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UNIDAD II.

La extensión del capitalismo liberal (1848-1914) La dinámica del capitalismo


industrial. La mercantilización de la sociedad. El fenómeno imperialista y la expansión
europea. Rusia y la “modernización”. África: caminos impuestos. Las formas de la política
en una nueva sociedad. Liberalismo, socialismo y populismo. Naciones y nacionalismos.

Casanova La venganza de los siervos


Introducción: Un caleidoscopio de revoluciones
No hay explicaciones simples para grandes acontecimientos como lo ocurrido en Rusia
en 1917, que tuvo un enorme impacto en todas las esferas de la vida de sus ciudadanos.
La dinastía Románov desapareció de la noche a la mañana. Unos meses después, los
bolcheviques tomaron el poder, y de ahí´reside la relevancia de esa doble revolución, de
febrero y de octubre de 1917, que sucesivamente derribó a régimen zarisa y al Gobierno
Provisional de Aleksandr Kérenski.
El poder pasó en un período muy corto de tiempo, de una autocracia tradicional, que
hundía sus raíces en el medioevo, a los revolucionarios marxistas. El capitalismo y el
mercado desaparecieron. El estado que salió de la revolución bolchevique, y de su triunfo
en la guerra civil posterior, desafió a aquel mundo dominado por los imperios
occidentales, al capitalismo y al fascismo. Inspiró a movimientos comunistas y a otras
grandes revoluciones como la china y tuvo influencia en los mov anticoloniales y en el
diseño y construcción del mundo de la Guerra Fría.
Los acontecimientos en Rusia formaron parte de un continuum of crisis, de un proceso
de crisis constante, en varias fases entre 1914 y 1921- guerra mundial, revoluciones y
guerras civiles- y sin claros puntos de separación. Este período lo describe Figes, como
un conjunto complejo de diferentes revoluciones que explotaron en medio de la PGM y
puso en marcha una reacción en cadena de más revoluciones, guerras civiles, étnicas y
nacionales. Cuando desapareció el estado al que dio lugar la conquista bolchevique del
poder, varios autores, hablan de un caleidoscopio de revoluciones, o combinación diversa
y cambiante de causas, acontecimientos y resultados, con personas de carne y hueso en
el centro de la narración.
Capítulo 1: Una autocracia anquilosada (detención del progreso de algo)
Una revolución había comenzado en el corazón de su gran imperio, pero Nicolás II (r.
1894-1917) no se había enterado. Estaba en su cuartel general, en Maguilov, desde donde
mal dirigía una guerra desastrosa para Rusia, que había estallado en agosto de 1914 en
medio del fervor patriótico y que había derivado muy pronto en una carnicería, con quince
millones de hombres movilizados, de los que, a finales de 1916, casi la mitad habían
resultado muertos, heridos de gravedad o prisioneros de guerra.
En las primeras semanas de 1917, una multitud de mujeres pobres hacían largas colas en
las calles de Petrogrado para comprar pan y productos de primera necesidad.
El 23 de febrero Día Internacional de la Mujer Trabajadora, miles de ellas, acompañadas
gente de los barrios industriales y obreros de las fábricas,se dirigieron a Nevski Prospekt,
para protestar contra la carestía y el racionamiento del pan. Durante los dos días
siguientes, miles de trabajadores tomaron las calles y hubo enfrentamientos con la
policía. El 2 de marzo, tuvo que abdicar. Así acabó el dominio de la dinastía de los
Románov, que había comenzado trescientos años antes con la coronación de Miguel I (r.
1613-1645). De golpe, todo el edificio del Estado ruso se desmoronó.
Las dos Rusias
El sistema del dominio zarista llevaba ya un tiempo en declive. La derrota en la guerra
de Crimea (1853-1856),ante británicos y franceses, sus grandes rivales imperiales en
Occidente, había puesto al descubierto su atraso militar, económico, social y
administrativo.
Otra humillación fue la político-diplomática del Tratado de París, que desarmó a Rusia
en el Mar Negro, el abuelo de Nicolás, el zar Alejandro II (r. 1855-1881), emprendió una
serie de reformas diseñadas para modernizar la economía, introducir autonomía en la
administración local y provincial y crear un servicio militar obligatorio para todos los
sectores de la población. Este debería servir también para disciplinar e instruir a millones
de jóvenes varones, que en Rusia significaba campesinos, en los valores patrióticos,
militares y en la obediencia al orden y a la autoridad.
La reforma de más largo alcance fue la abolición de la servidumbre en 1861, la institución
que simbolizaba por excelencia ese atraso. Sin embargo, fueron emancipados, aunque no
liberados. Siguieron vinculados a la comuna local, inferiores legalmente a la nobleza,
tendrían que pagar por el lote de tierra que iban a recibir, mientras que el Gobierno
proporcionaría compensaciones para la nobleza, y aunque se suponía que esos
campesinos iban a adquirir derechos que hasta entonces no tenían, en realidad el Estado
los abandonó al libre albedrío de terratenientes y burócratas.
Durante las décadas finales del siglo xix y los primeros años del xx, el gran imperio ruso
experimentó fuertes tensiones entre la reforma y la reacción, la tradición y la
modernidad, que salieron con fuerza a la luz en momentos decisivos, puntos de inflexión
en la conciencia social — como durante la hambruna de 1891, la revolución frustrada de
1905 y la Primera Guerra Mundial—, traumas acumulados hasta el estallido de febrero de
1917.
Eran las dos Rusias, la oficial y la campesina, la de los terratenientes, jerarquía
eclesiástica y burocracia imperial, frente a la gran masa de población, analfabeta y
empobrecida.La nobleza, ejercía todavía un notable poder económico y político en Europa
a finales del siglo xix.En Rusia, la burocracia imperial era una casta de elite que se
encontraba muy por encima del resto de la sociedad y el sistema zarista,«estaba basado
en una estricta jerarquía social». Esa elite dominante en Rusia procedía sobre todo de la
vieja y rica aristocracia terrateniente.
Rusia era una sociedad campesina en tiempos de Alejandro II y continuaba siéndolo bajo
el reinado de su nieto Nicolás. Los campesinos veían al Estado como una estructura de
poder malévola y ajena que solo les cobraba impuestos y reclutaba a los más jóvenes
para la guerra, sin ofrecerles nada a cambio. La comuna,era el centro de su mundo y los
campesinos permanecían aislados del resto de la sociedad,no integrados en la estructura
política, cultural y legal del sistema zarista, y distantes tanto del orden social
conservador como de la oposición radical. Su única lealtad era hacia el distante zar, a
quien veían, con una devoción, como un ser superior, más allá del mal que encarnaban
los terratenientes opresores y los recaudadores de impuestos. Las decisiones principales
en la comuna campesina las tomaban los patriarcas, el sector más acomodado y rico al
que seguía el resto de sus habitantes.
Era una sociedad tradicional, que resistía la penetración del capitalismo, d con un peso
importante de la cultura oral, altas tasas de analfabetismo y dominio del orden
patriarcal. Los campesinos rusos, poseían una considerable proporción de tierra,
gestionada directamente o por medio de la comuna, y vivían en pueblos relativamente
autónomos.
El régimen zarista marginaba al campesinado, pero a la vez le temía. Era además un
campesinado revolucionario, que reclamaba las tierras de los terratenientes que no
habían pasado a sus manos tras el Edicto de Emancipación de los siervos de 1861, y que
consideraba a la propiedad comunal, y no privada, la base fundamental de su modo de
vida. El campesino vivía en general una vida de pobreza y privaciones. Esas comunas, que
contaban con diferencias entre campesinos pobres y ricos , se regían por normas
estrictas, dominadas por los hombres más influyentes y donde las mujeres eran meros
objetos.La violencia, formaba parte de la cultura del campesinado ruso.
Durante las tres décadas anteriores a la revolución, muchos campesinos emigraron a las
ciudades en busca de mejorar su posición social fuera de la agricultura. La emigración
del campo a la ciudad fue posible porque, desde esos años finales del siglo xix, Rusia
experimentó un notable crecimiento industrial, impulsado por el Estado y dependiente
del capital extranjero, especialmente en los sectores textil, metalúrgico, minero y en la
explotación de los recursos naturales. El petróleo, la madera, el carbón, el hierro y el oro
se extraían de forma intensiva y crearon un grupo, reducido de empresarios, banqueros
y comerciantes. Hubo, al mismo tiempo, un auténtico boom en el desarrollo del
ferrocarril.Pero este crecimiento tenìa muchos límites. Una buena parte de las personas
clasificadas como trabajadores lo hacían a tiempo parcial en las empresas textiles o en
el ferrocarril, en las épocas en que no se les necesitaba en el campo, y solo en la minería
y en las industrias metalúrgicas y de construcción de maquinaria había una clase obrera
propiamente dicha, cualificada y contratada a tiempo completo.No existía, ni una
poderosa burguesía industrial ni una clase media que pudiera constituir la base social
para una democracia liberal. Pero tampoco un proletariado industrial que pudiera
articular, a través de sindicatos y partidos políticos, una alternativa revolucionaria al
régimen autocrático.La legislación zarista prohibía a los trabajadores organizarse,
declaraba ilegales las huelgas y condenaba a la mayoría de esos obreros fabriles a largas
jornadas laborales y a vivir en condiciones calamitosas.
Esa industrialización y las relaciones jerárquicas que la acompañaron tuvieron también
sus costes y tensiones sociales.La vieja jerarquía estamental perdía su relevancia y
significado, sustituida por una nueva de profesión y clase, cuyas identidades y
aspiraciones desempeñarían, un papel principal en el estallido de la revolución y en sus
consecuencias.Las repercusiones sociales de esas reformas y el crecimiento económico
acelerado chocaban frontalmente con una estructura política que no permitía los cauces
de representación popular.
Durante la segunda mitad del siglo xix, la población del imperio aumentó, e hizo subir los
precios de la tierra, compra o renta, y las malas cosechas y los efectos devastadores de
la hambruna de 1891-1892, pusieron en tremendas dificultades a muchos campesinos,
sometidos a los desastres naturales, pero también resentidos frente al dominio
terrateniente y las disposiciones legales adoptadas tras el Edicto de Emancipación.
Alejandro II, había permitido la formación de zemstvos, consejos locales elegidos por los
campesinos, aunque dominados por los nobles. Ejercían derechos limitados de
autogobierno, que incluían la mejora de los caminos, la educación primaria o servicios
médicos y desde ellos se impulsaron a la actividad política algunos nobles liberales que
desafiaron al poder autocrático durante los reinados de los dos últimos zares. El Príncipe
Gueorgui E. Lvov , que sería el primer jefe del Gobierno Provisional en marzo de 1917 tras
el derrocamiento del zar, simbolizaba el espíritu liberal de algunos de esos nobles,
monárquicos, que, creían que podían dedicarse al servicio del pueblo. Sin embaro,
Alejandro III (1881-1894), el nuevo zar que subió al poder tras el asesinato de Alejandro II
en 1881, vio desde el principio a los zemstvos como unos peligrosos gérmenes de
liberalismo, subversión y revolución campesina.
Las contrarreformas de Alejandro III «fueron un punto vital de inflexión en la prehistoria
de la revolución », porque pusieron al régimen y a la sociedad en la senda de ese
cataclismo. Los zemstvos eran la única institución capaz de proporcionar una base
política al sistema autocrático en el campo y la reacción contra ellos, acabó con el sueño
liberal de convertir a los campesinos en ciudadanos y contribuyó más a la perpetuación
de las dos Rusias. Los campesinos no dudaron, cuando los mecanismos de coerción se
derrumbaron en febrero de 1917, en barrerlo completamente, creando el vacío político
para la conquista del poder por los bolcheviques unos meses después.

La semilla de la revolución
La represión, la ausencia de instituciones representativas y de libertades generaron la
aparición y desarrollo de una oposición radical al sistema zarista dispuesta a derrocarlo
por diferentes medios. Esa oposición estaba compuesta por intelectuales, las elites
educadas, lo que en ruso se llamó intelligentsia, estudiantes, escritores, profesionales,
una especie de subcultura al margen de la Rusia oficial, que intentaban explotar cualquier
rastro de descontento popular para conquistar el poder.
No era tanto una clase como un «estado de ánimo», un culto general a la actividad
revolucionaria. Esa «elite minúscula estaba aislada de la Rusia oficial por su política y
de la Rusia campesina por su educación». La intelligentsia rusa estaba «desconectada»
del mundo cultural europeo que intentaba emular. La censura prohibía todas las
expresiones políticas, así que cuando las ideas eran introducidas en Rusia asumían el
estatus de un dogma, eran vistas como una verdad final. El problema de esa intelligentsia
rusa, es que no tenían oportunidad de poner en práctica todos esos sueños utópicos y
nunca podían aprender de la experiencia. No aceptaban las reformas, porque el único
objetivo era la revolución.
Las primeras expresiones de oposición política a la autocracia zarista tomaron las formas
de organizaciones clandestinas, muy vinculadas al populismo y a las elaboraciones del
socialismo agrario y comunal,que propugnaba el derrocamiento de la autocracia y una
revolución social que distribuiría la tierra entre los campesinos. Al rechazar las reformas
de la Emancipación como injustas y defender para Rusia un camino diferente al del
desarrollo occidental capitalista, su visión central de la transformación revolucionaria
residía, en la comuna campesina, que «había preservado al campesinado de la corrupción
de la propiedad privada». Con esa tradición igualitaria, Rusia podría evitar el capitalismo
y hacer una transición directa al socialismo.
Esas visiones románticas acerca de los lazos indisolubles del campesinado y de su
superioridad moral frente a los valores modernos y occidentales, tenían que ser
propagadas a través de la educación, preparar al pueblo para comprender sus intereses e
instruirlo en sus tareas en la futura revolución. Y eso es lo que hicieron en el verano de
1874 miles de estudiantes radicales, que se fueron al campo, siguiendo su consigna «Ve
con el pueblo», para intentar atraer a los campesinos al movimiento revolucionario. El
choque con la realidad fue brutal porque esos grupos educados en las ciudades no sabían
nada sobre el campesinado, confirmando que había un abismo entre esos dos mundos, las
«dos Rusias», la oficial y la campesina. Las dificultades de movilizar y organizar a los
campesinos, un grupo «de baja clasicidad», de escasa conciencia de clase, y convertir sus
formas de resistencia cotidiana en acciones revolucionarias. Algunos de ellos recurrieron
al terrorismo contra quienes mejor simbolizaban la opresión. De los grupos que surgieron
con esa nueva táctica, destacó el denominado «Voluntad del Pueblo», la primera
organización de la historia dedicada específicamente a propagar el terror político. Mucha
de esa violencia se desvinculó de los objetivos políticos iniciales, desestabilizar al sistema
y proporcionar la chispa para la rebelión popular, y derivó en violencia criminal, sostenida
en robos de bancos y trenes para ganancia personal de quienes la practicaban.La
utilización de la bomba y el atentado personal para destruir el mal e incitar al pueblo a
la rebelión no funcionó como táctica de lucha, pero sirvió para que los gobiernos
intensificaran la represión y para que aparecieran alternativas que consideraban al
terrorismo inútil para la transformación de la sociedad y la conquista del poder.
Tras esos fracasos, la intelligentsia revolucionaria se vio obligada a repensar su teoría y
práctica. Y de ese proceso salieron los principales partidos que se organizarían y
alcanzarían su madurez ideológica durante el reinado de Nicolás II e iban a desempeñar
papeles protagonistas en 1917. El marxismo comenzó a circular y ganar terreno durante
los años ochenta.
Uno de esos grupos que seguía las tesis de Karl Marx fue el Partido Obrero Socialdemócrata
Ruso (POSDR), cuyo primer congreso fundacional se celebró en secreto en 1898 y recogió
desde el principio a algunos destacados militantes del populismo, como Gueorgui Plejánov
(1856-1918), que, tras rechazar el uso del terror, defendían que solo una revolución social
que procediera del pueblo podría llegar a tener éxito y ser al mismo tiempo democrática.
La clase obrera industrial, y no el campesinado, sería el principal agente de la revolución,
dirigida por un pequeño grupo de revolucionarios profesionales que, como expresaba
Vladímir Uliánov Lenin (1870-1924) en su panfleto ¿Qué hacer? (1902), ayudarían a
extender la necesaria conciencia de clase y acelerarían el proceso revolucionario. Ese
nuevo partido se dividió muy pronto, en su segundo congreso celebrado en Bruselas en
1903, entre la facción bolchevique (mayoritaria) y la menchevique (minoritaria), tras una
discusión en torno al papel del partido y de sus afiliados entre Lenin y Yuli Mártov (1873-
1923). Durante un tiempo, las diferencias políticas entre ellas no estaban muy claras para
sus seguidores y eran factores personales, sobre todo la lealtad a Lenin por parte de los
bolcheviques y la oposición a él de los mencheviques, los que actuaban como fuentes
principales de atracción. La evolución de las dos facciones en la década anterior a la
revolución retrató a los mencheviques como un partido más democrático y más propenso
a establecer contactos con la burguesía liberal, mientras que los bolcheviques
desarrollaron algunos de los rasgos que les iban a dar la ventaja en el escenario
revolucionario de 1917: disciplina y liderazgo firme alrededor de la figura de Lenin, un
partido centralizado, casi militarizado, que pudiera combatir al Estado policial del zar
Otro grupo que también procedía del populismo estableció en 1901 el Partido Social-
Revolucionario (SR) bajo el liderazgo de Víctor Chernov. La principal diferencia con los
anteriores era su creencia en que todos los trabajadores, obreros y campesinos, estaban
unidos por su pobreza y su oposición al régimen zarista, lo cual les dio de entrada, sobre
todo por su énfasis en la socialización de la tierra, una base más amplia en una sociedad
que, pese al crecimiento urbano e industrial, era predominantemente campesina.
Ese vasto imperio llamado Rusia, un imperio multiétnico, que estaba en esos momentos
en la transición desde la sociedad agraria a la urbana e industrial, que mejoraba sus
comunicaciones y sistema de enseñanza, se enfrentaba también al crecimiento del
nacionalismo.
Para los sectores ultraconservadores, las tierras no rusas del imperio eran la posesión del
zar, que tenía que mantener su dominio territorial indivisible. Los liberales, por su parte,
subordinaban las cuestión del nacionalismo a las luchas por las libertades civiles,
creyendo que con la concesión de esas libertades, las reivindicaciones nacionalistas de
algunas minorías y de los pueblos no rusos desparecerían. La mayoría de los nacionalistas,
que estrecharon contactos con los socialistas, no habían sido capaces de constituir un
movimiento político antes de la subida al trono de Nicolás II. Fue la política de
rusificación, la subordinación al dominio cultural ruso de los pueblos no rusos, con
notables límites al uso de otras lenguas y religiones, que Nicolás II defendió con energía
tras la amenaza que había supuesto la revolución de 1905, la que estimuló el desarrollo
de las organizaciones nacionalistas como una fuerza notable en las tierras fronterizas
no rusas. La represión y las medidas de rusificación obstruyeron de forma temporal el
desarrollo de movimientos sociales con base nacionalista. Cuando los mecanismos de
represión desaparecieron en 1917, el nacionalismo, según Wade, «brotó como una parte
significativa de la revolución».
Nacionalistas, judíos y revolucionarios, y también los liberales del Partido Democrático
Constitucional, eran tratados con especial dureza por la policía política del zar, cuyos
agentes penetraban en todas las facetas de la vida de la población rusa, vigilaban
cualquier forma de disidencia, arrestaban, torturaban o enviaban al exilio a los disidentes
y subversivos. Los sindicatos eran también ilegales y las huelgas estaban prohibidas.
Quienes no pertenecían a la burocracia del Estado eran potenciales enemigos y, en
consecuencia, de acuerdo con las actitudes dominantes en la policía, la protección del
Estado se convertía en «una guerra contra toda la sociedad». Todo ello hacía de la Rusia
de los últimos dos zares el prototipo de un Estado moderno policial.
El ejército, el principal soporte del régimen zarista. Una década antes de que se crearan
esos partidos revolucionarios, la hambruna de 1891 había significado un punto de
inflexión en las relaciones entre el régimen y amplios sectores de la población. La gestión
política de la crisis fue nefasta y ante su incapacidad, el Gobierno decretó una orden
imperial llamando a la formación de organizaciones de voluntarios para ayudar a los
cientos de miles de afectados. La respuesta pública y abrió las puertas a la actividad
revolucionaria y a la crítica moral contra el régimen.El viejo e ineficaz sistema
burocrático quedó desacreditado y algunos de esos sectores politizados por esa crisis
social pasaron a pedir reformas políticas. 1894 murió el zar Alejandro III y lo sucedió su
hijo Nicolás.

El último zar
Nicolás, tenía escasas dotes de cómo gobernar un país que tenía un ingente campesinado
aislado de la estructura política que él presidía y donde estaba emergiendo un
movimiento revolucionario que su policía,, no podía suprimir pese a la represión. La
autocracia ya no servía para gobernar un imperio tan grande y complejo, pero Nicolás II
se aferró al poder absoluto en vez de ensanchar su base política. Mantuvo los principios
de la autoridad personal y de su poder absoluto en la Corte frente a la burocracia imperial
que había comenzado a desarrollarse desde la segunda mitad del siglo xix como una
fuerza de modernización y reforma. La elite gobernante procedía predominantemente de
la aristocracia terrateniente tradicional. El zar elegía a los ministros y altos funcionarios,
y no existía un gobierno, un consejo de ministros, como grupo coherente de políticos y
ejecutores de sus políticas; era un sistema patrimonial. «Yo concibo a Rusia como un
latifundio en el que el propietario es el zar, el administrador la nobleza, y los trabajadores
son los campesinos». Según su tutor, la sociedad rusa, era una jerarquía de estilo familiar,
donde cada uno aceptaba su lugar, con un zar de árbitro benévolo e imparcial, siempre
dispuesto a escuchar las demandas justas del pueblo, que hacía innecesaria la política
organizada. Con ese tutor y esas ideas, basadas en el mito de la autocracia como la
«beneficencia personificada», no es extraño que Nicolás II creyera que era zar por derecho
divino.Ese sistema de dominio tenía también mucho de teocracia.Esa unión entre la
política y la religión hacía que la oposición a la autocracia se convirtiera también en una
forma de rechazo a la religión.
Así era la Rusia de Nicolás II, una autocracia ejercida por el zar a través del ejército, la
policía y la burocracia, con apoyos todavía importantes entre una nobleza terrateniente
que perdía gradualmente poder, y legitimada por la Iglesia ortodoxa rusa, la iglesia oficial
de la monarquía que representaba nominalmente a casi tres cuartos de la población. La
Iglesia predicaba sumisión a los poderes establecidos y el Estado la recompensaba
otorgando al clero casi un monopolio de la educación elemental, pagando subsidios y
persiguiendo a los anticlericales. La Iglesia ortodoxa fue incapaz de adaptarse a los
nuevos cambios traídos por la industrialización y el crecimiento de las ciudades, de crear
una religión popular para los trabajadores urbanos y campesinos que abandonaban las
creencias y prácticas religiosas y encontraban otras diferentes en el socialismo y la
revolución.
En vez de adaptar el sistema político a los retos y problemas que planteaba esa sociedad
en cambio, ampliar las bases sociales, convertir a los súbditos en ciudadanos, Nicolás II
se aferró a los principios del emperador autocrático. La historia de su reinado es la
crónica de dos guerras y dos revoluciones, provocadas por aquellas. Era un continente,
con enemigos por todas partes. A la amenaza de sus vecinos y rivales de siempre, Prusia-
Alemania, Austria-Hungría y Turquía, un nuevo y potente desafío surgió en el este, Japón.
En enero de 1904 comenzó una guerra entre los dos países por el dominio de Manchuria
y Corea. La guerra llevaría a la primera revolución a la que tuvo que hacer frente Nicolás
II, fue un ensayo de lo que iba a pasar, con magnitud incomparable, entre 1914 y 1917.La
debacle militar precipitó una crisis política y social, que casi llegó a una confrontación
total de la sociedad con el régimen. El 9 de enero de 1905 una manifestación masiva que
fue reprimida: el Domingo sangriento.
En las semanas y meses siguientes, hubo huelgas y se creó el primer sóviet —consejo, en
ruso— de la historia en la capital, dirigido por León Trotski. En octubre, el zar fue
presionado para que firmara un manifiesto en el que garantizara libertades civiles y
poderes legislativos a una Duma elegida por sufragio democrático. El Manifiesto marcó
un punto de inflexión en la conciencia política de grupos profesionales y de algunos nobles
e industriales que lo saludaron como la entrada de Rusia en la senda del
constitucionalismo occidental. Con el objetivo de avanzar a esa democracia
parlamentaria, los más liberales formaron el Partido Democrático Constitucional
(Kadetes), dirigido por el historiador Pável Miliukov (1859-1943), mientras que un grupo
de terratenientes y miembros de la elite fundaron la Unión del 17 de Octubre
(Octubristas).Las protestas, insurrecciones y revueltas no derivaron en una revolución
triunfante en 1905 porque, aunque afectaron a las fuerzas armadas, fueron todavía
escasas y limitadas, y la caballería, los cosacos y los regimientos del frente continuaron
obedeciendo órdenes.
El hecho de que el ejército se utilizara tanto en la represión de los conflictos, en el campo
y en la ciudad, comenzaba a tener notables efectos en la disciplina. Desde que se
estableció el servicio militar obligatorio, la composición social del ejército cambió, reflejo
de la sociedad, con una mayoría de campesinos maltratados muy a menudo por la
tradicional casta de oficiales. En muchas de esas huelgas y revueltas de 1905 comenzaron
ya a participar además ex soldados que exhortaban a las tropas a unirse a ellos. Fue
también el primer momento en la historia de Rusia en el que los derechos y la batalla por
la igualdad de las mujeres entraron en las agendas de las organizaciones políticas. El
fuerte dominio de la sociedad patriarcal había sido puesto en cuestión, siguiendo los
pasos de las ideas de la Ilustración y de la Revolución Francesa, por grupos minoritarios
de mujeres de clase media y socialistas que habían reclamado oportunidades en el
trabajo, con acceso a ocupaciones pagadas fuera del hogar, en la educación y en la
formación profesional. En 1905, un grupo de mujeres crearon la Unión por la Igualdad de
Derechos, una plataforma que intentaba unir a mujeres de todas clases, nacionalidades
y religiones del imperio para presionar en favor de la concesión del voto, de una
legislación protectora en el trabajo, de igualdad de derechos en la distribución de la tierra,
introducción de la coeducación en las escuelas y acceso a los empleos públicos.
Cuando la marea revolucionaria cedió, los terratenientes reclamaron represión y
restablecimiento del orden, contrataron a grupos armados para defender sus propiedades
y crearon asociaciones patronales. Surgieron también grupos ultraderechistas
paramilitares, organizados en torno a la Unión del Pueblo Ruso, que se enfrentaron a los
revolucionarios en las calles, se manifestaban con estandartes patrióticos y retratos del
zar; fueron el más claro precedente de los movimientos fascistas de los años veinte y
treinta.
Quienes abogaban por un sistema parlamentario democrá- tico, trataban de impedir otra
revolución, satisfacer las demandas de participación política de esa creciente clase media
y de profesionales y atender a algunas de las aspiraciones económicas y sociales de los
grupos más desposeídos. Pero el zar, ante la primera gran oportunidad de su reinado para
ampliar la base del sistema, la percibió como una amenaza a su autoridad y prefirió
mantener la autocracia. Lamentó haber firmado ese Manifiesto y aunque cumplió su
promesa de permitir la creación de la Duma, el derecho al voto discriminaba claramente
a campesinos y trabajadores, los ministros no eran responsables ante ella, a la vez que
seguían siendo nombrados y destituidos por el zar. Como contrapeso conservador, el
Consejo de Estado, el órgano supremo de la burocracia, amplió sus poderes, con la mitad
de sus miembros designados por Nicolás II y la otra mitad elegidos en su mayoría por el
clero y los grupos privilegiados. En teoría, las leyes necesitaban la aprobación de la Duma;
en realidad, el zar retuvo el poder de vetar la legislación y el artículo 87 de las Leyes
Fundamentales le permitía legislar por decreto.
La Primera Duma abrió sus puertas el 27 de abril de 1906. Setenta y dos días después, el
8 de julio, fue disuelta. Fue una batalla entre quienes creían en el parlamento y los leales
a la autocracia, pero también se demostró muy pronto que no había posibilidad de
entendimiento entre la democrática Duma y el poder ejecutivo. Sirvió, de tribuna
revolucionaria y el desencanto sufrido por los que habían depositado en ella sus
esperanzas, como el Príncipe Lvov y otros Kadetes, transformó su liberalismo moderado
en otro más radical. Y aunque una Duma reformada podría desempeñar algún papel
cuando la revolución llegara, su récord de fracasos como cámara representativa le iba a
incapacitar como verdadera solución después de que la caída del zar en febrero de 1917
lanzara a Rusia al abismo de una cascada de diferentes revoluciones en medio de una
guerra mundial.
La última esperanza se llamó Piotr Stolypin , cuyo nombramiento como primer ministro
coincidió con la disolución de la Primera Duma. En sus cinco años de gobierno, hasta que
fue asesinado en septiembre de 1911 por Dmitri Bogrov, combinó medidas represivas con
un programa de reformas. Después de él, los primeros ministros que siguieron fueron cada
vez más mediocres e incompetentes Era una «autocracia sin autócrata». La sociedad
seguía cambiando, porque Rusia, desde 1908 a 1914, experimentó un nuevo boom agrario
e industrial. Las concesiones que tuvo que hacer el zar tras la revolución de 1905, con
la guerra contra Japón en el trasfondo, no fueron suficientes para sus opositores y le
quitaron prestigio a los ojos de quienes las percibieron como un producto de su debilidad
como gobernante.
En febrero de 1913 Nicolás II presidió en San Petersburgo la ceremonia que celebraba
trescientos años de dominio de la dinastía Románov sobre Rusia. La glorificación de la
dinastía Románov pretendía, mantener la reverencia popular hacia el principio de la
autocracia. Pero también, «reinventar el pasado ... investir a la monarquía con una
legitimidad histórica mítica», justo en un momento en que su dominio estaba siendo
desafiado por fuerzas democráticas y revolucionarias. La quiebra de ese sistema no llegó,
sin embargo, por la subversión o los disturbios sociales, por los conflictos internos, sino
por acontecimientos externos, la rivalidad imperial que Rusia mantenía con Alemania y
Austria-Hungría.
La crisis revolucionaria se desencadenó en Rusia, cuando el Estado fue incapaz de hacer
frente a una situación internacional en la que tuvo que competir con poderes extranjeros
económicamente más fuertes. La Primera Guerra Mundial fue la gran prueba que tuvo que
pasar la dinastía Románov, trescientos años después de haberse establecido en Rusia, y
de ella ya no saldría viva.

Hobsbawm

La era del imperio La economía cambia de ritmo

Un notable experto norteamericano, al examinar la economía mundial en 1889, año de


la fundación de la internacional socialista, observaba que desde 1873 estaba marcada por
una “perturbación y depresión del comercio sin precedentes”. Esta opinión era compartida
por muchos observadores contemporáneos. Aunque el ciclo comercial genero ciertamente
algunas depresiones muy agudas en el periodo trascurrido entre 1873 y mediados de 1890,
la producción mundial continuo aumentando de forma muy sustancial. El comercio
internacional continuo aumentando de forma importante, aunque es verdad que a un
ritmo menos vertiginoso que antes. En estas mismas décadas las economías industriales
norteamericana y alemana avanzaron a pasos gigantescos y la revolución industrial se
extendió a nuevos países como Suecia y Rusia. ¿Puede calificarse de “gran depresión” a
ese periodo de espectacular incremento productivo? Tal vez los historiadores puedan
ponerlo en duda, pero no los contemporáneos. Desde luego, algunos pensaban así, por no
mencionar el número creciente de socialistas que deseaban el colapso del capitalismo
bajo sus contradicciones internas insuperables. Tras el drástico hundimiento de la década
de 1870 lo que estaba en juego no era la producción, sino su rentabilidad. La agricultura
fue la víctima más espectacular de esa disminución de los beneficios y constituía el
sector más deprimido de la economía. Situación extraordinariamente beneficiosa para
los compradores pero desastrosa para los agricultores y trabajadores agrícolas. En
algunas zonas, la situación empeoro al coincidir diversas plagas en ese momento. Los
decenios de depresión no eran una buena época para ser agricultor en ningún país
implicado en el mercado mundial. La reacción de los agricultores vario desde la agitación
electoral a la rebelión. No obstante, las dos respuestas más habituales entre la población
fueron la emigración masiva y la cooperación. La década de 1880 conoció las mayores
tasas de emigración a ultramar en los países de emigración ya antigua. Fue esta la válvula
de seguridad que permitió mantener la presión social por debajo del punto de rebelión o
revolución. En cuanto a la cooperación, proveyó de préstamos modestos al campesinado.
En una época en la que estamos persuadidos de que el incremento de los precios
(inflación) es un desastre económico, puede resultar extraño que a los hombres de
negocios del siglo XIX les preocupara mucho más el descenso de los precios, y ningún
periodo fue más deflacionario que el de 1873-1896. Otra dificultad radicaba en el hecho
de que los costes de producción eran más estables que los precios a corto plazo, pues los
salario no podían ser reducidos proporcionalmente, al tiempo que las empresas tenían
que soportar también la carga de importantes cantidades de maquinaria y equipo
obsoletos o de nuevas máquinas y equipos de alto precio. Un sistema basado en el oro y
la plata, mineral cada vez más abundante, sobre todo de América, podría elevar los
precios a través de la inflación monetaria. La inflación monetaria se convirtió en uno de
los principios fundamentales de los movimientos populistas norteamericanos y la
perspectiva de la crucifixión de la humanidad en una cruz de oro inspiro la retórica del
gran tribuno de la plebe William Jenkins Bryan.
Los diferentes gobiernos mostraron una mejor disposición para escuchar a los grupos de
intereses y a los núcleos de votantes que les impulsaban a proteger a los productores
nacionales de la competencia de bienes importados. La gran depresión puso fin a la era
del liberalismo económico, al menos en el capítulo de los artículos de consumo. De todos
los grandes países industriales, solo el Reino Unido defendía la libertad de comercio sin
restricciones, a pesar de alguna poderosa ofensiva ocasional de los proteccionistas. El
Reino Unido era el exportador más importante de productos industriales y en el curso de
la centuria había orientado su actividad cada vez más hacia la exportación. La libertad
de comercio parecía indispensable, ya que permitía que los productores de materias
primas de ultramar intercambiaran sus productos por los productos manufacturados
británicos, reforzando así la simbiosis entre el Reino Unido y el mundo subdesarrollado,
sobre el que se apoyaba fundamentalmente la economía británica. Los estancieros
argentinos y uruguayos, los productores de lana australianos y los agricultores daneses
no tenían interés alguno en impulsar el desarrollo de las manufacturas nacionales, pues
obtenían pingues beneficios en su calidad de planetas económicos del sistema solar
británico. En el siglo XIX, el núcleo fundamental del capitalismo lo constituían cada vez
más las “economías nacionales”. El estado, como factor económico solo existía como algo
que interfería el funcionamiento autónomo e independiente de “el mercado”. Esta
interpretación no carecía de lógica, parecía razonable pensar que lo que permitía que esa
economía evolucionara y creciera eran las decisiones económicas de sus componentes
fundamentales. Por otra parte, la economía capitalista era global. El ideal de sus teóricos
era la división internacional del trabajo que asegurara el crecimiento intenso de la
economía. Sean cuales fueren los orígenes de las “economías nacionales” que constituían
esos bloques, y con independencia de las limitaciones teóricas de una teoría económica
basada en ellas, las economías nacionales existían porque existían los estados-naciones.
Naturalmente, estas observaciones se refieren fundamentalmente al sector
“desarrollado” del mundo, es decir, a los estados capaces de defender de la competencia
a sus economías en proceso de industrialización y no al resto del planeta, cuyas
economías eran dependientes, política o económicamente, del núcleo “desarrollado”, En
unos casos, esas regiones no tenían posibilidad de elección. Pero el mundo desarrollado
no era tan solo un agregado de “economías nacionales”. La industrialización y la
depresión hicieron de ellas un grupo de economías rivales, donde los beneficios de una
parecían amenazar la posición de las otras. El proteccionismo expresaba una situación
de competitividad económica internacional. Consecuencias de esto, un excesivo
proteccionismo generalizado perjudicial para el crecimiento económico mundial, esto
quedaría perfectamente demostrado en el periodo de entreguerras. En conjunto, el
proteccionismo industrial contribuyo a ampliar la base industrial del plantea, impulsando
a las industrias nacionales a abastecer los mercados domésticos, que crecían también a
un ritmo vertiginoso. No obstante, si el proteccionismo fue la reacción política instintiva
del productor preocupado ante la depresión, no fue la respuesta económica más
significativa del capitalismo a los problemas que le afligían. Esa respuesta radico en la
combinación de la concentración económica y la racionalización empresarial.
Desde mediados del decenio de 1890 hasta la primera guerra mundial, la orquesta
económica global realizo sus interpretaciones en el tono mayor de la prosperidad más
que, como hasta entonces, en el tono menor de la depresión. La afluencia constituyo el
trasfondo de lo que se conoce todavía en el continente europeo como la belle epoque. El
contraste entre la gran depresión y el boom secular posterior constituyo la base de las
primeras especulaciones sobre las “ondas largas” en el desarrollo del capitalismo mundial.
Era evidente que quienes habían hecho lúgubres previsiones sobre el futuro del
capitalismo, o incluso sobre su colapso inminente, se habían equivocado. Los
historiadores de la economía centran su atención en dos aspectos: la redistribución del
poder y la iniciativa económica. Como cuestión de principio, no es sorprendente que
Alemania y los Estados Unidos superaran al Reino Unido, con un territorio más reducido
y menos poblado.
En cuanto al ritmo Kondratiev, plantea cuestiones analíticas fundamentales sobre la
naturaleza del crecimiento económico en la era capitalista. Schumpeter asocia cada “fase
descendente” con el agotamiento de los beneficios potenciales de una serie de
“innovaciones” económicas y la nueva fase ascendente con una serie de innovaciones
fundamentalmente tecnológicas cuyo potencial se agotara a su vez. Existe un aspecto
del análisis de Kondratiev que es pertinente para un periodo de rápida globalización de la
economía mundial. Nos referimos a la relación entre el sector industrial del mundo y la
producción agrícola mundial, que se incrementó. En 1910-1913 el mundo occidental
disponía para el consumo de doble cantidad de trigo que en el decenio de 1870. Así, la
“relación de intercambio” tendería a variar en favor de la agricultura y en contra de la
industria, es decir, los agricultores pagaban menos, de forma relativa y absoluta, por lo
que compraban a la industria, mientras que la industria pagaba más por lo que compraba
a la agricultura. Ese cambio en las relaciones de intercambio supuso una presión sobre
los costes de producción de la industria y, en consecuencia, sobre su tasa de beneficio.
Por fortuna para la “belleza” de la belle époque, la economía estaba estructurada de tal
forma que esa presión se podía trasladar de los beneficios a los trabajadores. Esto explica
en parte el incremento de la tensión social y de los estallidos de violencia en los últimos
años anteriores a 1914.

La política de la democracia

El periodo 1870-1914 comienza con una crisis de histeria internacional entre los
gobernantes europeos y entre las aterrorizadas clases medias, provocada por el efímero
episodio de la Comuna de Paris de 1871, Es muy improbable que las masas consideren los
asuntos públicos desde el mismo prisma y en los mismos términos que lo que los autores
ingleses de la época victoriana llamaban “las clases”. Este era el dilema fundamental del
liberalismo del siglo XIX, que propugnaba la existencia de constituciones y de asambleas
soberanas elegidas, que, sin embargo, luego trataba por todos los medios de esquivar
actuando de forma antidemocrática, es decir, excluyendo del derecho de votar y ser
elegido a la mayor parte de los ciudadanos varones y a la totalidad de las mujeres. ¿Qué
ocurriría en la política si las masas embrutecidas e ignorantes controlaban el poder? Tal
vez tomarían el camino que conducía a la revolución social. A partir de 1870 se hizo cada
vez más evidente que la democratización de la vida política de los estados era
absolutamente inevitable. Las masas acabarían haciendo su aparición en el escenario
político. Estos procesos eran contemplados sin entusiasmo por los gobiernos que los
introducían. Países que ahora consideramos profunda e históricamente democráticos,
tardaron mucho tiempo en ampliar el derecho de voto. Entre los conservadores había
cínicos que tenían fe en la lealtad tradicional de un electorado de masas, pensaban que
el sufragio universal favorecería a la derecha. Fuera cual fuere la forma en que avanzo la
democratización, lo cierto es que entre 1880 y 1914 la mayor parte de los Estados
occidentales tuvieron que resignarse a lo inevitable. El problema era conseguir como
manipularla, la manipulación más descarada era todavía posible. Esos subterfugios
podían retardar el ritmo del proceso político hacia la democracia, pero no detener su
avance. La consecuencia lógica de ese sistema era la movilización política de las masas
para y por las elecciones, es decir, con el objetivo de presionar a los gobiernos nacionales.
Ello implicaba la organización de movimientos y partidos de masas, la política de
propaganda de masas y el desarrollo de los medios de comunicación de masas. Cada vez
más, los políticos se veían obligados a apelar a un electorado masivo. Pero como los
gobernantes se envolvían en un manto de retórica, el análisis serio de la política quedo
circunscrito al mundo de los intelectuales y de la minoría educada que leía sus escritos.
La era de la democratización fue también la época dorada de la nueva sociología política.
Cuando los hombres que gobernaban querían decir lo que realmente lo que pensaban
tenían que hacerlo en la oscuridad de los pasillos del poder. Así, la era de la
democratización se convirtió en la era de la hipocresía política pública, o más bien de la
duplicidad.
La más destacada de las masas que se movilizaban en la acción política era la clase
obrera, pero también hay que mencionar la coalición, amplia y mal definida, de estratos
intermedios de descontentos, a los que les era difícil decir a quien temían más, si a los
ricos o al proletariados, esta era la pequeña burguesía tradicional. Esa era también la
esfera política de la retórica y la demagogia por excelencia. Hay que hablar también del
campesinado, que en muchos países constituía todavía la gran mayoría de la población.
Aunque a partir de 1880 los campesinos y granjeros se movilizaron cada vez más como
grupos económicos de presión, lo cierto es que el campesinado raramente se movilizo
política y electoralmente como una clase, asumiendo que un cuerpo tan variado pueda
ser considerado como una clase. No obstante, la aparición de movimientos de masas
político-confesionales como fenómeno general se vio dificultada por el
ultraconservadurismo de la institución (iglesia católica). La política, los partidos y las
elecciones eran aspectos de ese malhadado siglo XIX que Roma intento proscribir. La
Iglesia apoyo generalmente a partidos conservadores o reaccionarios de diverso tipo y,
en las naciones católicas subordinadas en el seno de estados multinacionales, a los
movimientos nacionalistas no infectados por el virus secular, con lo que mantenía buenas
relaciones. Desde luego, apoyaba a cualquiera frente al socialismo y la revolución. Más
raros aun eran los partidos religiosos protestantes y allí donde existían las
reivindicaciones confesionales se mezclaban con otros lemas: nacionalismo y liberalismo,
anti nacionalismo, etc. Si la religión tenía un enorme potencial político, la identificación
nacional era un agente movilizador igualmente extraordinario y más efectivo. En su
forma extrema (el partido de masas disciplinado), la movilización política de masas no
fue muy habitual. Los nuevos movimientos de masas eran ideológicos. Eran algo más que
simples grupos de presión y de acción para conseguir objetivos concretos.
La democratización, aunque estaba progresando, apenas había comenzado a transformar
la política. Se planteaba el problema de mantener la unidad, incluso la existencia, de los
estados, problema que era ya urgente en la política multinacional confrontada con los
movimientos nacionales. Esas amenazas parecían tanto más peligrosas por mor de la
ineficacia de los parlamentos elegidos por la demagogia y dislocados por irreconciliables
conflictos de partido, así como por la indudable corrupción de los sistemas políticos que
no se apoyaban ya en hombre de riqueza independiente. De ningún modo podían ignorarse
esos dos fenómenos. En los estados democráticos en los que existía la división de poderes,
el gobierno era en cierta forma independiente del Parlamento elegido, aunque corría serio
peligro de verse paralizado por este último. La continuidad efectiva del gobierno y de la
política estaba en manos de los funcionarios de la burocracia, permanentes, no elegidos
e invisibles. Los contemporáneos pertenecientes a las clases más altas de la sociedad
eran perfectamente conscientes de los peligros que planteaba la democratización política
y de la creciente importancia de las masas. En gran medida el pesimismo de la cultura
burguesa a partir de 1880 reflejaba, sin duda, el sentimiento de unos lideres abandonados
por sus antiguos partidarios pertenecientes a unas elites cuyas defensas frente a las
masas se estaban derrumbando, de la minoría educada y culta, que se sentían invadidos
por “quienes todavía emancipándose del semianalfabetismo o la semibarbarie” o
arrinconados por la marea creciente de una civilización dirigida a esas masas. Fue la
súbita aparición en la esfera internacional de movimiento obreros y socialistas de masas
en la década de 1880 y posteriormente el factor que permitió situar a muchos gobiernos
y a muchas clases gobernantes en unas premisas básicamente iguales. El único desafío
real al sistema procedía de los medios extraparlamentarios, y la insurrección desde abajo
no sería tomada en consideración en los países constitucionales, mientras que los
ejércitos conservaron la calma. Y donde, como en los Balcanes o como en América Latina,
tanto la insurrección como la irrupción del ejército en la política fueron acontecimientos
familiares, lo fueron como partes del sistema más que como desafíos potenciales al
mismo. Ahora bien, no era probable que esa situación se mantuviera durante mucho
tiempo. Antes o después, los gobiernos tenían que aprender a convivir con los nuevos
movimientos de masas. En general, el decenio de 1890, que conoció la aparición del
socialismo como fenómeno de masas, constituyo el punto de inflexión. Comenzó entonces
una era de nuevas estrategias políticas. Los gobiernos permanecieron impasibles durante
la epidemia anarquista de asesinatos en el decenio de 1890, en el curso de los cuales
murieron dos monarcas, dos presidente y un primer ministro, y a partir de 1900 nadie se
preocupó seriamente por el anarquismo, con la excepción de España y algunas zonas de
América Latina. Pero si la sociedad burguesa en su conjunto no se sentía amenazada de
forma grave e inmediata, tampoco sus valores y sus expectativas históricas
decimonónicas se habían visto seriamente socavadas todavía.

Trabajadores del mundo

Con la ampliación del electorado, era inevitable que la mayor parte de los lectores fueran
pobres, inseguros, descontentos o todas esas cosas a un tiempo. El número de los que
ganaban su sustento mediante el trabajo manual, por el que recibían un salario, estaba
aumentando en todos los países inundados por la marea del capitalismo occidental. Pero
donde el número de trabajadores asalariados se multiplico de forma más espectacular y
donde llegaron a formar una clase especifica fue fundamentalmente en los países donde
la industrialización había comenzado en época temprana y en aquellos otros que iniciaron
el periodo de revolución industrial entre 1870 y 1914. Por otra parte, la agricultura
tradicional de las regiones atrasadas no podía seguir proporcionando tierra para los
posibles campesino cuyo número se multiplicaba en las aldeas. Lo que deseaban la mayor
parte de ellos, por ejemplo, era “conquistar américa”, la esperanza de ganar lo suficiente
después de algunos años como para comprar alguna propiedad, una casa. Al mismo
tiempo la producción mediante máquinas y en las fábricas afecto negativamente a un
número importante de trabajadores que hasta finales del siglo XIX fabricaban la mayor
parte de los bienes de consumo familiar en las ciudades por métodos artesanales. El
número de proletarios en las economías en proceso de industrialización se incrementó
también de manera fulminante como consecuencia de la demanda casi ilimitada de mano
de obra en ese periodo de expansión económica. Cuando el siglo XIX estaba tocando su
fin, ningún país industrial en proceso de industrialización podía dejar de ser consciente
de esa masa de trabajadores sin precedentes históricos, inevitablemente en aumento de
la población y que, probablemente, a no tardar constituirían la mayor parte de esta. Para
los contemporáneos la masa de trabajadores era grande, sin duda estaba incrementando
y lanzaba una sombra oscura sobre el orden establecido de la sociedad y la política. ¿Qué
ocurriría si se organizaban políticamente como una clase? Esto fue precisamente lo que
ocurrió, a escala europea, súbitamente y con extraordinaria rapidez. En todos los sitios
donde lo permitía la policita democrática y electoral comenzaron a aparecer y crecieron
con enorme rapidez partidos de masas basados en la clase trabajadora, inspirados en su
mayor parte por la ideología del socialismo revolucionario y dirigidos por hombres que
creían en esta ideología.
A primera vista, ese notable desarrollo de los partidos obreros era bastante sorprendente.
Su poder radicaba fundamentalmente en la sencillez de sus planteamientos políticos.
Eran los partidos de todos los trabajadores manuales que trabajaban a cambio de un
salario. Representaban a esa clase en sus luchas contra los capitalistas y sus estados.
Pero prácticamente todos los observadores del panorama obrero se mostraban de acuerdo
en que el proletariado no era ni mucho menos una masa homogénea, ni siquiera en el
seno de las diferentes naciones. El proletariado clásico de la fábrica industrial moderna
era muy diferente del grueso de los trabajadores manuales que trabajaban en pequeños
talleres. Los trabajadores de las industrias, los artesanos y otras ocupaciones no creían
que sus problemas y su situación fueran idénticas. Lo que desde un punto de vista parecía
una concentración de hombres y mujeres en una sola “clase obrera”, podía ser
considerado desde otro punto de vista como una gigantesca dispersión de los fragmentos
de las sociedades, una diáspora de viejas y nuevas comunidades. A estos factores que
dificultaban la organización y la formación de la conciencia de clase de los trabajadores
hay que añadir la estructura heterogénea de la economía industrial en su proceso de
desarrollo. En este punto el Reino Unido constituía la excepción, pues existía ya un fuerte
sentimiento de clase, no político, y una organización de la clase obrera. Entre 1867 y
1875, los sindicatos consiguieron un estatus legal y unos privilegios tan importantes que
los empresarios militantes, lo gobierno conservadores y los magistrados no consiguieron
reducirlos o abolirlos hasta el decenio de 1980. La situación era muy diferente en los
demás países. EN general solo existan sindicatos eficaces en los márgenes de la industria
moderna y, especialmente, a gran escala: en los talleres y en las empresas de tamaño
pequeño y medio. En teoría, la organización podía ser nacional, pero en la práctica se
hallaba extraordinariamente localizada y descentralizada. En definitiva, las clases
obreras no eran homogéneas ni fáciles de unir en un solo grupo social coherente, incluso
si dejamos al margen al proletariado agrícola al que los movimientos obreros también
intentaron organizar y movilizar, en general con escaso éxito. Ahora bien, lo cierto es
que las clases obreras fueron unificadas. Pero, ¿Cómo?
Los socialistas y los anarquistas llevaron su nuevo evangelio a unas masas olvidadas
hasta entonces prácticamente por todos excepto por sus explotadores y por quienes les
decían que permanecieran calladas y obedientes. Los trabajadores eran gentes
desconocidas y olvidadas en la medida en que eran un nuevo grupo social. Eran una nueva
realidad social que exigía una nueva reflexión. Esta comenzó en el momento en que
comprendieron el mensaje de sus nuevos portavoces: sois una clase, debéis mostrar lo
que sois. Y la gente estaba dispuesta a reconocer esa verdad, porque cada vez era mayor
el abismo que separaba a quienes eran o se estaban convirtiendo en los trabajadores de
los demás. Pero incluso en la gran ciudad, con sus servicios variopintos y cada vez más
diversificados y con su variedad social, las especialización funcional, complementada en
este periodo por el urbanismo y el fomento de la propiedad, separaba a las diferentes
clases, excepto en los lugares neutrales como parques, estaciones de ferrocarril y lugares
de entretenimiento.
Todos los trabajadores tenían buenas razones para sustentar la convicción de la
injusticia del orden social, pero la parte fundamental de su experiencia era su relación
con los empresarios. El nuevo movimiento obrero socialista era inseparable de los
descontentos del lugar de trabajo, se expresaran o no en forma de huelgas y más
raramente en sindicatos organizados. Pero no existía una conexión necesaria entre la
inclinación a la huelga y a la organización y la identificación de la clase de los patronos
como principal adversario político. En definitiva, si la evolución económica y social
favoreció la formación de una conciencia de clase de todos los trabajadores manuales,
hubo un tercer factor que les obligo prácticamente a la unificación: la económica
nacional y el estado-nación, elementos ambos cada vez más interconectados. El estado-
nación no solo formaba el cuadro de la vida de los ciudadanos, establecía sus parámetros
y determinaba las condiciones concretas y los límites geográficos de las luchas de los
trabajadores, sino que sus iniciativas políticas, legales y administrativas eran cada vez
de mayor importancia para la existencia de la clase obrera. La economía funcionaba cada
vez más decididamente como un sistema integrado. Así, se vieron obligados a adoptar
una perspectiva nacional. Paralelamente, las industrias comenzaron a negociar convenios
colectivos de carácter nacional. La tendencia de los sindicatos, sobre todo de los
sindicatos socialistas, a articular a los trabajadores en organizaciones globales, cada una
de las cuales cubría una sola rama de la industria nacional, reflejaba esa visión de la
economía como un todo integrado. En cuanto al estado, su democratización electoral
impuso la unidad de clase que sus gobernantes esperaban poder evitar. Necesariamente,
la lucha por la ampliación de los derechos ciudadanos adquirió una dimensión clasista
para la clase obre, pues la cuestión fundamental era el derecho de voto del ciudadano sin
propiedades.

Banderas al viento: las naciones y el nacionalismo

Si el surgimiento de los partidos obreros fue una consecuencia importante de la


política de democratización, también lo fue la aparición del nacionalismo en la política.
Si bien no es un fenómeno nuevo en el periodo 1880-1917 el nacionalismo protagonizo un
extraordinario salto hacia adelante. El termino nacionalismo, aunque originalmente
designaba tan solo una versión reaccionaria del fenómeno, demostró ser más adecuado
que la torpe expresión principio de nacionalidad, que había formado parte del vocabulario
de la política europea desde 1830. La base del “nacionalismo” de todo tipo era la misma:
la voluntad de la gente de identificarse emocionalmente con “su” nación y de movilizarse
políticamente como checos, alemanes, italianos o cualquier otra cosa, voluntad que podía
ser explotada políticamente. La democratización de la política, y en especial las
elecciones, ofrecieron amplias oportunidades para movilizarlos. Por otra parte había
movimientos que movilizaban a hombres y mujeres sobre una base nacional, pero, por
así decirlo, de forma accidental porque su primera preocupación era la liberación social.
En el periodo que estamos estudiando, era perfectamente posible ser, al mismo tiempo,
un revolucionario marxista con conciencia de clase y un patriota irlandés. Los nuevos
movimientos obreros, que apelaban a sus seguidores potenciales sobre la base de la
identificación de clase, no tardaron en comprender este hecho, dado que se vieron
compitiendo contra otros partidos que pedían al proletariado y a los socialistas
potenciales que les apoyaran en tanto que checos, polacos o eslovenos. Allí donde la
identificación nacional se convirtió en una fuerza política, constituyo una especia de
sustrato general de la política. Importantes cambios experimento el nacionalismo
político, cuatro aspectos dese cambio: el primero fue la aparición del nacionalismo y el
patriotismo como una ideología de la que se adueñó la derecha política. Segundo es el
principio de que la autodeterminación nacional podía ser una aspiración no solo de
algunas naciones susceptibles de demostrar una viabilidad económica, política y cultural,
sino de todos los grupos que afirmara ser una “nación”. Tercer aspecto, la tendencia
creciente a considerar que “la autodeterminación nacional” no podía ser satisfecha por
ninguna forma de autonomía que no fuera la independencia total. Finalmente, hay que
mencionar la novedosa tendencia a definir la nación en términos étnicos y,
especialmente, lingüísticos.
Con la excepción del imperio de los Habsburgo y tal vez el imperio otomano, las
numerosas nacionalidades existentes en los estados constituidos no planteaban un grave
problema político, sobre todo una vez que se produjo la creación de un estado, tanto en
Alemania como en Italia. El número de movimientos nacionalistas se incrementó
considerablemente en Europa a partir de 1870, sin embargo no surgieron casi naciones
nuevas. Muchos de esos movimientos no tenían todavía gran apoyo entre aquellos en
cuyo nombre decían hablar. De todas maneras, adquirió mayor fuerza la identificación de
las masas con la “nación” y el problema político del nacionalismo comenzó a ser más
difícil de afrontar tanto para los estados como para sus adversarios no nacionalistas. Lo
que resulto importante a largo plazo no fue tanto el grado de apoyo que concito la causa
nacional entre este o aquel pueblo como la transformación de la definición y el programa
del nacionalismo. En la actualidad estamos tan acostumbrados a una definición
étnicolingüista de las naciones, que olvidamos que, en esencia, esa definición se inventó
a finales del siglo XIX. No significa esto que hasta entonces la lengua no hubiera sido un
aspecto importante en la cuestión nacional. Era un criterio de nacionalidad entre muchos
otros. La lengua no era un campo de batalla ideológico para aquellos que simplemente la
hablaban. El nacionalismo lingüístico fue una creación de aquellos que escribían y leían
la lengua y no de quienes la hablaban. Las “lenguas nacionales”, en las que descubrían el
carácter fundamental de sus naciones, eran, muy frecuentemente, una creación artificial,
pues habían de ser compiladas, estandarizadas, homogeneizadas y modernizadas para su
utilización contemporánea y literaria. Las lenguas escritas están estrechamente
vinculadas con los territorios e instituciones. El nacionalismo era fundamentalmente
territorial, pues su modelo básico era el estado territorial de la Revolución francesa. El
sionismo constituye un ejemplo extremo.
Desde el punto de vista de la educación, el periodo 1870-1914 fue por encima de
todo la era de la escuela primaria en la mayor parte de los países europeos. La educación
se unió a los tribunales de justicia y a la burocracia como fuerza que hizo de la lengua el
requisito principal de nacionalidad. Así pues, los estados crearon, con celo y rapidez
extraordinarios, “naciones”, es decir, patriotismo nacional y, al menos, para determinados
objetivos, ciudadanos homogeneizados desde el punto de vista lingüístico y
administrativo. La república francesa convirtió a los campesinos en franceses. En cuanto
al nacionalismo de estado, real o inventado por cuestión de conveniencia, era un arma
estratégica de dos filos. Contribuyo a definir las nacionalidades excluidas de la
nacionalidad oficial separando a aquellas comunidades que, por la razón que fuera,
oponían resistencia a la lengua y la ideología oficiales.

Eley

Retos más allá del socialismo, otros frentes de la democracia

La socialdemocracia se convirtió en la principal fuerza de la izquierda en la mayor parte


de Europa entre 1870 y 1914. El ímpetu colectivista de los nuevos partidos socialistas
nació de una experiencia obrera compartida que las críticas al capitalismo como sistema
de desigualdad describieron de manera convincente. Pero igualmente fundamental fue la
hostilidad de los gobiernos europeos a las masas, a las que excluyeron sistemáticamente
de la ciudadanía. El clima político anterior a 1914 requería la postura revolucionaria de
la izquierda. Había una pauta común: partidos únicos que estaban unidos
organizativamente. Pero este modelo solo se instauro de forma inequívoca en el núcleo
socialdemócrata del norte y centro de Europa. Estos primeros partidos socialistas no
fueron los únicos propugnadores de la democracia antes de 1914, y también es necesario
examinar las posibilidades de la izquierda más allá de la socialdemocracia. En primer
lugar, las desavenencias internas de los partidos fueron semilleros de otras ideas. Los
rivales contemporáneos del socialismo también marcaron un espacio para otras
posibilidades: varios anarquismos, sindicalismos revolucionarios, populismos y formas de
radicalismo agrario.

La II internacional y sus divisiones

El 14 de julio de 1889, durante las celebraciones del centenario de la Revolución Francesa,


se celebraron en Paris dos congresos internacionales rivales. Uno de ellos con posibilistas
franceses, sindicalistas británicos y otros moderados. El otro lo organizo el SPD (partido
socialdemócrata alemán) y presento la vertiente marxista de los naciente partidos
socialistas de Europa. El congreso marxista inauguro la II internacional. Los debates
iniciales siguieron los caminos de la I internacional y sirvieron para distanciarse por igual
del anarquismo y de la “democracia burguesa”. Se rechazaron posturas violentas del
anarquismo, pero también la colaboración directa con los reformadores no socialistas.
Hasta el decenio de 1890 los socialistas mantuvieron vivas las esperanzas apocalípticas
y basaron su imagen de la revolución inevitable en experiencias anteriores del siglo XIX,
cuando las crisis sociales generaron rápidos derrumbamientos de la autoridad e
insurrecciones populares. En 1900, los propios partidos socialistas estaban entrando en
la constelación política “burguesa” y ganaban escaños en las elecciones nacionales. Para
los partidos revolucionarios, en consecuencia, las cuestiones de pureza o transigencia,
maximalismo o participación constructiva, revolución o reforma, ensombrecían cada vez
más el orden del día. El primer gran escándalo fue el “asunto Millerand” en Francia.
Millerand ingreso como ministro de comercio al gobierno francés, y a pesar de que llevo
a cabo importantes reformas, no se toleró el hecho de que entro a un gobierno con
Gallifer, el carnicero de la Comuna de 1871, esto polarizo a los socialistas franceses. El
asunto Millerand fue la primera oportunidad de avanzar una etapa ingresando en el
propio gobierno. Había dos posturas, una que sostenía que los socialistas debían utilizar
el Parlamento y las elección y, desde luego, debían defender la república y sus libertades,
pero sin hacerse ilusiones. Los objetivos más amplios de la revolución debían prevalecer
siempre. Por otro lado se veían las cosas de forma más desfavorable, la republica era una
farsa, no podía esperarse ninguna reforma autentica, los republicanos burgueses no eran
mejores que los monárquicos o que la derecha.
El escándalo del “ministerialismo” revelo dos modelos de política socialista. Uno era la
orgullosa defensa del objetivo revolucionario del socialismo (la destrucción del
capitalismo y la construcción de una sociedad diferente), que exigía oposición decidida,
total renuncia a cooperación con partidos “burgueses” y no participación en las
instituciones existente. Karl Kautsky, “padre” del socialismo, era el más célebre
representante de este modelo. El segundo modelo imaginaba un resultado parecido, en
términos difícilmente menos utópicos. Hacia hincapié en la búsqueda ecuménica de
principios y un humanismo ético y democrático y trataba los valores socialistas como el
puente que llevaba a coaliciones mayores, basadas en la democracia y la justicia social.
En 1900 el SPD ya era el partido socialista incomparablemente más fuerte y su programa
de Erfurt era el modelo de partidos socialdemócratas de otros países. Sin embargo, al
aumentar su fuerza parlamentaria, la preservación de su pureza revolucionaria se
convirtió en un problema. Si bien se mantenía orgullosamente apartado de la sociedad
burguesa, después de 1890 el partido se veía absorbido continuamente en el “sistema”
(cooperaba con progresistas ajenos al socialismo, por ejemplo). Bernstein argüía que el
capitalismo había superado su propensión a la crisis. La doctrina marxista de la
pauperización era desmentida por la mejora del nivel de vida. La derrota del revisionismo
inspiro una importante recuperación de la ortodoxia en el SPD que restringió mucho la
formación de coaliciones en el futuro. Kautsky trato este hecho como un juego de suma
cero: la primacía de la lucha de clases impedía cooperar con partidos burgueses y
viceversa.
Las cuestiones relacionadas con el imperialismo y el nacionalismo produjeron
divisiones. Después de algunas vacilaciones, “la política colonial capitalista que debe, por
su naturaleza, dar lugar a la servidumbre, el trabajo forzado y el exterminio de los pueblos
nativos”, fue condenada por el congreso de Stuttgart en 1907. Algunos socialistas se
mostraron a favor, ya que encontraban varios motivos para aceptarlo. Creaba puestos de
trabajo, especialmente en los astilleros, los muelles, las fábricas de armas y las industrias
que dependían del comercio colonial. El aumento de las rivalidades entre las grandes
potencias alimentaba el crecimiento del patriotismo, especialmente por medio de las
situaciones de emergencia nacional y por miedo a una invasión extranjera. El asunto de
eludir la guerra se convirtió en la prueba decisiva de la cohesión de la Internacional. Si se
quería detener la guerra, era necesario inmovilizar los ejércitos, las fábricas de
municiones y los ferrocarriles en todos los países beligerantes, y a partir de 1904 los
llamamiento a una huelga general contra la guerra nunca dejaron de figurar en el orden
del día. Los líderes del SPD se mostraban cada vez más reacios a arriesgar su organización
en enfrentamiento políticos con el Estado, y este conservadurismo burocrático se vio
reforzado por el creciente peso de los sindicatos en el movimiento. Cuando el estallido de
la guerra en agosto de 1914 sumió a la II internacional en el caos, no solo el
antimilitarismo resulto perjudicado, sino también el enfoque clásico de la cuestión
nacional por parte de los socialistas. Los teóricos marxistas creían que una mayor
conciencia de clase permitiría que la identidad nacional de los obreros se extinguiera
gradualmente. Ningún congreso de la II Internacional incluyo la “cuestión nacional” como
tal en el orden del día. La primera guerra mundial cambio todo esto, casi de la noche a la
mañana.

Hernández Sandoica

La expansión de los europeos en el mundo

La expansión europea del siglo XIX, a la que muchos denominaron “nuevo imperialismo”,
es bien distinta de la expansión colonial que se había dado antes, a pesar de los frecuentes
trazos de continuidad. La nueva expansión se asienta no obstante en los espacios y en
los mecanismos originales de la vieja colonización capitalista comercial. Llegan así al
extremo el número de territorios ocupados y se hacen más complejos y potentes los
medios y resortes de la explotación, la intervención social y, no en menor medida, el
control militar de las colonias que integran los imperios. A los viejos imperios del siglo
XVI y XVII se añadieron rápidamente otros que ya no eran tan solo europeos, como EEUU
y Japón. En esta nueva expansión de Europa sobre el mundo cobrara una importancia
decisiva la comunicación. Y sin duda fueron los ingleses los que más cuidaron este factor
fundamental.

Características generales de la expansión europea del siglo XIX

De esa puesta en escena renovada de un intercambio entre sociedades muy distintas,


que es desigual por fuerza, surgirían complejos y muy variados tipos de relaciones mutuas
entre colonizado y colonizador. Al ampliar los colonizadores ele espacio geográfico y las
gentes alcanzadas, se multiplica y acelera la posibilidad de provocar en los no europeos
estímulos sociales y políticos que, una vez desatados, acaban convirtiéndose en espiral
de doble dirección. Al contrario de lo que muchas veces se sostiene aun, no hay
ciertamente ninguna ruptura grave en el continuo proceso colonial posterior a las guerras
desatadas por la Revolución y el Imperio; no se abre, pues, una abismal fractura ni es
posible apreciar un viraje en absoluto entre una fase y otra de la colonización
contemporánea (antes y después de 1873). Es también la etapa que centra en África
muchos de sus esfuerzos. Lo que no hay apenas, durante todo el tiempo, es una
uniformidad política ni administrativa aparente en cuanto a la gestión colonial. Ni
siquiera dentro de un mismo imperio podrá hallarse una relativa homologación en cuanto
al modo de llevar la colonias y su administración.
Una característica de gran importancia de la nueva expansión es que sus fundamentos
teóricos y prácticos no descansan ya en la esclavitud como principal fuerza de trabajo;
no se acomodan necesariamente a la mano de obra esclava como eje o rueda central del
hecho colonial. La abolición es clave fundamental de aquella nueva fase de expansión
europea. La otra clave simétrica es, durante buena parte del siglo al menos, el
librecambio, una doctrina económica nueva impuesta por Gran Bretaña, a la que favorece
especialmente. La tendencia hacia el doble triunfo del librecambio y la abolición se
marcaria claramente a lo largo del siglo. No obstante, fue entonces justamente cuando
se hicieron los mejores negocios con la trata de negros.

La hegemonía británica y las nuevas estrategias de colonización

Son muchos los autores que aseguran que la expansión inglesa de ultramar desborda
extensamente a todas las demás. Las guerras de finales del siglo XVIII introdujeron
elementos de cambio y subversión geoestratégicos que resultaron muy favorables en su
posición como potencia colonial. El siglo XIX le permitiría entonces a Gran Bretaña, a
causa de esa feliz confluencia de sucesos, la construcción de un imperio mayor al que
había poseído. Durante media siglo Gran Bretaña no hubo de preocuparse sino por
controlar la decadencia de los otros imperios. Sin embargo en los últimos 20 años del
siglo XIX otros imperios solidos rivalizaron ya con el de los británicos. Gran Bretaña había
impuesto en Viena (1815) su criterio político y su creciente peso industrial fabril, de modo
que su flota se expandió por todos los mares durante casi un siglo.
Abolición y librecambio irán, entonces, de la mano en la gestión de los asuntos públicos
dependientes de la Corona británica, y pronto se unió a ellas la idea de autonomía, que
abrió un nuevo horizonte en la reanudación de relaciones entre colonizado y colonizador.
Durante la primera mitad del siglo XIX, en la que todos creían ver aquella nueva era
“anticolonialista”, el Reino Unido no deja de incorporar colonias nuevas, a un ritmo tal
que casi no queda año sin incorporación.

La abolición de la trata y la esclavitud

Lo cierto es que, entretanto, la esclavitud seguía. Las ideas de justicia e igualdad entre
los individuos, de autonomía y común derecho ante la vida, el trabajo y las libertades,
entrarían para entonces en pugna sistemática con el uso implacable de la fuerza y el
dominio del superior sobre los inferiores. En el mantenimiento de la esclavitud hasta ese
punto y hora se habían dado cita, como sucedía en Cuba, los intereses específicamente
metropolitanos y el miedo racial, un sentimiento extensamente compartida por la elite
criolla con los peninsulares. Ganarían al fin, en esa lucha a muerte contra el trabajo
esclavo, las ideas más abiertas y nuevas, las más humanos y más atractivas, que iban a
penetrar en espacios y ámbitos no europeos donde la esclavitud había sido hasta allí una
práctica tradicional estable. Hasta hacerse evidente el declive negrero, la razón alegada
para avalar ese “comercio odioso” había sido económica: conseguir costos de bajos bienes
de consumo y en codiciadas materias primas, tan valorados por los europeos que no
sabían ya vivir sin ellos. Productos todos estos con un consumo en alza, cuya expansión
solo podía lograrse manteniendo constante el abastecimiento de la mano de obra más
barata posible. El ritmo y la frecuencia de abolición de la esclavitud se dieron en paralelo
a la imposición coyuntural de otras formas diversas de trabajo vinculado, la mayoría de
las veces no se diferenciaron, en la práctica, del trabajo esclavo.

La definición de los imperios coloniales en el siglo XIX

Así, en torno de la plantación azucarera y de un comercio que permitía grandes


beneficios, volvieron a estructuras y renovarse en el siglo XIX antiguos imperios, como
sucede con el residual español en las Antillas. En otras ocasión, como es el caso del
Mozambique francés, fueron operaciones de valor estratégico para terceros las que
trajeron de la mano la revalorización de los viejos espacios coloniales. Solo en muy pocos
casos, ciertamente, las colonias perdieron interés a ojos de sus metrópolis. El viejo pacto
colonial, de un modo u otro, ira perdiendo peso progresivo frente a las nuevas formas. La
“vieja” y la “nueva” colonización, en sus diversas formas, establecen así un continuo
indivisible, aunque con muchos nudos y bifurcaciones. A través de él se hacen patentes
los nuevos mecanismo de dominio económico, acordes con los distintos grados de
crecimiento industrial y financiero que exhiben sus metrópolis y con las prácticas
comerciales, propias y específicas, que rigen su comercio exterior. El ideario completo del
librecambio había nacido vigoroso y capaz de mostrarse ante la opinión como algo más
que una sencilla regla de intercambio económico. Era un potente conglomerado de ideas
y creencias, toda una “ideología” de fuerza estructurante que empapo de inmediato un
mosaico geográfico de retazos sociales y de fuerzas de cambio dispuesto y decidido a
dejarse penetrar. Sería la atractiva fortaleza del imperio informal, la radiante atracción
del mágico principio de una nueva manera (nacional) de estar presente fuera del país,
como una forma de proyección externa que no causara tanto costo mutuo.

Espacios y escenarios de la expansión colonial a fines de siglo

Es muy arriesgado suponer que, de una manera u otra, las incorporaciones y anexiones
coloniales gozaron siempre del beneplácito de la opinión formada en los países que las
encabezaban. Hubo momentos en los que ciertamente las colonias no fueron populares.
Un antiexpansionsimo de este tenor demuestra, posiblemente, algo mucho más hondo
que la simple dialéctica política del conflicto “exterior-interior”. Desde el punto de vista
de las propias colonias, una parte importante del asunto reside en la aparición de los
nacionalismos, uno de los mecanismos ideológicos más poderosos de movilización
colonial, importado de las propias metrópolis por lo general, y elaborado, sucesivamente,
como una serie de estrategias complejas de adhesión/repulsión ante la presencia y la
cultura del occidental. En el último tercio del siglo XIX es ya imposible separar la cuestión
colonial de la evolución complicada, extremadamente diferenciada y por fuerza prolija,
de la historia de las relaciones internacionales.

Mommsen

Tendencias básicas y fuerzas dominantes de la época Las ideologías políticas

En 1854 Leopold von Ranke definió la pugna de los “principios de la monarquía y de la


soberanía del pueblo” como la tendencia principal de su época, junto a la “enorme
expansión de las fuerzas materiales y el amplio desarrollo de las ciencias naturales”. La
lucha por un orden constitucional y social nuevo dominaba la política europea en el siglo
posterior a la Revolución Francesa. El liberalismo, apoyado por la burguesía ascendente,
dirigía su ataque contra el orden monárquico establecido. Aunque desde el principio esta
ideología política chocó con la enconada resistencia de las clases dominantes y sufrió la
crítica más acerba, tanto a la derecha como a la izquierda, su marcha victoriosa resulto
incontenible, entre otras razones por haberse aliado al moderno concepto de nación. Su
posición era más difícil ante los ataques de los primeros socialistas. El argumento del
liberalismo según el cual “la pobreza es fundamentalmente incurable” resulto
insostenible frente a la crítica socialista. Por más que el socialismo interesara a los
principales espíritus de Europa, de momento se trataba solo de un fantasma y no de un
peligro político real. Lo mismo cabe decir, y con más razón, de la doctrina anarquista
fundamentada teóricamente por primera vez en Bakunin. La democracia liberal
propugnaba la realización de los principios de la soberanía del pueblo y no se contentaba
con la confortable solución del “estado de derecho” y del constitucionalismo. El
liberalismo seguía siendo el único movimiento político con posibilidades de disputar con
éxito a los grupos aristocráticas tradicionales el poder en el Estado. La situación cambió
radicalmente durante los años 80 del siglo XIX. Hacia 1885 se habían impuesto en gran
medida, al menos en Europa occidental y central, los objetivos originales del liberalismo.
Pero en el ascenso de la clase trabajadora se anunciaba una nueva fuerza política, que
vehementemente ponía en tela de juicio la misión “natural” de la burguesía a la cabeza
del Estado y de la sociedad. La debilitación del empuje liberal en los últimos decenios
anteriores a 1914 se hizo patente en todos los países europeos. En Francia, el liberalismo
sucumbió al triunfar. Los principios liberales esenciales habían sido realizados con la
creación y la defensa eficaz de la Tercera República. Este proceso de desintegración del
liberalismo se refleja con mayor claridad aun en Italia. Después de la victoria absoluta
del constitucionalismo liberal, surgió un sistema parlamentario de marcado carácter
oligárquico. El desarrollo del liberalismo en Europa oriental y en Rusia fue todavía más
desfavorable. El hecho de que hacia 1890 su rival histórico, el conservadurismo, se viera
empujado también a posiciones defensivas constituía una débil satisfacción para el
liberalismo europeo. Indudablemente, las fuerzas conservadoras aun ocupaban
importantes posiciones de poder en la mayoría de los Estados.
La fuerza tremenda del nuevo nacionalismo desde 1870 se preparaba para transformar
la estructura política de Europa. El Estado desea poder, se abomina la existencia del
marco de un pequeño Estado como si fuera una vergüenza, se quiere pertenecer a una
unidad grande y esto significa claramente que el primer objetivo es el poder, la cultura
es en el mejor de los casos solo un objeto secundario. Estas palabras refieren al recién
fundando Reich alemán. Este es un imperialismo nacionalista, que hay que distinguir
claramente del colonialismo europeo de siglos anteriores. Ya no se trataba de adquirir
territorios en ultramar para la explotación económica o para la colonización, sino de la
expansión o apropiación de territorios ultramarinos con la intención declarada de
abandonar el propio “status” de potencia europea para pasar a ser una gran potencia
mundial. Aunque interpretemos el imperialismo de la época entre 1885 y 1914 como una
forma extrema del pensamiento nacionalista, no negaremos que también intervinieron
en su expansión otros factores de importancia. Sin embargo, en cuanto al aspecto
económico, el análisis frio demostraba que los nuevos territorios no producían de
momento resultados económicos positivos. Las premisas de la teoría del imperialismo de
Hobson se basaban en la situación económica inglesa de su época. Solo la mitad
aproximada del capital británico fluía, es decir, la realidad económica contradecía a la
teoría económica del imperialismo. A pesar de todo, los motivos económicos
contribuyeron a la exacerbación de las pasiones imperialistas de la época, únicamente en
la medida en que iban unidas a expectativas y ambiciones políticas de matiz nacionalista.
Solo en la encrucijada de las rivalidades nacionalistas, el capitalismo moderno empezó a
desarrollar rasgos imperialistas. Las causas fundamentales del imperialismo se hallan
precisamente en el nacionalismo. Este nuevo imperialismo militante encontró apoyo en
los social darwinistas que trasladaron la doctrina de la “lucha por la existencia” a la vida
de las naciones.

Melón, Acuña, Bazán

La comuna de parís: entre lo extraordinario


y el mito ¿Qué fue la comuna de Paris?

Una efímera experiencia de gobierno directo protagonizada por parte de la población


francés de Paris de 1871, instaurada en el marco de la derrota nacional francesa frente a
las tropas prusianas, y finalizada con una cruenta represión, según los hechos.

De 1848 a 1871. El contexto de las revoluciones del siglo XIX

Luego de la caída de Napoleón en 1815, diferentes movimientos que se expresaron en


distintas “oleadas revolucionarias” señalaron las apetencias de modernización política de
participantes y epígonos de la gran revolución y la existencia de problemas nacionales
no resueltos. También la conflictividad social implícita en la rápida y contemporánea
consolidación del sistema capitalista. A pesar de las políticas tendientes a restablecer el
“orden” del Antiguo Régimen, los cambios introducidos, consolidados y proyectados desde
la Revolución Francesa eran irreversibles. Dicho conflicto se expresó en las calles de la
ciudad revolucionaria en 1848 y 1871. Los acontecimientos de 1848 se enmarcan en un
proceso más general. Formaron parte de un ciclo revolucionario desencadenado por la
“doble revolución” del siglo XIX, el cual se manifestó en tres series de acontecimientos.
La primera entre 1820 y 1824, con epicentro en el Mediterráneo, tuvo el tono de la
extensión de las perspectivas liberales. La segunda, entre 1829 y 1834, afecto a toda
Europa y provoco la derrota definitiva del poder aristocrático por el burgués, pero
también la aparición en escena de la clase trabajadora como fuerza independiente. La
tercera fue la más importante, ya que los movimientos revolucionarios de 1848 que se
manifestaron en casi toda Europa occidental constituyeron una forma particular de
conducta colectiva en la que participaron diversos actores, aunque el elemento
catalizador fue el orden público. En 1830 el levantamiento popular del pueblo e Paris había
provocado la huida del que fuera el último rey Borbón, Carlos X, lo que redundo en la
coronación de Luis Felipe de Orleans, cuyos poderes estaban limitados por una asamblea.
La monarquía constitucional de Luis Felipe se basó en la fuerza del liberalismo moderado
francés. El sistema político que erigía la asamblea era fuertemente censitario. El régimen
del llamado “rey burgués” establecido en junio de 1830 no estuvo exento de conflictos.
Radicales y demócratas, opuestos al régimen de Luis Felipe, organizaron desde julio a
diciembre de 1847 una campaña de reuniones públicas (banquetes) convocadas para
proclamar la libertad de opinión y reunión, además de la exigencia de ampliación del
sufragio.
Para el 24 de febrero había estallado la revolución en la capital francesa, rápidamente
se constituyó un gobierno provisional que expreso la coalición de la burguesía con los
trabajadores urbanos. El nuevo régimen no satisfizo los reclamos de estos últimos, que
continuaron movilizados hasta que finalmente se enfrentaron al Estado y fueron
brutalmente reprimidos. La II república establecida en 1848 implico el establecimiento
del voto universal masculino, y el resultado de su puesta en práctica descoloco a los
grupos urbanos radicalizados. El disciplinamiento social se logró mediante la ejecución,
detención o deportación de los movilizados y fue un importante factor de la consolidación
de la burguesía en el gobierno. En el contexto de una relación de fuerzas francamente
desfavorable a los trabajadores urbanos derrotados, se redactó un proyecto de
constitución que otorgaba el poder ejecutivo a un presidente elegido por voto directo. El
elegido fue Luis Napoleón, sobrino de Napoleón Bonaparte. En 1851, con la intención de
lograr perpetuarse en el poder, se proclamó emperador con el apoyo del ejército. El
segundo imperio implico el fin de la II República, y se caracterizó por un estilo de gobierno
autoritario aunque atento a la sensibilidad popular, conservador pero modernista, e
intervencionista en política exterior.

La derrota militar y la comuna de Paris


El talón de Aquiles del régimen bonapartista fue el de la lógica militar. En pleno proceso
de unificación alemana el pensamiento estratégico del canciller Otto Von Bismarck
propicio la conferencia de Londres, que en 1867 se reunió para tratar sobre las demandas
francesas sobre Luxemburgo. El ducado quedo bajo jurisdicción holandesa. Napoleón II se
alió a Austria, En 1868 una revolución en España derroca a Isabel II y se especulara con
el ofrecimiento del trono al príncipe alemán Leopoldo de Hohenzollern. Francia se sintió
amenazada, se multiplicaron las presiones al emperador Guillermo I por parte de los
bonapartistas más nacionalistas. La guerra se inició el 19 de julio de 1870, luego de que
Francia declarara la guerra a Prusia a raíz de los humillantes trascendidos que Bismarck
diera a conocer a la prensa. La guerra comenzó con un canciller confiado en la fuera
prusiana y con un Imperio francés peor preparado militarmente y carente de aliados
firmes. La proclamación formal del imperio el 18 de enero de 1871 culmino el trabajoso
proceso de unificación alemana. La ofensiva alemana provoco la capitulación de Francia
en la batallada de Sedan, el 1 de septiembre de 1870, cuando cerca de 100.000 franceses
fueron hechos prisioneros y Napoleón III capturado dando por finalizada la etapa del II
imperio francés e inaugurando la época de la III República.

La comuna

La asamblea nacional nombro al republicano conservador Adolphe Thiers como jefe del
poder ejecutivo con sede en Versalles. El tratado de paz de Versalles establecía que
Francia debía ceder a Alemania los territorio de Alsacia y Lorena y pagar cinco mil
millones de francos como indemnización. Una nutrida cantidad de manifestantes se
dirigió al Hotel de Ville y procedió a proclamar un gobierno revolucionario a la cabeza del
cual se encontraba Gambetta. En los días siguientes fue organizado un ejército que
contaba con unos 600.000 hombres cuyo primer objetivo era detener el avance alemán
hacia parís. Las medidas tendientes a desarmar al pueblo constituido en Guardia
Nacional, encendieron la llama y provocaron una insurrección popular en Paris, en marzo
de 1871, lo que obligo a Thiers a huir a Versalles desde donde intento seguir ejerciendo su
mandato. Dicho contexto (gobierno provisional) es el prólogo de las memorables jornadas
de lucha callejera del 17 y 18 de marzo, que establecieron un gobierno revolucionario en
la capital del país. Fue entonces el Comité Central de la Guardia Nacional el que convoco
a las elección comunales que se sustanciaron inmediatamente, y fue el gobierno de este
consejo comunal el que termino siendo conocido como La Comuna de Paris. Si tuviéramos
que simplificar la composición del Consejo General de la Comuna podríamos hablar de dos
tendencias políticas: los que sostenían ideas democráticas y socialistas y un sector
jacobino que planteaba retomar el camino del comité de Salud Pública.
La historiografía militante de la izquierda francesa, al hacer de la experiencia de Paris
un acontecimiento fundacional en la historia del movimiento obrero, interpretando a la
Comuna como la primera tentativa de organización de un gobierno proletario y su derrota
como un episodio de la lucha de clases ha olvidado frecuentemente que no solo el campo
fue reacio a adoptar las consignas y modos políticos de la ciudad revolucionaria, sino que
varias comunas de las provincias tuvieron una entidad diferenciada de la ciudad
revolucionaria y sitiada. Jaques Rougerie, quien considero que la Comuna de 1871 era
heredera directa de las tradiciones de la gran Revolución Francesa de 1789 y de las
revoluciones urbanas de 1830 y 1848, y que de ningún modo podía ser entendida como la
“primera” revolución proletaria.

Organización del gobierno revolucionario

En el manifiesto de la Comuna de abril de 1871, se establecía un proyecto de gobierno


basado en una federación de comunas cada una de ellas libres y autónomas. La abolición
de los privilegios de los funcionarios del Estado y la reducción de sus sueldos al nivel del
salario de un obrero, así como la reducción de la jornada laboral a diez horas fueron
algunas de las medidas. A más largo plazo estaba terminar con el poder de la Iglesia. EL
poder judicial debía estar formado por funcionarios elegidos soberanamente y cuyo
mandato fuera revocable. En ese contexto, acosado a la vez por el gobierno de Versalles
y por las tropas alemanas, aun en territorio francés, la comuna quedo pronto aislada en
Paris. A partir del 2 de abril de 1871 y por un lapso de seis semanas, los bombardeos de la
ciudad fueron constantes, al punto que el centro de la capital francés quedo
prácticamente destruido. La Comuna hija de la guerra y del sitio de la ciudad se
desenvolvió durante sus pocos dos meses de vida, en una situación de guerra permanente
que enfrento a la desesperada defensa por parte de los communards de Paris frente a la
represión desatada desde Versalles. En palabras de Eric Hobsbawm, se trataba además de
la venganza del “pueblo respetable”, lo cual implicaba un resultado concreto, el abismo
de sangre entre los trabajadores de Paris y los represores, y una lección para los
revolucionarios sociales, que en adelante sabrían lo que les aguardaba si no conseguían
mantener el poder. La comuna fue una experiencia que por 72 días se constituyó en el
más importante acontecimiento revolucionario del siglo XIX, adopto nada menos que la
bandera roja de la I internacional y su himno.

La comuna en el pensamiento y la teoría socialista

Tanto la guerra franco-prusiana como su derivación insurreccional, La Comuna, fueron


duras pruebas para la Primera Internacional (AIT). Aunque la guerra fue siempre, para el
internacionalismo socialista, uno de los principales problemas a sortear, no puede decirse
que ella o su derivación, la Comuna, hayan sido el factor determinante de la decadencia
y disolución de la Asociación. Tres decenas de miembros del consejo de la Comuna
militaban en la Asociación, pero sus cargos y funciones fueron secundarias, amén de no
existir unidad de criterio político entre ellos. En cuanto al Consejo General de la AIT, hay
que decir que pese a las declaraciones en favor de la Comuna, de ningún modo alentó la
revuelta del 18 de marzo.

Conclusiones
La breve experiencia que gobernó parís del 18 de marzo al 28 de mayo de 1871, conocida
para la historia como La Comuna de Paris fue, desde el punto de vista factico, mucho
menos que lo que su lectura e interpretación sugieren. Marx la considero un ensayo
defectuosamente materializado de los ideales socialistas. La experiencia de la Comuna
ilustra el abismo que suele imponer el examen de un hecho con relación al significado
atribuido, pero que el historiador, o el observador de la evolución de la sociedad y de la
política, deben entender a ambos niveles. La Comuna de Paris de 1871 fue mucho más
que la formalidad de una autoridad municipal que ejerció el poder en esa ciudad durante
los dos primeros meses de la primavera de 1871.

Hobson

Imperialismo

Los tres congéneres más próximos al imperialismo son: el nacionalismo, el


internacionalismo y el colonialismo. La lucha en favor de los ideales nacionalistas fue un
factor dominante durante el siglo XIX. Las reivindicaciones nacionalistas fueron a veces
una fuerza separatista y desintegradora (Imperio Otomano). El nacionalismo fue otras
veces una fuerza unificadora y centralizadora que tendió a ensanchar los límites de la
nacionalidad (Italia). En general, lo que hizo el nacionalismo fue juntar, en grandes y
fuertes núcleos nacionales, a Estados y provincias relacionados por vínculos más bien
débiles. El periodo de mediados del siglo se caracteriza especialmente por una serie de
resurgimientos netamente “nacionalistas”. Al concluir el tercer cuarto del siglo, Europa
se encontraba organizada de modo relativamente satisfactorio en grandes Estados
nacionales o federaciones de Estados. Las pasiones nacionalistas y las formas dinásticas
que ellas contribuyeron a moldear y animar son, en gran parte, atribuibles a la persistente
y enconada resistencia que ciertos pueblos se vieron obligados a mantener frente a los
designios imperiales de Napoleón.
Cuando el colonialismo consiste en la migración de parte de los miembros de una nación
a tierras extranjeras vacías o escasamente pobladas, puede considerárselo como una
legitima expansión de la nacionalidad, como una ampliación territorial de la raza, la
lengua y las instituciones de la nación. En su acepción optima, el colonialismo es como
un rebosamiento natural de la nacionalidad. La novedad del imperialismo reciente reside
fundamentalmente en su adopción por diversas naciones. La existencia de varios imperios
en competencia es algo esencialmente moderno.

Marx “La lucha de clases en Francia”

La que dominó bajo Luís Felipe no fue la burguesía francesa sino una fracción de ella: los
banqueros, los reyes de la Bolsa, los reyes de los ferrocarriles, los propietarios de minas
de carbón y de hierro y de explotaciones forestales y una parte de la propiedad territorial
aliada a ellos: la llamada aristocracia financiera. Ella ocupaba el trono, dictaba leyes en
las Cámaras y adjudicaba los cargos públicos, desde los ministerios hasta los estancos.
La burguesía industrial propiamente dicha constituía una parte de la oposición oficial, es
decir, sólo estaba representada en las Cámaras como una minoría. Su oposición se
manifestaba más decididamente a medida que se destacaba más el absolutismo de la
aristocracia financiera y a medida que la propia burguesía industrial creía tener
asegurada su dominación sobre la clase obrera, después de las revueltas de 1832, 1834 y
1839, ahogadas en sangre.
La pequeña burguesía en todas sus gradaciones, al igual que la clase campesina, había
quedado completamente excluida del poder político. Finalmente, en el campo de la
oposición oficial o completamente al margen del pays légal se encontraban los
representantes y portavoces ideológicos de las citadas clases, sus sabios, sus abogados,
sus médicos, etc.; en una palabra, sus llamados «talentos».
Su penuria financiera colocaba de antemano la monarquía de Julio [25] bajo la
dependencia de la alta burguesía, y su dependencia de la alta burguesía convertíase a su
vez en fuente inagotable de una creciente penuria financiera. Imposible supeditar la
administración del Estado al interés de la producción nacional sin restablecer el equilibrio
del presupuesto, el equilibrio entre los gastos y los ingresos del Estado.
A mayor abundamiento, el incremento de la deuda pública interesaba directamente a la
fracción burguesa que gobernaba y legislaba a través de las Cámaras. El déficit del Estado
era precisamente el verdadero objeto de sus especulaciones y la fuente principal de su
enriquecimiento. Cada año, un nuevo déficit. Cada cuatro o cinco años, un nuevo
empréstito. Y cada nuevo empréstito brindaba a la aristocracia financiera una nueva
ocasión de estafar a un Estado mantenido artificialmente al borde de la bancarrota; éste
no tenía más remedio que contratar con los banqueros en las condiciones más
desfavorables. Cada nuevo empréstito daba una nueva ocasión para saquear al público
que colocaba sus capitales en valores del Estado, mediante operaciones de Bolsa en cuyos
secretos estaban iniciados el Gobierno y la mayoría de la Cámara. En general, la
inestabilidad del crédito del Estado y la posesión de los secretos de éste daban a los
banqueros y a sus asociados en las Cámaras y en el trono la posibilidad de provocar
oscilaciones extraordinarias y súbitas en la cotización de los valores del Estado, cuyo
resultado tenía que ser siempre, necesariamente, la ruina de una masa de pequeños
capitalistas y el enriquecimiento fabulosamente rápido de los grandes especuladores.
Al igual que los gastos públicos en general y los empréstitos del Estado, la clase
dominante explotaba la construcción de ferrocarriles. Las Cámaras echaban las cargas
principales sobre las espaldas del Estado y aseguraban los frutos de oro a la aristocracia
financiera especuladora. Se recordará el escándalo que se produjo en la Cámara de los
Diputados cuando se descubrió accidentalmente que todos los miembros de la mayoría,
incluyendo una parte de los ministros, se hallaban interesados como accionistas en las
mismas obras de construcción de ferrocarriles que luego, como legisladores, hacían
ejecutar a costa del Estado. En cambio, las más pequeñas reformas financieras se
estrellaban contra la influencia de los banqueros. Por ejemplo, la reforma postal. La
derrota de junio de 1848 .Después de la revolución de Julio [22], cuando el banquero liberal
Laffitte acompañó en triunfo al Hôtel de Ville [*] a su compadre [*]*, el duque de Orleáns
[23], dejó caer estas palabras: «Desde ahora, dominarán los banqueros». Laffitte había
traicionado el secreto de la revolución. La que dominó bajo Luis Felipe no fue la burguesía
francesa sino una fracción de ella: los banqueros, los reyes de la Bolsa, los reyes de los
ferrocarriles, los propietarios de minas de carbón y de hierro y de explotaciones forestales
y una parte de la propiedad territorial aliada a ellos: la llamada aristocracia financiera.
Ella ocupaba el trono, dictaba leyes en las Cámaras y adjudicaba los cargos públicos,
desde los ministerios hasta los estancos.
La burguesía industrial propiamente dicha constituía una parte de la oposición oficial, es
decir, sólo estaba representada en las Cámaras como una minoría. Su oposición se
manifestaba más decididamente a medida que se destacaba más el absolutismo de la
aristocracia financiera y a medida que la propia burguesía industrial creía tener
asegurada su dominación sobre la clase obrera, después de las revueltas de 1832, 1834 y
1839 [24], ahogadas en sangre. Grandin, fabricante de Ruán, que tanto en la Asamblea
Nacional Constituyente, como en la Legislativa había sido el portavoz más fanático de la
reacción burguesa, era en la Cámara de los Diputados el adversario más violento de
Guizot. León Faucher, conocido más tarde por sus esfuerzos impotentes por llegar a ser
un Guizot de la contrarrevolución francesa, sostuvo en los últimos tiempos de Luis Felipe
una guerra con la pluma a favor de la industria, contra la especulación y su caudatario,
el Gobierno. Bastiat desplegaba una gran agitación en contra del sistema imperante, en
nombre de Burdeos y de toda la Francia vinícola.
La pequeña burguesía en todas sus gradaciones, al igual que la clase campesina, había
quedado completamente excluida del poder político. Finalmente, en el campo de la
oposición oficial o completamente al margen del pays légal [*] se encontraban los
representantes y portavoces ideológicos de las citadas clases, sus sabios, sus abogados,
sus médicos, etc.; en una palabra, sus llamados «talentos».
Su penuria financiera colocaba de antemano la monarquía de Julio [25] bajo la
dependencia de la alta burguesía, y su dependencia de la alta burguesía convertíase a su
vez en fuente inagotable de una creciente penuria financiera. Imposible supeditar la
administración del Estado al interés de la producción nacional sin restablecer el equilibrio
del presupuesto, el equilibrio entre los gastos y los ingresos del Estado. ¿Y cómo
restablecer este equilibrio sin restringir los gastos públicos, es decir, sin herir intereses
que eran otros tantos puntales del sistema dominante y sin someter a una nueva
regulación el reparto de impuestos, es decir, sin transferir una parte importante de las
cargas públicas a los hombros de la alta burguesía?
A mayor abundamiento, el incremento de la deuda pública interesaba directamente a la
fracción burguesa que gobernaba y legislaba a través de las Cámaras. El déficit del Estado
era precisamente el verdadero objeto de sus especulaciones y la fuente principal de su
enriquecimiento. Cada año, un nuevo déficit. Cada cuatro o cinco años, un nuevo
empréstito. Y cada nuevo empréstito brindaba a la aristocracia financiera una nueva
ocasión de estafar a un Estado mantenido artificialmente al borde de la bancarrota; éste
no tenía más remedio que contratar con los banqueros en las condiciones más
desfavorables. Cada nuevo empréstito daba una nueva ocasión para saquear al público
que colocaba sus capitales en valores del Estado, mediante operaciones de Bolsa en cuyos
secretos estaban iniciados el Gobierno y la mayoría de la Cámara.
Al igual que los gastos públicos en general y los empréstitos del Estado, la clase
dominante explotaba la construcción de ferrocarriles. Las Cámaras echaban las cargas
principales sobre las espaldas del Estado y aseguraban los frutos de oro a la aristocracia
financiera especuladora. Se recordará el escándalo que se produjo en la Cámara de los
Diputados cuando se descubrió accidentalmente que todos los miembros de la mayoría,
incluyendo una parte de los ministros, se hallaban interesados como accionistas en las
mismas obras de construcción de ferrocarriles que luego, como legisladores, hacían
ejecutar a costa del Estado.
En cambio, las más pequeñas reformas financieras se estrellaban contra la influencia de
los banqueros. Por ejemplo, la reforma postal. Rothschild protestó. ¿Tenía el Estado
derecho a disminuir fuentes de ingresos con las que tenía que pagar los intereses de su
deuda, cada vez mayor?
La monarquía de Julio no era más que una sociedad por acciones para la explotación de
la riqueza nacional de Francia, cuyos dividendos se repartían entre los ministros, las
Cámaras, 240.000 electores y su séquito. Luis Felipe era el director de esta sociedad, un
Roberto Macaire en el trono. El comercio, la industria, la agricultura, la navegación, los
intereses de la burguesía industrial, tenían que sufrir constantemente riesgo, y quebranto
bajo este sistema. Y la burguesía industrial, en las jornadas de Julio, había inscrito en su
bandera: gouvernement à bon marché, un gobierno barato. Mientras la aristocracia
financiera hacía las leyes, regentaba la administración del Estado, disponía de todos los
poderes públicos organizados y dominaba a la opinión pública mediante la situación de
hecho y mediante la prensa, se repetía en todas las esferas, desde la corte hasta el café
borgne [*], la misma prostitución, el mismo fraude descarado, el mismo afán por
enriquecerse, no mediante la producción, sino mediante el escamoteo de la riqueza ajena
ya creada. Y señaladamente en las cumbres de la sociedad burguesa se propagó el
desenfreno por la satisfacción de los apetitos más malsanos y desordenados, que a cada
paso chocaban con las mismas leyes de la burguesía; desenfreno en el que, por ley natural,
va a buscar su satisfacción la riqueza procedente del juego, desenfreno por el que el
placer se convierte en crápula y en el que confluyen el dinero, el lodo y la sangre. Cuando
en 1847, en las tribunas más altas de la sociedad burguesa, se presentaban públicamente
los mismos cuadros que por lo general llevan al Lupe proletariado y a los prostíbulos, a
los asilos y a los manicomios, ante los jueces, al presidio y al patíbulo. La burguesía
industrial veía sus intereses en peligro; la pequeña burguesía estaba moralmente
indignada; la imaginación popular se sublevaba. Si París, en virtud de la centralización
política, domina a Francia, los obreros, en los momentos de sacudidas revolucionarias,
dominan a París. El primer acto del Gobierno provisional al nacer fue el intento de
substraerse a esta influencia arrolladora, apelando del París embriagado a la serena
Francia. Lamartine discutía a los luchadores de las barricadas el derecho a proclamar la
República, alegando que esto sólo podía hacerlo la mayoría de los franceses, había que
esperar a que éstos votasen, y el proletariado de París no debía manchar su victoria con
una usurpación. La burguesía sólo consiente al proletariado una usurpación: la de la
lucha.
Hacia el mediodía del 25 de febrero, la República no estaba todavía proclamada, pero, en
cambio, todos los ministerios estaban ya repartidos entre los elementos burgueses del
Gobierno provisional y entre los generales, abogados y banqueros del "National". Pero los
obreros estaban decididos a no tolerar esta vez otro escamoteo como el de julio de 1830.
Estaban dispuestos a afrontar de nuevo la lucha y a imponer la República por la fuerza
de las armas. Con la proclamación de la República sobre la base del sufragio universal,
se había cancelado hasta el recuerdo de los fines y móviles limitados que habían
empujado a la burguesía a la revolución de Febrero. En vez de unas cuantas fracciones
de la burguesía, todas las clases de la sociedad francesa se vieron de pronto lanzadas al
ruedo del poder político, obligadas a abandonar los palcos, el patio de butacas y la galería
y a actuar personalmente en la escena revolucionaria. Con la monarquía constitucional,
había desaparecido también toda apariencia de un poder estatal independiente de la
sociedad burguesa y toda la serie de luchas derivadas que el mantenimiento de esta
apariencia provoca. El proletariado, al dictar la República al Gobierno provisional y, a
través del Gobierno provisional, a toda Francia, apareció inmediatamente en primer plano
como partido independiente, pero, al mismo tiempo, lanzó un desafío a toda la Francia
burguesa. Lo que el proletariado conquistaba era el terreno para luchar por su
emancipación revolucionaria, pero no, ni mucho menos, esta emancipación misma.
Lejos de ello, la República de Febrero, tenía, antes que nada, que completar la dominación
de la burguesía, incorporando a la esfera del poder político, junto a la aristocracia
financiera, a todas las clases poseedoras.
Una clase en que se concentran los intereses revolucionarios de la sociedad encuentra
inmediatamente en su propia situación, tan pronto como se levanta, el contenido y el
material para su actuación revolucionaria: abatir enemigos, tomar las medidas que
dictan las necesidades de la lucha. Las consecuencias de sus propios hechos la empujan
hacia adelante. No abre ninguna investigación teórica sobre su propia misión. La clase
obrera francesa no había llegado aún a esto; era todavía incapaz de llevar a cabo su
propia revolución.
El desarrollo del proletariado industrial está condicionado, en general, por el desarrollo
de la burguesía industrial. Bajo la dominación de ésta, adquiere aquél una existencia en
escala nacional que puede elevar su revolución a revolución nacional; crea los medios
modernos de producción, que han de convertirse en otros tantos medios para su
emancipación revolucionaria. La dominación de aquélla es la que arranca las raíces
materiales de la sociedad feudal y allana el terreno, sin el cual no es posible una
revolución proletaria. La industria francesa está más desarrollada y la burguesía francesa
es más revolucionaria que la del resto del continente. Los obreros franceses no podían
dar un paso adelante, no podían tocar ni un pelo del orden burgués, mientras la marcha
de la revolución no sublevase contra este orden, contra la dominación del capital, a la
masa de la nación —campesinos y pequeños burgueses— que se interponía entre el
proletariado y la burguesía; mientras no la obligase a unirse a los proletarios como a su
vanguardia. a república no encontró ninguna resistencia, ni de fuera ni de dentro. Y esto
la desarmó. Su misión no consistía ya en transformar revolucionariamente el mundo;
consistía solamente en adaptarse a las condiciones de la sociedad burguesa. Las medidas
financieras del Gobierno provisional testimonian con más elocuencia que nada con qué
fanatismo acometió esta misión.
El crédito público y el crédito privado estaban, naturalmente, quebrantados. El crédito
público descansa en la confianza de que el Estado se deja explotar por los usureros de las
finanzas. Pero el viejo Estado había desaparecido y la revolución iba dirigida, ante todo,
contra la aristocracia financiera. Las sacudidas de la última crisis comercial europea aún
no habían cesado. Todavía se producía una bancarrota tras otra. (Lamartine buscar y
corregir cuando lo use separado) *) Crísis general del comercio y de la Industria en
Inglaterra, enfermedad de la papa y malas cosechas, quiebre de los bancos provinciales y
cierres de fábricas → Necesidad de imponer una República. Disposición de algunos
sectores a realizar de nuevo el combate o imponer por la fuerza de las armas→ Reclamos
en Francia : “libertad, igualdad y fraternidad” imponiendo la república al gobierno
provisorio, a toda Francia, el proletariado se consolidaba en primer plano en tanto que
era un partido político independiente. La República hizo aparecer la dominación burguesa
detrás de la cual aparecería el Capital. 1) Libertad e igualdad 2) Ilustración y liberalismo
→ central para el mundo contemporáneo.

Ernst Renan “¿Qué es una Nación?”

El autor menciona que durante la guerra Franco-Prusiana en 1870, los Estados eran
diferentes unos de otros por la fusión de los pueblos que lo componían. La Nación
moderna, es el resultado por su parte de lo producido por una serie de hechos que
convergen en igual sentido. La Nación, mencionará Renan, que es una desembocadura de
un largo pasado de esfuerzos, sacrificios y abnegaciones. La Nación como una gran
solaridad la cual se constituye por el sentimiento de sacrificios que se han hecho y que
se disponen hacer, supone un pasado en el presente por un hecho tangible: el
consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida común.
La civilización moderna ha sido victima del equívoca funesto de estas palabras: Nación,
nacionalidad, raza, deseen que se recuerden. El derecho de los pueblos a decidir su suerte
es la única solución que pueden soñar los sabios para las dificultades de la presente hora,
lo cual tanto vale como decir que no tienen ninguna probabilidad de ser adoptada.
Estado: diferentes unos de otros por la fusión de los pueblos que lo componen.
Nación Moderna: resultado producido por una serie de hechos que convergen en igual
sentido.
La Nación: como individuo es la desembocadura de un largo pasado de esfuerzos, de
sacrificios y de abnegaciones. Una Nación es una gran solaridad constituida por el
sentimiento de los sacrificios que se han hecho y de los que aún se está dispuesto a hacer.
Supone un pasado, sin embargo, en el presente resume por un hecho tangible: el
consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida común. La existencia
de una Nación es en plebiscito de todos los días como la existencia del individuo es una
afirmación perpetua de vida.
HIPÓTESIS DEL AUTOR: Una Nación es un alma, un principio espiritual. Dos cosas que en
verdad hacen un, constituyen esta alma o principio espiritual. Una está en el pasado,
otra en el presente. Una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; otra es
el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de distinguir haciendo valer
la herencia que se ha recibido indivisa, El hombre, no se improvisa.

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