejaría eso a un dios como Darius, cuya propia existencia depende no solo de la

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soledad de nuestra cueva, sino también de ciertos hechizos druidas para


custodiarlo?

—Me quedaré aquí cuando vengan los romanos — dijo Bran.

Darius se dio la vuelta para mirarlo, como lo hicieron Artaros y


Vlatucia. Todos los ancianos comenzaron a hablar a la vez.

Artaros levantó una mano para pedir silencio y dijo:

—Me quedaré. Este es mi lugar.

Bran negaba con la cabeza.

—Debes marcharte con el resto de los aldeanos, abuelo. Sé que solo


soy un uelis, pero puedes enseñarme lo que debo saber antes de que vengan los
romanos. Odiaría que con tu avanzada edad tuvieras que soportar los rigores de
la esclavitud bajo los romanos, y los vernaes necesitan de tus habilidades druidas.

—Además —le dijo Vlatucia a su padre—, Darius necesita un druida


joven, uno que no muera en un año o dos.

—Gracias por destacar eso, hija —dijo Artaros con ironía.

—Y Bran puede engendrar descendencia druida para asegurar que


continúe la custodia de Darius —dijo Vlatucia, y agregó de manera intencional—,
siempre que acceda a contraer matrimonio con Briaga matir Primus antes de que
nos marchemos para que ella pueda quedarse con él.

— ¿Briaga debe quedarse y que la esclavicen? —exclamó su padre.

—No, por supuesto que no —dijo Bran. Se imaginaba a Briaga como


había aparecido más temprano aquel día en el funeral de su padre, con un
vestido de seda multicolor con el rostro maquillado con intensidad, las uñas
pintadas de un rojo baya y un bolso bordado con cuentas que colgaba de su
muñeca. Rió y murmuró con sus amigas durante todo el rito solemne.

—Por supuesto que Briaga debe quedarse —dijo Vlatucia—. Todos


debemos hacer sacrificios por el dios del clan, Brennus.

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—S-sí, pero...

—Yo estoy dispuesta a dejar a Bran, ¿no es cierto? — preguntó ella,


ante lo que su padre respondió con un pequeño bufido desdeñoso. Sabía muy
bien el sacrificio que eso significaba para ella.

—Pero si acabas como esclavo —le preguntó Tolagenas Rodani a


Bran—, ¿aún podrás proteger a Darius? ¿Tendrás la libertad para poder hacerlo?
¿Y si los romanos te venden a algún soldado de regreso a su tierra natal?

—Le enseñaré algunos hechizos para evitar que eso suceda —dijo
Artaros, y agregó, hacia Bran—. Sin embargo, no me agrada la idea de que tú y
Briaga os quedéis aquí solos. Sus hijos necesitarán otros vernæs, sin parentesco,
con vosotros, niños con dones druidas con quien puedan contraer matrimonio
para poder perpetuar el linaje druida.

Vlatucia dijo:

—No tenemos más que dos niños dotados en el clan, Sergonas Rodani
y Lasrina matir Temari. Los dejaremos.

Los abuelos de los dos niños accedieron de mala gana.

—Hay que animar a las madres para que se queden con ellos —dijo
Artaros—. Y puede haber otros que quieran quedarse, pero deben hacerlo por su
propia elección. No se presionará a ningún vassi. Bran actuará como ambas
cosas, druida y jefe, pero en secreto. De otra manera, los romanos lo matarán.

—Entonces está decidido —dijo Vlatucia—. Padre, debes llevar a cabo


el rito del matrimonio entre Bran y Briaga a primera hora de la mañana.

— ¿Tan pronto? —preguntó Bran. El pánico le aceleró el corazón al


pensar en Adiega. Sin duda, si revisara el problema con detenimiento, podría
pensar la manera de convertirla en su esposa y tenerla junto a él.

—No necesitamos apresurar la boda si Bran prefiere esperar —dijo


Artaros—. ¿Existe algún modo de saber cuándo llegarán los romanos?

—Tengo exploradores que nos advertirán cuando comiencen a

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avanzar sobre Vernem —dijo Vlatucia—. Pero creo que estarán aquí para la
Temporada Fría. Eso nos dará tiempo para dejar nuestros hogares y prepararnos
para el viaje. Mientras tanto, hemos discutido todo lo que había que discutir esta
noche, por lo que declaro este consejo...

—En realidad hay otra cuestión que no hemos abordado —dijo


Artaros—. Hemos resuelto las cuestiones sobre quién se quedará y cómo
asegurar el linaje druida aquí en Vernem, pero, ¿qué hay de los vernæs que se
marcharán para establecerse en otro lugar? Sin los pequeños Sergonas y Lasrina,
y sin parejas casadas en las que ambos sean dotados, no habrá nadie que nos
sirva como druida después de que yo muera.

Esa observación fue recibida con un absoluto silencio.

—Hay una manera —dijo Artaros.

Todas las miradas giraron hacia él.

—Branogenas detectó la presencia, no muy lejos de aquí, de un... ser


que no es humano que viaja hacia el sur, a través de los bosques profundos.

— ¿Un dios? —preguntó Vlatucia.

—No precisamente —contestó Artaros con evasivas—. Es... bueno, por


lo que puedo conjeturar basado en los sueños de Bran, es más parecido a un
elfo proveniente de algún lugar lejano al norte de aquí.

— ¿Benigno o demoníaco? —preguntó Tolagnas.

—Es difícil de decir.

— ¿Por qué no me informaron sobre esto? —exigió saber Vlatucia.

—Esperé hasta que tuviéramos la información suficiente como para


actuar —respondió su padre.

—La presencia de un posible demonio tan cerca de Vernem, en


especial en un momento tan vulnerable para nosotros, es una cuestión sobre la
que debíais haberme consultado mucho antes. Debemos hacer lo que sea
necesario para mantenerlo lo más lejos posible de Vernem.

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—En realidad —dijo Artaros—, debemos hacer que se acerque más —


esperó a que el alboroto se calmara y luego agregó—: A menos que esté muy
confundido, y no lo creo, este elfo en particular es del tipo de los que pueden
cambiar de hombre a mujer, y viceversa.

— ¿Es un dusios? —gritó Vlatucia—. Los dusiis son demonios,


violadores de mujeres. Todo el mundo lo sabe.

Por encima de los murmullos de acuerdo e indignación de los


ancianos, Artaros dijo:

—Pero no todos saben que después de que un dusios, en su forma


femenina, se acopla con un hombre, esa simiente vital del hombre se transforma.
Cuando se vuelve hombre otra vez, y se acopla con una mujer, cualquier niño que
pueda resultar de esa unión es bendecido con dones druidas.

Los ancianos quedaron en silencio mientras meditaban sobre las


consecuencias.

—Si podemos capturarlo... —comenzó Artaros.

—Y controlarlo —interpuso Vlatucia.

—Y controlarlo —continuó su padre—, entonces podemos utilizarlo


para engendrar descendencia dotada antes de que nos veamos obligados a
marcharnos de aquí; de esta manera, reabasteceremos nuestro linaje druida.

— ¿Y cómo propones llevar a cabo este... engendramiento? —


preguntó Vlatucia.

—Al acoplarse con tantas de nuestras parejas unidas en matrimonio


como sea posible —explicó—. Primero los hombres, luego las mujeres. Si todo
va bien, para el momento en que nos marchemos, algunas de las esposas ya
llevarán bebés en sus úteros: bebés de sus esposos, pero dotados.

—No estoy seguro de que me agrade la idea —dijo Guthor—. Que


acople a nuestros compañeros vernaes como ganado.

— ¿Te agrada la idea de partir sin druidas? —preguntó Vlatucia—. Lo

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haremos, pero...

—Si los ancianos están de acuerdo —dijo Artaros.

Se les consultó a los ancianos, uno por uno. Por supuesto, todos
accedieron al plan, incluso Guthor, quien probablemente imaginaba cómo se
sentiría que lo quemaran vivo en una efigie de mimbre.

—Mi único requisito —exigió Vlatucia—, es que este dusios debe


transferir el semen solo entre esposos uxelli. La esposa debe ser dotada y por
supuesto, sin niños. Si en verdad resultan niños dotados de estos apareamientos,
se los deberá criar para que sean druidas apropiados.

—Por supuesto —dijo Artaros—. El dusios viaja a pie, a través de


bosques tupidos y terrenos difíciles, y parece mantener una distancia prudente
con nosotros. Debemos atraerlo para que se acerque más si tenemos alguna
esperanza de capturarlo.

— ¿Tienes algún hechizo para hacerlo? —dijo Vlatucia.

—Mis hechizos por sí solos no son suficientes —confesó—. Necesitaré


un santuario para concentrarlos, y una figura de piedra que represente al mismo
dusios. Debe erigirse en la Cella, y con rapidez, en el término de medio mes o
menos, antes de que se aleje del ámbito de mis poderes.

—Haz que eso suceda —le ordenó Vlatucia a Bran—. Cualquier


hombre que pueda mover piedras y manejar un martillo y un cincel, debe
ayudar.

— ¿Qué sucederá una vez que lo atraigamos? —preguntó Bemmos


Modagni—. ¿Solo entrará a la aldea de manera espontánea?

—Este dusios no —dijo Bran—. Puedo sentir su resistencia hacia los


humanos, su temor hacia ellos. Tendremos que capturarlo de alguna manera.

—Le tenderemos una trampa —dijo Vlatucia—. Atrapamos verracos.


Podemos atrapar un elfo. Mientras tanto, no se lo mencionéis a nadie, ni siquiera
a vuestras esposas. No tenemos necesidad de alarmar a las personas contándoles

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que nos proponemos capturar un demonio.

— ¿Puedo hablar contigo, abuelo? —le preguntó Bran al concluir el


consejo mientras Vlatucia y los ancianos desfilaban por el sendero hacia la aldea y
Darius se marchaba hacia su cueva.

—Por supuesto.

— ¿En confianza?

— ¿Cuándo has tenido que preguntarme eso?

Bran respiró hondo y dijo:

—Quiero que me cases con Adiega.

Artaros lo miró de hito en hito.

— ¿Con la vassa?

—La amo, abuelo. Es...

—Oh, querido... —exclamó Artaros.

—Por favor, abuelo. No puedo contraer matrimonio con Briaga. Es...

—Ella es dotada. Adiega no lo es.

—Pero...

—Lo sé, hijo —dijo Artaros y apoyó una mano sobre el hombro de
Bran—. Alguna vez fui joven también. El amor es una fuerza poderosa. Pero
también lo es el deber.

—Te pareces a Vlatucia.

Con un suspiro, el anciano dijo:

—En esto, por desgracia, ella tiene toda la razón. Solo los druidas
pueden cuidar como se debe a un dios como Darius. Él vivirá mucho después de
que tú y Briaga seáis polvo, pero estará seguro porque vuestros hijos y los hijos
de vuestros hijos tendrán los dones necesarios para garantizar esa seguridad.

Bran miraba hacia fuera, al oscuro bosque de robles sagrados y

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primitivos mientras luchaba contra el impulso de llorar, impropio de un hombre.

—Sería una bofetada en el rostro de los dioses y de las diosas —dijo


Artaros— que permitieras que tus dones murieran contigo. Le dije a tu madre
que erais los más poderosos que había visto, y lo digo en serio. Mis poderes son
mucho más débiles. Me las ingenio con polvos, pociones y santuarios. Tú, hijo
mío, eres el más extraordinario de los druidas; un verdadero vidente. Susurras
algunas palabras y la magia aparece. Debes perpetuar ese poder. Debes contraer
matrimonio con Briaga y engendrar descendencia druida con ella. De esa manera,
siempre habrá druidas en Vernem, y Darius vivirá por siempre en paz y soledad.

Bran no se tenía confianza para responder, menos para romper en


llanto.

—Debu e dibu —dijo Artaros, señalando las palabras grabadas en el


altar—. A los dioses y diosas dedicamos nuestras vidas. Así ha sido siempre, y así
debe seguir siendo.

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Capítulo 3

A diega despertó con un pie enfundado en una bota hincándose en sus


costillas.

—Despierta, tú, slugo haragana. Tú también, Paullia.

¡Vlatucia!

Las hermanas salieron con rapidez de sus camastros en la choza de la


cocina. Entornaban la mirada hacia su señora en medio de la oscuridad, ya que
aún no había amanecido.

—Traed algo para comer... algo de pan y aguamiel servirá. Y algo de


jabón y paños, una navaja, un peine, unas tijeras grandes y dos mantas. Y una
cubeta. Traed todo a la Cella. Vamos —aplaudió dos veces y dejó la choza.

— ¿La Cella? —dijo Paullia con un tono de incredulidad.

La cueva era el lugar más sagrado del valle, incluso más que el
nemeton. Los únicos vassi que Adiega sabía que tenían permitida la entrada allí
eran aquellos, incluido su hermano Sedna, que habían pasado el último medio
mes construyendo el nuevo y extraño santuario de Artaros. Ella sabía el propósito.
Bran se lo había contado a pesar de que Vlatucia les había ordenado a él y a los
ancianos que fueran reservados. No tenían secretos, ella y Bran. Compartía todo
con ella, incluso la insistencia de su madre de que contrajera matrimonio con esa
coqueta, ratita presumida de Briaga.

Nunca sucederá, le aseguraba Bran una y otra vez. Encontraré la


manera de hacerte mi esposa. Moriría antes de pasar mi vida sin ti.

Su sinceridad era incuestionable, pero por supuesto, su madre se salía


con la suya. Algo que había aprendido Adiega de sus años bajo el techo de esa

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mujer era que Vlatucia obtenía lo que quería.

Siempre.

—Soy Lothar —dijo un tipo con aspecto de oso con una porra de
guardia, a la entrada de la Cella. Había otros dos agachados en el suelo de la
cueva. Amarraban unos postes altos y pesados a un panel plano. Los tres
hablaban la lengua céltica con marcado acento germani, por el que deducía que
eran los mismos hombres que habían raptado y quemado al pobre Gamicu
Ivagenti el mes anterior bajo las órdenes de Vlatucia—. Me dejaréis a mí la
comida. Le permitiré comer cuando terminéis con él.

— ¿Terminemos con quién? —preguntó Paullia, con los brazos


cargados de mantas y paños.

Lothar rió en una manera que puso a Adiega en alerta


instantáneamente. Se dio la vuelta y las acompañó por un pequeño puente
natural que cruzaba el arroyo de la cueva que corría a lo largo de la pared
delantera de la Cella. El santuario recién esculpido, una estatua de piedra que
llevaba un torkas de hierro y tenía un grabado, DVSIVǼ SVS, se encontraba
contra la pared posterior.

—Vlatucia dice que quiere que lo lavéis bien, le rasuréis el rostro y le


cortéis todo el cabello, por los bichos. Poned el cabello allí con su vestimenta y
yo lo quemaré —señaló el montón de trapos harapientos y pieles de animales en
el hoyo de fuego revestido en bronce.

— ¿De quién habla? —preguntó Adiega.

Él señaló hacia atrás. Ella se giró y se sobresaltó. La cubeta que llevaba


con los enseres de limpieza cayó estrepitosamente al suelo.

De pie, con el agua del arroyo hasta la pantorrilla y los brazos


estirados en lo alto de la cabeza con las manos atadas a un gancho de piedra,
había un hombre muy alto, muy sucio y muy, muy desnudo. Era delgado, pero

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con largos músculos fibrosos, como si comiera solo lo suficiente para mantenerse
activo. El cabello rubio oscuro le colgaba por debajo de los hombros en una
masa enredada con restos de hojas y ramillas incrustadas; la barba era casi igual
de larga y de repugnante. Tenía moretones por todo el cuerpo, una herida
profunda en la frente que apenas comenzaba a coagular, una abrasión grande y
horrenda en un hombro y algunas más pequeñas en las rodillas y los codos.

Miraba fijamente a Adiega y a Paullia, con los ojos azules pálidos y


luminosos contra su rostro mugriento. Dijo algo en voz baja y ronca. Utilizaba
palabras en un lenguaje gutural, que Adiega nunca antes había oído hablar.

—Habla el... No sé cómo lo llaman —dijo Lothar—. El spracha von


Norvegen. Ya sabéis. Del nord.

—Del norte —susurró Adiega mientras se agachaba para levantar los


utensilios que se le habían caído y volverlos a colocar en la cubeta.

—Por los dioses, Paullia, este... este hombre es... Bueno, no es un


hombre en absoluto. Es un dusios. Lo capturaron para introducir bebés dotados
en los vientres de las matronas uxelli antes de que todos se marchen.

— ¿Un dusios? ¿Te refieres a uno de esos demonios sexuales? —


Paullia miraba con detenimiento de arriba abajo al demonio en cuestión con una
expresión de fascinación carnal que a Adiega le resultaba muy conocida. Tras la
muerte de su esposo en una batalla dos años atrás, la cual había puesto fin a
ocho años de desdicha y palizas frecuentes, Paullia había decidido no volver a
contraer matrimonio nunca más. En cambio, satisfacía de buena gana su lujuria
con cualquier hombre que le apeteciera, un acuerdo que les convenía a ambos, a
Paullia y a los hombres sin compromiso de Vernem.

—Sé bueno con estas mujeres, ¿ja?—Lothar se acercó al dusios y le


tiró la cabeza hacia atrás sujetándola por el cabello—, y no tendré que lastimarte
más.

El dusios le mostraba los dientes y gruñía mientras pateaba


salvajemente. Arrojaba agua por toda la Cella. El germani cayó de espaldas

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con un alarido de dolor. Balbuceaba improperios en su propia lengua, se puso de


pie de un salto y golpeó su porra contra el estómago del dusios, quien volvió a
patear y rugió:

—¡HrØkkva!

Esta vez, el captor logró esquivarlo a tiempo.

Quitándose el polvo, Lothar les dijo a las hermanas:

—Vlatucia no desea que lo lastime demasiado. Avisadme cuando le


corten el cabello para poder quemarlo —y regresó a su puesto en el pasillo de
afuera.

El dusios, aún sin aliento por la pelea con Lothar, otra vez las miraba
fijo, de una manera que hizo que Adiega temblara. Gruñía por la frustración
mientras tiraba de las cuerdas que ataban sus muñecas, pero lo sujetaban con
fuerza. Ella notó que esa parte de él que colgaba entre sus piernas parecía estar
de algún modo más grande que cuando entraron a la Cella.

— ¿Qué vas a hacer? —le susurró a Paullia.

—Tú rasúralo y córtale el cabello —dijo ella y colocó las mantas en el


suelo pero se quedó con los paños—. Yo lo lavaré.

—Pero...

Paullia tomó la pastilla del suave jabón amarillo de manos de


Adiega y se acercó al dusios con lentitud. Le ofreció su mejor sonrisa domadora
de hombres.

— ¿Te lavo? —preguntó mientras hacía la mímica de frotar el trapo


sobre el jabón, y luego sobre él.

El miraba en aparente desconcierto y sospecha ante el jabón.


Mientras ella bajaba al arroyo, la parte inferior de su falda flotaba en la superficie
del agua.

— ¿Hverr...?

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—Jabón —dijo ella, humedeciendo el trapo en el río y frotándolo


contra el jabón—. ¿No tenéis de esto en el lugar de donde provienes?

Se echó hacia atrás cuando ella se estiró para lavarle el rostro.

— ¡Ekki!

—No te lastimaré —Paullia frotó el paño enjabonado contra su


antebrazo y luego sumergió el brazo en el agua para enjuagarlo—. ¿Ves? Limpio
—se olfateó el brazo y sonrió de placer al inhalar—. ¿No te agradaría estar bello
y limpio?

Esta vez, cuando se acercó para lavarle el rostro, se quedó quieto,


aunque aún parecía temeroso. De alguna manera parecía relajarse mientras ella le
daba toques cuidadosos en la herida de la frente; su suavidad debió de haberle
hecho sentir cómodo.

— ¿Puedo coger esa cubeta, Adiega? —Paullia la llenó de agua. Le


pidió a él que cerrara los ojos mientras la sostenía sobre su cabeza, pero por
supuesto, él no comprendía—. No quiero que te ardan los ojos. Tus ojos —
señaló sus ojos y luego los de ella, mientras los cerraba con fuerza y hacía la
mímica de arrojar el agua sobre su cabeza.

Él cerró los ojos. Ella le enjuagó el rostro.

—Ahora Adiega te cortará el cabello y la barba —le dijo y con los


dedos, hizo la figura de unas tijeras y fingió cortar sus trenzas—. Adelante,
Adiega. No creo que te dé problemas.

—Adiega —repitió como si probara la sensación de la palabra en su


boca.

—Sí, así es —Paullia señaló a Adiega y volvió a decir su nombre.


Luego, se señalo a sí misma—. Paullia. Paullia.

—Paullia.

— ¿Tú? —lo señaló a él, esperaba con una expresión expectante.

Dudaba, como si no estuviera seguro de lo amistoso que quería ser

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con miembros del clan que acababan de capturarlo y atarlo en la cueva. Por fin,
dijo:

—Elic.

—Elic —repitió Paullia mientras enjabonaba el trapo una vez más—.


¡Qué bonito nombre! —con un gesto hacia sí misma, dijo—: Mujer —señaló a
Adiega y luego a sí misma otra vez—. Mujer, mujer, ¿tú?

No respondió.

— ¿Dusios?—preguntó ella.

Parecía consternado porque había comprendido eso.

—Álfr ok dusios.

—Creo que dice que es ambos, elfo y dusios —dijo Adiega.

Elic la observaba con atención mientras ella estaba de pie a la orilla


del arroyo, cortaba trozos de cabello enredado y los apartaba para que los
quemaran. Planeaba cortárselo cerca del cuero cabelludo pero como parecía no
tener piojos ni pulgas —tal vez su especie fuera inmune a ellos— decidió
dejárselo a la altura de los hombros.

—Limpiemos esas orejas. Oreja —dijo ella mientras le pasaba el lienzo


alrededor.

—Oreja.

—Así es.

—Eyra —dijo él.

— ¿Esa es tu palabra para oreja?

—Eyra.

Paullia fregó y enjuagó, fregó y enjuagó. Intercambiaba los nombres


de las partes del cuerpo con Elic mientras Adiega le cortaba el cabello con las
tijeras. Se sentía más cómoda ahora que Elic no había intentado violarlas ni
matarlas. Lo lavó, luego, le recortó y afeitó la barba.

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—Uuh, Adiega, mira qué guapo es sin todo ese cabello desagradable
—comentó Paullia, retrocediendo para observarlo en su totalidad—. Nos hace
desear ser una de esas matronas uxelli con las que engendrará bebés, ¿no es
cierto?

—Yo no —dijo Adiega. Notaba entretenida que Elic miraba hacia atrás
y hacia adelante entre ellas mientras hablaban, aunque no entendiera una
palabra de lo que decían—. El único hombre con el que quiero... ya sabes... hacer
eso, es Bran.

— ¡Entonces hazlo!

—No soy como tú, Paullia. No puedo sentir que hago lo correcto
respecto a eso a menos que esté casada.

Paullia era lo suficientemente amable para no mencionar que la boda


entre Adiega y Bran parecía cada vez menos probable.

—Pecho —dijo Paullia mientras pasaba el paño enjabonado sobre la


parte superior del torso de Elic.

Su mirada bajó a esa parte del cuerpo de Paullia, que se encontraba


de pie en el arroyo y el agua le llegaba a la altura de las rodillas. Al volcar cubeta
tras cubeta de agua, su vestido estaba empapado y se ajustaba muy bien a sus
curvas femeninas.

—Brjóst —dijo él. Su voz tenía un tono un poco más bajo que el de
antes y esa mirada hambrienta regresaba a sus ojos.

—Brjóst —repitió ella y se pasó una mano con suavidad sobre el


pecho derecho.

Elic la miró a los ojos. Ella sonrió frente a los suyos.

Paullia le pasó el lienzo por debajo del vientre hasta su órgano


masculino, al que procedió a lavar con una minuciosidad excepcional. Elic se
estiraba hacia ella mientras se excitaba por completo. Ella envolvió el puño
enjabonado a su alrededor y lo acarició.

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—Betr —murmuraba él mientras empujaba dentro de la mano de


ella.

—¿Qué haces?—susurró Adiega—. ¿Estás loca?

—Nunca he visto que un hombre se pusiera tan duro con tanta


rapidez —dijo Paullia—. Qué no daría por tener esto dentro de mí.

—Ese tipo, Lothar, vendrá y te verá —dijo Adiega mientras lanzaba


una mirada de desconfianza hacia el pasillo.

—Tú solo avísame si viene para acá.

—Paullia, por favor —le rogaba Adiega.

—Nunca has visto a un hombre derramar su simiente, ¿no es cierto?


—le preguntó Paullia—. Deberías ver esto. Será educativo para ti.

—Ekki —gemía Elic. Su cuerpo se retorcía como si intentara hacer que


Paullia lo soltara.

—Hum, Paullia —dijo Adiega—. Creo que quiere que te detengas.

—Por supuesto que no quiere que me detenga —dijo Paullia mientras


lo acariciaba con más fuerza y rapidez.

—No, creo que eso es lo que significa Ekki: «detente» o «no». Está
haciendo una mueca.

—Hacen eso.

— ¡Ekki, ekki! —Elic temblaba, su expresión era de dolor—. ¡Ekki!

Sobresaltada, Paullia lo soltó y dijo:

—Lo... lo siento. Lo siento, Elic, yo...

Él negó con la cabeza, su respiración era acelerada, su rostro se


sonrojó.

—Lo siento. Lo siento.

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Ya entrada la noche, Adiega se despertó por un crujido de la paja del


camastro de su hermana, que estaba en el suelo junto al de ella en la choza de la
cocina. Al principio, pensó que Paullia solo estaba inquieta, pero luego oyó un
bajo gemido masculino, y se dio cuenta de que su hermana no estaba sola. No
era la primera vez que Paullia traía un hombre a su cama mientras Adiega dormía
—o intentaba dormir—; no sería la última.

Adiega echó un vistazo y vio la figura iluminada por la luna de un


hombre alzado sobre su hermana. Las mantas lo cubrían hasta la cintura, los
músculos de su espalda y sus brazos se tensaban con cada empujón. Era muy alto
y estaba bien afeitado, con cabello rubio sin trenzas.

¿Elic? Por los dioses. Era él. ¿Cómo pudo suceder? ¿Cómo se habría
liberado? Cuando Adiega y Paullia lo habían dejado esa mañana, los tres
germanis aseguraron la barrera de postes de madera en la entrada de la Cella
con bandas de hierro que rodeaban las columnas naturales a ambos lados.
Además, uno de ellos, según dijo Lothar, montaría guardia en todo momento.

Los empujones de Elic se volvieron rápidos y ajetreados mientras


Paullia se aferraba a él y su respiración salía con pequeños jadeos agudos. El
acalló un gemido ahogado que salió de su garganta mientras Paullia corcoveaba
debajo.

Se acomodó sobre ella y frotó el rostro contra su cabello.

Ella soltó un profundo suspiro de satisfacción.

—Fue hermoso.

—Líkaði —murmuró él.

Sentada en la cama con la manta apretada contra el pecho, Adiega


dijo:

—Paullia, Elic no puede estar aquí. Debe haber escapado de la Cella.


Nos meteremos en un buen lío si lo encuentran aquí.

—Ay, te hemos despertado —dijo su hermana—. Lo siento.

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—Lo siento, Adiega —Elic le hizo una sonrisa encantadora mientras


dejaba el camastro de su hermana y se dirigía al de ella.

— ¡Detente! —exclamó Adiega mientras Elic intentaba meterse bajo su


manta—. Paullia, dile que se detenga.

— ¿Por qué? —preguntó ella mientras se acurrucaba debajo de su


manta—. Es maravilloso y no se lo contaré a Bran. Será nuestro pequeño...

— ¿Qué? —gritó Adiega.

— ¡Sssh! Te van a oír —riendo con excitación, Paullia agregó—:


¿Puedes creer que quiera hacerlo otra vez tan pronto?

— ¡Quítamelo de encima! —exclamó Adiega.

—Ay, solo déjalo —dijo Paullia—. Mañana me lo agradecerás.

—Ja, déjalo —repitió Elic mientras arrancaba las mantas—. Déjalo.

— ¡No! —gritaba ella, y lo empujaba tan fuerte como podía, pero era
sorprendentemente fuerte para ser un hombre tan delgado—. ¡Aléjate de mí!

Se acercaban pasos a la carrera. La puerta se abrió de golpe.

Los tres germanis de Vlatucia apartaron a Elic de Adiega de un tirón,


lo golpearon hasta dejarlo inconsciente y lo sacaron a rastras.

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Capítulo 4

E lic pasó el día siguiente encadenado a la estatua de Dusivæsus con un collar


y una manta envuelta alrededor de su desnudez, observando a sus tres
guardias mastodónticos construir una muy curiosa estructura allí mismo, dentro
de la cueva a la que llamaban la Cella. La construyeron de cero, cortando y
entretejiendo ramas de sauce durante horas —no fue una tarea fácil para ellos,
debido a sus gruesos y torpes dedos germanis—. Al principio, Elic creyó que era
una simple figura humana, pero luego vio que aquel bulto revelador tomaba
forma entre las piernas y se dio cuenta de que estaba destinado a ser una réplica
exacta, un poco más grande que él, de Dusivaesus.

Entrada la tarde, cuando el dusios de mimbre estaba casi terminado,


apareció en la entrada de la Cella una mujer alta de apariencia amargada y de
mediana edad acompañada por un joven que llevaba una cubeta, con una prenda
verde doblada que parecía una capa metida debajo del brazo. Era un poco más
bajo que ella y con cabello tan oscuro que Elic nunca lo habría tomado por galli
si lo hubiera encontrado en cualquier otro lugar. No salía ninguna mano de su
manga derecha; Elic se preguntaba si la habría perdido en algún accidente
agrícola o en una batalla, o si habría nacido así. La mujer vestía prendas
hombrunas, con un torka dorado alrededor del cuello, del tipo gallico que a
menudo usaban los jefes.

Los guardias se levantaron de un salto cuando la mujer —a quien


saludaron como Vlatucia— entró en la Cella. Pisaba con cuidado por encima de
los restos destrozados de la pared de postes de madera que Elic había pateado la
noche anterior para poder llegar hasta la mujer llamada Paullia. El guardia al que
había dejado inconsciente de un puñetazo despertó antes de lo que Elic esperaba

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y fue a buscar a sus compañeros. Esperaba acostarse con Paullia y estar a muchas
luegae de allí para cuando el hombre despertara, pero no resultó así.

Todo el día, mientras permanecía sentado sobre la plataforma de la


estatua y observaba a esas tres bestias construir su efigie de mimbre, todo lo que
podía pensar era: Debí haber matado a ese bastardo. No era que le agradara
matar. No había tomado ni una sola vida en todos sus muchísimos años de
existencia, y esperaba que nunca tuviera que hacerlo. Pero se sentía bien al
pensarlo.

Vlatucia le gritó algo a los guardias, que con rapidez se retiraron —en
realidad, con tanta rapidez, que uno de ellos dejó el cuchillo que había utilizado
en el suelo, no muy lejos del pie derecho de Elic, entre unas cuantas ramas de
sauce—. Las ramas ayudaban a disimularlo, aunque no lo ocultaban por
completo. Por favor, FrØoya, no dejes que echen una ojeada al suelo.

— ¡Bran! —la mujer hizo un gesto con la cabeza hacia la cubeta que
llevaba el joven y dijo algo.

Bran se acercó a Elic con recelo, colocó la capa sobre la plataforma, al


lado de él, también la cubeta y vació su contenido: un trapo, un peine y una
pastilla de jabón.

Elic levantó la pastilla de jabón y la lanzó contra la pared de la cueva,


donde se hizo añicos.

Vlatucia señaló el desorden y le dijo algo a Bran, que comenzó a


dirigirse hacia él y luego dudó, como si no estuviera seguro de querer obedecer
esa orden en particular. Vlatucia le habló con brusquedad. Le echó una ojeada a
Elic, claramente avergonzado porque lo viera en esa posición de servilismo, y
entonces se dio la vuelta hacia la entrada y gritó:

—¡Lothar!

Uno de los guardias entró, recogió la pastilla de jabón rota por orden
de Bran y se marchó.

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Vlatucia, sin duda enfadada por la desobediencia de Bran, le gruñó


algo y luego señaló las llamas bajas que crepitaban en el hoyo de fuego, y aún
dio otra orden. El joven sacó una diminuta bolsa de cuero púrpura del interior de
su túnica y espolvoreó algunos granos de polvillo negro resplandeciente sobre el
fuego mientras murmuraba un conjuro. De inmediato las llamas se volvieron
brillantes; ardían en un color verde con toques púrpura.

Bran le hizo un gesto de visto bueno a Vlatucia, quien se volvió hacia


Elic y explicó:

—Esto se llama Polvillo de Lenguas. Proviene de algún sitio lejano del


Este.

Elic se sentó sobre la plataforma, sorprendido por el hecho de que le


había entendido, aunque había hablado en gallitunga. Sabía lo suficiente sobre
hechicería para saber que solo un polvillo, aunque pudiera enfocar o realzar un
encantamiento, no podía efectuar una magia tan potente sin la intervención de
un mago sumamente dotado.

—El polvillo es muy difícil de conseguir incluso en su tierra nativa —


continuó—. Y es bastante costoso, por lo que solo tenemos una pequeña
reserva, y mi hijo acaba de arrojar la mayor parte en ese hoyo para que pueda
explicarte algunas cosas. Cuando esas llamas regresen a su color normal, que no
será dentro de mucho, ya no podrás comprenderme. Si desperdicias ese precioso
tiempo arrojando cosas, como un niñito temperamental, haré que te golpeen, que
es un pasatiempo que mis germanis abordan con gran talento artístico y
entusiasmo.

— ¿También usted puede entenderme? —quiso saber Elic.

—Sí.

— ¿Por qué me trajeron aquí? —seguía el rastro de un venado por el


bosque y al momento siguiente, se encontraba en un hoyo en la tierra, mirando
los rostros de los tres guardias germanis.

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—Necesitamos perpetuar nuestro linaje druida y tú eres nuestra única


esperanza para hacerlo —continuó explicándole sobre la necesidad de su clan de
tener una descendencia dotada y la tarea que tenían en mente para él—. No
imagino que tengas mucho que objetar en el acuerdo. Según tengo entendido,
los dusiis existen para copular.

—Sí, pero con nuestras propias condiciones —replicó Elic—. Yo elijo


las mujeres con las que me acuesto.

—En realidad, yo lo haré; al menos hasta que los vernaes dejen este
lugar. Si introduces los bebés suficientes en los úteros suficientes para ese
momento, dejaré que te quedes aquí.

— ¿Y si me niego a follar con quien me diga que tengo que follar? —


preguntó él mientras disfrutaba el sonrojo hirviente que trepaba por la garganta
de ella. El joven, su hijo, parecía reprimir una sonrisa... Era comprensible por el
modo en que la perra lo había tratado.

—No tienes más remedio que mirar a nuestro nuevo amigo —miró
hacia la efigie de mimbre, al igual que Bran.

Elic aprovechó cuando se dieron vuelta y extendió la pierna derecha,


cubrió el cuchillo con el pie y lo arrastró hacia sí.

—Si te niegas —ella levantó el mentón y dirigió su mirada hacia él—,


follarás a quien te diga que folles, luego te encerraré en esa efigie y haré que la
prendan fuego. No cometas el error de dudarlo. Bran, cuéntaselo.

—Lo hará —dijo él, con una expresión que parecía una mezcla de
vergüenza y repugnancia—. Ya lo ha hecho antes.

—Es el castigo que elijo para los que desafían mi autoridad, puesto
que tiende a tener un efecto sofocante ante la desobediencia de otros —con
una mirada hacia Bran, agregó—: La mayoría de los otros. Y desde ya, es un
castigo particularmente apropiado para alguien como tú. A propósito, también
haré que te quemen si continúas desparramando tu simiente en cada vassa que

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te apetezca. Anoche has escapado de aquí para acostarte con mis sirvientas.

—No con ambas —se defendió—. Solo con una — aunque con gusto
lo hubiera hecho con la otra también, si ella hubiera querido.

—No habrá más de esas escapadas nocturnas —lo amenazó—. Estás


para servir solo a las parejas que yo escoja.

— ¿Cuándo me quitarán esto? —preguntó Elic mientras tiraba del


collar.

—No te lo quitaremos.

— ¿En verdad es necesario, madre? Sabe que arderá a menos que


haga exactamente lo que tú...

—Si no fueras tan infantil, no preguntarías eso. Reconocer una


amenaza y tomarla con seriedad son dos cosas diferentes. No puedo correr el
riesgo de que decida darse a la fuga en el momento en que bajemos la guardia.

Elic sabía algo mejor que discutir con las de su tipo.

— ¿A cuántas parejas tengo que... «servir», como dice usted?

—Tenemos diez parejas de alta cuna con esposas dotadas, pero mis
dos hijas están embarazadas, por lo que quedan ocho. Debes transferir el semen
entre cuatro parejas por noche hasta que las esposas conciban.

—Serían ocho cambios de género en una noche —calculó Elic—. No


puedo hacerlo. Más aún desnutrido y débil como estoy ahora. Es demasiado
esfuerzo para mi cuerpo. Haré los hombres primero, luego las mujeres. De esa
manera solo tengo que soportar el Cambio dos veces.

—Imposible. La descendencia debe ser de sus propios esposos. Si


juntas toda la simiente de una sola vez, se mezclarán las simientes de los
distintos hombres.

—En ese caso —explicó—, el semen tiende a buscar el útero en el


que se supone que se arraigará.

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— ¿Tienes un nombre diferente cuando te encuentras en tu forma


femenina? —preguntó Bran.

Su madre lo miró como si fuera una pregunta absurda, pero por


supuesto, no lo era.

—He tenido varios nombres. Puedes llamarme Elina.

Bran señaló las llamas del hoyo de fuego y dijo:

—Los colores se desvanecen, madre. Te queda muy poco tiempo.

—Estos apareamientos tendrán lugar en el nemeton, nuestra arboleda


de robles sagrados, todas las noches hasta que nos marchemos. Debes bañarte
con anterioridad. Haré que te traigan más jabón.

Elic nunca había conocido personas tan obsesionadas por la limpieza.


No debía ser sano.

—Necesito una navaja de afeitar.

— ¿Realmente crees que voy a permitir que tengas en tus manos una
hoja de afeitar?

Has permitido que tenga una en mi pie, pensó él con una sonrisa.

Después de que Bran y Vlatucia se hubieran marchado, Elic se sentó


en el suelo delante de la plataforma y pensó en el nombre que estaba grabado
con tanta precisión sobre ella: DVSIVǼ SVS. Dusios enorme y notable. Gracioso.
No se sintió tan enorme ni notable cuando la jefa vernae le decía a quién follar,
dónde follar y cuándo follar si quería evitar una muerte abrasadora.

Tomó el cuchillo que acababa de sustraer y comenzó a tallar un


nombre mejor, más apropiado, sobre el primero, utilizando para ello el alfabeto
rúnico de su tierra natal.

El ruido sordo, lento y acompasado se volvía cada vez más fuerte


mientras Bran guiaba la procesión de cuatro maridos uxelli, desnudos bajo sus

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capas con capucha, hacia el nemeton.

Artaros se sentó en el pedrusco cuadrado al borde del claro y


comenzó a tocar su tambor de mano de piel de cabra. Había un aguamanil y una
taza de bronce sobre el tocón que se encontraba a su lado. Entre el viejo druida y
el altar, las llamas saltaban desde las hierbas que ardían en el hoyo de fuego, del
cual Frontu estaba tan cerca, como de costumbre, que era un milagro que su
pelaje no se chamuscara.

Había una mujer alta e increíblemente hermosa —la encarnación


femenina de Elic, Elina— de pie junto al altar. Llevaba la capa verde. Bajó la
capucha para dejar al descubierto su cabello rubio como la miel y cortado de
manera tosca. El collar de hierro con el que Vlatucia había insistido le rodeaba el
cuello. La cadena estaba enroscada alrededor de uno de los pedruscos que
sostenían el altar.

Artaros apoyó el tambor y el palillo y llenó la taza con el aguamanil. Se


la ofrecía a cada uno de los maridos por turnos. Les ordenaba que bebieran todo
el contenido. Se trataba de un brebaje que Artaros llamaba «nubes y
relámpagos». Lo preparaba para excitar el apetito sexual y para empañar la
memoria. Como había explicado Artaros, los esposos y esposas que no tuvieran
la costumbre de descarriarse podrían necesitar una pequeña ayuda para superar
su reticencia natural a copular con otra persona que no fuera su cónyuge —
aunque no había necesidad de que al día siguiente recordaran las cosas que
habían hecho la noche anterior en el nemeton—.

Artaros le hizo un gesto a Bran para que se retirara, ya que su papel


en esas ceremonias era solo el de acompañar a los esposos y esposas. Esperaría
al comienzo del sendero y escucharía una serie de rápidos tamborileos. Esa sería
la señal de que todos los esposos habían tenido su turno con Elina, y entonces
tendría que reunirlos y guiarlos de vuelta a la aldea, de regreso con las cuatro
matronas. En el ínterin, Elic debía volver a transformarse en hombre para
transferir la simiente de los esposos a sus esposas.

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A mitad de camino, la curiosidad lo superó. Torció el rumbo hacia el


bosque oscuro y dio la vuelta hasta unos pocos metros del nemeton iluminado
por el fuego, donde oía que Artaros recitaba conjuros de fertilidad mientras
repicaba su tambor. Espiando entre los árboles, Bran vio a Epillus Brocagni abrirse
la capa y levantar a Elina, ahora desnuda, sobre el altar mientras los otros tres
maridos observaban desde el perímetro del claro.

De pie entre las piernas de Elina, Epillus le besaba el cuello y los


pechos mientras la acariciaba, primero con suavidad, luego de manera más y más
acalorada mientras su pasión crecía junto a la de ella y se extendía entre ellos por
unos instantes. Luego, cerró las manos alrededor de sus caderas y comenzó a
empujar al ritmo de los tamborileos. Fue entonces cuando Bran, que no tenía
experiencias personales en estas cuestiones, se dio cuenta de que en realidad la
había penetrado y consumaba el acto sexual.

Oncus Queniloci, enloquecido, sin duda, por el efecto centelleante del


«nubes y relámpagos» de Artaros, apareció junto al altar y acostó de espaldas a
Elina para succionarle los pechos mientras Epillus la poseía. Los empujones se
volvían más rápidos, más abruptos. Los otros dos hombres se acercaron, ambos
se masturbaban al mirar. Los ojos les brillaban a la luz del fuego. La respiración
de Elina llegaba en pequeños jadeos rápidos, y luego gritó. Su cuerpo se retorcía
de una manera que hacía que el propio sexo de Bran se endureciera y se
elevara debajo de sus pantalones. Epillus se encorvó sobre ella, gritando. Gritaba
una y otra vez. Se incrustaba dentro de ella mientras expulsaba su simiente.

Oncus fue el siguiente. La colocó a cuatro patas sobre el suelo y la


penetró de esa manera. Cogía la cadena atada al collar, mientras ella le
succionaba el miembro a Solas Battigni, arrodillado delante de ella. Cuando fue el
turno de Solas, la recostó boca arriba sobre el altar y levantó sus piernas sobre
sus hombros mientras Caliacas Corbbri se sentaba a horcajadas de sus pechos,
los juntó de un apretón para poder hincarse entre ellos. Cuando Solas terminó
con ella, Caliacas la giró de costado al borde del altar y la penetró de pie.

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Rendido por su dolorosa necesidad, Bran introdujo la mano debajo de


los pantalones para liberar su lujuria, pero apenas comenzó a acariciarse, Artaros
comenzó los rápidos tamborileos que indicaban que era hora de acompañar a los
esposos de vuelta a la aldea y de regreso con sus esposas. Eso le hizo agradecer
que su túnica fuera lo suficientemente amplia como para que su erección no
fuera evidente a la vista de todos.

Las esposas tomaron sus turnos con Elic de una en una y de manera
más ordenada que sus maridos —no era que hubiera algo particularmente
civilizado sobre las copulaciones—. Elic era como una bestia en celo, fornicaba a
las mujeres en posiciones que Bran nunca hubiera imaginado y las poseía de
manera salvaje, con ferocidad carnal.

Ahora, con fuertes dolores de excitación, Bran apoyó la espalda contra


uno de los viejos robles y liberó la terrible lujuria con su puño. Apretaba los
dientes para evitar gemir mientras su simiente brotaba a chorros en largos arcos
sobre el suelo del bosque.

Mientras volvía a meter su pene en los pantalones, jadeando y


temblando, oyó la batería de tamborileos que marcaban el final del rito de
fertilidad, el primero de muchos, recordó, y se preguntó cómo iba a afrontarlos.

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Capítulo 5

La temporada fría

-¿D ónde está Adiega? —le preguntó Bran a Paullia mientras esta volcaba
un saco de manzanas y otro de cebollas en la parte trasera del carro
que se encontraba fuera de la choza de la cocina, junto a una jaula llena de
pollos—. La llevo buscando toda la mañana.

Paullia se sopló las manos y las frotó mientras volvía a zancadas dentro
de la choza.

—No lo sé, pero si la ves, ¿le dices que venga a echarme una mano?
—levantó el gran caldero de hierro del gancho y comenzó a arrastrarlo hacia
fuera. Su respiración era como humo en el aire helado.

Bran cogió el asa y la ayudó a colocarlo dentro del carro junto con
varias posesiones más de Vlatucia que había apartado por ser cruciales para el
largo viaje. Por toda la aldea, las familias empacaban sus pertenencias caseras
para irse a vivir lejos de Vernem: esa mañana habían recibido noticias por parte
de uno de los exploradores de Vlatucia de que una cohorte romana marchaba en
dirección a ellos y llegaría allí para el anochecer. Los únicos aldeanos que no
correteaban con los preparativos frenéticos eran aquellas personas, incluidos los
dos niños dotados y sus madres, que se quedarían con Bran.

Una de las que había previsto quedarse era Briaga, quien pasaba el día
vistiéndose y arreglándose para los ritos de la boda de la que esperaba ser

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partícipe esa misma tarde a pesar de que Bran en realidad nunca le hubiera
pedido que se casara con él. En realidad, apenas le había hablado alguna vez.
Vlatucia se había ocupado de los preparativos con la colaboración de la madre de
Briaga. Por lo que le habían dicho a Bran, Briaga tenía prisa por sus inminentes
nupcias y futura vida en la Vernem ocupada por los romanos. Por un lado, sería
una esclava casada con un inválido que tendría que mantener su posición de
liderazgo en secreto. Por el otro, viviría en proximidad a los romanos, a quienes
veía como un dechado de sofisticación. Sin duda, la reconocerían como un ser
semejante y la tratarían como a una mujer libre.

—Le pregunté a toda la aldea por Adiega —dijo Bran—. Pero nadie
la ha visto.

—Se encuentra en el depósito.

Bran se giró para encontrarse a su madre de pie detrás de él. A pesar


del clima, no llevaba capa ni chai, pero se la veía tan impasible como si fuera un
suave día de verano.

— ¿Qué hace en el depósito? —preguntó Bran, de repente mucho


más preocupado que antes. El depósito de Vlatucia al borde del bosque, su
baluarte para los valiosos cultivos entre otras cosas, tenía gruesas paredes sin
ventanas, con una puerta de roble pesada empotrada con una cerradura de
hierro. Era con mucho la construcción más segura de todo Vernem. En más de
una ocasión había servido para retener truhanes que esperaban el juicio de los
ancianos.

Por el rabillo del ojo, vio que Paullia se movió al otro lado del carro,
donde podía escuchar a hurtadillas con discreción.

—Esta mañana, tras enterarme de que los romanos estaban en camino


—explicó Vlatucia—, fui con Artaros para decirle que debía prepararse para
casaros a ti y a Briaga esta tarde. Me dijo que haría los preparativos necesarios,
pero no sabía si tú estarías de acuerdo. Dijo que tu reticencia a casarte con
Briaga no era tanto un problema de inmadurez, sino que estabas enamorado de

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otra persona.

—Él... ¿te lo contó?

Vlatucia negó con la cabeza.

—Me dijo que le habías dicho el nombre de la joven en confianza y


que no había nada que pudiera hacer para que le obligara a revelarlo. Así que
solo me senté a pensar. Al principio estaba desconcertada porque nunca habías
cortejado a ninguna mujer ni habías demostrado interés en hacerlo. Pero luego,
me di cuenta de que había una mujer en cuya compañía has pasado gran parte
del tiempo durante años, porque ha vivido bajo nuestro propio techo desde que
quedó huérfana. Hubiera pensado en Adiega de inmediato (en realidad, me
hubiera dado cuenta mucho antes) pero nunca se me ocurrió que avergonzaras a
tu familia seduciendo a una vassa.

—No la seduje —se defendió Bran de manera acalorada—. Ni siquiera


nunca hemos...

—Bien, entonces no necesito preocuparme de que la hayas dejado


embarazada. ¿Es virgen?

—Por supuesto.

—Mucho mejor. Los dioses sonríen con los sacrificios de las vírgenes.

Bran había sentido frío toda la mañana, pero ahora sentía como si
cada nervio de su cuerpo crujiera con escarchas. Negaba con la cabeza con temor
e incredulidad.

—No puedes hablar en serio.

Paullia rodeó el carro para detenerse cara a cara frente a Vlatucia y


decirle:

—Maldita, eres un saco de vómito arrugado. Por todos los dioses, si


has lastimado a mi hermana, cogeré mi cuchillo de la carne y te cortaré en
pedazos. Primero la nariz, luego la lengua y después los dedos, uno por uno.
Después...

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—Sí, sí —dijo Vlatucia arrastrando las palabras y poniendo los ojos en


blanco—. Una amenaza muy aterradora. Espero que te des cuenta de que nunca
más serás bienvenida bajo mi techo.

—No tendré techo a partir de hoy —le recordó Paullia—. Y, de todos


modos, decidí que es mejor quedarme aquí y arriesgarme con los romanos que
hacerle la comida a alguien como tú.

—Madre, ¿has perdido la cabeza por completo? —preguntó Bran—. Ya


no hacemos más sacrificios humanos; no lo hemos hecho en décadas.

—Debido al corazón tierno de tu padre. ¡Y mira adonde nos llevó!


Perdimos nuestros hogares, nuestras vidas; todo. Debemos quemar una virgen
para asegurarnos un viaje seguro a través...

— ¿Quemar?

—Mis germanis están construyendo una efigie de mimbre en el


trigal. Debemos quemarla al mediodía.

Bran asintió con la cabeza de manera comprensiva, y dijo:

—Y voy a casarme con Briaga poco después de eso, tu razonamiento


es que, con Adiega muerta, no habrá nada que me impida cumplir con mí deber
para con el clan. Bueno, no funcionará, madre. Me casaré con Adiega o con nadie
más.

Fue entonces cuando Bran vio que Paullia le echaba una mirada de
orgullo y respeto —subrayada con miedo— cuando comprendió la manera tan
valiente con la que le había hablado a esa mujer que lo había tenido dominado
con tanta firmeza diecinueve años.

—Entonces no te casarás con nadie —replicó Vlatucia con una calma


deliberada—. Porque quemaré a Adiega y no hay nada que puedas hacer
respecto a eso.

Paullia abrió la boca para otra reprimenda, pero Bran atrajo su


atención y le dio una pequeña mirada subrepticia de ahora no.

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

Bran adoptó su comportamiento más serio y dijo:

—No intentaré discutir contigo sobre esto. Después de diecinueve


años de ser tu hijo, conozco muy bien lo inútil que es. No obstante te ruego, si
tienes una pizca de compasión humana, que me dejes decirle adiós. Al menos
entonces, podré vivir con... lo que sea que suceda.

—Solo si me prometes que considerarás la posibilidad de casarte con


Briaga.

—Lo prometo —dijo él con seriedad. Podía considerar la posibilidad de


volar a la luna, pero eso no significaba que fuera a suceder alguna vez.

Después de pensarlo por un momento con el rostro fruncido, Vlatucia


dijo:

—No puedo permitir que la visites sin compañía. Alguien tendrá que ir
contigo, ya sea yo o alguien en quien pueda confiar para evitar que se te ocurra
alguna idea ingeniosa.

—Artaros puede venir conmigo. Siente lo mismo que tú sobre Briaga.


Siempre me presiona para que contraiga matrimonio con ella.

—Envíamelo. Le daré las llaves del depósito.

—¿Casarte?—exclamó Artaros mientras estaba de pie fuera del


depósito y pasaba de a una las llaves del gran llavero de hierro de Vlatucia—.
¿Con Adiega? —se acarició la larga barba mientras pensaba en la petición—.
Bueno. Supongo que si está condenada a morir de todas maneras... quiero decir,
¿qué daño podría ocasionar? Y si te da algún tipo de consuelo. .. serás viudo
después de que ella muera, por lo que aún podrás contraer matrimonio con
Briaga esta tarde si decides aceptar tu deber y hacer lo correcto. Sí, está bien. Lo
haré.

—Otra única cosa, abuelo —dijo Bran mientras el anciano elegía una
llave y luchaba con la tarea de encajarla dentro de la cerradura—. Otro favor, uno

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grande. Después de que me cases con Adiega, quisiera que lleves esas llaves a la
Cella, liberes a Elic de la cadena de su cuello y lo traigas aquí. Luego, vete y no le
digas a nadie lo que has hecho.

Artaros quedó inmóvil. Su ceño se ablandaba en una sonrisa


mientras se lo imaginaba.

—Siempre supe que eras un chico listo.

—Polvillo de Lenguas —dijo Elic en el gallitunga cuando Bran le


mostró la bolsita de cuero púrpura, después de trabar la puerta desde dentro.
Parecía ser un depósito, en el cual se encontraba junto a Bran y la joven Adiega,
que estaba sentada sobre una manta en el suelo con los brazos a su alrededor y
evitaba cruzar su mirada.

El ambiente era cálido dentro de la construcción circular, y oscuro,


excepto por la luz de un pequeño brasero en medio del recinto y el orificio para
el humo en el techo, cuyo perímetro se encontraba cubierto de altas pilas de
sacos, cajas y barriles. Bran dio vuelta el contenido de la bolsa sobre el brasero y
la sacudió, vaciando los pocos granos de polvillo negro que quedaban sobre el
carbón mientras recitaba las palabras que generaban la magia. Llamas verdes con
tintes púrpura saltaban desde donde se habían encendido los granos.

—No tenemos mucho tiempo —dijo Bran al apartar la bolsa—. Mi


madre quiere quemar a Adiega al mediodía como sacrificio, pero en realidad es
una manera de presionarme para que contraiga matrimonio con alguien que no
deseo antes de que todos se marchen.

—Bikkja —murmuró Elic en voz baja.

Bran se agachó junto a Adiega para colocar un brazo alrededor de su


hombro y dijo:

—Artaros nos casó hace unos instantes, en secreto.

Elic sonrió y le hizo una reverencia a Adiega.

—Es hermoso encontrar al compañero de tu corazón. Me siento

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realmente feliz por vosotros.

Ella levantó la mirada con timidez para devolverle la sonrisa. Extraño...


Aunque le había parecido más reservada que su hermana Paullia en aquella
oportunidad en la Cella, no era lo que llamaría tímida.

La razón de su timidez se volvió evidente cuando Bran agregó:

—Queremos que... hagas por nosotros lo que haces por los demás, los
esposos y las esposas uxelli.

La mirada de Elic se fue de Bran hasta la sonrojada Adiega y regresó.

—Adiega no comparte mis dones —dijo Bran—. Por ello, la única


manera de que tengamos hijos druidas es si nos ayudas. Y, además, protegerá a
Adiega de mi madre, si queda embarazada después de que... bueno, después.

— ¿Estás completamente seguro de que esto es lo que quieres? —le


preguntó Elic a Adiega.

—Sí —miró a Elic por primera vez y dijo—: Pero sé que Vlatucia
amenazó con quemarte hasta tu muerte si tú... tienes relaciones con otras
personas que no sean las que ella ha elegido para ti.

—Estoy harto de Vlatucia —confesó Elic—. Harto de temerle, de ser su


obediente esclavo sexual. Por supuesto que os ayudaré.

—Quisiéramos... quisiéramos estar juntos cuando tú... cuando


nosotros... —balbuceó Adiega.

—Por supuesto —dijo Elic.

—Y sin pociones ni hierbas —agregó Bran—. Solo nosotros. Solo...


nosotros tres.

Dijo algo más después pero, aunque Elic pudo oír sus palabras en
gallitunga, no pudo comprenderlas.

Miró el brasero y descubrió que estaba lleno de carbones comunes y


candentes. El Polvillo de Lenguas había desaparecido.

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Elina se arrodilló de espaladas a Bran y Adiega hasta que se completó


el Cambio. Llevaba la capa verde envuelta con firmeza alrededor del cuerpo para
que no vieran la transformación de hombre a mujer, algo que a los humanos
solía resultarles nauseabundo.

Se levantó y se desperezó. Sacudió las piernas, estiró el cuello a un


lado y al otro. Se volvió y observó el oscuro depósito. Vio que la joven pareja
estaba acostada sobre la manta, abrazándose con fuerza el uno al otro. Ambos
estaban descalzos, pero aparte de eso, aún estaban completamente vestidos. Bran
susurraba algo con seriedad en el oído de Adiega. Le besó la frente, buscó sus
ojos y le pidió algo. Ella asintió con la cabeza y luego su mirada se trasladó a
Elina que se acercaba a ellos.

Bran miraba a Elina deslizarse sobre la manta junto a él. Luego, tomó
el rostro de Adiega en sus manos y la besó otra vez; esta vez en la boca, de
manera persistente y con profunda pasión. Le acariciaba los pechos por encima
del vestido. La acercó hacia él y se frotó contra ella.

Elina le desató los pantalones, tomó la mano de Adiega y la envolvió


en la erección de Bran. Él empujó dentro de su mano, gimió algo que hizo
sonreír a Adiega. Lo acariciaba con una expresión de asombro por su habilidad de
brindarle tanto placer, hasta que por fin le apartó la mano y la besó, dijo algo
con voz ronca y jadeante; estaba a punto.

Elina lo apoyó de espaldas y se sentó a horcajadas sobre él. No quería


herir los sentimientos de Adiega, por lo que acomodó su capa para ocultar la
coyuntura de sus cuerpos mientras colocaba a Bran para que la penetrara. Él
inspiró y apretó la mano de Adiega.

Para sorpresa de Elina, Adiega corrió la capa para mirar mientras Elina
descendía sobre la erección tensa de Bran. Elina desabrochó la capa y la arrojó a
un lado, después de lo cual Bran le dijo algo a Adiega y tiró con impaciencia de
su vestido. La joven dudó y luego se quitó la prenda por la cabeza. Quedó

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desnuda como Elina. Era blanca y esbelta, con unos dulces pechos pequeños y
elevados. Bran la miraba de la manera en que todas las mujeres sueñan con que
las miren, con respeto y deseo.

Bran abrazó a Adiega. La besaba y la acariciaba mientras Elina se


mecía sobre él en un ritmo calmo y lánguido. Adiega le levantó la túnica para
besarle el pecho, y él se quitó la prenda y la tomó en sus brazos. Su respiración
llegaba en jadeos ásperos y el cuerpo corcoveaba para acompañar los
empujones de Elina que se aceleraban. Ella contrajo sus músculos internos,
aflojaba y contraía de nuevo, y otra vez, como un puño que bombeaba y
apretaba...

Bran gimió sin poder hacer nada. Arqueó la espalda y tensó los brazos
alrededor de Adiega. Elina sentía los estallidos calientes de su simiente mientras
explotaba su propio placer. Una oleada tras otra mientras los espasmos llevaban
la simiente de Bran más y más profundo dentro de su cuerpo.

Elic se envolvió una vez más en la capa verde y sintió el mismo alivio
que sentía siempre al volver a su forma masculina. En el bajo vientre, percibía la
presencia del semen de Bran. La presión lo hacía sentirse listo y excitado. Se
incorporó y vio a Bran y a Adiega, ahora completamente desnudos, acostados
sobre la manta con los brazos y las piernas entrecruzados mientras susurraban y
se besaban.

Elic se ubicó detrás de Adiega, se quitó la capa y presionó su cuerpo


con suavidad contra el de ella, quien se sorprendió al sentir su erección contra su
trasero. Bran le acarició el rostro y murmuró algo. Ella asintió con la cabeza. La
besó y le acarició los pechos mientras ella suspiraba de placer.

Elic se estiró entre las piernas de Adiega por detrás y llevó un dedo
dentro de ella hasta encontrar su barrera virginal, que era flexible pero estaba
casi intacta; no era de sorprenderse ya que era muy joven. Por fortuna, estaba
lubricada por la excitación; eso ayudaría.

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Elic le levantó la pierna que se encontraba del lado de afuera para


tener un mejor acceso y presionó la cabeza de su pene contra su sexo. Ella se
puso tensa. Bran le susurró algo en un tono de voz tranquilizador y ella pareció
relajarse.

Con lentitud, se decía Elic mientras flexionaba sus caderas y la


penetraba ligeramente, y luego un poco más, hasta que no pudo penetrar más.
Empujó contra la delicada membrana; se estiraba, pero no cedía. Empujó una y
otra vez, sin éxito. Temblando, Adiega le dijo algo a Bran, quien le echó a Elic una
mirada inquisitiva con preocupación.

—Está bien —dijo Elic, aunque sabía que Bran no podía entenderle—.
Aquí, tócala así —bajó la mano de Bran hasta el sexo de Adiega. Le mostraba
cómo acariciar con suavidad el pequeño nudo de su punto clave. Ella se retorció
ante su tacto y gemía en voz baja mientras Elic resistía el impulso exasperante de
empujar.

Todavía no, pensaba mientras la respiración de ella se volvía más


rápida y sus caderas temblaban. Todavía no...

Ella gritó. Su cuerpo vibraba de manera salvaje mientras su placer


alcanzaba el punto máximo.

Ahora. Elic la cogió de las caderas y empujó, atravesó la fina


membrana para enterrarse dentro de su cuerpo mientras ella gemía —más por
placer, pensaba él, que por dolor-. Permaneció inmóvil mientras los temblores
menguaban, y luego comenzó a empujar.

Bran la besaba y le succionaba los pechos mientras continuaba


acariciando su intimidad. La llevaba hacia un segundo orgasmo mientras Elic
alcanzaba el punto máximo de placer. Soltó un suave gemido al liberar el torrente
de semen dentro de ella, y luego se desplomó, sin aliento y empapado en sudor.

Elic retiró su órgano manchado con lentitud y cuidado del cuerpo de


Adiega. Se sentó y alargó la mano para recoger la capa.

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La casa de los placeres ocultos Louisa Burton

—Elic.

Bran le sonreía mientras acogía a Adiega en sus brazos. Dijo algo que
no necesitaba traducirse con el Polvillo de Lenguas.

—De nada —dijo Elic.

—Allí está —dijo Bran poco antes del mediodía mientras él y Adiega
caminaban de la mano por la aldea junto a Elic, Artaros y Frontu que los seguía
detrás. A su alrededor, la gente dejaba de empacar y se disponía a mirar. Él oía
rumores sobre sí mismo y Adiega, murmullos sobre Elic...

Vlatucia se encontraba de pie delante de su casa con las manos en las


caderas y una expresión furiosa. El torka dorado alrededor del cuello brillaba en el
sol frío de la mañana. Detrás de ella estaban de pie los tres matones germanis.

Se volvió hacia ellos y les ordenó:

—La mujer, Adiega... Cojedla y quemadla.

Bran empujó a la temblorosa Adiega colocándola detrás de sí mientras


Artaros daba un paso adelante.

—No puedes quemarla, Vlatucia. Sería anatema. Es tu hija política.

— ¿Cómo?

Se oyó un coro de murmullos alborotados que provenían de la


multitud que los rodeaba.

—Yo mismo los casé esta mañana —anunció Artaros.

Ella levantó la mano; como perros bien entrenados, los tres germanis
dejaron de avanzar.

—Mientes —le dijo a su padre—. No habrías hecho eso. Tú mismo


me lo has dicho. Sus hijos deben ser dotados.

—Su primer hijo es dotado —dijo el anciano—. Está acurrucado en el


útero de Adiega en este mismo momento en que estamos hablando.

—Imposible.

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—Compruébalo tú misma, Vlatucia. Tienes tus propios poderes druidas,


aunque los rechaces. Cuando eras niña veías las auras más brillantes y coloridas.
Concéntrate en Adiega. Dime si no ves ondulaciones plateadas, pequeñas
chispas...

Bran se apartó para que su madre pudiera observar a Adiega.

Vlatucia negaba con la cabeza con incredulidad mientras observaba a


la flamante esposa de su hijo.

—No... no es posible... ¿Cómo pudo...? —su expresión se volvió


maligna mientras su mirada se lanzaba en picado sobre Elic—. Tú —Elic sonrió y
le hizo una reverencia—. Tenías prohibido hacer algo por el estilo. ¡Te lo prohibí
expresamente! ¿Cómo te has atrevido?

Elic, que no podía entender una palabra de lo que le decía, permanecía


cruzado de brazos con tranquilidad mientras ella despotricaba contra él.

—Tal vez no pueda quemar a esa pequeña vassa despreciable que


contrajo matrimonio con mi hijo, pero sí puedo quemarte a ti —amenazó
apuntando un dedo tembloroso hacia Elic.

—Solo los jefes pueden ordenar ese castigo —dijo Bran.

—No tenemos ningún jefe oficial —le recordó ella—. No hay nadie
calificado, por lo que yo...

—Dame el torka —Bran soltó la mano de Adiega y caminó hacia su


madre con el brazo extendido.

—Con todo derecho le pertenece a Bran —dijo Artaros—. Lo sabes —


con un gesto hacia los espectadores, agregó—: Ellos lo saben, aunque te tengan
demasiado miedo como para decirlo en voz alta.

— ¡Es mío! —gritó ella mientras sujetaba con fuerza el torka con
ambas manos. Su rostro se sonrojó de un color carmesí—. Tú, impertinente —le
dijo a Bran—. Pensar que mereces usar esto. Eres un niño, un inválido. Ni siquiera
puedes ponértelo con una mano. Necesitas dos para quitármelo.

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—Si no me lo das, te lo quitaré —resolvió Bran.

Ella soltó un estallido de risa frenética.

—Me encantaría verte intentarlo, inválido.

Bran señaló el torka mientras recitaba un hechizo antiguo y simple,


pero muy efectivo.

Los ojos de Vlatucia se abrieron alarmados mientras sentía que el


torka se entibiaba y luego se calentó.

—¡Quitádmelo! —les dijo a los tres germanis, clavándose las uñas—.


¡Quitádmelo! ¡Quitádmelo!

Tiraron de él con fuerza y lo arrojaron al suelo, luego se agruparon


alrededor de su ama mientras se frotaba el pálido contorno de su cuello y
lloriqueaba.

—Frontu —Artaros, que sabía que el torka ahora estaría frío para
tocarlo, lo señaló. El lobo corrió hacia este de manera obediente, lo levantó con la
boca y se lo devolvió a su amo.

Artaros se esforzó por extender la abertura del torka con sus viejas y
débiles manos, pero finalmente se rindió y se lo pasó a Elic, quien dobló el oro
blando con facilidad y lo cerró alrededor del cuello de Bran.

Se sentía tan frío y pesado y apropiado que a Bran le tomó un


momento darse cuenta de que sus amigos vernaes lo aclamaban.

Los aldeanos pasaron las pocas horas siguientes empacando sus


pertenencias y luego se marcharon todos juntos, en una larga hilera de carros y
carretas, excepto aquellos pocos que habían elegido quedarse con Bran y Adiega.

— ¿Oís eso? —preguntó Bran en el límite de la aldea mientras miraban


cómo desaparecía el último de los carros mucho más allá del valle.

Era la tierra debajo de ellos. Comenzaba a retumbar con el trueno de

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los pies distantes que marchaban.

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El amanecer del

31 de julio de este año

— ¿Puede oír lo que dicen? —le preguntó Emmet Archer a Adrien


Morel, Seigneur des Ombres, mientras se encontraban de pie junto a una ventana
abierta en el despacho de la torre de entrada de le seigneur. Doce metros abajo y
a cierta distancia, apenas visible en la neblina de la mañana que envolvía el patio
del castillo, se encontraban Víctor Larsson y Heather Armstrong junto a la gran
fuente central con el equipaje a sus pies. No eran los primeros invitados del
castillo en escabullirse antes del amanecer sin decir adiós; no serían los últimos.

—Se disculpa por ser tan tonto —un oído extraordinario era uno de
los tantos dones, sensoriales y extrasensoriales, con los que Morel había sido
agraciado al nacer y a los que se refería en conjunto como «el Don». Cogió una
caja de Sóbranie rusos negros del bolsillo de la bata y la abrió de golpe.

Archer encendió el cigarro negro de punta dorada de Morel con su


encendedor con monograma y dijo:

—Debería dejar esas cosas, mon seigneur... ahora, mientras aún pueda
hacer algo por usted.

—Como debería hacerlo usted, amigo mío —dijo Morel mientras le


ofrecía el paquete abierto a Archer.

Archer aceptó el cigarro con un gesto sardónico de agradecimiento y


agregó:

—A mi edad, no es tan fácil.

Lo que pensaba, pero no dijo, porque la de ellos no era ese tipo de

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relaciones, era Gracias por llamarme amigo. Conocidos de Archer —en especial
los norteamericanos, que rara vez entendían esas cosas— a veces le preguntaban
si no encontraba degradante dirigirse a un hombre veintisiete años más joven
como «mon seigneur». El explicaba que era similar a su experiencia como
teniente de aviación en las fuerzas aéreas británicas, en la que se espera
demostrar deferencia ante un hombre de rango superior, sin tener en cuenta la
edad o los sentimientos personales. Por supuesto, en realidad era un poco más
complejo que eso. Una mirada al torque dorado y al bastón de roble nudoso
encerrado en una vitrina en la pared opuesta al escritorio de le seigneur era
suficiente para recordar que Adrien Morel no era tanto de un rango superior sino
superior en... todo. Podría ser joven, y un mortal humano al igual que Archer,
pero había magia antigua que fluía en sus venas, y si eso no era digno de
pleitesía, ¿qué lo era?

— ¿Duermes en traje y corbata? —le preguntó Morel a Archer


mientras su administrateur volvía a guardar el encendedor en el bolsillo de su
abrigo—. Te llamo antes de que el sol siquiera haya salido, no hay nadie
levantado a esta hora excepto yo y nuestros huéspedes que se marchan, y tú
llegas diez minutos después como si acabaras de salir por la puerta principal de...
¿Cuál era esa tienda en Savile Row que tanto te agrada?

—La del cazador. Y para su información, señor, este no es un traje,


sino una chaqueta y un pantalón... de tela de verano, bastante informal, en
realidad.

Era probable que Morel se equivocara sobre el hecho de que nadie


más estuviera despierto aún, según Archer. Darius prefería hacer sus paseos en
horas intempestivas, las mejores para evitar el contacto con los visitantes. Elic y
Lili a veces se levantaban temprano también, aunque Íñigo dormiría hasta el
mediodía en su suite con aire acondicionado en la torre al suroeste, como era de
costumbre, con Kat y Chloe acurrucadas a ambos lados en su Tempur-Pedic extra
grande.

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Archer le hizo un gesto con la cabeza a la pareja de abajo y preguntó:

— ¿Aún están hablando?

Morel saludó con la mano por la ventana abierta.

—Uediju rowero gutu.

—... no soy inocente —decía Heather en voz baja—. La manera en que


coqueteé con Elic ayer en el baño...

—Rogaba por ello —dijo Larsson—. No sé qué fue lo que se apoderó


de mí. Permitir que una mujer me afectara de esa manera... Es este lugar, ¿no es
así? No digo que no sea culpable, pero este lugar... Parece que hubiera algo en el
aire de aquí que hace que... No sabes lo que es real y lo que... — Archer podía oír
que Larsson tragaba—. Anoche, a-antes de que vinieras a la cama, yo... yo
desperté y... —sacudía la cabeza, buscaba las palabras.

— ¿Tú también? —le preguntó ella—. Me quedé dormida en el baño


y cuando desperté, había tenido este... creo que fue un sueño, pero al principio
creí que en verdad había sucedido, porque lo sentí tan...

—Pero no, ¿no es cierto? ¿Fue solo un sueño?

—Bueno, sí, eso creo. Seguro. Por supuesto. Quiero decir, en ese
sueño hice cosas que nunca hubiera... —apartó la mirada—. Cosas que no me
imaginaría si fuera...

—Ja. Yo también —dijo él, pero había un tono de incertidumbre en su


voz.

—Bueno... —comenzó ella—. Ya que aclaramos las cosas, siento


haber sacado el tema de Lars frente a todo el mundo ayer. Sé cómo te sientes
con lo de...

—Nä, has hecho bien en comentarlo. Es mi hermano y el problema (si


es que hay un problema) es mío, no de él. A veces necesito recordar no ser tan
åsna. Eres buena para eso. Me haces ser mejor persona —hurgando en el bolsillo
delantero de sus pantalones color caqui, sacó un pequeño objeto brillante: el

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anillo de compromiso de la señorita Armstrong. Archer se dio cuenta de eso


cuando le levantó la mano izquierda a ella. Dudaba, como si esperara permiso.

Ella sonrió y asintió con la cabeza. Larsson suspiró con alivio y deslizó
el diamante por el dedo, y la abrazó para darle un beso prolongado.

Archer aclaró su garganta y, a través de una columna de humo, dijo,


arrastrando las palabras:

— ¡Qué emocionante!

Morel saludó otra vez con la mano y desconectó el «sonido


envolvente», como lo llamaba Íñigo.

—¿Funcionó? —preguntó Archer mientras observaba a la pareja


pasear por el patio rodeado de árboles hacia la caseta del vigilante. Larsson
llevaba sus maletas de cuero haciendo juego.

Le seigneur asintió con la cabeza mientras le daba caladas a su


cigarro.

—Su aura está llena de pequeñas chispas plateadas... Está embarazada


de Elic... un druida —Siempre llamaba druidas a los dotados.

—Es un niño —dijo Archer—. Excelente —había habido una larga


serie inusual de niñas últimamente, lo que estaba bien, pero se quería mantener
cierto balance en esas cuestiones.

—Un niño con poderes extraordinarios, a juzgar por la energía.

—No es solo el niño de Elic el que lleva la señorita Armstrong —


señaló Archer—. También es de Larsson... Después de todo, es su ADN por
completo. Elic solo proporcionó su...

— ¿Solo?

—Buena apreciación, mon seigneur —Archer hizo una pequeña


reverencia conciliadora, que desencadenó en un leve movimiento de mareo. Se
sostuvo con una mano del alféizar de la ventana, se enderezó y descubrió que
Morel lo observaba de esa manera desconcertante y resuelta que tenía.

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—¿Te encuentras bien, Archer? Tu aura, se ve un poco... oscura en


partes.

—Limitaciones de la edad avanzada —respondió Archer con un ligero


encogimiento de hombros—. Es muy irritante, en verdad, pero ¿qué puede hacer
uno más que agarrotarse la espalda y continuar, eh? —no valía la pena preocupar
a le seigneur con un problema sobre el que no podía hacer nada.

Larsson dejó a su prometida esperando con el equipaje junto a la


puerta y corrió a toda velocidad por el puente levadizo hacia el camino de
entrada hasta el garage-caballeriza.

—¿Cree que nunca volverán a la Grotte Cachée? — preguntó Archer.

—No debería pensar en eso —dijo Morel mientras le daba caladas al


cigarro—. Pero como sabes, uno nunca puede predecir estas cosas.

La señorita Armstrong conversó un instante con el guardia de la


caseta, Mike, norteamericano como ella. Se agachó e hizo señas. Fue cuando
Archer notó por primera vez que el gato paseaba por ahí. Su pelaje oscuro
combinaba de manera tan perfecta con las baldosas volcánicas que lo hacían
invisible. Como no hizo ningún movimiento para levantarse, ella caminó hacia él,
solo para que saliera corriendo.

—Entonces Darius está despierto —dijo Archer—. Creí que podía


estarlo.

—También lo están Elic y Lili —dijo Morel mientras señalaba a través


de la neblina hacia la torre del noreste, donde había dos figuras borrosas, una
bastante alta, de pie ante la ventana de la suite de Elic en el último piso.

Morel miraba, en apariencia fascinado, mientras las figuras se


fusionaban en un abrazo. El mentón de Elic descansaba de manera amigable
sobre la cabeza de Lili. Le seigneur le dio una calada a su ruso negro y soltó el
humo en una columna persistente, luego apagó el cigarro frunciendo el entrecejo
con melancolía.

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Archer reflexionó por un momento. Sopesaba el acierto de sacar el


tema; rara vez discutían la situación personal de le seigneur. Razonando que no
tendría tanto tiempo para abordar la cuestión, dijo en voz baja:

—Hay un camino, lo sabe.

Morel levantó la mirada de manera inquisitiva.

—No tiene que estar solo, mon seigneur —dijo Archer con sutileza—.
No tiene que morir sin tener hijos.

Un tono irritado apareció en la voz de Morel cuando dijo:

—No debo morir sin tener hijos, como bien sabes. Necesito un
heredero. La Grotte Cachée lo necesita. Los follets lo necesitan. Debes redoblar
tus esfuerzos, Archer. Encuentra a alguien.

—Con respeto, mon seigneur, si encontrar a una mujer con el Don


fuera una cuestión simple, hace mucho tiempo que hubiera...

—Hay mujeres druidas por todo el mundo... cientos, tal vez miles.

—Pero, ¿cuántas son conscientes de que lo son? —preguntó Archer—.


Y de aquellas que lo saben, ¿cuántas desean que se conozca su verdadera
naturaleza? Ni siquiera usted a veces puede reconocerlas, si se niegan con
insistencia. Pero... puede haber otra manera.

—Si sugieres que contraiga matrimonio con una mujer común y me


arriesgue a concebir a un civil... —ese era el término que le seigneur reservaba
para aquellos que no tenían el Don: civiles.

Morel negó con la cabeza y explicó:

—Los follets necesitan un gardien que pueda ver más allá de la


superficie de las cosas, explorar los corazones de los extraños y oír sus susurros
distantes. Un gardien que pueda sentir el peligro a tiempo para impedirlo. No se
puede encomendar a un civil el bienestar de los dioses vivientes, solo lo puede
hacer alguien con el Don: un druida.

El problema era que el Don era un gen recesivo. Había mutaciones de

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vez en cuando, niños druidas nacidos de civiles, o de un civil y un druida, aunque


esos casos eran extraños. Por innumerables generaciones, los ancestros de Morel
habían sido cuidadosos en casar a sus hijos con otros que tuvieran el Don, y
asegurar así la mejor custodia posible de los follets que habían estado bajo su
cuidado más de dos mil años.

—Podría haber una manera para que pudiera casarse con una mujer
común —dijo Archer—. Solo alguien que conozca y de quien se enamore, no una
druida, y aun así engendrar descendencia con el Don —Morel era un tipo guapo,
con ojos conmovedores y cabello rebelde color castaño. Archer había visto la
manera en que las mujeres lo miraban en aquellas extrañas ocasiones en las que
se mezclaba con los visitantes. Si solo se abriera a esa posibilidad, podría elegir
mujeres atractivas.

—Exceptuando un golpe de suerte improbable —dijo Morel—,


cualquier unión de un druida y un civil está destinada a dar a luz descendencia
civil. Después de veinte años en servicio, difícilmente creo que puedas haberlo
olvidado.

—Diecinueve —lo corrigió Archer mientras apagaba su cigarrillo.


Había ocupado el puesto después de que el administrateur anterior, su padre,
falleciera junto a los padres de Morel en un accidente de su avión privado. La
octava generación de su familia que servía como segundo al mando en el antiguo
clan vernae de druidas supremos, Archer consideraba la posición como un
llamado sagrado más que un empleo. Cuando llegara el momento de unirse a
sus predecesores en el pequeño cementerio en el bosque del norte —que podría
ser en unos días o dentro de años, dependiendo de a cuál doctor escuchara—
Morel en verdad tendría que buscar un sustituto fuera de la familia Archer. Era
una posibilidad que a Archer le parecía horrorosa.

Si no tuviera descendencia para continuar con la vocación ancestral, le


dolería menos, pero en realidad, tenía una hija de treinta y cuatro años. Isabel era
lo único bueno que había resultado de un matrimonio que había terminado hacía

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diecinueve años cuando su esposa de buena posición social decretó que podía
permanecer en Londres como su marido o bien intervenir como administrateur
del recientemente huérfano Adrien Morel. No había manera de que lo siguiera a
algún «triste viejo montón de lava» en la región más aislada y campestre de
Francia. Hubiera luchado por la custodia de Isabel, pero las pocas visitas de la
niña a Grotte Cachée durante la separación la habían «asustado realmente» y
había jurado que nunca más volvería a poner un pie en el «Cháteau de los
engendros».

La ex-esposa de Archer había vuelto a contraer matrimonio con una


velocidad indecorosa y se había mudado a la ciudad de Nueva York, donde Isabel
ahora trabajaba como diseñadora gráfica independiente. Archer a menudo la
visitaba en Nueva York, pero cada vez que sacaba el tema sobre la posibilidad de
que lo sucediera en su puesto, ella ponía los ojos en blanco y cambiaba de tema.

—Aquí está la cuestión —dijo Archer—. En última instancia, es su


hijo quien debe tener el Don, no su esposa.

—Sí, pero si no lo tiene, ¿cómo puede el niño...?

—Ya conoce la historia de cómo su ancestro, Brantigern el Protector,


engendró un hijo druida con Adiega aunque ella era una mujer normal, sin el
Don; cómo Elic se transformó en Elle para extraer el semen de Brantigern, el cual
después imbuyó con su esencia y se transformó...

—No puedes hablar en serio.

—Elic es un dusios, mon seigneur. Es lo que es. Sería una mujer


cuando... cuando vosotros...

— ¿Cuando follemos?

Archer se quedó mudo. Nunca había oído a Morel pronunciar una


palabra vulgar.

—Elic era prácticamente un extraño para Brantigern y Adiega —dijo


Morel—. Apenas se conocían. Pero yo lo conozco de toda la vida. Crecí a su lado.

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Solía llevarme sobre sus hombros cuando era pequeño. No podría compartir más
mi cama con él que con... bueno, cualquier viejo amigo, sin importar lo femenino
que se vea. Sabría que en realidad es él.

—No lo recordaría —dijo Archer—. Puede hacer que lo olvide. Incluso


puede mantenerlo dormido mientras...

—No a mí. El Don evita que sus poderes funcionen conmigo.

Archer no sabía eso.

— ¿Está seguro?

Inesperadamente, Morel sonrió.

— ¿Alguna vez te he contado lo de cuando desperté con Lili encima


de mí?

— ¡Santo Dios! —exclamó Archer a través de una risa incrédula—. Sin


duda bromea.

—Tenía diecisiete años, fue justo antes de que llegaras aquí. Estaba
desnuda, por supuesto, y susurraba uno de sus mashmashus, el que se suponía
que impediría que me moviera mientras ella... hacía eso para lo que había nacido.
Pero... no funcionó. Me sentí un poco débil, pero aún podía moverme. Le dije:
«Lili, ¿qué demonios haces?». Ella dijo que quería darme algo para «levantar el
velo de tristeza de esos ojos hermosos», porque, por supuesto, acababa de
perder a mis padres y a tu padre, que había sido como un tío para mí. Por eso,
Lili era como una tía. Se sentía... no lo sé. Algo incestuoso.

Archer echó una mirada al otro lado del patio, hacia la ventana de la
torre nordeste, pero Elic y Lili ya no estaban allí. Archer se imaginaba a la maga
babilónica en su mente y con ironía dijo:

—Creo que yo hubiera intentado vencer esos reparos de haber estado


en su lugar.

Morel sonrió en aprobación.

—Es magnífica, por cierto, pero cuando conoces a alguien desde la

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infancia... —negaba con la cabeza—. De cualquier modo, la magia de ellos en


apariencia no es efectiva con los de la clase druida. Si Elic (o mejor dicho, Elle)
intenta, em..., extraer mi ADN, estaría completamente consciente y me sentiría
completamente horrorizado, todo el tiempo. Y luego, por supuesto, tendría que
luchar con el hecho de saber que Elic iría a buscar a mi esposa justo después de
dejarme a mí. ¿No te das cuenta de que sentiría que la situación sería un poco
escabrosa?

El ronroneo del motor de un automóvil atrajo la atención de los dos


hacia la ventana al otro lado del cuarto, que daba al frente del castillo. Larsson se
detuvo al nivel del puente levadizo en su acerado Lamborghini descapotable de
dos plazas, salió de un salto y cargó las maletas en el maletero. Levantó la
puerta de ala de gaviota del lado del acompañante para la señorita Armstrong, y
le dio otro beso rápido mientras la ayudaba a subir al pequeño coche elegante.

—Mon seigneur —dijo Archer mientras la pareja se marchaba—. Si


solo considerara lo que le propuse, téngalo en mente como una posibilidad...

—Non. Es impensable. Répugnant. Encuéntrame una mujer druida.

Morel se volvió hacia la ventana, con los brazos cruzados y la


expresión seria.

—Haz que sea una prioridad.

Archer sabía cuándo querían que se retirara. Cruzó hasta la puerta, se


detuvo y miró hacia atrás.

Morel estaba de pie junto a la ventana, perdido en sus pensamientos


mientras observaba cómo el Lamborghini se hacía más y más pequeño en la
carretera de gravilla que salía de su pequeño y oscuro valle encantado.

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Acerca de la autora

Louisa Burton, pintora y antigua ilustradora independiente, vive en


Nueva York con su esposo y dos gatos, uno es un azul ruso que tiene un
parecido sorprendente con Darius en su encarnación felina. La Colección «La
gruta oculta», que comienza con La casa de los placeres oscuros, está inspirada
en una pasión de toda la vida por la mitología, la historia y la literatura erótica
victoriana.

Explore los misterios de la Grotte Cachee en


www.louisaburton.com

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