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Cada vez que nos miramos en el espejo, estamos viendo la historia de la vida en la Tierra. Nuestro cuerpo,
nuestros sentidos, nuestras manos reflejan millones de años de evolución.
Caminar no es fácil, y resulta interesante destacar que ningún animal puede logar lo que nosotros:
desplazarse “en dos patas”. Nosotros somos los únicos, entre las 400 especies de primates existentes, que lo
hacemos de forma exclusiva y habitual. La gran mayoría de nuestros músculos y huesos están adaptados
especialmente para mantener el equilibrio.
Uno de nuestros antepasados más conocidos es Lucy, una Australoopithecus afarensis que vivió hace 3,2
millones de años. Aunque se trata de uno de los fósiles más completos con los que contamos, por desgracia
le faltan los pies. Por fortuna, recientemente fue hallado un pie de otro individuo de la misma edad y
especie que confirma lo que se venía sospechando: los afarensis podían desplazarse como lo hacemos
nosotros.
La evolución del andar bípedo es sumamente importante. Es uno de los momentos centrales de la evolución
de los primates y una de las adaptaciones que permitieron llegar a una criatura como nosotros.
No sólo nuestro pie está adaptado al bipedismo. También tenemos la columna vertebral curvada, la pelvis
corta y ancha, el fémur inclinado, las extremidades inferiores más largas y con mayores superficies de
articulación, y todo un conjunto de músculos especializados para ello.
En 1992, fue hallado un diente homínido en Aramis, Etiopía, el primer resto fósil de un Ardipithecus. En el
transcurso de los años se descubrieron 110 fragmentos más, correspondientes a unos 35 individuos. Pero la
verdadera protagonista es una mujer apodada Ardi.
El rostro de Ardi es más vertical que el de los chimpancés, es decir un poco más parecido al nuestro y, su
mandíbula es menos protuberante y no tiene dientes incisivos filosos, al igual que la mayoría de los monos
actuales.
Entre los chimpancés actuales, y en el caso de otros monos, los machos suelen tener los dientes más
grandes que las hembras, cosa que no ocurría entre los australopitecos ni sucede entre los humanos. Para
sorpresa de los paleoantropólogos, los Ardipithecus tenían los dientes menos afilados y estaban menos
diferenciados entre los sexos. Esto indica que la estructura social no era como la de los monos actuales, en la
que un macho dominante reúne a varias hembras y, puesto que debe defender su posición, tiene un tamaño
mayor y dientes más grandes que ellas.
Otra característica interesante de Ardi es que, como la base de su cráneo es corta, podía balancearse sobre
la espina dorsal y, por lo tanto, caminaba en dos patas. Este dato se apoya además en la forma de la pelvis y
de los pies. Pero sus pies no sin ciento por ciento los de un bípedo, ya que tienen un pulgar oponible, lo que
le permitía agarrarse a las ramas de los árboles.
Ardi habitaba un medio ambiente boscoso, con pequeños islotes selváticos densos surcados por arroyos. El
andar bípedo permite recorrer mayores distancias y, aunque no parezca, es incluso mejor, desde el punto de
vista energético, que la forma de desplazarse de los cuadrúpedos caminadores.
Como caminar en dos patas dejaba las manos libres para transportar objetos y manipularlos, se supuso que
correspondía a la necesidad de llevar herramientas o armas. No obstante, aunque es evidente que caminar
en dos patas dio una libertad mayor a las manos, esta no es su causa sino una consecuencia.
La teoría más aceptada entre los paleoantropólogos es que esta adaptación no respondió a una única causa,
sino a una combinación de varios factores relacionados con las estrategias alimentarias y el comportamiento
reproductivo. Esa mayor libertad en las manos las volvió más gráciles y útiles para manipular objetos y
derivó en el desarrollo de un cerebro más complejo para aprovechar esas ventajas.
Justamente a partir del Austrolopithecus afarensis empieza a notarse un crecimiento en el tamaño del
cerebro respecto del de los homínidos anteriores. El de Ardi tenía apenas 300 centímetros cúbicos, mientras
que el de Lucy, entre 400 y 500.
Hemos evolucionado, precisamente, para ser máquinas de correr. Contamos con ciertas características que
son demasiado buenas para caminar y que nos sirven más que para correr. Desde el tendón de Aquiles, las
abundantes glándulas sudoríparas, los músculos y otros tendones especiales para mantener el equilibrio,
hasta las grandes articulaciones y forma de los pies, que nos permite soportar el impacto del trote, todo
apunta al mismo objetivo.
Manejamos nuestra temperatura corporal. La mayoría de los animales que corren mucho, como los perros
salvajes, jadean para bajar la temperatura y traspiran por la boca. Nosotros, por el contrario, tenemos miles
y miles de glándulas sudoríparas distribuidas por todo el cuerpo, algo que, junto con la ausencia del pelo
corporal, nos permite regularla mejor.
La habilidad de trotar por horas y horas nos resulta demasiado útil para sobrevivir: correr a mucha velocidad
parece ser una capacidad más conveniente para escapar o alcanzar alguna presa.
El primate corredor
Hace unos 3 millones de años había dos especies de homínidos diferentes: los australopitecos, que tenían
cerebros y cuerpos pequeños y delgados, y los primeros miembros del género humano, los Homo habilis,
que se diferenciaban principalmente por poseer un cerebro mayor. Más cerca en el tiempo, unos 2 millones
de años atrás, la familia humana estaba representada por el Homo erectus, de cerebro grande, cuerpo
erguido, piernas largas y un andar muy parecido al nuestro. También tenía dientes más pequeños, lo que
indica que su dieta había variado y que ingería comida más fibrosa: carne. Tengamos en cuenta que las
lanzas apenas aparecen hace unos 300 mil años, y el arco y la flecha, hace unos 50 mil, así que no eran
cazadores; corrían a sus presas hasta producirles hipertemia.
Si pudiéramos tener una visión panorámica del continente africano del periodo comprendido entre 2 y 3
millones de años atrás, veríamos que los terrenos arbóreos fueron abriéndose para dar lugar a las sabanas y
que algunos homínidos del género Homo empezaron a comer alimentos más calóricos: carne, tuétano de
huesos, seso y cerebro obtenidos gracias a que, como acabamos de decir podían correr.
El simio desnudo
¿Por qué no estamos cubiertos de pelo? El Homo sapiens, es el único entre los primates que no posee vello
corporal. Un rastro de nuestro antiguo pelaje se puede apreciar durante la gestación. Entre el quinto y el
octavo mes de embarazo, el feto está cubierto casi por completo de un vello fino, que se conoce como
lanugo, que luego se pierde.
La mayoría de los antropólogos cree que no tenemos pelaje por una adaptación al nuevo medio que
nuestros antepasados exploraron cuando comenzaron a caminar en dos patas. Es decir que se trataría de
una selección asociada con la termorregulación.
Contra el frío apareció una adaptación que fue el aumente de la grasa debajo de la piel, cosa que ayuda a
retener el calor sin impedir la evaporación del sudor. En resumen, nuestra desnudez no es más que una de
las muchas adaptaciones que nos llevaron a ser expertos en maratonistas.
Gracias a la comida
Los Homo erectus, hace 2 millones de años, fueron los primeros en consumir tejidos ricos en calorías de
diversas fuentes: las evidencias fósiles indican que comían animales terrestres y acuáticos. ¿Por qué? Porque
el cerebro es un gran devorador de calorías y necesita esos alimentos para poder funcionar. Lo determinante
para que el cerebro siguiese evolucionando hacia uno de mayor tamaño, como el del Homo sapiens, fue que
el Homo erectus comenzó a consumir alimentos más grasos, y los conseguía precisamente gracias a que
comenzó a correr.
4. Las manos
Las manos son nuestro medio para explorar. Los primates fueron los que desarrollaron una mano adaptada
para trepar, ya que para ir de una rama a la otra era necesario poder asirse con fuerza. Entre los primates
apareció la adaptación del dedo prensil-pulgar: que uno de los cinco dedos se pudiera oponer, para hacer de
pinza.
La adaptación a las sabanas y al bipedismo moldeó evolutivamente los pies y liberó las manos. También
vimos que esas manos cayeron bajo la influencia de un cerebro, que también se había desarrollado. Más
precisamente, de la corteza cerebral, donde se localiza la capacidad de establecer asociaciones entre causa y
efecto. Así fue como apareció la tecnología.
Sólo el ser humano ha creado la tecnología. La tecnología es el conjunto de conocimientos acumulados que
permiten diseñar y crear herramientas, es decir, bienes que sirven para ayudarnos en alguna tarea cotidiana.
Lo que nos diferencia del resto de los animales que utilizan herramientas es que hemos creado un corpus de
conocimientos que fue acumulándose y fue mejorándose a punto tal que, hoy en día, podemos escribir en
una computadora.
Hoy en día, con los filos perfectos que nos da el metal, nos resulta increíble que una piedra haya podido ser
útil para cortar, raspar y golpear, pero lo cierto es que así fue. Eso sí, había que saber elegir muy bien la roca
perfecta para cada una de esas tareas.
5. El cerebro
Somos los animales con el mayor cerebro en todo el reino animal. El cerebro humano es un órgano muy
importante, que consume mucha energía. A pesar de que apenas representa un 2% del peso total del
cuerpo, le destinamos entre el 18 y el 25% de nuestro presupuesto energético.
El punto final de la evolución biológica de nuestro cerebro comenzó hace 2 millones de años, cuando la
corteza cerebral, comenzó a crecer hasta llegar a su volumen actual, que supera el resto de las partes del
cerebro. La corteza es la responsable de los procesos de aprendizaje y de la formación y manejo de las
asociaciones, es decir, es lo que nos permite relacionar causa y efecto de manera más eficiente.
Cuando los homínidos empezaron a caminar en dos patas, su cerebro también comenzó a cambiar: en
apenas 3 millones de años, su tamaño se triplicó, de unos 400 cm 3 a 1350 cm3, que es el valor promedio que
tenemos hoy en día.