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revolución y constitución

REVOLUCIÓN Y CONSTITUCIÓN

Del lenguaje a las realidades políticas y sociales,


siglos xix y xx

Mayra Lizzete Vidales Quintero


Diana María Perea Romo
(coordinadoras)

universidad autónoma de sinaloa


méxico, 2020
Este libro fue evaluado por pares académicos a solicitud
del Consejo Editorial de la Universidad Autónoma de Sinaloa,
según se establece en el Reglamento de la Dirección de Editorial,
entidad que resguarda los dictámenes correspondientes.

Certificado
No. ACCMSC0001

Primera edición: 2020

D.R. © Mayra Lizzete Vidales Quintero


y Diana María Perea Romo (coordinadoras)

D.R. © Universidad Autónoma de Sinaloa


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Desarrollo Urbano 3 Ríos, 80020, Culiacán de Rosales,
Sinaloa
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http://editorial.uas.edu.mx

isbn: 978-607-737-282-0

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sin autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.

Impreso y hecho en México


Contenido

Revolución y Constitución: el lenguaje y las prácticas políticas


de 1808 a 1917...................................................................................... 9
Mayra Lizzete Vidales Quintero, Diana María Perea Romo

La Revolución vista desde la historia conceptual.......................... 21


Guillermo Zermeño

La presidencia de Porfirio Díaz: ¿régimen constitucional


o dictadura?........................................................................................67
Paul Garner

La Constitución de 1917 y el pragmatismo revolucionario..........93


Josefina MacGregor

Revolución y regiones..................................................................... 119


Alan Knight

7
Revolución y Constitución: el lenguaje
y las prácticas políticas de 1808 a 1917

Mayra Lizzete Vidales Quintero y Diana María Perea Romo

Entre 1808 y 1917, años que marcaron el nacimiento y formación


de la nación mexicana, la Revolución y la fe en la Constitución
se adueñaron del lenguaje y de las prácticas políticas. Las revo-
luciones se cerraban con una nueva constitución; sin embargo,
tras su promulgación, resultaron nuevas revoluciones. La primera
experiencia revolucionaria provino de España en 1808 y la Cons-
titución de Cádiz en 1812; el proceso de Independencia se resolvió
con la promulgación de una Constitución propia, la de 1824; en
1836 se promulgaron las siete leyes, lo que provocó nuevas pugnas
entre liberales y conservadores, con su corolario en la Revolución
de Ayutla; la Constitución de 1857 cerró un ciclo de revoluciones,
que se abrió nuevamente con la de Tuxtepec y el ascenso al poder
de Porfirio Díaz en 1876; en 1910 la Revolución mexicana marcó
la conclusión del régimen de Díaz y en 1916 el llamado a un con-
greso constituyente es la solución más pragmática a la urgencia de
culminar el proceso revolucionario y dar vida a la Constitución
de 1917.
En 1808 inició el declive de la monarquía hispánica tras la abdi-
cación forzada de Fernando VII y la cesión de la corona, primero
a Napoleón y después a José Bonaparte. Este hecho, inusitado en
la historia de las dinastías europeas, obligó a cuestionarse quién
debía gobernar el imperio en ausencia del rey y con base en qué

9
10 Revolución y constitución...

legitimidad.1 Como demuestra François Xavier Guerra, la cesión de


la corona generó algo más que el rechazo del usurpador francés en
España y en América, lo que derivó en un proceso revolucionario
y singular, «una revolución única que comienza con la gran crisis
de la Monarquía provocada por las abdicaciones regias de 1808 y
acaba con la consumación de las independencias americanas».2
Dada la naturaleza del proceso revolucionario que significó la
desintegración de la monarquía hispánica, en Europa y América
la ruptura con el antiguo régimen se experimentó a través de «ese
conjunto de ideas, principios, imaginarios, valores y prácticas que
caracterizan la modernidad política».3 A la par de las luchas de
independencia que formaron parte de un mismo proceso revolu-
cionario, el problema de gobernabilidad implicó nuevos debates
sobre la nación y representación que se resolvieron a través de la
Constitución de Cádiz en 1812.
Cádiz se convirtió en el primer modelo constitucional para la
nación mexicana inmersa en el proceso de independencia, pues
como demuestra Roberto Breña «es el documento que estable-
ció los parámetros jurídicos del país que surgió en 1821».4 Para

1
Antonio Annino, «Soberanías en lucha», en Inventando la nación: Iberoamé-
rica. Siglo XIX, Antonio Annino y François Xavier Guerra (coords.), Fondo de
Cultura Económica, México, 2003, p. 161.
2
François Xavier Guerra, «El ocaso de la monarquía hispánica: revoluciones
y desintegraciones», en Inventando la nación: Iberoamérica. Siglo XIX, Antonio
Annino y François Xavier Guerra (coords.), Fondo de Cultura Económica, Mé-
xico, 2003, p. 117.
3
Ídem.
4
Roberto Breña, «La Constitución de Cádiz: alcances y límites en Nueva
España», en México: un siglo de historia constitucional (1808-1917). Estudios y pers-
pectivas, Cecilia Noriega y Alicia Salmerón (coords.), Suprema Corte de Justicia
de la Nación e Instituto Mora, México, 2009, p. 15. Además de la participación
de los representantes de la Nueva España en las cortes gaditanas, Breña presta
atención sobre aspectos como los cinco procesos electorales para diputados a
m. L. Vidales y d. m. Perea 11

este autor, son distintos los factores que obligaron a considerar


a la Constitución de 1812 como parte fundamental de la historia
constitucional mexicana: empezando por la participación de los
representantes de la Nueva España en las cortes gaditanas, las im-
plicaciones de la Constitución en la conformación de una cultura
política novohispana, que ante la falta de una constitución propia
rigió el imperio de Iturbide junto al Plan de Iguala. Además, los
preceptos de esta Constitución guiaron la redacción del Decreto
Constitucional de Apatzingán en 1814 y la Constitución de 1824, e
influirían durante el siglo XIX.5
De acuerdo con Annick Lempériere, en la Constitución de 1812
se buscó resolver los debates sobre nación y representación por
medio del modelo de «una “nación española”, que hacía del anti-
guo imperio una nación “una e indivisible” de corte francés, en la
cual las cortes constituirían el centro político de todo el conjunto
y ejercerían la soberanía en nombre del pueblo».6
Lempériere caracteriza como «primera república» al periodo
que transcurrió desde la Independencia en 1821 hasta la promulga-
ción de las Leyes de Reforma en 1859-1860 (en el cual se redactaron
las constituciones de 1824 y 1857), durante el cual se enfrentaron
varios proyectos de nación que discurrían entre «una república de

Cortes entre los años de 1810 a 1821, lo estipulado respecto a la libertad de im-
prenta y el momento de la reimplantación de la Constitución en 1820, durante
el Imperio de Iturbide.
5
Ibíd., pp. 15-25. Para el autor, la influencia de la Constitución gaditana en la
Constitución de 1824 se manifestó en elementos como su redacción y estructura,
el sistema judicial, la función del Consejo de Gobierno, la conservación de los
fueros militares y eclesiásticos, y la proclamación oficial de la fe católica.
6
Annick Lempérière, «De la república corporativa a la nación moderna.
México (1821-1860)», en Inventando la nación: Iberoamérica. Siglo XIX, Antonio
Annino y François Xavier Guerra (coords.), Fondo de Cultura Económica, Mé-
xico, 2003, p. 319.
12 Revolución y constitución...

corte tradicional (comunitaria y católica) y los de una república


liberal que se asemejaba al ideal nacional heredado del iusnatura-
lismo y de la Revolución francesa».7
Si entendemos que tras la Independencia, la urgencia de cons-
tituirse en nación planteó distintos debates ideológicos, podemos
estar de acuerdo con la afirmación de Charles Hale, para quien el
proceso de construcción nacional que ocurrió entre los años de
1808 a 1910, debe ser visto desde la historia de las ideas políticas,
donde el liberalismo jugó un papel fundamental. Para Hale, «en
el meollo de la idea liberal estaba el individuo libre, no coartado
por ningún gobierno o corporación, e igual a sus semejantes bajo
la ley».8 A este ideal correspondía un proyecto político donde el
individuo libre debía ser un ciudadano leal a la nación o Estado
laico, en contraposición a las corporaciones como la Iglesia, ejér-
cito, gremios y comunidades indígenas. Dicho Estado laico debía
ser una república a la que se impusieran las restricciones legales
de una constitución.
En su estudio, Hale plantea que el liberalismo del siglo XIX fue
«un conjunto de ideas políticas que vieron su formulación clásica
como ideología en los años 1820-1840 y su cumplimiento en la
Constitución de 1857 y en las Leyes de Reforma.9 En esta tónica,
la derrota del Imperio de Maximiliano significó el triunfo del libe-
ralismo y el límite entre el pasado en que se pelea por el proyecto

7
Ibíd., pp. 317 y 318. Para la autora, el proceso de formación política de la
nación no se acabó sino al final de la Revolución mexicana en 1920.
8
Charles A. Hale, La transformación del liberalismo en México a fines del siglo
XIX, Editorial Vuelta, México, 1991, p. 16.
9
Ibíd., p. 15.
m. L. Vidales y d. m. Perea 13

liberal y conservador y un futuro revolucionario (el de 1910) que


termina por consolidar a la nación.10
Desde una perspectiva reciente, Elías José Palti plantea un en-
foque centrado en la «nueva historia intelectual» que implica un
desplazamiento de una historia de las «ideas» a aquella de los len-
guajes políticos que le subyacen.11 En esta historia se pone atención
en los contextos de enunciación donde «las ideas y conceptos se
combinan siempre de modos complejos y cambiantes, cumplien-
do funciones diversas y tomando sentidos variables».12 Léase, por
tanto, que las categorías de nación, revolución, constitución y libe-
ralismo, entre otras, fueron clave en la historia política mexicana
de los siglos XIX y XX y como tal, son susceptibles a un abordaje
que tome en cuenta su devenir como lenguajes políticos.
La historia de estos lenguajes políticos es el punto de entrada
al diálogo con los historiadores que conforman esta publicación,
empezando con el ensayo que Guillermo Zermeño Padilla dedica
a «la revolución vista desde la historia conceptual», donde a partir
de la multiplicidad de apariciones del vocablo en los impresos
difundidos entre 1780 y 1950, intenta mostrar que su uso pudo
significar cosas diferentes según el espacio o situación de habla
en que fue utilizado.
Para Zermeño, una de las premisas metodológicas de la historia
conceptual es que «no hay mundo sin lenguaje; pero tampoco hay

10
Ibíd., pp. 15-17. Véase también Charles A. Hale, El liberalismo mexicano en
la época de Mora, Siglo XXI Editores, México, 2012, donde el autor estudia los
puntos de distancia y los encuentros entre las ideas de liberales y conservadores
por la definición del liberalismo mexicano entre 1821 y 1853.
11
Elías José Palti, La invención de una legitimidad. Razón y retórica en el pen-
samiento mexicano del siglo XIX (un estudio sobre las formas del discurso político),
Fondo de Cultura Económica, México, 2005, p. 35.
12
Ibíd., p. 37.
14 Revolución y constitución...

lenguaje sin mundo». En principio, la revolución es un signo con-


ceptual que marca a su época, sea esta la época de la Revolución
francesa, de la Revolución americana, la Revolución mexicana o
de las revoluciones iberoamericanas. Para comprobar su fuerza,
basta con regresar al libro historia/Historia de Reinhart Koselleck,
donde el autor sitúa el nacimiento del concepto moderno de his-
toria desde la época de la «gran Revolución» (la francesa), a partir
de la cual se vivió «la experiencia de una ruptura que desgarraba,
separándolas, las dimensiones del pasado y del futuro, la concien-
cia de estar en una época de transición».13
En dicho orden de ideas, Guillermo Zermeño analiza el senti-
do del concepto revolución en el caso mexicano y encuentra sus
primeras referencias en la prensa novohispana de la década de
1780, vinculado a la astronomía, que presupone una estructura y
funcionamiento estable. A partir de la Revolución francesa, el cam-
po semántico del concepto se transformó e implicó un cambio de
sistema, el vocablo aparece ligado a la violencia y llegó a la Nueva
España como un «murmullo» trasatlántico, como una enfermedad
que se expande por «contagio». Revolución se convierte en un
concepto central del vocabulario político y social durante el siglo
XIX, de tal foram que las revoluciones de este siglo se juzgan de
manera ambivalente, pues causan temor pero también confianza,
generan esperanza y desesperanza.
A lo largo del siglo XIX el concepto revolución estará ligado a
las ideas políticas de liberales y conservadores, se convertirá inclu-
so en la Revolución reformista. Entrado el siglo XX, la Revolución
mexicana es una continuación del concepto acuñado en el siglo
XIX, aunque sus significados y situaciones de habla varían con el

13
Reinhart Koselleck, historia/Historia, Editorial Trotta, Madrid, 2004, p. 126.
m. L. Vidales y d. m. Perea 15

paso de las décadas, desde la Revolución maderista, la Revolución


constitucionalista, la Revolución agraria, hasta la Revolución mexi-
cana a partir de 1930 y el auge del mito en 1950.
Además de seguir la historia del concepto revolución, Zermeño
nos da la clave para entender el pasado desde la historia concep-
tual, donde el historiador articula sus discursos a partir del len-
guaje del pasado o propio de las fuentes, el del presente o propio
del historiador y el metalenguaje propio de la teoría.
En su ensayo «La presidencia de Porfirio Díaz: ¿régimen cons-
titucional o dictadura?», Paul Garner plantea una pregunta fun-
damental que solo se resuelve al poner en juego el léxico y las
prácticas políticas del pasado, con el presente de cada momento
historiográfico que clasifica al régimen de Díaz. Como punto de
partida, Garner reconoce al liberalismo como el fundamento ideo-
lógico, o si se prefiere, el concepto fundador de una legitimidad
política que contrasta con la realidad política decimonónica. El
proyecto liberal se desarrolló durante la década de 1820 y su prin-
cipal reto

fue reemplazar el antiguo régimen de la monarquía absoluta, el pri-


vilegio corporativo y la restricción colonial con una república federal
basada en instituciones representativas, elegidas por mayoría popular,
que alentaran y protegieran la ciudadanía, la igualdad ante la ley y,
desde mediados del siglo XIX, la secularización de la sociedad civil.14

Ante las inminentes dificultades para implantar el proyecto


liberal en la realidad política mexicana, Garner hace patente que

14
Paul Garner, Porfirio Díaz. Entre el mito y la historia, Crítica, México, 2015,
p. 49.
16 Revolución y constitución...

a partir de la segunda mitad del siglo XIX este fue exitoso en la


construcción de una narrativa nacional que se consolidó como la
historia patria liberal en México. En este sentido, Porfirio Díaz
heredó y logró consolidar una historia donde el liberalismo se al-
zaba triunfante sobre fuerzas obscuras como la Iglesia, los vestigios
del pasado colonial, la cultura política jerárquica, etcétera. Esta
historia patria sobrevivió la Revolución mexicana, pero excluyó a
Díaz del panteón de sus héroes.
Lo que acompañó a este proceso fue la coexistencia de inter-
pretaciones proclives al porfirismo y otras marcadamente anti-
porfiristas, que a su vez dan respuestas positivas o negativas a
la pregunta que guía el ensayo de Garner. Entendemos que estas
respuestas seguirán siendo ambivalentes mientras no se determine
que el liberalismo fue una construcción flexible, polívoca y cam-
biante. Con Garner, aprendemos que los conceptos políticos no
solo son variables a través del tiempo, sino también por medio de
los sujetos y sus circunstancias, por lo que nos movemos entre las
concepciones del liberalismo del joven militar Porfirio Díaz y su
carácter jacobino, a las del estadista maduro que buscó la manera
de mantener intacta la teoría liberal y el apego a la Constitución,
aunque en la práctica esta tuviera que adaptarse a las realidades
políticas y sociales de su tiempo.
Esta contradicción fue la piedra de toque del siglo XIX y con-
tinuó hasta el constituyente de 1916 y 1917; este es el tema que
estudia Josefina MacGregor en su ensayo «La Constitución de 1917
y el pragmatismo revolucionario». Desde su análisis, MacGregor
identifica el pragmatismo de Venustiano Carranza, quien esquivó
el apego al procedimiento de reforma a la Constitución de 1857
al convocar un congreso constituyente como si se tratara de una
nueva constitución a elaborar, cuando solo se reformaba la vigente.
m. L. Vidales y d. m. Perea 17

La Constitución de 1917 nacía de dos paradojas: no era una nueva


Carta Magna, sino la reforma de la Constitución de 1857, y fue ela-
borada por iniciativa de los carrancistas, el grupo revolucionario
que exigía restaurar ese orden constitucional.
Casi desde su nacimiento, la Constitución liberal de 1857 fue
proclive a cambios y diatribas, las cuales se acentuaron durante el
régimen de Díaz, momento en que el grupo científico la llegó a
calificar como inoperante en la realidad mexicana. En su escrito,
MacGregor nos muestra cómo el carrancismo hizo propias estas
apreciaciones a la Carta Magna y la opinión de que esta continuaría
siendo inadecuada en caso de no reformarla o «purgarla de sus
defectos».
Esta observación sobre el pragmatismo revolucionario adquiere
nuevas dimensiones cuando nos permite hacer el balance de un
siglo y conectar el nacimiento de la Constitución de 1917 con un es-
pacio de experiencia dado por la historia y la ineficacia del proyecto
liberal, expreso en las constituciones de 1824 y 1857 y un horizonte
de expectativa revolucionario que buscaba respetar el espíritu libe-
ral e implantar normas que cuadraran con las necesidades sociales.
Al final la paradoja continuaba y el pragmatismo se vestía con la
legitimidad constitucional, resultando en una Constitución que,
entre otros aspectos que merecen nuestro análisis, fortaleció la
figura presidencial.
De la Constitución de 1917 pasamos al ensayo «Revolución y
regiones», donde Alan Knight expone el papel de las regiones como
actores clave en la compleja historia de México, sobre todo en
los momentos de ruptura sociopolítica como la Independencia,
la Guerra de Reforma, la Intervención francesa y la Revolución.
De acuerdo con Knight, no es posible entender ninguno de estos
18 Revolución y constitución...

momentos de quiebre, pasando de largo la observación de su com-


portamiento regional.
A través de su mirada a las revoluciones de los siglos XIX y XX,
Knight traza sus geografías regionales y nos acerca a las respuestas
locales frente a las ideas liberales, conservadoras, revolucionarias,
antirrevolucionarias, anticlericales, etcétera. Como ejemplo des-
taca el carácter del norte como tradicionalmente inclinado por el
federalismo, el liberalismo y el anticlericalismo y el centro como
tradicionalmente conservador, aunque en la historia presente sea
la avanzada de la izquierda.
De estas experiencias rescata el papel de las rebeliones serranas
como aquellas formas de resistencia local frente a las imposiciones
de un estado central lejano, ajeno y opresivo, que caracterizaron la
década revolucionaria de 1910 y se repitieron durante los años de
la guerra cristera de 1926-1929. También se detiene en el matriotis-
mo como una postura anticentro que en determinadas coyunturas
actuó como un factor antirrevolucionario.
Por tanto, Knight afirma que el proceso de «forjar estado» en
México fue confuso y a veces caótico, dado el peso de estas iden-
tidades locales y regionales, así como la persistencia de determi-
nadas comunidades, familias o clanes, esos actores colectivos que
contravenían a la teoría liberal aunque al final fueran decisivos en
su implantación. Entre los maderistas que hicieron la Revolución
de 1910, las evocaciones al pasado liberal y a sus héroes persistían

a todo lo largo y ancho de México, aunque de manera especial en


el norte, donde existían familias con opiniones políticas serias y so-
fisticadas, nutridas en la fuerte tradición del liberalismo mexicano
[...] que miraban hacia los héroes liberales del pasado y se sentían
m. L. Vidales y d. m. Perea 19

avergonzados de que la política de su país en ese momento padeciera


de una muerte en vida.15

Podríamos decir entonces que la historia de las ideas y lenguajes


políticos, así como las revoluciones, reflejaron los matices del pai-
saje regional y local de la nación que se soñó tras la Independencia,
y que la historia de los siglos XIX y XX estuvo marcada por dos
experiencias, o quizá dos conceptos, que era preciso aprehender
a fin de dar forma a nuevas realidades: revolución y constitución.

Bibliografía

Annino, Antonio, «Soberanías en lucha», en Inventando la nación.


Iberoamérica. Siglo XIX, Antonio Annino y François Xavier
Guerra (coords.), Fondo de Cultura Económica, México, 2003.
Breña, Roberto, «La Constitución de Cádiz: alcances y límites en
Nueva España», en México: un siglo de historia constitucional
(1808-1917). Estudios y perspectivas, Cecilia Noriega y Alicia
Salmerón (coords.), Suprema Corte de Justicia de la Nación e
Instituto Mora, México, 2009.
Garner, Paul, Porfirio Díaz. Entre el mito y la historia, Crítica, Mé-
xico, 2015.
Guerra, François Xavier, «El ocaso de la monarquía hispánica: re-
voluciones y desintegraciones», en Inventando la nación. Ibe-
roamérica. Siglo XIX, Antonio Annino y François Xavier Guerra
(coords.), Fondo de Cultura Económica, México, 2003.

15
Alan Knight, La Revolución mexicana. Del porfiriato al nuevo régimen cons-
titucional, Fondo de Cultura Económica, México, 2010, p. 111.
20 Revolución y constitución...

Hale, Charles A., El liberalismo mexicano en la época de Mora, Siglo


XXI Editores, México, 2012.
Hale, Charles A., La transformación del liberalismo en México a
fines del siglo XIX, Editorial Vuelta, México, 1991.
Knight, Alan, La Revolución mexicana. Del porfiriato al nuevo ré-
gimen constitucional, Fondo de Cultura Económica, México,
2010.
Koselleck, Reinhart, Historia/historia, Editorial Trotta, Madrid,
2004.
Lempérière, Annick, «De la república corporativa a la nación
moderna. México (1821-1860)», en Inventando la nación. Ibe-
roamérica. Siglo XIX, Antonio Annino y François Xavier Guerra
(coords.), Fondo de Cultura Económica, México, 2003.
Palti, Elías José, La invención de una legitimidad. Razón y retóri-
ca en el pensamiento mexicano del siglo XIX (un estudio sobre
las formas del discurso político), Fondo de Cultura Económica,
México, 2005.
La Revolución vista desde la historia conceptual

Guillermo Zermeño1

«Sé escriba: te salva del cansancio y te protege de todos


los trabajos. Te mantiene lejos del azadón y de la pala, y
te evita tener que cargar un cesto. Te mantiene alejado del
remo y te preserva de muchos tormentos, porque no está
bajo una multitud de amos ni te mandan numerosos je-
fes. Sé escriba». Fragmento de un poema egipcio de hace
3300 años.

A partir de la distinción entre lengua (sistema de pertenencia ge-


neral) y habla (sistema particular),2 intentamos mostrar los usos

1
Este ensayo está en deuda con colegas y amigos que participaron en el
proyecto de Iberconceptos en torno al concepto de revolución. En particular, mis
agradecimientos son para Cristóbal Aljovín de Losada, Izaskun Álvarez Cuar-
tero, Lucía María Bastos Pereira y Ghilherme Pereira das Neves, José Antonio
Fernández Molina, Juan Francisco Fuentes, Ana Frega, Daniel Gutiérrez Ardila
y Arnovy Fajardo Barragán, Fátima Sá e Melo Ferreira, Alejandro San Francisco,
Ezio Serrano Páez y Fabio Wasserman. También a Alejandra Romo, quien hizo
una pequeña investigación sobre el periódico Regeneración. Una versión anterior
de este ensayo, no idéntica, apareció en Fabio Wasserman (comp.), El mundo en
movimiento: El concepto de revolución en Iberoamérica y el Atlántico norte (siglos
XVII-XX), Buenos Aires, Miño y Dávila, 2019, pp. 245-273, bajo el título, “La
revolución en México vista desde la historia conceptual”.
2
Eugenio Coseriu, Sistema, norma y habla: con un resumen en alemán, Uni-
versidad de la República, Montevideo, 1952; Eugenio Coseriu, Introducción a la

21
22 La Revolución vista desde la historia conceptual

particulares del término revolución, concebido como un esquema


general que dota de un sentido específico a una multiplicidad de
apariciones del vocablo en los impresos difundidos entre 1780 y
1950. Pero hay que añadir además que entre la lengua y las locu-
ciones particulares están de por medio instituciones normativas
socialmente establecidas. Y es que no cualquier palabra o voca-
blo consigue alcanzar un nivel suficiente de universalización. Su
conversión en un concepto guía, como es el caso de revolución, es
una de las palabras que logró convertirse en una acepción central
del vocabulario político y social durante el siglo XIX mediante su
aceptación pública general y su extensión a lo largo de la primera
mitad del siglo XX. Por eso se trata, en esencia, de un concepto
entendido como esquema de acción social que, en momentos de-
terminados, fue consagrado para dar impulso y referenciar a la vez
a un tipo de experiencias históricas.
Una de las premisas metodológicas de la historia conceptual es
el dictum de que no hay mundo sin lenguaje; sin embargo, tam-
poco hay lenguaje sin mundo. Por eso el lenguaje sirve no solo
para describir el mundo, sino que sin él, en sus múltiples facetas,
no hay lo que se llama realidad. De hecho, la práctica historiadora
consiste en establecer relaciones entre mundo y lenguaje, entre el
presente y las sociedades del pasado, a partir de procedimientos
técnico-lingüísticos.3 Así, a propósito del concepto revolución, en
este ensayo se sostiene que en cierto modo el historiador no es más
que una suerte de «escriba»,4 que en nuestra modernidad científica

lingüística, UNAM, México, 1990.


3
Michel de Certeau, La escritura de la historia, Universidad Iberoamericana,
México, 1983, p. 79.
4
Héctor Abad Faciolince, Oriente empieza en El Cairo, Mondadori, Barcelona,
2002, pp. 168-169.
G. Zermeño 23

y desde la historia conceptual articula sus discursos a partir de


tres tipos de lenguajes: el del pasado o propio de las fuentes, el del
presente o propio del historiador, y otros más polémicos por su
naturaleza analítica, de carácter metahistórico al no provenir di-
rectamente de las fuentes seleccionadas por el historiador; aunque
más tarde, tras su uso, puedan convertirse igualmente en categorías
históricas sujetas a cuestionamiento.5 Mientras los dos primeros
son inmanentes a la Historia (están en los acervos documentales
y en los modos como el historiador los cuestiona y los inscribe en
formas gramaticales y sintácticas propias del presente), los últi-
mos pertenecen al acervo de la «teoría» o arte de «elevarse» para
no perderse entre los árboles del bosque, en su inmediatez, y así
contemplar el conjunto al que pertenecen.6
En dicha triada lingüística, sobre todo para quienes concentran
sus estudios en la historia moderna y contemporánea, fácilmen-
te se puede confundir el léxico del pasado con el del presente, y
generar con ello la ilusión de continuidad entre las dos formas
temporales, de ahí que esta clase de análisis histórico recurra a un
dispositivo heurístico lingüístico basado en la teoría de los actos de
habla. «Decir algo es hacer algo» estableció, no sin razón, el filósofo
del lenguaje J. L. Austin en Cómo hacer cosas con palabras.7 Esta

5
Hans Erich Bödeker, «Sobre el perfil metodológico de la historia concep-
tual», Historia y Grafía 32, Universidad Iberoamaericana, Méxicom 2009, pp.
131-168.
6
Hans George Gadamer, Elogio de la teoría. Discursos y artículos, Anna Poca
(trad.), Península, Barcelona, 1993, pp. 23-43.
7
John L. Austin, Cómo hacer cosas con palabras. Palabras y acciones, Genaro
R. Carrió y Eduardo A. Rabosi (trads.), Paidós, Barcelona, 1990, pp. 48-52; Jürgen
Habermas, «¿Qué significa pragmática universal?», Teoría de la acción comuni-
cativa: complementos y estudios previos, Cátedra, Barcelona, 1976, pp. 301-309;
Luis A. Acosta Gómez, El lector y la obra. Teoría de la recepción literaria, Gredos,
Madrid, 1989, pp. 182-192.
24 La Revolución vista desde la historia conceptual

máxima se traduce en el esfuerzo por comprender la lógica de la


situación en la que tienen lugar las interacciones comunicativas
entre hablantes o escribientes, y así poder distinguir los lenguajes
propios del presente y los del pasado; saber que el significado de
una misma palabra puede variar según los contextos de habla,
temporal y espacialmente diferenciados, en que es utilizada. Con
la historia conceptual se trata al final solo de una manera particular
de tener un mayor control sobre los anacronismos (vestir el pasado
con el ropaje del presente), frecuentes en los discursos históricos
contemporáneos, condición básica de una forma de legitimación
del conocimiento histórico en sentido moderno. Así, en este ejer-
cicio alrededor del concepto revolución se trata de observar que
su uso pudo significar cosas diferentes según el espacio o situación
de habla en el que fue utilizado.
El filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein apuntó que el signi-
ficado de una palabra no era más que la manera de ser utilizada,
y advertía, asimismo, que los usos no eran arbitrarios, pues están
ya reglados antes de que el hablante o escritor pueda hacer uso
del acervo lingüístico.8 Por tanto, al cambiar las reglas («juegos

8
Un buen ejemplo nos lo da el escritor Javier Marías, a propósito de una di-
putada catedrática, Irene Montero, que en vez de portavoz quiso usar portavoza.
«A la inventora se le ha explicado que portavoz es un vocablo formado por un
verbo y un sustantivo unidos, exactamente como portaestandarte, chupasangre,
lameculos y muchos más, que, aplicados a una mujer, no necesitarían ser conver-
tidos en chupasangra ni lameculas. Se le ha recordado que la terminación en z no
es masculina ni femenina, como demuestran los adjetivos voraz, mordaz, feroz,
tenaz, locuaz o veraz, cuyos plurales no son vorazos y vorazas, ferozos y ferozas,
sino siempre voraces y feroces. Tampoco la terminación en e indica género, y así
artífice o célibe valen para mujeres y hombres y son invariables. Cabría añadir
que ni siquiera la terminación en a es por fuerza femenina, como con simpleza se
tiende a creer: lo prueban palabras como atleta, idiota, colega, auriga, estratega,
poeta, pediatra, hortera, esteta, hermeneuta, y no digamos víctima o persona, a
las que se antepondrá una o la en todos los casos, así hablemos de Mia Farrow
G. Zermeño 25

del lenguaje») el sentido (los usos) de las palabras y los conceptos


pueden también transformarse.9 En ese sentido, el mundo, la «rea-
lidad», precede a los usos lingüísticos, si bien estos de antemano
están ya cargados de significado; conforman lo que Gadamer de-
nominó como el mundo de los «pre-juicios»,10 sin los cuales no
hay contacto comunicativo con el «mundo» o realidad.
Por eso, para un historiador conceptual, la pregunta clave es
¿qué significa seguir las reglas para comprender el sentido de una
palabra o de un concepto?11 Si alguien usa mal las palabras, o con-
funde un color por otro, no se le entenderá. Existen, por tanto, rela-
ciones internas entre la semántica de un término (significado) y su
materialidad o soporte que le permite emerger (significante). Por
lo común, una conducta reglada oscila entre la polaridad normati-
va de lo correcto y lo incorrecto. En ese sentido, el lenguaje es una
conducta reglada,12 pero, por sí mismas, las reglas son insuficientes
para acercarnos al mundo concreto o de las prácticas sociales. Por
ello se requiere ilustrar lo anterior con ejemplos particulares. Las
reglas solo nos muestran las alternativas o los límites en los que
transcurren las posibilidades de la acción; son los actos de habla o
«formas de hacer» mundos con palabras las que propiamente nos

o de Schwarzenegger». Javier Marías, «¿Bendita sea la incoherencia?», El País, 3


de marzo de 2018, https://elpais.com/elpais/2018/02/23/eps/1519383998_848239.
html (consultado el 4 de marzo de 2018).
9
Ludwig Wittgenstein, Sobre la certeza, G. E. M. Anscombe y G. H. von
Wright (eds.), Josep LluisPrades y Vicent Raga (trad.), Gedisa, Barcelona, 1988,
pp. 61-65.
10
George Gadamer, Verdad y método, Ediciones Sígueme, Salamanca, 1988,
pp. 369-370.
11
Ludwig Wittengstein, Tractatus Logico-Philosophicus, Enrique Tierno Gal-
ván (trad.), Alianza, Madrid, 1981, pp. 143-242.
12
Ludwig Wittgenstein, Sobre la certeza, pp. 134-135.
26 La Revolución vista desde la historia conceptual

revelan lo que pudo haber pasado o puede pasar.13 En ese sentido,


esta clase de investigaciones son más obra de filosofía del lenguaje
que de epistemología. Con ello se intenta mostrar que la polisemia
inherente al lenguaje solo puede acotarse si se atiende a las diversas
formas en que los hablantes se sirven del lenguaje en los contextos
ordinarios de comunicación.
Lo anterior, desde mi punto de vista, requiere de una última
aclaración. Lo dicho no significa que se niegue la «realidad»; tan
solo se trata de tomar en cuenta la diferencia que puede haber
entre los llamados hechos duros de la historia, la realidad sin más,
y los hechos lingüísticos de la historia, o «realidad» transmitida por
medio del uso diverso que se hace del lenguaje: prácticas gestuales,
corporales, orales o escritas, impresas, visuales, artísticas o litera-
rias, historiográficas, sociológicas, etcétera.
Por ejemplo, para entrar en materia, las constituciones de los
estados nacionales son hechos lingüísticos fundadores de una
legitimidad política, y como tales son el resultado de diferentes
experiencias históricas, a la vez que mediante sus enunciados
prescriptivos regulan acciones y se proyectan hacia el futuro. En
sí mismos contienen una dimensión legitimadora y proyectiva.
Por el contrario, si acudimos al concepto revolución, su uso está
uncido casi intrínsecamente a una semántica de la violencia. No
hay revolución en el siglo XIX o en el XX que no se precie de tener
que pasar por el llamado a las armas. Con todo, su uso contiene
también una ambivalencia. Por un lado, está la violencia sin más,
como la de las guerras: se mata o se es muerto por otro. Aquí el
lenguaje de las armas no es sino la metáfora de una realidad más
cruda, la muerte, la desaparición, cuyos efectos reales quedan en

13
Ibíd., p. 139.
G. Zermeño 27

estado de latencia en el uso lingüístico de los términos revolución


o guerra. Tras los hechos duros puede darse entonces en seguida
el cuestionamiento sobre el costo social o ambiental y la crueldad
humana de tales acciones. De ello nos da cuenta una abundan-
te documentación reciente, tanto literaria como historiográfica.
Relaciones literarias o historiográficas hechas fundamentalmente
desde la perspectiva de las víctimas, hombres y mujeres, de quie-
nes padecieron dicha ambigüedad terminológica: como atracción
movilizadora a la vez que como desilusión o pérdida de sentido
(Patria de Aramburu para el caso de ETA; Javier Cercas para el caso
de la guerra civil española).14 Están también las historias de Peter
Englund sobre la Primera Guerra Mundial registradas a partir de
diarios, memorias y diversas clases de fuentes.15 Están ahí los hechos
duros innegables de un lado, generalmente registrados en forma
de las estadísticas desde los inicios de las primeras revoluciones,
tomando la francesa como caso paradigmático, en la que se dice
que de los 26 millones de «almas» que habitaban el suelo francés,
tres millones habían perdido la vida, incluyendo en el cómputo
los que habrían muerto por las hambrunas, el miedo, la angustia
y las enfermedades, y del otro lado16 están los hechos lingüísticos
que denotan tristeza, terror, desilusión, desconsuelo, incapacidad
o impotencia.
En suma, como veremos, la historia del concepto revolución,
que es propio de nuestras modernidades nacionalistas, está liga-
do al de violencia sistémica; pero, al mismo tiempo, forma parte

14
Fernando Aramburu, Patria, Busquets, Barcelona, 2016; Javier Cercas, Sol-
dados de Salamina, Tusquets, Barcelona, 2001.
15
Peter Englund, La belleza y el dolor de la batalla. La Primera Guerra Mundial
en 227 fragmentos, Roca Editorial, Barcelona, 2011.
16
Gazeta de México, 9 de julio de 1794, p. 348.
28 La Revolución vista desde la historia conceptual

de una reserva lingüística similar a la de otros conceptos como


constitución, soberanía o independencia, concebidos como pro-
cesos siempre inacabados. Constitución y revolución proceden
además lingüísticamente porque se vinculan a hechos distintos a
los hechos duros o descarnados. En nombre de la constitución y de
la revolución se realizan actos y se toman decisiones; en nombre
de la revolución se hacen revoluciones, se expiden manifiestos, se
hacen pronunciamientos, se dan golpes de estado, todos vocativos
movilizadores de la acción social y militar, aunque también siem-
pre enmarcados, no obstante, por el signo de la confrontación y
del conflicto.

Girando alrededor de la Revolución francesa

Así, con base en una indagación de las locuciones aparecidas fun-


damentalmente en la prensa del periodo 1780-1870, se puede seguir
la emergencia y evolución del vocablo revolución transformado en
un concepto rector a la sombra de un acontecimiento: la Revolu-
ción francesa. A partir de este referente fundacional pueden entrar
en juego otros acontecimientos revolucionarios. Constituido de
esta manera, como referente sustancial, el vocablo sigue una tra-
yectoria polivalente y sinuosa, hasta coadyuvar a la construcción de
las nuevas entidades sociopolíticas o naciones-estados modernos
que conocemos.
No queda claro que las conspiraciones o levantamientos antes
de 1789 en diversos lugares del mundo iberoamericano contengan
los elementos consignados alrededor de la Revolución francesa. En
todo caso podría ser que sus referencias tengan que ver más con
la variable de la Revolución angloamericana. En efecto, a fines de
G. Zermeño 29

1799, Francisco Miranda, desde Londres, hablaba tanto de la Revo-


lución americana como de la francesa, y sugería a su interlocutor
que esta parte del continente americano debería imitar «discreta-
mente la primera [y evitar] los fatales efectos de la segunda».17 Para
unos casos antes, para otros después, estos dos modelos acabados
de revolución funcionarán negativa o positivamente como refe-
rentes para desarrollar versiones autóctonas del uso del término
revolución, y de esa manera no quedarse fuera de uno de los signos
conceptuales que marcan la época. Incluso, como ya fue advertido
desde hace algún tiempo, la solicitud o exigencia de equidad en
las tomas de decisión políticas al momento de la crisis de 1808
de la monarquía hispánica, hizo intervenir una tercera variante
inspirada en la teología del jesuita Francisco Suárez (1548-1617),
que no coincide del todo con las tipologías en las que se fundan la
francesa y la angloamericana. Suárez, en De legibusac Deo legisla-
tore, argumenta que antes que el derecho divino de los reyes está
la delegación mediante un pacto directo del poder de Dios en el
pueblo o sociedad civil.18
Ahora bien, queda claro que la Revolución francesa cubre con
sus noticias la prensa periódica de la última década del siglo XVIII,
y sus efectos se manifiestan de diferente manera en los mundos
lusoportugués e hispanoamericano. Aunque llama la atención de
que sea en la Gaceta de Lisboa donde se da cuenta muy pronto de
la Toma de la Bastilla considerada como un acontecimiento que

17
John Lynch, «Los orígenes de la independencia hispanoamericana», en
Historia de América Latina; 5. La independencia, Leslie Bethell (ed.), Crítica,
Barcelona, 1991, p. 37.
18
David Bushnell, «La independencia de la América del Sur española», en
Historia de América Latina; 5. La independencia, Leslie Bethell (ed.), Crítica,
Barcelona, 1991, p. 84.
30 La Revolución vista desde la historia conceptual

irrumpió en París de modo sorprendente e inesperado, al hablar


ya de la famosa revolución de París. En cambio, en el mundo his-
panoamericano se lucha en general por evitar que la información
circule, sin éxito. Más adelante, en ambas esferas culturales, la
«sorprendente revolución» se convertirá en la «temible revolución»
con el ascenso de los jacobinos al poder, la proclamación de la
República (1792) y la ejecución de Luis XVI en enero de 1793. Para
este año, el sintagma Revolución francesa (en adelante referida
como RF) se ha cargado de connotaciones negativas al asociarse al
regicidio, el terror y la guillotina (España). En ese contexto aparece
(en portugués y en español) la obra del jesuita secularizado abate
Barruel, en la que se consigna la triple amenaza de la RF: conspira-
ción contra el altar (papado), el trono (la monarquía) y la sociedad
civil (el pueblo). Es el tema del día y de gran preocupación. Sobre
todo se teme la fusión de dos términos contradictorios: la libertad
y el terror, la justicia y la persecución. Sobre esta antinomia, las
perspectivas «revolucionarias» podían variar según el lugar que
se tuviera dentro del ajedrez político del Imperio español. Para
quienes ocupaban cargos en la burocracia imperial en las diferen-
tes cortes, la RF era un caldo de cultivo para la propagación de la
enfermedad; para otras autoridades podía ser motivo de escarnio.
La única pieza firme del tablero era la figura del rey. En algunos
casos, como para el virreinato del Río de la Plata o de Chile, esta
clase de inquietudes no eran tan claras, seguramente porque la
preocupación más inmediata era de otra índole: la presencia de
los corsarios británicos a partir de 1806.
Es interesante observar que durante el periodo previo a las inde-
pendencias, revolución es codificado a partir del lenguaje médico:
se teme que su «contagio» se expanda, y por eso se toman medidas
precautorias como si se tratara de una epidemia. Esta semántica
G. Zermeño 31

reaparecerá durante el periodo nacional cuando, conforme avance


el siglo, los analistas hablen de las revoluciones convertidas en una
enfermedad endémica, frente a la cual no acaba de encontrarse el
remedio o el antídoto.
Como se ve, las palabras y sintagmas utilizados movilizan tam-
bién los afectos. No solo estimulan el cálculo racional, impregnan
también los sentimientos. Generan esperanzas o desesperanza,
confianza o temor. En este segundo aspecto parecen coincidir los
universos portugués y español; el referente RF genera sobre todo
temores, ya que lleva consigo la amenaza de disolución de las au-
toridades tradicionales. Así, revolución, en su segunda acepción,
permite que los afectados tracen un límite para deslindarse y no
confundirse, pero no pueden evitar, asimismo, salir del círculo
envolvente de estar en tiempos de «revolución».
Para el caso mexicano, el vocablo revolución apareció primera-
mente en la prensa novohispana durante la década de 1780 relacio-
nado fundamentalmente con la astronomía. El término designa el
movimiento y duración que tarda la tierra en efectuar su rotación
sobre sí misma, lo cual presupone una estructura y un funciona-
miento estable, regular y giratorio. Sin embargo, políticamente, el
término ya era utilizado también para designar un tumulto o una
revuelta sin que estos levantamientos o amotinamientos fueran
concebidos como una alteración sustancial del orden establecido.
Esta doble acepción domina todavía en dos de los diccionarios
más usados, el de Covarrubias de 161119 y el de Terreros y Pando de

19
Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española, 1611,
Universidad de Navarra, Iberoamericana y Vervuert, Madrid, Frankfurt, 2006,
p. 909.
32 La Revolución vista desde la historia conceptual

1788.20 De hecho, en la capital del virreinato los acontecimientos de


París de 1789 son concebidos al principio como una revuelta más;
sin embargo, pronto surge la sospecha de que se trata de otra cosa,
de una revolución, que implica un cambio de sistema. Por eso la
pregunta de esta indagación es ¿cuándo se trasladó propiamente
el término revolución de la astronomía a describir lo contrario:
desorden o alteración de la regularidad de un ciclo o sistema?
En un principio, desde los ministerios civiles y religiosos de
la Monarquía, se ordenó regular y dosificar la información que
circulaba sobre los eventos de París, sin poder impedir que las
mismas órdenes llevaran inscritas las informaciones que preten-
dían ocultar o soslayar. Así, en las órdenes reales de julio y agosto
de 1792 se decretó que todos los impresos y objetos generales que
trataran «de las revoluciones» se remitieran al ministro de Estado.
Se sabe también que el 6 de agosto de 1790 se apresó en Ciudad
de México a un francés que portaba un chaleco figurando en su
centro un caballo a galope tendido «con el mote liberté», tratando
con ello de evitar que se introdujeran en el reino toda clase de ob-
jetos «relativos a las turbulencias de Francia». También es sabido
que desde enero de 1790, el Santo Oficio de la capital novohispana
perseguía a quien poseyera o distribuyera papeles relativos a la
revolución en Francia. Hubo alguien que delató sobre un manus-
crito con «noticias de las revoluciones de París, parte en castellano
y parte en francés», o papeles con «principios y máximas de la
filosofía anticristiana». Las noticias provenían de cartas enviadas
desde París a Esteban Morel por su hermano. En una se decía que
«la revolución que se preparaba [sería] quizá la más importante

Esteban de Terreros y Pando (1788), Diccionario Castellano con las voces de


20

ciencias y artes, edición facsímil, t. III, Arcos Libros, Madrid, 1987.


G. Zermeño 33

que haya estremecido al globo, por las consecuencias que se puede


pensar que traerá consigo».21
No obstante, solamente hasta el año 1792 alcanzó la magnitud
y el peso que marcará el porvenir. Un año en el que la intensidad
del término revolución irá en aumento conforme la cabeza de la
monarquía vaya decreciendo. Existe documentación de 1793 pos-
terior a la decapitación de Luis XVI en la que se habla ya de «los
franceses y su Revolución», de sus correrías en Italia y las campañas
en Prusia y Austria. Posiblemente para 1794 circula ya la denomi-
nación Revolución francesa como un hecho consumado, junto con
las reacciones en contra.
Es hasta 1793 cuando el órgano oficial de la capital, La Gazeta
de México, comenzó a divulgar las informaciones relativas a re-
voluciones que estaban ocurriendo en ciudades como Ginebra o
Frankfurt. En general, se trata de relaciones detalladas que intentan
aproximar la voz íntima de los protagonistas a los lectores. A partir
de entonces parece como si estos estuvieran siguiendo una novela
viva, con sus héroes y antihéroes en acción. Se quiere hacer copar-
tícipes a los lectores de los sucesos que ocurren en los tribunales
de la revolución o en los campos de batalla políticos y militares. Se
trata de una suerte de anales de la Revolución francesa. Se infor-
ma, por ejemplo, que un general antes adicto a la revolución fue
guillotinado en la Plaza de la Revolución por una de las facciones
revolucionarias y que muchos llorarían su muerte, siendo ya de-
masiado tarde. La narrativa se va extendiendo y va dejando paso
al establecimiento de nuevas nominaciones para espacios públicos
como la Plaza de la Revolución, así como el establecimiento de

21
Gabriel Torres Puga, «Opinión pública y censura en Nueva España. De la
expulsión de los jesuitas a la Revolución francesa» [tesis de doctorado en Histo-
ria], El Colegio de México, México, 2008, pp. 358-364.
34 La Revolución vista desde la historia conceptual

una nueva relación con el tiempo a través de un nuevo calendario


cifrado alrededor de la simbología revolucionaria.
Para 1794 (año de los tribunales revolucionarios y de la guillo-
tina) se menciona que en los anales de la historia nunca se habían
dado actos propios del peor de los despotismos. Esto va teniendo
lugar en medio de las purgas internas de las facciones revolucio-
narias. No hay mes en el que no se lean hechos de sangre. Se ven
desfilar hacia la guillotina tanto a miembros de la nobleza como a
otros convencidos revolucionarios. Durante la sesión de la Con-
vención Nacional de 28 de septiembre de 1793, se lee en marzo de
1794 que se decretó que toda la Francia se mantendría «en estado
de revolución» hasta que los demás estados reconocieran «su in-
dependencia». Se informa también que

Se ha hecho otra ley para que se prenda á toda la gente sospechosa,


declarando por tal á quantos por su conducta ó por sus relaciones, sus
palabras ó sus escritos, den indicios de ser partidarios de la tiranía, del
federalismo, y enemigos de la libertad: á los que no pudieren justificar
en las formas prevenidas sus medios de existir y el cumplimiento de
sus obligaciones cívicas: á los que no hayan podido obtener certifi-
caciones de civismo: a los que hayan sido privados ó suspendidos
de sus empleos; y á los Nobles, ó los que pertenecen á esta clase por
parentesco y que no hubiesen manifestado constantemente su afecto
á la revolución.22

En 1794 también apareció en la prensa el término contrarrevolu-


cionario. En forma análoga a la química, también en la política se

22
Gazeta de México, 29 de marzo de 1794, p. 132.
G. Zermeño 35

observaba que a una acción le correspondía una reacción.23 En ese


sentido se puede afirmar que para entonces la revolución se había
constituido en un campo semántico nuevo. Ahí se encuentra un
cierto cierre conceptual del sintagma «Revolución francesa», sobre
todo cuando comienzan a aparecer obras que se preguntan por las
causas de la hecatombe parisina. Entre 1794 y 1805 aparecen avisos
en la prensa periódica para lectores interesados en adquirir libros
relativos a la Revolución francesa. En particular se recomienda
la obra del Jesuita Augustin Barruel que para 1801 ya iba por su
tercera edición: Historia del Clero en el tiempo de la revolución
francesa (México, Mariano Joseph de Zúñiga y Ontiveros, 1800).
Para entonces «Revolución francesa» ya designa un cambio de
sistema y su uso se expande para designar incluso transformacio-
nes en otros campos, como la Medicina o la Economía política,
pero también en la Historia, y para describir conmociones socia-
les en lugares como Polonia o Turquía. La revolución se erige así
como tribunal supremo de las conductas, profesiones y riquezas
anteriores y posteriores «a la revolución». Simultáneamente se leen
voces antirrevolucionarias en defensa del pueblo.
Hasta aquí se observa que la referencia a la revolución arras-
tra consigo otros términos como el de independencia, república,
civismo, libertad, pueblo. No obstante, la forma como se transmite
la información en Nueva España es todavía la de quien observa
un fenómeno ajeno a la condición propia. La revolución es algo
que les pasa a los franceses, aunque eso también podría sucederle
a la monarquía al otro lado de los Pirineos. Desde la óptica del
órgano oficial en Ciudad de México, la revolución en Francia se

23
Jean Starobinski, Acción y reacción. Vida y aventura de una pareja, de Eliane
Cazenave Tapié Isoard (trad.), Fondo de Cultura Económica, México, 2001, pp.
353-379.
36 La Revolución vista desde la historia conceptual

adjetiva como infeliz, sobre todo por el grado de violencia psico-


lógica y material que ha implicado en la población. Hacia 1806 se
advierte un reflujo de la gran revolución. Se nota en la mutación
del calendario revolucionario porque dificulta la sincronización
de los tiempos para llevar adelante los intercambios comerciales
entre las naciones. En ese contexto, no obstante su descrédito, el
término se propaga.

La crisis de 1808 y sus efectos semánticos


en Nueva España

El año de 1808 es clave en muchos sentidos porque traza una línea


temporal entre un antes y un después en cuanto al uso del térmi-
no revolución. Hay hechos incuestionables que tienen lugar en la
capital del imperio: la abdicación del rey, el motín de Aranjuez o
la guerra de resistencia contra el invasor francés. En tiempos de
revolución, sinónimo de desorden, el punto está en observar cómo
se reelabora el término. Debido a la carga semántica negativa que
posee la «temible RF», el intento consistirá en no confundirse con
ella. De inicio, España y Portugal comparten el mismo punto de
partida: la presencia del ejército imperial francés en sus territorios.
En España, tras la insurrección de mayo de 1808, hay una rehabi-
litación parcial del concepto. El dilema se plantea entre la defensa
de la soberanía popular y la revolución «a la francesa». Es una de
las lecturas que se encuentran en los órganos jacobinos, inten-
tando no quedar desbordados por sus connotaciones negativas,
incluso de no ser identificados con la causa del enemigo invasor.
Así, se tiende una línea que se desmarca del ejemplo francés con
la formación de una junta central en octubre de 1808, calificada
G. Zermeño 37

como su «feliz revolución». Esta nominación, enmarcada por las


Cortes de Cádiz (26/04/1811), no excluye el ingreso de «revolución»
concebida como «alteración inexorable, consecuencia necesaria de
la que va corriendo por toda Europa, anunciada por las luces [...]
del siglo pasado» (26/4/1811, Diario de Sesiones de Corte —varias
ediciones—).24 Es interesante observar que esta clase de fórmulas,
pasada la revolución, serán constitutivas más tarde de un tipo de
filosofía liberal sobre la revolución, conceptualizada en México ya
como un singular colectivo; claramente, como se verá, en publicis-
tas como Lorenzo de Zavala y José María Luis Mora.
Con la abdicación de Carlos IV a favor de Fernando VII, ce-
diendo sus derechos sobre Españas e Indias a su aliado y amigo, el
emperador de los franceses, se desencadena, entonces, una serie
de hechos que van desde Madrid hasta Ciudad de México, basados
en la declaración de guerra a Napoleón tras su invasión en el suelo
peninsular. Se crea entre el centro metropolitano y sus colonias una
suerte de pacto para defender la religión, el rey y la patria. En ese
sentido, los levantamientos españoles de mayo de 1808 se pueden
entender todavía como tumultos a favor de la reinstalación de la
monarquía legítima. Para los novohispanos, esos hechos designan
una gloriosa revolución todavía en el sentido suareciano: como
el derecho de un pueblo a la rebelión en contra de la tiranía. Esta
fase revolucionaria se concluirá con la promulgación de la Cons-
titución de Cádiz en 1812, derivada de la Regencia (bonapartista)
que sustituyó a la Junta Suprema (española) a principios de 1810.

24
Véase también de Javier Fernández Sebastián y Gonzalo Capellán, Re-
volución en España. Avatares de un concepto en la «edad de las revoluciones»
(1808-1898), en Fabio Wasserman (comp.), El mundo en movimiento: El concepto
de revolución en Iberoamérica y el Atlántico norte (siglos XVII-XX), Buenos Aires,
Miño y Dávila, 2019, p. 141.
38 La Revolución vista desde la historia conceptual

A partir de 1808 se delinean tres etapas claves: 1) de julio a sep-


tiembre de 1808 cuando llegan a América las noticias del levanta-
miento de El Escorial, la abdicación de Carlos IV, la destitución de
Godoy y la proclamación de Fernando VII; 2) los meses de abril y
mayo de 1809 cuando se notifica la creación de la Junta Central,
pero sobre todo el decreto de enero que convoca a los territorios
americanos a participar en la misma Junta, y 3) los meses de mayo-
junio de 1810 cuando llegan las noticias de la disolución de la Junta
Central, la creación de la Regencia y la convocatoria a las Cortes de
Cádiz el 14 de febrero de 1810.25 Así, entre 1808 y 1810, se observan
en la América española diversos efectos de los sucesos peninsulares.
Para el área hispanoamericana, hay un sustrato común com-
partido. Esos años funcionan como un nudo ferroviario, que al
tiempo que centraliza todas las llegadas, las reenvía en direcciones
diversas: cuatro virreinatos (Nueva Granada, Perú, Nueva España
y Río de la Plata) y cuatro capitanías generales (Venezuela, Chile,
Cuba y Guatemala). Se dice que Venezuela, por ser más próxima
a Europa, reacciona más rápidamente al recibir más pronto las
noticias, o que la situación estratégico-comercial de Buenos Aires
la convierte en un punto de atracción para los intereses políticos
y comerciales británicos.
En la capital del virreinato novohispano, al iniciarse la forma-
ción de una junta de gobierno en 1808, todavía no aparece el térmi-
no revolución. Ocurre más bien una guerra callejera de pasquines
entre las opciones representadas por los miembros del Consulado
y los de la Audiencia de México. Ahí apareció la sombra de la
Revolución francesa. Los opositores a la formación de la junta de

25
Manuel Chust, «Un bienio trascendental», en Manuel Chust (coord.), 1808.
La eclosión juntera en el mundo hispano, Fondo de Cultura Económica y El Co-
legio de México, México, 2007, pp. 28-37.
G. Zermeño 39

México temían que se repitiera una situación similar a la francesa.


Algunos pensaban que la Revolución francesa era inaplicable en
Nueva España donde reinaba el orden y la unidad. En Querétaro,
por ejemplo, se estaba a favor de la formación de la Junta, pues se
concibió como medio idóneo para garantizar la paz y evitar que
se repitiera la experiencia francesa.
La prisión forzada del virrey Iturrigaray la noche del 15 de sep-
tiembre de 1808 por un grupo partidario de la Junta de Sevilla
desencadenó un litigio jurídico político que transformó revolución
en una noción sustantiva como sinónimo de «cambio de sistema».
Esta transformación, no obstante, se dio en medio de equívocos,
ya que ninguna de las dos partes quería comprometerse con la
noción englobada en la Revolución francesa. Se hacía la revolu-
ción en todo caso para evitar una revuelta mayor, ya que, se decía,
los «indios eran accesibles a la seducción y podían inficionarse
a poca costa». Sus opositores, en cambio, acusaban al virrey de
estar revolucionando y sublevando a todo el reino. Así, solamente
hasta septiembre de 1808 el término revolución se incorporó en el
léxico político. De esa manera, la noche del 15 de septiembre sentó
el precedente discursivo para futuras revoluciones. Alrededor de
la acción de «los 300», la noche del 15 de septiembre se estructuró
un concepto de revolución equívoco, oscilante entre la semántica
tradicional y la nueva.

El caso Hidalgo o la invención


de la Revolución de la Nueva España

El famoso grito de Dolores ocurrió en otra noche del 15 de septiem-


bre, pero dos años después, en 1810. Entre la primera y la segunda
40 La Revolución vista desde la historia conceptual

se han formado el partido americano y el europeo. Primero, se dio


la conspiración de Querétaro como rechazo al procedimiento para
encarcelar al virrey y la formación de la Junta mexicana; segundo,
se llamó a la sublevación para restaurar el orden legítimo que pri-
vaba antes de la noche de septiembre de 1808. Pero la insurgencia
de Hidalgo incluye, además, otro precedente: la supresión de la
Junta Suprema de España y su sustitución por la Regencia, contro-
lada por las fuerzas francesas invasoras. Es posible que este hecho
contenga los elementos para transformar la Revolución de Nueva
España en una jacquerie o sublevación con acentos populares, casi
en una guerra de religión.
Sea lo que fuere, la figura conceptual cifrada alrededor de la
Revolución francesa se aplicó en el proceso seguido a los insur-
gentes de 1810, acusados de ser portavoces de la impiedad y he-
rejía personificada por Napoleón. Hidalgo fue culpado de tener
ideas revolucionarias para derrocar el trono y el altar, con proce-
dimientos similares a los de Lutero en Alemania. No obstante, en
el Manifiesto de Hidalgo, publicado el 12 de enero de 1811, hay dos
menciones que connotan negativamente a esa clase de revolución.
Ahí sostiene que la rebelión se debe a los procedimientos de un
sector de los peninsulares la noche de 1808, y que se trata de evitar
que la rebelión se transforme en una revolución. Al caer preso en
Chihuahua en mayo-junio de 1811, los acusadores insistían, no
obstante, en identificarlo como un revolucionario afrancesado.
Desaparecido Hidalgo, la noción de revolución se enriqueció
al amparo de la Constitución de Cádiz de 1812 y la presencia del
cura Morelos e Ignacio López Rayón, quienes convocaron en 1813
a un congreso constituyente americano, exigiendo condiciones de
igualdad frente a las heredades peninsulares. En la reinvención del
término tuvo mucho que ver la ideología liberal al distinguir entre
G. Zermeño 41

una revolución genuina y una revolución espúrea. Esta distinción


fue utilizada para valorar la insurgencia de Hidalgo, en la que se
perfila una revolución connotada liberalmente, lastrada de lo po-
pular al relacionar este rasgo con el uso irracional de la fuerza.
Tras la muerte de Hidalgo el 30 de julio de 1811 y el decaimiento
del movimiento insurgente, se cuestionó sobre las causas de la
rebelión. En ese contexto apareció la obra del ex dominico Fray
Servando Teresa de Mier, Historia de la revolución de Nueva Espa-
ña, antiguamente Anáhuac, o verdadero origen y causas de ella con
la relación de sus progresos hasta el presente año de 1813 (Londres,
Imprenta de Guillermo Glindon, 1813). A este texto le ha precedido
el de su opositor, Juan López Cancelada, Verdad sabida y buena
fé guardada. Origen de la espantosa revolución de Nueva España
comenzada en 15 de setiembre 1810.26 Y otros como el de Lizarza,
defensor de Iturrigaray.27
En su escrito, Mier sostiene que esta revolución no se parecía
en nada a la francesa. Compararla significaba agraviar a la Nueva
España, reino «agobiado por los impuestos». Acude también a la
etimología para esclarecer los términos insurgencia y revolución. El
primero proviene del latín insurgo o «levantarse el que está caído»,
por tanto es un título honorífico; el segundo «viene del verbo revol-
vo, que en Cicerón significa volver otra vez o hacia atrás; con que
si lo de atrás fuere mejor, la revolución será». Finalmente, acusa

26
Juan López Cancelada, Verdad sabida y buena fé guardada. Origen de la
espantosa revolución de Nueva España comenzada en 15 de setiembre 1810. Defensa
de su fidelidad, Imprenta de Manuel Santiago de Quintana, Cádiz, 1811.
27
Facundo de Lizarza, «Discurso que publica don Facundo de Lizarza vindi-
cando al Excelentísimo Señor Don José Iturrigaray, de las falsas imputaciones de
un quaderno titulado por ironía Verdad sabida, y buena fe guardada», Impresora
del Gobierno de S. M., Plazuela de las Tablas, Cádiz, 1811. Fue reimpreso un año
después en México.
42 La Revolución vista desde la historia conceptual

a López Cancelada, diputado por México en las Cortes, de estar


«dominado por el espíritu de intriga, de revolución, maledicencia,
pasquinada y calumnia». Fueron los «anuncios de la abdicación
[...] los que prepararon la revolución. Así, por qué sorprenderse de
que los eclesiásticos hayan encabezado la revolución».
A partir de 1813 se profundizó en la prensa la revolución de la
Nueva España depurada del componente francés, hasta llegar a un
punto en que la insurgencia continuada por Morelos encuentra su
razón de ser ya no en Nueva España, sino en México:

Hasta ahora me he abstenido de publicar reflexiones sobre la revo-


lución del Reyno de México [...] Era imposible formar una idea del
carácter de aquella revolución oyéndolo a sus mortales, y enfurecidos
enemigos [...] El bosquejo histórico que antecede, escrito en México
por un enemigo de la revolución actual, aunque amigo de la razón en
que la revolución se funda, nos puede guiar para formar congeturas
sobre este importante, y desgraciado acontecimiento.

Si bien, deslinda a la revolución del impulso «ciego» del pue-


blo.28 Así, el 22 de octubre de 1814 se promulgó la Constitución de
Apatzingán o Decreto constitucional para la libertad de la América
mexicana. Fue el comienzo del proceso que logró «fijar el sistema

28
«Pequeño rasgo de la Revolución de Nueva España que un europeo impar-
cial escribió en México á 19 de noviembre de 1810, cuyo testimonio autorizado
con una multitud de documentos auténticos merece de todo nuestro aprecio,
crédito y respeto». Clamores de la fidelidad americana contra la opresión o frag-
mentos para la historia futura, t. I, núm. 8, p. 29, Imprenta P. y L. de D. J. F. Bates,
Mérida, Yucatán, 1814.
G. Zermeño 43

de la revolución y atacar en sus propias trincheras» a sus enemi-


gos.29
En ese sentido, ser «revolucionario» crecientemente se asoció
al postulado de que no podía haber nación que fuera «racional-
mente libre sin ser integralmente justa». Sin eso los regeneradores
no harían sino naufragar entre «los flujos y reflujos de las revolu-
ciones». En tal caso serían todavía más «nocivas las conmociones
populares, y todos los recursos de la violencia» al alterarse el orden
natural de las cosas. De esa manera se hace eco de la distinción
entre «revolución liberal» y «revolución popular» encontrada ya
en la Aurora de Chile editada por fray Camilo Enríquez al emitir
su juicio contrario a la revolución de Hidalgo.30

Apogeo, crisis y reactivación filosófica


del concepto

Entre 1820 y 1822 se consolidó un ajuste de cuentas semántico


entre la primera revolución de Hidalgo y la relacionada con la
Independencia de México. El balance se realizó al amparo de la
Constitución liberal de 1820 que distingue entre los genuinos

29
Ignacio Rayón en E. Hernández y Dávalos (1877), Historia de la Guerra de
Independencia de México, t. I, José M. Sandoval, impresor, Edición facsimilar 1985
(México: Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana,
Comisión Nacional para las Celebraciones del 175 Aniversario de la Independen-
cia Nacional y 75 Aniversario de la Revolución Mexicana, Universidad Nacional
Autónoma de México, 2007), p. 285.
30
«Acerca de los sucesos en México», Aurora de Chile, 32 (17 de septiembre
1812) http://www.memoriachilena.cl/archivos2/pdfs/MC0012537.pdf (consultado
el 4 de marzo de 2018).
44 La Revolución vista desde la historia conceptual

revolucionarios o amantes de la libertad y los serviles o amantes del


despotismo, en el que se incluyen a los insurgentes revolucionados.
La Revolución de Nueva España, después de la Declaración de
Independencia en septiembre de 1821, fue sustituida por la Revolu-
ción de Mégico. En 1822 se publicó el folleto «Bosquejo ligerísimo
de la Revolución de Mégico, desde el grito de Iguala hasta la procla-
mación imperial de Iturbide». El grito de Iguala designaba el pacto
entre Agustín de Iturbide, coronel realista, y Vicente Guerrero, jefe
insurgente, el 24 de febrero de 1821 para separar a Nueva España de
Madrid. Atrás quedaron los hechos de 1808, y comenzó a distin-
guirse la primera de la segunda revolución. La entrada del ejército
trigarante en la Ciudad de México el 27 de septiembre de 1821 se
enfocó en apagar lo que quedaba del fuego anterior, esperando
con ello que prendieran «las luces de América», que «apareciese
un genio superior, o un verdadero héroe» y que «venciese todos los
obstáculos que se oponían al establecimiento de la independencia
y al triunfo de la libertad». Quien escribe es el acuatoriano Vicente
Rocafuerte, un liberal admirador de las teorías de Montesquieu,
Mably, Filangiery, Constant, Franklin y Madison. Esta noción que-
dará envuelta en la retórica de la Ilustración y de la lucha en contra
del «terror y barbarismo» a favor de la civilización.31
Con la Independencia se confirmó, en ese sentido, un concepto
liberal de revolución que implicará, entre otras cosas, el que uno
de los libertadores, Agustín de Iturbide, se vea obligado a abdicar
del trono imperial el 19 de marzo de 1823. En esta concepción se
distinguirá la nueva revolución de Iguala de la de Hidalgo y la de
1808, aunque busca a la vez salvar la esencia que identifique a las

31
Vicente Rocafuerte, «Bosquejo ligerísimo de la Revolución de Mégico, des-
de el grito de Iguala hasta la proclamación imperial de Iturbide, escrita por un
verdadero americano», Imprenta de Teracrouef y Naroajeb, Philadelphia, 1822.
G. Zermeño 45

tres. En la de Hidalgo, por ejemplo, el problema fue haber caído la


revolución en manos de «gentes de campo, acostumbradas desde
la niñez a domar caballos, y a sufrir los rigores de las estaciones del
año en el cultivo de la tierra». Esta argumentación forma parte de
la justificación del levantamiento militar de Guadalupe Victoria y
Antonio López de Santa Anna contra Iturbide el 6 de diciembre de
1822, con lo cual se reinstaló el congreso constituyente.
Hecho el ajuste conceptual con el pasado inmediato, se inició
la construcción del nuevo panteón de la patria republicana. El
decreto del 19 de julio de 1823 declaró «beneméritos de la patria en
grado heroico» a un conjunto de personalidades, comenzando con
Hidalgo, Allende, Aldama, Abasolo y Morelos, como «los héroes
de 1810», venerados como sus primeros libertadores.
En el Manifiesto del Congreso General Constituyente presidido
por Lorenzo de Zavala, 4 de octubre de 1824, se habla de «la re-
volución de catorce años» (1810-1824) y se asume que los costos y
sacrificios eran necesarios para la constitución de la nación. Solo
la historia juzgará al autor (Iturbide) de la segunda revolución
y su trágico fin. Su caída dio lugar a la revolución con la que se
restableció la paz y la tranquilidad, tomando como modelo a la
República floreciente de nuestros vecinos del Norte. Con ello, fi-
nalmente el siglo de luz y de filosofía había acabado por desvane-
cer las tinieblas de los antiguos. En este discurso resplandece la
figura de Washington contrapuesta a la de Robespierre y Marat.
Exhumadas las revoluciones del pasado inmediato, la nueva revo-
lución se proyectó en términos de la construcción de una nación
próspera, justa, respetuosa de las leyes, capaz de proporcionar a
sus habitantes «las comodidades» de otros «pueblos civilizados,
[...] haciendo brotar todas las artes» para embellecer un «suelo tan
favorecido de la naturaleza».
46 La Revolución vista desde la historia conceptual

Establecida la Constitución federal de la República Mexicana,


los términos revolución y revolucionario se asociarán en el futuro
a algún levantamiento militar en el marco de la disputa por la
sucesión presidencial, como sucedió en 1828. A partir de enton-
ces, generalmente los sublevados harán la revolución —o sea se
pondrán fuera de la ley— para restaurar la ley. En nombre de la
paz y el restablecimiento del orden, se harán las revoluciones o
enfrentamientos político-militares entre liberales y conservadores,
federalistas y centralistas. O incluso, se podrán hacer revoluciones
para prevenir otras.
En este sentido, hacia 1835, el término revolución se habría de-
valuado. Por ejemplo, para el cronista de la revolución de indepen-
dencia, Carlos María Bustamante, toda revolución era detestable,
era un mal que debía erradicarse como una enfermedad, en parte
porque el verbo revolucionar se había convertido en un negocio
entre particulares. Al tomar el poder los conservadores en 1835,
Francisco Manuel Sánchez de Tagle resumió la situación del país en
dos estados: «uno de paz, [...] de inercia, de cansancio, de silencio,
[...] y el otro de revolución o movimiento». Ambos se alternan y se
suceden intermitente y periódicamente «con lamentable rapidez»,
como una «fiebre maligna» por la que «se destruye lo que hay, para
reponer lo que había; en el estado de paz o de quietud fermentan
en silencio y sin cesar los elementos de la erupción volcánica que
estallará a su tiempo, y traerá aquel primer estado [...] Estos pro-
nunciamientos se repiten, se multiplican [...] los papeles sediciosos
los preparan y los apoyan, estableciéndose periódicos a propósito».
Se remueven los jefes y gobernantes desafectos, después se pasa a
darle un «barniz de legitimidad, por medio del cuerpo legislativo
que se disolvió [...] Al efecto se llama al congreso actual». Instalado
el nuevo congreso se procede a condecorar a los escaladores de
G. Zermeño 47

puestos y a anular los aciertos y desaciertos de los predecesores, «y


aquí comienza la época del silencio, durante la cual, los desconten-
tos trabajan para volver a sobreponerse en otra revolución». En las
épocas de revolución todo se reduce al quítate tú para ponerme yo.
De ahí que se tenga que buscar una quinina política. Evitarlas es
un «bien inestimable»; se exige en el estado actual y la «experiencia
de lo pasado» establecer un arbitrio «capaz o de dar permanencia
al orden constitucional, alejando las revoluciones, o al menos de
restablecerlo cuando estas acaezcan y lo turben». Para remediarlo
propone la creación de «un poder, neutro de su género» y regula-
dor. Es el único modo para sortear la situación en la que se habita,
en el que todo tiene un principio y un fin, excepto Dios.32 Ante
este círculo vicioso no faltará quien se pregunte si no se trata de
un problema propio del modo de ser del mexicano.
Carlos María Bustamante inició la escritura de su Cuadro his-
tórico de la revolución de la América mexicana en 1823.33 Después
publicará varios suplementos y continuaciones en 1826, 1832, 1846
y 1854. A su primer trabajo le siguió en 1830 la Historia de la revo-
lución hispano-americana del español Mariano Torrente.34 Poco
después aparecieron las obras de Lorenzo de Zavala (1831-32)35 y

32
Diario Histórico de México de Carlos María Bustamante, 1822-1848, El Co-
legio de México, CIESAS, México, 2001, p. 27.
33
Carlos María Bustamante, Cuadro histórico de la revolución de la América
mexicana comenzada en quince de septiembre de 1810, por el ciudadano Miguel
Hidalgo y Costilla, dedicada al ciudadano general José María Morelos, Imprenta
de la Águila, México, 1923. Carlos María Bustamante, Cuadro Histórico de la
Revolución Mexicana, Fondo de Cultura Económica, México, 1985.
34
Mariano Torrente, Historia de la revolución hispano-americana, Imprenta
de Moreno, Madrid, 1830.
35
Lorenzo de Zavala, Ensayo histórico de las revoluciones de México desde 1808
hasta 1830, Fondo de Cultura Económica, México, 1985.
48 La Revolución vista desde la historia conceptual

José María Luis Mora (1836).36 Todos coinciden en hacer uso del
término revolución en el encabezado, pero particularmente Zavala
y Mora lo transformaron en un concepto filosófico de carácter
universal. Queda claro que el vocablo revolución en su sentido
político, se había pluralizado, pero a su vez se transformó en un
concepto general y abstracto. Mientras lo primero enfatizaba su
aspecto descriptivo (hay muchas y diversas revoluciones), lo se-
gundo se centraba en su aspecto explicativo o filosófico.
Mora publicó en 1836 Méjico y sus revoluciones en París. Ahí,
en especial en el segundo volumen, traza la primera teleología his-
tórica liberal de la revolución mexicana, en la que el conquistador
Hernán Cortés aparece incluso como precursor de la lucha de Mé-
xico por su independencia.37 Se trata de un discurso del progreso
civilizatorio en el que los indígenas no son relevantes en el proceso
de emancipación nacional.38 La revolución de independencia cul-
mina en la revolución liberal en la que resaltan algunos tópicos
explicativos sintomáticos: 1) la influencia de los filósofos franceses
en los precursores de la independencia; 2) el evento Revolución
francesa como motor del cambio en la forma del «mundo entero»,
«escuela abierta para la instrucción de todos los pueblos» que no
«dejó de extender sus lecciones a México, a pesar de lo remoto que
se hallaba de este teatro...» y, 3) las reformas borbónicas represen-
tadas por el virrey Bernardo de Gálvez hasta Iturrigaray, periodo
en el que «la Nueva España adelantaba en todos los ramos de la
civilización y prosperidad pública, por una escala de progresión
asombrosa, y los deseos de independencia caminaban a la par,

36
José María Luis Mora, México y sus revoluciones, ed. Agustín Yáñez, Editorial
Porrúa, México, 1977.
37
Ibíd., pp. 169-171.
38
Ibíd., p. 178.
G. Zermeño 49

descendiendo por grados de las clases mas ilustradas [hasta] la


ínfima».39 Para Mora, la noche del 15 de septiembre se transformó
en el «amanecer del día 16 [cuando] México se halló, sin saberlo,
con una revolución hecha y un nuevo virrey a quien obedecer».40
Y los españoles, en general poco ilustrados, se dieron cuenta que
cuando la revolución había concluido en realidad apenas empeza-
ba, con la «prisión del virrey».41 Aun cuando carecían «de la ciencia
práctica de las revoluciones» pudieron intuir (los revolucionarios)
las dificultades en que se hallaba el gobierno.42 Esto sucedió cuan-
do en España comenzaban a difundirse con «suma rapidez» las
ideas de soberanía nacional y sistema representativo, ideas que
pasarían «naturalmente» a México. Y para Mora, los culpables del
tipo de revolución que se dio eran los españoles «por no haberse
unido con los mexicanos para regularizar lo que al fin se había de
hacer, los cambios inevitables (que) habrían partido de la autori-
dad, y esta reconocida y respetada, les habría impreso el carácter
de estabilidad y energía, pues las revoluciones que se hacen en el
centro del poder, a diferencia de las que se efectúan por las ma-
sas, tienen siempre esta inapreciable ventaja».43 Por eso en aquella
revolución predominó, no el orden sino la sed de venganza «y el
odio a los opresores»; tales fueron «los sentimientos que ocuparon
a los vencidos».44 Una revolución hecha por las masas, debía ser
necesariamente desastrosa, «como lo fue».45

39
Ibíd., pp. 250; 255-256.
40
Ibíd., p. 302.
41
Ibíd., p. 303.
42
Ibíd., p. 303.
43
Ibíd., p. 306.
44
Ibíd., p. 308.
45
Ibíd., p. 325.
50 La Revolución vista desde la historia conceptual

Mora remata su filosofía de las revoluciones estableciendo que


estas, «en el orden social y moral, lo mismo que en el natural, no
consisten sino en la coexistencia de elementos encontrados que
se hallan en perpetuo conflicto, mientras no sobreviene la crisis
que es siempre determinada por la desvirtuación o expulsión de
uno de estos elementos». Al retardarse, al triunfar las inercias,
sobrevienen los «males y desórdenes sociales». El «estado transi-
torio en la sociedad es penoso para las personas», pero los males
son inevitables «por ser el resultado de causas necesarias». Lo que
tenía que suceder ha sucedido, y los hombres «en general» están
«constituidos bajo el influjo de causas inevitables».46
Algunos años antes Lorenzo de Zavala había publicado su En-
sayo histórico de las revoluciones de México, inspirado en la obra
de Jean-Charles-Leonard Sismonde de Sismondi, Histoire des
Republiques Italiennes du moyenage (1809-1818). En Zavala, más
claramente, el término trasciende a los mismos hacedores de las
revoluciones, y solo aquel que posee intelectualmente esta noción
puede identificar las revoluciones. Solo quien dominaba «la cien-
cia práctica de las revoluciones» era capaz de orientar el proceso
que estaba viviendo; de conocer su alcance y profundidad. Vivir
en un «tiempo revolucionario» implicaba, por eso, una noción de
temporalidad que dividía en dos partes a la historia: de un lado,
un tiempo pasado (antes de 1808) dominado por el «silencio», el
«sueño» y la «monotonía», y del otro, un tiempo futuro domina-
do por lo contrario: ruido, aceleración y cambio incesante.47 Al
respecto escribió Zavala:

46
Ibíd., pp. 470-471.
47
Lorenzo de Zavala, Ensayo histórico de las revoluciones, I, p. 9.
G. Zermeño 51

Una revolución dilatada y que ha cambiado la faz de medio mundo se


ha verificado en pocos años entre nosotros; era preciso que arrastrase
la subversión del antiguo sistema, y sin dar tiempo a reemplazar los
establecimientos que era necesario destruir, nos ha rodeado repen-
tinamente de ruinas.48
Nuestra generación ha sido transportada instantáneamente en una
especie de esfera moral distinta de aquella en que vivieron nuestros
padres. Quizá ningún ejemplo presenta la historia de un cambio tan
rápido, si se exceptúan aquellos en que los conquistadores obligaron
con la fuerza a obedecer su imperio y a adoptar sus instituciones.49

Por eso, en una situación de cambio constante, solo quien posee


la ciencia de las revoluciones podrá advertir los bienes que traen es-
tas consigo en medio de los males que arrastran.50 Las revoluciones,
en apariencia, se suceden sin rumbo y, no obstante, el viejo orden se
transforma siempre de nuevo al quedar inscrito en un proceso que
lo rebasa: «El mayor error de los hombres de revolución consiste
en no conocer la oportunidad de los proyectos que emprenden».51
«Pero las revoluciones no pueden ser detenidas hasta donde se
quiere. Son torrentes que todo lo arrastran, y se llevan muchas
veces de encuentro a sus autores. La revolución se principió y no
sabemos aún hasta donde se detendrá».52 Así, la nación mexicana
«se elevará dentro de poco a sus grandes destinos, si podemos dar
a la revolución el curso que naturalmente debe tener».53

48
Lorenzo de Zavala, Ensayo histórico de las revoluciones, II, p. 117.
49
Ibíd., p. 291.
50
Ibíd., p. 121.
51
Ibíd., p. 33.
52
Ibíd., p. 119.
53
Ibíd., p. 121.
52 La Revolución vista desde la historia conceptual

Al ocurrir la Revolución francesa de 1848 el término llegó re-


cargado filosóficamente (al asociarse al de civilización), al mismo
tiempo que desacreditado (por su carácter destructivo). El nuevo
referente revolucionario hizo explícitas nuevas dicotomías socio-
lógicas, como la de burguesía y clase obrera, y políticas, como la
de democracia y movimiento popular u obrero. En México, tal
contraposición permitió que tanto liberales como conservadores
se reconocieran más con una fase de esa nueva Revolución francesa
(la del mes de febrero) que con la fase del mes de junio. La primera,
como parte de la secuencia regeneradora de las revoluciones de
medio siglo, y la segunda, con la irrupción en la historia de «las
clases trabajadoras, sin educación [o del] pueblo bárbaro».54
Hacia 1848, México se encontraba en las negociaciones de paz
tras la derrota militar con el admirado vecino norteño de los libe-
rales, y con las amenazas constantes de separación o independencia
de Yucatán. En ese contexto, el término democracia adquirirá ma-
yor relevancia en cuanto a las demandas revolucionarias. Quizás,
por ello, en general, a partir de 1850 revolución tenderá a confun-
dirse más con el vocablo reforma.

De la Revolución de Ayutla (1854)


a la Revolución de Tuxtepec (1876)

Una de las virtudes del levantamiento militar alrededor del Plan


de Ayutla (1-III-1853) —obra de Juan Álvarez, un liberal de formas
rústicas, e Ignacio Comonfort, de usos más urbanos— consistió en

Erika Pani, Para mexicanizar el Segundo Imperio. El imaginario político de


54

los imperialistas, El Colegio de México, México, 2001, pp. 62-69.


G. Zermeño 53

convertirla en 1854-1855 en la Revolución de Ayutla. El sintagma


fue el resultado de la crisis de la sucesión presidencial al huir el
general Antonio López de Santa Anna, presidente destronado, en
agosto de 1855. Y su éxito consistió en convertirla en una fuente
de legitimidad duradera para los aspirantes futuros al gobierno
de México. Primero Juan Álvarez y luego Ignacio Comonfort. Lo
interesante fue que el primero dio la legitimidad al segundo como
presidente interino fundado en los principios de la Revolución de
Ayutla, el 8 de diciembre de 1855. Durante este año, esta revolución
logró convertirse en un movimiento nacional. Juan Álvarez, su
gestor, supo explotar el hecho de presentarse como descendien-
te directo de los insurgentes que lucharon por la Independencia,
como el eslabón más puro que lo conecta con Hidalgo en contra
de opositores como Lucas Alamán o López de Santa Anna.
Así estructurada, esta «revolución» incorporó más tarde nuevos
elementos sociológicos. Uno de sus voceros, Ponciano Arriaga,
por ejemplo, durante los debates del Congreso constituyente de
1856, actualizó las demandas sociales inscritas en la Revolución
francesa de 1848. También José María Lafragua, tras el triunfo de
los liberales sobre el II Imperio (1862-1867), brindó el 7 de octubre
de 1867 a favor de la memoria de sus padres, «Washington, Bolívar,
Hidalgo e Iturbide», y aprovechó la ocasión para distinguir entre la
revolución de entonces y la revolución de ahora: «la revolución que
esos hombres ilustres iniciaron, era solo la independencia de todo
poder extraño, quedaba aún pendiente la revolución social, que
es la que se ha consumado en los Estados Unidos y en México».55

55
«José María Lafragua 7-X-1867», Benito Juárez. Documentos, Discursos y
Correspondencia, Aurelio López López (ed.), Universidad Autónoma Metropo-
litana Azcapotzalco, México, 2006, edición electrónica.
54 La Revolución vista desde la historia conceptual

Hacia 1870, una especie de internacionalismo liberal hizo que


Samuel Bernstein incluyera a Benito Juárez —el prócer de la se-
gunda independencia de México vencedor de los franceses— en
una lista de personalidades como Blanqui, Garibaldi y hasta Marx.
En esta apología se destaca la solidaridad de Juárez con los fran-
ceses en 1870 en contra de Bismarck, al ser Francia pionera en las
revoluciones democráticas desde 1789.56 En todo caso, después del
triunfo de la Revolución de Ayutla, escribe Juárez, era necesario
«hacer reformas porque la revolución era social».57 En su funeral
de julio de 1872 alguien caracterizó la revolución de Juárez como
«la gloriosa revolución reformista».58 Otro más remarcó que a dife-
rencia de las anteriores revoluciones en las que solo se cambiaba de
personas y algunas formas de gobierno, dejando de lado la cuestión
social, en la triunfante

Revolución de Ayutla, cupo a Juárez la insigne gloria de haber librado


el primer combate y obtenido la primera victoria en el campo cerrado
de la reforma. Nacida de las primeras tentativas reformistas, vinieron
a enardecerla más los célebres decretos expedidos en Veracruz, en
cuyas resoluciones se comprendía una completa revolución social.59

La Revolución de Ayutla y la nueva Constitución de 1857 ce-


rraron un ciclo de revoluciones que en la contabilidad de Juárez

56
«Bernstein en Science and Society, y carta de Juárez en Le Rappel, 8-XII-
1870», Benito Juárez. Documentos, Discursos y Correspondencia, Aurelio López
López (Ed.), Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco, México, 2006,
edición electrónica.
57
Benito Juárez, Apuntes para mis hijos, Fondo de Cultura Económica, Mé-
xico, 2006.
58
«Zárate, 20-VII-1872», en Benito Juárez, Apuntes para mis hijos.
59
«Iglesias, 20-VII-1872», en Benito Juárez, Apuntes para mis hijos.
G. Zermeño 55

eran las de 1833, 1836, 1842, 1847, 1852, y la última de 1856 o reacción
en contra del nuevo gobierno. Con el Plan de Tacubaya supuesta-
mente se acabarían «cincuenta años de revoluciones» y la patria se
«regeneraría».60 Sin embargo, con el triunfo del partido liberal y la
retirada del ejército francés, la lucha por la sucesión presidencial
(motivo de las revoluciones) se dará al interior de los descendien-
tes y gestores de la Revolución de Ayutla: dentro de la franja que
separa a los liberales puros («más activos e impacientes y por igual
cándidos y atolondrados») y los moderados («más cuerdos y más
mañosos, más negligentes y más tímidos»).61
Así tenemos a Porfirio Díaz, un miembro de la élite del ejército
republicano, quien desde 1867 hizo público su descontento frente
a Juárez, y con el lema «Sufragio efectivo, no reelección» expidió
el Plan de Tuxtepec en 1876. Con este Plan cifrado alrededor de la
«no reelección» se opuso a Lerdo de Tejada, el protegido de Juárez
después de su muerte en 1872. Como triunfador de una revolución
armada el general Díaz fue nombrado presidente provisional el 26
de noviembre de 1876, para luego ser ratificado constitucionalmen-
te el 5 de mayo de 1877. En 1878 apareció un periódico oficialista
llamado La Revolución social, presagio tal vez de lo que vendría
después.

60
«Manifiesto de la Regencia del Imperio», 2-I-1864, en Román Iglesias Gon-
zález, Planes políticos, proclamas, manifiestos y otros documentos de la Independen-
cia al México moderno, 1812-1940, Universidad Nacional Autónoma de México,
Instituto de Investigaciones Jurídicas, México, 1998, pp. 448-449.
61
Alfonso Toro, Compendio de Historia de México. La Revolución de Indepen-
dencia y México Independiente, Editorial Patria, México, 1953, p. 445.
56 La Revolución vista desde la historia conceptual

A manera de epílogo

Adentrarse en la Revolución mexicana desde la historia conceptual


significa entrar en un territorio de mayor complejidad, porque
en cierto modo lo que se conoce actualmente como Revolución
mexicana es una continuación del concepto de revolución acuñado
durante el siglo XIX. En otros sentidos, se deja ver como un fenó-
meno prototípico de la cultura política global del siglo XX.62 Esto
tiene que ver, en buena medida, con las dificultades que enfrenta
el historiador conceptual para dar cuenta de la transformación se-
mántica del término durante el siglo XX debido a la multiplicación
y pluralización de las fuentes, medios o soportes a través de los
cuales ha circulado su denominación. El historiador conceptual
enfrenta, en ese sentido, un territorio inédito distinto al que se rea-
liza tomando como base el análisis de las fuentes impresas, perio-
dísticas o bibliográficas, como ha sido el caso para el largo periodo
anterior. Por ejemplo, es sabido que lo que se conoce actualmente
como la Revolución mexicana no sería tal sin pasar por el tamiz
de los filtros del cine, la radio y la publicidad.63 Sin omitir que la
literatura impresa y las artes plásticas, en sus múltiples variantes
humanísticas y científico-sociales, han jugado también un papel
relevante en la construcción de la Revolución mexicana como un
hecho conceptual acabado, es decir, como un mito.64 Otra forma de

62
John Mason Hart, El México revolucionario. Gestación y proceso de la Re-
volución Mexicana, Alianza Editorial, México, 1990.
63
Zuzana M. Pick, Constructing the image of the Mexican Revolution. Cinema
and the Archive, University of Texas Press, Austin, 2010; Miguel Angel Berumen,
Pancho Villa. La construcción del mito, Océano, México, 2009.
64
Thomas Benjamin, La Revolución: Mexico’s Great Revolution as Memory,
Myth, and History, University of Texas Press, Austin, 2000.
G. Zermeño 57

decirlo, como lo hizo Jesús Silva Herzog en 1949, es por medio del
enunciado: «La Revolución mexicana es ya un hecho histórico».65
Sin embargo, desde una óptica histórico-conceptual, habría que
añadir que esa Revolución mexicana no siempre fue nominada de
esa manera. Antes, en sus comienzos, no fue más que la revolución
de 1910 o la revolución encabezada por Madero, estructurada a
partir de principios similares a los de Porfirio Díaz para justificar
la revolución de Tuxtepec de 1876. Levantamientos, ambos, que no
se entenderían sin considerar la emergencia a mediados del siglo
XIX de una noción de democracia vinculada al derecho y respeto
al voto electoral.66 Si bien también es cierto que en proximidad con
la frontera norte de México circulaba el órgano de prensa Regene-
ración del Partido Liberal Mexicano fundado en San Luis Misuri
en 1906. Por sus páginas circulaba ya una noción de Revolución
mexicana diferente a la maderista, caracterizada como social y
obrera. Ahí el término revolución se conceptualizaba como una
irrupción violenta, necesaria, inesperada e inminente. Asimismo,
el 25 de noviembre de 1911, tres semanas después de que Made-
ro asumió la presidencia, Emiliano Zapata, líder del movimiento
agrario de Morelos, lo desconoció como jefe de la Revolución. En
esencia, el Plan de Ayala zapatista apuntaba a restaurar el orden
agrario de las viejas comunidades campesinas afectadas por las re-
formas liberales juaristas originadas en la Revolución de Ayutla de

65
«Cuadernos Americanos, XLVII, septiembre-octubre, 1949, pp. 7-16», en
Stanley R. Ross, ¿Ha muerto la Revolución mexicana? Causas, desarrollo y crisis,
SepSetentas, México, 1972, pp. 129-139.
66
Véase al respecto el seguimiento de Elisa Cárdenas Ayala del concepto «de-
mocracia» en Nueva España/México entre 1770 y 1870. Democracia. Diccionario
político y social del mundo iberoamericano, Gerardo Caetano (ed.), Iberconceptos,
Universidad del País Vasco, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales,
Madrid, 2014, pp. 149-163.
58 La Revolución vista desde la historia conceptual

1854.67 Así, el concepto de revolución zapatista, antes que apuntar al


futuro y a la transformación estructural de la sociedad, reclamaba
para sí un retorno al pasado, al viejo orden agrario que reconocía
los títulos primordiales de los pueblos afectados por la expansión
de los grandes latifundios de la segunda mitad del siglo XIX.68 No
obstante, el movimiento magonista regeneracionista hará suyas
las demandas agrarias zapatistas, no sin advertir que su programa
continuaba la obra de Juárez pero con táctica distinta. Mantenía
la lógica futurista del liberalismo del siglo XIX a la vez que lo do-
taba de los contenidos propios de una «revolución agraria».69 Este
desencuentro de origen entre el progresismo magonista y el tra-
dicionalismo zapatista será fuente de tensiones hasta el asesinato
de Zapata en 1919, convirtiéndolo, en el marco de una Revolución
mexicana todavía en marcha, en un «héroe trágico».70 Son enun-
ciados y realidades en los que de algún modo se mantiene viva una
cierta sombra de lo que fue la Revolución francesa.
El error de la revolución democrática de Madero, según analis-
tas del momento (y también de los analistas extemporáneos), fue
establecido muy pronto por Luis Cabrera, uno de los intelectuales
emergentes revolucionarios. El 20 de junio de 1911, Luis Cabrera

67
Véase, Jean Meyer, Problemas campesinos y revueltas agrarias 1821-1910,
SepSetentas, México, 1973.
68
Véase, John Womack, Zapata y la Revolución Mexicana, Siglo XXI Editores,
México, 1969.
69
Ricardo Flores Magón, «La sociedad del futuro» (24 de enero 1911) y «La
obra de Juárez» (3 de junio de 1911), en La revolución mexicana, Grijalbo, México,
1970, pp. 90-94; pp. 102-106.
70
Marco Velázquez, «El Zapata de Womack: la construcción narrativa de un
héroe trágico», en El impacto de la cultura de lo escrito, Valentina Torres Septién
(coord.), Universidad Iberoamericana, México, 2008, pp. 33-52.
G. Zermeño 59

disertó sobre «La Revolución es (la) Revolución».71 Su semántica


define en buena medida los márgenes en los que puede concebirse
la acción de los intelectuales. Cabrera inscribe el término revolu-
ción dentro de una teoría sociológica que hace de la violencia un
hecho inevitable de la transformación social. Esta teoría le fun-
cionará a Cabrera hasta su expulsión del régimen revolucionario
en la década cardenista de 1930 cuando él mismo realice ajustes
retrospectivamente sobre «lo que fue la revolución de entonces [y]
la revolución de ahora» en 1936.72
Así, después de lo que fue la revolución maderista, vino la re-
volución constitucionalista tras el encumbramiento de Venustiano
Carranza como jefe de la Revolución. Y solo fue hasta la década
de 1930 cuando propiamente la Revolución mexicana podrá ser
denominada como tal. Tras esta designación está latente la funda-
ción del Partido Nacional Revolucionario concebido como partido
de Estado, mismo que será conceptualizado como Partido de la
Revolución Mexicana en 1938. Se trata de una noción que el mis-
mo Cabrera había utilizado ya en 1916 al representar los intereses
de la facción constitucionalista en Philadelphia ante un público
norteamericano al explicarles que la revolución que tenía lugar en
México no hacía sino seguir el curso propio de toda revolución,
encontrándose ya en su etapa reconstructiva.
Al comentar la aparición de Ulises criollo de José Vasconcelos
en 1936, un periodista, Juan Velasco Jiménez, describía la Revo-
lución mexicana no como el movimiento que llevó a Madero al
poder sino al conjunto de movimientos iniciados en 1910 y que

71
Luis Cabrera, «La Revolución es (la) Revolución», en Blas Urrea, Obras
Políticas del Lic. Blas Urrea, México, Imprenta Nacional, 1921, pp. 227- 242.
72
Eugenia Meyer, Luis Cabrera: teórico y crítico de la Revolución, SepSetentas,
México, 1972, pp. 155-201.
60 La Revolución vista desde la historia conceptual

para 1936 comenzaban «a dar estabilidad a la nación y a realizar


los anhelos colectivos».73 Ya para 1950 comenzarán a aparecer un
sinnúmero de obras bajo el título de la Revolución mexicana, algu-
nos de ellos convertidos en libros de texto oficiales74 y otros como
la Breve historia de la Revolución mexicana de Jesús Silva Herzog,
texto de lectura universitaria casi obligada, editado por el Fondo
de Cultura Económica en 1960. Unos años después llegaría el boom
de estudios sobre la Revolución mexicana, en buena medida inspi-
rados en la crisis y crítica académica originada en el movimiento
estudiantil de 1968.

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rado en Ulises criollo, Claude Fell (ed.), Fondo de Cultura Económica, México,
2000, pp. 847-849.
74
Me refiero a la Historia de la Revolución Mexicana de Alberto Morales
Jiménez de 1951, quien en 1942 ya concebía a la Revolución mexicana como una
«Revolución permanente». Alberto Morales Jiménez, «La Revolución Mexicana
no es transitoria: es permanente», en ¿Ha muerto la Revolución Mexicana? Causas,
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La presidencia de Porfirio Díaz:
¿régimen constitucional o dictadura?

Paul Garner

Una de las preguntas fundamentales que siempre se ha hecho en


relación con el régimen político de Porfirio Díaz es la del título
de este ensayo: ¿fue un régimen constitucional o una dictadura?
Es curioso que a más de cien años de la renuncia de Porfirio Díaz
a la presidencia (en mayo de 1911) y de su muerte en París en
1915, todavía no se ha llegado a un consenso total entre los his-
toriadores profesionales o entre el público en general. La falta de
acuerdo ante el carácter y el legado del sistema político porfiriano
fue demostrado claramente en el año 2015 durante una multitud
de eventos, ponencias y libros documentales sobre el centenario
de la muerte de Díaz, cuando se notaba que el tema seguía provo-
cando una polémica profunda entre admiradores y detractores.
En vez de aprovechar la oportunidad de lograr una reconciliación
histórica con el régimen porfiriano, lo que se consiguió fue una
consolidación de prejuicios, tanto a favor como en contra, como
se demostró con una polémica renovada sobre el regreso de los
restos del viejo presidente desde su tumba en París a su Oaxaca
natal. Esta polémica aún no se ha resuelto.1

1
Paul Garner, Porfirio Díaz: entre el mito y la historia, Ediciones Crítica,
México, 2015.

67
68 La presidencia de Porfirio Díaz...

Mi propuesta es presentar unas reflexiones generales sobre el


carácter del régimen político porfiriano, pero desde el punto de
vista de los obstáculos y de las causas de la confusión que todavía
existe: las distorsiones historiográficas y la politización de la histo-
ria. Sin embargo, para poder hacerlo, se necesita contextualizar el
tema de los orígenes del régimen porfiriano en el proyecto liberal
decimonónico.

Porfirismo y el proyecto liberal

No cabe duda alguna de que el liberalismo constituía el fundamen-


to ideológico del régimen político porfiriano. Al mismo tiempo,
es importante entender que, como todos los gobiernos de cor-
te liberal anteriores, el gobierno porfiriano tuvo que adaptar los
principios liberales a la realidad política decimonónica. Por ende,
es importante subrayar que el liberalismo decimonónico mexica-
no fue todo menos monolítico, tanto en su ideología como en su
implementación, y que fue una construcción flexible, híbrida que
contaba con distintos grupos ideológicos —entre «puros», jacobi-
nos, moderados/borlados y desarrollistas/positivistas— y con una
mezcla socialmente heterogénea de correligionarios que cubría un
espectro amplio desde élites urbanas hasta pueblos rurales.2
Inspirado por las revoluciones estadunidense y francesa, y los
precedentes españoles, el principal reto del proyecto liberal fue

2
Alan Knight, «El liberalismo mexicano desde la Reforma hasta la Revolución
(una interpretación)», Historia Mexicana, vol. 35, núm. 1, El Colegio de México,
México, 1985, pp. 59-91; Guy Thomson, «Popular Aspects of Liberalism in Mexico
1848-1888», Bulletin of Latin American Research, vol. 10, núm. 3, Wiley, Londres,
1991, pp. 265-292.
P. Garner 69

reemplazar el antiguo régimen monárquico, el privilegio corpo-


rativo y la restricción colonial con una república federal basada
en la consolidación de un orden constitucional legitimado por un
sufragio popular y efectivo que alentara y protegiera a la ciuda-
danía, la igualdad ante la ley, y desde mediados del siglo XIX, la
secularización de la sociedad civil. El dilema esencial era cómo
hacer que estas aspiraciones constitucionalistas dieran frutos en el
ámbito de una cultura política que se caracterizaba por mantener
instituciones heredadas del imperio español, por prácticas arbitra-
rias o autoritarias (por no decir antiliberales), o por mecanismos
personalistas y patriarcales de deferencia y de lealtades, sin nece-
sidad de recurrir a los mismos males que el liberalismo intentaba
destruir: llámense caudillismo o dictadura.3
En resumen, el proyecto liberal fue un proyecto sumamente di-
fícil de llevar a cabo en una sociedad cuyas estructuras fundamen-
tales y cuyas prácticas culturales heredadas del imperio español ni
encapsulaban ni reflejaban —de hecho fueron totalmente ajenas—
los preceptos fundamentales de la filosofía liberal. Según algunos
comentaristas, el proyecto liberal decimonónico ha tenido (aun
hasta la fecha) más fracasos que éxitos. Sin embargo, uno de los
aciertos más notables fue la construcción (y aún más importante,
la difusión, propagación y aceptación) de una narrativa nacional
convincente en la segunda mitad del siglo, que se fue consoli-
dando en la era porfiriana como historia patria liberal. Esta no
intentó subestimar a sus enemigos o a sus obstáculos —de hecho
los exaltó, como una manera de dotar a la lucha liberal contra las
fuerzas del oscurantismo (representadas sobre todo por la Iglesia)

Laurens Perry, Juárez and Díaz; Machine Politics in Mexico, Northern Illinois
3

University, DeKalb, 1978, p. 5.


70 La presidencia de Porfirio Díaz...

con una dimensión épica—. Estos obstáculos no fueron solamente


imaginados o discursivos, sino reales: hostilidad ideológica por
parte de los enemigos internos y externos, una economía en su
mayor parte precapitalista, las fuerzas centrífugas del regionalis-
mo, la persistencia de prácticas religiosas y culturales coloniales,
una sociedad marcadamente estratificada, y una cultura política
fundamentalmente jerárquica y autoritaria. Incluso las narrativas
liberales más optimistas y triunfalistas que se publicaron en la
época porfiriana tuvieron que reconocer que el liberalismo en el
México del siglo XIX fue una construcción extremadamente frágil.
Dadas estas circunstancias sumamente adversas, los avances en
la implementación del proyecto liberal entre 1855 a 1867 fueron,
a primera vista, impresionantes. Se promulgó la Constitución (la
Carta Magna) de 1857 que llegó a ser el texto sagrado del liberalis-
mo decimonónico, cuyos autores identificaron entre los obstáculos
más importantes para el progreso de México como una nación
moderna, el mantenimiento de las instituciones corporativas y sus
privilegios legales, así como las restricciones coloniales referentes a
los derechos civiles y a la libre circulación de la propiedad privada.
A nivel nacional, su blanco más visible fue la Iglesia, institución
ubicua que representaba el legado corporativo español por excelen-
cia. La Constitución no reconocía al catolicismo como la religión
de Estado y la inmunidad legal de la Iglesia, así que su control
sobre la educación y sus extensas propiedades fueron atacadas.
A nivel local, su blanco fueron los pueblos y su propiedad colec-
tiva de la tierra. No obstante, como todos sabemos, los avances
en el proyecto liberal fueron frágiles, y no se lograron sin costo.
La respuesta hostil que provocó el conjunto de medidas liberales
condujo directamente a una larga e intensa década de guerra civil
e intervención extranjera.
P. Garner 71

La restauración de la República (que en realidad nunca había


desaparecido) representó no solo la derrota del conservadurismo
mexicano sino también el triunfo definitivo del republicanismo
liberal como la ideología predominante en la vida política mexi-
cana. Sin embargo, durante la década siguiente, los presidentes
Benito Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada no lograron convertir
la victoria liberal en un periodo de estabilidad política sosteni-
da. En efecto, las divisiones internas del movimiento liberal en
pugna condujeron al abandono de las reglas de conducta consti-
tucionales y recurrieron a prácticas decididamente antiliberales:
fraude y manipulación electoral e imposición de candidatos y,
en última instancia, a la justificación del golpe militar o del pro-
nunciamiento.4
Aquí hay una paradoja fundamental: parecía que los principios
liberales solo podían implementarse mediante prácticas antilibe-
rales. Estas contradicciones estaban lejos de ser resueltas cuando
Porfirio Díaz subió a la presidencia por vez primera en 1876. De
hecho, estas mismas contradicciones llegaron a caracterizar la
trayectoria de la larga presidencia de Porfirio Díaz durante los
próximos 35 años. Y las contradicciones no terminaron en 1911;
siguieron presentes en las posteriores décadas de vida revolucio-
naria y posrevolucionaria, pues formaron parte del contexto del
proyecto de reforma constitucional en 1917.

4
Brian R. Hamnett, «Liberalism Divided: Regional Politics and the National
Project during the Mexican Restored Republic 1867-1876», Hispanic American
Historical Review, núm. 76, Duke University Press, Durham, 1996, pp. 659-689.
72 La presidencia de Porfirio Díaz...

Las distorsiones historiográficas

El mayor obstáculo, a nuestro entendimiento o comprensión de


la política porfiriana, ha sido (y sigue siendo) una serie de distor-
siones historiográficas perpetradas desde finales del siglo XIX y
durante el transcurso del siglo XX. Una causa fundamental de las
distorsiones ha sido, precisamente, la evolución y consolidación
de los discursos de historia patria desde finales del siglo XIX (ya
mencionada). En términos simplificados, se pueden identificar dos
épocas de auge de la historia patria, cada una con su cronología
específica: primero, la historia patria liberal desde 1867 hasta 1910,
y segundo, la historia patria revolucionaria a partir de 1930, que
vinculó el proyecto revolucionario del siglo XX con el proyecto
liberal, pero con unos cambios importantes que siguen vigentes.
La versión de la historia patria que emerge de estas dos épocas
comparte contextos históricos muy comparables: son dos periodos
en los que se buscaba un consenso político e ideológico interno
después de años de fuertes conflictos civiles, levantamientos socia-
les e intervenciones extranjeras (de la Reforma y la intervención
francesa en el caso del primero, y los conflictos revolucionarios en
el segundo caso). La heroica y aun épica lucha contra estos desafíos
formó parte de la narrativa nacional del propio destino del país y
las bases del discurso nacionalista. Al mismo tiempo, como todos
sabemos, las luchas épicas y heroicas son campos sumamente fér-
tiles para la construcción de mitos históricos.
Como ya se ha afirmado, a finales del XIX, después de medio
siglo de lucha historiográfica entre distintas versiones de la historia
nacional, se comenzó a consolidar una narrativa nacional coheren-
te —la versión de una historia patria liberal que fue evolucionando
con los textos clásicos— como, por ejemplo, las de Vicente Riva
P. Garner 73

Palacio, Justo Sierra y Emilio Rabasa. La historia patria liberal


demostró su efectividad y su poder discursivo al sobrevivir a la Re-
volución mexicana, hasta su incorporación al léxico de la historia
patria revolucionaria como antecedente del proceso de construc-
ción de la nación que la Revolución supuestamente había llevado
a cabo. La gran ironía consiste en que esta poderosa historia patria
revolucionaria incorporó las partes fundamentales de esa historia
liberal épica decimonónica —los cultos a Hidalgo, Morelos y, sobre
todo, a Juárez—, pero que excluyó tajantemente a Porfirio Díaz
y a su régimen, que dio luz a la historia patria oficial en México.
En este sentido, tenemos que entender a la época porfiriana,
primero, como creadora, y segundo, como víctima de poderosas
distorsiones y mitologías históricas. En su conjunto, las distintas
versiones constituyen un ejemplo ilustrativo de los cambios pro-
fundos tanto en el discurso «oficial» como en la historiografía
profesional, y también demuestra la poderosa influencia que la
política nacional ha ejercido sobre la escritura de la historia, un
país con una larga tradición de historia patria patrocinada por
el Estado. Resalta el hecho de que la historiografía mexicana ha
sido secuestrada en más de una ocasión por el contexto político
en que fue producida. El caso de Porfirio Díaz y su régimen es
paradigmático. No solo se ve claramente en las interpretaciones
que surgieron antes y después de la Revolución mexicana (1910-
1920) sino, con mayor sutileza, en los cambios significativos en la
política nacional en las décadas de los 80 y 90 del siglo XX, en las
elecciones del año 2000, y más recientemente, en las conmemo-
raciones del primer centenario de la Revolución en 2010, y en el
centenario luctuoso de Díaz en 2015. En esta imbricación íntima
y compleja entre historia y política es posible detectar no solo
una tensión, sino una esquizofrenia fundamental: por un lado, el
74 La presidencia de Porfirio Díaz...

deseo de asumir nuevas interpretaciones surgidas de los avances


en la investigación histórica, y por otro, el instinto de preservar los
mitos históricos que dieron legitimidad al sistema político durante
el siglo XX.

Porfirismo

No debe sorprendernos que las interpretaciones más positivas, ha-


lagadoras y hasta aduladoras del régimen de Díaz fueron producto
de su propia época, que fueron las últimas décadas del siglo XIX,
y sobre todo, en la primera del siglo XX durante las preparaciones
extravagantes y fastuosas para el primer centenario de la Indepen-
dencia en 1910, cuando se presentaba una visión inflada —pero
muy efectiva— de los logros del régimen. Los discursos porfiristas
resaltaban el muy positivo retrato de Díaz y su régimen, apoyado
por una combinación de patrocinio oficial y censura por el propio
gobierno. En estos textos, Díaz surge como un patriarca sabio,
un patriota republicano y un estadista astuto, con títulos como
el de «Master of México» («Amo de México», en la biografía de
1911 del periodista norteamericano James Creelman) o «The Mas-
ter Builder of a Great Commonwealth» («Fundador de una gran
República»), como en la biografía publicada por el encargado de
negocios mexicano en Washington, José Godoy, en 1910.5
Para Creelman, Porfirio Díaz fue un estadista y un patriota
ejemplar:

5
James Creelman, Diaz, Master of Mexico, Appleton and Company, Nueva
York y Londres, 1911; José F. Godoy, Porfirio Diaz, President of Mexico: Master
Builder of a Great Commonwealth, GP Putnam’s Sons, Nueva York y Londres, 1910.
P. Garner 75

No hay una figura más romántica o marcial, ni que despierte tanto


interés, tanto entre los amigos y enemigos de la democracia, como la
del soldado estadista cuyas aventuras, cuando joven, superaban a las
descritas por (Alejandro) Dumas en sus obras, y cuya mano de hierro
ha convertido al pueblo mexicano de revoltoso, ignorante, paupé-
rrimo y supersticioso, oprimido durante varios siglos por la codicia
y la crueldad españolas, en una nación fuerte, pacífica y laboriosa,
progresista y que cumple sus compromisos.6

Como suplemento a su biografía sumamente hagiográfica, José


Godoy (desde su residencia en Estados Unidos) pidió a congresis-
tas, senadores, oficiales de las fuerzas armadas, servidores públicos
y presidentes de universidades estadunidenses, su opinión sobre el
presidente de México. La referencia más frecuente de estos admi-
radores estadunidenses fue el marcado desarrollo material (que en
su momento se llamaba «progreso») bajo la sabia administración
de Díaz. Otras hacían énfasis en las cualidades de patriotismo,
moralidad personal, abnegación y humildad, poniendo de relieve,
sobre todo, su origen humilde. En el texto resultante, una mezcla
alucinante de prosa recargada, fantasía inalterada e ignorancia pura,
Díaz emerge como un personaje mítico, casi divino, que creó por sí
solo la nación mexicana. Sus contemporáneos norteamericanos lo
comparaban, de manera variada y simultánea, con Moisés, Josué,
Alejandro el Grande, Julio César, Cromwell, Napoleón, Bismark,
Lincoln, Washington, Grant, Gladstone, Disraeli, e incluso, con el
Micado. El congresista de California, Charles Landis, proporcionó
la que quizás sea la expresión más evocadora de la apoteosis en

6
James Creelman, Entrevista Díaz-Creelman, edición facsimilar, UNAM, Mé-
xico, 2008.
76 La presidencia de Porfirio Díaz...

la mitología porfirista de finales del siglo xix: «Nos referimos a


México y pensamos en Díaz [...] Díaz es México y México es Díaz».7

Antiporfirismo

Desde los últimos años del régimen porfiriano (sobre todo después
de 1906 cuando el régimen empezó claramente a desmoronarse),
y luego durante y después de la Revolución de 1910, la proyección
de la «pax» porfiriana fue progresivamente sustituida por una
veta virulenta e igualmente inflada de antiporfirismo que consi-
guió eliminar la narrativa de orden, progreso y desarrollo nacional
preferida por el régimen de Díaz. Los tres axiomas centrales del
antiporfirismo fueron, primero, que la Revolución derrocó a una
dictadura brutal y tirana; segundo, que la era porfiriana no solo
jugó únicamente un papel negativo en la construcción del estado y
de la nación, y tercero que Porfirio Díaz era un traidor a su patria.8
En su muy leído México bárbaro, publicado en 1909, el perio-
dista norteamericano John Kenneth Turner retrató a Díaz como
un tirano despiadado, «el más colosal de los criminales de nuestro
tiempo [...] pilar central del sistema de esclavitud y autocracia».9 El

7
José Francisco Godoy, «Opinions of Prominent Men Regarding President
Díaz as Soldier and Statesman», en Porfirio Diaz, President of Mexico: The Mas-
ter Builder of a Great Commonwealth, GP Putnam’s Sons, Nueva York, 1910, pp.
124-193.
8
Thomas Benjamin, La Revolución: Mexico’s Great Revolution in Memory,
Myth and History. University of Texas Press, Austin, 2000.
9
Jhon Kenneth Turner, Barbarous Mexico, Cassell, Londres, 1911. El interés
continuo en Turner se refleja en la publicación de dos estudios durante la década
pasada. Rosalía Velázquez Estrada, México en la mirada de John Kenneth Turner,
UAM, INAH, México, 2004; Eugenia Meyer, John Kenneth Turner: periodista de
México, Era, UNAM, México, 2005.
P. Garner 77

retrato de Turner llegó a ser el texto clásico del antiporfirismo, con


innumerables reimpresiones durante el siglo XX y hasta nuestros
días. Acusó a Díaz de tiranía y traición, de inhumanidad, de bruta-
lidad y duplicidad. De acuerdo con Turner, Díaz era «el asesino de
su pueblo [...] y un cobarde ruin y vil [...] El presidente de México
es cruel y vengativo y su país ha sufrido amargamente».10
En el libro de Luis Lara Pardo, De Porfirio Díaz a Madero, pu-
blicado en 1921, encontramos una descripción extraordinaria y
fantasiosa del gobierno porfiriano:

Bajo los oropeles de la abundancia y la prosperidad, comenzaron a


aparecer la crueldad, la intransigencia, la ambición sin límites y el
egoísmo del César. Entonces pudo verse que las verdaderas carac-
terísticas de su régimen eran dos: exterminio y prostitución [...] El
general Díaz creía firmemente en el exterminio como arma principal
de gobierno [...] Pocos gobernadores, aun entre los reyes, emperado-
res, faraones, sultanes y califas, han hecho más para prostituir a un
pueblo que el general Díaz para degradar a los mexicanos.11

Si examinamos más de cerca los polarizados discursos porfiris-


tas y antiporfiristas sobre la cuestión específica del constituciona-
lismo del régimen porfiriano, se nota un paralelismo interesante.
Mientras los detractores antiporfiristas no dudaron ni vacilaron
en designar al gobierno de Díaz como abusador del orden cons-
titucional y, por ende, una dictadura, es interesante notar que los
textos porfiristas admiradores tampoco solían incluir el apego

10
Ibíd., pp. 261-269.
11
Luis Lara Pardo, De Porfirio Díaz a Madero, Comisión Nacional para las
Celebraciones del 175 Aniversario de la Independencia Nacional y 75 Aniversario
de la Revolución Mexicana, México, 1985.
78 La presidencia de Porfirio Díaz...

a la Constitución de 1857 como una de las cualidades centrales


de la presidencia porfiriana. En cambio, un hilo común entre los
defensores del régimen sostenía que era imposible gobernar efec-
tivamente en México según los preceptos constitucionales de la
Carta Magna de 57. Uno de los más prominentes y mejor conocidos
defensores de esta teoría fue el abogado Emilio Rabasa, uno de los
juristas más destacados de la época porfiriana.
Dos de los textos más importantes de Rabasa sobre el tema (el
muy reconocido La Constitución y la Dictadura (1912) y el menos
conocido La evolución histórica de México (publicado por primera
vez en 1920) son aún más interesantes por las fechas de su composi-
ción y publicación, entre 1908 y 1920, en plena turbulencia política
y desmoronamiento de la estructura del estado porfiriano. Aunque
no participó ni figuró en los debates del Congreso Constituyente
de 1916 (porque ya había sido tachado de científico, reaccionario
y apologista de Díaz), Rabasa arrojaba una sombra significativa
sobre el Constituyente, sobre todo por su análisis de los errores
de la Constitución de 1857 y su insistencia en que se necesitaba
reformarlos. En La evolución histórica de México escribió:

La Constitución del 57 [..] estableció el sufragio universal en un pue-


blo analfabeto, ignorante y pobre [...] [y] fue obra del espíritu populis-
ta que prevaleció como consecuencia de la revolución [de la Reforma]
y de la inconsciencia que caracterizaba a muchos de los diputados
constituyentes. Este disparate [...] hizo imposible el funcionamiento
de todo el organismo y crió una situación absurda: para hacer la elec-
ción era necesario el fraude electoral: para llenar la función exigida
por la Constitución era necesario violar la Constitución.12

12
Emilio Rabasa, La evolución histórica de México, Biblioteca Nueva Cultura,
México, 1920, p. 69.
P. Garner 79

Según Rabasa, Porfirio Díaz fue mejor gobernante que esta-


dista, y gobernaba fuera o encima de los preceptos constitucio-
nales, pero, al mismo tiempo, respetaba sus formas. Para Rabasa,
el régimen de Díaz fue una dictadura, no obstante, con matices
importantes:

La dictadura de Díaz se caracterizó por la dedicación exclusiva y


constante de toda su fuerza en favor del país: por una benevolencia
superior que ahorraba los medios de fuerza: por una moralidad ad-
ministrativa llevada hasta donde es posible en todos los órganos del
gobierno: por la honradez del gobernante y la sencillez y limpieza
de la vida privada del hombre; pero sobre todo, por el respeto a las
formas legales que guardó siempre y que sirvió para mantener vivo
en el pueblo el sentimiento de que sus leyes, si no eran cumplidas,
eran respetadas y estaban en pie para recobrar su imperio en época
no lejana.13

Este análisis mesurado pero también de corte porfirista por


parte de Rabasa, publicado en 1920, fue eclipsado, como ya se ha
visto, por un antiporfirismo vigoroso y rampante durante la mayor
parte del siglo XX. Sin embargo, a partir del último cuarto del siglo
XX, en la academia se ha visto un viraje en los estudios porfirianos,
que ha ayudado a moderar, menguar y revisar las versiones más
críticas. Se repite mucho que este repensamiento es una práctica re-
visionista, pero yo prefiero verla como una práctica crítica o hasta
«científica», común a cualquier actividad o experiencia intelectual.

13
Ibíd, pp. 185-186.
80 La presidencia de Porfirio Díaz...

Los estudios porfirianos actuales

De hecho, el paisaje historiográfico profesional sobre la época


porfiriana es ahora muy diverso tanto en términos de su meto-
dología como de sus objetos de estudio. Hay investigaciones cada
vez más sofisticadas sobre un rango amplio de prácticas cultura-
les porfirianas, como rituales populares, políticos o religiosos,
la moda, el ocio, el deporte, la cultura laboral, la construcción
de monumentos históricos, al lado del análisis de discursos por-
firianos sobre raza, etnicidad, urbanización, fronteras, crimen,
justicia, violencia, desigualdad y la salud pública. De hecho, se
podría decir que los estudios culturales ahora constituyen una
nueva ortodoxia para la actual generación de historiadores que
estudian la era porfiriana.
Otros campos de investigación de la era porfiriana más pro-
ductivos en las dos últimas décadas han sido, sin duda, los de la
historia económica y social. Esto tal vez no es de sorprender, dada
la evidencia abundante en esta etapa de crecimiento económico
y transformación social tangibles por primera vez desde la con-
sumación de la independencia. Iniciando con las investigaciones
estadísticas pioneras del proyecto de Daniel Cosío Villegas, His-
toria moderna de México, a finales de los años 60, la investigación
sobre la historia económica se ha diversificado hacia estudios no
solamente de los principales y ampliamente conocidos sectores
económicos que experimentaron un desarrollo importante durante
esta época —minería, agricultura, manufactura y transporte (sobre
todo los famosos ferrocarriles)— sino también hacia áreas de polí-
tica macroeconómica y actividad microeconómica como la política
financiera y fiscal, el sistema bancario, el desarrollo de mercados
internacionales, nacionales y regionales, y la historia empresarial.
P. Garner 81

El resultado más interesante de la «nueva» historia económica


y social es que literalmente ha desenterrado la «solidez» tangible de
la modernización porfiriana: la construcción física de vías de fe-
rrocarril, puertos, canales, fábricas, bancos y ciudades, la transfor-
mación de las fronteras y la evolución del aparato físico de institu-
ciones de Estado para respaldar el proyecto de desarrollo nacional.
En otras palabras, la era porfiriana fue testigo nada menos que del
establecimiento de los cimientos (tanto reales como simbólicos)
de la infraestructura estatal para la modernización y la industria-
lización, así como de la construcción de los bloques constructivos
de una nación moderna. Al mismo tiempo, es también importante
subrayar que estos nuevos avances revelan que el desarrollo mate-
rial porfiriano fue frágil, fundamentalmente desigual e irregular
de región a región y de sector económico a sector económico, y
también desigual en su impacto social, y estuvo lejos de haberse
cumplido antes del inicio de la revolución en 1910.
Es interesante notar también que la revaluación de la historia
económica porfiriana coincidió con cambios fundamentales en las
prioridades de la política económica nacional frente a las crisis de
la deuda en los años 80, que ha permitido a algunos comentaristas
identificar la estrategia económica porfiriana liberal como ante-
cedente del neoliberalismo. Esta nueva matización de la política
económica porfiriana (que se podría llamar neoporfirista) plantea
que ya no era un régimen malinchista, vendepatrias o entreguista
a los intereses extranjeros, como en la versión clásica antiporfirista
de principios y mediados del siglo XX, sino que era un régimen
progresista que logró una modernización material del país. Según
mi opinión, este análisis precisa su propia matización: se necesita
subrayar la diferencia fundamental entre el liberalismo decimo-
nónico y el neoliberalismo de finales del siglo XX. El primero fue
82 La presidencia de Porfirio Díaz...

constructor del estado y de sus instituciones, mientras que el se-


gundo ha sido todo lo contrario.
En contraste, el campo menos estudiado en años recientes ha
sido el de la historia política porfiriana. El reducido interés en este
campo quizá se explique por la continua demonización del régi-
men, tanto por sectores de la clase política (sobre todo perredista,
morenista y priista) y en la prensa y los medios de comunicación
nacionales. Esta renuencia a modificar la imagen oficial se notó en
2015 con la indiferencia del gobierno ante el centenario luctuoso.
Aunque hubo planes de organizar eventos conmemorativos por
los órganos del gobierno, no se llevaron a cabo y solo se organizó
un evento con el imprimátur de Conaculta en el Castillo de Cha-
pultepec (que, de manera notable, atrajo un amplio público de más
de mil personas). Por contraste, el interés público en el centenario
luctuoso fue notable.
Resulta que, todavía a más de cien años del derrumbe del
régimen, como se indicaba al principio, no solo se puede sino
se necesita hacer preguntas muy básicas sobre el ejercicio de la
política porfiriana; preguntas que todavía carecen de respuestas
sólidas: ¿cómo funcionaba el sistema político porfiriano en todos
sus niveles (local/estatal/nacional)? y ¿cuáles eran las bases de su
legitimidad durante un periodo mayor a tres décadas? No quiero
sugerir que el campo de la historia política porfiriana esté vacío,
sino que simplemente no ha sido tan bien explorado como otros.
Ha habido claras excepciones a esta reticencia. Por ejemplo, el tra-
bajo pionero de François-Xavier Guerra nos dio un acercamiento
importante a la definición y al conflicto entre culturas políticas en
la era porfiriana,14 y el de Luis Medina Peña ha seguido este paso

14
François Xavier Guerra, México: del antiguo régimen a la Revolución, Fondo
de Cultura Económica, México, 1988.
P. Garner 83

al subrayar la construcción conciliatoria, pragmática e «informal»


de acomodos y alianzas políticas gestadas y matizadas en todos los
niveles de las prácticas políticas porfirianas, y el manejo del con-
flicto político a través del establecimiento efectivo de las reglas de
compromiso político y la búsqueda, aún imperfecta, de una estra-
tegia de construcción del Estado y de la nación.15 De manera muy
sugerente, Medina ha rechazado la etiqueta de dictadura para el
régimen de Díaz, y lo describe, a raíz de la adhesión a formalidades
constitucionales, como un régimen «plebiscitario». Más reciente-
mente, en el Instituto Mora, Alicia Salmerón y Fausta Gantús han
estado dirigiendo un grupo de investigadores sobre las prácticas
electorales en el siglo XIX, cuyo trabajo demuestra la importancia
de las elecciones como la base de la legitimidad de los gobiernos
liberales, incluyendo el porfiriano.16 Pero todavía nos hacen falta
muchos más estudios microhistóricos, sectoriales y regionales de
cultura política subnacional, y estudios sobre la construcción local
de legitimidad política.
Hace más de 15 años, en mi primer intento de entender y ex-
plicar el régimen porfiriano, concluí que la efectividad del sistema
político porfiriano radicaba en el mantenimiento de un equilibrio
entre las dos culturas políticas contradictorias pero siempre pre-
sentes en México desde su vida independiente: primero, la cultura
política que Octavio Paz denominaba «la cultura de la ciudada-
nía» —en breve, la del liberalismo y del constitucionalismo, la
de los derechos cívicos y políticos, y el sufragio ciudadano—; y
segundo, las tradiciones de autoridad patriarcal y las complejas

15
Luis Medina Peña, «Porfirio Díaz y la creación del sistema político en Mé-
xico», Istor, núm. 17, CIDE, México, 2004, pp. 60-94.
16
Fausta Gantús y Alicia Salmerón, Prensa y elecciones: formas de hacer política
en el México del siglo XIX, Instituto Mora, IFE, México, 2014.
84 La presidencia de Porfirio Díaz...

redes de patronazgo que representaba el tlatoanismo, el caciquismo


y el caudillismo (también denominado por Paz «la cultura de la
pirámide»), es decir, el ejercicio del poder personal, jerárquico y
autoritario tan común y presente en el mundo hispánico que estuvo
(y sigue estando) muy lejos de ser institucional o constitucional.17
Todavía no he cambiado de opinión y sigo pensando de la mis-
ma manera: que, en efecto, el régimen porfiriano era de carácter
heterogéneo, híbrido y contradictorio, y además, un régimen que
durante su larga trayectoria de 31 años en el poder experimentó
cambios significativos.18
Desde el inicio de su carrera política en la Sierra Norte de Oa-
xaca en la década de 1850, el joven Díaz tenía un compromiso (y
afinidad) con el liberalismo radical (o «puro»), compromiso que
aumentó a raíz de sus experiencias militares como comandante de
la Guardia Nacional y oficial del Ejército durante la Guerra de Re-
forma y de la intervención francesa (1858-1867). De este modo, se
convirtió en el portaestandarte del liberalismo radical o «jacobino»
y fue promotor de la descentralización política y la autonomía del
gobierno municipal, tema central en la historia política mexica-
na decimonónica y, como todos sabemos, central en el Congreso
Constituyente de 1916 y 1917.19

17
Paul Garner, Porfirio Díaz: Del héroe al dictador: una biografía política,
Editorial Planeta, México, 2003.
18
Para simplificar la periodización de la era porfiriana, se puede identificar
(al menos) tres etapas distintas: la primera el liberalismo pragmático (1876-1884);
la segunda, el liberalismo patriarcal (1884-1906); la tercera, el liberalismo fraca-
sado o fantasma de los últimos seis años de desmoronamiento y la pérdida de
legitimidad (1904-1910), Paul Garner, Op. cit., cap. 4 y 5.
19
G. P. C. Thomson, «Bulwarks of Patriotic Liberalism: The National Guard,
Philarmonic Corps, and Patriotic Juntas in Mexico 1847-88», Journal of Latin
American Studies, vol. 22, núm. 1, Cambridge University Press, Cambridge, 1990,
pp. 31-68.
P. Garner 85

Sin embargo, la afiliación personal de Díaz al liberalismo, inclu-


yendo tanto la versión radical-jacobina, como la moderada-con-
servadora o la desarrollista-positivista, siempre estuvo atenuada a
fondo por un pragmatismo y un buen grado de cinismo. También
estuvo claramente subordinada a su incesable búsqueda de poder
político. El mismo Díaz admitió abiertamente su escepticismo
sobre la pureza constitucional o ideológica. Acusado en la prensa
liberal de la violación de los principios de la Constitución de 1857,
Díaz respondió con una analogía entre la práctica de la política y
la práctica de la religión:

[Es] muy sencillo que también los católicos violan todos los días los
Mandamientos de la Ley de Dios y de la Santa Madre Iglesia, ya que
es imposible cumplir rigurosamente con cada uno de ellos, y que la
misma imposibilidad existe para el gobierno de cumplir siempre y al
pie de la letra lo mandado por nuestra Constitución.20

A pesar de su preferencia por el pragmatismo, el régimen de


Díaz nunca abandonó su compromiso retórico con el liberalis-
mo constitucional. Sin embargo, tampoco puede negarse que, en
los hechos, el régimen posterior a la tercera reelección en 1892
manipuló las prácticas constitucionales y electorales y bloqueó
la creación de partidos políticos o reformas constitucionales que
pudieran haber restringido la autoridad personal del presidente.
Con todo, el abandono de las prácticas constitucionales debe verse
en el contexto de la transformación que tuvo el liberalismo mismo
después de 1867, cuando los entusiasmos radicales de las décadas

20
Jorge Fernando Iturribarría, Porfirio Díaz ante la historia, Unión Gráfica,
México, 1967, p. 14.
86 La presidencia de Porfirio Díaz...

de 1850 y 1860 se reemplazaron progresivamente por la doctri-


na elitista del liberalismo positivista o desarrollista.21 El cerrado
círculo de la élite política porfirista adoptó con entusiasmo esta
ideología de moda que proporcionaba una doctrina que defendía
el progreso económico y la planeación social bajo el control de un
estado fuerte bajo la tutela de una élite tecnócrata.
No puede dudarse que el Díaz maduro apoyó por completo
esta estrategia. Bajo la influencia del grupo científico, cuya cabe-
za fue el arquitecto del programa de modernización porfiriana,
el secretario de Hacienda José Yves Limantour, Díaz defendió la
opinión positivista de que la práctica de la política no debía cen-
trarse, como lo exigía el liberalismo «puro», en la protección de
la libertad individual, en la igualdad del individuo ante la ley o en
garantizar el sufragio efectivo y la representación democrática,
sino en la protección del orden social y la promoción del progreso
material. Como lo explicó en la entrevista Creelman-Díaz en 1908:

Hemos preservado la forma de gobierno, republicana y democrática.


Hemos defendido la teoría y la conservamos intacta. A pesar de esto,
adoptamos una política patriarcal en la administración actual de los
negocios de la nación, guiando y restringiendo tendencias populares
con plena fe de que una paz forzada, permitiría a la educación, a la
industria y al comercio, desarrollar elementos de estabilidad y unidad.

Sin embargo, como él mismo lo admitió en dicha entrevis-


ta, las circunstancias políticas de 1908 exigían nuevas formas de
representación y de expresión popular; en efecto, un cambio de

Charles Hale, The Transformation of Liberalism in Late Nineteenth-Century


21

Mexico, Princeton University Press, Princeton, 1989.


P. Garner 87

gobierno. Al mismo tiempo, las divisiones entre facciones antagó-


nicas dentro del círculo de la élite porfirista imposibilitó la reforma
desde adentro y no se pudo encontrar una estrategia alternativa.
Las promesas que hizo Díaz en 1908, incluyendo el anuncio de su
propia jubilación, crearon una enorme expectativa y generaron
una intensa actividad política. Pero las reformas no aparecieron
y Díaz anunció que se presentaría una vez más como candidato
para su séptima reelección en 1910. Era evidente que no se había
encontrado una solución al problema central, aunque inextricable,
de la sucesión. Ciertamente, cada vez se hizo más evidente que la
naturaleza misma de la autoridad política de Díaz, así como la
manera como dicha autoridad se había mantenido durante tanto
tiempo, impedía que se encontrase una solución. Por lo tanto, el
régimen mismo constituía el principal obstáculo al cambio.
En resumen, el cinismo abierto y voluntario con respecto al
mantenimiento tanto del contenido como de la forma de la prác-
tica constitucional liberal, así como la falta de solución al pro-
blema de la sucesión, se convirtieron en las mayores debilidades
del régimen en sus últimos meses. Mientras que las restricciones
al desarrollo de instituciones o partidos políticos independientes
habían contribuido a minimizar la oposición, al mismo tiempo
habían privado al régimen de una forma institucional de sucesión
y de un medio para canalizar la demanda de mayor participación
política en una sociedad que, para 1910, había empezado a expe-
rimentar una transformación importante. Además, la adherencia
exclusiva al grupo científico intensificó las divisiones dentro de la
élite porfirista y limitó la base de apoyo al régimen. Para muchos
observadores, también era obvio que Díaz, quien en 1910 se acer-
caba a su cumpleaños número ochenta, ya no poseía la energía o
la capacidad para sostener un sistema personalista que durante
88 La presidencia de Porfirio Díaz...

muchos años había sabido erguirse como árbitro de una multitud


de conflictos a lo largo y ancho del país, pero que ahora sufría una
crisis cada vez más profunda.
En conclusión, mi respuesta a la pregunta inicial es (quizá, trá-
gicamente) inconclusa y hasta evasiva. El régimen político porfi-
riano fue una mezcla híbrida de retórica constitucional y prácticas
autoritarias, o, en su forma más simplificada, se podría etiquetar
como una dictadura electiva (elective dictatorship en inglés), o
más bien una dictadura constitucional, etiquetas que demuestran
de manera sucinta y concisa su carácter profundamente contra-
dictorio y elusivo. Subrayan también que el carácter del régimen
porfiriano había cambiado a través de los 31 años desde su inicio
en 1876. En los análisis de las causas de las revoluciones en un
contexto mundial es muy difícil, o quizás inconcebible pensar en
un caso de una revolución exitosa frente a un régimen constitu-
cional.22 Pero se podría argumentar que en los últimos años del
régimen, sobre todo después de 1906, dado el abandono de las
prácticas constitucionales, este podría considerarse una dictadura
sin ambigüedad o adjetivos. Aun así, sigo pensando que la verda-
dera revolución empezó a raíz del golpe de estado de Victoriano
Huerta en 1913, y no con el pronunciamiento maderista de 1910.
Eso quizá es tema para otro artículo.
El régimen porfiriano había surgido del liberalismo decimo-
nónico y en 1910 aseguraba representarlo aún. Sin embargo, como
resultado del abandono progresivo del principio constitucional,
de la impotencia y de las luchas políticas internas, se le percibió
como no solo incompetente, ilegítimo y adverso a los intereses de
la nación, sino anticonstitucional.

22
Agradezco a Alan Knight esta observación.
P. Garner 89

Al fin y al cabo, el fallo mayor del gobierno de Díaz fue su


incapacidad de fomentar una apertura o modernización política
que acompañara al dinamismo de la modernización económica.
No se había encontrado una solución permanente al problema
central de gobernabilidad o legitimidad del poder del ejecutivo.
La renuencia de Díaz a enfrentarse a esta deficiencia, y menos a
corregirla, dejó un legado de una crisis de legitimidad política con
la cual los delegados al Congreso Constituyente de 1917 tendrían
que luchar. Pero no deja de ser irónico que la solución que propu-
so el Congreso Constituyente de 1917 fuera la concentración y la
centralización del poder político en manos del presidente. Como
nos ha señalado Ignacio Marván:

Una de las paradojas de la Revolución mexicana [...] es el hecho de


que un movimiento que se levantó contra la dictadura del presidente
Díaz, terminó por adoptar como objetivo central de reforma al sis-
tema político, el fortalecimiento del presidente frente al Congreso.23

Voy a dejar la palabra final a un comentario muy perspicaz


sobre el sistema político porfiriano, escrito por un contemporáneo
que no conocía México ni a Porfirio Díaz. Se trata de León (Lev)
Tolstoi, novelista ruso decimonónico ampliamente considerado
como uno de los más grandes escritores de la literatura mundial.
Se le reconoce como un apasionado pacifista, anticlerical y hasta
anarquista, muy lejos de ser ni conservador ni apologista de dic-
tadores autocráticos. En 1900 escribió:

23
Ignacio Marván, «La Revolución mexicana y la organización política de
México: la cuestión del equilibrio de poderes (1908-1932)», en Ignacio Marván
(coord.), La Revolución mexicana 1908-1932: historia crítica de las modernizaciones
en México, Fondo de Cultura Económica, México, 2010, pp. 256-314.
90 La presidencia de Porfirio Díaz...

[Porfirio Díaz ha creado] un gobierno único en los anales de la his-


toria política, el cual es en la forma una República, y en el fondo no
es precisamente una dictadura: pero aun cuando participa en las dos
fórmulas es en la intención de un gobierno democrático [...] La demo-
cracia es el ideal de Díaz, y si camina hacia allá empleando métodos
autocráticos, no es la falta de él sino de los elementos heterogéneos
que constituyen el organismo nacional.24

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24

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La Constitución de 1917
y el pragmatismo revolucionario

Josefina MacGregor

Las constituciones son la ley fundamental de cada socie-


dad y la base del orden jurídico: ellas determinan la forma
del estado, la estructura, atribuciones y límites de activi-
dad de los poderes públicos, los derechos y deberes de la
sociedad y los hombres y las reglas para la solución de los
grandes problemas nacionales.1

La Constitución de 1917 nace de dos paradojas. La primera, de


acuerdo con el decreto de expedición, no se trata de una nueva
constitución, sino un documento que reforma la Constitución de
1857;2 sin embargo, fueron tales sus novedades y tan larga ha sido
su vigencia, que se le considera un código independiente, aunque
hay elementos que aproximan a los dos textos. La segunda fue
el constitucionalismo encabezado por Venustiano Carranza, el
grupo que exigía restaurar el orden constitucional de 1857, el que
convocó a elaborar un nuevo marco jurídico. En su artículo 127, el
penúltimo, la Carta Magna decimonónica establecía que podía ser
reformada o adicionada por el acuerdo de las dos terceras partes

1
Mario de la Cueva, «La Constitución Política», en México: cincuenta años
de revolución. Tomo III La política, Fondo de Cultura Económica, México, 1960,
pp. 3-4.
2
Diario Oficial (5 de febrero de 1917), p. 1.

93
94 La Constitución de 1917 y el pragmatismo...

de los individuos presentes del Congreso de la Unión —recuérdese


que en ese momento estaba integrado por una sola Cámara—, y
la aprobación de la mayoría de las legislaturas de los estados.3 Sin
embargo, no fue ese el camino que siguió Venustiano Carranza
para realizar los cambios, sino que optó por convocar a un Con-
greso Constituyente.
¿A qué se debió esta decisión? ¿Poco respeto a la ley de su
parte? ¿Ignorancia? ¿Perfidia? De ninguna manera, el primer jefe
del Ejército Constitucionalista era el más interesado en que las
reformas cobraran forma legal para que su proyecto se consolidara
a la brevedad. Si no siguió el procedimiento marcado por la Cons-
titución para dar ese paso, se debió al pragmatismo revolucionario
que exigía otra solución, difícil de llevar a cabo, pero más efectiva
y expedita que la planteada por la Carta Magna: convocar a un
Congreso Constituyente como si fuera una nueva constitución
a elaborar, pero que solo reformara la vigente. Cabe señalar que
el 14 de febrero de 1914, Carranza había emitido un decreto para
establecer el lema «Constitución y Reforma», a fin de unificar «las
tendencias fundamentales de la causa». Ahí reunía sus dos inquie-
tudes: el reconocimiento a la Constitución del 57 y la necesidad de
reformarla. El problema era decidir cuándo y cómo.4

3
«La presente Constitución puede ser adicionada ó reformada. Para que las
adiciones ó reformas lleguen á ser parte de la Constitución, se requiere que el
Congreso de la Unión, por el voto de las dos terceras partes de sus individuos
presentes, acuerde las reformas ó adiciones, y que estas sean aprobadas por la
mayoría de las legislaturas de los Estados. El Congreso de la Unión hará el
cómputo de las legislaturas y la declaración de haber sido aprobadas las adiciones
ó reformas». Felipe Tena Ramírez, Leyes fundamentales de México. 1808-1975,
Porrúa, México, 1975, p. 627.
4
Ignacio Marván, Nueva edición del Diario de Debates del Congreso Cons-
tituyente de 1916-1917, Suprema Corte de Justicia, México, 2006, t. III, p. 2759.
J. MacGregor 95

1.

Podríamos decir que la Constitución de 1857 tuvo una vida difícil.


Durante la Guerra de Tres Años y la intervención francesa se le
combatió, y al Triunfo de la República, tanto Benito Juárez como
Sebastián Lerdo de Tejada trataron de hacerle modificaciones, lo-
graron algunos cambios, pero pocos, no todos los que hubieran
querido. Luego, a lo largo del porfiriato, los hombres del régimen
la cuestionaron y la calificaron de inoperante. Los científicos (tanto
los positivistas como los evolucionistas) consideraban que era un
código impracticable, no porque su propuesta no fuera un fin en
sí mismo —todo un proyecto nacional—, sino que era inviable
porque no se adecuaba a la situación del país, porque para aplicarla
se requería que los mexicanos fueran unos ciudadanos en toda
forma. Concretamente, lo que impedía su ejercicio era el atraso del
pueblo mexicano. Si no se cambiaban las condiciones educativas
del pueblo, no podía llevarse a sus últimas consecuencias.5
Así, se decía, la democracia era imposible, tampoco era posible
la igualdad de poderes, se requería de un ejecutivo fuerte, así como
de una centralización que controlara a las entidades estatales y que
hiciera posible la existencia del Estado mexicano. Por la vía de los
hechos, sin reformas legales, Porfirio Díaz lo consiguió, pero para
lograrlo sacrificó los derechos políticos de los mexicanos.
Pero no solo los seguidores de Díaz criticaron la constitución vi-
gente, también lo hicieron sus opositores. En 1906, los organizado-
res del Partido Liberal, hicieron notar de una manera contundente

5
Cfr., Daniel Cosío Villegas, La Constitución de 1857 y sus críticos, Secretaría
de Educación Pública, México, 1973; Charles A. Hale, La transformación del libe-
ralismo en México a finales del siglo XIX, Vuelta, México, 1991.
96 La Constitución de 1917 y el pragmatismo...

que debía modificarse para poder resolver los problemas nacio-


nales, y lamentaron que hubiera «muerto» la Constitución del 57.6
Para estos hombres, el país requería de un cambio radical en «su
modo de ser político» y en su «modo de ser social», es decir, una
mudanza profunda para lograr el progreso económico y social
de los mexicanos, en particular de trabajadores y campesinos. La
preocupación central de estos liberales fue eliminar la dictadura
porfiriana y mejorar la situación de estos grupos sociales. Por ello
dejaban atrás los principios doctrinarios del liberalismo, basán-
dose en la experiencia histórica nacional para exigir límites a la
autoridad y plantear un estado interventor que pusiera freno a las
extremas desigualdades de la sociedad mexicana.
Sin pretender seguir paso a paso a cada uno de los líderes re-
volucionarios, para destacar ese pragmatismo que le da más peso
a la experiencia, a la historia, y deja de lado teorías y doctrinas,
baste señalar que Madero basó su campaña electoral de 1910 y la
revolucionaria en el lema «Sufragio efectivo, no reelección»; liber-
tad de sufragio, precisamente porque en la práctica no se había
respetado, y la prohibición de reelegirse, porque la experiencia
porfiriana demostraba que a los hombres les gustaba el poder y
debían ponerse límites, y aunque Madero no apreciaba que con-
viniera hacer muchos cambios a la ley, dejaba al Congreso —una
vez integrado por representantes elegidos por el pueblo— atender
las demandas de este para hacer los ajustes necesarios.7
La Cámara de Diputados de la XXVI Legislatura, la primera
de carácter revolucionario, se caracterizó por su amplio espectro

6
«Programa del Partido Liberal Mexicano y Manifiesto a la Nación», Rege-
neración (1 de julio de 1906), San Luis, EE. UU., pp. 2-3.
7
Francisco I. Madero, La sucesión presidencial en 1910, Editora Nacional,
México, 1976.
J. MacGregor 97

partidista y por sus escasos logros en materia legislativa, no obs-


tante las enormes expectativas que había con respecto a su trabajo;
también porque en ella se discutieron muchos temas, demostrán-
dose que la paz no había traído consigo el acuerdo, pues había una
gran disparidad de posiciones con respecto a los problemas que
castigaban al país.8
La gestión parlamentaria en la etapa maderista —de septiembre
a diciembre de 1912— no realizó la obra renovadora que en el seno
de la Cámara de Diputados exigía Luis Cabrera. En mi opinión,
sin embargo, fue necesaria para demostrar que la sociedad estaba
dividida de manera irreconciliable, que el marco legal era inope-
rante para resolver los problemas sociales que aquejaban al país y
que, frente a estos, no había una sola respuesta para su solución
sino muchas y muy diversas, según hasta donde se quisiera llegar
en las transformaciones.
En el pronunciamiento hecho en Hermosillo el 24 de septiem-
bre de 1913, cuando estaba muy lejos de vislumbrarse el triunfo,
Carranza afirmaba que una vez terminada la lucha revolucionaria

las nuevas ideas sociales tendrán que imponerse en nuestras masas:


y no solo es repartir las tierras y las riquezas nacionales; es algo más
grande y más sagrado; es establecer la justicia, es buscar la igualdad,
es la desaparición de los poderosos, para establecer el equilibrio de
la conciencia nacional.9

8
Cfr., Josefina MacGregor, La XXVI Legislatura, un episodio en la historia
legislativa de México, El Colegio de México, México, 2015; Pablo Piccato, Congreso
y revolución: ensayo, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución
Mexicana, México, 1991.
9
Ignacio Marván, Op. cit., t. III, pp. 2755-2758.
98 La Constitución de 1917 y el pragmatismo...

Por ello, proponía cambiar la legislación para implantar normas


que cuadraran más «con nuestra idiosincrasia y nuestras necesi-
dades sociales», y que podrían ser ejemplo para otras naciones del
centro y sur del continente. También destacaba que los lineamien-
tos generales que él enunciaba «regirán a la humanidad más tarde
como un principio de justicia».10 Así, sin apelar a ninguna doctrina
o teoría, sino solo como consideraciones derivadas de apreciar los
sucesos de la historia de México.
El 12 de diciembre de 1914, después del triunfo sobre Victoriano
Huerta y la división revolucionaria que enfrentó al constitucio-
nalismo con la Soberana Convención Revolucionaria, Carranza
reformó el Plan de Guadalupe11 y adquirió el compromiso de emitir
leyes para dar satisfacción a las necesidades económicas, políticas
y sociales del país,12 por lo que se sucedieron a lo largo de 1915 y
1916 numerosas disposiciones; las más conocidas, quizás por ser
las primeras, fueron «las cuatro hermanas»:13 la ley de relaciones
familiares que se publicó el 25 de diciembre de 1914 —y que fue
complementada con las reformas y adiciones correspondientes al
Código Civil del 12 de febrero de 1915—; la ley municipal del 26 de

10
Ibíd., pp. 2755-2758.
11
El Plan de Guadalupe, emitido en la Hacienda de Guadalupe, Coah., el 26 de
marzo de 1913, justificó y explicó el levantamiento constitucionalista para derrocar
a Huerta y otorgó a Carranza el mando del ejército bajo el cargo de primer jefe
del Ejército Constitucionalista. Este documento era eminentemente político y no
incluyó ningún programa de carácter social. Graziella Altamirano y Guadalupe
Villa, La Revolución mexicana. Textos de su historia, Instituto Mora, Secretaría
de Educación Pública, México, 1985, pp. 325-328.
12
Ignacio Marván, Op. cit., t. III, pp. 2791-2798.
13
Menos la ley agraria, los otros decretos pueden verse en Jesús Acuña, Memo-
ria de la Secretaría de Gobernación. Comisión Nacional para las Celebraciones del
175 Aniversario de la Independencia Nacional y 75 Aniversario de la Revolución
Mexicana, México, 1985, pp. 326-337. La ley agraria puede localizarse en Graziella
Altamirano y Guadalupe Villa, supra., pp. 447-454.
J. MacGregor 99

diciembre de 1914; la ley agraria del 6 de enero de 1915, y la obrera


del 29 de enero de este mismo año, que no tuvo muchos alcances,
pues solo otorgaba al Congreso la facultad de legislar en materia
laboral, lo que no era poco, pero era insuficiente.
De acuerdo con Antonio Luna Arroyo, antes del Congreso
Constituyente, Carranza emitió 136 decretos, dos leyes, dos regla-
mentos y dos oficios «de trascendencia social». Por su parte, solo
la ley agraria dio origen a 52 circulares técnicas y administrativas.14

2.

En el Decreto del 14 de septiembre de 1916, Venustiano Carranza


nuevamente reformó el Plan de Guadalupe con el objeto de hacer
viable la convocatoria al Congreso Constituyente.15 Expuso larga-
mente las consideraciones que lo llevaron a discurrir dicha acción,
alterando de esta manera las previsiones hechas con anterioridad
para restablecer los poderes ordinarios de la federación.
En mi opinión, el punto central de los considerandos era desta-
car las desventuras que el país enfrentaría si las reformas plantea-
das hasta el momento no se consolidaban, pues, según Carranza

se correría seguramente el riesgo de que la Constitución de 1857, a


pesar de la bondad indiscutible de los principios en que descansa y
del alto ideal que aspira a realizar el gobierno de la nación, continuará
siendo inadecuada para la satisfacción de las necesidades públicas y

14
Antonio Luna Arroyo, «Legislación revolucionaria y preconstitucional»,
pp.47-59 en https://archivos.juridicas.unam.mx/www/bjv/libros/2/649/9.pdf
(consultado el 25 de noviembre de 2017).
15
Jesús Acuña, Op. cit., pp. 356-359.
100 La Constitución de 1917 y el pragmatismo...

muy propicia para volver a entronizar otra tiranía igual o parecida a


las que con demasiada frecuencia ha tenido el país, con la completa
absorción de todos los poderes por parte del Ejecutivo o que los otros,
con especialidad el Legislativo, se conviertan en una rémora constante
para la marcha regular y ordenada de la administración.16

De esta manera, Carranza hacía suyas las críticas porfirianas


a la Carta Magna. En el texto, el primer jefe apreciaba que las
reformas que no tocaban la organización y funcionamiento de
los poderes públicos podían echarse a andar sin problema, como
había ocurrido con las Leyes de Reforma, pues se trataba de me-
didas «que en concepto de los mexicanos son necesarias y urgen-
tes [así que] no habr[í]a persona ni grupo social que tom[ara]
dichas medidas como motivo o pretexto para atacar al Gobierno
constitucionalista»,17 pero no ocurriría lo mismo con aquellas en
las que sí se modificaba el gobierno de la República.
Por ello, para evitar que los enemigos de la revolución tuvieran
argumentos para combatir al régimen que se establecería cuando se
realizaran las elecciones, el cual se regiría con las reformas expedi-
das por la Primera Jefatura, era ineludible convocar a un Congreso
Constituyente para que «la nación entera» expresara su «soberana
voluntad», y se lograra que «el régimen legal se implant[e] sobre
bases sólidas en tiempo relativamente breve y en términos de tal
manera legítimos que nadie se atreverá a impugnarlos».18
Por otro lado, explícitamente hacía a un lado el procedimiento
establecido en la propia Constitución para sus reformas, enfati-
zando que no podía significar «ni por su texto ni por su espíritu

16
Ibíd.
17
Ibíd., p. 357.
18
Ibíd.
J. MacGregor 101

una limitación al ejercicio de la soberanía por el pueblo mismo,


siendo que dicha soberanía reside en este de una manera esencial
y originaria, por lo mismo ilimitada»,19 de acuerdo con el artículo
39 de la misma Constitución. También se invocaba la experien-
cia histórica: el código fundamental había sido elaborado por un
Congreso Constituyente convocado al triunfo de la Revolución
de Ayutla que acabó con la tiranía y usurpación de Santa Anna,

y como nadie ha puesto en duda la legalidad del Congreso Constitu-


yente que expidió la Constitución de 1857, ni mucho menos puesto
en duda la legitimidad de esta no obstante que para expedirla no se
siguieron las reglas que la Constitución de 1824 fijaba para su reforma,
no se explicaría ahora que por igual causa se objetara la legalidad de
un nuevo Congreso Constituyente y la legitimidad de su obra.20

¿Se quiere mayor pragmatismo?


Para enfrentar la respuesta de los enemigos de la revolución
— que seguramente iba a producirse para tomar la Constitución de
1857 como baluarte, no obstante que la habían vulnerado de todas
las maneras posibles— se declaró explícitamente en el decreto que
se respetaría la forma de gobierno establecida; se reconocería que
la soberanía de la nación residía en el pueblo y que era este quien
debía ejercerla para su propio beneficio; que el gobierno federal y
los estatales seguirían divididos en tres poderes independientes,

en una palabra, que se respetará escrupulosamente el espíritu liberal


de la Constitución, a la que solo se quiere purgar de los defectos

19
Ibíd., pp. 357-358.
20
Ibíd., p. 358.
102 La Constitución de 1917 y el pragmatismo...

que tiene, ya por la obscuridad o contradicción de algunos de sus


preceptos, ya por los huecos que hay en ella o por las reformas que
con el deliberado propósito de desnaturalizar su espíritu original y
democrático se le hicieron durante las dictaduras pasadas.21

Finalmente, el documento indicaba que una vez realizadas las


elecciones de ayuntamientos en todo el país se convocaría a comi-
cios para elegir un Congreso Constituyente, y que para ser diputa-
do se tenían que cumplir los requisitos exigidos en la Constitución.
Se elegiría un diputado por cada 60 000 habitantes o fracción que
pasara de 20 000, de acuerdo con el censo de 1910. No podrían
ser electos quienes hubiesen ayudado con las armas o sirviendo
en empleos públicos a los gobiernos o facciones hostiles al consti-
tucionalismo. También planteaba que el primer jefe presentaría al
Congreso Constituyente el proyecto de reforma de Constitución
para que se discutiera, aprobara o modificara, sin dar pie a ninguna
otra posibilidad, y que ese proyecto comprendería las reformas
efectuadas y las que se realizaran hasta el momento de reunirse la
Asamblea. Por último, indicaba que el Congreso solo destinaría a
dicha tarea un plazo no mayor de dos meses y se disolvería, para
que después el Poder Ejecutivo convocara a elecciones de poderes
generales, haciéndose evidente que primero se instalaría el Con-
greso de la Unión para que Carranza informara sobre el estado de
la administración, y después entregaría el Poder Ejecutivo a quien
resultara electo. El pragmatismo era una constante al asumir de-
cisiones, así se tuviera que cambiar las tomadas con anterioridad.

21
Ibíd.
J. MacGregor 103

3.

No obstante las difíciles condiciones del país —rebeliones regiona-


les en diversas partes del territorio, la expedición punitiva, la crisis
monetaria, la ruptura con los trabajadores, entre otras cosas—,
todo ocurrió muy rápido: la convocatoria a elecciones apareció
el 15 de septiembre y el día 20 la ley electoral.22 Las elecciones se
celebraron el 22 de octubre, y el día 20 de noviembre inició la dis-
cusión de credenciales para arrancar las sesiones formalmente el
1 de diciembre con la presentación del proyecto de reformas por
parte de Venustiano Carranza.
No me voy a referir a las elecciones ni a analizar con deta-
lle los resultados, pues ya lo han hecho Ignacio Marván y Javier
Garciadiego, entre otros autores,23 solo quiero señalar unas cuan-
tas cuestiones. Aunque se ha indicado que fueron electos 218 di-
putados, aún hay dudas al respecto; 67 de ellos, es decir, el 31 %,

Jesús Acuña, Op. cit., pp. 359-368.


22

La bibliografía sobre el Congreso Constituyente de 1916-1917 es más que


23

generosa, a lo largo de cien años mucho se ha escrito, desde las crónicas de los
participantes hasta los estudios de los abogados y los historiadores. Durante
el centenario fue mucho lo que se publicó. Así, puede consultarse al respecto:
Ignacio Marván, Cómo hicieron la Constitución de 1917, Secretaría de Cultura,
Fondo de Cultura Económica, Centro de Investigación y Docencia Económicas,
México, 2017; Javier Garciadiego, «A cien años de la Constitución de 1917: nuevas
aproximaciones», Revista Mexicana, vol. 66, núm. 3, 2017, pp. 1177-1181; Javier Gar-
ciadiego, «¿Cuándo, cómo, por qué y quiénes hicieron la Constitución de 1917?,
Historia Mexicana, vol. 66, núm. 3, 2017, pp. 1183-1270; Catherine Andrews, Luis
Barrón Córdova y Francisco J. Sales Heredia, Miradas a la historia constitucional
de México: ensayos en conmemoración del centenario de la Constitución de 1917,
Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública, Centro de Investigación y
Docencia Económicas, México, 2016; Catherine Andrews, De Cádiz a Querétaro:
historiografía y bibliografía del constitucionalismo mexicano, Fondo de Cultura
Económica, Centro de Investigación y Docencia Económicas, México, 2017. Entre
muchos otros.
104 La Constitución de 1917 y el pragmatismo...

eran abogados, el 82 % del total provenía de alguna de las áreas


del servicio público y 51 diputados eran integrantes del gobierno
preconstitucional en el momento de la elección, datos que dan una
idea de la homogeneidad ideológica y social de los integrantes del
Congreso.
Es relevante hacer notar, para el asunto que venimos persiguien-
do, que 35 renovadores que formaron parte de la XXVI Legislatura,
la maderista, buscaron un lugar en el Congreso Constituyente,24 24
fueron diputados propietarios y 11 suplentes. De esos 35, 23 pasaron
de propietarios de la legislatura a propietarios en el Congreso; solo
uno, Luis G. Guzmán, de ser propietario cambió a suplente, de
Jesús Romero Flores. En cambio, cuatro que fueron suplentes ocu-
paron la posición de propietarios, y otros siete que fueron suplen-
tes en 1912 volvieron a competir como suplentes cuatro años más
tarde, pero dos de ellos fueron designados propietarios: Francisco
Díaz Barriga, porque Alfredo Robles Domínguez no se presentó a
la Asamblea, y Francisco Rendón, porque no hubo propietario por
su distrito; sin embargo, al parecer, Rendón tampoco se presentó
a las sesiones o, más bien, no se ha encontrado ninguna referencia
sobre su asistencia.
Es evidente que en la integración del Congreso Constituyente se
quiso aprovechar la experiencia de los diputados que participaron
en la XXVI Legislatura, por eso también se incluyó a un nutrido
número de suplentes que, sin tener la misma práctica, cuando
menos habían participado en una lucha electoral.

Sobre este tema en particular pueden consultarse los artículos: Juan Ber-
24

nardino Sánchez Aguilar, «La integración del Congreso Constituyente de 1917»,


Historia mexicana, vol. 66, núm. 3, 2017, pp. 1271-1322; Josefina MacGregor, «Los
diputados renovadores. De la XXVI Legislatura al Congreso Constituyente»,
Historia mexicana, vol. 66, núm. 3, 2017, pp. 1323-1414.
J. MacGregor 105

Ahora bien, también es interesante analizar el distrito por el


que compitieron. Si consideramos este factor, se confirma la idea
de que no solo se quería aprovechar su experiencia, sino también
sus bases políticas para intentar un manejo lo más parecido a una
práctica democrática. De los 35 diputados maderistas, 21 conten-
dieron en el mismo distrito electoral en las dos ocasiones; otros
siete cambiaron de distrito, pero disputaron su lugar dentro de la
misma entidad, de la que además eran oriundos; solo siete com-
pitieron por otra entidad federativa. Cabe señalar, sin embargo,
que de estos siete, cuatro fueron suplentes y solo tres, propietarios:
Marcelino Dávalos, que en 1912 participó por el Distrito Federal
y en 1916 por Jalisco, su estado natal, y Gerzayn Ugarte y Félix
Palavicini, quienes, por el contrario, ya no buscaron el voto en su
tierra, Tlaxcala y Tabasco respectivamente, sino por el Distrito
Federal; cambio explicable por su residencia como integrantes del
gobierno carrancista, quizás porque no tenían seguro el triunfo en
las otras entidades (cuando menos Palavicini), o tal vez era más
fácil asegurarlo en territorio controlado por el constitucionalismo.
De los 27 propietarios cuyas credenciales fueron aprobadas, no
asistieron a las sesiones dos de ellos: Juan Zubaran (Campeche no
tuvo representación) y Pascual Ortiz Rubio (participó su suplen-
te), y de los ocho suplentes, tres debieron ocupar el cargo y solo
dos lo hicieron, así que participaron activamente en el Congreso
Constituyente —como siempre ocurre en cualquier parlamento,
unos más que otros, pero todos aportando su voto— 27 diputados
que lo habían sido en la XXVI, aproximadamente 12 % del total de
218 constituyentes. De hecho, fueron los únicos que contaban con
experiencia parlamentaria, todos los demás eran novatos. Además,
entre ellos estaban los famosos «renovadores constituyentes»: José
N. Macías, Alfonso Cravioto, Gerzayn Ugarte, Félix F. Palavicini y
106 La Constitución de 1917 y el pragmatismo...

Luis M. Rojas, este último presidente del Congreso, y todos colabo-


radores en la elaboración del Proyecto de Reforma Constitucional
presentado por el primer jefe.

4.

Del discurso de Carranza,25 en el que explicó el porqué de las re-


formas, solo voy a hacer hincapié en que la justificación apela a la
experiencia, a la historia, al pragmatismo. El Primer Jefe inició su
alegato asegurando que en el proyecto estaban incluidas «todas
las reformas políticas que la experiencia de varios años, y una
observación atenta y detenida»26 le dictaban como indispensables
para cimentar las instituciones que sirvieran para la prosperidad
del país. Volvía a reconocer las bondades de la Constitución del
57, pero lamentaba que solo se hubieran proclamado principios
generales sin acomodarlos a las necesidades del pueblo mexicano.
Así, la Carta Magna contenía «fórmulas abstractas en que se han
condensado conclusiones científicas de gran valor especulativo,
pero de las que no ha podido derivarse sino poca o ninguna uti-
lidad positiva».27 Por ello, los derechos individuales, base de las
instituciones sociales, habían sido conculcados constantemente,
la justicia se había vuelto confusa, y no se habían respetado la
soberanía popular ni la división de poderes o la independencia
de los estados.

«Discurso de Venustiano Carranza del 1 de diciembre de 1916», en Ignacio


25

Marván (comp.), Nueva edición del Diario de Debates del Congreso Constituyente
de 1916-1917, Suprema Corte de Justicia de la Nación, México, 2006, t. I, p. 2.
26
Ibíd.
27
Ignacio Marván, Op. cit., pp. 20-21.
J. MacGregor 107

El primer jefe señalaba que la historia del país ofrecía abun-


dantes datos para comprobar sus afirmaciones, y a ella apeló para
tratar de demostrar la utilidad de sus planteamientos. Así, solo un
ejemplo. Para explicar la supresión de la vicepresidencia, que era
útil en otros países, pero que en México había tenido «una historia
tan funesta, que en vez de asegurar la sucesión presidencial de una
manera pacífica en caso inesperado, no hizo otra cosa que debilitar
al gobierno de la República», y durante el Porfiriato fue «el medio
inventado por el cientificismo para poder conservar, llegado el caso
de que [Díaz] faltase, el poder en favor de todo el grupo, que lo
tenía ya monopolizado».28 Por ello, consideraba el encargado del
Poder Ejecutivo, su propuesta, que eliminaba la vicepresidencia
y proponía un procedimiento de sustitución, era preferible para
reemplazar al presidente en caso de falta total y, por otra parte,
podemos concluir, no había sido copiada a la Constitución esta-
dunidense, ni tenía su origen en Cádiz.29

28
Ibíd., p. 54.
29
El artículo 84 del proyecto del primer jefe decía: «En caso de falta absoluta
del presidente de la República, si dicha falta tuviere lugar estando en sesiones el
Congreso de la Unión, este se constituirá inmediatamente en Colegio Electoral
y concurriendo, cuando menos, las dos terceras partes del número total de sus
miembros, nombrará en escrutinio secreto y por mayoría absoluta de votos al
ciudadano que deba sustituirlo durante el tiempo que le faltare para cumplir su
periodo. Si la falta del presidente de la República ocurriese no estando reunido
el Congreso, la Comisión Permanente designará un presidente interino, el que
durará en ejercicio del Poder Ejecutivo hasta que el Congreso se reúna en el
inmediato periodo de sesiones y haga la elección correspondiente, la que podrá
recaer en la persona designada como presidente interino». Ignacio Marván, Ibíd.
p. 54. El Congreso modificó la propuesta sin mantener la vicepresidencia, lo que
significa que los argumentos eran compartidos. «Art. 84. En caso de falta absoluta
del presidente de la República, ocurrida en los dos primeros años del periodo
respectivo, si el Congreso estuviere en sesiones, se constituirá inmediatamente
en Colegio Electoral, y concurriendo, cuando menos, las dos terceras partes del
número total de sus miembros, nombrará en escrutinio secreto y por mayoría
108 La Constitución de 1917 y el pragmatismo...

5.

Pero esas alusiones constantes a la experiencia, y no a las doctrinas,


no solo provenían de Carranza, sino de los propios diputados. En
los debates sostenidos durante el Congreso, en varias oportunida-
des se aludió a la XXVI Legislatura y al gobierno de Madero, pues
era la posibilidad de definir posiciones, denunciar hechos hacer
política. Interesa resaltar dos ocasiones en las que se mencionó
a dicha legislatura como fuente de experiencia; en realidad no
importaba si esta había sido positiva o negativa, lo relevante era
la enseñanza que había dejado su gestión.
Cuando la segunda comisión de Constitución dictaminó el ar-
tículo 72, aceptando la inclusión del veto presidencial a las leyes,
que planteaba el proyecto de Carranza, en el propio dictamen se
hizo referencia a dos casos que reflejaban la debilidad del Ejecuti-
vo frente al Legislativo que se deseaba corregir, ambos ocurridos

absoluta de votos un presidente, y el mismo Congreso expedirá la convocato-


ria a elecciones presidenciales, procurando que la fecha señalada para este caso
coincida en lo posible con la fecha de las próximas elecciones de diputados y de
senadores al Congreso de la Unión. Si el Congreso no estuviere en sesiones, la
Comisión Permanente nombrará inmediatamente un presidente provisional,
quien convocará a sesiones extraordinarias del Congreso, para que a su vez expida
la convocatoria a elecciones presidenciales en los mismos términos del artículo
anterior. Cuando la falta ocurriese en los dos últimos años del periodo respectivo,
si el Congreso estuviere en sesiones, elegirá al presidente substituto que deberá
concluir el periodo; si el Congreso no estuviere reunido, la Comisión Permanente
nombrará un presidente provisional y convocará al Congreso de la Unión a sesio-
nes extraordinarias, para que se erija en Colegio Electoral y haga la elección del
presidente substituto. El presidente provisional podrá ser electo por el Congreso
como substituto. El ciudadano que hubiese sido designado presidente provisional
para convocar a elecciones, en el caso de falta de presidente en los dos primeros
años del periodo respectivo, no podrá ser electo en las elecciones que se celebren
con motivo de la falta del presidente, para cubrir la cual fue designado. Ignacio
Marván, Ibíd. p. 1944.
J. MacGregor 109

durante la XXVI Legislatura. En aquella época se aprobaron dos


decretos: uno declarando fiesta nacional el 2 de abril, y el otro,
que doblaba las dietas de los diputados. En las dos oportunida-
des, Madero «hizo observaciones pertinentes» para desecharlos,
«inspirado en innegables intereses públicos, pero la falta de buena
organización del veto presidencial» hizo posible que por simple
mayoría de votos se sacaran adelante dichos proyectos.30 En reali-
dad, en el Constituyente nadie se opuso al veto presidencial, pero
esta observación hacía evidentes las dificultades para gobernar en
el marco de la Constitución de 1857, mismas a las que se enfren-
tó Madero. Unos días después, en el pleno, el diputado Hilario
Medina hizo alusión a esos mismos hechos cuando se discutía el
artículo 84 sobre cómo cubrir la falta absoluta del presidente, y
fue más allá: acusó a la XXVI Legislatura de la caída de Madero:

Este cargo lo tiene que recoger la Historia, cuyo fallo es inapelable;


pues bien, señores diputados, la XXVI Legislatura fue una de las cau-
sas de la caída del señor Madero. En la XXVI Legislatura se le hizo
una oposición sistemática; desde un principio se observó una notable
reacción porfirista, y [esos] dos casos que yo tuve oportunidad de
conocer dan idea de ello [...] porque en aquel momento no había veto
presidencial; esto es lo que el proyecto del primer jefe ha vigorizado y
ha puesto en la actual Constitución [...] han desaparecido muchos de
los peligros [...] porque se ha fortificado mucho el Poder Ejecutivo.31

30
Ibíd., p. 1654.
Ibíd., pp. 1937-1938. Es interesante el discurso de los constituyentes; cuando
31

en su opinión los artículos eran insuficientes, las críticas recaían sobre Macías,
pero cuando les parecían aceptables y útiles, eran destacados como aciertos de
Carranza. Una prueba más de que lo consideraban su líder: lo elogiaban cada
ocasión que podían y eludían criticarlo.
110 La Constitución de 1917 y el pragmatismo...

Así, la experiencia de la XXVI Legislatura durante el gobierno


de Madero justificaba fortalecer la figura presidencial. En otra oca-
sión, al discutirse el artículo 27 —y esta referencia es relevante para
apuntalar el pragmatismo de la Asamblea— el general Heriberto
Jara hizo ver la importancia del dictamen de la Comisión al poner
límites a la propiedad de los extranjeros y cuestionó enfáticamente
que se quisiera dejar la elaboración de una ley agraria a las «legis-
laturas venideras». Hizo ver que en el Congreso General pesaban
mucho las influencias de los poderosos, y recordó que en la XXVI
Legislatura se habían presentado numerosos proyectos agrarios:

Y ninguno llegó a discutirse, ninguno llegó a tocarse siquiera [...] ¿Por


qué? Por la grande influencia de los terratenientes, porque les impor-
taba mucho a los señores Terrazas, a los Creel, a todos esos grandes
terratenientes que no se discutiesen leyes de esa naturaleza, porque
sabían que no habían adquirido sus grandes propiedades a fuerza de
trabajo, porque sabían que ellos eran responsables del delito de robo
ante la nación [...] ¿Quién nos asegura, pues, que en el próximo Con-
greso no se van a poner en juego todas esas malas influencias? ¿Quién
nos asegura que en el próximo Congreso va a haber revolucionarios
suficientemente fuertes para oponerse a esa tendencia, que sin hacer
caso del canto de la sirena, sino poniendo la mano en el pecho, cum-
plan con su deber? [...] Yo quiero que alguien nos diga, alguien de los
ilustrados, de los científicos, de los estadistas ¿Quién ha hecho la pauta
de las Constituciones? ¿Quién ha señalado los centímetros que debe
tener una Constitución, quién ha dicho cuántos renglones, cuántos
capítulos y cuántas letras son las que deben formar una Constitución?
Es ridículo sencillamente; eso ha quedado reservado al criterio
de los pueblos, eso ha obedecido a las necesidades de los mismos
pueblos; la formación de las constituciones no ha sido otra cosa sino
J. MacGregor 111

el resultado de la experiencia, el resultado de los deseos, el resultado


de los anhelos del pueblo, condensados en eso que se ha dado en
llamar Constitución. (Aplausos).32

Adiós teoría constitucional, adiós prescripciones jurídicas. La


Constitución debía decir lo que ellos, los revolucionarios, deci-
dieran, a contrapelo de lo que sostenían los abogados que habían
colaborado en la preparación del proyecto; no se debía dejar a
otros diputados, los de un Congreso ordinario, lo que ellos podían
decidir, pues el futuro era incierto. El mismo temor de Carranza de
que sus reformas no arraigaran, se presentó en los constituyentes:
que la atención de los problemas sociales no llegara a incluirse
en la legislación. Así, la doctrina social de la revolución fue una
decisión que asumieron los diputados sobre la base de su prácti-
ca, su conocimiento, sus observaciones, al margen de cualquier
otra consideración. Los revolucionarios no debían permitir que
la Constitución se limitara a reconocer los derechos individua-
les, también debía paliar, como el Programa del Partido Liberal
Mexicano había sugerido en 1906, la desigualdad provocada por
el desarrollo del capitalismo. Aunque la teoría constitucional estu-
viera en su contra, la experiencia revolucionaria tenía la palabra.

6.

Luis Manuel Rojas, presidente del Congreso, miembro de la XXVI


Legislatura, al entregar «la nueva Constitución de 1857 reformada»
al primer jefe del ejército constitucionalista justificó el resultado.

32
Ibíd. pp. 1037-1039.
112 La Constitución de 1917 y el pragmatismo...

Hizo notar el esfuerzo empeñado para lograrla y, por supuesto, el


valioso aporte de Carranza: el proyecto y su discurso de inaugu-
ración en el que había justificado las reformas que él y su equipo
cercano —él mismo— habían redactado. Advirtió, haciendo tam-
bién suyas, como de todos, las reformas:

Si en algunos puntos se ha ido un poco más allá de lo que vuestra


sabiduría había indicado como un término medio, justo y prudente
de las encontradas tendencias nacionales, el calor de la juventud que
ha seguido la gloriosa bandera enarbolada por usted en Guadalupe,
su entusiasmo revolucionario después de la lucha, y su natural afán
de romper los viejos moldes sociales, reaccionando así contra inve-
terados vicios del pasado, explican suficientemente los verdaderos
motivos habidos en el seno de esta Asamblea, para apartarse en algo
de la senda serena y perfectamente justificada que usted nos había
trazado, no obstante que, por otra parte, en la gran mayoría de los
señores diputados al Constituyente de Querétaro, hay y ha habido
siempre el sentimiento de su comunidad de ideas y aspiraciones a
favor del pueblo mexicano, ideas y aspiraciones de que usted es jus-
tamente la más alta personificación, como el jefe supremo de la re-
volución constitucionalista.
De cualquier manera que se piense, es claro que la obra legislativa
que surge de este Congreso [...] había de caracterizarse por su ten-
dencia a buscar nuevos horizontes y a desentenderse de los conceptos
consagrados de antaño, en bien de las clases populares que forman
la mayoría de la población mexicana, que han sido tradicionalmente
desheredadas y oprimidas.33

Congreso Constituyente 1916-1917. Diario de Debates, Instituto Nacional


33

de Estudio Históricos de la Revolución Mexicana, Comisión Nacional para las


J. MacGregor 113

Y agregaba que si acaso los constituyentes habían cometido


algún error en «esa obra grandiosa» o había habido algún exceso
o defecto,

la historia, siempre justiciera, nos absolverá de todo cargo, en vista de


la nobleza de nuestras miras a favor de los desvalidos y la sinceridad
de nuestras convicciones sobre los grandes problemas sociales, pues
en todo nos ha guiado la idea de hacer grande y feliz a la República
mexicana.34

Al finalizar, Rojas aseguró que ellos serían los más celosos de-
fensores del nuevo documento.
Carranza respondió a este discurso y compartió las dudas que
lo asaltaron cuando entregó el proyecto; no obstante su buena vo-
luntad, ¿había podido interpretar las necesidades de la nación? El
reconocimiento que hacían de su propuesta de reformas lo dejaba
satisfecho, pues él y «los legítimos representantes» de la nación
coincidían en las conveniencias públicas y las medidas que de-
bían tomarse para reorganizarla «por la senda de la justicia y del
derecho, como único medio de cimentar la paz y las libertades
públicas».35 Al margen de los defectos o los excesos, a los cuales no
aludió, ni quiso resaltar como si no los hubiera o no los percibiera,
Carranza reconoció que en la Carta Magna que le entregaban los
diputados había un elemento que aseguraba su estabilidad, que era

Celebraciones del 175 Aniversario de la Independencia Nacional y el 75 Aniver-


sario de la Revolución Mexicana, México, 1985, p. 1173.
34
Ibíd., p. 1173.
35
Ibíd., p. 1173.
114 La Constitución de 1917 y el pragmatismo...

La expresión genuina de necesidades seculares, y correspondiendo a


los deseos ingentes de la nación, [sus preceptos] no se verán en lo su-
cesivo como un sueño de difícil e imposible realización [refiriéndose
veladamente a la Constitución de 1857], sino algo que es fácil de entrar
en los usos y costumbres nacionales para formar el espíritu público y
el concepto grandioso de la patria, por la práctica de las instituciones
democráticas, que, nivelando a todos los hijos de este país, los estreche
en vínculo indisoluble con el sentimiento de solidaridad en los medios
de acción y en el esfuerzo de buscar la felicidad común.36

Solo restaba llevarla a la práctica. De esta manera, «sumiso y


respetuoso», Carranza manifestó su «completa aquiescencia» a la
nueva Constitución y protestó cumplirla y hacerla cumplir, «dan-
do así la muestra más grande de respeto a la voluntad soberana
del pueblo mexicano, a quien tan dignamente representáis en este
momento».37

7.

Georges Burdeau sostiene que «una revolución es la sustitución de


una vieja idea de la justicia y del derecho por una nueva».38 Esta
afirmación le permite a Mario de la Cueva plantear que si bien en
las constituciones de 1824, 1857 y 1917 hay líneas de continuidad,
y que la última se benefició de las otras dos, cada una de ellas
se encuentra encuadrada en una determinada filosofía política y
jurídica. Así, la primera aportó la adopción de la República como

Ibíd., p. 1174.
36

Ibíd., p. 1175.
37

38
Mario de la Cueva, «La Constitución Política», en México: cincuenta años de
revolución. Tomo III La política, Fondo de Cultura Económica, México, 1960, p. 24.
J. MacGregor 115

forma de gobierno, el reconocimiento del constitucionalismo indi-


vidualista y liberal, es decir, la soberanía del pueblo, el gobierno re-
presentativo, la separación de poderes y el anuncio de la protección
de los derechos del hombre, y por último, aportó el federalismo.
Por su parte, la del 57 y la Guerra de Reforma lograron imponer los
derechos del hombre y la laicización de la vida civil. Por último, la
de 1917 contribuyó con la justicia social, trasformando el derecho
constitucional al referirse a los problemas de la economía, de la
propiedad y del trabajo.
Lo más interesante, desde mi punto de vista, es que no es una
doctrina derivada de los juristas o la academia, ni tampoco de los
teóricos, sino que surgió del propio proceso revolucionario, pues,
a pesar de que la Constitución fue elaborada solo por carrancis-
tas, logró incorporar posturas y soluciones de otras facciones. El
hecho es que la revolución estableció, a través de la Constitución
y contra la opinión de los abogados constituyentes una nueva idea
del derecho y de la justicia, su idea del derecho y la justicia, de una
manera muy pragmática, no apoyándose en supuestos teóricos sino
basándose en la experiencia histórica de sus hombres que servía
tanto para mantener algunos puntos de la vieja Constitución como
para incluir otros que podían servir para afrontar los acuciosos
problemas del momento.

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116 La Constitución de 1917 y el pragmatismo...

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Tena Ramírez, Felipe, Leyes fundamentales de México. 1808-1975,
Porrúa, México, 1975.
Revolución y regiones

Alan Knight1

Pisé suelo mexicano por primera vez hace 52 años, en el notorio


año de 1968. Pero «pisar» quería decir cruzar la frontera un par
de veces mientras viajaba por autobús «Greyhound» alrededor de
Estados Unidos. Mi primera estancia en México —ahora como es-
tudiante de Historia— vino dos años después, el año de la elección
del presidente Echeverría, sufragio que presencié en el entonces
Distrito Federal, aunque nada memorable, siendo el último de los
cuasi-plebiscitos al antiguo estilo priista (dedazo, destape, triunfo
decisivo con el 86 % de la votación). Desde ese entonces he regre-
sado muchas veces a México y, siempre que ha sido posible, he
viajado fuera de la capital.
Los habitantes de Ciudad de México pueden decir que «fuera de
México, todo es Cuautitlán», es decir, que las provincias son igual-
mente parroquiales y monótonas; sin embargo, aun el capitalino
más miope debe reconocer que no es así. Después de todo, Ciudad
de México no es como Montevideo, Santiago o Buenos Aires: una

1
Discurso magisterial dado en el Congreso Internacional de Historia Regional
que organizó la Universidad Autónoma de Sinaloa en diciembre de 2017 en Culia-
cán. Agradezco por la invitación a los doctores Diana María Perea Romo y Jesús
Rafael Chávez Rodríguez a participar en este interesante encuentro. Tomando
en cuenta el tema central del mismo, decidí repensar unas ideas anteriormente
propuestas en Alan Knight, La revolución cósmica. Utopías, regiones y resultados,
México 1910-1940, Fondo de Cultura Económica, México, 2015.

119
120 Revolución y regiones

ciudad primate que domina demográficamente al resto del país;


además, como demuestra la historia de la Revolución, igual que
la historia de la Independencia y la lucha contra la intervención
francesa muchas veces la capital va a la zaga de las desdeñadas
provincias en términos de movilización popular y agencia política
decisiva. Los historiadores —en contraste, quizás, con los politó-
logos— han reconocido este rasgo de la realidad mexicana desde
hace tiempo.
A más de cincuenta años desde mi primera visita a México, la
tendencia historiográfica más importante ha sido el crecimiento de
la historia regional y local, incluso la microhistoria de la cual Luis
González fue el gran pionero.2 Y puedo decirlo sin felicitarme a mí
mismo, ya que si como historiador de la Revolución he tenido que
prestar bastante atención a estados y regiones «revolucionarios»
(como Chihuahua, Morelos o La Laguna), soy historiador nacional
y no tengo mi propia «patria chica» historiográfica, a diferencia
de muchos historiadores de México, incluso extranjeros: Ducey y
Fowler-Salamini, Veracruz; Fallaw, Joseph y Wells, Yucatán; Katz
y Wasserman, Chihuahua; Jacobs, Guerrero; Smith y Chassen de
López, Oaxaca; Ankerson, San Luis Potosí; Bantjes, Sonora, entre
otros que podría citar.3

Luis González y González, Pueblo en vilo. Microhistoria de San José de Gracia,


2

El Colegio de México, México, 1968.


3
Esta breve bibliografía selectiva incluye solo historiadores extranjeros; por
supuesto, hay muchos buenos estudios regionales/locales escritos por mexica-
nos. Michael T. Ducey, A Nation of Villages: Riot and Rebellion in the Mexican
Huasteca, 1750-1850, University of Arizona Press, Tucson, 2004; Heather Fowler-
Salamini, Agrarian Radicalism in Veracruz, University of Nebraska Press, Lincoln,
1978; Ben Fallaw, Cárdenas Compromised. The Failure of Reform in Postrevolu-
tionary Yucatán, Duke University Press, Durham, 2001; Allen Wells y Gilbert
M. Joseph, Summers of Discontent, Seasons of Upheaval. Elite Politics and Rural
Insurgency in Yucatán, Stanford University Press, Stanford, 1996; Friedrich Katz,
A. Knight 121

Sin embargo, como historiador nacional siempre he mantenido


—y lo dije en la primera página de mi historia de la Revolución
mexicana— que es imposible entender la historia de México sin
tomar en cuenta la gran variedad del país y la manera en que
esta diversidad geográfica ha afectado su trayectoria histórica.4 La
— supuesta— perspectiva capitalina es claramente incapaz de cap-
tar esta realidad clave. Para iniciar una discusión de la importancia
histórica de las regiones y localidades, vale hacer cuatro puntos
preliminares. En primer lugar, aun con el «como México no hay
dos», en realidad México no es un caso excepcional. En las décadas
recientes, la historiografía de muchos países se ha beneficiado de
un cambio positivo conforme el cual la perspectiva central, nacio-
nal, de arriba hacia abajo, ha cedido a un enfoque local, regional,
periférico (lo que los académicos norteamericanos, con su afán
de neologismos de moda, llaman el enfoque decentred). El caso
clásico es Francia, especialmente la Francia pre-1914, donde, no
obstante la centralización llevada a cabo por la monarquía abso-
luta, la Revolución, los sucesivos regímenes decimonónicos, tanto
republicanos como bonapartistas, la diversidad y la autonomía

The Life and Times of Pancho Villa, Stanford University Press, Stanford, 1998; Mark
Wasserman, Persistent Oligarchs: Elites, and Politics in Chihuahua, Mexico, Duke
University Press, Durham, 1993; Ian Jacobs, Ranchero Revolution: The Mexican
Revolution in Guerrero, University of Texas Press, Austin, 1982; Benjamin T. Smith,
Pistoleros and Popular Movements: The Politics of State Formation in Postrevolu-
tionary Oaxaca, University of Nebraska Press, Lincoln, 2009; Francie Chassen
de López, From Liberal to Revolutionary Oaxaca: The View From the South, Penn
State Press, University Park, 2004; Dudley Ankerson, Agrarian Warlord. Saturnino
Cedillo and the Mexican Revolution in San Luis Potosi, Northern Illinois Univer-
sity Press, DeKalb, 1985; Adrian Bantjes, As If Jesus Walked on Earth: Cardenismo,
Sonora and the Mexican Revolution, SR Books, Wilmington, 1998.
4
Alan Knight, La Revolución mexicana, Fondo de Cultura Económica, Mé-
xico, 2010, p. 23.
122 Revolución y regiones

provincial permanecieron como topes macizos en el camino hacia


«la república una e indivisible».5 Incluso en Inglaterra, donde la
centralización era aún más antigua y estaba bien arraigada, nuestra
comprensión de la Guerra Civil del 17 ha mejorado mucho gracias
a estudios locales y regionales.6 Y, por supuesto, no se pueden
analizar países aún más vastos y diversos —como Rusia, China
y la India— sin tener en cuenta las fuerzas subnacionales contra
la cuales han luchado, no siempre con éxito, tanto los antiguos
regímenes como los nuevos estados comunistas o nacionalistas.
Tomando en cuenta estos paralelos, por ejemplo entre Ingla-
terra, Francia y México, no es sorprendente que la historiografía
de las «grandes» revoluciones experimentadas por estos países en
los siglos XVI, XVIII y XX respectivamente, muestran patrones
comunes, incluso el decentering de las viejas narrativas nacionales
y la crítica revisionista de las antiguas ortodoxias «oficiales», que
en la actualidad son el pan de cada día. En el caso de México, el
revisionismo ha fomentado varias reinterpretaciones de la Revolu-
ción —algunas convincentes, otras exageradas y hasta erróneas—
pero su énfasis en la diversidad, en los «muchos México(s)» que
produjeron «muchas revoluciones», a mí me parece muy acertado.
Un segundo punto práctico es que, para que la historia local
y regional pueda florecer, se necesita el acceso de archivo (ya sea
a nivel nacional, por ejemplo en el Archivo General de la Nación
(AGN), o a nivel local/regional en los archivos municipales y es-
tatales, entre otros). Mientras que la trayectoria, en este contexto,
no es una de progreso lineal (el propio AGN ha experimentado

5
El estudio clásico de este proceso es Eugen Weber, Peasants into Frenchmen,
Stanford University Press, Stanford, 1976.
6
David Underdown, Revel, Riot and Rebellion. Popular Politics and Culture in
England, 1603-1660, Oxford University Press, Oxford, 1985, pp. 4-8.
A. Knight 123

altibajos recientes), queda claro que el acceso a los archivos ha


tendido a mejorar en las últimas décadas, y que este progreso ha
corrido parejo con el desarrollo de nuevos centros de investigación
provinciales y nuevas revistas de historia regional.
Un tercer punto es que la historia local y regional ha florecido
junto con disciplinas académicas auxiliares —esas que complemen-
tan la Historiografía tradicional incluyen, obviamente, la Geogra-
fía, disciplina que la escuela de Annales en Francia correctamente
enfatizó como valiosa aliada de la Historia—.7 Particularmente
relevante para México, igual que para otros países de América
Latina, es la Antropología, que ha proporcionado no solamente
valiosos datos empíricos, resultado de investigación de campo an-
tropológica (después daré ejemplos), sino también perspectivas,
conceptos organizadores que, no obstante ser a veces debatidos,
pueden cruzar la borrosa frontera entre las dos disciplinas (me
refiero, por ejemplo, a conceptos como la cultura de la pobreza, el
bien limitado, la economía moral, el conflicto diádico entre pue-
blos, etcétera).
Más que nada, estas disciplinas auxiliares nos han ayudado a
armar interpretaciones «periféricas» de la Revolución y «de abajo
hacia arriba», que enfatizan la movilización y la «agencia» popula-
res, haciéndolo no al estilo abstracto y programado de John Hart,8
sino representando en carne y hueso a comunidades, clanes y ca-
ciques (es decir, más al estilo de Luis González o del antropólogo

7
Jacques Le Goff, La nouvelle histoire, Editions Complexe, Brussels, 1988,
pp. 36-57.
8
John Mason Hart, The Coming and Process of the Mexican Revolution, Uni-
versity of California Press, Berkeley, 1987.
124 Revolución y regiones

Paul Friedrich).9 Por supuesto, la narrativa oral —otra vez, meto-


dología que jamás he practicado pero cuyos frutos he consumido
agradecido— ha contribuido mucho a este giro hacia la historia
tanto desde abajo hacia arriba como decentred (es decir, de la pe-
riferia hacia el centro).
Un cuarto y último punto general es que, como siempre, la
historiografía (cómo se investiga la historia) refleja en parte el
mundo real que rodea la supuesta torre de marfil académica. Digo
supuesta porque creo que el aislamiento académico muchas veces
ha sido exagerado, especialmente en América Latina; incluso en
Inglaterra, la torre de marfil es mucho menos autónoma, apartada
e intelectualmente elevada que lo que suponen sus habitantes.
El historiador norteamericano Peter Novick distingue entre
los factores internos y externos que influyen a la historiografía
(es decir, que influyen lo que los historiadores investigan y cómo
lo hacen).10 Los factores internos tienen que ver con las modas y
tendencias académicas (incluyen, por ejemplo, el auge de la historia
social en los sesenta, los giros lingüísticos y culturales de los ochen-
ta y la fertilización cruzada entre historia y disciplinas auxiliares
ya mencionadas). Debido a la globalización académica, estas mo-
das y tendencias se ven a través de muchos países y comunidades
epistémicas. Los factores externos surgen en el mundo fuera de la
academia y tienen que ver con los grandes cambios que arrasan
en los países: guerra, depresión, descolonización, democratización
y neoliberalismo.

9
Luis González y González, Op. cit.; Paul Friedrich, The Princess of Naranja.
An Essay in Anthrohistorical Method, University of Texas Press, Austin, 1986.
10
Peter Novick, That Noble Dream. The «Objectivity Question» and the Ame-
rican Historical Profession, Cambridge University Press, Cambridge, 1988, p. 9.
A. Knight 125

Mientras que México comparte estas tendencias globales, tam-


bién es un caso distinto (igual que todo país): desde la crisis de la
deuda de los ochenta y la deslegitimización del sistema político que
siguió, la autoridad del centro se ha debilitado, el «ogro filantró-
pico» ya no es el gigante de antaño, y el contrapeso de los actores
locales y regionales ha cobrado fuerza. Por tanto, los gobernadores
ya son más poderosos frente al centro (lo que se puede ver, en
cierta medida, como un salto atrás a los años veinte),11 las autori-
dades municipales y estatales tienen más autonomía financiera, y
este mayor pluralismo político refleja en parte una afirmación del
poder provincial frente al centro.
Mientras que sería riesgoso atribuir cambios historiográficos
sencillamente a tendencias políticas de esta índole (también sería
riesgoso asumir, como lo hacen algunos observadores ingenuos,
que la descentralización es siempre un logro positivo y progre-
sivo) creo, sin embargo, que resulta plausible ligar la corriente
historiográfica localista y regionalista a estos cambios políticos
y a la reafirmación de sentimientos subnacionales (tema al cual
regresaré después). Un lazo claro es el fortalecimiento de centros
de investigación estatales (el COLEF, el COLMICH, el Colegio de
San Luis, etcétera).
Si estas son las causas (hipotéticas) del giro localista y regiona-
lista, ¿cuáles son sus resultados? No cabe duda que, gracias a este
giro, hoy sabemos mucho más acerca de la Revolución que hace
cincuenta años. La narrativa tradicional/oficialista —de una Re-
volución popular, patriótica, monolítica, y transformadora, opues-
ta solamente por una pequeña minoría de reaccionarios, vende

11
Rogelio Hernández, El centro dividido. La nueva autonomía de los goberna-
dores, El Colegio de México, México, 2008.
126 Revolución y regiones

patrias y católicos fanáticos— ha sido descartada, al menos por la


gran mayoría de historiadores serios. Por supuesto, siempre hubo
críticos de la Revolución —liberales, católicos, marxistas— que
jamás aceptaron la versión tradicional, pero hace 50 años sus voces
solían perderse en el estruendo oficialista.
En la historiografía seria, la Revolución —tanto la armada de
1910 como la reformista de 1920 y 1930— ya se ha rebanado espe-
cialmente en términos espaciales (de ahí, «muchas revoluciones»);
tanto sus divisiones internas como sus adversarios externos (mexi-
canos y extranjeros) se han puesto de relieve; se ha dudado de sus
metas y logros y, en ciertos casos, sus héroes han sido depuestos de
sus pedestales, sujetos a fuertes críticas. En breve, la gran e inspi-
radora épica de la Revolución, antes narrada en blanco y negro, se
ha vuelto una serie de detallados episodios, sueltamente ligados, y
pintada, por así decirlo, en «cincuenta sombras de gris». Sin duda
se puede tildar a los historiadores de México de muchos fallos;
no obstante, la acusación de que todavía van difundiendo mitos
oficiales me parece muy lejos de la realidad.
En términos historiográficos, entonces, vemos algo de progre-
so; evidencia que la historia (en el sentido de la historiografía) sí
avanza, aunque sea lentamente y a veces con desviaciones. Sin em-
bargo, si nuestro entendimiento de la Revolución se ha vuelto más
detallado y por eso mejor, hay también una desventaja (en inglés,
downside). El revisionismo histórico ha tenido éxito cuando critica
la antigua ortodoxia, presentando una revolución más diversa, com-
pleja y hasta contradictoria. Sin embargo, ha tenido menos éxito
cuando se trata de presentar una alternativa positiva; para recurrir
a una metáfora que una vez utilicé, el revisionismo ha sometido a
la Revolución a una muerte de mil cortes, pero después se marchó,
dejando que el sangriento cadáver se descompusiera desatendido.
A. Knight 127

La falta de otras explicaciones alternativas positivas —es decir,


el negativismo de mucha investigación revisionista— puede ser
de poca importancia para los que no tienen ningún interés en
explicaciones históricas más globales o que se alegran del carácter
supuestamente aleatorio y lúdico, sin patrón y sin rumbo, de la
historiografía. Pero esta conclusión no parece muy satisfactoria si,
como yo, uno piensa que —de vez en cuando— la Historia debe
intentar construir (no solamente deconstruir), debe proponer hi-
pótesis explicativas (no solamente contar narrativas farragosas) y
debe elevarse por arriba de pequeñeces particulares para analizar
estructuras y patrones de mayor envergadura. Es decir, si piensas
que la Historia tiene al menos un pie firmemente plantado en el te-
rreno de las Ciencias Sociales, al lado de la Economía, la Sociología
y la Antropología, y el otro puesto en el suelo de las Humanida-
des (Literatura, Filosofía, Filología), entonces es necesario avanzar
más allá de críticas revisionistas negativas para ensayar hipótesis
posrevisionistas positivas. Y, mientras que mi enfoque es la Re-
volución, vale mencionar que el mismo argumento es válido para
la Independencia (tanto en México como en el resto de América
Latina), ya que la historia reciente a veces trata la Independencia
como un proceso aleatorio, improvisto e inoportuno, proceso ini-
ciado por eventos en Europa (la invasión francesa de España) que
carecía tanto de causas estructurales como de motivos coherentes
en América Latina.12
Curiosamente, a mi modo de ver, la nueva moda de la historia
transnacional (más que nada en Estados Unidos) no ha contrarres-
tado este afán por casos particulares y narrativas individuales; los

12
Jaime Rodríguez, The Independence of Spanish America, Cambridge Uni-
versity Press, Cambridge, 1998. Ofrece una versión coherente e inteligente de esta
interpretación; sin embargo, no me convence completamente.
128 Revolución y regiones

llamados «encuentros transnacionales» (en inglés, transnational


encounters) a veces involucran un puñado de actores poco repre-
sentativos que de ninguna manera ejemplifican amplias tendencias
sociales y políticas, sino más bien sirven para satisfacer la búsqueda
del autor por lo exótico, lo extraño y lo desarraigado.13
Claro, como mi comentario inicial demuestra, no tengo nada en
contra de la investigación particular y detallada —por ejemplo, de
un pueblo, de una familia, de una microrregión— pero la micro-
historia debe ser complementada y compensada con la vista mayor,
macrohistórica, en parte para ver cómo el caso particular encaja con
el panorama general (¿es típico?, ¿atípico?, ¿un poco de ambos?).
Es decir, de buena manera dialéctica, el historiador debe manejar
y mezclar la macro y la microhistoria (cosa que Luis González hizo
muy bien) y la antítesis revisionista —la deconstrucción de la anti-
gua tesis caduca— debe verse no como destino final, sino más bien
como punto de arranque para una nueva síntesis que, sin resucitar
la merecidamente muerta tesis original, transciende el revisionismo
y propone unas hipótesis explicativas más positivas y ambiciosas.
Cuando consideramos la historia local y regional, y su apor-
tación a la investigación de la Revolución, un problema inicial es
el de las unidades de análisis. Por supuesto, algunas son dadas,
trazadas en los mapas políticos: los estados y municipios de la
Federación que, muchas veces, tienen sus propios archivos. Pero
estas unidades seculares/administrativas no corresponden preci-
samente a las equivalentes religiosas (obispados y parroquias); por
tanto, el historiador del conflicto Estado/Iglesia tiene que manejar
unidades de análisis (y archivos) inconmensurables.

Un ejemplo sería Linda Colley, Captives: Britain, Empire and the World,
13

1600-1850, Pimlico, London, 2002. Hay ejemplos aún peores.


A. Knight 129

Más importante, muchas de estas unidades carecen de límites


bien definidos (como los tienen las unidades administrativas): por
ejemplo, las zonas económicas/mercantiles creadas alrededor de
ciudades como México, Monterrey y Guadalajara (que Van Young
analiza en términos de los círculos Van Thünen) o, en menor es-
cala, los sistemas de mercados (tipo solar o dendrítico) que ligan
a los diversos pueblos de Oaxaca, bien descritos por Malinowski.14
O para dar un ejemplo geográfico/económico/administrativo, te-
nemos las cuencas fluviales como las del Balsas o del Papaloapan,
donde se ensayaron proyectos de desarrollo integrado al estilo
del TVA (Tennessee Valley Authority, la Autoridad del Valle del
Tennessee).15 Más cerca, y cambiando el enfoque a organizaciones
no (incluso, anti) gubernamentales, tenemos el llamado Triángulo
de Oro, que se puede trazar (aproximadamente) en el mapa, que
se define por su propia lógica geográfica/económica y no obedece
a los límites políticos (de hecho, en México como en otras partes,
el comercio ilegal a veces se aprovecha de actuar a través de estos
límites). Más allá del Triángulo de Oro, los expertos han tratado
de construir mapas de los varios carteles de droga, muchos con
sus propias etiquetas geográficas (Sinaloa, Guadalajara, El Golfo,
etcétera), tarea válida pero extremadamente difícil debido a la flui-
dez de la situación y la falta de datos fiables.
En el sur de México, en Oaxaca, Yucatán y Chiapas, las confi-
guraciones culturales —por ejemplo, la distribución de los varios

14
Eric Van Young, Hacienda and Market in Eighteenth-Century Mexico. The
Rural Economy of the Guadalajara Region, 1650-1820. University of California
Press, Berkeley, 1981; Bronislaw Malinowski, Malinowski in Mexico: Economics
of a Mexican Market System, Routledge, London, 1985.
15
Tore C. Olsson, Agrarian Crossings. Reformers and the Remaking of the US
and Mexican Countryside, Princeton University Press, Princeton, 2017.
130 Revolución y regiones

idiomas y dialectos indígenas— cruzan municipios, estados y hasta


naciones. Igualmente, las llamadas regiones de refugio de Aguirre
Beltrán —regiones indígenas de aislamiento y pobreza— también
cruzan estos límites administrativos.16 Por tanto, de la misma ma-
nera que las historias políticas, económicas y culturales caminan a
través del tiempo conforme sus propios ritmos, no en estricta sin-
cronía metronómica: las zonas políticas, económicas y culturales
tienen sus propias lógicas y así producen mapas inconmensurables.
De ahí, entonces, que el historiador debe decidir cuáles son las
unidades espaciales válidas para su investigación, en luz de los pro-
blemas y cuestionamientos propuestos (tomando en cuenta el aviso
de Lord Acton al joven historiador: «hay que investigar problemas
en vez de periodos»).17 Por ejemplo, para entender la Revolución
mexicana —mi propio «problema»— es menester trabajar con uni-
dades que no corresponden a las unidades políticas/administrati-
vas: por ejemplo, La Laguna (que se encuentra a horcajadas entre
Coahuila y Durango) o la Huasteca (mejor dicho, las Huastecas,
que abarca hasta cinco o seis estados). La historia revolucionaria
de Oaxaca —un tema más importante de lo que varias historias
tradicionales suponen— debe tomar en cuenta al antagonismo
entre el Valle de Oaxaca (y la llamada vallestocracia), el Istmo
(Atlántico y Pacífico) y las divisiones, más que nada étnicas, de la
Sierra (u, otra vez, de las sierras: Norte, Sur y Mixteca). En varios
estados, como Veracruz, Guerrero, Chiapas, Sonora y Sinaloa, una
división entre tierras altas y bajas, sierra y costa, es clave: explica
no solamente obvios contrastes económicos (el azúcar se produce
en la costa, como Los Mochis; la marihuana en la montaña), sino

16
Gonzalo Aguirre Beltrán, Regiones de refugio, Instituto Indigenista Intera-
mericano, México, 1967.
17
Lord Acton, Lectures on Modern History, MacMillan, London, 1921, p. 24.
A. Knight 131

también realidades políticas (por ejemplo, la importancia de mo-


vimientos serranos autonomistas, como la rebelión de Herculano
de la Rocha en Sinaloa, en 1911) y hasta patrones culturales (en el
Golfo, la costa solía ser más liberal y anticlerical, las tierras altas
más católicas; Adrian Bantjes observó el mismo fenómeno en su
estudio de la Revolución en Sonora).18
Hace unos años traté de hacer un análisis de ese fenómeno clave
en la historia política de México que es el caciquismo.19 Construí,
como modelo hipotético, una jerarquía de cinco niveles que me
pareció útil: en la cúspide, el cacique nacional (el presidente o, en
el caso de Calles entre 1928 y 1934, el jefe máximo); segundo, los
caciques estatales (como Cedillo en San Luis Potosí o Portes Gil
en Tamaulipas); tercero, los caciques regionales (como Ernesto
Prado, que controló los Once Pueblos de Michoacán, Guillermo
Meixueiro en la Sierra Juárez de Oaxaca, o Che Gómez, seguido
por Heliodoro Charis, en Juchitán, en el Istmo); cuarto, los ca-
ciques municipales que controlaban pueblos/ciudades (son, por
supuesto, menos conocidos, pero la familia Cruz, de Naranja, Mi-
choacán, investigada por Paul Friedrich, es un buen ejemplo), y en
quinto, los caciques submunicipales (que dominan determinados
barrios o los pueblos sujetos, a veces frente a la autoridad de la
cabecera municipal).
Para ilustrar esta jerarquía, tomemos el caso del Oaxaca re-
volucionario: el gobierno del Estado se enfrenta a la Federación;
debajo del gobierno estatal (radicado en el Valle de Oaxaca) vemos
regiones como el Istmo, reacio al control del Valle, donde llevan

18
Adrian Bantjes, As If Jesus Walked.
19
Alan Knight, «Caciquismo in Twentieth-Century Mexico», en Alan Knight
y Wil Pansters (coord.), Caciquismo in Twentieth-Century Mexico, Institute for
the Study of the Americas, London, 2005, pp. 20-30.
132 Revolución y regiones

la batuta caciques como Che Gómez y Heliodoro Charis de Juchi-


tán, enemigos del pueblo rival de Tehuantepec; al mismo tiempo,
Juchitán estaba divido entre dos grupos, el barrio alto (los rojos,
algo mal llamados porque era el barrio de la gente de más recursos
económicos) y el barrio bajo (los verdes), del partido plebeyo.20
Propuse este modelo jerárquico para entender mejor la política
en el periodo de la Revolución, tomando en cuenta las importantes
divisiones espaciales, más la coexistencia de un sistema de prác-
ticas políticas informales y caciquiles al lado del sistema formal y
constitucional, coexistencia que muchos analistas han subrayado
—no solamente en el caso de México— y que a veces se resume
bajo la dicotomía «país real» y «país legal» (otra fórmula sería
«México bronco» y «México [por así decirlo] manso»).21
El modelo también nos ayuda a entender la emergencia de
la nueva sociedad de masas que —nos dice Arnaldo Córdova—,
surgió a raíz de la Revolución.22 En los años veinte, por ejemplo,
la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM) se atribuyó
unos dos millones de miembros; pero esta, igual que otras orga-
nizaciones masivas revolucionarias (partidos, ligas campesinas),
no se comportaba en el puro estilo democrático o burocrático;
al contrario, contenía feudos caciques donde líderes individuales

Benjamin T. Smith. Pistoleros and Popular Movements: The Politics of State


20

Formation in Postrevolutionary Oaxaca, University of Nebraska Press, Lincoln,


2009. Francie R. Chassen-López, From liberal to revolutionary Oaxaca: the view
from the South, Mexico 1867-1911, The Pennsylvania State University Press, Penn-
sylvania, 2004. Colby Ristow, A Revolution Unfinished: The Chegomista Rebellion
and the Limits of Revolutionary Democracy in Juchitán, Oaxaca, University of
Nebraska Press, Lincoln, 2018.
21
Alan Knight, «México bronco, México manso: una reflexión sobre la cultura
cívica mexicana», Política y Gobierno, vol. 3, núm. 1, 1996, pp. 5-30.
22
Arnaldo Córdova, La política de masas del cardenismo, Ediciones Era, Mé-
xico, 1974.
A. Knight 133

ejercían una autoridad personal, basada en lazos personales, mu-


chas veces cara a cara. Y sabemos, gracias a los antropólogos, que
un solo individuo no puede relacionarse personalmente con un
grupo mayor de unas 150 personas: es decir, las redes clásicas de
caciques son limitadas, más que las organizaciones genuinamente
democráticas o burocráticas en cuanto a su tamaño.23 Por tanto, la
política revolucionaria involucró una jerarquía de feudos o má-
quinas caciques engranados. Decir esto no resta importancia a la
Revolución, ya que la nueva jerarquía pos-1920 fue muy diferente
de la anterior porfirista que, por supuesto, también tenía sus caci-
cazgos, pero con bases muy diferentes (mucho menos populares
y, por tanto, menos seguras) y un modus operandi distinto (en el
sentido de ser mucho más autoritario, elitista y racista), lo que
nos hace recordar que el caciquismo —en el fondo, una manera
de hacer política— es ideológicamente variable y asume formas
contrastantes, conforme el tiempo y el lugar.
El modelo espacial/jerárquico esbozado tiene utilidad más allá
de la cuestión del caciquismo. La movilización popular que siguió
el estallido de la Revolución de 1910 —igual que la sublevación
iniciada por el Grito de Dolores un siglo antes— fue localizada y
«de abajo arriba» (a veces dicen espontánea, que me parece una
descripción algo errónea). Los grandes ejércitos de la Revolución
—la División del Norte villista con 50 000 hombres (y mujeres) o
el Ejército Libertador de Zapata, con unos 15 000— fueron cons-
truidos a raíz de contingentes locales, apegados a determinadas
comunidades, cada una con sus quejas particulares; muchas ve-
ces jugaron un papel clave familias o clanes. Aun el gran ejército

23
Robin Dunbar, How many friends does one person need?, Faber, London,
2010.
134 Revolución y regiones

constitucionalista que ganó las batallas del Bajío en 1915 —ejército


ya de veteranos, con una organización cuasiprofesional— contenía
unidades locales o regionales cuya coherencia y capacidad depen-
dían en parte de este lazo común.24
La movilización local respondió a quejas locales, en contra de
blancos inmediatos: oficiales explotadores y hacendados expan-
sionistas, mayordomos y tenderos españoles. Los célebres planes
nacionales —de San Luis Potosí o de Guadalupe— legitimaron pro-
testas muchas veces locales y regionales. Para los rebeldes pioneros
de Chihuahua en 1910-11, Porfirio Díaz era un blanco distante; di-
rigieron su enojo contra blancos más próximos, como la camarilla
Creel/Terrazas y sus secuaces locales. También para 1810, Eric Van
Young subraya la importancia de quejas y protestas locales, evi-
dencia de una mentalidad popular que él llama «campanilismo»,
es decir, una perspectiva restrictiva que toma en cuenta solamente
lo que se ve desde la torre de la iglesia parroquial.25
Otras grandes revoluciones mundiales, como la inglesa, la
francesa o la rusa, cuando se observan de cerca, también revelan
raíces locales o regionales parecidas. La tarea de los líderes revo-
lucionarios exitosos —gente como Cromwell, Robespierre, Napo-
león, Lenin, Mao o Carranza— fue aprovecharse de estas fuerzas
diversas, descentralizadas y centrífugas para derrocar al antiguo
régimen y después canalizarlas en la creación de un nuevo estado
revolucionario. Napoleón y sus equivalentes mexicanos Obregón y
Calles tuvieron bastante éxito incorporando movimientos locales

24
Alan Knight, «Guerra Total: México y Europa, 1914», Historia Mexicana,
vol. 64, núm. 4, 2015, p. 631.
25
Eric Van Young, The Other Rebellion: Popular Violence, Ideology and the
Mexican Struggle for Independence, 1810-21, Stanford University Press, Stanford,
2001.
A. Knight 135

en las estructuras nacionales (el caso clásico fue el pacto entre


Obregón y los zapatistas de Morelos). Por esta razón, historiadores
posrevisionistas como Mary Kay Vaughan enfatizan la relación
dialéctica entre estado (revolucionario) y sociedad —por ejemplo,
el intercambio de presiones de arriba y de abajo que se ven en las
reformas agrarias y educacionales— que el flamante estado revo-
lucionario subrayó y fortaleció.26 Podemos contrastar este proceso
de forjar estado (revolucionario) —proceso, repito, dialéctico, di-
verso, fragmentado, que combinó coerción, clientelismo y prag-
matismo— con el proyecto violento, centralizador y despiadado
que implementó Stalin en la URSS. O podemos contrastar la lenta
y parcial centralización de poder que ocurrió en México después
de 1920 con la rápida acumulación de poder por parte de Castro y
el movimiento 26 de julio en Cuba cuarenta años después; aparte
de la cuestión ideológica, Cuba era una isla mucho más pequeña
e integrada, por tanto dominada más fácilmente que la enorme,
diversa y recalcitrante masa que era México.
El proceso de forjar estado en México fue confuso y a veces
caótico no solamente por ser un país extenso, geográficamente
diverso y mal integrado (comparado con Cuba), sino también por-
que la Revolución reflejó y, a su vez, fomentó rivalidades locales
y regionales. Aparte del bien conocido conflicto entre pueblos y
haciendas, el paisaje mexicano estaba plagado de disputas entre
los propios pueblos, entre localidades y hasta ciudades. La ciudad
de Oaxaca, como ya mencioné, se enfrentó a una población hostil
en la Sierra Juárez, igual que en Juchitán que, a su vez, se peleó
con su vecino Tehuantepec. En Chiapas, San Cristóbal, la antigua

26
Mary Kay Vaughan, Cultural Politics in Revolution. Teachers, Peasants and
Schools in Mexico, University of Arizona Press, Tucson, 1997.
136 Revolución y regiones

capital conservadora y clerical, riñó con Tuxtla Gutiérrez, la nueva


capital más liberal y progresista.
Más abajo en la jerarquía urbana, pueblos rivales se disputaron
por cuestiones de tierras o primacía política (sujetos contra cabe-
ceras); otra vez, Oaxaca estaba lleno de estos conflictos diádicos
locales.27 Además, la Revolución a veces agravó estos conflictos, o
como sucedió en la Francia revolucionaria, los fomentó de nuevo.
Comunidades rivales ahora redefinieron sus antiguos antagonis-
mos en nuevos términos, por ejemplo, San José de Gracia, mesti-
zo, conservador, católico y cristero, contra Mazamitla, indígena,
revolucionario y cardenista.28 Mientras que, en el largo plazo, el
reparto agrario suavizó el conflicto fundamental entre pueblo y
hacienda (favoreciendo al primero) y al mismo tiempo fomentó
nuevas disputas entre pueblos vecinos cuya demanda por dotacio-
nes de ejidos fue una suerte de juego suma-cero (más para uno
significaba menos para el otro). La Revolución también dejó una
herencia de rencores debido a las muertes y traiciones del conflicto
bélico: no fue tan sorprendente que Pancho Villa fuera asesinado
en Parral, ciudad que había sufrido bastante de la violencia villista
y donde la familia Herrera fueron tanto los grandes protagonistas
como las principales víctimas de la lucha contra Villa.29
Estos conflictos generaron muchos estereotipos negativos,
conforme las comunidades rivales se denunciaban mutuamente
como ladrones, malvados, salteadores, rojos, bolcheviques, mo-
chos, clericales y hasta fascistas (claro, el vocabulario evolucionó
con el tiempo). Nosotros los buenos nos enfrentamos a los otros,

27
Philip A. Dennis, Conflictos por tierras en el Valle de Oaxaca, INI y SEP,
México, 1976.
28
Luis González y González, Op. cit..
29
Friedrich Katz, Life and Times, pp. 596-597, 701-702 y 756.
A. Knight 137

los malos. Y esta confrontación provocó una pregunta que, no


obstante ser espinosa, vale considerar.
Los historiadores, siguiendo el ejemplo de los lingüistas y antro-
pólogos, a veces hacen una distinción analítica entre explicaciones
émicas y éticas; las primeras son las de los propios actores histó-
ricos (tanto grupos como individuos), las segundas son las que
utilizan los historiadores y otros científicos sociales para organizar
y entender los datos históricos.30 Es decir, émico quiere decir, más
o menos, subjetivo y ético quiere decir objetivo. Si tomamos otra
vez el fenómeno del caciquismo, mi modelo más el argumento
antropológico sobre el tamaño máximo del grupo manejable por
un solo individuo, son conceptos éticos (supuestamente objetivos,
quizás científicos, que los propios actores históricos ignoran); pero
estos actores tuvieron sus propias ideas (subjetivas) acerca del ca-
ciquismo, por ejemplo, la idea del buen cacique que, no obstante
cierta arbitrariedad, representaba al pueblo y protegía sus intereses.
Cuando se trata de las actitudes y acciones locales y regionales
nos ayuda una distinción parecida. Como ya mencioné, la Revo-
lución involucró un gran número de movimientos con un fuerte
arraigo local/regional. Muchos surgieron inicialmente de una de-
terminada comunidad (como Anenecuilco, Morelos, o Naranja,
Michoacán). Otros fueron más bien regionales: los sonorenses,
por ejemplo, ostentaron una autoimagen de gente viril, progre-
siva, fronteriza, pero al mismo tiempo nacionalista; gente, como
dice Aguilar Camín, selfmade (autoformada) que resistió al po-
der lejano y arbitrario de Ciudad de México.31 Tales sentimientos

30
Marvin Harris, Cultural Materialism, Random House, New York, 1979,
pp. 32-41.
31
Héctor Aguilar Camín, La frontera nómada: Sonora y la Revolución mexi-
cana, Siglo XXI Editores, México, 1977.
138 Revolución y regiones

motivaron, en parte, la rebelión sonorense contra Huerta en 1913.


Una suerte de patriotismo local —lo que Luis González llamó ma-
triotismo— también apuntaló el compromiso revolucionario en
regiones como La Laguna (foco del villismo armado y después del
agrarismo radical);32 en la Huasteca —otra región revolucionaria—
el cacicazgo de Gonzalo N. Santos produjo un discurso matrio-
tista y popular;33 en Morelos, el zapatismo tomó inspiración de la
tradición histórica de resistencia regional que se remontaba a las
guerras de la Reforma y de la Independencia. Una muestra de estos
sentimientos matriotistas se ve en las peticiones —presentadas al
Congreso Constituyente en Querétaro, por ejemplo— para crear
nuevos estados: un estado del Istmo en Oaxaca, un estado de la
Huasteca, un estado de Zempoala en la Sierra Norte de Puebla. El
único éxito fue la creación del nuevo estado de Nayarit, antes te-
rritorio; pero vale acordarnos que el nuevo estado no correspondía
precisamente a la zona cultural/etnológica del Gran Nayar: otra
vez los límites administrativos y etno-culturales fueron distintos.
Por supuesto, el matriotismo no fue necesariamente una fuerza
revolucionaria. Como los sonorenses, los regiomontanos —quizás
más generalmente la gente de Nuevo León— se veían a sí mismos
como individualistas progresivos (en términos comerciales), supe-
riores a los «flojos» habitantes del centro.34 Su sospecha del centro
se agudizó cuando un gobierno revolucionario, que en los años
treinta fue un gobierno con rasgos socialistas, hostil a la empresa

32
Luis González, «Patriotismo y matriotismo: cara y cruz de México», en
Cecilia Noriega Elio (coord.), El nacionalismo mexicano, El Colegio de Michoa-
cán, Zamora, 1992.
33
Gonzalo N. Santos, Memorias, Grijalbo, México, 1986.
34
Alex M. Saragoza, The Monterrey Elite and the Mexican State, 1880-1940,
University of Texas Press, Austin, 1988.
A. Knight 139

privada regiomontana, asumió el poder nacional. La resistencia


regiomontana al centro, llevada a cabo al sonido de un pegajoso
estribillo empresarial y fronterizo, fue bastante pacífica, política y
exitosa. Por contraste, en el sureste del país, la hostilidad provincial
al régimen revolucionario fue directa y violenta: en Yucatán una
revuelta secesionista fue fácilmente aplazada, pero en Oaxaca el
movimiento soberanista se apoderó del estado, mientras que en
Chiapas los rebeldes mapaches mantuvieron una tenaz resistencia.
Pero el desafío provincial al centro más fuerte fue la rebelión
cristera de 1926-1929. Por supuesto, esta ostentó diferentes moti-
vos (que han sido ampliamente debatidos: otra vez hemos visto
un avance historiográfico). Formalmente la rebelión fue católica,
provocada por el anticlericalismo callista; como Jean Meyer ha
subrayado, esta motivación abierta fue clave y la Cristiada no debe
ser atribuida a la falsa conciencia popular o a las maquinaciones
maquiavélicas de caciques y hacendados que utilizaron la religión
en pro de sus intereses materiales.35 Pero la investigación reciente
ha matizado esta interpretación (esencialmente correcta), mos-
trando que la rebelión fue claramente regional (tuvo poco eco
fuera del centro-oeste, incluso en estados católicos como Puebla)
e incluso en el centro-oeste hubo diferencias locales.36 Un factor,
enfatizado por Jennie Purnell, fue la resistencia local/regional a la
imposición externa de políticas oficiales (siendo el anticlericalismo

35
Jean Meyer, La Cristiada, Siglo XXI Editores, México, 1973.
36
Matthew Butler, Popular Piety and Political Identity in Mexico’s Cristero
Rebellion: Michoacan, 1927- 1929, Oxford University Press, Oxford, 2004; Robert
D. Shadow y María J. Rodríguez Shadow, «Religión, economía y política en la
rebelión cristera: el caso de los gobiernistas de Villa Guerrero, Jalisco», Historia
Mexicana, vol. 43, núm. 4, 1994, pp. 657-699.
140 Revolución y regiones

callista el ejemplo más obvio y provocador).37 Es decir, la resistencia


cristera compartió rasgos de las rebeliones serranas de la década
anterior que también rechazaron la autoridad de un estado central
lejano, ajeno y opresivo. Esta interpretación me parece convincen-
te, ya que el anticlericalismo revolucionario impactó en estados
como Guanajuato, Jalisco y Michoacán como una fuerza externa
y agresiva, subvirtiendo las costumbres locales (fiestas, peregri-
najes, el culto de los santos). El Estado —a veces representado
por el nuevo maestro de escuela federal— se enfrentó a la Iglesia
(en comunidades como San José de Gracia, donde el cura era la
principal autoridad moral). El anticlericalismo callista, entonces,
puso un reto no solamente a las prácticas religiosas locales, sino
también a la vida e identidad de la comunidad. No es sorprendente
que esto —en México, como en la Francia del XIX— provocara una
respuesta fuerte y violenta.
El matriotismo —el sentimiento de arraigo con respecto a la
patria chica— podía asumir así formas tanto revolucionarias como
antirrevolucionarias, dependiendo del lugar y de la coyuntura. Con
el tiempo, conforme el estado revolucionario tomó el poder y se
afianzó, afirmando su autoridad sobre las provincias, el matriotis-
mo tendió a adoptar una postura anticentro y antirrevolucionaria
(religiosa, en el caso de la cristiada, más secular y empresarial en
Monterrey). De hecho, el PAN, que nació en 1939 como un rechazo
de la Revolución, fue hijo del conservadurismo católico del Ba-
jío (encarnado por Efraín González Luna) y la derecha burguesa

37
Jennie Purnell, Popular Movements and State Formation in Revolutionary
Mexico: The Agraristas and Cristeros of Michocan, Duke University Press, Dur-
ham, 1999.
A. Knight 141

regiomontana (representada por Manuel Gómez Morín).38 Des-


pués, movimientos de oposición al PRI como el navismo en San
Luis Potosí o el panismo en Yucatán y Baja California también se
nutrieron de sentimientos matriotistas.
El nacimiento y trayectoria del PAN provocan una pregunta
final —pregunta tipo longue durée— que quizás vale considerar.
Mencioné la distinción entre conceptos émicos y éticos, subjeti-
vos y objetivos, los de los actores históricos y los de nosotros, los
historiadores, respectivamente. Hasta ahora, me he enfocado más
en los primeros, sugiriendo cómo los actores históricos fueron
motivados por sentimientos matriotistas. Pero los historiadores
también pueden manejar conceptos regionales que los propios ac-
tores no compartieron (de la misma manera que los historiadores
pueden interpretar como esquizofrenia lo que los actores históricos
consideraban brujería o diabolismo). Una manera de formular esta
distinción, en cuanto a las regiones, es la propuesta de Eric Van
Young quien se aprovecha del análisis de Karl Marx y de su tipolo-
gía de clases «en sí mismas» (an sich), que son clases económicas
que simplemente existen, y clases «por sí mismas» (für sich), que
tienen consciencia de clase y, por tanto, sentimientos solidarios.39
De la misma manera, hay regiones an sich, que simplemente exis-
ten, y regiones für sich que han adquirido sentimientos solidarios,
es decir, sentimientos matriotistas.
Muchos historiadores, sociólogos y geógrafos han propuesto
explicaciones regionalistas de México, construyendo rompecabezas
espaciales conforme a sus propios intereses y problemáticas. Mi

38
Soledad Loaeza, El Partido Acción Nacional: La larga marcha, 1939-94, Fon-
do de Cultura Económica, México, 1999.
39
Eric Van Young, «Introduction: Are Regions Good to Think?», en Eric Van
Young (coord.), Mexico’s Regions, UCSD, San Diego, 1992.
142 Revolución y regiones

propio favorito es el de Bernardo García Martínez que propone


seis regiones básicas; West y Augelli, en contraste, sugieren ocho,
y Whetten, siguiendo a McBride, ofrece once.40 A veces, estos es-
quemas, por ser productos de la geografía física, tienen una ca-
lidad intemporal; sin embargo, a veces es importante historiar el
esquema, es decir, trazar su trayectoria a través del tiempo (aun
cuando la geografía física no cambia).
Por ejemplo, durante la Revolución, las comunidades indígenas,
no obstante sus fuertes identidades corporativas que apuntalaban
su actuación colectiva, no ostentaron sentimientos, digamos pan-
otomí o pan-nahua (aun si se pueden trazar estos grupos étnicos
en mapas, en términos espaciales). Tampoco hubo un sentimiento
general de identidad indígena. Hoy en día es otra cosa, pues vemos
movimientos panindigenistas y movimientos asociados con iden-
tidades étnicas particulares (como los mixtecas: incluso, nos dice
Michael Kearney, entre los mixtecas de Los Ángeles, California).41
De la misma manera, las zonas económicas mencionadas arri-
ba —cuencas fluviales, redes de mercados grandes y pequeñas—
tienen una realidad histórica importante, pueden ser esbozadas
en el mapa, y deben ser estudiadas por los investigadores; pero
los habitantes de estas zonas quizás no se dieron cuenta de esta
realidad y, seguramente, no tuvieron ningún sentimiento afectivo
positivo hacia su zona (no obstante ostentar sentimientos de esta
índole en cuanto a su comunidad o su estado). De hecho, creo

40
Bernardo García Martínez, Las regiones de México: breviario geográfico
e histórico, El Colegio de México, México, 2008; Robert C. West y John Auge-
lli, Middle America: Its Land and People, Prentice Hall, Englewood Cliffs, 1976;
Nathan Whetten, Rural Mexico, University of Chicago Press, Chicago, 1948.
41
Michael Kearney, «Transnational Oaxacan Indigenous Identity: The case of
Mixtecs and Zapotecs», Identities, vol. 7, núm. 2, 2010, pp. 173-195.
A. Knight 143

que se puede generalizar qué zonas económicas —aun cuando


tienen una realidad oficial— raramente inspiran sentimientos afec-
tivos, en la manera que las patrias grandes y chicas los inspiran.
Ni la Unión Europea ni su predecesor la Comunidad Económica
Europea podían generar fuertes sentimientos colectivos compa-
rables al patriotismo de sus naciones e incluso de sus regionales
subnacionales (como Escocia o Cataluña). Lo que a veces llaman
Naftalandia puede existir en la febril imaginación de un puñado de
intelectuales; sin embargo, no goza de ninguna aceptación popular.
Cuando se trata de entender la Revolución en términos regio-
nales hay, otra vez, varias posibilidades; mi preferencia, que tiene
el mérito de la sencillez, es la división tripartita utilizada por Frie-
drich Katz en su análisis del agro porfirista, que propone tres ma-
crorregiones: norte, centro y sur (o, mejor dicho, sureste).42 Creo
que vale refinar este esquema agregando dos zonas intermedia: el
centro-oeste (aproximadamente el Bajío) y Oaxaca. Así, tenemos
tres zonas mayores y dos menores. Obviamente, con la excepción
de Oaxaca, estas zonas no tienen ninguna identidad política y, que
yo sepa, los sentimientos afectivos correspondientes son débiles o
inexistentes. Quizás había algo de sentimiento compartido entre
los norteños (especialmente los que, bajo liderazgo proconsular, in-
vadieron el sureste del país en 1914, llevando la «civilización» pro-
gresiva norteña a estados «atrasados» como Yucatán y Chiapas).
Pero no creo que hubiera ninguna identidad «centromexicana» o
«sudoriental»; la resistencia a la invasión proconsular fue inspirada
por sentimientos yucatecos o chiapanecos (amén de preocupacio-
nes de clase, facción e ideología política).

42
Friedrich Katz, «Labor Conditions on Porfirian Haciendas: Some Trends
and Tendencies», Hispanic American Historical Review, vol. 54, núm. 1, 1974,
pp. 1-47.
144 Revolución y regiones

Entonces, la división tripartita de Katz —y de otros, como Mar-


tínez Assad— es esencialmente «ética» y objetiva.43 No motivó
la movilización revolucionaria, pero sí nos ayuda a entender el
proceso revolucionario. Distingue entre el norte, región mayorita-
riamente mestiza, con una población móvil dedicada a la minería
y la ganadería, reacia al control del centro y cada vez más ligada a
Estados Unidos, y el centro, el antiguo corazón de la Colonia, sede
de gobierno, de una Iglesia fuerte, de la hacienda tradicional y de su
contrincante ancestral, la comunidad campesina. Ambas regiones
jugaron un papel clave en la Revolución —el villismo y carran-
cismo en el norte, el zapatismo y otros movimientos campesinos
en el centro— y contrastaron con el sureste, donde la Revolución
era más débil (por tanto su triunfo dependió de la invasión nor-
teña), donde una poderosa plantocracia dominaba a una pobla-
ción indígena explotada y la Iglesia tenía menos influencia. Vale
mencionar que esta división tripartita tiene raíces muy antiguas
que remontan al Gran Chichimeca del norte, el Anáhuac de los
mexica y la zona maya.
No obstante, aun si se acepta esta descripción, hay otro enigma
que vale ponderar. Cuando tratamos de historiar este esquema,
trazando su evolución a través del tema, vemos algunos cambios
interesantes. Es decir, en México, como en Francia, las unidades
regionales se mantienen a través de décadas y hasta siglos, pero
su papel en la trayectoria nacional cambia bastante. Durante la
Revolución, el norte más el centro (menos Oaxaca y el Bajío) fue-
ron, en términos generales, revolucionarios, generando fuertes
movimientos populares, en contraste con el sudeste (que, para

Carlos Martínez Assad, Balance y perspectivas de los estudios regionales en


43

México, UNAM, México, 1990.


A. Knight 145

este esquema, incluye a Oaxaca). El norte y el centro produjeron el


maderismo, el orozquismo, el villismo y el carrancismo; el triunfo
de este último, que dio paso a la dinastía sonorense, ha sido visto
—por Jean Meyer, entre otros— como la victoria del norte sobre
el resto del país. Pero el centro también engendró el zapatismo,
más muchos otros movimientos populares/campesinos, como los
encabezados por Arenas y Rojas en Tlaxcala, Barrios en el norte de
Puebla, Mariscal en Guerrero, etcétera. La excepción obvia fue el
centro-oeste, donde Guanajuato, Jalisco y Aguascalientes solían ser
menos revolucionarios y donde la Revolución —tanto revolución
armada como la revolución hecha gobierno después de 1917— se
veía como una fuerza fuereña e intrusiva.
Una década después, la cristiada fue una suerte de imagen re-
flejada de la Revolución: casi ausente en el norte y débil y disperso
en el centro (Morelos, Tlaxcala, y Puebla, un estado supuestamente
muy católico), la cristiada se concentró en el centro-oeste (Guana-
juato, Michoacán y Jalisco: estado que Calles llamó «el gallinero
de la República», debido a su población de mujeres devotas). Este
patrón espacial —que se puede llamar la geografía sociopolítica
de la Revolución— duró más allá de la generación revolucionaria:
el centro-oeste, cristero en los veinte y sinarquista en los treinta
y cuarenta, después se volvió bastión del flamante PAN (y del di-
minuto PDM); Guanajuato y Michoacán produjeron los dos presi-
dentes panistas: Fox y Calderón. Estados norteños —Chihuahua,
Nuevo León y Baja California— también apoyaron desproporcio-
nadamente al PAN, pero fue el llamado neopanismo, más pragmá-
tico, menos católico y estrechamente ligado a la empresa privada.
Así vemos una geografía sociopolítica que ha durado casi un siglo.
Esta continuidad, evidente a través del siglo XX, se puede com-
parar con las continuidades —y rupturas— del siglo anterior. Y
146 Revolución y regiones

aquí se ve un enigma interesante. Como es bien sabido, México


ha pasado por tres grandes rupturas sociopolíticas: la Indepen-
dencia, la Guerra de la Reforma y la intervención francesa (un
solo proceso de unos veinte años) y la Revolución. No es pura
coincidencia que estos tres parteaguas correspondan a coyunturas
globales: la Revolución francesa y los conflictos que desató entre
1789 y 1815; el periodo de agitación y represión a mediados del
siglo (las revoluciones de 1848, el resurgimiento italiano, la guerra
civil norteamericana) y las revoluciones de la segunda década del
siglo XX (en Irán, el Imperio Otomano, Rusia, Austria-Hungría,
Alemania y China).
En 1810, el foco de la insurgencia popular fue el Bajío, región
que, un siglo después, fue reacia a la Revolución. Por contras-
te, el Valle de México y sus alrededores (por ejemplo, la región
que después se volvió el estado de Morelos) quedó bajo el control
del gobierno realista y rechazó las huestes de Hidalgo; cien años
después, por supuesto, Morelos se volvió la cuna del zapatismo y
del agrarismo revolucionario. El norte, que antes se mantuvo al
margen de la lucha de Independencia, resultó el gran ganador de
la Revolución.
Ahora, consideremos la crisis del medio siglo. Igual que la
Guerra Civil Norteamericana, una causa clave inmediata fue la
Guerra México-Estados Unidos de 1840 y sus consecuencias po-
líticas; involucró el triunfo de los liberales en la Guerra de los Tres
Años (más reñida y costosa que los conflictos civiles anteriores)
y, cuando los conservadores, derrotados, solicitaron la ayuda ex-
tranjera, sucitó la guerra de la intervención francesa. Conforme el
análisis de Sinkin, Brading y otros, la geografía del conflicto es más
o menos clara: un centro conservador (el Valle de México, más los
estados de México, Puebla, Tlaxcala e Hidalgo) contra el arco o la
A. Knight 147

medialuna liberal que, rodeando el centro, incluyó a los estados


de Zacatecas, Jalisco, Guanajuato, Guerrero, Oaxaca y Veracruz,
que generaron una pléyade de líderes liberales, entre otros Francis-
co Zarco, Juan Álvarez, Ignacio Vallarta, Pedro Ogazón, Mariano
Otero, Manuel Doblado, Ignacio Ramírez, Santos Degollado, José
María Vigil y, por supuesto, Benito Juárez.44
En resumen: en 1810 y 1860 el centro fue realista y conservador,
mientras que el centro-oeste (el Bajío) fue insurgente y después
liberal. En 1910 los roles se invirtieron: el centro (Morelos, Puebla,
Tlaxcala) fue revolucionario, mientras que el Bajío (Guanajuato,
Jalisco, Aguascalientes), igual que Oaxaca, fue conservador (es
decir, antirrevolucionario, después cristero y sinarquista). El norte,
algo marginal en 1810 y, en menor grado, en 1860, se convirtió en la
vanguardia revolucionaria en 1910. Por supuesto, estas son gene-
ralizaciones algo excesivas y hay que reconocer muchos matices:
las variaciones dentro de las regiones mencionadas, más el factor
logístico: todo gobierno central, ubicado en Ciudad de México, ya
sea colonial, imperial o porfirista, puede dominar más fácilmente al
centro que al lejano norte. Es interesante observar que, en estas tres
coyunturas, la ciudad capital fue un bastión del statu quo (colonial,
imperial, porfirista) en contra de la insurgencia provincial, mientras
que hoy en día, Ciudad de México es un baluarte de la izquierda
(que, lógicamente, no representa el statu quo).
Como conclusión tentativa, mencionaré dos principales expli-
caciones de estos cambios de larga duración. Primero, en términos

44
Richard N. Sinkin, The Mexican Reform, 1855-1876, University of Texas
Press, Austin, 1979; D. A. Brading, The Origins of Mexican Nationalism, Centre
of Latin American Studies, Cambridge, 1985.
Hay que mencionar, también, un grupo menor de liberales norteños, como
Mariano Escobedo, Ignacio Zaragoza y Juan Antonio de la Fuente.
148 Revolución y regiones

socio-económicos, en 1810 el Bajío era una región de rápido creci-


miento, la vanguardia dinámica de la economía de la Nueva España
(casi centro de la economía mundial, si uno cree a John Tutino).45
Pero el auge económico significó tiempos duros para la creciente
población flotante de la región, especialmente cuando coincidió
con malas cosechas; por contraste, las comunidades campesinas del
centro (por ejemplo, en lo que después sería el estado de Morelos)
gozaron de mayor seguridad y, en términos generales, el pacto
colonial que unió a estas comunidades y la Corona no fue irrevo-
cablemente roto. Por tanto, la muchedumbre siguió a Hidalgo en
el Bajío y lo rechazó en Morelos.
Un siglo después, las cosas habían cambiado. El Bajío de 1910
era una zona deprimida, donde las antiguas industrias artesanales
estaban en decadencia, la agricultura capitalista dependía de una
clase de aparceros dependientes empobrecidos y el amplio sector
ranchero (tanto arrendatarios como pequeños propietarios) apo-
yaba la estabilidad sociopolítica y los derechos de la propiedad.46 El
Bajío conocía la pobreza; sin embargo, la pobreza en sí no garantiza
protesta popular extensa, especialmente cuando faltan los recursos
colectivos necesarios (por ejemplo, la solidaridad social y el dis-
curso convocatorio del zapatismo). En el centro, estos recursos sí
existían; además, las comunidades de Morelos, Puebla, Tlaxcala y
Guerrero fueron sujetas a la implacable expansión de haciendas
comerciales, que el estado porfirista alentó. Las sucesivas fases del
desarrollo y subdesarrollo del capitalismo mexicano cambiaron el
carácter de la explotación y el foco de la protesta popular del Bajío

45
John Tutino, Making A New World: Founding Capitalism in the Bajío and
Spanish North America, Duke University Press, Durham, 2011.
46
D. A. Brading, Haciendas and Ranchos in the Mexican Bajío, Cambridge
University Press, Cambridge, 1979.
A. Knight 149

al centro. Al mismo tiempo, el norte, la región más dinámica del


porfiriato, salió de su posición periférica para volverse la vanguar-
dia de la Revolución de 1910.
Un segundo complejo causal tiene que ver con la política, de-
finida ampliamente para incluir la relación clave Estado-Iglesia.
La insurgencia de 1810, mientras fue dirigida contra las élites pe-
ninsulares (los odiados gachupines), declaró su lealtad a Fernando
VII y a la Iglesia católica; de hecho, los españoles y sus aliados
franceses fueron denunciados por ser jacobinos irreligiosos. Cin-
cuenta años después, cuando una república inestable había rem-
plazado al antiguo régimen colonial, la cuestión de la Iglesia se ha-
bía vuelto aún más aguda y la política nacional giró en torno a una
dicotomía liberal/conservadora. Los conservadores favorecían la
centralización, un reducido acceso al poder, y una alianza con la
Iglesia; los liberales abogaban por el federalismo, mayor acceso al
poder, y restricciones a la autoridad clerical. Sin embargo, aun con
el anticlericalismo de los liberales (especialmente de los puros), la
mayoría eran católicos e incluía un número considerable de curas
y, según Pam Voekel, la propia filosofía liberal, en México como
en Francia, sacó inspiración del catolicismo. Por tanto, regiones
fuertemente católicas como el Bajío, resentidas por la ambición
centralizadora del partido Conservador y de la Ciudad de México,
podían ser liberales y federalistas sin cuestionar su catolicismo.
Hacia 1910, esto se había vuelto más difícil y, conforme la Re-
volución avanzó y el anticlericalismo cobró fuerza, resultó casi
imposible. Además, la iglesia institucional, es decir, la jerarquía,
las parroquias y los grupos laicos, se había fortalecido durante el
porfiriato y estaba mejor situada para resistir la nueva amenaza
anticlerical. Ahora, el Bajío se pasó al campo conservador (es
decir, clerical, antirrevolucionario), inventando así una tradición
150 Revolución y regiones

que duraría a través del siglo XX con los cristeros y sinarquistas,


el PAN y el PDM.
Repito, estas son generalizaciones muy amplias y sencillas;
sin embargo, sugieren que, cuando revisamos la gran trayectoria
histórica de México desde la Independencia hasta hoy en día, las
macrorregiones son actores clave, los eslabones entre, por un lado,
la perspectiva sencilla y tradicional nacional (de arriba hacia abajo)
y, por otro, el enfoque intricado, revisionista y localista. Sugieren
también que, conforme las grandes transformaciones socioeco-
nómicas e ideológicas del país, las regiones pueden jugar papeles
diferentes en coyunturas sucesivas. Lo que no se puede negar es
que las regiones, tanto macro como micro, han sido actores clave
en la historia, compleja y muchas veces turbulenta de México, y
que nosotros, los historiadores, con la ayuda de disciplinas au-
xiliares como la Geografía y la Antropología, debemos tratar de
entenderlas. De hecho, en la coyuntura actual de neoliberalismo,
de adelgazamiento del estado y de globalización (y su repudio), la
importancia de las regiones y del regionalismo quizás está crecien-
do en vez de atenuarse. Pero esa es otra historia (contemporánea)
que debemos postergar para otro día.

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Revolución y Constitución. Del lenguaje a las realidades políticas
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de Mayra Lizzete Vidales Quintero
y Diana María Perea Romo (coords.),
se terminó de imprimir en los talleres de
Pandora Impresores, ubicados en Cañas 3657,
La Nogalera, C. P. 44470, Guadalajara, Jalisco, México.
El tiraje consta de 500 ejemplares.

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