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Cuando me transforme en río

Textos de Sofía Olguín


Ilustraciones de Ornella Pocetti
Índice

I. Namu
II. Buscando a Peperina
III. Piedras de colores
IV. Tesoros en el río
V. Otra vez en la fiesta del mercado
VI. Inmortal
VII. Un universo resplandeciente
VIII. Varios años más tarde
I
NAMU
Aquella madrugada de verano, la primera vez que hablé con
Namu, me despertaron las guitarras. Y no era música
precisamente: parecía que estaban sacrificando un gato. Era
raro; nunca me despertaban las actividades de los
huéspedes del hostel. Estaba acostumbrado a dormirme con
el quilombo del patio. Sin embargo, esa madrugada abrí los
ojos y ya no pude volver a cerrarlos, o sea, a conciliar el
sueño.
Me destapé con el pie, malhumorado. Lentamente, mis
ojos se iban acostumbrando a la oscuridad de mi habitación.
En el techo brillaban las estrellas de colores y en la ventana,
entre un par de macetas con flores, Belinda dormía hecha
un ovillo peludo. La semana pasada, mi amigo Juan había
entrado en mi habitación y se había reído de las estrellas
del techo. Que eran cosas de nenitas, dijo. Y le respondí que
por ahí tenía razón, que las había pegado mi hermana hacía
un montón de años, porque esa habitación había sido de
ella. Mi hermana ahora estaba en Buenos Aires, estudiando,
le conté. En realidad, me importaba un corno lo que opinara
Juan de mi habitación. Que se metiera en sus asuntos.
Vivir en un hostel puede ser divertido. Conocés gente de
todas partes del mundo. Algunas de las personas que
conocía ni siquiera hablaban mi idioma. Algunas tenían el
pelo amarillo como un limón. O los ojos celestes, cristalinos,
como un cielo sin nubes o como el agua de los ríos. Otros
tenían los ojos diminutos y alargados como las semillas de
girasol que comía Fausto, el loro de mi abuela. Mis
preferidas eran las personas que tenían el pelo de colores.
Azul, verde, violeta, rosa. Cuando era chiquito, pensaba que
nacían así, pero no. Se lo tiñen. Algunas personas tenían
tatuajes y aritos en la nariz, en las cejas y en los labios.
Algunas chicas hasta llevaban aros en el ombligo.
Me entretenía conocer a esas personas y que me
contaran de sus países y de sus viajes. Había gente que
tenía sus viajes meticulosamente planeados: sabían cuánto
iban a gastar en el micro o el avión, en hospedaje, comida y
demás; sabían cuánto tiempo iban a quedarse. Otras,
simplemente se colgaban la mochila al hombro y viajaban
sin calendario y hasta sin dinero. Sarpado.
En el patio, seguían exorcizando la guitarra. Cuando salí
de mi habitación y me asomé al pasillo, los vi. Eran dos
chicos y una chica, cada uno con su instrumento. La chica
tocaba la pandereta mientras que uno de los chicos
rasguñaba las cuerdas de la guitarra y el otro sacudía dos
maracas. Me pregunté si de verdad creían que estaban
haciendo música. Me fijé en uno de los chicos, el de las
maracas. Tenía los brazos llenos de tatuajes. Me hubiera
gustado bajar y preguntarle qué significaba cada uno de
ellos. Tal vez así dejaran de hacer escándalo. Una vez, una
chica de Alemania me dijo que los tatuajes tienen que tener
un significado profundo, porque se llevan toda la vida y uno
tiene que estar seguro de querer llevar esa marca en su piel
para siempre. Todavía no sabía qué me gustaría llevar en mi
piel para siempre... Algunas personas llevaban el nombre de
sus padres o de sus hijos. Eso me parecía lindo, pero sin
mucho sentido, la verdad. Como si fuera posible que te
olvidaras el nombre de tu papá, o el de tu abuela. O sí, qué
sé yo. Andá a saber.
Caminé por el pasillo que llevaba al salón y salí del hostel.
—¿Qué va a hacer afuera tan tarde, amigo? —me
preguntó un chico rubio desde una de las mesas.
Casi me da un paro cardíaco. No lo había visto. Estaba
sentado en el salón, leyendo un libro. Él y su amigo
ocupaban desde la semana anterior la habitación que
estaba al lado de la mía. A pesar de que era rubio y tenía
los ojos verdes, era argentino, de Buenos Aires.
—Salgo a tomar aire —le dije, encogiéndome de hombros.
La gente de Buenos Aires siempre andaba con miedo.
Todo el tiempo preguntaban si era seguro salir al pueblo de
noche. Muy sonriente y con paciencia, mi abuela les decía
que sí, que no pasaba nada. A veces, no le creían. Una vez,
un señor dijo que en Buenos Aires le habían robado hasta el
apellido. No entendí cómo podían robarte el apellido, pero
no le pregunté nada.
Hacía calor. La calle principal del pueblo estaba desierta.
Había mucha humedad y los adoquines brillaban como
salpicados con purpurina. No sabía muy bien a dónde ir, así
que caminé hasta llegar a la plaza. Los esqueletos de los
puestos de la feria dormían, vacíos y desnudos.
Y ahí me encontré a Namu.
Claro, cuando lo vi, no lo reconocí. Es más, ni siquiera
sabía su nombre. Solo vi la silueta de un chico de mi edad
recortada contra las montañas, apoyada contra el tronco de
un árbol. Estaba leyendo. No. Estaba escribiendo.
—Hola —le dije cuando pasé junto a él.
Levantó la mirada y clavó sus ojos en mí. Entonces, lo
reconocí. Era el abanderado de séptimo.
—Hola —me respondió con una pequeña sonrisa.
En ese momento me acordé del acto de fin de año: él no
había estado, habían puesto en la bandera a una de las
escoltas.
—Parece que va a llover —le dije, mirando el cielo. No
había mucho de qué hablar. No nos conocíamos—. Perdón,
te interrumpí.
—No pasa nada. Me faltan dos versos.
Y dejó su cuaderno y su lapicera en el pasto. Lo tomé
como una invitación. Me dijo que se llamaba Mariano, pero
que le decían Namu. Y yo le dije que me llamaba Daniel y
que vivía en el hostel Nieblas del tiempo. Que mi abuela era
la dueña.
—¿En un hostel?
—Ajá.
—¿Y cómo es vivir ahí?
—Estoy acostumbrado. Siempre hay gente nueva. Nunca
se quedan más de un mes. Está bueno porque te cuentan
cosas de otros países. ¿Sabías que el café viene de una
planta?
—¿En serio?
—¡Sí! Y en Inglaterra la gente maneja los autos en el lado
derecho.
—¡Qué loco!
—¡Y hay países en donde es de noche por meses enteros!
¿Te imaginás?
—Debe dormir mucho esa gente...
—Además, a veces me regalan algo.
Era cierto, pero también era verdad que ahora que había
crecido ya no me regalaban tantas cosas. Cuando era
chiquito, me regalaban de todo. Tenía un anillo de Colombia,
un sombrero mexicano y un perfume re caro que me había
dado un señor francés. “Paga que conquistes señoguitas”,
me dijo. Todavía no lo había usado.
—Parece que hay fiesta en el mercado —dijo Namu.
—Sí, mucha gente del hostel iba a ir.
—¿Querés ir conmigo?
Lo miré. No me había fijado antes; Namu tenía los ojos
claros como la miel. Eran lindos, con pintitas verdes
alrededor del iris.
—No nos van a dejar pasar. Es para grandes. Hay alcohol.
Mariano sugirió que nos coláramos y me pareció una
buena idea.

El estacionamiento del mercado tenía un paredoncito muy


bajo, así que solo con subirnos a un árbol y pegar un salto,
ya estábamos adentro.
Pasaban cumbia y cuarteto, y habían adornado el
mercado (donde de día vendían carne, pescado, frutas,
verduras, granos y hasta gallinas) con globos, guirnaldas de
colores y luces de Navidad. Yo sabía que solo hacían esas
fiestas para entretener a los turistas que llegaban de todo el
mundo. Durante el año, el mercado era simplemente un
mercado. El lugar se veía bastante patético, si tengo que ser
sincero. Nada que ver con esos boliches con luces y bolas
giratorias que pasaban en la televisión.
Parecía que la gran mayoría de los presentes eran
turistas: pieles muy blancas, cabellos muy rubios o teñidos
de colores, bocas y uñas pintadas, tatuajes, piercings. Era la
gente que veía todos los días en mi casa, en el hostel. Sin
embargo, Mariano parecía de buen humor. Sonreía y movía
la cabeza al compás de una canción de amor de Rodrigo.
Caminamos entre las parejas y la gente que bailaba. Era
evidente que estábamos fuera de lugar, que nos habíamos
colado. Rogaba por que Natalia, la empleada del hostel, no
anduviera por ahí con su marido. Si nos veía, era hombre
muerto.
—Nunca vine a una fiesta de estas —dijo Namu, mirando
con ojos brillantes a la multitud que bailaba y me pareció
que su voz había sonado triste. Una chica alta y de pelo rojo
daba vueltas y vueltas sin parar de la mano de un hombre
igual de alto.
—Bueno, cuando seamos grandes vamos a poder venir
sin tener que colarnos. Pero vamos a tener que pagar
entrada, eso sí. Andá ahorrando.
Sus ojos parecieron perder un poco de brillo. Y entonces
me dijo que no iba a llegar a grande. Que estaba enfermo.
No supe qué decirle, así que no dije nada. Nos sentamos en
la escalera que llevaba al segundo piso, alejados de la
multitud.
Ahora pasaban una canción lenta y la chica del pelo rojo
se movía suavemente con la mejilla apoyada en el hombro
de su pareja. En el estribillo, se besaron.
—Nunca le di un beso a nadie —susurró Namu, como
pensativo.
—Yo tampoco —le dije, quizá con la intención de animarlo
un poquito. Pero era en vano. Porque yo sí llegaría a grande.
¿O no?
Esa madrugada, cuando volví a mi habitación y a la
cama, guardé en la mesita de luz el poema que me había
regalado.

Aquí las noches duran más.


Salen despeinadas entre los cerros
y beben las gotas de rocío
directamente del cielo.
Ayudan a las ovejas perdidas
y se meten al agua
cuando el sol se asoma.

Y cuando me acosté, recordé por qué algunos de los chicos


de séptimo se burlaban de él. Mariano siempre escribía
poemas para la revista de la escuela. Se reían de esos
poemas y de que fuera el mejor de la clase. No entendía por
qué se burlaban de eso. A mí me hubiese gustado ser el
mejor de mi clase para que mi abuela no tuviera que pagar
profesores particulares y no se enojara conmigo cada vez
que me sacaba una mala nota.

Había un hombre en el hostel que ocupaba la misma


habitación desde noviembre. Todo un récord. Se sentaba en
un rincón del salón con su computadora sobre la mesa y
pedía un jugo de naranja. Cuando le llevaba su jugo,
intentaba mirar por encima de su computadora para ver qué
estaba haciendo, pero nunca alcanzaba a ver nada. Él, muy
educado, me sonreía y dejaba un billete de cinco pesos
debajo del plato de las galletitas. Mi abuela decía que era
escritor, aunque a mí me parecía demasiado joven para ser
escritor. Además, siempre andaba vestido con remera y
jeans, y los escritores tenían que vestirse elegantes, ¿no? Y
hasta un tatuaje tenía: un par de frases escritas con tinta
negra en el antebrazo derecho. Me imaginaba cómo sería
tener un tatuaje ahí; tenía que ser algo muy importante,
algo de lo que no quería olvidarse. Pensé en tatuarme las
reglas de las ecuaciones.
Ese día, el escritor estaba ahí, en su mesa de siempre,
tomándose un té de menta. Al parecer, no estaba
escribiendo. Tenía los auriculares puestos. ¿Sería posible
escribir con música? Cuando le llevé un plato de galletitas,
me sonrió y me agradeció con un gesto de la cabeza. Luego,
lo vi sacar de la billetera un colorido billete de cinco pesos.
La gente no solía dejarme propina (solo me regalaban
caramelos, helados o alguna otra pavada), pero ahora
siempre andaba por el salón por las mañanas, para atender
cualquier pedido del escritor y guardarme el billete en el
bolsillo antes de que lo viera mi abuela.
Después de almorzar, Juan me fue a buscar para jugar al
fútbol. Esta vez había una pelota de verdad, una de cuero,
no una de papel envuelta en cinta scotch, aunque la pelota
de papel superaba la tapita de gaseosa que habíamos usado
el año anterior.
Pero no sé, como que el fútbol me estaba aburriendo.
Tenía la cabeza en otro lado. Erré todos los penales y mi
equipo perdió quince a cuatro. Esteban se enojó y me dio un
pelotazo en la panza, así que me calenté y me fui. Siempre
jugábamos en la placita que estaba enfrente de la entrada
al parque de las ruinas, ahí donde van siempre los turistas a
sacarse fotos y a comprar recuerdos.
Pasé derecho por el Jardín Botánico y volví a la avenida
principal del pueblo. En la estación, los turistas se bajaban
de los micros cargando sus valijas y mirando a su alrededor
con sonrisas todas iguales. No entendía por qué sonreían
tanto. Vivir en un pueblo era tan aburrido... Tal vez por eso
nadie se quedaba más de un mes. Se daban cuenta del
aburrimiento. El aburrimiento los ahuyentaba. Por eso, los
grandes hacían esas fiestas. Para que pensaran que éramos
divertidos.
Caminé y llegué a la plaza. Caminé más y atravesé el
mercado, restaurantes, negocios de recuerdos, el museo,
hostels, más restaurantes, más hostels... y me alejé tanto
del centro que llegué hasta el río. La temperatura en la
montaña era más baja y si uno subía lo suficiente, hasta
podía tocar las nubes. Arriba, entre las montañas más altas,
todavía vivían indígenas; hombres y mujeres que
pastoreaban ovejas, sembraban su comida y tejían su
propia ropa. Nunca había visto sus casas, solo los veía por
entre las montañas, sobre los lomos de algún burrito
cansado o guiando sus cabras entre los caminos.
—¡Ey, Daniel!
Me giré, sobresaltado. Era Mariano. Estaba sentado en la
orilla del río con los pies en el agua. Me sonrió y me acerqué
a él.
—¿Todo bien? —le dije.
Nos saludamos con un choque de puños y me senté a su
lado. Otra vez estaba escribiendo un poema. Tenía un
cuaderno sobre las piernas y una lapicera. Se encogió de
hombros.
—Sí —dijo, bajando la mirada.
Recordé lo que me había dicho la madrugada anterior.
Que estaba enfermo, que no llegaría a ser grande. Y me
sentí triste, porque todas las personas deberían llegar a
grandes, a viejitas y arrugadas como mi abuela. Pero no le
dije nada. Si mi abuela se enteraba de que le había dicho
vieja, me dejaba sin cenar. Y mi abuela se enteraba de todo.
En el pueblo decían que era bruja. Doña Bruja.
—¿Querés venir a mi casa? —lo invité.
Tal vez mi abuela pudiera ayudarlo. A veces, ella ayudaba
a las personas enfermas. Cuando el médico no podía curar a
una persona, la mandaba a lo de mi abuela. No le dije nada
a Namu, porque a veces no había nada que ella pudiera
hacer.
—Tengo un loro que habla. ¿Viste alguna vez un loro que
habla? —le pregunté.
—No. ¿Qué dice?
—¡De todo!
Se puso las zapatillas y empezamos a caminar de vuelta
hacia el pueblo. Namu vivía en una casita alejada del
centro, me contó. Su papá trabajaba alquilándoles caballos
a los turistas. Me señaló el pequeño establo desde el
camino.
—También tengo una gata que se llama Belinda —le
comenté—. En realidad, es de mi abuela, pero se pasa todo
el tiempo conmigo.
Cuando pasábamos por el Jardín Botánico, vi al escritor
sentado junto a un enorme cactus. Parecía que estaba
meditando y se lo veía triste.
—¿Quién es ese tipo? ¿Lo conocés? —me preguntó Namu.
—Se está quedando en mi casa —le dije—. Mi abuela dice
que es escritor.

En el salón del hostel había un montón de gente esperando


para que les tomaran el ingreso y les dieran una habitación.
Natalia anotaba los nombres de las personas y recibía la
plata. No había nadie interesante; nadie con pelo de colores
o con tatuajes o con cara de haber nacido en otro
continente.
Por suerte, tampoco había nadie en el patio. Solo estaba
Fausto en las ramas de una higuera, picoteando los higos.
Cuando me vio, voló hasta mi hombro y empezó a
mordisquearme la oreja suavecito. Namu se rió y alargó la
mano para acariciarle la cabeza.
—Parece de algodón —dijo. Y Fausto desplegó las alas y
dejó que mi nuevo amigo le rascara las axilas. Bueno,
suponiendo que los loros tengan axilas, claro.
—Hola, hola, hola —decía Fausto. Namu se reía a
carcajadas—. Papa, papa, qué rico, ¡qué rico!
Invité a Namu a quedarse a cenar, así que llamó a su
casa para pedirle permiso a su mamá. Yo quería saber si mi
abuela podría ayudarlo, pero mientras comíamos en la
terraza (a donde los huéspedes no tienen permitido ir), me
di cuenta de que no podría. La noté triste.
—A veces, la gente se tiene que ir antes de tiempo —me
dijo, después de que Namu se fuera con su papá en el lomo
de una yegua color chocolate.
Sus palabras me enojaron. Y me encerré en mi habitación
sin lavar los platos. Ella no me retó. Me parecía tan injusto
que Namu tuviera que morirse... Morir. Qué fea palabra.
Y para más bronca, los tres chiflados volvían a torturar
sus instrumentos musicales, ahí en el patio. Fausto entró por
la ventana, espantado, y se paró en la cabeza de Belinda.
Ella ni se molestó en abrir los ojos. Belinda era muy vaga; se
podía pasar el día entero durmiendo.
¿Y si les decía que me estaban molestando? ¿Si les decía
que quería dormir? Tal vez podría pedirles amablemente que
tocaran y hablaran más bajo...
Salí de mi habitación y me asomé por el balcón.
—¡Los poetas son inmortales! —decía la chica—. ¡Viven
para siempre en sus versos!
Levantó su vaso y sus amigos la imitaron.
—¡Por nuestro amigo Javier, que no va a morir nunca!
Y brindaron entre risas y lamentos de la guitarra. El tal
Javier era el chico de los tatuajes, que luego del brindis se
puso de pie, agarró un librito que estaba sobre la mesa y
leyó un poema para sus amigos.

—Los poetas viven para siempre en sus poemas, en su obra


—me explicó mi abuela a la mañana siguiente, mientras
hacíamos el café—. Todos los artistas viven en su obra,
incluso después de su muerte. Los pintores viven en sus
cuadros y los escultores en sus esculturas. Pero eso no
quiere decir que no mueran físicamente, ¿me entendés,
Dani? Siguen vivos porque están en la memoria de las
personas.
Quise decirle que no era tan tonto como para creer que
los poetas no se morían nunca. Pero, quién sabe, tal vez
albergaba un poco de esperanza. Sin embargo, cuando salí
de la cocina, ya sabía qué tenía que hacer para volver
inmortal a Mariano.
—¿Cuánto vale hacer un libro?
El viejito de la librería, la única librería en varias
manzanas, me miró con los ojos entornados.
—Mucho —me respondió.
—¿Cuánto es mucho? —le pregunté.
Puso los brazos en la cintura y sacudió la cabeza.
—No sé.
Parpadeé.
—Ah, buenísimo.
No me estaba siendo de mucha ayuda. En ese momento,
entró una señora y dijo que necesitaba fotocopias. El viejito
me dejó y se fue a atenderla. Mi abuela lo hubiera retado
por maleducado. No me fui. Observé cómo la señora le
pasaba unos papeles y el viejito los agarraba, les alisaba las
arrugas y los metía en la fotocopiadora. En menos de un
minuto, de la máquina salieron cinco copias idénticas. La
señora le pasó un billete y el viejito le devolvió una moneda
de cincuenta centavos.
Volví a casa corriendo.
—¿Podés recoger las mesas, Dani, por favor? —me pidió
Natalia antes de que desapareciera del salón.
Lo hice. Y cuando llegué a la mesa del escritor, vi que un
nuevo billete de cinco pesos aguardaba allí, debajo de la
taza. Sonreí y me los guardé en el bolsillo del pantalón.
Tenía que juntar más de esos billetes para volver inmortal a
Namu.
II
BUSCANDO A PEPERINA
Días más tarde, mi abuela me mandó al pueblo vecino a
pagar unas facturas. Allí, en una pared de la estación de
colectivos, en el quiosco de un señor llamado don Hugo, vi
un cartel:

SE PERDIÓ PEPERINA
TIENE TRES AÑOS, PELO LARGO,
ES BLANCA Y LLEVABA COLLAR.
ESTÁ PREÑADA.
¡HAY RECOMPENSA!

Era mi oportunidad. Podía buscar a esa perra perdida,


encontrarla y cobrar la recompensa. Emprendería la
búsqueda esa misma tarde.
Mi abuela hizo ñoquis de verdura y comimos en el jardín
junto a un par de huéspedes. Después de almorzar, volví a
la terminal y nuevamente tomé el colectivo hacia el pueblo
vecino.
El pueblo vecino era más tranquilo porque era más
chiquito. A la hora de la siesta, las calles siempre estaban
más despejadas. No había micros ni autos, solo algunos
turistas caminando tranquilamente bajo el sol de enero,
transpirando debajo de sus sombreros de paja.
¿Dónde se habría escondido un perro? Para saberlo, tenía
que pensar como un perro. Tal vez me hubiera ido a un
lugar donde hubiera ovejas, para molestarlas o merendarme
alguna. Al río, a tomar agua. Era difícil eso de pensar como
un perro.
Pasé por la iglesia. A veces, los perros callejeros se
juntaban ahí en invierno. Se acurrucaban en la entrada para
darse calor entre ellos. Tomaban el agua que les ponía el
sacerdote en un tarrito y comían las sobras que les dejaban.
Pero no había ningún perro blanco entre los perros de la
iglesia. Peperina no estaba ahí.
Ese pueblo era más elegante que el mío. Los hostels eran
más caros y hasta había un parque de diversiones. Ellos
tenían el Cerro de Nueve Colores... pero en el nuestro
estaban las ruinas y la Garganta del Diablo, un hueco
profundísimo en la montaña que decían que llevaba al
mismísimo infierno. Además, si queríamos, nosotros
podíamos hacer un parque de diversiones. Y ellos no podían
inventarse unas ruinas.
Mientras caminaba por entre unos cerros bajos, vi una
silueta lejana. Me sorprendí al darme cuenta de que era el
escritor. ¿Qué andaba haciendo por ahí? Vi que se agachaba
y que se metía cosas en los bolsillos. Estaba recolectando
piedras. Ah, otra cosa interesante que tenían nuestros
vecinos, además del cerro: montones de piedras de
diferentes colores. Había piedras verdes, azules, violetas.
Algunos artesanos hacían adornos con las piedras
multicolores de las montañas; o collares, anillos o pulseras.
Era raro, el escritor ese. El escritor que ni sabía si de
verdad era escritor. Me lo quedé mirando un rato y lo vi
desaparecer entre los cactus.
Encontré un ciervito salvaje, unas ovejas pastando y una
cáscara de huevo vacía. Pero ni rastro de Peperina.
—Hola, señor —le dije al pastor de las ovejas cuando lo
encontré en la punta de un cerro—. Estoy buscando una
perra blanca. Se llama Peperina. ¿La vio por acá?
Era un viejito bajito y con la cara arrugada como una pasa
de uva. Se llevó la mano a la frente para protegerse los ojos
del sol y me miró.
—Sí, creo que la vi el otro día caminando cerca de la Roca
del Indio. Tal vez siga por esa zona.
La Roca del Indio estaba del otro lado del cerro, pasando
la casa de doña Herminia, una señora amiga de mi abuela
pero muchísimo más vieja. Era quien le había enseñado a
curar a las personas. Crucé el bosquecito. En esa zona, los
cactus eran más altos. La mayoría tenía flores amarillas,
pero ahí había cactus con flores naranjas y hasta rosadas.
—¡Hola, doña Herminia! —la saludé cuando la vi tomando
mate en su jardín de hierbas. Desde lo lejos me llegaba el
perfume de las plantas de su jardín. Doña Herminia tenía el
pelo blanco largo hasta la cintura y atado con una cinta roja.
—Hola, Danielito —me saludó sonriéndome por encima de
su mate. Yo odiaba que me dijeran Danielito, pero a ella se
lo perdonaba—. ¿Qué andás haciendo por acá?
—Estoy buscando una perrita blanca. Se llama Peperina.
¿La vio por acá?
—Una perra blanca... —susurró—. Anoche soñé con una
perra blanca. En realidad, soñé con cuatro perros blancos.
Los vi cruzando el Puente Deseado.
—¡Gracias, doña Herminia! —le dije, y me largué a correr.
El Puente Deseado estaba pasando la Roca del Indio,
mucho más lejos de lo que había pensado. De repente, me
frené. ¿Había escuchado bien? Doña Herminia me había
dicho que había visto cuatro perros blancos... ¡en un sueño!
Solté una carcajada... pero de repente me puse serio. Si
mi abuela me hubiera visto reírme de doña Herminia, me
hubiera retado. Así que seguí mi camino hacia la Roca del
Indio, rumbo al Puente Deseado. De vez en cuando, me
cruzaba con algún que otro turista que aprovechaba la tarde
para echarse una siesta al sol.
No vi nada en los alrededores de la Roca del Indio, una
piedra enorme que se llamaba así porque parecía el perfil
de un hombre. Solo vi cactus, rocas, pájaros salvajes y la
muda de una serpiente. Ningún rastro de una perra blanca.
—¡Hola , señora! —le dije a una mujer que les sacaba
fotos a los pájaros que volaban sobre nuestras cabezas con
una cámara enorme.
—Hello! —me dijo ella. Ups, la señora no hablaba mi
idioma, hablaba inglés. Le sonreí, incómodo.
—Estoy buscando un perro... Dog... White, a white dog!
Me señalé los ojos, diciendo white, white. La mujer asintió
con la cabeza. Dijo algo en su idioma, pero al ver que no le
entendía, se mordió el labio.
—Bridge... Poenche deseadou... Hospichal!
Y eso fue suficiente.
—¡Gracias!
La señora había visto a Peperina cerca del hospital. Y para
llegar al hospital había que atravesar el Puente Deseado.
Por debajo del puente pasaba un río. Ahí, a veces la gente
paseaba en lancha o en bote y cuando hacía mucho calor se
quedaban tomando sol en la orilla. Cuando crucé el puente,
solo vi a dos señoras recostadas sobre sus toallas tomando
sol.
Caminé de vuelta al pueblo. La gente ya se había
despertado de su siesta. Iban a la iglesia, al mercado, a la
lavandería; y los vendedores ambulantes vendían
empanadas y tortitas caseras. El hospital estaba en el
centro del pueblo. “Para que a todos les quede más o menos
cerca”, según mi abuela. En nuestro pueblo teníamos un
hospital, pero era mucho más chiquito que este. Y cuando
ahí no había médico, no nos quedaba otra más que
tomarnos un colectivo y venir hasta acá.
El hospital era uno de los pocos edificios de color blanco,
junto con la iglesia. Todas las casitas y construcciones del
pueblo eran de color ladrillo. ¿De verdad la perra estaba ahí,
en el hospital? Me la imaginé acostada en una cama, con
una bata blanca. Atravesé las puertas y caminé por el
parque lleno de árboles que llevaba al edificio. Había
ambulancias y autos estacionados, y a lo lejos vi a un señor
en una silla de ruedas leyendo a la sombra de un cactus. Tal
vez él la hubiese visto.
—Hola, señor. Estoy buscando una perra blanca. ¿La vio
por acá?
El señor levantó la mirada de su libro y me contempló por
encima de sus anteojos.
—Una perra blanca —suspiró—. Sí, está ahí. —Y señaló
con un dedo flaco la pequeña capilla del hospital,
enmarcada por dos altos pinos.
Fui hasta la capilla corriendo. No tuve que buscarla
demasiado. Peperina estaba acurrucada entre unas mantas,
en una casita que le habían fabricado con una caja de
cartón. Y ahí estaban sus perritos, blancos como ella,
tomando la leche. Tenía un plato de comida para perro por
la mitad y un tachito con un poco de agua. La habían
cuidado bien, pero tenía dueño y merecía estar con su
familia.
Así que le agradecí al señor de la silla de ruedas y salí del
hospital corriendo. Tenía que avisarle a don Hugo que su
perrita estaba en el hospital y que ya había tenido a sus
cachorros. Y lo mejor de todo: obtendría la recompensa. Con
ella haría fotocopias de los poemas de Namu para fabricar
sus libros.
Llegue a la estación. Nuevos micros acababan de llegar.
Una gente bajaba y otra gente subía.
—¡Don Hugo! —le dije al quiosquero por la ventanilla del
quiosco—. Su perra Peperina está en el hospital. ¡Ya tuvo
sus perritos!
—¡Peperina! —gritó una voz, una nena que no alcancé a
ver—. ¡Peperina está en el hospital!
—¡Apareció Peperina! —gritó otra voz desde el fondo del
quiosco.
—¿Peperina?
—¡Vamos al hospital a buscar a Peperina!
Don Hugo cerró el quiosco en menos de un minuto y salió
junto a sus hijas del negocio.
—¡Tomá, Dani! ¡Muchas gracias! —exclamó. Y, antes de
subirse a la camioneta, me puso en la mano una enorme
bolsa de caramelos.

Burlado. Así me sentía mientras los cactus desfilaban frente


a mis ojos, detrás de las ventanillas del colectivo. Me había
pasado la tarde buscando a un perro con la esperanza de
una recompensa en dinero y ahora simplemente me estaba
muriendo de sed por culpa de los caramelos que me había
comido. No podía pagar fotocopias con caramelos. Bueno,
por lo menos voy a poder compartirlos con Namu, me dije
mirándolos con el ceño fruncido.
III
PIEDRAS DE COLORES
Cuando volví a casa, mi abuela estaba tomando mate en el
patio con doña Flora.
—¿Por qué esa cara, Dani? —me preguntaron.
—Porque no tengo otra.
Mi abuela me miró con las cejas juntas.
Les expliqué todo: que había recorrido todo el pueblo
vecino en busca de un perro, que lo había encontrado y
que...
—¡Como recompensa me dieron esto!
Y tiré sobre la mesa la bolsita, en la que los caramelos se
mezclaban con los papeles vacíos.
Las dos se rieron.
—¿Y qué querías? ¿Plata? —dijo mi abuela.
—Y sí. Obvio.
—Yo te puedo pagar si me ayudás con mi trabajo —me
ofreció doña Flora.
Ella era artesana. Hacía objetos de decoración y tenía un
puesto en la feria de la plaza. Y el negocio era este: yo
podía ir al pueblo vecino, más precisamente a la zona del
Cerro de Nueve Colores, y buscar piedras coloridas, piedras
lindas, para que ella pudiera usar en sus artesanías. Me
pagaría, por supuesto. Y de paso le hacía un favor, que ella
estaba muy vieja y ya no estaba para esos trotes.
—¡Trato hecho!
Me quedé un rato ahí con ellas, escuchando lo que
hablaban. A mi abuela le gustaba recordar tiempos de
cuando era joven o de cuando mi abuelo estaba vivo. No lo
hacía con nostalgia o con tristeza. Me pregunté si me
acordaría de Namu de esa manera. Quería acordarme de él
con alegría, pero me parecía difícil. Tal vez pudiera pedirle a
mi abuela que me enseñara. Mientras pensaba esas cosas,
Fausto se posó sobre la mesa y empezó a picotear las
galletitas. Mi abuela lo dejó y doña Flora no dijo nada,
aunque yo sabía que el loro no le caía bien. Ella sabía que
mi abuela amaba a Fausto y le consentía todos sus
caprichos.
En ese momento, apareció el escritor. Nos saludó con un
educado hola y se fue para la cocina comunitaria, donde
cada huésped podía prepararse su comida con los
ingredientes que teníamos ahí o con los que ellos
compraban.
El escritor se hizo un café con leche y pidió permiso para
sentarse con nosotros a la mesa. Fausto se le acercó y
comenzó a picotearle la mano, el anillo de casado que
llevaba en el dedo anular de la mano izquierda. Parpadeé.
No me había fijado en ese anillo. El escritor estaba solo en
el hostel. Le sonrió a Fausto, se sacó el anillo y comenzó a
jugar con el loro. Fingía que se lo daba, pero no se lo daba.
Se lo acercaba, se lo alejaba. Mi abuela, cuando lo vio, le
dijo divertida:
—No haga eso. Se lo va a robar y no me hago
responsable.
Él sonrió con tristeza, miró el anillo y dijo que era viudo.
Que en algún momento se lo tendría que sacar. Yo estaba a
punto de preguntarle si de verdad era escritor, pero no me
animé.
En realidad, lo que quería preguntar era por qué las
personas tenían que morirse antes de tiempo. Pensar en eso
me entristecía.

Nos habíamos puesto de acuerdo con Namu para ir a buscar


piedras al pueblo vecino. No le había contado que me darían
dinero por ellas; simplemente le dije que era un favor que le
haría a una amiga de mi abuela. Él aceptó y nos
encontramos una tarde en la entrada del Jardín Botánico.
Tenía una remera blanca y unos jeans cortados por las
rodillas. No me había fijado, pero su piel era un poquito más
oscura que la mía, del color del café con leche. Mi piel tenía
más leche que café, pero nuestro pelo era igual de negro. El
suyo era un poquito ondulado; el mío era más lacio.
Nos saludamos con un choque de puños y él se fijó en mi
bicicleta. Era roja y estaba vieja, pero yo le tenía cariño.
—Me gusta tu bici —dijo.
—La heredé de mi abuela —le conté—. Y ella la heredó de
mi abuelo. Ahora la uso yo porque ella está muy vieja para
andar en bicicleta. Subite, dale.
—Tengo miedo. ¿Y si me caigo?
—Más abajo del piso no vas a ir.
—Daniel...
—Dale, no te vas a caer. Agarrate de mí.
Se subió a la bici, se agarró de mis hombros y
emprendimos camino. Estaban llegando más turistas. Micros
llenos pasaban al lado nuestro y los dueños de los hostels
comenzaban a sacar a la calle los carteles con sus ofertas
de alojamiento: comida, wifi y cable. Los artesanos recorrían
el pueblo con sus carritos llenos de llaveros, imanes para la
heladera, cuadritos y todo tipo de recuerdos. Otros sacaban
a pasear sus llamas o sus ponis, para que las personas se
sacaran fotos con ellos.
El camino al pueblo vecino no era muy largo, pero el sol
estaba pegando muy fuerte. Sentía que se me estaba
empapando la remera por culpa de la transpiración.
—Traje sanguchitos para que comamos —me dijo Namu
cuando nos bajamos de la bici.
—Yo tengo un montón de caramelos. Me los regalaron por
encontrar un perro perdido.
Fuimos hasta las montañas caminando. El camino estaba
cada vez más lleno de piedras y era imposible transitarlo
arriba de la bicicleta.
Namu me contó que había tenido un perro, pero que
había muerto de viejito. Ahora tenía dos, pero eran de su
papá y se pasaban todo el tiempo afuera. Su mamá no los
dejaba entrar a la casa porque rompían todo. Yo nunca
había tenido un perro, le conté. Me bastaba con Belinda, la
gata, y con Fausto, el loro parlante. A veces se portaban mal
y hacían mucho quilombo. Fausto se metía al salón del
hostel (tenía prohibido estar ahí) y revoloteaba por las
mesas de las personas para robarles el pan o las galletitas.
Nadie se enojaba, a todos les daba risa y hasta nos pedían
permiso para sacarse fotos con él. A veces, Fausto se subía
al lomo de Belinda y la gata caminaba por todos lados con
el pájaro arriba. Era demasiado vaga como para sacárselo
de encima.
—¿Nunca lo lastimó? —preguntó Namu, inclinándose para
agarrar una piedra de color azul con manchitas violetas. La
metió en la bolsa que yo llevaba.
—No, está acostumbrada a él. Están juntos desde
chiquititos.
Cuando llegamos al pie de la montaña más alta, ya
teníamos la mitad de la bolsa llena de piedritas de todos los
tamaños y todos los colores. A lo lejos, en los cerros bajos,
un grupo de turistas caminaban y contemplaban el pueblo
con binoculares. Levanté una linda piedra azul marino con
forma de corazón y la guardé en la bolsita. Namu me mostró
la roca que había agarrado.
—Mirá, esta piedra parece un pato.
Era verdad. Pronto, descubrimos que todas las piedras se
parecían a algo si le poníamos un poco de imaginación.
Había una que se parecía a una tortuga. Otra, una piedra de
color rojizo, se parecía a un cactus.
—A los turistas les gustan los cactus —dijo mi amigo—. Mi
tía tiene montones de cactus en su jardín y los vende en la
plaza re caros. ¡Y la gente se los compra!
Era verdad. Y yo tampoco sabía qué tenían los cactus de
especial. Eran pinchudos y no los podías agarrar sin correr
peligro de lastimarte. El verano pasado, una chica francesa
se había clavado una espina en la mano y el novio había
tenido que llevarla al hospital. Y había gente que pagaba
por esas plantas asesinas.
—Pero los cactus que vende mi tía son más lindos que
estos —agregó Namu, señalando con la cabeza los cactus
de flores amarillas que estaban por todas partes—. Algunos
tienen flores rosas o naranjas. Hay algunos que tienen unas
flores blancas que parecen de porcelana.
Cuando encontramos un lugarcito a la sombra, detrás de
unas rocas de color naranja ladrillo, dejamos la bici y nos
recostamos para descansar. Y descubrimos que las piedras
no eran lo único que tenía formas.
—¡Esa nube se parece a un dragón! —exclamó Namu.
—No, es una víbora.
—Los dragones son de la familia de las serpientes. O al
revés. Algo así me contó mi papá.
—Los dragones no existen.
—Esa de ahí se parece a un gato.
—¡Es Belinda!
—¡Sí, Belinda! ¡Belinda en las nubes!
—Cuando me muera, quiero transformarme en una nube.
Me quedé callado, sorprendido por sus palabras.
Nunca habíamos hablado del tema. Me parecía
demasiado triste y no sabía si él quería hablar del asunto. Al
parecer, no se sentía tan incómodo. Entonces, me di cuenta
de que seguramente los padres ya se lo habían llevado a mi
abuela antes que yo.
Mi abuela siempre decía que nada muere en realidad.
Que todo se transforma. Los cuerpos de las personas que
mueren, cuando las entierran, alimentan la tierra. Y de la
tierra se nutren las plantas. De las plantas se alimentan los
animales. Y así, desde el principio de los tiempos, según
ella. Nada muere, todo vive y vive para siempre.
Contemplé a mi amigo. Tenía los ojos cerrados y sonreía.
¿Qué estaría pensando? Cuando abrió los ojos, me
sorprendí. La luz los atravesaba y los hacía verse casi
dorados, como pequeños soles en miniatura. Me hubiera
gustado verle de cerca los ojos. Siempre me llamaban la
atención las personas con ojos, pelo, piel de diferentes
colores. Quise pedirle permiso para vérselos de cerca, pero
me dio vergüenza.
El sol se movía y comenzaba a posarse sobre nosotros, a
acariciarnos los pies y a alargar nuestras sombras sobre las
rocas. La sombra de mi bicicleta se transformó en un
monstruo deforme.
—¿A vos qué te gustaría ser en tu siguiente vida? —me
preguntó Namu.
Me mordí el labio. ¿En mi siguiente vida? Ni siquiera sabía
qué quería ser en esta. Todo el tiempo los huéspedes del
hostel me preguntaban qué quería ser cuando fuera grande.
Cuando era chiquitito, estaba muy seguro: quería ser
astronauta, bombero, policía. Ahora no tenía idea.
—Un río —respondí sin pensarlo mucho—. Sería lindo ser
un río. Siempre estás en movimiento y pasás por diferentes
lugares, conocés muchos paisajes. Y tenés mucha vida
adentro. Pececitos, ranas, plantas.
—Gente en bolas.
Nos reímos.
A lo lejos, veíamos a los turistas acariciar las ovejas de
doña Herminia.
—Entonces, si yo soy una nube y vos sos un río,
podríamos seguir siendo amigos.
Lo miré. Me sonreía.
—No entiendo.
—Claro, Dani, ¿no te acordás del ciclo del agua?
—Me llevé Biología —dije con vergüenza. Natalia decía
que había que ser muy burro para llevarse Biología de
primer año.
Él siguió sonriéndome y me explicó:
—Las nubes están hechas de agua. Esa agua se evapora
de los ríos y los lagos. Cuando llueve, el agua de las nubes
vuelve a los ríos y a los lagos.
—Entonces, supongo que vamos a seguir siendo amigos...
Y nos reímos de nuevo, porque no teníamos idea de si en
la siguiente vida seríamos una nube y un río.
Namu sacó del bolsillo de su pantalón el cuadernito que
llevaba a todos lados, donde escribía sus poemas. Se sentó
y comenzó a escribir, conmigo espiándolo por encima del
hombro.

Llega gente de todos lados,


del sur, del norte,
del este y del oeste.
De las nubes de gato
y de donde los ríos
tienen nombre de persona.
Tienen otras voces
y hablan de otra forma.
Cargan sus historias
sobre sus hombros pálidos,
pero siempre nos regalan
una sonrisa.

Namu tenía razón. Los turistas se iban acercando. Dos


hombres y una señora. Tal vez una familia. O quizá fueran
amigos. Cuando pasaron junto a nosotros, nos saludaron
con una inclinación de cabeza y nos sonrieron.
Mi amigo sacó los sanguchitos de su mochila y comimos.
Eran de jamón y queso y él me contó que su mamá había
hecho el pan en un horno de barro que había fabricado su
abuelo hacía un montón de años.
Estuve tentado de contarle mis planes. Que iba a
venderle las piedras a doña Flora y que con esa plata
sacaría las fotocopias para hacer su libro. Que no importaba
que no se transformara en una nube, porque en sus poemas
sería inmortal.

Me despedí de Namu en la puerta del museo. Él tenía que


llegar a su casa antes de la cena para tomar su remedio.
En el hostel, doña Flora estaba en el patio tomando mate
con mi abuela. Fausto, como de costumbre, revoloteaba por
la mesa en busca de pedacitos de budín o galletitas. En la
cocina comunitaria, un chico alto y grandote preparaba
café. Pero justo cuando iba a abrir la boca para hablarle a
doña Flora, Natalia apareció en el patio diciendo que había
nuevos pasajeros y que necesitaba ayuda para atenderlos a
todos. Mi abuela puso mala cara y se levantó.
—Doña Flora —exclamé—. Tengo un montón de piedras
para sus artesanías.
Y le mostré la bolsa repleta de piedritas de colores. Ella
inclinó la nariz hacia la bolsa y vi cómo le brillaron los ojos
de pura codicia.
—¡Perfecto! —dijo y, antes de que me diera cuenta, me
arrebató la bolsa de un manotazo y se levantó.
—¿Y la plata? —me atreví a preguntar. Y cuando ella me
miró con los ojos entornados, agregué—: Usted me dijo que
me iba a pagar —bajé la voz, para que nadie me escuchara
—. La necesito para hacer un libro. Un libro con los poemas
de mi amigo.
—Ahora no tengo plata, Daniel —me respondió—. Te voy a
pagar cuando venda lo que haga con las piedras, al final de
la temporada. Ese era el trato.
¡No, ese no era el trato!, pensé furioso mientras la miraba
desaparecer por el pasillo, hacia el salón.
Como había dicho Natalia, una multitud de personas se
arremolinaban alrededor del mostrador, esperando que les
entregaran las llaves de sus habitaciones. Tenía prohibido
molestar a mi abuela mientras atendía.
—Mami, mami, ¿por qué acá dice Ni-eblas-del-Ti...tiem-
po? —le preguntó una nenita a su mamá.
—Porque así se llama este hotel, hija. Mi abuela se inclinó
por encima del mostrador y miró a la nenita con una
sonrisa.
—En este hostel —le dijo, y yo puse los ojos en blanco
porque sabía que iba escuchar la misma historia boba de
siempre—. En este hostel, el tiempo transcurre de forma
diferente. Acá pasan cosas mágicas, cosas que no ocurren
en otros lugares.
La nena la miraba con la boca abierta. Mi abuela le dedicó
una última sonrisa y les dio a sus padres la llave de la
habitación.
Las campanillas de la puerta anunciaron la entrada de
otra persona. Esta vez no era ningún cliente nuevo. Era el
escritor. Saludó a los presentes con una educada inclinación
de cabeza y fue a ocupar su mesa de siempre, en el fondo
del salón. Ni corto ni perezoso, fui a atenderlo.
—Hola, Dani. ¿Me traés un exprimido de naranja, por
favor?
Asentí y fui hasta la cocina grande, la cocina a la que no
entraban los huéspedes. Ahí preparábamos los desayunos y
los almuerzos cuando alguien quería pedir el menú del día,
cosa que solo pasaba cuando mi abuela cocinaba algo
especial. Por ejemplo, a la gente le encantaba el queso de
cabra.
Agarré tres naranjas grandes de la heladera y las exprimí.
A algunas personas les gustaba el jugo con azúcar, pero al
escritor le gustaba así, natural. Le puse una sombrillita y se
lo llevé. Cuando se lo entregué, vi que ya había un billete de
diez pesos debajo del servilletero. Me pregunté cuándo le
había dicho mi nombre al escritor. Ya no lo recordaba.
IV
TESOROS EN EL RÍO
Había fracasado en mis dos intentos anteriores. En vez de
darme plata, me habían regalado caramelos por haber
encontrado a la perra. Y ahora, doña Flora me había robado
las piedras que había traído del pueblo vecino. Porque sí,
me las había robado. Ella me había dicho que iba a pagarme
y no me había pagado nada. Ni un centavo.
Y yo no podía esperar a que terminara la temporada.
Tenía que hacer el libro de Namu porque... porque no sabía
cuánto tiempo más lo tendría conmigo. No me animaba a
preguntárselo. Tal vez pudiera conseguir un trabajo. Pero no,
era imposible. ¿Quién le iba a dar trabajo a alguien de mi
edad? Ayudar en el hostel no contaba. Tampoco sabía hacer
artesanías ni cultivaba cactus en el jardín. No sabía cantar
ni tocar ningún instrumento.
Me tiré en la cama boca arriba y miré el techo. Belinda
entró por la ventana, me saltó encima y apoyó la cabeza en
mi pecho. Le acaricié el cuello y empezó a ronronear.
Entonces, los escuché. Eran los chicos que ocupaban la
habitación de al lado. Y hablaban bajito, como si se
estuvieran contando un secreto. Sin hacer ruido, saqué a
Belinda y me acerqué sigilosamente a la ventana.
—¿Y entonces? ¿Lo empeñaste? —decía uno, el de voz
más grave. El rubio, creía recordar.
—¡Sí, Sebas! ¡Me dieron quinientos pesos! ¡Vamos a
poder ir a Machupicchu!
Yo sabía dónde quedaba Machupicchu, las ruinas de los
Incas, pero nunca había ido. Toda la gente que pasaba por
nuestro pueblo quería conocer ese lugar. Me hubiera
gustado ir con Namu a conocer Machupicchu. Los Incas eran
los mismos indígenas que habían dejado las ruinas que
estaban tan cerquita de mi casa.
—¡Era de oro de veinticuatro quilates! —decía el otro
chico, el alto.
Vi sus sombras por entre las cortinas de mi habitación.
Estaban emocionados, contentos porque irían hasta Perú.
Pero yo no terminaba de entender qué había pasado...
—Tenemos que volver a ese río a ver si encontramos la
cadenita —dijo el otro chico con una carcajada. Se rieron y
entraron en su habitación. Escuché cuando cerraron la
puerta de golpe.
Sus palabras me retumbaban en la cabeza. Volví a la
cama. Hilando sus palabras, comprendí todo. La cadenita.
Oro de veinticuatro quilates. Lo empeñaste. Sonreí,
contagiado de su felicidad. Sentía pena por la persona que
hubiese perdido la joya (¿una medalla, tal vez?), pero no
podía evitar sentirme contento por los chicos. Cuando fuera
más grande, esperaba tener algún amigo con el que ir a
Machupicchu. Pensé en Namu y, de repente, la felicidad se
evaporó. Me pregunté si Namu llegaría a ser lo
suficientemente grande como para que viajáramos solos.
No lo sabía.
Pero ahora sabía algo: lo que tenía que hacer para
conseguir la plata. Tenía que ir al río a buscar cadenitas. A
buscar joyas perdidas.

Me levanté temprano. El hostel estaba sumergido en un


silencio absoluto. Belinda dormía en la ventana y Fausto
dormía arriba de Belinda con una pata levantada.
Sorprendido, me di cuenta de que era muy temprano,
muchísimo más de lo que me había imaginado. Hasta mi
abuela seguía durmiendo.
Los turistas también dormían. La noche anterior habían
hecho otra fiesta en el mercado y todos habían llegado
bastante tarde. Me tomé un vaso de leche chocolatada y
llevé un paquete de galletitas en el canasto de la bicicleta
para comer en el camino.
Las piedras del empedrado de la calle todavía brillaban,
salpicadas de gotas de rocío. A veces, los turistas se
sorprendían del clima: si la mañana estaba soleada, a la
tarde podía largarse a llover. A la noche, se despejaba de
nuevo. Mi abuela se reía cada vez que llegaban empapados
y puteando.
Pasé por el mercado. Era la única zona en la que había
actividades tan temprano. De la ciudad llegaban los
camiones llenos de fruta, verdura y carne. De la panadería
salía un riquísimo aroma a pan recién horneado.
Cuando pasé por la entrada de la casa de doña Flora, se
atrevió a saludarme. No le respondí. ¡Después de haberme
robado! La escuché reírse a mis espaldas.
Me desvié del camino empedrado para tomar el camino
de tierra. Así llegaría más rápido al río. Pasé por la escuela,
por los hoteles elegantes, por varios campings, por la casa
del señor que curaba los caballos, por la lavandería...
Lentamente, el pueblo se desperezaba. El sol brillaba por
encima de las montañas y la humedad de las calles
comenzaba a evaporarse. Las personas salían de sus casas
para hacer las compras y los perros callejeros reclamaban
su desayuno en las carnicerías.
Llegué al monte, donde un rebaño de cabras pastaban al
sol. Tenía que seguir subiendo. Había decidido comenzar
desde arriba. Era lo más lógico: las personas se bañaban y
nadaban en el río que nacía ahí.
En mi camino, me crucé con varias carpas. Las personas
que no querían gastar mucha plata dormían al aire libre en
carpas impermeables. Los que me veían pasar me sonreían.
Yo les devolvía la sonrisa e intentaba adivinar de qué parte
del mundo venían. Si eran altos y rubios, tal vez fueran
alemanes. O de alguna parte de Europa. Si tenían los ojos
rasgados, era posible que fueran chinos o japoneses. Si eran
pelirrojos, por ahí eran irlandeses o escoceses. Y si andaban
diciendo boludo a cada rato, eran argentinos, seguramente
de Buenos Aires.
No había nadie en la cima de la montaña. Ahí arriba casi
hacía frío y el viento maullaba como un gato. De una
cascada nacía el río. El agua bajaba por las rocas, y caía y
caía por la montaña hasta perderse por el pueblo, por el
pueblo vecino y mucho más allá... El agua brillaba bajo el
sol como una larga cinta de brillantina.
Dejé la bicicleta contra unas piedras, me saqué las
zapatillas y me metí en el agua. Estaba helada y un
escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Apenas llevaba una
camiseta de mangas cortas. Me lamenté al darme cuenta de
que ni siquiera llevaba una toalla para secarme, porque era
seguro que tendría que zambullirme por completo en el
agua. Si había tesoros escondidos, tenían que haberse ido al
fondo.
Decidido, me saqué la remera y la dejé sobre mis
zapatillas.
Que se me congelaba el cerebro. Eso sentí cuando me
sumergí por completo en el río. Temblaba de frío y el viento
sacudía los arbustos y las ramas de los árboles. Pero no
podía rendirme. Tenía que seguir con mi plan. Tenía que
cumplir mi objetivo.
Los ríos de montaña son limpios y podía abrir los ojos
debajo del agua sin ningún problema. Veía pequeños
pececitos recién nacidos, larvas de insectos, plantas que
crecían en el fondo... pero ninguna joya que pudiera vender
en la casa de empeños para transformarla en dinero.
Había que buscar.
Subí a la superficie, llené los pulmones de aire y volví a
sumergirme. Empecé a mover las rocas más pequeñas.
Luego, junté fuerza e intenté mover las más grandes. Había
una enorme roca blanca que se me resistía y tuve que subir
a tomar aire tres veces antes de lograr moverla. Poco a
poco, me iba a acostumbrando al agua fría, pero cuando
miré al cielo, me alarmé. Aquellas nubes negras no podían
pronosticar nada bueno. Me tenía que apurar.
Moví piedras, removí todo el fondo del río en busca de
joyas perdidas. Nada. Solo basura. Tapitas de gaseosa y una
botella. Saqué toda la basura que encontré, porque mi
abuela me había enseñado a no echar cosas en los montes
ni en los ríos. Me decía que era faltarle el respeto a la madre
naturaleza.
Y poco a poco, la luz del sol se iba ocultando detrás de las
montañas. Cuando terminaba de revisar una zona, salía del
agua temblando de frío y avanzaba, sin olvidarme de llevar
mi ropa y la bicicleta.
No encontré nada más que cosas. Lo más interesante fue
una llave vieja oxidada por la que seguramente no me
darían ni un centavo. No sabía qué hora era y comenzaba a
darme hambre. Seguramente, ya había pasado más de
medio día. Agotado, salí del agua caminando por entre las
piedras.
Entonces, se largó la tormenta.
Me había olvidado completamente del cielo y ahí arriba,
entre las montañas más altas, las nubes se agitaban y
parpadeaban, cargadas de agua y electricidad. ¡Y ni siquiera
había llevado una toalla! Me puse la ropa sobre el cuerpo
mojado y me subí a la bici a toda velocidad. Pero pronto me
di cuenta de que era peligroso andar en bicicleta con esa
lluvia, y más andando cuesta abajo. La inercia me hacía
subir la velocidad sin querer. Podía lastimarme o
estamparme contra un cactus. Así que me bajé de la bici y
seguí caminando.
Pronto, también desistí de caminar. Estaba empezando a
caer granizo y la lluvia era tan fuerte que no podía ver bien
el camino ni el paisaje que me rodeaba. Tenía que buscar un
refugio. Me oculté debajo de una enorme roca, suplicando
por que pronto terminara esa lluvia torrencial. Tenía hambre
y frío.
Pero la lluvia seguía, seguía y seguía...
Cuando llovía, el monte se llenaba de ruidos. El agua que
chocaba contra el río, contra las piedras. El río que
comenzaba a enfurecerse y a fluir con más fuerza. Las rocas
que caían desde las cascadas, las rocas que se rompían. Los
cactus que se quebraban. Las ramas de los árboles que se
agitaban. A veces, algún rayo caía sobre un árbol y lo
dejaba tirado sobre la tierra, como un cadáver.
Perdí la noción del tiempo. Creo que hasta me dormí,
arrullado por el sonido de la lluvia. O tal vez mi cuerpo se
rindió al frío y al hambre.
Me despertó una señora grande sacudiéndome por los
hombros y cuando abrí los ojos, me miró preocupada.
—Hijo, ¿qué hacés acá con esta tormenta? Vení que te
llevo.
Vi detrás de ella el viejo auto del que se había bajado, con
la puerta abierta.
Esa señora me salvó la vida.
—Vos sos el nieto de doña Rosaura —dijo, pronunciando
el nombre de mi abuela con sumo respeto, como si
estuviera hablando de una santa.
—Sí.
Chasqueó la lengua.
—Está brava esta tormenta.
Bajamos por el camino, atravesamos el pueblo y me dejó
en la puerta de mi casa. Sacó la bicicleta del baúl y se
despidió de mí diciéndome que tuviera cuidado de no volver
a perderme. Le hubiera dicho que no estaba perdido, pero
me callé la boca. Quería entrar a casa, darme una ducha
caliente y comer.
Pero lo primero que me comí fue una retada. Mi abuela
estaba parada en medio del salón, con los brazos en la
cintura y las cejas juntas. Los ojos le chispeaban. No le
importó que la habitación estuviera llena de gente. Me retó
ahí mismo.
—¿Cómo se te ocurre quedarte en el monte con esta
tormenta, Daniel?
Sí, yo me preguntaba lo mismo. Tendría que haber vuelto
a casa en cuanto vi las primeras nubes negras. Mi abuela
tenía razón. Le pedí perdón, me mordí el labio y le supliqué
que me dejara ir a bañarme. Por suerte, me dejó. Aunque no
se le había pasado el enojo.
—¡Se lleva materias y encima me da cada disgusto! —la
escuché decir.
Mentira. Ya no tenía materias pendientes. Solo una,
Biología.
El baño caliente me alivió el frío, pero cuando llegué a mi
habitación, me di cuenta de que me sentía mal. Tenía
escalofríos y dolor de cabeza.
Mi abuela me llevó a la cama un caldo de gallina y un
plato de arroz con pollo.
—¿Qué fuiste a hacer al monte con este día? —me
preguntó, más calmada, apartándome el pelo húmedo de la
frente.
No le iba a contar. No quería decirle que había recorrido
todo el río para encontrar alguna joya que pudiera vender
en la casa de empeños. Y que con esa plata me proponía
hacer libros con los poemas de Mariano. No sé por qué no se
lo dije. Fausto estaba sentado en su hombro y me miraba
con sus atentos ojos negros como si él también quisiera
saber qué había estado haciendo en el monte. Me encogí de
hombros. No tenía una respuesta para darle y tampoco me
sentía con fuerzas para inventar alguna mentira.
—A la mañana vino a verte un amigo tuyo, el de los ojos
claros.
Levanté la cabeza tan rápido que me sonó el cuello.
—¿Mariano?
Mi abuela tardaba mucho en aprenderse los nombres de
las personas.
—Sí, ese. Te quería invitar a pasear a caballo.
Cuando mi abuela se fue de mi habitación, di un sorbo de
caldo y me acomodé entre las sábanas, amargado. Me
hubiera gustado ir con Namu a andar a caballo.
Seguramente lo hubiera pasado mejor.
Me dormí y soñé con la lluvia. Estaba parado en medio de
una niebla espesa como un algodón de azúcar. No podía ver
nada de lo que me rodeaba. De vez en cuando, sentía la
lluvia mojándome los hombros y golpeándome la cabeza. En
medio de la niebla, reconocía a unas personas: allí estaba el
escritor. Y allá, en la lejanía, estaba Namu. Lentamente, mi
amigo se acercaba y el escritor bajaba la mirada para
hablarle. Hablaban, aunque no sabía qué se decían. Y en un
momento Namu dejaba de ser Namu. Es decir, dejaba de
ser chico y se convertía en grande. De repente, era igual de
grande que el escritor. Seguían hablando. El escritor no se
daba cuenta de que la persona que tenía al lado había
crecido como veinte años en un instante. En un momento,
comenzaban a caminar juntos y se alejaban entre la niebla
hasta desaparecer.
Como era de esperarse, me enfermé. Pasé el resto del día
siguiente en la cama, con fiebre, tos y mocos. Mi abuela me
traía la comida; o Natalia, si mi abuela estaba muy ocupada.
A la noche, escuchaba los instrumentos de la gente que
se estaba quedando en el hostel. Cenaban muy tarde, se
quedaban hasta pasada la madrugada charlando y se iban a
acostar casi al amanecer. De vez en cuando, Belinda se
subía a mi cama y me hacía compañía un rato. Se paraba al
lado mío y no dejaba de maullar hasta que la agarraba y la
metía conmigo debajo de las sábanas.
V
OTRA VEZ EN LA FIESTA DEL MERCADO
Tardé tres días en recuperarme y al cuarto día me visitó
Namu.
Abrí los ojos y lo vi sentado en un banquito, al lado de mi
ventana. Tenía a Belinda en las piernas.
—Hola —me dijo sonriendo—. Te llamé y me dijo tu abuela
que te sentías mal. ¿Cómo estás?
—Ahora me siento mejor —le contesté.
Belinda saltó y se subió a la cama.
—Me gusta tu gatita —dijo. Se levantó, se acercó y se
sentó en el borde de la cama. Le acarició las orejas a
Belinda y ella frotó la cabeza contra sus manos. —Me dijo tu
abuela que te perdiste en el monte y te mojaste.
—No me perdí en el monte —dije malhumorado—. Me
agarró la lluvia, nada más. Yo nunca me pierdo.
—¿Y qué andabas haciendo en el monte?
Me encogí de hombros.
—Nada, paseando.
—A mí me gusta pasear por los cerros, siempre me
inspira para escribir poemas.
Sacó el cuaderno de su bolsillo y me pasó una hojita
doblada en cuatro: Suave, en mis piernas.

Sus ojos parecen dos rayos de sol.


A veces suspira.
A veces me mira.
Y veo en su mirada
todo un universo resplandeciente.

Me gustó esa última frase. Un universo resplandeciente.


Me preguntaba a qué se refería el poema. Hasta que me di
cuenta de que Namu hablaba de Belinda. Lo miré. Sus ojos
parecían dos rayos de sol y me imaginé que en ellos podía
existir todo un universo resplandeciente. La maestra de
Geografía decía que el universo siempre estaba oscuro, pero
yo no le creía. Si el universo debía tener un color,
seguramente ese color tenía que ser el dorado. Como los
ojos de Namu y como los de Belinda.
—Me gustan las estrellas del techo —dijo después.
Me reí. ¿Había venido a decirme todas las cosas que le
gustaban?
—Las pintó mi hermana —dije—. Está en Buenos Aires,
estudiando.
—¿Qué estudia?
—Quiere ser abogada.
Él asintió y no dijo nada. Nos quedamos en silencio un
rato y finalmente Namu dijo: —Hoy hay fiesta en el
mercado. ¿Querés que nos colemos de nuevo?
La idea no me entusiasmaba, pero me di cuenta de que a
él sí. Me miraba sonriente y con los ojos brillantes. Así que
acepté.
—¿En serio? —preguntó emocionado.
—Dale, va a estar bueno.
Fuimos al patio y preparé leche chocolatada para los dos.
Abrí un paquete de galletitas y enseguida apareció Fausto
para picotear las migas.
Namu llamó a su casa para pedir permiso para quedarse
a dormir. Por suerte, su mamá lo dejó y mi abuela tampoco
puso ningún problema. Él estaba emocionado por la
escapada que nos daríamos. Aunque ir a bailar a las fiestas
del mercado no era algo que me llamara la atención, estaba
bueno romper las reglas de vez en cuando. Nunca me
portaba mal; si me mandaba alguna macana, como decía mi
abuela, era sin querer. Y no quería llevarme materias, no lo
hacía a propósito. El primer año de secundaria me había
costado.
Cenamos empanadas de carne de cabra. Todos los
huéspedes reservaron su plato con anticipación. Las
empanadas de mi abuela siempre eran un éxito. Pero solo
las de mi abuela. A Natalia no le quedaban tan bien. Las
condimentaba mucho y le quedaban muy picantes.
Comimos en el salón con los demás huéspedes. Hasta el
escritor, que no era muy sociable, estaba ahí, comiendo con
los demás. Los chicos de la habitación de al lado, los que
habían encontrado esa medalla (los culpables de la gripe
que me había tenido en cama tres días seguidos) también
estaban ahí, devorando una empanada tras otra. No podía
culparlos de mi desgracia. La idea de ir a buscar tesoros
perdidos en el río había sido mía. Ellos habían encontrado
esa joya de pura casualidad.
El alto le pidió a mi abuela la receta de las empanadas y
ella lo miró con los ojos entornados. Mi abuela creía que ella
era la única capaz de cocinar esas empanadas tan
especiales y algo así le dijo al chico. Sin embargo, para
nuestra sorpresa, él reveló que estudiaba gastronomía y
que estaba en camino de ser chef profesional. Yo nunca
había conocido a un hombre al que le gustara cocinar. Mi
abuela le hizo una pregunta y quedó satisfecha con la
respuesta. De repente, hablaban de queso, carne y
condimentos. Un aburrimiento mortal.
El amigo del chico, el rubio, nos contó que estudiaba
canto en una escuela de música muy importante de Buenos
Aires. Natalia le pidió que cantara algo y él dio un trago de
vino, se limpió los labios con la servilleta y cantó unas
estrofas de un tango. Siempre se conocían personas
interesantes en el hostel y esta vez no era la excepción. Era
la primera vez que conocía a un cantante.
Los músicos fracasados, aquellos que me habían
despertado la noche en que había hablado con Namu,
también estaban. No habían dejado de caerme mal, pero
esa noche me di cuenta de que les debía algo. Sí, les debía
que me hubieran despertado. Si no lo hubieran hecho, tal
vez no habría conocido a mi amigo. Y tampoco habría
descubierto cómo hacerlo inmortal.
Namu escuchaba con atención. Tenía los ojos dorados
completamente abiertos, sorprendido por las palabras de
esas personas que vivían en lugares tan lejanos unas vidas
tan diferentes de las nuestras. Ellos vivían en lugares donde
no había montañas ni ríos y donde las personas no se
conocían entre ellas, donde todos por la calle eran
desconocidos.
El único que no preguntó ni dijo nada fue el escritor. Él
simplemente comía, tomaba y pasaba sus ojos por el resto
de las personas sin prestar demasiada atención, sin
intervenir. Yo seguía llamándolo el escritor, aunque seguía
sin saber si en verdad lo era. Quería preguntarle de una vez
por todas, pero no me atrevía.
Antes de que la cena terminara, el cantante volvió a
regalarnos una canción. Algunas personas se quedaron en el
salón, charlando y tomando, otras se fueron a dormir y otras
decidieron aprovechar que la noche estaba linda y salir.
Con Namu nos fuimos a mi habitación solamente para
aparentar, porque no teníamos pensado dormir. Nos
quedamos charlando y jugando videojuegos hasta que las
voces del patio se callaron.
—¡Mirá que te voy a alcanzar! —le dije a mi amigo
cuando el personaje que estaba manejando se quedó
quieto.
Me giré. Namu se había quedado dormido, apoyado
contra la cabecera de mi cama. La cabeza le colgaba sobre
el hombro y silbaba al respirar. Puse pausa.
—Namu —le susurré, sacudiéndolo.
No contestó. Miré la hora. Todavía era temprano para que
nos fuéramos, así que decidí no despertarlo. Y pensándolo
mejor, yo también podría echarme una siesta mientras se
hacía la hora apropiada.
Me dormí.
Y volví a tener el mismo sueño de hacía un par de días. La
niebla, el escritor, Mariano que crecía como veinte años en
un instante. Pero ahora había más gente entre la niebla.
Reconocí a los chicos de la habitación de al lado y hasta vi a
mi abuela con Fausto en el hombro. Qué sueño raro, pensé
cuando me desperté.
—Namu, despertate, ya es la hora.
Mi amigo abrió los ojos y pude estar seguro de que en
esos ojos podría ver reflejado todo el universo.
Salimos del hostel en silencio. No queríamos cruzarnos
con nadie. La noche estaba tibia y húmeda, y a lo lejos se
veían las luces de las casas de la gente que vivía en la
montaña, como luciérnagas o estrellitas caídas a la tierra.
—¡Buenísimo, vamos a la fiesta! —exclamó Namu, dando
saltitos a mi lado.
Le sonreí. Aunque no compartía su entusiasmo por la
fiesta, me gustaba verlo tan alegre.
—¿Jugamos una carrera hasta el mercado? —le pregunté.
Sus ojos parecieron apagarse.
—No puedo correr... —susurró.
Bajé la mirada, consciente de que había metido la pata.
Pero entonces se me ocurrió una idea. Me puse frente a él,
me agaché y le dije: —Subite.
—¿Qué?
—Dale, ¡subite que te llevo a caballito!
Se rió nervioso y con cuidado se subió a mi espalda. Lo
agarré de la cintura y empecé a correr. Él gritaba y yo no
sabía si por diversión o porque tenía miedo de caerse al
suelo.
—¡Shh, callate, que no te voy a tirar! —lo reté.
Atravesamos la plaza, la panadería y llegamos al
mercado. Sin aire, me agaché y él se desenganchó de mí.
Tenía en la cara la sonrisa más grande que le había visto. Se
secó la transpiración de la frente y me abrazó.
—Gracias —me dijo.
Le devolví el abrazo, todavía con la respiración
entrecortada.
Volvimos a entrar en el estacionamiento trepando la
pared. El lugar no estaba muy diferente de la vez anterior.
Las luces de Navidad y los globos intentaban hacer el
ambiente más festivo, la música sonaba a todo volumen, las
personas charlaban paradas, sentadas en las mesas y
bailando en el centro de ese lugar donde los días de semana
vendían pollos y gallinas.
Nos sentamos en la misma escalera. Incluso la gente era
la misma. Reconocí a la chica de pelo rojo, que ahora
bailaba con otra señora. Y me sorprendí al descubrir entre la
multitud una figura conocida. Era el escritor, y charlaba con
otro hombre cerca de la barra. Qué raro. Nunca lo había
visto hablar con otras personas.
—¿Vamos a bailar? —me preguntó Namu.
—Pero nos van a ver —repliqué—. Nos van a ver y nos
van a echar a patadas. —Bajó la mirada, triste. Yo suspiré—.
Bueno, vamos...
Nos colamos entre la multitud, al ritmo de la cumbia. Una
voz de mujer cantaba No me arrepiento de este amor
aunque me cueste el corazón y Namu comenzó a bailar
imitando los movimientos de los demás. No bailaba mal,
pero yo me sentía ridículo, como un muñeco articulado. Mi
amigo me miraba y se reía. En un momento me agarró de la
mano y me hizo dar una vuelta. Tuvo que ponerse en puntas
de pie porque era tan bajito que no le alcanzaba el brazo.
Hasta me agaché un poco para ayudarlo. Me reí e hice lo
mismo: lo hice girar. Y, en ese momento, mis ojos se
cruzaron con los del escritor, que nos miraba desde la barra
divertido, como si supiera que estábamos ahí colados. Por
supuesto que lo sabía.
—Ese tipo se está quedando en tu casa —dijo Namu,
preocupado—. ¿Será que nos va a buchonear?
—No, no creo.
—¿Cómo sabés?
—No sé, miralo. ¿Tiene cara de querernos buchonear? Ya
nos hubiera sacado...
Namu lo miró y el escritor ensanchó su sonrisa y lo saludó
con la mano.
—No —concedió mi amigo.
A Namu le dio sed, pero no podíamos acercarnos a la
barra para comprar nada, así que se tuvo que conformar
con ir al baño y tomar agua de la canilla.
—La próxima vez, traemos una gaseosa —le dije.
Volvimos a sentarnos en la escalera.
—¿No te llama la atención toda esta gente? —me
preguntó de repente.
—¿Qué querés decir? —le pregunté.
—Eso.
—Sí —admití. Lo pensé por un momento—. Me llama la
atención saber de dónde vienen los turistas. O escucharlos
hablar los idiomas que hablan. Algunos son rubios, pelirrojos
o tienen la piel mucho más clara o los ojos de colores.
Azules o verdes.
—A mí me interesaría saber por qué vinieron de
vacaciones a este pueblo...
—Casi todos vienen a ver las ruinas —dije.
—Sí, ¿y no te parece rarísimo que vengan a mirar las
casas de una gente que vivió acá hace un montón de años?
Porque las ruinas eran las casas de los indios. Imaginate que
después de quinientos años vengan unas personas a ver tu
casa o se saquen fotos en el establo de mi papá.
—Mi abuela se pondría como loca.
—¿Eh?
—Y sí, porque estaría todo re sucio y desordenado.
Nos reímos por un buen rato. Levanté la mirada hacia el
cielo. La noche estaba despejada y llena de estrellas. Namu
también alzó los ojos. Lo sentí respirar y apoyó la cabeza en
mi hombro.
—Me gustaría conocer Buenos Aires —le conté—. Mi
hermana siempre me dice que me va a llevar, pero nunca
me lleva...
—Mi papá vivió en Buenos Aires cuando era joven —me
dijo—. Pero se volvió porque no le gustó la vida de ahí.
—¿Qué pasó?
Namu se encogió de hombros.
—No pasó nada, pero me cuenta que ahí la gente vive
muy rápido, como acelerada. Que la vida es muy diferente.
Y que las personas son más egoístas. Me cuenta que veía
gente tirada en la calle y que nadie hacía nada para ver qué
les pasaba.
—¿Gente tirada en la calle?
—Gente que vive en la calle. Y que nadie hace nada para
conseguirles casa...
—Qué raro...
—Sí, y que todos están demasiado preocupados por ellos
mismos y se olvidan de pensar en los demás.
Me quedé callado. No me esperaba algo así.
—Además —siguió—, la gente de Buenos Aires piensa que
las personas como nosotros somos ladrones.
—¿Qué? —exclamé. No tenía sentido lo que decía y me
pregunté si acaso se lo estaba inventando todo.
—Claro, piensan que las personas morochas como
nosotros somos ladrones. Nos discriminan por nuestro color
de piel...
Namu me miró con atención.
—Bueno, por ahí a vos no porque no sos tan morocho.
Colocó su mano al lado de la mía para comparar el color
de nuestras pieles.
—¿Y por qué piensan eso?
Mi amigo volvió a encogerse de hombros.
—No sé. Mi papá dice que esa gente siempre tiene miedo
de que les roben. Me contaba que a veces lo veían por la
calle a la noche y se cruzaban de vereda.
Sí, tenían miedo. Eso lo sabía.
Fue lo mejor del amor lo que he vivido contigo, cantaba
Rodrigo. A mí se me habían ido las ganas de conocer
Buenos Aires. No le iba a insistir con eso a mi hermana
cuando viniera de visita.
Namu me dijo que iría de nuevo al baño a tomar agua,
pero se quedó quieto. El escritor se acercaba a nosotros
sorteando a las parejas que bailaban en la pista. Traía en la
mano una botella grande de gaseosa.
—Tomen, chicos —nos dijo.
Miramos hacia arriba. Sonreía y me fijé en el tatuaje tenía
en el brazo derecho. Las palabras estaban escritas en una
prolija letra cursiva negra. No entendía lo que decía porque
estaban al revés. Solo él podía leerlas bien. Me imaginé que
tenían que ser palabras muy importantes.
—Gracias —le dije, recibiéndole la botella.
Namu también le dijo gracias, pero se atrevió a
preguntarle: —¿Nos va a buchonear?
El escritor sonrió más y se le vieron los dientes. Entonces,
hizo algo que me sorprendió. Se sentó al lado nuestro en la
escalera. Namu me dirigió una miradita curiosa.
—¿Usted es de Buenos Aires? —se atrevió a preguntarle.
Mi amigo era mucho más parlanchín que yo.
—Sí, vivo en Buenos Aires.
Y animado por la charla, me mandé a hacerle esa
pregunta que me molestaba desde que lo había conocido: —
¿Es verdad que es escritor?
Nos miró un poquito sorprendido. Luego se rió.
—¿De dónde sacaste eso?
—Mi abuela —me apuré a decirle— me dijo que usted es
escritor.
—No... —contestó—. No soy escritor. Soy editor. Trabajo
con los escritores, pero no escribo.
Se me ha perdido un corazón, si alguien lo tiene, por
favor, que lo devuelva.
—¿Y qué es ser editor? —le preguntó Namu.
El escri... El editor lo pensó antes de contestar.
—Bueno, en mi caso, yo recibo los textos de personas que
quieren publicar sus historias, sus cuentos, en libros.
Entonces, los leo y decido cuáles voy a publicar y cuáles no.
Después de eso, se los doy a una persona que los corrige
para que no haya faltas de ortografía. Decido el papel que
se va a usar, la imagen de la portada, que la hace un
diseñador gráfico. Y después, cuando el libro está listo, a
veces hablo con gente de revistas y diarios para hacer
promoción. A veces me entrevistan, pero casi siempre
entrevistan a los autores.

Mientras volvíamos a casa, Namu no paraba de hablar. Yo


casi no lo escucha. Las palabras del escritor me flotaban por
la cabeza... Otra vez. Seguía pensando en él como el
escritor, cuando él había dicho claramente que no escribía.
El editor (ahora sí) era la persona adecuada para
preguntarle cómo podría hacer para que los poemas de
Namu se transformaran en un libro. Él podría aconsejarme y
decirme cuánta plata necesitaba. Tal vez, los poemas de mi
amigo le gustaran y quisiera publicarlos. Sería genial. Namu
podría salir en revistas, como había dicho.
—Entonces, mi papá ayudó a la vaca a tener el ternerito.
Era chiquitito y feo, horrible, te lo juro. ¡Estaba todo sucio y
lleno de sangre! Mi papá lo limpió y se lo dejó a la mamá
para que le diera de mamar. Todavía no tiene nombre. Pero
creo que le voy a poner Mickey, como el ratón. ¿Conoces al
ratón Mickey?
—¿Eh? Sí. Y a Donald, el pato...
Entramos en el hostel sin hacer ningún ruido. No había
nadie en el patio, todos dormían.
Le hice un lugar a Namu en mi cama y se durmió
enseguida. Yo, en cambio, no podía dejar de pensar en el
escritor. Es decir, en el editor.
VI
INMORTAL
Al otro día, como siempre, el editor me pidió un jugo de
naranja. Y, como siempre, dejó la propina al lado del
servilletero. Otra vez diez pesos. Se fue de la mesa y me
apuré a levantar el vaso, el plato, limpié las migas y me
metí el billete en el bolsillo. Cuando lo vi mejor, me di
cuenta de que el billete era de veinte pesos. ¿Se le habrían
acabado los de diez? Entonces, me pregunté cuántos
billetes me habría dejado durante todo ese tiempo.
Fui corriendo a mi habitación. Namu todavía dormía
hecho un ovillo contra la pared. Abrí la lata donde guardaba
el dinero. Había usado la plata para arreglar la rueda de mi
bicicleta. Me había comprado algunos helados. Le había
comprado un cuaderno nuevo a Namu. Pero me quedaba
bastante. La conté y me sorprendí: nunca había tenido tanta
plata junta en mis manos.
—Namu, despertate, dale —le dije, sacudiéndolo.
Él abrió los ojos y de su boca salió un sonido parecido a
uno de los maullidos de Belinda.
—¿Qué hora es, Dani?
—Las ocho y media.
—¡Es muy temprano! —se quejó. Agarró una almohada y
me la estampó en la cara. Me tomó desprevenido. Hice lo
mismo. Agarré la almohada y le di un almohadazo en la
cabeza.
—¡Me rindo! —dijo agarrándose la panza para dejar de
reírse—. ¿Por qué me despertaste tan temprano? ¿Qué
pasa?
—Pasa que... quiero ser tu editor.
Se refregó los ojos y me miró confundido.
—¿Qué?
—¡Eso! Quiero ser tu editor. Quiero hacer un libro con tus
poemas. ¡Mirá!
Le mostré la lata llena de billetes de cinco y diez pesos.
—Con esta plata voy a sacar las fotocopias y a comprar
cartulina. Vamos a hacer un libro con tus poemas. Escuché a
unos chicos decir que los poetas nunca mueren —dije en
voz bajita, porque no me gustaba cómo sonaba la palabra
mueren—. Vas a vivir por siempre en tus poemas.
Bajó la mirada. Pensé que había metido la pata, que lo
había ofendido o que lo había hecho sentirse mal. Porque vi
una lágrima asomándose entre sus pestañas.
—Gracias —dijo con la voz ronca y no supe si era por el
sueño o el llanto.
—¿Querés que hagamos un libro con tus poemas?
Se limpió la lágrima sonriendo.
—¡Sí! ¿Qué tengo que hacer?
—Nada, solamente me das tus poemas. Yo me encargo
del resto.

Namu se fue a su casa. A la tarde iba a ir con su papá al


médico, a la ciudad. Tenían más de dos horas de viaje y
debían salir con bastante anticipación. Almorcé con mi
abuela, Natalia y doña Flora. Ya le había perdonado que no
me hubiese querido pagar las piedras.
Después del almuerzo, fui al patio, donde sabía que el
editor estaba comiendo. Me dio pena que comiera solo y
llevé una manzana para hacerle compañía. Mi abuela decía
que nunca había que dejar a nadie comer solo.
—Hola, Dani. ¿Todo bien?
—Sí, ¿usted?
—Sí. Un poco triste porque ya me tengo que volver a
Buenos Aires —dijo, con una sonrisita, llevándose un bocado
de tortilla de papa a la boca.
Dio un sorbo de gaseosa y le miré la mano izquierda,
donde todavía llevaba el anillo de casado a pesar de ser
viudo. Seguramente había estado muy enamorado. Quizá lo
seguía estando.
—Quiero hacerle una pregunta...
Me pidió que lo tratara de vos porque lo hacía sentir viejo.
—Mi amigo escribe poemas... y está enfermo. No sé qué
tiene, pero me dijo que no va a llegar a grande. Quiero
hacer un libro con sus poemas para que viva para siempre
en ellos.
El editor no dijo nada y pensé que mis palabras tal vez le
habían sonado absurdas. Bueno, si él no quería ayudarme,
lo haría yo solo. Se levantó de golpe y sacó el celular del
bolsillo.
—¿Me disculpás un segundo, Daniel?
Asentí. Yo no había escuchado sonar el celular.
No tardó mucho. O tal vez sí. A veces, el cuento que les
contaba mi abuela a los nenes parecía tener sentido para
mí. Que el tiempo en el hostel transcurría de otra forma. A
veces rápido, a veces más lento. A veces, sentía que había
vivido algo más de una vez. Me preguntaba si solo a mí me
pasaban esas cosas.
—Bueno, Dani. ¿En qué te puedo ayudar? ¿Tu amigo es el
chico que estaba anoche con vos en la fiesta?
—Sí, se llama Mariano, pero le digo Namu. Acá están sus
poemas.
Puse sobre la mesa el cuadernito, una libreta de tapas
rojas. Él lo abrió con cuidado y pasó los dedos por las
páginas. Sonreía. ¿Qué estaría pensando de los poemas de
Mariano? Me pregunté si tendrían faltas de ortografía y me
dije que no. Namu era el abanderado y los abanderados no
tienen faltas de ortografía.
El editor leyó uno en voz alta:

En las montañas hay niebla.


Una niebla con aroma a azúcar.
Si la respiro,
siento que me trago
todo el cielo de un bocado.
Siento que viajo
a través del tiempo
para preguntarme a mí mismo
cómo estaba el cielo
la noche en que te conocí,
porque por más que lo intento,
ya no me acuerdo.

Cuando terminó de recitar, se quedó callado un rato,


como pensativo. O triste. Y yo también me sentía triste.
—Hay que sacar fotocopias —me dijo, en voz baja.
—Sí, tengo plata para eso —le dije y le mostré la lata.
Me sentí un poquito avergonzado, porque seguramente
se daba cuenta de que eran las propinas que él me había
dejado durante todo el mes. No dijo nada.
—Tiene una letra muy prolija tu amigo. No necesitamos
pasarlo a computadora. Además, a los lectores les encanta
conocer la letra de los poetas.
Me emocioné al oír que había hablado de Namu
refiriéndose a él como un poeta. Sí, mi amigo era un poeta;
sería un poeta inmortal.
—¿Ya pensaste en una imagen para la tapa?
—No, no sé mucho de esas cosas.
Fausto se bajó de la higuera y empezó a picotear las
sobras de su plato. A la mayoría de los turistas no les
molestaba que hiciera eso. Al editor tampoco le molestó. Le
acarició la cabeza y le dio un pedacito de banana en la
boca.
—Bueno, dejame que lavo los platos y elegimos una
imagen para la portada.
Lo ayudé a llevar los platos a la cocina comunitaria y lavé
la sartén en la que se había cocinado la tortilla.
—¿A vos te gusta la poesía, Dani?
—No me gusta mucho leer, la verdad. Prefiero los
videojuegos. Aunque los poemas de Namu los leo todo el
tiempo.
Él sonrió y me dijo que cuando era chico también prefería
jugar.
—Te voy a regalar un par de libritos de poesía. Tal vez le
encontrás el gusto.
Fuimos a su habitación. Era la que estaba en el extremo
del primer piso, frente al baño más grande, el que tenía
jacuzzi. Era, sin duda, una de las mejores habitaciones del
hostel porque tenía vista hacia la montaña.
El editor se había instalado en la habitación a sus anchas.
Allí no había ropero (la gente nunca se quedaba mucho
tiempo, así que no lo necesitaban), pero había puesto su
ropa prolijamente en los estantes. Allí también había
ordenado sus cosas: un desodorante, una maquinita y una
espuma de afeitar, un par de toallas, un protector solar y un
perfume.
Abrió su valija y sacó una computadora. Me invitó a
sentarme al lado de él en su escritorio. Cierto, le había
pedido a mi abuela una mesa que le sirviera de escritorio.
Ella lo había mirado con curiosidad, porque nunca le habían
pedido algo así y le dijo a Natalia que le llevara una mesita
a la habitación.
—Para las portadas de los libros —me explicó— se
contrata a diseñadores gráficos e ilustradores. Ellos hacen
una imagen que podemos usar, pero como no tenemos
diseñador, la vamos a hacer nosotros. Tenemos que usar
una imagen que no tenga derechos de autor porque si no, el
dueño de la imagen se puede quejar y podemos tener
problemas.
Me parecía raro que las imágenes tuvieran dueño, pero
recordé que los cuadros que estaban colgados en las
paredes del salón tenían la firma del pintor. Debía ser algo
parecido.
—¿Qué te parece si vas a sacar las fotocopias mientras yo
busco alguna imagen?
Así lo hice. Me guardé el dinero de la lata en el bolsillo y
salí del hostel. Un par de cuadras más allá, en la terminal de
ómnibus, turistas sonrientes y pálidos bajaban de los
micros. Cuando volvieran a subir al fin de sus vacaciones,
sus caras habrían tomado el color de la canela que mi
abuela le ponía al café.
En la librería estaba el mismo viejito malhumorado aquel
día. Tomaba mate y miraba una película en un televisor
chiquito en blanco y negro.
—Quiero fotocopias —le dije—. Todo lo que me alcance
con... esta plata.
Separé algunos billetes para las tapas.
El viejito me miró sorprendido y empezó a contar los
billetes.
—¿Y para qué querés tantas fotocopias, nene? —me
preguntó.
—Para hacer un libro —respondí con orgullo—. Voy a ser
el editor de un libro de poemas.
El viejito agarró el cuaderno de Namu.
—Mirá qué interesante. Traeme uno cuando lo termines.
¿Había escuchado bien? ¿Quería una copia del libro de mi
amigo? Ya me caía mejor ese señor. Tuvo que ponerme las
hojas en una bolsa porque eran demasiadas como para
llevarlas en la mano y pesaban un montón. Nunca me
hubiera imaginado que el papel pudiera pesar tanto.
Me encontré con el editor en la puerta del hostel.
—Mirá —me dijo, mostrándome la pantalla de su cámara
—. ¿Qué te parece esta foto para la portada?
Era la imagen de una montaña, con el cielo anaranjado y
un sol dorado brillando entre un par de nubes. Entre las
manchitas verdes, que eran los cactus, se veían un par de
casitas.
—Los poemas de Mariano hablan del pueblo, de la gente
y de los paisajes... Me pareció apropiada una foto de las
montañas.
—Me encanta.
—Y, además, como la foto la saqué yo, no tenemos que
pagar derechos de autor.
Volvimos a la habitación. Él había preparado sobre la
mesa las herramientas que seguramente usan los editores:
una regla de metal, un lápiz, una goma y una abrochadora
enorme.
—Salieron bien las fotocopias —aprobó—. Los libros no se
hacen con fotocopiadoras, sino con impresoras especiales,
pero como acá no tenemos ninguna...
Me pregunté si los poemas de Namu algún día podrían
imprimirse con esas impresoras de verdad.
—Mirá, te voy a enseñar cómo se hace.
Me explicó que tenía que doblar las hojas por la mitad
muy prolijamente para que quedaran exactamente iguales.
Tenía que ponerlas en el orden en que estaban en el
cuaderno y abrocharlas para que formaran un cuadernillo.
Esa fue la palabra que usó, cuadernillo, y me dijo que era
especial del idioma que hablaban los editores. Grabé esa
palabra en mi memoria. Podría utilizarla cuando hablara con
la gente acerca de mi tarea de editor. “Hice los cuadernillos
con mucho cuidado”, les diría. El libro de Mariano tiene
cuatro cuadernillos de dieciséis páginas cada uno.
Mientras yo doblaba las hojas, el editor preparaba la
imagen de la portada.
—Miau.
Me sobresalté.
—¡Belinda! ¿Qué hacés acá?
Se había subido al escritorio y el editor le rascaba la
cabeza. La gente tampoco se quejaba de ella, pero yo sabía
que había personas a las que no les gustaban los gatos.
Preferían los perros.
—¡Belinda, salí de acá! ¡No molestes al señor!
—No me molesta —dijo él, acariciándole el cogote y ella
empezó a ronronear, como hacía siempre que algo le
gustaba.
—Están perfectos, Daniel —me dijo, mirando los primeros
cuadernillos que había hecho—. Acordate siempre de
abrochar las hojas con la tapa hacia arriba, para que el
gancho quede en el interior.
Yo no tenía impresora, así que fuimos a imprimir las tapas
a un cyber.

Después de cenar, me quedé toda la noche despierto,


abrochando los cuadernillos de los libros de Namu. El editor
había puesto el nombre de mi amigo en la portada. El libro
se llamaba Poemas de Mariano Santana.
Era una sombra que se acercaba a lo lejos.
Era nada, solo un deseo.
Un deseo que caminaba hacia mí
rodeado de estrellas,
rodeado de noche.
Y el deseo abrió la boca
y me dijo su nombre.
Y le dije el mío,
y el de mi destino.
Caminé junto al deseo
entre las estrellas.
Me mezclé con la noche.
Y mi destino me pareció,
de repente,
una música lejana.

Algunos de los poemas de Namu eran tan raros. A algunos


los entendía, a otros no. A otros creía que los entendía, pero
luego cobraban nuevos sentidos. Al editor le habían
gustado. Decía que Namu tenía talento. Que tenía imágenes
muy lindas.
Bajo la atenta mirada de Belinda, conté cincuenta y siete
copias del libro. Había dejado una para mí, una para el
señor del kiosco y otras cinco para el hostel. Además, tenía
una copia secreta que había guardado especialmente para
sacar más.
Al otro día, como todas las mañanas, fui a desayunar y a
ayudar a mi abuela a atender a los huéspedes. En cada
mesa dejé una copia del libro de Namu. Me sentía feliz al
ver a las personas hojearlo y leerlo mientras saboreaban su
café con leche. Quería preguntarles qué les parecían los
poemas, pero no me animaba.
“Es mi amigo”, les hubiera dicho. “Se llama Mariano y
vive cerca de la montaña. Su papá da paseos a caballo.
¿Quieren dar un paseo a caballo? Los puedo llevar hasta
ahí... Mariano no va a llegar a grande. Por eso hice este
libro. Para que sea inmortal. Y si usted se acuerda de este
poema, lo habré logrado.”
VII
UN UNIVERSO RESPLANDECIENTE
Llamé a la casa de Mariano para invitarlo al parque de
diversiones del pueblo vecino. Tenía planeado darle la mitad
de los libros. Pero su mamá me dijo que se sentía mal. Le
dolía la cabeza.
—¿Puedo ir a verlo yo? —le pregunté.
Dijo que sí, así que me subí a la bici y con la mochila a
cuestas pedaleé a toda velocidad hasta el nacimiento de las
montañas.
La casa de Namu quedaba cerca de un río. Había varios
caballos pastando afuera y un par de perros persiguiéndose
entre los cactus. La mamá de Namu estaba sentada en la
entrada, tomando mate y pelando choclos.
—Hola, Dani —me saludó—. ¿Cómo anda tu abuela?
—Hola, señora. Bien, gracias.
—Qué rico perfume que tenés —me dijo cuando le di un
beso en la mejilla.
—Es francés. —Y le conté que me lo había regalado un
señor muy elegante que se había quedado en el hostel el
verano pasado.
—Dejá la bici ahí, si querés —dijo ella, señalándome la
camioneta de su marido. A su lado había una pequeña moto
y una vieja bicicleta azul. Acomodé mi bici al lado de la
moto—. Mariano está en el fondo.
Siempre había visto la casa desde afuera, nunca había
entrado. En la sala había una mesa de madera con sus
cuatro sillas y su jarrón con flores recién cortadas. Había dos
sofás naranjas ubicados frente a un televisor de tubo y un
reloj de pie que marcaba las siete y media de la tarde. Las
paredes estaban adornadas con viejas fotos familiares y
cuadritos de vírgenes y santos.
Caminé por un pasillito hasta la habitación del fondo. Por
un amplio ventanal sin cortinas se colaba el último rayito
del atardecer y una brisa tibia con olor a hierba. Mi amigo
estaba allí, acostado en la cama, leyendo un libro. Cuando
me vio, cerró el libro y se incorporó, sonriente.
—Pensaba que ya no venías —me dijo.
—No es tan fácil pedalear cuesta arriba —le contesté,
sacándome la mochila de los hombros y dejándola sobre la
cama.
Nos saludamos con un choque de puños, como siempre.
—¿Cómo te sentís?
—Mejor. Se me está pasando el dolor de cabeza.
Se fijó en mi mochila.
—¿Qué traés?
Le sonreí y levanté las cejas, misterioso. Agarré la
mochila y la puse sobre mis piernas. Abrió mucho los ojos
cuando vio salir, uno por uno, los libritos con su nombre en
la tapa. Los fue hojeando con los ojos brillantes.
—Son un montón —dijo en voz bajita, sin poderlo creer—.
¡Gracias, Dani! ¡No sé qué voy a hacer con tantos!
—Dejé algunos en el hostel, para que la gente los lea
mientras desayuna. Y voy a dejar algunos en el museo, para
que don Miguel les dé a los turistas. Tengo una copia
guardada para poder hacer más cuando se me acaben.
—Gracias, Dani...
Le hubiera dicho de nada, pero no me salieron las
palabras.
Me sorprendí al ver que Namu tenía las paredes de su
habitación llenas de pósters escolares. El universo, el
cuerpo humano, la fotosíntesis, el ciclo del agua. Si me lo
hubieran contado, me hubiera reído. Pero ahora no me daba
risa.
—Tengo que dar Biología en febrero —le comenté,
señalándole el póster de la fotosíntesis.
—Yo te puedo enseñar —me dijo.
Y me explicó que las plantas respiraban dióxido de
carbono y lo liberaban en forma de oxígeno. Y que, junto
con la luz solar y el agua, producían clorofila para poder
alimentarse. Miré por la ventana los altos cactus repletos de
flores amarillas.
—Los cactus tienen espinas para no perder agua por las
hojas —me dijo, leyéndome el pensamiento.
Entonces, vi que sobre la mesita de luz tenía un nuevo
cuaderno y una lapicera. Había estado escribiendo más
poemas. Si me descuidaba, pronto tendría material para
otro libro.
Seguimos charlando. El ciclo del agua, los climas del país,
el movimiento de los planetas...
Me recosté a su lado y miré el techo. Ahí no había
estrellas. Nos quedamos en silencio un rato y me di cuenta
de que Namu se había quedado dormido. La habitación se
había bañado de naranja. Las sombras de las nubes se
deslizaban por las montañas. A lo lejos, dos personas subían
hacia el monte. Era tarde. ¿Y si no encontraban el camino
de vuelta?
Me giré hacia Namu, pero seguía dormido. Miré la mesita
de luz. El cuaderno, sus nuevos poemas. Sigilosamente y
con cuidado, alargué el brazo y lo agarré. Lo abrí. Solo había
un nuevo poema escrito. Y decía así: Quiero la eternidad

que él pueda ofrecerme.


Quiero vivir en letras,
en tinta, en páginas.
Aunque no me transforme en nube o en río
o en cielo...
Y quisiera ser agua
y que él me beba
para estar junto a él.
Mojar sus labios
y que sus labios me besen.

Cerré el cuaderno y lo dejé en la mesita de luz. Dejé que


el naranja se transformara en rojo. Y el rojo se convirtió en
negro.
La brisa tibia se fue enfriando y cerré la ventana. Namu
dijo algo en sueños y abrió los ojos despacito, como si no
quisiera despertarse. Al ver que no me había ido, me sonrió.
Me acerqué a él, me incliné y, aunque todavía no éramos
ni nubes ni río, lo besé en la boca.

Tenía que dar Biología. Si no la daba, no podría pasar de


curso... pero lo peor sería ver la cara de decepción que
pondría mi abuela cuando le contara. Ella le pagaba a una
señora que también me enseñaba matemáticas, geografía y
ciencias sociales. La señora no tenía mucha paciencia.
Afortunadamente, esta vez mi maestro particular fue Namu.
La prueba era larguísima. Consistía en explicar la
fotosíntesis, hacer un dibujo de la planta, explicar la
diferencia entre vertebrados e invertebrados, desarrollar el
ciclo del agua... Tardé dos horas completas en terminarla.
Cuando salí al patio, ahí estaba Juan con toda su banda.
Ellos se habían llevado más materias que yo.
—¿Biología? ¿Cómo te fue? —me preguntó Juan.
—Creo que bien —le respondí, no muy seguro.
Cuando la profesora nos llamó para darnos las notas, me
dio la buena noticia de que había aprobado. Qué alivio. Mi
abuela se pondría contenta.
Afuera del colegio, me esperaba Namu.
—¡Aprobé!
Nos abrazamos y miramos a nuestros costados. No había
nadie en la calle. Nos dimos un beso.
—Tengo fichas para los juegos del parque —me dijo—.
¿Querés ir?
—¡Sí!
Nos tomamos un colectivo rumbo al pueblo vecino.
—Juan y los demás desaprobaron —le conté.
Él no dijo nada. Juan y su banda no le caían bien porque
eran del grupo de los pibes que lo cargaban por ser
abanderado y escribir en la revista del colegio.
El parque de diversiones siempre estaba lleno de turistas.
La gente del pueblo y de los pueblos vecinos ya no le veía el
chiste. En el parque había una montaña rusa, autitos
chocadores, un samba, dos camas elásticas, y juegos
inflables y calesita para los nenes chiquitos. También había
algunos videojuegos.
Nos subimos en la montaña rusa y después en los autitos
chocadores. Cuando quise que nos subiéramos a la
montaña rusa otra vez, me di cuenta de que Namu se sentía
mal. Le pregunté e insistió con que se sentía bien, pero
finalmente aceptó que le dolía la cabeza. Así que nos fuimos
del parque, pero él dijo que aún era temprano para volver a
nuestro pueblo.
Caminamos por los caminos de tierra, pasamos por el río
y llegamos a la zona del Cerro de Nueve Colores. Nos
sentamos a la sombra de unas rocas. Él suspiró y apoyó la
cabeza en mi hombro.
—¿Cómo te sentís? —le pregunté.
Me sonrió y no dijo nada. Simplemente cerró los ojos,
pero enseguida los abrió, frunció las cejas y se incorporó.
—¿Qué te pasa, Dani?
Y sí, quería saber qué me pasaba, porque yo estaba
llorando.
Le dije que no quería que se muriera, que quería que
viviera, que se quedara conmigo. Sí, conmigo. Que
pudiéramos ir a andar a caballo, jugar videojuegos, correr
carreras. Que algún día pudiéramos ir juntos a las fiestas del
mercado sin tener que colarnos. Que pudiéramos ir a
conocer Machupicchu.
No me dijo nada. Sus ojos dorados, esos ojos del color del
universo, se habían mojado un poquito. ¿Llovía en el
universo? Y me sentí culpable por hacerlo llorar. Pero ¿qué
podía hacer? ¡Me sentía tan triste e impotente!
Lo abracé fuerte contra mí y él me devolvió el abrazo.
—Pero si vos me hiciste inmortal, Dani —me dijo—. ¿Ya te
olvidaste?
VIII
VARIOS AÑOS MÁS TARDE
Todo pueblo necesita un poeta, dijo la profesora de
literatura del colegio cuando presentó el libro de Namu en el
museo del pueblo. Mariano ya había muerto, pero sus
poemas estaban vivos. Sus poemas, tal como había dicho
aquella chica esa noche, lo habían hecho inmortal.
Lo llamaban el niño poeta. Un poema suyo salió en el
periódico del pueblo el día que se cumplió el primer año sin
él:

Tenés la risa de un río


y las piernas de la tormenta.
Llevás los sueños amontonados
en el canasto de tu bicicleta
y una estrella que le robaste al cielo
siempre en el bolsillo.
Me gusta tu risa de río,
me gustan tus tormentas.
Y quisiera vivir para siempre
en un cielo donde pueda verte correr.

Los últimos poemas de Mariano eran de amor y la gente


se había dado cuenta. Varias veces me habían preguntado
si sabía para quién los escribía o quién los había inspirado.
Yo respondía que no lo sabía, pero ellos sospechaban que
esos versos hablaban de mí. Solo me lo preguntaban para
que lo confirmara. Y algún día lo haría.
Mi abuela lo sabía, estaba seguro. Es muy difícil disimular
el amor. Ocultarlo. Y el día en que Namu murió, mi mundo
se derrumbó. Yo sabía que moriría, sí, me lo había dicho la
noche en que nos conocimos. Pero guardaba la esperanza
de que un día llegara a mi casa diciéndome que se había
curado. Que estaríamos juntos.
No fue así.
A veces, llegan al pueblo chicos que son como yo. Solos o
con sus novios. Cuando se sientan en el patio a tocar la
guitarra o a leer, me dan ganas de contarles de Namu y de
mí. Que teníamos trece años y que nos enamoramos un
verano. Que hice las mil y una para conseguir la plata para
su libro, sin darme cuenta de que un huésped me estaba
dando, todos los días, el dinero que necesitaba.
Los turistas escuchaban en un silencio respetuoso la
historia de aquellos primeros libritos fotocopiados. Fue en
ese entonces cuando me di cuenta de que nunca le había
preguntado al editor su nombre. Era simplemente el editor,
un hombre viudo que había llegado al pueblo, que se había
quedado en el hostel de mi abuela casi todo el verano y que
me había ayudado a cumplir mi propósito, un hombre que
todas las mañanas se tomaba un jugo de naranja, que
vestía jeans y remeras, y que tenía palabras tatuadas en el
brazo derecho.
Tres años después del día en que Namu se fue,
inauguraron en el museo una muestra con los originales de
sus poemas. Y el día del quinto aniversario, la muestra fue
en un centro cultural de la capital. Quería creer que el editor
estaría presente, pero no apareció. Tal vez ni siquiera se
acordaba de aquel chico al que había ayudado a hacer un
libro con hojas fotocopiadas.
Y esa tarde, la del quinto aniversario, fui a visitar a
Mariano al cementerio del pueblo, como otras tantas veces.
Me senté frente a su lápida.
—Hola, Namu, ¿cómo estás? —le dije—. Hoy vino mucha
gente a ver tus poemas. Hasta vino gente de Buenos Aires.
Me entrevistaron para un diario. —Suspiré—. Me pidieron
que les hablara de vos. De cómo eras. Les conté que
siempre estabas sonriendo y que te gustaban las fiestas del
pueblo. Les conté que nos colábamos en los bailes del
mercado y que te gustaba bailar cumbia.
»A todos les encantan tus poemas. Dicen que tienen
inocencia y una sensibilidad especial. Yo también lo creo.
Porque eras muy especial.
»¿Te acordás de cuando nos echaron de la fiesta del
mercado? Yo sabía que tarde o temprano iba a pasar. Vos te
pusiste tan triste...Pero como la música se escuchaba desde
afuera, nos quedamos ahí, detrás del paredón.
»¿Y te acordás de que había dos chicos quedándose en el
hostel ese verano que nos conocimos? Calculo que tendrían
la edad que tengo ahora. Y que tendrías vos. No te lo dije
nunca, pero creo que eran novios...
»Nunca los había visto darse un beso, pero el día en que
se fueron fui a su habitación para ver si se habían olvidado
algo (siempre revisaba las habitaciones en busca de
pequeños tesoros de países lejanos) y vi que allí había solo
una cama grande.
»Y mi abuela lo sabía.
»No te lo conté, pero ellos encontraron en el río una joya
de oro. La vendieron en la casa de empeño y con la plata se
fueron a Machupicchu.
»Lo sé porque los escuché. ¡Estaban tan felices, Namu!
Ahora deben ser grandes. Más grandes. Quién sabe, ¡tal vez
se hayan casado! Porque los chicos ya nos podemos casar
con otros chicos, ¿sabías? Y las chicas con las chicas.
»Soy ayudante del editor del periódico del pueblo. Me
ofrecieron el puesto hace dos semanas y acepté. Me
encargo de revisar las notas, de llamar para hacer
entrevistas. ¿Sabés que en la muestra, un editor de Buenos
Aires habló con tus papás? Quieren publicar tus poemas en
un libro de verdad.
Suspiré. Quería contárselo, necesitaba hacerlo. Aunque
seguramente él ya lo sabía.
»Conocí a un chico, Namu. En el diario. Está haciendo una
pasantía de fotógrafo. Creo que le gusto, aunque es muy
tímido. A veces lo descubro mirándome y enseguida desvía
la mirada. Yo todavía no sé si me gusta...
Y era la primera vez que me pasaba algo así. Porque
desde la muerte de Mariano mis sentimientos habían
quedado suspendidos, como en un limbo. No había vuelto a
enamorarme, no me había fijado en otra persona. Ni
siquiera había imaginado que eso pudiera suceder.
—Ay, Dani —me dijo una tarde Camila, mi mejor amiga—,
vos viviste un amor tan puro que te va a costar mucho
encontrar de nuevo un amor así.
Y tenía razón. Porque Mariano murió, pero mi amor no se
fue con él. A veces, cuando sacaba de mi cajón los poemas
que me había regalado, pensaba que seguía amándolo. Y a
veces lloraba, imaginando cómo hubiera sido seguir
creciendo juntos. Las fiestas del mercado a las que
hubiéramos ido. Los viajes que hubiéramos podido hacer.
Los poemas que me hubiera escrito...
»Namu, no sé si ya te lo dije, pero... desde hace un
tiempo ya soy mayor de edad. ¿Y te acordás de que siempre
les miraba los tatuajes a las personas que se quedaban en
el hostel? Me animé a preguntarle a mi abuela qué pensaría
si me hago un tatuaje, ¿y sabés qué me respondió? ¡Que le
parecen lindos! Que hasta algunas tribus antiguas se
tatuaban animales o pájaros para que los protegieran.
Me recosté en el pasto.
»Namu —susurré, respirando profundamente el aroma del
pasto—, pasé mucho tiempo pensando qué tatuaje me
gustaría tener, hasta que me di cuenta de que siempre lo
supe.
Y como si mi amigo me hubiese oído, en ese instante
sentí las primeras gotas de lluvia mojándome la piel.
Era él, sí.
En alguna de aquellas nubes que flotaban en el cielo,
libres.
Sonreí y abrí los brazos. Algunas gotas me mojaron la
cara, bajaron por mi cara y se colaron entre mis labios.
Nos encontraríamos de nuevo.
En el cielo. O en el río.
Sofía Olguín escribe, lee y edita literatura de diversidad
sexual en Bajo el Arcoiris. Es Editora y estudia Diseño
Gráfico. Vive con sus dos gatas en una casa llena de
plantas, música y aroma a palosanto.
Ornella Pocetti estudió en la UNA la licenciatura en Artes
visuales y se formó en distintos talleres y programas. Forma
parte del colectivo artístico Viento Dorado y realiza
ilustraciones para Muchas Nueces.
Colección JUVENIL

Esta historia es como el susurro de un río. Un río que está


siempre en movimiento. Una corriente de agua que tiene su
naciente en la amistad, traviesa los paisajes de la poesía y
termina encauzada en el amor.
Esta es la historía de Namu y Daniel. Un relato profundo y
revuelto sobre un afecto cargado de las formas de las
nubes, sueños de viajes y preguntas sobre la vida.
Olguín, Sofía
Cuando me transforme en río / Sofía Olguín ; ilustrado por Ornella Pocetti. -
1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Muchas Nueces, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-47578-2-1

1. Literatura Infantil y Juvenil Argentina. I. Pocetti, Ornella, ilus. II. Título.


CDD A863.9283

© del texto, Sofía Olguín.


© de las ilustraciones, Ornella Pocetti.
© de la presente edición, Cooperativa de trabajo Muchas
Nueces Ltda.

Revisado por Meli Wortman y Mechi Martín en algún lugar de


la selva mexicana, mientras transcurría el Primer Encuentro
Internacional Político, Artístico, Deportivo y Cultural de
Mujeres que Luchan.

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons


Atribución 4.0 Internacional. Para ver una copia de esta
licencia, visita http://creativecommons.org/licenses/by-nc-
nd/4.0/

MUCHAS NUECES es una editorial cooperativa. Sus


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autogestivo de creación de obras literarias y artísticas
(generalmente infantiles). Nuestra mirada está puesta en la
urgencia de una transformación del mundo a partir de la
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allí tejimos las alianzas que hacen posible este libro.

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