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páginas a pedir la traducción de un libro cuando ninguna editorial lo ha
hecho, no vayas a sus grupos y comentes que leíste sus libros, ni subas
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logo del foro o del grupo que hizo la traducción.

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Staff
Sinopsis

Los hombres como nosotros, vemos cosas.


Hacemos cosas, cosas que nos hacen insensibles.

Ese es el precio del poder y del dinero, de vivir la belle vie y dirigir
la mafia francesa. Entonces llegó ella, como una bonita flor silvestre
que se abre paso entre las roturas de un pavimento sucio, frágil
pero resistente, un soplo de belleza entre la suciedad. Se suponía
que era un trabajo más, una persona sin nombre que yo debía
arrancar de su vida y entregar a mi hermano, nada más que un
peón en la apuesta de nuestro negocio de diamantes.

Hay una etiqueta psicológica para los hombres como nosotros.


Carecemos de empatía y de culpa.
Hacemos cosas para tener lo que queremos, cosas que hacen que
las flores se marchiten.
Índice
Prólogo Capítulo 15

Capítulo 1 Capítulo 16

Capítulo 2 Capítulo 17

Capítulo 3 Capítulo 18

Capítulo 4 Capítulo 19

Capítulo 5 Capítulo 20

Capítulo 6 Capítulo 21

Capítulo 7 Capítulo 22

Capítulo 8 Capítulo 23

Capítulo 9 Capítulo 24

Capítulo 10 Capítulo 25

Capítulo 11 Capítulo 26

Capítulo 12 Epílogo

Capítulo 13 Sobre el autor

Capítulo 14
Prólogo

El grito en la cocina se vuelve más fuerte.

Las voces de mamá y papá viajan a través de la pared delgada


y me pican los oídos. No duele como cuando tuve una infección
de oído, pero me duele el pecho, y tengo mucho miedo.

Me agacho en la esquina de la cama que comparto con mi


hermano Damian y abrazo a Vanessa, mi muñeca. Ojalá
Damian estuviera aquí, pero es domingo y está repartiendo
periódicos.

Un golpe sacude las literas de mis hermanos mayores, Leon e


Ian, contra la pared opuesta. Tazas y platos traquetean del otro
lado.

—Siempre la misma mierda. —La voz de papá es demasiado


fuerte.

Los vecinos oirán. Me estremezco, porque mañana me mirarán


raro cuando juegue en las escaleras.
—Son todos iguales, joder.

Mi corazón se agita como las alas de ese pobre pájaro que vi en


la horrible jaula de la cocina de la tía May con la caca esparcida
por el suelo. Me concentro en los parches de moho en la pared
y la grieta que corre por el medio, conteniendo la respiración
mientras espero que el siguiente ruido sordo haga temblar el
piso. La mancha oscura en la esquina parece la cabeza de un
lobo con un hocico largo y una oreja flácida. El del medio
parece una flor que crece en la grieta.

Sabía que venía, pero cuando algo choca contra el otro lado de
la pared, jadeo silenciosamente, con cuidado de no hacer
ruido.

—Está bien —le susurro a Vanessa, abrazándola con más


fuerza. Ojalá mi nombre fuera algo parecido a Vanessa. Odio
mi nombre Zoe es un nombre estúpido.

—¿Cuántas veces debo decírtelo, mujer? —Papá brama—. Tu


no…

La voz de mamá es aguda. —¡No me dices qué hacer!

Acuesto a Vanessa en la cama, temblando mientras trato de


bloquear las voces enojadas. —Shh. —Me mira con ojos
grandes y felices, pero sé que está tan asustada como yo. Sé
sonreír para parecer valiente.

Quizás pararán.

A veces lo hacen.
Empujo el brazo de Vanessa a través del agujero que corté de
una de las servilletas de la abuela con las tijeras de mamá y
ato los extremos en un nudo. No importa que solo tenga un
brazo. Es un vestido bonito de todos modos.

Algo choca. El ruido es agudo y sordo, como cuando el abuelo


corta leña.

—¡Voy a matarnos a todos! —Papá grita.

Los pasos de mamá caen con fuerza al suelo. —¡No me toques!


¡Te apuñalaré! ¡No estoy bromeando, maldito imbécil!

Duele respirar. Mis ojos arden y las lágrimas comienzan a salir.


Caen sobre mis manos, calientes y húmedas. Estoy mareada y
acalorada, como cuando tuve la gripe.

Saliendo de la cama, agarro a Vanessa y mi libro y corro por el


corto pasillo hasta el armario de las escobas al final.

Por favor, no dejes que me vean.

Cierro los ojos al pasar por la puerta de la cocina, pero nadie


dice mi nombre ni agarra el cuello de mi vestido. La puerta del
armario chirría cuando la abro y me deslizo dentro de la
oscuridad que huele a betún y polvo. Lo cierro con fuerza, con
tanta fuerza que ni siquiera puedes ver la luz a través de la
rendija, y busco la linterna debajo de los cojines de la manta
áspera de mi nido. Acurrucada en la esquina de mi escondite,
enciendo la luz y me balanceo con Vanessa y mi libro en mis
brazos.
El libro es grande y pesado. Es mi única otra posesión y lo llevo
a todos lados. Las páginas están sucias por todas las veces que
me he lambido los dedos para separarlas. Damian dice que
tienen orejas de perro, aunque no estoy segura de dónde ve a
los perros. Cuando le pregunto, se ríe de mí. La columna está
rajada y floja con puntadas que sobresalen como mis vestidos
cuando mamá me quita las costuras para que pueda usarlos
un año más. Cuando abro el libro, se abre en el mismo lugar
en el que siempre lo hace, en la primera página de mi historia
favorita sobre la princesa y el sapo.

El tintineo de cristales rotos atraviesa mi lugar seguro.


Cerrando los ojos con fuerza, bloqueo el terrible sonido que es
más aterrador que los monstruos.

Más cosas se caen en alguna parte.

Me obligo a abrir los ojos y mirar la foto. Conozco cada


contorno y cada color de la princesa con su vestido rosa, la
bola dorada junto al estanque, las hojas verdes de los
nenúfares y la rana sentada sobre ellos.

Empujando mi dedo en la página, lo arrastro a lo largo de las


letras mientras susurro. —Érase una vez ...

Todavía no puedo leer, pero me sé la historia de memoria.

—Había una hermosa princesa que vivía en un castillo.

El libro es mágico. El mundo de la historia se vuelve real, y los


sonidos que vienen del pasillo se desvanecen cuando me
convierto en la princesa con el vestido rosa, de pie junto al
estanque sobre la hierba más suave y verde en mis zapatillas
de seda con mi bola dorada. Soy una chica hermosa con
cabello amarillo como en la foto, no el aburrido color café
oscuro como mi propio cabello, y ...

Me sobresalto cuando se abre la puerta.

—Hey, Zee —dice Damian, llamándome por mi nombre


especial cuando su cara aparece en la puerta—. ¿Puedo
entrar?

No espera a que yo diga que sí. Entra gateando, doblándose


mucho para caber debajo del estante porque tiene diez años y
no solo el doble de mi edad, sino también el doble de mi
tamaño.

Cuando ha cerrado la puerta y se ha sentado frente a mí,


pregunta: —¿Qué estás leyendo?

El espacio es tan pequeño incluso con las rodillas levantadas


y las piernas juntas.

Sollozando, me encojo de hombros. Él también se sabe las


historias de memoria, porque es él quien me las lee. No es como
si tuviera otro libro.

Me da un codazo. —¿Quieres que te lo lea?

Me encojo de hombros de nuevo, pero le doy la vuelta al libro


para que vea las letras.

Me revuelve el cabello. —El año que viene, cuando vayas a la


escuela, aprenderás a leer, entonces no tendrás que esperarme
y podrás leer otros libros, mejores libros.
Sostengo a Vanessa con más fuerza. —Me gusta cuando me
lees, me gustan estos cuentos.

Ian y Leon son mayores. Cuando no están en la escuela, están


en la calle con sus amigos, sin hacer nada bueno como siempre
dice mamá. No los veo mucho, y cuando lo hago, en su mayoría
se burlan de mí. Damian solo está en quinto grado y no se le
permite salir solo a la calle después de la escuela.

Tiene que quedarse y cuidar de mí, para que mamá no se enoje


cuando regrese del trabajo.

—Ya no querrás leer estas historias tontas cuando estés en la


escuela —dice.

Lágrimas frescas pinchan detrás de mis ojos. —No son tontas.

—Esto no se parece en nada a la vida —dice, sonando como un


adulto.

Saco mi barbilla. —Sí lo es.

—No lo es.

—¡Lo es! Un día, encontraré un príncipe, me casaré con él, seré


una princesa y viviré en un castillo, y viviremos felices para
siempre. Verás.

Su suspiro es profundo y pesado, sonando como papá cuando


regresa de un día de lo que él llama excavación profunda.
Siempre imagino una profunda excavación, hacer un gran
agujero en medio de un césped para una piscina azul brillante.
—La vida no es un cuento de hadas, Zee. No hay ningún
caballero sobre un caballo blanco que vaya a rescatarte. Tienes
que hacerlo tú.

Presionando mis manos sobre mis oídos, lo bloqueo. Bloqueo


las palabras desagradables porque no son ciertas. Sé que no lo
son.

Él aparta mis manos. —No te estoy diciendo que esto sea malo.
Te lo digo para que no te decepciones algún día.

—Basta —grita mami.

Un vaso se rompe en alguna parte.

—¿Quieres que me detenga, eh? —Papá le grita—. ¿Por qué no


destruir todo?

—¿Sabes qué? —Mami está sollozando—. Adelante. Rompe


todo. Eso es todo para lo que eres bueno, sucio hijo de puta.

Una maldición. Una fuerte explosión. Luego, el espantoso,


espantoso silencio.

A veces, el silencio es peor. Papá no volverá a casa hasta


mañana. Mami llorará toda la noche y no saldrá de su
habitación. Damian hará tostadas con mantequilla y las
comeremos debajo de la tienda que hará con nuestra manta en
nuestra cama, pero no hay ningún lugar donde esconderse de
la culpa.
El padre Mornay dice que la culpa es buena porque nos dice
cuándo hemos hecho algo mal. No me gusta sentirme culpable.
Mamá nos gritará y dirá que es culpa nuestra, todo porque hay
tantas bocas que alimentar. Me sentiré muy mal y no sabré
como ser mejor o una boca menos para alimentar.

Papá volverá a casa tropezando por las escaleras y chocando


contra los muebles, ignorará a mamá y se enojará con
nosotros. Me dará una golpiza por no limpiar la cocina, incluso
si los platos están lavados. Se quitará el cinturón para Damian
por no sacar la basura, incluso si el basurero está vacío.
Lloraré en silencio en nuestra habitación, y Damian se pondrá
melancólico y furioso, pero papá no toca a Ian ni a Leon. Son
demasiado grandes, casi tan altos como papá y más fuertes.

—Érase una vez... —Damian comienza, su voz un poco


quebrada como si estuviera a punto de romperse, haciéndose
más profunda como la de Ian—. Había una princesa ...

Un día, Damian también será alto y fuerte.

No me importa lo que diga Damian. Un día encontraré a mi


príncipe. Me comprará hermosos vestidos y muchas gafas
bonitas, y nunca las romperá. Me llevará muy, muy lejos de
aquí y nunca volveré.

Solo espera y mira.


Capítulo 1

Johannesburgo, Sudáfrica

Mi mirada está enfocada en el pavimento para evitar pisar popó de


perro que ensucia las cuatro cuadras desde la maquila hasta mi
departamento, pero no estoy presente en la gloriosa tarde de
verano. Mis pensamientos están donde habitualmente están,
soñando planes fantásticos para escapar del infierno en el que vivo.
Soñar hace que mi existencia sea más llevadera. Soñar es mi
escape.

Cerca del mercadillo el aire es denso y pesado con el olor a carbón


de las vías del tren. Todo debajo del puente del tren es gris, cubierto
de capas de hollín y contaminación. Miro al cielo. Allí arriba, el aire
es azul y claro, puro e inalcanzable.

Con un suspiro, hago cola en el puesto de productos frescos y


aprovecho el tiempo de espera para estirar los músculos adoloridos.
Me duele la espalda por estar todo el día inclinada sobre una
máquina de coser. En mi cabeza, cuento hasta dónde irán las
monedas que me quedan en mi bolso. El final del mes es siempre el
peor, pero por el lado positivo, el día de pago está a la vuelta de la
esquina. Cuando es mi turno, tomo un banano y dos tomates.

Me arrastro los dos últimos bloques a casa, cansada hasta los


huesos. Estoy ansiosa por alimentar mi estómago vacío y
sumergirme en un baño tibio.

Luego me derrumbaré en la cama con mi nueva pila de libros de la


biblioteca.

En mi edificio, maldigo en voz baja. La puerta que da acceso a la


calle está entreabierta. La cerradura está rota de nuevo y pasarán
años antes que sea arreglada. El arrendador no mantiene el edificio.
Es por eso que la fachada está negra con años de suciedad y las
paredes interiores enmohecidas por la humedad permanente.

Con la mirada fija en el suelo para no pisar a uno de los gatos que
siempre están pidiendo comida, abro la puerta con un hombro
mientras balanceo mi bolso en una mano y mi bolsa de compras en
la otra. La entrada lúgubre es silenciosa, extrañamente ausente de
maullidos y cuerpos peludos que se frotan contra mis piernas.

Mis ojos todavía se están ajustando de la luz del día brillante al


interior oscuro. El interruptor de la luz ha estado roto durante años.
Frunzo el ceño, explorando las escaleras en la franja de luz que cae
desde afuera antes que la puerta se cierre con un chirrido.
Disfrutando del espacio en la penumbra. El débil resplandor de la
única bombilla del rellano de arriba es la única luz que impide que
los habitantes se tropiecen con las escaleras.

Estoy a punto de llamar a los gatos cuando algo choca contra mí


por detrás. Mi boca se abre en un grito, pero no se escapa ningún
sonido cuando una mano grande me tapa la boca y un brazo golpea
el aire de mi estómago mientras envuelve mi cintura y me levanta.
Las bolsas en mis manos caen al suelo. El miedo golpea mi pecho.
En un rincón distante de mi mente, noto los tomates que ruedan
hasta el pie de las escaleras, y una parte lógica y distante de mí se
preocupa por la comida estropeada incluso cuando comienzo a
luchar por mi vida. Doy vueltas y me resisto. Con los brazos
apretados a los lados, solo puedo patear. Intento morder, pero no
puedo separar los labios. El agarre sobre mi boca es demasiado
fuerte. Se siente como si mi mandíbula estuviera a punto de
romperse. Un botón de mi blusa salta por mis esfuerzos. Cae al
suelo con un tintineo y rebota tres, cuatro, cinco veces antes que
finalmente se rinde silenciosamente en algún rincón. Un olor a
especias y cítricos invade mi nariz:

Una colonia masculina. Mis sentidos se agudizan. Es la vida que


pasa frente a mis ojos, todo parece más fuerte y más claro.

—Shh —dice una voz masculina en mi oído, solo haciendo que mi


terror aumente.

Quiero girar la cabeza hacia un lado para evaluar la amenaza, pero


no puedo girar el cuello. Dos hombres se muestran desde las
sombras. Uno tiene el cabello largo y rubio y el otro es calvo con
barba. Se mueven rápidamente. El rubio agarra mis bolsas
mientras el barbudo sube las escaleras. Mira a izquierda y derecha
antes de asentir.

A la señal, mi captor lo sigue conmigo. Tengo que respirar por la


nariz mientras sube el único tramo de escaleras hasta mi piso. Así,
el olor a orina en las escaleras y el moho en las paredes es más
fuerte. Me hace sentir náuseas. O tal vez sea la forma en que
nuestros cuerpos se presionan juntos y lo que él tiene reservado
para mí.

El rubio ha sacado mis llaves de mi bolso y tiene la puerta de mi


apartamento abierta cuando llegamos al pasillo. Miro la puerta de
mi vecino, rezando a Dios que Bruce no esté jugando su X-Box con
los auriculares puestos, pero los sonidos de su juego favorito me
golpean antes que el extraño me lleve adentro.

Bajándome al suelo, mantiene su mano sobre mi boca. —Mis


hombres se van a ir. —Su voz es profunda y su acento fuerte. La
forma en que lanza la R hace que las peligrosas palabras suenen
sensuales—. No quiero hacerte daño, Zoe, pero si gritas, tendré que
hacerlo. ¿Comprendes?

Querido Dios. El conoce mi nombre. Aprieto los ojos para cerrarlos,


mi pecho palpita con cada respiración. ¿Cómo sabe mi nombre?

Habla suavemente, presionando las palabras en mi oído. —Te hice


una pregunta.

Doy un fuerte asentimiento. ¿Qué opción tengo? Retira su mano


lentamente. —Eso es mejor.

En el momento en que me suelta, doy la vuelta y voy al sofá. —No


tengo dinero. No tengo nada valioso.

El sonríe. —¿Parezco que necesito robar dinero?

Lo observo. Su rostro es cuadrado con líneas profundas, su nariz


ligeramente torcida como si se la hubieran roto muchas veces. El
cabello negro y grueso está peinado con las patillas a la moda. El
tono de su piel es bronceado, pero sus ojos son fríos, su color es el
gris de un cielo nublado. No es un hombre guapo y la cicatriz de la
piel de sus nudillos cuenta su propia historia.

Tragando, dejo caer mi mirada hacia su cuerpo. Es más alto y más


ancho que cualquiera que haya visto. Su pecho y piernas llenan
cada centímetro de su traje. Es una raya diplomática gris, lana
pura, a juzgar por el hilo, pero es el corte perfecto lo que lo
diferencia. Grita dinero y poder. No, no habría entrado por dinero.
La alternativa me hace estallar en un sudor frío.

Avanza hacia mí, su mirada se desliza hacia mi pecho. —Sin


embargo, tienes algo de valor que necesito.

Miro hacia abajo. Mi blusa se ensancha donde se rompió el botón,


dejando al descubierto mi sostén. Apretando los extremos juntos,
pregunto con labios temblorosos: —¿Qué?

Cuando asiente con la cabeza a los dos hombres, los miro. El rubio
tiene una cara bonita de modelo. Es delgado y alto. El de la barba
es más fornido y tiene los ojos tan negros que las pupilas sangran
en el iris. Ambos están vestidos con trajes oscuros y portan armas.

El hombre barbudo revisa mi bolso, desempacando el mono que uso


para trabajar en la mesa con mi bolso y mi cepillo para el cabello.
La bolsa con mi banano está a su lado. Recogió mis tomates, las
pieles pelada visibles a través del plástico transparente. Cuando
encuentra mi teléfono, se lo da al hombre que me agarró. El hombre
se lo mete en el bolsillo. Luego, como prometió mi captor, sus
hombres se van. Suena la llave en la cerradura. Estoy encerrada
con el extraño.

El miedo me calienta por dentro, haciéndome sentir náuseas.


Incluso mi hambre desaparece. —¿Qué quieres de mi?

El hombre no responde. Tan pronto como sus cómplices se van,


vuelve su atención de mí a inspeccionar mi espacio habitual. Su
mirada se mueve del sofá andrajoso con los resortes rotos a las fotos
enmarcadas en la pared y finalmente a la margarita en el jarrón
sobre la mesa. Su evaluación es invasiva. Sé lo que ve, pero me
niego a avergonzarme de mi pobreza, especialmente frente a un
hombre con un traje caro que me atacó en la calle.
Camina hacia la margarita y toca el tallo. —Buen toque.

—¿Qué?

—La flor. —Meticulosamente, acaricia cada pétalo—. ¿Dónde la


obtuviste?

¿Qué diablos importa eso? —De la calle.

Me da una sonrisa dudosa. —No la sacaste del jardín de alguien.

A pesar de mi miedo, mi ira florece. —No, no la he robado. Crece de


forma silvestre.

No reacciona a la acusación silenciosa. Él solo continúa mirándome


con atención. Después de un momento, pregunta: —¿Un novio no
te la dio?

—No. —¿A dónde va con su línea de preguntas? ¿Por qué no me


dice lo que quiere?

—Sin novio, entonces.

—No. —Lo miro mientras se acerca a la pared para estudiar las


fotos, mi corazón late como un péndulo contra mis costillas.

—¿Tu familia?

—Sí.

Señala al chico más alto de la foto Polaroid amarillenta. —¿Quién


es éste?

—¿Por qué te importa?


Él me mira con una advertencia tranquila en sus ojos. No necesita
sus palabras que suenan extranjeras para infundir miedo.

—Ese es Ian —digo de mala gana—. Mi hermano mayor.

—¿Los demás?

—Junto a él estamos Leon, luego Damian y yo.

Acercándose más, estudia a la chica de las coletas y el vestido


demasiado corto. —Eras linda. ¿Cuántos años tenías?

Agarro mi blusa con más fuerza. —Diez.

Hace un gesto a mamá y papá. —¿Estos son tus padres?

—Difuntos padres.

—Mis condolencias.

Agarra el libro sobre Venecia, del sofá y da la vuelta a la tapa. No


quiero que lo toque. No quiero que este hombre que se ha metido
en mi intimidad también invada mis sueños. Mis sueños son míos.
Son privados, pero no puedo evitar detenerlo mientras su mirada
recorre el índice y el sello de la biblioteca antes de dejarlo caer en
el sofá y abrir el libro en la mesa de café. También es prestado de la
biblioteca, sobre el mismo tema, al igual que el libro al lado del baño
y el de mi mesita de noche. Cuando termina de inspeccionar ese, va
a la estantería e inclina la cabeza para leer los títulos. Estante por
estante, los revisa.

Perdiendo el interés por los libros, se dirige a la cocina. Se detiene


en el marco de la puerta y evalúa el estante con dos vasos rotos y
una olla abollada, los únicos elementos heredados que aún no se
han roto ni oxidado. Su atención se centra en el geranio del alféizar
de la ventana. La planta verde y robusta es mi orgullo y mi
esperanza. La encontré en la basura y logré salvarla. Quien la
descartó debió pensar que estaba muerta, pero todavía quedaba un
poquito de verde en el tallo. Estaba seca, descuidada y me dio pena.
El hecho de que luchó y sobrevivió para florecer y prosperar es un
recordatorio para mí de no rendirme nunca.

Mira el cuadrado más oscuro del suelo de lanolina donde solía estar
el frigorífico. Hace mucho que lo vendí cuando no pude pagar el
alquiler, al igual que el resto de los muebles y todo lo demás que
valiera unos pocos dólares. Sin comestibles, no necesito una
nevera. Hace unos minutos, de dónde iba a venir la cena de mañana
era mi mayor problema. Nunca imaginé que mi vida pudiera
empeorar.

De repente cansada, me abrazo. —Mira, solo dime por qué estás


aquí y luego déjame en paz.

No me mira. Está observando el armario de la comida. En lugar de


una puerta, está cubierta con una cortina, que dejé abierta, dejando
al descubierto el tarro casi vacío de mantequilla de maní y la corteza
de pan.

—Supongo que lo correcto es una presentación —dice cuando


finalmente se vuelve hacia mí—. Como ya sé tu nombre, parece
justo.

—No quiero saber tu nombre —suelto. Cuanto menos sepa, mejores


serán mis posibilidades de supervivencia.

Extiende una mano. —Maxime Belshaw.

Mi temblor empeora. Esto no se ve bien para mí. Cuando no me


muevo, se acerca, me agarra los dedos y aprieta los labios contra
mis nudillos. El gesto parece burlón en lugar de caballeroso, y
aparto mi mano de su toque.

—Ahora que nos conocemos, Zo, vamos a tener una conversación.

—No me llames así. —Solo las personas que se preocupan por mí


me llaman Zo.

Él levanta una ceja. —¿No es así como te llaman tus amigos?

El echo que él sepa es perturbador. —Exactamente. Ellos son


amigos.

Más que molesto, parece divertido. —Entonces, Zoe. Tus hermanos


mayores, se fueron de la ciudad hace mucho tiempo. ¿Estoy en lo
cierto?

—Si se trata de Ian o Leon, no he sabido nada de ellos desde que se


fueron.

—No. —Extendiendo la mano lentamente, arrastra un pulgar a lo


largo de mi mandíbula.

—Esto no se trata de ellos.

La suavidad del toque me pilla desprevenida. Tengo que inclinarme


hacia atrás para escapar de alguna caricia porque mis pantorrillas
están presionadas contra el sofá.

—Se trata de Damian —dice.

Cuando deja caer su mano, me enderezo, tratando de sostener su


mirada sin dejar que vea el miedo en mis ojos.
—Así es como va a funcionar nuestra charla —dice—. Te voy a hacer
algunas preguntas y tú las vas a responder.

—Nunca.

No estoy delatando a Damian. De todas las personas de nuestra


familia disfuncional, él es el único que importa. Damian es solo
cinco años mayor que yo, pero me crio solo. Me cuidó cuando nadie
más lo hizo. Ya ha sufrido bastante. No se merecía ninguna de las
cosas terribles que le han sucedido.

Maxime me mira. —Eres más dura de lo que esperaba. Los pobres


suelen romperse con facilidad.

Mi rabia me hace olvidar el miedo. —Vete a la mierda.

—¿He tocado un nervio?

—Vete al infierno —siseo.

—Bien. Lo jugaremos a tu manera. —Saca su teléfono del bolsillo y


pasa el dedo por la pantalla.

Mi corazón late con tanta furia que siento cada latido en mis sienes.
Apoya el teléfono contra el libro en la mesa de café con la pantalla
girada hacia mí. Se conecta una videollamada. Las funciones de
video y audio de su lado están desactivados. Quienquiera que se
esté conectando no puede vernos ni oírnos.

Un segundo después, una imagen llena la pantalla. Me congelo. Un


escalofrío recorre mi espalda. Los secuaces de Maxime están al lado
con Bruce, y mi vecino está atado en una silla.
—¡Bruce! —Salto hacia el teléfono, pero Maxime me agarra
fácilmente, sosteniéndome por mis brazos. Lucho en su agarre, pero
no soy rival para su fuerza—. ¿Qué le estás haciendo?

—Silencio —dice Maxime.

Intento darle una patada, pero me detiene fácilmente.

—¿Por qué estás haciendo esto? —grito, luchando por liberarme


mientras sus dedos se clavan con más fuerza en mi carne.

El bastardo calvo echa hacia atrás su brazo y planta su puño en la


cara de Bruce. La silla se vuelca, Bruce aterrizando en su espalda.

—¡No! —Me esfuerzo hacia adelante, tratando de alcanzar el


teléfono, pero Maxime me sostiene con fuerza.

El guardia toma la silla. Bruce escupe sangre, sus ojos se llenan de


veneno mientras mira a su agresor. El bastardo vuelve a golpearlo,
esta vez con un golpe en la mandíbula que le hace volar la cara de
lado.

—Basta —grito—. Déjalo en paz.

Bruce gruñe mientras los puños caen sobre su estómago y costillas.


Un golpe brutal le abre la ceja. No puedo ver más. Mis piernas se
doblan. Sollozando, caigo de rodillas.

El agarre de Maxime se mueve hacia mi cabello. Sus dedos se


aprietan en el moño que siempre uso para trabajar. Echando mi
cabeza hacia atrás, me obliga a mirarlo a los ojos.

—¿Estás lista para tener una conversación ahora?


—Por favor, detente —digo entre lágrimas—. Te diré lo que quieres
saber.

Agarra el teléfono, pasa un dedo por la pantalla y dice: —Dale un


respiro.

Después de guardar el teléfono en el bolsillo, me toma por los codos


para ayudar a ponerme de pie. Casi con suavidad, enjuga las
lágrimas de mis mejillas.

—No tiene por qué ser así. Puede ser tan fácil o difícil como tú lo
hagas. —Me empuja hacia el sofá.

Con los dientes castañeteando, me deslizo hacia la esquina,


alejándome de él lo más que puedo.

—Quédate ahí —dice.

Va a la cocina. Las tuberías crujen cuando abre el grifo. Un


momento después, regresa con un vaso de agua, que empuja en mi
mano.

—Bebe —dice.

Tomo un sorbo en piloto automático, incluso si no tengo sed.

Se sienta tan cerca de mí que nuestros cuerpos se tocan. —


Tengamos esa pequeña charla. ¿Tú y Damian son cercanos?

Asiento, incapaz de detener las lágrimas que corren por mis


mejillas.

—Shh. —Pasa sus dedos por mi cabello, masajeando mi cuero


cabelludo.
Una horquilla se suelta y cae en mi regazo. —¿Lo visitas en la
cárcel?

Niego con la cabeza.

—Usa tu voz, Zoe.

La palabra sale con un gemido. —No.

—Bien. Lo estás haciendo bien. —Tuerce un mechón de cabello que


se soltó de mi moño alrededor de su dedo—. ¿Por qué no?

—Él no quiere que lo visite.

—¿Por qué es eso?

—Él no me quiere cerca de la gente que pasa tiempo con él. Dice
que son peligrosos y que no dudarán en usarme contra él.

Es difícil sobrevivir ahí dentro. Damian no me dice qué pasa, pero


una de mis amigas salió con un alcaide. Las historias que me contó
me dieron pesadillas.

—Chico listo. —Me quita el vaso y lo deja sobre la mesa de café—.


Una prisión llena de hombres duros y sin escrúpulos
definitivamente no es un lugar para una mujer joven y hermosa.

—Damian es inocente. —Observo la mirada fría de Maxime—. No se


merecía esa sentencia. Lo que sea que creas que hizo, no lo hizo.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—Me dijo. Yo le creo. Conozco a Damian. No robó ese diamante.


Alguien se lo plantó.
—¿Qué tipo de contacto tienes? ¿Llamadas?

—Dice que los teléfonos tienen micrófonos. Yo le escribo.

Levanta una ceja. —¿Las cartas no están monitoreadas?

—Damian conoce a los guardias encargados de leer las cartas. Es


seguro. Además, no comparto información personal.

—¿Sobre qué escribes, entonces?

—Mi trabajo. —Me encojo de hombros—. La vida cotidiana.

—Te refieres a tu falta de vida.

Mis mejillas arden con una ira más impotente. —Eres un idiota.

—Si son cercanos, ¿por qué no se ocupa de su hermana pequeña?

Lo miro. —¿Cómo se supone que va a hacer eso desde una celda de


la cárcel? Además, soy capaz de cuidarme sola.

Echa un vistazo a la habitación. —Me he dado cuenta.

—Los tiempos son difíciles para todos. —Arrastrando mi mirada


sobre su costoso traje, agrego—. Bueno, no todo el mundo. Los
matones parecen prosperar.

—No te pongas tan a la defensiva, y será prudente vigilar tu tono


conmigo. ¿Necesito recordarte las consecuencias del mal
comportamiento?

Las lágrimas me ahogan cuando pienso en Bruce. Mi respuesta es


amarga. —No.
—¿Damian ha mencionado sus planes para después de su
liberación?

—Todavía le quedan seis de la sentencia de diez años. —Me duele


el corazón cuando lo digo—. ¿Qué planes puede hacer?

—¿Nunca te dijo nada sobre la adquisición de una mina?

—¿Estás bromeando? Una mina debe costar millones.

—Miles de millones. —Casi distraídamente, frota el mechón suelto


de mi cabello entre sus dedos—. ¿Damian te contó sobre los planes
para hacer dinero que está ejecutando en la cárcel?

—No. —La inquietud comienza a excavar en mis entrañas—. ¿Por


qué? ¿En qué está involucrado?

Deja caer mi cabello. —Nada. Solo comprobando. ¿Has conocido a


alguno de sus compañeros de prisión?

—Te lo dije, él no quiere que lo haga.

—¿Te suena el nombre de Zane da Costa?

—Es el compañero de celda de Damian, pero eso es todo lo que sé.

Levantándose, extiende una mano. —Creo que estás diciendo la


verdad, pero me gustaría ver tus cartas.

Dejo que me ayude a ponerme de pie. —No hay cartas. Damian


nunca responde.

—¿Por qué no?


—Los guardias que leen las cartas enviadas no son los mismos que
se encargan del correo entrante. Damian no confía en ellos. No le
gusta que sepan de mi existencia.

—¿Qué pasa con las fotos? Debes tener un poco más de tu


hermano.

No quiero darle más información que pueda usar contra Damian.


No quiero que sea testigo de cómo crece nuestra pobreza. —Esas
son privadas.

—Zoe. —Toma mi mejilla—. Debes entender que las únicas opciones


que tienes a partir de ahora son las que te doy. Te aconsejo que
tomes esas decisiones con cuidado. No las desperdicies, porque
tendrás pocas. Más importante aún, no me pongas a prueba. No
soy un hombre paciente.

Agarrando su muñeca, aparto su mano. —No me toques.

Sus labios se curvan en una sonrisa perezosa. —Tengo la sensación


que te vas a tragar esas palabras.

—Nunca —digo con los dientes apretados.

—Ya veremos. —Señala el pasillo—. Date prisa.

Me apresuro a alejarme de él tan rápido como puedo, pero me sigue


de cerca por el corto pasillo y entra en la habitación que una vez
compartí con mis tres hermanos. Abro el cajón de la cómoda, saco
la caja de fotos antiguas y se las doy. Me da rabia hacerlo, porque
esos raros momentos de nuestras vidas capturados en fotografía no
están destinados a sus ojos odiosos y sin emoción.

—Gracias —dice, aceptando la caja.


—Te he dado lo que quieres. Deja ir a Bruce.

—¿Qué es Bruce para ti? —dice el nombre con desdén.

—Un vecino amable. —Mi mirada es acusadora—. Él solo me ha


estado cuidando.

—¿No hay nada romántico entre ustedes?

Me cruzo de brazos. —No, no es que sea de tu incumbencia.

—¿Necesito recordarte tu lugar?

Aparto la mirada, resentida con él por tomar mi poder. —Obtuviste


lo que querías. Por favor, vete.

—No estoy aquí por las fotos.

Enferma de miedo, lo miro. —¿Qué más quieres? Dijiste que nos


dejarías ir.

—Yo nunca dije eso.

Doy varios pasos hacia atrás hasta que mi cuerpo golpea la pared.

—¿Mentiste? ¿Nos vas a matar?

—No.

—¿Entonces que? —Todo mi cuerpo está temblando. Incluso el


dobladillo de mi falda tiembla.

—Lo primero es lo primero. Saldremos a cenar. —Su mirada cae a


mi blusa abierta de nuevo—. Ponte presentable.
—¿Cena?

—Ya sabes —su tono es seco—, la comida que se tiene de siete a


nueve.

—Tengo que ir a ver a Bruce —exclamo—. Está herido.

Abre el cajón superior de mi tocador y comienza a revisarlo.

—Sobrevivirá.

Corriendo hacia adelante, agarro su brazo. —¡Oye! ¿Qué estás


haciendo?

Se detiene y mira donde lo estoy tocando.

Aflojo mis dedos y quito mi mano. —Eso es mío, y es privado.

Hace a un lado mi ropa interior y mis calcetines y revisa debajo de


mi suéter.

Y luego quita la cortina para revisar el interior del armario.

Sin otra palabra, sale de la habitación y revisa el armario de escobas


en el pasillo antes de buscar en el armario de la habitación de mis
difuntos padres.

Satisfecho de que no hay nada de interés, saca su teléfono. —Nos


vamos en cinco minutos. Esta es una de esas preciosas elecciones
que te permito, Zoe. Puedes arreglar tu ropa o nos vamos como
estás.

—Si voy contigo, ¿dejarás ir a Bruce?


—No estás en condiciones de negociar. Tú estás viniendo conmigo,
pero no te preocupes por tu vecino. Mi asunto no es con él.

Se lleva el teléfono a la oreja y pide una mesa para dos mientras


regresa al salón. Mi pecho está apretado y mi respiración es
superficial. Quién es este hombre arrogante? ¿Qué es lo que quiere?
¿Damian está en problemas?

¿Bruce está bien?

Mis lágrimas son inútiles, pero fluyen de todos modos. Me deslizo


hacia el baño y cierro la puerta. La ventana es demasiado pequeña
para escalar. No hay puerta trasera. Estoy atrapada en mi
apartamento con un hombre peligroso, un extranjero de ojos
crueles e intenciones desconocidas, pero Bruce está aún peor.

Miro mi rostro en el espejo. Soy un desastre. Mi rímel está corrido


debajo de mis ojos. El pulcro moño de esta mañana está
parcialmente deshecho, y mi cabello revuelto. Abro el grifo y me
enjuago el rostro, quitando el rímel. Las horquillas caen al suelo
mientras me despeino con dedos temblorosos. No me molesto en
recogerlos. Mi cepillo está en la mesa del salón y no voy a ir allí
porque él esta ahí. Usando mis dedos, me peino el cabello para
domar los enredos. Mis dos blusas de repuesto están lavadas.

Saco una aguja de la caja con hilo y sujeto los bordes de la blusa lo
mejor que puedo. Tarda más de lo que debería debido a lo mucho
que estoy temblando. Cuando termino, alguien golpea la puerta.

—Abre la puerta, Zoe.

Por un momento, considero no cumplir, pero puedo imaginar cómo


será. No se necesita mucho para derribar la puerta, y Bruce volverá
a sufrir por mi resistencia. Con el corazón en la garganta, doy la
vuelta a la llave, pero no presiono la manija. Mi cerebro se niega a
obedecer la orden. Me toma un momento buscar el valor, pero antes
de encontrarlo, Maxime abre la puerta.

—Vamos. —Me toma del brazo y me lleva al salón.

El rubio debe haber estado parado afuera, porque Maxime solo tiene
que tocar una vez antes que se abra la puerta. Cuando Maxime me
arrastra con él, sé que mi vida ha terminado.
Capítulo 2

Un Mercedes negro con vidrios polarizados está estacionado en el


callejón de la esquina. Es nuevo -a juzgar por su exterior brillante
e impecable-, y un objetivo para secuestradores.

Miro al guardia rubio mientras abre la puerta trasera para Maxime,


quien me empuja adentro. Inmune a mi hostilidad, el rubio se pone
al volante mientras el barbudo ocupa el asiento del pasajero en la
parte delantera. Por desgracia para mí, comparto el asiento trasero
con el diablo.

Hay mucho espacio, pero lo ocupa todo, haciendo que me desplace


hacia la esquina contra la puerta. Su energía me envuelve como
una sombra devorando la luz hasta que solo queda la oscuridad de
sus intenciones. El aroma que abrumaba mis sentidos desde el
momento en que me tomó es más prominente en los confines del
auto. Huele a clavo y cítricos, una tenue mezcla de invierno que
combina con el color frío de sus ojos y la escarcha que nunca se
derrite en sus profundidades.
El conductor pone en marcha el motor mientras el calvo mira la
carretera como un soldado atento al peligro en territorio enemigo.
Cuando el auto arranca, me doy la vuelta para mirar mi edificio. No
hay movimiento detrás de la ventana de Bruce.

Dejándome caer en mi asiento, pregunto: —¿Qué quieres de mí?

Maxime no responde. Saca su teléfono y está escribiendo algo.

El auto de lujo está tan fuera de lugar en este suburbio que los
peatones reducen la velocidad para mirar. Sin embargo, el crimen
no es nada nuevo. Las mujeres son secuestradas todo el tiempo. No
seré la primera persona en desaparecer de Brixton.

¿El conductor ha cerrado las puertas con llave? Los lugareños lo


hacen habitualmente, pero mis captores son extranjeros. Existe la
posibilidad que no hayan activado el sistema de cierre centralizado.

Es hora pico. Nos movemos lentamente. Tengo que arriesgarme


mientras la atención de Maxime está en su teléfono. Bruce ya
habría avisado a alguien. Con suerte, está de camino a un hospital.
Maxime ya no puede hacerle daño. Tomando una respiración
temblorosa, me preparo para golpear el asfalto.

¡Ahora!

Tiro de la manija de la puerta. Está cerrada.

Mierda.

—No —gimo, lágrimas frescas brotan de mis ojos.

El pánico me abruma de nuevo. Mi mente sabe que es inútil, pero


mi cuerpo actúa por instinto de supervivencia, exigiendo que me
esfuerce más. Tirando con todas mis fuerzas, sacudo la manija en
un ataque de histeria.

Una mano fuerte y cálida se dobla sobre la mía. Miro hacia abajo,
hacia donde los dedos de mi captor están enrollados alrededor de
mi puño, calmándome con un mínimo esfuerzo. Su agarre es firme
sin ser demasiado apretado. No tengo ninguna duda que puede
aplastarme fácilmente los huesos.

Su voz es tranquila, una fuerza controladora en la locura que


irradia en mi pecho. —Mírame, Zoe.

Solo cumplo porque no sé qué hará si pierde la calma.

Me mira con esos ojos fríos y francos. —Será más fácil para los dos
si te calmas.

El conductor me mira por el espejo retrovisor. Está agarrando el


volante con fuerza. Su amigo tiene una mano en el arma de su
funda. Lo asimilo todo y saco conclusiones obvias.

—Aquí. —El chasquido de los dedos de Maxime atrae mi mirada.


Está señalando a su cara—. Los ojos en mí. Eso es mejor.

Para mí absoluta vergüenza, mi labio comienza a temblar. —¿Me


vas a matar?

—No. —Maxime aprieta mi mano y la coloca en mi regazo—. ¿Por


qué iba a darte de comer si iba a matarte? Ya te lo dije, no quiero
lastimarte.

Pero lo hará si no hago lo que él quiere. Si no quiere decirme lo que


quiere, debe ser malo. Este no es un secuestro al azar. Maxime me
apuntó por una razón. Tiene algo que ver con Damian. Maxime sabe
quién soy. Él sabe dónde vivo. Sabe que vivo sola. Me esperó,
sabiendo a qué hora llegaría a casa del trabajo.

Oh Dios mío. —¿Me has estado siguiendo?

Su sonrisa es tan plana como sus ojos, como un refresco que ha


perdido sus burbujas. —La anciana en tu edificio estaba muy feliz
de decirme todo lo que quería saber.

—La señora ¿Smit? —jadeo.

—Es increíble lo que se puede comprar con una taza de té y una


rebanada de pastel.

—Eso es vergonzoso. Usaste a esa pobre anciana.

—Al menos no soy un acosador.

—Genial. —Miro por la ventana—. Eso me hace sentir mucho mejor.

—El sarcasmo no te sienta bien.

Vuelvo la cabeza hacia él. —¿En verdad? ¿Me estás dando un


sermón sobre mi actitud?

Volviendo a concentrarse en su teléfono, dice: —Te daré un sermón


cuando lo considere necesario.

—Bruce ya habrá llamado a la policía. Estarán buscando a tus


hombres. —Miro a los dos guardias de nuevo, pero sus ojos están
enfocados en la carretera.

—No por el robo de un teléfono celular. Tu policía tiene suficientes


asesinatos para mantenerlos ocupados.
—¿Robaste su teléfono celular? —grito.

Levanta un hombro. —Motivo de la entrada forzada y asalto.

—Hijo de puta.

Las arrugas alrededor de sus ojos se tensan. —Esta es la última vez


que te voy a advertir sobre tu lenguaje.

—Bruce es inocente. No es rico como tú. No puede permitirse otro


celular. ¿Cómo puedes ser tan cruel?

Él se ríe. —No has visto la crueldad todavía, pequeña flor.

—Este es Brixton, en caso que no lo hayas notado.

—Me he dado cuenta —responde en un tono seco.

Es decir, el hombre que me está llevando es peor que el vecindario


del que he estado tratando de escapar toda mi vida. No puedo evitar
reírme histéricamente por la ironía.

—¿Algo gracioso? —él pregunta.

—Mi vida.

—Te sentirás mejor cuando hayas comido.

Resoplo.

Toma un paquete de pañuelos de papel del lado de la puerta y lo


deja caer en mi regazo. —¿Alguna alergia o aversión a la comida que
deba conocer?
No voy a secarme los ojos con sus pañuelos. En su lugar, uso el
dorso de mi mano. —No pudiste averiguar eso, ¿eh? Vaya, tu poder
tiene límites.

Agarrando mi mandíbula, no aprieta lo suficientemente fuerte como


para lastimar, pero con la fuerza suficiente para dejarme sentir la
amenaza subyacente. —Si hubiera ido a tus controles de salud
regulares, lo habría sabido.

Me libero de un tirón. —Sí, bueno, las visitas al médico cuestan


dinero.

—Lo corregiremos en breve.

—¿Corregir qué? —Mi pulso vuelve a saltar—. ¿Por qué?

—Solo concéntrate en lo que es importante ahora. Te hice una


pregunta.

—Ya no responderé a tus preguntas. Bruce ya está a salvo. Ya no


puedes manipularme haciéndole daño. —Levanto la barbilla—.
Cuando me dejes salir de este auto, correré. Gritaré. No puedes
simplemente llevarme.

Cálculo cruel destella en sus ojos mientras se inclina más cerca,


presionándome contra la puerta. —¿Sabes que un hombre en la
cárcel es una presa fácil? —Pasa sus nudillos por mi mejilla—.
Verás, Zoe, un hombre tras las rejas no es más que un blanco fácil.
Una palabra mía y tu hermano está muerto.

Las lágrimas nublan mi visión. Aparto su mano de un golpe. —No


te creo.
Sale de mi rostro, dándome espacio para respirar. —Zane trabaja
para mí. Eso, mi bella flor, es mejor que lo creas.

El puñetazo me golpea directamente en el estómago, porque lo que


sí sé es que Damian quiere a su compañero de celda como a un
hermano. Me siento enferma. Quiero escupir en la cara de Maxime.

—Solo te lo preguntaré una vez más —dice—. ¿Tienes alergias o hay


algún alimento que odies?

Aprieto mis manos en mi regazo. —No soy quisquillosa con la


comida y no tengo alergias.

—¿Medicamento?

Arrugo la frente. —¿Qué?

Sus rasgos duros se ven enfatizados por las sombras que juegan
sobre su rostro cuando pasamos por debajo del puente. —¿Estás
tomando algún medicamento?

Busco a tientas mis mangas, un hábito nervioso. —¿Porque lo


preguntas?

—El alcohol está prohibido con algunos medicamentos.

—No, nada.

Mirando mis dedos inquietos, dobla su mano sobre la mía. —En ese
caso, espero que me dejes ordenar por ti.

Normalmente, me ofendería si cualquiera tomara mis decisiones,


especialmente si decidía qué iba a comer, pero esta situación está
tan lejos de lo normal que se siente irreal. Lo que se siente
demasiado real es dónde me toca.
Soy como una niña con un perro feroz, tensándome, esperando el
momento en que va a morder, pero luego retira la mano. Mi pecho
se expande con un suspiro.

Después de dejar caer la amenaza sobre la vida de Damian como


una granada de mano en mi regazo, Maxime continúa trabajando
en su celuar en silencio.

Debo advertir a Damian.

Miro el paisaje que pasa mientras hago planes, notando los puntos
de referencia mientras conducimos hacia el norte. Desde que
éramos niños, Damian y yo teníamos un lenguaje de código secreto.
Nuestras palabra clave para problemas en casa era tarta de
manzana.

Le avisaré a Damian. Le advertiré que Zane no es su amigo.

Mis pensamientos turbulentos se interrumpen cuando paramos en


Seven Seas en Sandton. Aquí solo comen los ricos y famosos. Mi
salario mensual ni siquiera cubre una entrada. He visto fotos, pero
la mansión privada convertida en restaurante es mucho más
imponente en la vida real. El moderno edificio de dos pisos está
revestido casi en su totalidad de vidrio y situado en un vasto césped
verde.

El rubio abre mi puerta. Ignorando la mano que me ofrece, salgo.


Maxime se acerca para tomar mi brazo y conducirme hacia la
entrada. No puedo evitar mirar las luces en el vestíbulo de dos pisos
cuando entramos. Un candelabro moderno llega desde el nivel
superior hasta la planta baja en una cascada de bombillas doradas.

Una anfitriona se acerca. —Max. —Ella besa sus mejillas antes de


tomar su chaqueta—. Bienvenido de nuevo.
Reprimo el impulso de empujar la punta de mi zapato en la
alfombra para ocultar la piel donde el color se ha desvanecido.

Su mirada parpadea sobre mí. —¿No hay bolsa de la dama?

Por su número rojo exclusivo de Balenciaga, es obvio que mi blusa


de encaje antigua y mi falda de sirena no encajan aquí, pero las hice
y las amo.

Maxime pone una mano en mi hombro. —Sin bolsa.

Su palma quema a través del fino material de seda de la blusa.


Cuando la anfitriona se da la vuelta, me deshago de su toque.

Después de poner la chaqueta de Maxime en el guardarropa, nos


lleva por una alfombra roja a una terraza con vista a un estanque
de peces que se extiende a lo largo del césped. En el medio hay una
fuente con una serpiente marina que lanza agua con una lengua
bifurcada. Los lirios flotan en el agua. Me recuerda a una
ilustración de El Príncipe Rana en un libro que tenía, solo que esto
no es un cuento de hadas. Me he metido en una pesadilla.

Al no tener elección, me siento en la silla que Maxime saca para mí.


Un camarero coloca una servilleta de lino sobre mi regazo y me
entrega un menú.

Todo es muy bonito y elegante, pero odio el lugar. Hemos entrado


en un mundo diferente donde se aplican reglas y modales
desconocidos, un mundo donde alguien toma tu chaqueta y te juzga
por el precio de tu ropa. Varios otros comensales vestidos de noche
me lanzan miradas curiosas. Con su estilo europeo, Maxime encaja
perfectamente. Debo destacar como la niña desfavorecida en la
tienda de dulces.
Cuando Maxime abre su menú, hago lo mismo, no porque esté
ansiosa por participar en esta farsa, sino para tapar su rostro de
odio detrás de la gran carpeta de cuero. No hay precios en el mío.
Al revisar la lista de entrantes y platos principales, entiendo por qué
Maxime sugirió que pediría por mí. No fue tanto un gesto de control
como evitarme la vergüenza de admitir que no entiendo nada. Todos
los platos tienen nombres extranjeros.

Supongo que es francés. No entiendo nada.

El camarero vuelve con los aperitivos. —Erizo de mar sobre tostada


Melba con aceite de trufa.

Me quedo mirando el pan con una cucharada de crema roja, una


ramita de cebollino y tres puntos de aceite en el costado.

—¿Te gusta el erizo? —pregunta Maxime.

—No lo sé. —¿No es obvio que no puedo pagar una comida como
esta?— Nunca lo he probado.

—A algunas personas les encanta. Otros lo odian. Adelante.


Pruébalo.

No he comido desde el desayuno, pero no tengo apetito. Incluso si


me estuviera muriendo de hambre, que técnicamente lo estoy, lo
habría rechazado por principio. No voy a vender mi alma al diablo
por una comida.

Alejo el plato. —No, gracias.

Sus ojos se arrugan en las comisuras, pero la expresión de su boca


es dura. —Te daré de comer si lo prefieres —pronuncia las palabras
con acento cuidadosamente, asegurándose que las entienda—. En
mi regazo.
Él lo hará. No tengo duda. Es cruelmente indiferente a cómo la
gente nos mira, o más bien a mí. Derrotada, le doy una mirada
cortante mientras tomo el bocado entre dos dedos y lo coloco en mi
boca. Es salado y ahumado con un regusto de yodo fuerte pero no
desagradable.

—¿Te gusta? —él pregunta.

Me cruzo de brazos. —No.

—Entonces, te pediré algo más ordinario.

El insulto es una venganza por mi respuesta ingrata y de malos


modales, pero no podría importarme menos. Sí, soy pobre. Sí, no
estoy acostumbrada a mucho, ciertamente no a los erizos, ni al
caviar, ni lo que sea que sirven aquí, pero al menos no soy un
criminal que irrumpe en las casas de las personas y las secuestra.

Tomando el cuchillo y el tenedor en el extremo exterior de su plato,


Maxime toma el bocado y se lo lleva a los labios. Quiero arrastrarme
debajo de la mesa para demostrar lo poco educada que soy al comer
con las manos.

No es que me importe lo que piensen él o las personas que nos


rodean. Odio darles el placer de tener razón sobre mí.

El camarero regresa con una botella de vino y nos sirve una copa a
cada uno, después de lo cual toma nuestro pedido. Maxime no tiene
problemas para pronunciar los nombres de los platos.

Cuando el camarero se ha ido, decido adoptar un enfoque directo.


Ya sé el nombre de mi secuestrador. Saber menos o más sobre él
no hará una diferencia en mi destino.
—¿Eres francés? —pregunto.

Sus labios se arquean en una esquina. —¿Qué me delató?

—Tu acento.

—Fue una pregunta retórica, Zoe. Se llama humor.

Parte del miedo deja lugar a la ira. —No seas condescendiente.

—No estaba siendo condescendiente contigo. —Su sonrisa se


convierte en una curva completa y burlona—. Solo estaba
señalando lo obvio.

Lo odio. Hizo esto a propósito, haciéndome sentir estúpida por


preguntar. No queriendo hablar más con él, giro la cabeza.

—¿Por qué estás tan enojada, mi pequeña Zoe? ¿Es porque no caí
en tu forma transparente de buscar información sobre mí?

Lo miro de vuelta. —No soy tu pequeña Zoe, y de hecho, lo mencioné


porque tu acento es bastante desagradable a mis oídos.

Él levanta una ceja. —¿Es eso así?

No voy a decirle que hace que hablar parezca sexo. Apuesto a que
eso es lo que está acostumbrado a oír.

—Extraño —arrastra las palabras—. Eres la primera mujer en


quejarse.

—Oh lo siento. —Bato mis pestañas—. ¿Herí tu frágil ego?

—Ningún maestro ha logrado librarme de este acento, no importa


cuántos tutores privados tenga.
Hay honestidad en esa declaración, como una rama de olivo que
ofrece. Estoy demasiada desesperada para saber por qué me llevo
para no tomarlo. —Hablas inglés lo suficientemente bien.

Toma un sorbo de vino. —Un requisito comercial.

—¿En qué tipo de negocio estás? —No puedo evitar agregar—:


¿Trata de personas?

Solo sonríe más ampliamente. —Cuando es necesario.

Llega el camarero con nuestros entrantes. Parece una especie de


sopa de mariscos. En diferentes circunstancias, el aroma picante
me habría hecho la boca agua, pero mi estómago se revuelve
cuando el camarero pone un cuenco frente a mí.

—Bisque —dice Maxime—. Espero que te guste.

Miro la cola de langosta flotando en el centro del cuenco.

—El secreto está en el vino —dice, llevándose la cuchara a la boca.

Arrastro mi mirada del cuenco a su cara. —Entonces, Francia es tu


hogar.

—Come tu comida, Zoe. Si necesitas saber algo, te lo diré.

Mi ira se intensifica. —Ah, entonces estamos en una base de


necesidad de saber.

—Exactamente.

—¿Y después de la cena? ¿Qué pasa entonces?


Él se queda quieto. —Realmente necesitas vivir más en el presente,
para disfrutar el momento.

—¿Porque algo malo va a pasar más tarde? —pregunto un poco más


fuerte.

Su mirada se endurece. —Baja la voz y come tu comida.

Si como un bocado, voy a vomitar. —No tengo hambre.

—No te volveré a alimentar hasta mañana por la mañana.

Las dos últimas palabras se me quedan atascadas en la cabeza.


Mañana por la mañana. Se suman a mi pánico apenas controlado.
—¿Por qué me necesitas hasta la mañana? ¿Por qué estás haciendo
esto? —Extiende la mano por encima de la mesa, pero yo me
aparto—. Dime. Dímelo ahora.

—Cálmate. No quiero avergonzarte delante de toda esta gente


enseñándote tu lugar.

—¿En tu regazo? —digo en un tono malicioso.

—Sobre mi regazo, y luego comerás en mi regazo con un culo


dolorido.

Lágrimas que se niegan a secarse arden detrás de mis ojos. —Te


odio.

—Lo sé. Me odiarás aún más si Damian recibe una paliza esta
noche.

Señala con su cuchara mi sopa intacta. —Ahora come.

—No puedo. Vomitaré.


Se limpia la boca con la servilleta. —Tienes dos opciones. Puedes
comer la deliciosa comida y disfrutar de la conversación o ser
tratada como una niña e irte a la cama hambrienta y enojada.
Puedes ver por qué la primera opción es sin duda la ganadora.
Nutrirás tu cuerpo y aprovecharás al máximo un momento sobre el
que no tienes ningún control. Tú decides. Solo sé que no dudaré en
ejecutar mi amenaza. Yo no hago amenazas en vano.

Estoy llorando de rabia impotente cuando termina su discurso. Ya


ni siquiera me importa que todos estén mirando. Solo quiero irme
a casa.

—¿Qué será, Zoe?

Tomando mi cuchara, la agarro con tanta fuerza que el metal me


empuja dolorosamente en la palma.

—Buena decisión. —Su voz es tranquila pero su mirada atenta,


esperando el momento en que me rompo.

Mojo la cuchara con una mano temblorosa en mi cuenco. Los


temblores que recorren mi cuerpo ya no son solo de miedo, sino
también de ira e injusticia.
Obligo el líquido a bajar por mi garganta, sin probar nada.

Maxime continúa mirándome hasta que limpio mi plato. Cada


bocado es una batalla que peleo. Bebo más vino del que estoy
acostumbrada, bebiendo la primera copa y me tomo otra
inmediatamente después.

El camarero no me mira mientras recoge nuestros tazones y sirve


el plato principal: langosta para Maxime y ordinaria pasta para mí.
De alguna manera me las arreglo para comer todo y retenerlo,
aunque por la mañana probablemente ni siquiera recordaré lo que
comí.

A pesar de todo, Maxime entabla conversación e incluso bromas


alegres. Cuando llega nuestro postre y té de hierbas, sirve una taza
y me la da.

—¿Qué haces en la maquila? —pregunta.

—Soy costurera.

Su mirada cae a mi blusa. —¿Hiciste eso?

—Sí.

—No noté una máquina de coser en tu apartamento.

—Uso las máquinas en el trabajo.

—¿No tiene el gerente algún problema con eso?

—El supervisor nos permite usarlas fuera del horario de trabajo.

Se lleva la copa a los labios. —¿Es eso lo que siempre quisiste


hacer?

—Es un trampolín.

—Para diseñar.

Asiento con la cabeza. Vio los libros en mi estantería.

—¿Miel? —Empuja la tetera hacia mí.

—No. —Tomo azúcar, pero no se lo digo.


—Tienes talento.

Me encojo de hombros.

La conversación continúa de esta manera hasta que pide la factura.


Paga con una pila de efectivo que habría cubierto mi alquiler
durante un par de meses. Me pregunta si necesito usar el baño y
espera fuera de la puerta hasta que termine.

Los guardias están fumando en el jardín. Apagan sus cigarrillos


cuando nos acercamos. El rubio se apresura a abrir mi puerta, pero
Maxime lo despide.

—Yo me encargo, Gautier.

Una vez dentro, Maxime se vuelve hacia mí. —¿Te gustaría ir a


tomar algo a algún lugar, tal vez mostrarme otra parte de tu ciudad?

Me froto las sienes en las que me duele la cabeza. —He jugado tu


juego. He comido mi comida. Solo quiero irme a casa.

—Como quieras —dice— pero no te vas a casa.

Mi cuerpo se pone rígido. —¿A dónde voy?

Él asiente con la cabeza hacia Gautier, quien se aleja cuando


Maxime dice: —A mi hotel.
Capítulo 3

Los rascacielos de cristal y los bloques de oficinas modernos


dominan la vista mientras conducimos hacia mí hotel en Melrose
Arch. No se parece en nada a los edificios en ruinas y las aceras
infestadas de maleza del suburbio de Zoe Hart. He visto peores
barrios. En mi línea de trabajo, siempre hay cosas peores. Sin
embargo, por alguna razón, los edificios vacíos con tablas cruzadas
sobre sus ventanas rotas en Brixton me pusieron tenso. Estamos
armados con suficientes armas para defendernos si alguien es tan
estúpido como para atacarnos, pero no es mi seguridad lo que temo.
La inquietud que me devora es por la mujer que acabo de encontrar
y no puedo permitirme perder. Su apartamento ni siquiera tiene
alarma, por el amor de Dios.

En un lugar como ese, es solo cuestión de tiempo antes que se


convierta en una estadística. El hecho que yo sea el que la convierta
en esa estadística no me desconcierta, lo que dice mucho sobre el
tipo de hombre que soy.

Considero mi pequeña carga. Ella está callada ahora, su


preocupación es más grande que su enojo. No es que no quiera
tranquilizarla. Es solo que no puedo decirle la verdad. Sus manos
están apretadas juntas en su regazo. De vez en cuando, desenreda
esos dedos largos y delgados para frotarse la sien. Eso debería
enseñarle por beberse dos copas del vino más caro del restaurante
sin siquiera probarlo. No es que la culpe.

Tiene razón en estar nerviosa. Ella debería tener cuidado conmigo.


Estoy enojado con ella, incluso si no es culpa suya. Estoy enojado
porque ella me puso en esta posición, una posición que me importa
una mierda. ¿Cómo podría no mirarla como una persona después
de pasar por su apartamento y presenciar los sueños tan
obviamente esparcidos? Los usa como las emociones en sus ojos
expresivos, en su manga. La esperanza brilla en esos amplios iris
azules, y la esperanza hace humana a una persona.

El problema es que nunca he tratado con un inocente. Todos en mi


negocio tienen suciedad en las manos, pero Zoe es solo un peón. Si
se la entrego a mi hermano menor, como estaba planeado, estará
rota y no será más que un caparazón de sí misma, esos hermosos
sueños y esa ingenua esperanza serán aplastados y olvidados
cuando la enviemos de regreso con su hermano. Si alguna vez lo
hacemos.

Tuve que llevar a la última mujer lo suficientemente desafortunada


como para haber terminado en la cama de Alexis al hospital. Sus
heridas no eran bonitas. Incluso sin la recompensa de mi padre,
ella no habría presentado cargos. Las consecuencias son demasiado
aterradoras. Se teme a nuestra familia. No es justo, pero así es la
vida.

Zoe se pone más tensa cuando llegamos al hotel. Parte de su culpa


es que es bonita y exactamente del tipo de Alexis. Le gustará su
cabello oscuro y su piel pálida.

Él la querrá. Eso la convierte en mi problema, uno que no necesito


ni debería querer.
Sin embargo, lo hago. Quizás ese sea el verdadero problema. La he
deseado desde que presioné su cuerpo contra el mío y le tapé la
boca con la mano.

Me gustó la emoción que sentí al tenerla en mi poder. Me gustó lo


limpio que estaba su apartamento en medio de la suciedad de los
edificios que rodeaban el suyo.

Me gustó la sencilla flor silvestre y la preciada planta verde en el


alféizar de su ventana.

Tal como ella. Es una bonita flor que se abre paso a través de una
grieta en un pavimento sucio, resistente y hermosa, sobreviviendo
contra viento y marea.

Es pobre como la mierda, pero orgullosa. También me gusta eso. A


juzgar por los libros que lee y la ropa que le gusta, es una
romántica. Eso es lo que más me gusta. Me fascina. Quiero saber
cómo puede creer en algo tan abstracto e idílico que no existe.
Incluso si lo hiciera, ciertamente no lo habría encontrado en
Brixton.

Quiero saber cómo diablos todavía puede creer en algo hermoso, en


cualquier cosa, cuando todo a su alrededor está ruinado, podrido y
sin esperanza. Quiero saber cómo sobrevive alguien con su cuerpo
frágil y escasos recursos. Quiero saber cómo su alma puede romper
el cemento y florecer sin que nadie se preocupe por brillar como una
flor en medio de la mugre. Tal vez, solo tal vez, si conozco su secreto,
sabré cómo ser feliz. Tal vez si puedo atrapar su espíritu, puedo
robar sus sueños y hacer que ella tenga mis esperanzas.

Zoe me mira cuando llegamos al hotel. Ha estado retorciéndose las


manos desde que salimos del restaurante. En lugar de calmar su
jugueteo, le dejo tener la salida incluso si me distrae de mis
pensamientos sobre qué diablos hacer con ella. Salgo y doy la vuelta
para abrir la puerta. No le doy la oportunidad de rechazar mi oferta
de ayudarla a salir del auto como lo hizo con Gautier. Con él lo
permití, lo preferí incluso. No me gustaría que la tocara. Mi agarre
en su cintura es firme mientras deslizo mi tarjeta de acceso para
abrir la puerta y llevarla adentro. No hay recepcionista ni personal
del vestíbulo, parte de la razón por la que decidí quedarme aquí. Es
más como un aparthotel con los servicios de un hotel.

Gautier y Benoit exploran el área antes de seguirlos, tanto por


hábito como por necesidad en un área de alta criminalidad.
Viajamos juntos en el ascensor.

Les digo en francés que cenen antes de dormir unas horas. Solo son
más de las ocho. El personal de cocina lleva las comidas a las
habitaciones hasta las diez. Mañana nos espera un largo día.

En el piso superior, nos dividimos. Van a la habitación que


comparten al final, mientras yo llevo a Zoe a la suite del ático.

Se aparta cuando abro la puerta con mi tarjeta, pero no se necesita


mucho para empujarla por encima del umbral. No pesa más que un
gato. Un gatito pequeño, de verdad. Cuando cierro la puerta, ella
pone distancia entre nosotros, retrocediendo hasta el medio del
salón.

La suite es tres veces más grande que el apartamento de Zoe. Se ve


perdida, abrazada a su delgada figura en el medio del salón con su
blusa con volantes y su falda que se ajusta a las caderas, e incluso
más pequeña de lo habitual contra la ventana del piso al techo
enmarcando Melrose Arch. Con esos rizos negros y piel perlada, es
más que agradable a la vista. Largas pestañas enmarcan sus ojos
azules, y sus labios son carnosos como una rosa en ciernes. El
rubor en sus mejillas es tan rosado como los pétalos de esa rosa, el
tono más oscuro más cerca del tallo si tuviera que separar la flor.
En mi evaluación, se pliega sobre sí misma como una flor que se
enrolla por la noche.

Estoy mirando demasiado abiertamente, la lujuria que no me


importa mostrar en público probablemente sea visible en mi cara.
Me quito la chaqueta y la cuelgo sobre el tendedero.

Luego coloco mi Glock y mi tarjeta de acceso en la caja fuerte,


asegurándome que mi cuerpo bloquee el código para que la pequeña
flor que arranqué de su vida no esté atraída por la tentación.

Cuando me vuelvo hacia ella, sus ojos están llenos de inquietud. La


forma en que las lágrimas la hacen brillar es hermosa. Parecen más
grandes e incluso más expresivas. Es un espectáculo bonito, pero
no quiero torturarla.

Ella no hizo nada para merecer lo que le esperaba.

Doblo hacia atrás las mangas de mi camisa, avanzo lentamente


para no asustarla. Ella inclina la cabeza hacia atrás para encontrar
mi mirada cuando me detengo frente a ella.

Su voz es tan sedosa como su piel de pétalos de flores. —¿Por qué


estoy aquí?

Sé lo que realmente está preguntando. —No te preocupes. Soy tan


poco violador como acosador. —Solo un asesino.

Balanceándose un poco, frunce el ceño y se frota las sienes. —


Entonces, ¿por qué me trajiste a tu hotel?

Está exhausta, lo ha estado desde que llegó a casa con los hombros
caídos, los pies arrastrados y dos tomates para cenar. —Para
dormir.
—Tengo una cama. Tengo una casa.

Ya no más. Camino al bar y le sirvo un vaso de agua, que le llevo


de vuelta. —Has bebido demasiado vino demasiado rápido. Bebé.

Ella toma el vaso y se lo traga todo. Lo vuelvo a llenar y saco la


pastilla de la caja que espera junto a la jarra. Que bueno que tuve
la previsión. Ser secuestrado puede ser agotador en todos los
aspectos, tanto de espíritu como del cuerpo.

—¿Qué es? —pregunta cuando le entrego la pastilla con el agua.

—Algo para tu dolor de cabeza.

Me mira con desconfianza, como debería. No es mentira. Le quitará


el dolor. Simplemente no es toda la verdad. No es la primera vez que
no le digo la verdad y no será la última.

—¿Cómo supiste que tengo dolor de cabeza?

—Es obvio por la forma en que te frotas las sienes.

Ella estudia mi rostro con ojos muy abiertos y cansados. Veo el


momento exacto en que decide creerme. Se lleva la pastilla a la boca
y se la traga con el agua.

Retiro el vaso. —Tengo algunos asuntos de los que ocuparme. ¿Por


qué no te das un buen baño caliente?

Mira hacia la puerta del dormitorio.

—Por aquí. —La tomo del brazo y la llevo a la puerta opuesta que
da acceso al baño—. Tardaré un poco. Tómate tu tiempo.
Mira alrededor de la habitación, pareciendo tan perdida como
cuando la traje a la suite.

—¿Necesitas ayuda para manejar las instalaciones?

Su mirada es mordaz. —Puedo abrir un grifo.

Ah, su fuego no se ha apagado. Me agrada. Yo sonrío. —Llámame


si me necesitas.

Ella se burla antes de pasar a mi lado y golpea la puerta en mi cara.


La cerradura gira del otro lado. Como si tuviera algún poder.
Sonriendo, niego con la cabeza y paso una mano por mi cara. El
estiramiento de mis labios es una sensación extraña, algo que no
he experimentado en mucho tiempo. Tal vez nunca.

Dejando a la pequeña flor para su baño, me preparo para la llamada


que tengo que hacer. Seguro de que no puede escapar, voy al balcón
para mayor intimidad y consultar la hora. Es la misma hora en
Francia.

Mi padre tarda un rato en atender la llamada. Por los cubiertos que


suenan de fondo, está cenando.

—¿Te atrapé en un mal momento? —pregunto en francés.

Es mi hermano quien responde. Es jovial, ya tiene unas copas de


vino en el estómago. —¿Cómo van las cosas en Sudáfrica?

Ruedo los hombros, pero mi voz sale tensa, de todos modos. —Bien.
No sabía que Maman 1 te había invitado a cenar.

—Estamos en el club.

1 Mamá en francés
Mi columna se pone rígida. El club es donde se hacen los tratos.
Alexis está ansioso por socavar mi poder. —Déjame hablar con
nuestro padre.

—¿La tienes? —Suena emocionado.

Algo oscuro se agita en mi pecho. No puedo hablar de ella con él.


Incluso ese poco la ensuciará.

—¿Max? —La voz de Alexis sube de volumen—. Tenemos una mala


conexión. No puedo escucharte.

—Pon a padre, Alexis. Ya es tarde.

Él ríe. —¿Envejeciendo?

Dejé que el golpe se deslizara, pero introduzco uno de los míos. —


Pronto, hermanito.

El diminutivo funciona. Un momento después, suena la voz ronca


de mi padre. —¿Te reuniste con Dalton?

Buenas noches a ti también, papá. —Estás en el club.

—El negocio no se detiene cuando no estás aquí.

Fuerzo la indiferencia en mi tono. —¿Qué está haciendo Alexis allí?

La forma en que mi padre cambia de brusco a demasiado amistoso


me dice todo lo que quiero saber. —Es solo una cena, Max.

—Pensé que habías dicho que era un negocio.

—Para mí. Tu hermano está haciendo contactos. Basta de familia.


Háblame de Harold Dalton. ¿Lo viste?
—Anoche. —Odié cada minuto de la cena que compartí con ese
tiburón.

—¿Y?

—No va a durar.

Hay un momento de silencio. —¿Es tan malo como dicen nuestros


distribuidores?

—Peor. Su mina huele a mala gestión y su junta es corrupta.

—¿Echaste un vistazo a los libros?

—Solo los que él quería que viera. Hizo un buen trabajo al tratar de
ocultarlo, pero definitivamente están acabados. —Tengo olfato para
las cifras. Solo me toma un momento saber cuándo uno y uno no
suman dos.

—Ya veo. —Otro breve silencio—. En ese caso, no interferiremos con


el plan de Damian Hart.

—Te aconsejo que no lo hagas. Al observar todos los hechos, Hart


es el mejor hombre para revivir esa mina. Además, su motivación
es personal. —Personal siempre garantiza los mejores resultados.

—Entonces dejamos que Dalton se hunda cuando llegue el


momento.

—En dos años, no ganaremos más dinero con él. Está hundiendo
la mina en el suelo.

Literalmente.
Harold Dalton es el propietario de una de las minas de diamantes
más lucrativas de Sudáfrica. Nos vende directamente, eliminando a
los corredores y mayoristas, lo que nos da un gran ahorro del treinta
por ciento. Cuando se habla de miles de millones, el treinta por
ciento es una parte considerable, suficiente para sobornar y, si es
necesario, matar.

Se dice que la mina se está agotando y pronto se arruinará.


Mantenemos un oído atento al suelo. En nuestros negocios, es
imperativo. Tenemos informantes en todas partes, incluso en la
fuerza laboral minera de Dalton, y no somos los únicos que jugamos
ese juego.

Resulta que Damian Hart también tiene informantes. Él sabe sobre


el fracaso pendiente de la mina. Según su compañero de celda y
nuestro informante, Zane da Costa, la mina tiene un potencial
inquebrantable que Dalton es demasiado tonto para explotar. Da
Costa nos vendió información sobre los planes de Hart de hacerse
cargo de la mina cuando salga de la cárcel. Según Hart, Dalton robó
su descubrimiento y tiene toda la intención de recuperarlo.

Por lo que he aprendido sobre su estrategia y cómo planea hacerlo,


mi dinero está en Hart. Por el momento, Dalton nos está dando la
primera opción de compra a cambio de un soborno. Hart quiere
recuperar a los mayoristas y eliminar a los comerciantes turbios
como nosotros, lo que plantea un problema para nuestro negocio.
Si Hart se lleva el treinta por ciento nuestro negocio, todo fracasará:
los casinos, las compañías navieras, todo nuestro imperio. Nuestra
misión es asegurarnos de que Hart respete el trato, y para que eso
suceda, necesitamos una espada que podamos sostener sobre la
cabeza de Hart.

Mi padre suspira. —Odio el cambio. Malditamente demasiado


impredecible.
Al menos eso es algo en lo que estamos de acuerdo. —Más vale
diablo conocido.

—Supongo que encontraste a la hermana de Hart.

Metiendo un dedo en el nudo de mi corbata, lo aflojo. —¿Por qué


más podría llamar?

—¿Son tan cercanos como dijo da Costa?

—No lo dudo. —Si tuviera una hermana como Zoe, la protegería con
mi vida.

—Bien. Tráela.

No me atrevo. —Tomará algún tiempo. —Con el tiempo suficiente,


podría dejar que se acostumbrara a mí e incluso lavarle el cerebro
para que crea que fue su idea irse.

La impaciencia infunde su tono. —Mañana.

—¿Por qué el apuro?

—Los negocios son como una partida de ajedrez, hijo. Tienes que
tener tus piezas en su lugar antes que tu oponente piense en mover
las suyas. No me arriesgo. Será un jaque mate antes que Hart entre
al juego.

—Tenemos seis años antes que Hart cumpla su condena. Recién


está empezando a ganar poder en la cárcel.

Un vaso tintinea. Es la hora del coñac para después de la cena de


mi padre. —Escuché de Costa que Hart puede ser puesto en libertad
antes de tiempo por buen comportamiento.
—¿Qué tan temprano?

—En dos años.

Alguien de afuera le paga a Hart por los servicios prestados en el


interior. Todavía no tiene acceso a ese dinero, pero dentro de dos
años será considerablemente más rico. Con la riqueza viene el
poder, que es la segunda razón por la que no lo eliminamos. El
número uno es que tiene la capacidad de reactivar una mina que
sostiene nuestro negocio, y el número dos es que no ha perdido
tiempo en hacer aliados poderosos en la cárcel. Algunas de las
familias que dirigen el país de Hart y mueven los hilos del político
tienen miembros en el interior. No son el tipo de enemigos que
queremos o podemos permitirnos crear.

—¿Qué tan seguro estás de este informante? —Siempre he tenido


un mal presentimiento sobre la rata.

—Nada es seguro, pero este tiene hambre de poder.

Son los más fáciles de comprar, los que no tienen honor ni lealtad.

Mi padre exhala. Lo imagino succionando su puro. —Avísame a qué


hora llegarás.

Mirando las luces de la ciudad, considero este nuevo dilema que no


esperaba. Pienso en lo que voy a hacer y me digo que no se me ha
pasado por la cabeza ni una sola vez. —Espera mi regreso después
del fin de semana, no antes.

—¿Por qué la demora? —pregunta mi padre.

—Tengo cabos sueltos que atar.

Sonidos de risa de fondo.


—Tengo que irme —dice mi padre—. Las chicas han llegado.

Aprieto los puños. Mis palabras son medidas. —Saluda a Maman


de mi parte.

A mi padre no le gusta la reprimenda. La línea se interrumpe. Miro


el teléfono que tengo en la mano. Mierda. Si tuviera más tiempo...

—¿Maxime?

Me doy la vuelta.

Zoe está en la puerta corrediza abierta, descalza y metida en una


bata de hotel. Sus ojos apagados muestran que la medicación está
haciendo efecto. —¿Que ha pasado?

Guardo el teléfono en el bolsillo. —Nada que te interese.

—Sonaba como una pelea.

—Ve adentro. —Mi cuerpo está tenso, mi polla se da cuenta de lo


poco que hay entre mi mano y su piel—. Te vas a resfriar.

—No me siento bien.

No es una mentira ni un intento de manipulación. La píldora hará


eso. En un minuto, ella también tendrá un poco de náuseas.

Cierro la distancia y la tomo del brazo. —Estás cansada. Te sentirás


mejor después de haber descansado.

—Necesito mi ropa. —Su lengua se arrastra un poco—. No tengo


nada que ponerme para irme a la cama.
En la habitación, me detengo para sacar una de mis camisetas del
tocador. —Ponte eso. Puedes dormir en la cama.

Ella me mira con ojos caídos, aunque cautelosos. —¿Y tú?

—Dormiré en el sofá.

—Está bien —dice con evidente alivio. Toma la camiseta y tropieza


camino de la cama.

La agarro por la cintura antes que caiga al suelo. —Lo siento,


pequeña flor. —Huele como el champú del hotel. Cuando la apreté
contra mí por primera vez, su piel y su cabello olían a rosas. Hago
una nota mental para conseguir la misma marca de champú que vi
en su apartamento antes de irnos.

La ayudo a sentarse en la cama y me quedo cerca por si vomita.

Se pone una mano sobre el estómago. —Me siento mal.

—Estarás bien.

Sus largas pestañas se levantan, sus ojos escudriñan mi rostro con


un arraigado deseo de confianza. —Creo que he comido algo. El
erizo tal vez.

—No había nada malo en la comida. Relájate. Mejorará en un


minuto.

—¿Puedo tomar un poco de agua, por favor?

—Espera. —No quiero que vomite lo que queda de la píldora en su


estómago.

—¿Maxime? —Hay pánico en su voz cargada de sueño.


—Shh. —Le sujeto la nuca con una mano y le acaricio la mejilla con
la otra, pasándole el pulgar por la suave piel de debajo del ojo
mientras veo cómo pierden la concentración hasta que sus
párpados se cierran por fin y la inconsciencia se apodera de ella.

Con cuidado, la bajo a la cama y doy un paso atrás. Tiene el cabello


extendido alrededor del rostro y los rizos enmarcan su hermosa
estructura ósea. Todavía tiene mi camiseta en la mano y sus
delicados dedos la rodean con suavidad. La bata se abre
ligeramente por donde tiene las piernas dobladas sobre el borde.

Se me pone dura mirándola así. Imagino que le quito la bata y le


abro las piernas para mirarla. Me imagino arrastrando mis manos
por los contornos de su cuerpo y conociendo sus curvas mientras
ella está inconsciente. Ese pensamiento oscuro e invasivo me pone
aún más duro. Podría decirle que tuve que vestirla con la camiseta,
para que durmiera más cómodamente. Ella nunca sabría si la
acaricio o me acaricio mientras la miro.

Pero no así.

Mis pensamientos son enfermizos. Me enferman.

Asqueado, me agarro los testículos y los aprieto hasta que me lloran


los ojos. El dolor es bueno. Me hace sentir bien. Me lo merecía.

La acomodo como una princesa en la cama y la cubro con el


edredón. Luego me hundo en el sillón con la cabeza entre las
manos, observando, pensando. Cuando me decido, me levanto. Me
gustaría observarla toda la noche, pero hay mucho que hacer.

Se necesita mucho trabajo para hacer desaparecer a una persona.


Capítulo 4

Me despierto aturdida. Tengo la garganta seca y me arden los ojos.


Estoy tumbada en una cama grande, cubierta por una suave
manta, en lugar de en el abultado colchón de mi cama individual.
Vuelven los recuerdos de ayer, de un hombre con manos grandes y
ojos de días de invierno. Me pongo de pie.

Parpadeando, miro alrededor de la habitación, pero no es la


habitación del hotel de anoche. Espera. ¿Qué pasó antes que me
desmayara? Lo último que recuerdo es que me sentía mal. Maxime
me llevó al dormitorio y me dio una camiseta.

Después de eso, mi mente está en blanco.

Miro la bata del hotel que llevo puesta. No hay camiseta. No


recuerdo habérmela puesto ni haberme acostado. Mi pánico
aumenta cuando observo la habitación con los muebles
renacentistas y las cortinas de brocado dorado que no recuerdo.

¿Dónde estoy?
Salto de la cama, me precipito hacia la ventana y abro de un tirón
las cortinas. La vista me hace retroceder un paso, jadeando al
contemplar los techos de cúpulas y las torres sobre el canal.

Mi corazón late furiosamente mientras me vuelvo hacia la


habitación en busca de pistas. Mis pies descalzos no hacen ruido
en la gruesa alfombra mientras corro hacia la habitación contigua
y me asomo al interior. Es un baño. Estoy desesperada, así que
cierro la puerta y uso las instalaciones antes de lavarme las manos
y echarme agua fría en el rostro para despejarme.

El baño es aún más grande que el de la noche anterior. La ducha


tiene dos boquillas. La ventana de la bañera de hidromasaje da a
más edificios de piedra arenisca y calles adoquinadas. Corro hacia
la ventana y compruebo si hay una manilla, pero no la hay. No se
abre. La luz entra a raudales en la habitación, el sol aún está alto.
Es alguna hora de la mañana, tal vez alrededor de las diez.

Vuelvo a la habitación y abro el armario. Está vacío. Compruebo la


mesilla de noche en busca de papelería o un bolígrafo de cortesía,
cualquier pista, pero no hay nada. Tengo una terrible sospecha, una
tan irreal que es absurdo siquiera pensarla. Me apresuro a ir a la
otra puerta y empujo el pomo hacia abajo. Se abre a un salón tan
lujosamente decorado como el dormitorio. Maxime está sentado en
un sillón, con una taza de café en la mesita. Se levanta cuando
entro. Vestido con un traje oscuro y una corbata plateada, está tan
impecable como ayer.

—¿Dónde estoy? —grito, acercándome a la ventana del salón. La


vista de la plaza me resulta extrañamente familiar, pero sé que esto
no es mi casa. Esto no es Sudáfrica.

—Cálmate, Zoe. Ven a desayunar y te lo explicaré.

Me doy la vuelta. —No quiero desayunar.


Se acerca a una mesa y levanta la tapa de plata de uno de los platos.

Una ráfaga de panqueques llena el aire. Señala la silla. —Por favor.

La palabra es una orden. Como no tengo nada de hambre, me


acerco con cautela y me acomodo en el asiento. Me acomoda la silla
y sirve dos tortitas en el plato que tengo delante antes de agarrar
un bol de crema.

No puedo soportarlo. Tengo que saberlo. —¿Me has tocado?

Su mano se detiene en la cuchara de servir. Es un minuto, pero lo


noto. Deja caer una porción en cada panqueque. —No.

No sé si le creo, pero definitivamente no me violó. Habría sentido la


diferencia en mi cuerpo, ¿no? —¿Qué está pasando? Por favor, dime
dónde estamos.

Ofreciéndome un bol de fresas, espera con el brazo extendido. Está


claro que no va a ceder hasta que me sirva. Tomo una fresa sin
prestar atención a lo que estoy haciendo. Estoy demasiado
concentrada en su cara, buscando respuestas.

Se sirve un té que huele a rosas, en una taza de porcelana y lo pone


junto a mi plato antes de tomar asiento frente a mí. —Estamos en
Venecia.

La fresa se me cae de los dedos. Rueda por la alfombra bajo la mesa.


Siento cómo se me escapa la sangre del rostro cuando me da la
confirmación verbal de lo que sospechaba.

—¿Por qué? —susurro.

—Pensé que querías venir aquí.


Vio los libros en mi apartamento. Aprieto la mandíbula. Me ha
secuestrado. Eso es aterrador, pero de alguna manera esto, el hecho
de que haya invadido mis sueños, se siente mucho peor.

—Come —dice—. Necesitas tu fuerza.

Agarro el cuchillo. El mango tiembla en mi mano. ¿Soy capaz de


apuñalarlo? ¿Puedo clavar el extremo romo en su negro y taimado
corazón? —¿Cómo he llegado hasta aquí?

—Tengo un avión.

—Me has secuestrado. —No puedo dar sentido a los hechos que me
miran a los ojos—. Ni siquiera tengo pasaporte.

—No lo tenías. Ahora sí.

—Cómo... no se puede conseguir un pasaporte de la noche a la


mañana.

No responde.

Oh, Dios mío. Vino preparado. Vino a Sudáfrica con un pasaporte.


Mi secuestro fue bien pensado. Premeditado. —Solo dime lo que
quieres.

Cruza las piernas mientras me mira con sus ojos sin emoción.
¿Acaso siente algo? ¿Es un psicópata? Su rostro es áspero y
antiestético, pero lo que más me asusta es lo plano de esos ojos
grises y afilados.

—Come —dice de nuevo—. Y luego hablaremos.


Como, no porque quiera, si no para que me cuente lo que pasa. Las
tortitas son esponjosas, pero no pruebo nada.

—Toma una fresa —dice—. Están fuera de temporada. Las hice


traer especialmente.

Miro fijamente el bol de fresas gordas y rojas. Cada una es perfecta,


casi demasiado bonitas para ser real. Tomo una y la muerdo. El
zumo me cae por la barbilla. Lo atrapo con la palma de la mano. Se
acerca a la mesa y me ofrece una servilleta de lino. Se la arrebato
de la mano y la aprieto en mi puño antes de tirarla junto a mi plato
en un acto impulsivo de desafío.

La bebida caliente es lo único que me apetece. Alcanzo el té. —He


comido. Ahora habla.

Frotando un pulgar sobre sus labios, parece sopesar sus palabras.


Tras un incómodo silencio, dice: —Necesitamos tomarte prestada
un tiempo.

El té caliente me escama la garganta y casi me ahogo con el sorbo


que he tomado. —¿Tomarme prestada? ¿Nosotros?

—Mi familia.

Vuelvo a colocar la taza en el platillo para no dejar caer el líquido


caliente en mi regazo. —¿Para qué?

—No necesitas preocuparte por los detalles. Lo que necesitas saber


es que la vida de Damian está en tus manos.

El shock me recorre. Él... ellos... pretende retenerme. Si no cumplo,


Damian pagará. —Tengo un trabajo, un hogar, amigos...
—Has renunciado —dice—. Ya he renunciado a tu contrato de
alquiler y me he hecho cargo de tus facturas pendientes.

—No puedes hacer eso —exclamo—. Mi planta... los gatos... nadie


más los alimentará.

—Tu vecino tuvo la amabilidad de llevarse tu planta, y yo estoy


pagando la comida que dará a los gatos. También prometió
devolverte los libros de la biblioteca.

Me pongo en pie de un salto. —¿Volviste a ver a Bruce?

—Envió un mensaje de texto a tu teléfono para contarte lo sucedido.


Pensó sabiamente que debía advertirte sobre los ladrones que
apuntaban a tu edificio. Le expliqué que estabas conmigo y que
querías que viera como estaba.

—Le dijiste que me iba a ir contigo. ¿Es esa la mentira que le dijiste?

—Se alegró por ti. Ah, y también se alegrará de saber que le cambié
el teléfono. Estaba muy agradecido por el gesto.

Me trago las lágrimas. No puedo creer que esto esté sucediendo. —


Me has drogado.

—Era más fácil así, menos estresante para ti.

Enrosco las manos en forma de bolas a los lados. —No sabes lo que
es más fácil para mí.

—Siéntate y termina el desayuno. Tenemos trabajo que hacer antes


de poder mostrarte la ciudad.

—¿Quieres ir a hacer maldito turismo?


—Cuida tu lenguaje, Zoe. Realmente vamos a tener que hacer algo
con tu lenguaje.

—¿Por eso me has traído aquí? —Cada músculo de mi cuerpo


tiembla de rabia—. ¿Como pago por tomarme prestada?

—No —dice en voz baja—. No por eso.

—¿Cuánto tiempo exactamente se supone que durará este


préstamo?

—Tres, cuatro años. Es difícil de decir. Todo depende.

¿Cuatro años? Me pongo una mano sobre el estómago, sintiéndome


mal otra vez. —¿De qué?

—No puedo decirlo.

Su tranquila indiferencia me enfurece. Quiero abofetearle. Matarlo.


Mi mirada se dirige a la tetera. Si se la tiro a la cara.

—Ni lo pienses —dice—. Gautier y Benoit están afuera. Realmente


no quiero castigarte, pero lo haré. No voy a amenazarte con Damian
de nuevo. La próxima vez que me desobedezcas, pondré en práctica
esas amenazas. —Se levanta y se acerca, deteniéndose cerca de
mí—. Esto —agita un brazo por la habitación—, no va a ocurrir
todos los días, quizá nunca más, así que te sugiero que lo
aproveches al máximo. Disfruta de la comida. Disfruta del viaje. Me
he esforzado mucho y he gastado mucho dinero para que esto
ocurra por ti. Que lo odies o que dejes de lado tu orgullo para
disfrutarlo no cambiará tu destino. Mejor toma la decisión sabia y
aprovecha al máximo.

Una vez terminado su discurso, me observa con una ceja levantada,


esperando a que tome mi decisión. Quiero lanzarme sobre él en un
ataque de furia y darle un puñetazo en su fea cara, pero no puedo
rendirme a mi ira. Esa no es una opción que me haya dado, no a
menos que quiera sufrir las consecuencias de que mi hermano salga
herido. La opción más sensata es contener mi amarga rabia y mi
furia loca, y obedecer como un perro.

Me hace falta toda la fuerza que poseo para volver a sentarme y


juntar las manos alrededor de la taza de té. Me duele. Duele mi
autoestima y mi orgullo, pero me lo trago con mis lágrimas, no solo
por Damian, sino también por mí.

—Buena decisión —dice, apretando mi hombro.

Mi cuerpo se pone rígido bajo su contacto. Por suerte, retira su


mano.

Mientras me hago tragar tortitas y fresas a la fuerza, y lo bajo con


té de pétalos de rosa, él hace llamadas telefónicas en francés. Se
queda en el otro extremo del salón, como si dejarme espacio fuera
a ayudarme a bajar la comida.

Cuando mi plato está vacío, me llama con un movimiento de dedos.

Me pongo de pie y me acerco como el perro obediente que está


haciendo de mí.

La aprobación suaviza sus rasgos. Le gusta mi obediencia, o tal vez


es más fácil para él no tener que luchar y amenazarme
constantemente. —¿Te gustaría darte una ducha? Voy a hacer que
te envíen ropa en un rato.

—Tengo ropa. —La cual me encanta.

—No te servirán aquí.


Le dirijo una mirada de odio.

Su sonrisa es paciente. —El clima aquí es mucho menos indulgente


que en tu país.

—Me voy a duchar —digo.

—Otra buena elección. —Otra sonrisa burlona—. Encontrarás todo


lo que necesitas en el baño.

Voy al baño y cierro la puerta con llave para asegurarme. Como


había prometido, el armario está repleto de cosméticos y artículos
de aseo. Incluso encuentro mi marca habitual de champú, así como
el acondicionador que nunca pude comprar.

Opto por la ducha en lugar de la bañera, me lavo y me seco


rápidamente. Me aplico un poco de loción corporal para aliviar la
sequedad de mi piel. No sé si es un efecto secundario de los
medicamentos o del vuelo. Nunca he viajado. Sí sé, por lo que he
leído, que Venecia está a catorce horas de vuelo de Johannesburgo.
El surrealismo de todo esto todavía me estremece. Cuando termino,
me pongo una bata limpia con el logotipo del hotel.

Maxime está esperando en el salón cuando salgo. Hay una barra


con vestidos, chaquetas y abrigos. En el suelo hay varios pares de
botas. Una caja con ropa interior está sobre la mesa de centro.

—Creo que esta es tu talla —dice.

A pesar de mi propósito de tomar lo menos posible de Maxime, no


puedo evitar acercarme y admirar la ropa. Me pican los dedos para
tocar la tela. Levanto una etiqueta y casi me desmayo al ver el
precio. Es Valentino. Nunca he comprado en unos grandes
almacenes, y mucho menos en una boutique. Mi ropa la hago yo o
la compro en el mercadillo. Poseer una pieza de un diseñador de
renombre mundial solo ha aparecido en mis sueños, por lo que
suelto la etiqueta. No le voy a dar a Maxime uno más de mis sueños.

—¿Qué pasa? —pregunta—. ¿No te gusta la ropa?

Me giro para mirarle. —No.

Se encoge de hombros. —Entonces elegiré lo que te pondrás.

Observo con creciente enfado cómo agarra de la barandilla un


vestido de lana azul marino con cuello marinero blanco y un abrigo
a juego.

—Creo que esto te quedará bien. —Me pone los artículos en las
manos—. Ve a ponértelo.

Levanto la barbilla. —No.

—¿Prefieres salir desnuda? —Algo brilla en sus ojos, algo oscuro y


demencial, como si la idea le atrajera—. Tal vez debería dejarte
pasear sin ropa. Podría ponerte un collar y una cadena en su lugar.
¿Te gustaría eso? ¿La forma en que la gente te miraría te mojaría?

—Estás enfermo —escupo.

Pone su nariz a centímetros de la mía. —Ahora mismo todavía


tienes una opción. Recuerda lo que dije sobre no desperdiciar lo
poco que tienes.

Dejo el juego azul en el sofá y me alejo. —Bien. Tú ganas. Puedes


salirte con la tuya en esto, pero nunca tendrás un trozo de mi alma.

Sonríe. —Nunca pedí tu alma.


Hirviendo, me alejo de él y revuelvo la ropa con más fuerza de la
necesaria. Mi mano se detiene en un precioso abrigo rosa con el
cuello fruncido. El vestido a juego es de corte ajustado con mangas
abullonadas.

—Buena elección —dice.

Agarrando la caja con la ropa interior, me escapo a la habitación.


El vestido me queda perfecto. Remato el conjunto con unas medias
de invierno nude y unas botas.

Llaman a la puerta justo cuando termino de secarme el cabello.


Pasándome un cepillo por el cabello abro la puerta de mala gana.

La mirada de Maxime me recorre. No hay nada en sus ojos que me


diga lo que piensa, aunque no me importa.

—Hora de trabajar. —Me toma de la mano y me lleva al salón.

Me libero de un tirón, pero le sigo hasta el escritorio pegado a una


ventana. Sobre el escritorio hay un bloc de notas con el logotipo del
hotel y un bolígrafo. Me acerca la silla en silencio. Una vez sentada,
me pone el bolígrafo en la mano.

—Vas a escribir una carta —dice.

Ya lo sé antes de preguntar: —¿A quién?

—Para Damian. Le vas a decir que conociste a alguien, un


extranjero que estaba de visita en tu país, y que te arrasó. Amor a
primera vista. Salieron a cenar. Fue hermoso, como un cuento de
hadas. Te quedaste destrozada cuando él tuvo que volver a su país.
No podía soportar dejarte atrás, así que te pidió que te fueras con
él. No te lo pensaste dos veces. Te consiguió un pasaporte y saliste
del país. Ahora estás en Europa con él, y eres muy, muy feliz.
Apoya las palmas de las manos en el escritorio, acercando nuestros
rostros. Sus ojos son fríos, como siempre, pero es un frío diferente,
un frío que me asusta, porque las llamas pueden quemar una
sombra fría de invierno.

—Tan feliz, que nunca vas a volver.

Es esa chispa que parpadea bajo las capas más profundas de ceniza
gris la que me hace inclinarme hacia atrás. Es la historia que contó,
la que robó de mis libros, la que separa mis labios en un jadeo sin
sonido. Se me hace un agujero en el corazón, porque esta será la
mentira más terrible que jamás haya dicho, y nunca le he mentido
a mi hermano, ni siquiera una vez.

Mis fosas nasales se agitan en la mirada entre nosotros, débiles


temblores recorren mi cuerpo y se acumulan en mis dedos donde él
empujó el bolígrafo.

Estaba esperando esa historia, ese amor. Ese hombre. No tiene


derecho a robarme ese lugar, a tomar mi fantasía y retorcerla en
una mentira desesperada. No puedo escribirlo. Si lo hago, perderé
una parte de mí, y juré que no lo haría.

El bolígrafo se me cae de los dedos. Rueda hasta el borde del


escritorio, donde él lo atrapa.

Sacudo la cabeza. —No puedo.

Vuelve a poner el bolígrafo en mi mano, doblando mis dedos


alrededor de él. —Lo harás.

—Ya se me ocurrirá algo —mi voz es ronca—. Algo que Damian


creerá.
—Se lo creerá. —Me empuja un mechón de pelo detrás de la oreja—
. Nada más.

¿Cómo es que este desconocido sabe tanto sobre mí al revisar mis


pertenencias? Hay algo más que cocinar una historia creíble.
Maxime quiere hacer suya mi fantasía. Quiere aparecer en ella. Eso
es lo que significan esas llamas frías: excitación.

—Nunca he mentido a mi hermano —digo en un débil intento de


apelar a su compasión, aunque empiezo a creer que no tiene
ninguna.

—No te corrompería si pudiera elegir. —Su mirada se desplaza a


mis labios, luego al escote del vestido—. En esto, no hay elección.

Lo dice con tanta convicción, casi con arrepentimiento, que me


quedo callada por un momento. La afirmación es falsa. Por
supuesto, tiene una opción, pero cree que no la tiene. Quiero rogarle
que no me obligue a hacerlo, pero aprieta sus dedos sobre los míos
donde estoy agarrando el bolígrafo y se lleva la mano a la boca. Me
quedo inmóvil mientras besa cada nudillo, cinco veces en
reverencia. Solo cuando el calor de sus labios se desvanece,
recupero la función de mi cuerpo, lo suficiente como para apartar
la mano, lo suficiente como para poner el bolígrafo sobre el papel, y
comenzar la destrucción de una parte de mi sueño.

Esto es importante para mí. Era importante para mí. Me tiembla la


mano al hilar el relato, tanto que me detiene, arranca la página y
me hace empezar de nuevo.

Me besa la cabeza con ternura y me susurra en tono tranquilizador:


—No pasa nada, pequeña flor. Lo estás haciendo bien.

La falsedad arde en mi corazón mientras lo escribo. Es más que


mentir a mi hermano. Es admitir que mi sueño está acabado,
destruido. Que me aguanté para nada. Que nunca va a suceder.
Ningún caballero va a cargar en un caballo blanco y salvarme, como
dijo Damian.

Así que lo hago. Lo escribo. Digo las palabras de Maxime. Al final,


firmo con Te amo, siempre. Es la única parte verdadera en la carta,
la parte que le dirá a Damian que el resto es falso. Nunca digo que
lo amo. No tengo que hacerlo. Él lo sabe. Damian y yo no usamos
ese tipo de lenguaje entre nosotros. Tal vez sea porque nuestros
padres no pudieron decirnos que nos amaban, y siempre nos hemos
sentido incómodos admitiendo las palabras.

Vuelvo el rostro para mirar a Maxime. Mueve la cabeza y me hace


un gesto de desaprobación con la lengua. —Esa es una de las cosas
que encuentro tan entrañables en ti. Es tu voluntad de sobrevivir.
—Me pasa una mano por la cabeza—. Como una pequeña flor
silvestre.

Fingiendo inocencia, pregunto: —¿Qué quieres decir?

Se endereza, saca su teléfono del bolsillo, pasa por encima de la


pantalla y lo gira hacia mí.

Respiro. En la pantalla hay una copia de una carta, la última que


escribí a Damian. Vuelve a mover el dedo. Otra carta. Una y otra
vez. Todas mis cartas.

—¿De dónde has sacado esto? —grito.

Inclina la cabeza, dándome tiempo para que lo entienda.

—Zane da Costa —digo el nombre como una maldición.

—Lo firmarás Zoe con dos x y dos o, como siempre haces. —Arranca
la hoja, la arruga en su puño y le indica la hoja en blanco.
Sin más remedio, empiezo de nuevo, escribiendo las palabras de
Maxime pero firmando como lo hago siempre.

—Así está mejor —dice, doblando la página exactamente por la


mitad y deslizándola en uno de los sobres a juego con el logotipo
del hotel, prueba de que realmente he salido del país, y prueba que
estoy en un lujoso hotel en mis vacaciones soñadas.

Oh, Dios mío. Por eso lo hizo Maxime. Por eso el astuto hijo de puta
me trajo aquí. Es para guardar las apariencias. Si Damian tenía
alguna duda después de leer mi carta, esto lo convencerá de que
conocí a un rico desconocido que me trata como una princesa. Esto
suavizará cualquier preocupación que Damian pueda tener, porque
las princesas son amadas y adoradas.

Me retuerzo en la silla para mirar al hombre que me ha convertido


en un rehén. Los rehenes no son amados ni adorados. Son
utilizados y manipulados. —Eres un bastardo.

—Shh. —Me planta un beso en la cabeza, con cara de satisfacción,


mientras mete el sobre en el bolsillo interior de su chaqueta—. Has
sido una buena chica. Toma tu abrigo. Es hora de tu recompensa.

Me pongo de pie rígida. Cuando no me muevo durante varios


segundos, Maxime agarra el abrigo rosa y me lo pone sobre los
hombros. Me da un gorro de lana con ribetes de piel y una bufanda
a juego. Me siento congelada, con los dedos demasiado rígidos para
obedecer las señales de mi cerebro, mientras me ayuda a ponerme
el abrigo y abrocharlo. Me coloca la bufanda y el gorro, y finalmente
los guantes, vistiéndome como una niña.

Parece un turista feliz con ganas de explorar una nueva ciudad


cuando se pone su propio abrigo, bufanda y guantes.
—¿Has estado aquí antes? —suelto, porque la guardia que debería
mantener en mi lengua parece haberse apagado con mis funciones
mentales y físicas.

—Muchas veces —dice.

Mi tono es mordaz. —Entonces esto debería ser muy aburrido para


ti.

—Pero eso me convierte en el perfecto guía turístico. —Ofrece su


brazo.

Dejo que enganche su brazo con el mío. Ya he librado demasiadas


batallas con él que no puedo ganar. Necesito guardar mi energía
para las que importan.

Fuera de la habitación, Gautier y Benoit hacen guardia, tal y como


había dicho Maxime. Saludan a Maxime con la cabeza pero me
ignoran. Recorremos un pasillo con hermosos cuadros y espejos y
descendemos por una escalera con barandilla de madera tallada. El
vestíbulo está extravagantemente decorado con tonos burdeos y
dorados. Cruzamos un vestíbulo de mármol y luego estamos en una
calle adoquinada.

Una ráfaga de aire frío me golpea, haciendo que mis ojos lloren. Por
supuesto. Aquí es invierno. No pensé en ello, ni siquiera cuando
Maxime me vistió con ropa abrigada. En abstracto, el conocimiento
se registró, pero mi cerebro estaba apagado. El repentino frío me
hace temblar.

Maxime me acerca. —¿Suficientemente caliente?

Me pongo rígida. No lo estoy, pero asiento con la cabeza. Camino a


su lado, desalentada, mientras Gautier y Benoit me siguen. Observo
distraídamente los lugares que Maxime señala, no para fastidiarlo
a él o a mí, sino porque simplemente no puedo reunir ningún
entusiasmo, y mucho menos emoción. Mi mente se fija en la
hermosa ciudad, pero mi corazón no procesa las experiencias
sensoriales como alegría.

Visitamos la Basílica de San Marcos, el Palacio de Dodge y el Puente


de Rialto. En cada uno de ellos, posamos para las fotos que Benoit
hace con el teléfono de Maxime. Sonrío cuando Maxime me lo pide,
el gesto es rígido y poco natural, pero cuando me enseña las fotos
parecemos cualquier otra pareja posando: felices y despreocupados.
Es el truco del paisaje, del viento que mueve mechones de cabello
sobre mi rostro, ocultando mi expresión y haciéndonos parecer sin
aliento en lugar del captor y la cautiva. Supongo que las fotos son
una prueba más en caso que mis amigos en casa hagan preguntas.
Quizá Maxime incluya una en la carta a Damian.

Por la tarde, paramos a comer pizza en la Pizzería Megaone. Maxime


dice que es famosa en todo el mundo y que veré a algunas familias
italianas cenando allí. No me importa ver a infames miembros de la
mafia. Me como la pizza y me bebo el vino, notando en mi mente
que la cuenta es el precio de comprar una franquicia de pizza en mi
país. Maxime es quien habla, manteniendo una conversación
constante, pero las palabras me entran por un oído y me salen por
el otro. Estoy en una extraña especie de limbo. Es como si no
estuviera presente, sino que me estuviera mirando desde otro lugar,
un lugar más seguro.

—¿Café? —pregunta Maxime, atrayendo mi atención hacia él


después que el camarero haya retirado nuestros platos de postre—
. ¿O tal vez un té?

—No, gracias.

—¿Te gustó el tiramisú?


Le miro. No respondo, porque realmente no lo sé. Su boca se tensa.
—Zoe.

—Sí.

Sonríe. —Bien. —Se levanta y me tiende la mano—. Ven.

Afuera, se detiene en el mercado de flores para comprar un enorme


ramo de rosas rosas. Son realmente bonitas y huelen divinamente.
Espero que me haga más fotos con las flores como otro de sus
accesorios, pero parece que ya ha terminado con las fotos. Benoit
lleva las flores mientras Maxime me ayuda a subir a la góndola. El
remero le habla a Maxime en italiano. No estoy segura de lo que
dicen, pero Maxime domina el idioma.

El remero nos conduce por el canal, bajo puentes y arcos,


entonando apasionadas canciones de amor, mientras yo me siento
junto a Maxime con una manta sobre nuestras piernas. Me toma
de la mano como si fuéramos amantes y no como si llevara una
arma metida en la cintura bajo la chaqueta y sus dos guardias no
le siguieran en su propia góndola a poca distancia.

Al llegar a la curva, el remero se detiene para que podamos admirar


la puesta de sol. Hace frío y estoy agradecida cuando por fin nos
bajamos y emprendemos el camino de vuelta al hotel. Tengo las
piernas cansadas y quiero meterme en la cama y hacerme un ovillo,
esconderme de él, de mí y, sobre todo, de los próximos cuatro años.

Nos detenemos en la plaza. No es hasta que Maxime enmarca mi


rostro entre sus anchas palmas que me doy cuenta que Gautier y
Benoit se han quedado ligeramente atrás, dejándonos espacio.

—Zoe. —Solo por la forma en que mi nombre es un suspiro en sus


labios sé que lo que sigue va a ser pesado—. ¿Te has divertido hoy?
Vuelvo de cualquier hechizo en el que haya estado, mi conciencia
es devuelta al momento. Como cuando me agarró en el vestíbulo de
mi bloque de apartamentos, mis sentidos se intensifican y mi
conciencia se agudiza. Instintivamente, siento que esto es
importante, que el momento tiene efectos perjudiciales para mi
bienestar.

Asiento con la cabeza, porque no quiero disgustarle.

—Bien. —Sonríe, frotando sus pulgares sobre mis mejillas—. Ahora


usa tus palabras.

—Sí. —Con retraso, añado—: Gracias.

—Quiero que me escuches con mucha atención —continúa—.


¿Recuerdas lo que dije sobre las opciones?

Vuelvo a asentir con la cabeza, mi ansiedad aumenta.

—Te voy a dar una, quizá la más importante que harás nunca, y
quiero que lo pienses bien. Quiero que lo hagas sabiamente.
¿Entiendes? —Me sacude un poco cuando no respondo—. ¿Lo
entiendes?

No lo hago, pero la palabra que él espera se desliza de mis labios.


—Sí.

Al soltarme, da un paso atrás. Por un momento duda, pero luego


me agarra de la mano y me lleva hacia un callejón. Camina tan
rápido que tengo que correr para seguirle el ritmo, y cuando
entramos en un pasillo oscuro y estrecho, casi me arrastra detrás
de él.

—Maxime. —Tiro de su mano, intentando que vaya más despacio,


pero no me mira.
Seguimos otro pasillo, este aún más estrecho, que corta hacia el
canal. Bajo un puente, tomamos una escalera que desciende a un
nivel inferior a los edificios. La escalera está fría y mohosa, las
paredes de piedra están húmedas. Conduce a una habitación que
parece estar bajo el nivel del agua, tal vez una parte antigua de una
casa antes que los cimientos de la ciudad se hundieran bajo el mar.

—¿Qué es esto? —pregunto, parpadeando para que mis ojos se


ajusten.

La única luz proviene de un orificio de ventilación con una rejilla de


hierro en lo alto de la pared, justo debajo del techo.

Maxime se vuelve para mirarme, sus ojos planos y sin emoción en


el oscuro interior. Me acerca a su cuerpo y me coloca los brazos a
la espalda. Algo se engancha a mis muñecas.

—Maxime —grito en un susurro.

Me golpea la espalda contra la pared y saca algo de su bolsillo. Veo


con horror cómo despega el reverso de un trozo de cinta adhesiva.
—¡Maxime! ¿Qué estás...?

Me sella los labios con la cinta, presionando tan fuerte que mi


cabeza golpea contra uno de los ladrillos de piedra. Las estrellas
estallan detrás de mis párpados. Sacudo la cabeza, intentando
aclarar mi visión, y cuando vuelvo a abrir los ojos, llego justo a
tiempo para verle lanzar una puerta de hierro cerrada, y luego una
pesada puerta de madera.
Capítulo 5

La oscuridad parcial se despliega a mi alrededor con el giro de la


llave. Corriendo hacia la puerta, golpeo mi hombro contra ella. Los
únicos ruidos que puedo hacer son de pánico. Lo único que recibo
a cambio son los pasos de Maxime alejándose. Sus pisadas suenan
en las escaleras, luego más allá, y finalmente nada.

Silencio.

Me desplomo contra la pared, temblando de la cabeza a los pies. No


puedo creer que haya hecho esto. No puedo creer que me haya
dejado aquí. Sola. ¿Pero por qué es tan difícil de creer? Es cruel,
nada amable.

Las sombras se arrastran sobre mí rápidamente. Pronto, estará


completamente oscuro. Miro a mí alrededor mientras todavía puedo
ver formas al atardecer. Un banco está ubicado contra la pared.
Aparte de eso, no hay nada.

Una sensación de abandono se apodera de mí. Me siento perdida y


sola, pero eso no es nada comparado con la traición que arde en mi
estómago.
Pánico.

Tengo que salir de aquí. El único agujero en este lugar olvidado por
Dios es el espacio de ventilación, y eso no es lo suficientemente
grande como para que pase un gato flaco, sin contar que nunca
llegaría a esa altura, ni siquiera parada en el banco.

Me quedo quieta, en el silencio.

Piensa, Zoe. Piensa.

No está completamente silencioso. El silencio que registré tras la


ausencia de voces humanas, que fueron la de Maxime y la mía,
ahora que escucho bien, hay un pequeño chapoteo del agua y del
zumbido lejano de una lancha.

Tal vez si hago suficiente ruido alguien me oirá. Agarro la idea como
una boya de vida, pateando las paredes con los talones de las botas
hasta que me duelen los pies. Cuando eso no funciona, pateo el
banco y lo llevo repetidamente contra la pared con mis pies, pero el
cuarto está bajo el nivel del agua, y las paredes de piedra deben ser
gruesas. Nadie me oirá a través de la enorme puerta.

La desesperanza de la situación me lleva a caer de rodillas. Golpeo


el suelo mojado, frío y duro con las manos esposadas a la espalda,
mirando fijamente el agujero que se vuelve negro mientras llega la
noche.

A pesar de mi abrigo, gorro, bufanda y guantes, tengo frío. Me obligo


a poner de pie, luchando para hacerlo con las manos atadas, pero
eventualmente me las arreglo usando la pared como apoyo. Camino
el diámetro de la habitación, girando en círculos para crear calor y
mantenerme caliente, pero el espacio es demasiado pequeño para
que el ejercicio funcione eficazmente. Salto arriba y abajo todo el
tiempo que puedo, pero al final me canso demasiado.

Doy la vuelta al banco con un pie y me siento. La única forma de


salir de aquí es si alguien me lo permite. Tal vez nadie lo hará. Quizá
por eso Maxime me dejó aquí.

Para morir.

Empiezo a llorar vergonzosamente mientras la realidad toma forma


como un monstruo vivo y respirador en mi pecho. Un ruido
chirriante me detiene. Algo corre sobre mis manos. Con un grito
ahogado detrás de la cinta adhesiva, salto. Sonidos más chirriantes.

Ratas.

Mis dientes empiezan a rechinar. Me coloco en una esquina como


solía hacerlo cuando era niña. Solo que mis cuentos de hadas ya
no pueden salvarme. Esto es una pesadilla, y es real.

¿Volverá Maxime?

Tiene mi carta y las fotos. Tiene mi teléfono. Puede enviar las fotos
a Damian y a mis amigos, mostrándoles lo genial que lo estoy
pasando. Todos los que me conocen saben que siempre he querido
venir a Venecia. Todo el mundo sabe que he estado esperando
estúpidamente que el amor me encuentre, para que el hombre
adecuado me salve. Escapándome con un extraño es algo que yo
haría. Nadie va a venir a buscarme. Desapareceré de la faz de la
tierra. Mis huesos se pudrirán en esta cámara funeraria bajo los
canales de Venecia, la ciudad de mis sueños.

No puedo evitar reírme histéricamente entre lágrimas. Qué estúpida


idiota he sido. Tan ingenua.
Sollozando, me limpio la mejilla en el hombro. Sentir lástima por mí
no me va a ayudar. No es el miedo a morir lo que me golpea más
fuerte en el intestino. Es el arrepentimiento. No prestar más
atención cuando Maxime dijo que no siempre sería así. Su
significado era obvio, pero mi mente lo rechazó, eligiendo no verlo.
No hacer caso a las palabras de Maxime cuando me dijo que hiciera
del día el mejor, muy probablemente el último día de mi vida.
Capítulo 6

De vuelta en el hotel, me despido de mis guardaespaldas y tomo


una ducha larga y cálida. Luego ordeno el servicio a la habitación,
pongo una colección de música clásica y arreglo las rosas en el
jarrón mientras espero a que me entreguen mi comida.

Llega rápido, un filete como me gusta, jugoso, con ajo, papas con
perejil a un lado y una botella de su mejor vino rojo. Los cubiertos
son de plata y la vajilla de cristal cortado. La vela en la mesa es
perfumada. Huele a lavanda. Mañana les pediré que consigan una
que huela a esencia de rosas.

Consumo todo, disfrutando de la calidez de mi suite y la vista sobre


la plaza. Cuando termino, me sirvo cuatro dedos de coñac del bar y
camino a la ventana para mirar el canal. Es bonito por la noche con
linternas colgando sobre los puentes. Tan romántico. Qué ilusión.
Bajo las hermosas calles donde los turistas comen, ríen y compran,
yace mi tesoro enterrado. En algún lugar bajo el agua sucia hay
una pequeña flor, una margarita amarilla que se marchitará y
morirá sin luz solar ni agua.
Dejé de fumar hace años, pero envuelvo mi abrigo alrededor de mi
cuerpo y tomo el paquete que robé de Gautier, salgo al balcón.
Encendiendo uno, arrastro el humo a mis pulmones. Si está
sufriendo, yo también. Es lo menos que puedo darle.
Desnudándome, expongo mi cuerpo al frío. Como siempre, el dolor
de congelación que se asienta en los dedos de mis manos y en los
dedos de los pies, me hace sentir en casa.

No termino el cigarrillo.

Lo coloco en mi pecho.
Capítulo 7

Cuando me duermo, las ratas pronto descubren que soy un blanco


inofensivo y mordisquean la carne expuesta de mis muñecas e
incluso mis piernas a través de mis medias. Las golpeo y pateo, pero
se están volviendo atrevidas, incluso arriesgándose cuando estoy
despierta. La piel abierta quema al principio, pero después de un
tiempo el frío lo adormece todo, tanto que no siento las mordeduras
ni el dolor mientras sus dientes afilados roen mi carne. La mejor
manera de alejarlas es moviéndome, pero me siguen y tratan de
subirse a mis piernas cuando no pueden morderme las botas.

Cuando sale el sol, estoy exhausta y fría hasta el tuétano. Es como


si la humedad se hubiera filtrado en mis huesos. Ya no soporto
más. Creo que las ratas pueden matarme antes que muera de
hambre. No estoy segura qué es lo más misericordioso. Mis medias
están desgarradas y la ropa cara arruinada, sucia de la humedad y
el moho negro en las paredes. Aquí abajo, apesta peor que mi
edificio de apartamentos.

Apoyada contra la pared, pateo a una rata que se sube al frente de


mi bota. El chapoteo del agua es más silencioso. Es marea baja.
Hay algo más, también, se escucha como el sonido de un martillo.
Se acerca. ¡No!, es el sonido de los pasos. Mi corazón comienza a
latir fuerte en mi pecho cuando descienden por las escaleras. Me
preparo, rezando por el rescate, pero la puerta se abre y es la cara
de Maxime.

Lleva un traje claro con corbata rosa, y su cara está bien rasurada.
Cuando abre la puerta y entra en mi prisión, un olor de invierno
llega a mis fosas nasales. Es limpio y fresco, un marcado contraste
con mi suciedad y agotamiento, como una lupa en su crueldad. Es
frío y monstruoso.

No es mi salvador.

Me retiro, pero él me agarra el cabello con una mano, y


cuidadosamente quita la cinta de mi boca con la otra. Duele. La piel
de mis labios se estira y se cortan. Arrastro mi lengua sobre ellos y
pruebo la sangre.

Algo dentro de mí se rompe. Mi visión se vuelve borrosa.

Me da la vuelta para abrir las esposas. En el momento en que mis


manos están libres, me abalanzo sobre él. Lo agarro y golpeo,
gritando como una persona loca. Debo estar enojada, porque lo que
debería estar haciendo es escapar. Pateo. Le doy un puñetazo en el
estómago. Solo se queda ahí parado y aguanta, mis golpes no le
hacen daño. Después del siguiente puñetazo, arremeto nuevamente
en su estómago, lo empujo y corro.

Ni siquiera doy el primer paso antes que se apodere de mi tobillo.


Voy al suelo, deteniendo mi caída con mis manos. Mis palmas arden
a medida que la piel se desprende, pero pateo con todas mis fuerzas.
Entierro los dedos en el suelo, me quiebro las uñas mientras me
arrastra de vuelta a mi celda.
––¡No!

Me voltea sobre mi espalda y cubre mi boca con la mano. Mis labios


están apretados hacia atrás, mi mandíbula ancha. Muerdo hasta
que la presión de su mano se vuelve tan severa que creo que mi
cráneo puede reventar.

—¿Terminaste? —pregunta a través de los labios apretados.

Sacudo la cabeza, pero ambos sabemos que sí. La pelea ha acabado,


mi energía agotada.

—Si gritas —dice— Me iré. Puedo hacer esto durante días hasta que
estés lista para escuchar.

Cuando me quedo quieta, me quita la mano. —Eso esta mejor.

Me acuesto boca arriba sobre las piedras mojadas, la humedad que


se filtra a través de mi abrigo y vestido, a través de mi propia piel y
en mi corazón. Está agachado a mi lado, estudiándome con un
brazo en la rodilla. Su personalidad es grande y poderosa. La
sombra que proyecta sobre mí me traga entera. De alguna manera,
parece más oscuro y frío que la noche de invierno que pasé en mi
celda.

—Quiero que me escuches, Zoe.

Mi mirada se encuentra en su cara, en las líneas no simétricas de


sus rasgos y el golpe en el puente de su nariz.

—Cuando te lleve a casa —continúa con su acento musical—.


Tienes una opción.

Mi esperanza levanta una fracción. —¿A Sudáfrica?


––A Francia.

Las palabras son como un puñetazo. No sé cuántos golpes más


puedo recibir. Me obligo a preguntar desde los labios adormecidos.
––¿Qué opción?

—Puede ser como ayer, como el día que pasamos, o puede ser así
—Se mueve por el espacio—. Lo que decidas depende enteramente
de ti, pero debes saber que cada elección tiene un precio.

Aguanto la respiración, espero a que continúe.

—Si te llevo con mi familia a Francia, esto es lo que te espera. Te


encerrarán, serás una prisionera. Los hombres se turnarán contigo,
empezando por mi hermano, y no es un hombre amable. Te
mantendrá viva, pero desearas estar muerta. La única manera en
que puedo protegerte es reclamándote. —Su mirada perfora la
mía—. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?

Mi cuerpo tiembla sin control, mi mente se niega a dar sentido a las


palabras.

—¿Entiendes, Zoe? —pregunta con su acento musical.

Sacudo la cabeza.

—Vas a tener que convertirte en mi amante. —Las llamas en sus


ojos me queman glacialmente—. Vas a tener que dejarme follarte,
convincente y a menudo.
Capítulo 8

Los bonitos ojos azules de Zoe brillan, como siempre regalando su


corazón. Ella encuentra la idea de mí follándola como repugnante.
No esperaba lo contrario. Sin embargo, me apuna en el pecho.

Apuesto a que ella va a encontrar a Alexis guapo. Todas las mujeres


lo hacen, hasta que descubren sus fetiches.

Lame sus labios rotos. —¿Me estás pidiendo que venda mi cuerpo
a cambio de tu protección?

—No necesito comprar sexo, pequeña flor. —A pesar de mi físico,


tengo suficientes compañeras de cama ansiosas.

—¿Te refieres a ser tu amante de verdad?

Asiento, una parte sádica de mí está disfrutando de su incomodidad


y desagrado, ella es tan obvia. —De verdad.

Casi puedo ver su cerebro volviendo a la acción. —¿Por qué no


podemos fingir? ¿Por qué tengo que acostarme contigo?
—Porque mi familia lo sabrá. —Más exactamente, mi padre y mi
hermano.

—¿Cómo?

—Créeme, hay señales que serán obvias. —Yo follo duro. Mi familia
me conoce. Mis amantes no caminan derecho por la mañana, no es
que se quejen. Habrá chequeos médicos, anticonceptivos, y nuestro
médico es un amigo de la familia. Él va a informarle a mi padre.
Cambiar a otro sería sospechoso, una señal de alarma. No, hay solo
una forma de jugar a esto.

De verdad.

Ella traga. —¿Por qué me ayudarías?

Sí, ¿por qué? —Porque odiaría ver tu vida desperdiciada.

Ella parpadea, sus pestañas mojadas con lágrimas no derramadas.


—¿No está ya desperdiciada?

—Elección, Zoe. Todo depende de cómo elijas mirarlo.

Sollozando, ella vuelve su cara hacía la luz que cae en una cuña del
agujero en la pared. Entre las dos opciones, lo sé, y ella sabe cuál
va a ser su elección. Le dejo tener un momento, la dejo tomar el sol
en negación por un tiempo más.

Cuando finalmente me mira, sus lágrimas se derraman. Me duele y


me agrada lo poco que me quiere y que está ya admitiendo su
derrota, porque cuando abra su bonita y pequeña boca, me dará su
consentimiento.

Asiente con la cabeza, un pequeño movimiento, apenas inclina la


cabeza.
Le quito un mechón de cabello de su cara sucia. —Dilo. —Cuanto
más rápido consienta, más rápido puedo llevarla fuera de aquí,
limpiarla, y darle luz solar y agua por lo que ella va a florecer de
nuevo.

—Sí —dice con voz débil.

—Sí, ¿qué?

—Seré tu amante.

—Esa es una buena opción, Zoe. —Arrastro mi palma sobre su


mejilla—. Lo hiciste sabiamente.

Yo no desperdicio el tiempo. La levanto del suelo frío, abrazándola


contra mi pecho. La exposición fue dura, pero fue necesaria. Me
dolió tanto como a ella. Las quemaduras frescas de cigarrillos en mi
estómago y pecho son una prueba de ello.

Ella no pesa nada en mis brazos mientras subo las escaleras. La


sostengo más fuerte, protegiéndola del frío tanto como puedo. Es
mía ahora. Voy a cuidar de ella, voy a cubrir todas sus necesidades.

Gautier espera a la altura de la calle con una manta. La cubre, tiene


cuidado de no tocarla, y yo la arropo alrededor de su cuerpo. Ella
está temblando como un pétalo atrapado en una tormenta.
Nosotros no vamos por el callejón, caminamos hacia el embarcadero
donde la lancha está atada. Benoit está a bordo. A nuestra llegada,
desata la lancha. Bajo a Zoe, la coloco en sus pies y la ayudo a
subir. Cuando estamos todos dentro, me siento, atrayéndola a mi
regazo y asegurándome que está cubierta con la manta.

Benoit enciende el motor y lleva la lancha hacia el canal. El viento


me golpea la cara y las orejas. En la pelea, Zoe perdió su gorro. Ella
se acurruca bajo la manta, cerca de mí. Alimenta a una parte
hambrienta de mí. Abro mi chaqueta y la tiro alrededor de ella
debajo de la manta para que el calor de mi cuerpo pueda calentarla
mejor.

Después de un corto viaje, amarramos la lancha frente a nuestro


hotel. Es temprano. Pocas personas están alrededor. Levanto a Zoe
y la llevo adentro mientras mis hombres exploran el área delante de
nosotros. No nos encontramos con alguna persona en el vestíbulo
o en las escaleras, y unos minutos más tarde estamos de vuelta en
la suite.

Llevándola directamente al baño, la bajo en el banco junto al baño


antes de agacharme frente a ella. Cuando alcanzo la manta, ella la
agarra más fuerte hacia su pecho.

—¿Qué estás haciendo? —pregunta.

—Necesitas una ducha. —Cuando su entrecejo no cede, explico mi


intención—. No voy a hacerte daño. Necesito cuidar de ti.

—Entonces sal de aquí.

Estoy de pie. El rechazo pica, pero acojo con beneplácito el dolor.


Sentir algo después de nada, después de pensar que nunca volvería
a sentir, es un milagro y alegría al mismo tiempo.

Ella estuvo de acuerdo. Quiero recordarle, pero debo tener


paciencia. En realidad, es mejor no verla desnuda antes de esta
noche. La expectativa desenfundada solo aumentará el placer.

Todavía no me siento cómodo dejándola en este estado. Ella está


cansada y débil. Puede deslizarse en la ducha y abrirse la cabeza.

—¿Por favor? —dice.


Las palabras tiran de mi corazón, otra sensación extraña, porque
quiero complacerla.

—Llama si me necesitas. —Me doy la vuelta y me voy, pero me


detengo en la puerta—. Tal vez es mejor si te metes en la tina.

—Estaré bien —dice, con los ojos encendidos de molestia.

Sonrío a cambio. —Estoy justo afuera.

Su boca cae en una mueca. —¿No es bueno saberlo?

Dejo que se deslice. Estoy tan feliz de tener su consentimiento.

Cerrando la puerta para darle privacidad, me acomodo en la sala


del dormitorio para que pueda escucharla en caso que cambie de
opinión sobre la necesidad de mi ayuda. Cito a Benoit y le doy la
carta para enviarla por correo con la instrucción de traer de vuelta
una inyección para el tétano. Tenemos contactos por todas partes.
Puedo conseguir lo que quiera, sin importar dónde esté.

El agua de la ducha corre. Para cuando termina, He pedido un


desayuno tardío e hice los arreglos para esta noche. Cuando Zoe
sale vestida con una bata, señalo el asiento.

Ella camina, pero flaquea antes de llegar al asiento. —¿Vas a


hacerlo ahora?

Mi sonrisa es diabólica. Sé lo que quiere decir, pero quiero que lo


diga. —¿Hacer qué?

—Ya sabes. —dice indicando la cama.

—¿Te refieres a follarte?


Sus mejillas se vuelven de color rosa profundo, bonitas como una
rosa fucsia.

La observo con las manos dobladas a mis espaldas, disfrutando de


su timidez. —No necesitamos una cama para follar. Podemos
hacerlo en otros muebles, en muchos lugares diferentes, y en una
variedad de posiciones. —Pero por ser la primera vez, será en la
cama.

Ella traga. —No estoy lista.

¿Qué necesita para estar lista? Definitivamente no es ropa. Me


gusta jugar a este juego del gato y ratón con ella, pero quiero que
se relaje, que no se estrese. Quiero que lo disfrute. Que sean un
interés mutuo, quiero que su mente este a gusto.

—No te preocupes. —Me acerco más—. Tienes tiempo.

Sus hombros se hunden. ¿Sabe que tan abiertamente muestra su


alivio? —¿Hasta cuándo?

—Esta noche.

La noche es cuando los amantes lo hacen, al menos la primera vez.


O eso supongo. Nunca he sido del tipo romántico. Nunca he sido el
amante de nadie. He follado suficientes veces para haber refinado
la técnica de dar placer a una mujer a un arte, pero nunca he estado
con la misma mujer más de un par de veces. Estoy realmente con
ganas de explorar el sexo a largo plazo con Zoe, por lo que la primera
vez es importante. La primera vez de todo determina cómo irá el
resto.

Tomando su mano, la tiro hacia abajo en el asiento. Luego me


agacho frente a ella y abro la bata para exponer sus piernas. Ella
se sienta en silencio, aunque tensamente, mientras inspecciono las
marcas de mordidas en sus piernas. Empujo las mangas y giro sus
muñecas para hacer lo mismo. Finalmente, me enderezo para pasar
mis dedos a través de su cabello y sobre su cuero cabelludo,
sintiendo protuberancias. Hay una pequeña en la parte posterior de
su cabeza.

—¿Tienes dolor? —pregunto.

Ella sacude la cabeza.

—¿Tienes hambre?

—Sed —dice.

—Te daré de comer pronto.

La dejo en el asiento para tomar el botiquín de mi mochila. Nunca


viajo sin uno. Es una necesidad en nuestro negocio.
Meticulosamente, desinfecto cada marca y rasguño en su piel,
incluyendo sus palmas.

La comida llega justo cuando he terminado. No hago que se siente


en la mesa, pero le ordeno la cama y arreglo las almohadas a su
espalda. Sirvo un sabroso muffin, tocino y huevos revueltos en un
plato y la dejo comer en la cama mientras sirvo té de pétalo de rosa
en una taza para enfriar.

Benoit regresa con la vacuna contra el tétano mientras llevo su


plato vacío lejos. Primero le doy una píldora antiinflamatoria para
beber con su té, y luego tomo una jeringa hipodérmica del kit.

Sus ojos se ensanchan cuando inserto la aguja en el vial. —¿Qué


estás haciendo?
—Es una inyección para el tétano —explico—, para las mordeduras.

Ella no dice nada mientras empujo la manga de la bata y coloco mis


dedos alrededor de su brazo. Ella salta cuando inserto la aguja en
su piel y vacío la jeringa, pero es una chica valiente. No se queja.

Después de atenderla estoy mucho más feliz, ciertamente menos


miserable que anoche. Lo único que le queda es descansar un poco.

Acariciando su cabello suave que todavía está húmedo después de


su ducha, le digo —Cierra los ojos. Duerme. Debes estar cansada.

Ella no discute. Sus largas pestañas revolotean sobre sus ojos, y los
músculos de su rostro se relajan mientras se va acostando. Con
una aceptación inusualmente dócil, me permite acariciar su
cabello.

Algún día ella va a anhelar que la toque así. Llegará un día en que
no tendrá que simplemente tolerar mi toque.

Cuando termine con ella, va a necesitarme como una droga.


Capítulo 9

Es el atardecer cuando me despierto. La habitación está cubierta


en un suave resplandor dorado. Me siento mucho mejor que esta
mañana; mi estomago está lleno, mis dolores han desaparecido,
tengo calor y estoy totalmente descansada. Entonces una bola de
inquietud me aprieta el estómago, estropeando mi buen estado
físico.

En una hora, estará oscuro. En la oscuridad ocurren cosas


pecaminosas. La presa es cazada y los monstruos prosperan, pero
los votos deben ser honrados, sin importar que los sueños sean
destruidos.

Balanceo las piernas sobre la cama y miro a mí alrededor.


Afortunadamente, estoy sola en la habitación. Al no saber cuánto
se me concederá en el futuro, aprovecho la intimidad para ir al baño
y usar las instalaciones, pero cuando abro la puerta, me encuentro
con la brillante luz de las velas y el sensual olor de las rosas. La
bañera está llena de agua humeante, con pétalos de rosa flotando
por encima. Las velas arden en el tocador, en el suelo y en el borde
de la bañera. Hay pétalos esparcidos a su alrededor. La escena es
tan bonita que me olvido de estar enfadada e incluso de estar
ansiosa por un momento, pero entonces recuerdo quién lo ha
preparado todo y mis hombros vuelven a tensarse de nuevo.

Vuelvo a mirar a la habitación, esperando que él esté de pie allí,


midiendo mi reacción, pero sigo sola. La fragancia y el agua caliente
son demasiado tentadores para desperdiciarlos. Cierro la puerta
con llave y dejo mi bata deslizarse por mis hombros. Atando mi
cabello en un moño en la cima de mi cabeza, entro en la bañera y
me sumerjo en el agua.

Es el paraíso. El calor se filtra en mi piel, derritiendo la tensión de


mis músculos. Una copa con un líquido dorado y burbujeante está
al alcance de mi mano en el alféizar de la ventana, es un hermoso
cristal con un sofisticado grabado. Me la llevo a los labios y bebo un
sorbo. El champán es seco y con sabor a levadura. Solo he tomado
un par de copas a lo largo de mi vida, en ambas ocasiones en fiestas
de fin de año del trabajo, y al instante me encantó su sabor. Es un
lujo que nunca podría permitirme con mi presupuesto para la
despensa.

Tengo que jugar un poco con los controles antes de descubrir cómo
hacer que las burbujas funcionen. Un chorro de agua masajea mi
espalda baja y otro mis pies; me recuesto e incluso hay una
almohada de baño para mi cabeza, y admiro la vista del canal y del
puente de fondo. Las luces parpadean en el puente y las farolas que
iluminan las calles adoquinadas parecen antiguas, como sacadas
de un cuento de hada. Excepto que este no es un cuento de hadas
y no lo debería olvidar.

Cuando la realidad vuelve a entrar en mi conciencia, borrando la


belleza del momento, me bebo el champán de un tirón. Ya no quiero
sorberlo para disfrutarlo, solo quiero usarlo para adormecer mis
sentidos.
Tengo un pequeño zumbido cuando salgo un rato más tarde y me
seco. Mis pensamientos se adelantan a lo que vendrá después, pero
son interrumpidos por lo que encuentro cuando vuelvo a entrar en
la habitación. La cama está recién hecha con ropa de cama limpia.
Un vestido rosado está colocado en el extremo de los pies. Es la
creación más hermosa que he visto. Sin poder evitarlo, me acerco.

Es un vestido de noche largo y sin tirantes, con corte simple. Lo que


lo hace extraordinario es el tul de diamante, es brillante, delicado y
tan levemente rosado que el color es un mero rubor. Me encanta,
es completamente yo. El pensamiento me pone rígida. Por supuesto,
Maxime lo sabe. Probablemente revisó mis libros y bocetos cuando
volvió para ver a Bruce y borró la evidencia de mi existencia.

Junto al vestido hay ropa interior de seda rosa y medias hasta el


muslo con adornos de encaje. Una caja de terciopelo llama la
atención. Mi curiosidad se despierta, alcanzo la caja y abro la tapa.
Un par de diamantes solitarios se asientan sobre un cojín de
terciopelo negro, su luz es más brillante que los rayos del sol o el
arco iris. Son enormes, al menos un par de quilates. Nunca he
tenido un diamante, pero sé mucho sobre ellos por los recortes que
coleccioné del anillo de mis sueños, el que el hombre que me amara
me iba a ofrecer.

Cierro la tapa y arrojo la caja de regreso a la cama.

¿Qué estoy haciendo?

¿Cómo puedo admirar los objetos que mi captor compró? Pronto


será mi amante. Un escalofrío recorre mi cuerpo. Cuando pienso en
la alternativa, de lo que Maxime me mostró y contó, dejo caer la
toalla y me pongo la ropa.

Todo encaja perfectamente, incluso los tacones son del mismo color
del vestido. Estoy por ir al baño para lavar mis dientes cuando noto
un cepillo plateado y cosméticos sobre el tocador. Me acerco y trazo
la rosa en relieve en el reverso del cepillo; es hermoso, una pieza de
arte. Después de remover el elástico que mantiene mi moño, paso
el cepillo por mi cabello casi cerrando mis ojos por cuan suave las
cerdas masajean mi cuero cabelludo.

Me siento y miro mi reflejo en el espejo. Estoy pálida. No quiero lucir


bonita para Maxime, no quiero entregarme a él. Esta noche cuando
le dé mi virginidad, quiero ser alguien más, alguien que no me
importe, para mañana poder seguir enfrentando a la verdadera yo
en el espejo.

Inspecciono el maquillaje, que es de una marca francesa. Aparte de


la máscara de pestañas y el brillo de labios, no suelo maquillarme
y no porque no me guste, sino porque no me lo puedo permitir.
Ahora opto por un look dramático, ojos ahumados y delineador
negro que remato con un lápiz de labios pálido. Definitivamente no
soy yo. El brillo de los aretes añade el toque final.

Junto a un frasco de perfume, hay un bolso de mano cubierto con


la misma tela que el vestido y una rosa cosida de forma intrincada
sujeta a la pinza. Me pongo una gota en la muñeca para olerlo y
noto las marcas del tormento de anoche.

Mi respiración se vuelve superficial, pero inhalo profundo y lo dejo


salir lentamente. Puedo hacerlo, puedo hacer este acto.

De pie, observo mi imagen en el espejo. No reconozco a la mujer que


me está mirando. Bien.

Suena un golpe en la puerta. Cuando contesto, Maxime está en el


umbral con un ramo de flores. Está vestido con esmoquin y
corbatín, y tiene el pelo húmedo.
—Te duchaste —digo estúpidamente, preguntándome si ha rentado
otra suite.

—Me duche en la habitación de Gautier y Benoit. Quise darte


privacidad. —Su mirada me recorre y se fija en mi rostro—. Estás
preciosa, Zoe. —Me tiende las flores—. Estas son para ti.

Las tomo con incertidumbre. No entiendo a este hombre que me


encierra en un calabozo y me compra flores, antes de robarme lo
que queda de mi sueño. No necesita cortejarme, no es como si
estuviéramos saliendo.

—¿Te gustan? —pregunta.

Miro el ramo envuelto en celofán. Es una colorida colección de


orquídeas, amapolas, margaritas y girasoles. El arreglo es informal
y desinhibido, al igual que las flores silvestres. Es precioso.

—Gracias.

—Querrás ponerlas en agua antes de irnos.

Me muevo a su alrededor, metiendo el estómago para evitar tocarlo


cuando no se aparta. Él me observa mientras encuentro un jarrón
en la mesa y lo llevo al baño para llenarlo de agua.

Mientras me encargo de las flores, él apaga las velas,


presumiblemente para que la suite no se incendie mientras salimos
a donde sea que me lleve.

—Tu bolso —dice cuando me giro para salir.

Un lápiz labial, pañuelos y polvos, y cualquier otra cosa que pueda


necesitar una mujer en una cita para follar. Realmente pensó en
todo. Dejo caer el tubo de lápiz de labios y los polvos comprimidos
dentro para apaciguarlo y mantengo la cabeza alta mientras me
dirijo a la puerta.

Se hace a un lado para que salga antes que él. En el salón, me pone
un largo abrigo blanco sobre los hombros y me entrega una bufanda
de piel sintética.

—¿Adónde vamos? —le pregunto cuando me ofrece su brazo.

Me sonríe. —Ya lo verás.

Si se supone que esto sea una sorpresa, no es de las buenas.

Me alegro que sea un auto y no un bote lo que nos espera, porque


el aire está húmedo y frio. Él toma mi mano y me ayuda a entrar;
como antes, él se sienta a mi lado en la parte trasera, mientras
Gautier y Benoit se sientan al frente.

Miro fijamente los edificios mientras pasamos, intentando no


inquietarme. Después de un largo viaje, nos detenemos frente a un
edificio que reconozco de mis libros de viajes: el Teatro La Fenice.
He leído mucho sobre él. ¿Por eso me ha traído aquí? ¿Porque ha
visto varios libros sobre este edificio emblemático en mi
apartamento? Siempre he querido ver una ópera, pero no con
Maxime.

La fachada es la única parte de la ópera que sobrevivió a los dos


incendios que casi destruyeron el edificio en 1836 y 1996. Es
impresionante. Lleva la insignia del teatro en el centro, un ave fénix
surgiendo de las llamas. Dos estatuas en nichos representan a las
musas de la tragedia y la danza. Sobre ellas están las máscaras de
la Comedia y la Tragedia

La opulencia del interior es abrumadora. Las fotos que he visto no


le hacen justicia. No puedo dejar de mirar los pilares dorados y las
detalladas pinturas del techo. Maxime me lleva al palco real, los
mejores asientos de la casa. A duras penas estamos sentados antes
que suene el primer telón.

Me quedo boquiabierta cuando las cortinas se levantan para revelar


el decorado de una escena en Egipto. La esfinge y la pirámide de
tamaño natural parecen tan reales que me transportan a un lugar
y una época diferente. Cuando la ópera comienza, me olvido de
Maxime por un momento. Es Nabucco, que pone la piel de gallina y
es increíblemente triste. Odio admitir que me encanta cada minuto.
Cuando me atrevo a girar la cabeza en dirección a Maxime, le
sorprendo observándome con indisimulada fascinación, como si mi
reacción fuera la verdadera atracción. Me hace sentir como un
mono en un zoológico.

Durante el intermedio, me trae un vaso de zumo de limón recién


exprimido con menta. Yo observo el vaso de vino que él sorbe, me
vendría mejor la valentía del alcohol. Demasiado pronto, la hermosa
actuación llega a su fin.

Gautier y Benoit hacen guardia en la entrada de nuestro palco


cuando salimos. Maxime le dice algo a Gautier en francés, que
asiente y se va. Benoit se queda atrás, siguiendo nuestros pasos.

—¿Siempre tienes protección? —le pregunto.

Maxime pone su mano en la parte baja de mi espalda para guiarme


al bajar las escaleras. —Sí.

—¿Por qué? ¿Es porque tu familia está involucrada en actividades


criminales?

Él mira a su alrededor y dice en voz baja. —Porque somos


poderosos.
—¿Eso te convierte en un blanco?

—Siempre. —Él pasa su pulgar sobre una vértebra—. Tienes que


luchar para llegar a la cima, y después tienes que luchar el doble
para quedarte allí. Siempre hay alguien deseoso por tomar tu lugar.

Su toque me hace estremecer. —¿Importa tanto estar en la cima?

—Si. —Su voz está llena de convicción—. En este mundo, solo los
más fuertes sobreviven.

Quiero decir que es una perspectiva cínica, pero llegamos al


guardarropa. Agarra mi abrigo y se asegura que esté cubierta antes
de llevarme al auto. Su atención es inquietante. Se comporta como
el perfecto caballero, pero sé quién es en realidad.

Espero a que volvamos al hotel, pero Gautier se detiene en frente a


un pequeño, pero acogedor restaurante. Sin duda, vamos
demasiado arreglados. Cuando se lo comento a Maxime, solo se ríe.

Una vez dentro, entiendo por qué Maxime no se inmutó. Somos los
únicos clientes. Un hombre de unos cincuenta años atraviesa la
puerta de vaivén para recibirnos. Veo la cocina a través de la puerta
abierta. La carne chisporrotea en una parrilla y algo burbujea en
una olla, un aroma a orégano y ajo llena el aire.

—Max. —El hombre palmea su espalda y dice algo en italiano.

Maxime responde, tras lo cual el hombre se dirige a mí en inglés. —


Bienvenida a mi humilde restaurante. Haré todo lo posible por
satisfacer su apetito. Soy Matteo, pero puedes llamarme Teo.

Sonrío con rigidez, los nervios me dominan. —Gracias.


Teo nos conduce a una pequeña terraza en la que hay una mesa
con un mantel blanco y reluciente, con cristalería y cubiertos. La
terraza es de cristal, lo que impide el paso del frío y permite ver el
canal. Una enredadera crece sobre el enrejado y bolas de cristal con
velas de té cuelgan a diferentes alturas del techo. Es impresionante.
Con la luna colgando sobre el agua entre los edificios, es una
imagen perfecta.

Teo nos sienta, luego se va corriendo y vuelve con pan de aceitunas


y tapenade2.

—Pensé que estarías más a gusto con un ambiente informal esta


noche —dice Maxime cuando Teo se ha ido.

Miro las mesas vacías. —¿Reservaste todo el lugar?

—Es más íntimo, ¿no?

En la intimidad no es a donde quiero ir. Cuando jugueteo con el


tallo de mi copa, Maxime pregunta. —¿Tienes sed?

Asiento.

Sirve agua con gas para mí y vino para él.

—¿Hay alguna razón por la cual no se me permita beber vino? —le


pregunto.

—Una buena razón.

—¿Qué es…?

Sus ojos se oscurecen. —Te quiero lucida esta noche.

2
La tapenade es una pasta de aceitunas machacadas con alcaparras, anchoas y aceite
de oliva, típica de la Provenza.
Mi estomago se retuerce. Él quiere que recuerde nuestra primera
vez.

Teo me salva de responder cuando llega con una selección de


pequeños platos.

—Pensé en solo comer algo ligero —dice Maxime—, ya que puedes


estar demasiado nerviosa para una comida pesada.

Su acento seductor me cala hasta los huesos y su perspicacia me


pone aún más al límite. No quiero que sepa lo que pienso o siento.
Especialmente, no lo que siento.

Se inclina más cerca, su mirada es aguda y depredadora. —Puedo


hacer que te guste mucho, Zoe. Todo lo que tienes que hacer es
relajarte, yo me encargaré de todo.

Mis mejillas se calientan, mientras Teo sigue ocupado en acomodar


los platos para que quepa todo en la mesa.

Cuando Teo se va de nuevo, Maxime suaviza su tono lujurioso y


habla de la ópera mientras me sirve. Como la noche en que me llevó
a Siete Mares, demuestra lo hábil que es en el arte de entablar
conversación, manteniéndola ligera al mismo tiempo que mi
estómago se siente pesado y no tengo palabras.

Si no fuera por las circunstancias, la noche podría haber sido


agradable, pero no puedo esperar a que termine. Me siento medio
aliviada y medio aterrorizada cuando Maxime finalmente se levanta
y me ofrece una mano.

Su mirada gris es tan intensa, así como cargadas están sus


palabras. —¿Nos vamos?
Me aclaro la garganta y echo la silla hacia atrás. Me planteo no
tomar su mano, pero tras un momento de duda acepto. Esta es una
de esas batallas en las que no vale la pena luchar.

Cuanto más nos acercamos al hotel, más se me aprieta el estómago.


Creo que voy a vomitar. Lo odio, aunque me esté salvando de un
destino peor. Si no me hubiera llevado para empezar, no estaría en
esta horrible situación.

Lo miro a la cara por debajo de mis pestañas mientras conducimos.


El hombre que estoy a punto de aceptar como amante es duro,
insensible, poco atractivo y un secuestrador. No entiendo por qué
se ha tomado tantas molestias por mí esta noche. Sin embargo, creo
que no hace nada sin propósito, y eso me hace cuestionar sus
motivos. No necesita darme consideración, atención o un trato
fastuoso.

Él gira su cabeza un poco y me pilla mirándolo. —¿No te gusta lo


que ves?

Incapaz de admitir la verdad, desvío la mirada.

Su fácil aceptación del insulto tácito me dice que: uno, que le pasa
muy seguido, y dos, que no le molesta.

Cuando volvemos al hotel, estoy hecha polvo. Subo las escaleras


antes que los hombres, con la espalda rígida y la barbilla alta.
Maxime da las buenas noches a los guardias en el umbral y abre la
puerta para mí.

Una vez dentro, mi valentía flaquea. Me detengo en el salón. ¿Y


ahora qué? ¿Cómo se supone que va a seguir esto? ¿Voy a la
habitación y me desnudo? ¿Le espero en la cama? Al pensarlo, un
escalofrío recorre mi piel.
Sin prisa, Maxime se quita la chaqueta y la deja caer sobre el
perchero. Se desata la corbata y se sirve un whisky de la barra libre.
Lo bebe a sorbos y me estudia en silencio. A diferencia de mí, no
parece inseguro. Parece que sabe exactamente lo que va a hacer a
continuación.

Tengo ganas de retorcerme las manos. En lugar de eso, me las llevo


a la espalda. No le doy la satisfacción de saber que será el primero.
Encierro ese conocimiento, aferrándome egoístamente a él todo el
tiempo que puedo. No se lo merece. Con suerte, ni siquiera se dará
cuenta.

—Zoe.

Salto al oír su voz, delatando mi ansiedad. Su timbre es profundo y


aterciopelado, la forma en que dice mi nombre con su acento
extranjero es como una caricia. Apenas reprimo el instinto rebelde
de desafiarlo.

—¿Necesitas usar el baño? —pregunta.

No confiando en mi voz, sacudo mi cabeza.

Dice en voz baja. —Entonces ve a la habitación, cherie.3

3
Palabra en francés que significa cariño.
Capítulo 10

Las palabras son como una sentencia, como el azote de un látigo


en mi espalda. Una sensación de pérdida inminente se cierne sobre
mí, pero la aplasto y bloqueo mis emociones mientras hago lo que
me dice y voy a la habitación. Arrojo el bolso sobre el sillón donde
me ha curado las heridas de esta mañana y me detengo junto a la
cama. Cuando él entra en la habitación, el valor me envuelve como
un manto.

Enderezo mis hombros, mi falsa bravuconería vuelve a su sitio. —


¿Cómo me quieres?

Inclina la cabeza y me estudia con curiosidad. —¿Qué quieres


decir?

Enrosco los dedos hasta que las uñas cortan mis palmas. —
¿Desnuda o vestida?

Una lenta sonrisa curva sus labios. —No me follo a una mujer con
la ropa puesta.
—Desnuda, entonces —digo con mordacidad en mi tono—. ¿Sobre
la cama? ¿Inclinada sobre el tocador?

—Zoe. —Sacude su cabeza, la diversión hace que el gris plano de


sus ojos parezca más vivo, como el mercurio—. Más despacio.

—Solo hazlo ya. —Solo quiero que esto termine.

Camina hacia mí lentamente, soltando su corbatín. —Follar no se


trata solo de meter mi polla en tu coño.

Mis mejillas se calientan ante su lenguaje grosero. Cuando me da


su vaso, lo agarro en un acto reflejo. Se desabrocha el cuello de la
camisa antes de tomar el vaso y dejarlo sobre la cómoda. Sus
acciones son fluidas, seguro de sí mismo. Me mira fijamente a los
ojos, penetrando en todos los rincones de las partes que intento
ocultar de él, mientras me toma el rostro entre sus anchas manos.

Su piel es cálida y callosa en mis mejillas. Jadeo cuando inclina mi


cabeza hacia atrás y baja la suya con lento propósito. Sé que va a
besarme, pero nada me prepara para el momento en que sus labios
tocan los míos.

Esperaba que me repugnara, ya que esperaba que me desnudara y


me utilizara. No esperaba que me besara y ciertamente no así. Es
tentativo y explorador. Sus labios son cálidos y suaves, y la suave
presión sobre los míos despierta las terminaciones nerviosas bajo
mi piel. Cuando libera mis labios, le miro a la cara con una mezcla
de sorpresa y confusión.

—¿Qué estás haciendo? —consigo decir en un susurro.

Él escanea mi rostro, estudiando mis ojos antes que su mirada se


dirija a mis labios. En lugar de responder, vuelve a juntar nuestras
bocas. Esta vez se produce un chispazo donde sus labios rozan los
míos. Jadeo, en una suave inhalación. Sus ojos se oscurecen al
oírlo. La lujuria arde con fuerza en los suyos, pero antes que la
aprensión se pueda arraigar, profundiza el beso.

Las únicas partes de nuestros cuerpos que se tocan, son sus manos
en mis mejillas y nuestros labios, pero ya es una sobrecarga
sensorial. Su olor limpio se infiltra en mi nariz: cítricos y especias.
El calor de sus manos se filtra en mi piel. No estoy preparada y las
nuevas sensaciones me pillan desprevenida. Quizá no habría sido
tan susceptible si este no fuera mi primer beso. Solo puedo
culparme por esperar una fantasía inútil; solo puedo culpar a mi
inexperiencia por estar tan indefensa ante sus hábiles labios.

Se me pone la piel de gallina en los brazos cuando atrapa mi labio


inferior con su boca. Me lo pellizca suavemente con los dientes y
luego lo suelta para plantar un beso de mariposa en el mismo lugar.
El calor me recorre las venas, y mi cuerpo reacciona violentamente
a la ligera estimulación. Cuando traza el borde de mis labios con su
lengua, mis labios se abren por sí solos. Se adentra en ellos,
intensificando aún más el beso. Sabe a whisky y a hombre. La forma
tan suave en la que moldea sus labios sobre los míos me debilita
las rodillas. Mi cuerpo empieza a zumbar, la electricidad hormiguea
bajo mi piel excesivamente sensible. Mientras tanto, me sujeta con
cuidado, enmarcando mi cara como si fuera una frágil muñeca.

Mi respiración se acelera y mis pechos se tensan. Un dolor empieza


a palpitar entre mis piernas. Un gemido escapa de mis labios, y
estalla como una burbuja en nuestro beso. La necesidad aumenta
en mi cuerpo a medida que el beso se vuelve más exigente.
Respondo sin pensarlo, enredando mi lengua con la suya. En el
momento en que devuelvo la caricia con la misma medida, me hace
retroceder hasta que mi cuerpo choca con la ventana. Las cortinas
no las han corrido. El cristal está frío en mi espalda, lo que acentúa
con lo acalorada que está mi piel.
Se inclina, presionando su cuerpo contra el mío. Hay algo en ser
abrazada así por un hombre. No puedo precisarlo, solo que me hace
querer someterme a su posesión, a ser dominada por su fuerza y
protegida por su poder. Caigo sin esfuerzo en la trampa. Mi
tendencia de toda la vida a escapar a través del sueño es una
habilidad bien practicada. Aleja fácilmente mi mente de la realidad,
hacia la fantasía que se reproduce tantas veces en mis sueños que
anhelo con un deseo constante.

Él es duro y sólido, un muro de músculos. Su erección presiona


contra mi estómago, alimentando mi propia medida de poder. El
poder masculino siempre ha estado presente en mis fantasías sobre
el sexo, pero nunca supe que tendría el mío propio. Es liberador,
calmando mi resentimiento por nuestra desigual posición. La
pequeña parte de mi mente que aún funciona, procesa y almacena
el nuevo conocimiento. El único lugar donde tendré poder es en su
cama.

Sus manos dejan mi rostro para deslizarse por mi cuello y mis


hombros; recorren mis brazos y se posan en mis caderas. A pesar
de todo, no rompe el beso. Nuestras fuerzas vitales se mezclan, el
aire que inhalamos es el mismo. Mi respiración se vuelve más
agitada cuando Maxime pone una mano sobre mi estómago. Sé que
puede sentir el rápido movimiento de mis inhalaciones y
exhalaciones, mi necesidad de más. Es como si lo hiciera midiendo
mi reacción, antes de llevar su mano a la parte inferior de mi pecho.
Jadeo, mi cuerpo se queda inmóvil por la expectativa. Con cautela,
arrastra su mano hacia arriba hasta que su pulgar roza mi pezón.
Cuando la punta se endurece bajo su contacto, un gruñido escapa
de su pecho.

Nuestro beso se vuelve frenético, mi fantasía es urgente y su victoria


es una conclusión previsible. No puedo describir lo que se sienten
sus manos sobre mí. Nunca he experimentado una necesidad tan
enloquecedora, ni siquiera sé qué esperar, solo que es natural
cuando aprieta el vestido en un puño y me lo sube hasta la cadera
para que su mano libre pueda deslizarse por debajo y acariciar el
calor entre mis piernas.

Mi gemido es sin sentido y vergonzoso. Mi ropa interior está mojada.


El sonido que hace cuando descubre esto, está más cerca a un
animal que a un hombre. Abandonando el lugar privado que ningún
hombre ha tocado, agarra la cremallera del lado del vestido. Hace
un sonido rasposo cuando la baja. Él es delicado al deslizar la tira
de mi hombro y la tela se acumula alrededor de mi cintura. Él
sostiene mi mirada mientras la empuja por encima de mis caderas,
dejando que el vestido caiga alrededor de mis pies. El gris de sus
ojos está ahumado con la habitual frialdad ardiente. Estoy
hipnotizada por su transformación, observando cómo el color se
oscurece hasta convertirse en mercurio fundido cuando él da un
paso atrás y arrastra su mirada sobre mí.

La distancia me deja fría, rompiendo el hechizo febril. Me devuelve


al momento y me hace sentir vergüenza. Apoyo la espalda en el
cristal, intentando poner distancia entre nosotros, pero Maxime me
carga en sus brazos y me lleva a la cama. Me baja con cuidado hasta
el colchón, dejando mis piernas colgando sobre el borde. Cuando él
se agacha, me apoyo en los codos con ansiedad, pero él solo me
agarra el pie. Me quita primero un zapato y luego el otro, besando
el puente de cada pie. Luego se endereza de nuevo y agarra el
elástico de mis medias hasta el muslo. Veo cómo las baja y las tira
antes de hacer lo mismo con el otro. Es cuando llega a las bragas,
cuando me pongo rígida.

—Shh. —Él se inclina sobre mí, me besa los labios y me empuja


hacia atrás con su mano en el pecho hasta que mis brazos ceden y
mi espalda golpea el colchón—. Solo relájate.

No lo hago. Cierro los ojos con fuerza mientras él me baja la ropa


interior por las caderas y los pies. Siento cómo se mueve sobre mí
y me estremezco cuando deposita un beso en la parte superior de
mi sexo.

—Mírame, Zoe.

A regañadientes, abro mis ojos.

—Así está mejor —dice—. Quiero ver tu expresión cuando haga que
te corras.

Cuando él alcanza mi sujetador, automáticamente pongo una mano


sobre la suya para detenerlo.

Él no lo fuerza, en cambio, dice: —Quítate el sujetador para mí.


Quiero verte toda.

Ya estoy desnuda de cintura para abajo, pero dudo. De alguna


manera, me resisto a quitar esta última barrera. Él espera
pacientemente, no va a ir a ninguna parte hasta que yo cumpla.
Negarse solo es alargar esto.

Mis manos tiemblan ligeramente mientras desabrocho el cierre


delantero.

—Quítatelo completamente —dice.

Empujo las tiras de mis hombros, liberando un brazo a la vez.

Él hace una lenta evaluación de mi cuerpo. —Eres preciosa, mi


pequeña flor. Hermosa, como sabía que serías.

Se pone en pie y se desabrocha el cinturón, dejándolo suelto


mientras se quita los zapatos y los calcetines, y luego los
pantalones. Me observa atentamente mientras se quita el bóxer por
las caderas, tanto que no puedo mirarle y tengo que girar la cabeza
hacia un lado.

—Ojos en mí, Zoe.

La severidad de la orden contrasta con la dulzura de antes.


Lentamente, vuelvo a encararlo mientras abre dos botones de su
camisa de abajo hacia arriba. Los pliegues de la camisa no ocultan
su dureza. Su polla es gruesa y larga, y sobresale con orgullo. Él es
enorme; la visión es más erótica de lo que esperaba, haciendo que
la parte inferior de mi cuerpo se caliente. Nunca había visto a un
hombre desnudo tan cerca, ni una polla tan dura asomándose entre
los pliegues de la parte delantera de su camisa.

Trato de retroceder cuando se mete entre mis piernas, pero él agarra


mis muslos y los abre antes de ponerse de rodillas.

—¿Qué estás haciendo? —chillo.

Sus labios se curvan en una esquina. —¿Qué parece?

Él baja la cabeza, observándome mientras le miro presionar un beso


justo en el centro de mis piernas. Todo mi cuerpo se estremece.

Me da una sonrisa de reconocimiento. —¿Nunca nadie te ha dado


sexo oral?

Quiero decir que si y mentirle, pero el roce de su lengua sobre mis


pliegues roba mis palabras. Es caliente y delicioso. Agarrándome
por las rodillas, mantiene mis piernas abiertas y me lame desde
abajo hasta arriba de la abertura. Mis muslos se estremecen. El
paso de su lengua por mi clítoris hace que mi espalda se arquee.

—Qué sensible —dice, sonando complacido.


Cuando succiona ligeramente el manojo de nervios, mi cuerpo se
arquea. El placer es exquisito. El calor se despliega y se enrosca en
la parte inferior de mi cuerpo, tejiendo una red de necesidad. Sube,
transportándome a un lugar al que necesito ir desesperadamente,
pero entonces él frena. Aprieto las manos en las sábanas con
frustración. Devorándome, mantiene su mirada en mi rostro,
calibrando mi reacción. Utiliza sus pulgares para separarme, y
luego pellizca y lame hasta que la tensión que me rodea está a punto
de romperse, pero justo antes de que lo haga, vuelve a frenar. De
nuevo.

Gimo en frustración. —Maxime.

Su tono es perezoso, casi burlón. —¿Qué pasa, ma belle4?

—Por favor. —Haz que pare.

—¿Quieres correrte?

No, no así, pero ser mantenida al borde de algo desconocido es una


tortura.

—Tienes que decirlo —dice.

Incluso en esto, fuerza mi consentimiento. Sin embargo, al igual


que con nuestro acuerdo retorcido, no me da una opción. No
realmente. No cuando me atormenta con sus manipulaciones
eróticas.

La palabra se escapa en un aliento de derrota de mis labios. —Sí.

Inmediatamente cumple, centrando toda su perversa atención en


mi clítoris. Arrastra su lengua en círculos y muerde suavemente

4 Traducido del francés, que significa mi bella.


antes de pasar la punta de su lengua por la carne que se siente
hinchada y necesitada.

Por fin, la tensión se rompe. Los fuegos artificiales estallan en mi


interior. Mis músculos se contraen, mis piernas se abrazan a su
cara mientras él continúa su asalto incluso me lleva aún más
arriba. Es mejor y peor de lo que imaginaba. Mejor porque el placer
es único, una sensación poderosa que no se parece a ninguna otra.
Peor, porque la rendición sabe a derrota. El alivio es físico. La
agonía es mental.

Los pensamientos me azotan mientras yazco desnuda y extendida


con mi éxtasis a la vista, pequeñas descargas aprietan mi sexo
mientras Maxime me estudia y estudia su trabajo. Desearía poder
desaparecer dentro de mí como ayer cuando me obligó a escribir la
carta, pero el placer me fundamenta. Estoy plenamente presente en
el momento.

Mientras Maxime me desplaza al centro de la cama y se estira sobre


mí, me digo que soy otra persona, la mujer del maquillaje oscuro.
Cuando alinea su polla con mi entrada, no quiero sentir el calor que
derrite mi centro. Quiero estar fría y frígida, pero estoy excitada y
en llamas.

Pasa los dedos por mi cabello y me sujeta la cabeza suavemente


mientras me mira fijamente a los ojos. El momento se graba en mi
memoria. Lo que vamos a hacer, ninguno de los dos podrá borrarlo
jamás. No es nada, solo sexo, y sin embargo lo es todo. Es mi vida
entera de sueños combinados y destruidos. Cuando la cabeza de su
polla separa mis pliegues y mi humedad le cubre, veo el placer en
sus ojos. Espero que pueda ver el odio en los míos. Lo odio, pero no
tanto como me odio por lo que me hace sentir.
Cuando empuja hacia delante, separándome, le agarro por la parte
superior de los brazos a pesar de mi intención de no tocarlo. Arde.
Siento que me va a partir en dos.

—Shh. —Besa mi frente—. Te adaptaras en un minuto.

No lo hago, pero él es paciente, moviéndose lentamente. Cuando se


desliza otro centímetro adentro, entro en pánico. Él es demasiado
grande, duele demasiado.

—Pronto será mejor —dice.

Su promesa es una mentira, porque cuanto más me estira más me


duele. Parece que le cuesta entrar en mí más profundamente. Se
me corta la respiración, y aprieto los dientes, intentando no
mostrarle mi agonía.

Llevando sus manos a mi rostro, roza sus pulgares sobre mis


mejillas. —Estás apretada, mi pequeña flor. —Su voz es tensa— ¿Ha
pasado mucho tiempo?

No puedo hablar por el miedo a delatarme. No lo niego ni lo admito,


solo me concentro en respirar a través de la intrusión que arde
como el fuego y me hace lamentar no haber elegido una celda llena
de ratas antes que esto.

Se retira una fracción y empuja suavemente. Mis músculos internos


se contraen en un esfuerzo por expulsar la causa de mi dolor. Él
maldice en voz baja, con el sudor en la frente.

—Vas a hacer que me corra antes de estar completamente dentro


de ti —dice con la mandíbula apretada.

Suena como una reprimenda, pero no sé lo que quiere de mí. Gimo


cuando se mueve de nuevo, y no es un sonido de placer.
—Relájate, ma cherie —dice—. Respira profundamente para mí.

Lo hago, y ayuda un poco.

—Así está bien. —Me besa la mejilla—. Así.

En el momento en que la tensión de mis músculos disminuye


ligeramente, él se impulsa hacia delante, superando la barrera que
impide su entrada. Mis músculos internos protestan, es como si me
desgarrara. El estiramiento es insoportable, el dolor es intenso. Me
olvido de respirar. Mis labios se separan en un jadeo sin sonido.

Maxime se queda quieto. Todo su cuerpo se tensa sobre el mío. Su


mirada se abre ampliamente. La conmoción se instala en los
charcos grisáceos del invierno y se convierte en orgullo masculino.

—Ah, Zoe. —Chasquea la lengua y sacude la cabeza, pero la


satisfacción posesiva arde en sus ojos—. Debiste habérmelo dicho.

En mis ojos se acumulan lágrimas sin que lo sepa. Intento


parpadear para evitarlas, pero se derraman cuando cierro mis
pestañas.

Me besa el rabillo del ojo, sus labios trazan el camino de mis


lágrimas. —Te habría preparado mejor.

Que él sepa esto, solo lo empeora.

—No llores. —Sus grandes manos me toman la mandíbula,


sujetando mi cabeza con cuidado—. Yo te cuidaré.

Se mueve mientras habla, sus empujones superficiales hacen que


el ardor se dispare. Clavo las uñas en la tela de su camisa,
agarrándome a sus brazos mientras me castiga con cada
movimiento de sus caderas, pero entonces sus labios están sobre
los míos. El beso es dulce y tierno. De alguna manera me tranquiliza
cuando sus manos se dirigen a mis pechos y sus dedos me rozan
suavemente los pezones. Se endurecen y el placer que provoca su
contacto resuena en mi clítoris.

El ardor no disminuye, pero me vuelvo más mojada. Él presiona


más profundamente, su entrada es ligeramente más fácil. Cuanto
más me besa, más se relaja mi cuerpo en torno a él, hasta que se
enfunda por completo y nuestras ingles se presionan.

—Zoe —dice en mi boca, con su voz empapada de excitación.

Solo puedo aferrarme a él mientras me deja acostumbrarme a la


sensación por un momento antes de aumentar su ritmo. Me suelta
la boca y se aparta para mirarme al rostro. Levantando un brazo,
desliza una mano entre nuestros cuerpos. Cuando sus dedos
encuentran mi clítoris, el placer de antes vuelve a aparecer, la
necesidad con la que ahora estoy familiarizada se eleva por encima
del dolor y, de alguna manera, lo disminuye.

—Esa es mi chica —dice.

No quiero tocarlo, pero a medida que el placer aumenta y me


descontrolo, necesito aferrarme a algo. Mis brazos lo rodean por sí
solos, encontrando un ancla en su fuerte cuerpo.

Empieza a moverse más rápido y mi cuerpo le sigue


instintivamente. Gime cuando le rodeo con las piernas en un
movimiento automático para sujetarme. El dolor sigue ahí, pero ya
no lo noto. Solo siento la tensión de la liberación que necesito como
si fuera comida o agua. Estoy casi apunto de explotar cuando se
retira de mí violentamente. Grito de incomodidad.
Alcanzando el cajón de la mesita de noche, saca un condón y abre
el paquete con los dientes. No puedo creer que no haya pensado en
la protección en mi neblina de lujuria. Cuando se sienta sobre sus
talones para colocarse el condón, miro su polla. Está cubierta de mi
sangre y mi excitación. Las sábanas están hechas un desastre. Se
me calientan las mejillas de vergüenza por lo mucho que quiero que
termine esto, por lo mucho que necesito esto de un hombre que
odio.

Después de ponerse el condón, vuelve a empujar dentro de mí. Una


parte perversa de mí llora la pérdida de su piel desnuda y resiente
la nueva barrera. Luego, todos los pensamientos desaparecen de mi
cabeza cuando empuja hasta el fondo y se desliza casi hasta el final
antes de volver a enterrarse profundamente. El movimiento acaricia
las terminaciones nerviosas, añadiendo un nuevo placer al ya
conocido. Me masajea el clítoris en lentos círculos mientras me
toma con un ritmo cada vez más exigente. Solo cuando mi cuerpo
comienza a tensarse y el placer alcanza un nuevo nivel, él pierde el
control.

Él se mueve con más fuerza, persiguiendo su propia liberación más


rápido. Yo gimo, los sonidos que salen de mi boca son los de una
mujer excitada. Cuando mi orgasmo estalla, él echa la cabeza hacia
atrás con un gemido bajo, introduciéndose en mí tan
profundamente como puede. Su cuerpo se endurece, sus músculos
se contraen bajo mis palmas. Puedo sentir los nudos y los surcos
de la masculinidad que define su espalda bajo la camisa. Deja caer
su cabeza junto a la mía, respirando con dificultad.

Girando su cara una fracción, me planta un suave beso en la sien.


—Serás mi destrucción.

Me echo hacia atrás, dejando que el colchón absorba mi peso.

Él ya es mi destrucción.
Ya no soy la mujer que solía ser.

Nunca podré volver a ser como antes.


Capítulo 11

Cuando Maxime se quita de encima, me empujo sobre los brazos.


Mis muslos están cubiertos de sangre, mucho más de lo que
esperaba. Las sábanas están sucias. Los rastros de mi virginidad
perdida marcan la tela blanca de la camisa de Maxime. Me examina
la cara mientras se quita el condón. Necesito escapar de esa mirada
penetrante. La invasión de mi cuerpo ha sido suficiente. No quiero
que escarbe en mis sentimientos.

Él se levanta y se dirige al baño. En cuanto cierra la puerta, me


pongo de pie. Tengo que escapar de esta cama. Quiero correr, pero
el salón es lo más lejos que puedo llegar. El dolor entre mis piernas
es persistente, un desagradable recordatorio de mi nueva realidad.

Voy directamente a la barra libre y me sirvo un whisky. No soy una


gran bebedora, y nunca he probado el whisky, pero me bebo el trago
de un tirón. Me roba el aliento, me arde hasta el estómago. Al ver el
paquete de cigarrillos junto a la jarra, lo cojo con el mechero y busco
en la habitación algo que ponerme. No pienso volver al dormitorio,
no todavía. Mi mirada se posa en el perchero con la chaqueta de
esmoquin de Maxime. No le doy importancia. Me pongo la chaqueta
y abro la puerta corredera de par en par, sin importarme que el frío
irrumpa en el interior o que mi cuerpo se congele en cuanto piso la
terraza con los pies descalzos.

Enciendo un cigarrillo e inhalo profundamente. Mi mirada se fija en


la hermosa vista, en el reflejo de las farolas en el agua, pero en
realidad no las veo. Mis pensamientos están dirigidos hacia el
interior. Son turbulentos. ¿Cómo puedo conciliar la mujer en la que
me convertí en esa cama con la que solía ser? ¿Cómo pude
encontrar placer en las manos de un hombre que detesto? ¿Porque
él fue gentil? ¿Un buen amante? ¿Considerado? ¿Porque hizo todo
bien?

Mis dedos se cierran en un puño ante esa admisión. Habría sido


más fácil y menos confuso si hubiera sido cruel. No sé cómo situar
al hombre, y necesito saberlo. Es mi enemigo, un enemigo
impredecible es el más peligroso. No lo entiendo, y eso me asusta.
No entiendo sus acciones o motivaciones.

Una sombra se extiende por el suelo. Maxime se acerca a mí, vestido


con pantalones de chándal y una camiseta. No giro mi cabeza para
reconocerlo. Mantengo la mirada fija en el agua y en las luces, una
imagen tan bonita como traicionera, porque sé de la fealdad que se
esconde bajo los cimientos de esta ciudad.

Me quita el cigarrillo de los dedos. Solo ahora me doy cuenta que


estoy temblando y que me castañetean los dientes por el frío. Siento
que me mira. Soy consciente de él, ya no estoy perdida en mi
cabeza, pero no lo miro, ni reconozco su existencia.

Él da una calada antes de apagar el cigarrillo en el cenicero. —


¿Fumas?

—No. —Experimenté un poco después del colegio, pero decidí que


no me gustaba—. ¿Y tú?
—No.

Mi pregunta pretendía ser sarcástica, pero su respuesta me


sorprende, y más aún su tono apaciguador. Apoyando mis codos en
la barandilla, me giro finalmente para mirarle. La chaqueta se abre,
pero no me importa. No me importa tener frío. Agradezco el
entumecimiento helado de mi cuerpo. No me importa que él vea, ya
lo ha visto todo. No hay nada más que dar.

El viento le pasa el flequillo por la frente. Él debe tener frío, pero se


queda ahí quieto, mirándome. Me enfurece, quiero que hable, que
me diga por qué estoy aquí, que me explique este juego retorcido
que está jugando.

—¿Por qué lo hiciste? —pregunto.

Agacha la cabeza, su postura es casual pero sus ojos son agudos y


conscientes. —¿Hacer qué?

—El vestido, las flores, la ópera... la cena extravagante. ¿Por qué?

Su mirada está nivelada. —Por la misma razón por la que te traje


aquí.

—Ya has hecho el juego de rol convincente por el bien de Damian


ayer. No tenías que repetirlo hoy.

—Podría haberlo hecho en cualquier lugar.

Me detengo, lo he entendido. ¿No es así? Si no es para convencer a


mi hermano que estaba aquí por voluntad propia, una mujer amada
y mimada, entonces ¿por qué? Quiero que hable, que lo diga, pero
él mantiene esa pequeña distancia entre nosotros, esperando
pacientemente a que yo conecte los puntos.
—No lo entiendo —digo finalmente.

Su voz monótona es plana, un robot transmitiendo hechos, o tal vez


reservada, como si no estuviera seguro de cómo voy a tomar esto.
—Para darte tu fantasía.

Las palabras me hacen sentir abrumada. Por un momento, sigo sin


entender, pero luego, lentamente, el significado se hunde. Oh, Dios
mío. Se me contrae el pecho. Me duele respirar. No me ha traído
aquí para mostrar a mis amigos y a Damian lo afortunada y feliz
que soy. Tal vez eso también, pero eso fue solo un bono conveniente.

Mis labios se separan con sorpresa. —Me has traído aquí para
follarme. —Porque él conoce mis ideales más íntimos. Conocer
Venecia, mi fijación con este teatro de ópera en particular, y mi
versión del vestido perfecto. Me ha robado mi vida y mi sueño, los
ha mezclado en una jodida fantasía y me los ha servido en una
versión retorcida de la realidad. Conoce mis deseos y los utiliza en
mi contra—. Hijo de puta. Usaste mi sueño para crear todo este
pequeño escenario romántico.

Su mirada sigue siendo cautelosa. —¿Habrías preferido la versión


más cruel?

—Prefiero la verdad.

Cierra los dos pasos que nos separan. Agarrando las solapas de la
chaqueta y junta los bordes para cubrir mi cuerpo. —¿Por eso no
me lo has dicho, Zoe? ¿Porque prefieres la verdad?

Desvío la mirada.

Su tono es gentil, uno que utilizarías para intentar sonsacar la


verdad de alguien. —¿Por qué seguías siendo virgen?
—Estaba esperando al hombre ideal —digo como si no importara.

Asiente con la cabeza, un reconocimiento silencioso de


comprensión. No hay remordimiento en su voz cuando dice: —
Ningún hombre puede ser más erróneo que yo.

Estoy temblando violentamente cuando me levanta, cobijándome


contra su pecho. Me lleva al interior y cierra fácilmente la puerta
balanceándome en un brazo. Va al cuarto de baño y me baja a la
alfombra que hay junto a la bañera. Me envuelvo con mis brazos,
temblando, mientras le veo abrir el grifo para que corra el agua
caliente. Los pétalos y las velas han desaparecido. La bañera ha
sido limpiada. La asistente ha venido mientras cenábamos.

La bañera solo está un cuarto llena cuando desliza las manos por
debajo de la chaqueta y me la quita de los hombros, sin tener en
cuenta la costosa prenda arrugada en el suelo. Me levanta y me
pone de pie en la bañera. Toma un bote de sales de baño del borde,
lo vacía todo en la bañera y echa agua en el bote que vacía sobre mi
hombro.

El calor disipa el frío. Mi piel se contrae en una piel de gallina.


Vuelve a llenar el frasco y lo vierte sobre mi otro hombro. Hace lo
mismo con mi frente y mi espalda, y luego se agacha para enjabonar
una esponja. Empieza por mi cintura, arrastrando la esponja desde
mi cadera hasta mi muslo antes de escurrir la esponja y dejar que
el agua jabonosa corra por mi pantorrilla. Meticulosamente, me
lava, brazada a brazada suavemente eliminando la sangre y el frío.

El baño está caliente, pero sigo temblando. Cuando la bañera está


medio llena, cierra el agua y me guía para que me recueste. Me hace
un moño en el cabello y lo pasa por el borde de la bañera. El agua
me escuece entre las piernas, pero el calor me envuelve, derritiendo
lo último de la amarga escarcha bajo mi piel y calmando mis
escalofríos. Mientras tanto, sigue bañándome, limpiando los restos
de nuestro acoplamiento de una forma extrañamente humilde,
como si yo fuera la princesa y él el sirviente.

Cuando mi piel empieza a arrugarse, tira del tapón y agarra mi


mano para ayudarme a salir de la bañera. Me envuelve con una
toalla mullida y me seca el cuerpo. Cuando no queda ni una sola
mancha de humedad en mi piel, me lleva de vuelta a la habitación
y me hace sentar en el sillón mientras quita las sábanas de la cama,
dejando el edredón. Lo vuelve a doblar y me mira en silencio.

Estoy agotada. Mi lucha es fría. Me levanto sin rechistar, dejando


caer la toalla a un lado de la cama antes de meterme. Poniéndome
de lado, me pongo de cara a la pared. Se pone a mi lado, apaga la
lámpara y me abraza por detrás con un brazo que me pasa por
encima del estómago para sujetarme a él.

Nuestra respiración es tranquila. Ambos estamos despiertos, pero


ninguno de los dos habla. La luz de las farolas cae a través de la
ventana en la habitación. Juega sobre las paredes, creando un
reflejo sombreado del mundo libre del exterior.

Después de un largo rato, dice en la oscuridad: —Si hubiera tenido


tiempo, te habría enamorado de mí primero.

Al oír esas palabras, dejo de respirar.

Pretenden ser un consuelo, pero son asombrosamente crueles.


Capítulo 12

El día es gris, el Mistral sopla con toda su fuerza cuando


aterrizamos en Marsella. Fue un vuelo agitado y un aterrizaje duro,
pero mi piloto es hábil. Un auto nos espera al salir del avión, con
Alexis apoyado en él. No me engaño al verlo como un comité de
bienvenida de un solo hombre. Mi hermano no está aquí por mí.
Mira más allá de mí a la mujer que desciende rígidamente los
escalones. Su curiosidad es palpable y su excitación enfermiza.

En un acto impulsivo y posesivo, encuentro la mano de Zoe y cierro


los dedos alrededor de los suyos. La mirada de Alexis se fija en el
gesto. Su rostro se frunce al contemplar su moderno abrigo de lana
y sus botas de charol.

Se endereza cuando nos acercamos. Sin ahorrarle a Zoe otra


mirada, se dirige a mí en francés. —¿Qué pasa, Max?

Mi sonrisa es falsa. —Dímelo tú. —Mi primo, Jerome, me informó


que Alexis negoció un trato con los italianos.
Me observa con la atención de un halcón. —¿Por qué nuestra rehén
lleva Gucci?

Mi voz traiciona mi tensión. —Ya no es nuestra rehén.

Levanta una ceja. —Se suponía que me la ibas a entregar.

—El plan ha cambiado.

—¿A qué? ¿La puta es ahora nuestra invitada?

Entrecierro los ojos. Mi tono es tranquilo, pero la violencia


subyacente es todo menos eso. —Cuida tu boca. Es mi mujer.

Se ríe suavemente, sacudiendo la cabeza. —Eres algo increíble,


Max. Padre no estará contento.

Abro la puerta del auto para Zoe. —¿Parece que me importa una
mierda?

—No, no lo haces. Eso es parte del problema, ¿no?

No es la primera vez que me acusa de anteponer mis necesidades


egoístas al negocio. Es un hipócrita. Alexis nunca ha hecho nada si
no le beneficia.

—¿Por qué? —pregunta—. ¿Tiene un coño de oro?

No voy a dejar pasar ese comentario, pero no voy a enfrentarme a


él delante de Benoit y Gautier que nos siguen con nuestro equipaje.
Alexis reconocerá su sucia lengua más tarde.

Mantengo mi sonrisa intacta. —¿Celoso?


Vuelve su atención a Zoe, mirándola como si fuera ganado. —No.
Ella no es mucho que digamos. Demasiado gruesa alrededor de las
caderas para mí gusto.

Eso es porque no ha estado cerca de ella, no ha visto su fe


desesperada y su tranquila resistencia. Él Aplastaría una bonita flor
bajo sus zapatos de dos mil dólares y ni siquiera se daría cuenta.

—Cállate y conduce. —Y añado burlonamente—: ¿No es por eso por


lo que estás aquí?

Sonríe, sin morder el anzuelo, y se pone al volante.

Benoit y Gautier cargan nuestras maletas en el maletero antes de


dirigirse al hangar donde guardamos un par de autos. Ellos nos
seguirán.

No hablamos de camino a casa. Sigo agarrando la mano de Zoe,


sintiendo que se pone tensa mientras atravesamos las puertas de
mi propiedad cuarenta y cinco minutos después. La casa se
encuentra en un acre de tierra en las afueras de Cassis. Está
construida al borde del acantilado, con vistas al mar.

Alexis aparca en la parte delantera pero no se baja. —Bienvenido a


casa, hermano. No voy a quedarme para el brinde de victoria.

Ignorando su tono burlón, salgo y abro la puerta de Zoe. Un guardia


se precipita desde su puesto junto a la entrada para sacar nuestro
equipaje del maletero. Zoe mira la mansión de dos pisos con sus
chimeneas dobles, sus contraventanas y sus paredes cubiertas de
hiedra. Intento mirar a través de sus ojos, intento ver lo que ella ve.
Es un diseño típico del sur de Francia, la casa data de hace cuatro
siglos. Me esforcé mucho en restaurarla, así como en el diseño del
jardín formal y su laberinto. Debe ser desconocido y extraño, no es
lo que ella está acostumbrada.
La puerta de entrada se abre justo cuando Alexis arranca. Mi madre
sale con su delantal de cocina sobre un vestido de Chanel. Como
siempre, está impecablemente arreglada, con el cabello grisáceo
peinado en un corte recto y un maquillaje hábilmente invisible. A
pesar de su edad, su rostro es juvenil, un rasgo afortunado que ha
heredado de su largo linaje de aristócratas de pura cepa.

—Max. —Sus rasgos se iluminan con una sonrisa que se congela


cuando nota a la mujer a mi lado. Su boca baja. Es un instante,
rápidamente reemplazado por una expresión amistosa, pero lo noto.
La conozco demasiado bien.

Se pone a su altura, con la columna vertebral rígida. —He cocinado.


Pensé que tendrías hambre. Solo Dios sabe lo que tuviste que comer
en ese país olvidado de Dios. No esperaba que vinieras a casa con
una invitada. —Mira a Zoe—. No habrá suficiente comida.

—No importa, Maman. —Beso sus mejillas—. Nos arreglaremos —


Cambio al inglés—. Esta es Zoe. Zoe, esta es mi madre, Cecile.

Mi madre no besa las mejillas de Zoe, sino que le ofrece la mano,


un gesto que degrada a Zoe por ser de clase baja pero que alguien
que no esté familiarizado con nuestra cultura no entenderá.

Zoe me mira. Hago un pequeño movimiento de cabeza, una


advertencia, y ella estrecha la mano de mi madre. Mi madre no está
al tanto de los detalles más escabrosos de nuestro negocio, aunque
sabe que la forma en que lo llevamos es turbia. Mi padre prefiere
mantenerla en la oscuridad, para protegerla, como dice, no solo de
la sangre en nuestras manos, sino también de sus amantes. Si mi
madre lo sabe, nunca lo ha dicho, pero su reacción ante Zoe me
dice que puede ser menos ignorante sobre las infidelidades de mi
padre de lo que yo he pensado, o, por su bien, esperado.
—Bueno —dice mi madre en inglés, con peor acento que el mío—
será mejor que entres.

Se hace a un lado para que entremos. El guardia nos sigue con las
maletas.

—¿Dónde debo poner esto, señor? —pregunta en francés.

—En mi habitación.

Mi madre frunce los labios. Su mirada recorre con desagrado el


abrigo plisado y las botas de tacón de Zoe.

Mientras ayudo a Zoe a quitarse el abrigo, mi madre, volviendo al


francés, pregunta: —¿Cuánto tiempo se va a quedar?

Pongo el abrigo en el soporte junto a la puerta antes de quitarme el


mío. —Un tiempo.

Su silencio comunica su disgusto.

—No tenías que venir hasta aquí para cocinar para mí —digo.

Me pellizca la mejilla. —Soy tu madre. Ese es mi trabajo.

—En inglés, por favor.

Se arregla el delantal y vuelve a cambiar al inglés. —Ve a


refrescarte. El almuerzo estará listo cuando termines.

Le enseño a Zoe el baño de invitados de la planta baja y espero


fuera.
Cuando sale, la tomo del brazo, apretando más de lo necesario. —
Ni una palabra a mi madre ni a nadie. Si dices algo fuera de lugar,
Damian pagará el precio. ¿Entendido?

Me mira fijamente, sus grandes ojos azules brillan con aprensión y


una pizca de hostilidad. —Sí.

—Bien. —Le beso la parte superior de la cabeza solo porque puedo


y la conduzco al comedor.

Su brazo roza el mío mientras caminamos. Soy demasiado


consciente de ella, mi habitual mente centrada en los negocios se
distrae. No conozco muchas vírgenes de veintiún años. Nunca lo
habría imaginado. El conocimiento surge en mí con acalorada
satisfacción. Su inocencia me gusta aún más. Nunca me gustó
compartir mis juguetes cuando era niño. Eso no cambió una vez
que me convertí en adulto. En todo caso, el rasgo se impregnó más
en mi forma de ser. Supongo que Alexis tiene razón. Soy un
bastardo egoísta.

Mi madre espera en la mesa, se ha quitado el delantal y los anillos


que se había quitado para cocinar están de nuevo en sus dedos. La
esmeralda de cinco quilates rodeada de diamantes es un anillo
familiar, transmitido durante generaciones de madre a hija. No
tenemos ninguna hermana. Alexis y yo somos los únicos hijos.
Como primogénito, el anillo pasará a mi esposa, y sé exactamente
lo que mi madre está pensando mientras hace girar el anillo en su
dedo mientras estudia a Zoe con una expresión tensa.

Siento a Zoe a mi derecha y ocupo la cabecera de la mesa. Mi madre


ya está sentada a la izquierda, un lugar normalmente reservado
para la señora de la casa. Hay un asado de ternera con patatas
parisinas y judías verdes. Hay suficiente para alimentar a diez
personas.
—Huele delicioso —digo, tomando el cuchillo de trinchar.

—Tu favorito. —Mi madre me dirige una mirada tierna, una mirada
que habla de la intimidad y las costumbres familiares, que excluye
a los forasteros como Zoe. Nuestro clan siempre ha sido una
camarilla.

Después de trinchar la carne, mi madre sirve mientras yo sirvo el


vino. Me pone al corriente del riego de las plantas que ha gestionado
en mi ausencia, de las que han florecido y de los alimentos que ha
pedido para entregar. Hablamos de mis primas, Sylvie y Noelle, que
pronto llegarán a casa desde la universidad a la que asisten en
París.

—Te he traído unas mandarinas —dice mi madre después que


hayamos terminado el plato principal, empujando el cuenco hacia
mí—. Son las de Córcega que tanto te gustan.

—No deberías haberte tomado tantas molestias. —Agarro una, la


pelo y la pongo en el plato de Zoe—. Tengo una cocinera, ya sabes.

Mi madre resopla. —Ella no te conoce como yo. Tampoco cocina


como yo. —Se levanta de un empujón—. Llevo toda la mañana de
pie en la cocina. Necesito un descanso.

Me pongo de pie. —¿Quién te lleva?

—Uno de los hombres de tu padre.

Beso sus mejillas. —Gracias por el almuerzo.

Me da una palmadita en el brazo. —Cuídate. —A Zoe, le dice—:


Adiós, entonces.

Zoe murmura un saludo apenas audible.


—Toma un poco de té —le digo a Zoe. En otras palabras, quédate.
Veo a mi madre salir.

Mientras se pone el abrigo y la bufanda en la entrada, pregunta: —


Cómo conociste a esta… —Agita una mano—. ¿Como se llama?

—Zoe.

Mi madre se ajusta sus guantes. —Es una extranjera, Max.

—Soy muy consciente, Maman.

—¿Es católica?

—Sabes que no soy religioso.

Suspira y me acaricia la mejilla. —Tengo que estar en casa antes de


la reunión benéfica de esta tarde. Piensa en hacer una donación. A
esos pobres niños les vendrá bien la ayuda.

—Haré un cheque.

—Bien.

Hago una señal al guardia que espera en un banco junto al


Mercedes de mi padre y acompaño a mi madre hasta el auto.

Mi madre vacila cuando abro la puerta. —Max, ya sabes cómo se


verá esto.

Siento que se acerca una de esas largas charlas. —Tengo treinta


años, no diez.
Suspirando de nuevo, entra y se despide con la mano mientras el
conductor se aleja. Levanto una mano en señal de adiós y espero a
que despejen las puertas antes de volver a entrar.

Encuentro a Zoe en el comedor donde la dejé, con una taza de té en


la mano. Cuando entro, levanta la vista, con una expresión
insegura.

—Ven —digo—. Te mostraré el dormitorio.

La forma en que se tensa me produce la misma sensación de


pinchazo en el pecho que cuando me mostró tan abiertamente lo
repulsiva que es la idea que me la folle. Puede que mi cara la
desanime, pero anoche tuvo placer. Puede que odie la idea, pero le
gustó lo que le hice. Con el tiempo, se acostumbrará a mirarme.

Subimos a la suite principal. Abro la puerta y la hago pasar. La


habitación es espaciosa, con una zona de estar y un vestidor que
conecta con el baño. Las puertas francesas dan a un balcón. La
vista es magnífica. Se acerca a la ventana para mirar el mar. Estoy
orgulloso. Mi casa es más que una inversión. Es el único lugar
donde puedo bajar la guardia y relajarme.

—¿Qué piensas? —Realmente quiero saberlo. No sé por qué es


importante para mí que le guste mi casa.

Se vuelve hacia mí, con la ira brillando en sus bonitos ojos azules.
—¿Qué quieres que te diga? ¿Qué es preciosa? ¿Qué mi prisión es
hermosa? ¿Debo desmayarme por lo grande y elegante que es tu
propiedad, por lo mucho que vale?

Le dirijo una mirada de advertencia. —Un simple gracias bastará.

—Oh, error mío. Supongo que esta es la parte en la que te doy las
gracias por salvarme de ser encerrada y violada.
Lo dejo pasar. Está cansada. Ha pasado por mucho en los últimos
tres días, especialmente anoche. —Si necesitas algo, mi ama de
llaves, Francine, atenderá tus necesidades. Mi casa es tuya, y no
me desviaré para hacerte sentir miserable.

Me acerco más. —Sin embargo, no cometas el error de pensar que


soy un hombre indulgente. Actuarás de acuerdo con tu parte, o
Damian pagará. Si huyes, tu hermano está muerto. Vive según mis
reglas, y nos llevaremos bien. No tiene que ser desagradable para
ti. Si lo intentas, estoy seguro que te gustará vivir aquí.

Su mirada es cortante. ¿Qué demonios estoy haciendo? Me hice


cargo de una montaña de problemas al reclamar a Zoe. Podría haber
entregado a mi hermano una mujer sin rostro, sin nombre, sin
sentido, un peón más en una estrategia para proteger nuestro
negocio. No, tenía que hacerlo personal. Tuve que verla por lo que
es. Permití que me fascinara. Permití que sus secretos me tentaran.
Sea como sea, no importa lo desagradecida que sea o lo mucho que
me odie, no puedo volver atrás en mi decisión. Después de anoche,
ya es demasiado tarde para eso.

Acaricio su mejilla, dándole cariño, porque eso es lo que necesita.


—Volveré esta noche. Siéntete libre de echar un vistazo a la casa,
pero no salgas. En caso que te sientas tentada, tengo guardias
apostados en el terreno y en la puerta. Si tienes hambre, Francine
te preparará un bocadillo.

Le doy un beso en la cabeza y me alejo antes de sentir la tentación


de desnudarla y hacer más. Dejarla sola tan pronto no es lo ideal,
pero enfrentarse a mi padre es una prioridad mayor.

Después de dar instrucciones a mis guardias para que no la dejen


salir de la propiedad, dejo una nota para Francine, que está fuera
en su descanso para comer. Mi invitada no puede usar los teléfonos.
Desconecto todos los teléfonos fijos y los guardo bajo llave en mi
estudio. Luego tomo uno de los autos del garaje, prefiero ir en auto.
Necesito pensar y prefiero estar solo.

De camino a Marsella, pienso en cómo presentar la decisión a mi


padre. No le gustará, sobre todo ahora que han empezado las
negociaciones con los italianos. No querrá complicaciones, nada
que interfiera en el frágil desarrollo del negocio.

La oficina de mi padre está cerca del puerto. Estaciono delante y le


doy las llaves al aparcacoches para que aparque el auto. Cuando
entro, Raphael Belshaw está sentado en su trono detrás del
escritorio. Lleva el cabello grueso y canoso peinado hacia atrás, con
las ondas bien domadas. Como siempre, está vestido con un traje
negro y una camisa blanca. Mi tío, Emile, el hermano menor de mi
padre, se sienta en la silla de los visitantes.

Mi padre me mira con los ojos entrecerrados, el izquierdo caído. —


Llegas tarde.

Su disgusto no es por la hora. Apuesto a que Alexis no perdió tiempo


en compartir la noticia.

—Mal tiempo. Tuvimos que dar vueltas durante un tiempo antes de


poder aterrizar. —Me agacho para abrazar a mi tío y le doy una
palmada en la espalda a modo de saludo habitual—. ¿Cómo están
Sylvie y Noelle?

Se burla. —Gastando demasiado dinero en París.

—Al menos están recibiendo una buena educación.

Mi tío golpea con los dedos el escritorio, el anillo de oro con el


escudo de nuestra familia golpea contra la madera. —No sé por qué
se molestan. Se casarán y tendrán hijos. ¿De qué les va a servir
entonces una carrera? En mi opinión, solo están tirando el dinero
al agua.

Tomo asiento a su lado. —A algunas mujeres les gusta trabajar,


como a los hombres.

Se pone de pie. —Los tiempos han cambiado, y no estoy seguro que


sea para mejor. —Asiente con la cabeza a mi padre.— Te dejo para
que te pongas al día con Max. No olvides que Hadrienne está
organizando un almuerzo el domingo para dar la bienvenida a las
chicas de París. Esperamos que todos esten allí. —Agarra su
sombrero del perchero—. Tú incluido, Max.

En el momento en que la puerta se cierra tras él, mi padre dice: —


Tienes que dar algunas malditas explicaciones.

Doy una sonrisa irónica. —Ah, Alexis pasó por aquí.

—Alexis dijo que tomaste a la hermana de Damian como amante.


Dime que es una broma.

—Nunca haría una broma así.

Mi padre se inclina hacia delante, su mirada es dura. —Entonces,


¿a qué estás jugando, hijo?

—Puede que Damian Hart esté entre rejas, pero es poderoso y cada
día lo es más. Es sarcástico, inteligente y despiadado, y con
recursos. No ha perdido el tiempo en hacer las conexiones
adecuadas en el interior. Tiene gente que le cuida desde fuera,
gestionando el dinero que gana consiguiendo información y
haciendo trabajos sucios. Ahora no puede poner las manos en ese
dinero, pero podrá hacerlo cuando le dejen salir dentro de dos años.
—Mi padre sabe que el dinero y las conexiones significan poder,
suficiente para iniciar una guerra—. No lo queremos como enemigo.
—¿No era ese el objetivo de llevarse a su hermana? Dime cómo eso
no lo convierte en nuestro enemigo.

—El objetivo era tener algo que sostener sobre su cabeza. —Para
chantajearlo para que cumpla nuestro trato con Dalton cuando la
propiedad de la mina pase a Hart—. Esta forma será aún mejor.

Mi padre refunfuña. —¿Mejor cómo?

—Cumplirá el trato si su hermana es feliz. Si cree que está aquí


porque quiere, querrá asegurarse que siga siendo feliz, y no
tendremos que librar una guerra. —Una que bien podríamos
perder.

Me mira con escepticismo. —¿Cómo esperas sacar eso adelante?

Es simple, realmente. —Haciéndola feliz.

Su vientre se estremece con una carcajada. —La hemos


secuestrado. ¿Cómo la va a hacer feliz eso?

—Tengo mis maneras. La idea crecerá en ella.

—Las posibilidades que ustedes dos se encuentren accidentalmente


son una coincidencia demasiado grande. —Mi padre entrelaza los
dedos sobre la mesa—. Hart no caerá en eso.

—Ya he pensado en ello. —En el camino, de hecho—. Fui a


Sudáfrica para reunirme con Dalton por negocios. Hablamos de la
mina, y le pregunté cómo se descubrió el depósito de diamantes.
Tomamos un par de botellas de vino, así que me habló de Damian
Hart, el descubridor, que acabó en la cárcel por robar un diamante
de la casa de Dalton durante una cena. Sentí curiosidad. Algo en la
historia no cuadraba. ¿Por qué iba Hart a robar un diamante si
había descubierto todo un, ¿un lecho de río lleno de ellos? Así que
visité a la única familia que le queda a Hart, Zoe Hart, para conocer
su opinión sobre la historia. Salimos a cenar. Hubo una atracción
instantánea, y decidí salvarla de su miserable vida y darle una
mejor.

Se burla. —¿Ahora eres un maldito director de películas Hallmark?


Crees que lo tienes todo resuelto, ¿no?

Cruzo las piernas. —Lo hago.

Sus fosas nasales se agitan. Sus dedos se enroscan alrededor del


bolígrafo Montblanc que tiene sobre el escritorio, apretando tan
fuerte que le salen gruesas venas azules en la mano. Apuesto a que
le encantaría apuñalarme con ese bolígrafo. A menudo me he
preguntado si llegaría un día en el que le empujaría al límite.
Siempre lo he presionado siendo el hijo desafiante, el que no sigue
las órdenes. Supongo que por eso prefiere a Alexis. Él no hace
preguntas. Mientras sea para el negocio, y por lo tanto para él
mismo, Alexis hace lo que se le dice. Es más fácil de manejar, no es
impresionable como yo, y se parece mucho más a mi padre. Lo que
me convierte en el favorito de mi madre. Ella no odia a mi padre,
pero tampoco lo ama exactamente. Alexis le recuerda demasiado a
Raphael Belshaw, el hombre con el que se casó por un acuerdo
comercial. No diría que Maman quiere menos a Alexis, pero siempre
me ha tratado de forma diferente, favoreciéndome.

La piel de la frente de mi padre se arruga mientras su mente trabaja


a toda velocidad, pero no hay forma de salir de esto. Un amante es
un amante, tiene derecho a la protección y a un cierto respeto. No
se puede jugar con las reglas tácitas de les beaux voyous5 sin volcar
el carro de la manzana.

5
Traducido del Francés que significa Los Bellos Delincuentes.
Golpea con un puño el escritorio. —¿Por qué Alexis no pudo hacerla
feliz?

Dice “feliz” como si fuera una maldición, y todo mi cuerpo se tensa


con solo pensarlo. Soy incapaz de filtrar toda la ira de mi voz. —
Ambos sabemos que Alexis no es capaz de hacer feliz a nadie, y
menos a una mujer que no quiere. Los dos sabemos, además, cómo
le habría ido a Zoe si Alexis se la hubiera llevado. Eso habría
convertido a Hart en nuestro enemigo. Habría enviado un ejército
para salvarla. No habría parado hasta destruirnos.

—¿Qué pasa con los italianos? No podemos permitirnos ninguna


complicación ahora.

—Seremos discretos. —Agrego una burla—. Igual que tú.

Su ojo caído titila. —¿Qué le impide huir o decírselo a su hermano?

—No sabe por qué la hemos tomado. Le dije que si corre o intenta
algo, Hart lo pagará. —Por supuesto, no tenemos intención de
dañar a Hart. Lo necesitamos para revivir la mina o nuestro negocio
se hundirá, de todos modos.

—En otras palabras, la estás chantajeando a ella en lugar que


nosotros chantajeemos a Hart.

—¿Genial, no?

Se inclina hacia atrás, sus palabras suenan amargas con la


aceptación involuntaria. —Supongo que es más fácil manipular a la
chica.

—Ella es joven. Hart es de la calle y fuerte.


Tamborilea con los dedos sobre el escritorio, considerando mis
palabras. No está dispuesto a admitirlo, pero no tiene elección. Si
votamos la decisión en familia, perderá. La mitad del poder de
dirigir el negocio ya se me ha transferido al cumplir los treinta años,
como le ocurrió a mi padre, y a su padre, y a todos los demás
Belshaw antes que él. La otra mitad la obtendré cuando me case.
Mi padre es una bala perdida. Ha tomado demasiadas malas
decisiones. Su afición por la exageración y la violencia innecesaria
ha manchado nuestra reputación y nuestro nombre. A la familia le
gusta la estabilidad que traigo al negocio. Ellos votarán por mí.

Después de un rato, dice: —Bien. Tienes dos años para domarla


antes que Hart salga.

Me pongo de pie. —Eso es factible.

—Más te vale que así sea. Si esto sale mal…

—No saldrá mal.

Hace una mueca. —Ya veremos. Ahora vete de aquí. Tengo trabajo
que hacer.

—¿Dónde está Alexis?

—Supervisando los muelles.

Me enderezo la corbata. —Te veré el domingo.


RECOJO MI AUTO y conduzco hasta el final de la zona de atraque,
donde los cobradores de deudas andan por ahí, jugando a las
cartas. Alexis está conversando con uno de los hombres.

Me acerco a mi hermano con paso ligero y le digo: —Quiero hablar


contigo.

Se pasea por la esquina, con las manos en los bolsillos. En cuanto


se vuelve hacia mí, le doy un puñetazo en la cara. Su cabeza rebota
y se golpea contra la pared. Le sale sangre de la nariz.

Agarrándose la nariz entre las manos, me lanza una mirada


incrédula. —¿Qué mierdas, Max?

—Eso. —Lo señalo con un dedo—, es por mencionar el coño de Zoe.

—¿Estás jodidamente loco? —Busca a tientas el pañuelo decorativo


en el bolsillo superior de su chaqueta y se lo presiona contra la
nariz—. Tú mismo lo has dicho.

—Solo yo. —Le apuñalo el pecho con el dedo que agitaba en su


cara—. Soy el único que menciona, respira, folla y se come el coño
de Zoe. Soy el único que piensa en su coño. ¿Lo entiendes?

Levanta las palmas de las manos. —Cálmate de una puta vez,


hombre.

Ahora que le he puesto en su sitio, estoy tranquilo. El problema de


ser parte de la familia es que si no haces cumplir las reglas,
cualquier imbécil como mi hermano intentará romperlas. Si no
puedo defender lo que es mío, nadie respetará mi propiedad. Es una
lección importante. Nadie va a joder con Zoe después de esto.
Me doy la vuelta y vuelvo por la carretera que apesta a diésel y a
pescado.

—Estás jodidamente loco —me dice Alexis.

No miro hacia atrás. Hacerlo significaría que me importa el insulto.


La risa de Alexis me sigue hasta el auto. Arranco el motor y aprieto
el volante. Debería ir a la oficina de la ciudad. Debería ponerme al
día con el trato italiano. En lugar de eso, giro el auto en dirección
contraria.

Necesito un desahogo para mi ira, y mi desahogo está en casa.


Capítulo 13

En el momento en que oigo cerrarse la puerta de entrada, me dirijo


al escritorio que se encuentra en la esquina más alejada del cuarto
de Maxime y lo reviso. Encuentro lo que busco en el segundo cajón.
Saco el bloc de notas y el bolígrafo, me siento en la silla y escribo
una carta a Damian.

Le digo que he llegado bien a Francia después de unas cortas


vacaciones en Italia. Le digo que Venecia fue mágica. Le digo que
me estoy instalando bien en mi nueva casa, cocinando tarta de
manzana. Le digo que estoy deseando que llegue el día en que salga,
que haré tarta de manzana para darle la bienvenida y que espero
que traiga a su compañero de celda para que lo conozca. Estoy
segura que a su amigo le encantará la tarta de manzana. Me
aseguro de mencionar la dirección y dar una descripción detallada
de la propiedad. Me fijo en las señales de tráfico del camino y en la
dirección del buzón que hay junto a la puerta. Menciono lo rico e
importante que es mi caballero blanco, tanto que su propiedad está
vigilada. Luego firmo como siempre, mi nombre con dos x y o.
Para cualquiera que la lea, es solo una carta de una chica feliz que
tuvo suerte al conseguir un tipo rico, pero Damian entenderá el
código. Él entenderá el mensaje. Él sabrá que Zane y Maxime son
sus enemigos, y que estoy siendo retenida contra mi voluntad.

Doblo la carta con cuidado, la meto en un sobre que encuentro en


el mismo cajón y escribo la dirección en él. Luego recorro la
habitación en busca de un teléfono. Dudo que Maxime haya dejado
uno, por eso mi prioridad era escribir la carta, pero aun así lo
intento.

No hay enchufes en la habitación, así que tomo la carta y salgo al


pasillo. La casa está en silencio. No se oye nada en la cocina. El
pasillo es oscuro y tenebroso. De las paredes cuelgan tapices
descoloridos y retratos de hombres y mujeres vestidos con ropas de
hace siglos. El espacio huele a pulido de madera y a cedro. Me
estremezco, pero me obligo a salir al chirriante suelo de madera,
abriendo las puertas a medida que avanzo.

La que está al lado de la habitación de Max da acceso a un


dormitorio del mismo tamaño que el suyo pero decorado con rosas
y lilas femeninas. Las dos habitaciones comparten el mismo cuarto
de baño y el balcón. Las demás habitaciones de la planta son todos
dormitorios con baño. Una pesada puerta de madera al final del
pasillo da acceso a una escalera de caracol. Incapaz de reprimir mi
curiosidad, subo los peldaños de piedra hasta la cima. La escalera
desemboca en una torre circular. Un estrecho ventanal con un
banco incorporado da al mar. No puedo distinguir mucho de la vista
a través de la vidriera. El único mueble es un pequeño escritorio.
Aparte de eso, el suelo y las paredes están desnudos. Hace frío y
ruido con el viento que recorre la torre.

Temblando, vuelvo al pasillo del primer piso y bajo los escalones


hasta el vestíbulo. Paso por el baño de invitados y el comedor, un
salón grande y otro más pequeño, y estoy a punto de alcanzar la
puerta del fondo cuando se abre en mi cara.

Jadeando, aprieto la carta contra mi pecho. Una mujer vestida con


pantalones oscuros y una blusa abotonada se detiene al verme. Sus
ojos verdes se abren de par en par. Me mira de arriba abajo,
observando mi rostro, mi ropa y mis botas. Es esbelta y con una
gran fuerza de voluntad, es una cabeza más alta que yo. Lleva el
cabello rubio recogido en un moño y su piel es pálida como la
porcelana, pero, a diferencia de la mía, no tiene manchas. Lleva
máscara de pestañas y un pintalabios rosa brillante. Su perfume es
tenue, pero huele a algo caro.

—Oh —dice—, tú debes ser Zoe. —Su acento es menos pronunciado


que el de Maxime.

—Tú debes ser Francine.

—Acabo de volver de mi descanso para comer y he encontrado la


nota de Max. —Me da otra mirada rápida—. ¿Hay algo quieras?

Le entrego la carta. —Esperaba que alguien pudiera enviar esto por


mí. No tengo estampilla.

Lo agarra con dudas. —Lo dejaré con el correo de Max. Suele dejarlo
en el buzón de camino al trabajo.

Mi ánimo se hunde. La leerá, sin duda. No entenderá los mensajes


ocultos, pero puede que no le gusten los detalles que he transmitido
sobre su casa, como lo bien protegida que está y dónde está situada.
Solo puedo esperar que no la queme.

Por un momento, me aferro al sobre, reacia a entregarlo, pero


cuando Francine tira un poco, no tengo otra opción. Tengo que
soltarlo si no quiero darle un motivo para sospechar.
—¿Si no hay nada más? —Se cruza de brazos, con el sobre agarrado
en una mano. Ha posado como una bailarina, con una rodilla
doblada con el pie girado hacia fuera y sus largos dedos
descansando elegantemente sobre la manga de su blusa. Tiene las
uñas pintadas con manicura francesa.

—No, gracias.

—Si me disculpas, tengo que empezar la cena.

—Por supuesto.

Vuelve a entrar en la cocina y cierra la puerta. Bien podría haber


puesto un cartel que dijera “no te metas”.

Sin saber qué más hacer, recorro el resto de la casa. Todas las
habitaciones están decoradas con muebles antiguos. Hay incluso
una armadura de caballero y armas medievales. El lugar parece un
museo. No encuentro un teléfono por ninguna parte, y el enchufe
vacío de la entrada indica que el teléfono ha sido desenchufado.
Habría dado cualquier cosa por llamar a Damian ahora, para
contarle lo que mi carta no puede transmitir si Maxime decide no
enviarla.

Una de las puertas está cerrada, probablemente una habitación a


la que Maxime no quiere que tenga acceso, y junto a ella encuentro
una biblioteca con chimenea. La casa es fría. Mi vestido de lana
apenas me mantiene caliente. Utilizo la leña apilada en el cesto para
encender el fuego y lo avivo hasta que las llamas saltan a lo alto.
Para mi desgracia, todos los libros están en francés. Me decido por
uno sobre la región con fotografías y arrastro el sillón hacia el fuego.

En poco tiempo, mis músculos fríos se descongelan. Mi rostro se


calienta y mis dedos pinchan como alfileres y agujas mientras la
rigidez congelada se derrite. Una ráfaga de viento entra cuando la
puerta principal se abre por el vestíbulo. Maxime está de pie en el
escalón, con el aspecto de estar enfadado y con el viento en contra.

El calor físico permanece, pero una ráfaga de frío se instala en mí


cuando cierra la puerta. Se me aprieta el estómago cuando se quita
el abrigo, la bufanda y los guantes y lo cuelga todo en el perchero
antes de dirigirse a la biblioteca. Estoy visible desde la puerta
abierta, y él me observa con ojos sombríos mientras avanza.

Cierro el libro cuando él entra. Se me seca la boca cuando cierra la


puerta y gira la llave. No estoy segura de él. No puedo descifrarlo.
No sé quién es ahora, si el hombre de la fría celda o el de la lujosa
suite del hotel.
Capítulo 14

Me aflojo la corbata, me dirijo a la silla en la que Zoe está tapada


de forma tan bonita y me detengo frente a ella. Estoy duro. La deseo.
Nunca he deseado con tanto abandono. Ciertamente no a una
mujer. Mis placeres sucios son el dinero y el poder. El sexo es una
actividad recreativa, una forma de liberación. Lo disfruto, pero
disfruto más del trabajo. Hoy no, parece. Hoy la elegí a ella antes
que a la oficina, y necesito liberarme.

Mientras le quito el libro de la mano y lo dejo en la mesita, culpo a


Alexis. Culpo a mi rabia mientras la pongo en pie y tomó su lugar
en la silla. Está caliente, su calor corporal persiste en el tapizado de
flores.

Me desabrocho la chaqueta y cruzo las piernas. Apoyo las manos


en los reposabrazos, una postura despreocupada que oculta las
ganas que tengo de ponerlas sobre ella. La recorro con la mirada,
observando sus deliciosas curvas, antes de detenerme en el coño
que tengo a la altura de los ojos, el coño por el que he agredido a mi
hermano.
—¿Adolorida? —pregunto, levantando mis ojos hacia los suyos.

Me mira fijamente con su hermoso rostro, el rubor rosado de sus


mejillas por el fuego se profundiza hasta el rojo. —Sí.

No puedo tomarla de nuevo tan pronto, pero hay otras maneras.


—Desvístete.

Sus ojos azules se abren de par en par. —¿Qué?

—Quítate la ropa.

Ella inhala audiblemente. —¿Por qué?

Levanto una ceja.

Sus rizos caen sobre sus hombros mientras sacude la cabeza. —No
quiero tener sexo.

—No te voy a follar con mi polla, pero te lo he dicho a menudo y de


forma convincente.

Sus manos se meten en la falda de su vestido. —Me duele.

—No voy a hacerte daño.

—No lo disfruté.

Mi pequeña mentirosa. —Te corriste, ¿no?

—Eso no significa que me haya gustado.

Me inclino. —No tienes que correrte si no quieres.

—Entonces, ¿por qué hacerlo?


—Eso es lo que hacen los amantes.

—¿Desnudarse en el estudio?

Mis labios se mueven. —Donde yo quiera. Será mejor que te


acostumbres, Zoe. Estos son los juegos que juegan los adultos.

Sus delicados orificios nasales se agitan. —Vete a la mierda. No


tengo experiencia. Eso no me convierte en una niña.

—Vamos a castigar esa boca tuya, pero lo primero es lo primero.


¿Te vas a desnudar, o te parece más romántico que te desnude yo?

Me mira fijamente con el vestido apretado en sus pequeños puños.

—Es mi trabajo enseñarte cómo complacerme, y aparentemente


también a ti misma, pero no te voy a obligar.

—Pero vamos a dormir juntos —dice, con un brillo de rebeldía en


los ojos.

—Naturalmente. ¿A menos que hayas cambiado de opinión?

—No —dice ella, soltando los dedos—. No he cambiado de opinión.

—Entonces confía en mí.

—¿Confiar en ti? —se ríe.

—Confía en mí con tu cuerpo. Sé lo que estoy haciendo.

—Ciertamente tienes la experiencia —me lanza—. ¿No es así?


Sacar a relucir mi experiencia no va a ayudarme a ganarla. —Eres
la persona más importante en esta habitación. Solo tus
necesidades importan.

—No tengo necesidades.

Una niña tan habladora. —¿Vas a confiar en mí? Solo pierdes tu


tiempo. Ya sea hoy, mañana o la próxima semana, te quitarás la
ropa para mí y me pedirás que te haga correrte.

Ella estrecha los ojos. —No te pediré hacer que me corra.

Mi sonrisa encierra un desafío. —Demuéstralo.

Me mira un poco más, pero se lleva la mano a la cremallera del


vestido por la espalda. No le ofrezco ayuda. Me siento y observo. Ese
es mi trabajo. Es mostrarle lo encantadora que es.

Baja la cremallera y empuja el vestido desde los hombros hasta las


caderas. Su ropa interior es marrón chocolate, del mismo color que
el vestido. Es de encaje y bonito, pero la prefiero desnuda. Se quita
las botas y las medias, y luego la ropa interior.

De pie, desnuda frente a mí, pregunta mordazmente: —¿Se supone


que necesito esto?

Observo sus pechos firmes y sus pezones rosados, su cintura


estrecha y sus caderas curvadas. El triángulo oscuro y sin depilar
entre sus piernas. Es voluptuosa, pequeña pero redondeada donde
importa.

—Eres muy hermosa, Zoe.

El color rosa de sus mejillas vuelve a encenderse. —¿Y ahora qué,


Maxime?
—Ven a sentarte en mi regazo y cuéntame lo que has hecho
mientras estaba fuera.

Sus labios se separan. —¿Qué?

—Ya me has oído.

Se acerca con paso inseguro. Cuando se detiene frente a mí,


descruzo las piernas y las abro. Se pone de lado y pasa entre ellas.
Engancho las manos bajo sus brazos y la subo a mi muslo,
colocando sus piernas sobre el reposabrazos y su espalda en el
hueco de mi brazo.

Le rozo los rizos por encima del hombro antes de deslizar mis dedos
por su brazo, manteniendo el tacto ligero. —¿Exploraste la casa?

La piel se le pone de gallina. —Sí.

Arrastro mis dedos hasta su hombro y vuelvo a bajar hasta su


muñeca. —¿Te gusta? —Arriba, abajo y arriba de nuevo—. Y no más
burlas como antes.

Se estremece un poco. —¿Qué quieres que te diga? Tienes una


bonita casa. Un poco espeluznante, pero impresionante.

Sonrío ante lo espeluznante, trazando el arco de su cuello. —Tiene


una gran vista. ¿Has mirado fuera?

Vuelve la cara hacia mí. —Me dijiste que no podía salir.

Exploro la elegante curva de su clavícula con las yemas de los


dedos. —En el balcón.

—No, pero subí a la torre.


—Mm. —Rozo con el dorso de mis nudillos un pezón rosado. La
punta se endurece. La piel más oscura de alrededor se contrae—.
No voy mucho por ahí, pero las mujeres parecen atraídas por él.
Debe ser la cosa de la princesa en la torre.

Ella se pone rígida. —Solo tenía curiosidad. No subí allí con alguna
fantasía reprimida.

Coloco la palma de la mano en su cintura, el toque pretende ser


calmante. —Eso no es lo que he dicho.

—No, lo que has dicho es que traes a muchas mujeres aquí.

—Ahora eres la única que está aquí, ¿no?

Ella no responde.

Llevo mi mano de nuevo a su pecho, acariciando la parte inferior


con un pulgar. —¿Conociste a Fran?

—Sí. —Apoya todo su peso contra mí, acomodándose más—. Habla


muy bien el inglés. Casi no tiene acento.

Me muevo hacia el otro pecho, trazando la areola con un dedo. La


punta brota maravillosamente, poniéndose dura incluso antes de
pasarle el dedo por encima. —Estudió en una escuela de cocina en
Londres. Su comida es muy buena. Estoy seguro que la disfrutarás.

Se retuerce cuando me muevo más abajo, trazando su ombligo. —


¿Cuánto tiempo ha trabajado para ti?

—Un par de años. —Arrastro una línea desde su ombligo hasta el


vértice de su sexo, pasando el dedo corazón por su clítoris.
Aspira un poco y aprieta las rodillas. —Le di una carta. Me dijo que
la enviarías por correo.

—¿A tu hermano? —Trazo los labios de su coño con el pulgar.

—Sí —dice, reprimiendo a duras penas un gemido antes de morder


su labio—. Quería decírtelo antes que Francine te lo mencionara.

Ah, ella esperaba que su carta fuera enviada sin que yo lo supiera,
pero se dio cuenta que Francine nunca me desautoriza.

—Puedes escribirle a Damian todo lo que quieras.

Me mira sorprendida. —¿No te importa?

—En absoluto.

A esta declaración, su cuerpo se hunde. Aprovecho la oportunidad


para separarla ligeramente, tocando justo dentro de su abertura sin
penetrarla con el dedo. Su espalda se arquea. Gime. Deslizo una
mano entre sus muslos y los abro de par en par, luego la insto a
que se acomode de nuevo en mi regazo. Es tan bonita extendida
sobre mi regazo, con los pezones apretados y la excitación brillando
en su coño. Su respiración es más superficial, su estómago sube y
baja más rápido. Estoy más duro que antes, dolorosamente, pero
ignoro la torturante sensación de su culo en mi polla,
concentrándome solo en ella, como prometí.

Mi juego es suave y provocador, lo suficiente para estimularla pero


no para que se corra. No le daré placer a menos que estemos
follando, a menos que tome el mío, o a menos que ella me lo pida.
Sigo acariciando, extendiendo las caricias al interior de sus muslos.
Ahora está temblando de verdad.

Bajando mi boca a su oreja, le doy un beso. —¿Quieres correrte?


—No —dice rápidamente, sin querer rendirse y admitir la derrota.

—No es gran cosa. —Le acaricio el lóbulo de la oreja con los


dientes—. Todos necesitamos liberarnos. Todo lo que tienes que
hacer es decir que sí.

Suspira y ladea la cabeza para permitirme un mejor acceso. Me


encanta lo receptiva que es a mis caricias, cómo puedo inducirla al
placer que quiero que tenga. Me encanta el olor a rosas de su sedoso
cabello y la aterciopelada suavidad de su piel. Me encanta lo
húmeda y resbaladiza que está para mí y cómo su culo se levanta
un poco cada vez que froto un dedo sobre su clítoris hinchado. Está
abierta y expuesta, y la parte inferior de su cuerpo descansa
cómodamente en mi regazo. Tiene los ojos cerrados y la cabeza
echada hacia atrás. Es un espectáculo para la vista. Como no dice
que no, recojo su humedad, con cuidado de no estirar demasiado
su sensible piel, y deslizo la punta de mi dedo en su calor. El calor
de la piel es una tortura. No puedo evitar imaginarme hundiendo
mi polla en ella como la noche anterior.

Jadea y sus brazos se ponen rígidos a los lados. Sus caderas no


tardan en seguir mis superficiales embestidas. Cuando sus
músculos internos se ablandan alrededor de mi dedo, lo introduzco
hasta el nudillo.

Sus muslos se aprietan contra mi dedo. —Maxime.

La extiendo como un sacrificio y bajo mi boca para besar su pezón.


Lo lamo ligeramente al principio, luego cierro los labios alrededor
de la pequeña y dura punta y la rodeo con la lengua. Su sabor es
delicioso. No puedo evitar besar su pecho con lengua, cubriendo su
piel con besos descuidados hasta que su curva se humedece. Su
pezón se endurece cuando finalmente lo suelto y el aire fresco lo
baña.
Lloriqueando, levanta los brazos y los apoya en su rostro.

—¿Quieres correrte, Zoe?

Mantiene sus ojos ocultos para mí, su expresión resguardada bajo


sus brazos. Siento su deseo, las ganas que tiene de entregarse, pero
no lo voy a tomar si no me lo da libremente.

—¿Será malo si digo que sí? —pregunta en voz baja.

—No, Zoe. No será malo. Todo lo contrario.

Su grito es derrotado, un suspiro trémulo. —Sí.

Aumento el ritmo de mi dedo, presionando mi pulgar sobre su


clítoris. Está tan cerca que solo pasan unos segundos hasta que su
cuerpo se tensa como un arco, sus piernas forman una V cuando
la flecha impacta justo donde yo quería, en su pequeño y suave
corazón.

Las mujeres como Zoe sienten la explosión física de un orgasmo en


todos los niveles, sobre todo con sus emociones.

Se deshace con un clímax que encierra sus músculos internos


alrededor de mi dedo y una lágrima que rueda por su mejilla. Es la
victoria y la derrota, todo en uno.

Me retiro lentamente, con cuidado de no herirla. Luego tomo sus


brazos y los acomodo alrededor de mi cuello donde más los necesita,
aunque ella no lo sepa. La sostengo y le doy algo a lo que aferrarse
mientras vuelve a la realidad, al verse desnuda en mis brazos como
una vergonzosa Eva se vio por primera vez antes que el paraíso se
convirtiera en el jardín del pecado.
Agarrando la manta del respaldo de la silla, cubro su cuerpo, no
solo porque los troncos del fuego se están consumiendo, sino
también porque se sentirá vulnerable cuando la bruma de la pasión
se atenúe. La realidad es como el invierno, fría e implacable.

Sus lágrimas mojan mi cuello, pero no se aparta. Se acerca más.


Me deleito con la victoria. No hay nada que pueda sentirse mejor,
ni mi propia liberación, ni siquiera el éxito de salvar nuestro
negocio. La tensión de mis músculos desaparece. La rabia que sentí
al entrar en esta habitación se ha disipado, se ha desvanecido en la
agonía de su orgasmo.

—Ya está. —Beso la parte superior de su cabeza—. Se pondrá


mejor.

Es el voto que me hice mucho antes de hacer la promesa a mi padre.

Mientras nos sentamos tranquilamente frente a las últimas brasas


del fuego, Zoe se adormece. Anoche no dormimos mucho. El viaje
fue agotador. Me resisto a despertarla -prefiero quedarme así con
ella en brazos-, pero está oscuro. Tiene que comer.

Le quito un mechón de cabello del rostro y le beso la frente.

—¿Te apetece una ducha?

Ella bosteza. —¿Qué hora es?

Compruebo mi reloj. —Casi las seis.

Se estira como un gato perezoso. —Supongo.

Mis brazos la rodean involuntariamente. Esta pequeña flor mía es


muy bonita. La mantengo en equilibrio entre mis brazos y me pongo
de pie para ajustar mi erección. No me he olvidado de castigar su
boca. Simplemente lo he retrasado para dar prioridad a sus
necesidades. Desbloqueo la puerta y la llevo a mi habitación. El
pasillo está iluminado, cortesía de Francine.

En la habitación, enciendo la luz y subo la calefacción antes de


ordenar a Zoe que vaya al baño.

Ella obedece sin decir nada. El agua de la ducha se abre. Me acerco


y pongo la oreja en la puerta, escuchando el sonido del agua en
cascada, imaginándola bajo el chorro y deseando poder estar allí
con ella. Todavía no. No está preparada para eso.

Suena un golpe en la puerta. Me acerco y la abro. Fran está en el


escalón.

Sus ojos se dirigen hacia el baño. —Has estado fuera menos de una
semana.

—¿Lo que significa?

—Lo que significa que. —Señala la puerta del baño—, fue rápido.

Me trago mi irritación. Fran es una empleada leal. —Mi vida privada


no es de tu incumbencia.

—¿No? —Ella inclina la cabeza—. Solía serlo.

—Se acabó, Fran. Ya hemos pasado por esto.

Sus ojos se nublan. —¿Un par de revolcones entre las sábanas son
suficientes para que te canses de una mujer?

Lamentablemente, sí.
Hace un gesto con la cabeza hacia el baño. —¿Cuánto crees que
durará?

—No es de tu incumbencia.

—Ella me pidió que enviara una carta.

—Ella me lo dijo.

—¿Por qué los teléfonos están bajo llave, Max? ¿Por qué no se le
permite salir de la casa?

Aprieto la mandíbula. —Como he dicho...

—No es asunto mío.

—Exactamente.

Ella da un paso adelante, poniendo nuestros cuerpos al ras. —Soy


leal a ti. —Me rodea el cuello con sus brazos—. Ya lo sabes.

Le agarro los brazos para apartarlos. —¿Pero?

—Pero no puedo lidiar con que otra mujer haga alarde...

La puerta del baño se abre. Los dos giramos la cabeza hacia allí.

Zoe se queda congelada en el umbral en medio de una oleada de


vapor. Con una toalla en el pecho, mira entre Fran y yo. No me
gusta lo que veo en sus expresivos ojos. No me gusta esa mirada
herida ni la flacidez de la traición que se instala en sus hombros.

Desenredo los brazos de Fran y la pongo a un paso de mí.


Lanzando una mirada fría a Zoe, Fran dice: —La cena está lista. La
dejaré en el cajón del calentador antes de irme.

Mi voz es comedida. —Hazlo.

Con una última mirada hacia mí, Fran se va.

—Más que tu cocinera, ya veo. —Zoe levanta la barbilla pero sus


ojos rebosan de emociones que estropean nuestro momento
anterior.

—Fue hace mucho tiempo.

—Entonces no lo niegas. Te la follaste.

No voy a mentir. No sobre eso. —Sí.

—Gracias por eso. —Pasa junto a mí hacia la maleta que yace


desempacada sobre la cama—. Necesitaba el recordatorio.

Le agarro la muñeca. —No vas a hacer esto.

—¿Hacer qué?

—Buscar excusas para dejarme fuera.

—No son excusas. Son hechos, y ¿por qué iba a dejarte fuera si
nunca has estado dentro para empezar?

Bajo mi voz una octava. —Cuidado, pequeña flor. No me conoces.


Si lo hicieras, no me empujarías.

Ella tira de su brazo para liberarse. —Te conozco mejor de lo que


crees.
Es una generalización irrisoria, un terrible error de apreciación.
Poniendo mi mano en su hombro, la empujo para que se arrodille.

Ella se resiste, esforzándose hacia atrás, y luego lucha contra la


toalla que amenaza con abrirse.

Me abro la bragueta y miro fijamente su cara de sorpresa. —Dije que


íbamos a castigar esa boca. Ya me debes dos veces. —Me saco la
polla, pesada y dura, espesa por la necesidad. Me duelen las pelotas
por la liberación no derramada.

Ella sabe a dónde quiero llegar cuando me acaricio tres veces y


apunto a sus labios. Los cierra con fuerza. Le agarro la mandíbula
y aprieto los puntos de presión junto a sus orejas. Abre la boca, lo
suficiente como para deslizar mi polla a través de esos labios
carnosos. Le dan arcadas y trata de echarse atrás, pero la agarro
por detrás de la cabeza.

—Me vas a follar —siseo—, y te lo vas a tragar todo.

Se agarra a mis muslos cuando empujo su rostro hacia delante,


haciendo que se trague mi polla. Sin importarle mucho ahora la
toalla, ésta cae a la alfombra, dejándola desnuda sobre sus rodillas.
Impresionante. Luchando por respirar. La dejo. Tiene que aprender
esta pequeña lección. Su propio aliento me pertenece. Puedo ser
amable o lo que ella me hace ser, un caballero culto o el monstruo
de sus pesadillas.

Cuento con cuidado, controlado. Estoy al mando, incluso cuando


su saliva cubre mi polla y su lengua está caliente en la parte
inferior, haciéndome querer explotar. Enrosco sus mechones en un
puño y los saco cuando llego a diez. Ella traga aire. Sus grandes
ojos azules están llorosos y la saliva le corre por la barbilla. No estoy
siendo muy duro con ella. Debería ser capaz de aguantar la
respiración hasta los treinta sin esfuerzo. Le doy tiempo para que
tome una bocanada más de aire antes de regresar. Luego me
muevo. Bombeo con dos empujones cortos y uno largo, mi polla
golpea el fondo de su garganta cada tres veces.

Le follo el rostro al ritmo de un vals. Es una danza diseñada para


limitar su reflejo nauseoso y evitar que vomite.

Mis pelotas se tensan. Sus labios se estiran alrededor de mí, los


ruidos que hace no hacen más que estimularme. Puedo durar
mucho tiempo. La práctica hace la perfección. Puedo prolongar esto
hasta que se desmaye. Le doy dos respiraciones más antes de
dejarme llevar, apuntando mi polla profundamente y disparando mi
carga en su garganta. Su delicado cuello blanco se convulsiona
mientras intenta tragar con la intrusión en su garganta. Gasto
hasta la última gota, sin escatimar esfuerzos antes de sacarla.

Se derumba en mi agarre, su pecho se agita mientras su pequeño


cuerpo aspira aire. No la dejo caer. La mantengo en pie por el
cabello. Con los largos y sedosos mechones, me limpio la polla.
Luego me pongo en cuclillas, poniéndonos a la altura de los ojos.

Inclinando su cabeza hacia atrás, la hago mirar hacia mí.

—La elección, pequeña flor, es siempre tuya. —Beso sus labios


desgarrados—. Un castigo menos. Queda uno.

Solo entonces la libero.

Voy al baño y cierro la puerta. Necesito una ducha. Me desnudo y


pongo el agua en el nivel más caliente que pueda soportar. Dejo que
la quemadura me escale hasta que llueva fuego sobre mi piel.

Soy un depravado.

Voy a profanar el cuerpo de mi pequeña flor muchas veces.


Capítulo 15

Encorvada, recupero el aliento en el suelo. Mis hombros suben y


bajan rápidamente con el aire que intento aspirar en silencio, pero
no puedo detener por completo el fuerte jadeo. Es el sonido de mi
humillación. Las cálidas lágrimas que difuminan el diseño de la
alfombra son la vista y las quemaduras producidas por el roce en
mis rodillas son la sensación. El sabor es un regusto persistente en
mi boca. Este es el retrato de la degradación.

A medida que el oxígeno alimenta mis pulmones, la dureza de mi


respiración se suaviza. Pasa de ser una lucha perversa por el aire y
la dignidad a una rabia abrasadora que me ensancha las fosas
nasales y me encorva los hombros como los bordes de un trozo de
papel enrollándose en una llama. Sentada sobre mis talones, me
limpio la saliva de la barbilla. Sigo sintiendo a Maxime en el
estiramiento de mis labios y en las pequeñas grietas de las
comisuras. Todavía lo saboreo en mi lengua. El mensaje era claro.
Mi comportamiento tiene consecuencias. Juega bien y sé tratada
con amabilidad.

Mi orgullo no me lo permite.

Quiero lastimar a Maxime como me lastima a mí. Quiero insultarlo


y aplastarlo de todas las maneras posibles, incluso mientras le doy
mi cuerpo. Acaba de demostrarme que no me lo permite. No me
dejará usarlo como saco de boxeo para obtener la satisfacción de
extraer algún tipo de venganza. Lo quiere todo. No es feliz solo con
mi cuerpo. Quiere que lo haga con un bonito por favor y un amable
agradecimiento. Por eso quiere que me guste la casa y la comida.
Quiere que me adapte, que acepte mi destino y que entregue mi
cuerpo libremente a cambio de su protección.

Lo hará tan bien para mí como yo lo haga para él.

Racionalmente, sé todo esto, pero mi orgullo es un monstruo y mi


ira un dragón que viven en mi pecho. Respiran fuego en mi alma
hasta que estoy ciega a todo lo que no sean las llamas que arden en
mis entrañas.

Fijando mi mirada en la puerta del baño, me pongo en pie.


Mantengo el blanco a la vista mientras avanzo con las manos
apretadas y los hombros doblados hacia dentro. Agarro el pomo y
abro la puerta de golpe, entrando en el vapor.

El cuerpo de Maxime es una imagen borrosa, una aparición en la


niebla a través del cristal. Está de espaldas a mí, con la cabeza
inclinada hacia atrás y unas manos grandes con nudillos
magullados que frotan su cráneo. Es enorme. Su cuerpo domina el
espacio, pero no pierdo el tiempo. Abro de un tirón la puerta de la
ducha.

Se gira y sus ojos grises se abren ampliamente al verme. Antes que


desaparezca la expresión de sorpresa de su rostro, muevo el brazo
hacia atrás y le doy una bofetada en la cara lo bastante fuerte como
para que su cabeza vuele hacia un lado. Girando su cara hacia mí,
toca con sus dedos la huella de los míos en su mejilla.

La pelea me deja con la salida de la violencia. Así como así, el fuego


se apaga. Nunca he sido una luchadora física. Nunca quise serlo,
no después de mi padre, y la vergüenza y la decepción sustituyen a
la ira, convirtiéndose en los nuevos monstruos de mi pecho.

No me da un segundo para procesar en lo que me estoy


convirtiendo. Rápido como el azote de un látigo, golpea, me agarra
del cuello y del brazo y me mete en la ducha. La respiración
abandona mis pulmones con un golpe, cuando mi espalda choca
contra los azulejos. El miedo ocupa ahora el primer lugar en mi
pecho mientras me mira fijamente con la mandíbula apretada y la
retribución ardiendo en sus ojos.

Espero que me devuelva el golpe. Una parte fea de mí quiere que lo


haga para poder odiarlo más. A los hombres como mi padre los
entiendo, pero Maxime es una compleja mezcla de señales
confusas. Si mis palabras hicieron que Maxime casi me asfixiara
con su polla, la marca que dejé en su piel debería hacerlo mucho
peor. No puedo apartar la mirada de sus ojos. Veo cómo su gris
fundido se transforma en una tormenta más oscura. Con los dientes
rechinando, me mira fijamente, sus dedos me rodean el cuello y me
inmovilizan contra la pared. Justo cuando creo que va a romperme
el cuello, baja la cabeza y presiona nuestras bocas.

El beso es brutal. Sus dientes me cortan el labio. Saboreo la sangre


mientras nuestras lenguas se enredan. Su respiración es áspera,
su gruñido es un sonido primitivo. Me aprieta los labios, me chupa
la vida como si se tratara de una nueva clase de guerra. Me
defiendo. Le beso como si mi vida dependiera de eso. No sé de dónde
viene mi desesperación, solo que esta aspereza mutua se siente
purgante.

Él toma, pero yo también lo hago. Le muerdo el labio inferior hasta


que nuestra sangre se mezcla. Utilizo la agresión como válvula de
escape para mi dolor, como él no me permite utilizar mis palabras
afiladas o mi orgullo auto-conservador. Dejo de ser una participante
pasiva, tratando de aferrarme a algo precioso con ambas manos,
algo que no quiero compartir, y tomo algo de él para mí.

Es un punto de inflexión. Para tomar, tu mano tiene que estar


abierta, no apretada alrededor de tu corazón. Cuando tomo de
Maxime, me abro. Soy vulnerable a lo desconocido, susceptible a
las sensaciones de un beso violento, sorprendida al descubrir que
me gusta. Es como una lucha por la vida, una lucha a muerte. Solo
uno de nosotros quedará en pie cuando todo termine. La
desesperación se transforma en excitación. El calor florece entre
mis piernas. No es suave y lento como en el estudio. Es instantáneo
y exigente. Gimo, un sonido de necesidad que desencadena el punto
de inflexión de Maxime.
Se vuelve suave. El agarre de advertencia en mi cuello se afloja
hasta convertirse en una caricia posesiva. Arrastra su lengua sobre
el corte de mi labio y moldea su boca alrededor de la mía con tierna
precisión. Es un beso hábil, un beso seductor. Me inclino hacia él,
juntando nuestros cuerpos. Colocando una mano junto a mi cara
en la pared, arrastra su mano desde mi cuello hasta mi pecho,
apretando suavemente. Mi espalda se arquea. Inclina sus caderas
hacia las mías, presionando su erección contra mi estómago. El
agua nos baña, dibujando un cuadro abstracto con líneas borrosas,
pero lo correcto y lo incorrecto se desvanecen con la necesidad que
late en mi cuerpo como si tuviera vida propia.

Al igual que mi agresividad avivó la suya, su ritmo más lento


despierta nuevas necesidades en mí, una necesidad de tocar y ser
abrazada. Levantando mis manos de las baldosas donde están
pegadas mis caderas, las pongo sobre el pecho de Maxime. Los
músculos son duros e implacables bajo mis palmas, como
esperaba, pero es la textura irregular de su piel lo que me
tranquiliza.

Me inclino hacia atrás, parpadeando el agua de mis ojos. Maxime


se congela. Sus párpados se levantan con recelo. Mi mirada
desciende. La piel de su pecho está enrojecida e irritada, con
marcas hasta el estómago y cubriendo la mitad del abdomen, un
patrón agresivo de dolor pintado en un hombre. Nunca he visto
nada parecido. Mi corazón se aprieta en una empatía involuntaria.
¿Qué le ha pasado? ¿Qué le causó esas cicatrices?

Cuando extiendo los dedos para tocar los daños, me agarra la


muñeca.

La presión de su agarre es demasiado fuerte. —No lo hagas. —Las


palabras son duras, pero hay una súplica en sus ojos, y se mezclan
con la agonía, reflejando un retrato de sufrimiento impresionante
en esos charcos de color ceniza.

—¿Qué ha pasado? —Susurro.

—Fuego.
Aparta mi mano, bajándola, y la coloca sobre su erección. Cierro los
dedos involuntariamente. Sisea. El sonido me da fuerza. Le acaricio.
Él gruñe.

Sé lo que está haciendo. Está utilizando la distracción para evitar


que le haga las preguntas que giran en mi mente, y está
funcionando. Su polla se retuerce bajo mi palma, endureciéndose
más. Miro mi puño, mis dedos apenas se juntan, y vuelvo a su
mirada.

Me observa con gran atención. Le observo a su vez mientras deslizo


mi puño hacia arriba y hacia abajo. Veo lo que le hago. Veo el
hambre voraz en sus ojos.

Me agarra de la cadera, acercando su erección a mi abertura. —Los


actos tienen consecuencias, pequeña flor. —Me agarra de la
muñeca y aparta mi mano—. Has venido aquí sabiendo muy bien
lo que podía pasar.

He venido aquí para vengarme de cómo me ha utilizado. En lugar


de eso, me encuentro presionada contra la pared, mojada y
necesitada. Agarra la base de su polla con una mano y presiona la
cabeza contra mi clítoris mientras me sujeta la cadera con la otra,
como si fuera frágil y estuviera a punto de romperse. Frota en
círculos, enviando oleadas de calor a través de mi cuerpo. Lo
resbaloso cubre mi sexo. Arrastra su polla sobre mi abertura,
llevando mi excitación de nuevo a mi clítoris. Abro las piernas para
permitirle un mejor acceso. Jadeo, necesito esto ahora que sé lo que
se siente y lo buena que es la liberación.

Me pasa un pulgar por la cadera, un suave roce hacia delante y


hacia atrás. —No iba a hacer esto tan pronto.

Cuando se agarra a mi muslo y lo coloca alrededor de su culo,


coloco las palmas de mis manos sobre sus hombros. No voy a dejar
que me haga olvidar por qué he venido aquí. Hay líneas que no
puede cruzar. —No dejaré que me intimides.

—Entonces deja de intimidarme.


Sus palabras me toman por sorpresa. ¿Es así como ve mis acciones,
mi lengua afilada y mi actitud rencorosa? Jadeo, pero no por sus
palabras. Me separa y se desliza dentro de mí un centímetro. Arde,
pero no tanto como anoche.

—Esto no es un castigo —dice—. No quiero hacerte daño. Puedes


decirme que pare.

No lo hago. Una chispa se enciende cuando se desliza sobre las


sensibles terminaciones nerviosas. Apoyando la cabeza en los
azulejos, me muerdo el labio, sintiendo cómo el fuego se apodera de
mi cuerpo, incinerándome desde adentro.

Me adapto más rápido que ayer. El estiramiento sigue doliendo,


pero mi cuerpo es más flexible, aceptando la intrusión en lugar de
intentar expulsarla. Es insoportablemente suave, moviéndose
centímetro a centímetro hasta que está completamente enfundado.
Mete una mano entre mis piernas y masajea mi oscura entrada con
el dedo corazón. La estimulación me hace apretar las rodillas,
atrapándolo dentro de mí. Mis músculos internos se contraen.
Maldice y me suelta, dándome espacio para relajarme y recibirlo
más profundamente.

Me aferro a sus hombros cuando empieza a moverse. Su ritmo es


lento y cuidadoso. Me rodea con las manos por el centro, rodeando
mi cintura. Bajando la cabeza, atrapa mi labio inferior entre sus
dientes y lo succiona suavemente en su boca. Me besa suavemente,
con reverencia, mientras arrastra sus manos por mis costillas hasta
los lados de mis pechos. Presiona las curvas entre sus palmas hasta
que mis pezones rozan su pecho. Siento la rápida inhalación de su
aliento en nuestro beso. Lo oigo cuando deja que mis pechos le
toquen donde no permite que lo hagan mis manos.

Su beso suave y su tacto delicado avivan el fuego que hay en mi


interior. Su combustible es tan eficaz como el beso agresivo que lo
inició. Inclinando mis caderas hacia delante, le insto a que se
mueva más rápido y me lleve al límite.

Es bueno en esta danza. Conoce el ritmo y los pasos. Sabe cómo


guiarme. El roce de nuestros cuerpos estimula mi clítoris. Siento
que me voy a correr, una banda que se estira hasta el punto de
ruptura.

—Voy a... —El orgasmo llega. Es una sinfonía de placer que estalla
en cada célula de mi cuerpo. Clavo mis uñas en sus brazos. Un grito
se escapa de mis labios cuando se aparta de mí.

Quiero lamentar el final prematuro de los fuegos artificiales bajo mi


piel, pero cuando salen chorros de semen de su polla y caen sobre
mis muslos, lo entiendo. Casi he olvidado una precaución
fundamental. Las consecuencias que se corra dentro de mí me
dejan helada. Maldita sea. ¿Cómo ha podido desarmarme tanto? Ni
siquiera le he preguntado si está limpio.

Me estoy regañando por mi comportamiento irresponsable cuando


presiona su frente contra la mía. Respira con dificultad. Los dos lo
estamos.

—Maxime.

Acaricia mi mejilla, su pulgar se engancha bajo mi mandíbula. —


¿Qué pasa, Zoe?

—Casi lo olvidamos.

Se aleja para mirarme. —Tengo cuidado, pero tienes razón. Me


ocuparé de eso mañana a primera hora.

—Eres mi primero, pero... —Me muerdo el labio. No quiero volver a


insultarle, no hasta que haya decidido cómo seguir adelante, si
estoy dispuesta a luchar hasta la muerte de mi alma o si voy a
aceptar la bandera blanca que me ofrece.

Sus labios se levantan en una esquina. —¿De verdad crees que me


arriesgaría a contagiarte enfermedades?

Lo estudio. —No lo sé. —A pesar de lo que he dicho antes, no le


conozco realmente, y me cuesta entenderle. Es demasiado confuso,
un peligroso cóctel de señales mezcladas.

Su boca se tensa. —Estoy limpio.


—De acuerdo. —Es una palabra dócil, un débil intento de proteger
nuestra frágil paz.

—El agua se está enfriando.

Toma la esponja, la enjabona y empieza a lavarme. Cuando termina,


el agua caliente de antes está tibia. Cierra el grifo y me envuelve en
una toalla gruesa antes de tomar una para él. Después de secarme,
se pone una camiseta y un pantalón de chándal.

Estoy aletargada y dolorida, y tengo una extraña sensación de brillo


en el cuerpo. También tengo hambre, y mi estómago ruge para
anunciarlo.

—Vete a la cama —dice, mirando mi reflejo en el espejo mientras


me cepillo el cabello—. Voy a traer una bandeja.

Me giro sorprendida. —Puedo bajar a comer.

—Estás cansada.

No espera mi respuesta. Sale del baño, dejando la puerta abierta.


Vuelvo a la habitación y rebusco en la maleta que Maxime había
preparado, pero no hay pijama. No me ha traído ninguna. Me
conformo con un par de bragas de seda, las que más cubren mi
culo, y una de sus camisetas. Luego me deslizo entre las frías
sábanas, apoyando la espalda en el cabecero.

Estoy realmente cansada, y para cuando él vuelve se me están


cerrando los ojos.

Se sienta a mi lado con una risita. —Mi pequeña gata infernal está
agotada.

No digo nada. No estoy segura de cómo me siento por lo que he


hecho, por pegarle y luego besarle como un animal y follar como si
tuviéramos sexo de reconciliación. No quiero convertirme en mi
padre, tampoco en mi madre.

Me pasa un mechón de cabello por detrás de la oreja. —¿Qué pasa?


—Nada. —Excepto que casi me disculpo con mi captor por haberle
abofeteado. ¿Estoy perdiendo la cabeza?

—Fran hizo magret de canard 6. —Me sirve un trozo de carne del


tamaño de un bocado y me lo acerca a los labios.

Me pongo un poco rígida ante la mención de su amante, o ex-


amante como ha dicho, pero abro los labios. Estoy demasiada
hambrienta para negarme, más hambrienta que nunca. Me
sorprende que tenga apetito. Quizá sea el aire del mar, o el frío del
invierno, o el sexo.

El pato está delicioso. Alterna la carne con las patatas asadas y me


da de comer hasta que el plato está vacío.

—¿Y tú? —le pregunto cuando me entrega una copa de vino tinto.

—Todavía tengo trabajo que hacer. Comeré más tarde.

—Oh. —Tomo un sorbo de vino, contemplando al hombre que me


ha alimentado, atendiendo mis necesidades antes que las suyas.
¿Tiene una doble personalidad? ¿Cómo puede ser tan cariñoso en
un momento y cruel en el siguiente? Porque no alberga
sentimientos por mí. Soy un objeto, su rehén.

Recoge la bandeja y se levanta. —Te vendrá bien acostarte


temprano.

Como si eso hiciera que todo estuviera bien.

—Buenas noches, Zoe.

Con eso, sale de la habitación. Miro fijamente la puerta cerrada.


Estoy inquieta. Insegura. Es solo mi primer día en su casa. ¿Cómo
voy a pasar los cuatro años? Doy otro sorbo al vino. Es bueno,
equilibrado y suave. Me hace sentir cálida y relajada. Lo que

6
Magret de canard - Es un filete de carne magra, cortada de la pechuga de un ganso o
un pato cebado.
necesito es un poco de aire fresco para despejar mi cabeza. Tengo
que decidir cómo manejar esto. No puedo hacer esta cosa del vaivén
con Maxime. Es demasiado agotador. O consiento mi destino o le
desafío hasta la destrucción de mi alma. Lo que no puedo hacer es
convertirme en una persona que odio. Nos lo habíamos prometido,
Damian y yo, que nunca repetiríamos los errores de nuestros
padres.

Me pongo un par de calcetines y la gruesa bata de Maxime que


cuelga detrás de la puerta del baño. Tomo mi vino, abro las puertas
del balcón y salgo. Hace mucho frío. El viento me penetra en la piel
y me hace temblar. Está oscuro sobre el océano, salvo por la porción
de luz de la luna que ilumina la cala. Una media luna de arena brilla
a la luz. Hay una pequeña playa al pie de los acantilados.

Un movimiento en la roca me llama la atención. Alguien camina por


el borde del acantilado. Es imposible no reconocer la poderosa
figura de Maxime y su paso decidido. Va vestido con la misma ropa
de antes, sin abrigo. Respiro. Se va a morir ahí fuera.

Apoyo los brazos en la barandilla y me inclino más para ver mejor.


Estira los brazos por encima de la cabeza. ¿Qué demonios está
haciendo? Se está quitando la camiseta. Atónita, observo cómo se
desnuda. Me toma tan desprevenida que no recupero el sentido
hasta que se acerca al borde y salta.
Capítulo 16

El agua es como carámbanos que se clavan en mi piel. El choque


es térmico. Me hace sentir vivo. Me sumerjo en las profundidades,
un lugar al que ya he ido muchas veces, y no solo literalmente. No
nado. No lucho. Dejo que el agujero de cobalto me trague, y cuento.
Cuando llego a sesenta, empiezo a patalear. Otros sesenta, y rompo
la superficie. Cuatro veces más de lo que le hice tomar a Zoe. Si ella
sufrió, yo también tengo que sufrir.

Jadeando, lucho contra los calambres que aparecen por el frío. Mis
pulmones arden. El castigo arde en mi pecho como un fuego
mientras el frío envuelve mi piel. Lo acepto. Joder, qué bien sienta.
La energía me recorre. La fuerza estalla en mis venas. Me alejo de
la orilla y nado más profundamente en el océano con fuertes
brazadas. El frío se desvanece hasta que solo queda la sensación de
invencibilidad. En el tramo de luz de luna que cae sobre el agua,
floto de espaldas para mirar las estrellas. El cielo está claro. Es un
tipo de claridad fría, esa sequedad helada que se instala en la noche
y escarcha el paisaje como el azúcar glasé tamizado sobre un pastel.

Esto es parte de lo que me gusta tanto de este lugar: el silencio. Voy


a la deriva sin rumbo, disfrutando de la tranquilidad y la ingravidez
todo el tiempo que puedo. El caos espera en la orilla. Con una vida
como la mía, siempre hay caos. Debería volver pronto. Puede que
no sienta el dolor, pero la hipotermia hará acto de presencia tras
unos minutos más. Arrastro mis dedos sobre el tejido cicatrizado
de mi pecho. La piel está muerta. No hay sensibilidad. No la ha
habido desde los múltiples injertos de piel.

Ese es el problema de los hombres como yo. Somos insensibles. Va


más allá de mi piel cicatrizada. Llega hasta el órgano endurecido,
negro y podrido que llamo corazón. En mi ocupación, hacemos
cosas, vemos cosas. Nos insensibiliza. Nos convierte en monstruos
para los demás y muertos para nosotros mismos. Hasta que Zoe me
tocó.

Cuando la abracé contra mí en el vestíbulo de su edificio, sentí algo.


Era diferente a la excitación física habitual que viene con el sexo.
Ella despertó cosas dentro de mí, cosas que creía muertas. Despertó
mi curiosidad por la vida, sobre permanecer puro y hermoso en
medio de los pecados que hacen que los hombres adultos sean
insensibles. Cuando puso sus manos en mi pecho en la ducha esta
noche, juro que mi piel muerta se estremeció. Había algo ahí debajo
de la carne y la sangre. Sentí su toque en mi corazón. Anhelo.
Compasión. Admiración. Una necesidad de proteger. Una necesidad
de complacer.

Es nuevo. Es confuso. Joder ni sé qué hacer con ella.

¿Qué hago con ella, mi pequeña flor? Miro la casa que se alza sobre
los acantilados, un faro de estatus y riqueza con las luces que
brillan en sus ventanas. Mi mirada encuentra la habitación donde
ella duerme, y entonces me quedo quieto. Una figura se asoma al
balcón, pequeña y vulnerable frente a los mitos malignos y las
verdades desafortunadas que acechan en la noche. Una ráfaga de
viento le arroja el cabello a la cara. No debería estar ahí fuera. Va a
atrapar una pulmonía.

Volviendo a la orilla, nado rápido. Puedo encontrar el paso entre las


afiladas rocas con los ojos vendados. En poco tiempo, salgo a la
arena, y cuando miro hacia arriba, ella ya no está allí. Tomo el
camino, subiendo los empinados escalones hasta la cima del
acantilado donde dejé mi ropa. Me la pongo por encima de mi
cuerpo mojado y me dirijo a la casa.
Empujo la puerta principal y Zoe está de pie, abrazada a ella. Está
vestida con mi bata, una de mis camisetas y un par de calcetines.
Un tipo de energía diferente me recorre. No tiene nada que ver con
ser invencible y sí con la vulnerabilidad. Es posesivo. Me siento
abrumado por el orgullo masculino, por ser dueño de lo que tengo
delante. Mi ropa la marca como mía. La forma en que tomé su
cuerpo es un reclamo irrevocable. Estoy celoso por ella. Estoy celoso
de los hombres que la tendrán cuando terminemos, y de repente la
idea es impensable.

Me mira con los labios separados, con preguntas en los ojos. Me


guardo mis revelaciones, la extrañeza de estos nuevos sentimientos,
y cierro la puerta tras de mí.

Me retiro el cabello mojado y revuelto por el viento y le pregunto —


¿Qué haces levantada?

—Dios mío, Maxime. —Se acerca a mí, con los ojos muy abiertos—
. Te vas a morir de frío. —Me examina la cara—. Tienes los labios
azules.

Su preocupación me calienta el pecho. Patéticamente, quiero más


de su preocupación. —Pensé que te alegrarías que cayera muerto.

Me agarra del brazo y me arrastra hacia el interior de la casa. —No


bromees con eso.

Una sonrisa se forma en mis labios. No es un gesto forzado, sino


uno de esos espontáneos que se sienten tan desconocidos que
deben parecer antinaturales. —¿Sobre qué? ¿La muerte? —No me
da miedo. No por mí. Sin embargo, por ella estoy aterrado.

Me da una palmada en el brazo. —Shh. Si lo dices, lo harás


realidad.

Eso me hace sonreír. No es solo un movimiento de mis labios. Son


mis labios completos. —¿Si hablo de mi muerte, moriré?

Sus ojos azules se vuelven aún más redondos. —Atraemos lo que


pensamos.
Estoy intrigado. Es esta parte de ella la que me fascina. —¿Crees
en esas cosas hippies de abracadabra?

Me mira de forma burlona. —No son cosas de hippies. Es física


cuántica. Es la ley de la energía. Lo que das es lo que obtienes. —
Levantando una ceja arrogante, continúa—. Eres lo que piensas.
¿Nunca has oído hablar de eso?

Me cruzo de brazos. —¿Es una lección de moral equivocada?

Frunce la nariz. —No, es ciencia. Para cada acción hay una reacción
igual. —Ladea la cadera, su postura es un desafío—. Tú mismo lo
has dicho, ¿No? No con tantas palabras, pero si lo piensas,
realmente creemos en lo mismo. —Se encoge de hombros—. Las
acciones tienen consecuencias.

Es linda, esta pequeña mujer. Quiero echármela al hombro y


llevármela a un lugar más bonito, más feliz, pero esto es lo que
somos, y ya hemos puesto en marcha la cadena de acciones. Sin
embargo, me da una idea de su mente y su proceso de pensamiento,
y tengo ganas de entenderla.

Estudio su postura atrevida y su boca descarada. —Parece que


estabas pensando en mi ausencia.

Se lleva las manos a la espalda. —Lo hacía.

Me quedo callado, esperando a que continúe, porque quiero saber


cómo actúa. Quiero saber cómo sobrevive. ¿Se dará la vuelta y se
hará la muerta, esperando su momento hasta que se acabe? ¿Se
negará y fingirá que esto no está sucediendo viviendo una fantasía
de mierda en su mente? ¿Se rendirá? ¿O luchará contra mí hasta
el final? ¿Qué es lo que la motiva? ¿Cuál será su estrategia en
nuestra guerra?

Se sonroja un poco. —No voy a darte más problemas.

Supongo que el color de sus mejillas se debe a la vergüenza y no a


la timidez. Es el golpe que recibe al ser voluntariamente la inferior,
sometiéndose a un destino que de otro modo nunca habría elegido.
Pero sus hombros son rectos y su cabeza es alta. Esto no es
rendirse. O haciéndose la muerta es lucha de la única manera que
puede, eligiendo bien sus batallas.

Descruzando los brazos, me acerco. —¿Es eso lo que estabas


haciendo fuera en el balcón? ¿Tomando decisiones importantes?

Retrocede un paso. —¿Me has visto?

—Deberías haberte abrigado más. El viento está muy frío.

—Mira quien lo dice. Te vi saltando de ese acantilado en nada más


que tu traje de cumpleaños.

—¿Te preocupa el frío, el salto o el hecho que estuviera desnudo?

—Ninguna. —Retrocede cuando avanzo otro paso—. Tú no me


preocupas.

—¿No? ¿Entonces por qué te comportas como si lo estuvieras?

—Lo único que me preocupa es lo que me puede pasar si te mueres.

Ah. Eso me amarga un poco el ánimo, aunque no podía esperar otra


cosa. —Sí. Deberías estarlo ya que tengo tu pasaporte, sin
mencionar que te entregarán a Alexis.

El rosa desaparece de sus mejillas.

—No tienes que preocupar tu linda mente por cosas como esa. No
pienso morirme pronto, y me alegro que podamos dejar de lado las
peleas. —Acaricio su mejilla. Voy a descubrirla, esta pequeña
margarita inteligente—. Quise decir lo que dije. Puedes ser feliz
aquí.

Asiente. —De acuerdo.

—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? —En broma, añado—.


¿Verme saltar por un acantilado? —Si hubiera sabido que sería tan
fácil, lo habría hecho antes.
Mira hacia otro lado. —La forma en que me comporté me recordó
demasiado a mi padre.

Le agarro la barbilla y le vuelvo a mirar. —¿Cómo te has


comportado?

Desvía la mirada. —Cuando te abofeteé.

No me gusta a dónde va esto. —¿Qué hizo tu padre, Zoe?

—Era violento.

Mi espalda se pone rígida. —¿Contigo?

—Sobre todo con mi madre y con Damian, pero rompía cosas, y eso
me asustaba.

Intento imaginarme a Zoe como una niña, una niña pequeña,


asustada e indefensa, y no me gusta. No me gusta una mierda. La
admiro por luchar contra sus genes, por querer ser mejor. Estoy
seguro que yo no lo he conseguido.

—Ya veo. —Suelto la mano—. ¿Te recuerdo a tu padre?

Vuelve a levantar su mirada hacia la mía. —No. —Justo cuando mi


columna vertebral se relaja, una pizca de miedo aparece en su
tono—. Estás en una liga diferente. Mi padre no era ni una décima
parte de lo que tú eres.

Ella me teme más. Lo odio y lo amo a la vez. No puedo decidir qué


sentimiento quiero abrazar. Justo cuando creía que la tenía casi
resuelta, me confunde de nuevo. Confundirme no es algo que haya
hecho nunca. No me gusta.

Mirando fijamente sus ojos grandes y asustados, me acerco aún


más, mi cuerpo haciendo sombra al suyo. La deseo. Quiero su
miedo y su placer. Quiero su felicidad y sumisión. Quiero tomarla
aquí mismo, en las escaleras. Apenas consigo exclamar —Vete a la
cama.
No espera que se lo diga dos veces. Sube corriendo las escaleras
como un ratón que huye de un gato. Me quedo en la parte inferior,
mirándola fijamente mientras reflexiono sobre sus palabras y
disecciono mis sentimientos. Dar sentido a los pensamientos y las
sensaciones es un proceso lógico. No confío en mi corazón. Solo
confío en mi mente.

Supongo que lo que dijo sobre ser peor que su padre es cierto. He
roto mucho más que cosas materiales. Hay más sangre en mi alma
que en las manos de un soldado. Supongo que asusto a los niños,
y a los cachorros, y a las pequeñas e inocentes flores, pero no soy
ni cobarde ni tonto. Su padre fue un cobarde por aterrorizar a su
propia hija y un tonto por no ver a la chica pura y perfecta que tenía
bajo sus ojos.

Una idea me golpea. Zoe creció con violencia. Por muy equivocado
que esté, debería estar acostumbrada a eso, al menos hasta cierto
punto. Lo que soy debería asustarla, pero no debería sorprenderla.
No debería ser tan inocente como es. Ella evitó la realidad. El único
medio que tenía para escapar de una infancia traumática era
esconderse en sí misma yendo a otro lugar en su cabeza. Por eso
Zoe es una soñadora. Por eso es una romántica. Su realidad era
una mierda, pero se aferró desesperadamente a los cupidos y a la
felicidad para siempre. Por eso es una princesa, hasta en su forma
de vestir.

La guerra es un arte. Requiere una cierta delicadeza. Hay poca


delicadeza en matar a tu enemigo cortándole la cabeza. Es mucho
más desafiante convertirlo en un aliado. Es mucho más gratificante
hacer que tu enemigo se rinda a tus pies. Esta nueva visión me dice
exactamente cuál debe ser mi estrategia con Zoe. No voy a ser su
padre. No voy a permitir que viva en su cabeza donde pueda
esconderse de mí. En el arte de la guerra, es crucial conocer la
vulnerabilidad de tu enemigo. Ahora que conozco la suya, llenaré
ese vacío. Le daré lo que más quiere. Antes que termine su tiempo
aquí, estará comiendo de mi mano. Cuando llegue el momento de
liberarla, me rogará quedarse. Sí, me gusta mucho más este
resultado que mantenerla encadenada con amenazas. Se me
calienta el pecho solo de pensarlo. Mi polla se endurece ante el
desafío.
Mi propia margarita, en un jarrón sobre mi mesa. No la robé del
jardín de alguien. Crecía silvestre en la calle, allí mismo, para ser
tomada.
Capítulo 17

Un persistente movimiento me saca de mi sueño. Lucho contra eso,


pero no puedo ignorar la voz grave ni el acento francés. Me despierto
con un jadeo cuando recuerdo dónde estoy.

—Tranquila, Zoe. —Maxime me pasa una mano por el hombro—.


Tienes que despertarte. Tenemos una cita en Marsella.

Frotándome los ojos, me vuelvo hacia él. Está sentado en el borde


de la cama, vestido con un traje oscuro. Tiene el cabello todavía
húmedo por la ducha. El olor del invierno le rodea como una tenue
nube, pero está atravesado por la fragancia veraniega de las rosas.
Una taza de té humeante está sobre la mesita de noche.

—Te he traído una infusión —dice—. Fran puede prepararte un café


si lo prefieres. El desayuno está esperando abajo.

—Gracias —digo con inseguridad, mis modales aún intactos


mientras estoy media dormida.

—De nada. —Me toma la mano y me besa el dorso, luego me pone


algo en la palma.

Levanto la mano y miro fijamente el teléfono móvil.


—Mi número está programado. —Se pone en pie—. Baja cuando
estés lista. Nos vamos en treinta minutos.

Solo recupero el sentido cuando se ha ido. Maxime ha abierto las


cortinas. El cielo exterior está todavía oscuro, el amanecer apenas
se abre paso entre una gruesa capa de nubes. Vuelvo a mirar la
pantalla del teléfono. La hora dice que son las ocho.

Espera. Tengo un teléfono.

En posición vertical, tecleo el número del servicio penitenciario


donde está recluido Damian y pulso el botón de marcar. Aparece
un mensaje en inglés, anunciando que no tengo acceso al servicio.
Compruebo la configuración. Por supuesto. Solo puedo marcar el
número de Maxime. No esperaba nada diferente, pero mis hombros
se hunden por la decepción.

Abatida, agarro el té de la mesita de noche. Enrollo las manos


alrededor de la taza y aspiro la aromática infusión. Huele a rosas y
frambuesas, el mismo té que Maxime me sirvió en Venecia. Tomo
un sorbo. Es una mezcla deliciosa. La infusión me calienta y en
cierto modo me fortalece.

Los recuerdos de la discusión de anoche dan vueltas en mi cabeza


mientras me ducho y me pongo unos pantalones y un jersey de
cachemira con mangas de volantes que han sido colocados
cuidadosamente en el vestidor. Maxime debe haber deshecho la
maleta anoche o esta mañana. Por suerte, me he dormido antes que
llegara a la cama. No iba a deshacer la maleta. Poner la ropa que
había comprado para mí en su armario no solo me parece mal, sino
también demasiado definitivo. Después de ponerme un par de
botines, bajo las escaleras, donde hay un desayuno de croissants y
zumo de naranja en el comedor. Maxime está sentado en la mesa,
leyendo algo en su teléfono. A juzgar por los restos en su plato, ya
ha comido.

Cuando entro, se levanta y me acerca una silla.

—¿Has dormido bien? —me pregunta.


—Sí. —Sorprendentemente—. ¿Por qué vamos a Marsella?

—Tienes una cita con el médico.

Por supuesto. El alivio fluye a través de mí. Lo último que quiero es


un embarazo no planificado.

Comprueba su reloj. —Tengo que darle algunas instrucciones a


Fran antes de irnos. ¿Alguna preferencia de comida para el menú
de esta semana?

Sacudo la cabeza. No me importa lo que coma. Odio tener que comer


la comida de Maxime.

—Tal vez más tarde —dice con una sonrisa rígida.

Como rápidamente y cuando vuelve, estoy lista.

Como ayer, Maxime nos lleva mientras dos hombres nos siguen en
su propio auto. Contemplo el paisaje exterior, los acantilados, la
playa y la ciudad que aparece cuarenta minutos después. Desde
lejos, los edificios no son impresionantes. La única pieza
arquitectónica que destaca es la iglesia en lo alto de la colina. Al
entrar en el centro de la ciudad, los edificios pasan de ser bloques
de hormigón blanco a hermosos edificios antiguos con ventanas
francesas, contraventanas azules y barandillas ornamentadas en
los balcones. Estaciona frente a un edificio con una entrada
esculpida, cuya esquina superior se apoya en los hombros de un
ángel de mármol.

—Vaya —digo mientras miro la puerta de madera tallada.

Me pone una mano en la espalda, nos hace pasar y me conduce por


una escalera de piedra hasta el tercer piso. Un hombre de mediana
edad, con el cabello enmarañado y gafas, abre la puerta cuando
Maxime llama.
—Max. —Dándole una palmadita en la espalda a Max antes de
extender una mano hacia mí—. Mademoiselle Hart7. Soy el Dr.
Olivier.

Acepto el apretón de manos automáticamente. Por el hecho que


hable inglés, Maxime debe haberle informado sobre mí antes que
llegáramos. ¿Qué le dijo al doctor? ¿Que soy su amante voluntaria?
¿O el doctor sabe la verdad?

—Pasen —dice el médico, haciéndonos pasar a una sala de


reconocimiento.

El extremo más alejado, junto a la chimenea, sirve de sala de estar.


Maxime me toma de la mano y me lleva al sofá. Me acerca a él y no
me suelta la mano, sino que la coloca sobre su muslo. Es un acto
íntimo, casi cariñoso, y la mirada del doctor se desliza hacia
nuestros dedos entrelazados mientras ocupa la silla. Es una
actuación, todo forma parte del papel que interpreta Maxime. Eso
significa que el doctor no conoce las circunstancias de por qué estoy
aquí.

—Entonces. —El médico se ajusta las gafas y me mira con


curiosidad—. Estás aquí para el control de natalidad.

Mis mejillas se calientan ante la insinuación. Mis dedos se agarran


involuntariamente al muslo de Maxime. Él me frota un pulgar sobre
los nudillos en un gesto tranquilizador mientras responde —
Queremos lo menos invasivo para Zoe.

—La inyección es muy eficaz, con mínimos efectos secundarios


hormonales. Además, elimina la posibilidad de olvidarse de tomar
la píldora, lo que la hace más eficaz.

—La inyección, entonces —dice Maxime.

—Lo he preparado todo. —El Dr. Oliver se aclara la garganta—.


¿Tienes alguna pregunta, Zoe?

Miro a Maxime.

7
Mademoiselle Hart – Señorita Hart traducido del Francés
—Adelante —dice con una sonrisa. Es una sonrisa practicada, una
que pone para aparentar.

—¿Cuánto tiempo necesito para que sea seguro? —pregunto.

—Siete días —responde el médico—, así que usa protección


adicional durante la próxima semana o dos. —Se levanta—. Puedes
sentarte allí, en la silla de exploración.

Mientras el médico prepara la inyección, Maxime me lleva a la silla


y me pasa un dedo por el pulso.

—Esto no va a doler —dice el doctor Oliver, acercándose con una


aguja hipodérmica.

Nunca me han gustado las agujas ni la sangre. Me mareo al ver


ambas cosas, así que giro la cabeza mientras trabaja. No me duele
mucho, solo un pequeño pinchazo, pero sin embargo doy un
respingo cuando me inserta la aguja.

Maxime me quita un mechón de cabello de la frente. —¿Te duele?

—No —le digo—. Es que no me gusta que me claven cosas afiladas


en la piel.

La sonrisa de Maxime es genuina esta vez, divertida, y la habitual


frialdad de sus ojos es más cálida. —¿Tienes un umbral de dolor
bajo?

Entrecierro los ojos. —¿Te estás burlando de mí?

—Nunca —dice, pero su sonrisa no desaparece.

Poco después, el médico también ha tomado una muestra de


sangre. Maxime le da las gracias al Dr. Olivier y extiende un cheque.
Se dan la mano y nos ponemos en camino.

En el auto, Maxime me toma de la mano mientras se dirige hacia el


tráfico. —Estás pálida.
—Es la sangre. Me dan ganas de desmayarme.

Me aprieta los dedos. —Necesitas un buen almuerzo. ¿Has probado


la bullabesa?

—No.

—Es una especialidad local. Te llevaré a un sitio. Primero tengo que


ocuparme de unos asuntos.

Atravesamos el casco antiguo por la parte de las colinas hasta llegar


a las afueras de la ciudad. Una propiedad dos veces más grande
que la de Maxime aparece a la vista. La mansión está construida en
el mismo estilo, con contraventanas de madera y un balcón que
rodea la primera planta.

—Esta es la casa de mis padres —dice—. Esperarás aquí.

Me siento más erguida. —¿Con tu madre?

Me mira. —¿Es un problema?

—No le gusto. —Estaba claro en cada parte de su lenguaje corporal.

Aprieta un botón en un intercomunicador de la puerta. —Mi madre


es anticuada. No cree en el sexo antes del matrimonio.

—Entonces no me querrá aquí —digo mientras él se acerca a la casa


y estaciona en una entrada circular.

Me da unas palmaditas en la mano que aún descansa sobre su


muslo. —Ya se hará a la idea.

Lo dudo mucho, pero ya se acerca a mi puerta. Tomando mi mano,


tira de mí hacia la entrada principal. El viento es helado. Me llega
hasta los huesos. Una mujer con uniforme de sirvienta abre la
puerta. Es joven y guapa, con el cabello castaño.

Maxime la saluda en francés e intercambia unas palabras mientras


recoge nuestros abrigos antes de guiarme por el vestíbulo hasta una
sala de estar que da al jardín.
—Tenemos suerte —dice—. Mamá recibió a una amiga para tomar
el té.

Retrocedo. —Odio molestar.

Se detiene para mirarme. —Estás conmigo, Zoe. Eso te convierte en


una invitada. Los invitados no molestan.

No sé qué decir a eso, pero antes de poder encontrar mis palabras,


entramos en el salón donde Cecile Belshaw se sienta con otra
mujer. Los restos de una fiesta de té están extendidos sobre la mesa
de centro. En medio de las tazas y los platillos se encuentra un
pastel de mousse rosa al que le faltan un par de trozos.

—¿Max? —El tono de Cecile es amistoso, pero sus ojos se tensan


cuando deja la taza de té.

Dice algo en francés. La otra mujer, que tiene más o menos la


misma edad que Cecile, mira entre Maxime y yo. No sé lo que están
diciendo o si se trata de mí, pero su columna se endurece al verme.
Su sonrisa es tan falsa que parece pintada en su cara. Cecile se
dirige a su hijo con una voz agradable y no menos falsa.

Maxime cambia al inglés. —Esta es mi tía, Hadrienne. Es la cuñada


de mi madre. —Se inclina y le besa las mejillas—. ¿Cómo estás,
Hadrienne? Esta es Zoe.

Asiente y dice con un fuerte acento —¿Cómo estás?

—Encantada de conocerla. —¿Qué más puedo decir?

—Volveré antes del almuerzo. —Maxime me besa en la frente y luego


se vuelve hacia su madre—. Cuida bien de ella.

Observo su espalda mientras se aleja a grandes zancadas. La puerta


se cierra tras él con un clic. Se hace el silencio. Me vuelvo hacia las
dos mujeres, que me miran como si fuera basura que llega de la
calle.

Cecile suspira. —Será mejor que te sientes, Zoe.


El único espacio libre es el asiento junto a Hadrienne, a no ser que
tenga que tomar una de las sillas que hay al otro lado de la sala.
Ella se levanta cuando me siento, poniendo entre nosotros toda la
distancia que permite el sofá.

—¿Té? —pregunta Cecile con un tono gélido.

Una bebida para calentarme será bienvenida, pero no es por eso


que acepto. Acepto porque necesito algo que hacer con las manos.
Si no, me pongo nerviosa. —Yo lo sirvo.

Me lanza una mirada de asombro. —Te recuerdo que esta es mi


casa.

—Oh, no quería ser grosera. Solo quería ahorrarle la molestia.

—Puedo servir el té en mi casa, muchas gracias. —Intercambia una


mirada con Hadrienne—. Costumbres extranjeras.

Hadrienne levanta una ceja.

Dejo que Cecile me sirva el té y le doy las gracias al tomar la taza,


pero rechazo un trozo de pastel.

Un silencio incómodo vuelve a invadir la habitación.

—¿Por dónde íbamos? —pregunta Cecile al cabo de unos


instantes—. Ah, sí. Estábamos hablando de la tarta de grosellas
para el postre del domingo. Es tan complicado pensar y hablar en
inglés.

Bien. Entiendo su irritación. Soy una invitada no deseada,


interrumpiendo su fiesta de té, pero ¿Tiene que ser tan grosera? No
soy la novia de Maxime. No les debo nada. No tengo que aguantar
esto.

—No tienen que hablar en inglés por mí. —Hago un gesto con la
mano—. Continúen en francés. Lo más probable es que su cháchara
me aburra.
Las mejillas de Cecile se encienden, dos manchas rojas sobre un
fondo pálido. —¿Perdón?

Dejo la taza en la mesa y me pongo de pie. —Voy a dar un paseo


por el jardín, si no les importa. Ha dejado de llover y me vendrá bien
hacer algo de ejercicio.

Hadrienne se ríe. —Oh, siéntate, chica —le dice a Cecile—. Tienes


que admitir que tiene algo de valor.

Cecile aprieta la mandíbula. —Tal vez deberías comer un poco de


pastel, Zoe. Creo que comer es una mejor ocupación para tu boca
que hablar.

Mis labios se separan. Estoy a punto de decirle que se vaya al


infierno, pero Hadrienne me agarra de la muñeca y me hace bajar
al asiento. —Ya está bien. Falta mucho para el almuerzo. Seguro
que podemos encontrar algo neutral de lo que hablar.

—¿Cuál es su problema? —le pregunto a Cecile.

—¿Yo? —Pone ojos grandes—. Estás imaginando problemas donde


no los hay.

Correcto.

—Ya está. —Hadrienne se alisa la falda—. ¿Por qué no nos cuentas


cómo se conocieron?

—En Sudáfrica —dice Cecile—. Un romance rápido. Por otra parte,


el dinero hace que todo vaya más rápido, ¿no?

—¿Cree que estoy detrás del dinero de Maxime? —pregunto.

Levantando un meñique, Cecile se lleva la taza a los labios. —Nunca


he dicho que vayas detrás de su dinero.

—Lo has insinuado. —Me muevo al borde de mi asiento—. Es lo


mismo.

Cecile pone los ojos en blanco. —No lo es. No exageres.


No me importa cuál será la reacción de Maxime. No puedo
quedarme aquí sentada por más tiempo. Poniéndome en pie, digo
—Disculpen. Si me quedo, tengo miedo de decir algo irrespetuoso.

—¿Sabes lo que es irrespetuoso? —Cecile deja su taza—. Venir aquí


y atacarme en mi propia casa.

—¿Atacarte? —Pongo las manos en puño—. ¿De verdad esperas que


me calle y acepte tus insultos?

—Sí —dice de manera uniforme—. Espero que te calles. Es lo


mínimo que puedes hacer.

¿Qué le pasa a esta gente? Me dirijo a las puertas francesas y las


abro de un empujón. Escapando al exterior, camino por un sendero
que lleva a un mirador al final del jardín. Al llegar al borde, me
detengo para respirar el aire salado y dejar que la pequeña libertad
llene mis pulmones.

Los odio. Los odio a todos. Ojalá pudiera correr. Ojalá pudiera bajar
los escalones hasta la calle del fondo y colarme en un tren e ir a
donde me lleve. No me importa no tener pasaporte ni dinero. Puedo
trabajar. Siempre puedo hacer un plan. Lo que no puedo hacer es
dejar que Damian salga herido.

Mis dedos se cierran en un puño y contemplo este lugar extraño e


inoportuno.

Cuatro años. Más o menos, para citar las palabras de Maxime.

Tengo ganas de gritar. Tengo ganas de lanzar a la calle el comedero


de pájaros que cuelga de la rama de un pino, pero eso no me servirá
de nada. No puedo dejar que Cecile me afecte. No me importa lo que
piense. ¿Por qué debería importarme cómo me trata?

Me acomodo en el banco del mirador, mirando el mar. ¿Por qué me


ayudó Maxime? No tenía por qué hacerlo. Podría haberme dejado a
mi suerte. No entiendo sus motivos. Ni siquiera estoy segura que
sea por el sexo. Dijo que había tenido muchas amantes. Francine
parecía bastante dispuesta.
—Bueno, mira quién está aquí —dice una voz masculina detrás de
mí.

Doy un respingo.

Alexis se acerca al banco con mi abrigo en la mano. —No quería


asustarte. —Extendiendo el abrigo, dice—. Te has olvidado esto.

Pensando en el demonio. Cuando alcanzo el abrigo, lo mantiene


abierto como un caballero. Me levanto con cautela y me ayuda a
ponérmelo. Sus manos se posan en mis hombros durante un
segundo antes de liberarme. Me alejo y me vuelvo para mirarle. Es
guapo en el sentido del cabello rubio y piel clara. El color de sus
ojos se inclina más hacia el azul que el de su hermano. Al recordar
lo que Maxime había dicho sobre él, un escalofrío recorre mi cuerpo.

Mirándome con la cabeza inclinada hacia abajo, me pregunta —


¿Cómo van las cosas con mi hermano?

Doblo un lado del abrigo sobre el otro. —¿Por qué no se lo preguntas


tú mismo?

Sonríe. —Touché. ¿Te trata bien?

—¿A ti qué te importa?

—No sé lo que te ha dicho mi hermano, pero no soy tu enemigo,


Zoe.

—¿No? —Lo miro de arriba abajo—. ¿Entonces qué eres? ¿Mi


amigo?

—No hace falta que lo digas así.

Mis dedos se tensan en la tela que aprieto contra mi pecho. —


¿Cómo quieres que lo diga? ¿Mis captores? ¿Mis carceleros?

Levanta una mano. —Tal vez amigos no sea el término adecuado,


pero nadie quiere que te vaya mal aquí. No somos monstruos,
sabes.
Su expresión y sus palabras son tan sinceras que me cuesta
procesarlas.

—Por eso he preguntado cómo te trata Max —continúa.

—¿Te preocupa? —pregunto burlonamente—. ¿Esperas que me


crea eso?

Se toca la sien. —Max no siempre está bien aquí. Desde el


accidente...

Mi corazón empieza a latir más rápido. —¿Qué accidente?

—El incendio. ¿No te lo dijo?

Desplazo mi peso, observando la distancia hasta los escalones del


mirador. Me siento como un pájaro atrapado por un gato. —Lo
mencionó.

—Incendio provocado. Alguien prendió fuego a uno de nuestros


almacenes. Max quedó atrapado dentro. —Se frota la frente—.
Nadie debería haber sido capaz de sobrevivir a esas llamas. El dolor
debe haber sido insoportable. Después que Max saliera de allí,
nunca volvió a ser el mismo.

Me estremezco ante la imagen mental. —¿Estás diciendo que está


loco?

—Lo que estoy diciendo —dice Alexis—, es que tienes que tener
cuidado.

—¿Hablando de mí? —pregunta una voz profunda y familiar.

Me doy la vuelta para ver a Maxime acercándose con una mirada


oscura.

—Nos estábamos conociendo —dice Alexis con una sonrisa fría.

Maxime se acerca a mí. —No le hables cuando no estoy cerca.


—Eso será un poco difícil —dice Alexis—, ya que ahora forma parte
de tu casa y seguro que nuestros caminos se cruzarán más a
menudo. No puedes estar siempre en todas partes, ¿verdad?

Maxime me agarra del brazo. —Es hora de irnos.

Alexis se despide. —Estoy deseando verte el domingo, Zoe.

—Ella no va a ir —suelta Maxime.

Alexis pone una expresión de sorpresa en su rostro. —¿La vas a


dejar sola en esa vieja casa mal ventilada mientras nosotros
celebramos una fiesta? Qué grosero eres, hermano. No te
preocupes, Zoe. Estaré encantado de hacerte compañía. Mis
habilidades sociales no están tan poco pulidas como las de mi
hermano.

Maxime pone su cara en la de Alexis. —No quieres ponerme a


prueba.

—¿Tienes problemas de seguridad, Max?

El agarre de Maxime en mi brazo se vuelve doloroso. Su otra mano


se aprieta en el costado. —Te desafío, hermanito. —Su sonrisa es
fina y cruel—. Me encantaría tener una razón para darte el trato
que te mereces.

Maxime me arrastra bruscamente por los escalones hasta el


camino, avanzando a pasos tan largos que me cuesta seguirle el
ritmo. Cecile y Hadrienne se levantan cuando entramos en el salón.

—Max. —La preocupación está grabada en el rostro de Cecile—.


¿Qué ha pasado?

—Nada. —Besa las mejillas de su madre—. Nos vemos el domingo.

Casi me arrastra hasta el auto y me empuja adentro. Cuando se


acerca y toma el volante, trato de hacerme pequeña contra la
puerta. El corazón aún me late en el pecho. No puedo dejar de
pensar en lo que dijo Alexis. No hay mucho amor perdido entre los
hermanos. No hay duda que ambos me están manipulando, pero
¿Cuál de ellos dice la verdad?
Capítulo 18

A Alexis le encanta joder conmigo, pero no dejaré que joda con Zoe.
Ella no conoce a esta familia y todos sus matices. No tiene forma de
protegerse contra los juegos mentales que jugamos. Le tomará años
entendernos a todos.

La miro mientras cambio de marcha. —No más hablar con Alexis.

Ella me mira con incredulidad. —¿Qué se supone que debo hacer


cuando él me habla? ¿Ignorarlo? ¿Fingir que no escucho?

—Solo di que no quiero que hables con él. —La posesividad es algo
que todos los hombres de esta familia comprenden.

Ella se encoge de hombros. —Bien.

—¿Qué te dijo?

—Que estás loco.

Me río. Probablemente tenga razón.


Ella me mira boquiabierta. —¿No estás molesto?

—No me enojo por cosas que no importan.

Ella mira hacia atrás a la carretera. —Espera. ¿Por qué nos


dirigimos a casa? Pensé que querías comer en la ciudad.

—Cambié de opinión.

—Solo así.

—Sí. Solo así.

—Ya veo.

—No, Zoe. No lo haces.

—¿Que se supone que significa eso?

Me detengo en el mirador y aparco. —Sal.

Sus ojos se agrandan. —¿Qué?

—Sal del auto.

—¿Me vas a dejar aquí?

—¿Dije que te voy a dejar aquí?

Mira alrededor del área sin construir y luego hacia la carretera


desierta. Sin duda, el escaparse está en su mente. Probablemente
será así por un tiempo más. Lo soñará como los adictos recuperados
sueñan con las drogas y los ex fumadores sueñan con los cigarrillos.
Llegará un punto de inflexión cuando sus sueños evolucionen en
torno a quedarse y construir un nido para ella.

Dándome una mirada insegura, agarra la manija y abre la puerta.


Ella da un paso hacia el día sombrío, su cabello ondeando en todas
direcciones.

Apago el motor y salgo. —Camina hasta el borde.

Vuelve la cara hacia el acantilado. Cuando me mira, su rostro está


pálido de miedo. —¿Me vas a hacer saltar?

—No. —Me muevo alrededor del auto, más cerca de ella—. Vamos.

Ella me lanza una mirada suplicante. —No quiero.

—Ve, Zoe. —Necesita aprender a confiar en mí, incluso cuando está


asustada.

Camina hacia el borde, mirando cuidadosamente hacia abajo. Un


ceño estropea sus rasgos. —¿Qué es eso?

—¿Cómo se ve?

—¿Un picnic?

Tomo su mano. —Ven. Hay un camino por aquí.

Ella se libera. Su voz está enojada. —Me asustaste. Podrías


haberme dicho por qué nos detuvimos aquí.

—Entonces no habría sido una sorpresa.

—Pensé que…
—¿Iba a matarte?

—Sí —susurra.

—Te lo he dicho antes. No te voy a matar.

—¿Cómo sé que no cambiarás de opinión?

—No lo sabes.

Su pecho se eleva con una respiración profunda. —¿Es esta una de


tus lecciones?

—Sí.

Sus hermosos ojos están llenos de aprensión. —¿Qué se supone


que debo aprender de esto?

—Hacer algo cuando yo te diga.

Ella se burla. —¿Obediencia a ciega?

—Siempre que hagas lo que te dicen, estaré pendiente de ti. —Tomo


su mano—. Ahora ven.

Bajamos por el sendero hasta la pequeña playa que está en la parte


inferior. Es privada, parte de nuestro territorio. Iba a llevarla por la
mejor bullabesa de la ciudad hasta que llamé para hacer una
reserva y descubrí que mi tío y mi padre estaban almorzando allí.
El picnic es improvisado, un intento de satisfacer sus necesidades
románticas, pero en este momento no hay nada romántico en cómo
me siento. Volátil es más parecido.

Cuando llegamos a la playa, Zoe libera su mano y camina hasta el


borde del agua. Ella mira hacia el océano, una figura pequeña,
solitaria y triste, y algo se agita en mi pecho. Abro el corcho del
champán y le sirvo una copa.

—Ven aquí —le digo.

Se aparta del agua y se sienta en la manta. Le entrego el champán


y luego preparo un plato de queso, fiambres y baguette.

—¿Hambrienta? —pregunto mientras pongo el plato entre nosotros.

—Un poco.

—Come.

La dejo comer y beber, llenando su vaso dos veces mientras que yo


solo tome uno. Estoy conduciendo, pero no es por eso que la lleno
de champán. La voy a emborrachar. La necesito desinhibida.

—Eso es suficiente para mí —dice cuando le ofrezco otro trozo de


Brie.

Dejando la comida a un lado, la empujo hacia abajo.

—¿Qué estás haciendo, Maxime?

Me pongo a horcajadas sobre sus piernas. —Tomando mi postre.

—¿Aquí? —ella grita.

—Donde quiera.

—¿Y si alguien...
Sus palabras se cortan cuando le levanto el abrigo y le desabrocho
los pantalones. Los bajo por sus caderas con su ropa interior y le
doy la vuelta.

Hay un temblor en su voz. —Maxime.

Envuelvo mi brazo alrededor de su cintura y la pongo de rodillas.


Me mira por encima del hombro, su bonita cara tensa, pero es solo
hasta que entierro mis dedos en la carne apretada de su trasero y
arrastro mi lengua sobre su coño. El ceño fruncido en su frente se
levanta mientras cierra los ojos con los pellizcos. Repito la acción,
esta vez clavando mi lengua a través de sus pliegues. Sus labios se
abren. La tensión en sus bonitos rasgos se convierte en deseo. Ya
no se queja de la ubicación. Todos los pensamientos sobre nuestro
lugar inadecuado se han desvanecido de su mente, gracias a una
pequeña dosis de lujuria y tres copas de champán francés caro.

Ella gime cuando hundo mi lengua más profundamente. No pierdo


el tiempo. Chupo su clítoris y trabajo un dedo dentro de su calor
húmedo, poniéndome más duro cuando recuerdo exactamente
cuán fuerte su inexperto coño agarra mi polla. Se corre con un grito,
arqueando la espalda y enterrando los dedos en la manta.

Mis pantalones están desabrochados y mi polla libre antes que su


orgasmo termine. Saco un condón de mi bolsillo y hago un trabajo
rápido para enfundar mi polla. Ella está mojada. Esta lista.
Agarrando sus caderas, empujo con cuidado. Sus gemidos son
fuertes. Esta apretada y cálida, apretándome como un puño. Puedo
ser más duro con ella por el alcohol. Su cuerpo esta flexible y
relajado. Ella empuja de vuelta, llevándome más profundo, y golpeo
todo el camino a casa. Su llanto me pone aún más duro. Me hace
tomarla con golpes de castigo. Retorciendo su largo cabello
alrededor de un puño, lo uso como una rienda, tirando de su cabeza
hacia arriba y hacia un lado hasta que se enfrenta a mí. Quiero ver
el éxtasis en su rostro mientras me la follo hasta el olvido.
Soy rudo, pero ella arquea la espalda y hace pequeños sonidos
sexys y necesitados. Me la follo hasta que sus brazos ceden y ella
se apoya sobre los codos, hasta que el placer estalla en la base de
mi ingle y llena el condón en lugar de su cuerpo. Un día, me vaciaré
dentro de ella. La marcaré. Cuando lo haga, ningún hombre volverá
a tocarla. Me pertenecerá para siempre, no solo durante cuatro
años.

La bajo suavemente y cubro su cuerpo con el mío, asegurándome


de mantener mi peso sobre mis codos.

Presionando un beso detrás de su oreja, digo: —No más hablar con


Alexis.

Gira la cabeza hacia un lado, la mejilla apoyada en la manta y la


respiración entrecortada. —¿De eso se trata? ¿Eso es lo que
intentas enseñarme? ¿Que me follarás como si fuera un castigo a
plena luz del día donde cualquiera pueda ver si hablo con tu
hermano?

Salgo de ella, haciéndola gemir. La playa está aislada. No puedes


verla a menos que mires por encima del acantilado y los barcos no
pasan por esta cala. Hay demasiadas rocas en las aguas poco
profundas. Tampoco estaba planeando hacer esto cuando preparé
el picnic. Follarla aquí se convirtió en parte de mis intenciones
después de descubrirla con Alexis. Sí, quiero que me acepte dentro
de su cuerpo en cualquier lugar y en cualquier momento, y sí, no
quiero que hable con Alexis, pero no se trata de eso.

Ella es mía. Toda mía.

Esa es la lección.
Capítulo 19

Debe ser el efecto del champán, pero son más de las nueve cuando
me despierto a la mañana siguiente. La taza de té de rosas en la
mesita de noche está fría. El lado de la cama de Maxime está vacío.
Debe haberse ido a trabajar.

Después de ducharme y cambiarme, uso la misma papelería para


escribir otra carta a Damian. No se le permite correos electrónicos,
aunque tiene acceso limitado a una computadora para los estudios
que realiza en la cárcel.

Sello la carta en un sobre y bajo. Sobre la mesa del comedor hay


servido un desayuno con cruasanes y naranjas. Como rápido, luego
llevo mi plato a la cocina. Francine está de pie en la isla de la cocina,
cortando cebollas. Está vestida con pantalones negros y una blusa
de seda con un delantal blanco atado alrededor de su cintura.
Levanta los ojos cuando entro, pero no dice nada.

Pongo el plato en el lavavajillas y me apoyo en la encimera. —Tengo


otra carta. Si me dices dónde dejarla...
—En la bandeja de plata en la entrada.

—Mira, yo... —Entiendo por qué no me quiere aquí, pero no puedo


decirle que no tengo otra opción. Recuerdo muy bien la amenaza de
Maxime, y es un hombre de palabra. Esa es otra lección que me ha
enseñado.

—Estoy ocupada —dice—. Estoy aquí para cocinar, no para charlar


cuando estás aburrida.

—¿Maxime lee las cartas?

Ella me lanza una mirada irritada. —No soy psíquica. Tendrás que
preguntarle.

Bien. Así es como ella va actuar. Me enderezo y camino hacia la


puerta.

Sus palabras me detienen cerca del marco. —No durarás, Zoe.

Mi nombre es como un insulto en sus labios. La miro por encima


del hombro. —Al parecer tú no lo hiciste.

Sus mejillas se sonrojan. —Estoy aquí, ¿no? —Ella sonríe—.


Veremos dónde estarás cuando se canse de ti.

Un pensamiento bastante aterrador. Espero que no en el fondo del


océano.
DURANTE EL RESTO del día, me instalo frente al fuego de la
biblioteca. Hojeo los libros de la mesa de café con fotos de la región,
pero no puedo concentrarme. Enciendo la televisión y averiguo
cómo configurar el idioma en inglés. Nunca he tenido un televisor y
me pierdo en una serie de espías, pero al final de la tarde tengo
hambre y estoy aburrida. Me salté el almuerzo.

Dejando a un lado la manta, voy en busca de algo para comer en la


cocina y encuentro una ensalada y un vaso de agua en la mesa del
comedor. Como con desgana antes de lavar el plato y el vaso en la
cocina. Francine ya se ha ido. Hay una cazuela sobre la estufa.

Camino hacia la ventana y miro hacia afuera. Hoy llueve. Gotas


azotan las ventanas. El océano está oscurecido por una bruma de
niebla. Los terrenos que se extienden hasta el borde del acantilado
son verdes con setos y arbustos recortados en formas. Un laberinto
se encuentra en el medio.

Voy de ventana en ventana, mirando el jardín desde diferentes


ángulos. Ordeno los libros en la biblioteca en orden alfabético.
Enciendo y apago la televisión. Finalmente, me siento en mi silla
favorita frente a la chimenea y miro las llamas. Normalmente,
hubiera soñado despierta con pasar el tiempo, pero soñar ya no es
mi escape. Esos sueños, el de Venecia y el amor, han sido
destrozados. Duele demasiado pincharlo o intentar construir algo
nuevo a partir de los escombros que quedan.

Está oscuro cuando se abre la puerta principal. El fuego hace


tiempo que se apagó. Una luz parpadea en la entrada. Fuertes pasos
se aproximan. Giro mi cabeza hacia el sonido. Maxime se detiene
en el marco.

—¿Qué estás haciendo en la oscuridad? —pregunta.


—No lo había notado.

Enciende la luz. Lleva un traje negro y una camisa morada. —¿Que


no puedes ver tu mano frente a tu cara?

—Estaba mirando el fuego.

Mira las cenizas y luego el libro de fotos en la mesa de café. —¿Qué


hiciste hoy?

—Ordené los libros alfabéticamente. —Me asalta un pensamiento


tardío—. ¿Espero que no te moleste?

Mira los estantes. —No me parecías del tipo TOC.

Me encojo de hombros.

Sus pasos son decididos mientras se acerca y se detiene frente a la


silla. —Ven aquí.

Hice una promesa. Le dije que no le daría problemas. Lentamente,


me levanto.

La aprobación brilla en sus ojos grises. —Quítame la corbata.

Extendiendo la mano, desato el nudo y le quito la corbata del cuello.

Su rostro es duro, sus rasgos siempre dan miedo, pero hay algo
amistoso, casi juguetón, en su expresión cuando dice: —Ve y
sírveme un trago.

Mi primera reacción es resistirme. Es como decirle a un perro que


vaya a buscar un periódico. No soy su maldita sirvienta. Sin
embargo, la lección de ayer con el picnic hace que me detenga. Bien.
Confiaré en él en esto. Seguiré su juego.
Voy al bar y sirvo unos dedos de whisky de la forma en que lo vi
hacerlo, luego le llevo el vaso. Nuestros dedos se rozan cuando lo
toma.

—Gracias —dice, sosteniendo mi mirada mientras toma un sorbo.

La forma en que me mira hace que mi vientre arda. Es una mirada


que comunica deseo, necesidad, secretos compartidos y elogios. Es
el elogio lo que hace que el calor se extienda a mi pecho. Siempre
he sido complaciente.

Sus labios se curvan cuando me entrega el vaso. Es más que ofrecer


compartir su bebida. Es compartir un momento privado y una parte
de sí mismo conmigo. Se está abriendo, dejándome entrar. Se está
volviendo vulnerable. De eso se trata esta lección. No me ordenó
que fuera a buscar su bebida para humillarme. Me está mostrando
cómo ser amable con él y cómo mi amabilidad será recompensada
a cambio.

Doy la vuelta al vaso y pongo mis labios en el lugar donde han


estado los suyos. Sus ojos se abren un poco, la sorpresa descongela
su frialdad habitual. El alcohol me quema la garganta cuando trago.
Me quita el vaso, lo deja sobre la mesa y alcanza la cremallera de
mi vestido. Sin el fuego hace frío, pero dejo que me baje el vestido
por los hombros y las caderas. Mis pechos se aprietan en las copas
de encaje de mi sostén. Las bragas a juego se mojan. Ahora que he
probado lo prohibido, mi cuerpo lo anhela.

Él arrastra su mirada sobre mí, deteniéndose en la ropa interior y


las botas largas. —Creo que las dejaré puestas.

La aprobación de lo anterior se convierte en un tipo diferente de


aprobación, algo más carnal que la valoración. Le gusta lo que ve y
no le importa volverse vulnerable mostrándome. No. Se está
exponiendo a propósito, recompensando mi confianza dándome
poder. El intercambio alimenta la parte dentro de mí que necesita
aprobación y sobre todo amabilidad. Me muero de hambre por esta
bondad. Necesito esta amabilidad.

Cuando se quita la chaqueta y comienza a desabotonarse la camisa,


me golpea una revelación. Esto no es más que ciencia, la ley de la
energía. Cuanto más me tortura, más necesito bondad para
restaurar el desequilibrio en mi alma. Lo que demostró ayer cuando
me prohibió hablar con su hermano es que la única persona a la
que se le permite darme bondad es Maxime. El hombre que me
atormenta es el único que puede mejorarlo.

La cura para mi dolor es la causa del dolor.

Es confuso. Se siente como una mierda mental. Está jugando con


mi mente mientras se desabrocha el cinturón y baja la cremallera.
Necesito distanciarme de esto, para descubrir qué me está
haciendo, pero su polla es dura y enorme. Sé que dolerá un poco, y
también lo necesito. Tal vez sea para castigarme por ceder a las
necesidades emocionales que le permito satisfacer. Tal vez me estoy
azotando con dolor físico por mi debilidad.

Se quita los zapatos y los calcetines y se endereza para pararse


desnudo frente a mí. Me muestra sus cicatrices y su fealdad, un
regalo por mi bondad. Él está expuesto, vulnerable, pero yo
también, y ya no puedo distinguir la diferencia entre la
manipulación y las lecciones. No es que importe, porque cuando me
toca, mi mente retrocede a un lugar donde los pensamientos no
importan. Todo lo que importa es el deseo ardiente porque él me
lastime y me complazca, que me alivie del tormento que orquesta
con un diseño tan inteligente tanto en mi cuerpo como en mi alma.

Da un paso hacia mí, dejando que su polla roce mi estómago. —No


lo pienses tanto, mi pequeña flor.
No, no quiere que piense, porque pensar conduce a la verdad. —
¿Que quieres que haga?

Su voz es ronca, un acento extranjero dirigido a la seducción. —


Solo siente.

No discuto cuando me levanta y me lleva al escritorio. Aunque hice


un trato, necesito esto. Me hizo necesitar esto.

Colocándome en el borde, abre mis piernas y se interpone entre


ellas. Se acerca, levanta la tapa de una caja de plata antigua, saca
un condón y me lo da. Mientras abro el paquete con los dientes
como lo vi hacer, frota un pulgar sobre mi clítoris. Mi cuerpo se
tensa donde me toca, el placer ya comienza a crecer. Me tiemblan
las manos cuando enrollo el condón sobre su grueso eje.

Agarrando un puñado de mi cabello, me besa suavemente. —¿Cómo


lo quieres?

No tengo que pensar en eso. El tierno beso es dulce, pero


inexplicablemente me entristece. Es el tirón de mi cabello lo que me
moja. —Duro.

Roza con los nudillos la tela que cubre mi pezón. —Me sorprendes,
Zoe. —Arrastra sus labios sobre mi cuello, plantando otro dulce
beso en mi hombro—. Duro será.

Sus manos se cierran alrededor de mi cintura, tirando de mí contra


él. Impaciente, aparta el elástico de mis bragas y alinea su polla con
mi entrada. Esta vez no se mueve lentamente. Conduce
profundamente, tomándome con un solo empujón fuerte. Estoy
mojada, pero duele. Quema. Jadeo, abrazando el dolor, deseando el
castigo. No me decepciona. Me folla como yo quiero, así que mis
ojos se llenan de lágrimas y mis entrañas se sienten en carne viva.
Él debe saber que no puedo soportar este ritmo por mucho tiempo,
porque hace rodar mi clítoris entre sus dedos hasta que ese dolor
también se convierte en placer, y me corro con un gemido mientras
el alivio inunda mi cuerpo. Me folla mientras las réplicas menguan,
y luego llega al clímax con un gruñido.

Ambos estamos agotados, la transpiración nos mancha la piel.


Estoy lánguida cuando se retira y es gentil cuando me levanta y me
lleva a la ducha. Tiene cuidado cuando me lava, especialmente con
la parte que me duele entre las piernas. Se viste con un chándal y
yo con una de sus camisetas y su bata, luego cenamos en el
comedor formal como dos personas normales, como si el sexo en el
estudio nunca hubiera sucedido.

AL DÍA SIGUIENTE, Maxime llega a casa con una tablet en la que


descargo casi un centenar de libros en inglés. Van desde romance
y suspenso hasta libros sobre diseño de ropa y viajes. Borro los de
Venecia.

La lectura me brinda cierto alivio, pero estoy desarrollando


claustrofobia. También me siento sola, encerrada en la casa grande
y vieja sin nadie más que Francine, que hace todo lo posible para
evitarme. La única persona que veo y con la que hablo es Maxime.
Estoy perdiendo mi concepto del tiempo. No sé qué día es, y mucho
menos qué hora es. Miro mi rostro en el espejo antiguo de la
biblioteca con un golpe en forma de telaraña debajo del cristal.
Tengo la extraña sensación de no ser real, que la vida es una ilusión
que se me escapa entre los dedos. El pensamiento me asusta. Lo
último que puedo permitirme es perder la cordura.

Me quedo callada cuando Maxime llega a casa, reflexionando sobre


este nuevo estado de ánimo. Follamos donde él me encuentra en la
biblioteca, nos duchamos y cenamos. Ahora que mi cuerpo se ha
acostumbrado a ser utilizado, me folla más a menudo. Cuando nos
vamos a la cama, me toma con más suavidad.

Luego me cubre con su pecho y pasa una mano por mi cabello. —


¿Qué hiciste hoy?

—Leer.

—¿Que leíste?

—No sé. No puedo recordar.

Pasa mi cabello por encima de mi hombro, acariciando la curva de


mi cuello. —Estabas leyendo “Lo que el viento se llevó”. Dijiste que
es largo. ¿Lo terminaste?

—Oh. —Froto mi mejilla sobre su pecho, anhelando el calor y el


contacto—. Sí.

—¿Te gustó?

Arrugo la frente. —Mm. —La verdad es que no lo recuerdo. Las


palabras se registraron pero el significado no. Estoy llenando mi
cerebro con frases vacías, con letras y líneas que no forman
imágenes. Prestaré más atención mañana. Después de escribir la
carta de Damian. Le escribo todas las semanas para decirle lo feliz
que estoy, pero le planto pistas sobre la verdad a través de nuestro
lenguaje de códigos.
—¿Zoe?

—¿Mm?

Su mano todavía está en mi hombro. —¿Escuchaste lo que dije?

—Lo siento, ¿qué fue?

Agarra mi barbilla y vuelve mi rostro hacia él. —Dije que necesitas


hacer ejercicio.

—Oh. Claro. —La sola idea de eso me cansa.

—Instalare una bicicleta de interior y una caminadora.

—No malgastes tu dinero. No soy del tipo caminante-ciclista.

Él frunce el ceño. —Estás pálida.

—Tengo la piel pálida.

—Más pálida de lo habitual. ¿Te sientes mal?

—Estoy bien.

Deja ir mi rostro y pasa una mano por mi espalda. —Te he cansado.


Duerme.

Cierro los ojos y hago exactamente eso, porque he aprendido algo


nuevo.

La evasión no solo viene con soñar despierto.

La mejor manera de evitar la realidad es el estado de sueño sin


sueños.
Capítulo 20

Está aburrida, mi pequeña flor. Aislarla en una casa alejada de la


ciudad y del bullicio de la vida no es lo ideal, pero las negociaciones
italianas que Alexis inició tan amablemente en mi ausencia son
complicadas. Me necesitan en el trabajo ahora más que nunca. No
confío en mi hermano, y mi padre es como un jodido niño que
necesita ser supervisado todo el tiempo. Entre mantener a Alexis
bajo control y asegurar que mi padre no sacie su codicia haciendo
algo estúpido como cobrar de más nuestra conexión italiana, tengo
las manos ocupadas.

He descuidado a Zoe. Descuidado sus necesidades. Ella me ha


demostrado que será buena. Me ha dado confianza. Tengo que
corresponder dándole un poco más de alcance a la correa. No me
gusta la idea de mis hombres mirándola, pero acepté dejarla salir.
Necesita el aire y el ejercicio. Está demasiado pálida, demasiado
apática. No soy idiota. Sé cuáles son los signos de la depresión. Sé
que está sola. Necesita contacto humano. No planeaba llevarla de
regreso a casa de mis padres, pero el almuerzo del domingo puede
ser justo lo que necesita.
Es la hora del almuerzo cuando abro las puertas del club. La turba
habitual ya está allí: el tío Emile, mi padre y algunos de sus
hombres, los músculos y los especialistas. Yo soy el cerebro. Benoit
y Gautier me flanquean.

—Llegas tarde —dice mi padre, cortando un tabaco.

—Tráfico. —Me ajusto la chaqueta y me siento. Una camarera en


topless pone un espresso a mi lado. Lo aparto—. ¿Dónde está el
contrato?

Mi padre me lo pasa sobre la mesa. Doy vuelta las páginas,


escaneando la impresión para asegurar que no ha introducido nada
nuevo. No dejare que nada escape de mi padre. Estoy en la
penúltima página cuando llega Paolo Zanetti con un séquito de
guardias. El italiano es bajo y fornido, de ojos astutos. Gracias a
Dios, las hijas del hombre se parecen a su madre.

Me levanto. —Señor Zanetti.

Estrecha la mano de mi padre, luego la mía.

Tomando el bolígrafo, paso a la última página del contrato, pero


Zanetti me agarra del brazo antes que pueda firmar. Asiente con la
cabeza a uno de sus hombres que pone un libro de contabilidad
encima del contrato.

Miro al jovial hombre, dirigiéndome a él en italiano. —¿Qué es esto?

—El nuevo contrato.

Mi padre se pone de pie en un salto. —Hemos negociado los


términos.
—Los términos han cambiado —dice Zanetti—. Quiero un diez por
ciento adicional en todo lo que se mueva por mi territorio más
derechos gratuitos sobre la Riviera.

—¿Qué? —Mi padre empuja las palmas de las manos sobre la mesa.

—Lo aceptaremos —le digo.

Es un trato mejor de lo que esperaba. He estado haciendo una oferta


baja, sabiendo que Zanetti vendría con una contraoferta. He hecho
mi tarea. No hay nada que le guste más a Zanetti que ganar, ni
siquiera el dinero, y le he hecho sentir que somos los mayores
jodidos perdedores del planeta. Lo tengo agarrado por las pelotas y
ni siquiera lo sabe.

Mi padre aprieta los dedos en el borde de la mesa. No puede


desafiarme frente a todos. Tenemos que parecer unidos. El enojo
sincero de Raphael Belshaw solo convierte a Zanetti en un engreído,
cayendo directamente en mi mano.

Al abrir el libro mayor, leo el contrato y luego firmo en la línea de


puntos.

—Maravilloso —dice Zanetti, agarrando su copia—. No puedo


esperar para hacer el recorrido.

—Después del almuerzo. —Indico el asiento a mi lado—. Te


mostraré los alrededores. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte en la
ciudad?

—Nos vamos mañana.

Bien. Mañana tendremos un almuerzo familiar. Invitar a Zanetti


habría sido obligatorio.
No es el tipo de problema que necesito ahora.
Capítulo 21

La casa donde Maxime se estaciona no es tan grande como la de


sus padres, sin embargo, es igual de impresionante. Hay una mesa
con champán en el vestíbulo.

Maxime cuelga mi abrigo en el armario junto a una serie de prendas


con etiquetas de marcas costosas, después me entrega una copa.
Me la bebo toda. Estoy nerviosa por estar aquí, sobre todo después
de cómo resultó la última visita con su familia.

Coloca una mano en mi espalda y baja la cabeza para susurrarme


al oído: —Nos van a separar. Los hombres en el salón, las mujeres
en la cocina. Grita si me necesitas.

Lo miró fijamente a la cara. Hay una chispa de humor en sus ojos


grises, una facilidad que es inusual en él.

—Pareces contento contigo mismo.

—He firmado un acuerdo. Fue una negociación difícil.


—¿En piedras preciosas?

Sonríe. —No.

—¿Entonces qué?

Toma mi copa vacía y la vuelve a dejar sobre la mesa.

—Ven.

Me rodea la cintura con un brazo y me lleva por el vestíbulo hasta


el salón lleno de gente. Reconozco a Cecile y a Hadrienne, pero no
puedo identificar a nadie más.

Su brazo me rodea con fuerza cuando nos detenemos frente a un


hombre fornido con los ojos caídos. —Zoe, este es mi padre,
Raphael.

Raphael me tiende la mano. Su expresión es neutral, pero tengo la


sensación que no le gusto.

—Mi padre no habla mucho inglés —dice Maxime.

—¿No es Belshaw un apellido inglés? —pregunto.

—En realidad es muy francés, de hecho. Uno de los más antiguos.

—¡Max! —Dos mujeres se acercan a nosotros, lanzando sus brazos


simultáneamente alrededor de Maxime.

En medio, él se ríe. —Y estas son mis primas, Noelle y Sylvie.

Las jóvenes se vuelven hacia mí. Ambas tienen el cabello oscuro y


los ojos verdes. Se parecen tanto que podrían ser gemelas. La única
diferencia entre ellas es que Sylvie es un poco más alta. Ambas
llevan Dior, vestidos Vendimia a juego ceñidos a la cintura. La
mirada de Noelle se desplaza sobre mi camiseta con los hombros
descubiertos y mis vaqueros. Voy mal vestida. Esta no es la clase
de barbacoa dominical a las que estoy acostumbrada a ser invitada.

Sylvie toma el brazo de Maxime. —Tengo que hablar contigo sobre


algo.

Se lo lleva a rastras, dejándome tirada con Noelle. El silencio es


incómodo.

—Voy a ayudar en la cocina —dice Noelle después de un momento


de tensión, deslizándose a mi lado.

Miro hacia la terraza donde Maxime y Sylvie están hablando fuera.


Parece serio.

Hadrienne se acerca a mí con la espalda recta y pone su mano en


el hombro del hombre que está hablando con Raphael para llamar
su atención. —Este es mi marido, Emile.

Emile se gira de lado para mirarme. Asiente con la cabeza pero no


me da la mano.

—Bueno —dice Cecile, uniéndose a nuestro círculo—. Mira quién


está aquí.

Pasando por delante de mí, dice: —Huelo a que algo se está


quemando en la cocina.

—Oh, vaya —exclama Hadrienne, siguiéndole los talones.

Emile vuelve a su conversación con Raphael. Yo me quedo


incómoda, sintiéndome fuera de lugar. Después de varios minutos,
no tengo más remedio que ofrecer mi ayuda en la cocina.
Vuelvo a atravesar el vestíbulo y sigo el olor a romero y ajo hasta la
cocina, donde las mujeres están reunidas, hablando en francés.

Me detengo en la puerta. —¿Puedo ayudar en algo?

Se callan. Cecile y Hadrienne intercambian una mirada.

Noelle me fulmina con la mirada.

—Supongo que podrías preparar la bandeja de café —dice


Hadrienne, señalando con la mano una cafetera en el estante.

El ambiente está cargado de veneno. ¿Qué he hecho? No saben que


Maxime me retiene contra mi voluntad. Por lo que saben, nos
conocimos en Sudáfrica, y ahora estamos juntos. ¿Por qué la
tomarían contra mí?

Incapaz de soportar la tensión por más tiempo, pregunto. —¿Por


qué están actuando así?

Cecile inclina la cabeza. —¿Qué te hace pensar que estamos


actuando de alguna manera? No eres tan importante. De hecho, no
eres nada, no eres familia ni amiga.

Mis labios se separan sorprendidos ante su flagrante hostilidad.


Antes que pueda decir nada, las tres mujeres continúan su
conversación en francés, actuando como si yo no existiera. Estoy
tentada a salir corriendo, pero no les daré esa satisfacción. En lugar
de eso, reviso los armarios como si fueran míos hasta que encuentro
el café molido y los filtros. Una parte desagradable de mí, nota el
disgusto de Hadrienne con perversa satisfacción. Eso solo me
estimula. Abro y cierro los armarios lo suficientemente fuerte como
para perturbar su conversación. Como no veo ninguna taza, tomo
las pequeñas tazas de café expreso y las coloco en una bandeja con
cucharillas y un azucarero. Lo ordeno todo muy bien. Ya está. Solo
entonces salgo de la habitación.

Cuando vuelvo a entrar en el salón, siento una pesadez en mi pecho.

Los hombres no aparecen por ninguna parte. Salgo a la terraza, me


apoyo en la pared y miro a lo lejos, donde el agua brilla con destellos
de la luz del sol. Es un día claro, soleado pero frío. Me estremezco
sin mi abrigo puesto.

Sylvie sale con dos vasos de vino tinto. Tiende uno hacia mí. —Es
bonito, ¿verdad?

Tomo la copa con recelo.

—Debe ser duro —dice.

—¿Qué?

Toma un sorbo de su vino. —Ser la chica nueva.

—Supongo que adaptarse siempre es duro —digo vagamente.

—Mi familia es muy cerrada. —Ella sonríe—. No es fácil entrar.

—Me he dado cuenta.

—Puedes llamarme si quieres hablar o tomar un café en la ciudad.

La miro sorprendida. —Gracias.

—Solo estoy aquí hasta final de mes, antes de empezar el nuevo


semestre, pero no dudes en llamarme a París.

—¿Qué estudias?
—Derecho. A mi padre no le gusta. —Se ríe—. Él piensa que estoy
perdiendo el tiempo.

—¿Por qué?

Ella se sienta en el banco. —Porque me voy a casar con algún tipo


rico que probablemente no me permita trabajar.

—¿Cómo puede un marido tomar decisiones por su mujer?

Ella cruza las piernas. —Esto es Milieu 8, cariño. Así es como


funciona. —Su mirada me recorre—. No estoy segura qué envidio
más, si tu ignorancia o tu libertad.

Desvío la mirada. Qué ironía. En cuanto a la ignorancia, no hay


nada que envidiar. Ella, sin saberlo, se lleva el premio. No tiene ni
idea de lo equivocada que está sobre mi libertad.

—Oye. —Se levanta y me da un codazo en el hombro—. Los


hombres están fumando puros en el estudio. Estarán allí un rato.
Puedo pedirle un cigarrillo a uno de los guardias. ¿Quieres uno? —
Pienso en la noche en que Maxime me quitó la virginidad.

—No, gracias.

—Como quieras. —Se aparta de la pared—. ¿Me cubrirías?

—¿Qué debo decir?

—Que estoy en el baño retocando mi maquillaje o algo así.

—Claro.

8
Francés traducción; el entorno social de una persona.
Ella guiña un ojo. —Por cierto, me encanta tu ropa.

—Gracias, supongo.

Volviendo a los escalones, recita un número telefónico.

—Ese es mi número de teléfono. Recuérdalo. Vas a necesitar una


amiga para ir de compras. —Ella saluda antes de cruzar el césped
hasta donde un hombre hace guardia.

No estoy preparada para volver a entrar, pero tengo frío. Dejo el vino
en la mesa de café. Frotándome los brazos, me acerco a la repisa de
la chimenea y examino las fotografías. La mayoría de ellas son de
dos jóvenes, Sylvie y Noelle.

—La comida está lista —dice Noelle desde algún lugar de la casa.

Maxime viene a buscarme, oliendo a cigarrillo y a invierno.

Me pasa la nariz por el cabello. —¿Qué has estado haciendo?

—Estuve hablando con Sylvie. —Escudriño su rostro en busca de


su reacción.

—Bien.

—¿No estás enfadado?

Me acaricia el cuello y me pasa el pulgar por la nuca.

—¿Por qué iba a estarlo?

—No creí que quisieras que hablara con tu familia.


—Sylvie es una buena chica. —Me besa los labios—. Lo que dije
sobre Alexis se mantiene.

—Por cierto, ¿dónde está?

Su rostro se ensombrece. —¿Le echas de menos?

—Eso no fue lo que dije. Solo me lo preguntaba.

—No hace falta que desperdicies tus preguntas en mi hermano,


pequeña flor.

Tomando mi mano, me lleva al comedor. Una mesa está preparada


con la más fina porcelana y cristal que he visto. Estoy fuera de mi
elemento, aún más cuando Hadrienne anuncia que me sentaré
entre Sylvie y Noelle, separada de Maxime.

Me agarro a su mano cuando se mueve para tomar asiento.

Me mira. —¿Qué pasa?

—¿Qué vamos a comer? —susurro.

Él frunce el ceño. —¿Por qué?

Miro por debajo de mis pestañas el conjunto de cuchillos y


tenedores junto a cada plato. —No estoy educada en todos esos
utensilios.

Una carcajada brota de su pecho. Es fuerte y desinhibida, y hace


que todos nos miren, pero a él no parece importarle.

Bajando la cabeza hasta mi oído, dice en voz baja: —Solo sígueme


la corriente.
Avergonzada por la atención de la sala hacia nosotros, me alejo para
tomar asiento, pero él me retiene.

—Para que conste, Zoe, eres un poco inculta.

Rafael se aclara la garganta. Mis mejillas están calientes cuando


tomo mi asiento. Cecile se sienta tan rígida como una escultura,
con los ojos puestos en su plato.

No sé cómo voy a soportar las tres horas de duración del almuerzo


de cinco platos. Las únicas personas que me hablan son Maxime y
Sylvie. El resto hace como si no existiera. Sin embargo, hablan
inglés, lo que deja a los dos hombres mayores en silencio. La tarde
es un desastre. Fue un error venir aquí.

Cuando la mesa está limpia, nos trasladamos al salón para tomar


café. Noelle lleva la bandeja que he preparado.

—Oh, querida —dice Cecile, mirando la bandeja.

Noelle suelta una risita.

Miro entre ellas. —¿Pasa algo?

Sylvie toma el azucarero.

—Nada. —Ella desaparece por el pasillo y vuelve con un recipiente


de plata lleno de terrones de azúcar.

—Eso es algo tan anglosajón —dice Cecile.

Hadrienne enciende un cigarrillo. —No me hagas hablar de la ropa.

Maxime se levanta. —Emile, Hadrienne, gracias por el almuerzo.


—¿Te vas? —Hadrienne pregunta—. ¿Ya?

Maxime me toma de la mano y me ayuda a ponerme en pie. —


Tenemos un largo camino a casa.

Tardamos casi treinta minutos en despedirnos, y para el momento


en que entramos en el auto, estoy emocionalmente agotada.

No quiero repetir uno de estos almuerzos pronto.

—¿La pasaste bien? —Maxime pregunta mientras gira el auto en la


carretera de la costa.

—Fue un placer conocer a Sylvie.

—He estado ocupado con el trabajo, pero ahora que el trato está
hecho, saldremos más. —Me toma la mano—. Te lo prometo.

Le echo una mirada de reojo. —No tienes que hacer un esfuerzo. No


es que estemos saliendo.

—Dije que cuidaría de ti si te comportabas, y has estado


comportándote muy bien.

Me burlo. —Me alegra tener tu aprobación.

—No lo estropees ahora.

—He estado pensando.

Sonríe. —¿Qué ha pasado por la mente de mi pequeña flor?

—Quiero aprender a hablar francés.


Él levanta una ceja. —No me lo esperaba.

—¿Me enseñarás?

Me lleva la mano a los labios y me besa los nudillos. —Puedo hacer


algo mejor. Te conseguiré un tutor.

—¿De verdad?

—Por supuesto.

—¿Por qué harías eso por mí?

—Porque puedo. ¿Por qué quieres hablar francés?

Me encojo de hombros. —Porque puedo. Para que nadie pueda


hablar de mí a mis espaldas nunca más.

Sus ojos se oscurecen, pero el tinte de humor permanece en su voz.


—Tú y esa boca descarada que tienes. Se me ocurren formas de
domarla, y no voy a aguantar hasta que estemos en casa.

Apretando el volante con una mano, se baja la cremallera con la


otra y libera su polla. Verlo tan duro para mí solo por un juego de
palabras me excita y me hace humedecer.

Cuando me acaricia la nuca, empiezo a chupársela de buena gana,


tragándolo como me enseñó. Hago girar mi lengua alrededor de la
cabeza de su polla y chupo hasta que mis mejillas se ahuecan.
Maxime maldice, diciendo palabras sucias en francés. No necesito
un tutor para entenderlas. Tomo el poder que me da. Me apropio
del gemido que brota de su pecho. Soy la dueña de su liberación.
Capítulo 22

Observo a Zoe a través de la puerta abierta del vestidor mientras


me abotono la camisa. Está sentada frente al tocador, aplicando su
maquillaje. Su cabello está enroscado en su cabeza en bonitos rizos.
Lleva un vestido rojo con tacones negros, y en sus orejas brillan los
diamantes que le regalé en Venecia, para conmemorar nuestra
primera vez. Es una visión. Me cuesta apartar la mirada de ella para
poder acomodar mis gemelos.

Miro el reloj. Tenemos una hora antes de la cena. Es un evento de


caridad para recaudar dinero para la investigación del cáncer. Odio
estas galas, pero espero que esta salida le haga bien a Zoe. Ella se
opuso, dijo que no quería ir, pero que necesita estar rodeada de
gente.

Ahora que el acuerdo italiano ha sido negociado, puedo centrarme


en ella de nuevo. Me siento a la vez más ligero, y como si me hubiera
quitado un peso de encima.

Necesitamos la alianza con los italianos. Nos da acceso a su


infraestructura, un mayor alcance para mover nuestros diamantes
con seguridad, y el impuesto que están pagando para enviar desde
nuestro puerto no hace daño, tampoco. Hemos estado en guerra
durante demasiado tiempo, aniquilando los hombres y los recursos
del otro. Por lo tanto, el acuerdo es un buen trato. Complicado, pero
beneficioso. Va a requerir algo de delicadeza en un futuro
inmediato. A corto plazo, significa que puedo pasar más tiempo con
mi flor.

El almuerzo de ayer no fue tan bien como esperaba. Los hombres le


deben a Zoe el respeto que se merece como mi amante. Es una regla
inflexible. Sin embargo, no preví cómo las mujeres reaccionarían.
Realmente no puedo culparlas. Por supuesto, ellas fruncen el ceño
cuando saben que comparte mi cama. Las amantes son algo común
entre los hombres en nuestros círculos, pero no las traes a una
comida familiar. Un evento de caridad, sí. Un fin de semana en las
Bahamas, definitivamente. Mientras las amantes llevan diamantes
y beben champán en yates, las esposas están en casa criando a los
hijos de su marido infiel. Esperaba que Maman se mostrara más
abierta, si no por Zoe, por mi bien, pero había juzgado mal la
tolerancia y los valores católicos de mi madre. Sus valores son muy
firmes y su tolerancia es baja.

Todavía no sé por qué Alexis no apareció. Si no me hubiera follado


a Zoe desde que llegamos a casa hasta el amanecer, le habría
llamado. Probablemente esté maquinando a mis espaldas, como
intentó hacerlo al colarse en el trato con los italianos. Tomando mi
teléfono de mi bolsillo, envío un mensaje a Gautier, diciéndole que
siga a mi hermano y averigüe en qué está tan ocupado que es más
importante que una comida familiar. A pesar de todas las veces que
los hombres casados de mi familia han agasajado a sus amantes en
islas exóticas y escapadas de ensueño, no se echan atrás cuando
hay una comida familiar en casa. Otra de nuestras reglas tácitas.

—Estoy lista —dice Zoe.


Levanto la cabeza para mirarla. El aliento se me escapa de los
pulmones. El vestido se adhiere a su cuerpo, acentuando sus
curvas. El vestido fue mi elección. Sé que lo odia, pero no tiene ni
idea de lo atractiva que se ve con su esbelto cuello y la piel blanca
de sus hombros al descubierto. Hay un rubor en sus mejillas desde
que empezó a dar largos paseos al aire libre. Su piel y sus ojos
brillan, las pecas de su nariz son como un polvo de estrellas
doradas. Es la personificación de la inocencia y la pureza.

Pero yo sé mejor que le gusta el sexo tanto dulce como duro. Sé


cómo leerla, cómo darle lo que necesita, y ardo de satisfacción
sabiendo que soy el que la corrompió. Su gemidos y actos sucios
son todos míos.

—No entiendo nada de esto —dice, alisando sus palmas sobre sus
caderas—. Realmente no me gustan estas fiestas formales.

Tomo su chal de la silla y lo envuelvo alrededor de sus hombros. —


Eso has dicho.

—Debería quedarme. Prefiero ver una película aquí donde hace


calor.

—No es una opción. —Enganchando mi brazo con el suyo, la


conduzco abajo—. Quiero mostrarte. —Todos los hombres de
Marsella y hasta el fin del mundo necesita entender que ella es mía.

Nadie volverá a reclamarla, ningún hombre y mucho menos un


hombre fuera de las familias. Nadie será lo suficientemente tonto.

Su columna vertebral se endurece. —No soy una pieza de


exhibición.

—Eres lo que yo quiera que seas.


Ella se detiene. —No quiero que me subasten.

—Es para la caridad.

—¿Qué pasa después de la subasta?

—Bailas con el mejor postor.

—¿Solo un baile?

Por desgracia, no. La mayoría de las veces no. La alta sociedad de


Marsella disfruta de un poco de swing mientras recauda dinero para
una buena causa. Me tira de la manga. —¿El ganador va a esperar
sexo?

—Probablemente.

Sus fosas nasales se agitan. —¿Por eso me has vestido como una
puta?

—Cuidado, Zoe. Uno, te ves hermosa, y dos, deberías recordar que


debes confiar en mí.

—¿Confiar en ti para que me prostituyas?

Un nervio me pellizca entre los omóplatos. Nos estaba yendo tan


bien con ella obedeciendo ciegamente. La agarro del brazo.

—No eres una puta, y no tengo la intención de hacer una de ti.

Sus palabras se pronuncian sin aliento. —Ya lo has hecho.

Mi rabia empieza a hervir. Un rizo se suelta de su peinado mientras


la sacudo. —Retira lo dicho.
—No puedo. —Las lágrimas se acumulan en sus ojos, dándoles esa
expresión que tanto me gusta en ellos—. No puedo recuperar mi
virginidad.

Sacar el tema ahora me enfada más, porque no me gusta como lo


dice. No me gusta cómo lo ve ella.

—Hicimos un trato —digo con los dientes apretados.

—Exactamente. —Me mira fijamente, sin miedo pero con recelo—.


Por el que estoy pagando con mi cuerpo. Dime que eso no me
convierte en tu puta.

La sacudo con más fuerza. Más rizos caen sobre sus hombros. —
No eres nada de eso.

—Si eso es lo que crees, te mientes a ti.

La hago retroceder con la palma de la mano en el pecho y golpeo su


cuerpo contra la pared. —¿Cuándo te he tratado como una puta?

—A las putas se les paga. —Las emociones se arremolinan en sus


ojos, las lágrimas atrapadas detrás de un azul brillante—. Me estás
pagando con la vida de mi hermano.

Agarrando su cuello, doblo mis dedos alrededor de su esbelta


columna. —Será prudente que te calles ahora, Zoe.

Su pecho se agita con la respiración. Las palmas de sus manos


están presionadas en la pared junto a sus caderas. Está asustada,
pero no retrocede. Sigue empujándome, joder. —¿No puedes
afrontar la verdad? Los diamantes, la ropa, el tutor, ¿qué son sino
un pago?
Aprieto más fuerte. —Regalos. Malditos regalos, pequeña
desagradecida...

Ella levanta la barbilla, desafiando el agarre que puede romper su


cuello.

—Dilo.

Maldita sea. Mi agarre se afloja.

—Adelante —dice ella—. Termina lo que ibas a decir.

—Puta —le digo, con todo el cuerpo temblando de rabia.

—Pequeña puta desagradecida.

Maldita sea. Es cierto. Cada palabra que dijo está cincelada hasta
su verdad desnuda e hiriente. La hice una puta, pero una preciada.
Alexis habría hecho algo mucho peor.

Su cuerpo se hunde contra la pared, su pequeña estructura se


desmorona.

—¿Esto es lo que significa presumir de mí? —Ella barre una mano


sobre el vestido—. ¿Estoy guapa para tus amigos? ¿Me compartirás
cuando te apetezca?

Apoyando una palma junto a su cara en la pared, me inclino hacia


ella.

—No me conoces, ¿recuerdas? Si alguna vez me apetece compartir,


harás lo que te diga, y lo harás con una sonrisa en tu rostro. Si te
digo que te tragues la polla de mi mejor amigo y te la metas en el
coño y en tu culo, también lo harás.
No tengo un mejor amigo, y preferiría cortar mi polla con una sierra
antes que compartirla, pero ella no necesita saber eso. Ella no
merece el poder de ese tipo de conocimiento. Lo que sí necesita
saber ahora es que debe confiar en mí. Supongo que tenemos unas
cuantas lecciones más.

Sus ojos azules están llenos de ira. —Eres un hijo de puta.

No se puede discutir ese hecho. Es el dolor en esos bonitos ojos azul


bebé que me golpea directamente en el pecho.

—Vamos a llegar tarde. —La agarro de la muñeca y la arrastro


detrás de mí, con mi buen humor anterior yéndose por el desagüe.

No dice nada mientras subimos al auto y conduzco hacia Marsella.


Se queda mirando desde la ventanilla el oscuro paisaje. Aprieto el
volante con tanta fuerza que el anillo con el escudo de nuestra
familia, el mismo que lleva mi padre, se clava en mi dedo. Es el
anillo que lleva la cabeza de la familia, el hombre que toma las
decisiones. Su peso deja una marca en mi alma. De todos los
pecados que he cometido, Zoe es el más grande, la piedra que me
arrastra y me ahoga. Ella lo consintió, pero yo no le di una opción.
La única opción que le di fue una forma diferente de ver la situación,
cómo verse a ella misma. Yo quería darle lo bonito, y ella tuvo que
elegir la cruda verdad.

Joder.

Golpeo el volante. Zoe salta. Se acurruca más cerca de la puerta,


con los hombros girados hacia otro lado. Quiero recordarle esa
elección, pero sería una mentira vestida de purpurina, de
diamantes y rojo, y parece que Zoe ha terminado de fingir.

Ha terminado de vivir en un sueño.


Mientras los paparazzi se agolpan en la entrada principal del
casino, usamos una entrada trasera. Le prometí a mi padre que
sería discreto.

El casino pertenece a un tío lejano. El evento anual de caridad se


celebra en el gran salón. Saludo a unas cuantas personas, la
mayoría socios de negocios, y presento a Zoe como mi cita. Ella está
tensa en mi brazo. Todavía estoy enfadado, demasiado enfadado
para tranquilizarla. Estaba deseando traerla aquí hace solo una
hora, ahora desearía que esta noche ya hubiera terminado.

—Max. —Un hombre asquerosamente guapo con el pelo oscuro,


ojos marrones, y un tono de piel oliva me da una palmadita en el
hombro.

—Me alegra verte —dice en francés. Joder. El hijo de Paolo Zanetti.


Solo nos hemos visto una vez. Fue hace un par de años cuando
tuvimos nuestras primeras conversaciones para hacer una
conexión franco-italiana. Es uno de los especialistas de Zanetti, un
genio en el lavado de dinero. A los veintisiete años, es joven para la
alta posición que tiene en su organización, pero respeto su cerebro.
Sin embargo, odio su cara bonita, y cuando le sonríe a Zoe, lo
detesto.

¿Qué mierda está haciendo aquí? Solo puede haber una razón.

—No sabía que acompañabas a tu padre —digo, apenas


conteniendo el hielo de mi tono.

—Estoy conociendo a nuestros nuevos compañeros. —Sus ojos


marrones se tensan una mínima fracción cuando los dirige hacia
Zoe.

—¿No vas a presentarme a tu encantadora compañera?


Cambio al inglés. —Esta es Zoe. Zoe, este es Leonardo, un socio de
negocios.

Tomando la mano de Zoe, pregunta: —¿Zoe qué?

—Zoe Hart —dice ella, sin saber que el hombre que la mira con
tanta amabilidad es una serpiente a punto de atacar.

—Leonardo Zanetti. —Se lleva la mano de Zoe a los labios,


inteligentemente sin hacer contacto con su piel —. Es un honor,
Zoe. ¿Cómo atrapó este bruto a semejante belleza?

—Nos conocimos en Sudáfrica durante un viaje de negocios —digo


rápidamente. Dirigiendo mi mirada hacia donde está agarrando los
dedos de Zoe, me aseguro que vea la advertencia en mis ojos.

—Si no te importa que te pregunte —finalmente suelta la mano de


Zoe para moverse entre ella y yo — ¿es esto casual o serio, porque
si no es serio me encantaría quedar en la ciudad antes de volver a
Italia. Siempre he querido ir a Sudáfrica, y me vendría bien algún
consejo de viaje. —Se vuelve hacia mí, todo falso respeto—. Por
supuesto, si es algo serio, no voy a arriesgarme a tus celos, Max.

Zoe me mira. No hay manera que pueda responder a esa pregunta.


Si dice que no es serio, está aceptando su oferta.

Si dice que es serio, está admitiendo algo que ni ella ni yo podemos


confesar. Algo que definitivamente no debería admitir a Leonardo
Zanetti.

Me está arrinconando. Un hijo de puta inteligente. Desearía poder


plantar mi puño entre sus ojos de trovador. Lo único que me impide
hacerlo es mi fuerte control, algo que ha empezado a deshacerse
esta misma noche. Si soy honesto sobre ello, ha estado
desenredando desde que secuestré a Zoe. No debería dejar que mis
emociones saquen lo mejor de mí. Destruirá nuestro negocio.

Hay demasiado en juego. Estoy a punto de decir que Zoe no está


disponible, indefinidamente, cuando ella habla.

—Estamos un poco... comprometidos.

Leonardo me dedica una sonrisa de suficiencia. —Supongo que


tienes que disfrutar mientras puedas.

Una mujer alta y de complexión atlética se acerca con dos copas de


champán. Lleva un vestido negro con una abertura que empieza en
la cadera. Inclino la cabeza en dirección a la mujer que se dirige
directamente hacia Leonardo. —¿Como tú?

—Oh. —Se endereza la pajarita—. No estoy comprometido con


nadie. Ella es solo mi cita para esta noche.

—Bueno, hola —dice la mujer, empujando un vaso en la mano de


Leonardo. Sus ojos recorren a Zoe —. Eres una cosa pequeña.

Pongo un brazo alrededor de la cintura de Zoe y la atraigo contra


mi lado. —Iremos a buscar nuestra mesa y dejaremos que se
mezclen.

—Estamos en la misma mesa. —Leonardo levanta su copa—. Deja


que te acompañe.

Por supuesto, lo estamos. Con el acuerdo recién forjado, Leonardo


es tan bueno como la familia, parte de mi clan. Apretando la
mandíbula, los sigo a nuestra mesa.

Saludamos a las otras personas, mi primo, Jerome, así como a un


anciano funcionario de la corte y su joven prometida, pero apenas
les presto atención. Estoy demasiado ocupado escuchando la
conversación entre Zoe y Leonardo. Hablan de safaris y viñedos, y
luego de la Toscana. Solo me relajo cuando Jerome reclama la
atención de Leonardo y Zoe empieza a hablar con la cita de
Leonardo.

Mi mano se dirige al muslo de Zoe por debajo de la mesa. Necesito


el consuelo físico de su presencia tanto como necesito que ella
entienda quién está al mando. Ella se pone rígida ante el gesto, su
mano apretando su vaso con agua. El funcionario del tribunal, un
hombre llamado Big Ben por su inusual altura y peso, la mira fija
y abiertamente. Se necesita todo lo que tengo y algo más para no
aplastar su cráneo con la botella de champán.

Hay discursos sobre los avances de la investigación entre los platos


de terrina de salmón, lubina y mousse de fresa. Hice una buena
donación. El hecho de devolver dinero a la comunidad mantiene las
puertas abiertas para nosotros. Ayuda a que los influyentes actores
corporativos y funcionarios del gobierno giren sus cabezas hacia
otro lado en lo que respecta a nuestro negocio ilegal.

Zoe empuja la comida en su plato. Durante la comida, se toma dos


copas de champán, y cuando el presentador anuncia el comienzo
de la subasta, es como una cometa de papel de arroz en medio de
una tormenta, como si le fueran a arrancar las alas.

Los patrocinadores, amantes o cónyuges, que ofrecieron a las


mujeres que participan en la subasta presentan con orgullo a sus
protegidas cuando el maestro de ceremonias dice sus nombres.

Cuando llega el turno de Zoe, me pongo de pie y le ofrezco mi mano.

Me mira fijamente con ojos desafiantes. Hay un momento de duda,


cuando su odio hacia mí está escrito con tanta claridad en su rostro
que atraviesa mi corazón insensible. Entrecierro los ojos en señal
de advertencia. Si me desafía delante de toda esta gente, se lo haré
pagar de tantas maneras que deseará nunca haber traído esa
lección sobre ella. Mi pulso late en mis sienes mientras pasa otro
segundo y el maestro de ceremonias se aclara la garganta. Justo
cuando pienso que Zoe va a declinar, desliza su pequeña mano en
la mía.

La pongo en pie, mi cara decorada con la sonrisa que he adoptado


para la alta burguesía, pero el gesto no va más allá de mi boca.
Detrás de mis labios fuertemente estirados, mis dientes están
apretados. La vacilación de Zoe solo duró un momento, pero un
momento es lo suficientemente largo, especialmente para los
agudos ojos de los depredadores que nos rodean. Pensaba que
había progresado más con mi flor, pero parece que la he
subestimado. Puede que ella necesite una mano más fuerte.

Levantando su brazo, la hago girar en círculo. La sala estalla en


aplausos. Los hombres asienten con entusiasmo mientras las
mujeres miran. En medio de lobos que salivan y la envidia odiosa
se encuentra un inocente corderito, mi sacrificio virgen.

—Cincuenta. —Alguien grita en el fondo antes que el maestro de


ceremonias haya abierto la puja.

Es lo que quería, que todos vieran quién es su dueño, pero el interés


exagerado hace que mis vellos se levanten. Las risas estallan.

Alguien le da una palmadita en la espalda al impaciente postor. Los


celos arden en mis entrañas al rojo vivo.

—Ya que la puja parece estar abierta —dice el maestro de


ceremonias con una risa—, ¿quién quiere...?

—Cien —dice alguien.


Me doy la vuelta. El actor es una celebridad nacional. Zoe me mira
rápidamente. Cien mil es la oferta más alta de la noche.

—Ciento cincuenta —dice un parlamentario gordo.

Los ojos de Zoe arden en mi cara. No la estoy mirando, pero puedo


sentir su mirada, su súplica.

—A la una —dice el maestro de ceremonias.

Pone una mano en mi brazo, sus dedos se clavan en mi piel.

No te preocupes, mi pequeña flor. Quédate tranquila y aprende tu


lección de confianza.

—Va dos veces. —El levanta su martillo.

—Doscientos —digo yo.

El pecho de Zoe se desinfla. Su alivio es tan grande que su cuerpo


se hunde contra el mío.

Una fuerte voz con acento resuena en el espacio. —Quinientos.

La sala se queda en silencio. Todas las cabezas se vuelven hacia el


dueño de la voz. Lo aíslo en mi visión como un torpedo que se dirige
a un objetivo. Nuestros ojos se encuentran al otro lado de la mesa.
Leonardo.

Hay un desafío en los suyos, una intención desviada. Quiero


aplastarlo como a un insecto. Mi cuerpo se tensa, cada músculo
preparándose para destrozarlo cuando la mano de Jerome cae sobre
mi hombro.

—No dejes que te afecte —susurra Jerome.


No. No voy a dejar que me afecte. Tampoco va a llegar a Zoe. Por
encima de mi cadáver.

—Ella no vale la pena —continúa Jerome—. No es el trato italiano.

Malditas palabras equivocadas. Me sacudo su brazo de encima. —


Un millón.

Los jadeos suenan en la habitación. Zoe me mira con grandes ojos,


sus exuberantes labios separados.

—Vaya, eh... —El maestro de ceremonias suelta una risa aguda—.


Eso establece un nuevo récord. Tengo un millón de euros para la
señorita Zoe Hart.

—¿Alguien ofrece un millón con cien mil?

Leonardo niega con la cabeza al maestro de ceremonias, pero su


sonrisa está dirigida a mí. En lugar de parecer resignado, parece
victorioso.

—Un millón para el señor Belshaw.

Jerome me mira como si hubiera perdido la cabeza. Si tan solo él lo


supiera. Habría pagado dos millones. Habría dado todo lo que tengo
para mantener las manos de otro hombre fuera de la mujer que he
reclamado. Misión cumplida. El mensaje fue repartido.

Zoe me pertenece. Ella no lo sabe, pero acabo de pintar una gran


señal de no intervención en su delicioso cuerpo. Ella será mía para
toda la eternidad.

Las luces se atenúan y la música se enciende. Una bola de discoteca


lanza fragmentos de luz sobre el suelo. El maestro de ceremonias
declara la pista de baile abierta. La gente se queda mirando
mientras los patrocinadores conducen a sus protegidas hacia los
hombres que han ganado sus ofertas.

—Creo que este baile es mío —digo, tirando de Zoe conmigo a la


pista.

Ella parpadea. —¿Por qué hiciste esto?

—¿Preferías a Leonardo? —Mi tono es burlón, pero no hay nada de


burla en la noción que se clava como una astilla bajo mi piel, que
una mujer como ella quiera a un hombre como él. Apuesto a que es
el tipo de hombre apuesto que aparecía en sus sueños, esos bonitos
sueños que cambió por la fría y dura verdad. A mí.

Antes que pueda responder, Leonardo entra en mi espacio personal.


—Gracias. —Se inclina más cerca—. Me has enseñado lo que
quería saber. —Golpeando mi hombro, se aleja entre la multitud.

Mi cráneo pincha cuando acerco a Zoe.

—¿De qué se trata? —Zoe pregunta, con los ojos tan redondos como
antes cuando la empujé contra la pared.

—Nada.

Le paso el brazo por la cintura y la conduzco al centro de la pista,


donde varias parejas ya están bailando. Es un baile lento. Soy un
buen bailarín, cortesía de mi madre que insistió en enviarme a
clases de baile cuando abandoné las clases de piano. Una
educación refinada siempre ha sido importante para Maman.

Zoe no da el primer paso. Se tropieza, apoyándose con las palmas


de las manos en mi pecho. La tomo de la cintura para enderezarla
y bajo la cabeza para susurrarle al oído: —Relájate. Solo sígueme.
Inquieta, coloca su palma en la mía y pone una mano en mi hombro.
Nos conduzco a los dos pasos, disfrutando de la sensación de su
cuerpo y el olor familiar de las rosas en su cabello. Algunos
mechones todavía caen alrededor de su cara por nuestra anterior
pelea. Siempre esta guapa, pero es impresionante cuando está
despeinada.

Se aparta para mirarme. —¿Por qué has hecho eso?

—Tú sabes por qué.

—Podrías haberme dicho que ibas a pujar por mí. Hiciste que me
estresara toda la noche. ¿Por qué ser tan cruel?

—Tú sabes por qué, Zoe.

—¿Para enseñarme a confiar en ti?

Acogiendo su cabeza bajo me barbilla, aprieto su mejilla contra mi


pecho.

—Siempre.

Nuestros cuerpos se balancean al ritmo de la música, las curvas de


su pequeño cuerpo encajan en los huecos del mío. Ella llena el vacío
y trae luz a mi oscuridad, pero cuando no confía en mí, crea ese
vacío que saca el monstruo que hay en mí.

Soy duro con ella. Demasiado duro. No soy yo mismo, no estoy cien
por ciento en control. Es una peligrosa combinación de factores.
Son mis celos. Es nuestra lucha. Lo que dijo Leonardo está
pulsando en mi cerebro. La vacilación de Zoe necesita ser castigada.
No puedo dejar que su recaída quede sin respuesta. Las acciones
tienen consecuencias. Ella lo dijo. ¿Qué respeto tendrá por mí si no
soy un hombre de palabra? Sobre todo, es la forma en que ella se
ve, como nada más sino mi puta.

Cuando el baile termina, la tomo del brazo y la conduzco a través


de la sala. Las otras parejas se dispersan, algunas van en la misma
dirección que nosotros, hacia las habitaciones de arriba.

Antes de llegar a la puerta, Jerome me detiene. —Has cometido un


error, primo —dice en francés.

Levanto una ceja. —¿Lo he hecho?

Zoe mira entre nosotros con el ceño fruncido en sus hermosos


rasgos.

—Acabas de demostrar a todo el mundo que la mujer significa algo


para ti.

Algo, es un eufemismo. —Buenas noches, Jerome. Nos vemos


mañana.

Sacude la cabeza mientras nos vamos, claramente no está


impresionado.

—¿A dónde vamos? —Zoe pregunta cuando la acompaño al


ascensor.

Podríamos haber ido a casa, pero no quiero que tenga


connotaciones negativas del lugar que quiero que considere como
su refugio seguro.

Me sigue hasta el último piso, esta vez a ciegas. Demasiado poco,


demasiado tarde. La obediencia ciega no le servirá ahora.
En la suite presidencial, paso la tarjeta de acceso y me hago a un
lado para dejarla entrar. Ella mira a su alrededor como lo hizo
aquella primera noche en Sudáfrica. La vista de la ciudad es
impresionante.

Se vuelve hacia mí y me pregunta con voz temblorosa: —¿Por qué


estamos aquí?

Giro la cerradura. —Desnúdate.

—¿Vas a follarme?

—Pagué un millón de euros por tu coño. Voy a asegurarme que el


dinero que gasté valga la pena.

El dolor contornea sus rasgos. —¿Por qué estás haciendo esto,


Maxime?

Avanzando hacia ella, agarro un puñado de su pelo y tiro de su


cabeza hacia atrás. —Para mostrarte lo que es ser tratada como
una puta.

—Por favor. —Se agarra a mis antebrazos, su cuello se tensa por


mi agarre en su cabello—. No hagas esto.

—He terminado de hablar.

Se tambalea cuando la suelto. Antes que caiga de culo, la agarro


del brazo y la arrojo a la cama. Ella grita mientras la llevo hasta la
ventana y le pongo mi cuerpo contra ella. Se resiste, pero le agarro
las muñecas con una mano por la espalda y la inmovilizo y la sujeto
al cristal con mis caderas mientras uso mi mano libre para tirar de
la cremallera de su vestido. Lo empujo por encima de sus caderas
para que se acumule alrededor de sus pies. Con la espalda baja del
vestido, ella no podía llevar sujetador. Sus pechos desnudos se
apoyan en el cristal. Le arranco el endeble tanga y lo dejo caer sobre
el vestido. Luego meto una rodilla entre sus piernas, separándolas.

—Maxime, por favor.

No escucho el temblor de su voz. Me bajo la cremallera del pantalón,


sin molestarme en empujarlos sobre mis caderas. Mi polla está
lista.

Su cuerpo no lo está, pero ese es el objetivo de esta lección. Así es


como las putas son tratadas, sin consideración por su dolor o
placer. Tomando la base de mi polla en mi mano, presiono la cabeza
contra su apretada abertura y empujo dentro. Ella grita, su cara se
contrae y sus ojos se cierran.

Está caliente y casi insoportablemente apretada. Un siseo sale de


sus labios cuando me retiro, doblo las rodillas y vuelvo a subir las
caderas, reclamando mi coño de un millón de euros, mostrándole
la diferencia entre ser mi amante y mi puta. ¿Creía que había visto
ese lado de mí? Ni de lejos.

La follo con fuerza, sabiendo que está seca. Mi lujuria aumenta,


alimentando los oscuros deseos que normalmente mantengo a raya
para ella. Mi respiración es pesada cuando me desabrocho la hebilla
y paso el cinturón a través de las trabillas. La excitación corre por
mis venas cuando doblo el cuero con una mano y le sujeto las
muñecas con fuerza contra su espalda.

—Maxime —su voz muestra pánico—. ¿Qué estás haciendo?

—Silencio.

Me separo de su cuerpo y me alejo un poco. La cabeza de mi polla


está resbaladiza de pre-semen. Ya he ido demasiado lejos. Con
cualquier otra mujer, me habría puesto un condón antes de
empezar. Zoe es mi excepción. Es la única mujer con la que he
follado sin preservativo. Tomando un condón de mi bolsillo,
enfundo mi polla y dejo caer el paquete en la alfombra, sin
importarme donde caiga.

Ella sabe lo que va a pasar. Sin embargo, se merece una advertencia


justa. Arrastro el cinturón sobre su culo, siguiendo la línea de la
tentadora curva. Es tonificado y redondo, un culo hecho para azotar
y follar.

Apuntando, muevo el brazo hacia atrás. El cuero hace un sonido


sibilante al cortar el aire. Cae con un agudo en su piel. Ella aspira
aire con fuerza, sus globos se aprietan y su cuerpo se aplasta contra
el cristal para escapar del dolor. Y no la perdono. Me alejo y la
golpeo de nuevo, controlando cuidadosamente mi fuerza. Unas
ronchas rojas marcan su piel de porcelana. No me gusta verlas ahí.
No me gusta estropear lo que es perfecto, pero no me dejó otra
opción. Tengo que demostrar que soy digno de confianza, que
cumplo mis promesas. Puedo ser tan cruel como puedo ser amable.
Ella debe aprender esta lección sobre la elección.

Se resiste a mí, se retuerce y se agita, pero no hace falta mucho


para mantenerla sujeta a la ventana.

—Quédate quieta —digo contra su oreja—, y esto terminará más


rápido.

—Por favor. —Se le corta la respiración—. Por favor, para.

—Me temo que todavía no, ma belle9.

Con el siguiente latigazo, la golpeo como si fuera en serio. Me hace


más fuerte. Es la parte depravada de mí que disfruta infligiendo

9
Frances; Mi hermosa
dolor cuando torturo a mis enemigos. Es la retorcida excitación que
siento al matar.

Las lágrimas ruedan por sus mejillas, pero es valiente. Ella no se


rinde. Permanece de pie. Yo meto mis dedos entre sus piernas.
Todavía está seca. Eso no me impide entrar en ella con tres dedos.
Estirarla con mi mano es la única misericordia que le doy antes de
volver a meter mi polla en su pequeño y apretado coño, tomando
con avidez todo lo que he pagado. Si ella es mi puta, así es como
será. Se trata de mí. No le debo nada aparte del precio que
acordamos. Cumplí mi parte del trato. Ella cumplirá la suya.

Mi lujuria está ardiendo al rojo vivo. La violencia saca eso en mí. La


follo con tanta fuerza que el aliento sale de sus pulmones en un
gemido femenino con cada empuje. Es un ritmo agotador, y no es
suficiente. Sin embargo, ella se vuelve más resbaladiza.

Quitando los mechones de pelo que se adhieren a la piel sudorosa


de su cuello, pellizco la suave carne donde comienza su hombro.

—Qué putita tan traviesa. Te estás mojando. Te gusta cuando soy


rudo.

Sus uñas se clavan en la piel de mis manos donde la estoy


agarrando. —No hagas esto.

Recojo su excitación y la extiendo hasta su culo. —Eres una


pequeña y sucia puta, y voy a follar cada agujero por el que he
pagado.

Ella jadea. —Maxime, por favor.

Le doy una fuerte palmada en el culo. —No te atrevas a decir mi


nombre. Las putas me llaman señor Belshaw.
Separando sus globos, admiro el capullo rosa de su culo, la entrada
prohibida que tengo todo el derecho de tomar.

Usar su excitación como lubricante es más de lo que le daría a


cualquier otra puta. Aun así, es virgen, así que escupo en la palma
de mi mano y la cubro bien antes de hundir un dedo en el anillo
apretado de músculo. Sus músculos internos me agarran como un
puño.

Cuando empiezo a bombear, ella gime. Es cuando añado un


segundo dedo que ella lucha. Solo se contonea y se retuerce hasta
que saco mis dedos y presiono mi polla en su oscura entrada.
Entonces se queda quieta. Aprovecho el momento para presionar
hacia adelante, aplicando presión hasta que sus músculos ceden y
su culo se traga la cabeza de mi polla.

Es un espectáculo precioso. Sus globos brillan enrojecidos y su culo


se estira para recibir mi polla. Su coño está mojado.

La excitación brilla en su clítoris. El capullo es de color rosa oscuro


y está hinchado. Podría fácilmente penetrar hasta el fondo, herirla
y excitarme con sus gritos. Disfrutar de sus gritos. Pero esta es su
primera vez, y no quiero que se quede con malos recuerdos.

En lugar de eso, saco su culo, la hago girar y la empujo... a sus


rodillas. Entierro una mano en su pelo mientras uso la otra para
deshacerme de la goma. Luego la follo a través de sus labios y por
su garganta. No la penetro profundo como la primera vez. Solo uso
su boca para correrme. Lo hago rápido, el alivio surge cuando me
corro en su lengua y le ensucio la cara con mi semen, pero no
encuentro la calma. La ira y la oscuridad persisten.

Ella ha cumplido su propósito. La dejo ir. Respira profundamente,


temblando sobre sus rodillas. Su rímel y su lápiz de labios están
corridos; sus mejillas y labios están manchados con mi semen.
—Quédate —le digo.

Voy al baño, me lavo y me arreglo la ropa.

Cuando vuelvo, sigue de rodillas en la alfombra con su espalda


expuesta contra la ventana.

Me detengo frente a ella. —Qué buena puta. ¿Quieres correrte?

Parece rota, con las pestañas mojadas por las lágrimas.

Me agacho frente a ella. —Sí quieres, ¿verdad? Eso es lo que quieren


las putas sucias. Adelante. Tócate.

Sus labios se separan mientras me mira con una mezcla de


sorpresa y dolor.

Me río entre dientes. —No pensaste que te iba a tocar así, ¿verdad?

Le tiembla la barbilla, pero su voz es fuerte. —Eres un maldito hijo


de puta.

Me encojo de hombros. —Es tu elección. Levántate.

Usando la ventana como apoyo, se empuja hacia arriba.

—¿Qué te ha enseñado esta lección, Zoe?

Se abraza los pechos y cruza las piernas, ocultando todo lo que


puede de su desnudez. —Que nada de lo que hemos compartido es
real —suelta con lágrimas brillando en los ojos—. La bondad no es
real. No significa nada, lo que significa que esto tampoco significa
nada. —Escupiendo las palabras hacia mí, continúa—: No
significas nada para mí, y nunca lo harás.
Es mi turno de mirarla fijamente. No me gusta. No me gusta ni un
poco que piense que lo que le he dado no es real. Es verdad, sin
embargo. ¿No es eso lo que le dije a mi padre, que iba a manipularla
para que quisiera quedarse dándole lo que ella quiere?

La he subestimado, pero no tanto como he subestimado cómo me


afectaría su respuesta. Esto no es como se suponía que iba a ser
esta lección.

Crujiendo los dientes, digo: —Elige, Zoe. Mi amante o mi puta.

Ella está temblando, su frágil cuerpo se estremece, pero por la


forma en que baja los brazos y se pone más erguida mientras se
expone valientemente, sé cuál va a ser su respuesta. Va a elegir el
camino del despecho.

Mi teléfono suena justo cuando abre la boca para hablar. Lo saco


del bolsillo y miro la pantalla. Es Gautier.

Contesto: —Ahora no.

—Es su hermano, señor —dice—. Será mejor que venga ahora.


Capítulo 23

—Ponte tu vestido —dice Maxime en tono cortante.

La retahíla de improperios que pronuncia me hace reconsiderar


desobedecerle en esto. Algo ha pasado. Él no espera a ver si cumplo
su orden. Se apresura hacia la puerta y la abre de un tirón. De pie,
esperando, arrastra una mano sobre su cabeza. Nunca había visto
a Maxime tan preocupado.

Enfadado, sí. Ser frío y cruel, sí, pero nunca con una preocupación
tan evidente.

Me pongo el vestido tan rápido como puedo. Cualquiera puede


pasar por la puerta abierta, pero también sé instintivamente que
cualquiera que sea la razón de la llamada telefónica, es más grande
que esto, que yo.

La tela es ligera, pero incluso el más suave roce hace mi trasero


doler. El dolor entre mis piernas y en mi oscura entrada mientras
camino hacia donde mi captor espera, es una extensión de mi
castigo.

Me observa como si me viera por primera vez. —Eres un desastre.


Toma una toalla del baño.

Hago lo que me dice. Mi reflejo en el espejo me deja helada. Mi


maquillaje está manchado y mi cabello está alborotado. Las rayas
de semen se mezclan con los rastros oscuros del rimel en mis
mejillas. La vergüenza arde en la boca de mi estómago. Las lágrimas
escuecen detrás de mis ojos. ¿En qué me he convertido?

La fuerte voz de Maxime retumba en el espacio, haciéndome saltar.


—Ahora, Zoe.

Agarro una toallita, la mojo con agua fría y la froto sobre mi rostro
hasta que mi piel se vuelve roja. No se limpia todo, así que la traigo
conmigo para limpiar la evidencia de lo que no puedo afrontar. La
expresión de Maxime es tensa. Se ha quitado la chaqueta. En la
puerta, me tiende la chaqueta. Me la pongo, odiando el olor a
invierno que se adhiere a la tela.

Me toma de la mano y me lleva detrás de él hasta el ascensor. Casi


tropiezo con los tacones al intentar seguirle el ritmo. Bajamos
directamente al estacionamiento del sótano, sin volver a buscar
nuestros abrigos.

Desbloquea el auto y me empuja dentro. —Abróchate el cinturón.

Al sentarme me duele el trasero. Trato de colocarme en la posición


más cómoda que pueda encontrar. Antes de abrocharme el
cinturón, Maxime ya está saliendo del aparcamiento con los
neumáticos chirriando.

Sus manos están apretadas sobre el volante y sus hombros tensos.


Cuando salimos a la carretera, entiendo por qué me dijo que me
abrochara el cinturón. Conduce como un desquiciado, superando
el límite de velocidad.

Tengo que agarrarme a la manilla de la puerta para evitar que mi


cuerpo salga despedido hacia su lado al tomar una curva.

En un tramo recto de la carretera, me froto la cara con el paño pero


no me atrevo a mirar por el espejo retrovisor. No estoy segura de
poder soportar lo que voy a ver.

Maxime no dice nada. Toda su atención está fijada en la carretera.


Afortunadamente, es un conductor experto. Nos saltamos varios
semáforos en rojo. Espero con el estómago apretado a que suene la
sirena de la policía o que choquemos con otro auto, pero no pasa
nada. Soy una gran bola de nervios cuando por fin estaciona
delante de un bloque de apartamentos cerca del puerto.

—Ven —dice, abriendo la puerta de par en par.

Salgo y me apresuro a seguirle hasta la entrada. Gautier está de


pie, con una mirada oscura. Intercambian algunas palabras.
Gautier asiente y se va.

Maxime teclea un código y me deja entrar.

—¿Dónde estamos? —pregunto, mirando el moderno vestíbulo

Su voz es tensa. —La casa de mi hermano.

Quiero preguntar qué estamos haciendo aquí, pero una voz en el


fondo de mi cabeza me dice que no es el momento de hacer
preguntas.
Una sensación inquietante me invade. Alexis parecía bastante
agradable cuando lo conocí, pero estoy segura que era todo
actuación, al igual que Maxime siempre actúa conmigo, haciéndose
el simpático o el decente y amable cuando no es más que un
espectáculo, un juego enfermizo para manipularme.

Maxime y yo subimos al ascensor. Él teclea otro código y mira cómo


se iluminan los pisos con una expresión melancólica. El
apartamento de Alexis está en el último piso. El ascensor da acceso
directo al salón de Alexis. Entramos en una espaciosa sala con sofás
futón y una mesa baja. Una lámpara proyecta una suave luz sobre
el suelo de madera. Un fuego eléctrico arde en un pozo de metal
negro en el centro. Todo es muy acogedor, pero se me pone la piel
de gallina. Se me eriza el vello del cuello.

Algo no va bien.

Alexis está de pie frente a la ventana que da al puerto, de espaldas


a nosotros y con una copa en la mano.

—Alexis. —La profunda voz de Maxime retumba en el espacio.

Alexis se da la vuelta, inestable sobre sus pies. ¿Está borracho?

Maxime avanza hacia él con grandes pasos. —¿Qué mierda has


hecho?

Un ruido de gemidos viene de algún lugar del pasillo. El sonido hace


que deje de respirar. Algo horrible ha sucedido, algo no está bien.
Es el sonido que haría un animal herido. Es desesperado y
asustado, perdido en el dolor.

Maxime agarra a Alexis por el cuello de la camisa. —Qu'est-ce que


tu as fait?10

10
Francés traducción; ¿Qué hiciste?
Alexis tropieza, derramando su bebida sobre el brazo de Maxime.

Dice algo en francés que hace que Maxime retroceda un brazo y le


dé un puñetazo en la cara. Alexis cae sobre su culo, el vaso vuela
por el aire y se rompe en pedazos al caer al suelo.

La violencia es bastante inquietante, y me trae recuerdos


desagradables de mi padre borracho que no quiero repetir en mi
mente. Mi reacción es involuntaria, un recuerdo de mi niñez que
me hace retirarme a la esquina y tratar de hacerme invisible, pero
no son los puñetazos de Maxime los que mantienen mi atención.
Son los gruñidos nauseabundos dispersados entre gemidos
lastimosos que provienen de otra parte. Maxime está a horcajadas
sobre su hermano, asestándole un golpe tras otro en la mandíbula.
Con todo el cuerpo tenso, me alejo de la pelea y me detengo en la
puerta. Un aullido grave me revuelve el estómago. Un sudor frío
recorre mi cuerpo.

La luz sale de una habitación al final del pasillo. Mi mente me grita


que me dé prisa, pero mis pies se niegan a obedecer. Es como si
estuviera atascada en cámara lenta, en una pesadilla muy mala.
Cuando por fin llego a la puerta abierta de donde proceden la luz y
los sonidos, lucho por asimilar la escena. Mi cerebro se niega a
procesarlo. Las náuseas me hierven en el estómago y la bilis me
sube a la garganta.

Una mujer desnuda está atada a una cruz en medio del suelo, con
las manos y los pies abiertos. Un hombre la golpea. No me ve,
porque está de espaldas a la puerta. Un horrible patrón de líneas
entrecruzadas cubre lo que puedo ver de sus pechos y muslos, la
sangre gotea de los cortes. Su brazo izquierdo está doblado de forma
antinatural por el codo. Tiene la cara magullada y los ojos
hinchados. Los cortes marcan sus piernas y sus pies.
Dios mío. Trago y vuelvo a tragar. Nunca he visto algo tan
espantoso. La conmoción que me congeló se desvanece en un
ataque de rabia cegadora. Mi mirada se posa en un látigo que yace
en una cama cubierta con una sábana de plástico. Me muevo como
un demonio, agarro el instrumento de tortura de la cama y lo
balanceo y lo golpeo con todas mis fuerzas contra la espalda del
hombre desnudo.

El hombre se paraliza y suelta una maldición al oír la correa, sus


ojos están desorbitados y confusos mientras gira la cabeza hacia
mí. Grita algo violento en francés mientras se libera de la mujer y
carga contra mí. El latigazo que le he dado no le ha hecho sangrar.
Hacerlo sangrar es más difícil de lo que pensaba. Levantando el
brazo, me esfuerzo más y lanzo el látigo en su dirección, haciéndolo
caer sobre su cara y su pecho.

Lanza un grito, seguido de una maldición. Antes que tenga tiempo


de volver a golpearle, se me echa encima, arrancándome el látigo de
la mano.

—Suéltala —dice una voz aterradoramente fría y dura desde la


puerta.

El hombre se queda quieto. Una pizca de miedo se desliza en su


voz.

—¿Señor Belshaw?

Cuando me suelta, me precipito hacia la mujer. Las palabras de


Maxime son aniquiladoras. El hombre empieza a suplicar.

—Está bien —susurro cuando llego a la mujer—. Voy a desatarte.


Ella no puede verme a través de sus ojos hinchados, pero al sonido
de mi voz empieza a sollozar.

—Vas a estar bien —digo, trabajando en la cuerda que ata su


muñeca derecha.

Está anudada con demasiada fuerza. Me tiemblan demasiado los


dedos. Estoy buscando en la habitación algo que pueda usar
cuando Maxime me empuja fuera del camino. Está agarrando un
gran cuchillo.

—Joder —murmura en voz baja mientras observa a la mujer.

—¿Qué haces con el cuchillo? —pregunto, colocándome entre él y


la mujer.

—Cortándola. Quítate de en medio.

Me hago a un lado, echando una mirada a la puerta, pero el hombre


desnudo se ha ido.

Maxime corta la cuerda atada a su muñeca.

—Creo que su brazo está roto. —Me resulta difícil mantener mi voz
uniforme—. Voy a llamar a una ambulancia.

—No.

Su tono áspero me hace hacer una pausa. —Tiene que ir a un


hospital.

—Lo hará. Pon un brazo bajo su hombro. Va a necesitar apoyo


cuando la suelte.
Muevo mi brazo entre la cruz y su espalda, sosteniéndola lo mejor
que puedo mientras Maxime libera sus brazos y piernas.

Mi corazón late entre mis costillas, mi respiración es errática, pero


dejo de lado todo lo demás y me concentro en ayudar a esta pobre
mujer.

¿Quién hace algo así? Alexis es diez veces peor, un monstruo


comparado con el hombre que me reclamó.

—Ve a buscar una manta —dice Maxime, levantando a la mujer en


sus brazos—. Segunda puerta a la izquierda.

Me apresuro por el pasillo y empujo la puerta que Maxime ha


indicado. Está oscuro. Busco a tientas el interruptor de la luz.

Cuando encuentro el botón, lo enciendo. Es un dormitorio. Las


sábanas están enredadas en la cama. Huele a whisky y a sexo. Una
manta está tirada en el suelo. La tomo y vuelvo corriendo a la
habitación del fondo. Maxime sale justo cuando llego. Cubro el
cuerpo de la mujer lo mejor que puedo.

—Vamos —dice Maxime en voz baja.

Le sigo por el pasillo. A través de la puerta del salón, veo a Alexis y


al otro hombre. El desconocido está vestido, y Alexis sostiene una
bolsa de guisantes congelados contra su ojo. Yo me encargo de la
puerta y del ascensor mientras Maxime lleva a la mujer y le dice
cosas tranquilizadoras en francés aunque ella parece inconsciente.

Abajo, en la calle, Gautier, que ha vuelto, salta con atención. Se


encarga de la puerta del pasajero mientras Maxime baja a la mujer
en el asiento y le pone el cinturón de seguridad. Le dice algo a
Gautier, luego corre alrededor del auto, se sube y arranca el motor.
Observo estupefacta, con las palabras atrapadas en mi garganta,
cómo se va hecho un demonio de las carreras, las luces traseras de
su auto parecen dos ojos rojos en un oscuro mal de la noche.

—Te llevo a casa —dice Gautier.

Me vuelvo hacia él. Al principio sus palabras no tienen sentido.

Nada tiene sentido. Estoy temblando con la chaqueta de Maxime


puesta, pero no de frío.

—Ven, señorita Hart. Por favor.

Veo su brazo extendido. Me doy cuenta de ello. no sé cómo me doy


cuenta porque los puntos de mi mente a mis pensamientos no se
conectan. No puede tocarme.

—Por favor. —Vuelve a decir.

Adormecida, le sigo hasta un auto estacionado en el arcé y entro


cuando me sostiene la puerta. No puedo respirar.

No puedo calmar el frenético latido de mi corazón. Por primera vez


desde que Maxime me sacó de mi casa y me trajo aquí, estoy
agradecida con mi captor. Agradezco que no me haya entregado a
su hermano.

Lo que he visto esta noche lo cambia todo. Cambia la respuesta que


iba a dar a Maxime en el hotel.
Capítulo 24

De camino al hospital, llamo al doctor Olivier.

—¿Otra? —pregunta bruscamente cuando le explico la situación.

—Lo sé —Miro a la mujer inconsciente—. Esto terminará esta


noche.

Él suspira. —Te veré ahí en diez minutos.

Parqueo en el estacionamiento subterráneo y tomo el elevador hacia


el piso inferior. Es tarde. Todo está silencioso. El doctor Olivier se
reúne conmigo en la entrada lateral. Juntos, instalamos a la mujer
en una habitación privada. El buen doctor le dará tratamiento y le
dará algo para el dolor. Él también manejará el complicado papeleo.

Tomo una foto de sus heridas con mi teléfono. Guardándolo en mi


bolsillo le digo. —Envíame un mensaje para saber su progreso.

El doctor levanta la mirada de donde la está examinando. —¿A


dónde vas?

—A lidiar con mí hermano.


Él asiente. No es su lugar el hacer preguntas. —¿Conoces su
identidad? Necesitaré un nombre para el formulario.

Necesitaré pagar una gran compensación, no es que el dinero pueda


compensar las acciones de Alexis. Además, su familia tendrá que
ser informada del "asalto que recibió". Ella dirá que alguien se puso
brusco mientras estaba trabajando en las calles. Eso es lo que todas
dicen, pero las prostitutas hablan entre ellas. Con suerte,
permanecerán alejadas de mi hermano en el futuro.

—Conseguiré su nombre para ti —digo—. Envíame la cuenta. —Por


supuesto, incluiré un gran bono para el doctor.

Sin desperdiciar más tiempo, recojo mi auto y manejo a la casa de


mis padres. En el camino, llamo a mi padre y le digo que estaré ahí
pronto. Ya son casi las tres de la mañana, pero él no comparte
habitación con Maman, así que no hay riesgo que la despierte.

Mi padre responde con —esperaré abajo.

Él sabe que yo no llamaría a ésta hora al menos que hubiera algún


problema, usualmente uno que involucre a un traidor o un
asesinato sin autorizar.

Apago las luces delanteras antes de pasar por los portones. La


ventana de Maman está frente al jardín. Padre está parado en la
oscuridad al lado de la puerta, flanqueado por dos guardias.

—Pasa adelante. —Él camina delante de mí hacia su estudio y solo


enciende las luces cuando la puerta está cerrada. Está vestido con
su bata de seda y un par de pantuflas. Sirve dos vasos de whisky
antes de sentarse detrás de su escritorio—. ¿Qué pasó?

Saco mi teléfono y le muestro la foto de la mujer que lleve al


hospital.

Él levanta su mirada a la mía. —¿Alexis?

Mi voz es cortante. —Sí.

Suspirando, él frota una mano sobre su cara. —¿Va a sobrevivir?


—Estoy esperando que el doctor me envíe un mensaje, pero creo
que sí. Ella no está mucho peor que la anterior, y esa sobrevivió. —
Me acerco más—. Sin embargo, la siguiente podría no ser tan
afortunada.

—Joder. —Mi padre golpea una mano sobre el escritorio.

Él entiende las implicaciones del asesinato. Eliminar a tus


enemigos es una cosa. Eliminar a las prostitutas que trabajan para
ti es otra.

—Tenemos que lidiar con Alexis —digo.

Mi padre me mira, su ojo defectuoso cayendo más de lo usual. Él


no quiere castigar a su hijo favorito, pero sabe que ha ido demasiado
lejos. Si Alexis no termina en la cárcel pronto, él terminará con una
bala en la parte de atrás de su cabeza. Estas mujeres tienen
familias. Ellas viven cerca. Su miedo a nuestro poder solo va a durar
hasta que alguien vengativo empiece a matar gente. Además, este
no es el ejemplo que queremos dar.

—Está bien —dice, empujando su silla hacia atrás y levantándose—


. Lidia con él.

Él puede jodidamente contar con eso.

Dejo su estudio con largas zancadas. En el auto, llamo a Gautier.


—¿Zoe está en casa?

—Sí, señor.

—Reúnete conmigo donde Alexis y trae a Benoit. Mantenlo discreto.

En la casa de Alexis, lo encuentro mucho más sobrio de como lo


dejé. Él está asustado, como debería estarlo. Él sabe que la ha
jodido demasiadas veces. El imbécil que estaba con él sigue ahí.
Qué bien. Al menos el hombre fue lo suficientemente inteligente
para hacer lo que le dije, que se quedara aquí. Él sabe que eso es
mejor a que yo lo busque, porque entonces hubiera sido muerte
garantizada.
Alexis está caminando de aquí para allá, una bolsa de guisantes
presionada contra su ojo inflamado. —¿Qué mierda te tomó tanto
tiempo? ¿Dónde has estado?

—En casa.

Él se detiene. El color se drena de su cara. —¿En casa?

Cruzando mis brazos, disfruto su miedo. —Para ver a padre

Él traga. —Max, escucha, yo...

Me volteo hacia su amigo, uno de los hombres con los que lo he


visto en el puerto. —¿Cómo te llamas?

El hombre está tan rígido que parece que su columna se va a


quebrar. —Francois Leclerc, señor.

Alexis podrá ser el hijo de mi padre, pero yo soy el jodido subjefe, y


ambos saben que vine con la bendición de mi padre. Ahora mismo
eso me hace el jefe.

—¿Quién es la mujer?

Alexis señala un bolso que está sobre la mesa. Voy hacia allá y lo
recojo. Está hecho de cuero de imitación, de calidad barata. El
plástico está roto. Abriéndolo, saco una cartera. Hay una tarjeta de
identificación adentro. La guardo y tomo el bolso, luego inclino mi
cabeza hacia la puerta. —Vamos.

Alexis suelta la bolsa de guisantes. —¿A dónde?

Sonrío. —A dar un paseo.

Francois se pone tan blanco como un pan de repostería.

—Trae tu juguete —le digo.

Él frunce el ceño, mirándome con una tonta expresión.


—Tu látigo —digo—. Ve por él.

Él empieza a temblar. —No es mío. —Él señala a Alexis—. Es suyo.

—¿Jodidamente pregunté de quién es?

—No señor.

—Entonces mueve el culo.

Mirándome por encima de su hombro como si esperara que le


dispare por detrás, se apresura por el pasillo y vuelve con el látigo.

—Después de ustedes. —Haciéndome a un lado, espero que ellos


pasen frente a mí.

Ellos no discuten. Discutir solo hará peor lo que les está esperando.
Alexis sonríe cuando pasa, pero todo es una actuación. El cobarde
está temblando en sus pantalones.

Benoit y Gautier han llegado. Ellos están esperando abajo. Benoit


lleva a Francois mientras que Gautier y yo llevamos a Alexis con
nosotros. No hablamos. Es solo cuando estamos cerca del almacén
en los muelles donde torturamos a nuestros rivales que Alexis
empieza a moverse en el asiento trasero.

—¿Vas a dispararme? —pregunta sarcásticamente—. ¿A tu propio


hermano?

No me molesto en responderle.

Después que hemos estacionado, Gautier escolta a los dos hombres


hacia el almacén. Saco mi Glock del compartimento y la meto en la
cintura de mis pantalones antes de tomar el látigo. Benoit abre la
puerta del almacén y enciende la luz.

—Espera al lado del auto —le digo a Gautier. Le entrego la


identificación y el bolso de la mujer a Benoit—. Llévale esto al doctor
Olivier.

Ellos asienten y se van.


Alexis y Francois están parados bajo la luz que cae del único
bombillo cuando entro al almacén.

—Desnúdense —digo. Es la misma orden que le he dado a Zoe hace


solo unas horas y por la misma razón -para castigar y enseñar una
lección-.

Los hombres no se mueven.

Saco el arma. —Puedo motivarlos con una bala en el pie —Me


acerco más—. Tal vez una en la mano también.

Con eso, Francois empieza a desabotonarse su camisa. Mi


reputación es sólida. Soy un hombre de palabra. No hago amenazas
en vano. He trabajado duro para establecer ese honor. Por eso no
dejo escapar a nadie, ni siquiera a mi pequeña flor.

Alexis hace lo mismo, odio ardiendo en sus ojos inflamados. Su


nariz está torcida. Yo se la rompí. Qué bueno. Me encantan los
moretones mostrándose en su mandíbula.

Camino alrededor de ellos como un tiburón, el arma en mi mano,


hasta que están desnudos. Sus pollas están flácidas.

Presionando el barril del arma contra la sien de Francois, digo. —


Has que se ponga duro.

Él voltea su cabeza rápidamente para mirarme, babas saliendo de


su boca. —¿Qué?

Señalo la polla flácida de Alexis. —Has que se le pare.

Alexis gruñe. —¿Qué mierda?

—Cállate. —Presiono el arma en la mano de Alexis, justo encima del


dedo del gatillo—. ¿Necesitas motivación?

Él me ha visto torturar a nuestros enemigos. Él sabe de lo que soy


capaz. Apretando los dientes, él sacude la cabeza.
Francois se pone frente a mi hermano de mala gana. Sudor
brotando en su frente mientras aprieta la polla de mi hermano en
su puño. Cerrando sus ojos, él voltea su cabeza y empieza a
bombear. El enfermo pervertido que es mi hermano, se pone duro.

Pateo una banca hacia Francois. —Inclínate.

Él tropieza hacia atrás. —¿Qué?

—Me oíste.

Dando pasos lentos hacia la banca, él se inclina, doblando sus


brazos temblorosos sobre la madera. Él me mira por encima de su
hombro, su barbilla temblando.

Empujo a Alexis. —Fóllalo.

Alexis se da la vuelta, sus ojos enormes. —¿Qué?

—Mete tu polla en su culo y fóllalo como si lo desearas, o ambos


recibirán una bala en la mano. Puedo garantizarles que nunca
usarán un arma de nuevo.

Alexis maldice, pero camina hacia adelante. Dentro de mí, sonrío.


Mi hermano no es solo un cobarde, también es de la peor clase, la
clase que entregará a un amigo para salvar su propio culo. Él
prefiere follar el culo de su amigo a que sea follado, lo cual es por lo
que lo estoy dejando hacerlo primero. No puedo esperar para ver su
cara cuando sea su turno. Ellos se van a follar el uno al otro hasta
que sus pollas estén flácidas y luego lo harán de nuevo. Voy a
azotarlos hasta hacerlos pedazos mientras lo hacen.

Recogiendo el látigo, aprieto mis dedos alrededor de la manilla. He


estado ansiando esto durante mucho tiempo, y tengo toda la noche.
Capítulo 25

Llegó el amanecer, y Maxime aún no está en casa. He estado


caminando de arriba a abajo, incapaz de pensar en otra cosa que
no sea esa mujer, incapaz de sacar las imágenes de mi cabeza.
Todavía estoy con el vestido rojo de gala y la chaqueta de Maxime,
mi trasero ardiendo por su cinturón, y aun así me siento
extremadamente afortunada, afortunada que no soy esa chica.
Sabiendo lo fácilmente que pude haber sido yo me enferma. Me deja
con preguntas sin responder sobre quién es su familia y por qué me
tomaron. Si tan solo tuviera acceso al internet, podría haber hecho
mi propia investigación. Desearía haber podido llamar a Maxime,
pero mi teléfono está en la cartera que dejamos en el hotel.

Cuando ya no aguanto estar de pie por más tiempo, voy al vestíbulo


y me siento al final de las escaleras. No sé cuánto tiempo pasa, si
son minutos u horas, pero cuando la puerta del frente se abre, salto
y me apresuro hacia ella. Maxime está en una grada, mi abrigo y
cartera en una mano. Por un segundo, solo nos miramos el uno al
otro. Su pelo está desordenado y su mandíbula oscura por una
barba corta. Su abrigo está abierto. Salpicaduras de sangre decoran
su camisa blanca. Ha perdido su corbatín, los primeros dos botones
de su camisa abiertos.

—¿Cómo está ella? —pregunto agitada.


—Bien. —Él pasa a mi lado y entra a la casa, dejando la puerta
abierta.

Una ráfaga de viento frío lo sigue adentro. Cierro la puerta y me


quedo ahí parada, sintiéndome inútil, en la oscuridad.

—Maxime.

Él se detiene, pero no se voltea a mirarme.

—¿Qué dijo el doctor? —pregunto.

—Ella será dada de alta mañana. Deja de preocupar tu linda


cabecita con ella.

¿Dejar de preocuparme? Voy detrás de él, atrapándolo justo cuando


llega a las escaleras. Moviéndome a su alrededor, subo dos gradas
para ponerme a su nivel. —¿Te oyes a ti mismo? ¿Estás demente?

La esquina de su boca se levanta. —Ya establecimos eso. Muévete


Zoe. Necesito una ducha.

—¿Siquiera te importa una mierda? —grito.

—Sí. —Su mandíbula se aprieta—. Por lo cual Alexis y su amigo


han sido castigados.

—¿Es ahí donde has estado toda la noche?

Él me mira. —Debiste haberte cambiado e ido a la cama.

—No hay manera que hubiera podido acostarme y dormir sin saber
que ella está bien.

—Ya te lo dije. —Él levanta una ceja—. ¿Algo más que necesites
saber?

Considero la pregunta que le hice y el impacto que tendrá en una


situación que ya está frágil, pero no puedo pasar otro día sin saber
la verdad. —¿Por qué me secuestraste? ¿Qué quieres de Damian?
Él me mira firmemente, sus ojos grises fijos, pero hay algo debajo
de su frialdad, algo que está ocultando.

—Dime, Maxime. Merezco saber la verdad. —Es lo mínimo que


puede darme por robar mi vida.

Él da un paso, dos, juntando nuestros cuerpos. —¿No has


aprendido nada esta noche?

—¿Que debo confiar en ti ciegamente? —gruño, inclinando mi


cuello para mirarlo.

Él toma el cabello desordenado de la parte de atrás de mi cabeza,


pero no es un movimiento furioso. Es tierno. —Hay cosas que no
puedo decirte. No siempre puedo explicar mis acciones. Si no me
das una razón para hacer lo contrario, siempre actuaré en tu
beneficio —su mirada fija penetra la mía—. Es por eso que tienes
que confiar en mí. Siempre. Sin importar qué.

Parpadeo, asimilando esa información, considerando una pregunta


diferente que me ha estado atormentando toda la noche. —¿Por qué
no me entregaste a Alexis?

Él me suelta. —Ya hemos pasado por esto.

Él no me está dando nada, nada para unir las piezas del


rompecabezas, solo que confíe en él sin dudar. Mi vida está girando
fuera de control, y me siento perdida. No tengo los hechos ni los
argumentos para protegerme de los juegos mentales que él está
jugando. Estoy en desventaja en nuestra guerra, tengo miedo y
estoy perdiendo el control.

Leyendo mi expresión correctamente, pregunta —¿De qué tienes


tanto miedo, Zoe?

Le digo la verdad. —Ya ni siquiera sé quién soy.

Él me recorre con su mirada, mirándome desde mis pies descalzos


hasta mi rostro limpio. Sus palabras las dice suavemente, un
contraste diferente al de temprano. —Cuando te miro, no veo a una
puta.
Lágrimas brotan en mis ojos. Sin importar cómo me mire, nunca
puedo limpiar esas manchas en mi alma. Soy lo que él me hizo, y
de repente la verdad que he estado evitando toda la noche me golpea
en el pecho. Quiero creerle. Mucho. Quiero creer que de algún modo
soy algo mejor, pero es la manera de mi mente de intentar
protegerse.

Sosteniendo mi mejilla, él frota un pulgar por mi mandíbula. —


Como tú te mires depende de ti. —Luego me mueve a un lado y pasa
subiendo las escaleras.

Me siento completamente vulnerable, dividida entre querer tomar


la mentira que me dijo con las dos manos, o aferrarme a los últimos
trozos de verdad en mi alma. Soy débil, malditamente demasiado
débil, porque no quiero terminar como esa mujer. ¡Joder! ni siquiera
sé su nombre como si ella no fuera nadie, y me odio por eso.

—Maxime.

Él se detiene de nuevo.

—Por favor déjame salir —digo—. Necesito un poco de aire.

Él duda.

—No voy a ir a ninguna parte —mi mano tiembla sosteniendo la


baranda—. Ya lo has dejado claro.

Manteniendo su espalda hacia mí, asiente una vez antes de


continuar subiendo.

Cuando suena un portazo en el dormitorio, atravieso la cocina hacia


la puerta trasera. Un guardia se hace a un lado cuando salgo. Él
parece sorprendido, pero no me detiene. Camino descalza sobre el
suelo pedregoso del laberinto, pero no quiero perderme entre más
rompecabezas. En lugar de eso, voy por el camino hacia los
acantilados y los sigo hasta el lugar donde Maxime había saltado.
Las pequeñas piedras y palos son filosos debajo de mis pies. Recibo
el dolor. Aún después de anoche, todavía necesito el castigo. Me
estoy congelando. El viento está implacable y frío, haciendo volar
los bordes de la chaqueta de Maxime y exponiendo mis hombros
desnudos. Acepto la quemadura, esperando que congele todo
dentro de mí, pero el ardor en mis entrañas continúa, devorándome
como un monstruo hambriento. Mi dolor brilla como piedras
preciosas en el fondo terroso de un río. Mis sentimientos son
descartados como el polvo de los diamantes. Son un desperdicio.

Miro hacia el mar. Es impresionantemente hermoso. El sol está


besando el horizonte. Le da al frío azul del océano un brillo dorado.
Aún con el evidente gris del polvo, el agua en la gruta es turquesa.
La playa blanca la recibe, justo como donde tuvimos el picnic.
Filosas rocas están esparcidas engañosamente a través de la bahía,
supongo que haciendo difícil para los botes anclar aquí. Es un
pequeño toque de paraíso en el infierno.

Lentamente, me acerco al borde, hasta que mis dedos cuelgan sobre


el precipicio. Mi cuerpo grita que retroceda a un terreno más seguro
cuando el miedo se apega en mi pecho. Es un miedo con el que
estoy familiarizada, el miedo por mi vida. El sentido de auto
preservación me hace reaccionar, haciéndome temblar y sudar,
haciéndome sentir enferma cuando miro hacia abajo. Soy una
cobarde. Pude haber peleado más fuerte contra Maxime. Me rendí
muy fácilmente. Me odio. Odio sentirme indefensa y débil. Doy otro
paso hasta que solo mis plantas de los pies están descansando en
las rocas, mi estómago subiendo hasta mi garganta mientras mi
cuerpo se balancea por el viento salvaje.

—Zoe.

Volteo mi cabeza al sonido de mi nombre. Es instinto. Es una


reacción entrenada, como un perro reaccionando a un silbido.
Maxime está en el sendero, a una distancia de mí. Él solo está
usando un par de pantalones deportivos. Su pecho y pies están
desnudos, sus cicatrices expuestas a los elementos.

Él levanta un brazo. —Dame tu mano pequeña flor.

Miro hacia abajo al mar, aterrador pero muy bonito. Estoy cansada
de ser débil. Quiero saltar como él. Quiero saltar y saber que puedo
sobrevivir. Cuidadosamente, levanto mi pie derecho, colocándolo
sobre el abismo.
—¡Zoe! Mírame.

Lo último que oigo es el aullido de Maxime mientras enfrento a mis


demonios y salto sobre el borde.

Fin
Agradecimiento
Mientras esperas, ¿has leído el primer libro de la colección Diamond
Magnate, Beauty in the Broken? Es una novela independiente que
se desarrolla en el mismo mundo de los diamantes.

Muchas gracias por acompañarme en la aventura de Zoe y Maxime.


Si te ha gustado la historia, por favor, considera dejar una breve
reseña en tu sitio de reseñas favorito para ayudar a otros lectores a
descubrir el libro. Cada reseña marca una gran diferencia.
Sobre la Autora
Charmaine Pauls nació en Bloemfontein, Sudáfrica. Se licenció en
Comunicación en la Universidad de Potchefstroom y siguió una carrera
diversa en periodismo, relaciones públicas, publicidad, comunicaciones,
fotografía, diseño gráfico y marketing de marcas. Su escritura siempre ha
sido una parte integral de su profesión.

Después de mudarse a Chile con su marido francés, cumplió su pasión


de escribir creativamente a tiempo completo. Charmaine ha publicado
más de veinte novelas desde 2011, así como varios cuentos y artículos.
Dos de sus relatos fueron seleccionados para su publicación en una
antología africana de todo el continente por la Sociedad Internacional de
Becarios Literarios, en colaboración con el Consejo Internacional de
Investigación sobre Literatura y Cultura Africanas.

Cuando no escribe, le gusta viajar, leer y rescatar gatos. Charmaine vive


actualmente en Montpellier con su marido y sus hijos. Su hogar es una
mezcla lingüística de afrikáans, inglés, francés y español.
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