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LA DOCTRINA DE LA CARGA PROBATORIA DINÁMICA Y SU APLICACIÓN

AL PROCESO LABORAL
Autor:
Machado, José Daniel

Cita: RC D 2415/2012

Tomo: 2007 2 Procedimiento Laboral - II.


Revista de Derecho Laboral

Sumario:

I. El concepto de "carga de la prueba" en la versión clásica. II. La evolución del concepto. III. Digresión: juego o
verdad. La finalidad del proceso. IV. La doctrina de la carga probatoria dinámica. V. Su aplicación específica al
Derecho Laboral. 1. Prueba de hechos negativos. El caso del presentismo. 2. Prueba de intenciones. El caso de
la maternidad y el período de prueba. 3. Prueba de hechos de difícil acreditación. El caso de la remuneración por
rendimiento. El caso de las horas suplementarias. 4. Prueba de la antigüedad. El caso del recaudo
probadamente mendaz.

LA DOCTRINA DE LA CARGA PROBATORIA DINÁMICA Y SU APLICACIÓN AL PROCESO LABORAL

I. El concepto de "carga de la prueba" en la versión clásica

Sabido es que en sentido técnico-jurídico una carga es una conducta que debe satisfacerse en interés propio y
que, por lo general, constituye un requisito al que está subordinado el goce o consolidación de un derecho [1].
Aplicado dicho concepto general al material probatorio, el interés propio en cuestión sería el de obtener una
decisión favorable sobre un punto de hecho al que está condicionada la asignación de un derecho [2].
Tradicionalmente se ha sostenido que incumbe a la demandante la prueba de los hechos en los que funda su
pretensión jurídica, mientras que el demandado debe probar los que atañen a sus defensas o excepciones.
Expresión cierta que, empero, encuentra una primera relatividad en la circunstancia de que si los hechos
afirmados no son negados el actor está exento de probarlos y, recíprocamente, si nada prueba sobre el sustento
fáctico de su pretensión, el accionado no necesita probar los que hacen a su defensa. En suma, la necesidad de
prueba en uno u otro sentido viene a depender de que existan "hechos controvertidos o de demostración
necesaria" según rezan habitualmente los códigos de procedimiento. De allí que, en realidad, el instituto de la
carga probatoria resulte conexo y en cierto sentido dependiente de la medida que se asigne a la carga de afirmar
o negar [3]. Como se advierte rápidamente, este diseño se corresponde con una cierta concepción del proceso
cuya estructura alterna unas fases discursivas o retóricas y otra que, dependiendo del contenido de aquéllas,
consiste en la verificación de las respectivas alegaciones. El modelo así presentado parece basarse en una
neutralidad a priori del ordenamiento, en el sentido de que asigna el mismo crédito o descrédito inicial a cada una
de las versiones contrapuestas. Y, en consecuencia, como un corolario lógico de la igualdad ante la ley. Sin
embargo, esa neutralidad es sólo aparente. La mera negativa del demandado posee una aptitud constitutiva de la
controversia, ya que la carencia de prueba "de cargo" implicará el rechazo de la demanda. Es decir que una
suerte de presunción de inocencia, largamente justificada en Derecho Penal, asiste también al demandado en
pleitos privados de contenido patrimonial, donde su justificación ya es más dudosa si se atiende a que,
estadísticamente, la abrumadora mayoría de los pleitos se promueve asistiéndole razón total o parcial al
demandante. En esta concepción, los axiomas sobre la distribución de la carga probatoria adquieren importancia
como regla de juego que, conectada con la seguridad jurídica y el equilibrio procesal, delimitan claramente desde
el inicio del pleito a quién corresponde probar qué cosas. Es decir que sus destinatarios serían las partes. En lo
que constituye el quid de las posiciones más conservadoras sobre el proceso, el esquema de distribución del
esfuerzo probatorio no puede ser alterado retrospectivamente en la sentencia sin desbaratar la esencia de un
proceso justo. De modo análogo a lo que acontece con el principio de legalidad en Derecho sustancial y su
secuela lógica, la irretroactividad de las normas, no se admite que las partes sean impuestas ex post por la

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omisión de conductas que ex ante no le estaban exigidas por una regla general e invariante. Aclaro, antes de
continuar, que cuanto se diga en adelante no implica que esta formidable construcción racional, debida en parte
a la filosofía de Kant y en parte a la aplicación al campo de las relaciones humanas de los métodos de
verificación positiva tomados de las ciencias naturales, deba ser radicalmente abandonado. Por el contrario, las
más de las veces habrá de prestar un servicio satisfactorio a la cabal adecuación de lo justo al caso. Sin
embargo, que el modelo sea irreprochable en términos lógico-formales no lo inmuniza contra un baño de
realidad. Lo mismo ocurrió, si se quiere, con la autonomía de la voluntad en el campo de las relaciones privadas:
su consistencia intelectual no impidió que fuera fuente de las más grandes injusticias, cosa que tempranamente
advirtió el Derecho del Trabajo pero que hoy, en la sociedad de los contratos adhesivos y la asimetría negocial
como patrón común, tiende a ser relativizada incluso en la órbita del Derecho común.

II. La evolución del concepto

En el diseño que acabo de describir, como consecuencia directa del postulado de neutralidad, está ínsito el
principio de disposición sobre la prueba, como cuestión que atañe sólo a las partes y frente a la cual el juez debe
asumir un rol pasivo. De la mano sigue una suerte de indolencia judicial frente a la verdad histórica o material,
sustituida por una verdad del expediente. De modo que, coincidiendo con Augusto Morello, puede predicarse que
cualquier intento de revisión consistente del modelo tradicional debe comenzar por una reasignación de
contenido y finalidad a la función adjudicativa. En tal sentido, es básico coincidir en que el juez, sin perder su
imparcialidad (como neutralidad ante las partes), no puede permanecer neutral ante la verdad sin renunciar a una
parte esencial de lo que su competencia republicana le impone en defensa del interés público en sentencias
justas [4]. Y esa nueva concepción de la judicatura convoca también una modificación del rol de las partes que,
trascendiendo el paradigma puramente individualista de defensa del interés propio (quintaesencia del principio de
disposición), las emplace como deudoras de cooperación con el órgano inspirado en una visión solidarista del
proceso [5]. El primer paso en tal sentido ha sido dado hace ya tiempo con la aceptación, que hoy nadie discute,
de que las pruebas son del proceso con prescindencia de quienes la hayan ofrecido o producido (principio de
adquisición) [6]. El segundo paso consistió en el abandono de la creencia de que las reglas sobre distribución de
las cargas probatorias tienen por exclusivo destinatario a las partes. En realidad, el análisis sobre si las partes
han satisfecho o no los requerimientos de sus pretensiones agresivas o defensivas constituye parte del ejercicio
de la sana crítica judicial que, desde luego, se realiza en la sentencia de mérito. En otras palabras, es cuando el
juez se enfrenta con un remanente dudoso sobre los hechos que debe decidir si las consecuencias
desfavorables de esa incertidumbre deben ser soportadas por el actor o por el demandado [7]. Este costado del
asunto aproxima la cuestión de las cargas probatorias a cuanto se dice a propósito de las presunciones: sólo
tienen lugar ante la ausencia de hechos probados de modo directo. Es la duda la que las habilita como modo
técnicamente aceptable de arribar a la solución razonable por ser, entre las verosímiles, la conclusión más
probable [8]. El tercer paso está dado por el escepticismo sobre la posibilidad de establecer de modo fijo e
invariante unas reglas sobre la distribución de las cargas probatorias. Montero Aroca, tras pasar revista a los
distintos ensayos en tal sentido, concluye en que han demostrado su insuficiencia para alcanzar una solución
eficiente en todos los casos y que es preferible abandonar toda pretensión de consagrar un axioma rígido,
propiciando que a lo sumo resulta aceptable partir de la premisa de que "a cada parte le corresponde la carga de
probar los hechos que sirven de presupuesto fáctico de la norma que consagre el efecto jurídico perseguido por
ella, cualquiera sea su posición procesal", para luego "acomodarla a los casos concretos con base en los criterios
de normalidad, flexibilidad y facilidad" [9]. Desde luego, estos últimos adjetivos nos introducen ya en el tema de
nuestra colaboración. Antes, sin embargo, voy a permitirme un breve rodeo por consideraciones que hacen al
sustento de la doctrina en análisis.

III. Digresión: juego o verdad. La finalidad del proceso

¿En qué medida puede prometer el ordenamiento jurídico a la sociedad que el resultado de sus procedimientos
ha de conducir a una decisión ajustada a la verdad de los acontecimientos? Este interrogante es propiamente
moderno, ya que en la Antigüedad y el Medioevo el proceso no era concebido sino como un medio para resolver
disputas de la más diversa índole en base a ritos-juegos basados en creencias irracionales o habilidades de los
contrincantes [10]. Sin embargo, ha decomputarse que -junto a los propósitos del poder que los instituyó como
reglas válidas- debe haber mediado algún tipo de credibilidad en los destinatarios. Los sistemas de valores
fuertemente teológicos, conjeturo, han sido terreno propicio para que al menos en términos de la simbólica social

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se aceptara que las distintas variantes conforme a las cuales "los dioses han hablado" fueran un modo de
acceder a la verdad [11]. La continuación histórica de esta concepción la proveerá más tarde el utilitarismo, que
verá en el proceso solamente un modo civilizado de resolver conflictos. Su norte es el bienestar, que resulta
mejor servido por la preservación del orden, la seguridad y la paz pública, en homenaje a los cuales interesa que
las contiendas particulares se resuelvan pacíficamente. Si esa resolución va acompañada de verdad y justicia,
ése será un valor agregado, pero no constituye el fin último de la jurisdicción. La preocupación por lo justo no
viene apegada a contenidos materiales ligados a la verdad histórica, sino a las reglas formales conforme a las
cuales debe canalizarse el debate [12]. La obsesión anglosajona por el due process of law enlaza así con la
preocupación de los formalistas neokantianos (Stammler, Radbruch, entre los más populares) por asegurar una
justicia procedimental de base racional, lógica, que responda al postulado apriorístico de igualdad [13]. Junto a la
vertiente del "juego limpio" esquemáticamente reseñada, la creencia que dominó los siglos XIX y XX se nutrió de
la impronta del positivismo metodológico haciendo suya, como basamento de todo su sistema jurídico-procesal,
la convicción de que la verdad es cognoscible y que sólo se trata de acertar con la técnica adecuada para
revelarla. Los significados mismos inherentes a una investigación mediante pruebas que el Derecho asume para
sí remiten sin esfuerzo a criterios propios de las ciencias naturales. Y es por este flanco que la ilusión racional-
positivista comenzó a hacer agua. Jorge Kielmanovich, abordando la cuestión de los "fines de la prueba",
destaca que el acceso a la verdad material en un proceso resulta imposible por la doble limitación en la que le
toca operar a quien la establece: a) no puede recaer sobre hechos no afirmados ni controvertidos por las partes;
b) ni, en principio, puede basarse en pruebas no ofrecidas, desistidas, o cuya obtención esté prohibida por el
ordenamiento, ni alterar las que vinieran tasadas por la ley. Antes incluso, no se trata de hechos objetivos
presentes a los que el juez pueda aproximarse sino con la mirada retrospectiva del "historiador", y en particular
con la de un historiador al que otros -las partes- le han seleccionado los elementos de los que debe valerse. De
modo que se trata para él de reconstruir una probabilidad, o alta verosimilitud, de que los hechos hayan sucedido
conforme al discurso procesal de una u otra parte. El fin de la prueba, en definitiva, es lograr el convencimiento
del juez [14]. Sin embargo, es generalizado en la ciencia procesal moderna el sentimiento de que en la
ponderación de estas limitaciones gnoseológicas se ha llegado demasiado lejos [15]. Los métodos para obtener
la verdad sobre bases preestablecidas, claras y equitativas parecen haber devenido, por exceso, en verdaderas
reglas para impedir que la verdad prevalezca. La percepción ciudadana sobre las técnicas finamente elaboradas
por el Derecho liberal para resguardarla de los abusos del poder es percibida, de manera abrumadora, como un
verdadero obstáculo para la efectividad de sus derechos y la fuente más grande de injusticias. La paradoja salta
a la vista: la enorme distancia que se ha puesto entre el acontecer histórico y la verdad judicial declarada es
atribuida, en general, a influencias del poder que inicialmente se quería limitar [16]. En el afán bienintencionado
de refutar la ilusión sobre la identidad entre "verdad y proceso" se instituyó el tótem, igualmente falso, del
procedimiento como mero entramado de técnicas impenetrables al saber cotidiano y refractarias al
acontecimiento. La lógica utilitaria, ya comentada, del "juego" para resolver disputas de modo civilizado
superando los primitivismos y barbaries de los "juicios de dios" puede haber derivado en una nueva ordalía del
proceso hasta tal punto escrupuloso que termina filtrando, en sus membranas, incluso la verdad intuida antes de
su primer decreto. Y todo ello basado en un error evidente porque, como enseña Roland Arazi, si es requisito de
las decisiones judiciales que el juez adquiera convicción sobre los acontecimientos sometidos a su decisión, y si
cierto grado de certeza es inherente a esa convicción (que de lo contrario es puro arbitrio), es evidente que jamás
pudo predicarse que podía o debía renunciar a priori a la pretensión de acceder a la verdad acontecida [17]. Una
versión diferente conduce a enfatizar el carácter instrumental del proceso, medio para un fin y no fin en sí mismo.
Por supuesto que nadie discute que -en cuanto técnica- está sujeto a una serie de reglas. Tampoco que la
verdad del acontecimiento, como tal, no resulta plenamente accesible a la percepción humana. Pero una cosa es
asumir dicha limitación y otra muy diferente la renuncia consciente -casi de principio- a lograr una aproximación
razonable a la misma, extraviándola en el laberinto de los caprichos rituales y las destrezas del abogado, siempre
presto a agregarle un doblez. Por supuesto, no se trata de restaurar la utopía iluminista ni de volver al viejo
engaño. Pero sí de entender que, aun computando las humanas limitaciones, el proceso y quien lo dirige deben
comprometerse en la búsqueda de la verdad. Porque incluso aceptando la clave de la "paz social" como fin
último del servicio no se advierte cómo una solución falsa pueda contribuir a preservarla. Más intuitivo sería
afirmar lo contrario, esto es, que la sentencia agraviante genera desorden y disconformidad pública. En suma: la
doctrina de la carga probatoria dinámica enlaza de manera inescindible con la ideología del proceso como un
modo de aproximación a la certeza razonada, del juez comprometido en esa busca y de la jurisdicción como un
servicio público con el que las partes deben cooperar. A ese respecto corresponde coincidir con Rambaldo en
que el contexto es el de un verdadero giro epistemológico que no se agota ni puede ser bien comprendido como

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mera cuestión atinente a la prueba, es decir, con prescindencia de la concepción axiológica del proceso que
viene a servir [18].

IV. La doctrina de la carga probatoria dinámica

Su formulación más popular puede expresarse así: Frente a los hechos que no se han podido demostrar
acabadamente a lo largo del proceso, las consecuencias desfavorables del remanente dudoso deben ser
imputadas por el juez a la parte que, estando en mejores condiciones técnicas, profesionales o fácticas para
esclarecerlos, omitió hacerlo, independientemente de su posición como actor o demandado y de que se trate de
hechos constitutivos, impeditivos, modificatorios o extintivos [19]. Esta doctrina asume decididamente que, de
ordinario, las partes no se encuentran en igualdad de posibilidades probatorias, desequilibrio que por lo general
-aunque no invariablemente- acompaña a las relaciones de poder propias de las relaciones jurídicas sustantivas.
Frente a esa asimetría, como una manifestación más del principio de igualdad por compensación, el buen sentido
indica que aquellas circunstancias a las que una de las partes tiene un acceso más directo, fácil o económico
deben serle exigidas en el marco del deber de colaborar con el juez en la formación de su convicción. Su
naturaleza es la de una "regla de valoración", que corresponde al capítulo temático de la ponderación de la
prueba en la sentencia. Su destinatario, por ende, es el juez. Cierto es que algún autor [20] ha propuesto que en
algún estadio liminar del proceso el magistrado debiera establecer anticipadamente a quién incumbe -según el
mismo criterio material- probar tal o cual circunstancia. Pero esta concepción se basa en el ya analizado prejuicio
de que esta doctrina puede desbaratar el derecho de defensa al imponer retrospectivamente una carga, lo que a
la vez supone concebir al litigante como eximido de decir y aportar claramente la verdad en toda su extensión,
sin retaceos o especulaciones. En cambio, si se entiende que la buena fe les obligaba desde el comienzo del
pleito a colaborar con la jurisdicción en la obtención de la verdad sobre los hechos, nada tiene de sorpresivo que
se les endilgue luego haberlo omitido. Es que, en rigor, la falsedad fundacional de esta convicción errada es que
no existe deber de suministrar prueba a la contraria, lo que llevado a su extremo tornaría estéril la confesión y
demás admisiones, o la obligación de presentar o reconocer documentos, o de someterse a inspecciones [21].
En mi opinión, puede inducir a error la afirmación de que el instituto conduce a invertir la carga de la prueba, o
siquiera que la desplace. Su consistencia ética y lógica radica precisamente en atribuirla allí donde siempre
estuvo. Aunque parezca un concepto radicalmente novedoso, lo cierto es que deriva de principios largamente
consolidados en Derecho Comparado [22]. En efecto, guarda relación directa con los criterios de normalidad,
proximidad y economía que, según enseña Gian Antonio Michelli, informaban ya el Derecho germánico y no
desaparecieron completamente no obstante la influencia romanística y su empeño por sacralizar reglas basadas
en los hechos "afirmados o negados", "positivos o negativos" [23]. Y es que si la impresionabilidad de los hechos
es la condición de posibilidad de su reconstrucción en juicio, en la medida en que la "huella" o "rastro" que dejan
esté accesible sólo para una de las partes, o lo esté de manera normal, o más fácil o económica, resulta de buen
sentido atribuirle a ella las consecuencias desfavorables del obrar indolente.

V. Su aplicación específica al Derecho Laboral

No obstante que el Derecho del Trabajo ha sido y es el paradigma de las relaciones sustanciales asimétricas, no
ha prestado demasiada atención al instituto. En parte, ello puede deberse a la adopción bajo otro nombre de
técnicas afines, tendentes a imponer al empleador la carga de esclarecer los hechos que está obligado a
documentar en instrumentos que debe confeccionar, conservar y exhibir en los llamados "recaudos laborales".
Desde luego, cuando existen tales obligaciones legales, no resulta preciso recurrir a ninguna doctrina especial: al
trabajador le basta con intimar su presentación al obligado. Otro factor contributivo puede haber sido la
configuración limitativa que en la LCT, luego de la reforma de 1976, asume el principio in dubio pro operario. El
texto originario de su artículo 8° refería que la duda podía provenir de la interpretación de una norma, pero
también de "la apreciación de la prueba en los casos concretos". Suprimida esta última posibilidad, la doctrina
entendió casi sin fisuras que el campo de aplicación debía circunscribirse a las cuestiones de Derecho y no al
material fáctico o probatorio, lo que naturalmente debe haber creado un recelo hacia una doctrina que, en la
práctica, podría producir efectos semejantes a los del texto derogado por la evidente circunstancia de que el
empleador es, usualmente, quien se encuentra en la ya mentada "mejor posición". Por fin, es evidente que en
cierta medida la legislación laboral de fondo se hace cargo de ciertas dificultades probatorias del trabajador,
favoreciéndolo, si no con el in dubio tradicional, con otras presunciones y reglas de adjudicación como las
contenidas, por ejemplo, en los artículos 23 y 115 de la LCT. Pero incluso computando estos factores, entiendo

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que la doctrina en análisis puede prestar un trascendente servicio a la disciplina. La condición para ello,
reiterando, es abandonar la inexacta idea de que su localización temática incumbe a la esfera de "la prueba de
parte" para deslizarla hacia el campo de la "sana crítica racional del juez". Desde esta perspectiva, sutilmente
diferente, se trata de definir el modo en que deben dilucidarse ciertos dilemas con que se enfrenta al momento de
sentenciar. Presentaré en lo que sigue cuatro esquemas prácticos que, lejos de agotar la cuestión, pueden servir
de matrices lógicas para pensar situaciones de especial complejidad.

1. Prueba de hechos negativos. El caso del presentismo

Algunos rubros laborales dependen para su admisión en juicio de la acreditación de ciertos hechos puestos como
condición para el nacimiento del crédito. Tomemos como ejemplo el ítem convencional por presentismo o
asistencia perfecta que, como es obvio, viene a depender de que no medien en el período ausencias
injustificadas. En tal caso surge el dilema: ¿es el trabajador quien debe demostrar que concurrió todos los días?
O, en cambio, ¿es el empleador el que debe demostrar la condición de la pérdida del beneficio, o sea, que hay
faltas injustificadas? La estructura de la norma sustancial en conexión con el axioma tradicional de las cargas
("cada parte debe probar los presupuestos de hecho de la norma [...] etc.") parece conducir en la primera
dirección. Incluso considerando otras de las reglas clásicas, el haber concurrido pareciera constituir un hecho
positivo mientras que demostrar que el trabajador no concurrió sería el hecho negativo. Por supuesto que este
modo de presentar las cosas padece de la relatividad inherente a las formaciones discursivas que involucran
verbos antitéticos [24]. Basta con sustituir "concurrió" por "faltó" para que, sin alterar la sustancia, se inviertan los
términos de la polaridad. Además, si consideramos que la "ausencia injustificada" es la condición de la excepción
a la obligación, bien podría predicarse que pesa sobre el accionado la carga de demostrarla sin alterar las reglas
sistematizadas por Leo Rosenberg. Entiendo que estas perplejidades lógicas pueden resolverse más
adecuadamente recurriendo a la doctrina en comentario. Es en primer lugar evidente que, aunque el
ordenamiento no contenga ninguna presunción legal en tal sentido, la concurrencia diaria del trabajador debe
presumirse como hecho normal en la medida en que sería inconcebible un contrato de trabajo en que lo
característico fuera que el dependiente concurre cuando lo desea y el empleador no ejerce sus poderes
contractuales. Por otra parte, es notoria la desigualdad en que ambas partes se encuentran en orden a la
facilidad para obtener la prueba de sus respectivas afirmaciones, ya que el trabajador no puede allegar al pleito
un testigo omnisciente (que sea, a la vez, creíble) para dar cuenta de su concurrencia a todas las jornadas
implicadas, ni mucho menos uno para cada día del período. Es mucho más sencillo probar la excepción (que faltó
en uno o más días), pero no solamente porque es excepción sino porque es más fácil y económico. Por fin, es
evidente que el empresario, titular de una organización jerárquica, cuenta con medios accesibles para
documentar el hecho en resguardo de su propio interés. El aspecto dinámico del asunto aparece en la medida en
que, demostrada la inasistencia, se desplaza sobre el trabajador la carga de probar su eventual justificación. Esta
matriz de análisis es válida para otros institutos. ¿A quién corresponde demostrar que un cierto descanso ha sido
o no gozado? ¿A quién que el empleador no dispone de tareas acordes a la capacidad residual del trabajador?
[25]

2. Prueba de intenciones. El caso de la maternidad y el período de prueba

La prueba del ánimo patronal es requerida muchas veces para la configuración de alguna respuesta jurídica
particular y, desde luego, uno de los supuestos en que la jurisprudencia acepta que concurre el ingrediente de
dificultad para obtenerla que se sigue de su propia naturaleza: la intención no es un facto y no cumple a priori con
el requisito de impresionabilidad arriba mencionado. Cierto es que se puede reconstruir en base a presunciones
judiciales basadas en hechos-indicios que hagan las veces de "rastro" para la indagación, pero nunca dejará de
ser una aproximación a la trama psicológica interna del agente. Para no recurrir al ya transitado ejemplo de la
discriminación de activistas sindicales no amparados por la tutela gremial [26], tomaré como modelo un supuesto
de candente actualidad interpretativa, cual es el que refiere a si la protección de la maternidad o embarazo
reglada por el artículo 178 de la LCT y su entorno es aplicable o no cuando la trabajadora se encuentra cursando
el período de prueba. La respuesta puede discurrir por carriles de interpretación abstracta o, en cambio, por
algún criterio de asignación de la carga de probar. Y, en este último caso, imponiéndola a la trabajadora o al
empleador. En el primer sentido pueden consultarse las opiniones encontradas de Eduardo Álvarez y Julio
Grisolía, por una parte, asignando prevalencia al instituto tuitivo por la mayor jerarquía de su fuente, y las de
Carlos Etala, Julio Martínez Vivot y Hugo Carcavallo, por la otra, priorizando la esencia del período, tal y como las

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analizo en mi comentario al artículo 92 bis de la Ley de Contrato de Trabajo. Comentada y concordada, dirigida
por Antonio Vázquez Vialard [27]. He descartado en esa colaboración la posibilidad de dar una respuesta unívoca
a todos los casos, inclinándome por una valoración de los hechos que permita desentrañar la intención-
discriminatoria o no- del empleador. La sala III de la CNAT, en la causa "Smorzeñuk c/Olea" del 29 de febrero de
2000, entendió que dado el despido de la embarazada durante el período de prueba le correspondía a ella
demostrar la discriminación, sin poder valerse a tales fines de la presunción del artículo 178 de la LCT. De mi
parte, estimo que dicha presunción legal rige igualmente durante el curso de esta etapa del vínculo,
correspondiendo en su caso al empleador que el despido no ha respondido a causa de embarazo. Aunque dicha
prueba pueda parecer tan o más difícil que la impuesta por aquel fallo a la trabajadora, en realidad no lo es, ya
que el principal puede entre otras variantes demostrar: 1) Que el embarazo es anterior a la contratación y que lo
conocía por ser notorio o estar declarado al ingreso, lo cual, desde luego, desdice de modo patente una intención
discriminatoria; 2) que desconocía la circunstancia del embarazo, ya que la despidió antes de que el mismo se le
comunicara, no siendo notorio; 3) que la trabajadora no cumplió con las expectativas inherentes al puesto de
trabajo, mediando por ende razones objetivas que sustentan su decisión de tener a la prueba como "no
superada". La última de estas razones supone, en especial, un claro desplazamiento de la carga de probar.
Ordinariamente el empleador no debe suministrar motivación alguna sobre su decisión de desistir de la
contratación en este tramo. Pero, probado que la misma se dispuso una vez comunicado o conocido el
embarazo, la presunción legal del artículo 178 de la LCT le "obliga a explicarse" en los términos del artículo 919
del Código Civil toda vez que le resultará más sencillo a él aportar elementos objetivos sobre el bajo rendimiento,
la falta de adaptación al equipo o cualquier otra circunstancia objetiva que a la trabajadora acreditar la intención
discriminatoria. Esta matriz de análisis está presente en muchos institutos legales. Cuando el artículo 66 de la
LCT requiere que las modificaciones unilaterales introducidas por el empleador respondan a un propósito
funcional (entiéndase: útil a los intereses objetivos de la empresa), está implícito que en ausencia de esa
demostración queda habilitada la presunción de que la medida implica una violación a la prohibición del artículo
69 de la LCT, es decir que se ha utilizado el traslado o modificación horaria o de tareas como sanción [28]. Y
cuando el artículo 213 de la LCT obliga al pago de los "salarios continuatorios" por enfermedad inculpable es
porque presume la intención de que el despido no ha tenido otra intención que liberarse del pago de los mismos
[29].

3. Prueba de hechos de difícil acreditación. El caso de la remuneración por rendimiento. El caso de las
horas suplementarias

Sabido es que la presentación de los recaudos laborales por parte del empleador inhibe la actuación de las
presunciones legales establecidas por el artículo 55 de la LCT y las que, en afín sentido, deriven de estatutos
especiales o convenios colectivos [30]. Marginalmente, conviene acotar que esa presentación en forma no
constituye prueba irrefragable sobre la veracidad de sus asientos, que siempre podrán ser refutados, primacía de
la realidad mediante, por convicción contraria que aporte el trabajador. Ahora bien, es un lugar común que en
tales casos se afirme que "la exhibición restituye el curso normal de la carga de probar que, entonces,
corresponde al trabajador sobre los hechos afirmados en su demanda". Sin embargo, a propósito de ciertos
capítulos del reclamo, esto no es correcto. Que el trabajador no esté en posición de valerse de la presunción
significa ni más ni menos que eso. El segundo axioma no puede destruir el primero. Los asientos de los libros
siguen siendo unilaterales y, por lo mismo, una manifestación de parte que no constituye prueba en su favor. De
modo que el "curso que se restituye" no es el del incumbit actoris a rajatabla sino el que corresponda asignar en
relación con los criterios que venimos analizando. A propósito de las remuneraciones por rendimiento, por
ejemplo, es evidente que el empleador es quien se encuentra en mejores condiciones objetivas para aducir la
prueba pertinente a la eficacia del dependiente. Por definición, si se ha pactado o viene impuesta esa modalidad
retributiva, se han previsto o debido prever los modos de individualizar u objetivar los hechos condición de la
comisión, destajo o premio. Máxime cuando ellos constituyen, también, elemento necesario de registros no
laborales y requisito de una contabilidad bien ordenada. De allí que no parece bien orientada la jurisprudencia
que, de antigua data y contra el texto expreso del artículo 11 de la ley 14.546, coincide en exigir que sea el
viajante quien en su declaración jurada individualice de modo concreto, analítico y perfecto cada una de las
operaciones en que intervino [31]. En algunas provincias la cuestión ha sido materia de normas procesales
específicas. Así, por ejemplo, el artículo 39 de la ley 11.653 (Buenos Aires) expresa en su párrafo segundo que
"En los casos en que se controvierta el monto o el cobro de remuneraciones en dinero o en especie, la prueba
contraria a la reclamación corresponderá al empleador". Virtualmente idénticos son los artículos 46 del CPL de la

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Provincia de Chubut y 56 de la Provincia de Formosa. El artículo 76 de la ley 5315 (Entre Ríos, texto según ley
6244) establece que "En los juicios donde se controvierta el plazo del contrato de trabajo, el monto o el cobro de
salarios u otras formas de remuneración, la carga de la prueba respecto de estos puntos de la litis corresponderá
a la parte demandada". El artículo 55 de la ley 5725, de la Provincia de Mendoza, dispone directamente la
"inversión de la prueba" cuando "se cuestione el monto de retribuciones" [32]. Evidentemente, estas reglas
adjetivas reconocen como fundamento el mismo presupuesto lógico que la teoría de la carga probatoria
dinámica, en tanto emplazan al empleador en la mejor posición para ilustrar sobre la verdad a propósito de la
remuneración convenida. Es cierto que muchas veces la estimación del actor incurre en excesos de
"globalización" inadmisible. Pero para dicha disfunción existen otros correctivos que incluso deben aplicarse
cuando los libros no son exhibidos. Tal, por ejemplo, el test de verosimilitud al que los jueces pueden y deben
recurrir cuando las sumas reclamadas no se compadecen con lo que es dable esperar del curso normal de las
cosas según la experiencia. Utilizar este medio de morigerar las demandas que se proponen con una
cuantificación contraintuitiva no tiene empero nada que ver con rechazarlas por falta de prueba. Algo semejante
ocurre con el crédito por horas suplementarias. Conocida es la posición clásica sobre la que se ha permitido
ironizar Jorge Elías en una excelente colaboración para esta Revista [33], en punto a la exigencia abusiva de
prueba a cargo del dependiente sobre la exacta mensura e identificación de las horas reclamadas [34]. También
es sabido que no existe acuerdo sobre si, al respecto, el empleador debe llevar algún recaudo especial, puesto
que algunos fallos entienden aplicable el artículo 6°, inciso c, de la ley 11.544, o bien que dicho deber fluye del
último inciso del artículo 52 de la LCT que impone registrar "los demás datos que permitan una exacta evaluación
de las obligaciones a su cargo", mientras que otros soslayan dichas normas en relación con este instituto e
incluso descartan la posibilidad de acreditar la jornada excesiva mediante confesión ficta. En mi opinión, incluso
si asumimos una postura restrictiva respecto de los interrogantes del párrafo anterior, la carga probatoria debe
distribuirse asignando al trabajador la de demostrar, con idéntico rigor que cualquier otra circunstancia de hecho,
el laboreo habitual en el establecimiento o de su puesto en particular y, satisfecho ese extremo, corresponde
asignar al empleador la carga de cuantificar la medida del débito en exceso o soportar, en caso contrario, que el
juez las estime razonablemente tomando como base las aseveraciones y pruebas aportadas por el trabajador
que se ajusten al ya mentado test de verosimilitud. En el voto del doctor Jorge Bermúdez para la causa
"Sarkisian Sachs c/Carrefour SA" [35] se ponderó que no obstante que no media obligación legal de instrumentar
las tarjetas-reloj como modalidad de control de horario, habiéndola implementado, "hubiera bastado que la
empleadora acompañara tales constancias para desechar cualquier duda sobre el cumplido por la trabajadora y
es en tal sentido que debe entenderse que sobre esta circunstancia recaía sobre ella la carga
probatoria",entendiendo el fallo que "de ningún modo la directriz que indica que las horas suplementarias deben
ser probadas por quien las invoca de un modo eficaz y concluyente debe llevar a una rigurosidad que
desnaturalice la posibilidad de justificar tal extremo, considerando las circunstancias del caso y la necesaria
asunción por las partes de la denominada teoría de las cargas probatorias dinámicas, o sea que incumbe ejercer
esa obligación procesal a quien se encuentra en mejores condiciones de coadyuvar al esclarecimiento de la
controversia".

4. Prueba de la antigüedad. El caso del recaudo probadamente mendaz

Otra de las grandes variables que determinan el nivel de beneficios del trabajador es su antigüedad en el empleo,
de la que dependen, entre otros institutos, sus vacaciones, la licencia máxima por enfermedad, el preaviso e
indemnización por despido e incluso en muchos casos alguna bonificación convencional. Suele ocurrir que al
final del proceso el juez tiene claro que la fecha de ingreso no es la que obra en los recaudos laborales
acompañados, pero le resta la incertidumbre de precisar con exactitud cuál ha sido la verídica. Por ejemplo, hay
testigos que vieron trabajando al actor dos años antes de la fecha consignada en los recibos, siendo que a su
vez el trabajador ha denunciado una posdatación de cuatro años. El reflejo judicial suele conducirnos a
considerar como probada una fecha que coincida con la del testimonio más remoto. La consecuencia práctica de
este modo de valorar es un premio al litigante de probada mendacidad. En efecto, considero que el libro con
datos apócrifos debe aparejar consecuencias más gravosas que la pura y simple omisión de exhibición. En este
caso no se trata solamente de que el empleador esté mejor posicionado para adunar el dato faltante, sino que
está legalmente obligado a hacerlo. Por ende, si incurrió en una falsedad inexcusable (que seguramente va a la
par de una infracción fiscal) no puede atribuírsele una suerte de crédito parcial o provisorio que limite la
adjudicación retrospectiva sólo hasta la fecha que el trabajador -con prueba propia- demuestre haber ingresado
[36]. Por supuesto que esta conclusión, como las de los parágrafos anteriores, queda también sujeta a la

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evaluación en sana crítica y al ya mentado test de verosimilitud. Como juez, he visto casos en que la
"aseveración de la demanda" en punto al ingreso conducía a épocas en que el demandado tenía 7 años, o en
que el establecimiento era un terreno baldío. Pero estas técnicas para limitar los abusos de petición, que no
ignoro ni disimulo, no deben conducirnos a la errónea dirección de considerar que un recaudo laboral apócrifo
-que como mínimo debe ser equiparado al no exhibido- posea aptitud para emplazar al actor como deudor de
prueba asertiva sobre la fecha real.

[1]

GOLDSCHMIT, James, Derecho Procesal Civil, Labor, Barcelona, 1936. El autor define a la carga como un
"imperativo del propio interés".

[2] DEVIS ECHANDÍA, Hernando, Teoría general de la prueba judicial, Zavalía, Buenos Aires, 1970, t. I, p. 424;
PALACIO, Lino, Derecho Procesal Civil, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1972, t. IV, p. 363; ROSENBERG, Leo,
La carga de la prueba, Ejea, Buenos Aires, 1957, p. 2.

[3] TAMANTINI, Carlos, La carga de la prueba en el proceso laboral, en L. L. 1992-A-353.

[4] MORELLO, Augusto, La prueba. Tendencias modernas, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1991, p. 55.

[5] LORENZETTI, Ricardo, Teoría general de distribución de la carga probatoria, en Revista de Derecho Privado
y Comunitario, Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1997, N° 13, p. 61; MORELLO, Augusto y KAMINKER, Mario, La
colaboración en el proceso civil. Comunidad de esfuerzos, en E. D. 157-894; EISNER, Isidoro, Desplazamiento
de la carga probatoria, en L. L. 1994-C-846; PEYRANO, Jorge W., Carga de la prueba: conceptos clásicos y
actuales, en Revista de Derecho Privado y Comunitario, Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 1997, N° 13, p. 97.

[6] BUSTAMANTE ALSINA, Jorge, Prueba de la culpa médica, en L. L. del 15-10-92, p. 6.

[7] DEVIS ECHANDÍA, Hernando, Compendio de la prueba judicial, Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2000, t. I, p.
211: "No se trata de fijar quién debe llevar la prueba, sino quién asume el riesgo de que falte". ARAZI, Roland, La
prueba en el proceso civil, La Rocca, Buenos Aires, 2001, p. 104.

[8] MACHADO, José Daniel, La presunción del artículo 23 de la LCT: Ni tanto ni tan poco, en Revista de
Derecho Laboral, N° 2005-2, Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, p. 91.

[9] MONTERO AROCA, Juan, La prueba en el proceso civil, Civitas, Madrid, 1998.

[10] FOUCAULT, Michel, La verdad y las formas jurídicas, Gedisa, Barcelona, 1991, p. 75: "El Poder Judicial no
existía en la Alta Edad Media y las disputas eran cuestiones que resolvían los individuos entre sí: sólo se pedía al
más poderoso, o a aquel que ejercía la soberanía en función de sus poderes políticos, mágicos y religiosos, que
comprobase la regularidad del procedimiento y no que hiciese justicia".

[11] El corolario de cuanto se sugiere en este párrafo es que, sea cual fuere el entramado técnico diseñado para
procesar el conflicto, debe contar en algún punto con la aquiescencia de los justiciables.

[12] CALAMANDREI, Piero, Derecho Procesal Civil, Ejea, Buenos Aires, 1962, en especial El proceso como
juego, en t. III.

[13] Adviértase que esta concepción no se basa tanto en un escepticismo sobre los hechos y las dificultades
cognoscitivas derivadas de las limitaciones humanas para acceder retrospectivamente a su verdad, sino en una
convicción más profunda: la verdadera justicia consiste en el respeto por la inviolabilidad de las reglas de juego.
Por ejemplo, véase RADBRUCH, Gustav, El fin del Derecho, UNAM, México, 1958, p. 93.

[14] KIELMANOVICH, Jorge, Teoría de la prueba y medios probatorios, Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2001, p. 59.

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[15] FALCÓN, Enrique, Derecho Procesal, Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2003, t. II, p. 585.

[16] LÉPORI WHITE, Inés, Cargas probatorias dinámicas, en PEYRANO, Jorge W. (dir.) y LÉPORI WHITE, Inés
(coord.), Cargas probatorias dinámicas, Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2004, p. 61.

[17] ARAZI, ob. cit., p. 32.

[18] RAMBALDO, Juan Alberto, Cargas probatorias dinámicas: un giro epistemológico, en PEYRANO (dir.) y
LÉPORI WHITE (coord.), ob. cit., ps. 25 y ss.

[19] PEYRANO, Jorge W., Fuerza expansiva de la doctrina de las cargas probatorias dinámicas, en L. L.
1996-B-1027.

[20] LÓPEZ MIRÓ, Horacio, La teoría de las cargas probatorias dinámicas: propuesta de un remedio procesal
para proteger el derecho de defensa de las partes, en Zeus 74-D-118.

[21] KIELMANOVICH, ob. cit., p. 122; COUTURE, Eduardo, Estudios de Derecho Procesal Civil, Depalma,
Buenos Aires, 1975, t. II, p. 144.

[22] Lo afirmado en el texto no supone adherir a quienes sugieren que la construcción de Jorge W. Peyrano y su
Ateneo rosarino, o de Morello y la escuela platense, carecen de otra originalidad que la de asignar un nuevo
nombre a criterios ya añejos. En esa línea de cuestionamiento se deja de lado que toda innovación jurídica se
inscribe necesariamente en algún precedente, lo que no resta mérito a la obra de sistematización, difusión y
posterior institucionalización de un conjunto de intuiciones preexistentes a las que se descubre un hilo conductor.

[23] MICHELLI, Gian Antonio, La carga de la prueba, Temis, Bogotá, 1989.

[24] ARAZI, ob. cit., p. 105.

[25] CNAT, sala VII, 22-4-99, "Ochoa c/Microómnibus Norte SA", D. T. 2000-A-402. Este fallo tiene de
interesante que hace depender la respuesta a esta pregunta de la variable "dimensión de la empresa", al
entender que en una de poca magnitud la identificación puede ser más sencilla para el trabajador, pero no en el
contexto de una organización más vasta y compleja. Sobre el mismo instituto puede verse CNAT, sala VII,
17-9-2003, "Barbe c/Metrovías SA", D. T. 2004-A-190, caso en que se hizo expresa mención a la carga
probatoria dinámica como fundamento.

[26] Ver los votos de los Dres. Zás y Simón en la causa "Parra Vera, Máxima c/San Timoteo SA", CNAT, sala V,
14-6-2006, T. y S. S. 2006-673.

[27] Rubinzal-Culzoni, Santa Fe, 2005, t. I, p. 653.

[28] En mi opinión, si el empleador no logra persuadir sobre la necesidad o conveniencia de introducir la


modificación es incluso superfluo exigir al trabajador la prueba acabada del perjuicio. Ahora bien, como el
ordenamiento tampoco consiente una negativa caprichosa del dependiente, si el empleador se esmera en probar
la funcionalidad del cambio, se desplaza al trabajador la necesidad de invocar y eventualmente probar que el
mismo le ocasiona un daño a sus intereses.

[29] La respuesta al interrogante que puede surgir a propósito de este instituto cuando el despido es "con justa
causa" dependerá de la previa adjudicación al instituto de una naturaleza sancionatoria o tutelar. Si lo que se
quiere evitar es que el empleador reduzca el costo mediante el despido, es obvio que al ser "justificado" la
sanción no tendría sentido. Si en cambio se concluye en que la ratio legis debe leerse en clave de "cobertura de
la contingencia de salud", lo mismo da la razón por la que haya finalizado el vínculo, en tanto el trabajador
permanezca incapacitado.

[30] Los casos más notorios serían el de la comisión del viajante, entre los de origen legal, y el "adicional por

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kilometraje recorrido" del CCT vigente para los camioneros.

[31] KROTOSCHIN, Ernesto y RATTI, Jorge, Código del Trabajo anotado y concordado, 7 ' ed., Depalma,
Buenos Aires, 1986, p. 577.

[32] Es inocua, en cambio, la regla contenida en el art. 39.3 del Código de la Provincia de Córdoba, ya que la
inversión del onus probandi no procede si las partes "hubiesen convenido una suma superior a la impuesta por la
ley o convención colectiva", que es precisamente cuando se la necesita. Las remuneraciones legales y
convencionales no requieren prueba.

[33] ELÍAS, Jorge, Patología de la jornada de trabajo, en Revista de Derecho Laboral, N° 2006-1, Rubinzal-
Culzoni, Santa Fe, p. 153. Identifica el autor 15 adjetivos a los que usualmente recurren los fallos para reflejar el
carácter restrictivo de la apreciación de la prueba de cargo.

[34] Desde ya que lo que falla en dicha argumentación es el apego contrafáctico a la idea de que la
denominación sugiere un episodio extraordinario, a lo que sigue considerarle una excepción que se aparta de la
normalidad y que, por ende, corre por cuenta de quien la invoca. Premisa que, desde luego, no resiste la menor
confrontación con la realidad, en especial en relación con ciertas actividades y ciertas circunstancias de mercado.
De esto la clase empresarial está, por así decirlo, "confesa": durante el reclamo de flexibilización se adjudicó al
"costo laboral extintivo" la retracción de la demanda de trabajadores, argumentando que -dado un incremento del
nivel de actividad- preferían asignar tareas suplementarias antes que contratar nuevos dependientes.

[35] CAMPEOTTO, Claudio, La carga y la valoración de la prueba en el proceso judicial, en D. T. 2005-B-1058.


Indica el autor que corresponde a la sent. 93.218, del 3-2-2005.

[36] Hay una contradicción o indecible lógico en este discurrir según el cual el recaudo, a la vez, no vale -en
tanto que falso- y vale -en cuanto igualmente desplaza la carga de probar-.

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