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Diseño Personal

Clase Nº: 7 Diseño Cooperativo Nº: 1(Tribunal)

Practicante: Cappello Rodrigo Ivan.

Establecimiento: Universidad Nacional de Formosa (UNaF).

Profesor de Curso: Bogado, Maria Alicia

Profesores de la Cátedra:

- Generalistas: Coordinadora: Kolker, Berta


Titular: Oszust, Viviana
Adjunto: Ramírez, Damián
J.T.P.: Flaschka, Rosanna
-Curriculares: Adjunto: Albornoz, Juan Alberto
J.T.P.: Bogado, María Alicia

Curso: 2º año. División: - Horario: 19,30 hs. Duración: 60’

Fecha de la Clase: 26/11/21

Fecha de Presentación del Diseño: 24/11/21

Carácter de la Clase: Enseñanza y Aprendizaje.

Objetivos:
Comprender el proceso histórico de “Las luchas sociales y las conquistas jurídicas de los Plebeyos”
y su influencia en el mundo.

Contenidos:

Conceptuales:

● Luchas sociales: definición, ejemplos.


● Luchas jurídicas: definición y Ejemplos.
● Patricios y Plebeyos: definición, ubicación.
Actitudinales: Respeto por las normas de convivencia en la virtualidad.

Respeto y valoración por el contenido histórico.

Respeto a las opiniones y reflexiones diferentes.

Actividades:

Inicio:

El practicante comenzará la clase compartiendo un power point que contenga dos imágenes acerca
de los rasgos más característicos de la Republica Romana. Por medio de preguntas convergentes
guiará la observación y el análisis para que identifiquen el periodo histórico y la organización social
de la República Romana.. De esta manera se recuperará saberes previos.

Desarrollo:

A continuación, explicará las luchas sociales y las conquistas jurídicas de los plebeyos en Roma.
Presentará un esquema de contenidos sobre los aspectos sociales y políticos de la Roma
Republicana. Mediante la exposición dialogada explicará las condiciones sociales para los Patricios
y los plebeyos, y las caracterices políticas de cada uno de los sectores. Planteará interrogantes para
que los estudiantes puedan identificar las diferencias entre estos grupos sociales.

Seguidamente, presentará imágenes referidas a las conquistas jurídicas obtenidas por los plebeyos
(leyes, derechos. Etc). Mediante preguntas convergentes guiará la observación para que identifiquen
y establezcan relaciones con las ciudadanía Romana antes y después de estos derechos.

El practicante, presentará cuadro sinóptico que contenga el proceso llevado a cabo por los plebeyos
y sus derechos obtenidos. Por medio del interrogatorio-diáogo establecerá la relación entre las leyes
señaladas en las XII tablas . Orientará con preguntas abiertas para que puedan relacionar los
derechos de los plebeyos con el derecho civil y comercial de la época actual.
Cierre:

Para finalizar la clase, el practicante presentará un video sobre el proceso judicial de la época de 3
minutos. Mediante preguntas abiertas guiará el análisis y anotara los aportes de los estudiantes en el
power point. Seguidamente con los aportes integrará los contenidos. A través del interrogatorio-
diálogo promoverá la reflexión acerca las conquistas jurídicas de los plebeyos y la influencia de
estos en la actualidad.

Organización del Aula:

- Espacio: Virtual a través de la plataforma google meet


- Tiempo: 60 minutos
- Agrupamiento: Sin agrupamientos.

Recursos Metodológicos:

- Exposición didáctica.
- Diálogo reflexivo.

Recursos Materiales:

- Programas virtuales: google meet, power point y wathsapp.


- Dispositivos informáticos: PC y Celular.

Evaluación: Formativa

Criterios de evaluación:

. Identifica los aspectos sociales y políticos de la Republica Romano.

. Diferencia los sectores sociales de la Republica.

. Identifica las principales causas que propiciaron el descontento de los plebeyos

.Relaciona las conquistas jurídicas con el proceso histórico.

Participa activamente en clase.

Instrumentos:

Observación directa.

Lista de control.
Bibliografía:

Bibliografía del practicante:

 ROSTOVTZEFF, Mijaíl, (1977) De los orígenes a la última crisis. Buenos Aires. Ed.
Eudeba.
 MONTANELLI, Indro, (1960). Historia de los Romanos. Milán.

Diseño aprobado desde lo disciplinar se realiza un cambio de día...el diseño es para el viernes a las
19:30

Prof. Maria Alicia Bogado

24/11/21

CAPPELLO, Rodrigo. Aprobado.


Usar puntos seguidos para separar ideas.
Colocar tildes donde corresponde
Prof. Oszust, Viviana 26-11-21
Anexo:

Inicio:

Símbolo de la Republica Romana Cónsules

Imagen
1:

Pregunta: ¿Qué representas las siglas?

Pregunta: ¿De qué periodo histórico estamos hablando?


Pregunta: ¿Qué características tenia este periodo?

Imagen 2:

Pregunta: ¿Cómo están vestidos los hombres?

Pregunta: ¿A qué sector de la sociedad pertenecen?

Pregunta: ¿Cómo se los denominaba a los que gobernaban en la Republica Romana?

Desarrollo:

Esquema de contenidos;
Imagen: derecho al juicio obligatorio (inocente hasta que se demuestre lo contrario)

Pregunta: ¿Qué sectores sociales se distinguen en la imagen?

Pregunta: ¿Qué están haciendo cada uno de ellos?

Pregunta: ¿Se parece a un proceso judicial actual?

Pregunta: ¿Los acusados tienen derechos?

Pregunta: ¿Cómo van a ser los juicios antes de los derechos conquistados por la plebe?
XII tablas:

Pregunta; ¿De qué material son?

Pregunta: ¿Por qué lo van a hacer con un material tan resistente?

Pregunta: ¿Estas leyes que van a permitir?

Pregunta: ¿Qué pasa si se comprueba la inocencia de un acusado que es culpable?

Cuadro sinóptico integrador:


Cierre:

Video:
Pregunta: ¿Qué está haciendo Cicerón?

Pregunta: ¿En qué funda sus argumentos?

Pregunta: ¿Es antes o después de las XII tablas?

Pregunta: ¿Con que reconocimientos de derechos podemos relacionar a estos con la Argentina?
Pregunta: ¿Dónde observamos hoy la importancia de estas victorias jurídicas obtenidas en Roma?

Bibliografía del practicante:

 ROSTOVTZEFF, Mijaíl, (1977) De los orígenes a la última crisis. Buenos Aires. Ed.
Eudeba.

 MONTANELLI, Indro, (1960). Historia de los Romanos. Milán

CAPÍTULO VI

SPQR

Desde aquel año de 508 en que fue fundada la República, todos los monumentos que los romanos
elevaron un poco en todas partes llevaron la sigla SPQR, que quiere decir; Senatus Populos-Que
Romanas, o sea «el Senado y el pueblo romano». Ya hemos dicho lo que era el Senado. En cambio,
no hemos dicho todavía qué era el pueblo, que no correspondía en absoluto a lo que nosotros
entendemos con esta palabra. En aquellos lejanos días de Roma no incluía toda la ciudadanía, como
ocurre hoy, sino tan sólo dos «órdenes», o sea dos clases sociales: la de los «patricios» y la de los
¿quites o «caballeros». Los patricios eran los que descendían de los paires, o sea de los fundadores
de la ciudad. Según Tito Livio, Rómulo había elegido un centenar de cabezas de familia que le
ayudasen a construir Roma. Naturalmente, éstos acapararon los mejores predios y se consideraban
un poco los dueños de la casa con respecto a los que, vinieron después. Los primeros reyes no
habían tenido, en efecto, ningún problema social que resolver, porque todos los súbditos eran
iguales entre sí, y el mismo soberano no era más que uno de ellos encargado por todos los demás
del desempeño de funciones determinadas, sobre todo de las religiosas.

Con Tarquino Prisco había comenzado a llover sobre Roma un montón de otra gente, especialmente
de Etruria. Y con estos nuevos vecinos, los descendientes de los paires mantenían las distancias con
mucho recelo, defendiéndose dentro de la fortaleza del Senado, accesible solamente a los miembros
de sus familias. Cada una de éstas llevaba el nombre del antepasado que la fundara: Manlio, Julio,
Valerio, Emilio, Cornelio, Horacio, Fabio. Fue a partir del momento, en que dentro de los muros de
la ciudad comenzaron a convivir esas dos poblaciones, los descendientes de los antiguos pioneros y
los llegados luego, cuando las clases principiaron a diferenciarse; de un lado, los patricios y del otro
los plebeyos. No tardaron los patricios en ser desbordados por el número, como siempre sucede en
todos los países nuevos, por ejemplo, América del Norte. En lo que es hoy Estados Unidos los
patricios se llamaban pilgrim fathers, los padres peregrinos, y estaban representados por los
trescientos cincuenta colonizadores que fueron los primeros en establecerse allí a bordo de un buque
llamado Mayflower, hace un poco más de tres siglos. También sus descendientes siguen aún hoy
considerándose un poco como los patricios de América pero no han podido mantener ningún
privilegio porque las sucesivas oleadas de inmigrantes pronto los sumergieron. Descender de un
padre peregrino del Mayflower es sólo un título honorífico. Los patricios romanos resistieron a esa
mezcla mucho más tiempo. Y para defender mejor sus prerrogativas, hicieron lo que hacen todas las
clases sociales, cuando son astutas y se encuentra en minoría numérica; llamaron a los plebeyes a
compartir sus privilegios, comprometiéndoles así a defenderles también a ellos.

Bajo el rey Servio Tulio, las clases sociales no eran ya tan sólo dos. Entre los plebeyos se había
diferenciado una alta burguesía o clase media, bastante numerosa y sobre todo muy fuerte desde el
punto de vista financiero. Cuando el rey organizó los nuevos comicios centuriados dividiéndolos en
cinco clases según los patrimonios y dando a la primera, la de los millonarios, votos suficientes para
derrotar a las otras cuatro, los patricios no estuvieron nada contentos porque se vieron sobrepasados,
como potencia política, por gente «sin cuna», como se dice hoy, o sea que no tenían antepasados,
pero que en compensación, poseía más dinero que ellos. Sin embargo, cuando Tarquino el Soberbio
fue echado y en su puesto se instauró la República, comprendieron que no podían quedarse solos
contra todos los demás y pensaron en tomar por aliados a aquellos ricachones que en el fondo, como
todos los burgueses de todos los tiempos, no pedían nada mejor que entrar a formar parte de la
aristocracia, es decir, del Senado. Si los nobles franceses del siglo XVIII hubiesen hecho otro tanto,
se habrían ahorrado la guillotina. Aquellos ricachones, como hemos dicho, se llamaban ¿quites,
caballeros. Procedían todos del comercio y de la industria y su gran sueño era convertirse en
senadores. Para lograrlo, no sólo votaban siempre, en los comicios centuariados, de acuerdo con los
patricios que tenían las llaves del Senado, sino que no vacilaban en entrar pagando de su bolsillo
cuando se les confiaba una oficina o un cargo. Pues los patricios se hacían pagar muy caro la
concesión del alto honor. Y cuando se casaban con una hija de caballero, por ejemplo, exigían una
dote de reina. Y tampoco el día en que el caballero lograba finalmente convertirse en senador, no
era acogido como pater, es decir como patricio, sino como conscriptus, en aquella asamblea que de
hecho estaba constituida por «padres y conscriptos», paires et conscripti. El pueblo lo constituían,
pues, solamente estos dos órdenes: patricios y caballeros. Todo el resto era plebe, y no contaba. En
ésta se incluía un poco de todo: artesanos, pequeños comerciantes, empleaduchos y libertos. Y,
naturalmente, no estaban contentos de su condición. De hecho, el primer siglo de la nueva historia
de Roma estuvo enteramente ocupado en las luchas sociales entre los que querían ampliar el
concepto de pueblo y los que querían mantenerlo restringido a las dos aristocracias: la de la sangre
y la de las carteras repletas. Esa lucha comenzó en 494 antes de Jesucristo, es decir, catorce años
después de la proclamación de la República, cuando Roma, atacada por todas partes, había perdido
todo lo conquistado bajo el rey y, reducida casi a cabeza de partido, tuvo que conformarse con ser
miembro de la Liga Latina en pie de igualdad con todas las demás ciudades. Al final de aquella
ruinosa guerra, la plebe, que había proporcionado la mano de obra para llevarla a cabo, se encontró
en condiciones desesperadas. Muchos habían perdido los campos, que quedaron en territorios
ocupados por el enemigo. Y todos, para mantener a la familia mientras estaban en filas, se habían
cargado de deudas, que en aquellos tiempos no era cosa baladí, como lo es ahora. Quien no las
pagaba, se convertía automáticamente en esclavo del acreedor, el cual podía encarcelarlo en su
bodega, matarlo o venderlo. Si los acreedores eran varios, estaban autorizados también a repartirse
el cuerpo del desdichado tras haberle degollado. Y aun cuando, al parecer, no se llegó jamás a este
extremo, la condición del deudor seguía siendo igualmente incómoda.

¿Qué podían hacer aquellos plebeyos para reclamar un poco de justicia? En los comicios
centuriados no tenían voz, porque pertenecían a las últimas clases: las que tenían demasiado pocas
centurias, y por ende pocos votos, para imponer su voluntad. Comenzaron a agitarse por calles y
plazas, pidiendo por boca de los más desenvueltos, que sabían hablar, la anulación de las deudas, un
nuevo reparto de tierras que les permitiese remplazar el predio perdido y el derecho de elegir
magistrados propios.
Los «órdenes» y el Senado prestaron oídos de mercader a estas demandas. Y entonces, la plebe, o
por lo menos amplias masas de plebe, se cruzaron de brazos, se retiraron al Monte Sacro, a cinco
kilómetros de la ciudad, y dijeron que a partir de aquel momento no darían un bracero a la tierra, ni
un obrero a las industrias, ni un soldado al ejército. Esta última amenaza era la más grave y
apremiante, pues, precisamente en aquellos momentos, restablecida de cualquier manera la paz con
los vecinos de casa, latinos y sabinos, una amenaza nueva se perfilaba por la parte de los Apeninos,
desde cuyos montes habían comenzado a irrumpir hacia el valle, en busca de tierras más fértiles, las
tribus bárbaras de los ecuos y de los volseos, que ya estaban sumergiendo las ciudades de la Liga.

El Senado, con el agua al cuello, mandó embajada tras embajada a los plebeyos para inducirles a
regresar a la ciudad y a colaborar en la defensa común. Y Menenio Agripa, para convencerles, les
contó la historia de aquel hombre cuyos miembros, para fastidiar al estómago, se habían negado a
procurarle comida; con lo que, habiéndose quedado sin-alimento, acabaron por morir ellos también,
como el órgano del cual querían vengarse. Pero los plebeyos, duros, respondieron que no había
elección: o el Senado cancelaba las deudas liberando a quienes se habían convertido en esclavos
porque no las habían pagado, y autorizaba a la plebe a elegir sus propios magistrados que la
defendiesen, o la plebe se quedaba en Monte Sacro, aunque viniesen todos los volscos de este
mundo a destruir Roma.

Finalmente, el Senado capituló. Canceló las deudas, restituyó la libertad a quienes habían caído en
la esclavitud por ellas, y puso a la plebe bajo la protección de dos tribunos y de tres ediles elegidos
por ésta cada año. Fue la primera gran conquista del proletariado romano, la que le dio el
instrumento legal para alcanzar también las demás por el camino de la justicia social. El año 494 es
muy importante en la historia de la Urbe y de la democracia. Con el retorno de los plebeyos, fue
posible poner en campaña un ejército para la amenaza de los volscos y de los ecuos. En esa guerra,
que duró cerca de sesenta años y que tenía como envite su propia supervivencia, Roma no estuvo
sola. El peligro común le mantuvo fieles no sólo a los aliados latinos y sabinos, sino también otro
pueblo limítrofe, el de los hérnicos. En los combates que en seguida se encendieron con éxito
incierto, se distinguió, cuéntase, un joven patricio llamado Coriolano, por el nombre de una ciudad
que había expugnado. Era un conservador intransigente y se oponía a que el Gobierno hiciese una
distribución de trigo al pueblo hambriento. Los tribunos de la plebe, que entretanto habían sido
elegidos, pidieron su exilio. Coriolano se pasó entonces al enemigo, hizo entregarse el mando y,
como un buen estratega, lo condujo de victoria en victoria hasta las puertas de Roma. También a él
los senadores le mandaron embajada tras embajada para hacerle desistir. No hubo manera. Sólo
cuando vio acercársele, suplicantes, a su madre y a su esposa, ordenó a los suyos que se replegasen,
los cuales, por toda contestación, le dieron muerte; después, habiéndose quedado sin jefe, fueron
derrotados y obligados a retirarse. Sobre su remolino aparecieron los ecuos que ya habían
despanzurrado a Frascati. Lograron romper las coaliciones entre los romanos y sus aliados. Y el
peligro fue tan grave que el Senado, para hacer frente a él, concedió títulos y poderes del dictador a
L. Quincio Cincinato, quien, con un nuevo ejército, liberó a las legiones sitiadas y las condujo, en
431, a una definitiva victoria; luego, depuesto del mando después de haberlo ejercido solamente
durante dieciséis días, regresó a arar la finca de la cual había venido. Pero aún antes de esta feliz
conclusión, una nueva guerra se había encendido en el Norte por parte de la etrusca Veyes que no
quería perder aquella favorable ocasión para destruir definitivamente a Roma. Le había hecho ya
varios feos mientras estaba empeñada en defenderse de ecuos y volscos. Y Roma había aguantado a
la inglesa, es decir, preparando el desquite. En cuanto tuvo las manos libres, las empleó para ajustar
las cuentas. Fue una guerra dura que también requirió en un momento dado, el nombramiento de un
dictador. Éste fue Marco Furio Camilo, gran soldado y, sobre todo, un hombre de bien, que aportó
al Ejército una gran novedad: el estipendio, o sea la «soldada». Hasta entonces, los soldados habían
tenido que prestar servicio gratis, y si tenían mujer, las familias que quedaban en la patria se morían
de hambre. Camilo lo encontró injusto y lo remedió.

La tropa, satisfecha, redobló su celo, conquistó de un embate Veyes, la destruyó y deportó como
esclavos a sus habitantes. Esta gran victoria y el ejemplar castigo que la rubricó llenaron de orgullo
a los romanos; cuadruplicaron sus territorios llevándolos a más de dos mil kilómetros cuadrados,
pero abrigaron hondos recelos de quien se los había procurado. Mientras Camilo seguía
conquistando ciudad tras otra en Etruria, empezóse a decir en Roma que era un ambicioso y que se
embolsaba el botín de los pueblos vencidos en vez de entregarlo al Estado. Camilo quedó tan
amargado que renunció al mando y en vez de volver a la patria, para disculparse, se marchó
voluntariamente al exilio, en Árdea. Tal vez hubiera muerto allí dejando un nombre manchado por
la calumnia, si los ingratos romanos no hubiesen vuelto a necesitarle para salvarse de los galos, el
último y más grave peligro del que tuvieron que defenderse antes de iniciar la gran conquista. Los
galos eran una población bárbara, de raza céltica, que, venida de Francia, había inundado ya la
llanura del Po. Repartieron aquel fértil territorio entre sus tribus, los insubrios, los bonnos, los
cenomanos, los senones: mas una de éstas, al mando de Breyo, dirigióse hacia el Sur, conquistó
Chiusi, desbarató las legiones romanas en el río Alia, y marchó sobre Roma. Los historiadores han
contado después, envuelto en muchas leyendas, este capítulo que debió ser muy desagradable para
la Urbe. Dicen que cuando los galos intentaron escalar el Capitolio, los gansos consagrados a Juno
se pusieron a chillar despertando así a
Manlio Capitolino quien, al frente de los defensores, rechazó el ataque. Puede ser. Pero los galos
entraron igualmente en el Capitolio como en todo el resto de la ciudad, de donde la población había
huido en masa para refugiarse en los montes circundantes. Dicen también que los senadores, sin
embargo, se habían quedado, al completo, solemnemente sentados en los toscos sillones de madera
de su curia, y que uno de ellos, Papirio, al sentirse tirar de la barba por broma de un galo, que la
creía postiza, le arrojó a la cara el cetro de marfil. Y por fin narran que Brenno, tras haber pegado
fuego a toda Roma, pidió, para irse, no sé cuántos kilos de oro e impuso, para pesarlo, una balanza
apañada. Los senadores protestaron y entonces Brenno, sobre el platillo de las pesas, arrojó también
su espada pronunciando la famosa frase: Vae victis!, «¡ay de los vencidos!». A lo que Camilo,
reaparecido de milagro respondería: Non auro, sed ferro, recuperanda est patria, «la patria se
restaura con el hierro, no con el oro», se pondría al frente de un ejército que hasta aquel momento
no se comprende dónde lo tuvo escondido y pondría en fuga al enemigo. La verdad es que los galos
expugnaron Roma, la saquearon y se marcharon perseguidos por las legiones, pero cargados de
dinero. Eran bandoleros robustos y zafios, que no seguían ninguna línea política y estratégica en sus
conquistas. Asaltaban, depredaban y se retiraban sin preocuparse en absoluto del mañana. De haber
podido imaginar la venganza que Roma habría de sacar de aquella humillación, no hubieran dejado
piedra sobre piedra. En cambio, la devastaron, sí, pero sin destruirla. Y volvieron sobre sus pasos,
hacia la Emilia y Lombardía, facilitando a Camilo, llamado urgentemente de Árdea, reparar los
daños. Probablemente no tuvo ni una sola escaramuza con los galos. Habían partido ya cuando él
llegó. Mas, dejando a un lado los rencores, volvió a tomar el título de dictador, se arremangó la
camisa y se puso a reconstruir la ciudad y el ejército. Los mismos que le habían llamado ambicioso
y ladrón le llamaron ahora «el segundo fundador de Roma».

Pero mientras sucedía todo esto en el frente exterior, la Urbe alcanzaba en el interior una importante
meta con la Ley de las Doce Tablas. Fue un éxito de los plebeyos que, desde que habían vuelto del
Monte Sacro, no cesaron de pedir que las leyes no fuesen dejadas más en manos de la Iglesia, que a
su vez era monopolio de los patricios, sino que se publicasen de modo que cada uno supiese cuáles
eran sus deberes y cuáles las penas en que incurrirían en caso de infringirlas. Hasta aquel momento
las normas en que se basaba el magistrado que juzgaba habían sido secretas, reunidas en textos que
los sacerdotes conservaban celosamente y mezcladas con ritos religiosos con los que se pretendía
indagar la voluntad de los dioses. Si el dios estaba de buen humor, un asesino podía salir de apuros;
si el dios tenía mal día, un pobre ladronzuelo de gallinas podía terminar en la horca. Dado que
quienes interpretaban su voluntad, magistrados y sacerdotes, eran patricios, los plebeyos se sentían
indefensos. Bajo la presión del peligro exterior, de los volseos, de los ecuos, de los veientos, de los
galos y la amenaza de una segunda secesión en el Monte Sacro, el Senado, tras muchas resistencias,
capituló, y mandó tres de sus miembros a Grecia, para estudiar lo que había hecho Solón en este
terreno. Cuando los mensajeros volvieron, fue nombrada una comisión de diez legisladores,
llamados por su número decenviros. Bajo la presidencia de Apio Claudio, redactaron el código de
las Doce Tablas, que constituyó la base, escrita y pública, del derecho romano.

Esta gran conquista lleva la fecha del año 451, que correspondía, aproximadamente, al tricentenario
de la fundación de la Urbe. No anduvo sobre ruedas, pues los plenos poderes que el Senado había
conferido a los decenviros para realizarla les gustó tanto a éstos, que al finalizar el segundo año,
cuando vencían, se negaron a restituirlos a quien se los había dado. Cuentan que la culpa fue de
Apio Claudio, que quiso continuar ejerciéndolos para reducir a esclavitud y vencer la resistencia de
una bella y apetitosa plebeya, Virginia, de la que se había enamorado. El padre, Lucio Virginio, fue
a protestar. Y, visto que Apio no le hacía caso, antes que dejar su hija a merced de aquel tipejo, le
apuñaló. Después de lo cual, como ya hiciera Colatino después del caso de Lucrecia, corrió al
cuartel, contó lo acaecido a los soldados y les exhortó a sublevarse contra el déspota. Indignada, la
plebe se retiró otra vez al Monte Sacro (ya había aprendido), y el ejército amenazó con seguirla. Y
el Senado, reunido de urgencia, dijo a los decenviros (con profunda satisfacción, creemos) que no
podía mantenerles en el cargo. Fueron, pues, destituidos por decreto, Apio Claudio se convirtió en
bandido, y el poder ejecutivo se devolvió a los cónsules. No era aún el triunfo de la democracia, que
sólo había de venir un siglo después, con las leyes de Licinio Sextio, pero era ya un gran paso
adelante. La pe de aquella sigla SPQR comenzaba a ser el Populas, tal y como nosotros lo
entendemos hoy

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