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un Sisley, y Flaubert parecía un orfebre, o mejor dicho, un Vulcano, que
también recibía la vi s ita del dios de la armonía, como en el lienzo de
Velázquez.
De todos es conocida la evoluci ón de la prosa castellana en los últi-
mos años del sig lo pasado. Quizá s el primer escritor español en quien se
encuentra un nuevo sentido de la prosa sea Bécquer .. La influencia del
autor de la s "Rimas" en la revolución m odernista fue doble. En la poesía
lírica, su huella es notoria en los primeros versos de Juan Ramón Jimé-
nez, y en los de Silva. Por el otro aspecto, crea una prosa que es, al
mismo tiempo, melódica y colori sta, como puede comprobarse repasando
sus L ey endas y sus Ca1'tas d esde m i celda. Si de esta prosa pasamos a
la de un Galdós o a la de un Pereda, advertimos que el in strumento ha
cambiado de ton o. La de Bécqu er es una prosa que ya no parece instrumen-
te exclusivo de la inteligencia, como las anteriores, sino de la sen sibilidad.
Para mí, e n este cambio res ide lo esenci al del fenómeno m oderni sta. Ya n o
se escribe con el cerebro sino con los nervios.
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derón, peruano nacido en París, ciudadano cosmopolita, alma de griego
con atavismo de príncipe inca, árabe injertado en indio de las mesetas
andinas, tocador de cítara y ejecutante de tambores africanos. Fue García
Calderón, en grado mayor quizá s que el propio Darío, un resultado típico
del moderni smo. Alma múltiple, com o la del nicaragüense, solo tuvo el
instrumento de la prosa para trasladar la s complejidades de su espíritu,
eternamente desarraigado; pero ese instrumento, en manos del escritor
peruano, adquirió una prodigiosa riqueza de tonos y modulaciones, al
punto que nada tuvo que envidiarle al verso, y, en ocasiones, parece supe-
rar la virtualidad lírica del ritmo prosódico.
Cantilenas, aparecido en la preciosa colección de "Ediciones Mundo
Latino" con el fino y transparente retrato del autor hecho por Fuyita, fue
un libro realmente embrujador para mi generación, y especialmente para
quienes, por ese entonces, cultivábamos la prosa estética. Verdadero cofre
de sándalo, ese libro olía a maderas preciosas, a ungüento bíblico, a per-
fume de París, todo ello revuelto y mezclado en la más diabólica alqui-
mia , como para producir exqui sitos desvanecimientos. Mi generación, que
todavía oscilaba entre el misticismo perverso de Verlaine y el alto y puro
satanismo de Baudelaire, halló en Cantilenas una especie de incentivo
morboso para despertar artificialmente la fantasía, e introducirla en iné-
ditos paraísos. Era un libro extraño y complicado, añorante y decadentis-
ta, con lánguidas evocaciones de París y de Venecia, con terrazas para
el amor de un verano, con otoños versallescos, con mujeres expectantes
en cualquier rincón del Banio Latino, o asomándose a un balcón italiano,
frente a la costa de oro. Y todo ello dicho o sugerido en la más bella
prosa que por entonces podía escribirse, en los dominios del habla cas-
tellana.
Con estos antecedentes, ya podrá- imaginarse cualquiera la profunda
emoción con que me acerqué a Ventura García Calderón, en París, cuando
el gran estilista de otros días desempeñaba el cargo de embajador de su
país ante la Unesco. Era, desde luego, una ruina humana. De aventajada
talla, muy encorvado, una lesión en la columna vertebral lo mantenía
casi en estado de invalidez. Solo concurría a su oficina, por algunas ho-
ras, los días martes. Había pertenecido a la llamada "belle époque", al
París de Gómez Carrillo y de Blanco Fombona, al París que marcó tan
profundamente el espíritu de Vasconcelos y de Alfonso Reyes, cuando se
creía eterna de delicia de vivir, y el s impl e di scurrir por las avenidas e ra
una fiesta florentina para los sibaritas de la inteligencia, Ahora no exis-
tía nada de eso. Dos grandes y fatales guerras habían terminado con la
sonrisa de Lutecia. Las recias figuras del movimiento modernista habían
desaparecido, lo mismo que las revistas que le dieron resonancia, y se
hallaban en decadencia, o habían evolucionado hacia la cl ientela burgue-
sa, los famosos cafés donde se libraron las batallas de la escuela. Yo en-
tré varias veces al "Glosserie des Lilas" y al "Kali saya" pa ra evocar, an te
los nuevos y elegantes parroquianos, las amadas sombra s de aquel tiempo,
García Calderón, profundamente vinculado a la inteligencia francesa,
hasta el punto de considerársele como nacional de ese gran país, no había
perdido sus raíces peruanas y americanas; pero sinti éndose solo en rela-
ción con su universo juvenil, ya extinguido, y ante la indifel'encia de los
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nuevos escritores hispanoamericanos, que lo consideraban como una figu-
ra de museo, se dedicó a seguir, con más atención que nunca, la evolución
del pensamiento francés. Una de sus últimas obras, escritas directamente
en aquel idioma, fue su Inte?'lyretación de Montherlant, que los periódicos
de París consideraron como uno de los mejores estudios acerca de la em-
pinada y arisca personalidad del autor de Port-Royal. Entre las obras que
lo obsesionaban en sus últimos años, figuraba una historia del modernis-
mo, de la cual me habló varias veces, y para cuya redacción se hallaba
mejor preparado que nadie. Había sido el evangelista de la nueva doc-
trina, y su ami stad "filial" con Darío, como me lo decía, le daba autori-
dad de testigo personal irrecusable. Ignoro si esa historia llegó a escri-
birse, o si no pasó de un simple proyecto, íntima y cariñosamente frus-
trado. De su compañerismo con Darío dan testimonio estas líneas, que
copio de Can tilenas, y que, al mismo ti empo, ilustran acerca de su arte
como maestro de músicas verbales:
"Un cielo azul apenas rizado de paJaros, la fuente de Carpeaux, con
cuyo celeste ruido venías a ensayar tu cornamusa, todo el paisaje es
tuyo, Rubén. Acabo de pasar por la Rue Herschel, donde recibías a los
poetas con una bata de seda parecida a un pañuelo de hierbas. Oh, nues-
tras tardes en el Jardín del Luxemburgo, en los días de tregua lúcida,
el dorado jardín que el otoño despoja, mientras todo era signo para tu
alma confu sa, eternamente atenta a la flauta pánica. En esos días cami-
nabas penosamente al aire libre, como aturdido y a sombrado. Yo te decía ,
para alejar quebrantos -Don Rubén, vamos a ver flores y niños ... Otra
vez he vuelto al jardín, iguales besos y pimpollos revientan en este mar-
zo precoz, pero, sin tí, me parece desprestigiada la primavera".
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