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Ayer

Ayer tuve un nombre. Hoy ninguno. Pude aprender muchas cosas, no aprendí nada. Pude
tener un nombre pero borré mi cara. Camino por una ciudad a la que detesto. También pude ir
a otra. Pero mi nada, mi carne es parte de esta precariedad. Mi carne es producto de la
precariedad. No tengo edad, tengo tiempo y el tiempo, queridos, es algo atroz. Quizá lo
intuyas. Sin embargo, nadie es capaz de comprender semejante tragedia. ¿Qué hacen los que
no tiene nombre? Deambulan. Recorren calles de una ciudad sin nombre. Dejan huellas vacías,
el rastro vacío de una palabra ausente.

***

Ayer tuve amor. ¿Cuántos pueden decir que han tenido amor? El número de carnes sin rostros.
El número de los que deambulan. Los noctámbulos. El amor te borra la cara. O borramos la
cara por un vicio. Tuvo otro nombre junto al mío. Ese amor tiene olor y tenía un sexo. Entre el
olor y sexo convive algo más. La tragedia. En un punto, las cosas se quiebran. Ya lo sabemos. El
sexo comienza en monosílabo, sigue en palabra compuesta, termina en silencio. Ayer tuve
amor. Conocí la cama. La cama es una región poco transparente, un territorio indefinible. Los
límites se estiran. La cama puede ser un mar. Ten cuidado, náufrago. En la cama se come pan,
se mastican flores. La música la recorre. El silencio igual. Y los nombre proliferan. Y en el
quiebre la cama se achica. Hasta que caen todos los nombres que florecieron. Al perder la
cama, sentados con la cara desdibujada, guardamos en los bolsillos del saco, los nombres que
quedaron. Los restos como cenizas. Las cenizas nos quedan en las yemas de los dedos, cada
vez que el noctámbulo las esconde del frío.

***

Ayer tuve infancia. Cuando la muerte sopla sobre las casas, las calles no tienen asfalto, tienen
tierra. A los costados les surgen zanjas. A las zanjas les surgen pastizales. A los pastizales la
habitan las serpientes, los sapos, las ranas, las anguilas. El sol tiene otro color, otra luz, otro
calor. Cuando la pobreza sopla sobre las casas, las casas se achican, las paredes adelgazan, los
materiales se vuelven chapas y a los niños les crecen en las manos gomeras. El sol calienta con
una furia desconocida por los edificios. Nada que lo frene, salvo la copa de los árboles. Los pies
de los niños nacen desnudos, conocen la tierra, y las puntas de las piedras. Las manos nacen
desnudas y conocen las cortezas de los árboles. Luego de los árboles aprenden la ley de
gravedad. La rama se quiebre y se quiebra algún hueso. Luego el hueso vuelve a su lugar.

EN estas regiones la infancia tiene una edad breve. La mía duro cinco años.

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