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La semilla de la revolución
La represión, la ausencia de instituciones representativas y de libertades generaron la
aparición y desarrollo de una oposición radical al sistema zarista dispuesta a derrocarlo
por diferentes medios. Esa oposición estaba compuesta por intelectuales, las elites
educadas, lo que en ruso se llamó intelligentsia, estudiantes, escritores, profesionales,
una especie de subcultura al margen de la Rusia oficial, que intentaban explotar cualquier
rastro de descontento popular para conquistar el poder.
No era tanto una clase como un «estado de ánimo», un culto general a la actividad
revolucionaria. Esa «elite minúscula estaba aislada de la Rusia oficial por su política y
de la Rusia campesina por su educación». La intelligentsia rusa estaba «desconectada»
del mundo cultural europeo que intentaba emular. La censura prohibía todas las
expresiones políticas, así que cuando las ideas eran introducidas en Rusia asumían el
estatus de un dogma, eran vistas como una verdad final. El problema de esa intelligentsia
rusa, es que no tenían oportunidad de poner en práctica todos esos sueños utópicos y
nunca podían aprender de la experiencia. No aceptaban las reformas, porque el único
objetivo era la revolución.
Las primeras expresiones de oposición política a la autocracia zarista tomaron las formas
de organizaciones clandestinas, muy vinculadas al populismo y a las elaboraciones del
socialismo agrario y comunal,que propugnaba el derrocamiento de la autocracia y una
revolución social que distribuiría la tierra entre los campesinos. Al rechazar las reformas
de la Emancipación como injustas y defender para Rusia un camino diferente al del
desarrollo occidental capitalista, su visión central de la transformación revolucionaria
residía, en la comuna campesina, que «había preservado al campesinado de la corrupción
de la propiedad privada». Con esa tradición igualitaria, Rusia podría evitar el capitalismo
y hacer una transición directa al socialismo.
Esas visiones románticas acerca de los lazos indisolubles del campesinado y de su
superioridad moral frente a los valores modernos y occidentales, tenían que ser
propagadas a través de la educación, preparar al pueblo para comprender sus intereses e
instruirlo en sus tareas en la futura revolución. Y eso es lo que hicieron en el verano de
1874 miles de estudiantes radicales, que se fueron al campo, siguiendo su consigna «Ve
con el pueblo», para intentar atraer a los campesinos al movimiento revolucionario. El
choque con la realidad fue brutal porque esos grupos educados en las ciudades no sabían
nada sobre el campesinado, confirmando que había un abismo entre esos dos mundos, las
«dos Rusias», la oficial y la campesina. Las dificultades de movilizar y organizar a los
campesinos, un grupo «de baja clasicidad», de escasa conciencia de clase, y convertir sus
formas de resistencia cotidiana en acciones revolucionarias. Algunos de ellos recurrieron
al terrorismo contra quienes mejor simbolizaban la opresión. De los grupos que surgieron
con esa nueva táctica, destacó el denominado «Voluntad del Pueblo», la primera
organización de la historia dedicada específicamente a propagar el terror político. Mucha
de esa violencia se desvinculó de los objetivos políticos iniciales, desestabilizar al sistema
y proporcionar la chispa para la rebelión popular, y derivó en violencia criminal, sostenida
en robos de bancos y trenes para ganancia personal de quienes la practicaban.La
utilización de la bomba y el atentado personal para destruir el mal e incitar al pueblo a
la rebelión no funcionó como táctica de lucha, pero sirvió para que los gobiernos
intensificaran la represión y para que aparecieran alternativas que consideraban al
terrorismo inútil para la transformación de la sociedad y la conquista del poder.
Tras esos fracasos, la intelligentsia revolucionaria se vio obligada a repensar su teoría y
práctica. Y de ese proceso salieron los principales partidos que se organizarían y
alcanzarían su madurez ideológica durante el reinado de Nicolás II e iban a desempeñar
papeles protagonistas en 1917. El marxismo comenzó a circular y ganar terreno durante
los años ochenta.
Uno de esos grupos que seguía las tesis de Karl Marx fue el Partido Obrero Socialdemócrata
Ruso (POSDR), cuyo primer congreso fundacional se celebró en secreto en 1898 y recogió
desde el principio a algunos destacados militantes del populismo, como Gueorgui Plejánov
(1856-1918), que, tras rechazar el uso del terror, defendían que solo una revolución social
que procediera del pueblo podría llegar a tener éxito y ser al mismo tiempo democrática.
La clase obrera industrial, y no el campesinado, sería el principal agente de la revolución,
dirigida por un pequeño grupo de revolucionarios profesionales que, como expresaba
Vladímir Uliánov Lenin (1870-1924) en su panfleto ¿Qué hacer? (1902), ayudarían a
extender la necesaria conciencia de clase y acelerarían el proceso revolucionario. Ese
nuevo partido se dividió muy pronto, en su segundo congreso celebrado en Bruselas en
1903, entre la facción bolchevique (mayoritaria) y la menchevique (minoritaria), tras una
discusión en torno al papel del partido y de sus afiliados entre Lenin y Yuli Mártov (1873-
1923). Durante un tiempo, las diferencias políticas entre ellas no estaban muy claras para
sus seguidores y eran factores personales, sobre todo la lealtad a Lenin por parte de los
bolcheviques y la oposición a él de los mencheviques, los que actuaban como fuentes
principales de atracción. La evolución de las dos facciones en la década anterior a la
revolución retrató a los mencheviques como un partido más democrático y más propenso
a establecer contactos con la burguesía liberal, mientras que los bolcheviques
desarrollaron algunos de los rasgos que les iban a dar la ventaja en el escenario
revolucionario de 1917: disciplina y liderazgo firme alrededor de la figura de Lenin, un
partido centralizado, casi militarizado, que pudiera combatir al Estado policial del zar
Otro grupo que también procedía del populismo estableció en 1901 el Partido Social-
Revolucionario (SR) bajo el liderazgo de Víctor Chernov. La principal diferencia con los
anteriores era su creencia en que todos los trabajadores, obreros y campesinos, estaban
unidos por su pobreza y su oposición al régimen zarista, lo cual les dio de entrada, sobre
todo por su énfasis en la socialización de la tierra, una base más amplia en una sociedad
que, pese al crecimiento urbano e industrial, era predominantemente campesina.
Ese vasto imperio llamado Rusia, un imperio multiétnico, que estaba en esos momentos
en la transición desde la sociedad agraria a la urbana e industrial, que mejoraba sus
comunicaciones y sistema de enseñanza, se enfrentaba también al crecimiento del
nacionalismo.
Para los sectores ultraconservadores, las tierras no rusas del imperio eran la posesión del
zar, que tenía que mantener su dominio territorial indivisible. Los liberales, por su parte,
subordinaban las cuestión del nacionalismo a las luchas por las libertades civiles,
creyendo que con la concesión de esas libertades, las reivindicaciones nacionalistas de
algunas minorías y de los pueblos no rusos desparecerían. La mayoría de los nacionalistas,
que estrecharon contactos con los socialistas, no habían sido capaces de constituir un
movimiento político antes de la subida al trono de Nicolás II. Fue la política de
rusificación, la subordinación al dominio cultural ruso de los pueblos no rusos, con
notables límites al uso de otras lenguas y religiones, que Nicolás II defendió con energía
tras la amenaza que había supuesto la revolución de 1905, la que estimuló el desarrollo
de las organizaciones nacionalistas como una fuerza notable en las tierras fronterizas
no rusas. La represión y las medidas de rusificación obstruyeron de forma temporal el
desarrollo de movimientos sociales con base nacionalista. Cuando los mecanismos de
represión desaparecieron en 1917, el nacionalismo, según Wade, «brotó como una parte
significativa de la revolución».
Nacionalistas, judíos y revolucionarios, y también los liberales del Partido Democrático
Constitucional, eran tratados con especial dureza por la policía política del zar, cuyos
agentes penetraban en todas las facetas de la vida de la población rusa, vigilaban
cualquier forma de disidencia, arrestaban, torturaban o enviaban al exilio a los disidentes
y subversivos. Los sindicatos eran también ilegales y las huelgas estaban prohibidas.
Quienes no pertenecían a la burocracia del Estado eran potenciales enemigos y, en
consecuencia, de acuerdo con las actitudes dominantes en la policía, la protección del
Estado se convertía en «una guerra contra toda la sociedad». Todo ello hacía de la Rusia
de los últimos dos zares el prototipo de un Estado moderno policial.
El ejército, el principal soporte del régimen zarista. Una década antes de que se crearan
esos partidos revolucionarios, la hambruna de 1891 había significado un punto de
inflexión en las relaciones entre el régimen y amplios sectores de la población. La gestión
política de la crisis fue nefasta y ante su incapacidad, el Gobierno decretó una orden
imperial llamando a la formación de organizaciones de voluntarios para ayudar a los
cientos de miles de afectados. La respuesta pública y abrió las puertas a la actividad
revolucionaria y a la crítica moral contra el régimen.El viejo e ineficaz sistema
burocrático quedó desacreditado y algunos de esos sectores politizados por esa crisis
social pasaron a pedir reformas políticas. 1894 murió el zar Alejandro III y lo sucedió su
hijo Nicolás.
El último zar
Nicolás, tenía escasas dotes de cómo gobernar un país que tenía un ingente campesinado
aislado de la estructura política que él presidía y donde estaba emergiendo un
movimiento revolucionario que su policía,, no podía suprimir pese a la represión. La
autocracia ya no servía para gobernar un imperio tan grande y complejo, pero Nicolás II
se aferró al poder absoluto en vez de ensanchar su base política. Mantuvo los principios
de la autoridad personal y de su poder absoluto en la Corte frente a la burocracia imperial
que había comenzado a desarrollarse desde la segunda mitad del siglo xix como una
fuerza de modernización y reforma. La elite gobernante procedía predominantemente de
la aristocracia terrateniente tradicional. El zar elegía a los ministros y altos funcionarios,
y no existía un gobierno, un consejo de ministros, como grupo coherente de políticos y
ejecutores de sus políticas; era un sistema patrimonial. «Yo concibo a Rusia como un
latifundio en el que el propietario es el zar, el administrador la nobleza, y los trabajadores
son los campesinos». Según su tutor, la sociedad rusa, era una jerarquía de estilo familiar,
donde cada uno aceptaba su lugar, con un zar de árbitro benévolo e imparcial, siempre
dispuesto a escuchar las demandas justas del pueblo, que hacía innecesaria la política
organizada. Con ese tutor y esas ideas, basadas en el mito de la autocracia como la
«beneficencia personificada», no es extraño que Nicolás II creyera que era zar por derecho
divino.Ese sistema de dominio tenía también mucho de teocracia.Esa unión entre la
política y la religión hacía que la oposición a la autocracia se convirtiera también en una
forma de rechazo a la religión.
Así era la Rusia de Nicolás II, una autocracia ejercida por el zar a través del ejército, la
policía y la burocracia, con apoyos todavía importantes entre una nobleza terrateniente
que perdía gradualmente poder, y legitimada por la Iglesia ortodoxa rusa, la iglesia oficial
de la monarquía que representaba nominalmente a casi tres cuartos de la población. La
Iglesia predicaba sumisión a los poderes establecidos y el Estado la recompensaba
otorgando al clero casi un monopolio de la educación elemental, pagando subsidios y
persiguiendo a los anticlericales. La Iglesia ortodoxa fue incapaz de adaptarse a los
nuevos cambios traídos por la industrialización y el crecimiento de las ciudades, de crear
una religión popular para los trabajadores urbanos y campesinos que abandonaban las
creencias y prácticas religiosas y encontraban otras diferentes en el socialismo y la
revolución.
En vez de adaptar el sistema político a los retos y problemas que planteaba esa sociedad
en cambio, ampliar las bases sociales, convertir a los súbditos en ciudadanos, Nicolás II
se aferró a los principios del emperador autocrático. La historia de su reinado es la
crónica de dos guerras y dos revoluciones, provocadas por aquellas. Era un continente,
con enemigos por todas partes. A la amenaza de sus vecinos y rivales de siempre, Prusia-
Alemania, Austria-Hungría y Turquía, un nuevo y potente desafío surgió en el este, Japón.
En enero de 1904 comenzó una guerra entre los dos países por el dominio de Manchuria
y Corea. La guerra llevaría a la primera revolución a la que tuvo que hacer frente Nicolás
II, fue un ensayo de lo que iba a pasar, con magnitud incomparable, entre 1914 y 1917.La
debacle militar precipitó una crisis política y social, que casi llegó a una confrontación
total de la sociedad con el régimen. El 9 de enero de 1905 una manifestación masiva que
fue reprimida: el Domingo sangriento.
En las semanas y meses siguientes, hubo huelgas y se creó el primer sóviet —consejo, en
ruso— de la historia en la capital, dirigido por León Trotski. En octubre, el zar fue
presionado para que firmara un manifiesto en el que garantizara libertades civiles y
poderes legislativos a una Duma elegida por sufragio democrático. El Manifiesto marcó
un punto de inflexión en la conciencia política de grupos profesionales y de algunos nobles
e industriales que lo saludaron como la entrada de Rusia en la senda del
constitucionalismo occidental. Con el objetivo de avanzar a esa democracia
parlamentaria, los más liberales formaron el Partido Democrático Constitucional
(Kadetes), dirigido por el historiador Pável Miliukov (1859-1943), mientras que un grupo
de terratenientes y miembros de la elite fundaron la Unión del 17 de Octubre
(Octubristas).Las protestas, insurrecciones y revueltas no derivaron en una revolución
triunfante en 1905 porque, aunque afectaron a las fuerzas armadas, fueron todavía
escasas y limitadas, y la caballería, los cosacos y los regimientos del frente continuaron
obedeciendo órdenes.
El hecho de que el ejército se utilizara tanto en la represión de los conflictos, en el campo
y en la ciudad, comenzaba a tener notables efectos en la disciplina. Desde que se
estableció el servicio militar obligatorio, la composición social del ejército cambió, reflejo
de la sociedad, con una mayoría de campesinos maltratados muy a menudo por la
tradicional casta de oficiales. En muchas de esas huelgas y revueltas de 1905 comenzaron
ya a participar además ex soldados que exhortaban a las tropas a unirse a ellos. Fue
también el primer momento en la historia de Rusia en el que los derechos y la batalla por
la igualdad de las mujeres entraron en las agendas de las organizaciones políticas. El
fuerte dominio de la sociedad patriarcal había sido puesto en cuestión, siguiendo los
pasos de las ideas de la Ilustración y de la Revolución Francesa, por grupos minoritarios
de mujeres de clase media y socialistas que habían reclamado oportunidades en el
trabajo, con acceso a ocupaciones pagadas fuera del hogar, en la educación y en la
formación profesional. En 1905, un grupo de mujeres crearon la Unión por la Igualdad de
Derechos, una plataforma que intentaba unir a mujeres de todas clases, nacionalidades
y religiones del imperio para presionar en favor de la concesión del voto, de una
legislación protectora en el trabajo, de igualdad de derechos en la distribución de la tierra,
introducción de la coeducación en las escuelas y acceso a los empleos públicos.
Cuando la marea revolucionaria cedió, los terratenientes reclamaron represión y
restablecimiento del orden, contrataron a grupos armados para defender sus propiedades
y crearon asociaciones patronales. Surgieron también grupos ultraderechistas
paramilitares, organizados en torno a la Unión del Pueblo Ruso, que se enfrentaron a los
revolucionarios en las calles, se manifestaban con estandartes patrióticos y retratos del
zar; fueron el más claro precedente de los movimientos fascistas de los años veinte y
treinta.
Quienes abogaban por un sistema parlamentario democrá- tico, trataban de impedir otra
revolución, satisfacer las demandas de participación política de esa creciente clase media
y de profesionales y atender a algunas de las aspiraciones económicas y sociales de los
grupos más desposeídos. Pero el zar, ante la primera gran oportunidad de su reinado para
ampliar la base del sistema, la percibió como una amenaza a su autoridad y prefirió
mantener la autocracia. Lamentó haber firmado ese Manifiesto y aunque cumplió su
promesa de permitir la creación de la Duma, el derecho al voto discriminaba claramente
a campesinos y trabajadores, los ministros no eran responsables ante ella, a la vez que
seguían siendo nombrados y destituidos por el zar. Como contrapeso conservador, el
Consejo de Estado, el órgano supremo de la burocracia, amplió sus poderes, con la mitad
de sus miembros designados por Nicolás II y la otra mitad elegidos en su mayoría por el
clero y los grupos privilegiados. En teoría, las leyes necesitaban la aprobación de la Duma;
en realidad, el zar retuvo el poder de vetar la legislación y el artículo 87 de las Leyes
Fundamentales le permitía legislar por decreto.
La Primera Duma abrió sus puertas el 27 de abril de 1906. Setenta y dos días después, el
8 de julio, fue disuelta. Fue una batalla entre quienes creían en el parlamento y los leales
a la autocracia, pero también se demostró muy pronto que no había posibilidad de
entendimiento entre la democrática Duma y el poder ejecutivo. Sirvió, de tribuna
revolucionaria y el desencanto sufrido por los que habían depositado en ella sus
esperanzas, como el Príncipe Lvov y otros Kadetes, transformó su liberalismo moderado
en otro más radical. Y aunque una Duma reformada podría desempeñar algún papel
cuando la revolución llegara, su récord de fracasos como cámara representativa le iba a
incapacitar como verdadera solución después de que la caída del zar en febrero de 1917
lanzara a Rusia al abismo de una cascada de diferentes revoluciones en medio de una
guerra mundial.
La última esperanza se llamó Piotr Stolypin , cuyo nombramiento como primer ministro
coincidió con la disolución de la Primera Duma. En sus cinco años de gobierno, hasta que
fue asesinado en septiembre de 1911 por Dmitri Bogrov, combinó medidas represivas con
un programa de reformas. Después de él, los primeros ministros que siguieron fueron cada
vez más mediocres e incompetentes Era una «autocracia sin autócrata». La sociedad
seguía cambiando, porque Rusia, desde 1908 a 1914, experimentó un nuevo boom agrario
e industrial. Las concesiones que tuvo que hacer el zar tras la revolución de 1905, con
la guerra contra Japón en el trasfondo, no fueron suficientes para sus opositores y le
quitaron prestigio a los ojos de quienes las percibieron como un producto de su debilidad
como gobernante.
En febrero de 1913 Nicolás II presidió en San Petersburgo la ceremonia que celebraba
trescientos años de dominio de la dinastía Románov sobre Rusia. La glorificación de la
dinastía Románov pretendía, mantener la reverencia popular hacia el principio de la
autocracia. Pero también, «reinventar el pasado ... investir a la monarquía con una
legitimidad histórica mítica», justo en un momento en que su dominio estaba siendo
desafiado por fuerzas democráticas y revolucionarias. La quiebra de ese sistema no llegó,
sin embargo, por la subversión o los disturbios sociales, por los conflictos internos, sino
por acontecimientos externos, la rivalidad imperial que Rusia mantenía con Alemania y
Austria-Hungría.
La crisis revolucionaria se desencadenó en Rusia, cuando el Estado fue incapaz de hacer
frente a una situación internacional en la que tuvo que competir con poderes extranjeros
económicamente más fuertes. La Primera Guerra Mundial fue la gran prueba que tuvo que
pasar la dinastía Románov, trescientos años después de haberse establecido en Rusia, y
de ella ya no saldría viva.
Hobsbawm
La política de la democracia
El periodo 1870-1914 comienza con una crisis de histeria internacional entre los
gobernantes europeos y entre las aterrorizadas clases medias, provocada por el efímero
episodio de la Comuna de Paris de 1871, Es muy improbable que las masas consideren los
asuntos públicos desde el mismo prisma y en los mismos términos que lo que los autores
ingleses de la época victoriana llamaban “las clases”. Este era el dilema fundamental del
liberalismo del siglo XIX, que propugnaba la existencia de constituciones y de asambleas
soberanas elegidas, que, sin embargo, luego trataba por todos los medios de esquivar
actuando de forma antidemocrática, es decir, excluyendo del derecho de votar y ser
elegido a la mayor parte de los ciudadanos varones y a la totalidad de las mujeres. ¿Qué
ocurriría en la política si las masas embrutecidas e ignorantes controlaban el poder? Tal
vez tomarían el camino que conducía a la revolución social. A partir de 1870 se hizo cada
vez más evidente que la democratización de la vida política de los estados era
absolutamente inevitable. Las masas acabarían haciendo su aparición en el escenario
político. Estos procesos eran contemplados sin entusiasmo por los gobiernos que los
introducían. Países que ahora consideramos profunda e históricamente democráticos,
tardaron mucho tiempo en ampliar el derecho de voto. Entre los conservadores había
cínicos que tenían fe en la lealtad tradicional de un electorado de masas, pensaban que
el sufragio universal favorecería a la derecha. Fuera cual fuere la forma en que avanzo la
democratización, lo cierto es que entre 1880 y 1914 la mayor parte de los Estados
occidentales tuvieron que resignarse a lo inevitable. El problema era conseguir como
manipularla, la manipulación más descarada era todavía posible. Esos subterfugios
podían retardar el ritmo del proceso político hacia la democracia, pero no detener su
avance. La consecuencia lógica de ese sistema era la movilización política de las masas
para y por las elecciones, es decir, con el objetivo de presionar a los gobiernos nacionales.
Ello implicaba la organización de movimientos y partidos de masas, la política de
propaganda de masas y el desarrollo de los medios de comunicación de masas. Cada vez
más, los políticos se veían obligados a apelar a un electorado masivo. Pero como los
gobernantes se envolvían en un manto de retórica, el análisis serio de la política quedo
circunscrito al mundo de los intelectuales y de la minoría educada que leía sus escritos.
La era de la democratización fue también la época dorada de la nueva sociología política.
Cuando los hombres que gobernaban querían decir lo que realmente lo que pensaban
tenían que hacerlo en la oscuridad de los pasillos del poder. Así, la era de la
democratización se convirtió en la era de la hipocresía política pública, o más bien de la
duplicidad.
La más destacada de las masas que se movilizaban en la acción política era la clase
obrera, pero también hay que mencionar la coalición, amplia y mal definida, de estratos
intermedios de descontentos, a los que les era difícil decir a quien temían más, si a los
ricos o al proletariados, esta era la pequeña burguesía tradicional. Esa era también la
esfera política de la retórica y la demagogia por excelencia. Hay que hablar también del
campesinado, que en muchos países constituía todavía la gran mayoría de la población.
Aunque a partir de 1880 los campesinos y granjeros se movilizaron cada vez más como
grupos económicos de presión, lo cierto es que el campesinado raramente se movilizo
política y electoralmente como una clase, asumiendo que un cuerpo tan variado pueda
ser considerado como una clase. No obstante, la aparición de movimientos de masas
político-confesionales como fenómeno general se vio dificultada por el
ultraconservadurismo de la institución (iglesia católica). La política, los partidos y las
elecciones eran aspectos de ese malhadado siglo XIX que Roma intento proscribir. La
Iglesia apoyo generalmente a partidos conservadores o reaccionarios de diverso tipo y,
en las naciones católicas subordinadas en el seno de estados multinacionales, a los
movimientos nacionalistas no infectados por el virus secular, con lo que mantenía buenas
relaciones. Desde luego, apoyaba a cualquiera frente al socialismo y la revolución. Más
raros aun eran los partidos religiosos protestantes y allí donde existían las
reivindicaciones confesionales se mezclaban con otros lemas: nacionalismo y liberalismo,
anti nacionalismo, etc. Si la religión tenía un enorme potencial político, la identificación
nacional era un agente movilizador igualmente extraordinario y más efectivo. En su
forma extrema (el partido de masas disciplinado), la movilización política de masas no
fue muy habitual. Los nuevos movimientos de masas eran ideológicos. Eran algo más que
simples grupos de presión y de acción para conseguir objetivos concretos.
La democratización, aunque estaba progresando, apenas había comenzado a transformar
la política. Se planteaba el problema de mantener la unidad, incluso la existencia, de los
estados, problema que era ya urgente en la política multinacional confrontada con los
movimientos nacionales. Esas amenazas parecían tanto más peligrosas por mor de la
ineficacia de los parlamentos elegidos por la demagogia y dislocados por irreconciliables
conflictos de partido, así como por la indudable corrupción de los sistemas políticos que
no se apoyaban ya en hombre de riqueza independiente. De ningún modo podían ignorarse
esos dos fenómenos. En los estados democráticos en los que existía la división de poderes,
el gobierno era en cierta forma independiente del Parlamento elegido, aunque corría serio
peligro de verse paralizado por este último. La continuidad efectiva del gobierno y de la
política estaba en manos de los funcionarios de la burocracia, permanentes, no elegidos
e invisibles. Los contemporáneos pertenecientes a las clases más altas de la sociedad
eran perfectamente conscientes de los peligros que planteaba la democratización política
y de la creciente importancia de las masas. En gran medida el pesimismo de la cultura
burguesa a partir de 1880 reflejaba, sin duda, el sentimiento de unos lideres abandonados
por sus antiguos partidarios pertenecientes a unas elites cuyas defensas frente a las
masas se estaban derrumbando, de la minoría educada y culta, que se sentían invadidos
por “quienes todavía emancipándose del semianalfabetismo o la semibarbarie” o
arrinconados por la marea creciente de una civilización dirigida a esas masas. Fue la
súbita aparición en la esfera internacional de movimiento obreros y socialistas de masas
en la década de 1880 y posteriormente el factor que permitió situar a muchos gobiernos
y a muchas clases gobernantes en unas premisas básicamente iguales. El único desafío
real al sistema procedía de los medios extraparlamentarios, y la insurrección desde abajo
no sería tomada en consideración en los países constitucionales, mientras que los
ejércitos conservaron la calma. Y donde, como en los Balcanes o como en América Latina,
tanto la insurrección como la irrupción del ejército en la política fueron acontecimientos
familiares, lo fueron como partes del sistema más que como desafíos potenciales al
mismo. Ahora bien, no era probable que esa situación se mantuviera durante mucho
tiempo. Antes o después, los gobiernos tenían que aprender a convivir con los nuevos
movimientos de masas. En general, el decenio de 1890, que conoció la aparición del
socialismo como fenómeno de masas, constituyo el punto de inflexión. Comenzó entonces
una era de nuevas estrategias políticas. Los gobiernos permanecieron impasibles durante
la epidemia anarquista de asesinatos en el decenio de 1890, en el curso de los cuales
murieron dos monarcas, dos presidente y un primer ministro, y a partir de 1900 nadie se
preocupó seriamente por el anarquismo, con la excepción de España y algunas zonas de
América Latina. Pero si la sociedad burguesa en su conjunto no se sentía amenazada de
forma grave e inmediata, tampoco sus valores y sus expectativas históricas
decimonónicas se habían visto seriamente socavadas todavía.
Con la ampliación del electorado, era inevitable que la mayor parte de los lectores fueran
pobres, inseguros, descontentos o todas esas cosas a un tiempo. El número de los que
ganaban su sustento mediante el trabajo manual, por el que recibían un salario, estaba
aumentando en todos los países inundados por la marea del capitalismo occidental. Pero
donde el número de trabajadores asalariados se multiplico de forma más espectacular y
donde llegaron a formar una clase especifica fue fundamentalmente en los países donde
la industrialización había comenzado en época temprana y en aquellos otros que iniciaron
el periodo de revolución industrial entre 1870 y 1914. Por otra parte, la agricultura
tradicional de las regiones atrasadas no podía seguir proporcionando tierra para los
posibles campesino cuyo número se multiplicaba en las aldeas. Lo que deseaban la mayor
parte de ellos, por ejemplo, era “conquistar américa”, la esperanza de ganar lo suficiente
después de algunos años como para comprar alguna propiedad, una casa. Al mismo
tiempo la producción mediante máquinas y en las fábricas afecto negativamente a un
número importante de trabajadores que hasta finales del siglo XIX fabricaban la mayor
parte de los bienes de consumo familiar en las ciudades por métodos artesanales. El
número de proletarios en las economías en proceso de industrialización se incrementó
también de manera fulminante como consecuencia de la demanda casi ilimitada de mano
de obra en ese periodo de expansión económica. Cuando el siglo XIX estaba tocando su
fin, ningún país industrial en proceso de industrialización podía dejar de ser consciente
de esa masa de trabajadores sin precedentes históricos, inevitablemente en aumento de
la población y que, probablemente, a no tardar constituirían la mayor parte de esta. Para
los contemporáneos la masa de trabajadores era grande, sin duda estaba incrementando
y lanzaba una sombra oscura sobre el orden establecido de la sociedad y la política. ¿Qué
ocurriría si se organizaban políticamente como una clase? Esto fue precisamente lo que
ocurrió, a escala europea, súbitamente y con extraordinaria rapidez. En todos los sitios
donde lo permitía la policita democrática y electoral comenzaron a aparecer y crecieron
con enorme rapidez partidos de masas basados en la clase trabajadora, inspirados en su
mayor parte por la ideología del socialismo revolucionario y dirigidos por hombres que
creían en esta ideología.
A primera vista, ese notable desarrollo de los partidos obreros era bastante sorprendente.
Su poder radicaba fundamentalmente en la sencillez de sus planteamientos políticos.
Eran los partidos de todos los trabajadores manuales que trabajaban a cambio de un
salario. Representaban a esa clase en sus luchas contra los capitalistas y sus estados.
Pero prácticamente todos los observadores del panorama obrero se mostraban de acuerdo
en que el proletariado no era ni mucho menos una masa homogénea, ni siquiera en el
seno de las diferentes naciones. El proletariado clásico de la fábrica industrial moderna
era muy diferente del grueso de los trabajadores manuales que trabajaban en pequeños
talleres. Los trabajadores de las industrias, los artesanos y otras ocupaciones no creían
que sus problemas y su situación fueran idénticas. Lo que desde un punto de vista parecía
una concentración de hombres y mujeres en una sola “clase obrera”, podía ser
considerado desde otro punto de vista como una gigantesca dispersión de los fragmentos
de las sociedades, una diáspora de viejas y nuevas comunidades. A estos factores que
dificultaban la organización y la formación de la conciencia de clase de los trabajadores
hay que añadir la estructura heterogénea de la economía industrial en su proceso de
desarrollo. En este punto el Reino Unido constituía la excepción, pues existía ya un fuerte
sentimiento de clase, no político, y una organización de la clase obrera. Entre 1867 y
1875, los sindicatos consiguieron un estatus legal y unos privilegios tan importantes que
los empresarios militantes, lo gobierno conservadores y los magistrados no consiguieron
reducirlos o abolirlos hasta el decenio de 1980. La situación era muy diferente en los
demás países. EN general solo existan sindicatos eficaces en los márgenes de la industria
moderna y, especialmente, a gran escala: en los talleres y en las empresas de tamaño
pequeño y medio. En teoría, la organización podía ser nacional, pero en la práctica se
hallaba extraordinariamente localizada y descentralizada. En definitiva, las clases
obreras no eran homogéneas ni fáciles de unir en un solo grupo social coherente, incluso
si dejamos al margen al proletariado agrícola al que los movimientos obreros también
intentaron organizar y movilizar, en general con escaso éxito. Ahora bien, lo cierto es
que las clases obreras fueron unificadas. Pero, ¿Cómo?
Los socialistas y los anarquistas llevaron su nuevo evangelio a unas masas olvidadas
hasta entonces prácticamente por todos excepto por sus explotadores y por quienes les
decían que permanecieran calladas y obedientes. Los trabajadores eran gentes
desconocidas y olvidadas en la medida en que eran un nuevo grupo social. Eran una nueva
realidad social que exigía una nueva reflexión. Esta comenzó en el momento en que
comprendieron el mensaje de sus nuevos portavoces: sois una clase, debéis mostrar lo
que sois. Y la gente estaba dispuesta a reconocer esa verdad, porque cada vez era mayor
el abismo que separaba a quienes eran o se estaban convirtiendo en los trabajadores de
los demás. Pero incluso en la gran ciudad, con sus servicios variopintos y cada vez más
diversificados y con su variedad social, las especialización funcional, complementada en
este periodo por el urbanismo y el fomento de la propiedad, separaba a las diferentes
clases, excepto en los lugares neutrales como parques, estaciones de ferrocarril y lugares
de entretenimiento.
Todos los trabajadores tenían buenas razones para sustentar la convicción de la
injusticia del orden social, pero la parte fundamental de su experiencia era su relación
con los empresarios. El nuevo movimiento obrero socialista era inseparable de los
descontentos del lugar de trabajo, se expresaran o no en forma de huelgas y más
raramente en sindicatos organizados. Pero no existía una conexión necesaria entre la
inclinación a la huelga y a la organización y la identificación de la clase de los patronos
como principal adversario político. En definitiva, si la evolución económica y social
favoreció la formación de una conciencia de clase de todos los trabajadores manuales,
hubo un tercer factor que les obligo prácticamente a la unificación: la económica
nacional y el estado-nación, elementos ambos cada vez más interconectados. El estado-
nación no solo formaba el cuadro de la vida de los ciudadanos, establecía sus parámetros
y determinaba las condiciones concretas y los límites geográficos de las luchas de los
trabajadores, sino que sus iniciativas políticas, legales y administrativas eran cada vez
de mayor importancia para la existencia de la clase obrera. La economía funcionaba cada
vez más decididamente como un sistema integrado. Así, se vieron obligados a adoptar
una perspectiva nacional. Paralelamente, las industrias comenzaron a negociar convenios
colectivos de carácter nacional. La tendencia de los sindicatos, sobre todo de los
sindicatos socialistas, a articular a los trabajadores en organizaciones globales, cada una
de las cuales cubría una sola rama de la industria nacional, reflejaba esa visión de la
economía como un todo integrado. En cuanto al estado, su democratización electoral
impuso la unidad de clase que sus gobernantes esperaban poder evitar. Necesariamente,
la lucha por la ampliación de los derechos ciudadanos adquirió una dimensión clasista
para la clase obre, pues la cuestión fundamental era el derecho de voto del ciudadano sin
propiedades.
Eley
Hernández Sandoica
La expansión europea del siglo XIX, a la que muchos denominaron “nuevo imperialismo”,
es bien distinta de la expansión colonial que se había dado antes, a pesar de los frecuentes
trazos de continuidad. La nueva expansión se asienta no obstante en los espacios y en
los mecanismos originales de la vieja colonización capitalista comercial. Llegan así al
extremo el número de territorios ocupados y se hacen más complejos y potentes los
medios y resortes de la explotación, la intervención social y, no en menor medida, el
control militar de las colonias que integran los imperios. A los viejos imperios del siglo
XVI y XVII se añadieron rápidamente otros que ya no eran tan solo europeos, como EEUU
y Japón. En esta nueva expansión de Europa sobre el mundo cobrara una importancia
decisiva la comunicación. Y sin duda fueron los ingleses los que más cuidaron este factor
fundamental.
Son muchos los autores que aseguran que la expansión inglesa de ultramar desborda
extensamente a todas las demás. Las guerras de finales del siglo XVIII introdujeron
elementos de cambio y subversión geoestratégicos que resultaron muy favorables en su
posición como potencia colonial. El siglo XIX le permitiría entonces a Gran Bretaña, a
causa de esa feliz confluencia de sucesos, la construcción de un imperio mayor al que
había poseído. Durante media siglo Gran Bretaña no hubo de preocuparse sino por
controlar la decadencia de los otros imperios. Sin embargo en los últimos 20 años del
siglo XIX otros imperios solidos rivalizaron ya con el de los británicos. Gran Bretaña había
impuesto en Viena (1815) su criterio político y su creciente peso industrial fabril, de modo
que su flota se expandió por todos los mares durante casi un siglo.
Abolición y librecambio irán, entonces, de la mano en la gestión de los asuntos públicos
dependientes de la Corona británica, y pronto se unió a ellas la idea de autonomía, que
abrió un nuevo horizonte en la reanudación de relaciones entre colonizado y colonizador.
Durante la primera mitad del siglo XIX, en la que todos creían ver aquella nueva era
“anticolonialista”, el Reino Unido no deja de incorporar colonias nuevas, a un ritmo tal
que casi no queda año sin incorporación.
Lo cierto es que, entretanto, la esclavitud seguía. Las ideas de justicia e igualdad entre
los individuos, de autonomía y común derecho ante la vida, el trabajo y las libertades,
entrarían para entonces en pugna sistemática con el uso implacable de la fuerza y el
dominio del superior sobre los inferiores. En el mantenimiento de la esclavitud hasta ese
punto y hora se habían dado cita, como sucedía en Cuba, los intereses específicamente
metropolitanos y el miedo racial, un sentimiento extensamente compartida por la elite
criolla con los peninsulares. Ganarían al fin, en esa lucha a muerte contra el trabajo
esclavo, las ideas más abiertas y nuevas, las más humanos y más atractivas, que iban a
penetrar en espacios y ámbitos no europeos donde la esclavitud había sido hasta allí una
práctica tradicional estable. Hasta hacerse evidente el declive negrero, la razón alegada
para avalar ese “comercio odioso” había sido económica: conseguir costos de bajos bienes
de consumo y en codiciadas materias primas, tan valorados por los europeos que no
sabían ya vivir sin ellos. Productos todos estos con un consumo en alza, cuya expansión
solo podía lograrse manteniendo constante el abastecimiento de la mano de obra más
barata posible. El ritmo y la frecuencia de abolición de la esclavitud se dieron en paralelo
a la imposición coyuntural de otras formas diversas de trabajo vinculado, la mayoría de
las veces no se diferenciaron, en la práctica, del trabajo esclavo.
Es muy arriesgado suponer que, de una manera u otra, las incorporaciones y anexiones
coloniales gozaron siempre del beneplácito de la opinión formada en los países que las
encabezaban. Hubo momentos en los que ciertamente las colonias no fueron populares.
Un antiexpansionsimo de este tenor demuestra, posiblemente, algo mucho más hondo
que la simple dialéctica política del conflicto “exterior-interior”. Desde el punto de vista
de las propias colonias, una parte importante del asunto reside en la aparición de los
nacionalismos, uno de los mecanismos ideológicos más poderosos de movilización
colonial, importado de las propias metrópolis por lo general, y elaborado, sucesivamente,
como una serie de estrategias complejas de adhesión/repulsión ante la presencia y la
cultura del occidental. En el último tercio del siglo XIX es ya imposible separar la cuestión
colonial de la evolución complicada, extremadamente diferenciada y por fuerza prolija,
de la historia de las relaciones internacionales.
Mommsen
La comuna
La asamblea nacional nombro al republicano conservador Adolphe Thiers como jefe del
poder ejecutivo con sede en Versalles. El tratado de paz de Versalles establecía que
Francia debía ceder a Alemania los territorio de Alsacia y Lorena y pagar cinco mil
millones de francos como indemnización. Una nutrida cantidad de manifestantes se
dirigió al Hotel de Ville y procedió a proclamar un gobierno revolucionario a la cabeza del
cual se encontraba Gambetta. En los días siguientes fue organizado un ejército que
contaba con unos 600.000 hombres cuyo primer objetivo era detener el avance alemán
hacia parís. Las medidas tendientes a desarmar al pueblo constituido en Guardia
Nacional, encendieron la llama y provocaron una insurrección popular en Paris, en marzo
de 1871, lo que obligo a Thiers a huir a Versalles desde donde intento seguir ejerciendo su
mandato. Dicho contexto (gobierno provisional) es el prólogo de las memorables jornadas
de lucha callejera del 17 y 18 de marzo, que establecieron un gobierno revolucionario en
la capital del país. Fue entonces el Comité Central de la Guardia Nacional el que convoco
a las elección comunales que se sustanciaron inmediatamente, y fue el gobierno de este
consejo comunal el que termino siendo conocido como La Comuna de Paris. Si tuviéramos
que simplificar la composición del Consejo General de la Comuna podríamos hablar de dos
tendencias políticas: los que sostenían ideas democráticas y socialistas y un sector
jacobino que planteaba retomar el camino del comité de Salud Pública.
La historiografía militante de la izquierda francesa, al hacer de la experiencia de Paris
un acontecimiento fundacional en la historia del movimiento obrero, interpretando a la
Comuna como la primera tentativa de organización de un gobierno proletario y su derrota
como un episodio de la lucha de clases ha olvidado frecuentemente que no solo el campo
fue reacio a adoptar las consignas y modos políticos de la ciudad revolucionaria, sino que
varias comunas de las provincias tuvieron una entidad diferenciada de la ciudad
revolucionaria y sitiada. Jaques Rougerie, quien considero que la Comuna de 1871 era
heredera directa de las tradiciones de la gran Revolución Francesa de 1789 y de las
revoluciones urbanas de 1830 y 1848, y que de ningún modo podía ser entendida como la
“primera” revolución proletaria.
Conclusiones
La breve experiencia que gobernó parís del 18 de marzo al 28 de mayo de 1871, conocida
para la historia como La Comuna de Paris fue, desde el punto de vista factico, mucho
menos que lo que su lectura e interpretación sugieren. Marx la considero un ensayo
defectuosamente materializado de los ideales socialistas. La experiencia de la Comuna
ilustra el abismo que suele imponer el examen de un hecho con relación al significado
atribuido, pero que el historiador, o el observador de la evolución de la sociedad y de la
política, deben entender a ambos niveles. La Comuna de Paris de 1871 fue mucho más
que la formalidad de una autoridad municipal que ejerció el poder en esa ciudad durante
los dos primeros meses de la primavera de 1871.
Hobson
Imperialismo
La que dominó bajo Luís Felipe no fue la burguesía francesa sino una fracción de ella: los
banqueros, los reyes de la Bolsa, los reyes de los ferrocarriles, los propietarios de minas
de carbón y de hierro y de explotaciones forestales y una parte de la propiedad territorial
aliada a ellos: la llamada aristocracia financiera. Ella ocupaba el trono, dictaba leyes en
las Cámaras y adjudicaba los cargos públicos, desde los ministerios hasta los estancos.
La burguesía industrial propiamente dicha constituía una parte de la oposición oficial, es
decir, sólo estaba representada en las Cámaras como una minoría. Su oposición se
manifestaba más decididamente a medida que se destacaba más el absolutismo de la
aristocracia financiera y a medida que la propia burguesía industrial creía tener
asegurada su dominación sobre la clase obrera, después de las revueltas de 1832, 1834 y
1839, ahogadas en sangre.
La pequeña burguesía en todas sus gradaciones, al igual que la clase campesina, había
quedado completamente excluida del poder político. Finalmente, en el campo de la
oposición oficial o completamente al margen del pays légal se encontraban los
representantes y portavoces ideológicos de las citadas clases, sus sabios, sus abogados,
sus médicos, etc.; en una palabra, sus llamados «talentos».
Su penuria financiera colocaba de antemano la monarquía de Julio [25] bajo la
dependencia de la alta burguesía, y su dependencia de la alta burguesía convertíase a su
vez en fuente inagotable de una creciente penuria financiera. Imposible supeditar la
administración del Estado al interés de la producción nacional sin restablecer el equilibrio
del presupuesto, el equilibrio entre los gastos y los ingresos del Estado.
A mayor abundamiento, el incremento de la deuda pública interesaba directamente a la
fracción burguesa que gobernaba y legislaba a través de las Cámaras. El déficit del Estado
era precisamente el verdadero objeto de sus especulaciones y la fuente principal de su
enriquecimiento. Cada año, un nuevo déficit. Cada cuatro o cinco años, un nuevo
empréstito. Y cada nuevo empréstito brindaba a la aristocracia financiera una nueva
ocasión de estafar a un Estado mantenido artificialmente al borde de la bancarrota; éste
no tenía más remedio que contratar con los banqueros en las condiciones más
desfavorables. Cada nuevo empréstito daba una nueva ocasión para saquear al público
que colocaba sus capitales en valores del Estado, mediante operaciones de Bolsa en cuyos
secretos estaban iniciados el Gobierno y la mayoría de la Cámara. En general, la
inestabilidad del crédito del Estado y la posesión de los secretos de éste daban a los
banqueros y a sus asociados en las Cámaras y en el trono la posibilidad de provocar
oscilaciones extraordinarias y súbitas en la cotización de los valores del Estado, cuyo
resultado tenía que ser siempre, necesariamente, la ruina de una masa de pequeños
capitalistas y el enriquecimiento fabulosamente rápido de los grandes especuladores.
Al igual que los gastos públicos en general y los empréstitos del Estado, la clase
dominante explotaba la construcción de ferrocarriles. Las Cámaras echaban las cargas
principales sobre las espaldas del Estado y aseguraban los frutos de oro a la aristocracia
financiera especuladora. Se recordará el escándalo que se produjo en la Cámara de los
Diputados cuando se descubrió accidentalmente que todos los miembros de la mayoría,
incluyendo una parte de los ministros, se hallaban interesados como accionistas en las
mismas obras de construcción de ferrocarriles que luego, como legisladores, hacían
ejecutar a costa del Estado. En cambio, las más pequeñas reformas financieras se
estrellaban contra la influencia de los banqueros. Por ejemplo, la reforma postal. La
derrota de junio de 1848 .Después de la revolución de Julio [22], cuando el banquero liberal
Laffitte acompañó en triunfo al Hôtel de Ville [*] a su compadre [*]*, el duque de Orleáns
[23], dejó caer estas palabras: «Desde ahora, dominarán los banqueros». Laffitte había
traicionado el secreto de la revolución. La que dominó bajo Luis Felipe no fue la burguesía
francesa sino una fracción de ella: los banqueros, los reyes de la Bolsa, los reyes de los
ferrocarriles, los propietarios de minas de carbón y de hierro y de explotaciones forestales
y una parte de la propiedad territorial aliada a ellos: la llamada aristocracia financiera.
Ella ocupaba el trono, dictaba leyes en las Cámaras y adjudicaba los cargos públicos,
desde los ministerios hasta los estancos.
La burguesía industrial propiamente dicha constituía una parte de la oposición oficial, es
decir, sólo estaba representada en las Cámaras como una minoría. Su oposición se
manifestaba más decididamente a medida que se destacaba más el absolutismo de la
aristocracia financiera y a medida que la propia burguesía industrial creía tener
asegurada su dominación sobre la clase obrera, después de las revueltas de 1832, 1834 y
1839 [24], ahogadas en sangre. Grandin, fabricante de Ruán, que tanto en la Asamblea
Nacional Constituyente, como en la Legislativa había sido el portavoz más fanático de la
reacción burguesa, era en la Cámara de los Diputados el adversario más violento de
Guizot. León Faucher, conocido más tarde por sus esfuerzos impotentes por llegar a ser
un Guizot de la contrarrevolución francesa, sostuvo en los últimos tiempos de Luis Felipe
una guerra con la pluma a favor de la industria, contra la especulación y su caudatario,
el Gobierno. Bastiat desplegaba una gran agitación en contra del sistema imperante, en
nombre de Burdeos y de toda la Francia vinícola.
La pequeña burguesía en todas sus gradaciones, al igual que la clase campesina, había
quedado completamente excluida del poder político. Finalmente, en el campo de la
oposición oficial o completamente al margen del pays légal [*] se encontraban los
representantes y portavoces ideológicos de las citadas clases, sus sabios, sus abogados,
sus médicos, etc.; en una palabra, sus llamados «talentos».
Su penuria financiera colocaba de antemano la monarquía de Julio [25] bajo la
dependencia de la alta burguesía, y su dependencia de la alta burguesía convertíase a su
vez en fuente inagotable de una creciente penuria financiera. Imposible supeditar la
administración del Estado al interés de la producción nacional sin restablecer el equilibrio
del presupuesto, el equilibrio entre los gastos y los ingresos del Estado. ¿Y cómo
restablecer este equilibrio sin restringir los gastos públicos, es decir, sin herir intereses
que eran otros tantos puntales del sistema dominante y sin someter a una nueva
regulación el reparto de impuestos, es decir, sin transferir una parte importante de las
cargas públicas a los hombros de la alta burguesía?
A mayor abundamiento, el incremento de la deuda pública interesaba directamente a la
fracción burguesa que gobernaba y legislaba a través de las Cámaras. El déficit del Estado
era precisamente el verdadero objeto de sus especulaciones y la fuente principal de su
enriquecimiento. Cada año, un nuevo déficit. Cada cuatro o cinco años, un nuevo
empréstito. Y cada nuevo empréstito brindaba a la aristocracia financiera una nueva
ocasión de estafar a un Estado mantenido artificialmente al borde de la bancarrota; éste
no tenía más remedio que contratar con los banqueros en las condiciones más
desfavorables. Cada nuevo empréstito daba una nueva ocasión para saquear al público
que colocaba sus capitales en valores del Estado, mediante operaciones de Bolsa en cuyos
secretos estaban iniciados el Gobierno y la mayoría de la Cámara.
Al igual que los gastos públicos en general y los empréstitos del Estado, la clase
dominante explotaba la construcción de ferrocarriles. Las Cámaras echaban las cargas
principales sobre las espaldas del Estado y aseguraban los frutos de oro a la aristocracia
financiera especuladora. Se recordará el escándalo que se produjo en la Cámara de los
Diputados cuando se descubrió accidentalmente que todos los miembros de la mayoría,
incluyendo una parte de los ministros, se hallaban interesados como accionistas en las
mismas obras de construcción de ferrocarriles que luego, como legisladores, hacían
ejecutar a costa del Estado.
En cambio, las más pequeñas reformas financieras se estrellaban contra la influencia de
los banqueros. Por ejemplo, la reforma postal. Rothschild protestó. ¿Tenía el Estado
derecho a disminuir fuentes de ingresos con las que tenía que pagar los intereses de su
deuda, cada vez mayor?
La monarquía de Julio no era más que una sociedad por acciones para la explotación de
la riqueza nacional de Francia, cuyos dividendos se repartían entre los ministros, las
Cámaras, 240.000 electores y su séquito. Luis Felipe era el director de esta sociedad, un
Roberto Macaire en el trono. El comercio, la industria, la agricultura, la navegación, los
intereses de la burguesía industrial, tenían que sufrir constantemente riesgo, y quebranto
bajo este sistema. Y la burguesía industrial, en las jornadas de Julio, había inscrito en su
bandera: gouvernement à bon marché, un gobierno barato. Mientras la aristocracia
financiera hacía las leyes, regentaba la administración del Estado, disponía de todos los
poderes públicos organizados y dominaba a la opinión pública mediante la situación de
hecho y mediante la prensa, se repetía en todas las esferas, desde la corte hasta el café
borgne [*], la misma prostitución, el mismo fraude descarado, el mismo afán por
enriquecerse, no mediante la producción, sino mediante el escamoteo de la riqueza ajena
ya creada. Y señaladamente en las cumbres de la sociedad burguesa se propagó el
desenfreno por la satisfacción de los apetitos más malsanos y desordenados, que a cada
paso chocaban con las mismas leyes de la burguesía; desenfreno en el que, por ley natural,
va a buscar su satisfacción la riqueza procedente del juego, desenfreno por el que el
placer se convierte en crápula y en el que confluyen el dinero, el lodo y la sangre. Cuando
en 1847, en las tribunas más altas de la sociedad burguesa, se presentaban públicamente
los mismos cuadros que por lo general llevan al Lupe proletariado y a los prostíbulos, a
los asilos y a los manicomios, ante los jueces, al presidio y al patíbulo. La burguesía
industrial veía sus intereses en peligro; la pequeña burguesía estaba moralmente
indignada; la imaginación popular se sublevaba. Si París, en virtud de la centralización
política, domina a Francia, los obreros, en los momentos de sacudidas revolucionarias,
dominan a París. El primer acto del Gobierno provisional al nacer fue el intento de
substraerse a esta influencia arrolladora, apelando del París embriagado a la serena
Francia. Lamartine discutía a los luchadores de las barricadas el derecho a proclamar la
República, alegando que esto sólo podía hacerlo la mayoría de los franceses, había que
esperar a que éstos votasen, y el proletariado de París no debía manchar su victoria con
una usurpación. La burguesía sólo consiente al proletariado una usurpación: la de la
lucha.
Hacia el mediodía del 25 de febrero, la República no estaba todavía proclamada, pero, en
cambio, todos los ministerios estaban ya repartidos entre los elementos burgueses del
Gobierno provisional y entre los generales, abogados y banqueros del "National". Pero los
obreros estaban decididos a no tolerar esta vez otro escamoteo como el de julio de 1830.
Estaban dispuestos a afrontar de nuevo la lucha y a imponer la República por la fuerza
de las armas. Con la proclamación de la República sobre la base del sufragio universal,
se había cancelado hasta el recuerdo de los fines y móviles limitados que habían
empujado a la burguesía a la revolución de Febrero. En vez de unas cuantas fracciones
de la burguesía, todas las clases de la sociedad francesa se vieron de pronto lanzadas al
ruedo del poder político, obligadas a abandonar los palcos, el patio de butacas y la galería
y a actuar personalmente en la escena revolucionaria. Con la monarquía constitucional,
había desaparecido también toda apariencia de un poder estatal independiente de la
sociedad burguesa y toda la serie de luchas derivadas que el mantenimiento de esta
apariencia provoca. El proletariado, al dictar la República al Gobierno provisional y, a
través del Gobierno provisional, a toda Francia, apareció inmediatamente en primer plano
como partido independiente, pero, al mismo tiempo, lanzó un desafío a toda la Francia
burguesa. Lo que el proletariado conquistaba era el terreno para luchar por su
emancipación revolucionaria, pero no, ni mucho menos, esta emancipación misma.
Lejos de ello, la República de Febrero, tenía, antes que nada, que completar la dominación
de la burguesía, incorporando a la esfera del poder político, junto a la aristocracia
financiera, a todas las clases poseedoras.
Una clase en que se concentran los intereses revolucionarios de la sociedad encuentra
inmediatamente en su propia situación, tan pronto como se levanta, el contenido y el
material para su actuación revolucionaria: abatir enemigos, tomar las medidas que
dictan las necesidades de la lucha. Las consecuencias de sus propios hechos la empujan
hacia adelante. No abre ninguna investigación teórica sobre su propia misión. La clase
obrera francesa no había llegado aún a esto; era todavía incapaz de llevar a cabo su
propia revolución.
El desarrollo del proletariado industrial está condicionado, en general, por el desarrollo
de la burguesía industrial. Bajo la dominación de ésta, adquiere aquél una existencia en
escala nacional que puede elevar su revolución a revolución nacional; crea los medios
modernos de producción, que han de convertirse en otros tantos medios para su
emancipación revolucionaria. La dominación de aquélla es la que arranca las raíces
materiales de la sociedad feudal y allana el terreno, sin el cual no es posible una
revolución proletaria. La industria francesa está más desarrollada y la burguesía francesa
es más revolucionaria que la del resto del continente. Los obreros franceses no podían
dar un paso adelante, no podían tocar ni un pelo del orden burgués, mientras la marcha
de la revolución no sublevase contra este orden, contra la dominación del capital, a la
masa de la nación —campesinos y pequeños burgueses— que se interponía entre el
proletariado y la burguesía; mientras no la obligase a unirse a los proletarios como a su
vanguardia. a república no encontró ninguna resistencia, ni de fuera ni de dentro. Y esto
la desarmó. Su misión no consistía ya en transformar revolucionariamente el mundo;
consistía solamente en adaptarse a las condiciones de la sociedad burguesa. Las medidas
financieras del Gobierno provisional testimonian con más elocuencia que nada con qué
fanatismo acometió esta misión.
El crédito público y el crédito privado estaban, naturalmente, quebrantados. El crédito
público descansa en la confianza de que el Estado se deja explotar por los usureros de las
finanzas. Pero el viejo Estado había desaparecido y la revolución iba dirigida, ante todo,
contra la aristocracia financiera. Las sacudidas de la última crisis comercial europea aún
no habían cesado. Todavía se producía una bancarrota tras otra. (Lamartine buscar y
corregir cuando lo use separado) *) Crísis general del comercio y de la Industria en
Inglaterra, enfermedad de la papa y malas cosechas, quiebre de los bancos provinciales y
cierres de fábricas → Necesidad de imponer una República. Disposición de algunos
sectores a realizar de nuevo el combate o imponer por la fuerza de las armas→ Reclamos
en Francia : “libertad, igualdad y fraternidad” imponiendo la república al gobierno
provisorio, a toda Francia, el proletariado se consolidaba en primer plano en tanto que
era un partido político independiente. La República hizo aparecer la dominación burguesa
detrás de la cual aparecería el Capital. 1) Libertad e igualdad 2) Ilustración y liberalismo
→ central para el mundo contemporáneo.
El autor menciona que durante la guerra Franco-Prusiana en 1870, los Estados eran
diferentes unos de otros por la fusión de los pueblos que lo componían. La Nación
moderna, es el resultado por su parte de lo producido por una serie de hechos que
convergen en igual sentido. La Nación, mencionará Renan, que es una desembocadura de
un largo pasado de esfuerzos, sacrificios y abnegaciones. La Nación como una gran
solaridad la cual se constituye por el sentimiento de sacrificios que se han hecho y que
se disponen hacer, supone un pasado en el presente por un hecho tangible: el
consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida común.
La civilización moderna ha sido victima del equívoca funesto de estas palabras: Nación,
nacionalidad, raza, deseen que se recuerden. El derecho de los pueblos a decidir su suerte
es la única solución que pueden soñar los sabios para las dificultades de la presente hora,
lo cual tanto vale como decir que no tienen ninguna probabilidad de ser adoptada.
Estado: diferentes unos de otros por la fusión de los pueblos que lo componen.
Nación Moderna: resultado producido por una serie de hechos que convergen en igual
sentido.
La Nación: como individuo es la desembocadura de un largo pasado de esfuerzos, de
sacrificios y de abnegaciones. Una Nación es una gran solaridad constituida por el
sentimiento de los sacrificios que se han hecho y de los que aún se está dispuesto a hacer.
Supone un pasado, sin embargo, en el presente resume por un hecho tangible: el
consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida común. La existencia
de una Nación es en plebiscito de todos los días como la existencia del individuo es una
afirmación perpetua de vida.
HIPÓTESIS DEL AUTOR: Una Nación es un alma, un principio espiritual. Dos cosas que en
verdad hacen un, constituyen esta alma o principio espiritual. Una está en el pasado,
otra en el presente. Una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; otra es
el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de distinguir haciendo valer
la herencia que se ha recibido indivisa, El hombre, no se improvisa.