Está en la página 1de 92

Cuentos mortales

Varela, Eduardo A.
Cuentos mortales / Varela, Eduardo A. 1ª edición
Ciudad Autónoma de Buenos Aires Qeja ediciones, 2019
152 páginas 17 x 13 cm
ISBN 9789874970015
1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos Clásicos. I. Martín, Leticia, ed. II. Título. CDD A863

Qeja ediciones
Acuña de Figueroa 156 PB B (1180) Buenos Aires
Tel: 054 11 58676451
contacto@qejaedicones.com
/qeja ediciones @qejaediciones
www.qejaediciones.com

Dirección editorial: Nazareno Petrone y Leticia Martin


Edición general: Leticia Martin Diseño de cubierta: Zim Hernández Diseño de
interiores: Marivi Urdaneta Fotografía de solapa: Alejandra Miguez
Ilustración: Bárbara Pistoia
Diseño web: Gerardo Montoya
Corrección: Natalia Gauna

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 / Derechos reservados / Prohibida su reproducción parcial o
total.
Impreso en Argentina
Cuentos mortales

Eduardo A. Varela
Prólogo borgeano

El elemento común de estas historias, que en alguna medida las


cohesiona y les da un atisbo de unidad, es, como se sugiere en el
título, la muerte.
La muerte es un tema a la vez perturbador y fascinante.
Sospecho que el misterio que sostiene su encanto tiene que ver con la
paradoja de que, siendo un suceso fundamental al que todos estamos
destinados, no es susceptible de ser vivido. No existe la experiencia
de la muerte. Como elegantemente lo dice Epicuro de Samos,
“mientras yo existo, no existe la muerte; cuando existe la muerte, ya
no existo yo.”
En literatura narrativa, la muerte puede ser muy útil porque
suele operar como el deus-ex-machina perfecto. Una muerte
emplazada correctamente y más o menos bien contada, resuelve toda
trama, desata los nudos más abigarrados, liga los hilos más distantes y
rebeldes. Bien ubicada en la narración, tiene el efecto vórtice del
agujero de desagüe en el que converge con una violencia solapada que
se resuelve en elegante danza en su proximidad, toda el agua
acumulada en la tina.
Los griegos distinguían entre la muerte auspiciada por Tánatos,
que era tranquila y sutil, y la de sus hermanas las Keres, que
arrancaban la vida con violencia. El suicidio podría ser una variante o
subcategoría particular de muerte kerésica, con elementos tipificantes
que justificarían su tratamiento autónomo. Sin embargo, los griegos,
tan aficionados a crear mitos y deidades para tantas cosas, fallaron en
diseñar un paradigma para la muerte autoinfligida. Afortunadamente,
no es el caso de los Mayas, los griegos de la América Precolombina,
que rendían culto a Ixtab, la diosa del suicidio. Mi intención era
agrupar estas historias en función de esas tres categorías, Tánatos,
Keres e Ixtab. Después renuncié a ese empeño por dos órdenes de
razones, una formal y otra sustantiva. La primera es que
organizándose a partir de esas categorías, la secuencia de historias
perdía consistencia en el ritmo y modulación que en cambio favorece
el orden finalmente elegido para la edición. La segunda razón es que,
puesto a analizar la cuestión, descubrí que la primacía de Tánatos,
Keres o Ixtab en cada historia no era tan evidente como podía
traslucir una mirada superficial. Me percaté de que puede haber tanta
violencia en una muerte natural como armonía con el orden de las
cosas en un homicidio (o un suicidio) aparatoso y cruento. En todo
caso, al final del volumen arriesgo una clasificación de estas historias
en función de aquellas categorías, que podría o no coincidir con la
suya, amable lector, amable lectora.

EAV
Quién mató a Caravaggio

Voltea su cuerpo Michelangelo y queda de espaldas en la arena, de


cara al sol que le quema los ojos. Las heridas, espoleadas por
guijarros y arena que la sangre le pegotea, duelen ahora más, pero eso
apenas importa. Lo conmueve en cambio el bramar solemne del mar
que le llega amortiguado a través de sus golpeados oídos. Lo asombra
su sangre derramada en la playa, que puede ver girando la cabeza
hacia el poniente, amalgamada con la arena y exaltada por el brillo del
sol. Descubre con sordo entusiasmo esa magnífica combinación de
colores y sustancias, sangre mezclada con arena, iluminadas por el sol
y arrulladas por el bramido grave y eterno del mar. Piensa que le
gustaría llevar a la tela esa virtuosa combinación e intuye
confusamente que ese color y esa textura ya imposibles, volcados en
el lienzo podrían haberlo rescatado. Por algún atributo quizás mágico,
esa sorprendente alquimia lo volvería ángel, entidad celestial, dios,
creador de mundos verdaderos, espacios de carne y placer y dolor y
muerte. Ahora era tarde, podría haber descubierto la materia pero ya
no tenía fuerzas para realizar esa tarea desmesurada; sería, entonces,
un descubrimiento inútil, aunque no por eso menos estremecedor.
Los diversos dolores que como agudos reptiles repugnantes le
recorrían el cuerpo eran cada vez más perturbadores, pero ya no
importaba. El sol avanzaba en su conocido camino lanzando
cambiantes y variados brillos sobre la arena y sobre su sangre que, a
su vez, se secaba pasando de intensos rojos a granates, a violetas y
marrones otoñales. Esos movimientos lentos pero inexorables, que,
quizás, ya ni siquiera Dios pudiera detener o alterar, confirmaban su
sospecha. Ese era el color, esa la materia: sangre, arena, sol, mar. Pero
ya era tarde, la muerte se apoderaba de su cuerpo, ingresaba por los
espacios abiertos en su carne por los cuchillos y las espadas arteras y
exprimía sus órganos, le succionaba la poca vida que todavía allí se
agitaba. A medida que se agotaban esas sustancias, crecía el vacío
neutro que escondía su alma y que él, Michelangelo Merisi da
Caravaggio, el pintor, había tratado de colmar mientras batieron las
fuerzas que en ese instante lo abandonaban. Por supuesto, solo
contaba con su arte para esa empresa. El, Michelangelo, era, había
sido, un buen pintor, quizás el mejor. Pero su obvio talento no había
sido suficiente, el vacío no cedía, continuaba ciñendo su espacio y
provocando ese dolor y esa frustración violenta por la que se había
arrastrado su vida. Solo en ese momento, con la muerte tan próxima,
vislumbraba el pigmento inaudito que podría producir el efecto. Era
tarde pero no importaba. La sangre, la arena y hasta los sonidos del
mar ennegrecían. La oscuridad absorbía voraz la terrible luz que poco
antes quemaba sus ojos.
La mujer avanza sosteniendo la bandeja dorada y se detiene a
unos pasos del prisionero. La vieja criada la sigue con actitud
temerosa. El prisionero está arrodillado, las manos atadas en la
espalda, la cabeza gacha, la mirada oculta por la sombra de una mata
de pelo que se vuelca pesada hacia el piso. Parece ya muerto,
indiferente al mundo, al menos al pequeño mundo de ese patio de
prisión. Si todavía tiene conciencia, sabe que pronto morirá, pero eso
significa poco para él. Caerá el metal sobre su cuello y con ese golpe
se irá su vida, esta vida terrena por la que transcurrió sirviendo a Dios
y a aquel que vino a salvarnos. Su sangre templará el frígido acero, se
irá esta vida mínima pero vendrá otra, la verdadera, la que vivirá junto
a Dios Padre.
El guardia se muestra impaciente porque el verdugo se demora.
Ordena con furia ostentosa que se retiren a unos prisioneros que,
desde una de las celdas que da al patio, siguen la escena en silencio a
través de una ventana enrejada. Los prisioneros obedecen, sacan sus
cabezas de entre las rejas pero no se alejan de la ventana. Llega el
verdugo y recibe con humildad los reproches del guardia por su
retraso, sin siquiera intentar una explicación. El guardia le ordena la
ejecución. La mujer, Salomé, es dominada por una agitación casi
imperceptible. La vieja hesita, se remueve inquieta, busca vana y
torpemente su ubicación en el sórdido drama que se avecina. El
verdugo se detiene al costado del prisionero, se agacha para, con un
gesto delicado, inclinar un poco más su cabeza y le acomoda el
cabello para que la nuca quede convenientemente expuesta al filo del
metal. Levanta la espada que sostiene con manos expertas y la baja
con velocidad fulmínea sobre la cerviz del prisionero, Juan el
Bautista, que recibe el golpe con un gemido seco. Cede la escasa
energía que conservaba sus músculos en tensión y su cuerpo parece
hundirse, blando, en el pavimento. Siguen uno, dos, tres impactos
similares que el verdugo acompaña con sendos rugidos de ferocidad
apagada. El prisionero recibe esos golpes ya sin emitir sonido alguno.
El guardia controla los movimientos con atención profesional,
burocrática. Salomé sigue arrobada los gestos del verdugo; la
violencia árida y aséptica que se descarga sobre el prisionero le
provoca una fascinación fácil que se apodera de su ánimo con fluidez
viscosa. Esa fascinación la hace olvidar, por algunos momentos, el
odio que la anima, el placer que debería sentir ante la muerte brutal
del objeto de su odio. La vieja criada pretende no mirar pero no
puede, los semicírculos de la espada y su explosión en el cuello del
condenado ejercen una atracción irresistible, hipnótica. Los dos
prisioneros, aprovechando que el celo profesional del guardia se ha
trasladado al trabajo del verdugo, se afanan por buscar el mejor
ángulo, por eliminar obstáculos a su perspectiva. Cuando el verdugo
se apronta a dar un nuevo golpe, el guardia lo detiene y le da
indicaciones para que pase a la tarea siguiente. Obediente, el verdugo
se inclina extendiendo su mano derecha para tomar por los pelos la
cabeza yacente del condenado mientras con la otra mano busca el
cuchillo de caza que lleva en la parte de atrás de su cintura, ceñido por
el cinturón, con el que deberá seccionar las partes que todavía
mantienen ligada la cabeza de Juan el Bautista a su lánguido cuerpo.
Salomé se vuelca hacia el prisionero, tendiendo la bandeja, la dorada
superficie que anhela la sangrante cabeza desmembrada del profeta.
La vieja criada se cubre los ojos y gimotea. El guardia mira
expectante, siempre refugiado en su impersonal máscara profesional.
Los dos prisioneros fisgones estiran sus innobles cuellos entre los
barrotes de la reja. El verdugo jala hacia atrás la cabeza del prisionero
y el movimiento provoca que de las heridas abiertas por los golpes de
la espada salga un chorro de sangre roja y caliente, como hierro
fundido, que se deposita en las irregulares baldosas del patio
formando un somero charco en cuyas postrimerías la sangre se
extiende proteica, caprichosa, articulado irregulares formas que luego
son letras y, finalmente, palabra. “Michelangelo”.
Su habilidad en el manejo del pincel y de la espada son los
únicos talentos que lo adornan. Uno que nada sabe, que ve las cosas y
a él, a Michelangelo Merisi, desde afuera, desde ojos ajenos e
ignorantes, podría pensar que se trata de talentos y objetos muy
diversos. Michelangelo sabe que no es así, que existe un íntimo
parentesco entre el pincel y la espada, entre las dóciles cerdas y el
firme acero.
Se supone que el pincel y los pigmentos son los instrumentos
de los que se sirve el artista para crear. Pero Michelangelo es
penosamente consciente de que con ellos solo se crean cosasmuertas o
que, en el mejor de los casos, matan lo que crean. Ello es más
evidente en artistas mediocres, como el Biglione y otros tantos, pero
aún los mejores, como Buonarotti, como Rafael, como él mismo, con
todo su talento y su intensidad, crean promesas, proyectos, pájaros
que no vuelan, vientos que no soplan. Esa terrible incapacidad, ese
destino de frustración ahoga al Merisi, le achica la vida, lo carga con
la violencia que, por obra de algunos imbéciles ignorantes, le ha dado
tanta fama como su fabuloso talento de artista. Él quisiera crear
verdad, crear vida. No se trata, como algún desprevenido podría
pensar, de dar al mundo criaturas monstruosas como el Golem de
Praga, sino de imponer a quien acceda a la obra una visión distinta de
las cosas, una perspectiva que altere y exceda la que el observador
lleva consigo y que le ha sido, siquiera en parte, impuesta por
historias de visiones acumuladas y fraguadas en costras sobre costras
sedimentadas de palabras y formas que las alejan más y más de la
realidad, de la verdad, a la que ahora, viendo la obra del artista,
penetrándola con la sensibilidad adecuada, deberían acceder. Esa
verdad de carne y de placer y de dolor que las formas, perdidas sus
filos y sus aristas por siglos de frotarse unas a otras hasta adquirir ese
brillo esférico que las empuja a resbalar y rodar sobre las cosas sin
llegar nunca a asirlas y abarcarlas, nos escamotean.
Michelangelo pensaba que, cierta vez, en alguna tela de las
muchas en las que se entregó a ese ejercicio excesivo, estuvo cerca de
lograrlo. En alguna de esas obras los personajes por él pintados
insinuaban dejar de ser representaciones para adquirir una entidad
propia, autónoma que hablaba de otras cosas en estridentes idiomas
arcanos. Pudo haber estado cerca pero no llegó y ninguno llegó, ni
Raphael, ni el otro Michelangelo, ni Tiziano ni Leonardo. Quizás él,
el Michelangelo da Caravaggio, estuvo más cerca que los demás
porque fue más consciente que los otros de esa búsqueda que, sin
embargo, les era común.
La espada, por su parte, tiene como propósito la muerte, el
acero afilado se regodea en su destino de sangre. Pero la danza de los
esgrimistas enfrentados en un duelo a muerte, la dudosa melodía que
forman las sincopadas notas que provoca el choque de las espadas, las
miradas que adquieren esas oscuras, insondables profundidades,
animadas, no ya por el odio al otro, sino por la voluntad de afirmar la
propia vida, evocan algo de la magia del arte, la buscan sin saberlo y
se acercan a ella por caminos inauditos.
Michelangelo no odiaba a Ranuccio Tomassoni, es decir, no le
caía bien, era un personaje que conjugaba mal pedantería y bajeza
(había quienes lograban articular con elegancia esos dos horribles
defectos), pero el rechazo que le provocaba no llegaba al odio. Lo que
lo acercaba, es decir, lo que los enfrentaba, pensaba el Merisi, era la
común disposición a enfrentar la muerte, la propia y la del otro, en un
duelo de espadas. Ambos intuían la vocación, la necesidad del otro de
probar su valor y, sobre todo, de conocer la experiencia de provocar la
muerte por el acero. Esa energía común los convocaba, los atraía con
fuerza incontenible. El juego de pelota, una mirada ambigua a una
mujer, una vieja deuda, la noche, el alcohol, la presencia de otros
hombres que empujan y estimulan solapadamente fueron la ocasión
para el choque final. Michelangelo y Ranuccio no dejaron escapar la
oportunidad y el acero brilló, como los cuerpos que el pincel de
Michelangelo hacía surgir de las penumbras, y sus choques
produjeron esa música dudosa y chispas, fogatas mínimas y terribles,
y el sudor corrió por los agitados cuerpos. En un momento, el tiempo
se congeló, todo se detuvo menos el brazo con el que Michelangelo
sostenía la espada y en ese espacio improbable de tiempo, que, de
haberlo así querido el de Caravaggio podría haber durado siglos, el
brazo y su metálica continuación avanzaron sin resistencias sobre el
flanco descubierto del pecho de Ranuccio y la espada penetró con una
facilidad que lo sorprendió y siguió su módico viaje hasta casi
atravesar la tierna sustancia en que se había convertido el cuerpo de
su enemigo. Con el chorro de sangre que surgió raudo de la herida
abierta, las cosas retomaron su velocidad habitual. Michelangelo
escuchó el grito opaco, el rugido ahogado que emitió el Tomassoni y
desvió la mirada del flujo de sangre para detenerse en los ojos de su
víctima, abiertos casi más allá de sus órbitas y pudo ver Michelangelo
con la misma lucidez y claridad con que su vista discriminaba los
matices de luz y sombra de sus modelos, la vida abandonando el
cuerpo del adversario, la muerte que, apurada, abrazaba esa materia
hasta entonces tan llena de incontenible energía. Los ojos perdieron
ese brillo inquietante, la boca se dobló en un rictus fláccido, la cabeza
cayó hacia un costado, apenas sostenida por un cuello inútil. Y el
rostro de Ranuccio, sus ojos y su boca de muerto reciente, asumieron
súbitamente para el artista, el autor de esa muerte, una aterradora
familiaridad de espejos.
El futuro Rey es ya, a partir de este momento, el fabuloso héroe
bíblico, y a él, David, esa oscura, solapada convicción le provoca un
estupor nuevo, un temblor interior que apenas se exterioriza en un
ligero aleteo en el brillo de su mirada. El gigante yace delante suyo
indefenso a pesar de su monstruoso tamaño y de su tremenda fama.
Mueve la cabeza herida y sangrante y lanza gemidos agudos, casi de
niño. David ya ha tomado la pesada espada de Goliat. Se detiene a
mirar a su víctima sin que a su mirada la ensombrezca duda alguna.
Sabe lo que tiene que hacer, el conocimiento de su condición de héroe
bíblico ha llegado como un viento helado que atraviesa sus módicas
ropas y su piel y provoca íntimos escalofríos. Empuña la enorme
espada con las dos manos, la eleva con esfuerzo y la deja caer
ayudando al peso con el impulso de sus jóvenes brazos. De un solo
golpe aplicado con azarosa precisión la cabeza del gigante, con un
chasquido seco que sin embargo provoca salpicaduras de leves
chorritos de sangre, se separa del cuerpo ante la algarabía de sus
camaradas que también saben, de un modo misterioso, que quién ha
realizado esa hazaña es su futuro rey. Se agacha David y toma la
enorme cabeza cerrando su puño en la negra y abigarrada cabellera.
Se levanta y antes de ofrecerla a la morbosa algarabía de los suyos,
sus futuros súbditos, la pone frente a sí y detiene su mirada en los
rasgos sinuosos de la cabeza seccionada, el rictus fláccido de la boca,
los ojos sin mirada, ya no el rostro de Goliat sino el de la muerte.
Algo se apaga en el espíritu de David, el héroe bíblico recién nacido
cobra conciencia súbitamente de la íntima miseria que emparentan a
él, el inevitable Rey de Judea y al gigante filisteo cuya vida se ha
cobrado con una justicia que ignora ese vínculo, sin embargo
evidente. Extiende el brazo David ofreciendo la cabeza del gigante a
la muchedumbre embargada por un goce siniestro y atávico. Alguno
que se detuviera a mirar con cierto cuidado el rostro que contiene la
cabeza que el futuro rey sostiene se daría cuenta de que es el de Goliat
pero también que están allí los rasgos del propio David y, sobre todo,
los de Michelangelo Merisi da Caravaggio, el pintor, quien, privado
de los auxilios de Dios y de los hombres, en una inhóspita playa
bañada por el Tirreno, lanza al aire saturado de la noche, un último
suspiro velozmente absorbido por una oscuridad que, muerto él, ya
nadie podrá redimir.
Teoría del Todo1

“If we find the answer to that, it would be the


ultimate triumph of human reason for then
we should know the mind of
God.”

A Brief History of Time,


Stephen Hawking

El viento iba y venía y las hojas del plátano respondían con pereza a
ese vaivén caprichoso. Las ramas se plegaban en un movimiento que
en las más largas tenía algo de plasticidad humana, como de bailarina
elongando antes de la actuación, y las hacía tocarse unas a otras, a
veces con delicadeza, a veces con solapada violencia. El espectáculo
tenía una belleza mansa pero demandante, casi hipnótica. Empezó a
sentir calambres en el muslo derecho y juzgó que era oportuno
levantarse. Además, el agua había perdido la temperatura adecuada y
la yerba el sabor. Era hora de cambiar ambos. De todos modos estimó
que, una vez concluidas esas tareas, es decir, calentada el agua y
cambiada la yerba, volvería a sentarse frente a la ventana para seguir
disfrutando el espectáculo del viento en las hojas del plátano, por lo
menos hasta que oscureciera.
Mientras esperaba que el agua en la pava empezara a crepitar,
lo volvió a abordar esa sensación que había tenido un rato antes
(¿cuánto antes -pensó- unos minutos, unas horas?), en el sillón,
mirando las hojas del plátano, esa sensación de incómoda plenitud.
Trató de racionalizarla, de ponerla en palabras. Era difícil porque él
no era bueno con las palabras. Quién sabe por qué carencias le
costaban las palabras; expresar sus ideas, sensaciones, sentimientos
con ese caprichoso instrumento le resultaba un ejercicio agotador
cuyo resultado era inevitablemente poco satisfactorio: terminaba
siempre con la impresión de no haber podido transmitir con la
necesaria claridad lo que quería. Sin embargo, no tardó en advertir
que, esta vez, no era tan difícil. Lo que pasaba era que se había dado
cuenta de que sabía muchas cosas, muchas, tantas que,
probablemente, se acercaban a la universalidad: probablemente lo
sabía todo.
Ya de vuelta en el sillón, con el termo apoyado en la mesita al
costado y saboreando la densa amargura del primer mate, un poco
fastidiado porque le parecía que el viento no soplaba con la misma
fuerza que hacía un rato, la sorpresa que le causó aquel
descubrimiento fue cediendo. Después de todo, pensó, no era tan
extraño que lo supiera todo, había vivido muchos años, demasiados
quizás. Además, había tenido una vida intensa. No era que él fuera
James Bond y hubiera sobrevivido a fantásticas aventuras,
enfrentando terribles enemigos y amando bellísimas mujeres en
lugares exóticos. Había tenido una vida normal, había recorrido todas
sus etapas cumpliendo al pie de la letra los rituales y las prendas que
se espera de uno, por lo menos en el lugar y el tiempo que le tocó
vivir. Una vida normal, sin vicisitudes extremas. Pero, eso sí, él
siempre se había aplicado en aprovechar cada uno de esos momentos,
en llenarlos tanto como fuera posible, extremando esfuerzos por
alcanzar los límites que cada situación le proponía. Nada heroico,
pero, especulaba, esa inquietud por ocupar todos los espacios que esa
vida normal, sin traumas ni apremios, le había ofrecido, podría ser la
causa de la tremenda sabiduría que había adquirido.
Otra razón que podría contribuir a tanto conocimiento era la
proximidad de la muerte. El trataba de pensar en ello lo menos
posible, pero era evidente que la muerte estaba revoloteando por allí,
en esa habitación, en ese departamentito de dos ambientes, y que no
tardaría mucho en posarse en su gastado cuerpo. La extrema vecindad
de la muerte, juzgó, daba a las cosas un relieve y una densidad distinta
a la habitual. Podría decirse que solo ahora, cuando había vivido tanto
que ya la vida se le estaba agotando, las cosas asumían su verdadera
entidad y, entonces, eran más accesibles, las aprendía sin esfuerzo, el
sujeto no tenía necesidad de ir al objeto sino que este, las cosas,
venían a él con docilidad de manos amantes y se le ofrecían
generosas.
En fin, fuera como fuese, lo cierto es que lo sabía todo, nada le
era desconocido ni ajeno. Todo entraba en él, era él, pero él a su vez
conservaba la capacidad de ver todas esas cosas que en su conjunto
eran todo, separadas y conjugadas, quietas y en movimiento, en la luz
y en la sombra. Lo sabía todo.
Ya había oscurecido al punto que no se veían las hojas del
plátano. Le volvió a doler la pierna y había regresado, puntual, el
dolor en el pecho. Llegó Sarita, la señora que lo atendía, para preparar
la cena. Tuvo con Sarita el habitual intercambio aunque un poco más
económico de su parte. No quería que Sarita se entusiasmara con la
conversación y lo privara de continuar saboreando el notable
descubrimiento que había hecho. Entre otras cosas, tenía que decidir
qué hacer con ese extraordinario conocimiento que poseía. Pero sus
esfuerzos por contener a Sarita fueron infructuosos. No pudo evitar
que la buena señora lo abrumara con su habitual verborragia de
cuñadas infieles, maridos haraganes, hijos malagradecidos y otras
desgracias proletarias.
Luego de que se aseguró que tomó las pastillas y tras dirigirle
las recomendaciones cotidianas, Sarita se fue. Él encendió el televisor
y estuvo un rato haciendo zapping pero pronto se aburrió y la apagó.
Se acostó y volvió al tema de su recién descubierta extraordinaria
sabiduría. Otra vez se sorprendió por todo lo que sabía y pensó que
eso debería darle un enorme poder. Sin embargo, no se sentía
poderoso. Pero estimó que era esa la condición del poderoso. Es decir,
quien posee efectivamente poder no tiene porqué tener una conciencia
pormenorizada de ello, ese poder era un dato más de las cosas y de su
relación con ellas. Él tenía todo ese poder que da el conocimiento
universal como Sarita tenía el pequeño poder que le puede proveer
conocer el tiempo justo para la cocción del arroz o de la pasta sciutta.
Recordó el viejo aforismo que algunos atribuían al pugilista
Ringo Bonavena según el cual la experiencia es un peine que a uno le
dan cuando ya está pelado. Ingenioso, pero falso. Claro,
probablemente Bonavena era todavía joven cuando perpetró ese sagaz
sofisma; de hecho, creía recordar, Bonavena murió joven, no llegó a
tener el peine. Pero no era así, el conocimiento fabuloso adquirido le
había llegado en el momento justo, cuando tiene que llegar. Es decir,
siguiendo la metáfora del peso pesado argentino, lo importante es el
descubrimiento del peine, no si se tiene o no pelo.
Lo que tenía que hacer era transmitir ese conocimiento a su hijo
para que él, que todavía tenía un buen trecho que recorrer en el valle
de lágrimas, le sacara provecho. Lo entusiasmaba la posibilidad de
que su hijo pudiera beneficiarse de todo ese fabuloso conocimiento,
estaba seguro de que de esa manera lo ayudaría a evitarse muchos
sufrimientos y aprovechar los instantes de felicidad que seguramente
le deparaba la vida. Una vez asentada esa determinación, se le hizo
evidente que no iba a ser una tarea sencilla. No porque su hijo no
estuviera capacitado para recibir y aprovechar su sabiduría, era un
muchacho inteligente y bien dispuesto. Ese no era el problema.
Tampoco le preocupaba el tiempo que pudiera insumir la tarea,
porque, contrariamente a lo que se podría esperar, el conocimiento de
todo podía resolverse en poco tiempo, en muy poco tiempo. Estaba
convencido de que era posible articular ese fabuloso conocimiento
total en unas pocas palabras, en un par de frases sencillas. La
dificultad era, nuevamente, las palabras, encontrar esas palabras.
La determinación de transmitir el conocimiento de todas las
muchas cosas que sabía a su hijo lo sumió en una excitación titilante.
A su vez, la preocupación por no poder finalmente encontrar esas
palabras doradas, echaba sombras de angustia sobre ese entusiasmo
eléctrico. Por supuesto, no podía dormir. Pensó que si hablaba con su
hijo para comentarle su descubrimiento y su decisión de transmitirle
sus hallazgos se tranquilizaría y podría dormir o, al menos, utilizar el
insomnio para dedicarse la búsqueda de aquellas palabras.
Se levantó con dificultad. Le dolía todavía la pierna y el dolor
en el pecho se había agudizado. Alcanzó el teléfono y marcó sin
dificultades el número de su hijo. Luego de escuchar por largos
segundos el sonido de la llamada, finalmente atendió.
—Papá, ¿sabés qué hora es? —preguntó confundido el hijo.
—No, no sé, te desperté, disculpame.
—Está bien papá, no te preocupes. Vos ¿estás bien?, ¿te pasa
algo?
—Sí, estoy bien, estoy bien. Mirá ahora estoy cansado pero
mañana, cuando vengas, ¿vas a venir no?
—Claro papá, como todos los días.
—Bueno, cuando vengas mañana te voy a contar muchas cosas,
ahora no, ahora no puedo, no me salen las palabras. Sin embargo, sé
tantas cosas, creo que sé todas las cosas, pienso que es el efecto de mi
mucha experiencia.
—Está bien papá, mañana lo discutimos.
—No, no, no me entendés, no se trata de discutir, es algo que
no se puede discutir y vos te vas a dar cuenta ni bien te lo diga. Pero
es difícil decirlo, encontrar las palabras.
—Bueno, podés hacer lo que vos me recomendás siempre a mí
cuando tengo algún problema complicado: dejarlo descansar en un
rincón de la cabeza para que se vaya decantando solo.
—No, lo que yo tengo que decirte no es complicado, incluso
creo que lo puedo resolver con unas pocas palabras, un par de frases
sencillas, pero ahora no me salen, seguramente mañana.
—Te voy a escuchar con gusto papá.
—Sí, sí…
—¿Tomaste las pastillas?
—Sí, sí, no te preocupes.
— ¿Estuvo Sarita?
—Sí, por supuesto.
—Tratá de descansar papá, mañana te veo.
— Sí, sí. Claro, claro. Mañana te veo.
—Chau papi.
—Chau, nene, chau.
Cortó y volvió a la cama. Los dolores en la pierna y en el pecho
seguían allí, fieles, confiables como la rotación de los astros, como el
ciclo de la luna y las estaciones. Tenía que encontrar las palabras. Las
oscuridad y el silencio ayudarían. Tanta oscuridad y silencio afuera
mientras adentro, en su cabeza, brillaba una iridiscencia solar que no
iluminaba imágenes sino palabras, muchas palabras, todas las
palabras, que daban vueltas, chocaban, se arremolinaban y fundían,
algunas cayendo otras elevándose perezosas como barriletes.
Si no podía dormir, aprovecharía para buscar las palabras así, al
día siguiente, podría contarle a su hijo todo lo que tenía para decirle.
Eso lo iba a ayudar mucho, suavizaría su sufrimiento y aumentaría la
intensidad de sus momentos de felicidad. Le contaría todo lo que
sabía, que era, sorprendentemente, todo.

1
1 Inspirado en el capítulo “La morte del mio padre” de la novela de Italo Svevo
La conscenza di Seno.
Asesino Serial

Ignoro cuándo y cómo empezó. No hubo un hecho determinante. No


puedo asociarlo a experiencia específica alguna. No recuerdo un rayo
diabólico o divino que me golpeara, ni una aparición mística.
Tampoco recibí una descarga radiactiva como la de Hulk ni me picó
un arácnido genéticamente modificado como le sucedió al hombre
araña. Lo cierto es que en algún momento de mi vida, supongo que al
final de la adolescencia y comienzo de la edad adulta, recibí ese —no
sé cómo llamarlo—, “don”, “poder”, “maldición”. Un poco de los
tres, supongo, o alternativamente uno u otro, hasta fraguar
definitivamente como maldición. O no.
Tampoco tomé conciencia de su existencia sino con el
transcurso del tiempo. En realidad pasaron años desde el primer
suceso, es decir, la primera víctima, hasta que advertí, al principio
borrosamente y luego, a medida que los hechos se imponían con
contundencia inapelable, con creciente certidumbre que, de una
manera misteriosa, yo tenía algo que ver con esos acontecimientos.
En verdad, no era que “tenía que ver” con esos hechos, no se trataba
de circunstancias que me tocaban o involucraban en algún grado más
o menos próximo. Yo era el responsable. Es decir, no había acciones
concretas vinculadas a los hechos que se me pudieran atribuir, ni
tampoco voluntad de mi parte de producirlos, sin embargo, era
evidente —es evidente— que yo era la inaudita causa, yo el oscuro
autor de esas muertes.
Creo que me terminé de convencer sobre la inefable
responsabilidad que me cabía cuando aquel Inspector de la Federal —
su nombre era Miranda—, investigando sobre las muertes de Moni y
de su novio y la del Turko, elaboró la hipótesis del “asesino serial”,
como la llamó algún periodista desprevenido. Moni y su novio
murieron en un accidente automovilístico y el Turko tuvo un derrame
mientras estaba en la cola del banco para pagar unas cuentas y cuando
llegó la ambulancia ya era tarde. En principio no había conexión entre
ambos hechos, pero el policía estaba investigando lo de Moni a raíz
de una denuncia de la compañía aseguradora y estimó conveniente
contar con mi testimonio. Me interrogó y supongo que, dada mi
relación con Moni y la manera en que ésta había terminado, en un
algún momento me consideró un posible responsable. En esa misma
época sucede lo del Turko y como su viuda alegó que lo habían
matado y surgieron algunas dudas en la autopsia, el Inspector se puso
a investigar y saltó que entre los múltiples enemigos del Turko
aparezco yo. A Miranda esa coincidencia le pareció significativa.
A mí también. Entonces comencé a atar cabos, como quien
dice. Me acordé del Dr. Leuco, quien con esos gestos de sarcástico
desprecio con los que dramatizaba sus performances en la mesa
examinadora, me aplazó tres veces sucesivas en una de las primeras
materias de la carrera y que, poco después del tercer bochazo, se cayó
alcoholizado del balcón de su departamento del octavo piso mientras
ofrecía una fiesta, y se estrelló contra la vereda dejando las baldosas
rajadas, sin que nadie las reemplazara hasta ahora. Al menos hasta la
última vez que pasé por allí, hará un par de meses. Y recordé también
a Tati Colina que una noche, por un motivo banal que ya ni recuerdo,
se hizo el ofendido y me desafió, delante de todo el mundo, a pelear,
sabiendo que su colosal tamaño, su proverbial fama de gran peleador
y, sobre todo, mi oprobiosa cobardía, me impedirían aceptar. A Tati,
que era un muchacho bastante primitivo pero, por cosas de la vida,
sabía de coraje y de miedos, mi cobardía, que hasta cierto punto era
desconocida incluso para mí, no se le escapaba; con la perspectiva
apropiada, el la veía como yo puedo ver las sombras que proyectan las
columnas de alumbrada público y los troncos de los árboles en el
crepúsculo. Pero eso no le era suficiente, él quería que la vieran los
otros, pretendía exponerla en toda su miserable entidad a los ojos de
todos. Unos pocos días después, Tati, que era un buen nadador, cayó
prisionero de unos de esos remolinos traicioneros que se forman en el
río, no pudo salir y murió ahogado.
Miranda, sin conocer estos antecedentes, intuyó que existía una
conexión entre mi modesta persona y las muertes de Moni, su novio y
el Turko. Pero por más que le dio vueltas al asunto no encontró
elementos ciertos como para armar un caso. Por que no había nada,
nada material digo que pudiera vincular mis acciones a esas muertes.
Moni y el novio murieron en un accidente por imprudencia de Moni,
que era la que conducía. El Turko murió por el derrame y la atención
médica tardía. Antes, como dije, Leuco y Tati murieron en terribles,
pero evidentes accidentes. Yo no produje acción alguna dirigida a que
esas muertes ocurrieran. Ni siquiera las deseé. En todos los casos, eso
sí, se trató de gente que yo odiaba, con diversos niveles de intensidad,
pero todos ellos estaban contaminados por mi odio. Y ese odio,
descubrí, provocó sus muertes.
De una manera siniestra y opaca esas muertes eran mías, yo las
había provocado. Cuando tomé conciencia de que la gente a la que yo
odiaba moría, moría indefectiblemente y de muertes inesperadas y
violentas, no tuve más remedio que ponerme a pensar sobre el odio,
su naturaleza y su impulso. Analizando los casos que esa insólita
conjunción de factores ponía en frente a mí, concluí que lo que
provocaba el odio era el daño y el dolor que me habían producido los
sujetos odiados. Pero, por supuesto, al menos en mi caso (no quiero
caer en generalizaciones arbitrarias), no se trataba de cualquier dolor,
era un dolor de aguda intensidad, punzante, porque se clavaba con
saña alevosa en los puntos más sensibles de mi espíritu. A falta de
mejor palabra, podría decir que ese dolor que estimulaba mi odio
hacia el causante era la humillación. Mi debilidad expuesta a la
rabiosa luz del día, a la vista de todos pero, sobre todo, a la de mi
desprevenida conciencia: las propias miserias que uno pretende
desconocer, puestas en evidencia con la contundencia de lo inevitable,
de lo manifiesto.
Otro dato importante que aprendí de aquellas reflexiones sobre
el odio es que resulta fundamental para que la acción descomedida
hacia mi persona provoque la humillación, que a su vez causa el odio,
que el agente tenga una cierta cualidad. Es decir, no cualquier persona
puede generar con sus acciones el efecto de humillación. Para que ello
sea posible, el sujeto debe gozar de cierto grado de aprecio de mi
parte, debe poseer algún valor. Quiero decir, recurriendo a un ejemplo
extremo, cuando pasó lo de Vane, a pesar de que pudo haber sido aún
más violento que lo de Moni, no la odié, porque en el fondo Vane no
me interesaba. Moni sí, Moni era el amor de mi vida, por eso la
humillación, por eso el odio y, dado mi extraño poder, la muerte. En
otros niveles, algo similar sucedía con Leuco, a quien yo respetaba
por su prestigio como profesor, su venenoso humor y su elegancia, o
con Tati a quien en el fondo admiraba y de quien mi hubiera gustado
sentirme amigo, o del Turko, que sí, había sido mi amigo hasta que
sucedió lo de ese dinero. Si hubiera sido gente que despreciaba, el
daño que hicieron no habría alcanzado la categoría de humillación, no
habría, en consecuencia, disparado mi odio mortal. También descubrí
la bruñida verdad que insinúan esos boleros y tangos que juegan sobre
la extrema vecindad entre el amor y el odio.
Otro descubrimiento que hice analizando la cuestión del odio es
que la reivindicación que yo buscaba no era la muerte. Esas muertes,
las de Moni, Leuco y los otros, sibilinamente provocadas por mi odio,
no me produjeron satisfacción alguna.
Al contrario, me condenaron al dolor perpetuo de esas humillaciones,
atenazados a mis entrañas como garrapatas de hierro candente. La
reivindicación que buscaba, la que hubiera sanado esos dolores, era
que ellos sufrieran un dolor equivalente al que me provocaron, pero
causado, a su vez, por el arrepentimiento. Yo quería, volviendo al
ejemplo extremo, que Moni se diera cuenta de su error y regresara a
mí con lágrimas, sufriendo por haberme hecho sufrir tan injustamente.
No quería que murieran Moni y los otros, sus muertes me privaron de
esas improbables venganzas.
Tomé la insensata decisión de no odiar nunca más a nadie.
Pensaba que, conociendo o pretendiendo conocer la dinámica y los
mecanismos del odio podría evitar caer en sus tenebrosas redes
pegajosas y cargar en mi conciencia con nuevas muertes. Tuve un
moderado éxito por algún tiempo pero no tardé en constatar que el
odio, como muchas o todas las cosas que nos pasan, está regido por
leyes que podemos, en el mejor de los casos, conocer o vislumbrar,
pero que no controlamos. Odié a Martita, a quien antes, por supuesto
había amado, y Martita cayó víctima de un cáncer fulminante que
sorprendió a todos. No mucho después, tampoco pude evitar que se
desbocara mi odio hacia Dutroux, el gerente de personal de la
empresa en que trabajaba, y que el personaje muriera víctima de un
accidente casero, una descarga eléctrica mientras intentaba instalar un
ventilador de techo en el quincho de su quinta.
Después de lo de Dutroux y por un tiempo no odié a nadie,
supongo que, entre otras razones, porque tampoco amé a nadie. Sin
embargo, no pude dejar de notar que se empezaba a desplegar un
nuevo desarrollo, más inquietante aún.
En efecto, empezó a morir de muertes improbables gente que
conocía, que no eran objeto de mi odio, pero que sí me molestaba o
disgustaba con cierto grado de intensidad. El primer caso de este tipo
que reconocí fue el de la señora que daba las toallas en el vestuario
del gimnasio de quien no podía tolerar su desproporcionado mal
humor y sus malas maneras. Una mañana tuvimos una breve pero
crispada discusión a raíz, justamente, de sus malas maneras. La
siguiente oportunidad en que concurrí la mujer no estaba y más tarde,
al prolongarse su ausencia, pregunté por ella y me contaron que había
muerto en un accidente días atrás; se reventó la cabeza al caer por las
escaleras de mármol del edificio del gimnasio. Al poco tiempo
reapareció en mi vida el Inspector Miranda, preocupado por las
muerte de Martita. A Miranda no lo odiaba pero se estaba volviendo
insoportable con su insistencia vana en incriminarme en esas muertes
cuya causa verdadera él no estaba en condiciones de desvelar. El
hecho es que un día vino a interrogarme por lo de Martita y yo,
irritado por la actitud afable y un poco boba, al estilo de Columbo,
que cultivaba, lo destraté y él reaccionó dirigiéndome lo que podría
ser leído como una amenaza. Esa misma noche, según supe después,
en un operativo en el que estaba ayudando porque no era un caso
suyo, una bala, que no le estaba dirigida, un disparo de desesperación
al boleo que hizo uno de los malvivientes que perseguían, impactó en
pleno pecho del Inspector, ocasionándole una muerte más o menos
inmediata.
Hubo luego otras muertes de ese tipo y no tardó en hacerse
evidente una evolución todavía más siniestra. El nivel de intensidad
del disgusto o molestia que provocaba esas muertes empezó a
disminuir gradualmente. Es notable la cantidad de gente que, a lo
largo del día, nos causa diversos grados de incomodidad e
irreprimibles pero fugaces ataques de ira. Circunstancias mínimas que
vistas retrospectivamente son insignificantes pero que en el momento
en que las vivimos ocasionan una irritación intensa, un deseo tan
íntimo como fugaz de radical vindicación. El tipo que en el colectivo
se adelanta a nosotros para ocupar el asiento que acaba de quedar
vacío, el automovilista que, conduciendo a excesiva velocidad, pasa
sobre un charco de agua, resabio de una reciente lluvia, salpicándonos
y ensuciando nuestros pantalones recién sacados de la tintorería, el
mozo que demora en atendernos cuando estamos apurados por
legítimas razones, la cajera que suspende la atención de los clientes,
cuando uno está ubicado en una posición un poco alejada de la cola,
para atender el teléfono y se demora en una conversación que no
parece tener que ver con sus responsabilidades profesionales, etc.
Estos son algunos ejemplos, pero por supuesto hay muchos más.
Casos que, mucho menos que los otros, los fundados en el odio,
justifican una resolución tan drástica como la muerte. Pero era así y
yo nada podía hacer para impedirlo.
Las muertes se multiplicaron hasta un punto en el que el
número de mis “víctimas”, por excesivo e incontrolable, dejó de ser
un dato relevante. Superado cierto umbral, variable según las
naturaleza del evento y sus características específicas, lo terrible
pierde sustancia, o adquiere una entidad menos insoportable porque
carece de la agudeza del número. El espanto se extiende, vasto y
pesado, con una densidad menos concentrada, más abarcadora, como
de carpa de circo colapsada. Salvo aquellos casos emblemáticos,
Moni, Martita, el Turko, que mantenían su punzante identidad, el
resto, cada uno que se agregaba, se fundía en esa sustancia fluida de
aire desplazado.
Como es de suponer, a medida que este proceso se desenvolvía
me fui quedando solo, rodeado de una soledad magnífica en parte
buscada por mí pero también, impuesta por el temor supersticioso
hacia mi persona (en efecto, si bien razones existen —y sobradas—
que justifican ese temor, no hay, por más vueltas que le den,
fundamento alguno que la explique o dé razones), que esos odiosos
acontecimientos generaron.
Una fuerza producida por los impulsos convergentes de mi
voluntad, cuya razón última es el agobio que me causa tanta muerte, y
la de los otros, los demás seres humanos ordinarios, que por supuesto
carecen de este poder, don o maldición que me adorna, crea una
especie de cortina traslúcida que me protege y los protege y a través
de la cual puedo todavía, aunque cada vez con menos nitidez, percibir
el mundo de ellos, tan intenso y veloz, tan diverso al mío, que carece
de sus colores y que se repliega timorato detrás de aquel dosel, mi
pobre mundo en el que tiempo se arrastra con ritmo de babosa.
No sé muy bien porque escribo esto, supongo que estas tristes
páginas aspiran a ser una confesión catártica, algo que tengo que decir
de alguna manera, quizás buscando una expiación insensata, lavarme
de una culpa que tengo pero que no es mía, que me pertenece como
una herencia maldita.
Reflexionando un poco sobre lo anterior, y dado que existe
alguna probabilidad de que estas palabras sean leídas por algún
desprevenido buceador de textos, estimo prudente advertir a ese poco
probable personaje que se abstenga de emitir sobre lo contado y su
forma juicios excesivamente críticos o que pudieran afectar una
sensibilidad quizás muy expuesta. Por las dudas. No quisiera que esta
narración, cuyo propósito podría ser aquella expiación, fuera la
ocasión de otra invisible muesca en la culata del arma inefable que
carga mi absurdo, terrible destino.
El paquetito de Nelo

1. Vida sexual del elefante africano

Se cansó de tocar el timbre y se sentó en uno de los escalones


que anteceden la maciza puerta del edificio. Decidió que era prudente
esperar un rato a ver si el tipo aparecía. Miró el reloj. Eran casi las
seis y media. El micro salía a las diez de la noche. De allí a la
terminal tenía, en colectivo, una media hora, cuarenta minutos. En
realidad no tenía otra cosa que hacer pero, de todos modos, le
gustaría, en vez de estar haciendo nada allí, recorrer un poco las
librerías de Corrientes antes de rumbear para Retiro. Decidió que
esperaría unos quince minutos. Todavía había un poco de luz así que
sacó el diario que había comprado a la mañana, justamente, en Retiro,
al llegar, y que conservaba en la mochila y se puso a leer el artículo
sobre las vida sexual del elefante africano, cuyo título había
brevemente atraído su atención cuando hojeaba el diario en el bar en
el que desayunó. La lectura del artículo le abrió una nueva perspectiva
con respecto a los venerables paquidermos. Son unos bichos bastante
asquerosos, pensó al concluir la lectura que le llevó, según comprobó
al mirar el reloj con la esperanza de haber ya recorrido una buena
parte de los quince minutos acordados con su destino, tan solo un par
de minutos, un poco más , digamos tres minutos a lo sumo. En la
parte de deportes se dedicaba un espacio desproporcionado al triunfo
de Rafaela sobre Belgrano de Córdoba. No podía importarle menos.
Increíble como ha cambiado el fútbol argentino. Rafaela y Belgrano
de Córdoba. Ya no Central y, que se yo, Talleres, que casi gana un
campeonato allá por los setenta. No. Rafaela y Belgrano. Cinco
minutos. Ahora, pensó presa de un súbito arranque de ira sorda y
doméstica, por qué carajo tengo que estar yo perdiendo el tiempo acá
para darle este paquetito de mierda a un tipo que no conozco y porque
me lo pidió el pelotudo de Nelo, a quién sí conozco pero a quien no
me banco por considerarlo, precisamente, un pelotudo. La llamativa
silueta femenina que se insinuaba en la esquina y que ganaba
definición y consistencia a medida que se aproximaba confirmando su
atractivo a cada paso, lo sacó de aquellos agitados pensamientos. La
joven se detuvo frente a él y cuando lo vio interrumpió súbitamente el
gesto de buscar la llave en la cartera. Así parada con el torso girado a
la izquierda por el impulso congelado del brazo derecho que buscaba
el interior de la cartera que colgaba del hombro opuesto, se quedó
mirándolo unos segundos con gesto escrutador y desconfiado. Te
puedo ayudar en algo, preguntó todavía con la mano en la cartera y la
mirada escrutadora. Pensó que estaba buenísima, que hacía mucho
que una mina tan fuerte no le dirigía la palabra. Las chicas con las que
alternaba y en general las mujeres de su pueblo no estaban tan buenas,
salvo quizás Clelia y, siguiendo la convincente tesis de su amigo Toto,
alguna otra mina de la aristocracia local que le dirigía la palabra.
También estaba la flaca que atendía la boutique de Ali. Para ser justo,
podría contabilizarse algunas más, pero todas ellas, incluidas Clelia y
la flaca de la boutique, tenían su belleza banalizada por el efecto
desgastante de la cotidianeidad pueblerina. En esta evaluación no
entraba por supuesto Tania, que calificaba en otra categoría. A Tania
la amaba. En todo caso, esta estaba muy, muy buena. Ensayó su mejor
sonrisa. No sé, a lo mejor sí. Tengo que entregar un paquetito que un
amigo le manda a un señor Durante, dijo leyendo el nombre escrito
con birome en la envoltura del paquetito, que, según me dice, vive
aquí en el tercer piso pero estuve dándole al portero eléctrico y parece
que el tipo no está.
Lo estaba esperando… ¿Un “paquetito”?, ¿para Al?. Sí, no sé,
no sé si se llama “Al”, en todo caso Durante del tercero. Sí, sí, es Al.
Es una pieza de no sé qué aparato que un amigo en común, Nelo, le
consiguió y como yo venía para acá… Pensó que tenía que aclarar lo
del paquetito porque le parecía que su historia justificaba suspicacias,
o porque la mirada de la mina, cuyo sesgo escrutador no había cedido,
lo hacía sospechoso. De todos modos, estimó que sus esfuerzos
podrían haber sido en vano o aún contraproducentes, dado que su
oscura explicación podría dar pié a más dudas y temores que los que
intentó disipar. La muchacha tenía los tres primeros botones de la
blusa desprendidos y el espacio que se abría dejaba ver la parte
preliminar de un maravilloso par de tetas. Mientras le hablaba no
podía dejar de mirar ese espacio, concentrándose en el área de
frontera, la raya que marca el límite a partir del cual se abren las dos
mórbidas elevaciones. Sabía que estaba siendo obvio y grosero pero
ese abismo lo atraía como una fatalidad. En un punto la mina hizo
como que se acomodó la blusa pero sin cambiar los niveles de
exposición, sólo como un gesto testimonial. Sí, dijo, Al siempre anda
jodiendo con esas cosas, acompañando el concepto con un revoleo de
la mano derecha, ya liberada del bolso. Vení, pasá, vamos a ver si
está. Okey, dijo levantándose.
La joven introdujo en la cerradura una llave que le pareció muy
pequeña para el macizo aspecto de la puerta. La abrió con algún
esfuerzo. Cuando se cerró pesadamente por efecto del resorte
neumático el espacio se llenó de una niebla amarillenta, producto de
unas lamparitas de escasos watts que desde las paredes laterales solo
se iluminaban a sí mismos y difundían esa sombra pergaminosa. El
ascensor descendió ruidosamente. Era uno de esos pintorescos
ascensores jaula. Abrir sus puertas tijera fue otra operación
demandante para la que intentó colaborar, sin éxito, porque el
desplazamiento interno de la segunda puerta tenía un truco que él
desconocía: cuando a mitad del recorrido se trababa, había que tirar
hacia fuera y los mecanismos recuperaban el mínimo de fluidez
necesaria para favorecer el resto del recorrido. La joven completó la
tarea y entró en el cubículo seguida por él. Durante toda esa
operatoria y mientras el ascensor se elevaba dubitativamente, no
intercambiaron palabras y permanecieron parados hombro a hombro,
escuchando el rugir lento y vagamente ominoso del motor del
ascensor. Solo cuando el aparato se detuvo y él se adelantó para abrir
la puerta superando con eficacia el ya conocido obstáculo, empujando
la manija hacia afuera, comentó: Che te agradezco porque ya me
estaba por ir y no hubiera podido cumplir con el amigo este…. Sin
responder la mina avanzó por el sombrío espacio que se abría ante
ellos. La módica y grisácea luz que les permitía mal que mal
vislumbrar el pasillo provenía de una claraboya que se abría en el
extremo del corredor a sus espaldas, a una altura que le pareció
exagerada. Cada dos pasos, más o menos, había, de uno y otro lado
una puerta, igual a la anterior y a la opuesta, salvo por el número
colocado sobre las mirillas. A medida que avanzaban la luz se hacía
más tamizada y gris. Eran muchas puertas, demasiadas. Se detuvieron
frente a la número 38. Concluyó sin proponérselo, siguiendo una
lógica destilada insensiblemente en su mente por la experiencia de
alojarse en hoteles del sindicato de su papá, en sus vacaciones
infantiles, que el “3” era por el tercer piso, y el “8” porque era el
octavo departamento del piso. Sin embargo, creía haber visto en su
derrotero mucho más que ocho puertas, el doble al menos, quizás el
triple. Si bien a la derecha de la puerta 38 había un botón que tenía
todo el aspecto de un timbre, la joven golpeó la puerta con los
nudillos tres veces, produciendo un ruido desproporcionadamente
elevado, casi estruendoso, cada vez. Además había eco, con lo cual al
segundo golpe se superponía el eco del primero y al segundo el del
tercero en una especie de canon percusivo que se prolongó algunos
segundos. Después gritó “Al, soy yo, Bea”, pero vaya uno a saber por
qué acústicas razones, el eco esta vez fue menos intenso. Luego del
breve silencio que obtuvo como respuesta, entonces sí, tocó el timbre
y se escuchó apenas como sonaba su chicharra en un remoto rincón
del departamento. Esperaron aún un rato, expectantes. Tomó nota de
que se llamaba “Bea”, ¿Beatriz?. Al, evidentemente, no estaba.

2. Exocet

—Las mejores minas son las hijas de la aristocracia o, a lo


sumo, las de la alta burguesía— dijo Toto una vez que nos
recuperamos de la conmoción causada por el espectáculo que nos
ofrecía el culo magnífico de Clelia, enfundado en un jean celestito, de
marca, de muy buena marca, no sé, Calvin Klein, Armani, algo así,
alejándose por Junín, perdiéndose entre a la vez oscura y colorida
multitud que a esa hora, cuando ya hacía un buen rato que se había
interrumpido el tránsito y Junín era por tanto peatonal, se derramaba
por el asfalto todavía tibio.
—No digás boludeces, respondió Néstor, irritado.
Yo, por supuesto, pensé en Tania, el objeto de mis desvelos.
Ella no era hija de la aristocracia ni de la alta burguesía. En todo caso,
pertenecía, como yo, supongo, a la pequeña burguesía. Tania no
estaba tan buena como Clelia ni creo que tuviera jeans de alta gama,
como los que lucía Clelia y con los que nos había obnubilado desde
que la vimos asomarse por la esquina de San Lorenzo, hasta que se
perdió entre la opaca multitud, perturbación de la que solo estábamos
saliendo ahora, gracias al provocador comentario de Toto. Tania, a
pesar de esas carencias vis a vis Clelia y otras miembros femeninos de
la aristocracia y la alta burguesía, era para mí la reina del universo.
No podía concebir que existiera mina mejor que Tania. Estaba
obviamente enamorado y en la etapa más sensible del proceso,
cuando la realización de ese amor se presenta lejana, pero no
imposible, cuando las probabilidades parecieran tender a reducirse
pero todavía hay un espacio promisorio, una luz más o menos discreta
en la ventana, pero que, según de qué lado sople el viento, puede
abrirse e iluminarlo todo o cerrarse y apagarse para siempre, dejando
a uno sumido en la oscuridad sin significante de una angustia, así,
innominada, ansiosa y centrípeta.
—No es una boludez— respondió Toto a la reprimenda de
Néstor —es fáctico. No hace falta más que aprovechar este
espléndido muestrario que nos ofrece la calle Junín a esta ahora,
desde acá, esta mesa en la vereda del Exocet.
Exocet era el nombre de unos misiles de origen francés que se
lanzaban de los aviones Super Etandard, también franceses, que
habían sido utilizados con éxito por nuestras fuerzas armadas, más
precisamente, por la Armada, en la guerra de Malvinas, del año
anterior. A pesar de que gracias a esos fabulosos artefactos bélicos
fruto del ingenio francés, logramos hundir alguna importante nave
enemiga, no se pudo evitar la más o menos oprobiosa derrota por
todos conocida a manos de los infames ingleses. Supongo que en
homenaje a esta eficaz arma y, de alguna manera oblicua, a los
muchos pibes que lucharon y murieron en aquella surrealista
contienda (muchos de ellos paisanos nuestros), a los empresarios que
abrieron esa confitería se les ocurrió ponerle ese hiperbólico nombre.
Más allá de los pruritos que pudiera generar esa denominación en la
sensibilidad de algunos espíritus, como el boliche estaba muy bien
ubicado, gozaba de un amplio frente vidriado sobre Junín, entre San
Lorenzo y Catamarca, a una cuadra del punto más cenital del centro
social y comercial de la ciudad (el idiosincrásico cruce de Junín y
Córdoba), tenía una más que razonable concurrencia. A esa hora
estaba lleno. Allí estábamos nosotros, en una de las mesas de la
vereda, Toto, Néstor y yo, los tres ubicados de espaldas al ingreso y
de frente a la pasarela asfáltica, Néstor en el medio y Toto y yo a los
costados, medio sesgados con relación a la mesa, lo que nos
complicaba el acceso a los manises y papa fritas dispuestos en poco
generosos platillos, tomando cerveza (Néstor y yo) y agua tónica con
hielo y limón (Toto).
—No hay más que mirar. Acá pasan chicas de todas las clases
sociales, proletarias, lúmpenes, campesinas, las diversas categorías de
burguesas y aristócratas. Muchas están buenas. Mirá esa morochita de
minifalda colorada, esa, la empleada de los Rebagliatti, está
buenísima, sin duda. O mirá, ahí viene la Mirna.
La Mirna efectivamente estaba pasando delante nuestro, nos
reconoció y nos dirigió un simpático saludo que consistió en agitar la
mano derecha en nuestra dirección mientras agrandaba los ojos y
acomodaba una sonrisa quizá exagerada y un poco artificiosa.
Respondimos el saludo los tres, incluido Toto que interrumpió a ese
efecto su discurso, para después seguir.
—Es bastante gronchita, pero tiene un lomazo. Hay muchas
minas buenas, pero, ¿cuáles son las mejores?. Desde que estamos acá
sentados, ¿cuál es la que nos conmovió unánimemente, dejándonos
embobados, sin poder hablar ni pensar, sin control sobre los músculos
de las mandíbulas que se abrieron en un gesto lelo, provocando el
desprendimiento de hilos de baba que se derramaron sin control por la
comisura de los labios? La Clelia Benítez Duero. ¿O no?— terminó
Toto mirándonos alternativamente a Néstor y a mí, esperando una
respuesta.
—Sí —dije yo, porque no me iba a poner a hablar de Tania con
ellos en ese contexto, digamos, geográfico y también conceptual: no
venía a cuento. Además de que sí, tenía razón.
—Yo me quedo con la empleada de los Rebagliatti —dijo
Néstor.
—Eso no es verdad, eso no es verdad — replicó agitado Toto,
— lo decís para llevarme la contra. Pero si tuvieras que elegir, ya no
casarte, no comprometerte para toda una vida, sino para pasar una
noche de pasión entre la chinita esa, — dijo Toto, rebajándose a un
tono despectivo que me disgustó un poco —o con Clelia, ¿a quién
elegís?. Si me vas a mentir mejor no me contestés —se apresuró a
concluir Toto.
—Elijo a la empleadita de los Rebagliatti — dijo Néstor
después de un breve silencio reflexivo.
—Andá a cagar —concluyó Toto.
Se abrió un espacio de silencio que quise aprovechar para
informarles sobre mi próximo viaje a Buenos Aires, pero súbitamente,
Toto retomó la palabra.
—Además —dijo— la superioridad de las niñas de la
aristocracia, no es caprichosa, no es que son lindas por gracia divina,
por portación de apellido. Lo son por dos órdenes de razones —
agregó Toto empezando a usar ese tono doctoral o profesoral que
tanto irritaba a todo el mundo. Hay factores digamos materiales, la
plata por supuesto, y el tiempo, que no sé si es material pero por
razones de simplificación analítica podríamos consentir ubicarlo en
esa categoría. Estas minas se pueden comprar los mejores productos
de belleza, las cremas y tratamiento más caros y efectivos, pueden
pagar a los mejores cirujanos plásticos, las mejores peluqueras o
peluqueros, se compran las pilchas más a la moda y de mejor calidad,
van al gimnasio, pagan personal trainers. En fin, todas cosas para las
que las chicas proletarias o de la petite bourgoisie (esto también
molestaba en Toto, eso de intercalar en su discurso palabras en francés
u otros idiomas distintos del universal castellano cuando no había
estrictamente necesidad, porque, por ejemplo, en este caso, podía lo
más bien haber dicho “pequeña burguesía”, en español simple y
accesible para todos. Toto era así). No es posible porque no tienen
plata ni tiempo. Pero, además, hay otra variable que se suele soslayar:
el factor genético. Las familias de la aristocracia y de la alta burguesía
incorporan selectivamente ejemplares sobresalientes de otras clases
sociales a través del matrimonio con miembros de la propia clase que
por ahí no son tan agraciados físicamente, permitiendo el
mejoramiento de la, digamos, subespecie. En fin, tampoco esto es
muy novedoso, está en Darwin. Siempre va a ver un vaguito proleta,
despierto, saludable, lindo y bien dotado dispuesto a casarse con un
niña de sociedad por más que sea un bagayo para pegar el salto social
y económico, lo que se conoce como el braguetazo. Abundan
ejemplos. Lo mismo los pibes, si hay algún aristocratito fulerón, con
poco empeño se las arreglará para encontrar una diosa más o menos
proletaria bien dispuesta hacia su modesta persona y que asegurará el
mejoramiento genético de la prole. Acá tenemos ejemplos cercanos,
dijo con un dejo sarcástico Toto, quizás aludiendo oscuramente a la
Martita, la prima de Néstor que estaba buenísima y que un par de años
atrás se había casado con un heredero que no solo era muy feo sino
además medio tarado. En todo caso Néstor no se dio por aludido y se
llevó a la boca, imperturbable, el último puñadito de manises
disponibles. Salvo estas situaciones de incorporación selectiva
motivada como dije en la necesidad de mejorar la subespecie y, de esa
manera, reafirmar su poder, en este caso, el poder en el campo
simbólico y de representación, las chicas de la aristocracia y de la alta
burguesía, para nuestro pesar, solo salen —y cogen— con los de su
clase.
—Eso pasa aquí porque todavía no tuvimos revolución
francesa, seguimos en el feudalismo. En Europa, más precisamente,
en Francia —para hablar de un país que conozco un poco, solo por
mis lecturas, porque en la puta vida estuve allí—, donde, obviamente,
tuvieron revolución francesa y no solo eso, tuvieron también el mayo
francés, es distinto. Allí, si bien hay una sociedad muy estratificada y
con escasa o nula permeabilidad entre clases, hay un piso de pobreza
elevado y considerable seguridad económica. El sexo, que ha perdido
—debido a la proliferación y difusión de eficaces métodos
anticonceptivos— su vínculo con la reproducción, ya no goza allí de
esa condición de valor de cambio para la salvación económica o el
ascenso social que tiene entre nosotros. El efecto de estos desarrollos
es la liberalización sexual. Allí se coge porque es lindo, el sexo pierde
sacralidad, misterio y el sesgo económico o de poder que en un
contexto feudal como el nuestro conserva, porque
acá sigue en buena medida atado a la reproducción y, sobre todo,
todavía cotiza en el mercado social. Allí, en Francia, a la mina le
gusta un tipo y se lo voltea sin protocolos ni tediosos rituales y está
todo bien, nadie juzga ni condena, nadie pierde ni gana nada, salvo los
directamente involucrados que ganan, sí, un momento de sana alegría,
el sexo se reduce a su expresión más lúdica y, diría infantil, es solo
placer, goce, momento autónomo, sin antes ni después significativos.
Esto, dicho así parece una desarrollo valioso, un progreso, un estado
de cosas más justo, si quieren ponerlo en términos…¿morales?. Pero
la situación reconoce algunas aristas complejas. Michel Houellebecq
sostiene en un libro que se titula Extension du domaine de la lutte la
tesis de que la liberalización sexual tiene los mismos efectos
estructurales que la liberalización económica. Es decir, así como la
liberalización económica, el así llamado, para seguir en el registro
francés, laissez faire, laissez passer, hace que los ricos sean cada vez
más ricos y los pobres cada vez más pobres, el efecto de la
liberalización sexual es que solo cojan los mejor dotados para el sexo:
los más bellos. Paradójicamente, como consecuencia de la
liberalización sexual, el tipo o la mina que son feos, poco atractivos,
allí no cogen en su puta vida. Es un poco el tema de esa novela de
Houellebecq, cuya lectura aconsejo no solo por que contiene estas
sabias enseñanzas, sino además por sus innegables valores literarios.
En un sistema feudal precapitalista, premoderno, pre revolución
científica, pre revolución industrial, como el que vivimos en estas
olvidadas playas fluviales, la persistencia de valores como la
virginidad, la sacralidad del matrimonio, la estigmatización del
adulterio, la seguridad económica, el progreso social, benefician a
esos pobres desgraciados; esos vetustos valores e instituciones
ofrecen a estos personajes oscuros chances de, por ahí, enganchar
algo bueno. Fijate sin ir más lejos, el caso de Ramoncito Díaz Vence,
que se casó nada menos que con Martita, la prima acá de nuestro
amigo Néstor. Esa tremenda diosa se termina casando —y supongo
que, por lo tanto, cogiendo, al menos, de tanto en tanto—, con ese
energúmeno, un pobre muchacho que si viviera en París, Grenoble,
Lyon, o qué sé yo, Tarascon, a pesar de su mucho dinero y status, solo
podría encontrar adecuada canalización para sus pulsiones venéreas a
través de la vieja e higiénica paja. O pagar prostitutas, que es una paja
más sofisticada, pero también más cara y menos higiénica.
Todo esto es lo que podría haber dicho yo, en esa ocasión,
complementando la bastante lúcida disquisición de Toto sobre sexo y
poder, si se me hubiera ocurrido entonces o si hubiera tenido la
información que ahora tengo y entonces no tenía. En fin, esto que
narro sucedió a inicios de lo ochenta y, por ejemplo, Extension du
domaine… se publicó en 1994 y yo lo debo haber leído ya avanzados
los años cero. En todo caso, aquel día en Exocet no dije nada de
aquello sino que, aprovechando que a Toto se le había terminado la
cinta y que Néstor no parecía interesado en engancharse en una
polémica sobre el espinoso tema (a él le interesaban más que nada la
cuestiones de la plusvalía, la alienación, la lucha armada, la
revolución, esas cosas), aproveché para contar lo de mi próximo viaje
a Buenos Aires.
—¿Vas y venís en el día? Imposible, cada viaje —ida y vuelta
— dura 12 horas, solo de viaje tenés un día entero —dijo Toto con
ánimo de hinchar las pelotas.
—Por qué no te quedás unos días en lo del Flaco, tanto como
para amortizar el viaje — preguntó Néstor.
—No, no es ese el problema, también me podría quedar en lo
de mi tía Mota, pero tengo que estar aquí de vuelta el miércoles para
la clase de Albelanda, no quiero que me vuelva a bochar.
En realidad no era tan importante lo de la clase del viejo, el
caso era que la lección del maestro Albelanda terminaba justo cuando
Tania salía del trabajo. Ella solía demorarse con su amiga Sonia en
Plinio, el barsucho que estaba frente a la facu, tomando café y
charlando después del laburo, haciendo tiempo para la clase de
Pestoia. Esa era la oportunidad semanal que yo tenía de verla y, en el
mejor de los casos hablar un rato con ella. Me parecía que en los
últimos miércoles, en particular los últimos dos, había hecho
progresos y que las cosas estaban maduras como para intentar ese
miércoles, el del necesario regreso, un salto de calidad en nuestra
relación. El sábado siguiente estaba Piazzolla con su quinteto y,
crease o no, Teresa Parodi como cantante, en el Teatro Vera, y yo ya
tenía dos entradas, platea, fila 8, del lado de los pares, en las que
había gastado buena parte de mis precarios ingresos.
—Es un rompedero de huevos. ¿Y para qué tenés que ir que no
entendí? —inquirió Toto.
—Le llevo un certificado de no sé qué del viejo al gestor que le
está tramitando la jubilación. Lo necesita urgente y en el correo no
garantizan que llegue a tiempo, y el viejo siempre le desconfía al
correo…. Sí, es un garrón.
—Y además de ver al gestor ese... qué vas a hacer, porque entre
que llegás y salís tenés como diez, doce horas.
—Nada, boludear, como siempre. Por ahí lo llamo al Flaco…
Fue entonces que apareció, sin que yo lo viera venir, por mi
espalda, el pelotudo de Nelo, que no sé bien por qué es amigo de
Néstor y escuchó que me iba a Buenos Aires y me mangueó lo del
paquetito y la puta madre que lo parió a Nelo y al paquetito.

3. T.A.T.A.

Antes, me acuerdo, cuando era chico, viajábamos en Chevalier. No sé


qué pasó con esa empresa, probablemente quebró o dejó de hacer esa
ruta. Después, durante bastante tiempo, fue T.A.L.A., que, creo,
quería decir algo así como Transporte Automotor del Litoral
Argentino, la favorita para ir a Buenos Aires. Ahora, desde hace un
tiempo, el monopolio de nuestra preferencia parece tenerlo esta
empresa T.A.T.A. que no sé qué quiere decir, en particular la segunda
T, por que el resto debe ser igual a la otra, a T.A.L.A. Transporte
Automotor
¿Torpedos Asesinos? ¿Trépido Asfalto? ¿Térmico Acondicionado?
¿Transexuales Argentinos? ¿Tiempo Ausente? ¿Transa Anal? ¿Te
Amo?, ¿Todo Ahora?
¿Toda Adentro?
El que sabía era Jorge, no sé bien porqué, pero una de sus
aficiones o uno de sus campos de expertise era el transporte
automotor de pasajeros de larga distancia. Si querías saber por qué
empresa de colectivos de larga distancia viajar, a cualquier lugar, el
que sabía era Jorge. Y seguramente fue Jorge el que en su momento
dictaminó que entonces, para ir a Buenos Aires lo mejor era T.A.T.A.
y empezamos a viajar por T.A.T.A.
Llegaba tarde así que corrí desde la parada del bondi, que me
dejó en Libertador, hasta la terminal y, una vez que comprobé en el
cartel electrónico que mi unidad estaba anunciada en el andén dos mil
trescientos cuarenta y siete o algo así, en todo caso, allá, bien al
fondo, retomé mi carrera dando muestras de una capacidad anaeróbica
que ignoraba y que, en realidad no tenía, y que debería ser atribuible a
la adrenalina que se derramaba sobre mi sistema límbico, estimulado
ante la perspectiva de perder el ómnibus y tener que pasar la noche en
Buenos Aires. Igual llegué tarde, acababan de cerrar las puertas y tuve
que darle unos golpes justo antes que el mastodonte metálico se
empeñara en sus primeras pesadas maniobras. Qué pasó nene, te
quedaste dormido, me dijo el asistente del chófer o chofer de relevo
cuando me abrió la puerta. El tono en que pronunció esas palabras y,
diría, las palabras mismas, reconocía un registro de cierta
ambigüedad, navegando entre la burla descomedida y el retruécano
simpático. Daba para que uno respondiera mandándolo a la mierda o
agradeciéndole con una sonrisa la gentileza de haberme dejado subir a
pesar del retraso. Por razones de comodidad, supongo, opté por la
segunda respuesta.
Tenía el 15 A, ventanilla. Los pasajeros ya instalados me
miraron con disgusto, o eso me pareció. Caminando por el pasillo solo
se veía sus cabezas que eran, en la lenta fugacidad de mis pasos, más
o menos iguales unas a otras, todas con los ojos apuntando a mi
humanidad con un rictus de desaprobación, aún de recriminación, en
los pliegues de los párpados y la comisura de los labios. O eso me
pareció. Como mi asiento no estaba tan alejado, la experiencia fue
breve y no dejó marcas en mi ánimo. Me dio en cambio una gran
alegría descubrir que el asiento 15 B, pasillo, estaba libre. De todos
modos, no había que cantar victoria porque suele pasar (me pasó más
de una vez) que de golpe el ómnibus se detiene a la salida de Buenos
Aires, no sé, en Munro o en un lugar así y sube gente y justo cuando
uno empieza a estirarse y ponerse cómodo para enfrentar con alguna
ventaja a las temibles fuerzas que tratan de impedir nuestra conquista
a las tierras de Morfeo, de golpe nos vemos privados de ese
preciosísimo espacio, ocupado ahora, para mayor desgracia, por una
gorda charlatana de culo enorme o un viejo calladito pero con olor a
pis.
Coloqué mi mochila en el portaequipaje y noté, solo entonces, lo
liviana que había quedado sin el paquetito de Nelo. Decidí no
hacerme muchas ilusiones con el asiento libre pero de todos modos
acomodé mi cuerpo tratando de ocupar el mayor espacio posible,
dispuesto a disfrutar al cien por cien el privilegio del doble asiento, al
menos hasta que en Munro o donde fuera suba la gorda culona o el
viejo meado.
Por la ventanilla entraban pedazos de la ciudad, veloces y
grises. El bajo, la costanera con un río que apenas se adivinaba, una
ciudad que me costaba reconocer como Buenos Aires. Después
autopista y la gran ciudad desgajándose en suburbios (gracias Borges,
aunque esto no era el Sur, sino el norte, así, con minúscula). La
oscuridad externa y una leve luz azulada en el interior del ómnibus, de
misteriosa fuente, hacía que mi cara se reflejara en el cristal de la
ventanilla, superponiéndose al módico paisaje que ya empezaba a ser
llanura oscura. Tania. Las manos de Tania que vuelan como
golondrinas carnosas cuando habla, manos con vida propia que no
necesariamente acompañan lo que dice, énfasis o matices autónomos,
sin significado o comunicándose en un idioma distinto e inaccesible.
La boca de Tania, sus labios, sus dientes, su lengua rosada y mis
ansias de beber licuados sueños dorados de esa boca. Comprobé una
vez más que no podía imaginarme haciendo el amor con Tania.
Ejercicio que en cambio era muy sencillo con relación a otras
mujeres. Sería, pensé en clave romántica —cursi, si se quiere—, que
con ella se trataba de “hacer el amor” y con las demás de tener sexo.
Se había apagado o extinto la luz interior del ómnibus y ahora la
oscuridad era casi total, solo algunos puntos de luz dispersos en el
extendido paisaje interrumpía tímidamente la penumbra universal.
Me acordé de un pensamiento que creía, acertadamente, era de
Unamuno, sobre la muerte. Era el epígrafe de un artículo de Trillo y
Dolina, que habría leído en la Humor, es decir, en la “Hum®”.
Sostenía, más o menos, que si la muerte es, como en general creemos,
el final de todo, debíamos vivir de modo de que la muerte fuera
injusta. Cuando lo leí lo encontré extraño y, por algún motivo que no
alcanzo a identificar, había quedado dando vueltas por ahí, entre
circunvalaciones y lóbulos, hasta que reapareció ahora, en el primer
plano de mi poco organizada conciencia. Mi reflexión era más o
menos así: es injusta, según Unamuno, si sucede cuando estamos
haciendo algo valioso o lo estamos intentando. Por ejemplo, yo estoy
tratando de ganar el corazón de Tania, si muriera ahora, cuando la
realización de ese amor está aún constituido por el vaporoso material
de la ilusión, sería una muerte injusta. El corolario es que hay una
muerte justa. Si, por ejemplo, muriera después de que Tania
respondiera positivamente a mis requiebros amorosos, después de que
ella se enamorara de mí en un grado similar o aproximado al que
registra mi amor por ella, después de haber logrado por fin beber esos
licuados sueños, etc, y hacer todas esas cosas que quería hacer con
ella, incluido el amor, que es la más misteriosa porque, como dije, no
logro figurarlo, sus formas y sensaciones no consienten el brumoso
material de la ilusión, entonces esa muerte sería justa. Probablemente,
porque a aquel momento de gloria solo podía seguir el dolor de su
pérdida, o de su progresiva erosión, piedra que se vuelve arena,
castillos de arena, pero de arena seca, que no prende, muros y torres
imposibles. Fui brevemente consciente de que esos razonamientos
eran inconsistentes, si no sofísticos.
Recordé otra reflexión sobre la muerte que, según creía, es de
Kafka. Responde a la cuestión sobre el sentido de la vida y afirma que
el sentido de la vida es que la vida se termina. Me pareció genial.
Estaba seguro de que no la entendía, o de que mi corteza cerebral era
sólo capaz de penetrar apenas algún aspecto, seguramente el más
superficial y banal de la reflexión, que intuía era de insondable
profundidad y expresión de una verdad sólida y caliente como el sol.
El sol en realidad, es caliente, pero no es sólido, es gaseoso, según
dicen. Pero lo que sí es cierto es que también se termina, se resuelve
en un agujero negro, increíblemente. Es en absoluto irrelevante la
justicia o injusticia del evento, del no evento, de la inclasificable e
incalificable circunstancia que es la muerte. La vida, como el sol y
como todo, se termina y basta, eso no está bien ni está mal. Hasta esa
proposición (“no está bien ni está mal”) carece de sentido aplicada a
la muerte. ¿Qué es la vida, amigos? Es algo que se termina, ergo, ese
fin, a la sazón, la muerte, es lo que da significado a ese espacio de
tiempo y materia que llamamos vida. “Agujero negro” me parecía y
me parece una fórmula genial. Seguramente se le ocurrió a un
astrónomo, a un astrofísico, a Hawkins o a Penrose, a uno de esos,
pero es digna de un gran poeta. Otra buena atribuida a esa categoría
de científicos es “materia oscura”. Genial. La podría haber pergeniado
Elliot, Pound, e e cummings, Octavio Paz, alguno de esos. La muerte
de una estrella es un agujero negro. La muerte nuestra, nuestra
humana muerte, nuestra muerte animal y biológica es nada. Agujero
vacío en el vacío. Allá vamos y eso es lo que explica todo, si hay algo
que explicar.
El móvil de la empresa T.A.T.A. penetra la oscuridad con una
estela luminosa invertida, contra natura, que lo antecede, a una
velocidad que solo percibo en el ronroneo del motor y en algún leve
bamboleo paquidérmico que lo sacude de tanto en tanto. Compruebo
que a esta altura ya deberíamos haber superado Munro o uno de esos
proletarios puestos del conurbano en el que podría haber subido la
gorda del enorme culo o el viejo de la olorosa orina. Esa constatación
me provoca una felicidad estúpida. Trato de darle sentido pensando en
Tania, sus manos golondrinas, su sonrisa de viento, viento que
erosiona la roca, que arrastra la arena, arena seca con la que construyo
un castillo con muros y torres que se derrumban antes de elevarse.
Si el sentido de la vida es que se termina, la vida es esto que
hay, el espacio que se abre entre aquella comprobación y la muerte,
que, como sabemos, puede llegar en cualquier momento, de un
segundo al otro. En la ventanilla solo hay oscuridad apenas
interrumpida, aquí y allá, por puntos luminosos dispersos
caprichosamente en ese espacio también arbitrario y fugaz que
encuadra la ventanilla. Cierro los ojos y los puntos luminosos se
resuelven en manchas fluorescentes vagamente violetas que recorren,
lentas y pesadas, otra oscuridad, una penumbra íntima y falaz. Una
serie de imágenes confusas que giran, sobre todo, alrededor del ojo
legañoso y maloliente de un animal muy extraño pero que yo sé que
es un elefante, y los pechos de Bea expuestos en el nivel adecuado,
blancos y reclamando caricias pero que en realidad, como son de
arena, sé que ni bien mis dedos se posen en ellos colapsarán en miles,
millones de granos de dorada arena que arrastrará el viento, esas
imágenes, digo, me alertaron que estaba por dormirme. Pensé
atolondradamente en Tania, sus manos, su boca, etc. Quería soñar con
Tania.

4. Clases de catecismo

Bea entra y manotea sin mirar pero con quirúrgica precisión la


perilla de la luz del hall. La luz que se vuelca leve de un plafón
circular de yeso en el techo, compite en raquitismo con la que
provenía del pasillo y que ahora, al cerrarse la puerta, supongo que
por algún movimiento también fugaz y exacto de Bea, es toda la luz
con la que contamos, porque más allá del hall de entrada, en el que
me puedo ver confundido y despeinado en un espejo oval que inquieta
(thanks again, Georgie) detrás de un perchero de madera, de esos que
se resuelven en elegantes ganchos con forma de signos de
interrogación, los otros espacios del departamento nos arrojan una
oscuridad tibia y olorosa a humedad, encierro y a algo más, algo
rancio y terrible. Esperá acá, me dice Bea y se lanza a esa penumbra
un poco ominosa. Al, Al, sigue gritando, no convencida aún de la
ausencia de nuestro inadvertido anfitrión. Me quedo solo escuchando
los pasos de Bea que recorren misteriosos espacios. Llega el eco de
una luz producto de alguna lámpara recientemente encendida o,
quizás, de alguna cortina que se abre en una recóndita ventana.
Aprovecho para buscar el paquetito que me dio Nelo para el tal
Durante, Al Durante, apoyando la mochila en una mesita que, junto al
perchero y al espejo, completan el módico mobiliario del hall. Aquí
está el paquetito, no sufrió daño alguno, el papel madera que lo
envuelve está impecable, como el hilo sisal que lo abraza en dos
sentidos. Tampoco sufrieron daño alguno los sellos de lacre con los
que Nelo tuvo la delicadeza de cerrar el cruce de los abrazos de hilo
sisal. Extraña precaución. Apoyo la poliédrica prenda en la mesita y
espero que vuelva Bea. No vuelve. Escucho pasos leves y nerviosos,
alguno que otro hace crujir la madera del piso, y puertas que se abren
y cierran. Otras luces se encienden o se liberan en ámbitos alejados
del departamento y proyectan sus degradados efectos en el ya familiar
hall. Bea no vuelve. Bea, Beatriz, me animo a llamarla con timidez
pero con un volumen que estimo, en base a un cálculo necesariamente
arbitrario, suficiente para que sea escuchado hasta en la habitación
más alejada del departamento. Bea dice algo, siento su voz ahogada
por la distancia y los tabiques, que modula una frase que no llego a
descifrar. Podría ser “esperá un poco, ya voy” o “dejalo en la mesa del
hall” u otra cosa, estoy adivinando. Me animo a dejar el hall y
avanzar unos metros en territorio incógnito. La habitación contigua
parece ser, por la dimensión y el mobiliario que se insinúa en la
apenas disipada penumbra, un living, o un living comedor típico de
los hogares de la clase media porteña, aunque hay una biblioteca
empotrada que desentona, llega hasta el techo y en sus muchos
estantes parece haber muchos libros, hasta escasos centímetros del
techo, para llegar a los libros del último estante, pienso, es necesaria
una escalera de las altas. Bea, no te escucho, si te parece dejo el
paquete acá en el hall y me voy. Bea vuelve a decir algo que no
entiendo. Noto que la luz ha comenzado a hacerse gradualmente más
intensa. Bea sigue hablando y la escucho con claridad, como que me
habla de muy cerca aunque no la vea, pero no entiendo lo que dice.
Habla mal o habla en otro idioma. La intensidad de la luz sigue
creciendo sin que yo pueda vislumbrar su fuente como tampoco
puedo ver a Bea que me habla o al menos dirige un mensaje oral a
alguien o a algo. No entiendo lo que dice pero intuyo que es algo
siniestro, quizás por las inflexiones guturales y los cambios de
registros de agudos a graves que puntean su singular discurso. El
resplandor ya es enceguecedor, todo es de un blanco tan denso y
brutal que lastima los ojos y la piel. El momento se resuelve
súbitamente en un estallido de silencio, el blanco solar sacude todos
lo sentidos provocando una conmoción en mi cuerpo y en mi espíritu
como el de un big bang fulgurante y doméstico. Por un segundo la
cruel luminosidad se sostiene blanda y palpitante, como una flecha
que alcanzó el punto más alto que le permiten las fuerzas combinadas
del impulso originario y la resistencia de la gravedad y se detiene
brevemente antes de iniciar su inevitable descenso. La intensidad de
la luz decae y la penumbra ocupa el espacio vacante. Poco a poco, a
medida que lo permite el nivel luminoso y la más lenta contracción de
mis pupilas, las cosas recuperan sus formas y colores. También
vuelven los ruidos, que no son las misteriosas palabras de Bea sino el
ruido de fondo que normalmente no percibimos y que en contraste
con el silencio blanco del big bang asume una entidad de bramido
umbroso, diverso en su monotonía de lejanos ruidos cotidianos.
Contradiciendo mi pasiva expectativa, ese extraordinario movimiento
no se detiene donde había comenzado y la oscuridad sigue avanzando,
lenta y voraz, aún sobre la tímida luz que lamía las cosas en el
momento en que ingresé al living. Compruebo eso y al mismo tiempo
tomó conciencia de que el equívoco ruido de lejanos motores y
bocinas, campanas eclesiales, discusiones de vecinos, aumenta poco a
poco su volumen. Todo es extraño y ominoso. Me asfixio, transpiro,
tengo miedo.
—Bea, qué pasa —grito. Y mi grito aumenta su intensidad en el
momento en que lo lanzo, al ritmo del incremento general de los
plurales sonidos que me llegan. Cuando la oscuridad finalmente es
universal y única, cesan los ruidos y retomo alguna calma y control
sobre mí. Me doy cuenta de que regresó el silencio blanco, que ahora
es negro como el aire que me rodea. Vuelvo a llamar a Beatriz, para
comprobar algo que todavía no sé qué es, y noto que mi voz no suena
o al menos yo no la escucho. Resuelvo que tengo que salir de allí,
tengo que dejar el departamento de Al, recorrer el largo y misterioso
pasillo hasta el ascensor, recordar que la puerta se traba y que para
destrabarla hay que tirar para afuera, abrir la maciza puerta de ingreso
y salir al aire y a la luz crepuscular y a la del alumbrado público que a
esa hora compite con la última reverberación solar, la de los carteles
luminosos y los faroles de los automóviles, escuchar los ruidos de
motores y de gente, los familiares ruidos de la ciudad, regresar a la
banal normalidad que desde esta oscuridad silenciosa y total adquiere
un sesgo de maravilla. No debe ser tan difícil; se trata solo de volver
sobre mis pasos, recorrer los pocos metros (seis, siete pasos) que me
separan de la puerta, tantearla hasta dar con el picaporte y listo.
Intento hacerlo pero no sé si logro moverme, siento, íntimo y seco, el
impulso de mi decisión pero también siento que se agota allí, no
percibo el trabajo de mis músculos, definitivamente, no me muevo.
Una duda feroz me ataca de súbito. No sé si tengo cuerpo. Intento
tocarme, tiendo las manos hacia mi pecho, mi cara, mis piernas, o eso
decido, eso ordena mi cerebro pero las señales emitidas no son
adecuadamente captadas por las dendritas neuronales por lo que no
llegan a recorrer los debidos circuitos y mis manos no obedecen o, si
lo hacen, no puedo percatarme porque carezco de sensibilidad. Una
sospecha empieza a abrirse camino a machetazos en la espesa jungla
de mi confusión. Es probable que esté muerto. No veo, no escucho, no
siento, he perdido los sentidos, es decir, ya no tengo cuerpo. Sin
embargo, pienso, mi cabeza, al parecer, continúa trabajando. Esta
comprobación desmiente el aforismo cartesiano. Pienso pero no
existo, no en el mundo de la experiencia, soy, sería, esencia fuera del
tiempo. Si es cierto que morí (qué extraña suena la conjugación de ese
verbo en primera persona en el pretérito simple), esto que queda de
mí, es decir, la capacidad de hilvanar estos esperpénticos
pensamientos, sería mi alma. ¿Pero cómo puede ser que haya muerto?
¿En qué momento, por qué razón? Soy —o debería decir “era”—,
joven y sano. Salvo la esporádica visita al dentista cuando ya no se
soporta el dolor, jamás voy al médico. Una vez, el año pasado, por
una fisura en el cúbito del brazo izquierdo por una caída en un partido
de rugby, defendiendo los gloriosos colores de Sapucay. A lo mejor el
problema fue ese, que no voy nunca al médico. Podría tener una de
esas enfermedades sibilinas que no se expresan a través de síntomas
veleidosos y que operan sigilosamente en las sombras recónditas de la
anatomía. No sé, a veces la gente comenta de muertes súbitas e
inesperadas de personas supuestamente sanas, paros cardíacos,
accidentes cerebro vasculares, aneurismas. Una oportuna visita al
médico podría haber evitado este triste desenlace. ¿Cuándo pasó?
¿Cómo es posible, si fuera el caso, que no me haya percatado de mi
propia muerte, que no haya tenido mínima conciencia de avenimiento
de ese pasaje decisivo? No sé, no puedo acertar a elaborar respuestas
o hipótesis porque me atacan otras dudas. Si estoy muerto y mi alma
sobrevive a mi cuerpo, ¿dónde estoy? Es decir, no creo estar en sitio
alguno, pero esto no parece ser el cielo. Debería ser el infierno.
Aunque tampoco es tan terrible como prescriben los relatos dantescos.
Recuerdo borrosamente que en sus clases de catecismo, la señorita
Flor mencionó una tercera posibilidad de carácter provisorio o
transitorio llamado purgatorio. Supongo —o oscuramente sé—, que
debe ser un espacio en el que se purgan o expían culpas más o menos
menores o veniales, antes de poder pasar al estadio siguiente que
podría o debería ser el cielo, es decir, el paraíso celestial. No sé,
pienso que hubiera sido oportuno prestar más atención en las clases de
catecismo. Considerando todos los aspectos de la situación, estaría
bueno que esto fuera el purgatorio.
Spam

Al principio eran spam normales de esos que ofrecen tratamientos


para la eyaculación precoz o prozac a precios convenientes. A
Santiago le molestaban porque le ocupaban memoria y tenía que
borrarlos cada tanto, operación que siempre lleva tiempo y provoca
fastidio. También lo perturbaba un poco que estuvieran dirigidos a él.
“Santiago, tenemos el tratamiento de elongación peneana que
necesitas” y cosas por el estilo. Seguramente había cometido la
imprudencia de informar su dirección electrónica, que empezaba con
su nombre de pila, a quien no debía, y ahora figuraba en la mailing
list de estos tipos. Suponía que había alguna forma de liberarse de esa
modesta plaga pero anticipaba que las operaciones correspondientes
implicarían conocimientos que no tenía —y que su haraganería le
impediría incorporar— o, más probablemente, la adquisición de
costosa tecnología. Se resignó entonces a encontrar, cada que vez que
abría su cuenta de correo electrónico, a la mañana en su casa mientras
desayunaba y durante el resto del día en su oficina, los simpáticos
anuncios.
Sin embargo, con el correr de los días, notó una peculiar
evolución en el contenido de las ofertas. Advirtió que cada vez los
productos y servicios ofrecidos estaban más cerca de sus demandas
reales o potenciales. Ya no aludían a cuestiones más o menos
abstractas o que podían interesar al público que, en general, accede a
Internet, sino que empezaban a revelar un conocimiento inquietante
de sus necesidades y preferencias. Este desarrollo lo asustó un poco.
Lo comentó, con la discreción que estimó del caso, con conocidos y
obtuvo explicaciones que lo conformaron moderadamente. “Seguro
que vos completaste esos formularios que aparecen cuando te
registrás con alguna cuenta de correo electrónico, o cuando te
suscribís a una publicación, en los que te suelen preguntar sobre tu
profesión, formación, gustos. También debés hacer compras por
internet. Los tipos usan algoritmos que cruzan esa información,
definen perfiles de consumidor y distribuyen sus ofertas en función de
estos…”, le explicó uno que, según alegaba, sabía de marketing
electrónico y esas cosas. Si bien Santiago no recordaba haber
incurrido en esas conductas, tampoco podría descartarlo, así que se
quedó más tranquilo.
No obstante, el anuncio que recibió sobre el regalo para su
madre, no dejó de sorprenderlo. “Santiago, sabemos cual es el regalo
que estás buscando para tu mamá!”, rezaba el título del mensaje. En
efecto, se acercaba la fecha del cumpleaños número setenta de su
madre, y Santiago quería hacerle un regalo especial, importante, algo
que la conmoviera. No era cosa sencilla porque se trataba de una
mujer difícil de conformar. Tenía la espantosa virtud de hacerle sentir
que todo lo que hacía o podía hacer era equivocado o despreciable.
Ese efecto lo lograba con gestos mínimos, económicos: un girar de su
estupenda cabeza, un revoleo de los ojos, un aleteo de sus blancas
manos. No resistió la tentación y abrió el correo. El texto del mensaje
repetía el título e incluía el logo de la empresa proveedora, que se
llamaba “Aladdin. com”, y el slogan que era “nos anticipamos a tus
deseos”. Luego invitaba a ingresar a su sitio web para obtener
mayores detalles, para lo cual había que hacer clic en el ícono que
representaba una de esas lámparas de aceite que todos reconocemos
como la lámpara de Aladino. Luego de algunas hesitaciones, Santiago
se decidió, colocó la flechita del cursor en la lamparita y pulsó la tecla
izquierda del mouse. El sitio web (www.aladdin.com) tenía un diseño
discreto y elegante. Informaba que para recibir los servicios que
ofrece Aladdin.com se requiere abrir una cuenta y que para ello solo
se necesita proveer una dirección de correo electrónico del cliente y el
número y fecha de vencimiento de una tarjeta de crédito. La
suscripción es gratuita y se cobra por cada servicio contratado. El
cliente es oportunamente informado del costo y solamente se le carga
a la tarjeta una vez que el servicio es prestado (previa comprobación
de la solvencia). También había un disclaimer que llamó la atención
de Santiago. Decía algo así como que “Aladdin. com SA no se
responsabiliza por efectos indirectos o secundarios de la utilización de
los servicios que ofrece o los procedimientos que recomienda”. Como
suele suceder, no constaba en la página ni el domicilio ni el teléfono
de la empresa. Solo se indicaba una dirección de correo electrónico
(contacto@aladdin.com). Superadas algunas dudas y resistencias
preliminares, Santiago registró su dirección de correo electrónico y
dio el número de su mastercard. “Bienvenido Santiago”, empezaba la
siguiente pantalla, luego informaba que el asesoramiento para el
regalo para su madre costaría doscientos pesos. “Estas de acuerdo?”,
concluía. Santiago estuvo de acuerdo y de inmediato en la pantalla
aparecieron tres alternativas de regalos, con su costo y los adicionales
por envío, tarjeta y flores; descripción detallada, y correspondientes
fotografías. Juzgó a las tres opciones interesantes y originales, cosas
que a él nunca se le hubieran ocurrido y que parecían efectivamente
capaces de provocar el impacto deseado. Los precios diferían, pero
aun la más cara (un anillo de oro con brillantitos del siglo XIX de
exquisito diseño), estaba más o menos al alcance de su presupuesto.
Luego de analizar brevemente la situación, se decidió por la opción
intermedia, un joyero art nouveau de plata y cristal que era cajita
musical y que al abrirlo emitía una sofisticada versión de la pequeña
serenata nocturna de Mozart (podía escucharse haciendo correr el
Windows media). Completó el resto del trámite (si con envío, fecha
del envío, tarjeta, mensaje en la tarjeta, con textos sugeridos —en los
cuales Santiago se inspiró para el suyo por encontrarlos oportunos y
elegantes) con creciente entusiasmo.
Espero el cumpleaños de la madre con
sorda ansiedad, condimentada con la expectativa de lograr finalmente
conmoverla, de provocar el gesto de cariño y acercamiento que
embozadamente ansiaba. Cuando el día llegó, llamó por teléfono a su
madre por la mañana, a la hora habitual, para felicitarla. La madre
reaccionó con la frialdad que le era propia y en la que Santiago no
podía dejar de percibir un matiz desdeñoso de devastadores efectos en
su ánimo. Pero por la tarde, cuando pasó a saludarla por su casa, a una
hora en la que el regalo debía haber sido entregado, la cosa cambió.
Estaba tomando el té con dos amigas y se mostró exultante con el
regalo, que había recibido solo minutos antes, en presencia de sus
amigas, lo que amplificó el efecto. Agradeció reiteradamente a
Santiago con inusitadas sonrisas y palmaditas en la mano. Más aún, el
buen humor de la madre ni siquiera cambió cuando Santiago volcó sin
querer su taza de té sobre las masas, salpicando el vestido de una de
las amigas. Triunfo total.
A partir de entonces y por unos cuantos meses Santiago se hizo
cliente habitual de Aladdin. com. Regularmente recibía mensajes en
su casilla de correo ofreciéndole servicios que en su mayoría venían a
solucionarle problemas más o menos acuciantes, con prolijidad y
eficiencia irreprochables. La fórmula era siempre más o menos la
misma “Santiago, sabemos donde conseguir tal o cual cosa, o como
solucionar tal o cual problema”, cerrando la frase con un signo de
exclamación que proveía al mensaje cierto artificioso dramatismo.
En esos meses, gracias a Aladdin.com consiguió el repuesto
para la birome Parker que no encontraba por ningún lado porque se
había dejado de fabricar hacía unos años y las coordenadas del
artesano que reparó el jarrón de Sevres, regalo de su madre, al que le
rompió accidentalmente un asa. Además, Aladdin le proveyó el texto
de la carta documento que dirigió a la inmobiliaria rechazando con
sólidos argumentos jurídicos el aumento del alquiler que le
reclamaban y le indicó la mejor manera de completar el formulario de
impuestos a los bienes personales de manera de minimizar la base
imponible a la luz de sus recientes incorporaciones patrimoniales, sin
infringir la ley. Cada mensaje de este tipo que recibía y cada respuesta
que le proveía la empresa no dejaban de sorprender y de causar cierta
inquietud en Santiago. No podía evitar preguntarse cómo era que esos
tipos sabían lo que estaba necesitando en cada caso. La teoría de los
algoritmos en formulaciones cada vez más laxas y arbitrarias,
terminaba proveyendo las respuestas necesarias. Además,
contrarrestaba las aristas sobrenaturales que se podía atribuir al
fenómeno con el argumento adicional de que Aladdin.com solo cubría
una parte mínima —e incluso se podría decir, menor—, del universo
de sus deseos. Esos frágiles razonamientos le alcanzaban para
conjurar molestos fantasmas y disfrutar sin resquemores la calidad de
los servicios de la singular empresa. Sin embargo, el episodio de la
promoción proveyó a la cuestión un sesgo inquietante y siniestro.
Se había producido una vacante en un puesto de mayor
responsabilidad y Santiago tenía posibilidades de acceder a él.
Competía con un colega, más joven y con excelentes calificaciones,
con el que tenía una relación, sino amistosa, al menos cordial. Pero la
promoción era muy importante para Santiago. Hacía ya muchos años
que trabajaba en ese lugar y su carrera, promisoria en un primer
momento, se había estancado produciéndole un creciente malestar.
Además, sin estar en sus planes y de manera casi subrepticia, el
trabajo se había convertido en el centro de su vida. No tenía familia,
salvo su madre; es decir, no se había casado y sus otras inquietudes (la
heráldica, pero sobre todo, la ópera), hacía ya muchos años que se
habían desplazado del centro de su interés para transformarse en
pasatiempos proveedores de placeres cada vez más insignificantes.
En esos días recibió de los amigos de Aladdin.com un mensaje
cuyo título era “Santiago, sabemos cómo hacer que recibas la
promoción que tan bien te vendría y que tanto mereces!”. Intentó
ignorarlo pero esa tarde le llegaron rumores de que la decisión se
tomaría en los próximos días y que la balanza parecía inclinarse para
el lado de su ocasional contrincante. La propuesta de Aladdin. com
esta vez era un tanto confusa y oscura. Le ofrecían llevar a cabo, con
su autorización, acciones que tenderían a subrayar ante quienes
debían decidir sobre la nueva designación, las carencias y defectos de
su competidor, a la vez que ensalzar sus méritos. Luego afirmaba que
“las modalidades empleadas” se habían mostrado exitosas en todos
los casos en que se aplicaron y suministraba una lista de personas, con
sus correspondientes direcciones electrónicas, que se habían
beneficiado y que estarían dispuestas a compartir su experiencia con
Santiago. El precio del servicio era considerablemente más elevado
que todos los anteriores, aunque Santiago no había dejado de notar
que los precios en general de Aladdin.com habían aumentando
consistentemente desde que empezó a utilizar sus servicios.
La vaguedad de la oferta lo asustó un poco.
Por otro lado, le pareció que la novedad de la inclusión de una lista de
beneficiarios proveía un elemento de seriedad adicional que, sin
embargo, no alcanzaba para diluir sus dudas. Pensó en comunicarse
con algunos de los clientes de la lista pero descartó la idea porque no
sabía cuánto tiempo podría demorar las respuestas y, además, porque
ello implicaría darse a conocer, ingresar a una red o un club al que no
estaba seguro querer pertenecer. Finalmente, luego de controlar que
tenía suficiente crédito en su mastercard, se decidió a autorizar a
Aladdin.com a que realizara “las acciones” ofrecidas.
Según Santiago pudo reconstruir más tarde, el auditor recibió
una denuncia anónima sobre desviaciones de sumas importantes. Se
realizó una investigación de la que surgió que, efectivamente, los
registros informatizados mostraban faltantes en cuentas que estaban a
cargo de su competidor. Este se mostró sorprendido y negó toda
responsabilidad, aludiendo a una posible interferencia de hackers. Se
consultó a la gente de sistemas y junto a la empresa proveedora
estuvieron de acuerdo en que ello no parecía posible y en que el
sistema era prácticamente inexpugnable. Su competidor no solo fue
despedido sino que además fue objeto de una denuncia penal. El
puesto directivo vacante fue para Santiago.
Pero el costo fue muy alto, todo había sido muy sórdido y
excesivo. Si bien no conocía a su competidor lo suficiente, le parecía
improbable que hubiera incurrido en una conducta tan burda como la
que se le imputaba. Para peor, esa duda parecía ser compartida por
todos y su rival, descubrió, era una persona popular y con muchos
amigos en la empresa. La cuestión es que Santiago, quizás acicateado
por la culpa que corroía su espíritu, empezó a percibir un sordo
reproche y hasta cierta mal disimulada desconfianza por parte de sus
colegas y compañeros de trabajo. La ansiada promoción estaba lejos
de suministrarle la alegría y satisfacción que había anticipado.
Ante estos desagradables desarrollos, Santiago decidió que no
volvería a recurrir a los servicios de Aladdin.com. Siguió recibiendo
durante las siguientes semanas y meses los familiares anuncios
prometiendo soluciones a diversos problemas y necesidades que lo
aquejaban, pero resistió cada vez la tentación. Hasta que Judith se
cruzó en su vida.
Conoció a Judith en una reunión familiar. Era el cumpleaños de
una tía y su madre había insistido en que asistiera al festejo. Judith era
la novia de un primo, hijo menor de la cumpleañera. La presencia, la
materialidad desbordante de Judith provocó una conmoción radical,
una aceleración entrópica inaudita en el espíritu de Santiago. Era
como si esa mujer —sus ojos, los labios y los dientes, los pechos que
se adivinaban abundantes y firmes bajo la sutil tela de la blusa, las
exageradas caderas y los muslos satinados, generosamente expuestos
por la exigua pollera— como si esa armoniosa formación de carne y
piel palpitante y olorosa cifrara el misterio final, la razón de las cosas,
su posibilidad definitiva
—y muy probablemente única— de redención; la alquimia que le
permitiría mutar la miseria que asolaba su existencia en vida, en algo
distinto y valioso.
Pero, era una empresa ardua. Estaba, por supuesto la cuestión
familiar, Judith era la novia de su primo. Aunque esto no era tan grave
porque se trataba de un muchacho bastante menor que él con quien las
relaciones eran sólo formales y esporádicas. Además, llegado el caso,
Santiago estaría dispuesto a soportar la animosidad familiar, aunque
ello incluyera reproches descalificadores de su madre. La verdadera
complicación era que Judith era una diosa, una mujer joven y bella, y
él ya empezaba a transitar esa equívoca franja que se suele definir
como edad madura, la antesala de la vejez.
Además, nunca se había caracterizado por sus dotes de galán,
su torpeza natural tendía a agudizarse en presencia de mujeres
hermosas, y Judith era la mujer más hermosa que había conocido,
probablemente la más hermosa que haya existido jamás.
Pero lo que agravaba la situación hasta tornarla insoportable era
que, en aquella ocasión, Judith se había mostrado amable y solícita.
Una disposición en la que Santiago creyó percibir signos alentadores,
invitaciones más o menos veladas a ensayar avances galantes.
Miradas, sonrisas, palabritas tiradas allí y allá, que admitían ser
decodificadas en esa clave. Por supuesto, podía equivocarse, y no
sería la primera vez. Pero, analizando la situación tan fríamente como
le resultaba posible, no encontraba elementos definitivos que le
permitieran descartar aquella posibilidad. Si Judith se hubiera
mostrado formalmente atenta, distante o indiferente, como hubiera
sido natural ante un señor ya mayorcito, primo de su novio y en el
cumpleaños de su futura suegra, la cosa habría sido más fácil para
Santiago. El dolor de no tenerla hubiera existido, pero habría sido,
quizás por previsible y natural, más digerible. La ambigua actitud de
Judith, en cambio, los resquicios abiertos o insinuados, lo ponía en
situación de ir a buscarla. Aquel dolor se combinaría con la ansiedad
y la angustia de la incierta búsqueda.
En los siguientes días Santiago no pudo sacarse de la cabeza a
Judith, repasaba cada momento de aquel breve encuentro, cada gesto,
cada palabra. Se detenía morosa y dolorosamente en las imágenes de
aquellos muslos, en la de la blanca y breve bombachita entrevista
merced a un fugaz movimiento de las piernas, evaluaba el volumen y
consistencia de los pechos especulando sobre la capacidad de sus
manos para abarcarlos en una sola caricia.
Comprobó con espanto que no sabía nada sobre ella. No sabía
qué hacía, qué cosas le gustaban, dónde vivía. Las conversaciones en
la casa de su tía habían sido superficiales y sobre cuestiones
impersonales. No tenía cómo empezar la búsqueda. Habló por
teléfono con algunos parientes que estuvieron en la reunión para ver si
obtenía alguna información útil. Esas conversaciones fueron tan
complicadas como poco fructíferas. Dado que se trataba de gente con
la que Santiago no hablaba regularmente, tenía que ocuparse en
buscar alguna excusa más o menos plausible para justificar el
llamado. El segundo desafío era dirigir la conversación hacia el tema
que le interesaba, es decir Judith. Luego de cada llamada, que fueron
unas tres, Santiago sintió que había fracasado estrepitosamente en
ambos empeños y que había incurrido en cada caso en el terreno del
papelón. Pero eso le importó menos que no haber logrado saber más
sobre el objeto de sus desvelos. Resolvió que lo mejor era hablar con
su primo e invitarlo, a él y a la novia, a almorzar. Era una actitud
irreprochable, un gesto de acercamiento hacia un pariente y un
esfuerzo por recuperar una relación que había descuidado. El
almuerzo le permitiría evaluar su situación con Judith, mejorar su
bagaje informativo y decidir los próximos pasos sobre bases más
sólidas. Pero su primo no estaba, le informaron en la empresa que
había partido en viaje de negocios a Brasil y solo regresaría en unos
diez días. Por un lado, la noticia lo desalentó porque implicaba
postergar sus planes. Pero por otro lado, la ausencia de su primo abría
posibilidades que no había previsto, pero que tampoco sabía cómo
aprovechar.
“¡Santiago, por supuesto que Judith puede ser tuya! ¡Sabemos
cómo ayudarte a ganar sus favores!”, rezaba el mensaje de
Aladdin.com. Santiago no tuvo más remedio que transgredir la firme
resolución a la que lo llevó el lamentable episodio del ascenso. Como
Santiago lúcidamente anticipó el costo del servicio era esta vez
mucho más elevado que los anteriores. De hecho, calculó que el
próximo mes debería echar mano de algunos ahorros para saldar la
tarjeta. Aladdin.com le suministró un informe de unas seis carillas
sobre Judith, en el que constaban datos de filiación, domicilio,
teléfonos (incluido celular), estudios cursados, perfil psicológico
(incluido IQ, que resultó más elevado de lo que Santiago hubiera
esperado), gustos y preferencias, patrón de consumo, breve perfil de
los novios y amantes que había tenido (lista que juzgo excesiva, dada
la breve edad de Judith) y su rutina actual. El informe también tenía,
bajo el título “Tips”, breves consejos sobre qué hacer y qué no (por
ejemplo, “Alabarle el peinado”, o “No hacer preguntas sobre su
familia”). El informe cerraba con un párrafo bajo el título
“Sugerencia” en el que se informaba que los miércoles Judith iba al
gimnasio muy temprano y a la salida y antes de entrar al trabajo,
comía una ensalada de frutas y tomaba un café en un bar vecino. Esa
era la mejor oportunidad para abordarla.
Si lo que decía el informe era cierto (y dada su experiencia con
Aladdin.com, no tenía porqué dudarlo) toda esa información valía
holgadamente la suma que había pagado, y mucho más. A esa altura
de su vida Santiago tenía claro que para que toda relación prosperara
era necesaria una sólida base de atracción física. Teniendo en cuenta
las actitudes que había percibido en Judith aquella noche en lo de su
tía, confiaba en que esa condición, aunque fuera en un grado mínimo,
se verificara. De ser así, todo era cuestión de utilizar con inteligencia
la información suministrada por Aladdin.com. Ese día era martes,
decidió encarar el asunto la mañana siguiente, siguiendo la sugerencia
del informe. El resto del día y gran parte de la noche los ocupó
imaginando escenarios, líneas de conversación, reacciones y gestos.
Una ansiedad casi adolescente
— pero peor, más punzante y perturbadora —, se apoderó de su
cabeza.
Los días siguientes fueron los mejores de su vida. O fueron su
vida. Quizás, en ese momento Santiago pensaba , todo lo que le pasó
y lo que le fuera a suceder en el futuro, tuviera su explicación y
justificación en las luminosas noches que pasó junto a Judith. Cada
uno de esos encuentros, que en total fueron doce (Santiago llevaba
una escrupulosa contabilidad), sintió en su cuerpo, en sus manos, en
su boca; el color, el sabor y la consistencia precisa de la felicidad.
Todo lo que necesitaba estaba allí, en el cuerpo desnudo de Judith, en
casa centímetro de su piel dorada, en cada rizado vello púbico, en
cada sinuoso pliegue de su rosada vagina, en cada molécula de los
deliciosos fluidos que producía. El vasto y complejo universo del
cuerpo de Judith cifraba todo lo que de maravilloso y sublime podía
ofrecerle el mundo.
El recuerdo del encuentro anterior y la expectativa del próximo
tornaban insignificantes las múltiples miserias con que diariamente lo
asolaba el resto de la gente. Como había previsto, la cuestión derivó
en un módico escándalo familiar que incluyó recriminaciones de
algún pariente y una severa reconvención de su madre. A Santiago le
sorprendió lo poco que todo eso le importaba. Incluso creyó percibir
en su ánimo una sorda satisfacción, un sentimiento como de
venganza.
Una tarde Judith lo llamó para suspender el encuentro que
tendrían esa noche dando oscuras razones. Súbitamente y con
creciente terror, Santiago tomó conciencia de la fragilidad de su
situación. Sus peores temores se confirmaron en los días siguientes
cuando Judith dejó de contestar sus llamadas y sus mensajes
electrónicos. En los días siguientes, recorrió sin éxito los lugares
donde suponía podía encontrarla. Finalmente, Judith atendió una
llamada que hizo desde un teléfono público, para evitar que lo
identificara. Al principio se mostró sorprendida y fastidiada para
pasar luego a un tono más dulce en el que le informó que había estado
pensando y que resolvió que era mejor que dejaran de verse. Había
disfrutado la compañía de Santiago pero eso había terminado y que
era mejor para los dos dejar las cosas así.
Santiago sintió que su cuerpo y su espíritu se transformaban en
gelatina y que, en esas condiciones, realizar las mínimas acciones
necesarias (sostener el tubo del teléfono, mantenerse de pie, pensar
una respuesta, hablar) reclamaban una fuerza que ya no tenía. “No te
parece que tendríamos que hablarlo”, pudo finalmente decir con una
voz que le sonó temblorosa y ajena. No hace falta, Santi, no hace
falta, dijo Judith antes de colgar. Volvió a llamar dos o tres veces y
cada vez escuchó interminablemente el horrible sonido de la llamada.
Judith no solo no respondía sino que, además, había desconectado el
contestador automático.
Si bien Santiago casi no tomaba alcohol, le pareció conveniente
respetar las convenciones tangueras y cinematográficas y, confiando
en que eso lo ayudaría a olvidar o, aunque más no fuera, colocar en un
plano más soportable eso que sentía y que, conforme con aquellas
convenciones, no podía sino ser una terrible pena de amor, se atiborró
de whisky en el bar de la esquina de su edificio.
La mañana siguiente (no recordaba cuándo ni en qué
circunstancias había llegado a su departamento), la pantalla de su
computadora anunciaba que tenía un nuevo mensaje. Lo abrió con la
absurda esperanza de que fuera de Judith. “Santiago, sabemos porque
Judith te ha abandonado!”, anunciaba Aladdin.com. Eran fotos, fotos
de Judith cenando en un restaurant de moda con un joven bellísimo
(Santiago reconoció la sonrisa llena de dientes y los ojos abiertos en
gesto de sorpresa que iluminaba el rostro de Judith cuando algo la
entusiasmaba); Judith y el bello joven caminando, la mano de él sobre
la cadera de ella, la cabeza de ella en el hombro de él; Judith y su
galán subiendo a un auto muy caro y moderno; los tortolitos
ingresando abrazados a un lujoso edificio. Había una segunda serie de
fotos cuyo acceso demandaba un desembolso adicional que casi
duplicaba el original. Con palpitaciones aceleradas a nivel pulso
electromagnético retumbando en su cabeza, las manos temblorosas y
los ojos húmedos, entrevió en sucesivas fotos, brillando en la pantalla,
el maravilloso cuerpo desnudo de Judith y al apuesto adonis libando
sus delicias.
Esa tarde Santiago intentó un último desesperado esfuerzo. Se
instaló en la puerta del edificio en el que trabajaba Judith esperando
que saliera. Cuando la vio, olvidó el elaborado discurso en el que
había estado trabajando todo el día. Se abalanzó torpemente y ante el
inevitable gesto de rechazo, empezó a balbucear, con una voz que le
costaba reconocer como la suya, pedidos de clemencia, encendidas
declaraciones de amor, amenazas, con timbre cada vez más
deformado y sonoro. Mientras tanto, la mirada de Judith, iba mutando
del desprecio al miedo al tiempo que cambiaba reclamos de que la
dejara en paz por pedidos de auxilio. Se juntó gente, Santiago intentó
tomarla de los brazos, entre el tumulto surgió, como un héroe de
comedia romántica hollywoodense, un muchacho al que, a pesar de su
confusión general, Santiago reconoció como el galán de las fotos. El
joven lo empujó, Santiago tropezó y cayó al piso. Judith partió
caminando, presa de un ataque de histeria, consolada por el Brad Pitt
ese. Un comedido quiso ayudar a Santiago a levantarse pero él lo
rechazó. Se puso de pie solo, con algún esfuerzo; se arregló un poco
el pelo y las ropas y se alejó intentando rescatar algún resto de
dignidad.
Lo que siguió fue el dolor. Todo, el vasto universo se resumía
en ese dolor formidable. El efecto de la monstruosa entidad que
asumió su dolor fue la obliteración de la realidad. Las cosas y las
palabras que las nombran y dan existencia, se disolvieron
gradualmente en un vacío imposible. Algunas tardaron más que otras
en desaparecer pero, al final, solo quedó ese mar de nada en el que
flotaba Santiago, su dolor, que era todo lo que existía.
Esta vez el anuncio de un nuevo mensaje no confundió a
Santiago. Sabía de qué se trataba. Los amigos de Aladdin.com no lo
defraudarían. Recordó vagamente el disclaimer que había llamado su
atención cuando empezó a utilizar sus servicios. El recuerdo le
provocó una leve sonrisa. “Santiago, conocemos la forma menos
dolorosa y más espectacular de terminar con tu propia vida:
provocaras una culpa imborrable en quienes te han hecho tanto
daño!”. Confió en tener suficiente crédito en su tarjeta. Colocó la
flechita del cursor en la lámpara de Aladino y pulsó la tecla izquierda
del mouse. Clic.
El mejor
Por algún tiempo pensamos que la primera víctima había sido el gallo
de Piti, pero un día Juan contó que había encontrado, antes de lo del
gallo, la mitad de una rata de regular tamaño en el sótano de su casa,
mientras acomodaba cajas con papeles. Le dio un poco de asco, la rata
en sí, pero sobre todo que solo estuviera la mitad, cortada a lo largo:
una sola orejita, un solo ojito, medio hociquito con media dentadurita,
una pata, un bracito y, lo más sorprendente, una cola también cortada
por la mitad, a lo largo, pero un mitad entera, completita hasta el final.
Un trabajo delicado, pensó Juan. La recogió con una pala y la tiró a la
basura. Estuvo un rato dándole vueltas a la cuestión del extraño
hallazgo pero sin encontrar explicación razonable alguna. Después se
olvidó del episodio y solo lo recordó cuando sucedió lo del perro. A
alguno se le dio por argumentar que antes de la rata seguramente hubo
otros animales, un ratón por ejemplo y antes algún otro más pequeño
o un insecto grande, y antes otro más pequeño y así hasta vaya a saber
qué microbio minúsculo que inició la serie con su modesta existencia
cercenada (nunca más adecuado el término) con un preciso corte que
lo dividió por mitades exactas.
Lo del gallo fue más impresionante porque se enteró todo el
mundo y todos, o muchos, lo vieron. La mitad justa del gallo, su
hemisferio izquierdo perfectamente dibujado, incluída la mitades
exactas de la cresta y el pico. También estaban las entrañas del
gallináceo desparramadas a su lado, sangrantes y gelatinosas,
desacreditando un poco y haciendo que, a la vista, el trabajo no
luciera la prolijidad en que se había empeñado su autor. Piti, el dueño
del gallo, estaba muy conmovido, no solo por lo extraordinario del
suceso sino porque se trataba de un animal, según él, fuera de lo
común, una gran reproductor, el mejor gallo que tenía y el mejor que
había conocido. Eran juicios un poco desconcertantes aplicados a un
gallo pero no faltaron quienes los confirmaron alegando conocer la
fama, el, diríamos, prestigio que el gallo de Piti se habría
legítimamente ganado.
Ni bien se apagaron las últimas reverberaciones ocasionadas
por el extraño destino del gallo de Piti, sucedió lo de Piluso, el
ovejero alemán de los Battenberg. Frida, la menor de los Battenberg,
vió aquel día a Piluso tirado en un rincón del parque de su casa, en
medio del pasto crecido, y pensó que estaría durmiendo. Lo llamó y
como no reaccionaba, se acercó hasta descubrir que lo que yacía bajo
aquel abrumador sol del mediodía no era Piluso sino la mitad exacta
de lo que había sido su perro, más precisamente, su hemisferio
izquierdo completo, completito, incluido, como en el caso de la rata
que encontró Juan, la mitad transversal de la peluda cola. La pobre
Frida se pegó un tremendo susto y, según dicen, la imagen de la mitad
del perro jugando siniestramente con ella en el jardín se le presentó en
sueños cada noche durante muchas noches. Pero el episodio tuvo
también una gran repercusión en todo el pueblo porque Piluso era un
animal muy querido, era como Lassie o Rin tin tin. En efecto, había
sido Piluso quien descubrió al chico de los Ligorio cuando se cayó en
el pozo. Luego de casi un día de búsqueda infructuosa, el perro se
puso a ladrar como loco en el baldío de Soria, los dueños lo llamaban
y él no venía y seguía a los ladridos. Finalmente uno de los chicos
Battenberg se acercó y, entre ladrido y ladrido, pudo escuchar los
sollozos y grititos de la criatura. Solo cuando Piluso estuvo seguro de
que se habían dado cuenta de que en el fondo del pozo que, entonces
descubrimos, había en el baldío de Soria, estaba el chico perdido, dejó
de ladrar y entró a dar vueltas entre la gente que se juntó en el lugar,
moviendo la cola y recibiendo condescendiente los halagos de sus
admiradores.
Fue entonces que Juan contó lo de la rata y allí la cosa empezó
a tomar otro color. Es decir, había una relación, una secuencia, entre
los tres casos, rata, gallina, perro. En primer lugar, se trató de
animales más o menos domésticos y el criterio más obvio de la
configuración de la secuencia era la dimensión física de los animales,
es decir, se iba de menor a mayor tamaño. Otro elemento sobre el que
las mentes más agudas del pueblo llamaron la atención era que, por lo
menos en el caso de la gallina y el perro, se trataba de especímenes
sobresalientes, los mejores de su género. En cuanto a la rata no había
cómo evaluar el cumplimiento de esa condición. Finalmente, por los
menos las dos últimas víctimas, también tenían en común el sexo,
ambos eran machos.
El Inspector Gómez, que estaba al frente de la comisaría hasta
que llegara el nuevo Comisario y que, después de lo de Piluso, se
había hecho formalmente cargo de la investigación, preguntó a Juan al
respecto pero, como era de esperarse, Juan no supo decir si la mitad
de la rata que encontró era de un macho o de una hembra y mucho
menos si era un animal con alguna calidad extraordinaria. Sí
recordaba que lo había encontrado el 2 de abril, porque era la víspera
del cumpleaños de su mamá y quería sorprenderla, justamente,
llevando al sótano las cajas con papeles que afeaban el living.
En los días que siguieron se desataron todo tipo de
especulaciones. En los bares, los clubes, la escuela y todo lugar de
encuentro, la gente se enroscaba en arduas conversaciones sobre
teorías e hipótesis más o menos desmesuradas. La que convocaba
mayor popularidad era la que argumentaba que los animales habían
sido sacrificados en ritos satánicos. En abono de esa tesis, se sostenía
que era bien sabido que los hippies, que acampaban desde hacía
bastante tiempo en las inmediaciones de un pueblo vecino, son dados
a esas prácticas y, para mayor abundamiento, los más informados
recordaban el conocido caso de los miembros del clan Mason, en
California, que mataron a la esposa de Polanski (esta referencia en
particular, propia de cinófilos o gente de equivalente erudición,
causaba mucha impresión en los mentideros del pueblo).
En una conversación con el viejo Raymond que algunos de los
muchachos mantuvimos en esos días en el bar de Esteban, el viejo
dijo que, en función de los datos verificables con que contábamos y,
aún teniendo en cuenta la falta de certezas con respecto a algunas
circunstancias relativas al caso de la rata, cabía suponer que el
próximo ataque del bizarro animalicida (fue el neologismo que
escogió), sería el 4 del mes siguiente, es decir, julio. Ello porque el
primer golpe (o por lo menos el primero conocido), según el vago
testimonio de Juan, podría haber sido el 1 de abril, el segundo el 2 del
mes siguiente y el tercero, el 3 de junio. Respetando la secuencia, era
razonable esperar un nuevo episodio en aquella fecha. Luego de una
pausa de duda y concentración, agregó que, pensándolo bien, si el
criminal tenía un poco de imaginación y conocimientos matemáticos,
la fecha podría ser el 5 de julio, incluso el 11 de julio, concluyó
misterioso. Con respecto a la próxima víctima, era muy probable que
fuera un chancho y, como tenía que ser el mejor de la comarca,
seguramente sería el chancho que tenía Bustos, ese que le había
costado tanta plata y que quería llevar a competir a la exposición
rural. Como el viejo era reconocido (y debo aceptar que con justicia)
como la persona más culta e inteligente del pueblo, sus anticipos
fueron objeto de seria consideración por parte de todos, o casi todos.
Las especulaciones del viejo Raymond no tardaron en llegar a
los oídos el Inspector Gómez quien las recibió con frialdad y
escepticismo. Gómez habría sido objeto en cierta ocasión de algún
agudo sarcasmo del viejo sabio lo que provocó que en el espíritu del
policía se levantara un malsano y pertinaz resentimiento hacia aquel.
Por otro lado Gómez no podía dar cuenta de progresos en la
investigación que estaba llevando a cabo. Las diversas medidas que
había adoptado, que incluían inspecciones oculares, interrogatorios a
víctimas (no a los animales, se entiende, sino a sus propietarios) y
posibles testigos, peritajes varios, pedidos de colaboración a las
autoridades policiales del pueblo vecino (Gómez contaba entre los
que no descartaban la hipótesis de los ritos satánicos de los hippies),
no habían conducido a la configuración de pista confiable alguna.
Ante esas carencias, y para evitar posibles nuevas afrentas expresas o
tácitas del viejo Raymond, el oficial estimó prudente establecer una
discreta vigilancia sobre el chancho de Bustos la noche del 3 al 4 de
julio. No pasó nada y tampoco la noche siguiente. Todavía estaba la
posibilidad del 11, la tercera fecha anunciada por el viejo y Gómez
tuvo de nuevo dudas sobre la conveniencia de insistir con la
vigilancia del chancho de Bustos, política que ya había dado lugar a
comentarios sarcásticos por parte de los irrespetuosos de siempre.
Pero el policía estimó que los costos de que justo en esa noche se
produjera el ataque eran superiores a los que derivan de las
alcahueterías de la chusma si aquello no sucediera. Por otro lado, de
configurarse ese último escenario, es decir, si el ataque no se producía
tampoco la noche del 11, el oprobio recaería en el viejo ladino y él,
Gómez, obtendría una embozada y no tan secreta victoria.
El 11 tampoco le pasó nada al chancho de Bustos y a la mañana
siguiente, cuando el Inspector empezaba a disfrutar con el
consiguiente descrédito del viejo Raymond, llegó agitado a la
Comisaría Fito Fontana a denunciar que le habían matado el chancho
campeón, que lo habían seccionado y que solo había encontrado una
mitad del animal. En el camino a su chacra, Fito contó a Gómez que
había comprado el chancho campeón hacía un par de semanas y que
le había costado una fortuna porque aspiraba a diversificar sus
actividades y dedicarse a la cría de chanchos para la producción de
jamón de alta calidad en sociedad con una empresa española. Cuando
llegaron, el policía comprobó que el patrón era el mismo que en los
animales anteriores, es decir, encontró era la mitad izquierda, exacta y
precisa del chacho. Vio también que se trataba de un animal
magnífico, mucho mejor que el chancho de Bustos y maldijo por lo
bajo porque el viejo Raymond, en buena medida, había acertado. Si
bien dio tres fechas alternativas, la tercera fue finalmente la correcta y
aunque erró en la identidad del animal, predijo que sería el mejor
chancho del pueblo. Lo que no sabía el viejo y que tampoco sabía
nadie, era que Fito, que siempre andaba haciendo cosas raras, era el
propietario de semejante ejemplar.
Esa noche, en el bar de Esteban, Raymond nos explicó que si el
extraño asesino serial hubiera elegido para la serie que había iniciado
los números de Fibonacci, la fecha del cuarto golpe habría sido el 5 Si
finalmente el ataque al chancho se produjo el 11 era porque había
elegido seguir la serie de números primos factoriales. Ante la absoluta
ignorancia sobre lo que estaba diciendo que denotaban los rostros y
las actitudes de sus interlocutores, el viejo intentó vanamente
explicarnos qué eran los números de Fibonacci y qué eran los primos
factoriales. Cuando se hizo evidente que sus esfuerzos didácticos
resultaban infructuosos, abandonó ese empeño y anunció que, si era
así, es decir, si el asesino efectivamente había optado por los números
primos factoriales, el próximo ataque, el quinto, debería ser el 27 de
agosto. Uno le preguntó cuándo sería el sexto y el viejo, luego de ese
gesto de duda y extrema concentración que le conocíamos tan bien,
sostuvo que muy probablemente el quinto sería el último porque el
número que seguía en la serie de primos factoriales era el 37 y eso ya
no entraba en el mes, que parecía ser el marco que se había fijado el
asesino. Uno que se quiso hacer el listo arriesgó que el próximo
animal debería ser una vaca. Otro apostó a un caballo, porque si era el
último tenía que ser el más grande. Siguió una interesante discusión
sobre qué animal era más grande, si la vaca o el caballo, en la cual los
contendientes se terminaron perdiendo en senderos casuísticos y,
sobre todo, fantásticos. En su afán por imponer su criterio, algunos
trajeron a colación la supuesta existencia de un alazán de dos
toneladas y media de peso y otro de un toro de diez metros de
longitud. En un cierto punto el viejo intervino para argumentar que
todo depende de lo que el asesino entienda por animal. Para ser más
preciso, si el personaje interpreta que el hombre es un animal, que en
justicia lo es, es decir, un animal racional, pero animal al fin, estaba
claro que la próxima víctima no sería ni una vaca ni un caballo, sino
una persona de sexo masculino, concluyó utilizando, supongo que
irónicamente, lenguaje de claras reminiscencias policíacas. Se hizo un
breve silencio que terminó cuando uno, creo que fue Piti, el del gallo,
dijo algo que en ese momento todos confusamente estábamos
pensando, “va a matar al mejor hombre del pueblo”.
Después de lo del chancho, la palabra del viejo Raymond había
renovado su autoridad de modo que, los días que siguieron y hasta la
mañana del 28 de agosto, el centro de los debates fue sobre quién era
el mejor del pueblo, es decir, quién sería la víctima final del loco de
las mitades, como algunos habían empezado a llamar al futuro
homicida. El Inspector Gómez y algunos otros detractores intentaron
descalificar lo que llamaron “alucinaciones del viejo borracho ese” y
lanzaron apelaciones a la racionalidad de la gente. Pero el problema
que tenían era que las especulaciones del viejo eran perfectamente
racionales. Por otro lado, Gómez y los suyos no tenían hipótesis
plausible alguna que oponer a la del viejo, más allá de la a esa altura
bastante desacreditada de los rituales satánicos de los hippies. Según
se supo, conforme el informe que le hizo llegar la Comisaría del
pueblo vecino, los temidos hippies a esa altura eran un grupito de
cincuentones un poco drogones que se dedicaban a producir artesanías
de dudoso gusto y calidad que luego vendían a los escasos turistas en
el mercado del pueblo los sábados a la mañana y que no mataban una
mosca.
El Inspector entonces optó por llamar la atención sobre
aspectos oscuros de la serie de atentados contra la propiedad
perpetrados por el desconocido delincuente, sobre los que las teorías
del viejo no echaban luz. Por ejemplo —decía Gómez —¿quién es el
asesino? ¿Qué busca? ¿Por qué mitades? ¿Qué mensaje ocultaba esa
perversa práctica?
Cuando, a través de los chismes de la gente, el extraño pero
efectivo canal a través del cuál el policía había encarado ese crispado
diálogo con el viejo, los interrogantes de Gómez le llegaron al viejo
Raymond, este se limitó a elevar los hombros, alargar la comisuras de
los labios hacia abajo en una sonrisa invertida y murmurar “qué sé
yo”, para luego continuar con el análisis del tema que lo preocupaba
en ese momento, que podría ser la teoría de la relatividad general y su
aplicación al acto de servir el vino o la conveniencia de que la
selección alienara con stopper y líbero (o que marcara en zona) en su
próximo decisivo compromiso con Brasil.
Mientras tanto, en el pueblo las discusiones sobre quién sería la
víctima alcanzaban su clímax. Los principales candidatos de la gente
eran Pedro, Santi y el Padre Macario. Pedro era muy querido por
todos porque, a pesar de su popularidad a nivel nacional y de que
había hecho muy buena plata como jugador de fútbol en las dos
décadas precedentes, cuando se retiró decidió volver al pueblo donde
invirtió todo lo que ganó, y además se ocupaba de financiar la
escuelita de fútbol. Santi era el favorito de las mujeres jóvenes y no
tenía más méritos que sus extraordinarias belleza y simpatía. El tercer
candidato era el párroco local y el principal argumento de sus
sostenedores era la supuesta superioridad espiritual que le brindaría el
cotidiano comercio con entidades celestiales (santos, vírgenes y hasta
el mismísimo Dios Padre) al que lo sometían sus responsabilidades
profesionales. Además era una persona afable y contaba buenos
chistes. Junto a este pelotón de punta, había otros que recibían algún
apoyo en las discusiones y tertulias y no faltaron aquellos que se auto-
postularon como Battenberg, que no sé si era el mejor pero sí, seguro,
el más rico del pueblo. Battemberg, sostenía su auto-postulación
basándose en no sé qué tesis de oscura raigambre calvinista según la
cual existiría una vínculo ontológico entre riqueza y virtud. Otro auto-
postulado era Richie, el Intendente, que se auto-postuló a través de
algunos de sus punteros más fieles, sobre todo el Colo, su Secretario
de Finanzas. Estas candidaturas, la de Battenberg y Richie, eran, en
general, poco tenidas en cuenta. La gente tendía a pensar, justa o
injustamente, que millonarios y políticos no podían ser buena gente.
Lo cierto es que, más allá de simpatías y enconos personales y
prejuicios más o menos arraigados, no era una decisión fácil. Cuál era
el criterio para decidir quién era el mejor, preguntó el viejo Raymond
una noche en el bar de Esteban al habitual grupo de comensales. Si el
mejor era el más apto para la reproducción, el mejor era Santi que era
joven, fuerte y bellísimo. Si el criterio era la nobleza, el mejor debería
ser Pedro o, incluso, concedió el viejo, que era un notorio activista
anticlerical, el cura. Si el mejor era el más poderoso, como podría
sostener algún nietszcheneano trasnochado, bueno, allí podrían
competir Battemberg y Richie. Si el mejor es el más inteligente,
agregó un chupamedias del viejo, en una de esas cae usted Raymond.
El viejo esbozó una sonrisa cansada, tomo un trago de vino y dijo que
también estaba Fito Fontana, el del chancho. Uno de los muchachos
dijo descreer de la inteligencia de Fito; era raro, eso sí, agregó, y no se
le entendía cuando hablaba. Por eso, contestó el viejo, porque es muy
inteligente. Después de otro trago concluyó que, de todos modos, la
inteligencia no es un valor importante y que la gente muy inteligente
suele ser bastante hija de puta. Si usted lo dice, dije yo —que tenía (y
sigo teniendo) al viejo por la persona más inteligente que conocí—,
provocando la risa de todos, incluido el viejo.
Lo cierto es que en aquellos días se desató una sorda
competencia entre los candidatos, o por lo menos, entre un buen
número de ellos. Era como si esas personas, tanto aquellos que habían
sido elevados a aquella categoría por los comentarios de la gente
como los auto-postulados, desearan secretamente ser la próxima
víctima.
Su muerte a manos de esa misteriosa entidad que sacrificaba
con encomiable puntillosidad a los mejores ejemplares animales del
pueblo, sería una culminación casi gloriosa, la confirmación
irrefutable de una superioridad a la que habían aspirado de modo
solapado, en su paso por este mundo. Pero lo más interesante era,
quizás, el hecho de que todo esto había desplazado la preocupación
por identificar al atacante y lo que subyacía en la mente de los
candidatos —y supongo que en la de todos nosotros—, era la
convicción de que existía una fuerza efectivamente elevada, certera e
inexorable, que premiaba a los mejores llevándoselos a otro mundo
con el extraordinario procedimiento de dejar para los gusanos sólo la
mitad exacta de su terrenal materialidad. Quizás era lo extraordinario
y excepcional, en su concepción como en su ejecución, del
procedimiento escogido, lo que daba una impronta mágica,
sobrenatural a la serie de episodios y a su nebuloso autor.
Si bien a mi no me consta, siempre se dijo que, a instancias de
uno de los personajes más encumbrados del pueblo, la noche del 25,
es decir la noche previa a la fecha designada por el viejo Raymond,
hubo una reunión de ellos, de los supuestamente mejores, con el
Inspector Gómez para discutir posibles medidas a tomar. El Inspector
habría descalificado las teorías del viejo y habría intentado
tranquilizar a aquellos que se mostraban más inquietos prometiendo, a
pesar de sus propios reparos, algún tipo de protección. En efecto,
varios de los presentes, sin desautorizar al Inspector, estimaron
prudente establecer una vigilancia especial. Otros se alinearon con el
policía y aparentaron no dar importancia a la cuestión. Finalmente
habría habido alguno que, anegado por ese fatalismo escatológico que
se había apoderado del pueblo, argumentó que ya no había nada que
hacer, a pesar de los esfuerzos que realice la eficiente policía
provincial, el mejor del pueblo amanecería cortado por la mitad.
Parece ser que que ese fue el argumento que sordamente se impuso en
aquel conjetural debate.
Haya o no existido esa reunión, lo cierto es que esa noche el
Inspector Gómez dispuso guardias especiales en las casas de los
principales amenazados.
Era una noche muy fría, aún para esa época del año y arrojaba
el cielo una oscuridad unánime, sin luna ni estrellas. Mucha gente no
durmió y pasó la noche recorriendo las calles del pueblo en grupos,
con una ansiedad histérica y locuaz. De la oscuridad y del frío bajaba
una tensión elástica, que se angostaba y dilataba caprichosamente,
ciñendo los espíritus con un abrazo pegajoso.
Cuando amaneció, Gómez, que también había pasado la noche
sin dormir en su despacho de la Comisaría, recorrió la casa de todos y
cada uno de los supuestos mejores del pueblo para comprobar que
todos gozaban de buena salud. En la gente hubo, por un lado, alivio, y
por el otro, porque negarlo, desilusión. Gómez estaba satisfecho pero
todavía expectante porque, estrictamente, el plazo vencía a las doce
de esa noche. De modo que mantuvo las guardias y se ocupó de
controlarlas todo el tiempo. Para el resto de la gente era como que la
historia había terminado porque para que las piezas encastraran
correctamente, el asesinato tendría que haber sido durante la noche.
Avanzado el día, con el sol trabajosamente iluminado la llanura a
través de aquella pertinaz mata de nubes, no era lo mismo. A eso de
las seis, siete de la tarde, cuando Gómez empezaba a relajarse, al
punto que había consentido en quedarse un rato en la Comisaría
tomando unos mates, se le presentó Jonás, un muchacho que era
cuidador de quintas y changista profesional, pálido y asustado. Había
ido a lo de Fito Fontana para ayudarlo a cambiar unos vidrios en no sé
qué ventana y lo encontró muerto, en el taller que tenía en un galpón
al lado de su casa, donde habían quedado en verse. Como el lector ya
habrá adivinado, lo que encontró Jonás fue la mitad de Fito, la mitad
exacta, como los casos de la rata, el gallo, el perro y el chancho.
El descubrimiento causó sorpresa en muchos porque Fito era un
candidato poco probable y no había estado en los cálculos de nadie.
En el caso de quienes se habían preparado para enfrentar esa muerte
bizarramente gloriosa, el sentimiento que produjo el descubrimiento
del cadáver de Fito fue de agravio, estaban ofendidos, el terrible dios
que descuartizaba en mitades se había equivocado y, entonces, ya no
era ni dios ni terrible sino un impostor, un loquito que había
identificar y agarrar lo antes posible y meter preso o mandar a un
manicomio por el resto de sus días.
Gómez se embarcó en una infructuosa investigación que le
insumió toda la energía y que, puede decirse, duró toda su vida. Si
bien al año siguiente lo trasladaron a la capital y tuvo luego una
carrera más o menos exitosa y una vida moderadamente larga, nunca
dejó de intentar penetrar esa extraña materia de tiempo y sangre que
le tocó vivir en el pueblo, buscando dilucidar el obtuso misterio.
Luego de la sorpresa inicial, la gente en el pueblo empezó a
descubrir las virtudes de Fito. Se habló de su iniciativa, su empeño
empresarial y su laboriosidad, su talento para construir, con pocos
elementos, artefactos que solucionan problemas cotidianos, ingenios
quizás pueriles, pero de innegable utilidad, como la ordeñadora a
pedal, que ahorraba energía eléctrica y era una manera provechosa de
realizar ejercicios aeróbicos, o la sierra eléctrica curva de alta
precisión para sacar, con una sola maniobra la pulpa de la fruta, la
miga del pan, y otras sustancias encerradas en coberturas descartables
o de diversa utilidad respecto a la sustancia que cubren y que tuvieran
forma más o menos esféricas. Hasta convirtieron en méritos algunas
de sus características que, cuando vivía, irritaban un poco a todos. Por
ejemplo, su hosquedad y aislamiento pasaron a ser el retraimiento del
hombre superior, que mira desde cierta altura y con condescendencia
bonachona los pequeños dramas y conflictos de los seres humanos
ordinarios. En fin, que en poco tiempo la mayoría de la gente estaba
convencida de que, efectivamente, Fito Fontana había sido el mejor
hombre del pueblo.
Un par de años después de su extraña muerte, cuando el
Gobierno comunal cambió y Richie fue reemplazado por el Gutre y su
gente, por una iniciativa de la nueva mayoría se decidió poner el
nombre de Fito Fontana a la calle que conducía a la que había sido su
quinta. Hubo alguna resistencia de los conservadores de siempre pero
no lograron ofrecer una oposición convincente, entre otras razones,
porque no tenían muy claro quién era la persona cuyo nombre
ostentaba la calle hasta entonces. De esa manera, la elevación de Fito
al módico panteón de los héroes locales logró su consagración formal.
Como anticipé, la investigación de Gómez y la de sus sucesores
no dieron resultado alguno. En algún momento se hizo intervenir a
una unidad especialistas en crímenes complejos de la Federal y hasta
se llegó a hablar de que se pediría ayuda al FBI americano. Como sea,
todos las pistas o supuestas pistas que descubrían o imaginaban los
tenaces investigadores conducían inevitablemente a callejones sin
salida y sumaban frustraciones. Nadie era capaz de articular una
hipótesis ni siquiera moderadamente plausible sobre la extraña cadena
de muertes que culminaba con el homicidio de Fito.
Estas carencias no hacían sino reafirmar en el ánimo de la gente
del pueblo la convicción de que aquellos sucesos sólo podrían ser
atribuibles a alguna forma de intervención sobrenatural, divina o
diabólica, pero definitivamente fuera del alcance de los hombres,
incluídos los expertos de la Federal y hasta los del FBI americano.
Además, todo esto contribuía a ampliar y profundizar el consenso
sobre la superioridad de Fito, el héroe secreto.
El viejo Raymond evitaba intervenir en las discusiones sobre
aquellos sucesos y, cuando lo hacía, era para descalificar en términos
poco amables la muy difundida teoría sobre la operación de fuerzas
ocultas. Recuerdo también que, en una ocasión, cuando alguno
empezó a enumerar las supuestas cualidades de Fito, el viejo lo
interrumpió diciendo que, cuando vivía, todos teníamos a Fito por un
tipo jodido y que eso no debería cambiar ahora que está muerto. Eso
no quiere decir que no fuera el mejor del pueblo. Como él ya había
argumentado alguna vez, eso depende de quién haga la valoración y
de los criterios que tome en cuenta. Si bien sus interlocutores
entendíamos lo que decía Raymond y nos parecía razonable, la idea
de la intervención de fuerzas esotéricas y fuera del control de los
hombres resultaba aún seductora y, dada la ausencia de otras
explicaciones convincentes, razonable.
Parece ser que la sucesión de Fito, que no tenía hijos ni
parientes que nosotros conociéramos, dio lugar a un prolongado
contencioso judicial. Pasaron algunos años hasta que un sobrino
lejano de Fito apareciera para hacerse cargo de la quinta. El heredero,
en sociedad con una constructora de la capital, decidió elevar en lo
que fuera la quinta de Fito una especie de complejo habitacional para
turistas –o sea, un hotel —, decisión que sorprendió a los habitantes
del pueblo, porque mucho turismo por allí no había. En todo caso, lo
interesante para nosotros, más que la dudosa visión empresarial del
heredero, fue que, a poco de iniciarse los trabajos, unos operarios
encontraron, enterrados en un sector de la quinta donde los
emprendedores aparentemente aspiraban instalar una pileta olímpica,
una serie de restos óseos. Como el lector ya habrá supuesto, se trataba
de los esqueletos de la mitad de los animales que habían sido
asesinado al ritmo de la frecuencia de números primos factoriales
hacía ya unos cuantos años. Vinieron de nuevo los especialistas de la
Capital que confirmaron que se trataba de los huesos de las mitades
de una rata, una gallina, un perro y un chancho. Fito era un hombre de
reconocida habilidad manual y tenía en su taller todo tipo de
herramientas e instrumentos, incluidos algunos de altísima precisión,
con lo cual la sospecha de que hubiera sido Fito el autor de esas
minuciosas muertes encontraba algún sustento. Desde luego, el
principal obstáculo lógico para la confirmación de esa hipótesis era el
hecho de que el propio Fito había sido asesinado de la misma manera
que sus supuestas víctimas. Uno de los que vino de la Capital opinó
que había que buscar en el lugar en el que el cadáver, es decir, el
medio cadáver de Fito, había sido encontrado, o sea, en su taller.
Los investigadores no tardaron en ubicar, oculto en una pared
hueca que estaba justo detrás de donde Jonás lo había encontrado y a
la que accedía por una puerta retráctil con bisagras muy bien
disimuladas, una cosa que era una máquina pero que nadie sabía bien
que era. Se trataba de un enjambre de engranajes, motores, sierras y
émbolos desnudos, expuestos y combinados de manera ininteligible.
Luego de hesitaciones y de algunas pruebas los expertos dictaminaron
que se trataba de una especie de robot que Fito habría diseñado para
seccionar por la mitad exacta su cuerpo, una vez que se hubo
suicidado con algún veneno de efecto retardado. De esa manera, Fito
pudo asumir la posición necesaria para que el robot o lo que fuera
cumpliera adecuadamente su cometido. Al costado del lugar donde
Jonás descubrió el cadáver (sí, bueno, el medio cadáver), encontraron,
oculto en un sobrepiso al que se accedía por una especie de puerta
horizontal articulada con bisagras disimuladas similar a la puerta por
la que se accedía al escondite del robot, lo que quedaba de la mitad
derecha de aquel cadáver.
“Yo se los había dicho”, dijo el viejo Raymond días después del
sorprendente descubrimiento. Algunos se lanzaron entre sí miradas
escépticas, pero yo comprendí que sí, que Raymond, a su modo, nos
lo había anticipado.
Yo me fui al poco tiempo y solo volví al pueblo
esporádicamente y cada vez menos. La última vez que anduve por
allí, no hace tanto, comprobé, sin sorpresa, que la calle que conduce al
Motel y Cámping Mirasoles, se sigue llamando Pasaje Ing. Adolfo
Fontana.
Medusas

Solo mucho tiempo después, cuando ya ese tremendo conocimiento


devino completamente inútil, supe que a Hernán lo había asesinado
Marion. Hasta entonces, durante todo ese largo tiempo que
comprende buena parte de mi vida y la de Marion —aunque la mía
aun, mal que mal, perdura. La de Marion, en cambio, concluyó hace
ya unos años, los suficientes como para amortiguar de una manera
sutil, oscura pero evidente, el impacto la terrible noticia de ese crimen
— la muerte de Hernán había sido algo liso, sin traumas, una muerte
espantosa por la escasa edad del difunto, pero esas cosas que pasan,
que uno lamenta en comentarios con conocidos en las jornadas que
siguen y que deambulan luego ignorados en la memoria hasta que
terminan alojados en un lugar recóndito, solo accesible cuando algún
estímulo extraordinario (mamá por ejemplo, lamentándose por el
dolor de su pobre prima, con el hijo muerto tan joven) los devuelven
brevemente al primer plano. Un primer plano, sin embargo, cada vez
menos nítido, más borroso y pixelado. De hecho, por ejemplo, ahora
mismo, bajo el impacto de esa tremenda noticia, no recuerdo los
rasgos de Hernán. Me acuerdo de unos jeans y una camisa a grandes
cuadros rojos y azules que tenía puestos en un asado en lo de Pete, y
que se había teñido el pelo de rubio y lo tenia largo. Me acuerdo
mejor del Hernán niño, de siete u ocho años, queriendo meterse a
jugar al fútbol con nosotros, los más grandes y que lo sacábamos
cagando y se iba a quejar entre lágrimas con la mamá y que la abuela
nos cagaba a pedos por maltratar a la criatura. Esos pocos recuerdos y
me detengo allí, no necesito, no quiero otros recuerdos de Hernán. Lo
que sé ahora, es que no murió por muerte súbita mientras dormía sino
que Marion, mi esposa fallecida hace ya, ¿cuántos? ¿cinco, seis años?,
Marion, la vital y alegre matrona con la que compartí tantos años, la
madre de mis hijos, la abuela de mis nietos, que, hasta donde yo sabía,
apenas conocía a mi primo segundo (extraña fórmula, es como decir
first second), lo mató. Lo durmió con un somnífero y luego, durante el
sueño, le inyectó una droga que le reventó el corazón. Hernán era
cardíaco. Marion era enfermera.
En medio del mentiroso laberinto de cubículos, se escuchan
todas las conversaciones. Sentado frente a tu computadora, no ves a
los que hablan, no sabés donde están, solo sabés que están
relativamente cerca pero tampoco podés precisar la distancia. Este
que comenta sobre el episodio de Jersey Shore que vio anoche a
instancias de la hermana, ¿dónde está? ¿a la derecha?, ¿a la
izquierda?, ¿del otro lado del pasillo?. No lo sé. Como no conozco
bien a la gente (soy nuevo aquí), no puedo asignar voz a persona o
rostro alguno, con lo cual solo son voces, que dialogan, que
intercambian información e impresiones de manera más o menos
coherente. Pero como las conversaciones son plurales si no son
procesadas adecuadamente, se cruzan y dan lugar a intercambios
complejos y a veces absurdos. También están los que hablan por
teléfono y contribuyen con sus monólogos entrecortados, con sus
diálogos unilaterales o incompletos a la sinuosa cacofonía. Como
todos son más o menos conscientes de que lo que dicen los escuchan
todos o muchos, se cuidan con lo que hablan. Son en general
conversaciones banales sobre el trabajo que están haciendo o sobre
temas de interés general (el ya citado Jersey Shore u otro programa de
TV, fútbol, algo de política pero de baja intensidad). Eso sí, tratan de
ser inteligentes o ingeniosos y algunos lo logran, con lo cual, cada
tanto, atrapan mi interés. Si no fueran conscientes de la módica
publicidad de sus dichos, sería aún más interesante. La vida de los
otros siempre es fascinante. De eso y no de otra cosa se trata la
literatura narrativa o el cine, esto es, asomarnos a la vida de otros, ver
cuán felices o infelices son los otros y, por contraste, cuan felices o
infelices somos nosotros. Es eso, una especie de voyeurismo.
De modo imperioso el interrogante se instaló en mi cabeza y en
el resto de mi cuerpo. ¿Por qué Marion mató a Hernán? Hasta donde
me constaba, se habrían visto pocas veces en sus vidas. No más de
cinco, todas ellas en vastos encuentros familiares como cumpleaños
de la tía o de la bisabuela en común o, quizás, alguna navidad
tumultuosa. No recordaba haberlos visto juntos en esas ocasiones,
sentados en la misma mesa o intercambiando esa información
hiperbólica y fragmentaria que se comparte en los grupos
artificiosamente alegres que se forman más o menos azarosamente en
la dinámica de la “fiesta” o reunión familiar.
Además, Marion, no mataba una mosca. Era una mujer
adorable, capaz si, de esporádicas, imprevisibles y pirotécnicas
explosiones de furia. En esas circunstancias, la violencia de Marion
no excedía lo verbal y lo fisonómico: se ponía muy colorada, la cara
se le hinchaba, gritaba como una energúmena y la mirada cobraba un
tinte siniestro. Daba un poco de miedo. Los estímulos para esos
arranques eran variados pero por lo general tenían que ver con cosas
que me concernían. No soportaba algunos rasgos de mi personalidad
ni algunos de mis gestos y acciones recurrentes. Era, por ejemplo,
muy celosa. La mayoría de sus arranques de furia por celos eran
arbitrarios e injustos, pero de todos modos mortificantes. Otra
característica que me adorna y que desataba su ira era cierta abulia o
indiferencia mía ante circunstancias que, a su entender, deberían
movilizarme de manera enérgica, hasta violenta. No compartíamos la
misma frecuencia de onda para juzgar situaciones que nos afectaban.
Pero era una buena mujer. Además, de joven era bella y apasionada.
Con el tiempo, belleza y pasión, fueron inevitablemente decayendo,
ajándose. Al menos en lo que a mí respecta. En alguna oportunidad
me sorprendí sorprendiendo la mirada lujuriosa de algún ignoto
transeúnte dirigida al culo o a las tetas de Marion, a la salida del cine
o entrando a un restaurant. Un culo y unas tetas que a esa altura yo
juzgaba ya fofos, caídos, perimidos. La íntima proximidad potencia al
tiempo en su trabajo de progresiva y fatal destrucción de la belleza y
la pasión.
Una vez, en este mismo edificio pero en un piso más
encumbrado que tenía ventanales al “pulmón de manzana”, tuve una
especie de epifanía con respecto a la condición de voyeur de todos
nosotros, los cultores de la literatura, el cine o el teatro.
Desde mi escritorio veía las terrazas de otros edificios de la
manzana. Nunca pasaba nada, pero una vez, en una de las terrazas en
la que había ropa tendida, ví una mujer sentada y un niño que jugaba
con una pelota. Desde donde estaba, no podía discernir sus rasgos,
pero por la postura y actitud general supe que era una mujer mayor. El
niño era pequeño pero había ya desarrollado capacidades motrices
básicas, tendría unos cinco, seis años. Me detuve a mirar con cierta
atención el intercambio de la mujer y el niño que juzgué su nieto. La
abuela alentaba al niño aplaudiendo sus fantasiosas gambetas y tiros
libres, le advertía los peligros de superar ciertos límites, le alcanzaba
la pelota cuando llegaba a sus inmediaciones. Una vieja, un niño, una
pelota en la terraza bajo un sol luminoso pero clemente, otoñal. Tomé
súbitamente conciencia de que ellos, la anciana y el niño, no sabían
que yo los estaba mirando. La mía era una intromisión ignorada, que
no incidía en el juego que absorbía la atención de anciana y niño, que
incluía la pelota, los límites de la terraza, la ropa tendida, el clemente
sol otoñal y el cielo delimitado por los otros edificios, pero no a mí.
Mi mirada no agregaba nada a ese pequeño drama o juego, que se
desenvolvía con total prescindencia del ignorado espectador que sin
embargo existía, estaba allí. Era, intuí, algo así como la obra de teatro
perfecta es decir, era vida misma explayándose ante mis ojos. Por
supuesto, si ellos hubieran sabido de mi mirada, todo habría sido
distinto, los gestos se habrían teñido de cierto tinte de representación
y de artificio, la escena se habría contaminado de teatralidad y no
habría tenido la fascinación que causaba. Supe de una manera que me
pareció sólida y definitiva (esa fue la epifanía), que ese efecto de
fascinación ante la vida de los otros es una pasión universal a lo que
los escritores, los cineastas, los dramaturgos, en fin, quienes traman
ficciones, tratamos de satisfacer con nuestros módicos simulacros.
Si el culo y las tetas de Marion, aún en ese período de fatal
declinación e imposición de la ley de gravedad sobre la vocación de
elevación de sus músculos, tendones y otros tejidos, aún podían agitar
los ratones de un ignoto transeúnte, era inevitable pensar que, en su
momento, pudo haber provocado la calentura de Hernán. Y la
calentura de Hernán, haber auspiciado la calentura de Marion. Es
decir, no parecía haber motivo alguno para el asesinato de Hernán que
no tuviese que ver con el sexo. No se le ocurría otra alternativa.
Porque no la había. Los detalles de la historia, apenas importaban.
Cómo y cuándo empezaron a verse fuera del ámbito tumultuoso y
alcahuete de las reuniones familiares, cómo y cuándo se hicieron
amantes y cuánto tiempo duró esa relación prohibida, etc, no era
importante. Era razonable presumir que se trató de una relación
asimétrica, que para Hernán era solo una aventura, una experiencia
distinta con una mujer mayor, casada y, lo que seguramente la hacía
más interesante, casada con un pariente, un primo segundo, un boludo
que lo echaba cuando era chico y quería jugar al fútbol con los primos
más grandes. Para ella, para la pobre Marion, debió ser algo mucho
más serio, demasiado serio. Constató que, a pesar de ser él el cornudo
y de ser ella una asesina, sintió pena por Marion. Y resentimiento
contra Hernán.
Trató de recordar algún cambio en la conducta de Marion que
hubiera podido, de estar atento, advertirlo de que algo tremendo y
definitivo le estaba pasando, pero no lo logró.
Se tapó con la sábana con premura y quedó tendida a su lado
con la respiración todavía agitada. Después de un rato, se acercó a él
intentando colocar su cabeza por debajo de su brazo, en el hombro,
gesto que él terminó por aceptar luego de una breve resistencia.
Acariciando su pecho con la mano que le quedaba libre preguntó si le
había gustado. Si claro, dijo él, liberándose del abrazo para encender
un cigarrillo. Estuvo buenísimo, confirmó ella, cada vez mejor,
mientras él acomodaba la almohada un poco más vertical sobre el
respaldo y se recostaba. Ella quedó en un plano inferior, titubeó unos
segundos y volvió a su posición anterior, boca arriba, a su lado y
tapada por la sábana. No sé, esta vez tuve como tres orgasmos, en
serio, y todos maravillosos, intensos, profundos, duraderos. Cómo
hacés. Dijo girando la cabeza y volteándola hacia arriba como para
hacer contacto visual con él. Se rió y él, largando humo, esbozó una
leve sonrisa como respuesta. Yo creo que, sí, es lo que, digamos,
hacés vos, pero también está lo que yo doy, no sé como decirlo, mi
entrega, digamos, mi total disponibilidad, mi receptividad ansiosa a lo
que vos me das. Después de un suspiro, continuó. Two to tango, no?
Aunque, bueno, volvió a reírse con una risa nerviosa, también tengo
sensaciones parecidas cuando, digamos, opero en soledad, usando mis
deditos, no sé si me entendés, dijo con un gesto cómplice de los ojos
que él sin embargo no vio, pero ahí también estás vos, porque solo
pensando en vos, solo recordando estos momentos funciona así. Él se
incorporó y ella se apresuró a preguntar dónde vas?. Al baño dijo él
mientras caminaba en esa dirección. Ella acomodó mejor la almohada
y las sábanas. Se escuchó el chorro de orín caer en inodoro y luego el
ruido de la cadena y el de la caída del agua. Superponiéndose a los
últimos estertores del vaciado del tanque, se escuchó el del agua de la
canilla cayendo en la bacha de loza. El ruido cambió de registro
cuando él interpuso sus manos. Luego de que cerró la canilla, se
produjo un silencio tramposo hecho de ruidos lejanos, otras canillas y
cadenas de inodoro en otros departamentos, ecos de voces, zumbido
de motores. El salió del baño y se dirigió a silla donde estaba su ropa
y comenzó a vestirse. Dónde vas preguntó ella nuevamente. Tengo
que encontrarme con alguien ahora, en un rato, contestó él. Ella se
incorporó de pronto, la sábana cayó descubriendo sus pechos que ella
volvió a cubrir apresuradamente mientras decía qué, vas a ver a tu
novia. No tengo novia, dijo él mientras colocaba una pierna en el
pantalón. Vas a ver a la negrita esa ¿no? Y te la vas a coger ¿no? Gritó
ella con los ojos desorbitados y las manos crispadas agarrando la
sábana sobre sus pechos. No sé, a lo mejor sí… ya discutimos esto
¿no? No, no discutimos nada dijo ella en el mismo tono pero ahora
con lágrimas asomando en sus ojos. Vos cogés con tu marido ¿no?
Dijo él mientras subía el cierre del jean. No cojo con mi marido y no
es lo mismo, no tiene nada que ver. No me podés hacer esto no me
podes hacer esto, gritó ella llorando y llevándose las manos a la cara.
La sábana, a pesar de haber sido liberada de sus manos, permaneció
apoyada en la parte superior de sus pechos. El continuaba vistiéndose,
abotonándose la camisa. Yo me juego mucho con esto, vos lo sabés,
yo arriesgo todo con esta relación y vos no la podés tomar tan
livianamente, dijo ella. Yo la tomo como se me canta el culo, gritó él
interrumpiéndola. Se quedaron mirando estáticos, ella sentada en la
cama, él junto a la silla, como estatuas, hasta que ella gritó sos un hijo
de puta, una basura, una mierda, quién carajo te creés que sos. El
retomó la tarea de vestirse con mayor velocidad. Ella detuvo sus
improperios y dijo, gritando aún más fuerte, con la voz desgarrada, no
te vayas, si te vas te juro que te vas a arrepentir, me mato o, mejor te
mato a vos. Hacé lo que quieras dijo él dirigiéndose a la puerta.
Cuando la abrió, ella abandonó la cama y se abalanzó sobre él. El la
esquivó y ella cayó pesadamente al suelo, desnuda, su rotunda palidez
contrastando con el porcelanato negro del piso. El dejó la habitación y
cerró la puerta ya de espaldas, sin mirarla. Ella intentó incorporarse
pero tropezó con la silla donde había dejado su ropa y sus cosas. Cayó
de la silla su maletín abriéndose con el golpe. De su interior salieron
varios objetos que se esparcieron por el piso, donde ella había
apoyado las manos para incorporarse. Entre otras cosas había un
portadocumentos de cuero rojo, una cartucherita haciendo juego, dos
monedas de un peso y una de cincuenta centavos, dos jeringas
descartables con su correspondiente cobertura plástica, una cajita
conteniendo, según se indicaba en su cubierta, dos ampollas de 25 mg
de Pretuvion Plus. Ella lanzaba una mirada turbia, confusa sobre esos
elementos, los ojos rojos y brillantes de lágrimas, y murmuraba de
manera casi inaudible, hijo de puta, hijo de puta, no me podés hacer
esto.
Antes, en los gloriosos tiempos de Entel, era posible que las
comunicaciones telefónicas se conectaran caprichosamente de modo
que uno se encontrará de golpe hablando con un desprevenido e
ignoto interlocutor o escuchando conversaciones ajenas. Las
comunicaciones se “ligaban”. No era común, pero sucedía. Una vez
mi teléfono se ligó a una conversación entre dos mujeres. Por
supuesto debía cortar y volver a levantar el tubo para hacer la llamada
que pretendía o advertir a mis interlocutoras sobre el desperfecto para
que corten ellas y vuelvan a comunicarse esquivando la conexión con
mi propia línea. Pero no pude, quedé fascinado, con el tubo pegado a
la oreja, escuchando la conversación. Una se quejaba del trabajo que
le daban el marido y los hijos, la otra, que era quien promovió la
llamada, contaba el drama de una relación frustrada con un señor.
Exponía su alma de manera casi obscena u obscena para mí, a quien
no se dirigía su diatriba. Ella se había hecho ilusiones y hasta había
invertido una buena parte de su sueldo en comprarle un perfume de
regalo para su cumpleaños. Pero el tipo se borró y ella no sabía cómo
manejar la situación, si llamarlo, forzar un encuentro, seguir
esperando... La otra parecía más joven pero hablaba con la autoridad
que le daba un matrimonio aparentemente exitoso, con hijos y todo.
Había empezado a recomendar una salida digna para la situación pero
se interrumpió porque le pareció que alguien estaba escuchando lo
que hablaban. Me descubrió la guacha, increíblemente se dio cuenta
de que alguien, que definitivamente era yo, estaba forzando su
indiscreta, enferma mirada por el picaporte de una puerta para
observar la vida de otros, de ellas dos y obtener alguna forma de
perverso placer en ese ejercicio. Nos están escuchando. Oigo una
respiración, ¡escuchá!,
¡escuchá!... ¡¿sentís?! Seguramente, yo no podía controlar mi ansiosa
respiración delatora. Mejor cortamos y te llamo yo. Hija de puta.
Roland Barthes afirma que la mirada objetiviza, cosifica lo
observado. En La Cámara Lúcida, el filósofo, escritor, ensayista y
semiólogo francés, define la esfera privada como “esa zona del
espacio, del tiempo, en la que no soy una imagen, un objeto”. Pero si
el, digamos, sujeto A, no es consciente de la mirada que el sujeto B le
dirige, A sigue siendo un sujeto, esa ignorancia le permite resistir el
ataque objetivizador de la mirada de B. Lo que objetiviza o cosifica,
lo que hace de A una imagen es la propia conciencia de la mirada
ajena, la mirada de B, en este caso. Si, a pesar de la sospecha de que
eran escuchadas, mis amigas de la comunicación ligada, hubieran
seguido su conversación, habrían auspiciado la propia mutación de
sujeto a objeto vis a vis un sujeto que conserva esa condición, que en
ese caso era yo. Es interesante constatar que el acceso a la esfera
privada que no tiene un efecto cosificador es siempre clandestino. Su
fascinación proviene en parte de esa ilegalidad pero sobre todo porque
es lo que nos permite acceder a la vida misma, caliente y palpitante,
de los otros, la que normalmente nos está vedada. Mi tesis es que eso
que escribimos o pergeniamos nosotros, los tramadores de ficciones,
es un triste y modesto sucedáneo de la mirada no cosificadora a la que
secretamente aspiramos, nosotros, sí, pero sobre ustedes, amigas
lectoras, amigos lectores.
Somos todos Medusas plebeyas que, como aquella infeliz
Gorgona, hija de Forcis y Ceto, convertimos en piedra a aquello que
miran. Perseo para degollar a Medusa evitando su mirada, se acercó a
ella observándola a través del reflejo de un escudo. La literatura, y por
extensión, el cine y el teatro, son un poco ese mal bruñido espejo, que
nos permite a nosotros, especies de Perseos degradados, proyectar
módicos reflejos de vida, diamantes de vidrio, anillos de lata dorada,
chucherías.
—Me parece que el “pícaro” de tu hijo me sacó el auto otra
vez. Esta mañana ví que tenía mucho menos nafta de lo que yo
recordaba. Además, tiene un rayón nuevo, en la puerta del conductor,
que yo no lo hice… Voy a tener que hacer algo. No sé bien cómo
manejar esta situación. Hay algo que no va, una interferencia malsana
en nuestra comunicación. Uno nunca sabe lo que hace, lo que piensa.
Hace frío, ¿te parece que encienda la estufa?
—Por mí, no.
—Esta bien. Pero no, yo tengo frío. Esperá, agrego una frazada
mejor. ¿Dónde está esa frazada naranja que era de tu vieja?
—Ahí, en el placard.
—….
—No del otro lado.
—Acá está. Correte un poco. Ahí va. Voy a la cocina, ¿te traigo
algo?
—No, gracias.
—…
—Que lo parió, de nuevo cucarachas. Mañana llamo a la
desinfección. El problema es que si hablo con él, me va a mentir.
Como la otra vez. Yo sé que me sacó el auto, la otra vez también. Pero
el tipo pone su mejor cara de boludo y “no sé de qué me estás
hablando”. Y yo no puedo decirle más nada porque la verdad es que
no tengo pruebas concluyentes. Pero, en el fondo, el problema es que
no podemos hablar. No es solo lo del auto. De nada. No podemos
hablar de nada, no sabemos nada de él. ¿No viste que ya no trae a sus
amigos a casa, como antes? No sabemos en qué anda. Yo sé que la
adolescencia y todo eso, pero el año pasado también era adolescente
¿no?, y no era así. Ahora es como tener un extraño en casa, alguien a
quien no conocés. Es raro. ¿No te parece?
—Sí.
—¿Qué te pasa?
—Nada, estoy cansada. Mucho trabajo…
—Sí, sí. Hoy te llamé. ¿No sé si te dijeron?
A la tarde.
—Sí, tuve que salir, una emergencia, no había quien hiciera
ambulancia…
—Claro. Si pudiera enfrentarlo al hecho. Si tuviera una prueba
contundente de que me saca el auto. Ahí la conversación se plantearía
en otros términos. Ante la evidencia lo forzaría a hablar de cosas que
no quiere. Estuve pensando en esas camaritas de seguridad, poner una
en el garage. Debe ser complicado y caro, pero, no sé, por ahí vale la
pena. Además, claro, el tipo no tendría que darse cuenta. En fin. Voy a
averiguar un poco. Por ahí Lugo sabe algo de esto y me puede dar una
mano.
—¿Apago la luz? ¿No leés esta noche?
—Estoy cansada
—Ok. Hasta mañana.
—Mmmñana.
—…..
—Quién llamará a esta hora, puta que lo parió…
—…..
—Era mamá. Parece que murió el hijo de mi tía Zoe, Hernán,
no sé si te acordás, uno grandote, rubio, o bueno, se tiñe de rubio. Se
teñía, pobre. Mamá estaba muy conmovida. Pobre. Un muchacho
joven, no sé, tendría veinticinco, veintiséis años. Parece que tenía
problemas cardíacos y le dio un paro, durmiendo, parece. No va a
haber velatorio y lo entierran mañana. Voy a tener que ir. Pobre
mamá, estaba hecha mierda. Le dije que se tomara la pastilla y tratara
de dormir. No somos nada. Lamento que te hayamos despertado. La
verdad es que mamá podría haberme avisado mañana a la mañana.
Pero viste como es. Dormí, dormí.
—Y sí dije sí quiero Sí.
TANATOS

Teoría del Todo El paquetito de Nelo

KERES

Quién mató a Caravaggio


Asesino serial
Medusas

IXTAB

Spam El mejor
Índice
Prólogo borgeano
Quién mató a Caravaggio
Teoría del Todo
Asesino Serial
El paquetito de Nelo
Spam
El mejor
Medusas
Bajá los libros libres que quieras
en www.qejaediciones.com/gratisllameya

Este libro se terminó de imprimir en Buenos Aires, Argentina, durante el mes de mayo de 2019.

También podría gustarte