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Aleixandre
Edición' de
JOSE LUIS CANO
EL ESCRITOR Y LA CRITICA
.L26Z94lp
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in 2019 with funding from
Kahle/Austin Foundation
https://archive.org/details/vicentealeixandr0000unse_r6b3
VICENTE ALEIXANDRE
PERS1LES - 97
SERIE EL ESCRITOR Y LA CRITICA
EL ESCRITOR Y LA CRITICA
Director: RICARDO GULLON
TITULOS DE LA SERIE
TITULOS PROXIMOS
Edición
de
JOSE LUIS CANO
taurus
VQUoi .L^Z?V
Cubierta de Al-Andalus
Retrato de Aleixandre
por Alcón
ISBN: 84-306-2097-4
Depósito legal: M. 2.775 - 1977
PRINTED 1N SPAIN
INDICE
Nota preliminar . 9
SEMBLANZAS Y EVOCACIONES
II
MUNDO POETICO
III
IV
EL CONTACTO SURREALISTA
313718
V
TEMAS ALEIXANDRINOS
VI
VII
VIII
IX
LA ULTIMA ETAPA
Bjbliografía . 283
— 8
NOTA PRELIMINAR
— 9
de hacer que su obra evolucione con el ritmo de su tiempo y de su
país, y se haga más fértil y más compleja a cada nueva etapa, pero
sin olvidar nunca «el oculto fuego originario». Como he seguido año
tras año su labor, mi sorpresa y mi asombro han sido constantes al
contemplar a un Aleixandre superándose en cada libro, ensanchando
cada vez más el ámbito y la materia de su poesía, renovando su téc¬
nica y su clima, pasando del surrealismo al realismo, del paraíso a
la historia, del yo al tú y al ellos, del compromiso a la meditación,
del monólogo alucinado a los «diálogos del conocimiento». La mi¬
rada del poeta y su técnica pueden cambiar, pero el poeta es el
mismo siempre. Y reconocemos su voz tanto si escuchamos los poe¬
mas de influencia surrealista de sus primeros libros —-Espadas como
labios, Pasión de la tierra— como los de aquellos otros en que ha
cantado las fuerzas elementales de la Naturaleza y la unidad amo¬
rosa del mundo —La destrucción o el amor, Sombra del paraíso—,
o los temas del vivir humano y de la solidaridad —Historia del co¬
razón, En un vasto dominio—-. Cuando al filo de los setenta años,
en 1968, publicó Aleixandre Poemas de la consumación, la crítica
advirtió la atmósfera alucinada del libro, que le acercaba al irracio-
nalismo de su primera época. Y ese enlace del Aleixandre surrea¬
lista de Espadas como labios con el alucinado de Poemas de la
consumación (1968) puede comprobarlo el lector en una antología
del poeta editada hace años con el título de Poesía superrealista,
muy bien acogida por los jóvenes. ¿Cómo extrañarnos, pues, de que
los poetas novísimos que intentan nuevas aventuras poéticas de ex¬
presión irracionalista o neosurrealista sigan reconociendo en el autor
de La destrucción o el amor a uno de sus maestros, quizá el más
vivo y el más joven de todos? Pero hay otra causa que explica esa
adhesión y ese fervor de los jóvenes a la poesía y la persona de
Aleixandre, cuya mirada sigue alerta y vivaz sobre el mundo y las
nuevas corrientes del arte y de la poesía. Su profundo entendimiento
de la juventud, poco frecuente en los poetas de tan larga edad, no
ha menguado al doblar el cabo de tantos años de experiencia humana
v poética. Desde el día siguiente a la terminación de la guerra civil
española, fue Aleixandre, y sigue siendo para muchos de los jóvenes
poetas que a él se acercan, un constante estímulo, y en no pocos ca¬
sos una compañía alentadora y una amistad sin fallos. A medida que
su obra poética crecía en hondura y belleza, engrosaba también la ru¬
morosa y juvenil peregrinación a Velingtonia, 3, la casa del poeta en
el Parque Metropolitano, fronteriza de la ciudad universitaria madri¬
leña. La misma casa a la que, hace cuarenta años, acudió por primera
vez un joven poeta casi desconocido, Miguel Hernández, atraído por
la lectura de La destrucción o el amor, que acababa de publicar¬
se (1933).
10 —
Pero si en 1968 sorprendía a la crítica con Poemas de la consu¬
mación, grave meditación sobre la existencia contemplada desde la
altitud de la edad, desde la más honda experiencia, seis años después,
en 1974, volvía a sorprendernos Aieixandre con otro libro, Diálogos
del conocimiento —el último, hasta ahora, de los suyos—, de técnica
muy distinta y de una complejidad acaso mayor. Porque se trata de
una visión contrastada de la realidad del mundo y de la vida a través
de personajes diversos y aun opuestos que, más que dialogar, cruzan
sus monólogos o soliloquios creando a veces una atmósfera misteriosa
y soñadora. El resultado es lo que el mismo Aieixandre ha llamado
una visión perspectivista del mundo, un intento —añado yo— de
ahondar aún más en la complejidad y en la diversidad de la existen¬
cia, cuya pluralidad, para usar un término muy de la actualidad po¬
lítica de la España actual, parece exigir no una sola visión sino varias,
o mejor, muchas que reflejen y contrasten los infinitos perfiles y
enfoques de la infinita realidad.
J. L. C.
— 11 —
I
SEMBLANZAS Y EVOCACIONES
JUAN RAMON JIMENEZ
VICENTE ALEIXANDRE
(1930)
15 —
DAMASO ALONSO
EL NILO
(VISITA A VICENTE ALEIXANDRE)
16 —
ser las antenas. Sí, gran antena, hijo, Vicente, gran antena horizontal,
recogedora de mundos, de trémulos cosmos, tú, ahí, tendido como
un carro viejo, debajo del porche de tu hotelito suburbano. Oh, y
esos gallos amaestrados que tienes, de tanto fervor, que cuando vie¬
nen Carlitos Bousoño o José Luis a leerte poemas, las pobres aves
no pueden —gallos, al fin, poéticos— refrenar su emoción y subra¬
yan los más bellos, los más tristes pasajes, con frenéticos qui-qui-ri-
quís de entusiasmo. Sí, sí, arrumbado carro viejo, rodeado de tus
gallos cantores. Con mucho sol en tu calva (un plato de Manises
roto). Y yo allí, sentado, cerca, como un montoncito de estiércol a
medio pudrir. Fondos guadarrameños. Granja de la Poesía. Lenta
Granja de Dios.
No, no es eso. Tú lo que eres es un río. Porque tú eres río:
Nilo, Ganges, Misisipí. Estas son las grandes criaturas estremecidas,
rumorosas, horizontales. Fluyentes, fluyentes. Sí, tú, gran río que no
vas a verter al mar, sino al trasfondo de la noche estrellada. Ellos,
como tú, llevan hacia la eternidad el reflejo o la memoria bella de
tanta forma: de perros errabundos que bebieron sus aguas, de pal¬
merales o huertos de naranjos, de terribles roturas de montes, de
rayos, de lunas, de estrellas. Y, como ellos, no negaste nunca tus
aguas poderosas ni al hueco de la mano más ruin. Gran poza que se
mueve con una mitología de monstruos en la hondura y heces y sue¬
ños de siglos. Como los grandes ríos que han atravesado el atardecer
de muchas batallas y que, corceles impacientes, han roto por fin mu¬
chas veces adioses hacia la muerte o el destierro, tú también, tú tam¬
bién arrastras lágrimas y sangre, muchas lágrimas y mucha sangre de
tanta humanidad, de tanto dolor.
Ah, Vicente, qué lástima que barbas no tengas. Qué lástima que
no tengas largas barbas ondulantes. Yo te representaría semidiós ho¬
rizontal, apenas reclinado, con inmensas barbas en cascada, como los
antiguos representaron a los ríos. Y a esa juventud entusiasta que te
sigue, con el auténtico gozo de seguir lo más intenso y lo más alto,
a ese enjambre primaveral que te rodea, yo le pondría lo mismo que
en la estatua del Nilo padre, como un cortejo de corrientes juveniles,
de geniecillos niños: unos, subidos sobre tus hombros; otros, esca¬
lándote las rodillas; otros, dejándose fluir en tobogán al lento ritmo
de las ondulantes barbas. ¡Qué pena, qué lástima que no tengas bar¬
bas, Vicente!
— 17 —
2
PEDRO SALINAS
VICENTE ALEIXANDRE
— 18 —
mente, y aprovecha en charloteo y risa todo el asueto. Sólo dejará
de sonreír ( ¡digo yo! ) cuando allá en la calma de su jardín, por las
mañanas, cuando está más solo, vaya escapándose —sin moverse,
dejando el cuerpo en prenda, allí recostado en la chaise longue—,
del sol, de los pájaros, de sus ojos azules, para hundirse en ese mun¬
do angustiado, de largas cadencias doloridas, hecho de sueños de
selvas superpuestas —florestas del paraíso, bosques del purgatorio,
espesuras infernales— donde los árboles más puros no pueden es¬
caparse de las lianas que les envuelven, y se entrecruzan indisoluble¬
mente con el buen amor y el loco amor en el sentir del hombre.
Porque este mocetón, tan sonreídor con nosotros, deportista de
facha, débil de veras, este Vicente, delicado y aparte, que no va
nunca donde va la gente, ha descubierto la más trágica forma de
equivalencia: amor, igual a desesperación. Y se pasa el tiempo —ma¬
temático calculador de su pena— desarrollándola, en líricas operacio¬
nes combinatorias, cuyo resultado es siempre el mismo: amor, más
desesperación, igual a poesía, a honda, a extrañamente conmovedora
poesía.
VICENTE ALEIXANDRE
— 20 —
pone inclinación y prontitud para abandonar súbitamente el medio
acostumbrado donde se desenvuelve nuestra vida. Era yo entonces,
como buen español, y he tratado después de corregirme, de éstos
que piensan: quien no está conmigo, está contra mí. Como en Alei-
xandre creí hallar actitud contraria a la mía, y como yo, de otra
parte, iba pronto, y por vez primera, a dejar España, excluí para
mis adentros la posibilidad de entrevista nueva. Pero el destino lo
tenía dispuesto para más tarde de otro modo.
21
el tiempo y la distancia. Con la regularidad que Aleixandre imponía
en torno suyo, nos veíamos a menudo; en un bar, en un cine, en su
casa sobre todo; unas veces solos, otras con Federico García Lorca
y Manuel Altolaguirre.
Aquella biblioteca y salón en casa de Vicente Aleixandre fue es¬
cena de nuestros diálogos, en los cuales alternaban, junto a los com¬
pañeros ya mencionados, otros más fugaces que cualquiera de nos¬
otros traía y presentaba. Para todos estaba pronta la bienvenida de
Aleixandre, con una cordialidad que en pocos como él he conocido.
Tras de cambiar unas palabras, sabía hacerse a un lado, con des¬
cuido aparente, para dejar a los demás en libertad, callado unas veces,
conversando otras, pero siempre consciente de lo propicio de la at¬
mósfera. Era Federico García Lorca quien muchas veces llevaba la
voz cantante, ya con la suya propia, ya con la del piano, y pasába¬
mos la tarde escuchándole.
Apenas nos apercibíamos tras de las ventanas al jardín, cómo la
noche venía, más o menos temprana según la estación. Pero el reloj,
de tenue y cristalina sonería, advertía de la hora. El piano y las vo¬
ces callaban. Al despedirme siempre sentía una desgarradura, pues
que pasaba de ambiente afín al otro tan diferente del mundo de
afuera. Todo aquello, seres y objetos, habría de dispersarse trágica¬
mente unos años más tarde.
Lo que el destino nos da, lo da sólo una vez. Pretender obtenerlo
dos veces es tarea que desgasta nuestra existencia, haciéndonos sen¬
tir los límites de ella, y de la juventud, época donde todo puede ocu¬
rrir, o parece posible pueda ocurrir.
«¿Te acuerdas del piano donde tantas veces oímos cantar a Fe¬
derico? Ay, ya no existe. Pero el campo está igual, los montones
azules del fondo están igual. Sólo nosotros cambiamos, aunque el
fondo de nuestro corazón sea el mismo hasta el día de la muerte» 1.
22
cuando no aliviar por la misma confesión, entre sus amigos. Testi¬
monio puede dar quien así lo escribe.
Sólo unas palabras breves, siempre las mismas, eran su parte, en
las pausas de la confesión que escuchaba, como un golpecillo afec¬
tuoso que alentara al vergonzoso o al tímido: «Dime, dime»... «Ah,
de modo que»... «Y entonces tú»... Después, qué alivio y gratitud
sentía el confesado.
De mí puedo decir que en aquella época no había gozo o pena
que no exigiera su comunicación entera a Vicente Aleixandre. Si los
dos estábamos en Madrid, tenía que visitarle o llamarle al teléfono;
si alguno de los dos estábamos fuera, le escribía una carta. Hoy, al
recordar esto, no sé qué admirar más, su atención o su paciencia
nunca desmentidas.
Porque no debe olvidarse que quien así dedicaba su tiempo a
escuchar las voces de los amigos, tenía también que escuchar, y con
cuán absorbente atención, como todos conocen hoy, la suya propia,
que sonaba allí dentro, en las profundidades del ser. Pasión de la
tierra se compuso entre 1928 y 1929; Espadas como labios, en¬
tre 1930 y 1931; La destrucción o el amor, entre 1932 y 1933.
Años todos que corresponden precisamente a la época aludida en
estas páginas.
— 23 —
desarrollo y enriquecimiento constante, a las fuerzas oscuras y tor¬
turadas que tan admirablemente nos ha revelado.
Mas dicha revelación, aunque relativamente temprana en la obra
de Aleixandre, no halló entre su propia generación mentes dispues¬
tas a recibirla. ¿Por qué? Sabido es que mientras mayor trascen¬
dencia tiene la obra de un escritor, mayor dificultad tiene también
para que se la reconozca y acepte. No hablemos de los críticos, por¬
que de la ignorancia habitual en críticos profesionales y eruditos
nos da prueba repetida la historia de la literatura.
Fueron las generaciones nuevas, no los críticos contemporáneos
del poeta, quienes percibieron el valor que tenían sus versos. Una
vez abierto el camino, por la admiración de la gente moza, los Aris¬
tarcos comenzaron, retrospectivamente, a darse por enterados, o a
pretender que se enteraban, lo cual es mucho más fácil.
— 24 —
poeta. Este lo sabe, e intenta a veces, abandonando su acción verda¬
dera, la otra que podríamos llamar directa, que en él es absurda y
suele acabar con el poeta como tal poeta. Otras veces, en su quietud
forzosa e inevitable, siente poco a poco el desgaste inútil o el anqui-
losamiento, por inactividad, de una parte de sus posibilidades hu¬
manas.
Dicho conflicto, acaso insoluble, me parece hallarlo en la entraña
misma de la poesía de Vicente Aleixandre. No quiero decir que en
él haya un hombre de acción frustrado, sino que el hombre que en
él es el poeta sintió cómo su existencia no podía realizarse entera y
armoniosamente, según las aspiraciones que dentro de sí entreveía.
— 25 —
que es, y se empeña en soñarlo de otro modo edénico, errante entre
los fragmentos del puro mundo original.
Acaso sea conveniente añadir que esa conciencia del pecado la
suscita aquí sobre todo una forma precisa del mismo: la de la atrac¬
ción sensual entre los seres humanos. Mientras que dicha atracción
está ausente, con rara excepción, entre los escritores del 98, tanto
que algunos de ellos sólo parecen vivir de la cintura para arriba,
en Aleixandre, como en otros poetas de su tiempo, es agudamente
sentida.
A nadie extrañará eso, cuando de pluma no menos austera y
casta, por ejemplo que la de Fray Luis de Granada, se deslizan al¬
guna vez palabras que hacen perceptible el encanto poderoso ema¬
nado de un cuerpo humano: «Y si la hermosura de alguna criatura
(que no es más que un cuerpecito blanco o colorado por defuera)
basta muchas veces para trastornar el seso de un hombre, y para
hacerle caer en cama, y a veces perder la vida»...
— 26
esa criatura edénica caída, reflejo del poeta y a la vez tema princi¬
pal de sus versos, delira frente al mundo, confundidos en su voz la
pena nueva y el candor antiguo.
Mas no ha sido mi intención, al escribir estas páginas, referirme
a la obra de Aleixandre en su época siguiente a los años primeros
de nuestra amistad.
27
-
II
MUNDO POETICO
II
CARLOS BOUSOÑO
31 —
ción de una obra alrededor de cierta idea o sentimiento madre que
da origen, por dilatación o irradiación, a todo el ámbito lírico, se¬
gún hemos señalado ya. Pues bien: la estructura de la serie de volú¬
menes que va desde Ambito a Nacimiento último es claramente
disímil de la estructura de Historia del corazón, etc., porque fluye
desde un diferente manantial temático. En el vasto cuerpo primero,
la idea rectora consiste en la concepción de lo elemental como la
única realidad afectiva del mundo. En el cuerpo segundo (el iniciado
en Historia del corazón), la base de sustentación es otra: la consi¬
deración de la vida humana como historia, o más precisamente, como
un difícil esfuerzo realizado en la dimensión temporal, tras una deci¬
sión de carácter ético.
Pero estos dos mandos a que obedece el par de sectores poéticos
de Aleixandre se hallan, a su vez, radicados en una base común, que
es el centro general de la poesía toda de nuestro autor. No se trata
ya de una idea, sino de un sentimiento, una impresión metafísica,
un impulso de carácter primario frente al cosmos: la solidaridad
amorosa del poeta, del hombre, con todo lo creado-, por lo pronto,
con el mundo físico (época primera) y también (época segunda) con
el mundo de la vida humana. Solidaridad: tal es, en efecto, la pala¬
bra que hemos de leer debajo de cualquier expresión aleixandrina;
tal la fuerza primigenia que ha dado origen a toda la obra de nues¬
tro autor. Contemplada desde un punto de vista tan genérico, asume
ésta así en su totalidad un sorprendente carácter ético, no sólo en
su última manifestación (Historia del corazón y siguientes), donde
el ingrediente moral es evidente, sino en el largo tramo inicial, en
que tal cualidad se hallaba como enmascarada.
— 32 —
(volveré luego sobre ello), sino también a una correlativa elementa-
lización del hombre, pues, en virtud del amor, éste se ha hecho uno
con lo amado, la naturaleza. Se ha tornado en montaña, piedra, as¬
tro. Se invierte así la perspectiva tradicional, y ahora en la jerarquía
de los valores aparece en la cima lo que antes se hallaba en el pel¬
daño más bajo de la escala. Será mejor lo más elemental, de forma
que la piedra superará al vegetal, éste al animal y el animal al hom¬
bre; me refiero, claro está, al hombre alejado de la naturaleza, no
al que se deja guiar por sus supremas instancias. Porque, en efecto,
el hombre elementalizado, trozo del cosmos, es uno de los héroes de
esta lírica, y por eso suele ser visto por Aleixandre en su desnudez,
hecho insólito (salvo excepciones raras) en la tradición artística es¬
pañola (lo mismo en la literaria que en la pictórica):
— 33 —
3
Un lecho de césped virgen recogido ha tu cuerpo,
cuyos bordes descansan como un rio aplacado.
(«A una muchacha desnuda», en Sombra del paraíso)
— 34 —
paisajes menos exuberantes, pero que dan con idéntica fuerza una
impresión de libertad generosa: grandes llanuras con fondos serra¬
nos, como los que pueden divisarse en las cercanías de Madrid,
donde este poeta ha vivido; o la extensión ilimitada del mar en
azulada serenidad, recuerdo de su infancia malagueña. Con pincelada
más estricta, numerosas veces su poesía se ha sentido atraída, en
consideración aislada, por seres de la naturaleza especialmente inte¬
resantes para ella. Entre sólo tres libros del poeta (La destrucción o
el amor, Mundo a solas y Sombra del paraíso) hallo que a la luna
se dedican nada menos que nueve poemas; ocho, al mar; tres, al sol.
Y no faltan composiciones dedicadas en exclusividad a evocar el cielo,
los campos, la luz (tan representada en Sombra del paraíso), la hon¬
dura telúrica, la aurora, el aire, la tierra, la noche, el paisaje prima¬
veral, la lluvia, el fuego, el árbol...
Idéntica explicación tiene la copiosa fauna aleixandrina. La fre¬
cuencia con que los versos de nuestro poeta hacen alusión a animales
es extraordinaria. De los cincuenta y cuatro poemas que integran
La destrucción o el amor, treinta y nueve mencionan alguno de ellos,
hasta formar una lista de treinta y un animales distintos nombrados
por el poeta. Pero no sólo eso: a las águilas, a la cobra, al pez es¬
pada y al escarabajo les será dedicada una composición entera, de
las más felices del libro.
Sí; los animales son casi tan puros como la piedra, como la luz.
Los tigres llevan en sus pupilas «el fuego elástico de los bosques»;
las indefensas gacelas son como las ramillas frescas de un arbusto
joven; las águilas se asemejan al Océano por su majestad y señorío.
Son seres de plenitud, verdaderos dechados de perfección.
Hemos hablado hasta aquí de los «héroes» aleixandrinos. No
está de más que mencionemos ahora, en cuenta más breve, los «an¬
tihéroes». Es evidente que donde existe un héroe puede y suele darse
su contrafigura execrada, pues que la sombra es necesaria para dar
más claridad a lo luciente. Este carácter es el que tienen los hombres
desposeídos de naturalidad, ajenos al «mensaje» de la luz, de las
estrellas, del mar. Como sólo existen, según sabemos ya, los seres
incorporados al cosmos, tales hombres desnaturalizados serán como
«dormidos», como muertos; esto es, no tendrán realidad verdadera,
sino sólo aparente. Y el poeta podrá en alguna ocasión generalizar y
decir que «el hombre no existe», o que si existe es «algo estéril
que contra un muro se seca». «Tirado en la playa, en el duro cami¬
no», ese hombre «ignora el verde piadoso de los mares», «el canon
eterno de su espuma». Y por ello, en un poema de Sombra del pa¬
raíso, embriagado el poeta al contemplar la pureza del fuego primi¬
genio, hermoso don del mundo inicial, puede exclamar: « ¡Humano:
nunca nazcas! »
— 35 —
A este orden de criaturas negativas pertenecerán de manera su¬
perlativa los desamorados, puesto que ellos se excomulgan a sí pro¬
pios de la sustancia del orbe, el amor. No nos parecerá raro, pues,
que en esta poesía se dediquen cierto número de piezas a estos seres
incapaces de la entrega amorosa que, precisamente por desustancia¬
dos y ayunos de realidad auténtica, incurren en las iras del poeta.
Ni tampoco encontramos sorprendente el ánimo semejantemente im¬
precatorio con que nuestro autor se dirige a toda suerte de artificio-
sidades humanas: la desnaturalizada ciudad, el falaz vestido o las
joyas mendaces, reversos también de otros tantos positivos anversos,
según hemos tenido ocasión de comprobar.
Hay que tener en cuenta, además, que este amor universal, que
se particulariza en cada una de las criaturas existentes, es una po¬
tencia destructiva. Al ser única la sustancia de las cosas y diversas
— 36 —
las apariencias, hay en el cosmos un desequilibrio que tiende al re¬
poso a través del dinamismo erótico, aniquilador de esas discrepan¬
tes concreciones. El amor es entonces algo así como una explosiva
fuerza moral que anula el desorden de la diferenciación.
El enemigo del amor y de su potencial unidad cósmica serán los
límites de cada ser, dolorosamente sentidos por el poeta («estos lí¬
mites que me oprimen»), que aspira a la libertad de lo ilimitado y
unitario. Tal es el sentido de la libertad en toda esta primera época
de nuestro autor. Libertad es allí rompimiento de fronteras y acceso
a la confusión pánica. Y esa libertad adquiere su máximo símbolo
en el amor, que es siempre un acto de deslimitación, que absorbe
nuestro yo y parece que por un instante lo reincorpora a la natura¬
leza indivisible.
(Por eso cuando «acabó el amor» —véase el poema de ese título
en el libro Nacimiento último—, los cuerpos, la realidad entera
«constan» aferrados a sus estrictos y entristecedores límites:
Acabó el amor.
(•;•)
Finó el beso. Finamos.
(...)
La vida quieta consta tranquilamente exacta.
(...)
Nada llena los aires; las nubes con sus límites
derivan. Con sus límites los pájaros se alejan.
— 37
la muerte será vista como el supremo acto de libertad, de amor y
de vida. Ingresar en la materia unitaria a través de la muerte será
penetrar en una plenitud de vida superior. Es el «nacimiento últi¬
mo» a la verdadera existencia. Cuando leemos el poema titulado
«El enterrado», nos da la impresión de escuchar la voz de un mís¬
tico que nos habla de la unión con su Dios, después de esta terre¬
nal existencia. Misticismo, pues; pero misticismo panteísta. Espiri¬
tualización de la materia; materia como perenne claridad, radioso
numen, cántico alegre que recibe al «elegido», al muerto, destroza¬
das ya las individualizadoras fronteras («Destino trágico»).
— 38 —
a la atención siempre alerta con que sabe escuchar la voz de su
autenticidad humana, es lo que explica a la par lo ininterrumpido
de la evolución aleixandrina y la amplia abertura de ella.
Y es el caso que ahora, en los años de la segunda posguerra,
por todas partes veo señales, repito, de una crisis en la actitud indi¬
vidualista, tan acusada anteriormente'. Se ensaya, en efecto, hacia
esas fechas una nueva postura frente al mundo, que si en la filosofía
se venía manifestando con anterioridad (precisamente en el período
de entreguerras, en que la literatura ostentaba el signo contrario),
es sólo con posterioridad a la contienda cuando comienza a dominar
en la novela, la poesía y el teatro. Una vez más observamos el he¬
cho, tantas veces comprobado, de ir el arte a la zaga del pensamiento,
cosa muy explicable si recordamos que el artista actúa desde ideas
ya impregnadas de sentimentalidad, y esto sólo puede ocurrir si, en
alguna medida, se han popularizado y hecho carne y sangre de, por
lo menos, una minoría de selectos.
Estas nuevas ideas, o dicho con bastante más precisión, estos
nuevos supuestos, que otorgan suelo firme a la literatura más re¬
ciente, a mi entender no son otros sino ciertos postulados de las
filosofías existencialistas y paraexistencialistas. La idea de que el
hombre tiene un yo en que interviene ya la circunstancia, el concepto
de que vivir es convivir, y varios más del mismo tenor y origen,
tienden a imponer una fuerte sordina en la exaltada forma del indi¬
vidualismo anterior, debajo del cual hemos leído el pensamiento o
sentimiento contrario, esto es, que somos más cuanto más distintos
y discordantes, cuanto menos sujetos a una amplia participación en
principios y visiones con el común de los hombres. En los poetas
del 27, dijimos, este principio no actuaba ya como tal, aunque sí en
sus consecuencias. Ahora se escribe y se vive desde un supuesto
contrario. A la misma región literaria y humana conduce la sensa¬
ción de desamparo y aterimiento cósmico a que está sometido el
hombre de hoy. No exclusivamente, ni tampoco principalmente, por
hallarse afincado en un suelo movedizo y fangoso de absoluta incer¬
tidumbre política, sino, sobre todo, porque la maduración del con¬
cepto historicista («el ser humano no tiene una naturaleza fija, sino
que su ser es fluyente y plástico») le sume en la angustia de la li¬
bertad y de la transítoriedad: la transítoriedad de su realidad misma
y la transitoriedad del mundo moral que lo circunda. Todo ello, en
conjunto, aboca al mismo resultado: la toma de conciencia que el
hombre de hoy realiza con respecto a su radical menesterosidad e
insuficiencia, y la consiguiente búsqueda de un sustancial apoyo en
1 Para ser exacto debo de aclarar que lo que ha hecho crisis no es pro¬
bablemente el individualismo como tal, sino cierto tipo de individualismo.
— 39
los demás; la convicción profunda de su condición de parte de un
todo social, y la necesidad de integración en ese orden superior que
ha de prestarle el cabal sentido de que por sí mismo carece.
Es así como me explico que la nueva actitud adoptada en la pos¬
guerra, inversa, en cierto modo, al tipo anterior de individualismo,
proclame la necesidad de la comunión y del servicio. Ahora el poeta
quiere comprometerse y su poema se impondrá un norte principal¬
mente instrumental. No nos engañe el hecho de que precisamente
hoy abunden las posiciones críticas con respecto a la actual sociedad.
Esa crítica se ejerce en nombre de principios morales, y se halla, por
tanto, al servicio de la sociedad a quien censura.
Si el poeta antes aspiraba a parecer único y aparte, tenderá ahora
a verse sumido en una colectividad como uno entre los iguales, y a
escribir desde un supuesto idéntico de humana comunión. Esto tiene
varias consecuencias importantes: consecuencias en el contenido, por¬
que el poema se cargará de resonancias morales, se impregnará de
ideas, se exaltará en ellas la solidaridad entre los hombres, etc., todo
lo cual es bien visible en Historia del corazón. Pero, además, los
efectos son quizá más notables y sustantivos aún en otras direccio¬
nes: en primer lugar, en el grado de accesibilidad de la poesía con
respecto a un público no formado exclusivamente por especialistas.
Historia del corazón puede ser gustado por cualquier persona me¬
dianamente cultivada. En segundo lugar, y en relación con lo ante¬
rior, la misma visión del mundo que el poeta exponga en su libro
no intentará forjarse con aquella suprema originalidad que le carac¬
terizaba en el inmediato pasado, en que el tema central y luego toda
su estela expresiva parecían de exclusivo usufructo suyo, sin apenas
concomitancias con los otros autores del momento.
El mérito de un poeta no se cifrará ahora en su capacidad para
inventar de raíz un magno tema desde el que extraer toda una red
de implicaciones temáticas y estilísticas, plenas de brilladora novedad,
sino en mirar desde una perspectiva totalmente suya un tema que
es común a todos, o, por lo menos, a muchos de los escritores de su
época. La diferencia no puede ser mayor, porque se ha pasado de
considerar que la misión del arte es la manifestación de una perso¬
nalidad insólita, a considerar que no consiste tanto en esto como en
expresar la emoción personal que en mi vida intransferible y única
tiene un sistema de sensaciones, afectos e ideas que yo comparto,
en algún grado, con todo un amplio sector de la humanidad actual.
Nótese que no se trata de repetir mecánicamente lo que otro ha he¬
cho, sino de inscribir un complejo relativamente dado ya en una
realidad humana nueva que lo modifica esencialmente. Muchas veces
ha sido afirmado por tratadistas de la literatura que el poeta no ne¬
cesita ser original en las ideas que expone, y que es suficiente con
— 40 —
que lo sea en la emoción con que las expone. La finalidad del poema
es expresar la vida, y el pensamiento, si lo hay, debe estar allí preci¬
samente en función de la vida, esto es, en cuanto inserto en ella for¬
mando haz con otros ingredientes no racionales (sentimientos, sen¬
saciones, deseos, etc.). No importará, pues, o importará muy poco,
la originalidad de las ideas, e incluso su falsedad (siempre que esa
falsedad no nos impida verlas como «posibles» en alguien, porque
si esto sucediese fallaría una ley del poema que exige lo que en un
libro mío he llamado «asentimiento del lector»). Lo esencial será la
originalidad del complejo formado al entrar las ideas en una vida
humana que se dice íntegramente. Pues bien: de manera tácita, como
es de rigor, tales son los supuestos que yacen bajo la nueva poética
que Historia del corazón contribuyó a formar. La poesía tanto pierde
como gana bajo la presión de la nueva actitud. Pierde, ciertamente,
en cuanto al deslumbrador brillo y la gallardía que la originalidad
extrema siempre llevan consigo. Y gana en fluidez y naturalidad,
en poder de comunicación con grupos más vastos de hombres, se¬
gún dejé dicho hace poco.
— 41
Canta el vivir del hombre a conciencia de su caducidad; o expre¬
sado con más justeza: precisamente desde esa conciencia es de donde
el canto surge.
— 42 —
cederle, pues se manifiesta en él de muy diversas maneras, y no
sólo en la apuntada. Ante todo, hay que señalar a este respecto la
fuerte tendencia que se dibuja en ciertas páginas del volumen al es¬
tilo narrativo. De otro modo, salta a la vista el empleo, ciertamente
moderado y discreto, que nuestro poeta hace de expresiones fami¬
liares; y las referencias, espaciadas también, pero muy notables, a
momentos de la vida diaria. Congruentemente, la música del ver¬
sículo se muestra como mucho más cercana al ritmo coloquial, y en
este aspecto resulta más flexible que en Sombra del paraíso. Todo
ello en globo, junto a otras particularidades, me mueve a decir que
Historia del corazón es una obra realista, en lo que coincide ésta
con el clima de la poesía española de posguerra. Una de las posibles
direcciones de todo realismo consiste en la importancia que el poeta
atribuye al pensamiento afectivo. Historia del corazón es una de las
creaciones actuales donde la poesía se determina a ser más decisiva¬
mente palabra conllevadora de ideas vividas, es decir, sentidas. Dos
extensas partes del volumen (tituladas «La mirada extendida» y «Los
términos») están precisamente constituidas por poemas de esa índo¬
le. Agreguemos algo esencial: ese par de zonas son las que pro¬
porcionan al libro su cabal significación y por las que éste adquiere
una característica vastedad y grandeza.
Pupila totalizadora
— 43 —
propio poeta, la universalización de tal temática se hallará en la
contemplación del íntegro transcurrir de una vida, no vista en una
sola edad, como es normal en poesía (el poeta suele hablar desde
sus mismos años), sino mirada sucesivamente, de modo abarcador,
en las diferentes etapas que la constituyen (infancia, juventud, ma¬
durez y vejez). No es cuestionable el hecho de que Historia del co¬
razón contenga constantes visiones de esta clase y que esa amplitud
le caracterice. Pero aún observaremos en tal obra otro modo de uni¬
versalización, más propiamente tal, cuando en ciertos poemas lo que
se canta no es el vivir de un hombre (el poeta, su amada), sino el
vivir de todos los hombres, el vivir de la Humanidad entera. Sirvan
de ejemplo las piezas tituladas «En la plaza», «El poeta canta por
todos» o «Vagabundo continuo», como más representativas.
Pero el paralelismo que andamos buscando entre el período an¬
terior y el actual no se detiene aquí. En la etapa primera, Aleixandre
nos habla de la unidad material del mundo. Un tigre, una rosa o un
río son sólo —decía— apariencias disímiles de lo sustancialmente
idéntico. Correspondientemente ahora, en su otra ladera humana,
Historia del corazón nos hablará de la fraterna unidad espiritual
que forman todos los hombres. La Humanidad es una criatura única:
(«La oscuridad»)
No es bueno
quedarse en la orilla
como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar
[a la roca,
sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha de fluir y perderse
encontrándose en el movimiento con que el gran corazón de los
[hombres palpita extendido.
(...)
Baja, baja despacio y búscate entre los otros.
Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.
(«En la plaza»)
— 44 —
Por último, en Sombra del paraíso y La destrucción o el amor,
sólo cuando los seres lograban la casi mística fusión con el cosmos
advenían a plenitud y realidad, pues la única realidad auténtica era
esa telúrica indiscriminación. No deja de ser sorprendente que hasta
en punto tan sutil Historia del corazón nos ofrezca una significativa
réplica. En la pieza titulada «El poeta canta por todos» se nos cuen¬
ta cómo al sumirse en la multitud, el poeta expresa los sentimientos
generales, y cómo entonces el cielo, al devolver el humano coro, re¬
sulta «completamente existente»:
(«En la plaza»)
(El amor es como una explosión), como una gran luz en que los
[dos nos reconociéramos.
(«La explosión»)
— 45 —
Tal es la razón de que aparezcan tantos poemas de amor en
Historia del corazón, que no es un libro de amor, sino de solidari¬
dad humana. De los cuarenta y ocho poemas del libro, veintiséis
cantan el asunto erótico, ya con visión abarcadora e integradora de
todo el vivir del hombre, ya con más limitación y acotada conside¬
ración. Quiero destacar el hecho de que también aquí hallamos pro¬
ximidad y lejanía con respecto al ciclo Pasión de la tierra-Hacimien¬
to último. Esa proximidad consiste en ser en ambas épocas el amo¬
roso uno de los centros temáticos. Pero como la raíz de ese absor¬
bente tema aparece en ambos como disímil, disímil se hará, en uno
y otro caso, la contextura y el color de la planta que de esa raíz
brota. En la primera época de Aleixandre se trataba de cantar lo
elemental, y amor significaría, por consiguiente, según hemos ya in¬
dicado, apasionamiento, frenesí. En Historia del corazón, en cam¬
bio, el poeta intenta expresar el vivir humano en cuanto temporal
convivencia, y el amor se manifiesta entonces sobre todo como com¬
pañía, como existencia entrañadamente conjunta a lo largo de los
años.
Pupila analítica
46
nia o su elevada virtud, según sería normal en este género de poe¬
sía, sino a una alcahueta; y el autor del Lazarillo, por vez primera
en la literatura universal (véanse Vossler, Salinas y Dámaso Alon¬
so), concebirá revolucionariamente la idea de héroe literario, hacien¬
do que lo sea de su novelita, sin voluntad de caricatura, no un ser
excepcional, un caballero de probado mérito, sino un pobre chico,
un vulgar mendigo, un desheredado hijo del pueblo.
El hispánico temple se encarna una vez más, y ahí tenemos
para probarlo la obra de Vicente Aleixandre. Porque en ella obser¬
vamos esa misma intención allanadora que es perceptible, aquí y
allá, a lo largo de nuestra cultura, y lo minúsculo será tratado en
estos versos con igual valor e interés que lo ingente. Esto ocurre lo
mismo en Historia del corazón que en los libros anteriores, aunque
la materia respectiva sea distinta, tal como hemos ido notando en
las otras ocasiones.
En la etapa precedente podía Vicente Aleixandre cantar, junto
al «imposible choque de las estrellas», la presencia del diminuto
escarabajo, «que también brilla en el día», y no se le escapaba tam¬
poco, por ejemplo, en medio del estruendo de la tempestad el leve
transcurrir de una casi invisible mariposa:
47
dre resuelve en veintiocho largos versículos, descomponiéndolo y re¬
creándose casi encarnizadamente en su detenidísimo análisis
Aceptación y piedad
— 48 —
que así mismo ha tenido expresión fuera de la poesía, en la novela
(por ejemplo, Hemingway: The oíd man and the sea) o en el tea¬
tro (por ejemplo, Thornton Wilder: The skin of our teeth). Un
poema como «Difícil» podría testimoniar cuanto digo.
De ahí el símbolo de la selva, que aparece en «Vagabundo con¬
tinuo», y otros muchos parecidos que conducen a idéntico fin. Y así,
el vivir está mirado como la ardua subida a una montaña («Ascen¬
sión del vivir», «Ten esperanza»), o como la travesía de un desier¬
to interminable («Entre dos oscuridades, un relámpago»), o como
un navegar, un remar, un esforzarse en un mar bravio («Difícil»),
o como un cansado pasaje a través de caminos, estepas, trochas, 11a-
nazos («Vagabundo continuo»), o simplemente como una larguísima
jornada, como un camino fatigoso («El otro dolor»). Símbolos to¬
dos coincidentes en la representación de lo temporal por medio de
ciertas imágenes espaciales que nos dan idea de cómo la existencia,
al consistir en un «hacerse« contra resistencias constantes, resulta
siempre problemática, trabajosa, y en este sentido larga, muy larga,
inacabable. Ahora bien: en Historia del corazón tal intuición de la
realidad contiene dentro de su mismo seno otra como digerida, pese
a que, a primera vista, parezcan ambas incompatibles: el hecho pa¬
tético de la brevedad de la existencia humana. Brevedad y larga
duración de la vida son cosas, en efecto, contradictorias. No obstan¬
te, esa contradicción se deshace en el momento en que las pensamos
(y tal ocurre en Aleixandre) desde dos diferentes perspectivas. Pues
si la vida, divisada desde la fatiga del vivir trabajoso, es de una lar¬
guísima duración, oteada desde la mortalidad humana se nos aparece
como terriblemente fugaz, como casi instantánea: «el instante del
darse cuenta entre dos infinitas oscuridades».
Pero como ese par de concepciones son únicamente dos vistas,
tomadas desde dos distintos lugares, de un mismo territorio, la ex¬
presión poética que las apresara tenía también que ser única. El poe¬
ta dio intuitivo cauce a las dos opuestas ideas con la necesaria uni¬
cidad expresiva, al utilizar imágenes en muy variadas situaciones,
que por su carácter complejo pudiesen expresar la complejidad de
la visión. Unas veces el existir (en este caso, el existir amoroso)
queda visto como «una explosión que durase toda la vida» («La ex¬
plosión»); otras (dentro de ese mismo poema) como una gran tarde
que fuese «la existencia toda»; o, con mayor precisión aún quizá,
como un solo día en que hubiera el hombre recorrido un larguísimo
paisaje que es la carrera completa del vivir («Ascensión del vivir»);
o como una única noche («Entre dos oscuridades, un relámpago»)
en que la pareja humana atravesase un interminable desierto (el vi¬
vir también) bajo una sola luna instantánea, «súbita», que dura lo
que la vida.
— 49 —
4
Esperanza
— 50 —
en el fin el cielo piadosamente brillar.
La expresión aleixandrina
51 —
cales, como lo es el propio tema cantado. También aquí sería lícito
hablar de que la novedad se refiere únicamente a la perspectiva
desde la que se contempla un lenguaje relativamente común a todos.
— 52 —
samblar más bien, repito, la duplicidad de enfoques que Aleixandre
nos ha entregado en sus dos esenciales fases. El nuevo libro tiene
en cuenta la nueva índole histórica del hombre en mayor grado aún
que Historia del corazón y también su unidad social, pero sin des¬
atender por ello, al revés de lo que en Historia del corazón ocurría,
el carácter de unicidad material que el autor nos había hecho ob¬
servar en el universo, desde Ambito a Nacimiento último. La obra
se ofrece, pues, como una síntesis de los dos previos sistemas de
Aleixandre; nos hace ver esos dos sistemas como meras partes de
otro más amplio y comprensivo, de forma que es ahora cuando de
veras entendemos aquel par de orbes poéticos de una manera última
y cabal al entenderlos en su interconexión. En un vasto dominio
opera, pues, en nosotros, sus lectores, como repentina iluminación
retrospectiva (y ello es, sin duda, uno de sus valores), pero tal cosa
no hubiera sido posible si el libro, por añadidura, no agregara a la
concepción del mundo de Vicente Aleixandre nuevas aportaciones
que lo complementasen y le otorgasen integridad. Lo que nos gusta
del libro en muy primer término es, justamente, lo que llamaríamos
su originalidad dentro de la obra de Aleixandre. Y esta originalidad
se nos hace más meritoria porque, como acabamos de decir, no im¬
plica contradicción o negación de los tomos anteriores del poeta, a
los que, por el contrario, aumenta y ratifica.
Son, así, dos los valores que el lector concede inicialmente al
libro: el de la confirmación de lo ya leído y el de la originalidad de
lo que tiene ante los ojos. El primero nos remite a un pasado de
pronto acrecido y mayor; y el segundo nos ata a un presente que
irrumpe, ante todo, como sorpresa. Pues el poeta no repite lo ya
dicho en volúmenes antecedentes: simplemente cuenta con ello, obli¬
gándonos a nosotros, a través de meras alusiones, a hacer lo mismo.
Cuando dice:
— 53 —
La materia como proyecto
— 54
lidad estática, dibujada, precisa, que está ahí con carácter al parecer
absoluto (una pierna, unos ojos, un vientre), Aleixandre contempla,
ante todo, un movimiento, un dinámico ocurrir, un suceso. La cabe¬
za, el brazo, la cabellera, son tanto extensiones como acontecimien¬
tos. De ahí el continuo uso de verbos de movimiento para expresar
el ser de esas realidades corporales que se nos aparecen súbitamente
como acciones. El tronco «crece» y «surte» con esfuerzo; el vientre
«sube en savia clara» «y se hace pecho», «y aun más envía», «y es
son, rumor de voz», y «sube más y es luz: sus ojos puros»; la carne
«como una ola pura —cubrió la arena o hueso de ese brazo, — has¬
ta llegar caliente, viva, a la mano extendida — y allí doblar como
una onda que muere — salpicando, ya rota, entre los dedos. — El
brazo así completo nació y puso — su peso mineral sobre la tie¬
rra», etc.
Las citas podrían prolongarse hasta casi la copia exhaustiva del
capítulo I del volumen, pues en él apenas hay poema que no vea a
su objeto temático, una parte del cuerpo, como actividad. Mas nó¬
tese que esa actividad que el poeta atribuye a los miembros v ele¬
mentos del cuerpo no consiste sustancialmente en la función que les
sea propia (piernas, correr; ojos, mirar, etc.), sino en un dinamismo
autocreador, por medio del cual se hacen a sí propios.
Por eso dije antes que la idea de la vida humana como programa
a cumplir, común a Historia del corazón y al pensamiento filosófico
ambiente, se transplanta en este libro a la materia misma, que tam¬
bién esforzadamente se autoproyecta. La materia es, como el hom¬
bre, voluntad, esfuerzo, y, por tanto, en cierto sentido, hasta respon¬
sabilidad. «Primero fue desde el tronco la aventura —el proyecto—,
la insinuación lentísima y robusta: el hombro duro.» («El brazo».)
«Rugosa, apresurada, revuelta, no indecisa —la oreja se ha formado
por siglos de paciencia—, por milenios de enorme voluntad esperan¬
do». («La oreja, la palabra».) Al definir al hombre como fluencia
autocreadora, la metafísica de nuestro tiempo se ha tornado en una
ética y la poesía actual, que sigue idéntico derrotero, se tiñe de mo-
ralismo.
Vicente Aleixandre da un paso más y convierte hasta cierto pun¬
to en moral la evolución misma de la materia, con lo cual lleva a
culminación su vieja tendencia a espiritualizar lo puramente cósmico.
En Sombra del paraíso ese proceso era ya visible, aunque allí pre¬
dominaba la visión contraria (mas no contradictoria) del hombre
como naturaleza.
— 55 —
Todo uno es lo mismo
— 56
través de meras referencias corroborantes. Así ocurrió, por ejemplo,
con el tema de la unidad material del universo, que, tocado por Vi¬
cente Aleixandre en La destrucción o el amor, no volvió a aparecer,
sino bajo la especie de ligeras menciones, en Sombra del paraíso y
Nacimiento último, hasta que En un vasto dominio retorna a él
para darle dimensiones más amplias y profundas, según hemos no¬
tado. El tema del amor, tratado en diversos puntos de vista en va¬
rios tomos anteriores, no necesitaba de nuevos enfoques extensos.
El poeta lo toma aquí en una única ocasión para ampliar su con¬
textura interna al introducirlo en el nuevo ámbito descubierto. Lo
que el poema narra es lo siguiente: dos amantes están junto a la
ventana. Ríen, en su amor, inmóviles, mientras a su alrededor todo
cambia, se transforma, fenece. El universo no es más que una lá¬
grima en la mejilla divina y la totalidad de los tiempos es el ins¬
tante de la evaporación de esa lágrima. Pero, ocurrida ya tal ex¬
tinción,
— 57 —
espacio, inherente al amor aleixandrino desde Ambito a Nacimien¬
to último se pasa a la universalidad en el tiempo, propia de la vi¬
sión histórica de En un vasto dominio.
— 58 —
un lienzo: «Los borrachos», «Vallecas», «Coria», «Breda»... «Dor¬
mida— en la plaza del pueblo».
— 59
cuerdos expresivos de la «extremaunción», para infundirnos, a sus
lectores, ese mismo respeto que el poeta siente por los desdichados.
Aleixandre es de esa clase de artistas a quienes la presencia humana
como tal edifica. Y ésta es una de las razones por las cuales esta
poesía, pese a su tendencia a captar inmensidades y a descubrir mi¬
nuciosamente la realidad, se nos aparece, en última instancia, como
lo más opuesto al estilo descriptivo: como entrañable.
El respeto, sustancia última de En un vasto dominio, conduce
al realismo. Un realismo como el de «Velázquez» (no en vano los
recuerdos de Velázquez se repiten hasta tres veces en el libro), que
ahonda y enriquece la realidad sin deformarla. La realidad queda
respetada en su ser; pero de tal modo, que tanto como indemne se
nos aparece como trascendida y penetrada. La realidad se engran¬
dece, pero no hacia afuera, sino hacia sus guardadas interioridades.
Bajo los límites exteriores intocados se abre, como un espacio re¬
cóndito, un abismo en continua expansión, donde pueden recogerse
significaciones insólitas y donde vuela serenamente el espíritu.
— 60 —
es el uso de la razón abstracta; cuando tratamos con el hombre y
con el mundo humano, el uso de la razón abstracta resulta inade¬
cuado; se precisa otra clase de razón: la razón histórica o narrativa
(Ortega). Trasladando esta idea al campo de la poesía, diremos
que el conocimiento poético del hombre y de lo que al hombre
rodea lleva consigo, como idónea técnica posible, el estilo narrativo.
El historicista no puede abstraer al hombre de su medio físico,
temporal y social, pues sabe que sólo la circunstancia envolvente
es capaz de explicar a los seres humanos. Para conocer poéticamen¬
te, para explicar, habrá que contar, describir, hacernos ver cómo
vive, cuándo y dónde, esa criatura concreta que tenemos ante los
ojos. Es, pues, un supuesto filosófico, una idea de la vida, lo que
implícitamente lleva a Aleixandre y a cuantos hoy coinciden con él
en esta técnica, a la utilización del relato como instrumento de cap¬
tación poética de las realidades humanas. No es un recreo en lo
superficial y aparente lo que le guía, sino, al contrario, un afán de
ir a los últimos fondos, a las razones que están detrás de lo pura¬
mente visible y exterior. Narración como táctica de profundidad: tal
es lo que de inmediato se percibe en el libro.
— 61 —
social, ya sin sentido verdadero. Toda convención es, por principio,
una parálisis de la vida, pues ésta consiste, esencialmente, en fluen¬
cia, en cambio. Pero si una clase de hombres no sigue un proceso
de crecimiento y transformación hacia arriba, tendrá una existencia
meramente convencional, como superfetación excrecente. Contra el
convencionalismo propiamente dicho y contra ese otro género de
muertas imitaciones de la vida, la voz de Aleixandre se alza conde¬
natoria, aunque esta vez el tono sea satírico y burlesco, pues no
otra cosa merecen quienes han falsificado su propia autenticidad
vital. El hombre que por su propia voluntad ha dimitido de su con¬
dición se trueca en un ridículo muñeco. Así es como nace en el li¬
bro, en correspondencia a su visión del mundo, una serie de poe¬
mas (todo el capítulo III: «Ciudad viva, ciudad muerta») donde el
poeta echa mano de los registros irónicos, y a veces hasta cómicos,
que había manejado ya con maestría, aunque con otro lenguaje y
técnica, en algunas piezas de sus lejanos libros superrealistas.
Historicidad
— 62 —
ría en sus distintas expresiones históricas, que quedarían incomuni¬
cadas entre sí, estancas.
El amor, en su significado general de identificación con el otro,
es, pues, «naturaleza» en los seres humanos. Y tal es lo que da base
al poema «La Pareja» antes comentado con su eternización de los
amantes. Pero el hombre es principalmente histórico: se halla for¬
malizado por la sociedad, que le otorga lo que llamaríamos «una
segunda naturaleza», confundida casi siempre por los pensadores y
escritores no historicistas con la otra, la primaria o innata, mucho
más remota y genérica.
Ciertamente, Aleixandre no expone todas estas ideas en su con¬
catenación lógica, que es cosa de filósofos, sino en sus resultados
intuitivos. Pero ello no significa que tales ideas no estén en su li¬
bro. Lo están, sin duda, aunque bajo el modo de supuestos, como
he dicho antes, que ni siquiera es preciso que sean conscientes en
el poeta a la hora de la creación. Quien debe extraer de su situación
soterraba los sistemas lógicos latentes y situarlos a flor de concien¬
cia, expresos y exteriores, es el crítico, al objeto de interpretar el
alcance general de la obra, y sobre todo el sentido de determinada
técnica que tal obra pueda utilizar. Sin hacerse cargo, por ejemplo,
del pensamiento historicista, subyacente en el libro que comenta¬
mos, no hubiésemos entendido su estilo narrativo, ni estaríamos
tampoco en condiciones de percibir en toda su nitidez el significado
que posee la estructuración de los ya citados «Retratos Anónimos»,
último capítulo de En un vasto dominio.
En este capítulo hay once poemas, distribuidos en cinco parejas,
más uno último, impar. Cada pareja consta de una pieza dedicada a
la descripción de una figura supuestamente contemplada en un óleo
antiguo, seguida de otra composición en la que esa misma figura se
ha trocado en un ser real y, por añadidura, contemporáneo nuestro.
Pero ¿es de veras el mismo?, se pregunta el propio poeta. Es idén¬
tica la personalidad física: el color de ojos o del pelo, la forma de
la frente o del talle; en su caso, eso sí, con algún ligero cambio,
provocado por la distinta edad en que le ha sorprendido. Mas —y
esto es lo significativo— es por completo discrepante la personali¬
dad moral del personaje segundo; quien fue antaño guerrero, es
hoy poeta; quien niño paseó salones reales y fue acaso infante de
España, aparece como niño también, pero trabajador en el campo;
quien en el cuadro asomaba como una vieja celestina y hasta bruja,
se torna en bondadosa lavandera, envejecida noblemente en su hon¬
rado y pobre menester; un licenciado hidalgo se convierte en un
ingeniero... La diferente sazón temporal, con su distinto horizonte
de posibilidades en otra estructura social, hace que cambie la reali¬
dad humana de la criatura en cuestión, su índole personal más ínti-
— 63 —
ma, su naturaleza más entrañable. No basta nacer: hay que hacerse.
Y uno se hace dentro de un mundo dado, en continua fluencia y en
buena medida (siempre hay un margen, por supuesto, para la liber¬
tad individual), depende de lo que sea ese mundo, que está ahí sin
previa consulta, construido por otros hombres, nuestros antecesores,
antes de que nosotros naciésemos o fuésemos capaces de actuar.
El lector no necesita, sobra decirlo, entrar en tan hundido y encu¬
bierto entramado ideológico para poder gozar de los poemas. Como
el propio poeta, percibe los significados a través de la intuición;
pero esos significados implican aquella secreta red de conceptos, sin
los cuales hubiese sido imposible el sentido armonioso y cabal.
— 64 —
carácter a veces exclamativo de la frase. Como ejemplo de casi todo
ello, valga la siguiente estrofa (habla del brazo):
3 Esta afirmación fue escrita en 1967, fecha de redacción del presente en¬
sayo, sin que entraran, por tanto, en consideración otros dos importantísimos
libros posteriores del poeta. (Nota de Carlos Bousoño para esta edición.)
— 65 —
5
JOSE MARIA VALVERDE
DE LA DISYUNCION A LA NEGACION EN LA
POESIA DE VICENTE ALEIXANDRE
(y de la sintaxis a la visión del mundo)
— 66 —
La disyunción: tres sentidos
— 67 —
fora, como aproximación de dos términos, uno real, de que habla,
y otro evocado, al que se compara, pero «guardando las distancias»,
es decir, dejando este segundo en cierta neblinosa lejanía de gene¬
ralidad que permite abstraer, en su plena perfección, el rasgo que
nos interesa. Así, los «labios de clavel», los «dientes como perlas»,
etcétera. (Por cierto, no quiero dejar de apuntar que el título Espa¬
das como labios del anterior libro de Vicente Aleixandre, aunque
aparente ser una metáfora clásica, está, si bien se mira, en orden
inverso, de modo que el término evocador —espadas— aparece con
realidad anterior al que debía ser real. Ya se verá qué de acuerdo
está esto con todo lo que vino después.)
La disyunción, en papel de metáfora, acerca también los dos tér¬
minos, pero rompe la jerarquía y los une, los confunde, hasta el
punto de hacerlos intercambiables, y, aún más, de identificarlos en
uno solo. El «o» equivale al «o sea». «La destrucción o el amor.»
«La destrucción, o sea el amor.» «El amor, o sea la destrucción.»
Este título tiene mucho más alcance de lo que parece a primera
vista, como estamos empezando a notar. El dato inmediato es que
la disyunción constituye el principal recurso estilístico de este libro:
más de doscientas diez veces se encuentra en sus páginas, en sus
distintos valores.
— 68 —
mos «real» ha perdido bastante realidad, y, por otra, sobre todo,
lo que fue simple término de referencia calificativa se ha confundi¬
do con el objeto, envolviéndolo, y prevaleciendo sobre la primacía
que en el plano natural le correspondía. Lo que resulta ya no es
una simple suma de dos elementos, sino un nuevo ser, que, con la
materia del uno y la forma del otro, vive por el terrible fuego del
poeta, que confunde el mundo y su yo en ese cósmico incendio que
todo lo abarca. El fuego es lo que mejor iguala todas las sustancias;
lo rico y lo sórdido, lo viejo y lo nuevo, todo se vuelve lo mismo-
llama y ceniza.
— 69 —
y aclarar el alcance de lo que hasta ahora va dicho. Este «fusionis-
mo» poético —llamémosle así— de Vicente Aleixandre es lo que
se ha solido designar con el nombre de «panteísmo». Pero, como
ya venía a decir Leopoldo Panero en un estudio sobre Sombra del
paraíso, me parece necesaria una distinción porque la palabra «pan¬
teísmo» tiene, en principio, un significado religioso y filosófico de
creencia total en la unicidad de lo existente, sin que quepa distin¬
guir al Creador de lo creado, por el cual se podría creer absoluta y
metafísica una postura que no pasa de ser una concepción, un sen¬
timiento poético, y, aun así, con ciertas oscilaciones en el tiempo,
como se puede percibir desde La destrucción o el amor a Sombra
del paraíso. Por eso a mí no me ha parecido nunca esta actitud in¬
compatible con que Vicente Aleixandre, personalmente, pueda ser
católico.
— 70
positivo, y que, en el plano de la super-realidad poética, añada algo
real ante nuestros ojos. Y es que, en la práctica, las cosas no exis¬
ten aisladas; en un simple cacharro vemos siempre, además del ca¬
charro en sí, nuestro concepto del mundo en él, la luz del ambien¬
te, el matiz del cielo, la posición y el soporte en que se encuentra,
y toda nuestra cenestesia afectiva. Y el negar en una cosa cierta
relación con otra exterior ya es decir algo de ella que la califica de
un modo efectivo.
Si Aleixandre dice:
— 71
matiz de recuerdo, en el que se contiene lo que se quería expresar.
(«Pájaros no: memoria de pájaros»...) —Así esos «y no lo era, y
sí lo era» de Juan Ramón Jiménez—.
Dice Vicente Aleixandre:
La cintura no es ave.
No es rosa. No son plumas.
... Pero el mar es distinto.
No es viento, no es su imagen.
No es resplandor de un beso pasajero,
ni es siquiera el gemido de unas alas brillantes.
... La gran playa marina
no abanico, no rosa, no vara de nardo,
pero concha de un nácar...
— 72 —
Allí el río corría, no azul, no verde o rosa, no amarillo...
— 73 —
es un tranquilo resplandor interno, casi un hogar doméstico que
ofrece su refugio frente a la noche que cae.
— 74 —
para acogerse a la realidad anímica imperecedera. Y por ese abis¬
mo, sangrante de «la reciente historia de su corazón», fluye el
tiempo —alma de la poesía—, se ve el pasado y el porvenir, la vida
y la muerte, los horizontes y los objetos amados, que se quedan,
mientras nosotros nos vamos...
Este es el inmenso y humanísimo valor poético que aporta, ocul¬
tamente trágico, amorosamente lejano, Sombra del paraíso.
— 75 —
-
'
III
Introducción
— 79
toricismo porque produce en nosotros o corrobora la conciencia de
que lo humano es, en todas sus direcciones, mudadizo y nada con¬
creto en él es estable. ¡Como si el ser estable —la piedra, por
ejemplo— fuese preferible al muíante! » \
Para llegar a esta alegría hay que hacer, no obstante, acopio ar¬
doroso de todas nuestras fuerzas morales y fabricarse un potente
andamiaje de estoica voluntad. Algunos quizá lo logren enteramente.
Otros se quedarán en la angustia: en la angustia auténtica y salu¬
dable que es ya camino de redención. Pero el hombre pequeño y
miserable en su ignorancia (y todos, en nuestro fondo, lo somos),
seguirá en los ocultos entresijos de su alma anhelando un punto
de firmeza, una vía de penetración hacia ese mundo último donde
espera que se le iluminen y entreguen ciertas realidades definitivas
e insustituibles: ésas que por efecto de las tradiciones filosóficas o
de una particular confesión religiosa solemos llamar ser, plenitud,
trascendencia, Dios... Y que no son artificiales creaciones de la
metafísica desbocada ni viejos resabios de Parménides, sino urgen¬
cias reales del hombre. No en vano las más sólidas teorías actua¬
les, centradas en el hecho radical de la existencia, han tenido que
hablar de una metafísica que dote de una proyección suficiente a las
instancias intrínsecamente éticas sobre las que operan.
De aquí surge precisamente la íntima divergencia y, al cabo,
la más entrañable sustancia humana de la actividad poética en rela¬
ción con la del escueto pensar filosófico. Porque la filosofía trata
de ser una explicación rigurosa y sistemática del drama ontológico
y epistemológico del ser pensante; y al abordarla trata de evitar
toda posible quiebra o contradicción, ya que su objetivo final será
exhibir el producto de su esfuerzo con no pequeño orgullo, a veces
con desmedida soberbia. La poesía, en cambio, es más humilde, más
servicial; busca adherirse al hombre y, diagnosticando su meneste-
rosidad, ayudarle con un mayor sentido de inmediatez y calor. Y es
que la mirada del poeta verdadero tiene la virtud zahori de descu¬
brir aquélla o aquéllas dimensiones del vivir humano que le faltan
a éste en cada etapa de su acaecer histórico; y, concentrándose en
ellas, hacer de tal ausencia materia fecunda de su canto. Por eso la
poesía es, en su hondura, elegiaca y nostálgica. Se atrevió a cantar
el amor humano en sus más variados tonos (Dante, Petrarca, nues¬
tro Arcipreste) en las centurias mismas de la fe teológica y trascen¬
dente. Y en los años de hegemonía de la razón cartesiana se nutrió
vivamente de la inquietud del tiempo: del tiempo, ese gran ene¬
migo de la razón. En nuestro mismo siglo, y en los momentos de
— 80 —
auge mayor del irracionalismo filosófico, la hemos visto exaltar un
cosmos de permanencia y plenitud. Sin salir de nuestra lengua, ahí
está la obra primera de Jorge Guillen, cumpliendo a su modo, lo
cual quiere decir más estremecidamente, lo que Juan de Mairena
llamara, a propósito de Valéry, la mayor hazaña metafísica posible;
la de cantar al ser fuera del tiempo.
No hay que dejarse engañar porque poesía y filosofía anden hoy
tan cercanas. Sin ahondar en este tema, sabemos muy bien que
aquélla no podrá aspirar nunca a la limpidez de la meditación filo¬
sófica. Abordará tal vez alguna común inquietud, pero le añadirá
una delgada película que enturbiará la pureza de la reflexión a se¬
cas. Como cuando nos coge eso que llamamos un nudo en la gar¬
ganta, en que la voz que traduce el pensamiento no puede brotar
de segura y cristalina manera. Esa película finísima, ese nudo in¬
oportuno será la emoción; sea cual fuere la reserva que crítica o
teóricamente se tenga contra esta palabra, y sin la cual realmente
no habrá nunca genuina poesía.
Se tratará, en suma, de la emoción poética de lo temporal; y
subráyese la diferencia. La filosofía, por fuertes que sean sus con¬
cesiones a la irracionalidad, será siempre una intelección, una es¬
peculación. Y el intelecto podrá llegar al heroísmo de cantar su pro¬
pia destrucción, siquiera sea en forma de estoica salmodia. Pero la
poesía, al producirse, arrastra todo lo humano; y por eso aunará
a esa conciencia de lo temporal, que le viene por la reflexión, el do¬
lor ante lo irreparable, que le llega por vía cordial. Y junto a ese
dolor, el sueño o la necesidad de una evidencia trascendente. Este
dolor y esta nostalgia, superpuestas a aquella conciencia, darán a la
preocupación del tiempo en la poesía una dimensión más dramáti¬
ca y viva. Volvemos a lo mismo: no vale engañarse. En poesía,
frente a tan tremendo problema, será harto difícil la exultación, la
alegría. Por todo ello, la indubitable entraña ética del poeta actual,
su aceptación de la vida y el canto efímeros, adquieren una dimen¬
sión más trágica y conmovida. Y es que intuimos que ese poeta
sigue haciéndose en sus cuevas interiores aquellas graves y últimas
preguntas del hombre de todos los siglos.
Ya se verá cómo este exordio viene a cuento al observar en su
conjunto la vasta producción lírica de Vicente Aleixandre. Es la
suya una evolución matizadísima, que acusa en cada fase una sutil
capacidad de recepción de las motivaciones espirituales de su tiem¬
po, transformadas siempre por la emoción y el temblor en legítima
poesía. La crítica ha visto su obra agrupada en dos grandes unida¬
des. La primera iría desde Ambito (1928) hasta Nacimiento último
(1953), pasando por sus dos momentos indiscutiblemente mayores,
— 81 —
6
los de La destrucción o el amor (1935) y Sombra del paraíso (1944).
La segunda se iniciará con Historia del corazón (1954) y se com¬
pletará y enriquecerá, hasta hoy, con su reciente entrega, En un
vasto dominio (1962).
Aleixandre ha tenido la suerte de ser uno de los poetas mejor
estudiados de su generación. Al frente de la gran cantidad de en¬
sayos que continuamente enfocan parcelas determinadas de su mun¬
do lírico, habrá que colocar, presidiéndolos, el valioso libro de Car¬
los Bousoño La poesía de Vicente Aleixandre y el prólogo que el
mismo Bousoño escribió para la compilación de las Poesías comple¬
tas (1960) de nuestro autor. Era necesaria tal ayuda, en atención a
la índole originalísima de su dicción poética, como lo fuera para la
de Neruda el comentario penetrante de Amado Alonso; pero a la
larga este constante interés va haciendo empresa cada vez más ries¬
gosa el dar nuevos pasos por su obra.
Será conveniente partir del prólogo mencionado de Carlos Bou¬
soño, quien es indudablemente el responsable mayor de esa fami¬
liaridad que hoy siente el lector ante el verso aleixandrino. En
aquellas páginas logró el joven crítico resumir la íntima clave de la
trayectoria del poeta, desplegada en las dos fases ya sugeridas, en
fórmulas muy precisas y definidoras. Para la primera etapa, la del
Aleixandre cantor de un reino elemental y primigenio, solidaridad
con el cosmos; para la segunda o actual, la del poeta vencido ya
por la conciencia del tiempo y el áspero esfuerzo del hombre, soli¬
daridad con el humano vivir. Las fórmulas no pueden ser más sen¬
cillas, exactas y clarificadoras. Acéptense, de entrada, como base
sobre las cuales desplazarse con mayor firmeza.
Pero habrá de notarse, en seguida, que esta solidaridad parece
motivada tanto por un impulso de amor como por una subyacente
y más poderosa necesidad de salvación. La primera zona de Alei¬
xandre se había correspondido históricamente con el período domi¬
nado en poesía y en arte por el irracionalismo y el individualismo
más extremosos. La secuencia inmediata del ataque a la razón (o
su origen, según se mire) es la aparición en la conciencia del hom¬
bre del sentido del tiempo y la actitud escéptica ante todo ensueño
de estabilidad y permanencia. Pues bien, en unas palabras escritas
en 1945, y referidas, por tanto, a sus libros anteriores, los más
teñidos de irracionalismo, hablaba Aleixandre de aquellos poetas
«que se dirigen a lo permanente del hombre. No a lo que refinada¬
mente diferencia sino a lo que esencialmente une. Y si se le ve en
medio de su coetánea civilización, sienten su puro desnudo irradiar
inmutable bajo sus vestidos invariables. Estos son poetas radicales
y hablan a lo primario, a lo elemental humano. No pueden sentirse
— 82 —
poetas de minorías. Entre ellos me cuento» * 2. Vemos aquí a un Alei-
xandre que, habiendo ya pagado en la expresión su tributo al irra¬
cionalismo ambiente, confía aún en los ideales de permanencia e
inmutabilidad, y se disponía entonces a apresarlos en lo elemental
y básico del hombre, esto es, en aquello por lo cual éste se identi¬
fica con el resto de lo creado. Ha fallado la razón razonante, sí,
en su viejo propósito de elaborar abstrusas metafísicas desvincula¬
das de toda contingencia; pero queda en el poeta la fe en una cierta
forma de salvación. Y ésta se le aparece bajo la especie de una di¬
solución amorosa en el cosmos, es decir, en la realidad primaria del
mundo. La identificación última será la de la muerte, la anulación
total de los límites; su antelación, el amor, por lo que tiene de fu¬
sión, de entrega, de deslimitación. Todo esto, hasta aquí, en la poe¬
sía primera de Aleixandre.
Pero insístase en observar cómo en toda ella, explicable de al¬
gún modo desde el irracionalismo, no se proyectan, fuertemente
aguzadas al menos, la conciencia de la temporalidad humana y su
dolorosa aceptación. Es por el contrario, un poeta llamado a la rea¬
lidad trascendente, que da salida y cauce, a su singular manera eró-
tico-panteísta, a tan indeclinable vocación. Lo que las páginas de
este ensayo quisieran demostrar será cómo dicha voluntad es fun¬
damental y definitiva en la visión de Aleixandre; y cómo éste, en
cada instante, puede sustanciarla desde la particular perspectiva de
su evolución en que entonces se encuentre. Tuvo que haber, natural¬
mente, el difícil momento de la reducción y de la asunción de los
límites temporales: es posiblemente el momento más humanamente
conmovido, el de Historia del corazón. Al cabo, intentará después
reconstruir otra vez, desde muy fuertes e íntimas concepciones, su
siempre renovada necesidad de trascendencia; o sea, que al acercar
su mirada al hombre no podrá dejar de verle en su integrada depen¬
dencia con la realidad toda del mundo, realidad que le trasciende y
desde la cual es aquél solamente explicable. Y armará en consecuen¬
cia una metafísica quizá más seca y compleja pero a la vez más co¬
herente y cercana que la desarrollada en sus primeros cuadernos:
es la metafísica que recogerá ahora En un vasto dominio, su último
libro 2 bis.
Porque todo, incluso el constituirse de esta visión poética del
nuevo Aleixandre, es cuestión de vivir alerta a la historia. Al ir
avanzando en nuestro siglo, llegaron los años en que sobre Occiden¬
te se hizo sentir, absoluto y señor, el dominio del tiempo. La sus-
tanciación temporal de la existencia, que filósofos y pensadores han
2 Vicente Aleixandre, La destrucción o el amor. Poesía y vida, Madrid,
1945. («Confidencia literaria», p.15.)
2 bis Téngase en cuenta la fecha, 1963, de la redacción de este ensayo.
— 83 —
ido develando lentamente desde la centuria pasada, invade al fin la
conciencia de todos los hombres. Y no es que expresamente de los
filósofos se haya aprendido la lección: por esa dialéctica misteriosa
de los tiempos nos ha venido del aire mismo que respiramos, vale
decir, de la atmósfera cultural en que vivimos. Pero fue, en rigor,
una verdad que como siempre olfateó y expresó primero el pensa¬
miento filosófico. Y a la larga, sus enseñanzas empezaron a ser vi¬
vidas; y son entonces los poetas -—cómo no— los que mejor han
sabido sentirlas, sufrirlas y convertirlas en materia de canto (o de
rezo aquí más bien, como quería Unamuno). Ideas que ya pasadas
por el corazón maduraron en poesía: la poesía del hombre temporal,
la que escribieron el propio Unamuno y Antonio Machado desde sus
momentos proféticos, la que hoy parece dominar al fin en todo el
mundo europeo y americano. La poesía de Historia del corazón, de
Vicente Aleixandre, como buen ejemplo en el vasto coro de la que
actualmente se escribe en lengua española, dentro y fuera de la
Península, aguijoneada por los mismos estímulos.
De este modo, en relación directa con el crecimiento de la pu¬
pila historicista, la posición última del autor de Sombra del paraíso
(y no es casual que se mencione ahora este libro, donde irrumpe
ya clarísimo el precedente) vendrá a quedar condicionada, como ac¬
titud esencial, por la atención al vivir humano y temporal, en
solidaridad con el cual siente y expresa el poeta. Pero, ¿será esto
todo? ¿Supondrá la anterior afirmación que asumir las instancias
limitadas de la existencia ha de significar la renuncia total a lo de¬
más, a lo otro, a la aspiración de realidad unitiva y trascendente?
No renunciaba, desde luego, el primer Vicente Aleixandre, quien ha¬
bía propuesto entonces como vía la vinculación amorosa con el cos¬
mos. ¿Lo hará ahora? Aceptar con viril resolución y estoica volun¬
tad la dura tarea de hacer día a día nuestra vida, con nuestras pro¬
pias y pobres manos, no implica necesariamente en el hombre la de¬
clinación de toda otra nostalgia, de toda otra suerte de humanísima
utopía. Y ya se verá en seguida por qué se han usado aquí, preci¬
samente, estos dos vocablos: utopía y nostalgia.
— 84 —
Sentir nostalgias y utopizar son dos cosas perfectamente lícitas en
que se manifiesta una vitalidad poderosa. Lo que importa es que
nuestra actitud vital no dependa de ellas, que no se viva ni de ellas
ni para ellas, porque entonces son síntomas de debilidad. La vida
es siempre un 'ahora’; nostalgias y utopías son fugas del 'ahora’»3.
Los subrayados no estaban en el original, pero aquí son muy con¬
venientes.
En principio es evidente que el paso implicado en Historia del
corazón no es otro que el reconocimiento por el poeta, como pedía
Ortega, de su perfil transitorio. Pero antes, a lo largo de su poesía,
no era precisamente esa certeza lo que había exaltado de manera
más sostenida. Allí proclamaba «la unidad amorosa del mundo»,
intentada a partir de lo que siempre ofrece señales de más segura
consistencia: la realidad elemental de la Creación, y el hombre den¬
tro de ella. ¿Nostalgias? ¿Utopismos? Bien podría ser. Hoy acaso
nos parezca solamente una forma de la esperanza o la quimera
humana, y no de las más fuertes, la idea poética de que únicamente
la disolución en el cosmos puede dar al hombre su entera plenitud.
¿Será entonces que la visión del mundo que sustentaba aquella poe¬
sía inicial de Aleixandre, por personal y extremada, se hacía más
difícilmente compartible? Quizá, lo cual no equivale en modo al¬
guno a su rechazo. Se hace muy necesaria aquí la aclaración de Or¬
tega: «Sentir nostalgias y utopizar son dos cosas perfectamente lí¬
citas en que se manifiesta una vitalidad poderosa». Póngase buen
cuidado en estas dos últimas palabras. Porque, en efecto, toda la
obra de Aleixandre nos ha entregado siempre una voluntad huma¬
na de gran vitalidad. En términos de poder y de fuerza, de garra,
ha sido descrita siempre la expresión aleixandrina; y ya se sabe que
la expresión no puede conformarse, cuando es auténtica, sino desde
la misma intuición básica que en ella plasmó. Hubo un Aleixandre
que cantó las águilas, los montes altísimos. los astros, los cuerpos
animados de tamaño cósmico, los ruiseñores del fondo; un Alei¬
xandre que veía en el amor la única potencia destructora de los lí¬
mites empobrecedores y en la muerte el retorno nutricio al origen
y realidad primeros: eran las formas de sus nostalgias, explicables
en última instancia por ese nervio de poder v vitalidad que señalaba
Ortega en el fondo de los utopismos. Ni delicuescencias literarias ni
meras fabricaciones del intelecto, aunque no se pueda negar la
participación de éste en Ja operación creadora, sino pura fuerza vi¬
tal, altísimo sentir humano en rebeldía contra su miseria y estrechez.
Pero no hay que permanecer detenido en las utopías porque en-
— 85 —
tonces sí podría suceder el quedar preso en nuestra propia debilidad.
Mas para que las ilusiones se manifiesten como tales, requiere el
hombre del curso inexorable de su tiempo. De su tiempo humano
intransferible, o sea, de eso que de otro modo suele llamarse expe¬
riencia o madurez. Pero puede ocurrir que esta madurez venga a
veces auspiciada o favorecida por circunstancias sociales y de época,
esto es, por experiencias generacionales que desbordan la órbita es¬
trictamente personal. Poetas hubo que, como Aleixandre o Jorge
Guillen, levantaron sus edificios líricos sobre un aplazamiento o
sobre una trascendencia de su «ahora» respectivo. Pudiera Aleixan¬
dre ejemplificar lo primero: el «ahora» de los primeros libros suyos
estaría situado en el futuro, en el instante de la identificación hom¬
bre-cosmos. Guillen podría ilustrar lo segundo: su «momento» se
colocaba más allá: en la plenitud trascendente de la realidad inme¬
diata. Para alcanzar la noción de sus utopías y decidir no quedarse
enredados en ellas para siempre, necesitaron ambos poetas que se
les desplomase la verdad de su tiempo, como una imposición aplas¬
tante y sin salida. Es de pensar que, aunque tal vez entonces con
mayor lentitud, a la misma verdad habrían llegado por evolución
estrictamente personal, aunque tal forma de evolución es histórica¬
mente imposible. Lo más justo es admitir que ambas circunstancias
aquí se fundieron: el xMeixandre de hoy nacería de sí mismo, pero
también de las voces y señas que su época le hacía. Porque es indu¬
dable que la trágica historia de nuestro siglo obligó a pasar de un
clima humano y artístico marcado por la soberbia y el más intran¬
sigente individualismo a otro definido por la humildad y la más
diáfana lucidez temporal. Pues la presencia del hombre frente a su
tiempo implacable hace a aquél mínimo, endeble, paupérrimo, pero
consciente en alto grado: le enseña a cuidarse de sus utopías y,
aún más, le impele a acercarse inexorablemente a Dios y a los demás
hombres. Si Dios no responde por lejano, o bien por insuficiencia
de la misma pregunta, ahí estará siempre la realidad tangible y ahí
estarán los otros humanos que también participan de nuestra misma
finitud. Y son éstos, al cabo, los que en la intimidad que da un
destino de tan estrecho modo compartido, podrán únicamente ofre¬
cernos compañía, sostén. De ese estar el poeta frente al tiempo,
cara a cara, sin miopías ni prismas de refracción, le advienen a la
poesía de hoy sus más señaladas características: realismo, inquietud
religiosa o metafísica, tono ético, signo social, sentimiento de soli¬
daridad y hasta concreta orientación política. Repítase de nuevo:
callar las utopías no es renunciar a ellas. Por el fondo, le seguirá bro¬
tando insistentemente al hombre si ya no una recia creencia al me¬
nos una necesidad insoslayable de permanencia, de asidero último,
una manera de fe o de demanda trascendente. De otro modo no
— 86
habría poesía, pues ésta en sí no es sino el esfuerzo último y des¬
esperado del hombre por poner un poco de claridad y ordenación
en ese caos oscuro de su existencia.
Primer Tiempo
4 Cf. Vicente Aleixandre en el prólogo a Mis poemas mejores (2.a ed. au¬
mentada). Madrid, Editorial Gredos, 1961.
87 —
rética áspera y gozosa a un tiempo, es decir, real, del estar del hom¬
bre sobre la tierra. La existencia es presentada en ellos, ante todo,
como un largo movimiento, un camino, pero de sentido ascensional;
o sea, que la vida aparece sentida como un proceso de construcción,
de enriquecimiento continuo: Todo ha sido ascender, hasta las que¬
bradas, hasta los descensos, hasta aquel instante que yo dudé y rodé
y quedé... (777) 5. Ese largo y despacioso ascender —el vivir—
es así una incorporación progresiva de conocimiento, sabiduría y
plenitud; y su única coronación posible (coronación: palabra que
se repite en estos poemas) será la muerte, la cual emergerá enton¬
ces como el momento de la iluminación y definición absoluta. Aquí
está, convirtiéndose en tema de poesía, uno de los puntos más ori¬
ginales e insistentes de la reflexión filosófica contemporánea: la
muerte no como negación radical de la vida, sino como su cumpli¬
miento máximo. Aleixandre va afinando así los perfiles de su pro¬
pio pensamiento poético, que llega a una rotundidad realmente im¬
presionante. Si antes la muerte había sido exaltada por él como una
entidad gozosa, ya que significaba la deslimitación de la aprisionada
materia humana, no la había podido contemplar todavía como un
producto histórico nacido de la vida misma: la muerte es ahora,
para el poeta, algo que el mortal esforzadamente se gana como cul¬
minación de su tenaz esfuerzo vital. En pocos pasajes aleixandrinos
se configura tan hermosa y plásticamente el encuentro de las dos
realidades existenciales del hombre —el penoso pero fructífero tra¬
bajo del vivir y la identificación fatal y piadosa con la muerte—
como en estos versos finales de un poema de «Los términos»:
6 Todas las citas poéticas que correspondan a Historia del corazón se ha¬
cen referidas a la edición citada de las Poesías completas de Aleixandre. Ma¬
drid, 1960.
— 88 —
La soledad en que hemos abierto los ojos.
La soledad en que una mañana nos hemos despertado, caídos,
derribados de alguna parte, casi no pudiendo reconocernos.
Como un cuerpo que ha rodado por un terraplén
y, revuelto con la tierra súbita, se levanta y casi no puede reco-
[nocerse. (781)
— 89 —
intuición del amor se insinuará como punta de toque del misterio,
como antelación todavía débil de la ansiada trascendencia: Todo tú,
fuerza desconocida que famas te explicas. / Tuerza que a veces ten¬
tamos por un cabo del amor. / Allí tocamos un nudo. Tanto así es
tentar un cuerpo. (771). Y en este alternar del espíritu entre las
más severas limitaciones de la existencia y sus únicas formas huma¬
nas de superación, habrá todavía oportunidades para minutos del
más agudo escepticismo:
90
Yo sé que todo esto tiene un nombre: existirse.
El amor no es el estallido, aunque también exactamente lo sea.
Es como una explosión que durase toda la vida.
Que arranca en el rompimiento que es conocerse y que se abre,
[se abre,
se colorea como una ráfaga repentina que, trasladada en el tiempo,
se alza, se alza y se corona en el transcurrir de la vida,
haciendo que una tarde sea la existencia toda, mejor dicho, que
[toda la existencia sea como una gran tarde,
como una gran tarde toda del amor, donde toda
la luz se diría repentina, repentina en la vida entera,
hasta colmarse en el fin, hasta cumplirse y coronarse en la altura
y allí dar la luz completa, la que se despliega y traslada
como una gran onda, como una gran luz en que los dos nos
[reconociéramos (763).
91 —
ron. Pero estarán condenadas por el Aleixandre de hoy, natural¬
mente, a una necesaria preterición.
El poeta se ha expresado hasta ahora en un terreno ascética¬
mente humano. Ha cantado el esfuerzo y la gloria del vivir, su di¬
ficultad y su belleza. Sin embargo, en el exacto centro de la sección
comentada (poema número 5 en un total de 9), va a colocar, como
gozne muy necesario, el más impresionante tal vez de todos y uno
de los más intensos que haya escrito, el titulado «Comemos som¬
bra». Este poema, así situado, sirve una doble función: la que puede
entregarnos siempre, en cualquier lectura exenta, y la no menos
importante de marcar dentro del conjunto un vigoroso contraste,
que en verdad sólo lo es de aparencial manera. Cuando a través
de los textos anteriores el lector se ha hecho a la idea de pensar
humildemente la vida como un difícil proceso, vocado por ley fatal
a su fin, surge casi bruscamente la estremecida demanda de eterni¬
dad, que nunca deja de bullir allá muy dentro. El hombre de Histo¬
ria del corazón parecía haber aprendido a satisfacerse históricamente,
esto es, en su dimensión temporal finita y limitada, como si las ce¬
ñidas preguntas sobre el hecho inaplazable del vivir concreto ago¬
tasen ya todas las posibilidades de inquietud o desazón del espíritu.
Y de pronto, explosivamente, la imprecación mayor, rotunda, gol-
peadora, en el poema aludido.
Helo aquí, en torpe reducción. El alma se ha vuelto, impreca¬
toria, hacia esa fuerza desconocida que sólo a veces débilmente aso¬
ma «por un cabo del amor»; y se afana por llegar a ella, entera, sin
pálidas réplicas ni amputaciones. Hay un momento en la existencia
en que las reservas éticas de quien la vive son insuficientes para
calmar el dolor de su impotencia; y tal es el estado trágico, por lo
que tiene de insoluble, que recoge este poema. No le bastan enton¬
ces al humano los dones misérrimos que, como sombras de un Dios
nunca entregado, constituyen no obstante su único alimento; y de
ahí el extraño y clarísimo título, el cual no es, a pesar de su vago
halo irracional, ninguna deuda suprarrealista del autor. Léanse sus
conmovidas estrofas finales, síntesis suprema en Aleixandre de la
más honda comprensión del drama del hombre; drama erigido sobre
la penosa confluencia de su apetito insaciado e insaciable de eterni¬
dad y la valiente convicción del más radical desvalimiento:
— 92 —
Comemos sombra, y devoramos el sueño o su sombra, y callamos.
Y hasta admiramos: cantamos. El amor es su nombre.
— 93 —
tación del fin, profunda piedad ante tal destino— con el otro ver¬
tical de las ordenadas que apuntan a la eternidad, al tiempo tras¬
cendente. El momento de cruce o encuentro es breve, pero está
marcado con tan dolorosa entraña que es suficiente. Si se separase
de «Los términos» el poema «Comemos sombra», o si se saltara su
lectura, el efecto no podría ser nunca el mismo: le faltaría al todo
su más hondo alcance metafísico y la emoción humana se empo¬
brecería lamentablemente. No hay, desde luego, ninguna vislumbre
de solución; pero ello mismo hace más vigorosa la inquietud y de
aquí arranca la dramaticidad de esta poesía. Porque el hombre del
poema, el hombre único y repetido de la humanidad, continúa an¬
dando... Y mientras la existencia aliente, la interrogación tendrá que
plantearse de nuevo, una y otra vez, agónica, reiteradamente. Por
eso el hombre que hay en el poeta, el hombre Vicente Aleixandre,
deberá volver sobre sí mismo; y quizá no le quede otro camino que,
con sus secos materiales humanos, fabricarse sus propias salidas, su
ensayo de redención. De este modo, Historia del corazón, cerrado
en tan difícil punto, dejaba entrever para la poesía futura de su
autor la necesidad de abordar en ella sus penetraciones más incisi¬
vas. De esto quedó en espera el lector atento de Aleixandre, al aban¬
donar el último poema de aquel libro.
Segundo Tiempo
94 —
sión que dura lo que la vida. Este verso pertenece a Historia del
corazón (1954); y quien lo escribió tendrá que mantenerse leal a sí
mismo. ¿Qué ha sucedido desde entonces? ¿Cómo ha crecido en él
la visión poética del mundo que, fiel a tan inaplazable urgencia, re¬
sultará a su vez conformando con originalidad el nuevo libro?
Han mediado casi diez años cronológicos, lo cual ha sido tiempo
suficiente para la sedimentación de una sólida madurez. En un vasto
dominio, es, ante todo, un producto maduro porque sin eximirse
del dolor está modulado con un tono sereno. El hombre que, en el
último verso de «Comemos sombra», echaba de nuevo a andar, de¬
cidió bravamente no asomarse otra vez al misterio de una realidad
divina exenta y trascendida. Calló para sí aquella pregunta que sólo
hubiera respondido un Dios rotundo, personal, omnisciente y des¬
bordado del hombre, intuición algo vaga que ya había aparecido
desde ciertos poemas de Sombra del paraíso. En su lugar, intentó
lanzarse hasta las verdades cimeras que se ocultan en el estricto
reducto de lo circunstante; aunque sin detenerse por supuesto en
su epidermis anecdótica más fácil y engañosa pero con la cual, obli¬
gadamente, tendría que contar. Recordó el lema goethiano «Sólo
todos los hombres viven lo humano», y dio énfasis para sí a ese
todos de aspiración universal. El resultado fue descubrirse en el
más vasto de los dominios: el de la materia única, inmensa y sola,
de la cual son el hombre y su espíritu la concreción más alta y no¬
ble. Adviértase que no se hace aquí, sin embargo, interpretación
material o materialista de la vida, ni en el senado mecanicista ni
en el histórico con que tales interpretaciones se han abordado. Lo
que sí hay es una metafísica poética de la existencia temporal del
hombre, entendida ésta como el desarrollo histórico último de una
materia en la que todo está en germen condensado.
En un vasto dominio presenta, de entrada, un doble interés. Quie¬
re entreabrir honestamente puertas para el conocimiento salvador:
aquéllas a que llegó un hombre cuando sus gritos y exclamaciones
más trascendentes resonaron en falso y se le iban convirtiendo en
un eco de sí mismo. Segundo, tiene la virtud de integrarse cohe¬
rentemente en la historia de la visión poética de Aleixandre. Así,
si en un primer estadio había éste soñado, como una utopía, en la
cósmica disolución del hombre en la realidad natural de la Crea¬
ción, y si después cantó el duro bregar de ese hombre sobre la tie¬
rra, ahora le verá históricamente aún, es decir, reducido a sus limi¬
tadas y por ello siempre dolorosas circunstancias espacio-temporales,
pero al mismo tiempo repetido y constante, flujo y reflujo de un
único, universal y eterno, de un cosmos a la vez humano y mate¬
rial; conocimiento que puede aliviarle en su tensión nostálgica de
deslimitación o extraversión. A causa de esto se anticipó que era
— 95 —
éste un libro, en principio, sereno, a fuerza de estar centrado en el
presente. Hay un gran cuidado en exponer de muy diáfana manera
este sentimiento, con esa claridad casi lógica que la expresión alei-
xandrina se puede a veces permitir:
— 96 —
los de un escepticismo sabio y moderado: Boca que acaso supo /
y conoció, o no sabe, / porque no conocer es saber último. (58).
Ajustado a esta voluntad de conocimiento total se organiza la
estructura del libro como una unidad que comprendiese un amplio
tema. Tal designio se manifiesta muy claramente al considerar sus
naturales divisiones como capítulos y denominar incorporaciones a
los más señalados de ellos. Se transcribe aquí la composición del
conjunto por cuanto que facilitará posteriores referencias (Introduc¬
ción): «Para quién escribo»; Capítulo I: «Primera incorporación»;
Cap. II: «El pueblo está en la ladera»; Cap. III: «Ciudad viva,
ciudad muerta»; Cap. IV: «Incorporación temporal: 1»; Interme¬
dio: «La pareja»; Cap. V: «Incorporación temporal: 2»; Cap. VI:
«Retratos anónimos»; Epílogo: «Materia única».
La primera incorporación se dirige a la realidad física del cuer¬
po humano para desentrañar en ella, pacientemente, su básica ver¬
dad. Contiene algunos de los poemas más perfectos del libro, por su
logro como poemas y por su transparencia de la actual visión de
Aleixandre; como los titulados «El vientre» y «La sangre», verda¬
deras piezas antológicas para el futuro, y los cuales podrían ilustrar
de espléndida manera esa suerte de poesía hecha de la armónica
confluencia del intelecto y la emoción hermosamente identificados.
Es también esta primera parte donde de modo más firme, por la
naturaleza misma del objeto cantado, puede quedar realzada más
consistentemente esa convicción aludida de realidad presente y cabal
de la materia humana.
Por ello también, es decir, en razón del carácter concretísimo
de su campo temático, esta sección se ofrece como el ejemplo más
acabado de los límites a que puede llegar la inteligencia poética en
su designio de atravesar las formas aparenciales de la materia. Es
nada menos que el cuerpo humano (y no ya en su totalidad exalta-
dora, aunque también haya poemas dedicados al «estar» absoluto
del cuerpo, sino en su minuciosa desarticulación: el vientre, el bra¬
zo, la mano, el sexo, la cabeza, la sangre...) lo que deviene sustan¬
cia de altísima poesía. Y esto es posible porque no se pierde de vista
nunca que esos miembros son en todo momento parte del hombre,
que es éste la dignidad primera y esencial, y que precisamente la
contribución pequeña pero inmensurable de cada uno de aquellos
fragmentos a esta total dignidad es lo que el ojo poético quiere des¬
cubrir y avalar. El hombre, siempre y primero: su esfuerzo, su te¬
són, su quehacer, su necesidad de conocimiento. Léase con atención
«La sangre», y se verá cómo la idea central del poema es que la
sangre adquiere su mayor riqueza cuando entra en contacto con el
trabajo humano. Porque la mano provee el órgano activo del es¬
fuerzo: es ella quien empuña el arado o la pluma o la azada o la
— 97 —
7
pala. Cuando la sangre, al bañarla, entra en íntimo y sustancial con¬
tacto con el hacer del hombre, llega para el poeta el instante de la
exclamación más emocionada y honda: ¡Sangre cargada de la cien¬
cia humana! (33). No se realiza aquí nunca una descripción poética
de la materia corpórea en su cobertura superficial sino de algo más
profundo, esto es, de la radical existencia humana. Sólo que se
atienden en ésta a sus aspectos esenciales y primarios: el cuerpo
del hombre, la sangre del hombre, la capacidad engendradora del
hombre, todas aquellas primeras concreciones de la materia por las
que el vivir humano se hace efectivo y real. Ha sido un gran acier¬
to, una afortunada intuición del autor, haber traído a su libro, en
el tramo inicial, esta zona ceñida y fundamental del amplio dominio
que alcanza a divisar. Y lo fue también, en rigor, porque supo des¬
cubrir —cosa insólita como experiencia lírica—- los valores genuina-
mente éticos (éticos, porque contribuyen a la realización del hom¬
bre) de todos esos órganos, que ascienden así a la categoría que les
corresponde, una categoría que rebasa la mecánica y elemental de
meras divisiones corporales. Son realmente seres vivos, fragmenta¬
ciones insustituibles de un ser histórico y palpitante, pero que nos
habíamos acostumbrado a ver como pura fisiología animal. Siempre,
en bloque, el interés tradicional de la actitud poética y de la literaria
había sido dirigido a resaltar los poderes humanos presuntamente
superiores —la facultad afectiva, la pensante, la volitiva— con una
forzada preterición de aquellas otras regiones del cuerpo también
presuntamente inferiores por estar más cargadas de realidad física.
Pero es precisamente por esto último, dentro de la visión actual del
poeta, por lo que esos humildes miembros han podido mostrar aho¬
ra toda su trascendente significación. Y es que además tenía que ser
Vicente Aleixandre (mirada totalizadora, mirada analítica, según la
valiosa caracterización de Carlos Bousoño) el llamado a captar la
esencial participación y el supremo valor de cada una de esas mí¬
nimas partes en el hecho primario que es el estar en historia, es de¬
cir, vivo, del hombre sobre la tierra.
De esta primera incorporación —la del hombre en sí, en la in¬
mediatez de su cuerpo— se pasa en el libro a aquellas otras colec¬
tivas de mayor abolengo literario —el pueblo, la ciudad— vistas en
su conjunto o en algunas de sus posibles individualizaciones. Este
es el contenido de los capítulos siguientes: «El pueblo está en la
ladera» y «Ciudad viva, ciudad muerta». Valdrá la pena anotar,
aunque sea muy de pasada, cómo Aleixandre conserva aquí la más
escrupulosa fidelidad a la propia entereza moral de su poesía. Si en
la primera zona de ella cantó exaltadamente lo nudo y elemental de
la Creación, tuvo allí en consecuencia que rechazar cuanto de ruin
encierran los ridículos artificios mundanos. Ahora, igualmente, le
— 98 —
oiremos modular la voz con amoroso acento al detener su atención
en los sitios y seres humildes del pueblo —el álamo, el pastor, la
madre joven, el tonto...— y en su pura, sencilla historia. Y, en
cambio, hacerse zumbón, irónico y aun colérico al reflejar la hipo¬
cresía y falsedad de la ciudad grande, dando forma a estas negativas
entidades en escorzos casi caricaturescos: la pueril infatuación de los
galanes, la vanidad de las descotadas señoras, la pedantería insufri¬
ble del vacuo profesor... Símbolos todos de un mundo vacío que,
traicionando su natural historia, no podrán arrancar del hombre au¬
téntico sino palabras de sarcasmo o de condenación.
Aleixandre y su concepción de la realidad temporal —-repítase
aquí con especificidad, para evitar cualquier riesgo de extravío—,
es el término propuesto en el segundo tiempo de este ensayo. Ca¬
bría la tentación de intentar el acercamiento a tal concepción par¬
tiendo de los continuos destellos que ella irradia a través de los poe¬
mas y tratando de filiar esos destellos dentro de muy acusadas co¬
rrientes y actitudes de la especulación filosófica tradicional y con¬
temporánea, las cuales podrían ir desde los estoicos y Lucrecio, por
ejemplo, hasta ciertos teóricos de nuestro siglo de cuyas doctrinas
no andan lejos algunas facetas del pensamiento aleixandrino. En
vez de esto, piénsese en términos puramente poéticos y véase En
un V. D. como la creación de un poeta que escribe desde un centro
muy definido de visión; el cual tiene la virtud indudable de arro¬
jar, por todas sus caras, correlaciones manifiestas con análogas for¬
mas de la explicación filosófica de la realidad. Pero no es esto lo
que interesa aquí sino el producto lírico que de él emana. Tal cen¬
tro parece ser, y esto se ha adelantado, la consideración de esa rea¬
lidad como una sustancia única y general en la que todo está fun¬
dido ya, aunque a la vez plasmado en concreciones aisladas y particu¬
lares. El hombre pertenece a esa «materia única»; los hombres his¬
tóricos pertenecen a ella; los momentos o tiempos de la historia
del hombre pertenecen a ella, pues la instancia primera de cualquier
forma de realidad histórica se evidencia como materia y como tal
se estructura: Esa materia tientas / cuando, carmín, repasas / la son¬
risa de un niño (241). Por eso, en el expresivo poema a que corres¬
ponden los anteriores versos, podrán presentarse después, como en
rápidas y simultáneas fosforescencias, tantos y tan diferentes mo¬
mentos o condensaciones tempo-espaciales de esa realidad (Tiberio,
Capri, Felipe II, santos y cortesanas, indios, Cipango, Calderón...)
para entregar, al fin, con la mayor nitidez, su verdad esencial, la
verdad del poeta, de tan justa y clara manera que todo comentario
quedaría sobrando: Todo es materia: tiempo, / espacio; carne y
obra (244). Esta vendría a ser la lección definitiva, resumida en un
postulado breve y fácilmente comunicable: «Todo es materia». Bas-
— 99 —
taría con ello y pudiera ponerse aquí punto final. Pero será mejor
ceder a la inclinación de observar cómo se ratifica esta su drástica
verdad en algunos instantes poéticos: dos o tres de los muchos en
que tal visión aparece destacada con limpidísimo relieve. Tal vez de
esa observación surjan algunas matizaciones interesantes.
El hombre entusiasmado ante «el amor unitario de la materia»,
constante aspiración de Aleixandre, lo primero que de ella alcanza
a ver es, naturalmente, la tierra. La tierra no es en sí la toda y sola
materia, pero puede ser de ésta aquélla de sus formas más directa¬
mente aprehensible y, por tanto, el elemento que mejor se preste a
la intuición lírica para configurar imágenes y visiones. Ahí está el
pasaje con que se cierra «Tabla y mano», uno de los textos del libro
donde la pupila analítica del poeta tuvo más que decir. Es todo él
la exaltación de un momento humildísimo en la vida de esa reali¬
dad única que emerge por doquier: una mano se apoya suavemente
sobre el tablero de una mesa. Nada más. Pero ambos mínimos ele¬
mentos están contemplados en su dimensión histórica, única forma
de esencialidad a la que podrán aspirar, y es esto lo que les da una
sugestión de permanencia y lo que se desea dejar bien destacado.
Ambas historias, la de la mano y la de la tabla, tienen en común
el haber tenido que ocultar sus orígenes, matándolos, para llegar a
esa plenitud que ahora exhiben. Una sobre otra, plácidas, firmes,
sin movimiento, se encuentran en la situación ideal para que el ojo
humano pueda percibir en ellas su indisoluble comunión:
— 100 —
rada del poeta su incentivo mayor. Describe ahora la figura de un
leñador. Lo va siguiendo paso a paso, en un doble movimiento. Uno
es el ascensional del propio cuerpo, desde los pies a la cabeza. (Lo
más original en la manera cómo Aleixandre ve el cuerpo humano
es su modo histórico de sentirlo, cual si fuese un impulso, un pro¬
yecto, una aventura de vida; con puntos de salida, de encuentros,
intermitencias, estaciones...). El otro movimiento sugerido es el de
la subida del leñador a la montaña, es decir, el de una acción riguro¬
samente temporal. Hay una perfecta correlación entre uno y otro:
está ya el hombre casi tocando la cima física del monte, y es enton¬
ces el momento justo para que se descubra en el leñador la parte
de su cuerpo que se sitúa inmediatamente antes de su cima humana,
o sea, el pecho, y con él la camisa que casi no le cubre:
— 101 —
sarse que en la solidaridad de la materia que Aleixandre propone
vaya el hombre a ser relegado a un simple eslabón en la infinita
cadena. No; el poeta reserva para el ser humano el más alto lugar,
la superior dignidad dentro de esa vasta realidad. Y lo proclamará
con un orgullo nobilísimo, por un lado, y con una piedad y una
ternura estremecedoras por otro cuando le mira desvalido, peque¬
ño, impotente, en la diaria faena de su vivir. Por eso, en el mismo
poema, después de diseñarnos el esbozo ontológico de Félix —una
ontología nacida de la tierra— nos alzará la imagen de un mucha¬
cho histórico y concreto, definido por unas precisas y pobres cir¬
cunstancias personales. Y la palabra se humedece entonces y se hace
tierna y temblorosa:
En la Fiesta tenía
—cuando una vez al año el poblado hace fiesta—
una camisa limpia, minuciosamente rehecha,
una chaqueta conservada siempre,
fuertes botas de cuero
y una voluta de humo ante sus ojos tristes.
102 —
puede aquél levantarse tanto sobre su origen que este hecho ha de
ser pregonado como el máximo de los valores morales, el requerido
a una más fructífera permanencia: Brille el esfuerzo humano como
una paz durable (65).
El esfuerzo del hombre y la materia universal. Estos son los dos
polos entre los que se mueve el interés del lector; y son ellos inte¬
grados, nunca opuestos, los que conceden al libro su mayor riqueza.
De un lado, la metafísica que Aleixandre sugiere para el hombre:
su trascendencia desde la materia y hacia la materia. Del otro, su
raíz ética entrañable: el quehacer del hombre, su necesidad de cons¬
tituirse históricamente en cada momento, pues la materia sola, por
animada que esté, es en sí humanamente insuficiente. El poeta acier¬
ta a dar a este sentimiento de nuestro tiempo muy rigurosas formu¬
laciones, con una exactitud a veces de paradigma filosófico, como
cuando exclama: Hacer es vivir más (145), o cuando reduce el co¬
nocido tema historicista a versos de muy luminosa concisión: Hu¬
mano esfuerzo, no naturaleza, / bajo este sol ignoto: y él ignora
(151). La poesía recoge así la enseñanza del siglo y ayuda heroica¬
mente a mantenerla viva.
En un vasto dominio parece escrito para exaltar ese ímpetu ver¬
tical del hombre erigido sobre sus orígenes por su propia esforzada
voluntad, lo cual podría explicar el uso reiterado de ciertas confi¬
guraciones poéticas que llaman prontamente la atención. La más
significativa de ellas es acaso la imagen del fuego, el humo y el ar¬
dimiento. El fuego, materia aún, supone ya la disolución de los ac¬
cidentes de la materia, su fusión en la unidad total de la realidad
cósmica. No traiciona su origen aunque al mismo tiempo lo tras¬
ciende. Su primera aparición en estos poemas ocurre muy temprano.
Es en el dedicado al pelo, en el Capítulo I. Ya se dijo que Alei¬
xandre recorre la anatomía del cuerpo como un proyecto de vida,
por lo que la palabra anatomía es a todas luces inocua en este caso.
El movimiento arranca del vientre y las estaciones últimas serán,
naturalmente, las más extremas: mano, pie o pisada, cabeza y, desde
luego, el cabello. El pelo del hombre, su estación final. En este im¬
pulso que va de abajo a arriba, hay que destacar esta condición lí¬
mite del pelo: realidad material que es a la vez materia y purifi¬
cación de sí misma: El pelo surge y lucha; / brota ardiendo. Oh
milenios. / Allí quemó su origen. / (El cosmos, alumbrándose.) /
Por él el hombre aún arde, / abrasa sus orígenes / y aquí termina:
humea (46).
A partir de este momento, las imágenes del fuego y el ardimien¬
to se repiten siempre para subrayar el mismo hecho básico que está
en la visión central de Aleixandre: el encuentro de los orígenes con
el fin. Pero este encuentro tiene muy particulares características por-
— 103 —
que el fin es una vuelta al origen, pero a la vez una cumbre humana,
un coronamiento. Se dará de nuevo el uso de la imagen del fuego
en otra descripción, ya personalizada, la de su «Pastor hacia el
puerto». Aquí, en muy pocos versos, volverá a resumirse la aventura
de vida del cuerpo humano: de pie, abajo, sobre la tierra; hasta el
humo, arriba, testigo de la gloriosa aventura: El pie allí se afirmaba.
/ La pierna prometía sólo la materia dura hasta allá al cabo. / Y
un relámpago ocre / se rompía y rehacía, hasta finar en mata, / pelo
o humo veraz que de otro fuego / era fiel testimonio (73).
El fuego tiene la propiedad de durar, de ser una continuación
purificada de sí mismo, un presente factual inextinguible. Por ello,
dentro de la sugestión de integridad y continuidad con que a Alei-
xandre se le presenta la Creación toda, será elemento de gran uti¬
lidad y eficacia poética. Así su empleo no se restringirá a dar idea
de la coronación o sublimación del ser humano mediante la repre¬
sentación poética descrita: pelo como fuego. Más allá, siempre que
asome alguna forma de la realidad física sobreviviéndose a sí mis¬
ma, podrá quedar deshecha en llamas. El fuego sirve de magnífico
modo para concretar esa condición de infinitud y permanencia a que
todo lo creado parece abocar como destino último, ya en sus ma¬
nifestaciones físicas o primarias, ya en sus realizaciones históricas.
«Castillo de Manzanares el Real» es el segundo poema del Capí¬
tulo IV, o sea, en el terreno ya de las propias incorporaciones tem¬
porales. Dos hombres y una mujer visitan la centenaria construcción
y avistan sus torres: remate grácil del conjunto, toque o encuentro
de la tierra o roca, que está en la base, con el cielo hacia el que
la térrea masa aspira. Y habrá que deshacer inevitablemente ese re¬
mate en el fuego: Allá arriba, en lo alto, ¿se ve? Son torres claras:
/ la gracia y fortaleza coronan, como ardiendo, / casi con lenguas fi¬
nas (148). Y unas líneas después se recogerá otra vez, con señera
objetividad y precisión en tal momento, cuanto se ha venido apun¬
tando: el fuego, las llamas, son tributo o testimonio de eternidad,
de infinitud:
— 104 —
y en ella tan perfectamente resuelta como ésta del fuego y el arder.
Una realidad material indisoluble, solidaria en sus partes; pero
trabajada, vivida, viviéndose («vividera», dirá repetidamente el poe¬
ta para aludir al ansia y capacidad de permanencia de lo vivo), tras¬
cendida de sí. Tal el hombre, desde y sobre la Creación: tal el fuego.
Llegada parece la hora de desembocar en el objetivo inicialmen¬
te propuesto, o sea, en el examen del papel del tiempo en la repre¬
sentación poética que conforma el nuevo libro de Aleixandre. Será
útil, para ello, partir de unos versos ya citados, densos y definitorios:
Todo es materia: tiempo, / espacio; carne y obra (244). Dos a dos,
los elementos subsumidos en la materia muestran aquí su estrechí¬
sima correspondencia. Así, el principio: la carne en el espacio;
frente a él, inseparable, la acción, esto es, la obra en el tiempo. Uno
sin otro nada son; y aquí está de nuevo expresado con toda lucidez
uno de los pensamientos historicistas de mayor vigencia. Y porque
ya se sabe que tan sustanciador de la materia es el tiempo como el
espacio, lejanísimos se verán los siglos ultrarracionalistas que consi¬
deraban el tiempo sólo como el fenómeno que permitía explicar el
paso o tránsito del ser estable y permanente a los accidentes varia¬
bles con que aquél suele manifestarse. No; la realidad es tiempo
ella en sí del mismo modo que es espacio; tiempo inmanente y tras¬
cendido a la vez: Ardiendo, la materia / sin consunción desborda /
el tiempo, y de él se abrasa (243).
Las cosas están hechas de tiempo. Y la primera consecuencia de
esta aceptación es “matizar en la reflexión temporal su tradicional há¬
lito trágico o melancólico. No será el tiempo únicamente el mons¬
truo devastador que todo lo destruye ni el poeta sólo el cantor de
esa destrucción. Y hay que relacionar aquí esta fe en el tiempo
como elemento definidor de la materia con aquella otra idea —en
verdad, otra forma de la misma idea— que señalaba la existencia
de una materia única, constante y fundida. Desde esta manera de
sentirlo, pierde el tiempo su implicación excluventemente luctuosa.
Las cosas y los seres afirman la continuidad de su presencia, con
lo cual la meditación temporal se gana una amplitud enriquecedora y
vital: Y allá emergiendo, nueva, hija que mata con su nacimiento, /
la tabla, ese tablero que perdió su origen, / y aquí está. Turbia, con
sólo historia ya de nueva vida, / aquí está. Y en ella un vaso, el
vaso mil, el mismo vaso eternamente en ella. / Y debajo su man¬
cha (92).
Un sentimiento así vendrá a complementar de armoniosa manera
aquel otro negativo y doloroso subyacente por lo común en la poesía
elegiaca de lo temporal. A completar, redondear, no a anularlo. El
poeta se cuida de situar a cada uno de sus personajes en sus precisas
circunstancias históricas y es altamente consciente de cómo aquéllos
— 105 —
dependen de tales circunstancias y de que éstas son, por definición,
transitorias. Y la transitoriedad es siempre raíz de dolor. Pero no
se detiene aquí; por el contrario, quiere penetrar emocionadamente
la superficie de las cosas y descubrirlas en su profundidad temporal.
Así es posible invertir el modo de tratar ciertos temas que están
por su naturaleza imbuidos o incluidos en esa profundidad: el más
objetivo de ellos, el del esfuerzo humano; el cual, como ya se ha
hecho ver, si desde otro ángulo habría de ser destacado en cuanto
tiene de arduo y estéril, en este libro es sentido como necesario, po¬
sitivo y aliviado de su exclusiva sensación de precariedad. Y siendo
el trabajo del hombre quien ayuda al tiempo en su labor hacedora
de la realidad, puede entonces convertirse en móvil afirmativo de
poesía.
Otra consecuencia inminente de esta forma de encarar el tiempo,
a la que luego se aludirá en detalle, se traducirá ya en muy espe¬
cíficos procedimientos, los cuales Aleixandre articula sin violencia
con algunos de sus más familiares mecanismos de visión y expresión
líricos. En líneas arriba se mencionaron dos palabras: superficie y
profundidad, aplicadas a los seres que el poeta contempla y quiere
atravesar; palabras éstas que vertidas a un lenguaje más universal
se podrían corresponder muy bien con estas otras dos: apariencia y
sentido. Al ser la realidad una y vasta, las cosas no pueden cobrar
su última significación sino referidas las unas a las otras: en esto
consistirá, en esencia, su profundidad. Pero ésta, según ya recor¬
daba Ortega, asume dos formas: la profundidad temporal, que es
el pasado, y la espacial, que es la lejanía. Pero el pensamiento filo¬
sófico, a lo largo de muchos siglos de contumaz fe espacialista, se
había acostumbrado a querer apresar la profundidad de las cosas,
su sentido real, en la forma de una vertical incisión: capa tras capa,
a través de las estructuras hasta llegar al ser inalterable y perma¬
nente. Esta empresa tenía como fundamento, huelga el decirlo, el
supuesto de que tal ser yacía allá en lo hondo esperando el sondeo
laborioso y alguna vez triunfador que algún día lo alcanzase. Dentro
de esta manera de atacar la búsqueda de las esencias, el tiempo sólo
podía ser un enemigo o un elemento factual pero que, mediante
una decidida abstracción racional, debía ignorarse o ser puesto entre
paréntesis. Nuestro siglo, heredando y ampliando del anterior el
nuevo planteamiento del problema, querrá incorporar con todo vi¬
gor la acción del tiempo en la especulación metafísica sobre la rea¬
lidad y el hombre. Pero éste, si de una parte se veía obligado a re¬
conocer en el tiempo todas sus consecuencias existenciales, no podía
por la otra el evitar seguir sufriéndolo como un germen inequívoco
de dolor. La temporalidad, o sea, el tiempo tangible en las cosas
—única forma de ser entendido por el hombre— es siempre la ne-
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gación de la eternidad, hacia la cual tiende siempre aquél más o
menos confesadamente. Y esta oposición era causa de que el poeta
—aun el poeta de nuestra centuria, también él— se acercara al te¬
ma del tiempo como a algo triste y difícil; ayudándose o dándose
fuerzas, cuando más, por un valeroso impulso de estoica aceptación,
lo que ya pudo ser apreciado en el Aleixandre de Historia del corazón.
En un vasto dominio no puede borrar el dolor ante el tiempo.
Ni en sus dimensiones trascendentes (condición efímera de los seres,
muerte de los orígenes, muerte última) ni en las contingencias del
azar histórico del hombre (debilidades físicas y morales, miserias,
injusticias), todo ello concretado en figuras muy vivas y reales y no
limitado a abstractas reflexiones. Capítulos de un libro de geogra¬
fía y de historia humanas parecen a veces estos poemas; pero ca¬
pítulos escritos por un poeta, no por un teórico, y por eso chorrean¬
tes de emoción y de sangre. Conviene advertirlo de muy expreso
modo en este momento, para que las cosas queden bien en claro.
Porque una lectura rápida de En un vasto dominio puede producir
un cruce de sugestiones; y que al cabo venza una de ellas con evi¬
dente amputación de la recta comprensión total. La razón mayor de
esta posible visión astigmática es que el poeta, en su contemplación,
se mueve sobre dos planos no opuestos, pero sí colocados a distinto
nivel o distancia del ámbito contemplado. Uno, más cercano, muy
pegado al hombre histórico e individual, le permite ver a éste en su
indefensión y pobreza material y ontológica, vale decir, en su in¬
transferible limitación temporal. (Aquí se alinearían todos los ma¬
tices primariamente humanos del libro: dolor, angustia, piedad, ter¬
nura, indignación, voluntad de solidaridad, etc.). El otro nivel, más
lejano, mucho más, le dará la oportunidad de abarcar con la vista
todo ese fondo de común destino de la realidad material del Hombre,
ahora con mayúsculas, como algunas veces aparece en los mismos
poemas. (Y es entonces cuando las reacciones naturales serán la se¬
renidad que da esa convicción de permanencia no desmentida de
la materia, la correspondiente sensación de aplomo o sostén, en fin,
todo lo que de afirmativo y seguro es capaz de ofrecer tan vasto
paisaje). Pero puede ocurrir, posibilidad muy humana en suma, que
el lector se apoye con más fuerza en el primero o en el segundo de
estos planos. Y como ciertamente el segundo es más atractivo, más
original (especialmente resaltado sobre Historia del corazón, tan his¬
tóricamente concreto), nada extraño sería que, perdiendo ese difícil
sentido de las distancias y del equilibrio, quien lea se sienta más
atraído a considerar que lo que allí se le propone tiene todo el aire
de una buena solución (desmontar el mundo, analizar sus piezas,
ver al tiempo corriendo entre ellas y al hombre ayudando al tiempo
a armar el conjunto) y que lleve esta euforia al punto de verse a
— 107 —
sí mismo explicable y explicado dentro de esa mecánica sin fallas
ni quiebras. Y entonces, muy a pesar de tantos expresos instantes
de patético o airado dolor, llegue a pensar que el poeta exoneró al
hombre de la pena y el azar. Vano espejismo, que no está en la
intención de aquél; ni en sus manos, si es que se lo propusiese.
Pero no hay dudas de que el libro, por esa dualidad de perspectiva
apuntada, contiene una aparente encrucijada y, por tanto, la oportu¬
nidad de decidirse por uno de los dos caminos. Pero en verdad no
hay más que uno, y si el error de apreciación se produjera de modo
absoluto habría que atribuir la responsabilidad definitiva a precipi¬
tación en la lectura o a incapacidad para seguir sincrónica y opor¬
tunamente al autor en sus desplazamientos del uno al otro ángulo
de tal observación. Y dígase de una vez que todo este largo párra¬
fo ha de leerse como la confesión disimulada de una personal expe¬
riencia vivida por quien lo escribió.
Habíase anticipado que una de las inmediatas derivaciones de
esta concepción del tiempo daba origen a una cierta forma de pro¬
cedimiento poético, en el que venían a coincidir también algunas de
las más calificadas peculiaridades expresivas de Aleixandre. Y es
que en este libro se pretende divisar siempre las cosas en su doble
instancia inevitable: primero, en su individualidad y superficie —una
mano, una mesa, un hombre cualquiera, Juana Marín, un cuadro
velazqueño, el pueblo, una casa...—; después, y al mismo tiempo,
en su integración o profundidad; es decir, en su relación espacial y
temporal. Porque ambas modalidades de esa relación —espacio y
tiempo, carne y obra— son por igual, con idénticos derechos, com¬
ponentes indivisos de la realidad. De ahí derivará la previsible con¬
secuencia: ver las cosas es dominarlas en su superficie y en su es¬
corzo, es no poder quedarse nunca en la primera de ellas, o sea, en
la faz superficial. El tiempo está incorporado a la materia, y ésta
no se entregará totalmente a menos que la mirada la alcance tam¬
bién en su hondura temporal.
Interesa ahora comprender cómo tal estructura de visión deviene
también estructura poemática. El cuerpo del poema ostentará siem¬
pre y sucesivamente, en el mismo orden, estas dos dimensiones en
que teóricamente puede ser escindida la captación de la realidad.
La serie de los «Retratos anónimos» facilitaría campo para valiosas
sugestiones en las que habría de combinarse el particular sentido del
tiempo que preside En un vasto dominio y la contextura ética con¬
dicionada de cada hombre histórico que alcanza siempre a destacar
Aleixandre. Pero quizá sea otro poema, el titulado «Antigua casa
madrileña», el que evidencie mejor esa hábil manera de articular la
cara superficial y la profundidad temporal ínsita en los seres. Tres
secciones lo componen. En la primera de ellas, el poeta se sitúa
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ante la fachada de una vieja casa que desde 1607 se levanta en una
humilde calle de Madrid. Hay un lento movimiento de la mirada,
que va acariciando de manera muy «aleixandrina» todos los deta¬
lles de esa fachada: el muro, las dos pequeñas ventanas, la puerta,
la escalera, y, al final, como en un cióse up, de nuevo la alta ven¬
tana, y en ella unas macetas y unas flores. Témanse estos últimos
elementos para abrir la segunda sección, centrándose específicamente
en los hierros de la ventana y atravesándolos en su dinamia tempo¬
ral: hierros que antaño sujetaron o detuvieron unos ojos humanos
y que han sido así testigos mudos de una vivida existencia históri¬
ca. Los hierros tienen ya asimilada a su calidad física una historia
temporal que es parte entonces de su sustancia. La casa madrileña
que empezó siendo una fachada o superficie, ha descubierto al cabo
su profundidad en el tiempo. Pero aún hay más, en la tercera sec¬
ción, donde se retornará al presente actual de esos mismos hierros
y a destacar sobre éstos una distinta presencia humana, ahora en
la forma de unas jóvenes manos de mujer que cuidan amorosas y
pacientes aquellas flores plantadas en los tiestos. Ha habido un via¬
je de ida y vuelta del presente al pasado, y de éste de nuevo al
presente; pero hay una sola, viva y continua realidad. Tan continua
que hasta los vocablos presente y pasado se hacen insuficientes para
aludir con exactitud a esa realidad. Esto es conocido, y muy al
principio se advierte ya de esta penosa limitación del lenguaje de
los hombres: Pero esta casa aún existe. / Aún o todavía son pala¬
bras, conceptos que nada tienen que ver con la presencia / o su
materia, y obvios (139).
El poema entrega así, muy claramente, las dos dimensiones con
que el mundo se ofrece al ojo afanoso y voraz: la superficial o es¬
tática, en la que no hay que demorarse, y la otra profunda, su inte¬
gración temporal e igualmente real. Es oportuno indicar que al
pasar de una a otra, Aleixandre las vivificará y animará de acuerdo
con su peculiar manera de mirar: sintética y analítica, totalizadora y
escudriñadora a la vez. El escenario aquí es una casa y una calle,
pero los verdaderos protagonistas, aquellos que más caricioso recla¬
mo exigen, han sido unos hierros, unas flores, unos ojos, unas ma¬
nos... Seres mínimos: más todavía, a veces fragmentos de seres. Se
cumple de este modo, en la evolución de un poeta de fuerte per¬
sonalidad, la ley que nos permite afirmar la persistencia de aquellos
módulos de visión y rasgos expresivos que han nacido de una au¬
téntica y original forma de situarse frente al mundo, pues todas
esas peculiaridades andaban ya muy definidas desde tiempo en el
autor de La destrucción o el amor.
— 109 —
Final
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Recordemos su primera aspiración: la disolución futura del hom¬
bre en el cosmos. Nos habíamos preguntado allí: ¿utopía? Acaso,
pero acudimos entonces a Ortega para justificar tal posible utopía
como síntoma evidente de la más poderosa vitalidad: una vitalidad
que se rebelaba contra la realidad onerosa de los límites materiales.
Le vimos después henchir su perfil transitorio y contar su historia y
la de la humanidad: Historia del corazón. Y también en el instante
más estremecido le escuchamos clamar dolientemente por aquella
fuerza desconocida y nunca entregada, por un Dios no respondiente,
pero entrevisto: «Comemos sombra». Y al cabo, En un vasto domi¬
nio nos lo presenta servicial y emocionado en su afán de estar siem¬
pre junto al hombre y el circunstanciado esfuerzo de su existir, pero
a la vez sereno y aun orgulloso en la contemplación de ese extenso
panorama sustentante —materia y tiempo integrados— que se alza
como horizonte único e ininterrumpido donde sólo el humano puede
(o podría) apuntar hacia el sentido de su final plenitud.
Pero en nosotros —en mí, sin más, y aquí está mi modesta for¬
ma de compromiso— la interrogación vital y última, aquella que
sonó en «Comemos sombra», sigue en pie. Al menos, no puedo re¬
ducir mi mirada, por amplio que sea, a este dominio de la materia
única que ahora Aleixandre se complace en develar ante mis ojos.
Y ello hace que tenga que sentir su gesto tal vez como una nueva
forma de utopía, sin negar desde luego toda la tremenda verdad
que en su base encierra. Asiento a su visión, pero me es imposible
compartirla en su totalidad. Porque si bien es cierto que tal visión
no se me propone como solución definitiva, no lo es menos que en
ella está callada la única pregunta realmente trascendente, aquella
cuya sola formulación significa ponernos ya en camino de la inquie¬
tud salvadora. Porque no me es dable pensarme en mi integridad
sólo en función de mi historia y de esa realidad material universal
y única. Sí, sé que dependo de ellas; pero este reconocimiento no
invalida que siga alerta a alguna trascendencia que como tal me des¬
borde y explique. Mi Aleixandre más cercano será, por hoy, el de
Historia del corazón. Y esto no supone restar un ápice de admira¬
ción a la tenaz voluntad de intelección poética que hizo posible el
nuevo libro, ni mucho menos negar la fuerte sacudida que poemas
como «La sangre», «El pueblo está en la ladera», «Félix» o «La pa¬
reja», junto a tantos otros de En un vasto dominio me han provo¬
cado. Digo que Historia del corazón me es el libro más entrañable
de su autor porque en él Aleixandre, sin duda uno de los más ge¬
nerosos constructores de utopías de la poesía actual y aun de nues¬
tro siglo, pudo concentrarse humildemente en el drama del hombre.
Drama que es, en verdad, conflicto sin terrena solución. Y supo
presentarlo, al hombre, esforzado y radiante a un tiempo en la dura
— 111 —
realidad de su vivir, pero pequeño y dolorido en la negación y ol¬
vido de un Dios, cuya posesión sí intuía como la única posibilidad
de paz y afirmación totales.
Sería innecesario aclarar que las palabras anteriores no envuel¬
ven ningún juicio estimativo de lo que suele entenderse por calidad
poética. En este sentido, tan lograda y alta es la poesía de En un
vasto dominio y quizá aún más por ser producto de una enriquecida
madurez. Ni mucho menos que se tomasen tales palabras —fuere
todavía más peligroso que esto ocurriese— como sugeridoras de una
atenuación por el poeta de su constante devoción a la causa del hom¬
bre: del hombre individual y universal, irredento en su miseria e
ignorancia. Se ha dicho, por el contrario, que sólo por el amor y la
caridad pueden levantarse estructuras como esta última de Aleixan-
dre. Si ella no me alcanza con visos de firme suficiencia, si se me
presenta otra vez como un deseo o una forma del insaciable apetito
humano de conocimiento, y si en consecuencia sigue latiendo en mis
adentros el temblor ante el misterio y las dudas frente a lo conocido,
esto es, la ineficacia de las sombras con que me alimento, que se
sienta todo ello como una limitación más, mía y posiblemente no
sólo mía; pero expresada con sincera y respetuosa convicción. Que
reciba el poeta también, por esto con mayor fuerza, mi emocionada
gratitud: la que merece todo hombre que con su acción o su pala¬
bra, que también es acción, quiere ayudar a los demás en esta común
y angustiosa perentoriedad de conocimiento y sostén.
Y una apostilla final. Todas estas últimas consideraciones no han
querido ni podido ser sino un coloquio íntimo de lector a poeta.
¿Habría sido más inteligente el evitarlo; o darle un aire crítico más
serio, vestirlo de una indeseable objetividad y animarlo de este tono
profesoral de perdonavidas que es tan frecuente en las exégesis y
valoraciones literarias? No lo creo. Así han brotado; y para mí,
esta forma de diálogo es acaso la manera más fecunda de avanzar
hacia la verdad. Que de esto se trata. ¿Por qué no ir pensando tam¬
bién en un cambio de perspectiva en la crítica? Si la poesía, dicen
todos, ha sufrido una desviación de noventa grados (rehumanización,
compromiso social, realismo..., ¡tantas fórmulas!), es innegable que
todo empeño de acercamiento y comprensión tendrá que hacerse
desde nuevos oteros acordes a la nueva intencionalidad con que el
ejercicio lírico es hoy abordado. A pasión de vida y de verdad en
la poesía, igual pasión de sinceridad —asentimiento, incorformidad,
o ambos por partes— en la lectura y en la crítica. No hay otro
camino.
— 112
RICARDO GULLON
De la claridad a la sombra
— 113 —
8
alma más confusos y turbios que los revelados en su primer libro.
Pasó de la moderación y la limitada ambición lírica a la voluntad de
revelar las presencias oscuras, informes y casi inaprehensibles del
«subterráneo».
Entre Ambito y Pasión de la tierra (o Espadas como labios)
hay una ruptura. Y también algo más importante: la toma de con¬
ciencia de cosas, problemas y situaciones no captadas en el primer
poemario: el descubrimiento de un segundo universo latente más
abajo (o más arriba) de lo visible. En la hora auroral de la poesía
le bastó a Aleixandre (por ejemplo) la grácil figura del patinador
deslizándose sobre el hielo o la posesión del paisaje nocturno y la
identificación con la noche, para sentirse en estado de poesía. Des¬
pués, no. A partir de 1928 entra en contacto con otras realidades,
o ultrarrealidades, y todo su conato tiende a decirlas según las
intuye.
La calidad de estas intuiciones, según ha demostrado Carlos Bou-
soño en un estudio admirable2, es inequívocamente visionaria. Alei¬
xandre siente el mundo con los ojos abiertos y la vida le aparece
como continuado desfile de sombras a quienes se esfuerza por iden¬
tificar; pero, manteniéndose en el plano de la visión y no en el de
la posible y arriesgada interpretación de ella, se limita a describirla
conforme se le representa, o, mejor dicho, conforme la intuye. Este
es el momento en que con mayor propiedad puede llamarse «surrea¬
lista» a la poesía de Aleixandre, pues en Pasión de la tierra (y en
Espadas como labios) encontramos al menos una de las condiciones
de ese tipo de creación: la inmersión en el mundo de lo irracional
sin antes proveerse de flotadores lógicos.
Como ya dije a propósito de etapas semejantes en Lorca y Cer-
nuda, cuando se hable de surrealismo en la poesía española será for¬
zoso entenderlo como surrealismo heterodoxo, nunca resignado a ab¬
dicar de la conciencia artística, aunque, según ocurre en esos libros
de Aleixandre, el poeta pareciere dispuesto a dejarse arrastrar, en
determinadas horas, por impulsos de la subconsciencia. No hay con¬
tradicción en esto. El poeta reconoce la realidad de ciertas presen¬
cias intuidas en el sueño o, más frecuentemente, en el ensueño, y
quiere manifestarlas en su verdad propia, casi siempre revuelta y
turbia. Pero fatalmente, con fidelidad derivada de necesidad, la pa¬
labra se ordena a pesar suyo en un sistema expresivo que responde
al ser completo del creador (incluida, por tanto, la conciencia) y re¬
fleja, con la visión, la imagen del visionario.
114 —
El descenso a los abismos
— 115 —
tierra, enriquecido, como quien arriba a lo cotidiano tras visitar los
infiernos, infiernos del espíritu, donde se funden los contrarios y
queda resuelta la oposición entre lo real y lo fantástico.
La poderosa energía lírica de Aleixandre le mueve ya, en este
hito inicial de la carrera que luego desembocaría en Sombra del pa¬
raíso, a crear un vasto y complejo universo donde los objetos son
utilizados para mejor resaltar la soledad fundamental del hombre.
Pues la certidumbre de esta soledad constituye la nota profunda de
los poemas de Pasión de la tierra y les infunde el tono apasionado
que, por encima —o por debajo— de su eventual significación, des¬
taca acusadamente. Y hay algo en el sentimiento de soledad que nos
conmueve, por revelar una apenas velada desesperación por la inani¬
dad y miseria del hombre. Gracias a los versos más recientes de
Aleixandre (sobre todo el poema «No basta», entendido como grito
de fe, como expresión de la necesidad de un Dios sobre los indicios
de su presencia en la hermosura de la tierra), puede ser entendida
la intención de las prosas primeras, cuando se comprueba cómo en
aquella desesperación existía un germen, entonces imperceptible, de
confianza. Pues en definitiva, según decía Leopardi, la desesperación
no es un estado que pueda durar.
En Pasión de la tierra el caos es todavía caos y la angustia del
poeta realísima y dolorida. El sabe que su mensaje no aporta pre¬
sentes amables sino el amargo e inexorable memento mori. No es
fácil dar expresión al tumultuoso caudal búhente en su espíritu;
caudal de cosas terrenales, demasiado humanas a veces, y por eso
determinante de una poesía arrebatada, «impura» y también paradó¬
jicamente llena de destello. (No sé quién dijo que sólo en la oscuri¬
dad puede verse el latido de las estrellas.)
Acaso por sugerencia inmediata del ensayo de Dámaso Alonso
sobre Espadas como labios; acaso por el recuerdo de uno de los poe¬
mas de Aleixandre mismo, la poesía de éste suscita en mí sensacio¬
nes que asocio inevitablemente al recuerdo de La valse, de Ravel.
Son temas que apuntan, se inician y ceden el paso a una sonora
niebla cuya envoltura rasgan de vez en cuando. El ritmo de los poe¬
mas en prosa que compone Pasión de la tierra es asimismo una ma¬
rea ascendente. El poeta ha sentido la vida como un lugar mezquino,
sórdido salón de espera en donde aguardamos que la muerte señale
nuestro turno y nos haga pasar al otro lado. Ved sus palabras:
— 116 —
»Un sabor de tierra reseca descargaba de pronto sobre las
»lenguas y se hablaba de todo con conocimiento. Aquella
»dama, aquella señora argumentaba con su sombrero y los
»pechos de todos se hundían muy lentamente. Aguas. Nau-
»fragio. Equilibrio de las miradas. El cielo permanecía a
»su nivel, y un humo de lejanía salvaba todas las cosas.
»Los dedos de la mano del más viejo tenían tanta tristeza
»que el pasillo se acercaba lentamente, a la deriva, recar-
»gado de historias. Todos pasaban íntegramente a sí mis-
»mos y un telón de humo se hacía sangre todo. Sin reme-
»diarlo, las camisas temblaban bajo las chaquetas y las
»marcas de ropa estaban bordadas sobre la carne. '¿Me
»amas, di?’ La más joven sonreía llena de anuncios. Bri-
»sas, brisas de abajo resolvían toda la niebla, y ella que-
»daba desnuda, irisada de acentos, hecha pura prosodia. 'Te
»amo, sí’ —y las paredes delicuescentes casi se deshacían en
»vaho.»
117
»articulados, deslizándome sobre la historia mía abandonada,
»y todos los pájaros que salieron de mis deseos, todas las
»azules, rosas, blancas, tiernas palpitaciones que cantaban
»en los oídos, volverán a mis fauces y destellarán con lí-
»quido fulgor a través de mis miradas verdes. ¡Oh noche
»única! ¡Oh robusto cuerpo que te levantas como un láti-
»go gigante y con tu agudo diente de perfidia hiendes la
»carne de la luna temprana! »
118
rece de sentido, la poesía descubre tal ausencia y el poema refleja
el tremendo descubrimiento. En El mundo está bien hecho, los seres,
como en los relatos de Kafka, se apresuran para escapar al destino:
contemplan la noche sobre el bosque, sienten el amor cercano y los
peligros inmediatos. Quieren huir y no pueden; aún temen, aún
confían. Les acucia la prisa y corren. Pero:
— 119
de inmersión en lo abismal la intuición declara cómo es el hondo
sentir del alma; cómo siente y se siente el hombre. Veamos la pieza
titulada En el fondo del pozo (a la cual en la selección de Poemas
mejores preparada por el autor para la colección de Editorial Gredos
se le añade un subtítulo: El enterrado, a fin de declarar terminante¬
mente la sustancia y el sentido del poema). Canta la muerte intuida
en su realidad concreta; no la muerte en abstracto, sino referida al
poeta mismo en carne y hueso. Es tema predilecto de los poetas ro¬
mánticos, y Enrique Gil (entre otros) lo trató con notable delicadeza;
desde él a Aleixandre el cambio es grande y estudiándolo se advierte
la extraordinaria transformación experimentada por la sensibilidad y
el modo de ser «romántico» en los últimos cien años. Dentro de la
poesía española no se había llegado a esta serenidad en el horror, a
esta impasible fijación de lo macabro:
— 120 —
en el libro de prosas se diluye o amortigua en los poemas ulteriores.
Leyendo Pasión de la tierra es más vigorosa la sensación de acceso
a un mundo diferente; de inmersión en un caos que conviene pre¬
servar en toda su rudeza.
Algunos poemas de Espadas como labios parecen muy cercanos
al espíritu que dictó los del volumen anterior. Tal el citado, En el
fondo del pozo, donde se registra (no menos intensa por más depu¬
rada) la tensión de lo extraño y esa especie de alucinación apasionada
característica entonces de la lírica aleixandrina. Tras los esclarecedo-
res comentarios de Bousoño, en su excelente monografía, acerca de
la conjunción identificativa «o», las negaciones imaginativas y otras
peculiaridades de la sintaxis de Aleixandre, no hace falta demorarse
en el análisis de estos extremos, bien estudiados por el crítico, pero
se me permitirá subrayar la exactitud de sus conclusiones, especial¬
mente respecto al diverso valor de la conjunción «o» en la poesía de
Aleixandre, sobre todo en Espadas como labios.
Establecido el variable significado de la «o» en estos poemas, es
fácil comprender las razones que impulsaron a establecer por medio
de ella identidades sorprendentes. La conjunción se emplea con sen¬
tido comparativo para desplazar la atención del lector desde el objeto
nombrado o la realidad designada hasta el nivel imaginativo en donde
parecen transfigurados, conservando su identidad, mas henchidos v
reverberantes de significación por el contacto con esas otras figuras
o realidades incorporadas al verso por el sencillo artificio copulativo.
Con pocos medios logra sugerir las relaciones existentes entre dis¬
tintos órdenes de la realidad y también la equivalencia entre unos
y otros. Todo se funde en estos poemas: lo real y lo irreal, asocia¬
dos en la visión, deben mezclarse también en el poema, y para que
resulte fiel a la intuición creadora tal fusión será tan completa e
inextricable como resulte posible.
El análisis crítico deslinda los elementos de la composición y ave¬
rigua su procedencia, pero, hecho esto, conviene volver a considerar
el poema en su natural con-fusión, absolutamente querida y necesa¬
ria, pues al quitarle su carácter revuelto y su oscuridad, al pretender
explicarlo se está negando la virtualidad de lo conseguido, consistente
en mostrar la natural mezcla de luces y sombras que constituye el
mundo del poeta.
Como indiqué, en Espadas como labios la presencia del amor se
hacía más insistente, más reiterada. Así es, y diríase un presagio,
un anticipo del modo cómo se tratará el tema en la obra siguiente.
El poema «El más bello amor» no deja dudas acerca de cuál sea la
intuición aleixandresca del amor: amor-pasión, amor-llama, amor-
destrucción, amor-fiera. Y, naturalmente, la expresión vale por con¬
servar y trasmutar en el objeto poético la original visión del autor:
— 121 —
Pero me encontré un tiburón en forma de cariño
no no: en forma de tiburón amado
escualo limpio, corazón extensible, ardor o crimen
deliciosa posesión que consiste en el mar.
— 122 —
de la muerte, juzgándola trámite inevitable de la suma integración
deseada. El poeta se acerca a la concepción panteísta del mundo, y
los recursos estilísticos empleados para expresar su intuición del
tránsito sirven para subrayar peculiaridades interesantes. Este Naci¬
miento último se realiza en la lucidez y la alegría. La reiteración
del adjetivo lo sugiere suficientemente:
— 123 —
La estación intermedia
124
¿De dónde llegas, de dónde vienes, amorosa forma que siento respirar,
que siento como un pecho que encerrara una música,
que siento como el rumor de unas arpas angélicas,
ya casi cristalinas como el rumor de los mundos?
¿De dónde vienes, celeste túnica que con forma de rayo luminoso
acaricias una frente que vive y sufre, que ama como lo vivo?
— 125 —
¡Ven, ven, muerte, amor; ven pronto, te destruyo;
ven, que quiero matar o amar o morir o darte todo;
ven, que ruedas como liviana piedra,
confundida como una luna que me pide mis rayos!
— 126 —
tablemente de amargura y tristeza; la «Canción», si triste, no es
amarga. La muchacha muerta no se corrompe; es agua y fresca
orilla:
— 127
quiera este exceso de imitadores y vulgarizadores consiguió empañar
la calidad de los aciertos alejandrinos, y los poemas de Sombra del
paraíso no perdieron, en los catorce años transcurridos desde su pu¬
blicación, nada del primitivo fulgor.
Se trata de un libro unitario, sólidamente trabado, y aunque ya
lo estuvieran los anteriores, en el sentido de no ser simples colec¬
ciones de poemas sino conjuntos organizados en torno a dos o tres
grandes temas, en esta obra la coherencia y (si cabe decirlo) la siste¬
matización, son más completas, pues a la unidad de sustancia se
junta la unidad temática. Los poemas presentan diversas facetas y
pormenores de una sola visión: la del Paraíso recordado desde la
nostalgia de su irremediable pérdida.
La nostalgia es un estado de ánimo desde el cual lo evocado se
beneficia de una luz embellecedora. Los poemas de Sombra del pa¬
raíso destellan, porque los objetos poéticos son de por sí irradiantes,
luminosos y duros como piedras preciosas. El poeta va cantando las
imágenes de su visión y también el escenario, el lugar con su paisaje
natural, que es de hermosura incontestable, pero no idealizada, sino
dependiente para el hechizo de una precisión en el detalle capaz de
transmitir al lector, en toda su rica y hormigueante pululación, el
espectáculo descubierto por la imaginación del poeta.
La visión poética es completa: extensa, incluyente y detallada;
el paisaje visionario es, a la vez, natural y bellísimo. Pero, además,
la acuidad de la visión produce el natural efecto de situar personaje
y figuras en su verdadera perspectiva y con su bulto propio. Todo
resalta con el necesario relieve y la justa proporción, dentro de una
corriente lírica continuada que fluye con ritmo inalterable, fecun¬
dante y segura de sí y de los manantiales donde se alimenta. La plas¬
ticidad del objeto poético forjado con tan resueltas y exactas formas,
destaca con plenitud de eficacia en la atmósfera luminosa del poema,
y una vez más esa luz es la adecuada para expresar la realidad que
se pretende cantar.
Paraíso: triunfo de la luz, mundo tejido de luz, exigía para ser
expresado esta dicción transparente, esta claridad y tersura de la pa¬
labra acorde con la visión desencadenante del poema. Pero la clari¬
dad expresiva, la palabra sencilla y su derivada transparencia pueden,
en algún caso, resultar engañosas; el sentimiento sigue en lo hondo
y para llegar a él es preciso que la lectura alcance a los varios pla¬
nos de significación en que se mueve la imaginación creadora.
El camino hacia la luz estaba trazado en la obra anterior de
Aleixandre, y podía suponerse cómo iba a evolucionar su poesía, pero
no la rapidez del tránsito. Aparte de razones interiores, dependien¬
tes, según acabo de indicar, de la distinta calidad de la visión reco¬
gida en el poema, probablemente influye en el cambio la presencia
— 128 —
de la nueva generación, la llamada de 1936, que con libros como
El rayo que no cesa, de Miguel Hernández, y Abril, de Luis Rosales,
entre otros, declara desde el comienzo su preferencia por la claridad
expresiva. Sería curioso estudiar la influencia de la promoción joven
sobre los poetas de 1925 y me propongo intentarlo algún día, pero
en este momento me limitaré a señalarla como una de las causas
confluyentes al cambio observado en la actitud de Aleixandre.
Sombra del paraíso no es una ruptura con lo anterior; intenta
ser y es una superación. Estudiando la poesía de Gerardo Diego
mostré cómo hay en él una doble o triple corriente de creación,
que le permite explotar alternativa (y a veces simultáneamente) la
veta aventurera y la veta tradicional. En Aleixandre no encontrare¬
mos esa duplicidad; la evolución es lineal: parte del mundo sencillo
y poco problemático de Ambito para lanzarse al abismo en Pasión
de la tierra, vivir el mundo convulso de Espadas como labios, y
desde él, a través del agónico La destrucción o el amor, y el desola¬
do Mundo a solas, llegar a la claridad de Sombra del paraíso, sos¬
tenida en Historia del corazón. Itinerario sin enigmas; en algún
instante reaparecen recursos y técnicas correspondientes a anteriores
etapas de creación, pero en general unos y otras se ajustarán a las
intuiciones del momento.
La coherencia de Sombra del paraíso hace pensar en una visión
continuada, casi (si es posible utilizar locución tan inexacta) en una
visión con argumento. Pues las figuras de este ámbito radiante exis¬
ten animadamente y componen en su conjunto una armoniosa y mo¬
viente trama hacia la cual el lector se siente atraído, seducido y con¬
quistado.
Dámaso Alonso, estudiando el mundo revelado en este libro, lo
califica justamente de auroral, y destaca un dato interesante para
entender la actitud creadora de Aleixandre: la Ciudad del Paraíso
cantada en el poema es Málaga, y su río el de la niñez del autor: «es
la infancia azul del propio poeta elevada a andaluz paraíso» \ Y aña¬
de: «El cansancio del mundo lleva los ojos hacia la infancia del
mundo; el cansancio del hombre le hace mirar hacia su infancia re¬
mota como hacia un paraíso lejano.»
Respecto a lo primero, baste decir que al imprimir en Málaga
(1952) una selección de poemas «paradisíacos», reconoció Aleixan¬
dre la influencia sobre ellos del paisaje y la ciudad natal. Sin duda
la visión alucinada y radiante de Sombra del paraíso operaba par¬
tiendo de una realidad, y por ser la de la infancia que a ojos del
adulto se presenta como paraíso perdido, forjó el impulsó precipi-
— 129 —
9
tante del poema. Tal es la opinión de Dámaso Alonso, y me parece
incontrovertible, tanto en tesis general como referida al presente caso.
El gran tema de Sombra del paraíso es, pues, una aurora, y más
específicamente: «la» aurora. «Canto de la luz desde la conciencia
del paraíso», dice el autor. La imagen del enterrado es sustituida
por la menos truculenta (pero no menos «romántica»), y probable¬
mente más exacta, del desterrado. Aurora deshabitada, reducida a
las fuerzas elementales; también vista y vivida por el hombre, que
se recrea en su hermosura y goza de cuanto allí se revela y destella.
Como he dicho, el desarrollo del poema, o de la serie de poemas
que constituye el volumen (pues pudiera parecer exagerado recalcar
su carácter unitario hasta el punto de considerar las distintas com¬
posiciones como fragmentos de una más amplia que les da pleno
sentido) es armónico: expresa la radiante belleza inicial, su trans¬
formación por la mirada del hombre y la toma de conciencia, por
éste, de su destino.
No solamente es el libro más ambicioso de Aleixandre, sino el
más continuado en el acierto; parece como si la intuición hubiera
ido ganando claridad y profundidad a medida que el poeta la expre¬
saba a través de la palabra. El poeta quiso abarcar en su obra el cos¬
mos, y como, por fortuna, su mente no es filosófica, sino de confor¬
mación estrictamente lírica, hubo de remitirse a la transcripción y
transfiguración de sus visiones. Así venía haciéndolo en libros an¬
teriores, pero en Sombra del paraíso exigencias de claridad compues¬
tas por el tema le forzaron a mayores y más operantes precisiones.
Continuaciones
— 130 —
Quiero destacar estas líneas, porque, escapadas del alma, «ayes
del alma» exactamente, si acaso disuenan al compararlos con otros
poemas del volumen (aun cuando no por su tono, ni en su acento),
corroboran la impresión de que, en todo instante y en cualquier
circunstancia, Vicente Aleixandre siente la necesidad de cantar el
amor, de vivir el amor en la poesía.
Nacimiento último es libro menos unitario que los restantes del
autor. Está compuesto por tres series de poemas agrupados según
el tema o el motivo inspirador, y por unas cuantas poesías sueltas.
Según vimos al comentar un poema de Espadas como labios,
Nacimiento último significa morir. La primera parte de este libro
la integran trece poemas en donde vuelve a expresar la emoción de
la muerte y la intención de esa trasvida cantada anteriormente en
diversas formas. Una de las composiciones se titula «El enterrado»;
otra «Los amantes enterrados», otra «El muerto». En la brevedad
de esta serie puede repasarse el índice de preocupaciones alejandri¬
nas en torno al tema.
En diferente sección se incluyen cinco poemas paradisíacos, es¬
critos desde el mismo estado de ánimo y con idéntico espíritu a los
perceptibles en sus hermanos de Sombra del paraíso, obra a la cual
se incorporarán, probablemente, en ulteriores ediciones. Nueve Re¬
tratos y dedicatorias son testimonio de admiración y homenaje a
poetas y amigos. Poemas «de circunstancias», responden en general
a lo que de tal género se espera.
Estos libros corresponden a momentos en que la creación artís¬
tica se produce como continuación de estímulos cuyo mejor zumo
quedó en poemas anteriores, o bien responden a incitaciones espo¬
rádicas, sin el aliento y la tensión logrados por los grandes temas
de las obras mayores. No es en ellos, salvo alguna composición ais¬
lada, donde se encuentra el mejor Aleixandre.
— 131 —
suprema del amor: es inmortalidad.» El amor, plenitud de vida, col¬
mando el corazón del hombre y haciéndole desear la muerte para
perpetuar el instante de esa plenitud, para hacer irrevocable la po¬
sesión.
Si Pasión de la tierra registra el descenso del poeta a los infier¬
nos, en Historia del corazón hay indicios de su (metafórica) subida
a los cielos. Tras la palabra y la imagen se presiente un rumor, una
fragancia imprecisa; se presiente la cercanía de un continente invi¬
sible de donde llegan señales, parcialmente indescifradas, quizá in¬
descifrables, mas cuyo origen adivinamos al ver el aura que las rodea.
En este libro Aleixandre ha querido «contar la pura emoción»,
como decía Machado, y no unas cuantas anécdotas más o menos re¬
veladoras. Por eso el tejido de los poemas está labrado con el hilo
de las emociones, y, aunque las concurrentes a formarlos fueron di¬
versas, el resultado es armonioso, diferencias y sombras se resolvie¬
ron en una instancia superior, la intuición; cristalizadas y vivas en
la palabra se proponen a nuestro deleite.
Infierno y cielo están dentro del hombre; los encuentra en sí
mismo. El impulso hacia la altura es tan natural como el de sondear
las profundidades, deseamos conocernos íntegramente y pensamos
que en esas zonas, oculta por el deslumbramiento de la luz o la ti-
niebla, pudiera hallarse la clave. (Entre deslumbramiento y tiniebla
encontró Aleixandre el camino de la poesía.) Y ¿por qué primero
el infierno? Antonio Machado responde: «Cuando el poeta ha ex¬
plorado todo su infierno, tornará, como el Dante, a 'rivedere de
stelle’; descubrirá, eterno descubridor de mediterráneos, la maravilla
de las cosas y el milagro de la razón» 5.
Ya he dicho que Aleixandre es, por encima de otras considera¬
ciones, poeta del amor. Pero quizá nunca lo fue tan absolutamente
como en Historia del corazón (1954), cuyo título (utilizable para su
obra completa) dice con exactitud cuál va a ser el tono de la obra.
Tono de temperatura lírica, confidencial y a veces secreto. Aleixan¬
dre quiso expresar en el poema los descubrimientos del corazón;
quiso «comunicar» —según él dice— lo más suyo y entrañable,
para así entrar en el lector y hacerle suyo al entregársele.
No estará de más un breve paréntesis para esclarecer el sentido
de la palabra «comunicar», pues disiento de Aleixandre y creo que
poesía no es comunicación, ni tiende, en cuanto poesía, a tal efecto.
Para comunicar, con la prosa basta. La poesía importa como expre¬
sión de una intuición; no como transmisión de un estado de ánimo
que, en sí, importa poco al lector. Un joven crítico, Jaime Gil de
Biedma (y antes que él un poeta también joven: Carlos Barral),
— 132 —
formula «una salvedad inicial: en muchos casos, quien afirma que
la poesía es comunicación sólo pretende afirmar que la poesía cum¬
ple primordialmente una función comunicativa; me parece que tal
es el caso de Vicente Aleixandre: la poesía es, para él, comunicación.
Aleixandre habla como poeta y lector, y lo que dice es una verdad
personal, no una verdad crítica» 6.
Si Aleixandre emplea el verbo comunicar en el sentido de «de¬
cirse», la expresión es admisible; pero si comunicar se entiende
como transmisión de experiencias, el término, aplicado a la lírica,
deberá recusarse, pues la poesía no es suma de vivencias sino ex¬
presión de intuiciones sugeridas por ellas. El poema es una realidad
de cierto orden, un objeto creado con palabras, y su valor depende
de la calidad de la expresión, con independencia, claro está, de la
intensidad y la sinceridad de la experiencia.
Entendamos, pues, que la obra de Aleixandre es una confesión
urgida por el deseo, por el ansia de alcanzar y herir al posible des¬
tinatario del poema. Pero ese carácter no bastaría para conseguir el
fin propuesto. En Historia del corazón la confidencia es más direc¬
ta, pero si de verdad impresiona, es porque el poema, el objeto
creado partiendo de la vivencia, es capaz de suscitar determinadas
impresiones de carácter estético. Es un claro juego de equivalencias
entre vivencia-palabra-vivencia, con la intuición como mecanismo
aprehensor y transformante.
En el último libro de Aleixandre ese juego se logra. Su dicción
poética resulta apta para cantar el tema amoroso. El versículo es
como un río de curso lento y permite la insistencia en busca del
matiz, la fluidez y abundancia en las precisiones, interrogaciones,
asombros...
Historia del corazón, como todos los de Aleixandre, es libro de
movimientos elementales, pero, a diferencia de los demás, en él la
visión fue reemplazada por el recuerdo; la imaginación cedió a la
memoria, aunque la remembranza sea imaginativa y tienda a vivir de
su propio fuego, al modo que en los poemas de otra época la ima¬
ginación arrancaba y se nutría de la memoria. Y como los recuerdos,
o al menos ciertos recuerdos, coinciden más fácilmente que las ima¬
ginaciones con los de otros hombres, esta obra (según declara el
autor en nota antepuesta a la selección de Gredos) es la que «en
más varios, repartidos y diferentes y hasta contrapuestos corazones
ha resonado». No me sorprende, pues tengo vivo el recuerdo de mi
primera lectura y sé con cuánta fuerza impresiona la penetración del
poeta en el mundo mágico del amor. Y me pregunto cómo no in-
— 133 —
cluyó entre sus «poemas mejores» el titulado «El sueño», semejante,
por la cruel y delicada lucidez de la intuición, a los pequeños poemas
de Charles Baudelaire y a ciertas páginas de Rainer María Rilke, sin
dejar por eso de ser genuinamente aleixandresco. Veamos:
— 134 —
ción del poeta elementos procedentes de ciertas lecturas. No en el
sentido de lo que suele llamarse, con bastante tosquedad, «influen¬
cias», sino originados en la asimilación inconsciente de hallazgos de
un clima que armoniza con el adecuado para expresar las intuiciones
del poeta. Harto se sabe que la obra de arte, cuadro o poema, es¬
cultura o sonata, puede constituir una vivencia tan legítima y ope¬
rante como cualquier otra.
La coincidencia en la actitud y el modo del sentimiento es causa
de la observada en la atmósfera del poema, como apunté al hablar
del aire de familia entre el comentado y algún fragmento de Baude-
laire y Rilke. La poesía de Aleixandre se acerca a la de ellos por la
sensación de melancolía y secreto que producen las imágenes esco¬
gidas. El poema entraña descubrimientos inesperados, pues la clari¬
dad del lenguaje no hacía sospechar la sorpresa, y menos la reve¬
lación.
En unos cuantos poemas de este libro Aleixandre alcanzó a decir
con belleza y relieve el sentimiento amoroso. Encontró en su corazón
algo digno de ser cantado y acertó a expresarlo en la forma ade¬
cuada, con imágenes exactas y sugestivas, con palabra limpia y sen¬
cilla. Hay páginas en Historia del corazón donde el verso corre,
inspirado y palpitante, desde el corazón del poeta al corazón del lector.
EL CONTACTO SURREALISTA
n
MAURICIO MOLHO
— 139 —
dos. A veces, una larga frase que se aleja hasta agotar el aliento de
un pecho humano. Ningún balbuceo en Aleixandre. La intensidad
de su poesía-lenguaje rompe todas las barreras. El poeta se sentirá
pronto hundido en un universo que el mismo ha creado, que le debe
la existencia y al que sólo le une, sin embargo, los tenues hilos de la
generación verbal. La Creación toma a veces apariencias terribles de
fiera enloquecida, y despliega a la faz del hombre toda su violencia
hostil.
«Si saliéramos, si nos perdiéramos en el bosque, encontraríamos
la luna cambiando, ajustando a la noche su corona abolida, prome¬
tiéndole una quietud como un gran beso. Pero los arboles se curvan,
pesan, vacilan, y no me dejan fingir que mi cabeza es más liviana
que nunca, que mi frente es un arco por el que puede pasar nuestro
destino. ¡Vamos pronto! ¡Avivemos el paso! ¿No ves que si te re¬
trasas las conchas de la orilla, los caracoles y los cuentos cansados
abrirán su vacilación nacarina para entonar su vaticinio subyugante?
Corramos antes que los telones se desplieguen, antes que los pelos
del lobo, que el hocico de la madriguera, que los arbustos de la cata¬
rata se ericen y se detengan en su caída. Antes que los ojos de este
subsuelo se abran de repente y te pregunten. Corramos hacia el es¬
panto.»
Las palabras reivindican aquí su soledad, su arisca independen¬
cia; el poeta se apodera de esas aves salvajes y las echa a volar.
Sorprendidas de encontrarse juntas, hilvanan el poema. El lenguaje
se destruye, se derrumba, y surge de nuevo, caótico, en el grito, en
el estertor del hombre que descubre por primera vez la palabra, ató¬
nito trueno, piedra puntiaguda, en su ensangrentada boca. Poesía
de una maravillosa impureza, granítica, hiriente y dolorida.
Nos encontramos en el umbral de la prehistoria. La poesía de
Vicente Aleixandre cristaliza en una especie de adanismo oscuro,
que abraza la inmensa rueda de las cosas creadas, en la soledad del
hombre puro. Adán no puede concebir un más allá separado de su
vida, de la vida de su cuerpo. Vislumbra a lo lejos las fronteras del
tiempo y dentro de ese tiempo vivido, respirado por él, erigirá el
Paraíso recobrado. Algún poeta —Gérard de Nerval— se adentra,
viviendo, en la muerte, en un más allá incorporal, nebuloso, sem¬
brado de estrellas. Pero Aleixandre se mueve en sí sobre la dura
tierra y despierta a la existencia. Se siente aún cercana la presencia
del Jardín: «Lo ignoro todo. No quiero saber si el color rojo es an¬
tes o después, si Dios le sacó de su frente o si nació del pecho del
primer hombre herido.» Y otra vez: «No me entiendo. Juego a cie¬
gas.» ¡Divina ignorancia de Adán! Ese jugar a ciegas, a la tremenda
luz de los ciegos, sin otra ayuda que un deslumbrante universo ame¬
nazador, es el gran As de la baraja humana.
— 140 —
El paraíso no es ya más que una reminiscencia prenatal. Sólo le
queda al hombre el gozo de ser, unido a una intensa congoja. Las
imágenes surgen en su cerebro todavía salvaje; el recuerdo de la
realidad perdida se engarza con la realidad presente, agria, inflexible.
Las cosas no son ya como eran. ¡Dolorosa agonía! En la poesía de
Vicente Aleixandre la negación cobra un valor de angustioso re¬
cuerdo, y bajo el imperio de ese pasado abolido se transforma en po¬
derosa afirmación de la irrealidad de las cosas presentes.
«Esos ojos de frío no me mojan la espera de tu llama...
Las nubes no salen de tu cabeza, pero hay peces que no res¬
piran...
Se sabe que el hielo no es piel, que la frontera de todo no cede
ni hiere...
Del cielo no desciende aquel inmenso brazo prometido, aquel
celeste resultado que al cabo consentiría a la tierra un equilibrio so¬
bre su coyuntura. Calor de Dios.»
A veces, la reminiscencia parece un deseo confuso, teñido de me¬
lancolía:
«Si existieran corazones, llorarían. Si la sangre tuviera ojos, las
pestañas más lentas abanicarían la ida. No golpea el horizonte, por¬
que puede quedarse...»
Es un salto en el sueño, y con el delirio onírico se mezclan
briznas de profecía muerta. La memoria de una vida anterior, que
no era vida, sino una lenta germinación del ser a la luz y al calor
de Dios.
Este partirse de Adán entre lo que es y lo que ya no es, y lo
que ha de reconquistar es su verdadera Pasión. Desgarrado entre esos
tres polos, abre sus brazos crucificados.
Pero sólo en el amor alzará la pasión su llamarada más alta. Se
convertirá en hoguera purificadora.
Adán hace suyo el pecado original; le arrebata su secreto, le
arranca su esencia de pecado y extrae de él todas sus profundas
consecuencias. Pero ese amor, ¡qué balbuciente aún en Pasión de la
tierra\ Nace del contacto con las cosas y se encarna en la palabra del
poeta, en La destrucción o el amor se convertirá en la conciencia
misma del hombre, en su más alto deseo de afirmación entre las
criaturas. Aquí, en este libro, se presenta todavía como una intui¬
ción, como un inmenso anhelo de unión se ha apoderado del alma
—sin saberlo el hombre quizá— y la criatura, toda temblorosa, se
ve precipitada en el torbellino de las cosas creadas. El amor le in¬
funde el sentido de la vida y arranca a su ser naciente el gran grito
de la existencia: «Todo menos no nacer.» Gracias al pecado, que
una Serpiente fatídica había grabado en el corazón del hombre, la
creación entera se estremece, agitada por un soplo amoroso. El Pe-
— 141 —
cado hecho carne vibra intensamente en el alma de las cosas. El ár¬
bol, el pájaro, el mar y las peñas, la hoja de hierba movida por el
viento, la gota de rocío que se posa en la flor, toda la naturaleza
repite apasionadamente, la voz casi muda: «Te amo, te amo, no te
amo...» , , c
Y de pronto el terror de la muerte, precio del amor, bl amor
es perecedero como la vida, porque es la vida misma, la maldición
que cayó sobre el hombre desterrado del Paraíso. Mientras la crea¬
ción murmura, embriagada, palabras de amor, la Serpiente sigue
desde lejos mezclando su lúgubre estribillo a la melodía del mundo.
El amor, la muerte, se abrazan en la pasión del Adán desgarrado.
Si el paraíso existe; si alguna vez fuera dado al hombre reconstruir¬
lo, sólo sobre la tierra podría hallarlo, en los repliegues de su. alma,
en el fondo mismo de su ignorancia. Pero la destrucción germina ya
en el alma humana, como una gran sombra del amor. La maldición
comienza a obrar oscuramente desde aquel instante en que de la
boca del hombre se exhalan las primeras palabras de amor.
Vicente Aleixandre presiente de una manera extraña el fin de su
jornada en la tierra, de su residencia, como dirá otro poeta. La muer¬
te, el asesinato, largamente premeditado de la criatura, son el térmi¬
no y el coronamiento supremo de la pasión. «La muerte o antesala
de consulta»:
«Iban entrando uno a uno, y las paredes desangradas no eran de
mármol frío. Entraban innumerables y se saludaban con los sombre¬
ros...» El desfile de los humanos se hace cada vez más atroz en ese
reducto polvoriento, que es la tierra a la hora de la muerte. Las co¬
sas se alejan y no queda más que una cortina de humo que se vuelve
sangre. Las palabras de amor, que antes manaban de los hontanares
del ser, se musitaban ya a flor de labio: «¿Me amas, di?» La más
joven sonreía llena de anuncios. Brisas, brisas de abajo resolvían
toda la niebla, y ella quedaba desnuda, hecha pura prosodia. «Te
amo, sí», y las paredes delincuentes casi se deshacían en vaho...
Una lágrima. Moscas blancas bordeaban sin entusiasmo. La luz de
percal barato se arrinconaba por los rincones... «El amor es una ra¬
zón de Estado.» El amor pierde su violencia, se marchita como una
planta vieja. La hora grande se acerca, se insinúa maligna en todos
los corazones, y un grito escapa de ese pecho humano agostado por
la vida, que la respiración ha roído por dentro hasta hacerlo ridicu¬
lamente pequeño y miserable: «¿Dónde encontrarle, oh sentido de
la vida, si ya no hay tiempo?» ¡Qué lúgubre este poema de la muer¬
te, y al mismo tiempo qué extrañamente cómico! Los moribundos
acarician al amor con sus manos fláccidas, como si fuera un último
juguete. Y es su vida entera lo que acarician, su pasión perdida,
irremediablemente perdida en la tierra. Ignoraron el éxtasis y su
— 142 —
radiante luz. Sólo conocieron la dolorosa angustia, el anhelo sin fin
bajo la cólera divina. ¡Qué miseria! Y, sin embargo, aún podrá
leerse en el último fulgor de sus ojos desorbitados, el grito de Adán:
«Todo menos no nacer.»
¡Qué salvaje desnudez en este Adán pensado y vivido por Alei-
xandre! Su desamparo se transfigura en fe luminosa, su desespera¬
ción en esperanza. Pero el juego no pierde por eso su tensión trágica,
porque se juega a partir de la nada: la Pasión devuelve al hombre
sus atributos de Dios. Adán abarca la tierra con toda la fuerza de
sus miembros desnudos. La destrucción y el amor indistintamente
mezclados, materia bruta de la vida, pugna aquí por encontrar la
luz, la salvación del éxtasis en un paraíso de llamas y viento. Pasión
y no Residencia. El hombre de Neruda tiene la carne podrida bajo
sus vestidos; exhibe su sufrimiento, o mejor su odio, en medio de
un universo en que ha dejado de creer. La creación no es para él
más que un río arrollador de agua sexual, que arrastra en sus remo¬
linos la desesperación humana, la trágica obligación de existir. Y la
vida del hombre se precipita al fin en un gran mar mortuorio, en la
aniquilación total de la materia.
Pasión de la tierra es la rebelión del hombre primero, que no se
resigna a doblar la cerviz bajo el yugo de una materia huérfana de
amor. Vicente Aleixandre sorprende en el clamor de Adán la chispa
de su llama futura. Un relámpago ha incendiado sus ojos abiertos
por primera vez. La noche, como un enorme continente rodeado de
luz, se tiende sobre la creación. Pero Pasión de la tierra envuelve en
su insumisión violenta una cálida afirmación: «La luz que no da¬
ñaba...» La trágica luz negra del sol de Adán alumbra esa tierra
esponjosa, toda brazos para ahogar la vida naciente. El hondo calor
del paraíso vive, centella casi apagada, en el corazón del hombre. Al
temblor de esa llama precaria, que el poeta alimenta echándole en
pasto toda su vida, encenderá un fuego vibrante que abrasará el
universo e irisará a lo lejos el sol de su perdido paraíso.
143 —
CARLOS BARRAL
MEMORIA DE UN POEMA
144 —
texto leído de nuevo. No pretendo someter al poema a esa prueba
(por otra parte tan segura) de la relectura a distancia sino más bien
comprobar de qué orden es su resistencia al olvido, con qué otros
datos limita. Sé de antemano que no son sus cualidades formales,
no su sola imaginería ni sus ritmos, los que lo dotan a mis ojos de
esa persistencia singular; lo sé no sólo porque una y otros desbor¬
dan del poema, puestos de relieve en forma parecida en otras piezas
de Espadas como labios y de La destrucción o el amor, sino porque
no es corriente que una página de un autor al que hemos leído
bastante se inscriba preferentemente en la memoria sin otra causa
que esas solas cualidades, a no ser que hayamos hecho sobre ese
autor, sobre esos textos, un consciente esfuerzo crítico, una lectu¬
ra sin colaboración. Lo sé además por encima del análisis, y adi¬
vino que la razón de su fijeza radica en la naturaleza de la situación
aludida, en la atmósfera de lo narrado. Y, en efecto, según provoco
el recuerdo hablando del poema, se me declara la zona de la me¬
moria en que se aloja: otras imágenes y otras lecturas aparecen, y,
en el fondo, confusa, la idea de una cierta sociedad, de unas acti¬
tudes y unas costumbres puestas al vivo por el sarcasmo. El recuer¬
do de El vals suscita el de ciertos pasajes de Proust (esa risa que
sale del esternón como una gran batuta hace resonar, por ejemplo,
las carcajadas militares del gran duque Wladimiro ante el ridículo
incidente de Mme. d’Arpajon en el salón de Guermantes) o del es¬
caso Musil que conozco. En definitiva, que se me representa como
lo más probable que los elementos que han determinado mi prefe¬
rencia por el poema, su persistencia en la memoria, hayan sido de
naturaleza extrapoética, residan, sobre todo, en la vivacidad de la
experiencia de la que el poema parte. Y ¿cuáles son esos elementos?
¿En qué consiste la virtud evocadora de lo que en principio parece
una mera descripción, a modo de violento aguafuerte, de un hecho
mundano, de una situación al parecer indiferente? Probablemente
en la rareza del punto de vista y en la circunstancia de que sea
muy parecido al que ahora, casi treinta años después, busquemos
buena parte de los escritores y lectores de mi generación en la poe¬
sía de nuestro tiempo.
El vals, aun refiriéndose a una sociedad que no corresponde a
la biografía del poeta, es un poema fundamentalmente basado en
una experiencia social, un poema «social», digamos, usando de un
término al que la crítica y la poética de nuestros días han dotado
de un sentido impreciso aunque lleno de buena voluntad. Claro es
que en cualquier caso, la designación común salva enormes dife¬
rencias de intención y de matiz, y que objetivamente El vals se pa¬
rece muy poco a los poemas que calificamos —aunque sea impre-
— 145 —
10
cisamente— de sociales en literatura contemporánea. La semejanza
es, sobre todo, de actitud, se apoya en la especialidad del acto mo¬
ral que se operó, antes del poema, sobre los datos de la experiencia
real o imaginaria que iba a darle tema. El vals es una representa¬
ción cruel de un hecho social, de una escena de costumbres, en la
que —a diferencia de lo que ocurriría si se partiese de una actitud
satírica— el poeta se reconoce, se siente participar. El sarcasmo,
la simpatía y hasta la ternura se insertan en el poema desde dentro;
el acto moral, la repugnancia por el hecho mismo —en este caso
representados por el tono delirante y ácido de la pieza— se le apli¬
can desde fuera, a manera de juicio intelectual. Y ésa es con mu¬
cha probabilidad la disposición más válida, tal vez el punto de par¬
tida más frecuente de la poesía social en una sociedad de tradición
cultural burguesa como la nuestra (en tanto que el poeta de extrac¬
ción y de formación burguesas suele ignorar que la suya es «tam¬
bién» una experiencia de clase). En un mundo como el que acos¬
tumbramos a vivir los escritores españoles, la poesía social se ca¬
racteriza por el hecho de que las circunstancias sociales del poeta
hayan dejado de ser circunstancias de su poesía para convertirse en
materia de experiencia, en tema mismo de aquélla, y se califica
en razón de la idea del mundo y de la sociedad que el poeta, en
tanto que intelectual o que mero hombre político, sostiene. En este
sentido, en relación con el punto de vista que configura su tema,
me parece El vals un poema social a la manera como lo son los
mejores de estos últimos años, aun a conciencia de que ni su inten¬
cionalidad ni su tono lo hacen semejante a ellos. Pero la coinci¬
dencia, intuida desde las primeras lecturas, basta a explicar su ex¬
traña prevalencia ante un lector de mi generación, su huella más
profunda en la memoria. Me gustaría suponer que cuando —día
ha de llegar— el complejo de elementos a que aludimos todos al
usar el calificativo «social» se haya establecido como constituyendo
una de las dimensiones naturales de nuestra literatura poemas como
El vals ganarán en su papel de precedentes.
Pero esto no es todo, naturalmente. No bastaría para que mi
preferencia por este poema de Aleixandre se hubiera afianzado a
través de los años el que yo le hubiese atribuido más o menos a
tientas una función —que con toda certeza no le conviene única¬
mente— de descubierta hacia lo que había de ser objetivo princi¬
palísimo de la poesía joven contemporánea. Era necesario que más
sólidas cualidades propiamente poéticas —de oficio y de acierto—
lo hicieran capaz de resistir la repetida prueba de la relectura, lo
convirtieran en inexpugnable frente a los frecuentes cambios de cri¬
terio, de gusto y de principios que gobiernan la juventud de un
lector. Era preciso, sobre todo, un acierto de economía literaria, de
— 146 —
proporción de elementos, porque de ese tipo son los aciertos que
mejor se recogen en el recuerdo. Y en efecto, es El vals magistral
en este aspecto. La figura rítmica del poema es como una perfecta
parodia del vértigo narrado en la que vivacísima sucesión de imá¬
genes asalta la imaginación al modo de un paisaje visto desde un
centro en rotación, más rápido progresivamente, y hacia el que con¬
vergen, acercándose, las actitudes y las cosas. A partir de un cierto
pasaje: Pero el vals ha llegado. / Es una playa sin ondas, las imá¬
genes cada vez más deslabazadas y más teñidas de erotismo y de
abandono nos conducen al estallido final, a esa explosión de la ca¬
beza: las ventanas en gritos / las luces en socorro, que acabarán de
un golpe, como el cese de la música y el movimiento, de un solo
golpe el poema en un verso ex abrupto que se escondía en el centro
de la espiral última y más cerrada: Yo os amo. Y hay en todo ello
un delgado análisis de las reacciones que la situación propone, un
uso extremadamente objetivo de la experiencia y un sabio aprovechar
todos los elementos que hacen a mis ojos de El vals un gran poema.
Sí, ciertamente, bastarían estas cualidades para que yo lo recordase
de modo singular y para que mantuviese por él una marcada prefe¬
rencia. Mis razones de historia literaria no son desde luego nece¬
sarias; sin embargo, deben de tener una función (hablo de mí) y
alguna importancia. Pienso que al autor pueden no parecerle vale¬
deras y pienso que podrían hacerle fruncir el ceño. Pero a Aleixan-
dre no, que es el hombre de letras más generoso que conozco.
— 147 —
,
.
V
TEMAS ALEIXANDRINOS
CONCHA ZARDOYA
— 151
Universo: vive cósmicamente y su centro es el mismo del mundo,
con el cual coincide y se identifica, hallándose biológicamente can¬
doroso, en biológica inocencia, mas sin llegar a perder del todo
—-en algunos poemas especialmente— su conciencia (dolor, amor, de¬
leite, angustia) de hombre maduro que ha pasado por la vida y
puede mirar atrás.
Desde este suelo anegado de llantos —«calado de lágrimas has¬
ta el meollo», como decía Iván Karamazoff—, Aleixandre asciende
o, por mejor decir, retrocede hasta aquel Paraíso que, por otra par¬
te, tampoco recuerda la Hélade, porque Grecia es enormemente li¬
mitada, y el suyo es viva imagen del Universo, además de suprema
aspiración del hombre. (Con esto no queremos significar que los
paisajes clásicos fueran impecables y alegres, pues también nos llega
de Grecia el cansancio de vivir, el dolor de la existencia. Varios fi¬
lósofos dijeron, poco más o menos: «Lo mejor de todo fuera no
haber nacido y no ver los rayos del luminoso sol; pero ya que se
ha nacido, lo mejor es pasar lo antes posible la puerta de Hades y
yacer allí después de haber hecho descargar sobre sí un buen mon¬
tón de tierra.» Este indudable pesimismo griego —que existe, pese
a muchos lugares comunes contrarios en circulación— no aparece,
sin embargo, en Sombra del paraíso, que, según luminoso dictado
de Dámaso Alonso, es «la pura visión de la limpidez anterior a
toda la tristeza, de lo eternamente impoluto..., un grito calcinado
hacia esa claridad, hacia esa virginalidad, es todo el libro»l. Ni
tampoco la siringa de Pan deja oír sus sones bajo las frondas de
este Paraíso, ni las ninfas retozan con los faunos, ni los jóvenes dis¬
cóbolos ascienden al Olimpo.)
Stefan Zweig decía que la tradición es una muralla de piedra
hecha de pasados que ciñe al presente; muralla que habrá de saltar
quien tenga anhelo de futuro, pues la Naturaleza no tolera altos
en el conocer y, aunque aparentemente quiere el orden, en el fondo
sólo ama a quien pasa sobre éste para crear uno nuevo. Ella misma
es la que engendra en unos pocos, por plétora de fuerzas, a esos
conquistadores que abandonan las tierras familiares del alma para
lanzarse a los oscuros océanos de lo desconocido en busca de zonas
nuevas del corazón, de nuevos mundos del espíritu. A no ser por
estos audaces transgresores, la Humanidad viviría prisionera de sí
misma, encerrada en un círculo sin escape. Así, sin temor a la exa¬
geración, no vacilaríamos en considerar a Vicente Aleixandre como
uno de estos transgresores, como uno de estos grandes soñadores, sin
los cuales la Humanidad no entrevería nada de su profundo sentido,
pues es un poeta desmesurado que no se detiene ni se detendrá ante
— 152
ningún límite. Si en la vida física se ve obligado a permanecer es¬
tático, en la empresa del espíritu es uno de los más osados e infa¬
tigables navegantes. El cielo es tan necesario como la tierra. Y ya
ha traspasado los límites normales. La primera frontera que ha atra¬
vesado Vicente Aleixandre, el primer horizonte nuevo que nos abre,
es el mundo originario, dándonos una visión novísima y única de
la infancia cósmica y del génesis, descubriéndonos un infinito de
tierras, de paisajes y de nuevas sensaciones.
Para casi todos los poetas, el amor halla gloria, armonía y nive¬
lación en el instante en que se enlazan los sentidos y el alma, en
que los sexos se disuelven en un sentimiento divino, sin dejar poso.
En el poema clásico, el amante es feliz si alcanza lo que apetece,
desdichado si se le rehúsa. Ser correspondido en el amor es, para
esos poetas, alcanzar el cielo sobre la tierra. En Aleixandre es un
momento de pasión exaltada en que la vida duele más porque se
sabe que nada ha de ser eterno, que todo está fatalmente condena¬
do a perecer. No es una dicha, sin término, sino simplemente, un
destello de ésta. Y a tal dulce culminación no le queda más que ar¬
der hermosamente hasta extinguirse. La tragedia —en Aleixandre-—
empieza justamente donde en otros acaba: en la plenitud triunfan¬
te del amor.
La presencia femenina —cuerpo y alma tangibles de ese amor y
representación también de lo humano en el libro que nos ocupa—,
por gracia y arte de ese poeta, adquiere reverberaciones de supre¬
ma belleza. No se trata aquí de un simple peinado, de una pulimen¬
tación artística. No hay escayolas ni cosméticos, ni tampoco una
desrealización a fuerza de idealismo o fantasía, ni una deshumani¬
zación. Su criatura amada y amorosa no sólo produce placer esté¬
tico sino, además, emoción profunda, y algo fluye de ella hacia
nuestro espíritu y sentidos, de manera integral y totalizadora. Nos
hallamos inmersos en el poema y participamos sentimentalmente en
él. Pero, si nos evadimos de ese instante mágico, salimos fuera y
nos detenemos a contemplarlo estrictamente en su pureza objetiva,
nos damos cuenta de que la crítica es inservible, de que no es po¬
sible la crítica. Sombra del paraíso la ha abolido por completo, ta¬
les son sus máximas calidades, sus perfecciones y aun su misterio.
Ver, considerar esta obra a distancia, es gozarla más plenamente.
Si antes se la vivía en éxtasis, ahora se la contempla en éxtasis. No
se siente esa peculiar desazón que produce el haberse equivocado: la
inteligencia razonadora suscribe cuanto gozaron el sentimiento, la
— 153 —
sensibilidad y la pasión. No se nos ha engañado ni nos hemos en¬
gañado. El espíritu no siente esa repugnancia que a veces causa lo
demasiado humano o lo excesivamente real. Por el contrario, se
exalta de gratitud ante esta obra que ha superado lo romántico, el
realismo, el sobrerrealismo, la deshumanización, todas las técnicas y
todas las escuelas, por gracia de un arte inspirado y en sazón.
¿Cómo ve y sitúa el poeta la presencia femenina, la imagen de
la amada, en su Sombra del paraíso? Aleixandre jamás puede ni
sabe situar el amor en los recintos cerrados, agobiantes, entre lími¬
tes. El necesita toda la tierra, el mundo entero, hasta los astros y
la bóveda celeste. El amor, la amada, se superpone sobre la imagen
del Universo o éste sobre la de él, sobre la de ella, pues ambos
transcurren a imagen y semejanza, ya sea en plenitud, hacia la
muerte o la transformación.
En ningún poeta genial —ni siquiera en Shelley, en Keats, en
Mallarmé, etc.— es tan total esta ubicación del amor sobre el cuer¬
po del mundo.
Keats, el «sublime anunciador del Universo», según Zweig, que
amaba tanto la Naturaleza y que exaltó en Endymion e Hyperion,
con exquisita, bella y pura poesía, hasta la más ínfima e impercepti¬
ble vida del paisaje, en Lamia se evade de él para situar a los aman¬
tes, en la nocturna hora, en un recinto cerrado, en una estancia,
aunque el cielo se asome a ella, estival, azul y claro, a través de la
dorada malla y sutil tejido de los cortinajes. Reposan en un diván...
Y, en Isabella, ocurre lo mismo: Lorenzo ve a su amada a través
de puertas, ventanas y escaleras. Y el amor halla su plenitud en una
alcoba y, en ella, su bienaventuranza. Sólo en el Canto (Song) a la
doncella de Devon, dice:
Y en el mismo poema:
- 154 —
paraíso—, acaso sea el poeta que podamos oponer a Aleixandre.
También él suele situar el Amor sobre el cuerpo, alma e imagen
del mundo, aunque casi siempre lo hace en la elegía, al hablar de
los amantes muertos:
— 155 —
entusiasmo ante ese resplandor glorioso que sabemos que va a
morir»L
Pasemos ahora a examinar cada una de las formas en que la
presencia femenina se muestra en Sombra del paraíso.
En «Nacimiento del Amor» hay una conjunción de elementos
románticos: otoño, luna... El fondo —escenario y símbolo— es el
mundo.
Llegaste alegre,
ligeramente rubia, resbalando en lo blando
del tiempo. Y te miré. ¡Qué hermosa
me pareciste aún!...
156
muerte acaso», «un final amor luciente». (Y estos versos definen
el amor: es nacimiento, no renacer: es estrenar el mundo con gra¬
cia original.) Pero una duda le asalta: «¿Eras ave, eras cuerpo, alma
sólo?» A la pregunta responde el recuerdo vivido de la presencia
femenina, la huella que perduró imborrable en sus ojos. Y la expre¬
sión hermosísima y el acierto poético recrean la imagen yacente
en la memoria con plasticidad, respiro, pasión y aroma:
— 151
mediodía de luz. El poeta ha necesitado esta gradación, pues anhela
fiar todavía en la belleza, perfecta en sus cúmulos, como en la vida,
antes de que se extinga. Después del atardecer, la noche, la muerte.
Mas, detrás de ella, advendrá la aurora —la resurrección—, el cul¬
minar radiante, adorando la luz y a su criatura humana.
«Diosa»: he aquí un poema en que la presencia femenina es
seductora e inseducible, y cuya alma no puede ser absorbida, ni si¬
quiera parcialmente, por los humanos. Si esta diosa —íntima, inte¬
resante, hermética— se dejase amar por los hombres, sobrepasaría
los límites normales del amor y de la existencia: los ahogaría en
una infinitud de amor. Sólo el tigre la sostiene. El poeta le ha otor¬
gado este guardián, en prevención de que los hombres se enajenen,
pues yace intacta, sola, casi divina. Sólo el tigre puede paralizarlos,
si quisieren conseguir aquel bulto dormido, aquel seno intangible.
Y es el poeta quien, con su grito, está pronto a detenerlos: « ¡Ah,
mortales!, no, nunca; desnuda, nunca vuestra.» Y la diosa es como
el símbolo de la Poesía, mujer del Paraíso, que nunca esos hombres
alcanzarán como victoria. Como una estatua derribada de su pedes¬
tal, no yace sobre la hierba, sino encima de la piel de tigre. Casi
marmórea brillando como una revelación indiscernible o deí pasado.
Diosa que casi espanta, que produce una singular sensación de te¬
mor, como las obras de arte perfectas, que oprime casi y, aún más,
conturba. ¿Muerte pétrea? No: sueño tranquilo. Si alguien la be¬
sare, sentiría un tremendo beso frío y deleitoso.
En «La verdad» asoman «unos senos» con «turgencia tibia de
lumbre», seguidos de un grito radioso: « ¡El sol, el sol deslumbra! »
¿Es el amor el astro? Acaso sea la única verdad. Pues ¿cuál, allí,
en el Paraíso, es más abrasadora y entera que ésta, bajo los cielos
y en las selvas? Amor, entrega, es igual a llama —incendio—, muer¬
te. « ¡Muerte vital, ascua del día! »
En «No estrella», el poeta se pregunta: «¿Quién dijo que ese
cuerpo tallado a besos brilla resplandeciente en astro feliz?», e in¬
voca la estrella —imagen también del amor— para que descienda
de la altura y sea cuerpo y carne de mujer sobre la hierba: «Te
tenga al cabo, latiendo entre los juncos, estrella derribada que dé
su sangre o brillos para mi amor.» Como una novia quiere tenerla,
no intangible e inscrita en lo alto, sino poseída al encarnarse y lla¬
mear en astral fulgor sobre la hierba. Su apasionado grito resuena
poderoso: « ¡Ah, nunca inscrita arriba! Un hombre te ama.» Y él
es símbolo, el símbolo puro, el hijo de la tierra que «humilde, tan¬
gible, te espera». Ambos ansian que la estrella descienda para sa¬
ciarles el hambre, el amor de luz. Acaso una chispa fugaz les colme
y les cumpla el anhelo dulcísimo. Acaso nunca bese sus labios o sus
ojos... El poema es breve, casi una exhalación, como lo que podía
— 158 —
ser, no ha sido y no ha de serlo. Aquí, la mujer es estrella, o la
estrella es mujer. Lo astral se identifica con lo humano, en un im¬
posible grito que surge del corazón del poeta. Mujer-estrella, estrella-
poesía.
La belleza florece espléndida en «El desnudo». Pocos poemas
—acaso ninguno— más bellos que éste al pintar el desnudo feme¬
nino. El paisaje se da al poeta por medio de una muchacha «que
lleva un cesto de margaritas ligeras» —imagen que nos recuerda
el Renacimiento y, muy especialmente, a Botticelli—, en cada una
de sus gracias y perfecciones. Su cuello «sostiene la crespa concen¬
tración de la luz, sobre la que pájaros virginales se encienden». Su
cuello es la columna del cielo, del aire más puro, de la luz. Pasa
ligera, presurosa, cual representación de la Primavera hermosísima.
La voz del poeta la detiene, queriendo gozar de cerca la bella apa¬
rición: «échate sobre el césped aquí a la orilla del río», para luego
musitar en su oído, con voz oscura, plena de significaciones: «Y
déjame que en tu oído yo musite mi sombra, mi penumbrosa espe¬
ranza bajo los álamos plateados». ¿Es su imposible ensueño para¬
disíaco? En la segunda parte del poema, irradia y destella la her¬
mosura femenina. Los tornasoles del agua, al ser hendida por los
pies, engendran un deseo casi extrahumano, a fuerza de ser amoro¬
so, absorbente: «Déjame ahora beber ese agua pura, besar acaso
ciegamente unos pétalos frescos, un tallo erguido, un perfume mo¬
jado a primavera». Desde el agua y los pies sumergidos en ella,
ascienden los ojos hasta la mano y el cabello luciente. La contem¬
plación y la alabanza es inversa: de abajo arriba. En la tercera parte,
sigue el desafío de belleza entre el joven desnudo femenino y la
luz del paisaje. Viene un pájaro a posar su canción «sobre el seno
alerta». Y esta mujer desnuda, con un pájaro, irguiéndose desde el
agua, nos recuerda el «Nacimiento de Venus». Y los senos son una
trémula cima, cuyo íntimo calor transmiten al ave de los cielos. El
pájaro, después, «bebe la perlada claridad de tu cuerpo, alzando al
cielo su plumada garganta, ebrio de amor, de claridad, de música».
El pájaro, entonces, glorifica este mundo —como el amante lo hi¬
ciera—, hechizado por el encanto femenino. La noche adviene, por
último. Y el poeta dice, en un espléndido hallazgo expresivo: «Mirar
anochecer tu cuerpo desnudo, goteante todavía del día.» El cuerpo
se encarna, se confunde con la noche, palio sepulcral que lo escon¬
de, que oculta sus tesoros. El cuerpo femenino ha sido luz, espacio
y medida del tiempo que transcurre. Y la palabra melancólica llega
con la noche, clave de la muerte: «Con mi dedo he trazado sobre
tu carne unas tristes palabras de despedida.» La noche se ha llevado
el amor. Y la nota desengañada traza nuevamente sobre nuestra alma
159 —
su huella imperecedera. ¿Por qué ha de extinguirse el amor y no ha
de sobrevivimos?, es la pregunta que nos horada sin término.
En «Los besos» no aparece el cuerpo, mas la amada, graciosa,
continua —por este dictado último entrevemos a la amada inmor¬
tal—, está presente y es quien llama hoy al poeta, cuyas palabras
tienen tal pasión, tal arrebato amoroso, que el poema cobra reali¬
dad, presencia, tacto. «Toma, toma el calor, la dicha, la cerrazón
de bocas selladas. Dulcemente vivimos. Muerte, ¡ríndete! » Es tan
vivo, tan hermoso el instante, que el poeta aleja el recuerdo de la
muerte, por si ronda envidiosa.
160 —
Nuevamente recordamos a la Venus botticellesca, surgiendo del mar
sobre la concha nacarada, perla, «gota última de la espuma». Del
mar nacida, sí, mas «virgen de las entrañas del mundo» es para el
poeta esta aparición que «huye rosada por el azul virgíneo». ¿La
asusta quien llega de otras tierras prematuramente viejas, prematu¬
ramente manchadas por el llanto? Es rosada y también lunar, «como
un disco de castidad sin noche», y se halla ahora mirando el mar
con su dulce escorzo de «pensativa rosa sin destino». Su cabellera
ondea y ensordece al poeta. Si antes fue la estrella, la amada es
aquí la luna, y, como tal amada, se reviste de atributos femeninos.
¿O es la amada real quien ostenta los específicamente lunares? Es¬
tas dos impresiones fluctúan bellamente en nuestra sensibilidad. Al
hablar esta vez en pasado, el poeta convoca a la presente: «No es¬
capes, mate, insensible, crepuscular, sellada.» La otra, la de su ado¬
lescencia, le entregó su cuerpo tibio sobre las ondas del mar, y él
lo sintió «caliente, vivo, propagador». «Como playa tuve todo el
calor de tu hermosura en brazos», recuerda el poeta. Y percibe, aho¬
ra, que ella —la luna— no le amó casi, sino de verdad, «sobre los
brillos, fija, final, extática», mientras —después de besada— la veía
resplandecer en los cielos, feliz, y revelarle el mundo.
En «Los Poetas» cruza fugazmente la presencia femenina: «Las
muchachas son ríos felices: sus espumas —manos continuas— atan
a los cuellos las flores de una luz suspirada entre hermosas palabras.»
Se identifica con el elemento río, huidizo pero bello. ¡Y cuán her¬
moso enlace con lo amoroso! Las manos de las muchachas —ríos—
son espumas que atan a los cuellos amados flores luminosas, mien¬
tras los labios se dicen palabras hermosísimas. Luego, casi toda la
esencia del mundo —«besos, latidos, las aves silenciosas»— reside
«en los senos secretísimos», duros, que sorprenden constantemente
a los labios varoniles —imagen eterna del mundo— que no los sos¬
pechan.
En «Luna del Paraíso», este astro es el sujeto lírico de toda
una gran parte del poema, mientras el poeta lo revive en aquellos
lejanos días de su juventud, presidiéndole su vida enamorada e in¬
genua, velándole «su sangre tendida en las laderas», cuando su pe¬
cho exhalaba «el más gozoso cántico». Las sensaciones lunares que
el poeta recuerda, son bellísimas, casi sorprendentes, a las cuales se
une el recuerdo de un ruiseñor cuya garganta «sentía desatarse de
amor si en sus plumas un beso de tus labios dejabas», en tanto que
el astro nocturno —astro femenino— enviaba «pálidamente sus lu¬
ces sin sonido». Elacia la segunda parte del poema, Aleixandre evo¬
ca «otras noches, en que el amor presidía mi dicha». Entonces, en
aquel pasado, un desnudo de muchacha «era hermoso paisaje» sobre
el césped, a los ojos y manos del amante, de él, el poeta. Y besó
— 161 —
n
aquel bulto claro, pero también la luz blanca de la luna que ceñía
e iluminaba aquella «carne celeste». Y el astro se incorpora a la
presencia femenina, identificándose con ella en un solo cuerpo y en
una sola imagen: «Mis labios en tu garganta bebían su brillo, agua
pura, luz pura...». Y después: «Los cabellos acogieron mi boca como
los rayos tuyos. En ellos yo me hundí, yo me hundí preguntando
si eras tú mi amor, si me oías besándote.» Y la luz inmaculada le
penetró, le poseyó nocturna, al besar el puro rostro de la muchacha
entregada, y sintió que su sangre «en tu luz convertida, recorría
mis venas destellando en la noche». El poeta amó, allá en la para¬
disíaca adolescencia, en aquel mundo sin mancha, en «los felices
días coronados», amó a la luna, a «la luna total y entera, en sus
brazos humanos».
En «Plenitud del Amor» —hermoso y logrado poema—, la
presencia femenina surge otra vez del paisaje, «de la tarde sin nie¬
bla». Mas este paisaje es aquí simbólico: es la representación física,
corpórea de toda una edad, del tiempo —acaso otoñal y melancó¬
lico—, de los días un tanto desengañados, sin ilusión ni esperanza
de hallar y poseer algo tangible, duradero, bellísimo. El poeta du¬
daba de que algo ya pudiera tener un «fresco y nuevo encanto», y
en los cielos «las palabras amantes se deshacían como el aliento del
amor sin destino». Todo declinaba, «derivaba hacia Oriente», cre¬
puscular, hacia el fin... Sin embargo, apareció, emergiendo de la
tarde, «un dulce perfil rubio». Y esta joven mujer es para el poeta
el íntegro paisaje y cada uno de todos sus elementos: es árbol,
brisa, oleaje; es un árbol melodioso que «mueve sus hojas altane¬
ras alabando la dicha de su viento en los brazos». Mas este árbol
vivo, musical, es también «un pecho alegre, un corazón sencillo
como la pleamar remota que hereda sangre, de otras regiones vivas».
Un nuevo elemento, el mar, se inserta en la bella aparición femeni¬
na, pero trae herencias de sangre, calor de humanos. El poeta, por
esta gradación, llega al centro mismo de la existencia humana, al
pecho rumoroso. Y sólo ahora, ante esta aparición concreta, ante
este perfil de carne rubia, el poeta sabe que no es vaga ilusión,
«vaga nube que un sueño ha creado», sino tangible cuerpo de amor,
frente, labios, seno.
— 162 —
¡Qué fresco vientre terso, donde su curva oculta
leve musgo de sombra rumoroso de peces!
163
para el Poeta-Amante, la noche amorosa y el descanso ya es inevi¬
table. No obstante, Aleixandre no habla de hastío postrimero, sino,
generosamente, «de la felicidad activa del amor, reposado, tendido,
imitando descuidadamente un arroyo». Y en esta laxitud se siente
en calma, lleno de esa serenidad de la Naturaleza toda en los días
bellos y plácidos, y él es ahora quien copia y refleja en su ser la
totalidad del Universo:
— 164 —
«nudo de amor», «si ha sido sangre mía la que en tus ondas llevas».
Fuera de la amada —mujer o tierra—, separado, desterrado de ella,
se siente mutilado, disgregado: «Mutilación me llamo. No tengo
nombre, sólo memoria soy quebrada de ti misma.» Y exclama final
y desesperadamente: «Oh mi patria, oh tierra mía, reclámame. Sú¬
mame en tu seno feraz», suplicando, exigiendo casi una unión com¬
pleta para volver a estar entero, «con un nombre, una sangre, que
nuestra unión se llama».
En «Cuerpo de amor», la imagen femenina se derrama desnuda,
«bajo los altos álamos inocentes», como un río huidor, como espu¬
ma, «frío y fuego de amor que en mis brazos salpica». La amada es,
aquí, onda, corriente y, por tanto, espejo de los cielos azules. Por
esto, al poeta le es dable ver las nubes reflejándose en ella. Mas,
poseído de súbita melancolía o tristeza, ve que «una nube arrebata
sus besos y huye y clama mi nombre, y en mis brazos se esfuma».
Melancolía dulce, tristeza dulce que, al besar el pecho, la piel, con
sus labios, siente que el día se apaga sobre su propia mejilla, en
tanto que oye una voz gimiente, «un corazón brillando, un bulto
hermoso que en mi boca palpita, seno de amor, rotunda morbidez
de la tarde». El seno femenino es para él la redonda tarde mórbida,
cifra, concreción del paisaje en crepúsculo. El resplandor rosado de
la piel es extinguido por los besos o las palabras; sus labios quie¬
ren, «avaramente ardientes», oscurecer aquel pecho hermoso, ano¬
checerlo, por ser él su único dueño. La noche está sobre el paisaje,
por voluntad y milagro del poeta. Sólo el vientre niveo, tibia mag¬
nolia, es una «pálida luz que en la noche fulgura». Y, apasionado,
exclama: «Déjame así, sobre tu cuerpo libre, bajo la luz castísima
de la luna intocada, aposentar los rayos de otra luz que te besa,
boca de amor que crepita en las sombras y recorre tu virgen revela¬
ción de espuma». La «otra luz» es su amor, su frenesí, luminoso
de besos, su boca que recorre el ámbito virgen, el suave cuerpo re¬
velado en espuma, abierto, bañado, por la noche y el amor, silencio
mismo de la tierra: «¡Oh mía, como un mundo en los brazos! >
La amada es el orbe entero, por obra de su afán devorador, totali¬
zador. Todo el mundo cabe en un beso, en un abrazo de dos seres
enamorados. Silencio. «No pronuncies mi nombre: brilla sólo en lo
oscuro.» Por último, la súplica definitiva a la amada, astro brillador
en la noche: «Y ámame, poseída de mí, cuerpo a cuerpo en la di¬
cha, beso puro que estela deja eterna en los aires.» El beso que
los una, ha de unirlos también, cual rúbrica astral, eternamente a los
espacios, a los cielos, al universo. Aleixandre siente hambre de amor
no ya simplemente humano, sino proyectado a todos los elementos
y riquezas del orbe. ¡Totalizador, unitario amor sin mancha!
Pero una tremenda y angustiada pregunta le asalta en «Ultimo
— 165
amor», aunque sabe que amó, que amo naciendo: «¿Quien eres,
quién?» No se responde ni halla respuesta, pero se hace suyo, lum¬
bre de su lumbre, «sucesión de besos». Ama y, amando, se destruye,
bajo la «fulgurante gloria del amor». Y en tal trance vuelve a inte¬
rrogar con ansia: «Pero besarte, niña mía, ¿es muerte? ¿Es sólo
muerte tu mirada?» Pregunta, pregunta... Al fin llega a la conclu¬
sión de que no lo sabrá nunca «si es solo amor, si es crimen, si es
muerte». Mas sí ha sabido que era «golfo sombrío, vórtice», pues
el amor es tormento al mismo tiempo que dicha, amargor y dulzura.
A pesar de todo besa a la amada, «paloma niña». ¿Por que? Porque
sólo sus ojos le «aseguran que el cielo sigue azul, que existe el agua,
y en tus labios la pura luz crepita». No, no es ella el enigma: es él,
que teme, sufre y besa con sus «labios pasados por el mundo».
Los de ella, en cambio, «saben a soles jóvenes, a reciente luz, a
aurora». Después besa el cabello negro, «onda de noche», y un atroz
presentimiento le embarga: « ¡Qué sabor a tristeza, qué presagio
infinito de soledad! » Ha despertado ya del éxtasis amoroso, y, en¬
tonces, la terrible certeza de que ha de estar solo algún día enseño¬
réase de su ánimo. Pero vuelve a reparar en los oscuros cabellos,
señal de luto —la amada ya no es rubia como en los jubilosos días
de la juventud—, aunque son «tenebrosa belleza inmarcesible» para
su amor, «noche cerrada y tensa que en mis labios fulgen como una
luna ensangrentada». Esta trágica comparación empavoriza con lla¬
marada casi apocalíptica. Sin embargo, el poeta reacciona virilmente,
aun cuando sabe que la fatalidad final les aguarda, exclamando con
voz desesperada: « ¡Pero no importa! Gire el mundo y dame, dame
tu amor, y muera yo en la ciencia fútil, mientras besándote rodamos
por el espacio y una estrella se alza.» Acaso esto último sea el amor:
rodar por el espacio, en tanto que un astro surge del fuego humano,
de la amorosa incandescencia; luego, cenizas aventadas que se di¬
suelven sin dejar huella de su paso ni memoria de que existieron.
Pero una estrella brilla en la noche más alta. En este poema, la pre¬
sencia femenina se reviste de sus propios atributos, se inscribe en sí
misma sin recurrir a los elementos del paisaje: pelo, carne, brillos...,
no río, no árbol, no mar, no cielo, aunque los labios saben «a soles
jóvenes, a reciente luz, a auroras», aunque el espacio ha de acogerla
finalmente.
Por último, evoquemos al poeta en su misteriosa y anhelante
forma de sierpe -—«Sierpe de amor»—, arrastrándose a través de
la selva, espiando a la amada «tendida en la espesura», «entre pája¬
ros silvestres, entre las frondas vivas». Aquí, la presencia femenina
yace extática. Es el Amante, el poeta, quien se mueve raptador hacia
la desnuda imagen, «diosa que regalas tu cuerpo a la luz, a la gloria
fulgurante del bosque». Pero una extraña amenaza que brilla en la
— 166 —
frente de la amada y que aún restalla en los aires detiene, contiene
su deseo de deslizarse «como una lengua, levemente, entre tus pe¬
chos vivos». Pero besa, hiende, penetra, se baña de «sangre her¬
mosísima», «fuego que me consume centelleante y me aplaca la dura
sed de tus brillos gloriosos». A pesar de la amenaza, del fatídico
presentimiento, besa y, «boca con boca», muere, «respirando tu
llama que me destruye. Boca con boca siento que hecho luz me des¬
hago, hecho lumbre que en el aire fulgura».
— 167
JOSE ANGEL VALENTE
EL PODER DE LA SERPIENTE
168
colectiva de un lenguaje nuevo a cuya configuración no es ajeno el
superrealismo, no sólo como tendencia general, sino como movimien¬
to literario preciso fraguado en el grupo que ya rodea a Andró Bre¬
tón a comienzos del decenio de 1920. En nada merma la posible
grandeza o el original impulso de los poetas españoles del momento
aludido el contacto directo o difuso con el superrealismo francés.
Una tradición literaria es tanto más poderosa cuanto más omnívora
sea. Negar ese contacto sería instintivo provincialismo primario. El
primer ensayo de escritura automática, Les Champs magnétiques, de
Bretón y Philippe Soupault, es de 1919; el primer Manifesté du
surrealisme aparece en 1924. En 1925, uno de los escritores más ca¬
racterizados del grupo superrealista, Louis Aragón, habla en la Resi¬
dencia de Estudiantes de Madrid (Alberti, entre otros, había de re¬
ferirse más tarde a esa visita). Pero ya en 1922, cuando el grupo
superrealista no estaba aún constituido como tal, había dado Bretón
en el Ateneo de Barcelona una conferencia en la que presentó la si¬
tuación de la vanguardia francesa en función de tres fases sucesivas
(cubismo, futurismo y Dada), insertas en un movimiento de conjunto
en el que el superrealismo había de tomar forma visible muy pronto b
Todo permite suponer que en las proximidades de 1930 se hubiesen
condensado en el gusto elementos acarreados del superrealismo fran¬
cés que, por supuesto, venían a sumarse a otros de muy espontáneo
y nativo crecimiento.
No parece temerario atribuir a esos elementos condensados la
precipitación en cadena de los siguientes libros mayores: Sobre los
ángeles (1927-1928), de Alberti; Pasión de la tierra (1928-1929), de
Aleixandre, y Poeta en Nueva York (1929-1930), de Lorca. Los tres
llevan la marca eruptiva de un nuevo lenguaje teñido, en mayor o
menor medida, por los supuestos del superrealismo. En idéntico mo¬
mento y a iguales supuestos responden en el lenguaje cinematográ¬
fico Un chien andalón (1928) o L’áge d’or (1930), que asocian los
nombres de Buñuel y Dalí (compañeros de Lorca en la misma Resi
dencia de Estudiantes que había acogido la conferencia de Aragón)".
1 La conferencia de Bretón incluida dos años más tarde en Les pas per-
dus, ha sido evocada en un reciente ensayo de Juan Larrea (Revista de la
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina, julio-octubre de 1969). No obs¬
tante las objeciones, en su mayoría muy pertinentes, que Larrea hace a la per¬
sona y a la obra de Bretón, su propia relación con lo que éste representa
en los orígenes del superrealismo parece evidente. Larrea mismo, cuya obra
en prosa y en verso reclama una atención mayor que la que del medio espa¬
ñol ha recibido, escribió la mayor parte de sus poemas en francés. Einaudi ha
publicado recientemente ciento seis poemas de Larrea (ninguno de ellos pos¬
terior a 1932), con el título de Versione celeste. (Después de escritas estas
líneas, el libro ha aparecido en España entre los últimos títulos de Barral
Editores. Barcelona, 1970).
2 El hecho de que ese lenguaje cinematográfico se consolide al otro lado
— 169 —
De los tres libros citados, acaso sea Pasión de la tierra el que ma¬
yor vinculación tenga con los supuestos del lenguaje superrealista.
Cabría afirmar en ese sentido, con comentaristas como J. F. Cirre o
Luis Cernuda, que de todos los poetas del grupo fue Aleixandre el
más fiel y duraderamente vinculado al superrealismo como forma de
expresión para su propia poesía. En Pasión de la tierra, las caracte¬
rísticas del nuevo lenguaje aparecen ya en toda su violencia y pleni¬
tud. Nada impide pensar que confluyesen en el espontáneo desarro¬
llo de ese lenguaje factores presentes en la sensibilidad o en el gusto
de la hora. No es fácil ver esa revolución de la forma poética brus¬
camente manifiesta en Pasión de la tierra como fruto solitariamente
desprendido de la lectura de Freud. A esa lectura se entregó Alei¬
xandre y a ella alude en repetidas ocasiones. En efecto, la traducción
completa de las obras de Freud hecha por López Ballesteros empezó
a publicarse en España en 1922. Pero Aleixandre leyó al maestro
vienés hacia 1927 ó 1928, cuando la penetración de Freud (por lo
demás, escasamente comprendida por éste) en la teoría del superrea¬
lismo era ya un elemento dado en las posiciones del nuevo movi¬
miento. Bretón, por ejemplo, inserta la «Interview du Professeur
Freud» en Les pas perdus, libro publicado en 1924. No tenía Alei¬
xandre por qué conocer directamente esa publicación; por eso cabe,
en éste y en otros aspectos, hablar de influjos o contactos difusos o
de elementos condensados en el gusto, en las actitudes o en la in¬
formación colectiva.
En otros casos, los contactos son directos e inmediatamente ras-
treables. Tal sucede con el influjo de Lautréamont, visible en la obra
de Aleixandre. Pero el influjo de Lautréamont en el poeta español
suponía de hecho la incorporación de uno de los elementos centrales
de la tradición poética reivindicada por el grupo surrealista, pues es
éste el que hace irrumpir violentamente la palabra de Maldoror
(«Oserai-je vous confesser que je le connais á peine! », declaraba
en 1925 Paul Valéry) en la sensibilidad contemporánea.
Aleixandre lee a Lautréamont en los años de escritura de Pasión
de la tierra y más precisamente de Espadas como labios, y lo lee en
— 170
francés, no en la traducción incompleta o mutilada de Los cantos de
Maldoror, publicada con prólogo de Ramón Gómez de la Serna por
la editorial Biblioteca Nueva hacia 1925. La influencia de Lautréa-
mont en Aleixandre no es secundaria, como no puede serlo en nin¬
guna escritura poética lo que opera como elemento desencadenante
de imágenes y formas de lenguaje. Las imágenes rezumadas de los
Cantos están a veces incrustadas casi en bruto en la poesía de Alei¬
xandre, lo que no deja de tener interés tratándose de un escritor de
tan acusada personalidad expresiva. Tal es el caso del «accouplement
long, chaste et hideux» con la hembra de tiburón («J’étais en face
de mon premier amour! », exclama Maldoror) con que se cierra la
decimotercera estrofa del segundo de los Cantos. La imagen del amor
como escualo aparece extendida o manifiestamente parafraseada en el
poema «El más bello amor» de Espadas como labios (1930-1931):
171 —
tan. Tal vez ni el poder creador ni el lenguaje poético mismo hayan
tenido en la obra de Aleixandre más infatigable y proteica capacidad
de proyección que en el ciclo abierto por Pasión de la tierra y con¬
sumado en La destrucción o el amor. Cerrado ese ciclo, la obra de
Vicente Aleixandre se polariza en función de opciones en cierto modo
más esquemáticas: la opción visionaria y radical del mundo paradi¬
síaco o del tiempo cósmico (Mundo a solas; Sombra del paraíso) v
la opción de la realidad reconocida o de la aceptación conforme del
tiempo histórico (Historia del corazón; En un vasto dominio').
Corresponde a Pasión de la tierra el momento de fluida apertura
de una palabra poética explosiva y libérrima que ninguna opción con¬
diciona. Es el mundo de las formas insumisas, de las formas que se
destruyen para perpetuar su multiplicación; el mundo de la forma
como acción, como generación; el mundo que desde la destrucción
de lo terminal cristalizado libera la matriz; el mundo en que la for¬
ma no existe más que para dejar de existir, pues lo que existe en
verdad no es la forma, sino la trans-forma o la meta-forma, la meta¬
morfosis o la transformación. He ahí el proceso que ha de culminar
en La destrucción o el amor.
Lo que va a darse después (Sombra del paraíso e Historia del
corazón) en opciones sucesivas y excluyentes es aquí pura simultanei¬
dad germinal. Tiempo histórico y tiempo cósmico se funden y lo su-
bliminal arrastra imágenes de la superficie temporal que a ese con¬
tacto adquieren dimensiones nuevas: patéticas o grotescas. Tal es la
línea que lleva de poemas mayores de Pasión de la tierra, como
«La Muerte o antesala de consulta», a poemas mayores de Espadas
como labios, como «El vals». Las formas sumergidas, las formas in¬
finitamente móviles del caos contaminan a las formas petrificadas
por la luz. La evasión hacia el fondo fue el título inicial de Pasión
de la tierra. El cambio de título parece justificado; no hay, en rea¬
lidad, evasión, sino invasión de la superficie por las formas reptantes
del fondo en una liberación de lo oprimido o lo reprimido, en un
movimiento que absorbe los contrarios sin optar por ellos, como la
serpiente erecta de la mitología de Quetzalcóatl, que es águila y ser¬
piente a la vez, o el sol de los egipcios, que es serpiente y halcón.
En efecto, el símbolo dominante del ciclo que Pasión de la tierra
inaugura es un símbolo onírico mayor o una forma arquetípica de
los dioses primigenios: la serpiente.
Ese símbolo se contagia y propaga a otros poetas del mismo gru¬
po o es típico de una forma de imaginación poética compartida en
un momento dado. Tiene, por ejemplo, función caracterizadora en
Poeta en Hueva York (1929-1930) desde su poema inicial:
— 172 —
Asesinado por el cielo,
entre las formas que van hacia la sierpe
(«Vuelta de paseo»)
— 173 —
en reposo, la serpiente oval mordiéndose la cola, era la representa¬
ción de la eternidad.
La serpiente está en el Génesis con toda su poderosa ambivalen¬
cia (sin que nada tenga que ver aún, pues tal identificación es muy
tardía, con Satán como ángel caído), está en las mitologías africanas
y en la mitología hindú de la creación, en los mitos nahuas del Señor
Quetzalcóatl, en los pies y en el nombre de Edipo (que tal vez son
recuerdo de un dios serpiente) y en la simbología de Cristo.
El movimiento de la serpiente es señal de lo genesíaco, del pro¬
ceso oscuro de la generación, de la ascensión de las fuerzas del fondo
hacia la superficie o hacia la luz («mi poesía —escribe Aleixandre,
refiriéndose precisamente a Pasión de la tierra— desde su origen
ha sido (...) una aspiración a la luz»). Ese movimiento irruptor de
lo subliminal, de lo sumergido, de lo que asciende desde el sueño o
desde el humus original, trae consigo la vida y con ella las formas
de su multiplicación: espadas igual a labios, amor como destrucción.
El poder ambivalente del símbolo como encarnación de la ambigüe¬
dad misma del acto creador o como forma en la que quedan simul¬
táneamente asumidas la afirmación y la negación es núcleo de las
palabras memorables de Pasión de la tierra:
174
busto cuerpo que te levantas como un látigo gigante y con tu agudo
diente de perfidia hiendes la carne de la luna temprana!
O en el siguiente:
O de la penetración fálica:
— 175 —
(...) esa levísima serpiente que te incrusta su amor
(«Sobre la misma tierra», en La destrucción o el amor)
— 176 —
GABRIELE MORELLI
— 177 —
12
anticipa, con alguna de sus intuiciones, gran parte de la sucesiva
producción del poeta, vemos que la misteriosa fascinación que ema¬
na del libro depende sobre todo del equilibrio alcanzado, siempre a
nivel del subconsciente, entre el mundo de la visión y el de la reali¬
dad evocada: el primero traduce un lenguaje todo él lleno de luz
y sombra, sombras y deslumbramientos fluctuantes en la atmósfera
irreal, paisaje del alma y de la mente; el segundo presenta formas
y perfiles de una realidad hecha de cosas concretas y de imágenes
cotidianas, que dan testimonio de la necesidad de hacer participar
nuestros sentidos en la misma experiencia que el espíritu.
Pasión de la tierra representa de hecho la inmersión del poeta
en el reino del subconsciente y en la zona abisal del hombre y, en
comparación con el libro precedente y con la misma producción poé¬
tica española del tiempo, señala una «ruptura» en la que «una masa
en ebullición se ofrecía. Un mundo de movimientos casi subterrá¬
neos, donde los elementos subconscientes servían a la visión del caos
original allí contemplado», y donde, siempre citando al autor* * 3, «se
debatía». El hombre, también en la continua tensión efectuada sobre
la palabra más allá de sus posibilidades fonéticas y semánticas, afir¬
ma su estatura corporal, su inmenso deseo de vida, de luz, proyec¬
tando a su alrededor un paisaje preciso en el cual es posible volver
a encontrar los signos tangibles de nuestra humanidad.
En un trabajo precedente sobre Pasión de la tierra 4 señalábamos
algunas componentes lingüísticas como la repetición y la anáfora, la
negación y el vocalismo, y así mismo algunos signos intermitentes
como «los peces», «los pájaros», e incluso la obstinada presencia del
adjetivo, es más, del superlativo «hermosísimo», conmovedora invo¬
cación a la Belleza que, inmutable y varia, perduraba en la restante
producción del poeta; es decir, subrayábamos todo un sistema de
correlaciones internas —de léxico, rítmico-sintácticas, temáticas—
que como constantes acudían en la oscuridad semántica de los poe¬
mas y que, probablemente, una vez descubiertas todas hubieran lle¬
gado al fondo abisal en donde había anclado la palabra del poeta.
Pero no cabe duda que si quisiéramos reasumir y simplificar los sig¬
nos de esta tensión lingüística, en la que ya no se reconoce ninguna
línea precisa de demarcación entre el objeto y su expresión formal,
debemos decir que en Pasión de la tierra son dos los caracteres que
celeste. Pero desde la angustia de las sombras, desde la turbiedad de las gran¬
des grietas terráqueas estaba presentida la coherencia del total mundo poético.»
V. Aleixandre, Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1968, p. 1448.
3 p. cit., p. 1461.
4 G. Morelli, Linguaggio poético del primo Aleixandre, Milán, Cisalpino-
Goliardica, 1972. Véase en particular el capítulo Pasión de la tierra en la
página 21.
178 —
sobresalen en una primera lectura: la tendencia general a la abstrac¬
ción y, por el contrario, una precisa puntualización de la imagen del
cuerpo humano, dibujada en ciertos pasajes con un violento realismo.
En particular resulta abstracto e impreciso el sentimiento, el ansia
de redención que subleva al poeta; real, concreta, la pasión humana
que palpita «en las paredes interiores de la carne» y donde el alma
«con calidades vegetales se siente azotada por el ventarrón, enrai¬
zada en el barro latiente, bajo un cielo aplastado, donde hay fulgores
sanguíneos y a veces luces negras», como ha escrito Aleixandre 5 6.
De hecho, Pasión de la tierra propone el relato de una aventura
humana en el reino del subconsciente, absurda e indescifrable como
un sueño nebuloso, donde en el lento esfuerzo de redención al cual
aspira el poeta son puestas, sobre todo, en evidencia figuras y sem¬
blanzas que invariablemente se rehacen en la esfera de las relaciones
humanas. En particular, la figura del cuerpo, expresada en su ma¬
teria elemental, surge con toda evidencia determinando momentos
de temerosa conmoción, ya que una parte de nosotros —de nosotros
y del poeta— aparece dolorosamente reflejada en el «caos original
allí contemplado». Un vocabulario rico en atributos, generalmente
perfilados elementos referidos a la persona física —«ojos», «labios»,
«bocas», «brazos», «frente», etc...—, testimonia la inconfundible
presencia de la voz humana en Pasión de la tierra, una voz en con¬
tinua lucha contra «los límites» b, reales e ideales, que se interponen
a un ansia de encendida espiritualidad. Es decir, es sobre todo evi¬
dente en ciertos pasajes del libro donde el fenómeno, bajo el empuje
de la tensión lingüística, adquiere una particular incidencia, como
por ejemplo en el párrafo El mar no es una hoja de papel:
— 179 —
me cosquillea como una fábula (...) Apoya en tus manos tus ojos
y cuenta tus pensamientos con los dedos7.
— 180 —
elección de un vocabulario fiel al cuerpo y a sus atributos físicos,
permanece fundamentalmente el hecho de que éste, en su exacerbado
realismo, aparece como la nota más evidente de aquel proceso de
objetivación, frente a una tendencia general a la abstracción, que
anuncia la prosa poética de Pasión de la tierra.
Tomemos aún un ejemplo del párrafo Del engaño y renuncia y
examinemos una de sus partes:
El «brazo muy largo» encierra una imagen fálica, y así «la pier¬
na muy larga», expresiones que precisamente llevan de nuevo al
poeta al «centro de mi ombligo», a la fuente del lugar amoroso
donde, según la conocida concepción aleixandrina 13, la vida se con¬
suma («destruyéndome todas las memorias») y permite la unión
cósmica («construyéndome una noche quieta»). Además, «el brazo
muy largo» está preparado para «cazar pájaros incogibles». Es decir,
la imagen de la belleza no se precisa sino que permanece un des¬
pojo misterioso e inaccesible («incogible»), mientras se precisa, y en
términos muy reales, el espacio humano en el que tiene lugar la ar¬
diente y apasionada «caza» intentada por el poeta. En fin, el cuerpo
humano llega a ser objeto de una atención que osaremos llamar
nueva por el interés que se da a la espléndida forma de los sentidos,
dispuestos a mostrarse en su prorrumpiente vitalidad, como testimo¬
nio de un anhelo humano hacia el espacio y la luz celeste.
Por lo demás se puede ver muy bien cómo en el libro, con cada
descripción de carácter abstracto o metafórico —basada generalmente
en vocablos que indican una dimensión de estática visión de los
181
elementos de la naturaleza, como «los pájaros», «las aves», «las alas»,
o que indican también una imagen de violencia o de vastedad, «el
mar», «el agua», «la sangre», «el viento» 14— corresponde una des-
cripción igual que afecta a la figura humana.
En El amor no es relieve, por ejemplo, la expresión «Un río de
sangre, un mar de sangre es este beso estrellado sobre tus labios»
traza, como idea general, el sentimiento de amor intenso como des¬
trucción física, pero mientras que la primera frase expresa metafó¬
ricamente («un mar de sangre») la imagen de la destrucción causada
por el encuentro amoroso, la segunda hace referencia a la figura del
cuerpo —en este caso los labios— como vehículo necesario al ma¬
nifestarse el mismo amor. En suma, sentido de abstracción y preci¬
sión realista se contraponen o, todavía más, conviven en el léxico
de Pasión de la tierra.
Ahora dos ejemplos en los cuales los vocablos que dibujan el
cuerpo humano son marginados con el fin de hacer más evidente
su frecuencia en el mecanismo lingüístico, pueden ser examinados
en cuanto configuran muy bien la calidad de una prosa en la que
ciertas formas estilísticas acuden con particular insistencia:
— 182 —
fleja «la idea», permitiendo a «tres pájaros su aparición». Significa¬
tivas son además, en el primero y segundo pasaje, las imágenes de
las «pestañas» y de la «frente» contrapuestas a las de los «pájaros»,
alada metáfora de eterna aspiración a la alegría, a la felicidad paradi¬
siaca. Lo que evidentemente pone a la luz la grandiosa idea mental
con la que Aleixandre contempla el cuerpo humano y lo circunda
con su contemplación.
En la diversa y fragmentaria materia que caracteriza los poemas
de Pasión de la tierra, la extensa masa de figuras crea frecuente¬
mente una ambigüedad semántica relegando a un cielo lejano la ar¬
diente materia del paisaje humano, pero no hay duda que ella está
siempre presente en la mente del poeta. Aleixandre lo declara abier¬
tamente en más de un punto del libro, por ejemplo en el poema, de
significativo título, Soy la forma y no el infinito, en el que afirma
no estar dispuesto a renunciar, en su constante esfuerzo de supera¬
ción, a la experiencia del hombre elemental; así en el fragmento
«Víspera de mí» en el que se dice: «Todo menos no nacer. Menos
tener que sonreír ocultándome. Menos saber que las cejas existen
como ramas de sueño bien alerta» 17.
La última metáfora, que representa «las cejas» como «ramas de
sueño», pone aún en evidencia la característica del poeta que canta
el cuerpo como una visión del espíritu. De hecho dirá en otro poe¬
ma 18: «¡Oh bello encantamiento! Magnífica soledad de mi cuerpo
aterido sobre la base recia de la pulimentada realidad.»
En suma, si «un cielo hay» 19 en esta obra juvenil de Aleixandre,
deseo humano de la arcana maravilla o nostálgico eco de un fallido
logro místico, éste pasa y se configura precisamente a través de los
sentidos corporales: así «los ojos» cantan la luz y los colores; «las
manos», «los brazos», buscan la lejanía y miden la vastedad; «la
frente» y «la cabeza» conciben la idea primera y el sentido de una
felicidad inalcanzable.
Además, el cuerpo, bajo el ímpetu del sentimiento amoroso, se
configura como el trámite natural, el holocausto necesario para rea¬
lizar la unión cósmica. Su agonía, su física destrucción es deseada
por el poeta, el cual, en este continuo esfuerzo de auscultación, se
describe, enumera, canta sus miembros que el beso de la amada ha
vuelto agonizantes:
— 183 —
más delicadas papilas vibratorias. Acaso el amor no puede que¬
marse 20.
Mujer, tus axilas son frías. Las rosas serán tan grandes que aho¬
garán todos los ruidos. Bajo los brazos se puede escuchar el latido
de corazón de gamuza. ¡Qué beso! Sobre la espalda (...) Te amo, te
amo. Tierra y fuego en tus labios saben a muerte perdida. Una lluvia
de pétalos me aplasta la columna vertebral21.
— 184 —
en dirigir su atención sobre el elemento subjetivo y vital para apla¬
car la desconfianza que ya se asoma a su ánimo: «En lugar de lá¬
grima lloro la cabeza entera. Me rueda por el pecho y río con las
uñas, con los dos pies...»™, siguen otros momentos en los que el
pensamiento de la derrota ha llegado ya a insinuar la positiva dis¬
posición a la alegría. Un sentimiento de incerteza y de íntima lace¬
ración prorrumpe manifiestamente dirigiéndose hacia la figura del
cuerpo humano, visto con truculentas imágenes de herida:
— 185
VI
El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada...
— 189
... despiértenme las aves
con su cantar sabroso, no aprendido.
Ejemplo de Aleixandre:
190
Hacia 1935 hubo en España un intento consciente y deliberado
de acercamiento a nuestros clásicos; el intento prosiguió —tras el
paréntesis de nuestra guerra— en los años inmediatamente poste¬
riores a 1939, con la llamada escuela «garcilasista». Tal tradición,
como ha dicho muy bien T. S. Eliot, no es algo que se herede sin
más ni más; pero tampoco es algo que se conquiste con sólo propo¬
nérselo. Ser «tradicional» no implica ser «tradicionalista». La aludi¬
da vuelta a los clásicos del Siglo de Oro iba como envuelta en cierta
protesta contra el presunto influjo de escuelas extranjeras (el surrea¬
lismo francés, por ejemplo) en poetas —Neruda, Cernuda, Aleixan-
dre...— a los que se consideraba como apartados de la tradición na¬
cional* * * 4. No es, pues, extraño que a nadie se le ocurriera pensar que
un poeta como Aleixandre podía estar vinculado a fray Luis, aunque
no se tratase de una vinculación voluntaria y buscada.
¿De qué vínculo, efectivamente, se trata? Yo diría que entre
fray Luis y Aleixandre hay co-simpatía, polaridad. Estamos ante dos
hombres que, separados por cuatro siglos, y desde situaciones histó¬
ricas bien distintas, coinciden sorprendentemente en aspectos esen¬
ciales del quehacer poético: estilo, mundo poético, actitud personal
ante ese mundo.
En mi opinión, es mucho mayor la proximidad de Aleixandre a
fray Luis que a Góngora, de quien el autor de La destrucción o el
amor tomó sin duda los giros de lenguaje indicados por Bousoño.
Porque la relación con fray Luis no excluye, naturalmente, la rela¬
ción con Góngora ni con ninguna otra «fuente» 5. Pero insisto en
que la de Góngora es más mecánica y superficial, menos amplia e
intensa. En suma: de todos los poetas españoles, fray Luis es el que
está más cerca, y por más lados, de Aleixandre.
Esta cercanía entre los dos grandes poetas se me impuso con el
carácter de evidencia, sponte sua, releyendo una vez a fray Luis.
4 Dicha vuelta a los clásicos —Garcilaso, Herrera y San Juan, sobre todo—
se oponía también, en cierto modo, a la «vuelta a Góngora» que se había pro¬
ducido hacia 1927. Pero el caso de Góngora era muy distinto al de Garcilaso,
por ejemplo. No se trataba de «volver» a Góngora, rescatándolo del olvido, sino
de valorarlo por primera vez. El autor de las Soledades influyó en la genera¬
ción de Aleixandre, más que como un clásico, como un valor contemporáneo
recién descubierto.
5 Cuanto más original es un escritor, más numerosas y reconocibles son sus
«fuentes», por paradójico que parezca. Sólo el escritor de expresión más bien
neutra y poco estilizada puede permitirse el lujo de no tener «fuentes». Pero
me llevaría lejos razonar ahora este interesante fenómeno.
— 191 —
No sé si acertaré a contagiarla al lector en la esquemática enumera¬
ción de coincidencias que paso a hacer. Carezco de espacio para ra¬
zonar cada punto y acumular los necesarios ejemplos 6. Lo que sigue
es apenas un índice o un programa. No puedo desarrollar aquí la
lección.
Métrica
Estilo
0 Para establecer una relación admisible entre dos autores, no basta con mos¬
trar la coincidencia de ambos en un detalle aislado; ni con que la coincidencia se
extienda a varios detalles, pero sólo aparezca esporádicamente. Es preciso que se
trate de toda una serie de rasgos comunes, que estos rasgos sean significativos
(esto es,, característicos de los dos autores estudiados) y que exista reiteración en
la coincidencia del uso. Es lo que creo que ocurre en el caso de fray Luis y
Aleixandre. Sin haber sido parco en la enumeración de ejemplos, disto mucho
de haber citado en cada caso todas las coincidencias halladas.
192 —
frecuencia. Ejemplos de fray Luis: la sangre ensalza o el dinero;
o arde oso en ira, o, hecho jabalí, gime y suspira; ningún accidente
extraño o peregrino oye o siente...
3) Frecuencia de los superlativos sintéticos: Junto a la «o iden-
tificativa», uno de los rasgos estilísticos más personales de Aleixan-
dre es la abundancia de superlativos y hasta la forja de superlativos
neológicos como el famoso «sonorísimo» del verso: «águilas de me¬
tal sonorísimo» '. En fray Luis existe la misma predilección por esta
forma: clarísima luz; sierra que vas al cielo altísima; alas oscurísi¬
mas; dulcísima armonía; riquísima morada; pesadísimo elemento (el
mar); la cumbre toca altísimo (el sol); riquísimos mineros; clarísi¬
mo lucero...
4) Léxico; He aquí algunas palabras predilectas de fray Luis
que son también características del léxico aleixandrino: sangre, cuer¬
po, pecho, puño, corazón, puñal, entrañas, nudo, pie, hierro, mano,
espada, alas, dientes, daño, abismo, sol, odio; estrecho, vencido, di¬
choso, teñido, poderoso, encerrado; ensalzar, hollar, perseguir, opo¬
ner, volar, huir, escapar, fulminar, extender... Por supuesto, casi
todas estas palabras son lo bastante corrientes para que aparezcan
también en otros poetas. Por lo demás, como es sabido, ninguna pa¬
labra tiene verdadera significación aisladamente, es decir, fuera de su
contexto, que es donde adquieren sentido específico. Pero es justa¬
mente por su valor contextual por lo que he citado tales palabras,
que en fray Luis y en Aleixandre están empleadas en función de una
actitud poética afín. Esto lo veremos mejor luego. Pero dígase si no
tienen «tono» aleixandrino estos versos:
Recíbeme en tu cumbre,
recíbeme, que huyo perseguido...
— 193 —
13
O arde oso en ira
o, hecho jabalí, gime y suspira...
... y, desplegadas
las fuerzas encerradas
sobre el opuesto bando,
con poderoso pie se ensalza hollando.
Y luego, convertida
en águila, alzó el vuelo...
194 —
es que sus interrogaciones, en general, sean otra vez trasunto de la
«ansiedad» que impregna todo el estilo de su poesía; que reflejen
también deseo de aproximación a una meta que se ve como remota
e inalcanzable 8. En el mundo poético de Aleixandre todos los ele¬
mentos quieren ser lo que son esencialmente, esto es, aspiran a al¬
canzar el destino para el que fueron creados, pero sólo consiguen
parecerse a lo que son, aproximarse a su ideal.
Pues bien, estos mismos modos, volitivo, aproximativo e inqui¬
sitivo, resueltos en fórmulas parecidas —a veces, idénticas— y con¬
llevando igual connotación de «ansiedad» son típicos del estilo de
fray Luis. Veamos ejemplos paralelos de los dos autores:
195 —
Acude, corre, vuela, No, no clames por esa dicha...
traspasa el alta sierra, ocupa el llano, Vive, vive, despierta, ama, corazón, ser,
no perdones la espuela, despierta como tierra a la lluvia na-
[ cien te...
no des paz a la mano, No mientas nunca...
menea fulminando el hierro insano.
Huye, que sólo aquel que huye escapa.
Esfuerza, opón el pecho...
contra un abismo inmenso, embrave-
[cido.
Tu luz
venza esta ciega y triste noche mía.
— 196 —
Por más que se conjuren
el odio y el poder...
Mas no podrá mi lengua
sus males referir...
aunque se vuelvan lenguas mis cabe¬
dlos.
INTERROGACIONES
Mundo poético
197 —
temos la similitud de mundo temático en nuestros dos autores. Fray
Luis, como Aleixandre, nos ofrece en su poesía un paisaje inmenso
de astros y cielos, de altas montañas y mares embravecidos, de vien¬
tos y fuerzas naturales en acción. Moviéndose entre esos vastos lími¬
tes —límites donde las fuerzas y elementos del universo se estrellan
en un doloroso choque— aparece toda una gama animal, una abun¬
dante fauna: leones, tigres, osos, basiliscos, jabalíes, sierpes, águilas,
caballos, palomas y pájaros... Recurramos de nuevo al paralelo de
ejemplos:
lavo, que veía en fray Luis a un místico lleno de serenidad, sin percibir la nota
esencial que suena en las Odas del gran agustino: vehemencia, inquietud nos¬
talgia de desterrado.
198
del aire, sol y nieve,
que en nuestro daño el cielo airado Se aproxima el momento...
[mueve. en que el celeste ojo victorioso
vea sólo a la tierra como sangre que
Traspasa el aire todo [gira.
hasta llegar a la más alta esfera . El amor como lo que rueda,
Ya suelto, encubro el vuelo, como el universo sereno...
traspaso sobre el aire, huello el cielo. Como un mar que voló hecho un es-
[pejo.
Las hondas mares se embravecen. El mar, encerrado en un dado,
... las lindes y señales desencadena su furia o gota prisionera.
con que a la mar airada Quizá el clamoroso mar que en un za-
la providencia tiene aprisionada. [pato intentara una noche acomo¬
darse...
Aqueste mar turbado ... el rumor del bosque siempre virgen
¿quién le pondrá ya freno? se levanta como dos alas...
¿quién concierto frente a un mar...
al viento fiero, airado? ... el mundo sobre sus ejes vacila.
Y los vientos alados ... al límite de los bosques tendidos,
amontonando luego de los bosques que alzan los brazos.
nubes, lluvias, horrores, trueno y fuego. ... montaña siempre presente,
Sierra que vas al cielo viajador continente que pasas y te
altísima... [quedas.
Ni en la áspera montaña Sed que voló hacia la remota montaña,
los vientos de continuo haciendo gue- donde allí se castiga entre el relám¬
[rra pago...
ejecutan su saña... Aguilas como abismos,
Y si la alta montaña como montes altísimos...
encima le viniere...
Y luego convertida
en águila, alzó el vuelo...
... y desplegadas
las fuerzas encerradas,
sobre el opuesto bando...
— 199 —
¿Cuándo será que pueda,
libre de esta prisión, volar al cielo...?
El sabe que
Pero aún estamos en este bajo mundo, aún somos de carne, aún
somos hombres. El paraíso no es de esta tierra, no hay ninguna bon¬
dad natural en el ser humano. Fray Luis y Aleixandre se emparentan
todavía por una nota común de pesimismo. El de fray Luis es per¬
fectamente ortodoxo: es el pesimismo explicado por el pecado origi¬
nal, el del Eclcsiasfés, el que hizo exclamar a Calderón que «el delito
mayor del hombre es haber nacido», el que al propio fray Luis le
invitaba a seguir «la escondida senda por donde han ido los pocos
sabios que en el mundo han sido». También Aleixandre —cuyo pe¬
simismo no exige justificación al estilo de la de fray Luis— ha lle¬
gado a gritar: « ¡Humano: nunca nazcas! » También Aleixandre
aspira a la «descansada vida» y la «escondida senda», lejos de los
hombres y de las ciudades:
200 —
españoles, fray Luis es el que está más cerca, y por más lados, de
Aleixandre. Para mí, esta cercanía entre un poeta —personalísimo—
del siglo xvi y otro poeta —originalísimo también— de nuestro si¬
glo, es un excelente ejemplo que nos invita a comprender ese com¬
plejo y misterioso fenómeno histórico-literario que se llama la «tra¬
dición». ¿Fuentes? ¿Y cómo habría sin ellas originalidad? ¿Cómo
habría, sencillamente, literatura? Para mí es una alegría percibir,
dentro de la tradición poética española, el entronque entre dos gran¬
des figuras como fray Luis y Aleixandre: dos de mis máximas admi¬
raciones desde los días, ya lejanos, en que me asomé a la poesía.
Un movimiento neorromántico
— 205 —
hecho de que emitan también su voto (y repetidamente en periódi¬
cos, revistas, etc.) buena parte de aquéllos a los que en realidad les
resulta ajena toda la poesía del mundo, la nueva lo mismo que la
vieja; pero que, sintiéndose inferiores por su carencia de este sentido
(y yo creo que se engañan, pues ello no implica inferioridad alguna),
se desahogan en su modo natural de expresión, more equino.
Así, en estos años últimos, se ha tildado de «intelectual y poco
humana» la nueva poesía, pensando, sin duda, al juntar de tal modo
ambas taras, que lo humano es solamente lo que el hombre tiene de
común con las otras animalias. ¡Qué tufillo naturalista y trasnocha¬
do exhala el tal reproche! ¡Como si la función intelectual no fuera
la distintivamente humana!
Sin embargo, hay que reconocer que la observación, si fracasaba
como pieza acusadora, contenía un elemento de verdad que habrá
que tener en cuenta cuando se escriba la historia literaria de estos
últimos años. Porque es cierto que en la poesía de 1920 a 1930,
por el afán de eliminar elementos seudopoéticos, no sólo se habían
suprimido (según el ejemplo de J. R. Jiménez y A. Machado) los
oropeles del modernismo (preponderancia del ritmo, vocabulario exó¬
tico y rico, decoración externa, etc.), sino que también se habían
esquivado gran parte de las pasiones humanas o movimientos más
directos de la voluntad (naturalmente que hablo sólo en términos ge¬
nerales). Pero hete aquí que, poco a poco, en un espacio de unos
tres años (1929-1932) se ha estado produciendo un fenómeno curio¬
sísimo, y es éste: que muchos de estos mismos poetas tachados de
«poco humanos» (Alberti, Aleixandre, Altolaguirre, Cernuda, García
Lorca, Salinas, etc.), por los caminos más distintos, y probablemente
obedeciendo a una causa general (sin que por eso niegue la posibi¬
lidad de algunos influjos mutuos)l, vuelven los ojos a la profunda
raíz de la inspiración poética, y no eluden el tema directamente per¬
sonal ni el tono apasionado; más aún: en algunos el tono de voz
se eleva hasta el énfasis profético. Alberti señala dentro de su arte
el cambio en su libro Sobre los ángeles. Aleixandre, después de su
contenido Ambito, nos da ahora los gritos desmesurados de Espadas
como labios. Altolaguirre, que como por préstamo de J. R. Jiménez
había siempre conservado un tono más hondamente subjetivo, re¬
fuerza esta tendencia en Soledades juntas. García Lorca, con un gesto
206 —
ascético, deja las comodidades de su voz folklórica (tan celebrada y
por tantos) y siente, tal vez al contacto de la terrible civilización
americana (1929-1930), una nueva ocasión: el Poeta en Nueva York.
Salinas, desarrollando elementos implícitos en su poesía, avanza en
la misma dirección que todos los otros, y a la par que ellos, en lo
ya publicado en revistas de su nuevo libro La voz a ti debida [pu¬
blicado en 1933]. Asistimos, pues, a un movimiento que podríamos
calificar de «neorromántico», por lo que tiene de reacción contra la
contención inmediatamente anterior, pero sin atribuir a tal palabra
nada de precisión cualitativa ni cuantitativa.
Nadie podrá negar ahora «humanidad» a la poesía nueva. Y ad¬
mitida su profundidad humana, habrá que omitir la acusación de
vacío y palabrería.
De este vasto movimiento (vasto y misterioso como casi todos
los literarios: le hemos visto crecer ante nuestros ojos, en cierto
modo hemos vivido dentro de él y, sin embargo, no sabríamos ex¬
plicarle: aprendan los inocentes «fuentistas» y los descubridores de
plagios a tres siglos fecha), de tan vasto movimiento, forma parte el
libro Espadas como labios.
Vicente Aleixandre (tal vez por el gusto de una flirtation con la
peligrosa tontería del lector) ha puesto, como lema, al frente de la
obra, una desconcertante afirmación de Byron: «¿Qué es un poeta?
¿Qué valor tiene? ¿Qué hace? No es más que esto: un charlatán.»
Dejando aparte todo lo anecdótico byroniano, es preciso reconocer
que hay en la frase una verdad, aunque sólo parcial: porque es el
hombre, y no especialmente el poeta, el que es un charlatán. Homo
garrulus me gustaría mucho más (y me parecería más exacto) que
homo faber. Y el poeta es, por tanto, un charlatán en cuanto hom¬
bre, no en cuanto poeta. Y todos aquéllos que en cuanto poetas son
charlatanes en sentido restricto (es decir, sacamuelas), tienen a la
larga la suerte de todos los groseros impostores: que todo el mundo
termina por no hacerles caso. (Aunque, mirada la cuestión desde
otro punto de vista, a la luz de la Estética de Croce, también sería
posible esta definición: «Todo hombre es un charlatán, es decir, un
poeta.»)
— 207 —
páginas de este libro, de una terrible sinceridad. Para ver esto no hay
más que abrir los ojos y leer.
Nada de buscar lo que esta poesía no da. No se pida anécdota
o historia. No se pidan ni se busquen sino revueltos motivos prima¬
riamente humanos, surgidos de los abismos del sueño o de los re¬
pliegues de la infraconciencia.
Porque esta poesía de Vicente Aleixandre, como toda la poesía
superrealista, con la que más o menos está emparentada, forma parte
de un vasto movimiento literario y científico, que no sé si calificar
de hiperrealista 2 3 o hiporrealista. Sabido es cómo el «naturalismo» de
la segunda mitad del siglo pasado era la traducción literaria de los
resultados de la ciencia positivista. Del mismo modo, este hiperrea-
lismo, o realismo elevado a la segunda potencia, de la literatura
contemporánea, encuentra su paralelo, y hasta cierto punto su base,
en los intentos psicológicos de los años últimos, el psicoanálisis, etc.3.
(Si hubiéramos de plantear en conjunto el problema de la litera¬
tura de hoy, creo que no sería imposible encontrar dos fuerzas ope¬
rantes, contrarias entre sí, aunque a veces puedan presentar conexio¬
nes mutuas: la una, basada en teorías psicológicas últimas, es ese
hiperrealismo de que acabo de hablar, que, en cierto modo, es una
superación del realismo naturalista del siglo pasado. La otra procede,
en general, de la reacción idealista en ciencia y antirrealista en arte,
que se desarrolla ya desde los últimos años del siglo xix, pero que
sólo triunfa por completo bien entrado el xx. Pero esto nos condu¬
ciría muy lejos.)
Este hiperrealismo se manifiesta claramente en un buen sector
de la poesía y la novela contemporánea. Pero sus exponentes extre¬
mos podríamos decir que son en la novela James Joyce y en la poe¬
sía la escuela superrealista francesa. Era una necesidad de la época.
Así, no nos puede admirar que, sin existir relaciones directas entre
el novelista irlandés y los poetas franceses, éstos, como aquél —es¬
toy señalando las coincidencias 4, pero no las diferencias, que son mu-
— 208 —
chas—, hayan ido a explorar, en novela y poesía, las regiones más
profundas de la subconsciencia, con una audacia y un éxito que ha¬
brían dejado boquiabiertos a un Zola o a un Verlaine, escritores que
operaban en zonas más externas del alma humana.
Es una necesidad de la época, repito, y esto explica el hecho de
que Vicente Aleixandre pudiera escribir un libro superrealista de
poemas en prosa [publicado en 1935], sin intención ninguna de
«hacer superrealismo» y sin conocer directamente la escuela francesa.
Y LLEGAMOS AL POEMA
— 209 —
14
de sentido semejante a la conmoción «creadora» del poeta. ¿Hasta
qué punto puede alcanzar esta eficacia la poesía de Aleixandre?
Puede tropezar con la falta de «entrenamiento» del lector. Lo
único que se opone al arte nuevo son los sedimentos del antiguo.
El lector de Núñez de Arce —y aun el de Rubén Darío— pedirá a
esta nueva poética anécdota o sentido lógico. Un espíritu virgen de
poesía —o de seudopoesía— la entenderá muy pronto. Porque es
inútil buscar en ella lo que no tiene: historia, anécdota y encadena¬
ción racional. Esta poesía no tiene —literalmente— sentido común.
No tiene sentido común porque tiene sentido poético y exclusiva¬
mente sentido poético.
Temas
— 210
las colas de plomo casi vuelan y el estrépito se ha convertido en los co-
[ razones en oleadas de sangre
en un licor si blanco que sabe a memoria o a cita
— 211 —
Para final esta actitud alerta
Alerta alerta alerta
Estoy despierto o hermoso Soy el sol o la respuesta
Soy esa tierra alegre que no regatea su reflejo
Cuando nace el día se oyen pregones o júbilos
Insensato el abismo ha insistido toda la noche
Pero esta alegre compañía del aire
esta iluminación de recuerdos que se ha iluminado como una atmósfera
ha permitido respirar a los bichitos más miserables
a las mismas moléculas convertidas en luz o en huellas de las pisadas
A mi paso he cantado porque he dominado el horizonte
Porque por encima de él —más lejos más porque yo soy altísimo—
he visto el mar la mar los mares los no-límites
Soy alto como una juventud que no cesa
¿Adonde va a llegar esa cabeza que ha roto ya tres mil vidrios
esos techos innúmeros que olvidan que fueron carne para convertirse
¿Hacia qué cielos o qué suelos van esos ojos no pisados [en sordera?
que tienen como yemas una fecundidad invisible?
¿Hacia qué lutos o desórdenes se hunden ciegas abajo esas manos aban-
¿Qué nubes o qué palmas qué besos o siemprevivas [donadas?
buscan esa frente esos ojos ese sueño
ese crecimiento que acabará como una muerte recién nacida?
La forma
— 212 —
tenecen a esta clase («La palabra», «Nacimiento último», «En el
fondo del pozo», «El más bello amor», «Acaba», «Libertad» y ese
sarcástico «Con todo respeto», higa que hace el poeta a todos y con¬
tra todo).
Queda fuera de estos grupos alguna poesía en metros regulares,
como «Salón», en la que se repite el tema de «El vals» —aquí,
polka—, pero es indudablemente inferior a éste, y unas pocas, como
«Toro e Ida», en que existe una representación real y continua que
las aproxima a la «estampa».
¡Qué libro! ¡Qué libro tan agrio, revuelto, duro, supurado, ve¬
teado, lívido, rosado, beatífico, arcangélico! ¡Qué gran masa, qué
gran torrente de poesía (reacción primitiva de un alma atentísima
de hoy), mezcla de dolor y sarcasmo y de ternura y delicadeza! Por¬
que en el fondo de lo grotesco está palpitando una doliente ternura,
con emanaciones más puras y tal vez más eficaces —para quien las
quisiera recoger— que en toda la poesía anterior. Esta inadaptación
total sí que es puramente poética. Aquí se quiebran los frenos de
la lógica, y el lector, desde la primera página hasta la última, vive
en continuo sueño, en ininterrumpida visión.
Cerramos el libro y entramos en la vida. O tal vez nos engaña¬
mos — ¡oh sublime, eterno, consolador lugar común!—, y donde
entramos es en el sueño.
— 213 —
PEDRO SALINAS
214 —
nar honradamente sobre lo de hoy: como si una cabeza crítica capaz
de discurrir bien sobre el fenómeno literario de hace un siglo per¬
diera las entendederas al encararse con el fenómeno literario actual.
Y por miedo, por timidez, por cautela de los demás, el poeta queda,
y no es culpa suya, acorralado en un círculo estrecho, con las puertas
cerradas al contacto con el gran público, que muchas veces se merece.
Es obra de justicia estricta señalar a los aficionados a la poesía, a
los interesados en la historia viva y de hoy, de una literatura, estas
apariciones, cuando sin temor a errar se las puede considerar con
densidad y valor suficientes en su época para definirla y caracteri¬
zarla en una de sus facetas auténticas.
— 215 —
El romántico piensa que la vida es soledad y desamparo, lugar de
sufrimiento, donde la felicidad y el reposo huyen como sombras de¬
lante del hombre que las persigue, aunque por un momento se en¬
gaña creyendo que las tenía en los brazos. Escribe Aleixandre:
¿Por que besar tus labios si se sabe que la muerte está próxima?
— 216
Dime pronto el secreto de tu existencia
Quiero saber por qué la piedra no es de pluma...
Quiero saber altura, mar vago o infinito;
si el mar es esa oculta duda que me embriaga.
tenderse en la tierra,
esperar que la vida sea una fresca rosa en uno,
— 217
Canto el cielo feliz, el azul que despunta,
canto la dicha de amar dulces criaturas,
de amar a lo que nace bajo las piedras limpias,
agua, flor, hoja, sed, lámina, río o viento,
amorosa presencia de un día que sé que existe.
— 218 —
poesía de Aleixandre la sensualidad cósmica está sirviendo a la des¬
esperación humana, sin salida.
Hasta ahora, en este somero repaso de temas, nos hemos trope¬
zado con la visión del mundo y la sensibilidad romántica frecuente¬
mente. Cabría calificar a Aleixandre como poeta inscrito dentro del
círculo neorromántico, cada día más poderoso, de la poesía moderna.
Pero si nos volvemos ahora a estudiar su lenguaje, su expresión
poética, nos hallaremos en tangencia con otra escuela, muy de hoy:
el superrealismo. No hay en eso contradicción ni mera superposición
accidental. En cierto modo, el superrealismo, o las escuelas afines
que desde hace veinte años bullen en las letras, podrían tomarse
como una consecuencia extrema, desmesurada, de lo romántico. Así
como la razón era la enemiga de los románticos, la gran heroína clá¬
sica con que luchaban, la lógica es la bestia negra del superrealismo,
cuyo esfuerzo se concentra en sofocarla, en ensordecer ante su voz
y atender a otras oscuras y profundas. Aleixandre no es un poeta
superrealista. Ha pasado junto a esta escuela, y en su lengua poética
adopta decididamente y con una brillantez y acierto no superados
en español, ni acaso en otros idiomas, todas las libertades ofrecidas
por esta escuela. Pero hay en su poesía una lógica interna que se
soterra a veces, dando la impresión de incoherencia absoluta, aun¬
que no puede engañar. La liberación de la lógica, el abandono del
poeta al dictado de lo inconsciente, que existe sin duda en este libro
a trechos, no pasa de un plano subordinado, no afecta a la génesis
del poema, no es sistema. El poema es siempre fiel a su arranque,
a su idea, a la que vemos nacer, ya con el título muchas veces, y
desarrollarse, no obstante todas las desviaciones y caprichos inci¬
dentales de su curso, con absoluta lógica poética. Entre las diversas
fases o términos del poema no se da, es cierto, un encadenamiento
conceptual riguroso. Pero hay una impresión final, unitaria del poe¬
ma, y se percibe que a través de las licencias y escapadas de la ló¬
gica que el poeta se permite, la idea poética no deja de dominar el
conjunto. La luz, Las águilas, Se querían, por no citar sino tres de
los mejores poemas del libro, jamás se podrían calificar ni aproxi¬
mativamente como poemas superrealistas sin incurrir en superficial
ligereza. Es en el lenguaje figurado, en las metáforas y trasposicio¬
nes poéticas de la realidad donde Aleixandre ha aprovechado am¬
plia y certeramente las adquisiciones del superrealismo. La diferen¬
cia entre el lenguaje figurado de la poesía clásica y el de la moder¬
na es que en aquélla, por mucho que el término metafórico se ale¬
jase de su punto de partida real, una inteligencia fina y sensible po¬
día encontrar siempre las relaciones lógicas, la posibilidad de acer¬
camiento objetivo entre el objeto figurado y su figuración.
-- 219 —
Quejándose venían sobre el guante
Los raudos torbellinos de Noruega,
— 220
hallar el sentido, como el poeta se lo busca al mundo. Uno de los
valores de Aleixandre en este libro será, a nuestro juicio, el haber
dado a la poesía española ejemplo de un instrumento de expresión
lírica, de magnífica altura verbal, movido, rico, de fuerza plástica
certera y de sutileza bastante para llegar a las más finas capas de
los estados poéticos. Se comprende que las muchas personas que se
sientan por completo ajenas, por respetabilísimas razones de criterio
estético, de formación, a este linaje de poesía, rechacen este libro.
Pero en la evolución innovadora de nuestra lírica de hoy su sig¬
nificación nos parece capital. Y en la galería de poetas españoles
del siglo xx la personalidad de Vicente Aleixandre tendrá que figu¬
rar, desde la publicación de este libro, donde estén los primeros.
Entre las negociaciones y resistencias prevalecerá a la larga el verso
del poeta:
— 221
DARIO PUCCINI
1 Los pasajes a los que aludo se hallan en los poemas «Vida« y «Ser de
esperanza y lluvia» (OC-PT, p. 17 y p. 187): 1) «Me acuerdo que un día una
sirena verde del color de la luna, sacó su pecho herido, partido en dos como
la boca, y me quiso besar sobre la sombra muerta, sobre las aguas quietas,
seguidoras. Le faltaba otro seno. No volaban abismos. No. Una rosa sentida,
un pétalo de carne colgaba de su cuello y se ahogaba en el agua morada, mien¬
tras la frente arriba, ensombrecida de alas palpitantes, se cargaba de sueño, de
muerte joven, de esperanza sin hierba, bajo el aire sin aire.» 2) «Acaso todo
un ejército de hormigas, camino de la lengua, no podrá impedir diez mil
puntos dorados en las pupilas abiertas. Acaso la sequedad del corazón proviene
de ese dulce pozo escondido donde mi mejilla de carne cayó con sus dos alas...»
En verdad, Michel Gauthier, en el óptimo ensayo «Vicente Aleixandre, Nar-
cisse écartelé», publicado en Les Langues Néo-latines, núm. 176, marzo-abril
de 1966, ha encontrado elementos análogos incluso en La destrucción o el amor.
Comentando estos versos de la poesía «Noche sinfónica»: «la brevísima escala
de las manos al rodar, / qué gravedad la suya, cuando, partidas ya las muñe¬
cas, / dejan perderse su sangre como una nota tibia», y escribe: «Se puede
pensar en el martirio de Santa Eulalia del Romancero gitano, a propósito de
esta cruel evocación.» Aquí la imagen es más dura, menos elíptica, más «sádi¬
camente» surrealista que en Lorca. Le Chien andalou, de Luis Buñuel y S. Dalí,
con su cuchilla y sus hormigas (¿cómo defenderse?) obsesiona nuestra memo-
— 222 —
las mismas atmósferas inmóviles y astrales de la pintura metafísi¬
ca, que exactamente en aquellos años y durante un breve período
el surrealismo europeo hacía suyas:
Un coro de muñecas
cantando con los codos,
midiendo dulcemente los extremos,
Muchachas, delantales,
carne, madera o liquen,
musgo frío del vientre sosegado
respirando ese beso ambiguo o verde3
ría: «el camino de las hormigas por un cuerpo hermosísimo...» («Sobre la mis¬
ma tierra»), «tibia saliva nueva que en los bordes / pide besos azules como
moscas» («Cuerpo de piedra») (p. 104).
2 De «En el fondo del pozo», últimas dos estrofas OC-EL, p. 265. Sobre
la pintura metafísica se vea la documentadísima monografía de Massimo Carra,
Patrick Walberg y Ewald Rathke titulada Metafísica, Milán, 1968.
3 Obras Completas, p. 273. Los mismos tres sustantivos-clave —«sangre»,
«herrumbre» y «musgo»— y una análoga atmósfera de turbia impotencia se
nota en este pasaje de «El crimen o Imposible» de PT (Obras Completas, pá-
223
(Pero se sabe lo amplia que era la circulación de influencias en
aquella época. Cuadros que son «fotografías de lo irracional con¬
creto», o bien, ventanas sobre horizontes cerrados, objetos esparci¬
dos, tanto más usuales cuanto ilógicos, van desde De Chirico a
Magritte, Tanguy, Dalí, a veces incluso Picasso y llegan incluso
hasta las tardías invenciones estrambóticas de Oscar Domínguez.
Esto en lo que se refiere a Aleixandre y a sus probables sugestiones.
Algo similar parecía suceder con García Lorca, cuyos dibujos —ca¬
bezas que sueñan, manos cortadas o parques ondulantes— provie¬
nen de las sutiles líneas de las felices fantasías de Miró o de los
aéreos sueños de la Durmiente de Tanguy, y se caracterizan, por con¬
siguiente, como mediadores de la transcripción verbal en algunas de
sus últimas publicaciones poéticas.)
Este trasfondo pictórico, por lo demás, había ya sido advertido
por Dámaso Alonso, cuando escribía: «Las semejanzas pictóricas
resultan favorecidas por la tendencia a usar nombres, perfilan obje¬
tos concretos y de la vida cotidiana (previamente extraídos de la tra¬
dición poética). A veces se podría hacer una representación plástica
o pictórica de estas visiones. Es esto lo que, poco más o menos, han
hecho por su parte algunos de los pintores surrealistas» 4. Pero la
tendencia «a usar nombres que dibujan objetos concretos, etc...», es
en la poesía de Aleixandre de aquella época —como en la ya seña¬
lada pintura metafísica o en la surrealista— un preciso aludir al
más allá de los objetos, a su irracional presunción, a su efectiva apa¬
riencia.
Una clarísima prueba de tal alusión, en el señalar las cosas ma¬
teriales (y a veces inmateriales), está en el uso desbordado de los
adjetivos demostrativos (ese, este), que alcanza su punto más alto
precisamente en Espadas como labios. Se lean —pero sólo es un
ejemplo entre muchos— estos versos de «La palabra»:
gina 208): «No correrá la sangre como está haciendo falta, no arrasará la rea¬
lidad sedienta, que se deja llevar sabiendo de qué labios ya exangües manó
aquel aluvión sanguinolento, aquel color, no de ira, que puso espantos de
oro en las mejillas blancas de los hombres; que al cabo permitió que las len¬
guas se desliasen de los troncos de los árboles, de aquella verde herrumbre
que había alimentado el musgo de los pechos.»
1 D. Alonso, op. cit. (nota 39), p. 291. En realidad, Dámaso Alonso se
refiere en primer lugar a la «semejanza pictórica» no con los surrealistas sino
con Hironymus Bosch: y exactamente por el «monstruo terrible» (es decir, el
tiburón) de «El más bello amor».
— 224 —
(Metales sin saliva.)
Voy a hablarte muy bajo.
Pero estas dulces bolas de cristal,
estas cabecitas de niño que trituro,
pero esta pena chica que me impregna
hasta hacerme tan negro como un ala.
Me arrastro sin sonido.
Escúchame muy pronto.
En este dulce hoyo no me duermo.
Mi brazo, qué espesura.
Este monte que aduzco en esta mano,
este diente olvidado que tiene su último brillo
bajo la piedra caliente,
bajo el pecho que duerme 5.
— 225 —
15
Aún más. El sentido de presunción se desdobla en dos aspectos,
es más, matices. El primero, más frecuente: cuando en la compo¬
sición alude a un «tú» («voy a hablarte muy bajo») o a una pre¬
sencia sobrentendida o imprecisada (quizá la naturaleza expectante
o el mundo cercano), el poeta se vale correctamente del demostra¬
tivo ese, ya que la «cosa» está próxima a aquel «tu» o a aquella
presencia; el segundo: cuando la proximidad de la cosa al poeta
que habla (que habla también consigo mismo), es declarada, enton¬
ces tendremos, correctamente, el este, como en algunos versos arri¬
ba citados en donde «el que habla» es un ser sepultado. Natural¬
mente también se da el caso de usos anómalos, o difícilmente indi¬
viduadles, de una u otra forma* * * * * * * 8. Luego, es frecuente el empleo
ese o del este seguidos de infinitivos sustantivos: «ese decir pala¬
bras sin sentido», «ese batir de espumas», «ese aprender la dicha»,
etcétera. En fin, en algunos pasajes aparece directamente el adjeti¬
vo otro que marca de modo sintomático la alusión (ya vista en «esos
otros cuchillos»):
xandre, puede muy bien hacernos entrar en un mundo donde lo que principal¬
mente cuenta de las cosas es su participación en la naturaleza.» No sé si lo
que «principalmente cuenta» para A. es —en el sentido en parte indicado
por B.— la potencialidad metafísica de las cosas y su personalización, su pre¬
ponderante presencia al lado o en sustitución de la presencia humana. Diré que
las dos tendencias coexisten, creando una tensión imaginativa que sólo se calma
en SP, donde el momento metafísico va viento en popa.
8 Se vean los primeros ocho versos del poema «nacimiento último» (OC-EL,
página 257), o también esta estrofa (extraída del poema «Resaca» en la pá¬
gina 268): «Quién sabe si estas dos manos / dos montañas de pronto, / po¬
drán acariciar la minúscula pulpa / o ese dientecillo que sólo puede tocarse
con la yema», (donde, sin embargo, el paisaje de esto o ese, o del allá o el aquí,
se justifica por una especie xummata cinematográfica que la mirada del poeta
realiza entre el infinitamente grande de las manos como montañas hasta el in¬
finitamente pequeño de la minúscula pulpa, etc.)
9 OC-EL, p. 314. (Primeros versos del poema «donde una gota de tristeza
es pecado».)
— 226 —
caso de dar a este carácter enumerativo el valor y el nombre spitze-
riano de «enumeración caótica», porque los objetos evocados suce¬
sivamente responden a un orden escondido 10 o frecuentemente fun¬
cionan a partir de atributos de la imagen central. Se vean, como
prueba de sucesión de artículos indeterminados, estos versos del poe¬
ma «Salón»:
Un pájaro de papel
y una pluma encarnada,
y una furia de seda,
y una paloma blanca.
— 227
VIII
— 231
bría al hombreEntre los dos procesos, el de la infancia y el de la
insatisfactoria madurez, hay un devenir histórico que ha impedido
que la perfección se enmollezca en perfecciones; el poeta se encara
con lo que fue y lo que debiera ser para crear su propio mundo. Y
el recuerdo es el concepto clave que puede conseguir lo que sin él
llamaríamos milagro. Las palabras que dan testimonio son los verbos
en un pasado absoluto: viví, fui conducido, fui llevado. La existen¬
cia del hombre queda reducida a los episodios de su propia con¬
tingencia: la criatura pasa y su huella no queda; sobre el tiempo
apenas si se ha impreso otra cosa que el recuerdo del propio hom¬
bre: viví, fui. Pero la ciudad existió, existe y seguirá existiendo;
son los tiempos que marcan una duración estable o los verbos que
en sí mismos tienen un significado aperfectivo: tú duras, eras tú.
morabas, volabas. Y he aquí un primer planteamiento: en el mun¬
do dual del poema se entreveran la visión de una ciudad concreta
-—Málaga— convertida en criatura mítica —ciudad del Paraíso—
y el hombre que, más allá del medio del camino, detiene su ambu-
lar para remansarse en el recuerdo. Son dos planos separados por la
historia: la infancia del poeta y la vida de la ciudad, de la que el
niño se ha desasido; son —también— dos planos que se proyectan
y tienen su virtualidad en las necesidades lingüísticas de su expre¬
sión.
Porque el poeta parte de una realidad muy concreta (su vida
en una determinada ciudad) y hace abstracción de cuanto no signi¬
fica nada en el recuerdo poetizado. Más aún, su creación es una
creación mítica desde el principio hasta el fin3. Si nos asomamos
a las páginas que cualquier autor dedica a Málaga, sorprende la can¬
tidad de elementos negativos que nos transmiten y que culminaría
en el «mata al rey y vete a Málaga», que Carlos Dembowski puso
en labios de Lernando VII3. Aleixandre olvida todo esto. No quie-
232 —
re saberlo y traspone su ciudad al Paraíso4. El hombre vuelve a ser
niño por su capacidad de evocación, recrea cuanto fue su vida y le
da el marco que le es necesario. Ahora no se trata de comprobar
la información histórica, sino de descubrir la cantidad de infancia
que sigue operando sobre la plenitud del hombre. El poeta vuelve a
repetir otro planteamiento doble: en un plano horizontal sitúa los
elementos que necesita para transmitir su mensaje; en otro vertical,
los recuerdos que le permiten la creación. Reduciendo todo a un
sencillo planteamiento, tendríamos un eje de abscisas situado en la
sincronía del relato; y otro de ordenadas en el que se incrustarían
los elementos históricos. Sin éstos, no podrían ser aquéllos, pero
éstos y aquéllos no son sino resultado de una selección involuntaria
(lo que el recuerdo conserva) o deliberada (lo que el poeta quiere
salvar). Al proceder de este modo se produce el reencuentro de las
cosas: el poeta evoca su edad de gracia y, al conjuro, vienen los re¬
cuerdos, pertinaces en cuanto amados, pues el olvido se encargó
de aventar las escorias. Lo dice Ezra Pound en sus Visan Cantos:
233 —
hace más que historia, es historia enriquecida por el sentimiento
añorante del hombre, y el poeta tiene que librar la batalla lingüísti¬
ca entre dos tensiones de orden diferente: el significado emotivo
(su propia experiencia) y el significado referencial (los datos para
que nosotros identifiquemos su mensaje). Lo que convierte a este
poema en una creación mítica es el primero de estos significados
por cuanto la creación poética ha surgido al evocar unas experiencias
personales que se han separado del conjunto al que llamamos vida
y esas experiencias personales, por estar desgajadas del conjunto,
dan una visión parcial de la realidad, pero más intensa puesto que
los detalles que se nos muestran acentúan su autonomía fuera del
conjunto al que pertenecen. La vida se reduce a unas anécdotas de
intención, especie de símbolos que, acordados de nuevo en la crea¬
ción poética, elaboran una nueva realidad con elementos históricos,
sí, pero desvinculados de la trabazón interna que los había generado
y los había mantenido en su primitivo valor.
II
6 El poeta vivió en la ciudad de los dos a los once años (vid. Carlos Bou-
soño, La poesía de Vicente Aleixandre, Madrid, 1956, p. 13). Esta estancia
sería imprescindible para esas recurrencias vitales de que habla Bousoño y que
constituyen la visión del mundo del artista (op. cit., pp. 31-36).
— 234 —
ción subjetiva (recuerdo de la infancia) con estos datos, muchas ciu¬
dades y muchos poetas podrán construir su propia ciudad del Pa¬
raíso. |
Si volvemos a la condición del poema, hemos de aceptar como
válidas las palabras con que Lévi-Strauss se situaba ante el inventa¬
rio de muchos relatos:
— 235 —
y de hecho lo partimos en la lectura. Ahora, en el remate, los ver¬
sos se hacen más uniformes, no hay remansos en el recuerdo y tipo¬
gráficamente se han unido los tres últimos versos del mensaje con
los dos que reiteran el carácter mítico del poema. Más aún, el texto
se cierra enlazando con la evocación inicial. Al «pareces reinar bajo
el cielo», se encadenan los dos alejandrinos finales:
— 236 —
Estrofa I Estrofa V
7 + 9 7 + 8
10 + 7 7 + 9
8 + 7 3 + 7 + 7
9 + 5 11
7 + 9 7 + 7
7 + 7 + 9 + 7
Estrofa II Estrofa VI
5 + 5 + 5 9 + 4
6 + 9 6 + 7 + 6
7 + 7 7 + 7
7 + 7 + 7 7 + 7
7 + 7 5 + 5 + 7
4 + 7 + 9 8 + 7
5 + 7 + 3 5 + 11
5 + 7 5 + 7
5 + 9
7 + 7
7 + 7
7 + 7 + 467 + 11 9 + 7
11 + 7 7 + 7
7 + 79 7 + 7
7 + 7 7 + 7
— 237 —
gún la tradición clásica de la silva, y, una vez establecido este orden
familiar, 11 pentasílabos cuando menos no extrañan si recordamos
su presencia en las estrofas llamadas sáfico-adónicas, revividas, por
ejemplo, en el primer Unamuno. Y, en efecto, el intento de perpe¬
tuar un ritmo conocido parece claro: cinco (o seis) de esos penta¬
sílabos pueden llevar acento en la primera sílaba, mientras que los
demás tienen alternancias muy poco sistematizadas.
Son raros los segmentos de cuatro sílabas, los de ocho (que po¬
drían reducirse en algún caso a heptasílabos, si hacemos encabalga¬
miento con el final del precedente)10 y los de diez. Sin embargo, abun¬
dan los eneasílabos, verso muy poco usado en nuestra lírica y que
cobra cierto auge con los modernistas u. El esquema sufre numerosas
fluctuaciones acentuales y no se puede reducir a una regularidad es¬
tricta: podemos decir, sin embargo, que en más de la mitad de los
casos, un acento principal recae en la cuarta sílaba (I, 2, 4, 5 y 6;
III, 2) y, en tres, en la quinta (III, 5; V, 2; VIII, 1)12.
El verso libre del poeta está sometido a unos principios de orde¬
nación interna que establecen una clara regularidad sobre los hep¬
tasílabos (más de la mitad de los segmentos métricos en que he di¬
vidido el poema) y que, en combinaciones con endeca y pentasíla¬
bos, recuerdan los tipos libres de silva 13 según la tradición clásica o
que evocan ciertos versos, los pentasílabos, que podían combinarse
con ellos, bien que ahora la acentuación sea menos rigurosa que en
lo antiguo y, por supuesto, la estrofa se ha perdido totalmente. Por
otra parte, el poeta recurre a una nueva combinación en la que los
eneasílabos son muchos y se asocian, predominantemente, a los hep¬
tasílabos y pentasílabos; con ellos se intenta construir una variante
combinatoria que da amplitud a hemistiquios cortos; basta observar
la frecuencia con que aparecen esquemas del tipo 7 + 9, frente a
la rareza (sendos casos únicamente) de 9 + 5, 9 + 4 y 9 + 7.
Teniendo en cuenta todo ello, el pretendido versolibrismo queda
muy reducido: un segmento de 10 sílabas, tres de ocho, dos de seis,
dos de cuatro y dos de tres. Es todo. Mientras que los heptasílabos
se ordenan —además— en unos cuantos ritmos acentuales fijos:
— 238 —
in ter me diaen los ai res
(I, 3, 5, 6, 6; II, 3; III, 1, 2, 4, 6, 6,
7; IV, 4; V, 3, 5; VI, 4; VII, 1,2,4;
VIII, 2, 5. Total 20 casos un 40%) 11
_1_ _ _ _ /
a pe ñas de te ni da
(I, 2, 6; II, 4, 4, 4; III, 7; V, 2, 3;
VI, 2, 3, 3, 11 casos; 22,4%)15
III
— 239 —
rigurosas. Creo que por un análisis muy concreto he llegado a una
situación que en un plano teórico había definido así G. Guiguielmi:
240
tica del texto no es el sentido añorante de la evocación ni es nada
de lo que pertenece al mundo de la llamada preceptiva literaria.
Con todos estos ingredientes se han escrito siempre malísimos poe¬
mas; la eficacia del que tenemos bajo los ojos, lo que lo convierte
en criatura perdurable, es la selección de unos elementos que dejan
de ser puramente retóricos para transfigurarse en poéticos gracias a
la correlación entre los planos de la expresión y del contenido. O
dicho de otro modo, la necesidad de que la semántica del texto se
exprese de la única manera posible para que se realice con plena
virtualidad. Ahora bien, esto no bastaría si, además, no se produjeran
unas denotaciones recurrentes sobre esos planos; pues sin ellas el
mensaje no sería poético. Expresión y denotación unidas es lo que
modifica el talante lingüístico normal para convertirlo en el meta-
lenguaje de la poesía, que —de una parte— está limitado por una
serie de restricciones tanto expresivas (el enunciado se hace en un
determinado orden que no es el común) cuanto semánticas (la deno¬
tación se convierte en connotación), pero que —de otra parte— está
ampliado por lo que se ha llamado «la valorización de las redun¬
dancias que se hacen significativas»21. Tal vez nada tan eficaz en el
análisis de nuestro poema como descubrir su palabra clave y verla
en el funcionamiento que el poeta le hace tener.
Doce veces ocurre ciudad en el texto y todas ellas trascendida
de su propia denotación. He aquí las presencias:
— 241 —
16
pues cada ciudad —como dirían los teóricos del urbanismo— tiene
su propia lengua, nos habla de modo distinto a las demás ciudades
cuando tiene personalidad22; el poeta establece la tensión Yo-Tú
de que he hablado, y el objeto del amor se manifiesta en sus conno¬
taciones específicas, ya no vistas desde fuera, sino como identifica¬
ciones ontológicas que trascienden del propio ser urbano: hay un
nexo que pudiera unir el subjetivismo, que afecta sólo al alma del
narrador, con las esencias que la ciudad posee. En el verso 3 de la
estrofa II, se dice ciudad madre y blanquísima; percibimos aún el
arrastre subjetivo {madre), pero ya los atributos específicos de la
ciudad que se inician con la parataxis (y blanquísima) para no inte¬
rrumpirse en una catarata de requiebros: angélica, graciosa, honda,
prodigiosa. Y el trasunto desasido: el poeta no puede ver la ciudad
en lo que fue para sí mismo ni en lo que es en la realidad, la con¬
vierte en un mito digno de la más atrevida metamorfosis: voladora
entre monte y abismo, blanca en los aires, no en la tierra, morado¬
ra en el cielo por el que vuela. El mito se ha cumplido. Faltaba la
epifanía final al mundo de los valores absolutos, donde la realidad,
virginal e intacta, es: allí no existe denotación ni connotación: am¬
bos conceptos son el resultado de la trivialización lingüística, que
busca su propia salvación en la palabra; allí las cosas son esencias
y no contingencias, la palabra no ha padecido desgastes y sirve para
nombrar a las cosas, que tampoco han perdido la exactitud de su
perfil. El título es el anticipo de todo este desarrollo de significan¬
tes y significados, Ciudad del paraíso, resultado de la evasión que
en el poema se va realizando puntualmente, pero cuyo arribo no se
nos dice. El discurso poético se clausura con un salto: todas las
denotaciones llevan a una conclusiva que, ausente en el relato, es
precisamente la que lo inaugura desde el título.
IV
— 242
Evidentemente, nos estamos moviendo dentro de los plantea¬
mientos hjelmslevianos. La connotación sería «l’ensemble des sys-
temes significants que Ton peut déceler dans un texte outre la dé-
notation». Es evidente que la denotación será cualquier enunciado
neutro, y connotación el enriquecido en no importa qué sentido. Des¬
cender a inventariar lo imprevisible será siempre un intento de muy
problemático logro, pues sean o no heterogéneos los hechos que la
connotación descubre, resulta evidente que se trata de una denota¬
ción + x, entendiendo por x un modificante cuyo valor no interesa
en un planteamiento de carácter general. En un plano teórico podre¬
mos decir que el texto poético ofrece el testimonio ejemplar de la
connotación libre, pero en la realización no es así2i. Para mí es im¬
prescindible buscar la obligatoriedad de las connotaciones, pues de
otro modo para nada nos servirían los análisis estructurales. Niego
que en el texto poético «il n’est pas possible de donner une interpré-
tation pleinement satisfaisante au nivel de la dénotation», pues en
tal caso para nada servirían los intentos de reducir un análisis a lo
que pomposamente adjetivamos de científico. Si el crítico no puede
establecer interpretaciones satisfactorias en el nivel denotativo, no
hace otra cosa que practicar un subjetivismo arbitrario. Y lo que
tratamos es, sí, ordenar subjetivamente (hay críticos sagaces y crí¬
ticos miopes), pero dentro de unas estructuras que funcionan soli¬
dariamente, esto es, en interpretaciones plenamente satisfactorias.
Porque una cosa es que cada lector dote al texto con «éléments tirés
de son imagination, de sa propre expérience, de sa culture, ou de
sa connaissance de la personnalité du poete», y otra que no se pueda
llegar científicamente al descubrimiento de las connotaciones que,
insertas o no en la estructura del texto, tienen una organización nada
caprichosa. Si diéramos de lado a todos estos hechos lo mismo daría
un pareado de la Biblia de Carulla que un poema de Aleixandre. En
definitiva, estamos dando vueltas a la esencia de lo poético que no
está en la imaginación del lector, ni en su experiencia, ni en su cul¬
tura, ni en su erudición; con todo ello habrá lectores —y anda es¬
crito en los manuales de literatura— que creerán que Gabriel y Ga¬
lán es mejor poeta que Miguel de Unamuno o que el argentino
Almafuerte vale más que Rubén Darío. El mensaje poético utiliza
un código y nosotros tratamos de descubrir el sentido; que acerte¬
mos o no ya es otra cuestión, pero, si queremos que nuestro que¬
hacer sea válido, tendremos que buscar las razones que lo hacen
valer. Y esto nos sitúa de nuevo en nuestro texto: Vicente Aleixan¬
dre era libre de buscar connotaciones dentro de su idiolecto poéti¬
co, pero no es libre de expresarlas caprichosamente. Hubiera podido
24 Ibidem, p. 21.
cantar a otra ciudad bellísima, pongamos por caso a Heidelberg;
evidentemente, si en ella hubiera sido estudiante, la hubiera recor¬
dado en sus días alegres, pero ¿la hubiera llamado angélica? ¿Hubie¬
ra podido decir de ella ciudad no en la tierra? Hablo de una ciu¬
dad que nadie se atreverá a decir que no es un portento de equili¬
brio y perfecciones, pero ¿dónde está la connotación libre? Málaga
es, sí, ciudad angélica. Yo no me atrevería a decirlo de Salamanca o
de Avila; el ángel es una rara condición que Dios regaló a Anda¬
lucía y no a Castilla, con independencia de nuestras predilecciones.
La gracia, lo decían los platónicos, es «un resplandor exterior» que
acompaña a la hermosura25, y en este sentido Salamanca y Avila,
o Heidelberg, no son graciosas, ¿cómo llamarlas no en la tierra, si
ellas, todas ellas, están ancladas en un paisaje que las hace ser y del
que no pueden desasirse? Se me dirá ¿por qué el poeta llama honda
a una ciudad alada y graciosa? y aquí, sí, recurriría a nuestro saber
de lectores de poesía: se trata de otra connotación nada libre: el
más famoso de los poemas dedicado a las ciudades andaluzas lo
escribió Manuel Machado. Poema perfecto, con ángel, con gracia y
con el acierto del rejón clavado en el morrillo del toro. Cada ciudad
es —sólo— una connotación que la independiza y la define. Menos
Sevilla, porque Sevilla es, en sí misma, el valor ontológico de todas
las perfecciones. Sevilla es lo absoluto e indefinible, lo que no llega
ni al balbuceo del místico, es. En ese poema se dice, simplemente,
Málaga cantaora. Málaga de la Trini y de Juan Breva, cantaora de
cantes hondos, y Aleixandre bien lo sabe26: está haciendo historia,
la suya propia, la de una ciudad que no es la suya, pero en la que
su corazón se quedó prendido —y perdido— para siempre; enton¬
ces, al seleccionar sus connotaciones, no es libre: las calles de la
244 —
ciudad son musicales, con todos los tópicos que no consiguen desvir¬
tuar la Andalucía trágica que nosotros conocemos: la reja florida
y la guitarra triste, el amante quieto bajo la luna eterna, jardines,
flores. Son los elementos denotativos que, de pronto, quedan ungi¬
dos de valores singularizantes; no son los tópicos de la reja y los
enamorados, de las flores y la guitarra, porque toda la semántica
del poema está al servicio de una idea nueva y, entonces, los ele¬
mentos que en cualquier otro texto servirían para la descripción tri-
vializada, aquí cumplen el fin de exornar un mito haciéndolo inalie¬
nable. Pensemos en otro bello poema de Manuel Machado (Can¬
tares) :
_ 245 —
mismo28— ha tomado una serie de elementos referenciales, pero lo
que con ellos ha elaborado no ha sido un cuadro de costumbres,
sino el mito que —apoyándose en unos símbolos inalienables— nos
da la imagen desasida de una ciudad arraigada.
— 246 —
contexto inorgánico de una evidencia estructural» 31. Para que la va¬
loración sea algo más que subjetiva es necesario establecer la or¬
denación interna del texto y ver su relación con los significantes de
que se vale y el sistema de connotaciones que afecta a ese orbe
complejo.
Ciudad del paraíso tiene una forma poética, cuya originalidad he¬
mos encartado dentro de una tradición a la que enriquece; tiene un
contenido de escasa complejidad, pero —sin embargo— la forma de
ese contenido sí que resulta compleja, más aún, crea un poema
bellísimo con los elementos que pudieran ser información que hoy
diríamos turística y, ayer tan sólo, de la más trivial Andalucía. Para
que esto sea así, cada una de las palabras significativas se ha apar¬
tado de los contextos manidos y parece virginalmente intacta. De
pronto, el poeta ha descubierto un mundo al que llamaríamos para¬
disíaco y ha empezado a poner nombre a las cosas: la reja es 'reja’,
la flor es flor’ y la guitarra es 'guitarra’. Lejos el tópico o el fol-
klorismo, tan sólo unas pocas esencias inalienables. Porque en ellas
está el mundo no gastado al que el niño se asoma y al que el hom¬
bre quisiera repristinar. Al contrario de tanto poeta que quiere
desmitificar las palabras, Vicente Aleixandre quiere devolverles sus
contenidos más genuinos que, en un mundo adulterado por el con¬
sumo, se convierten en auténticos mitos. Muy al contrario de lo que
defendería Furio Jesi, el poeta español encuentra en el mito la his¬
toria verdadera apoyada en la realidad32: la ciudad mítica es una
ciudad concreta y bellísima, en un marco preciso e inigualable, con
una historia vivida por el niño que fue Vicente Aleixandre y con
un recuerdo que dura en el hombre que él mismo es. El mito es la
esencia de la realidad, como la metáfora el intento de su aprehen¬
sión más exacta. Todo el mundo al que se transpone el poema es un
mundo mítico expresado por medio de intensiones. No deja de ser
curioso que Julia Kristeva al intentar explicar la semiótica literaria y
dando vueltas a cosas que no le quedan muy claras 33 acierte con una
bella metáfora: «tomamos los textos como cristales de la significa-
247
ción en la historia» 3L Y, acaso, como metáfora sea distinto su valor
evocativo para un semiólogo y para un lector de poesía, pero creo
que es verdad; a través del texto vemos ese otro mundo al que no
llegaríamos sin la existencia del poeta.
No pretendo decir que en Ciudad del paraíso la metáfora esté
ausente, sino algo más significativo. La metáfora no es elemento bá¬
sico del poema; lo fundamental es la transposición a un plano mí¬
tico de unas cuantas contingencias 35. Y en él, como enlace entre la
realidad y el mito, las metáforas juegan igual que bisagras que per¬
mitieran entreabrir una puerta. En el poema de Aleixandre, poema
de intensión y no de extensión, lo que importa no es cambiar el
significado habitual de las palabras según las exigencias del contexto,
sino intensificar esos significados, reducirlos en su campo semántico
y dejar de ellos el único nodulo incontaminado e incontaminable:
flor, jardín, reja, no son realidades indiferenciales, sino aquellas otras
—únicas y singularísimas— que se dan en Málaga y que se convier¬
ten en símbolos inconfundibles de una ciudad inconfundible35. Re¬
sulta entonces que la economía expresiva alcanza los límites extre¬
mos y, en servicio de ella, la forma del contenido se expresa en nu¬
merosos sintagmas nominales, que hasta rompen la estructura del
verso imponiendo sus valoraciones intensivas. Y creo que es ésta
una nueva maestría del poeta: la adjetivación sirve para crear un
plano ideal en el que inscribe a la ciudad; la nominalización actúa
de contrapeso, y fuerza a descubrir la esencia de la realidad, sin gan¬
gas adventicias. Si hubiera que aclarar con alguna referencia, pensa¬
ría en San Juan de la Cruz, alta cima de poesía, donde el recurso
248 —
también se aplica. Ahora pueden entenderse versos como Calles,
apenas leves, musicales o Jardines, flores o, conforme se acrecienta
la emoción. ¡Oh ciudad no en la tierra!, para terminar casi con
249
VI
38 Creo que de Aleixandre, mucho mejor que de Sartre, podría decirse que
hace funcionar las palabras «no como signos, sino como objetos que reflejan
mágicamente el mundo» (Guglielmi, op. cit., p. 12).
39 La metáfora no utiliza el sentido global de la palabra sino los elemen¬
tos del significado que son válidos en el contexto (op. cit., p. 43).
10 Captación intelectual para que el mensaje pueda ser interpretado (ibídem).
250
ellos llama a nuestra imaginación para que se puedan establecer las
corrientes de comprensión y llama a nuestra sensibilidad para que
podamos aparearnos con la suya y descubrir el prodigio oculto bajo
los bienes mostrencos. Pero no veo —y vuelvo a disentir de Le
Guern— que «el símbolo rompa los cuadros del lenguaje y permita
todas las transposiciones» (p. 47), sino que revela cuánto de inalie¬
nable hay en la cosa significada, se apodera de su esencia y la saca
a flor, pero sin perder por ello sus contenidos originarios ni trans¬
ponerlos a otros planos. Al crear un símbolo no hay una descon¬
fianza en las posibilidades expresivas de la palabra, como le ocurre
al creador de metáforas, sino una absoluta indentificación con ella;
una fe total y ciega de que en las palabras aún no hemos terminado
de agotar sus posibilidades expresivas.
Desde aquí es fácil la comprensión cabal del poema de Aleixandre:
movido el poeta por un recuerdo emocionado, busca transmitir al
lector sus recuerdos de una ciudad a la oue ve en unos rasgos esen¬
ciales. Entonces la palabra colabora con él en la selección de algunos
elementos que hacen criatura inalienable e inconfundible a la ciudad
en que vivió. Logrado este primer proceso con un vocabulario que
nada tiene de sorprendente o extraño, se identifica con unas cuantas
cosas que son reales, pero que por su carácter diferenciador hacen
que la ciudad sea inconfundible. Pero el poeta vibra con el temblor
de sus recuerdos, y esos objetos, que por ser añorados se cargan de
belleza, obligan a una nueva selección, la de una adjetivación llena
de alegrías y fruiciones: la mano que salva a la ciudad es dichosa:
las olas que esperan, amantes; las calles, leves y musicales; las pal¬
mas, juveniles-, los labios, celestiales; las islas, mágicas-, la piedra,
amable; las paredes, rutilantes, etc. Los elementos denotativos des¬
empeñan ahora el mismo papel que desempeñaron al caracterizar a
la ciudad: todos transponen la realidad vulgar a un plano de belleza
desasida; los elementos concretos crean ahora belleza en su propia
i entidad; antes —habíamos visto— el desprendimiento se había lo¬
grado desde unos razonamientos muy precisos: del subjetivismo per¬
sonal, a la realidad contingente; de ésta, a la evasión. Todo con¬
verge sobre el mismo plano y la ciudad es una huida a un mundo
celeste. Huida tal vez sea palabra demasiado precisa para un arte
que practica la discreción. Porque el poeta recurre a una adjetiva¬
ción fuertemente significativa para establecer el plano del desasi¬
miento; luego recurre a unas notas nada precisas, pero esfumada-
mente sugeridoras: la ciudad que desciende del «monte imponente»
se queda detenida en el aire, presidiendo las espumas que la anhelan;
i no de otro modo a como Venus nació desnuda y virginal sobre el
I lienzo o en el mármol, y, también como en Citerea, los vientos hu-
— 251 —
manados mecen las cabelleras sueltas. Pienso en Botticelli: con su
criatura detenida en las aguas, quieta y eterna, sin llegar a evadirse
ni a sumergirse de nuevo, acariciada por los vientos que no pertur¬
ban el fiel de su equilibrio.
Arte de la discreción que apunta sólo —pero nos eterniza el mo¬
mento— a los jóvenes que se deslizan como en un ballet imposible
sobre piedras que ya han perdido su dureza, o paredes enjalbegadas
que no reverberan, sino besan a la multitud —discretamente senti¬
da— que se remansa en el tiempo y que en el tiempo vive. Reitera¬
damente, el mito surge en su plenitud intemporal; los engarces con
la realidad conducen a la eternización de cada instante y el tiempo
no cuenta: la súbita canción que oye el niño está «suspendida en el
tiempo», la noche está quieta, aún más quieto el amante, la luna
eterna «instantánea transcurre», la ciudad tiene «calidad de pájaro
suspenso» y vuela en el cielo con sus «alas abiertas».
En el poema de Aleixandre, sólo un momento se perturba la ar¬
monía de perfecciones. En la estrofa VI, «un soplo de eternidad
pudo destruirte». ¿Qué misterio hizo que los hombres vivieran y no
vivieran por un sueño? ¿Qué les hizo pasar, semejantes a un soplo
divino? No cabe menos carga real para insinuar la mayor tragedia de
la historia de la ciudad. Pero la tragedia fue un sueño malo; rompió
el equilibrio de aquella armonía tan difícilmente lograda y pasó de
la mente de los hombres. El poeta sigue en su transposición con ele¬
mentos reales que —de nuevo— simbolizan cuanto ha hecho nacer
el amor a la ciudad: jardines, flores, mar alentado... Y el recuerdo
atenazado a la mano que hizo que los ojos del poeta se abrieran a
la vida y que consiguió que cada paso descubriera un valor perdura¬
ble en las realidades circundantes. La guerra es la perturbación del
orden y la quiebra del amor. Sólo queda —1944— la angustia de
que el Paraíso hubiera sido aniquilado.
VII
— 252 —
gir una sustancia de contenido (Málaga) a la que se va dotando de
una forma de contenido (los elementos simbólicos que el poeta se¬
lecciona) para después recurrir a una forma de expresión en la que
vuelven a ejercitarse otra serie de selecciones, sea en cuanto a su
enunciado, sea en cuanto a su distribución. Aleixandre crea su mun¬
do evitando cualquier estridencia: la adjetivación —sobre la que apo¬
yan sus transposiciones— está llena de júbilos y goces; en contrapo¬
sición, los sustantivos sirven de fundamento a unas intenciones muy
concretas, y los verbos organizan la oposición patética entre la vida
fugaz del hombre y la duradera de la ciudad. Pero toda esta com¬
plejidad gramatical no es sino un discreto apuntar a hechos prodi¬
giosos (el descubrir el mundo, la evocación, la historia) que, una vez
descubiertos, sirven para transponer el plano de la contingencia al
de los valores absolutos. La anécdota que aquí se narra es un frag¬
mento de historia vivida por el poeta, entreverada con la historia
contingente de la ciudad. Es precisamente el historicismo que acer¬
tamos a descubrir lo que sustenta una realidad mítica, valedera para
cualquier ocasión y circunstancia. Cualquier hombre capaz de sentir
el paso del tiempo, el amor filial, el sentido del paisaje, acertará a
comprender su propia ciudad del Paraíso. Pero esta validez general
no puede lograrse con recursos que particularicen a la creación. El
poeta recurre a seleccionar los elementos poéticos que, indeclinable¬
mente locales, salvan la circunstancia localista y la hacen universal.
Para ello busca procedimientos intensivos, el más eficaz de todos la
eliminación de la metáfora en el plano de la expresión; con ello los
sustantivos se hacen esencias, pero esencias válidas en sí mismas y
no en la anécdota pintoresca. Son los símbolos que representan todo
lo que la ciudad es y todo lo que permite que la ciudad sea en la
memoria de los hombres; resulta entonces que estos sustantivos no
£on una pura denotación trivial, sino que connotan un mundo para¬
disíaco en el que el poeta vivió y en el que la ciudad sigue existiendo.
El plano al que aluden estos sustantivos es el de una realidad cuya
contingencia terrena fue salvada por los adjetivos que actuaron de
transpositores. Allí han convergido las tensiones del poeta: la ciudad
cuyos símbolos se han aprehendido es una ciudad mítica a la que
vemos dentro de una creación que se mantiene virginal: como Venus
flotando sobre la espuma, mientras los Vientos mecen su cabellera
y el Océano la codicia para alcanzar su plenitud. El poeta no ha
desmitificado a las palabras, sino que las ha hecho ser recreadoras
del mito, vida nueva en un mundo viejo: los ojos del niño asustados
de tanto prodigio han salvado el desgaste de las cosas para hacerlas
ranea, apud Estética ael mito (trad. Roberto S. Vernengoj, Caracas, 1967, p. 13.
Vid., también, Pierre Guiraud, Les jonctions secondaires du langage, apud
Le Langage, dir. A. Martinet, París, 1968, p. 484.
— 253
ser —de nuevo— unción paradisíaca, emoción recién estrenada en las
cosas que empiezan a tener un nombre intacto todavía 12. Pero el
discurso poético exige nuevas selecciones: el plano de la forma no
se agosta en la trivialidad de una ordenación vulgar. Ahora, el poeta
se sitúa en la tradición literaria de su pueblo: elige un verso largo
que permita la exposición remansada. Pero no se conforma con los
bienes conseguidos por los demás. Aventura su intento y logra rit¬
mos nuevos mezclando viejos tipos métricos y estableciendo combi¬
naciones que —ya— parecen triviales, pero que no se habían usado,
o fijando unos tipos de acentuación que obligan a una cadencia rít¬
mica uniforme, con independencia del contar de las sílabas. Y así
queda esta criatura, equilibrada en la forma de su contenido, equi¬
librada en la forma de su expresión; sin gangas extrañas ni conce¬
siones pintorescas. Todo fruto de una sabia eliminación, que nos
deja —sólo— los elementos imprescindibles, porque de los de¬
más el poeta ha sabido prescindir. Y como cobijo de estas selec¬
ciones, otra sagaz y ecuánime, el metro innovador y clásico a la vez.
Viejo y nuevo juntamente, como el soplo del Creador sobre las cria¬
turas: continuada efusión de amor que se repite en cada nueva vida,
aunque su brisa nos llegue desde la aurora de la eternidad.
— 254 —
LEOPOLO DE LUIS
255 —
Las declaraciones de los propios autores no deben seguirse muy
al pie de la letra. Son complejos los vientos que pueden impulsarlas
y los más sencillos soplan desde un sentimiento subjetivo momentá¬
neo. Si a un poeta se le requiere para que hable dos veces sobre la
razón de un poema propio, es muy probable que cada vez monte un
«cuento» distinto, lo que en nada lesiona la veracidad del poema ni
la sinceridad de ambas versiones, acaso las dos válidas. Además, el
poeta es por naturaleza proclive a hacer poesía sobre la poesía —ahí
están todas las bellas indefiniciones de la misma palabra—. Por si
fuera poco, no cabe omitir las circunstancias en que se formulan unas
declaraciones: causas de vario matiz pueden aconsejarlas dentro de
unos u otros márgenes, incluso echándolas por la borda de lo incon¬
creto y evasivo.
A mí me parece importante resaltar la época gestadora del libro
de Vicente Aleixandre, e insistir en esas afirmaciones de Bousoño:
«Por todos lados encuentra pesadumbre y maldad, artificio y men¬
tira.» Porque la poesía de Sombra del paraíso reside, en síntesis, en
señalar lo perdido y en querer recuperar lo perdido. Tales son las
dos alas que le dan vuelo. ¿Equilibradas alas? Realmente, no. Hay
más elegía que lucha, más nostalgia que coraje. El ave de esta poesía
vuela escorada del costado de lo melancólico. Hay, en definitiva, pe¬
simismo.
Pero el pesimismo estaba ya alojado en la sustancia poética del
libro anterior: Mundo a solas, escrito de 1934 a 1936 2. Aleixandre
tituló primero el conjunto poemático Destino del hombre. Patético
destino, diríamos, porque su concepción es una cegadora soledad,
con el ser humano como rastro perdido, como vida negada. «Sólo la
luna sospecha la verdad / y es que el hombre no existe», son los
versos que abren el primer poema. La pugna de un amor que se nie¬
ga a sí mismo, dramatiza la adversa suerte de un vivir en huida a
través del planeta puro y erizado, mineral y helador, combatido por
soles furiosos y lunas secas o ensangrentadas. La ráfaga amorosa que
conmueve casi todos los poemas responde a la dualidad de amor-
muerte ya alentada en La destrucción o el amor, pero es más trá¬
gica. En definitiva, este desolado libro es una aventura de frustra¬
ción de signo amoroso y, por tanto, subjetivo.
Sombra del paraíso, en cambio, es más objetivo, pese a que va¬
rios poemas se sustenten en recuerdos personales («Ciudad del pa¬
raíso» y «Padre mío», valgan como ejemplos descollantes). La ma¬
yoría de las experiencias reconocibles son lejanas; se alude a ellas o
se vislumbran al fondo del poema, como sombras remotas proyec-
— 256 —
tadas de espaldas, tal en la famosa caverna de Platón. Hay una con¬
ciencia de «la iniquidad del presente», dicho sea con frase del libro
de Bousoño. ¿Cuál es la causa de tanto desistimiento? ¿Cuál el
«presente inicuo»?
En 1939, la guerra civil española concluye en los campos de ba¬
talla, si bien se continúa en una prolongada posguerra que muestra
agria faz para la parte vencida. Centenares de miles de españoles
salen hacia países de Europa y de América. Pero, paralelamente a
ese exilio centrífugo, que aleja a los caminos de la España peregrina,
se produce un exilio centrípeto que asfixia a otros muchos cientos
de miles en la España silenciosa.
La generación del 27, a la que Aleixandre pertenecía, sufre gra¬
vemente la diáspora. Uno de sus más conocidos y brillantes poetas
se alejó para siempre, asesinado «en su Granada». Otros: Rafael
Alberti, Luis Cernuda, Emilio Prados, Manuel Altolaguirre, Domen-
china, Max Aub, Garfias, Herrera Petere, Juan Rejano... forman
entre los que abandonaron el suelo patrio. En América estaban ya
Jorge Guillén y Pedro Salinas. En la poesía de todos ellos el exilio
deja sus huellas. Unas huellas melancólicas y nostálgicas, unas huellas
producidas por el dolor de lo perdido, aun en los más beligerantes,
aun en aquéllos cuyo verso se alzó también increpatorio y comba¬
tivo. La pena fluye como un agridulce arroyo, y canta suavemente
herida, mientras vuelve los ojos al pasado.
Creo encontrar un eco semejante en Sombra del paraíso, desde
el exilio interior de la España silenciosa en que vivió el poeta todos
los años de su elaboración. Hay en sus páginas un como deliberado
alejamiento, una voluntaria inhibición frente al presente, a cambio
de iluminar remotos paisajes de armonía y belleza frustradas. Es un
libro de ablegación.
Ha pasado un verano difícil. Sus mejores amigos, muertos, hui¬
dos o encarcelados. Su casa, destruida. Su nombre, borrado de la li¬
teratura circulante y permitida. Un otoño sombrío en el duro Ma¬
drid de la posguerra será el instante creacional de «Primavera en la
tierra», de «Plenitud del amor», de «El cuerpo y el alma», de «La
verdad». Como si se hubiera alejado con sus compañeros expatria¬
dos, el poeta canta una tierra perdida, una tierra de felicidad y pu¬
reza no posibles.
Si releemos el primer poema (página 519 de las Obras Comple¬
tas3), percibimos el perfume inefable de un algo muy hermoso que
se ha perdido. Se habla de unos «espíritus benévolos» —de bene y
de volo: unos espíritus que le querían bien— que ya no están, no
existen. Eran los protectores de una época juvenil:
3 Obras Completas, Madrid, Edit. Aguilar, 1968. A esta edición me refe¬
riré al citar textos y páginas en el presente artículo.
— 257 —
17
Iluminando mi frente en los feraces días de la alegría juvenil
258 —
un ayer anterior a los hombres, resulta demasiado diluida y borrosa.
Creo más real un acercamiento a lo concreto, una nieve y un plomo
alusivos a la circunstancia, unos hierros tangibles y privadores de li¬
bertad y unos deseos que fueron efímeros precisamente como con¬
secuencia de la derrota.
Me doy cuenta de que esta interpretación no podría ser corro¬
borada sino por el propio autor, pero lo que sostengo no es una
escritura con clave, sino un influjo íntimo de toda la circunstancia,
gravitando y condicionando la creación de estos poemas. Es muy
probable que, inconscientemente, el poeta alíe y confunda (esto es:
funda-con) el anhelo de un mundo elemental y primario y el oscuro
tumulto amargo de la derrota.
Lo mismo podría decir del cuarto poema escrito aquel otoño:
«La verdad» (p. 508), de tono amoroso, donde el eco de unos pá¬
jaros perdidos son:
— 259 —
Avancemos más: «una luna redonda gime o canta / entre velos,
sin sombra, sin destino, invocándoos». La luna, al invocarlos, no sólo
canta, sino que gime (canto y gemido se identifican aquí por la am¬
bivalente o aleixandrina, tan peculiar) y va entre velos, sin sombra,
sin destino.
Comenzamos a extrañarnos. ¿Por qué va a gemir la luna por
unos seres que, simplemente, duermen? Además, bien que vaya «en¬
tre velos», pero ¿sin sombra? Los cuerpos dormidos no sólo es nor¬
mal que estén en sombra —lo más propicio al sueño—, sino que
también al darles la luz lunar han de proyectar sombra. En cuanto
al «sin destino», ¿por qué? ¿quién no tiene destino, la luna o los
durmientes? El destino de esta luna que invoca a los durmientes
será verlos un día despiertos, y ellos mismos tienen como destino
salir del sueño. Creo que hemos tropezado con varios motivos para
sospechar que se trata de algo más que de simples dormidos. ¿De
muertos, quizá? Sigamos adelante.
. un destino llamando
a los dormidos siempre bajo los cielos vividos.
— 260 —
ese estado, de por sí pasajero. Cuando unos dormidos perduran en
su estado, no están dormidos, están muertos.
Me parece que no hacen falta más comprobaciones, aunque hay
otras en este revelador poema. Una más:
. ¡Ah dormidos,
sordos sois a los cánticos!
261 —
la tristeza que como párpado doloroso
cierra el poniente y oculta el sol como una lágrima oscurecida.
262
IX
LA ULTIMA ETAPA
-
■
PERE GIMFERRER
265 —
cuentemente corto; en Diálogos del conocimiento rara vez llega al
versículo —que había dominado en otras entregas del autor—, pero
tampoco desciende sino en contadas ocasiones por debajo del ale¬
jandrino o el endecasílabo, con la excepción de un solo poema.
Lo que primero sorprende en Diálogos del conocimiento, con res¬
pecto a Poemas de la consumación y aun a toda la obra producida
por el poeta después de la guerra civil, es la dificultad de su lectura.
Desde su período parasurrealista, es decir, desde Espadas como la¬
bios, Pasión de la tierra y La destrucción o el amor, Aleixandre no
nos había entregado un volumen que resistiera tan pertinazmente a
cualquier intento de lectura racionalizadora. Ello proviene tanto de
la naturaleza misma de lo emprendido en la obra como del hecho
vinculado a lo anterior, de que en ella el poeta ha llevado a sus úl¬
timas consecuencias determinados rasgos de estilo que ya aparecían
en Poemas de la consumación. El más singular y visible posiblemente
sea la tendencia a la concatenación de aforismos de sentido ambiguo,
a menudo alógico, que además en muchas ocasiones se excluirán mu¬
tuamente puestos en relación con el contexto. Este falso estilo afo¬
rístico —ejemplificado por lo común en la identidad entre dos infi¬
nitivos, o en oraciones cuyo sujeto es un pronombre personal, casi
siempre «quién», y al que con frecuencia se refieren dos verbos,
uno en presente y otro en pretérito perfecto— domina el sector más
reciente de la poesía aleixandrina de modo tan claro como, en el
pasado, lo había hecho el empleo de la «o» identificativa.
No escasean ejemplos del procedimiento en Poemas de la consu¬
mación: «Conocer es reír», «Conocer no es lo mismo que saber»,
«Quien duda existe», nos lo ofrecen en su formulación probable¬
mente originaria, susceptible aún de una glosa racional. (Para sim¬
plificar, dado que este trabajo no tiene finalidades académicas, daré
las citas sin mencionar siempre la referencia del poema o la página
del libro a que pertenecen; localizarlas no ha de ser difícil a quien
eventualmente se lo proponga.) Pero ya en «Quien fue» nos halla¬
mos ante series del orden de «Quien ve conoce, quien ha muerto
duerme. Quien pudo ser no fue», o más adelante «Quien pudo amar
no amó. Quien fue, no ha sido», la última de las cuales encierra una
violenta contradicción. El poema más característico en este aspecto es
el titulado «Conocimiento de Rubén Darío». Un epígrafe lo califica
de «intermedio», y, en efecto, es la única composición que no par¬
ticipa de la temática general del libro, o por lo menos no en su nivel
más inmediato, y por sus procedimientos se emparenta con el volu¬
men siguiente hasta tal punto que tal vez no sea arriesgado aventu¬
rar la hipótesis de que fue principalmente el hecho de que en él no
se empleara la forma dialogada lo que decidió su inclusión en Poe¬
mas de la consumación.
— 266 —
En «Conocimiento de Rubén Darío» convergen varios de los mo¬
tivos característicos de la última etapa aleixandrina. El tema del
poema es, como indica el título, el conocimiento: el tránsito de los
sentidos a la mente. El poema se abre con la mirada, para pasar al
tacto de las manos, y al labio. En «Como Moisés es el viejo» se nos
dice que el hombre muere «en la boca la luz»: el beso, ya desde los
días de La destrucción o el amor, es ciencia y perdición fulmínea
de quien lo da o recibe. Rubén pone las manos en el crepúsculo
(«poner en su quemar las manos es saber»; el soldado de «Sonido
de la guerra», en Diálogos del conocimiento, nos dice: «Tenté. Quien
tienta vive»), y todo el calor del mundo arde en su labio. El segun¬
do movimiento se centra, nueva y definitivamente, en la mirada. Del
mismo modo que en «Sin fe» al fondo de los ojos oscuros de la ama¬
da aparecen unos brillos «que oscuridad prometen», y en «Cueva
de noche» la amada es «aurora funeral que en noche se abre», a un
tiempo nocturnidad y luz, en «Conocimiento de Rubén Darío» el
mundo que contempla Rubén (asimilable, pues, al cuerpo con quien
nos fusiona el deseo: erotismo cósmico y personificación animista,
antropomorfización del mundo o amplificación visionaria del cuerpo)
abre una oscuridad que es claridad, y consume los ojos con su in¬
candescencia. Rubén sabe, pero su saber pertenece a la esfera de la
mente. «No música o ardor, no aromas fríos / sino su pensamiento
amanecido.» Y este saber —«saber es conocer»— es, como el del
místico o el filósofo que nombra lo absoluto, un saber que rechaza
el verbo, un saber de elisión y mutismo: «El que algo dice dice todo,
y quien / calla está hablando.» En su aparente paradoja, esta con¬
clusión nos evoca la también aparente y secretamente turbadora ob¬
viedad del aserto de Wittgenstein: «De lo que no se puede hablar,
mejor es callarse.» No me propongo hacer un uso abusivo de Witt¬
genstein —o de Eleidegger, que a su vez también consentiría aquí
paralelismos—, pero me parece innegable que el último Aleixandre,
y en particular el de Diálogos del conocimiento, se propone hablar,
precisamente, de aquello que se resiste a ser nombrado. De ahí esta
esgrima ininterrumpida de enmascaramientos y desenmascaramientos
verbales, de proposiciones que, imposibles en el plano de los hechos
objetivos, existen sólo por el poder de las palabras, son puros entes
del lenguaje, y crean un tumulto que equivale al silencio y lo suscita.
Junto al estilo aforístico, reaparecen en Poemas de la consuma¬
ción diversos hechos de estilo, que figuraban ya en la obra preceden¬
te de Aleixandre, pero que, a mi modo de ver, serán determinantes
en este libro y en el siguiente. Así, la rima interna («y destellos los
besos, muertos dieron»), la aliteración («urgidos de una sed que un
soplo sacia») y el juego de palabras («Existir es vivir con ciencia a
ciegas», que permite por lo menos una segunda lectura —«concien-
267 —
cia a ciegas»— y, en rigor, una tercera —«Conciencia, ciegas»— y
ello por más que la puntuación las excluya: una cosa es el sello uní¬
voco que quisiera conferir el poeta al pasaje y otra las posibilidades
fónicas que éste admite, y que, en tanto que tales, son queridas).
Asume un papel importante la intertextualidad, referida exclusiva¬
mente a la propia obra (en Diálogos del conocimiento, como vere¬
mos, podrá con carácter de excepción aludir a obra ajena). Así, los
dos versos iniciales de «Ayer» repiten, respectivamente, de modo
literal y paralelístico los dos versos finales de «Cercano a la muerte»,
y en el tercer tramo de «Cumple» se reproducen, con sólo una va¬
riante de léxico y otra de puntuación, dos versos de «Vida», un poe¬
ma de La destrucción o el amor. El juego intertextual se establecerá
de modo particularmente fecundo entre Poemas de la consumación
y Diálogos del conocimiento, y en el interior de este último libro:
el verso inicial de «Quien hace vive», del primer volumen, será
parafraseado en «Los amantes viejos» del segundo, y de modo seme¬
jante asistiremos, entre uno y otro título, al tránsito de «Quien
muere vive, y dura» a «Quien siente vive, y dura», de «Ignorar es
vivir. Saber, morirlo» a «Conocer es amar. Saber, morir», de «La
noche es larga, pero ya ha pasado» a «Larga es la noche, pero ya ha
cedido». Pero las relaciones pueden abrazar libros anteriores del
autor: «El hombre no existe», de Mundo a solas, será en Diálogos
del conocimiento «El hombre existe», y el desenlace de «Hijo de la
mar», un poema de En un vasto dominio —«Como en la mar, las
olas»— será en «La maja y la vieja», de Diálogos del conocimiento,
«Como el mar en las olas». Es fácil advertir que la mayoría de las
veces tales referencias -—por otro lado, no necesariamente percepti¬
bles para cualquier lector—, más que a corregir, confirmar o des¬
mentir la escritura anterior se encaminan a introducir en ella la am¬
bigüedad y lo plurivalente.
En determinado momento —de modo especial en La destrucción
o el amor y Sombra del paraíso— la poesía de Aleixandre estuvo
habitada, como ha observado Bousoño, por una fauna numerosísima.
Su escenario era el cosmos, y en él llameaba la escala de los seres.
Pero en Poemas de la consumación, y de modo más acentuado aún
en Diálogos del conocimiento, el centro del poema se ha desplazado
al interior del hombre. Así, los elementos que entrarán en juego se¬
rán relativamente reducidos y resultarán operantes principalmente
por la complejidad y recurrencia de sus relaciones. La luz, la sombra
y la noche —a menudo intercambiables, del mismo modo que, en
la «Canción del día noche» de Poemas de la consumación, lo serán
la esfera terrestre y la celeste— dominarán con su alternancia y su
mutuo reflejo este universo. El alba, la llama, las luces, el arder, la
quemazón, frente —recojo vocabulario del poeta— a la puesta, el
— 268 —
ocaso, la ceniza. Pero no frente a ello, sino en constante comunica¬
ción, propuesta a los sentidos, y principalmente a los ojos, que de
un lado lo copian y de otro son cegados. La muerte es oscuridad,
pero también luz y relámpagos; y el mar —poblado por «espinas»—
puede ser tanto el dominio de las sombras como el de la luminosi¬
dad. De este modo, los diversos motivos que reaparecen en Poemas
de la consumación y amplían aún más su alcance en Diálogos del co¬
nocimiento son referibles a un núcleo común: el universo y su ima¬
gen, el diálogo entre el ser y la apariencia, entre la mente y lo fe¬
noménico. El mito de Narciso adquiere aquí su valor emblemático.
Presente ya en «Horas sesgas», de Poemas de la consumación, rea¬
parece, sin ser nombrado, en uno de los parlamentos del amador del
«Diálogo de los enajenados» del siguiente libro. En otro poema del
mismo, «Dos vidas», uno de los interlocutores, el joven poeta se¬
gundo, ilustra la concepción del mundo exterior como espejo. La pa¬
sión erótica —y la pasión de la vida— es la fusión con la imagen.
Así, el primer poema de Diálogos del conocimiento —notemos,
por otra parte, que estos textos dialogados son en realidad yuxtapo¬
siciones de monólogos paralelos, contrapuestos o convergentes, no
verdadero diálogo dramático— se abre con la evocación de la luz
vista al fondo de unos ojos, es decir, en el instante amoroso. Pero
ahora esta luz no existe; en la unidad del mundo, que es tierra, cielo
y ave, una sola luz total impone su dominio a un cuerpo telúrico,
hecho piedra, mineral. Como el soldado —que es quien pronuncia
este parlamento—, la alondra que cierra el poema se compara a una
piedra. La ceguera, la luz, la tiniebla, lo mineral, el reflejo del mun¬
do en los ojos, la llama, la blancura o la claridad y el luto, serán
desde estos versos iniciales los centros polarizadores del libro. El bru¬
jo de «Sonido de la guerra» cegará; la mujer de «Los amantes vie¬
jos» será, con brillo, «eco y espejo», responderá al mundo una y
otra vez, asentirá a la claridad de unas estrellas que se le asimilan,
en tanto que el hombre que debía fusionarse con ella se irá sumien¬
do en la oscuridad; Maravillas, la joven de «La maja y la vieja», será
toda brillo, identificada a la luna y al cielo luminoso, alto resplan¬
dor ante los ojos; ciego tras haber creído en las luces, el viejo de
«El lazarillo y el mendigo» invocará desde su penumbra a la duda
absoluta, el demonio, «hijo del sol»; «El inquisidor, antes el espejo»
edificará un tejido de contagios y oposiciones entre imagen y espejo,
nieve y carbón, fuego y sombra, hoguera y hielo, y estructuras aná¬
logas reaparecerán en los sucesivos poemas del libro. El contraste o
confrontación en su estado más puro presidirá «Diálogo de los ena¬
jenados», «Dos vidas» y «Yolas el navegante y Pedro el peregrino»,
que son, como «El lazarillo y el mendigo», debate entre dos formas
de vida. «Yolas el navegante y Pedro el peregrino» lo lleva al terre-
— 269 —
no más abstracto y más preciso a la vez: el elemento marítimo frente
a la permanencia del mineral.
El erotismo es penetración en lo infranqueable, vulneración del
cuerpo y su secreto, exorcismo que, por magia mimética, aspira a
propiciar la integración en la realidad exterior. Desde La destrucción
o el amor late e irradia en la raíz del verso de Aleixandre. El brujo
de «Sonido de la guerra» invocará la sangre tras los labios, besados
por el amante; el amador del «Diálogo de los enajenados» cavará en
los cuerpos como en la tierra; el dandy del mismo poema —coinci¬
diendo en esto con la Juliette de Sade, que, como él, desliga el ero¬
tismo del amor— apelará, tras la desnudez, a la escueta presencia
del hueso. Los sentidos se desplazarán: si en «Horas sesgas» de
Poemas de la consumación el poeta escuchaba a una sombra, en
Diálogos del conocimiento la muchacha de «Después de la guerra»
oirá el sonido de la luz. Luz y oscuridad, personificadas, piensan: no
es que el pensamiento humano se aplique a la tiniebla o a la claridad,
sino que en el escenario asolado de «Sonido de la guerra» impera
«el pensamiento de la luz sin hombres», y en «Los amantes viejos»,
el universo entero es el cráneo donde piensa la oscuridad. El propio
mundo, en «Después de la guerra», es un pensamiento, «pero no
humano».
La persistencia o mayor explicitación de los temas y procedi¬
mientos que habíamos empezado a inventariar en Poemas de la con¬
sumación convierte a Diálogos del conocimiento en el libro quizá
más compactamente cohesionado de toda la poesía de Aleixandre:
fuego tallado, buril y cristal de roca. Reaparecen la rima interna
(«¿Dónde el beleño de tu sueño?»), la aliteración («Ralo el pelo
pende»), combinada, a veces con el juego de palabras («lama / la
llama el azul claro»), y hallamos también la reelaboración de la frase
hecha («Sólo un reflejo o mano / mortal, que vida otorga. / Y sé.
Quien calla escucha», parece provenir de o encaminarse a evocar un
desmembramiento del usual «Quien calla, otorga». Suscitado por la
acción retrospectiva y mnemotécnica del último verso citado sobre el
que lo precede) y la intertextualidad llega a la paráfrasis (a dos pa¬
ráfrasis sucesivas: «Ayer viví. Mañana ya ha pasado» y «Ayer mu¬
rió. / Mañana ya ha pasado») de un célebre verso de Quevedo, sin
dejar por ello de referirse principal y frecuentemente a la propia
obra del autor («Mi destrucción amante», «Espadas como flores para
los labios», «La destrucción o amor en las negras arenas»). El falso
estilo aforístico adquiere aquí su más extrema complejidad, y tam¬
bién su mayor índice de frecuencia: «y ella» [se refiere a la madre
originaria, a la gran maternidad cósmica] «nos cubre y somos, si ser
ella es ser, siendo / pero no siendo»; «Quien habla escucha. Y quien
calló ya ha hablado» son sólo dos ejemplos. El predominio de los
— 270 —
aforismos oscuros o contradictorios, visible sobre todo en la primera
mitad del libro, configura a buen número de poemas de Diálogos del
conocimiento como una difícil sucesión de proposiciones abstractas,
de una elevación y majestad inalterables, entre las que se encapsulan
como un brusco fuego movedizo los estallidos de las sinestesias, me¬
tonimias e imágenes alógicas.
El mundo como espejo y el espejo como mundo: el Swan del
poema a él dedicado nos dice que pasó «ante el grandioso espejo en
que viví», y para Yolas el navegante las ciudades son «el reflejo del
sol y sus espejos», mientras que los montes «son espejo / para todo
lo vivo», en «Dos vidas», estos mismos montes que, en «Quien baila
se consuma», aparecen «como cuerpos tumbados»: La tierra es un
cuerpo y es su refracción en un espejo, en un ojo: el ojo humano y
el ojo del cosmos. De este modo, los temas de las relaciones entre
pensamiento y realidad fenoménica, y entre erotismo y conocimiento,
se revelan idénticos al de las relaciones entre palabra y mundo.
La maja existe sólo porque se refleja en los ojos ajenos; no ya
su desnudez —hemos visto que el deseo del dandy llega al hueso,
y el joven poeta primero de «Dos vidas» nos dirá que «la carne es
el vestido»— sino sus venas brillan para todos, pero todos están
ciegos. ¿Deslumbrados? No, tal vez, sino abiertos a la verdadera
visión, ya que para el protagonista masculino de «Los amantes vie¬
jos» es patente que «el ojo ciego un cosmos ve». A la certeza des¬
tructora del mendigo —«Destrucción, tú me has hecho»— se opone
la duda del lazarillo, cuyo cuerpo, como los que aparecían a veces
en Sombra del paraíso, adquiere en su crecimiento proporciones cós¬
micas. El inquisidor —sombra que otorga sombra y que también
otorga llama, es decir, calor mas esta quemazón es el «frío / de una
nieve perpetua»— se habla ante el espejo, pero también el Dios a
quien se dirige le es un espejo. En el «Diálogo de los enajenados»,
la contraposición entre el rendimiento del amor al vértice del deseo y
el distanciamiento del dandy se expresa al principio tanto por el te¬
nor de sus parlamentos— el amador vive poseído por el mundo y los
cuerpos a través de la mirada: el «brillo» el aire para sus ojos, la
luz de «un bulto joven» que éstos sienten, la búsqueda, como Nar¬
ciso, de la imagen vista en las aguas que son espejo—, como por la
presencia de la rima asonante en «a» en la segunda intervención del
dandy; pero, significativamente, cuando ambos se sumen en la con¬
sumación final, la asonancia en «u-o» los identifica, presente en las
palabras últimas de uno y otro. En «Después de la guerra», el viejo
vive en el ámbito de la idea más allá de la forma, en el silencio del
mineral y el árbol, en la ceguera, mientras que la muchacha —como
la mujer de «Los amantes viejos»— siente el mundo en sus labios,
expresando su comunión universal incluso a través de la aliteración
— 271 —
(«En los labios la luz, en la lengua la luz sabe a dulzuras»), identi¬
ficada a la flor y a las estrellas que, al igual que ocurrirá con el joven
poeta segundo de «Dos vidas», laten en su mejilla. Ciego en el res¬
plandor, el protagonista de «Los amantes jóvenes» siente en su boca
«todo el fuego del mundo», y su amada vive hollando el sol con sus
plantas: no es un labio lo que ha visto, sino «una estrella sola».
En «Dos vidas», el joven poeta primero se contrapone a Narciso,
distanciándose de la luz que le muestra el espejo de la soledad, al
paso que el joven poeta segundo comulga con sus ojos con la luz
y el brillo del mundo visible. El torero de «Misterio de la muerte
del toro» nos dirá «Soy la luz», pero el toro, cerrado en su soledad,
cegará. El Proust de «Aquel camino de Swan» —que, al igual que
la mujer de «los amantes jóvenes, no tiene nombre, es decir, nombre
verdadero que cifre su ser»— es «reflejo de un ojo que no existe /
porque nadie lo mira» (como, para Machado, «El ojo que ves no
es / ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te ve») y Swan, a quien
hemos visto ante un gran espejo universal, es «un brillo en el pecho»
y «por dentro, otros brillos extintos». De «un astro extinto», y
«como sombra», llega el niño de «La sombra» y anhela «una som¬
bra» y es «una sombra» su padre que fue, más que una luz, un «pa¬
bilo ahogado». Yolas el navegante —que se corresponde con el joven
poeta segundo de «Dos vidas»— es «joven / como la luz» y en su
frente rutilan las estrellas —o acaso su frente son las estrellas—;
es el mar, confundido con la claridad, «espumas o llamas», y sus
ojos ven que los cuerpos de los amantes copian las estrellas; Pedro
el navegante, en cambio —equivalente al joven poeta primero—,
busca la «sombra profunda» y en sus labios no se halla la luz —como
en los de Rubén Darío o en los de la muchacha de «Después de
la guerra»— sino «la piedra». El mineral es sombra y el mar es
claridad. El bailarín de «Quien baila se consuma» es, en «una mar,
salobre», «espuma», mientras que el director de escena ve «Un
montón de lujuria, pero extinto, en la sombra».
La corriente disyuntiva e identificativa se establece, como ha¬
bíamos apuntado anteriormente, entre los grupos luz-elemento, ma-
rítimo-visión y los grupos sombra —mineral—, ceguera u oscuridad.
Los espejos, los reflejos, el erotismo, el papel de otros sentidos —y
particularmente el tacto de las manos y los labios —además de la
vista (la tácita equiparación labio-estrella que hemos visto en «Los
amantes jóvenes» es, aparte de ilustrar las relaciones entre indivi¬
duo y cosmos, harto significativa a este respecto), al igual que el
entrecruzamiento de miradas e imágenes múltiples o la oposición
entre soledad e identificación con el mundo, son otras tantas mani¬
festaciones de este centro generador. Como «cántico de la luz des¬
de la conciencia de la oscuridad» definió Aleixandre a su Sombra
— 272 —
del paraíso. En Diálogos del conocimiento este tema se ha subsu-
mido en una constelación aún más amplia de símbolos visionarios
que sucesivamente se oponen, se complementan o se confunden.
Como la de Trakl o la del último Juan Ramón Jiménez, a cuyo ante¬
cedente aludí al principio y no porque haya que pensar en influen¬
cias, sino en paralelismos de preocupaciones— la poesía del último
Aleixandre es un arte combinatorio que procede por permutación,
sustitución o superposición de un repertorio extremadamente parco
de elementos. Lo verdaderamente sorprendente y admirable, como
en los otros dos casos que he citado, es el hecho de que dichos
elementos revistan un tal valor polisémico que su reaparición pase
inadvertida al lector común y sea sólo perceptible para el analista.
Desde sus inicios —desde el ceñido dibujo perfilado de lo concreto,
la definición del trazo y el contorno de la materia visible que ca¬
racterizaba a los poemas de Ambito— la poesía de Aleixandre puede
resumirse en una palabra: unidad. La imaginería frondosísima de La
destrucción o el amor, Pasión de la tierra o Sombra del paraíso ex¬
presaba a un tiempo la disolución de la conciencia individual en
el universo y el universo como imagen o proyección interior de
dicha conciencia. La objetivación de la etapa de Historia del cora¬
zón y En un vasto dominio preanuncia el desdoblamiento en múlti¬
ples personajes de Diálogos del conocimiento, y el desdoblamiento
y exterior reconocimiento de éstos en las imágenes del cosmos (así,
el viejo de «Después de la guerra» se reconoce en un árbol). Cada
ser, en la luz total —inseparable de la tiniebla total—, es idéntico
a los otros, y todos son el poeta: el ojo que, ciego, se ve a sí mis¬
mo, la palabra que se designa al designar el mundo, la pasión eró¬
tica que se reencuentra en los cuerpos ajenos, la percepción que asu¬
me la unidad de mente y materia. Conocimiento de lo unitario, fra¬
gor y quietud de un cosmos hecho idea, de una idea que es el
cosmos.
— 273 —
18
GUILLERMO CARNERO
— 274
pasean por un universo benigno, como el escarabajo. Los elementos
naturales manifiestan en su existencia inmóvil, masiva y rotunda, la
evidencia de la vida. Los animales, la preeminencia de los impulsos
y los instintos: Aleixandre llama «amor» a la energía en que se
muestra el tigre, dotado de «un corazón que casi todo lo ignora,
menos el amor» («La selva y el mar», de La destrucción o el amor).
El poeta vibra y se ve reflejado en la naturaleza:
— 275
velará luego la lectura de Poemas de la consumación demuestra que
es ahí, en el capítulo I de En un vasto dominio, donde se modifi¬
ca sustancialmente la relación entre Aleixandre y el mundo.
Para el poeta de En un vasto dominio, su propia vida, que se
detiene ahora a ser contemplada, adquiere un claro sentido: es el
trascurso temporal donde han tenido lugar los episodios de inmer¬
sión en el universo. Como esa inmersión se siente todavía posible,
el momento en que el poeta considera su pasado está ligado a ese
pasado mismo, y no hay quiebra en el tiempo, porque no hay tam¬
poco segregación de la vida: el poeta piensa que ha hecho simple¬
mente un alto en el camino, y antes de reemprenderlo vuelve la
vista atrás y se solaza en él. Como demostrará luego Poemas de la
consumación, ese alto no era una pausa, sino una detención defini¬
tiva; y tendremos ese poema que tan bien resume la idea clave del
último libro que hasta ahora ha publicado Aleixandre: Como Moi¬
sés es el viejo. Como Moisés, ve ante sí la vida futura de la que
gozarán otros.
Con Poemas de la consumación irrumpe en el mundo de Aleixan¬
dre un nuevo elemento: la vejez. No es de extrañar que vaya car¬
gada de tintes sombríos si tenemos en cuenta el énfasis que los
ocho primeros libros (los constitutivos de la llamada primera etapa)
han puesto en la vida y el amor, dones de la juventud. La edad mar¬
gina: «...quien pasa a solas, protegido / por su edad, cruza sin ser
sentido» («Los años», de Poemas de la consumación), y convierte
a los seres en una caricatura grotesca: «...cuando el viejo exhibe su
hilarante visión se ve entre rejas / degradado, el recuerdo de al¬
gún vivir, y asoma / la afilada nariz, comida o roída, el pelo que¬
do, / estopa, la gota turbia que hace el ojo, y el hueco o sima /
donde estuvo la boca...» («Rostro final»). La vejez es pervivencia
de una existencia incompleta, porque vivir es amar y ser amado:
«Quien pudo ser no fue. Nadie le ha amado» («Quién fue»). El
mundo es, por obra del amor, «lira del mundo, abierta» («Los
amantes jóvenes»). La vida va unida a la juventud, que es su re¬
quisito indispensable: «Vida es ser joven y no más» («No lo cono¬
ce», de Poemas de la consumación). «Fui joven y miraba, ardía /
tocaba, sonaba» («Sonido de la guerra»). Y la enseñanza de los años
es una paradoja: que sólo cabe esperar inmortalidad, permanencia
inalterada en el tiempo, a lo que es negación de la vida: son las
cosas muertas las que permanecen en su estado, y ese estado es el
único invulnerable al tiempo: «... las hojas reflejadas caen. Se caen
y duran. Viven» («Si alguien me hubiera dicho», de Poemas de la
consumación).
— 276
II. «Conocer» y «Saber»
— 277 —
conocimiento, y por eso el toro conoce, en su experiencia del toreo
y de la muerte: «Ese toro conoce aunque muera» («La maja y la
vieja»). Conoce aunque le sea imposible elevar a otro nivel distinto
del de la sensibilidad su experiencia, por limitación de su natura¬
leza y porque su experiencia sensible precede inmediatamente a su
muerte. El verbo conocer tiene en el contexto aleixandrino un valor
imperfectivo, reforzado por el mismo valor de otro verbo que le
está, en ese mismo contexto, estrechamente vinculado: el verbo
«mirar», «Conocer» y «mirar» encarnan el proceso no terminado, la
aspiración no satisfecha, el camino no concluido, del mismo modo
que luego «saber» y «ver» indicarán terminación y conclusión. Mi¬
rar es la actitud interrogante e inquisitiva de quien desea aprehen¬
der un significado que todavía desconoce, y «mirar» está asociado,
en el texto aleixandrino, a la juventud: «quien miró y quien no vio...
la juventud latiendo entre las manos» («Pero nacido», de Poemas
de la consumación)-, «Conocer, penetrar, indagar: una pasión que
dura todo lo que la vida» («La oscuridad», de Historia del cora¬
zón); «quien tienta, vive» («Sonido de la guerra»). Por eso cono¬
cer, que equivale a estar vivo, equivale también a no tener certeza
sobre lo que se intenta conocer: en el poema «Los amantes jóve¬
nes» (que creo inspirado en la historia de Calixto y Melibea), dice
él: «... La entrevi: la conozco / Y este jardín me cela tras los
muros su forma / no su fulgor.» El amor, que nace de un deslum¬
bramiento, de un «fulgor», impulsa a aprehender el significado de la
persona amada, y en esa aprehensión está su fin, porque con la termi¬
nación del proceso cognoscitivo viene también la terminación del
estímulo que lleva hacia lo amado: «Conocer es amar. Saber, morir /
Dudé. Nunca el amor es vida» («Los amantes viejos»).
Mientras no ha sido aprehendido el significado de lo que se ama,
el que ama tiene ante sí un proyecto lleno de futuro porque inacabado,
una investigación que llevan a cabo a la vez la inteligencia y los sen¬
tidos. Y si el amor dura lo que ese proceso, y termina con él, y si el
amor es estar vivo, «sólo quien duda existe» («El Lazarillo y el Men¬
digo»); «Dudo, hermoso confín que se dibuja. / ... Oh, realidad,
porque dudo en ti crezco» (ídem); «Pues no creo. Pues dudé, vivo
cierto» (ídem); «Soy quien duda» («Los amantes viejos»).
Y la vida dura tanto como el deseo de aprehender el mundo no
ha sido plenamente saciado: «Qué insistencia en vivir. Sólo lo en¬
tiendo / como formulación —lo destacado es mío— de lo imposi¬
ble: el mundo / real» («Los amantes viejos»). Destaquemos la pa¬
labra «formulación»: fórmula es una condensación de significado,
que damos por definitiva: la fórmula es obra de la razón, y la ra¬
zón es propia del viejo, porque emite sus dictámenes cuando el pro¬
ceso cognoscitivo ha terminado: «Sólo el niño conoce» («El come-
— 278 —
ta», de Poemas de la consumación); «Soy joven y conozco» («Los
amantes jóvenes»).
Cuando el proceso cognoscitivo ha terminado, el que lo emprendió
se encuentra provisto de una sabiduría: conocer es una actividad y
saber un resultado inmóvil. Esa sabiduría viene con la edad, y puesto
que la vejez es incompatible con la vitalidad, y la sabiduría se adquie¬
re una vez que el camino del conocimiento ha sido recorrido, esa
sabiduría se opone a la vida: «Quien duda existe. Sólo morir es
ciencia» («Sin fe», de Poemas de la consumación); «Ignorar es vi¬
vir. Saber, morirlo» («Ayer», de Poemas de la consumación) —quie¬
ro destacar la transitivización del verbo morir. Ese «lo» no es la
vida biológica del poeta, sino lo que «vida» significa en el contexto
aleixandrino; y el valor transitivo de «morir» demuestra que esa
muerte no es un estado, sino el resultado de una actividad; quiere
decir Aleixandre que no se trata de la muerte de su cuerpo (eso
sería «morirse»), sino de la aniquilación de algo más amplio que ese
cuerpo, pero tan unido a su supervivencia que no puede el poeta
decir «matarlo», porque al matarlo también él muere: de ahí la
gran riqueza, por síntesis, de «morir-lo».
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anterior codificada por la sabiduría. El saber, que parecía ser —por
la aspiración a conocer del que ama— la relación óptima con el
mundo, resulta ser, una vez conseguido, un muro entre el que ama
y lo amado, entre el hombre y el mundo, y llega el poeta a decir¬
nos que el único conocimiento deseable sería el que hubiera resul¬
tado de una relación impremeditada con el mundo, en la que no
se hubiera buscado conocimiento alguno: en la que se hubiera bus¬
cado tan sólo vivir. Entonces se habría extraído del mundo una sa¬
biduría no formulable y que por eso no llevaría aparejados los sig¬
nos de la muerte: «... quien no mira, conoce» («Esperas», de Poe¬
mas de la consumación). «La luz pensada engaña» («El límite»,
ídem). El anhelo de saber resultó de una idea equivocada: conside¬
rar que el mundo había de ser aprehendido en términos de ciencia,
que no bastaba el contacto sensorial, que había que nombrarlo y
proclamar una formulación de él: «Poner los labios en tu idea es
sentirte / proclamación. Oh, sí, terrible, existes. / Soy quien finó,
quien pronunció tu nombre, como forma / mientras moría» («Pre¬
sente, después», de Poemas de la consumación). Así resulta que sa¬
ber es «una mancha»: «quien no nació [a la sabiduría] no mancha»
(«Los jóvenes», de Poemas de la consumación). Y saber equivale
a estar muerto: «porque sé ya me duermo» («El Lazarillo...»);
«quien recuerda es quien muere» («Los amantes jóvenes»; aquí
«recordar» en el sentido expuesto más arriba, de «reconocer»);
«quien sabe ya ha vivido» («Los amantes viejos»), Y la auténtica
sabiduría sería, como he dicho antes, haber sabido mantener una
relación impremeditada con el mundo, relacionarse con él en un per¬
petuo «conocer» nunca dado por definitivo, como el Rubén Darío
que traza Aleixandre en «Conocimiento de R. D.» (Poemas de la
consumación). Este sabio siempre itinerante y siempre vivo sería
una de esas «criaturas en la aurora» de que habla Aleixandre en
Sombra del paraíso: «Vosotros conocisteis la generosa luz de la ino¬
cencia» (Obras completas, pág. 487); «... desnudos de majestad y
pureza frente al grito del mundo» (pág. 548; aquí no se quiere de¬
cir «despojados de majestad y pureza», sino investidos de ellas por
la desnudez); «... encontrándose en el movimiento con que el gran
corazón de los hombres palpita extendido» («En la plaza» de His¬
toria del corazón).
Podemos, pues, establecer dos series de términos análogos en fun¬
ción de los cuales se expresa y ordena la visión del mundo del úl¬
timo Aleixandre: Conocer — Juventud — Vida — Mirar — Ex¬
periencia de los sentidos, por una parte; por otra, Saber — Vejez —
Muerte — Ver — Conclusiones del pensamiento. Si se emprende
una lectura de Poemas de la consumación y de los Diálogos del co-
280 —
nocimiento hasta ahora publicados, en función de estas dos series
maestras, emerge su más profundo sentido *.
Se podría también establecer que «luz» y «aire», usados en sen¬
tido metafórico, están asociados a «conocer», mientras que «son»
y «sonido» lo están a «saber»: la razón podría ser que la sabiduría
se formula en palabras, y las palabras son sonidos articulados. Pero
prefiero dejar de lado estas identificaciones, que podrían resultar
inoperantes teniendo en cuenta el valor tan general de los elemen¬
tos naturales en la poesía de Aleixandre.
Si la sabiduría se formula en palabras, tendrá Aleixandre que
haberse planteado el problema de la expresión y de la escritura, y
que haberlos considerado bajo una óptica esencialmente desencan¬
tada. Las palabras no son siempre signos de la muerte, no lo son
cuando surgen espontáneamente como una manifestación más de
vitalidad: «... palabras dichas / en momentos de delicia o de ira,
de éxtasis o abandono / cuando, despierta el alma, por los ojos se
asoma» («Palabras del poeta», en Poemas de la consumación). En
otros casos, la mayoría, tienen las palabras una virtud esterilizado-
ra: «... son sólo palabras / las que te arrastran, sombra polvoro¬
sa, / humo estallado, humano que resultas / como una idea muerta
tras su nada» («Sonido de la guerra»). Ya en Espadas como labios
había establecido Aleixandre la naturaleza antitética de palabras y
seres elementales: «Flor tú, muchacha, casi desnuda, viva, viva /
(la palabra, esa arena machacada) ... (la palabra, la palabra,
la palabra, qué torpe vientre hinchado)» (en el poema «Palabras»).
En «Mensaje», de Sombra del paraíso, leemos: «...arrojad lejos,
sin mirar, los artefactos tristes / tristes ropas, palabras, palos cie¬
gos...». La palabra viva se caracteriza por ser una formulación no
definitiva, un intento de formulación; la expresión demasiado ex¬
perta es síntoma de que se ha alcanzado el estadio de sabiduría. Las
palabras vivas se ordenan en virtud de una lógica propia, «más como
luz que cual sonido experto» («Las palabras del poeta»), «no con
virtud suprema, / pero sí con un orden, infalible, si quieren» (ídem).
El anhelo del sabio será que sus palabras, expertas, recobren el te¬
mor y la falibilidad que tenían cuando vivas. Porque la sabiduría
281 —
según la entiende Aleixandre proporciona un tipo de verdad que el
poeta rechaza, después de haberla perseguido: sólo la verdad incom¬
pleta e imperfecta del conocer tenía valor, irradiaba luz y vida:
«... si se apaga, está muerta» («La maja y la vieja»).
— 282 —
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— 286 —
ESTE LIBRO SE TERMINO DE IMPRIMIR,
SOBRE PAPEL DE TORRAS HOSTENCH, S. A.,
DE BARCELONA, EL DIA 22 DE ENERO
DE 1977 EN LOS TALLERES
DE VELOGRAF, TRACIA, 17
M A D R I D - 1 7
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Vicente Aleixandre
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