Celebramos hoy la epifanía, que significa “manifestación”, o también resplandor. Algo
que se manifiesta, que se hace ver por su resplandor. Es decir, Dios se manifiesta al hombre, él mismo. No ya un milagro, no ya un texto inspirado, no ya una profecía. Dios adquiere materia, por su nacimiento, y se hace de ese modo capaz de ser visto. Dios trascendente, a quien por milenios adoraron los judíos, a quien toda la humanidad buscó y siempre buscará, aunque no sea consciente de eso, se muestra. Pensemos en lo que sería la vida para alguien fuera del pueblo elegido antes de esta epifanía, alguien que viviese en algún paraje perdido, entre los persas… egipcios…. Griegos… qué expectativa podían tener de su vida sino esperar la oscuridad de la muerte. Que expectativa podía tener un judío, que sabía la providencia especial de Dios para con ellos, pero que tenía una ley imposible de cumplir. Sabían que había un premio y un castigo, pero, ¿qué hacer para alcanzarlo, a dónde apuntar? El mundo vivía en tinieblas. «¡Levántate, resplandece, porque llega tu luz y la gloria del Señor brilla sobre ti! Porque las tinieblas cubren la tierra y una densa oscuridad, a las naciones, pero sobre ti brillará el Señor y su gloria aparecerá sobre ti» (Isaías). La sabiduría del At, se hace carne. El verbo que era Dios, que es esa sabiduría con la cual Dios hizo todas las cosas, se hizo carne. Adoptó un cuerpo y se nos hizo visible. No es poca cosa!! Ex 20.4-5 ‘No te hagas estatua ni imagen alguna de lo que hay arriba, en el cielo, abajo, en la tierra, y en las aguas debajo de la tierra. No te postres ante esos dioses, ni les sirvas’. Había algunos símbolos: el Arca de la Alianza, sólo representaban la presencia de Dios, pero no eran Dios. La columna de fuego, la nube. Era más que cualquier imagen, es la luz misma que necesitamos para no estar en tinieblas, para poder ver cualquier otra cosa. « Refiriéndose al Verbo, Juan evangelista afirma primero: «Hemos visto su gloria»... Para san Juan Crisóstomo estas palabras van unidas a lo que precede en el evangelio de Juan: «El Verbo se hizo carne». El evangelista quiere decir: la encarnación nos ha conferido no tan sólo el beneficio de poder ser hijos de Dios, sino también el poder ver su gloria. En efecto, unos ojos débiles y enfermos no pueden por ellos mismos mirar la luz del sol; pero cuando brilla dentro de una nube o en un cuerpo opaco, entonces sí pueden contemplarlo. Antes de la encarnación del Verbo, los espíritus humanos eran incapaces de mirar la luz misma «que ilumina a todo hombre». Así que, a fin de que no se vieran privados del gozo de verla, la misma luz, el Verbo de Dios, se quiso revestir de nuestra carne para que pudiéramos contemplarla.» (Santo Tomás de Aquino) Dios decide tomar materia, y de este modo se nos hace visible. Había prohibido hacer imágenes, pero ahora él mismo elige su propia imagen. Y qué elige? No eligió ser una estatua de bronce, o de mármol, por nobles que sean estos materiales. No eligió el oro o la plata. Sino que se hizo un niño indefenso, con un cuerpo mortal, destinado a la muerte. Esa es la imagen que Dios quiere que tengamos de él. Karol Wojtyla: “Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Gaudium et Spes) Porque nuestra misión es reproducir su imagen en nuestra carne. Eso es lo que ama Dios en nosotros: la imagen de su Hijo. De modo que mientras más dejemos nosotros que la gracia haga de nosotros otros Cristo, mientras más contemplemos, observemos la imagen de Dios hecho hombre, más se imprime su figura, en nosotros, y así Dios padre puede mirar nuestra alma y encontrar la imagen de su Hijo, y así nos hace sus herederos. Contemplemos siempre la imagen que Dios hizo de sí mismo: Jesucristo en el pesebre. Porque ahí está nuestro modelo, y esa es la imagen que tenemos que esculpir en nuestras almas. "Pongo la alegría de mi alma (en cuanto a la voluntad, y no en cuanto a la sensibilidad) en todo lo que puede inmolarme, humillarme, anonadarme, porque quiero hacer sitio a mi divino Maestro. "Ya no soy yo quien vive, sino que es Él quien vive en mí" (Gal 2,20). Ya no quiero vivir de mi propia vida, sino transformarme en Jesucristo, para que mi vida sea más divina que humana, y el Padre, inclinándose sobre mí, reconozca la imagen de su amado Hijo, en quien ha puesto todas sus complacencias". "Seamos 'Él' y vayamos al Padre en el movimiento de su alma divina" (El Cielo en la Tierra, 5º). Contemplemos entonces la imagen de Cristo nacido humildemente, y lugo crucificado. De esta contemplación debe salir el amor a él y a su misión: la cruz. De esta contemplación tiene que salir nuestra alma transformada en Cristo, para que Dios Padre pueda reconocer la imagen de su Hijo en nuestras almas. «El alma en donde se tiene que realizar este nacimiento tiene que ser pura, vivir una vida interior intensa, en unión profunda con Dios. Callen las pasiones carnales y el ruido inoportuno; callen también las fantasías de la loca imaginación, para poder escuchar atentamente ese Verbo, esa Palabra. Pues nos habla continuamente con el Espíritu Santo; pero nosotros, que tenemos la atención fija en otra parte, no escuchamos, y no podemos por lo tanto encarnar al Verbo en nosotros» (Taulero). Dice santa Isabel de la Trinidad, comentando un texto de san Pablo: «seremos glorificados en la medida en que hayamos sido “conformes a la imagen de su divino Hijo”. Contemplemos pues esa imagen adorada; mantengámonos sin cesar bajo su resplandor, y que ella se imprima en nosotros. Luego, vayamos a todas las cosas en la actitud de alma en que iría nuestro Maestro santo. Entonces, realizaremos la gran voluntad por la cual Dios ha resuelto en Sí mismo “recapitular en Cristo todas las cosas”».
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