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EL ONCÓLOGO SONRIENTE

La ominosa caída de la cirugía radical de su pedestal tal vez diera a los


quimioterapeutas una pausa para reflexionar. Pero tenían su propia fantasía de
radicalismo que cumplir.
La cirugía tradicional es considerada muy primitiva, demasiado indiscriminada
y demasiado farragosa. Para borrar el cáncer se necesitaba un ataque
quimioterapéutico a gran escala.

Todo combate necesitaba su batalla de combate emblemático, lo cual nuestro


campo de batalla, era un lugar físico que resumiera las guerras contra el
cáncer a finales de las décadas de 1970, la cual era una sala de quimioterapia.

En 1973 el periodista Stewart Alsop estuvo confinado en una de esas salas de


los Institutos Nacionales de Salud para recibir tratamiento por una rara e
inidentificable enfermedad de la sangre.

Al atravesar el umbral se encontró con una versión aséptica del infierno.


«Cuando se deambula por el centro clínico de los NIH, en los pasillos o en el
ascensor, uno se topa de vez en cuando con un monstruo humano, una
pesadilla viviente, un rostro o una cara espantosamente deformados»,
escribió.

Los pacientes, incluso disfrazados con ropa de «civil», podían ser


identificados por el tinte anaranjado que la quimioterapia les dejaba en la piel,
debajo del cual acechaba la palidez singular de la anemia relacionada con el
cáncer.

El espacio era como un limbo, sin facilidades para marcharse, (osea sin
salida). En el sanatorio, revestido con paneles de cristal, donde los pacientes
caminaban como una forma de esparcimiento, recordaba Alsop, las ventanas
estaban cubiertas con una tupida malla metálica para impedir que los hombres
y mujeres allí confinados saltaran por encima de la barandilla con la intención
de suicidarse.

El artificio del entusiasmo prefabricado (una necesidad para los soldados en


combate) que hacía que la desolación imperante en las salas fuera aún más
conmovedora,

Nos cuentan de cómo eran estos espacios donde tenían resguardados a estas
personas con cáncer:
«eran paredes amarillas y anaranjadas en los pasillos; franjas beige y blancas
en las habitaciones de los pacientes»

Con la intención de comunicar optimismo a las salas de los Institutos


Nacionales de Salud, las enfermeras llevaban en sus uniformes botones de
plástico amarillo con el perfil dibujado de una cara sonriente

Esas salas creaban no solo una cámara de aislamiento psicológica, sino


también un microambiente físico, una burbuja estéril donde la teoría central de
la quimioterapia oncológica es erradicar el cáncer con un bombardeo de
fármacos que desafiaba a la muerte y pudiera probarse de manera adecuada.

Alsop nos señalaba con agudeza “Que la misión esencial no es salvar a un


paciente específico. Se hacen enormes esfuerzos para lograrlo, o al menos
para prolongar la vida del paciente hasta el último momento posible. Pero la
finalidad fundamental no es salvarle la vida a ese paciente en particular, sino
encontrar la manera de salvar la vida a otros»

En 1976, año en que el ensayo NSABP-04 llegaba laboriosamente a la mitad de


su desarrollo, apareció en las salas del cáncer un nuevo fármaco, el cisplatino.
Pero como los químicos no encontraron una forma de como aplicarlo, quedó
olvidado.

En 1973 Cleland tenía veintidós años y estudiaba Veterinaria en Indiana. En


agosto de ese año, dos meses después de casarse, se descubrió un bulto en
rápida expansión en el testículo derecho. Un martes de noviembre, por la
tarde, consultó a un urólogo. El jueves lo operaron urgentemente; salió con
una cicatriz que se extendía desde el abdomen hasta el esternón. El
diagnóstico era cáncer testicular metastásico: cáncer de los testículos que
había migrado difusamente a los nódulos linfáticos y los pulmones.

Cleland ingresó en la sala de cancerosos de la Universidad de Indiana y


comenzó el tratamiento con un joven oncólogo llamado Larry Einhorn. El
régimen, un curtido y tóxico cóctel de tres fármacos denominado ABO que
tenía su origen en los estudios realizados por el NCI en los años sesenta, solo
tuvo un efecto marginal. Cleland entraba y salía del hospital. Su peso se
redujo de setenta y dos a cuarenta y ocho kilos. Un día de 1974, mientras
todavía le administraban quimioterapia, su esposa le sugirió que se sentaran
fuera para disfrutar de la tarde. Muy turbado, Cleland se dio cuenta de que
estaba demasiado débil para levantarse. Lo llevaron a la cama como un bebé,
llorando avergonzado.

En el otoño de 1974 se puso fin al régimen ABO, reemplazado por otro


fármaco que resultó igualmente ineficaz. Einhorn sugirió un último recurso: un
nuevo fármaco llamado cisplatino. Otros investigadores habían constatado
algunas respuestas, aunque no duraderas, en pacientes con cáncer testicular
tratados con esa sustancia como único agente. Einhorn quería combinar el
cisplatino con otros dos fármacos para ver si podía incrementar el índice de
respuesta.

Había una incertidumbre, la de la nueva combinación, y una certeza, la de la


muerte. El 7 de octubre de 1974 Cleland decidió correr el riesgo: se alistó
como «paciente cero» del BVP, sigla de un nuevo régimen que contenía
bleomicina, vinblastina y cisplatino (abreviado como P por «platino»). Diez
días después, al regresar para realizarse los exámenes de rutina, los tumores
de los pulmones habían desaparecido.

La experiencia de Cleland se reiteró en otros. Hacia 1975 Einhorn había


tratado a
otros veinte pacientes con el régimen y había comprobado respuestas
espectaculares y

A finales del invierno de 1976 resultaba cada vez más evidente que algunos de
los pacientes no tendrían ninguna recidiva. Einhorn había curado un cáncer
sólido mediante quimioterapia.<<Era inolvidable. En mi ingenuidad, pensaba
que esa era la fórmula que nos había faltado desde el principio>>

El cisplatino era inolvidable en más de un sentido. El fármaco provocaba unas


náuseas sin tregua, un mareo de una fuerza y una cualidad tan penetrantes
como pocas veces se había visto en la historia de la medicina: de promedio,
los pacientes tratados con ella vomitaban doce veces por día.

(En la década de 1970 había pocos fármacos antinauseosos eficaces. La


mayoría de los pacientes debían recibir fluidos intravenosos para capear las
náuseas; para sobrevivir, algunos llevaban de contrabando marihuana, un
antiemético suave, a las salas de quimioterapia.)

En Wit, la obra de Margaret Edson que es la cáustica descripción de la batalla


de una mujer contra el cáncer de ovario, una profesora de inglés sometida a
quimioterapia se aferra a una bacinilla para las náuseas en el suelo de su
habitación de hospital, en medio de las arcadas de una agonía gutural.

El culpable farmacológico que acecha anónimo entre bambalinas es el


cisplatino. Aún hoy, las enfermeras de las plantas de oncología que atendían a
pacientes a comienzos de la década de 1980 (antes de la aparición de nuevos
antieméticos que aliviarían algo el efecto del fármaco) pueden recordar de
manera vívida las violentas sacudidas de náuseas que de improviso afectaban
a los pacientes y los tiraban al suelo con la fuerza de las arcadas. En la jerga
de las enfermeras el fármaco llegó a conocerse como «cisvomitino»
(cisflatten). Estos efectos secundarios, por repugnantes que fueran, se
consideraban un inconveniente menor de lo que, en otros aspectos, era un
fármaco milagroso.

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