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EL PUESTO DE FLORES

Hermes abrió las felpudas cortinas que cubrían las dos ventanas de su dormitorio. Eran las

8:45 hs de una mañana gris y pesada. Detuvo su mirada en el puesto de flores frente a su

departamento. Aún estaba cerrado y conservaba sobre su armazón de chapa los resabios

blancuzcos de otra noche húmeda y pasajera.

Buscó en su armario el pantalón oscuro y la camisa verde agua. Descartó el uso de la

corbata, pues solo la usaba cuando necesitaba mostrar otra faceta de su personalidad, más

formal, rígida, tal vez autoritaria, pues la corbata le daba esa fuerza transparente para

encarar situaciones de cierta envergadura, ya sea frente a los empleados, ante sus colegas o

inclusive frente a una mujer. Pero cuando se la quitaba, se desvestía de la seguridad que le

prestaba ante esas circunstancias y que exigían de él una actitud diferente, despojándose

de un símbolo para quedar expuesto en su vulnerabilidad.

En esa ocasión, solo iría a su oficina para dar un vistazo al listado de los nuevos expedientes

a archivar, ya que el envío llegaría en la mañana siguiente, por lo que podría tener el resto

del día libre, aunque no sabía bien qué hacer con él. No obstante, consideró que la corbata

no sería necesaria.

Calentó su taza de café. Los sonidos que sus labios emitían al sorber, le recordó un silencio

atronador que se burlaba de la soledad de sus días y el tedio de su vida. Volvió hacia la

ventana. El puesto de flores había comenzado su labor matutina. Servía en la venta una

moza de piel trigueña, de anchos cachetes, y cuello corto, como amalgamado a sus hombros

caídos. De espalda doblada, tuerta de un ojo, y del otro algo torcido. Andar desparejo con

renguera danzante al ritmo de unos pies que se abrían en cada uno de sus pasos. No tenía

más de metro y medio de altura. Sin embargo, su actitud cotidiana parecía renovarse con las

mismas flores de su puesto. Los colores de las rosas se confundían en su rostro


transmitiendo el sabor de una vida dulce y afable. El perfume de las gardenias parecía

impregnarse en su piel destilando un olor agradable que se desplazaba por el aire,

mezclándose con el aroma de su café, estilizando un momento de atracción inevitable. El

vaivén de los claveles acompasaba el movimiento de su falda abotonada como al ritmo de

una melodía que solo ellos podían escuchar. Lo monstruoso se diluía en el espejismo de una

naturaleza perfecta contenida en un callejero cuartito de metal, y aquella dicotomía entre lo

físico y lo expresivo se tornaba natural y fascinante. No sabía su nombre. Jamás había

hablado con ella. Su aspecto y sensibilidad aparente le producía una curiosidad que reprimía

diariamente. Una mezcla de atracción y rechazo al mismo tiempo. Sin embargo, ese cuerpo

deforme y angelical se había convertido en la pieza indispensable de sus mañanas: el

desayuno compartido, la sonrisa deseada, el espíritu redimido. Él podía cambiarle la forma

pero no su expresión y nunca su magia.

Dejó su taza de café aún humeante, jamás terminaba de beberlo, pues la borra final le

producía cierto estupor en los labios dejándole un sabor amargo y granuloso por el resto del

día. Terminó con algunos detalles de higiene y se dispuso a comenzar su rutina laboral.

Descendió los dos pisos de escaleras de su edificio. Al cerrar el portón de salida a la calle, vio

como aquella figura siniestra cruzaba la mirada con sus ojos, sin siquiera detenerse un

instante para percatarse de su presencia. Se sintió indignado, dolido y frustrado por

semejante indiferencia. El compartía su desayuno desde su ventana todas las mañanas y ella

ni siquiera había considerado su existencia. Aquel ser atormentador, grotesco, vergonzante

para la raza humana, era totalmente ajeno a su condición, y parecía poder vivir plenamente

a pesar de ello. Esa situación evidente lo desbocó en su fastidio, y decididamente cruzó la

acera para enfrentar tal ignominia proveniente de quien ni siquiera podía considerarse

mujer.
Al quedar frente a ella, la naturalidad de sus gestos se integró a la naturaleza de su puesto.

Era demasiada actitud para la vergüenza de portar un cuerpo insultante, y sin embargo, la

sencillez de su sonrisa espontánea y torcida tenía la virtud de desviar el absurdo de sus

sentimientos por algo más loable y placentero. Casi indispensable.

Hermes palpó su camisa, no llevaba puesta su corbata.

-Mañana- pensó- mañana… y se dirigió sin pablaras a la parada del autobús.

India Liegard

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