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Alfonso Salazar
18 de noviembre de 2021
Índice general
3. LOS MARCAPASOS 10
4. LA BRUJA 12
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Capítulo 1
Comportamiento de la Economía
Peruana 1950 - 2018
En el año 2018, la economía peruana medida a través del Producto Bruto Interno
(PBI) a precios constantes de 2007, registró un crecimiento de 4,0 %, tasa mayor a la
obtenida el año anterior (2,5 %). Incidió en el crecimiento del PBI, la mayor deman-
da interna (4,1 %) sustentada principalmente por el incremento del consumo nal
privado (3,8 %), consumo del gobierno (3,4 %), y la signicativa recuperación de la
inversión bruta en capital jo (4,5 %), tanto pública como privada. Las exportaciones
aumentaron en 4,1 % y las importaciones lo hicieron en 4,5 %.
La economía peruana se desenvolvió en un contexto internacional caracteriza-
do por la desaceleración del crecimiento de la economía mundial y del volumen
del comercio mundial de mercancías, explicado entre otros factores por condicio-
nes nancieras más restrictivas principalmente en las economías avanzadas, aunque
también en las economías emergentes vulnerables; y por el incremento de los aran-
celes impuestos por Estados Unidos y China en un marco de tensiones comerciales
que creó un ambiente de incertidumbre, afectando negativamente el dinamismo de
los mercados; incidió también en el menor ritmo de crecimiento mundial, factores
idiosincráticos de las diferentes economías.
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mismo periodo del año anterior. Este nivel de gasto se explica por el incremento en
personal y obligaciones sociales (9,1 %), y en bienes y servicios (2,7 %). La inversión
bruta de capital jo aumentó 4,5 %, resultado que se explica por el crecimiento de
la inversión en nuevas construcciones en 5,4 % y las mayores adquisiciones de ma-
quinaria y equipo en 3,1 %. La inversión en maquinaria y equipo de origen nacional
creció en 8,5 %, por el mayor gasto en motores, generadores y transformadores eléc-
tricos (102,3 %), otras estructuras metálicas (13,6 %) y otros productos metálicos
diversos (7,5 %); atenuado por la disminución en la compra de camiones, ómnibus
y camionetas (-8,3 %), otras máquinas de uso general (-8,0 %) y equipos hidráulicos
(-1,0 %)
Una vez hechas las distintas valoraciones a través de los patrones funcionales
podemos saber cuáles son las necesidades tanto físicas como cognitivas, emocionales
y psicológicas del paciente. Somos diferentes. Para poder ayudar es necesario poder
transmitirle a la persona o a su cuidador la importancia y la necesidad de adaptarse
a cada situación y así poder cuidarse o cuidarle. Nuestra obligación es velar por su
salud y por eso la necesidad de un plan de cuidados integral con sus diagnósticos de
enfermería, sus valoraciones e intervenciones adecuadas para poder resolver o por lo
menos mitigar la pena y el sufrimiento.
¾Dije cuidadores? ¾Y quiénes son? Pues aquellos que se pasan las 24 horas del
día cuidando, personas que para nada son reconocidas. Por no reconocer no se re-
conocen ni ellas mismas. Muy pocas veces se les valoran su trabajo y su dedicación
plena a la persona o personas que cuidan. Lo digo en plural porque existen familias
en que en el mismo domicilio hay dos y hasta tres personas mayores incapaces de
realizar sus actividades básicas para la vida diaria, y mucho menos las actividades
instrumentales. Es posible que no lo sepáis pero esa carga de trabajo que se genera
recae sobre la persona que siempre está ahí, sin tiempo para descansar, sin posibili-
dades de ningún tipo de ocio, sin libertad para ir a ninguna parte y, lo que es peor,
ellas mismas lo ven como una obligación porque les viene impuesto. La labor de las
enfermeras ante esta situación está demostrado, hay estudios que así lo conrman,
que tiene su repercusión en la salud de los cuidadores, que mejora notablemente,
disminuye su situación de estrés y, con ello, su angustia, ansiedad, impotencia y
todos aquellos problemas que generan física y psicológicamente.
Para entender en qué consiste la tarea de cuidar, aquí va una pequeña historia:
Primer paso, establecer prioridades. Se derivan al trabajador social para que les
explique recursos, aunque no sean muchos, y como solicitar todo aquello que de al-
guna forma les pueda, aunque sea poco, mejorar su calidad de vida. Las enfermeras
No, nada de eso. Con la palabra casero quiero expresar mi condición -humana, al
n y al cabo- de copropietario de bienes inmuebles arrendados a inquilinos diversos
(y perversos, como más tarde se verá). Y es esta ocupación -que algunos creerán
morosa, usurera y cruel- la causa de gran parte de las desdichas que diré y de
pesadillas que cada vez se están haciendo más pesadas.
Pero igualmente quiso la Fortuna, que no sólo es ciega sino a veces aciaga, que
nos viéramos obligados (bueno, yo no, porque aún no había nacido), por la delicada
situación postbélica, a alquilar los pisos de uno de esos edicios a familias modestas
pero ejemplares. O al menos eso era lo que pensaban mis mayores, pues estaban muy
adelantados para aquella época y ya pedían estrictas referencias a los aspirantes a
inquilinos (como vemos en las películas, cuando buscan a una institutriz inglesa).
Los que superaban el casting -perdón, la entrevista- tenían acceso a uno de aquellos
pisos, porque la vivienda -y todo lo demás- se había puesto muy difícil en aquella
época. Y como entonces España no iba tan bien como ahora (aunque los gestores de
la cosa pública llevaran los mismos apellidos), se jaron unos alquileres asequibles,
es decir, irrisorios. Pero como el contrato no preveía posteriores subidas, la risa
fue para los inquilinos, que se encontraron durante años con viviendas supremas a
precios ínmos.
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Esta situación ha seguido su curso hasta ahora y somos las nuevas generaciones
de la familia las que colaboramos en las ingratas tareas de recaudación. Por su parte,
los inquilinos también han cedido su paso a nuevas generaciones, pero a diferencia de
las nuestras, aquellas evidencian un notable declive de la raza y no hubieran pasado
bajo ningún concepto el estricto casting de antaño. De todas formas, también hay
que reconocer que algunos de los inquilinos primigenios no han resultado ser tan
buenas personas como parecían, bien porque se han ido degenerando con la edad
y por el trato con sus hijos, bien porque nuestros mayores no disponían de una
máquina de la verdad y se creyeron más mentiras que en una campaña electoral. Y
para complicar el asunto, los viejos inquilinos nunca mueren (½ojalá hubieran sido
rockeros, que siempre la palman pronto!) y no podemos reemplazarlos por otros
nuevos que rmen un contrato de alquiler adaptado a los tiempos y dineros que
corren.
Y por cuatro duros (bueno, el pico son diecinueve pesetas y nunca nos perdonan
la diminuta peseta, aunque se tengan que poner la gafas de ver) tenemos que seguir
porando con esta gente para que nos pague el alquiler de estos bienes inmuebles
que poseemos (porque si fueran móviles -como todo lo de ahora- a buen seguro
que habríamos llevado el edicio al borde de un acantilado para abandonarlo allí o
dejarlo caer cuan largo era, como en las películas de suspense, donde todo pende de
un delgado hilo fatuo y al nal se despeña sin remisión).
Habrá pensado el lector que exagero, que no estoy en mis cabales, que soy un
sádico que hace sufrir a los demás y luego se complace en rememorar sus hazañas, o
que soy un masoquista que disfruta sufriendo para recolectar una ínma cantidad de
dinero o, en n, que estos peculiares inquilinos me han ablandado los sesos como los
requesones se lo hicieron a Don Quijote. Pues puede que sí, pero lo cierto es que cada
visita a aquel edicio causa en mí una honda impresión. Y de nuevo puede pensar
el lector que exagero, pues esta tarea recaudatoria sólo tiene lugar una vez cada dos
meses. A pesar de ello, el impacto es tal (y eso que aún no me han tirado ningún
objeto contundente) que me deja varias semanas en un estado catatónico y psicótico,
y cuando empiezo a sentirme aliviado de estos horribles síntomas ya han pasado los
dos meses y tengo que volver, sintiéndome como un humilde peón en manos del mito
del eterno retorno. Lo único que consigue mitigar la inminente llegada de la fecha
aciaga es que mi familia es numerosa y nos turnamos en esta tarea recaudatoria
para no quebrantar en exceso la salud mental de padres y hermanos. Aún así, ocurre
con frecuencia que muchos de mis hermanos se escaquean con excusas dudosas y me
toca a mí bailar con los más feos.
Así pues, recordemos que este repetitivo rito iniciático (bueno, son tantas veces
que ya somos unos maestros... o maestres ) de descenso en el Averno (para situarme,
siempre releo el nal de la Divina Commedia antes de ir allí, por si falla el ascensor)
que tan insalubres secuelas me produce, tiene lugar un día (sin duda, el día más
largo) en el que dos miembros de la familia (como hemos dicho, yo soy casi siempre
titular en las alineaciones), como si fuéramos una pareja de la guardia civil (incluso
este cuerpo podría salir descabezado y mutilado de allí, para que el lector se haga
una idea de lo que vamos a encontrar), nos dirigimos al vetusto edicio, que a nuestra
vista (y no digamos a la de Don Quijote) se transforma en el más siniestro castillo
que pueda uno imaginar.
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He dicho que vamos en parejas y es siempre así por varias razones. Primero, por
el más elemental instinto de supervivencia. Segundo, porque nos permite representar
un ardid teatral que parece haber impresionado a algunos de los inquilinos, y hay
que explotar hasta el máximo esta pequeña victoria en tan gran guerra. En efecto,
como mis hermanos y yo vivimos los conictivos años de la adolescencia en los
conictivos años setenta, tenemos interiorizados en nuestra consciencia los patrones
de comportamiento ilustrados por los telelmes de la época. Entre ellos abundaban
los de signo policíaco, donde era frecuente ver parejas de policías que ejercitaban con
los raterillos (porque con los peces gordos no se atrevían) un ardid dual, esquizoide,
maniqueo, bído y carnavalesco, fértil simbiosis de contrarios que hoy recibiría sin
duda el apelativo de bicefalia : el de policía malo -irascible, visceral, de mano (y más
cosas) tonta- y policía bueno -comprensivo, tolerante, amigo de tratos y desfacedor
de los entuertos que estaba a punto de cometer su compañero.
He de advertir al lector que yo siempre desempeñaba el papel de policía bueno,
cosa que me exasperaba aún más ante estos siniestros inquilinos. Ahora bien, lo que
nunca acabé de comprender es que los inquilinos pensaran que me dedicaba a la
abogacía, pues nunca he asociado este ocio con los buenos ocios del policía bueno.
Pero para no entretener al estresado lector con más preliminares, y aprovechan-
do que hace justo dos meses que fuimos a cobrar, le invito a que nos acompañe a
esta peculiar casa de los horrores, lo más bajo de la zona alta de la ciudad. Aunque
advierto al lector (y el que avisa no es traidor) que esta visita puede agravarles
el ya agudo estrés que padecen algunos y, aún más, puede producirles (aunque en
casos aislados, como se dice siempre que hay una epidemia) insomnio, úlcera gas-
troduodenal, jaqueca, hidrofobia, polisemia, parasíntesis, latelia y serios trastornos
de la personalidad. Ahora bien, si quiere acompañarnos, hágalo bajo su completa
responsabilidad, coja el chaleco antibalas y el casco de albañil y ahí vamos.
LOS MARCAPASOS
En el primero derecha, vivían doña Águeda y don Cecilio, dos venerables an-
cianos más conocidos entre sus vecinos como los marcapasos. Tenía este apodo el
origen en que ambos llevaban implantado este mecanismo para intentar frenar el
envejecimiento de sendos corazones que estaban empezando a querer dejar de latir.
Porque si de algo pecaban doña Águeda y don Cecilio -siempre muy amables con to-
dos los vecinos y aun con nosotros- era de anhelar la inmortalidad, de su empecinada
obstinación por resistirse al inexorable paso del tiempo.
Cuentan que doña Águeda y don Cecilio fueron en sus tiempos mozos atractiva
pareja de cantantes y bailarines que gozó de cierta fama. Actuaban para público
selecto, para extranjeros (fueron de los primeros en cantar en inglés, razón por la
que nosotros también los llamábamos los pacemakers) y hasta grabaron un disco
y actuaron en varias películas. Decían que fueron geniales, los mejores sin duda,
en diversos géneros: canción española, bailes tropicales, amenco, tap-dancing a
lo Fred Astaire, cabaret de entreguerras, canción melódica francesa y hasta algo
del primer rock. Pero lo bueno como viene se va, y tras veinte años de intensa
dedicación artística, doña Águeda y don Cecilio empezaron a habitar en el olvido
de los empresarios de espectáculos: su apoderado (en esa época aún no se llamaban
managers) los dejó por otra pareja artística, mediocre pero más joven; el público
empezó a darles la espalda y a quejarse de que siempre hacían los mismos números;
y los empresarios mismos, aunque los halagaban con vanas palabras, en el último
momento no los contrataban. Y el dinero que ganaron se fue como habían vivido:
deprisa. Y, a diferencia de otros muchos de su gremio, ellos no se quedaron en la
calle sino en uno de nuestros pisos, pues nuestros mayores -grandes seguidores de la
pareja (aún no se llamaban fans, pues era gente cuerda)- se apiadaron de ellos y les
concedieron el alquiler de un piso del edicio.
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a la zaga: aún trataba de lucir vestidos ajustados y provocadores que ella llamaba,
con una nueva palabra aprendida, sexys; o bien se exhibía con vaporosos tules y
aparatosos foulards; disimulaba vanamente sus innumerables arrugas con kilos de
maquillaje; llevaba siempre el cabello tintado de rubio platino; y si no se hizo la ci-
rugía estética, sin duda fue por falta de dinero. Con esa apariencia, no es de extrañar
que entre los restantes inquilinos -siempre prestos a poner apodos cinematográcos
a sus vecinos, como iremos viendo- doña Águeda se ganara, a pulso, el apelativo de
Gloria Swanson: el paradigma de la actriz, cantante o bailarina en decadencia, por
todos olvidada, obsesionada por aparentar todavía lo que había sido y dejó de ser,
creyente a pie juntillas de que el mañana aún es el ayer.
Doña Águeda y don Cecilio, desdeñosos de Quevedo, discípulos aventajados de
Fausto y Dorian Gray, creían rmemente en la esencia de su arte y en la eterna
juventud, aspiraban a la inmortalidad en vida y sólo en la apariencia tenían fe.
Quien los veía por primera vez no podía sospechar que se trataba de una pareja de
ancianitos ya octogenarios; quien los veía más de una vez, se desesperaba ante tan
patética cción.
Y para acabar con ellos, pues creo que he dado completa descripción, es necesario
añadir que, poco ha, doña Águeda falleció. A pesar de sus constantes cuidados,
afeites y mejunjes, la muerte ha terminado por vencer a quien durante tanto tiempo
se empeñó en parecer quien ya no era quien fue. Sic transit Gloria Swanson.
LA BRUJA
En el primero izquierda vivía la Bruja, perdón, doña Celeste. Era doña Celeste
una mujer madura, una de las originarias inquilinas que, en un momento de debilidad
mental, nuestros mayores creyeron apacible y honrada. Porque, como bien pronto se
pudo comprobar, doña Celeste era la maldad hecha carne: hablaba mal de todos, era
rencorosa y vengativa, siempre tramaba algo contra los demás y difundía bulos que
acabaron con más de un matrimonio. Ningún vecino salía a la calle cuando estaba
ella en el balcón, no fuera a ser que difundiera en voz alta un bulo o le tirara una
maceta en la cabeza. Infundía el pánico en todos cuantos la trataban. Pero lo peor
no era esto. No. Doña Celeste había enviudado pronto de su marido, un apocado
abogado llamado don Fructuoso. Y contaban las malas lenguas (malas, pero nunca
tanto como la de doña Celeste) que el marido no murió de muerte natural (como
certicó la autopsia) sino que ella lo mató. Y es más, algunas de esas malas lenguas
aseguraban que ella lo apuñaló, lo cual constituía evidencia palmaria de la maldad
de doña Celeste (pues se sabe que, entre las mujeres, el modus operandi habitual
consiste en suministrar veneno) y, de paso, levantó leve sospecha de la ineptitud
del forense. Pero, por lo visto, nadie se molestó en dar crédito a esos rumores y
ella evitó cualquier roce con la justicia. Además, doña Celeste, siempre muy hábil
y astuta, trató de mejorar su imagen mostrándose como una mujer bondadosa y
apesadumbrada durante el tiempo en que duró el luto. Tenía, además, un niño
pequeño al que alimentar, lo cual le sirvió para redondear su cción como madre
coraje, viuda y abandonada. Pero cuando pasó el luto, ella volvió a las andadas. Y el
niño se hizo grande y demostró tener los mismos genes de su madre (pues del padre
parecía no haber heredado ninguno): era sanguíneo, violento, irritable y visceral (si
que es que el signicado de todos esos adjetivos se puede sumar); amenazaba a los
vecinos, amenazaba a los tenderos para que perdonaran las deudas contraídas por su
madre, nos amenazaba a nosotros. Y la madre, peor aún: nos tenía ojeriza, a pesar
de ser bizca (razón por la cual los vecinos decían que tenía una mirada torva); nos
azuzaba a su hijo a la primera de cambio, sobre todo cuando no teníamos cambio
de la difunta peseta del pico del alquiler que, por supuesto, nunca nos perdonaba.
Y todavía seguimos así con la dichosa señora y su hijo: a veces, en estado de guerra
fría; a veces en estado de guerra caliente (aunque esperemos que nunca desentierren
el puñal). Tan sólo en contadas ocasiones nos conceden la tregua y nos hablan como
personas civilizadas, pero aun en esas ocasiones nos estremecemos de la sibilina
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