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I. Namu
II. Buscando a Peperina
III. Piedras de colores
IV. Tesoros en el río
V. Otra vez en la fiesta del mercado
VI. Inmortal
VII. Un universo resplandeciente
VIII. Varios años más tarde
I
NAMU
Aquella madrugada de verano, la primera vez que hablé con
Namu, me despertaron las guitarras. Y no era música
precisamente: parecía que estaban sacrificando un gato. Era
raro; nunca me despertaban las actividades de los
huéspedes del hostel. Estaba acostumbrado a dormirme con
el quilombo del patio. Sin embargo, esa madrugada abrí los
ojos y ya no pude volver a cerrarlos, o sea, a conciliar el
sueño.
Me destapé con el pie, malhumorado. Lentamente, mis
ojos se iban acostumbrando a la oscuridad de mi habitación.
En el techo brillaban las estrellas de colores y en la ventana,
entre un par de macetas con flores, Belinda dormía hecha
un ovillo peludo. La semana pasada, mi amigo Juan había
entrado en mi habitación y se había reído de las estrellas
del techo. Que eran cosas de nenitas, dijo. Y le respondí que
por ahí tenía razón, que las había pegado mi hermana hacía
un montón de años, porque esa habitación había sido de
ella. Mi hermana ahora estaba en Buenos Aires, estudiando,
le conté. En realidad, me importaba un corno lo que opinara
Juan de mi habitación. Que se metiera en sus asuntos.
Vivir en un hostel puede ser divertido. Conocés gente de
todas partes del mundo. Algunas de las personas que
conocía ni siquiera hablaban mi idioma. Algunas tenían el
pelo amarillo como un limón. O los ojos celestes, cristalinos,
como un cielo sin nubes o como el agua de los ríos. Otros
tenían los ojos diminutos y alargados como las semillas de
girasol que comía Fausto, el loro de mi abuela. Mis
preferidas eran las personas que tenían el pelo de colores.
Azul, verde, violeta, rosa. Cuando era chiquito, pensaba que
nacían así, pero no. Se lo tiñen. Algunas personas tenían
tatuajes y aritos en la nariz, en las cejas y en los labios.
Algunas chicas hasta llevaban aros en el ombligo.
Me entretenía conocer a esas personas y que me
contaran de sus países y de sus viajes. Había gente que
tenía sus viajes meticulosamente planeados: sabían cuánto
iban a gastar en el micro o el avión, en hospedaje, comida y
demás; sabían cuánto tiempo iban a quedarse. Otras,
simplemente se colgaban la mochila al hombro y viajaban
sin calendario y hasta sin dinero. Sarpado.
En el patio, seguían exorcizando la guitarra. Cuando salí
de mi habitación y me asomé al pasillo, los vi. Eran dos
chicos y una chica, cada uno con su instrumento. La chica
tocaba la pandereta mientras que uno de los chicos
rasguñaba las cuerdas de la guitarra y el otro sacudía dos
maracas. Me pregunté si de verdad creían que estaban
haciendo música. Me fijé en uno de los chicos, el de las
maracas. Tenía los brazos llenos de tatuajes. Me hubiera
gustado bajar y preguntarle qué significaba cada uno de
ellos. Tal vez así dejaran de hacer escándalo. Una vez, una
chica de Alemania me dijo que los tatuajes tienen que tener
un significado profundo, porque se llevan toda la vida y uno
tiene que estar seguro de querer llevar esa marca en su piel
para siempre. Todavía no sabía qué me gustaría llevar en mi
piel para siempre... Algunas personas llevaban el nombre de
sus padres o de sus hijos. Eso me parecía lindo, pero sin
mucho sentido, la verdad. Como si fuera posible que te
olvidaras el nombre de tu papá, o el de tu abuela. O sí, qué
sé yo. Andá a saber.
Caminé por el pasillo que llevaba al salón y salí del hostel.
—¿Qué va a hacer afuera tan tarde, amigo? —me
preguntó un chico rubio desde una de las mesas.
Casi me da un paro cardíaco. No lo había visto. Estaba
sentado en el salón, leyendo un libro. Él y su amigo
ocupaban desde la semana anterior la habitación que
estaba al lado de la mía. A pesar de que era rubio y tenía
los ojos verdes, era argentino, de Buenos Aires.
—Salgo a tomar aire —le dije, encogiéndome de hombros.
La gente de Buenos Aires siempre andaba con miedo.
Todo el tiempo preguntaban si era seguro salir al pueblo de
noche. Muy sonriente y con paciencia, mi abuela les decía
que sí, que no pasaba nada. A veces, no le creían. Una vez,
un señor dijo que en Buenos Aires le habían robado hasta el
apellido. No entendí cómo podían robarte el apellido, pero
no le pregunté nada.
Hacía calor. La calle principal del pueblo estaba desierta.
Había mucha humedad y los adoquines brillaban como
salpicados con purpurina. No sabía muy bien a dónde ir, así
que caminé hasta llegar a la plaza. Los esqueletos de los
puestos de la feria dormían, vacíos y desnudos.
Y ahí me encontré a Namu.
Claro, cuando lo vi, no lo reconocí. Es más, ni siquiera
sabía su nombre. Solo vi la silueta de un chico de mi edad
recortada contra las montañas, apoyada contra el tronco de
un árbol. Estaba leyendo. No. Estaba escribiendo.
—Hola —le dije cuando pasé junto a él.
Levantó la mirada y clavó sus ojos en mí. Entonces, lo
reconocí. Era el abanderado de séptimo.
—Hola —me respondió con una pequeña sonrisa.
En ese momento me acordé del acto de fin de año: él no
había estado, habían puesto en la bandera a una de las
escoltas.
—Parece que va a llover —le dije, mirando el cielo. No
había mucho de qué hablar. No nos conocíamos—. Perdón,
te interrumpí.
—No pasa nada. Me faltan dos versos.
Y dejó su cuaderno y su lapicera en el pasto. Lo tomé
como una invitación. Me dijo que se llamaba Mariano, pero
que le decían Namu. Y yo le dije que me llamaba Daniel y
que vivía en el hostel Nieblas del tiempo. Que mi abuela era
la dueña.
—¿En un hostel?
—Ajá.
—¿Y cómo es vivir ahí?
—Estoy acostumbrado. Siempre hay gente nueva. Nunca
se quedan más de un mes. Está bueno porque te cuentan
cosas de otros países. ¿Sabías que el café viene de una
planta?
—¿En serio?
—¡Sí! Y en Inglaterra la gente maneja los autos en el lado
derecho.
—¡Qué loco!
—¡Y hay países en donde es de noche por meses enteros!
¿Te imaginás?
—Debe dormir mucho esa gente...
—Además, a veces me regalan algo.
Era cierto, pero también era verdad que ahora que había
crecido ya no me regalaban tantas cosas. Cuando era
chiquito, me regalaban de todo. Tenía un anillo de Colombia,
un sombrero mexicano y un perfume re caro que me había
dado un señor francés. “Paga que conquistes señoguitas”,
me dijo. Todavía no lo había usado.
—Parece que hay fiesta en el mercado —dijo Namu.
—Sí, mucha gente del hostel iba a ir.
—¿Querés ir conmigo?
Lo miré. No me había fijado antes; Namu tenía los ojos
claros como la miel. Eran lindos, con pintitas verdes
alrededor del iris.
—No nos van a dejar pasar. Es para grandes. Hay alcohol.
Mariano sugirió que nos coláramos y me pareció una
buena idea.
SE PERDIÓ PEPERINA
TIENE TRES AÑOS, PELO LARGO,
ES BLANCA Y LLEVABA COLLAR.
ESTÁ PREÑADA.
¡HAY RECOMPENSA!
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