Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Varela, Eduardo A.
Cuentos mortales / Varela, Eduardo A. 1ª edición
Ciudad Autónoma de Buenos Aires Qeja ediciones, 2019
152 páginas 17 x 13 cm
ISBN 9789874970015
1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos Clásicos. I. Martín, Leticia, ed. II. Título. CDD A863
Qeja ediciones
Acuña de Figueroa 156 PB B (1180) Buenos Aires
Tel: 054 11 58676451
contacto@qejaedicones.com
/qeja ediciones @qejaediciones
www.qejaediciones.com
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 / Derechos reservados / Prohibida su reproducción parcial o
total.
Impreso en Argentina
Cuentos mortales
Eduardo A. Varela
Prólogo borgeano
EAV
Quién mató a Caravaggio
El viento iba y venía y las hojas del plátano respondían con pereza a
ese vaivén caprichoso. Las ramas se plegaban en un movimiento que
en las más largas tenía algo de plasticidad humana, como de bailarina
elongando antes de la actuación, y las hacía tocarse unas a otras, a
veces con delicadeza, a veces con solapada violencia. El espectáculo
tenía una belleza mansa pero demandante, casi hipnótica. Empezó a
sentir calambres en el muslo derecho y juzgó que era oportuno
levantarse. Además, el agua había perdido la temperatura adecuada y
la yerba el sabor. Era hora de cambiar ambos. De todos modos estimó
que, una vez concluidas esas tareas, es decir, calentada el agua y
cambiada la yerba, volvería a sentarse frente a la ventana para seguir
disfrutando el espectáculo del viento en las hojas del plátano, por lo
menos hasta que oscureciera.
Mientras esperaba que el agua en la pava empezara a crepitar,
lo volvió a abordar esa sensación que había tenido un rato antes
(¿cuánto antes -pensó- unos minutos, unas horas?), en el sillón,
mirando las hojas del plátano, esa sensación de incómoda plenitud.
Trató de racionalizarla, de ponerla en palabras. Era difícil porque él
no era bueno con las palabras. Quién sabe por qué carencias le
costaban las palabras; expresar sus ideas, sensaciones, sentimientos
con ese caprichoso instrumento le resultaba un ejercicio agotador
cuyo resultado era inevitablemente poco satisfactorio: terminaba
siempre con la impresión de no haber podido transmitir con la
necesaria claridad lo que quería. Sin embargo, no tardó en advertir
que, esta vez, no era tan difícil. Lo que pasaba era que se había dado
cuenta de que sabía muchas cosas, muchas, tantas que,
probablemente, se acercaban a la universalidad: probablemente lo
sabía todo.
Ya de vuelta en el sillón, con el termo apoyado en la mesita al
costado y saboreando la densa amargura del primer mate, un poco
fastidiado porque le parecía que el viento no soplaba con la misma
fuerza que hacía un rato, la sorpresa que le causó aquel
descubrimiento fue cediendo. Después de todo, pensó, no era tan
extraño que lo supiera todo, había vivido muchos años, demasiados
quizás. Además, había tenido una vida intensa. No era que él fuera
James Bond y hubiera sobrevivido a fantásticas aventuras,
enfrentando terribles enemigos y amando bellísimas mujeres en
lugares exóticos. Había tenido una vida normal, había recorrido todas
sus etapas cumpliendo al pie de la letra los rituales y las prendas que
se espera de uno, por lo menos en el lugar y el tiempo que le tocó
vivir. Una vida normal, sin vicisitudes extremas. Pero, eso sí, él
siempre se había aplicado en aprovechar cada uno de esos momentos,
en llenarlos tanto como fuera posible, extremando esfuerzos por
alcanzar los límites que cada situación le proponía. Nada heroico,
pero, especulaba, esa inquietud por ocupar todos los espacios que esa
vida normal, sin traumas ni apremios, le había ofrecido, podría ser la
causa de la tremenda sabiduría que había adquirido.
Otra razón que podría contribuir a tanto conocimiento era la
proximidad de la muerte. El trataba de pensar en ello lo menos
posible, pero era evidente que la muerte estaba revoloteando por allí,
en esa habitación, en ese departamentito de dos ambientes, y que no
tardaría mucho en posarse en su gastado cuerpo. La extrema vecindad
de la muerte, juzgó, daba a las cosas un relieve y una densidad distinta
a la habitual. Podría decirse que solo ahora, cuando había vivido tanto
que ya la vida se le estaba agotando, las cosas asumían su verdadera
entidad y, entonces, eran más accesibles, las aprendía sin esfuerzo, el
sujeto no tenía necesidad de ir al objeto sino que este, las cosas,
venían a él con docilidad de manos amantes y se le ofrecían
generosas.
En fin, fuera como fuese, lo cierto es que lo sabía todo, nada le
era desconocido ni ajeno. Todo entraba en él, era él, pero él a su vez
conservaba la capacidad de ver todas esas cosas que en su conjunto
eran todo, separadas y conjugadas, quietas y en movimiento, en la luz
y en la sombra. Lo sabía todo.
Ya había oscurecido al punto que no se veían las hojas del
plátano. Le volvió a doler la pierna y había regresado, puntual, el
dolor en el pecho. Llegó Sarita, la señora que lo atendía, para preparar
la cena. Tuvo con Sarita el habitual intercambio aunque un poco más
económico de su parte. No quería que Sarita se entusiasmara con la
conversación y lo privara de continuar saboreando el notable
descubrimiento que había hecho. Entre otras cosas, tenía que decidir
qué hacer con ese extraordinario conocimiento que poseía. Pero sus
esfuerzos por contener a Sarita fueron infructuosos. No pudo evitar
que la buena señora lo abrumara con su habitual verborragia de
cuñadas infieles, maridos haraganes, hijos malagradecidos y otras
desgracias proletarias.
Luego de que se aseguró que tomó las pastillas y tras dirigirle
las recomendaciones cotidianas, Sarita se fue. Él encendió el televisor
y estuvo un rato haciendo zapping pero pronto se aburrió y la apagó.
Se acostó y volvió al tema de su recién descubierta extraordinaria
sabiduría. Otra vez se sorprendió por todo lo que sabía y pensó que
eso debería darle un enorme poder. Sin embargo, no se sentía
poderoso. Pero estimó que era esa la condición del poderoso. Es decir,
quien posee efectivamente poder no tiene porqué tener una conciencia
pormenorizada de ello, ese poder era un dato más de las cosas y de su
relación con ellas. Él tenía todo ese poder que da el conocimiento
universal como Sarita tenía el pequeño poder que le puede proveer
conocer el tiempo justo para la cocción del arroz o de la pasta sciutta.
Recordó el viejo aforismo que algunos atribuían al pugilista
Ringo Bonavena según el cual la experiencia es un peine que a uno le
dan cuando ya está pelado. Ingenioso, pero falso. Claro,
probablemente Bonavena era todavía joven cuando perpetró ese sagaz
sofisma; de hecho, creía recordar, Bonavena murió joven, no llegó a
tener el peine. Pero no era así, el conocimiento fabuloso adquirido le
había llegado en el momento justo, cuando tiene que llegar. Es decir,
siguiendo la metáfora del peso pesado argentino, lo importante es el
descubrimiento del peine, no si se tiene o no pelo.
Lo que tenía que hacer era transmitir ese conocimiento a su hijo
para que él, que todavía tenía un buen trecho que recorrer en el valle
de lágrimas, le sacara provecho. Lo entusiasmaba la posibilidad de
que su hijo pudiera beneficiarse de todo ese fabuloso conocimiento,
estaba seguro de que de esa manera lo ayudaría a evitarse muchos
sufrimientos y aprovechar los instantes de felicidad que seguramente
le deparaba la vida. Una vez asentada esa determinación, se le hizo
evidente que no iba a ser una tarea sencilla. No porque su hijo no
estuviera capacitado para recibir y aprovechar su sabiduría, era un
muchacho inteligente y bien dispuesto. Ese no era el problema.
Tampoco le preocupaba el tiempo que pudiera insumir la tarea,
porque, contrariamente a lo que se podría esperar, el conocimiento de
todo podía resolverse en poco tiempo, en muy poco tiempo. Estaba
convencido de que era posible articular ese fabuloso conocimiento
total en unas pocas palabras, en un par de frases sencillas. La
dificultad era, nuevamente, las palabras, encontrar esas palabras.
La determinación de transmitir el conocimiento de todas las
muchas cosas que sabía a su hijo lo sumió en una excitación titilante.
A su vez, la preocupación por no poder finalmente encontrar esas
palabras doradas, echaba sombras de angustia sobre ese entusiasmo
eléctrico. Por supuesto, no podía dormir. Pensó que si hablaba con su
hijo para comentarle su descubrimiento y su decisión de transmitirle
sus hallazgos se tranquilizaría y podría dormir o, al menos, utilizar el
insomnio para dedicarse la búsqueda de aquellas palabras.
Se levantó con dificultad. Le dolía todavía la pierna y el dolor
en el pecho se había agudizado. Alcanzó el teléfono y marcó sin
dificultades el número de su hijo. Luego de escuchar por largos
segundos el sonido de la llamada, finalmente atendió.
—Papá, ¿sabés qué hora es? —preguntó confundido el hijo.
—No, no sé, te desperté, disculpame.
—Está bien papá, no te preocupes. Vos ¿estás bien?, ¿te pasa
algo?
—Sí, estoy bien, estoy bien. Mirá ahora estoy cansado pero
mañana, cuando vengas, ¿vas a venir no?
—Claro papá, como todos los días.
—Bueno, cuando vengas mañana te voy a contar muchas cosas,
ahora no, ahora no puedo, no me salen las palabras. Sin embargo, sé
tantas cosas, creo que sé todas las cosas, pienso que es el efecto de mi
mucha experiencia.
—Está bien papá, mañana lo discutimos.
—No, no, no me entendés, no se trata de discutir, es algo que
no se puede discutir y vos te vas a dar cuenta ni bien te lo diga. Pero
es difícil decirlo, encontrar las palabras.
—Bueno, podés hacer lo que vos me recomendás siempre a mí
cuando tengo algún problema complicado: dejarlo descansar en un
rincón de la cabeza para que se vaya decantando solo.
—No, lo que yo tengo que decirte no es complicado, incluso
creo que lo puedo resolver con unas pocas palabras, un par de frases
sencillas, pero ahora no me salen, seguramente mañana.
—Te voy a escuchar con gusto papá.
—Sí, sí…
—¿Tomaste las pastillas?
—Sí, sí, no te preocupes.
— ¿Estuvo Sarita?
—Sí, por supuesto.
—Tratá de descansar papá, mañana te veo.
— Sí, sí. Claro, claro. Mañana te veo.
—Chau papi.
—Chau, nene, chau.
Cortó y volvió a la cama. Los dolores en la pierna y en el pecho
seguían allí, fieles, confiables como la rotación de los astros, como el
ciclo de la luna y las estaciones. Tenía que encontrar las palabras. Las
oscuridad y el silencio ayudarían. Tanta oscuridad y silencio afuera
mientras adentro, en su cabeza, brillaba una iridiscencia solar que no
iluminaba imágenes sino palabras, muchas palabras, todas las
palabras, que daban vueltas, chocaban, se arremolinaban y fundían,
algunas cayendo otras elevándose perezosas como barriletes.
Si no podía dormir, aprovecharía para buscar las palabras así, al
día siguiente, podría contarle a su hijo todo lo que tenía para decirle.
Eso lo iba a ayudar mucho, suavizaría su sufrimiento y aumentaría la
intensidad de sus momentos de felicidad. Le contaría todo lo que
sabía, que era, sorprendentemente, todo.
1
1 Inspirado en el capítulo “La morte del mio padre” de la novela de Italo Svevo
La conscenza di Seno.
Asesino Serial
2. Exocet
3. T.A.T.A.
4. Clases de catecismo
KERES
IXTAB
Spam El mejor
Índice
Prólogo borgeano
Quién mató a Caravaggio
Teoría del Todo
Asesino Serial
El paquetito de Nelo
Spam
El mejor
Medusas
Bajá los libros libres que quieras
en www.qejaediciones.com/gratisllameya
Este libro se terminó de imprimir en Buenos Aires, Argentina, durante el mes de mayo de 2019.