Está en la página 1de 13

Conguración de libro

Alfonso Salazar

18 de noviembre de 2021
Índice general

1. Comportamiento de la Economía Peruana 1950 - 2018 3


1.1. Economia peruana en 2018 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3
1.2. Producto Bruto Interno por Tipo de Gasto . . . . . . . . . . . . . . . 3
1.3. La tarea de cuidar antes de la pandemia . . . . . . . . . . . . . . . . 4

2. EL CASERO (retratos del lado oscuro) 7

3. LOS MARCAPASOS 10

4. LA BRUJA 12

2
Capítulo 1

Comportamiento de la Economía
Peruana 1950 - 2018

1.1. Economia peruana en 2018

En el año 2018, la economía peruana medida a través del Producto Bruto Interno
(PBI) a precios constantes de 2007, registró un crecimiento de 4,0 %, tasa mayor a la
obtenida el año anterior (2,5 %). Incidió en el crecimiento del PBI, la mayor deman-
da interna (4,1 %) sustentada principalmente por el incremento del consumo nal
privado (3,8 %), consumo del gobierno (3,4 %), y la signicativa recuperación de la
inversión bruta en capital jo (4,5 %), tanto pública como privada. Las exportaciones
aumentaron en 4,1 % y las importaciones lo hicieron en 4,5 %.
La economía peruana se desenvolvió en un contexto internacional caracteriza-
do por la desaceleración del crecimiento de la economía mundial y del volumen
del comercio mundial de mercancías, explicado entre otros factores por condicio-
nes nancieras más restrictivas principalmente en las economías avanzadas, aunque
también en las economías emergentes vulnerables; y por el incremento de los aran-
celes impuestos por Estados Unidos y China en un marco de tensiones comerciales
que creó un ambiente de incertidumbre, afectando negativamente el dinamismo de
los mercados; incidió también en el menor ritmo de crecimiento mundial, factores
idiosincráticos de las diferentes economías.

1.2. Producto Bruto Interno por Tipo de Gasto

El crecimiento del PBI (4,0 %) de la economía peruana en el año 2018, se sus-


tentó principalmente en el mayor consumo nal privado (3,8 %) y la signicativa
recuperación de la inversión bruta de capital jo (4,5 %); en efecto, de los 4,0 pun-
tos porcentuales de crecimiento del PBI, el incremento del consumo nal privado
contribuyó con 2,4 puntos porcentuales, la inversión bruta de capital jo lo hizo con
1,0 puntos porcentuales, el consumo del gobierno con 0,4 puntos porcentuales, la
variación de existencias con 0,3 puntos porcentuales y las exportaciones netas con 
0,1 punto porcentual.
El gasto de consumo nal del gobierno a precios corrientes en el año 2018, ascen-
dió a 98 mil 772 millones de soles, lo que signicó un incremento en 5,1 % respecto al

3
mismo periodo del año anterior. Este nivel de gasto se explica por el incremento en
personal y obligaciones sociales (9,1 %), y en bienes y servicios (2,7 %). La inversión
bruta de capital jo aumentó 4,5 %, resultado que se explica por el crecimiento de
la inversión en nuevas construcciones en 5,4 % y las mayores adquisiciones de ma-
quinaria y equipo en 3,1 %. La inversión en maquinaria y equipo de origen nacional
creció en 8,5 %, por el mayor gasto en motores, generadores y transformadores eléc-
tricos (102,3 %), otras estructuras metálicas (13,6 %) y otros productos metálicos
diversos (7,5 %); atenuado por la disminución en la compra de camiones, ómnibus
y camionetas (-8,3 %), otras máquinas de uso general (-8,0 %) y equipos hidráulicos
(-1,0 %)

1.3. La tarea de cuidar antes de la pandemia

Un adulto joven acude para recibir la vacuna de la gripe. Ante mi eminente


jubilación, me despido. Él me mira jamente y me dice mi madre siempre cuenta
que, cuando nací, fuiste a nuestra a casa; y cómo gracias a esa visita mi único
alimento durante varios meses fue la lactancia materna. Sin pestañear, continúa
diciendo te recuerdo desde que era muy pequeño, formas parte de mi niñez, de mi
adolescencia; cuando fui a la universidad, cuando fui padre. Te recuerdo cuidando
a mis abuelos, a mis padres, a toda mi familia. En n, formas parte de mi vida,
siempre serás mi enfermera. Me preguntó si me podía dar un beso. Y se fue. Me
quedé un poco anonadada y me hizo pensar. Empleó la palabra cuidar. Claro, es
que soy enfermera, ese siempre fue el eje, la palabra clave de mi trabajo. El cuidado
de los demás.
42 años trabajando a través del cuidado, incitando a la gente a cuidar y a que
se cuide, dando mucha importancia a esta palabra, porque dependiendo de cómo se
utilice, los resultados pueden ser un desastre o todo un éxito. Pero ¾en qué consiste
cuidar? Pues cuidar es curar los males, disminuir el dolor, fomentar el bienestar, la
alegría, el sosiego, la tranquilidad, estar pendiente de esa persona. Y muchas cosas
más.
La persona que cuida tiene que estar preparada para ello, tiene que tener deter-
minadas habilidades, debe estar formada y saber formar. Las enfermeras tenemos
que tener la capacidad para transmitir el cuidado porque de ello va a depender el
resultado de nuestra intervención. Cuidamos mucho pero no siempre somos cons-
cientes de lo que estamos haciendo. Es el cuidado invisible, tan importante y tan
poco reconocido. ¾Por qué? Pues porque no se registra, no sale de los libros. Sale
del alma y del corazón.
En una ocasión una residente, al salir la paciente de la consulta, me pregunta
por qué le dio tantas veces las gracias. Le contesté te dio las gracias cuando le
ayudaste a quitar el abrigo, a subirse y bajar de la báscula, le ayudaste a vestirse,
le apurriste el bastón, le llamaste al familiar. Todo eso forma parte del cuidado
invisible, muchas pequeñas cosas al cabo del día, esto es lo que forja la empatía, la
seguridad y la conanza. ¾Y quién cuida? Pues todos: sanitarios, familias, vecinos,
amigos, el voluntariado. . . Pero los que más cuidamos somos las enfermeras, somos
los máximos responsables del cuidado. A nosotros nos corresponde tomar la iniciativa
del cuidado integral de las personas.
Izquierda Centro Derecha

Una vez hechas las distintas valoraciones a través de los patrones funcionales
podemos saber cuáles son las necesidades tanto físicas como cognitivas, emocionales
y psicológicas del paciente. Somos diferentes. Para poder ayudar es necesario poder
transmitirle a la persona o a su cuidador la importancia y la necesidad de adaptarse
a cada situación y así poder cuidarse o cuidarle. Nuestra obligación es velar por su
salud y por eso la necesidad de un plan de cuidados integral con sus diagnósticos de
enfermería, sus valoraciones e intervenciones adecuadas para poder resolver o por lo
menos mitigar la pena y el sufrimiento.

¾Dije cuidadores? ¾Y quiénes son? Pues aquellos que se pasan las 24 horas del
día cuidando, personas que para nada son reconocidas. Por no reconocer no se re-
conocen ni ellas mismas. Muy pocas veces se les valoran su trabajo y su dedicación
plena a la persona o personas que cuidan. Lo digo en plural porque existen familias
en que en el mismo domicilio hay dos y hasta tres personas mayores incapaces de
realizar sus actividades básicas para la vida diaria, y mucho menos las actividades
instrumentales. Es posible que no lo sepáis pero esa carga de trabajo que se genera
recae sobre la persona que siempre está ahí, sin tiempo para descansar, sin posibili-
dades de ningún tipo de ocio, sin libertad para ir a ninguna parte y, lo que es peor,
ellas mismas lo ven como una obligación porque les viene impuesto. La labor de las
enfermeras ante esta situación está demostrado, hay estudios que así lo conrman,
que tiene su repercusión en la salud de los cuidadores, que mejora notablemente,
disminuye su situación de estrés y, con ello, su angustia, ansiedad, impotencia y
todos aquellos problemas que generan física y psicológicamente.

Para entender en qué consiste la tarea de cuidar, aquí va una pequeña historia:

A la consulta de enfermería acude una señora de 80 años, al control de su diabetes.


Me cuenta, desesperada, que desde hace meses está al cuidado de un familiar. Es su
cuñado, un señor de 92 años que siempre trabajó en la mar; vivió solo hasta que una
caída provocó el ingreso en el hospital. Al recibir el alta no les quedó más remedio
que llevarlo para su casa: eran su única familia. La mujer me relata cosas que hacen
que yo le vaya preguntando otras, y, así, al nal de la conversación, tengo casi la
seguridad de que el señor tiene un deterioro cognitivo. Sin más, se deriva a la consulta
médica. El médico, tras la exploración, le envía al servicio de neurología. Pasados
tres meses la señora vuelve al control. Al preguntarle por su familiar empieza a
llorar. Su cuñado padece una demencia. No pueden con él, tiene heridas, no come. . .
Se programa domicilio para valoración del paciente.

En la primera visita se observa deterioro de la integridad cutánea, de la movili-


dad, de la higiene; riesgo de caídas, de aspiración, de lesiones en piel; incontinencia
urinaria y fecal; desconocimiento del manejo de los absorbentes; estreñimiento; alte-
ración del patrón del sueño; presencia de signos de riesgo en la salud de los cuidadores
por desconocimiento de cómo realizar los cuidados y malestar por no poder aplicarlos
de forma correcta. Las enfermeras están ante una situación cada vez más frecuente:
los cuidadores superan los 80 años de edad. Esto nos obliga a tener en cuenta algo
tan importante como es la salud de los propios cuidadores, imprescindible a la hora
de indicarles cómo llevar a cabo los muchos cuidados que necesitan aplicar.

Primer paso, establecer prioridades. Se derivan al trabajador social para que les
explique recursos, aunque no sean muchos, y como solicitar todo aquello que de al-
guna forma les pueda, aunque sea poco, mejorar su calidad de vida. Las enfermeras

Izquierda Centro Derecha


se deben centrar primero en la cura de sus lesiones en piel, el control del dolor y
en la seguridad del paciente. Hablamos de la prevención de las úlceras por presión,
de accidentes; de la alimentación equilibrada y de la ingesta de líquidos para evitar
deshidratación y desnutrición; del riesgo de atragantamiento; de cómo dar la medi-
cación, etc. En cuanto a los cuidadores, no olvidamos que ambos son octogenarios.
Desde el primer momento les proporcionamos asesoramiento, escucha activa y un
apoyo incondicional hasta el nal de ese trayecto que iniciamos junto. Y que se
presenta complicado.
En días sucesivos pudimos observar en el paciente décit de actividades recrea-
tivas, de los cuidados bucales y alteración del lenguaje, lo que complicaba la comu-
nicación. Pasados 15 días, la situación del paciente era la siguiente: lesiones de la
piel en vía de resolución, se activan las medidas para prevenir las úlceras por presión
y disminuyen los riesgos. En cuanto a los cuidadores, acuden a la trabajadora so-
cial, aceptan la enfermedad, plantean dudas y problemas que van surgiendo (cómo
asearlo, vestirlo o alimentarle) y presentan menos agobio.
Se demuestra una vez más que las enfermeras se convierten en las reinas de los
cuidados. Con muchos pacientes, pero sobre todo con los que sufren una demencia,
ya que la mayoría, por no decir todos, llega a tener alterados todos los patrones
funcionales, y eso supone innidad de cuidados. La enfermedad es tan cruel que nos
obliga a ir cambiando la planicación de estos, haciendo que lo que nos sirve para
hoy ya no sirva para mañana.
El paciente falleció pasados dos años. Sus cuidadores hicieron un duelo sin es-
pavientos, Se quedaron tranquilos, sin sensación de culpa. Eso gracias a que eran
sabedores de haber hecho todo lo que estaba en sus manos, junto con su equipo de
Atención Primaria. Además consiguieron lo que él siempre pidió: terminar su vida
en casa y junto a los que lo querían.
La actividad de enfermería se resume en cuidar, educar, enseñar a cuidar y
autocuidarse, atender, proteger, consolar y ser capaz de animar.
Capítulo 2

EL CASERO (retratos del lado


oscuro)

Soy licenciado en Historia, soy diplomado en Magisterio, he trabajado en la


enseñanza pública y en la privada, he hecho cursillos, he hecho novillos y hasta he
hecho ganchillo, y he hecho mil cosas más, pero, ante todo, soy casero. No, no me
reero con ello a que haya sentido la llamada de la vocación arbitral y juzgue con
excesiva benevolencia a los equipos que juegan en su propio feudo (aunque he de
reconocer que el fútbol es la mayor de mis aciones y desde pequeño he sido el
seguidor de mi equipo local). Y tampoco quiero decir que sea afecto a permanecer
todo el día en mi humilde morada, sin salir apenas (aunque no salgo todo lo que yo
quisiera, en parte porque no me dejan).

No, nada de eso. Con la palabra casero quiero expresar mi condición -humana, al
n y al cabo- de copropietario de bienes inmuebles arrendados a inquilinos diversos
(y perversos, como más tarde se verá). Y es esta ocupación -que algunos creerán
morosa, usurera y cruel- la causa de gran parte de las desdichas que diré y de
pesadillas que cada vez se están haciendo más pesadas.

Quiso la Fortuna que mi familia poseyera en la postguerra algunos edicios en


una estrecha calle de una selecta zona de la ciudad, llamada Ensanche -aunque no
sé si el término incluía a nuestra angosta calle- a imitación del Eixample barcelonés,
porque todo lo que hacemos en esta ciudad es imitar mal a los demás.

Pero igualmente quiso la Fortuna, que no sólo es ciega sino a veces aciaga, que
nos viéramos obligados (bueno, yo no, porque aún no había nacido), por la delicada
situación postbélica, a alquilar los pisos de uno de esos edicios a familias modestas
pero ejemplares. O al menos eso era lo que pensaban mis mayores, pues estaban muy
adelantados para aquella época y ya pedían estrictas referencias a los aspirantes a
inquilinos (como vemos en las películas, cuando buscan a una institutriz inglesa).
Los que superaban el casting -perdón, la entrevista- tenían acceso a uno de aquellos
pisos, porque la vivienda -y todo lo demás- se había puesto muy difícil en aquella
época. Y como entonces España no iba tan bien como ahora (aunque los gestores de
la cosa pública llevaran los mismos apellidos), se jaron unos alquileres asequibles,
es decir, irrisorios. Pero como el contrato no preveía posteriores subidas, la risa
fue para los inquilinos, que se encontraron durante años con viviendas supremas a
precios ínmos.

7
Esta situación ha seguido su curso hasta ahora y somos las nuevas generaciones
de la familia las que colaboramos en las ingratas tareas de recaudación. Por su parte,
los inquilinos también han cedido su paso a nuevas generaciones, pero a diferencia de
las nuestras, aquellas evidencian un notable declive de la raza y no hubieran pasado
bajo ningún concepto el estricto casting de antaño. De todas formas, también hay
que reconocer que algunos de los inquilinos primigenios no han resultado ser tan
buenas personas como parecían, bien porque se han ido degenerando con la edad
y por el trato con sus hijos, bien porque nuestros mayores no disponían de una
máquina de la verdad y se creyeron más mentiras que en una campaña electoral. Y
para complicar el asunto, los viejos inquilinos nunca mueren (½ojalá hubieran sido
rockeros, que siempre la palman pronto!) y no podemos reemplazarlos por otros
nuevos que rmen un contrato de alquiler adaptado a los tiempos y dineros que
corren.

Y por cuatro duros (bueno, el pico son diecinueve pesetas y nunca nos perdonan
la diminuta peseta, aunque se tengan que poner la gafas de ver) tenemos que seguir
porando con esta gente para que nos pague el alquiler de estos bienes inmuebles
que poseemos (porque si fueran móviles -como todo lo de ahora- a buen seguro
que habríamos llevado el edicio al borde de un acantilado para abandonarlo allí o
dejarlo caer cuan largo era, como en las películas de suspense, donde todo pende de
un delgado hilo fatuo y al nal se despeña sin remisión).

Habrá pensado el lector que exagero, que no estoy en mis cabales, que soy un
sádico que hace sufrir a los demás y luego se complace en rememorar sus hazañas, o
que soy un masoquista que disfruta sufriendo para recolectar una ínma cantidad de
dinero o, en n, que estos peculiares inquilinos me han ablandado los sesos como los
requesones se lo hicieron a Don Quijote. Pues puede que sí, pero lo cierto es que cada
visita a aquel edicio causa en mí una honda impresión. Y de nuevo puede pensar
el lector que exagero, pues esta tarea recaudatoria sólo tiene lugar una vez cada dos
meses. A pesar de ello, el impacto es tal (y eso que aún no me han tirado ningún
objeto contundente) que me deja varias semanas en un estado catatónico y psicótico,
y cuando empiezo a sentirme aliviado de estos horribles síntomas ya han pasado los
dos meses y tengo que volver, sintiéndome como un humilde peón en manos del mito
del eterno retorno. Lo único que consigue mitigar la inminente llegada de la fecha
aciaga es que mi familia es numerosa y nos turnamos en esta tarea recaudatoria
para no quebrantar en exceso la salud mental de padres y hermanos. Aún así, ocurre
con frecuencia que muchos de mis hermanos se escaquean con excusas dudosas y me
toca a mí bailar con los más feos.

Así pues, recordemos que este repetitivo rito iniciático (bueno, son tantas veces
que ya somos unos maestros... o maestres ) de descenso en el Averno (para situarme,
siempre releo el nal de la Divina Commedia antes de ir allí, por si falla el ascensor)
que tan insalubres secuelas me produce, tiene lugar un día (sin duda, el día más
largo) en el que dos miembros de la familia (como hemos dicho, yo soy casi siempre
titular en las alineaciones), como si fuéramos una pareja de la guardia civil (incluso
este cuerpo podría salir descabezado y mutilado de allí, para que el lector se haga
una idea de lo que vamos a encontrar), nos dirigimos al vetusto edicio, que a nuestra
vista (y no digamos a la de Don Quijote) se transforma en el más siniestro castillo
que pueda uno imaginar.
Izquierda Centro Derecha

He dicho que vamos en parejas y es siempre así por varias razones. Primero, por
el más elemental instinto de supervivencia. Segundo, porque nos permite representar
un ardid teatral que parece haber impresionado a algunos de los inquilinos, y hay
que explotar hasta el máximo esta pequeña victoria en tan gran guerra. En efecto,
como mis hermanos y yo vivimos los conictivos años de la adolescencia en los
conictivos años setenta, tenemos interiorizados en nuestra consciencia los patrones
de comportamiento ilustrados por los telelmes de la época. Entre ellos abundaban
los de signo policíaco, donde era frecuente ver parejas de policías que ejercitaban con
los raterillos (porque con los peces gordos no se atrevían) un ardid dual, esquizoide,
maniqueo, bído y carnavalesco, fértil simbiosis de contrarios que hoy recibiría sin
duda el apelativo de bicefalia : el de policía malo -irascible, visceral, de mano (y más
cosas) tonta- y policía bueno -comprensivo, tolerante, amigo de tratos y desfacedor
de los entuertos que estaba a punto de cometer su compañero.
He de advertir al lector que yo siempre desempeñaba el papel de policía bueno,
cosa que me exasperaba aún más ante estos siniestros inquilinos. Ahora bien, lo que
nunca acabé de comprender es que los inquilinos pensaran que me dedicaba a la
abogacía, pues nunca he asociado este ocio con los buenos ocios del policía bueno.
Pero para no entretener al estresado lector con más preliminares, y aprovechan-
do que hace justo dos meses que fuimos a cobrar, le invito a que nos acompañe a
esta peculiar casa de los horrores, lo más bajo de la zona alta de la ciudad. Aunque
advierto al lector (y el que avisa no es traidor) que esta visita puede agravarles
el ya agudo estrés que padecen algunos y, aún más, puede producirles (aunque en
casos aislados, como se dice siempre que hay una epidemia) insomnio, úlcera gas-
troduodenal, jaqueca, hidrofobia, polisemia, parasíntesis, latelia y serios trastornos
de la personalidad. Ahora bien, si quiere acompañarnos, hágalo bajo su completa
responsabilidad, coja el chaleco antibalas y el casco de albañil y ahí vamos.

Izquierda Centro Derecha


Capítulo 3

LOS MARCAPASOS

En el primero derecha, vivían doña Águeda y don Cecilio, dos venerables an-
cianos más conocidos entre sus vecinos como los marcapasos. Tenía este apodo el
origen en que ambos llevaban implantado este mecanismo para intentar frenar el
envejecimiento de sendos corazones que estaban empezando a querer dejar de latir.
Porque si de algo pecaban doña Águeda y don Cecilio -siempre muy amables con to-
dos los vecinos y aun con nosotros- era de anhelar la inmortalidad, de su empecinada
obstinación por resistirse al inexorable paso del tiempo.

Cuentan que doña Águeda y don Cecilio fueron en sus tiempos mozos atractiva
pareja de cantantes y bailarines que gozó de cierta fama. Actuaban para público
selecto, para extranjeros (fueron de los primeros en cantar en inglés, razón por la
que nosotros también los llamábamos los pacemakers) y hasta grabaron un disco
y actuaron en varias películas. Decían que fueron geniales, los mejores sin duda,
en diversos géneros: canción española, bailes tropicales, amenco, tap-dancing a
lo Fred Astaire, cabaret de entreguerras, canción melódica francesa y hasta algo
del primer rock. Pero lo bueno como viene se va, y tras veinte años de intensa
dedicación artística, doña Águeda y don Cecilio empezaron a habitar en el olvido
de los empresarios de espectáculos: su apoderado (en esa época aún no se llamaban
managers) los dejó por otra pareja artística, mediocre pero más joven; el público
empezó a darles la espalda y a quejarse de que siempre hacían los mismos números;
y los empresarios mismos, aunque los halagaban con vanas palabras, en el último
momento no los contrataban. Y el dinero que ganaron se fue como habían vivido:
deprisa. Y, a diferencia de otros muchos de su gremio, ellos no se quedaron en la
calle sino en uno de nuestros pisos, pues nuestros mayores -grandes seguidores de la
pareja (aún no se llamaban fans, pues era gente cuerda)- se apiadaron de ellos y les
concedieron el alquiler de un piso del edicio.

Situados en una posición algo menos dramática de la que parecía augurar su


prematura caída, doña Águeda y don Cecilio se rehicieron. Aprovecharon su ubica-
ción en un barrio con clase para dedicarse a dar clases de canto y baile a los hijos e
hijas de familias pudientes que adoraron a la pareja en su tiempo de gloria. Y todo
esto les animó a no envejecer. Él iba siempre impecablemente vestido, con trajes
de crooner o chanteur a lo Frank Sinatra, Maurice Chevalier o Yves Montand, con
sombrero de music-hall y bastón labrado, y hasta se atrevía con mallas de baile,
como si fuera a participar en un decadente remake de Cabaret. Pero ella no le iba

10
Izquierda Centro Derecha

a la zaga: aún trataba de lucir vestidos ajustados y provocadores que ella llamaba,
con una nueva palabra aprendida, sexys; o bien se exhibía con vaporosos tules y
aparatosos foulards; disimulaba vanamente sus innumerables arrugas con kilos de
maquillaje; llevaba siempre el cabello tintado de rubio platino; y si no se hizo la ci-
rugía estética, sin duda fue por falta de dinero. Con esa apariencia, no es de extrañar
que entre los restantes inquilinos -siempre prestos a poner apodos cinematográcos
a sus vecinos, como iremos viendo- doña Águeda se ganara, a pulso, el apelativo de
Gloria Swanson: el paradigma de la actriz, cantante o bailarina en decadencia, por
todos olvidada, obsesionada por aparentar todavía lo que había sido y dejó de ser,
creyente a pie juntillas de que el mañana aún es el ayer.
Doña Águeda y don Cecilio, desdeñosos de Quevedo, discípulos aventajados de
Fausto y Dorian Gray, creían rmemente en la esencia de su arte y en la eterna
juventud, aspiraban a la inmortalidad en vida y sólo en la apariencia tenían fe.
Quien los veía por primera vez no podía sospechar que se trataba de una pareja de
ancianitos ya octogenarios; quien los veía más de una vez, se desesperaba ante tan
patética cción.
Y para acabar con ellos, pues creo que he dado completa descripción, es necesario
añadir que, poco ha, doña Águeda falleció. A pesar de sus constantes cuidados,
afeites y mejunjes, la muerte ha terminado por vencer a quien durante tanto tiempo
se empeñó en parecer quien ya no era quien fue. Sic transit Gloria Swanson.

Izquierda Centro Derecha


Capítulo 4

LA BRUJA

En el primero izquierda vivía la Bruja, perdón, doña Celeste. Era doña Celeste
una mujer madura, una de las originarias inquilinas que, en un momento de debilidad
mental, nuestros mayores creyeron apacible y honrada. Porque, como bien pronto se
pudo comprobar, doña Celeste era la maldad hecha carne: hablaba mal de todos, era
rencorosa y vengativa, siempre tramaba algo contra los demás y difundía bulos que
acabaron con más de un matrimonio. Ningún vecino salía a la calle cuando estaba
ella en el balcón, no fuera a ser que difundiera en voz alta un bulo o le tirara una
maceta en la cabeza. Infundía el pánico en todos cuantos la trataban. Pero lo peor
no era esto. No. Doña Celeste había enviudado pronto de su marido, un apocado
abogado llamado don Fructuoso. Y contaban las malas lenguas (malas, pero nunca
tanto como la de doña Celeste) que el marido no murió de muerte natural (como
certicó la autopsia) sino que ella lo mató. Y es más, algunas de esas malas lenguas
aseguraban que ella lo apuñaló, lo cual constituía evidencia palmaria de la maldad
de doña Celeste (pues se sabe que, entre las mujeres, el modus operandi habitual
consiste en suministrar veneno) y, de paso, levantó leve sospecha de la ineptitud
del forense. Pero, por lo visto, nadie se molestó en dar crédito a esos rumores y
ella evitó cualquier roce con la justicia. Además, doña Celeste, siempre muy hábil
y astuta, trató de mejorar su imagen mostrándose como una mujer bondadosa y
apesadumbrada durante el tiempo en que duró el luto. Tenía, además, un niño
pequeño al que alimentar, lo cual le sirvió para redondear su cción como madre
coraje, viuda y abandonada. Pero cuando pasó el luto, ella volvió a las andadas. Y el
niño se hizo grande y demostró tener los mismos genes de su madre (pues del padre
parecía no haber heredado ninguno): era sanguíneo, violento, irritable y visceral (si
que es que el signicado de todos esos adjetivos se puede sumar); amenazaba a los
vecinos, amenazaba a los tenderos para que perdonaran las deudas contraídas por su
madre, nos amenazaba a nosotros. Y la madre, peor aún: nos tenía ojeriza, a pesar
de ser bizca (razón por la cual los vecinos decían que tenía una mirada torva); nos
azuzaba a su hijo a la primera de cambio, sobre todo cuando no teníamos cambio
de la difunta peseta del pico del alquiler que, por supuesto, nunca nos perdonaba.
Y todavía seguimos así con la dichosa señora y su hijo: a veces, en estado de guerra
fría; a veces en estado de guerra caliente (aunque esperemos que nunca desentierren
el puñal). Tan sólo en contadas ocasiones nos conceden la tregua y nos hablan como
personas civilizadas, pero aun en esas ocasiones nos estremecemos de la sibilina

12
Izquierda Centro Derecha

maldad de doña Celeste: de hecho, hace poco, en verano, vimos en su puerta un


crespón negro; sin que fuera día de cobro de alquiler, nos atrevimos a llamar (aunque
casi era un suicidio hacerlo) y a interesarnos por tan luctuosa situación; doña Celeste
abrió y, de manera distendida y casi alegre, nos explicó que ponía ese crespón porque
así los ladrones pensarían que en esa casa estaban de luto y entonces, movidos por
la compasión, se abstendrían de entrar a robar, para no acrecentar más la pena de
los que allí aún vivían.

Izquierda Centro Derecha

También podría gustarte