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Caminos de

renovación
Dr. Emilio Antonio Núñez Castañeda
INDICE

Introducción

Primera Parte:
Caminos de renovación en la escena eclesiástica contemporánea
Capítulo primero: La renovación católico-romana
Capítulo segundo: La renovación protestante

Segunda Parte:
Caminos de renovación en el Nuevo Testamento
La renovación del creyente en Cristo
Capítulo primero: La nueva vida
Capítulo segundo: La nueva experiencia
Capítulo tercero: La nueva esperanza

La renovación cósmica en Cristo


Capítulo primero: La restauración de Israel
Capítulo segundo: El reino mesiánico
Capítulo tercero: La renovación de todas las cosas

Conclusión
DEDICATORIA

A mi esposa, verdadera ayuda idónea, quien me ha pedido un libro, y a


cuyo lado escribí estas páginas.
INTRODUCCION

Revolución y renovación son palabras que bien pueden describir, en general, el


estado de ánimo de nuestros pueblos iberoamericanos. Se usan a veces estos dos
términos de manera intercambiable para expresar el anhelo de que se efectúen cambios
profundos en las estructuras político-sociales de la América Latina, aunque a simple vista
el concepto de revolución pareciera ser más amplio, o más radical, que el de renovación.
Definitivamente la palabra revolución es la preferida en el léxico de los que
propugnan la transformación socio-económica de nuestros países y lo que ha dado en
llamarse la humanización del hombre latinoamericano.
Es interesante observar que en lo eclesiástico se habla más de renovación que de
revolución, como si hubiese el intento de relegar el uso de este último vocablo a lo
político y adoptar la palabra renovación como la más adecuada para darle voz al deseo
de «poner al día» a la iglesia cristiana.
El objeto principal de este ensayo es considerar la idea de renovación en el
Nuevo Testamento, no sin antes mencionar, siquiera de paso, los esfuerzos renovadores
del catolicismo y protestantismo contemporáneos.
PRIMERA PARTE

CAMINOS DE RENOVACION EN LA ESCENA


ECLESIASTICA CONTEMPORANEA
CAPITULO PRIMERO
LA RENOVACION CATOLICO-ROMANA
Mucho le debemos a Juan XXIII por la notoriedad que el término aggiornamento1 ha
logrado en nuestro tiempo.
Deseaba «el papa bueno» que entrara una brisa purificante en los aposentos
milenarios del catolicismo romano, que un aire fresco llegase a sacar a la Iglesia Católica
de su marasmo de siglos, a despertarla a las realidades de un mundo en el que la ciencia
y la tecnología, y las nuevas ideas político-sociales, habían desatado ya fuerzas
inevitablemente renovadoras. Había llegado el momento de decidir si la Iglesia iría al
frente en la marcha del progreso o si escogería quedarse estancada y ser aplastada por
las multitudes que de manera arrolladora e incontenible corren en busca, aquí y ahora,
de una vida mejor.
Juan XXIII optó por la renovación de la Iglesia. De ahí su palabra
aggiornamento, que a partir del año 1,959 —cuando el papa dio a conocer su deseo de
convocar un concilio ecuménico— ha tenido gran resonancia en la literatura eclesiástica
y secular.
El espíritu de renovación animó a la mayoría de los Padres reunidos en el
Segundo Concilio Vaticano a decretar cambios que fuesen benéficos para su
comunidad eclesial, y permeó los documentos de aquel cónclave que a juicio de
muchos observadores es el evento eclesiástico de mayor trascendencia en lo que va
de nuestro siglo.
Le dio el Concilio cauce y aliento a la renovación litúrgica. Este es uno de los
aspectos que más han impresionado a las masas en cuanto al aggiornamento católico-
romano. No es poca cosa que se haya roto una tradición de siglos al permitir que la misa
se celebre en el idioma del pueblo y ordenar que las Sagradas Escrituras ocupen lugar
prominente en el culto público. No menos llamativo es el interés del Concilio por
recuperar para el pulpito el sitio de honor que merece en la reunión de los fieles.
Pidieron también los Padres conciliares una participación más activa y consciente de los
laicos en las actividades litúrgicas y en todo el programa de la Iglesia.
A la base de éstas y otras decisiones renovadoras se hallan conceptos teológicos
profundos como el de que la Iglesia es el pueblo del Señor y que todos los fieles son
miembros del Cuerpo de Cristo por causa del bautismo que han recibido en su Nombre.
No es posible pasar por alto el renovado interés del catolicismo romano por la
Palabra escrita de Dios. El Concilio promueve el estudio bíblico en los seminarios, en los
centros especializados de investigación teológica, en conventos y parroquias, y en todo
lugar donde los fieles se reúnen para alimentar su fe.2
La renovación que emana del Concilio es también pastoral. Se busca no solamente una
nueva metodología, sino también una nueva actitud y nuevo quehacer en relación con las
necesidades del pueblo de Dios y las demandas del mundo moderno. El concilio toma
conciencia de los tremendos cambios que se han efectuado en la sociedad contemporánea. Se
esfuerza por darle pertinencia a su mensaje y por recobrar el liderazgo espiritual y moral
que ha perdido en la vida de millones de sus hijos.
Marca el Vaticano Segundo el principio de una nueva apertura al mundo de parte
dé la Iglesia Católica. Esta no guardará silencio ante los graves problemas que aquejan a
la Humanidad. Las encíclicas sociales de Juan XXITI y Pablo VI armonizan
profundamente con el espíritu del Concilio. En la América Latina, la Conferencia
Episcopal Latinoamericana celebrada en Medellín, Colombia, en 1968, sigue la pauta
conciliar,3 y la que ha sido tradicional-mente iglesia de casta, de las clases privilegiadas,
intenta convertirse en la «iglesia de los pobres», de las masas desheredadas que
tienen sed y hambre de justicia, de dignidad y libertad.
El catolicismo dice querer renovarse en los altares y en el campo de la acción
social. Prefiere la luz meridiana de la plaza o de la calle a la penumbra de sus
recintos medievales. Resultado directo o indirecto del nuevo rumbo señalado por Juan
XXIII y el Concilio, ha sido el viraje hacia la izquierda política de algunos líderes
católicos en la América Latina. Por fin ha comenzado la iglesia latinoamericana a
participar en el esfuerzo serio de reflexión teológica, y lo ha hecho con la Teología de la
liberación.4
Se caracterizó también el Segundo Vaticano por su espíritu ecuménico. Se
concreta este espíritu en documentos de gran trascendencia, como la Constitución sobre
la Iglesia (Lumen Gentium), el Decreto sobre el Ecumenismo, la Declaración sobre la
Libertad Religiosa, y la Declaración sobre las Religiones no Cristianas.
Las relaciones ecuménicas a que la Iglesia Católica aspira pueden describirse por
medio de una serie de círculos concéntricos. Por supuesto, el centro representaría al
catolicismo romano; el círculo más próximo al centro sería la Iglesia Ortodoxa Griega;
luego vendría el círculo protestante, seguido por las religiones no cristianas, y finalmente
todos aquellos que no pertenecen a religión alguna, aun los que abiertamente profesan
ser ateos, pero que también son objeto de interés maternal de parte de la iglesia, la cual
es sacramento de salvación para toda la Humanidad.
Nada se dice en los documentos conciliares de un cambio fundamental en los
dogmas característicos del catolicismo romano. Juan XXIII no convocó el Concilio para
hacer tal cambio. Al contrario, advirtió claramente a los Padres conciliares que el
depósito de fe tenía que permanecer incólume. 5 No es éste el lugar para entrar en un
estudio técnico de las enseñanzas del Segundo Vaticano. Baste con decir que en algunos
temas doctrinales que fueron causa de serias discrepancias entre los delegados al
Concilio, se llegó a fórmulas de compromiso, dejando abierto el camino para futuras
investigaciones. Pero no se admitió que dogmas tan importantes como el de la
supremacía papal y la autoridad de la tradición fuesen desechados.
Sin embargo, es innegable que la iglesia post-conciliar es en varios respectos
diferente de la que conocimos antes del Vaticano Segundo. El aire renovador que Juan
XXIII dejó entrar por los ventanales de su palacio y que salió impetuoso del aula magna
del Concilio ha recorrido el mundo. No pocos prelados se han esforzado por detenerlo o
por cambiar su curso para que no entre en sus dominios eclesiales. En este caso la
renovación sigue siendo para muchos católicos una esperanza, un anhelo o un sueño
dorado, pero no una realidad. En otros lugares la brisa fresca se ha convertido en
ciclón devastador y ha dado rienda suelta a muchas rebeldías.6
Teólogos de vanguardia como Hans Küng se han atrevido a desafiar la autoridad de
dogmas que tradicionalmente eran intocables en el terreno de la erudición católica. Y por
todo el mundo millones de católicos sufren cierta inseguridad tocante a la fe cuando ven
que los cimientos de su iglesia, que parecían inamovibles, ahora se estremecen ante el
empuje de la renovación.
No se sabe hasta dónde llegará la corriente renovadora en el seno del catolicismo.
Hay protestantes que acarician la esperanza de una «segunda reforma» en la Iglesia
Católica. Basan su optimismo en la amplia circulación y el atento estudio de la Biblia
entre los católicos de hoy. También se ha señalado el movimiento carismático como otro
factor de cambio en las filas del catolicismo.
Lo indudable es que todavía hay una gran multitud de católico-romanos al margen
del aggiornamento proclamado por la Palabra de Dios.
NOTAS AL CAPITULO PRIMERO DE LA PRIMERA PARTE
1
Lleva este vocablo la idea de «renovar», «poner al día».
2
Por ejemplo, los documentos conciliares sobre la Revelación, la Liturgia y el Sacerdocio. Ángel Torres
Calvo, Diccionario de los Textos Conciliares (Madrid: Compañía Bibliográfica Española, S. A.,
1968), 2 tomos.
3
La Iglesia en la actual transformación de América Latina a la luz del Concilio (Bogotá: CELAM,
1969), 2 vols.
4
Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación (Salamanca: Sígueme, 1972). Hugo Assmann,
Teología desde la praxis de la liberación (Salamanca: Sígueme, 1973). Gustavo Gutiérrez, Rubem
Alves, Hugo Assmann, Religión, ¿instrumento de liberación? (Barcelona: Fontanella, 1973). Varios
autores, Fe cristiana y cambio social en la América, Latina (Salamanca: Sígueme, 1973).
5
Alocución inaugural. Segundo Concilio Vaticano.
6
Germán Guzmán Campos, El Padre Camilo Torres (México: Siglo XXI Editores, 1969).
Estructuras de la Iglesia (Barcelona: Estela, 1965). La Iglesia (Barcelona: Editorial Herder, 1969).
Infalible (Buenos Aires: Herder, 1972). Sinceridad y veracidad. En torno al futuro de la Iglesia
(Barcelona: Herder, 1970).
CAPITULO SEGUNDO
LA RENOVACION PROTESTANTE
Mucho antes de que la Iglesia Católica Romana se lanzara en búsqueda del
aggiornamento soplaban ya en el protestantismo fuertes vientos renovadores.
En realidad nunca han faltado en el mundo protestante los que creen firmemente
que la iglesia reformada debe estar siempre reformándose. Abundan los protestantes que
ven en la Reforma del siglo xvi no solamente un gran evento histórico —petrificado
quizás en el recuerdo y convertido en objeto de admiración estéril, y aun de idolatría—,
sino también un proceso vital, una fuerza generadora de cambio constante en la
experiencia del auténtico cristianismo.
Existen ahora a lo menos tres corrientes protestantes renovadoras que merecen
mención especial.
Hay, en primer lugar, quienes piensan que renovarse es liberarse de las ataduras
del pasado y vivir de acuerdo a los imperativos del presente, sin delinear
dogmáticamente el futuro. Muestran estos protestantes mucho desapego por los valores
tradicionales de su iglesia; se destacan por su indiferentismo, o relativismo, doctrinal y
por su enfoque revolucionario —y hasta radical— de los problemas del mundo
contemporáneo.1
La apertura y el diálogo imperan en este movimiento de renovación. La Iglesia —se
sugiere— debe abrirse a otras posibilidades, explorar otros senderos, abandonar su
arcaica ciudadela teológica, dejar sus absolutos ya caducos, salir al aire libre, a pleno
sol, y aventurarse por otros caminos donde Dios, o el hombre, pueden hacer nuevas
todas las cosas.
Esto significa también la buena disposición de extender la diestra de compañía a
otros peregrinos que transitan por esas veredas en busca del nuevo lenguaje que tendrá
significado para el mundo moderno. No importa que ellos sean católicos o protestantes,
judíos o musulmanes, budistas o hindúes, creyentes o ateos. Ha sonado la hora para una
koinonía (comunión) que rompe todas las barreras y se derrama por todos los cauces
humanos hacia una dimensión universal que, quiérase o no, tiene visos de universalismo.
Se desafía a la Iglesia a pasar del anatema al diálogo, de la arrogancia del
absolutismo teológico a la humildad de los que admiten la relatividad de su posición
doctrinal. Además, se le insta a comprometerse en la lucha por la justicia social, a hacer
suya la causa de los desheredados, a identificarse plenamente con el hombre explotado
por el hombre y unir su voz de protesta a la de todos aquellos que claman por la
dignidad y la libertad humanas.
En cierto modo estamos contemplando un retorno al «evangelio social»
norteamericano de la segunda década de nuestro siglo. Rauschenbuch no ha muerto, o
está resucitando. De todos modos ha sido inmensamente superado.2
Según el movimiento renovador que venimos describiendo, el cristianismo debe
salir de la seguridad y comodidad de sus templos e instituciones a la palestra de la lucha
político-social. La iglesia, para ser Iglesia, tiene que estar en el mundo y con el
mundo, en imitación del mundo y al servicio del mundo, sin diferenciarse del mundo a la
manera tradicional.
La teología habrá de ceder su lugar a la sociología, y la evangelización de tipo
antiguo, a la acción social. El pulpito dejará de ser cátedra sagrada para convertirse en
tribuna de arengas políticas cuyas ideas básicas vendrán de algún pensador de moda,
no necesariamente de la Palabra escrita de Dios. Se insiste en reinterpretar la Biblia de
acuerdo a los principios de una crítica que es sólo destructora, sin temor del riesgo de
crear un mensaje (kerigma) diferente a la predicación cristiana original.
Renovarse es, para algunos, tomar conciencia de los problemas socio-económicos
de nuestros pueblos y volverse un activista político comprometido con alguna causa de
transformación social. La iglesia renovada es, para estos protestantes, la iglesia
contextualizada, secularizada, concientizada y politizada, en una era llamada «post-
cristiana».3
Cada cristiano tendrá que poner a prueba la validez de estos conceptos a la luz de la
Palabra de Dios
También existe en el protestantismo contemporáneo lo que podría llamarse, a falta
de otro nombre, el movimiento místico de renovación, sin darle al vocablo místico un
sentido peyorativo.
Le debemos a este movimiento, en gran parte, la popularidad que el concepto de
renovación ha ganado entre los evangélicos latinoamericanos. Por supuesto, es justo
reconocer que después del Segundo Concilio Vaticano se ha hablado mucho de «católicos
renovados», aunque la renovación no siempre significa lo mismo para católicos y
protestantes.
Cuando en la América Latina se habla de renovación espiritual se piensa,
generalmente, en el movimiento de tipo místico, el cual parece estar avanzando a
pasos largos por todo el orbe cristiano, a pesar de las barreras doctrinales y
eclesiales que se le oponen. Hay «creyentes renovados» por todas partes, en todas las
latitudes del protestantismo, y aun en la comunidad católico-romana.
Se caracteriza este movimiento de renovación por su gran énfasis en la obra del
Espíritu Santo a favor del creyente. Particularmente se subraya el bautismo del
Espíritu como una obra que puede ser subsecuente a la salvación y que en no pocas
ocasiones va acompañada de la capacidad de hablar en lenguas desconocidas. Se dice
que este carisma y otros dones espectaculares como el de profecía y las sanidades son
de carácter permanente y están manifestándose en la actualidad por el poder de Dios.
Insisten los creyentes renovados que todo cristiano debiera buscar una experiencia
espiritual más profunda en la comunión con Cristo y hacer suya la promesa del
derramamiento del Espíritu como en el día de Pentecostés, cuando todos los discípulos
fueron llenos del divino Paracleto y hablaron en lenguas para la gloria del Señor.
El movimiento carismático basa gran parte de su doctrina en el libro de los Hechos.
Se esfuerza por reproducir la experiencia espiritual de la comunidad cristiana primitiva
de Jerusalén. Busca un retorno al cristianismo original con todas sus manifestaciones
milagrosas y todas las prácticas que caracterizaron a los primeros discípulos de Cristo
después de la bendición del Pentecostés.
En los grupos renovados se magnifica la experiencia personal y la libre expresión de
los sentimientos que el Espíritu genera en el corazón creyente. No es extraño, por lo
tanto, que en las reuniones carismáticas haya un ambiente cargado de intensa emoción
que conduce a la participación espontánea de los circunstantes en la oración, el
testimonio, la lectura bíblica, y la alabanza por medio de voces de júbilo, aplausos y
cánticos espirituales. No hay inhibiciones en el acto de adorar a Dios, ni temor de
romper con los cánones tradicionales del culto público. «El viento sopla donde quiere», y
así el Espíritu puede guiar a los suyos por caminos antes no explorados en la adoración y
el servicio a Dios. La oración debe significarse más por la alabanza que por la petición,
más por la adoración que por el ruego al Señor.
Otra de las marcas principales de los creyentes renovados es su deseo de practicar
el amor fraternal. Algunos líderes del movimiento aseguran que éste es el principal
fruto de la renovación, y que los dones espectaculares y las nuevas formas de adoración
pública quedan en segundo plano para el creyente auténticamente renovado. Este
énfasis en el amor fraternal ha facilitado la relación entre protestantes y católicos
renovados. Alguien ha dicho que la unión que el Consejo Ecuménico de las Iglesias no
ha logrado con todas sus inversiones en literatura, becas, conferencias, seminarios y la
asistencia social, ha florecido de manera espontánea y feliz en el movimiento
carismático.
En resumen, ésta es una renovación doctrinal (se habla ya de una teología de la
renovación), empírica (exaltación de la experiencia personal, mística, arrobadora),
carismática (énfasis en los dones espectaculares), litúrgica (libertad en cuanto a los
métodos de adoración) y ecuménica (gran apertura hacia otros grupos eclesiales a base
del amor fraternal).
El testimonio de los evangélicos renovados es sin lugar a dudas muy importante.
Aseguran haber tenido en su vida un cambio profundo que procuran demostrar en palabra
y hecho. Dicen haber encontrado por fin la verdad tocante a la vida cristiana victoriosa
y se esfuerzan por comunicar su experiencia a otros. Muchos protestantes que antes se
hallaban estancados y estériles en su vida espiritual son ahora activistas incansables en
pro de la renovación.4
No menos impresionante es el testimonio de católico-romanos que aseveran haber
recibido el bautismo del Espíritu Santo. Algunos de ellos afirman que como resultado de la
experiencia renovadora sienten más devoción hacia la Virgen, más deseo de participar
en los sacramentos de la santa madre iglesia y más solicitud por obedecer a la jerarquía
eclesiástica. En otras palabras, la renovación les ha hecho mejores católico-romanos.5
Pero hay protestantes que están convencidos de que muchos católicos han llegado
realmente al conocimiento personal de Jesucristo como el único Salvador por medio del
movimiento carismático.
Como en el caso de cualquier otra tendencia renovadora, es la responsabilidad de
todo cristiano someter este movimiento al escrutinio de la revelación escrita de Dios.
La tercera corriente de renovación dentro del protestantismo contemporáneo está
representada por aquellos cristianos que no participan de las convicciones de la izquierda
radical, ni de las de un conservadurismo que se ha parapetado en el ayer y que vive en
constante miedo de todo esfuerzo renovador. Tampoco desea este grupo identificarse a la
ligera, sin una seria reflexión bíblico-teológica, con una renovación que se caracteriza
principalmente por su gran énfasis en la experiencia emotiva de los creyentes en Cristo.
Pero aunque no acuerpen ninguno de los movimientos renovadores de actualidad,
estos cristianos sí están esforzándose por interpretar a la luz de la Biblia las señales de
los tiempos, han tomado conciencia de la problemática espiritual, moral y social de
nuestros pueblos, se dan cuenta de la crisis de fe que sufren muchos latinoamericanos en
el seno de las iglesias y buscan fervientemente en las Escrituras la respuesta de Dios
para experimentar una renovación que venga de El y no del hombre, del Espíritu Santo y
no de la carne, del poder divino y no del poder humano. Al fin y al cabo es solamente El
quien puede auténticamente renovarnos.
NOTAS AL CAPITULO DOS DE LA PRIMERA PARTE
1
Véase, por ejemplo, la literatura del movimiento llamado Iglesia y Sociedad en la América Latina (ISAL).
2
Walter Rauschenbuch fue el principal exponente del evangelio social en los Estados Unidos de Norteamérica.
Su libro Los principios sociales de Jesús ha circulado en castellano.
3
Así consideran a nuestra era los teólogos de la secularización. Por ejemplo, D. Bonhoeffer (Cartas desde la
prisión), J: A. T. Robinson (Sinceros para con Dios), Harvey Cox (La ciudad secular).
4
Como ejemplo de la literatura producida en la América Latina por el movimiento místico de renovación,
véase: Juan Carlos Ortiz, Sed llenos del Espíritu (Buenos Aires: Editorial Logos, 1970); Unidos por
coyunturas (Buenos Aires: Editorial Logos, 1970); ¿Para qué vivimos? (Buenos Aires: Editorial Logos, 1969);
La Iglesia es una (Buenos Aires: Editorial Logos, 1970). Juan Carlos Ortiz y Keith Bentson, Y será predicado
este Evangelio (Buenos Aires: Editorial Logos, 1970).
5
Kevin y Dorothy Ranaghan, Pentecostales Católicos (Plainfield, N.J.: Logos Internacional, 1971). Págs.
230. David F. Wells, Revolution in Rome (Downers Grove, Illinois: Intervarsity Press, 1972). Págs. 149.
SEGUNDA PARTE

CAMINOS DE RENOVACION EN EL NUEVO


TESTAMENTO
Que la Iglesia Evangélica vive en constante necesidad de renovarse es evidente, no
sólo en vista de las grandes transformaciones que experimenta el mundo de hoy, sino
de manera muy especial a la luz de la enseñanza del Nuevo Testamento.
Por su misma naturaleza de organismo viviente y vivificado en Cristo, la Iglesia
no puede estancarse para siempre. No es posible sujetar permanentemente sus fuerzas
vitales. Corre por sus venas un torrente sanguíneo que ningún dique teológico, ni ecle-
siástico, puede contener. La renovación no le es ajena, le es intrínseca. El aliento
renovador viene del Evangelio mismo, que es «buena nueva», anuncio de mejores cosas,
proclama de una nueva vida para el individuo y de una nueva era para el mundo. «He
aquí —dice el Señor— yo hago nuevas todas las cosas.»
Por lo tanto, el sincero deseo de renovación que palpita en muchos corazones
creyentes no debe sorprendernos ni mucho menos escandalizarnos. Démosle la bienvenida
en el nombre del Señor que nos invita diariamente a renovarnos en su Nombre. Examine-
mos nuestra propia vida con toda honestidad y permitamos que el Espíritu de Dios
cambie todo lo que en nosotros sea necesario cambiar.
Pero hagamos este auto-examen y busquemos esta renovación a base de la Palabra
escrita de Dios. El Espíritu Santo no puede contradecirse a Sí mismo. No actuará en
contra de lo que El mismo ha revelado en las páginas de la Biblia. Por consiguiente,
la renovación generada por el Espíritu se hallará siempre en armonía con la revelación
escrita. En el ejercicio de su soberanía Dios ha querido trazarse el camino a seguir en
su obra renovadora. La ruta está marcada, aun cuando nosotros no siempre podamos
descubrirla del todo en nuestro imperfecto escudriñar de las Escrituras, ni mucho menos
explicarla en nuestro balbuciente lenguaje doctrinal. El mapa está allí, aunque seamos
incapaces de descifrarlo a cabalidad. Con todo, hay en la senda de la revelación divina
señales muy claras para el Peregrino que en verdad va en busca de la Ciudad Celestial.
Dios no nos ha dejado en la oscuridad. No hay silencio de Dios. No nos sitúa El en el cruce
de varios caminos sin indicarnos claramente cuál es el verdadero. «Lámpara es a mis
pies tu Palabra, y lumbrera a mi camino.» El Consolador nos guía «a toda verdad».
Para la renovación que hoy día muchos anhelan hay abundante enseñanza en el
Nuevo Testamento. Es tanta la luz que de esas páginas emana que el tema se vuelve
vasto cuando nos dedicamos en serio a estudiarlo. Aquí indicaremos solamente algunos
de los aspectos más sobresalientes, bajo dos encabezados principales: la renovación del
cristiano como individuo, y la renovación cósmica que está por venir. La razón para
desdoblar así el tema es puramente metodológica. No significa en manera alguna que
deseemos ir más allá de la Palabra de Dios haciendo una división demasiado profunda
entre «presentismo» y «futurismo». En las Escrituras, el presente y el futuro son
realidades que se compenetran y complementan mutuamente. Es más, no podemos borrar
el pasado; tampoco es posible evadir del todo el presente, ni cerrar los ojos por completo
al futuro. Somos llamados a vivir y actuar en el presente, alentados por el pasado («en
memoria de mí») e impulsados por la esperanza («hasta que él venga»). «Y ahora per-
manecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor»
(1a Cor. 13:13), un amor que no apaga la fe, ni destruye a la esperanza.
LA RENOVACIÓN DEL CREYENTE EN CRISTO

De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he
aquí todas son hechas nuevas.
(2a Cor. 5:17)
El título Nuevo Testamento —aunque no es parte del texto divinamente
inspirado— sugiere en sí mismo que nos hallamos frente a una «cosa nueva» que Dios
ha hecho, hace y hará en Cristo, a favor de la Humanidad. Es el Testamento de la
Renovación.
La Encarnación —que presupone la Redención y el Juicio— es una grande y
radical novedad dentro del progreso de la revelación divina en el devenir de la historia.
Es un portento que no tiene precedente y que jamás tendrá igual.
El Evangelio es «buena nueva» (euanguelion) que produce «cosas nuevas» en la
experiencia del individuo y de la humanidad en una renovación eminentemente
cristológica y pneumatológica. Es decir, en una transformación que se da en Cristo y
no aparte de Cristo por el poder del Espíritu de Dios.
Jesús mismo afirmó el carácter novedoso de su ministerio cuando dijo que no había
venido a poner remiendo de paño nuevo en vestido viejo, ni a echar vino nuevo en odres
viejos (Mr. 2:18-22). Así sería de radical su actividad renovadora. Es cierto que su vida
y su obra son cumplimiento de predicciones veterotestamentarias, y que su mensaje tiene
raíces profundas en «la ley, los profetas y los salmos»; pero es en El que alcanza su
significado pleno la revelación de la antigua Alianza. El es la llave que nos abre de par
en par las puertas del misterio de los símbolos, tipos y profecías del Viejo Testamento.
Razón tiene San Pablo para decir que a nosotros nos «han alcanzado los fines de los
siglos» (1a Cor. 10:11). A lo que el apóstol Pedro agrega que nos han sido reveladas
«cosas» que los profetas mismos no pudieron del todo entender y que aun los ángeles
anhelan mirar (1a Ped. 1:10-12).
Todo esto demuestra ya la novedad del Cristo. De ahí que aun cuando El actúa
dentro del contexto paleotestamentario y lo utiliza para comunicar su mensaje, lo
trasciende y lo supera de manera profunda y permanente. Por eso exclama: «Oísteis que
fue dicho a los antiguos... pero yo os digo.» Son estas palabras la proclama soberana e
incuestionable del Rey que viene a inaugurar una nueva era en el mundo.
Hay un «antes» y un «después» de Cristo. Se halla la Encarnación en la frontera de
dos grandes épocas. Es como el despuntar de un nuevo día en la historia de Dios y de los
hombres. La inserción, en esta historia, del Cristo encarnado, muerto, resucitado y
ascendido, ha efectuado un cambio muy hondo en la relación de Dios con la
Humanidad. Existe ahora una nueva revelación de parte del Creador: El nos habla por
medio de su Hijo (Heb. 1:1-3), y una nueva responsabilidad de parte de la creatura hacia
El: creer en el Hijo que ha venido a consumar la redención.
«Oísteis que fue dicho a los antiguos... pero yo os digo.» La renovación en
Cristo llega a los estratos más profundos del ser humano, y alcanza más allá del
individuo creyente, a la comunidad de fe, y a la sociedad en general, y al mundo. Tiene
en cierto sentido dimensiones cósmicas.
En la presente sección nos concretaremos a contentar algunos de los efectos
renovadores del Evangelio en los que han creído en Cristo recibiéndole como el único
Salvador. Para cumplir este propósito seguiremos de cerca los tres aspectos fundamenta-
os de la obra salvífica que viene de Dios: la salvación como una nueva posición y una
nueva posesión en Cristo; la salvación progresiva y práctica en el Poder del Espíritu
Santo, y la salvación final, o sea su consumación en la gloria del Rey venidero. A estos
tres aspectos soteriológicos corresponderán los siguientes temas: el nuevo nacimiento, la
nueva experiencia, y la nueva esperanza. La exposición se limitará a aquellos textos
bíblicos que de una forma más o menos directa tratan de la renovación en Cristo. Se le
dará atención especial a los vocablos palingenesia (regeneración, nuevo nacimiento) y
anakaínosis (renovación).
CAPITULO PRIMERO
LA NUEVA VIDA
El estudio concienzudo y desapasionado del concepto de renovación en el Nuevo
Testamento no puede pasar por alto el importantísimo tema de la regeneración. Es
lástima que hoy día se hable tanto de «renovación espiritual» sin subrayar, y no pocas ve-
ces sin mencionar, la maravillosa obra transformadora que Dios realiza de manera
profunda, radical y permanente, a favor del pecador, en el momento mismo en que éste
por la fe abre su corazón a Cristo. En la Carta a Tito tenemos uno de los textos clave de
la renovación neotestamentaria:

Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para


con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos
hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la
renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por
Jesucristo nuestro Salvador, para que justificados por su gracia, viniésemos a ser
herederos conforme a la esperanza de la vida eterna (3:4-7).

Las palabras «el lavamiento de la regeneración» traducen el griego diá loutroú


palingenesías. El loutrón nos hace recordar el lavacro donde se purificaban los
sacerdotes antes de oficiar en el tabernáculo o en el templo. Palingenesia significa,
literalmente, un renacimiento, una nueva creación, «una renovación para una existencia
más elevada».1 Serafín Ausejo indica que este término se empleaba frecuentemente en el
siglo I d. C. con los más variados significados:

... entre los pitagóricos significaba la metempsícosis; entre los estoicos el


ciclo de las estaciones o la destrucción del universo por el fuego para dar lugar
a un mundo nuevo y armonioso; en Flavio Josefo la restauración de la nación
judía, etc.; en las religiones de misterios tiene un matiz religioso especial.2

Los ritos de iniciación en las religiones de misterios, las cuales eran bastante
comunes en el mundo greco-romano del primer siglo de nuestra era, tenían cierta
semejanza con el bautismo cristiano. Pero como A. Winkerhauser hace notar, es
imposible demostrar que la idea novotestamentaria del nuevo nacimiento haya venido de
la religión de los misterios. «El contacto no pudo ser más que indirecto, dada la
actitud negativa que el cristianismo siempre ha tenido hacia lo específicamente
pagano.»3 También F. Büchsel asegura que no tenemos que ir a los misterios para
determinar el significado de palingenesia en el Nuevo Testamento.4
El vocablo palingenesía aparece solamente dos veces en los escritos
neotestamentarios: en el pasaje ya citado de Tito 3:5 y en Mateo 19:28, donde se refiere a
la renovación de todas las cosas. Cristo le da al término un significado claramente
escatológico. En el caso de Pablo, la palingenesia es la regeneración del individuo, o sea
la obra divina por medio de la cual se le imparte la nueva vida al que confía en Cristo
como su Salvador.
En el texto de Tito 3:5 las palabras «regeneración» (palingenesia) y «renovación»
(anakaínosis) aparecen juntas para indicar esa obra renovadora inicial y al mismo tiempo
fundamental y permanente que Dios efectúa para beneficio del pecador. Pero el término
palingenesia no se usa en cuanto a la renovación práctica y progresiva del creyente en
Cristo. Esta acción transformadora se expresa por medio de la palabra anakaínosis y de
los verbos anakainóo y ananeóo, que se traducen «renovar». En este sentido, Richard C.
Trench tiene mucha razón al decir que la palingenesia sugiere el nuevo nacimiento, el
paso de las tinieblas a la luz; en tanto que la anakaínosis es el conformarse gradualmente
al nuevo mundo espiritual al cual el creyente ha sido introducido y en el cual ahora
vive y se mueve, o sea la restauración de la imagen divina.5
La regeneración se presenta en el Nuevo Testamento como una resurrección, como
un nuevo nacimiento, como una purificación y como una nueva creación. A la base de
todos estos conceptos se halla el hecho trascendental de que en Cristo el pecador ha
recibido una nueva vida y ha llegado a ser un nuevo hombre en El.

I
Resucitados con Cristo

La regeneración es como una resurrección, es pasar de la muerte a la vida. San


Pablo dice:

Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y


pecados... Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos
amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por
gracia sois salvos), y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los
lugares celestiales con Cristo Jesús, para mostrar en los siglos venideros las abun-
dantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús (Ef. 2:1,
4-7).

En Romanos 6:1-14 y Colosenses 2:11-13 encontramos la misma verdad. La figura


del bautismo aparece en estos pasajes, pero el propósito de Pablo es enseñar que
existe una identificación plena del creyente con Cristo, de tal manera que la muerte
del Hijo de Dios llega a ser nuestra muerte, y su resurrección nuestra resurrección (Rom.
6:11; Colosenses 2:12). La ceremonia bautismal puede simbolizar esta unión, pero no
realizarla.
En el reino del pecado estábamos vivos para seguir la corriente del mundo,
obedecer al príncipe de la potestad del aire y someternos a los deseos de nuestra carne
(Ef. 2:2-3); pero estábamos muertos en cuanto a Dios, alienados de El. Esta es la muerte
espiritual, separación entre el hombre y su Hacedor. Por consiguiente, nos era necesario
morir al pecado, puesto que estábamos vivos para el pecado; y teníamos que resucitar con
Cristo a fin de vivir para Dios.
Esta identificación espiritual y profunda con Cristo en su muerte y resurrección,
ocurridas hace casi dos mil años, se hizo efectiva en nosotros cuando fuimos
engendrados de Dios, tal como nuestra identificación con Adán, quien vivió en tiempos muy
remotos; se hizo efectiva en nosotros cuando fuimos concebidos por voluntad humana.
Pero mucho antes de ser concebidos físicamente ya estábamos en los «lomos» del primer
hombre, así como estaba Leví en los del patriarca Abraham (Heb. 7:4-10). Hay también
un sentido en el que podemos decir que ya estábamos en los «lomos» del Segundo Adán,
predestinados en El, desde antes de la fundación del mundo (Ef. 1:3-5; 1ª Tes. 1:4; 2ª Tes.
2:13). Sin embargo, hubo un momento determinado para nuestro nacimiento físico, y un
momento determinado para nuestro nacer otra vez. Entonces lo potencial se volvió
actual. Primero llegamos a ser hijos de Adán —en el orden del tiempo y del espacio—,
y después, hijos de Dios.
Estábamos en Adán; hemos llegado a estar en Cristo. En Adán morimos; en Cristo
somos vivificados. De Adán recibimos una vida contaminada y una herencia de
transgresión y condenación. Nacimos en él bajo el signo de la muerte física. La cuna
presupone el sepulcro. Es más, nacimos muertos espiritualmente, alienados del Creador,
alejados de nuestros semejantes, extrañados de nuestro ser auténtico como criaturas de
Dios. En Cristo hemos recibido una nueva vida, pura, genuina, abundante y eterna. Es
la vida que viene de Dios, vida de resurrección.
Habiendo resucitado de los muertos, Cristo «ya no Muere; la muerte no se enseñorea
más de él» (Rom. 6:9). Así también nosotros debemos considerarnos «muertos al pecado,
pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom. 6:11). Se nos ha comunicado,
no simplemente la vida que El vivió aquí en la tierra, sino su vida de resurrección. En El
somos participantes de la vida que no muere. ¡Esto es renovación!
Además, el Apóstol habla de una «vida nueva» (kainóteti zoés) en la cual debemos
andar (peripatésomen). No es meramente una vida pasiva, tan sólo mística o
contemplativa, sino una energía celestial, un dinamismo nuevo destinado a manifestarse
en el plano de nuestras actividades cotidianas (Rom. 6:4). El hecho de ser vida eterna no
significa que su ámbito se halle tan sólo en el más allá. Viene de la eternidad y a la
eternidad va, pero se inserta en el tiempo y en el espacio, se encarna en la experiencia
de los redimidos, y quiere hacerse presente con ellos y por medio de ellos en la
comunidad, en la cultura, en el mundo, en la historia. ¡Esto es renovación! ¡Que el
creyente en Cristo sea como un punto tangencial, donde se unen el tiempo y la
eternidad, y que sus pasos vayan dejando huellas de lo eterno por la senda de la vida!
¡Esto sí es una gran novedad!

II
Renacidos en Cristo

Hemos visto que la palingenesia puede significar también un nuevo nacimiento, y


no es de extrañar, por lo tanto, que la regeneración se presente en el Nuevo Testamento
como un renacer espiritual: la entrada en un nuevo orden de existencia, el comienzo de
una nueva calidad de vida.

La necesidad del nuevo nacimiento


Nada mejor para hablar de esta necesidad que referirnos al célebre caso del
maestro Nicodemo, a quien, siendo uno de los mejores judíos de su tiempo, le era
necesario nacer otra vez (Jn. 3:1-12).
Mucho podría decirse en favor de Nicodemo. Por ejemplo, notamos que él era un
hebreo de hebreos, un miembro de la nación escogida de Dios. Mas para entrar en el reino
de los cielos no basta con haber nacido de la simiente de Abraham. El reino no se
hereda de padres a hijos, aunque se trate del pueblo de los pactos antiguotestamentarios.
Lo mismo puede decirse de la Iglesia. El hecho de nacer en el seno de una familia
cristiana no da carta de ciudadanía en el reino de Dios. Se ha dicho que Dios es Padre,
pero no abuelo. El no tiene nietos.6 Tampoco está El levantando una «casa real» o dinastía
basada en parentescos humanos. Aparte de la sangre de Cristo no hay sangre, por
«azul» que parezca, que convierta al pecador en un hijo de Dios.
Esta verdad debe repetirse constantemente en nuestras iglesias para beneficio de
las nuevas generaciones de así llamados «creyentes evangélicos». Puede haber una gran
diferencia cualitativa y cuantitativa entre la «comunidad evangélica» y la comunidad del
reino. Las estadísticas las conoce Dios. Pero debemos preguntarnos si la lista de
nacimientos físicos en nuestras congregaciones es mucho mayor que la de los nacimientos
espirituales. Evidentemente necesitamos renovación, que en este caso es regeneración.
Para entrar en el reino de Dios no basta con pertenecer a la mejor religión del
mundo, que en los días de Nicodemo era la judía. El fariseo estricto, celoso de Dios,
instruido conforme a la ley de los Padres de la gran nación hebrea, tiene que nacer
otra vez. Nicodemo ha nacido judío en cuanto a su fe; ahora tiene que nacer cristiano,
si quiere ver el reino de Dios. Muchos solamente han nacido «protestantes» o
«evangélicos» en lo que toca a su filiación religiosa. Necesitan nacer como auténticos
hijos de Dios. Algunas personas en la América Latina dicen que prefieren morir en la
religión de sus padres. ¡Cuidado! Eso puede significar morir eternamente.
Vivir una vida moral no basta para entrar en el reino de Dios. Nicodemo pertenecía
a la secta de los fariseos, la cual, según San Pablo el ex-fariseo, era «la más rigurosa» del
judaísmo. Se supone que Nicodemo era uno de los mejores fariseos de aquella época, un
hombre de conducta intachable ante los ojos de su pueblo. Pero le es necesario nacer
otra vez. Es muy fácil para una persona encastillarse en su propia justicia y esperar el
cielo como la recompensa debida a su buen comportamiento. Se da en nuestro mundo la
paradoja de protestantes —dizque herederos de la reforma religiosa del siglo XVI— que
esperan salvarse a base de su fidelidad. Parecen estar comprando a plazos un lugar en el
reino de Dios. Olvidan que en el Evangelio de Cristo no existen como fundamento de
salvación las fórmulas de obras más fe, o de fe más obras, lo cual se conoce en teología
como sinergismo. Estos protestantes necesitan la revelación y la renovación que trae el
mensaje de la abundante gracia de Dios.
El hecho de poseer profundos conocimientos religiosos no basta para entrar en el
reino de Dios. Nicodemo era «maestro de Israel», experto en las Escrituras del Antiguo
Testamento y en las tradiciones religiosas de su pueblo. Era un teólogo, un erudito del
judaísmo. Sin embargo, tenía que nacer otra vez. Haber leído la Biblia de cubierta a
cubierta, conocer los diferentes sistemas religiosos, dominar el pensamiento de teólogos
antiguos y modernos y tener la capacidad de reflexionar sobre el cristianismo a la luz
de la filosofía y de las ciencias sociales y naturales, no garantiza la entrada en el reino
de Dios. ¡Es imperativo nacer otra vez! Sin duda hay teólogos que todavía necesitan esta
renovación, es decir, su regeneración.
Ser un activista religioso tampoco es pasaporte seguro para entrar en el reinado de
Dios. Nicodemo era «maestro de Israel». Se había impuesto la tarea de comunicar
fielmente a sus contemporáneos las tradiciones espirituales del judaísmo. Había tomado
muy en serio la religión para sí mismo y para los demás. Era dinámico en la expresión
de su fe. Pero tenía que nacer otra vez. No hay sustituto adecuado para el nuevo
nacimiento. Es posible participar hasta el cansancio en las actividades de la iglesia y no
hallarse todavía en el reino de Dios. Quizá la «experiencia» que algunos o muchos de los
«cristianos renovados» dicen haber alcanzado haya sido su propia regeneración.
También es necesario reconocer que el solo hecho de creer en milagros y esperar
que éstos se realicen no es suficiente para entrar en el reino de Dios. Siendo un fiel
fariseo Nicodemo incluía lo milagroso en su esquema teológico. No estaba de acuerdo
con los saduceos en su negación de lo sobrenatural. Además discrepaba con sus colegas
fariseos que atribuían a Satanás los milagros realizados por Cristo. Para Nicodemo esos
milagros son evidencia del poder divino, aunque hayan ocurrido fuera del ámbito de su
propia secta. No hay mezquindad ni incredulidad en su corazón. Por supuesto, al igual
que sus compatriotas, parece dejarse impresionar más por los milagros que por la palabra
de Cristo. Es un miembro auténtico del pueblo que pide «señales» (1ª Cor. 1:22). Pero su
deseo de conversar respetuosamente con Jesús y luego su determinación de identificarse
con El en la hora de la adversidad (Jn. 7:45-52; 19:39), le separan de la «generación
mala y adúltera» que sólo demandaba «señal» sin el propósito de llegar al
arrepentimiento (Mt. 12:38-42). Sin embargo, Nicodemo tenía que nacer otra vez.
En cierto sentido el despertar entre muchos cristianos de un nuevo interés por lo
milagroso debe regocijarnos. A lo menos puede verse que no toda la cristiandad se ha
rendido al ataque del naturalismo y del materialismo de un mundo que está dándole las
espaldas a Dios. Según algunos teólogos vivimos ya en la época de «la ciudad secular»,
en la que el antiguo concepto teísta ha sido superado. El hombre moderno —dicen— ha
llegado a la mayoría de edad y no necesita del Dios tradicional para responder a las
preguntas acuciantes de su existencia. Todo lo que antes explicaba a base de milagros
ahora cree entenderlo por medio del racionalismo, o del empirismo, o de la filosofía
existencial.
«¡Dios ha muerto! ¡Vosotros lo habéis matado!», gritó con júbilo el filósofo alemán
Federico Nietzsche, y su acusación ha llegado hasta nosotros con renovado vigor en la
teología del secularismo y de la muerte de Dios. Ciertamente, para miles y millones de
nuestros contemporáneos Dios como si estuviera muerto. Solamente hace falta
enterrarlo.
Es triste constatar que el saduceísmo (el rechazo de lo sobrenatural) ha permeado
aun el pensamiento de personas que se autodenominan cristianas. En algunas iglesias se
enseña más el humanismo que el auténtico cristianismo, cuya proclama incluye la resu-
rrección de su Fundador.
Por otra parte, un gran oleaje de sobrenaturalismo demoníaco ha invadido al
mundo occidental. El ocultismo en sus diferentes formas cautiva cada día multitud de
mentes y corazones. El culto a los demonios, y a Satanás mismo, cuenta ya con
muchos adherentes en grandes centros urbanos del norte.de América. Estudiantes y
profesores universitarios se hallan entre los adoradores del príncipe de las tinieblas.
Frente a esta situación tan angustiosa es alentador saber que hay personas que
todavía creen en el Dios de la Biblia y le buscan de todo corazón en espera de alguna
«señal» que les confirme en la fe. Pero debemos enseñar a las gentes que creer en
milagros no basta para entrar en el reino de Dios. Necesitan renovación interior. Nacer
otra vez es muchísimo más importante y urgente que hablar en otras lenguas, sanar
enfermos o tener autoridad para reprender y expulsar demonios. Jesucristo dijo:

No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el
que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel
día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera
demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca
os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad (Mt. 7:21-23).

Según parece, muchos se encontrarán en el infierno con los mismos demonios que
han expulsado aquí en la tierra. Es muy posible creer en milagros, y aun hacerlos, y
todavía perderse para siempre. En verdad, es imperativo nacer otra vez.
Antes de dejar esta reflexión sobre la necesidad del nuevo nacimiento vale la pena
expresar una idea Que es de suma importancia en el contexto de la teología
contemporánea. Es la siguiente: Ser un miembro de la raza humana no basta para
entrar en el reino de Dios. Nicodemo era un hombre, un ser humano, una criatura de
Dios; sin embargo, tenía que nacer otra vez. «Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo
que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que dije: Os es necesario
nacer otra vez.» Aquí no se le da cabida al universalismo, cuyo rostro complaciente vemos
asomarse con tan frecuencia en la teología de vanguardia de católicos y protestantes. El
reino de Dios es incluyente y excluyente. Abarca a todos los que han nacido del Espíritu,
deja fuera a todos los que no han nacido otra vez. «De cierto, de cierto te digo, que el
que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios...; el que no naciere de agua y
del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios.» La universalidad del reino no es el
universalismo que anuncia la salvación de todos los hombres, por la sola razón de que
son humanos, o por cualquier otro motivo de carácter sentimental. A todo hombre le
es necesario nacer otra vez.

El método del nuevo nacimiento


En cuanto a su naturaleza y su método el nuevo nacimiento se halla en profundo
contraste con el nacimiento físico. Así lo enseña Jesús en términos inequívocos. Cuando
Nicodemo pregunta: «¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar
por segunda vez en el vientre de su madre y nacer?», la respuesta categórica del Maestro
es: «De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no
puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es
nacido del Espíritu, espíritu es» (vs. 5-6).
Cristo está hablando de un nacimiento espiritual, que viene de «lo alto» (ánozen).
Los que nacen de nuevo no han sido «engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni
de voluntad de varón, sino de Dios» (Jn. 1:13). En su Primera Carta, el apóstol Juan
repite este mismo concepto. «Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de
Dios; y todo aquel que ama al que engendró, ama también al que ha sido engendrado por
él» (1ª Jn. 5:1). Siete veces aparece en esta epístola la expresión «nacidos de Dios»,
acompañada de ciertas evidencias de la nueva vida en El (2:29; 3:9; 4:7; 5:1, 4, 18).
Pertenece el nuevo nacimiento a la esfera del espíritu. Es de naturaleza celestial,
de origen divino, e introduce al creyente en el reino de Dios. El contraste no podía ser
mayor con el nacimiento físico, el cual se efectúa por voluntad humana y nos hace
miembros de una familia terrenal.
El Señor Jesucristo es aún más específico en su descripción del hecho de nacer otra
vez cuando agrega: «el que no naciere de agua y del Espíritu no puede entrar en el
reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu,
espíritu es». La interpretación de estas palabras es más difícil de lo que a simple vista
podría parecer. Uno de los problemas es determinar el significado del nacer «de agua».
Para algunos, Cristo quiso dar a entender el rito bautismal, y para otros, el poder
purificador y regenerador de la Palabra de Dios.
Según el teólogo protestante Oscar Cullman, «el nuevo nacimiento ligado al
bautismo es una concepción compartida por todo el cristianismo primitivo»,7 y agrega que
las palabras de Cristo en Jn. 3:3-8 tienen un paralelo en el texto de Tito 3:5:

... nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su
misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu
Santo.

Los teólogos católico-romanos insisten que el término «regeneración», en este pasaje,


tiene parentesco con el de «renacidos», en 1ª Ped. 1:3, 23, y que ambas ideas son
equivalentes a las de «nueva creación» (2ª Cor. 5:17) y «nuevo nacimiento» (Jn. 3).
También Joachim Jeremías cree que palingenesía se aplica al bautismo en Tito
3:5, y que esto se debe a que ya el judaísmo enseñaba que el prosélito era en la
conversión, la cual expresaba bautizándose, igual «a un niño recién nacido», era como
«creado nuevamente».8 En cuanto a este bautismo de prosélitos, J. Dey explica:

El baño de inmersión de los prosélitos era originariamente un lavatorio para


quitar la impureza del tiempo gentil. En el siglo i d. C. adquirió mayor importancia,
junto con la circuncisión... Pero tampoco en este sentido produce el bautismo de los
prosélitos efecto alguno de salud, sino que es un signo del paso al judaismo, que
tiene por consecuencia los efectos jurídicos y levíticos.9

Por supuesto, siendo Nicodemo un fariseo pudo haber evocado de inmediato el


bautismo de prosélitos cuando Jesús le habló de «nacer otra vez de agua y del Espíritu».
También podría recordar el bautismo de Juan —el precursor—, o el que practicaban los
discípulos de Jesús. Todo esto queda en el terreno de la mera especulación.
Que los escritores del Nuevo Testamento no necesitaban tomar del paganismo ni
del judaísmo tardío la idea del nuevo nacimiento es indiscutible. Ausejo opina que ellos
encontraron esta doctrina en el Antiguo Testamento y en la predicación de Jesús.10
Sin embargo, también es cierto que Cristo y sus discípulos se valen de vocablos de
uso corriente en el judaísmo y en el mundo gentil y les dan un nuevo significado que es
indispensable tener muy en cuenta para la correcta interpretación del Nuevo Testamento.
Lo mismo puede decirse de ciertas prácticas o costumbres que sirven para expresar e
ilustrar el contenido del Evangelio. Tal sería el caso de la palabra palingenesia y del
bautismo de prosélitos en el judaísmo.
El trasfondo paleotestamentario para la enseñanza de Jesús sobre el nuevo
nacimiento, y que Nicodemo, «maestro de Israel», debía conocer, se halla en pasajes como
el del capítulo 36 de la profecía de Ezequiel:

Y os tomaré de las naciones, y os recogeré de todas las tierras, y os traeré a


vuestro país. Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas
vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nuevo, y
pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de
piedra, y os daré un corazón de carne, y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y
haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra
(vs. 24-27).
Según el profeta, solamente Yavé, por medio de su Espíritu, puede producir un
cambio radical en el corazón de su pueblo. Jesús dice: «El que no naciere de agua y del
Espíritu.» Escribir aquí Espíritu, con mayúscula, como en nuestra versión castellana, es
traducir e interpretar a la vez. Pero el texto de Tito 3:5 respalda este proceder al
declarar que la renovación se realiza «en el Espíritu Santo».
Recogemos así el tema de que el nuevo nacimiento es solamente la obra de Dios.
Así lo entienden los exegetas católicos y protestantes. Por ejemplo, Joachim Jeremías
declara que «no existe ningún re-nacimiento que sea obrado por los hombres. Dios, uno
y trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es quien realiza en el bautismo el milagro del
renacer.»11 De manera semejante se expresa A. Winkerhaus en relación con el significado
de «nacer otra vez», «renacidos» y «regeneración».12
Sin embargo, la tendencia general es la de incluir en los pasajes que hablan de la
renovación por el Espíritu y la unión con Cristo el rito bautismal, sin dar margen a la
posibilidad de que para ilustrar una verdad espiritual los escritores del Nuevo Testamento
estuviesen sencillamente valiéndose de palabras que comúnmente significaban un rito o
ceremonia, pero que en el contexto cristiano podían adquirir un significado más profundo,
espiritual. ¿No existe el peligro de restarle fuerza a grandes verdades de la vida
cristiana cuando se le da énfasis a lo ceremonial en la interpretación de pasajes como
Romanos 6:1-14; Efesios 4:22-23; 5:25-27; Colosenses 2:8-15; 3:15-17, y Tito 3:5?
Lo que se halla fuera de toda duda es que aun si se concediese que Cristo estaba
refiriéndose al bautismo de agua en su conversación con Nicodemo, quedaría en pie el
hecho de que el nacimiento mismo «viene de lo alto». El bautismo puede ser señal, o
símbolo, de la obra interior efectuada por el Espíritu en la persona que acepta el
Evangelio, o público testimonio de fe en el Señor, como lo practicaban los conversos en la
comunidad cristiana primitiva (Libro de los Hechos); pero no es el medio de la regene-
ración interior, la cual en su totalidad viene de Dios.
El apóstol Pablo subraya también esta verdad. El contexto de Tito 3:5 es
eminentemente soteriológico; nos enseña que el hombre entra en el ámbito de la salvación
debido a la bondad, el amor y la misericordia de Dios.

Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para


con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho,
sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración, y por la renovación
en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo
nuestro Salvador, para que justificados por su gracia, viniésemos a ser herederos
conforme a la esperanza de la vida eterna (3:4-7).

Todo es de pura gracia. La renovación es un don que Dios gratuitamente ofrece y


que el hombre recibe por la sola fe, no a cambio de algo que éste pueda dar o hacer, así
sea el lavamiento exterior en las aguas bautismales. Es verdad que la persona puede en
el momento de su bautismo ejercer la fe que recibe la salvación; sin embargo, también le
es posible apropiarse por la fe de la salvación y ser regenerada antes o después del
bautismo. Normalmente se espera que la fe preceda al bautismo y no el bautismo a la
fe.
El nuevo nacimiento y el bautismo de agua no tienen que ocurrir simultáneamente. La
condición para salvarse —si condición puede llamársele— es la fe sola, y no fe más
bautismo, aun cuando este último se torna mandamiento ineludible para el que cree
en su corazón que Jesucristo es el Salvador y el Señor. Pero no se pierde eternamente el
que no fuere bautizado, sino el que no creyere que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios
viviente (Jn. 3:16, 36; 20:31; Mr. 16:16). Los que creen en su Nombre son hechos hijos de
Dios (Jn. 1:12-13).
La otra forma de interpretar las palabras de Crispo en cuanto al método del nuevo
nacimiento es la de identificar el «agua» con la Palabra de Dios como agente en la
regeneración. En apoyo de esta tesis Se cita Efesios 5:26: «para santificarla,
habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra». El «lavamiento» aquí
mencionado se relaciona con el de Tito 3:5, donde el concepto de regeneración es evidente.
Además se acude a 1ª Pedro 1:23, que dice: «siendo renacidos, no de simiente
corruptible, sino de incorruptible, por la Palabra de Dios que vive y permanece para
siempre». Esta idea es básicamente la misma de Santiago 1:18: «El, de su voluntad nos
hizo nacer por la palabra de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas.»
Es claro que todavía cabe preguntar si Cristo en verdad quiso darle al «agua» ese
significado y si Nicodemo lo entendió así. Pero los textos citados parecen muy
convincentes, a pesar de que los teólogos partidarios de la interpretación sacramental
digan que también estos versículos se refieren al bautismo.
Sintiéndose quizá presionados por las dificultades que le salen al paso a las dos
interpretaciones arriba mencionadas, hay quienes dicen que las palabras «de agua y del
Espíritu» indican el nacimiento físico («de agua») y el nacer otra vez («del Espíritu»).
Para entrar en el reino —dicen estos intérpretes— es necesario nacer dos veces: de agua y
del Espíritu. El «agua» significaría literalmente la que acompaña a la criatura al salir
del vientre materno, y se constituiría en el símbolo del nacimiento físico o natural. Lo
nacido «de la carne» sería equivalente de lo nacido «de agua».
Esta interpretación puede ser muy ingeniosa, pero encierra mayores problemas que
las dos tesis anteriores. No parece tener apoyo ni en el contexto inmediato ni en el mediato.
Además vienen las preguntas: ¿Es éste el sentido que Cristo le dio al «agua»? ¿Lo
entendió así Nicodemo? ¿Era necesario mencionarle a Nicodemo el nacimiento físico
como una condición para entrar en el reino?
Llegado el momento de optar, así sea por el momento, el que escribe estas líneas
prefiere la segunda tesis, sin dejar de reconocer las posibilidades hermenéuticas de la
primera.
No es posible explicar a cabalidad el cómo del nuevo nacimiento. Pero el nacer
otra vez no es irreal por el solo hecho de ser inexplicable. Hay en nuestra experiencia
personal y social, y en el universo que nos circunda, realidades que no podemos
demostrar en términos matemáticos. Sin embargo, en este caso no decimos que es ficticio
todo aquello que es inexplicable.
No es irracional creer en el nuevo nacimiento, pero tampoco es dado razonar esta
realidad como algunos quisiesen que lo hiciéramos. Si pudiésemos hacerlo así no sería ya
un asunto de fe sino de puro racionalismo. Pertenecería, entonces, al mundo de «la
carne», no al «del Espíritu».
Es interesante notar que la palabra «misterio» sigue ocupando lugar prominente
en el léxico teológico, a pesar de los esfuerzos que se han hecho para arrancarla de allí.
Hay teólogos contemporáneos que están usándola sin sonrojarse, aunque algunos de
ellos le dan, quizá, un significado nuevo, existencial. De cualquier manera que lo hagan,
lo cierto es que al asomarse a la ribera de lo insondable sólo han Podido exclamar:
¡Misterio!
«El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a
dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu.» Es imposible explicar del todo el
origen y la naturaleza del nuevo nacimiento, pero sí podemos oír «su sonido» en las
evidencias de una vida verdaderamente transformaba por el Espíritu de Dios. De esto
hablaremos más delante. Por ahora nos interesa ver lo que sucede en el momento de
la regeneración.

Resultados inmediatos del nuevo nacimiento


Ya hemos subrayado en Tito 3:5 los vocablos palingenesía (regeneración) y
anakaínosis (renovación); y hemos dicho que este último término se usa en otros pasajes
del Nuevo Testamento para expresar el cambio progresivo, práctico y profundo que Cristo
efectúa en la vida de sus seguidores. Pero en Tito 3:5, anakaínosis nos da a entender que
la obra realizada por el Espíritu Santo en el nuevo nacimiento es también una
renovación. Por lo tanto, es posible decir que todo aquel que ha nacido de nuevo ya es
un creyente renovado. En cuanto a su nueva posición y sus nuevas posesiones en Cristo,
ya ha alcanzado la renovación; no tiene por qué andar en busca de ella. Desde el punto
de vista del nuevo nacimiento no hay lugar en la doctrina bíblica para «creyentes no
renovados». Todo verdadero hijo de Dios está ya renovado.
El significado de esta renovación debe estudiarse a la luz del Nuevo Testamento.
Mucho podría decirse sobre lo que acontece cuando una persona confía en Cristo,
aceptándole como el único Salvador. En su libro titulado Salvación, L. S. Chafer
enumera treinta y tres bendiciones que el hombre recibe en el momento mismo de creer en
Cristo.13 Aquí nos limitaremos a mencionar tres grandes realidades que en el Nuevo
Testamento se hallan directamente vinculadas al concepto de nuevo nacimiento, esto es, la
nueva relación filial, la nueva fraternidad y el nuevo hombre en Cristo.
Hijos de Dios. — Por medio del nacimiento físico llegamos a ser miembros de una
familia terrenal Cuando nacemos de lo alto somos hechos hijos de Dios.

Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio
potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni
de voluntad de varón, sino de Dios (Jn. 1:12-13).

La paternidad de Dios tiene varios aspectos. En cuanto a Originador, El es el Padre


de toda la creación. En la Carta de Santiago se le llama «el Padre de las luces» (1:17),
es decir, de los astros, de los cuerpos que brillan en el firmamento. A los ángeles se les
llama «hijos de Dios» (Job 1:6; 2:1). Según Hebreos 12:9, El es «el Padre de los
espíritu», o sea el Creador de la parte inmaterial del hombre. El profeta Malaquías
exclama: «¿No tenemos todos un mismo padre? ¿No nos ha creado un mismo Dios» (Ma-
laquías 2:10). Por supuesto, en cuanto a su origen todos los hombres pudieran decir lo
mismo.
Otro aspecto de la paternidad de Dios lo vemos en el libro de Éxodo, donde
Jehová se presenta como el Padre del pueblo israelita: «Y dirás a Faraón: Jehová ha
dicho así: Israel es mi hijo, mi hijo primogénito» (4:22). También leemos en Deuteronomio
32:6: «¿Así pagáis a Jehová, pueblo loco e ignorante? ¿No es él tu padre que te creó?» El
pueblo como un todo es el hijo de Dios. En este caso la paternidad divina parece
significar mucho más que poder originador; se manifiesta en el círculo de la elección
divina y del afecto especial de Dios para un pueblo que El ha escogido entre todas las
naciones para que sea su «hijo», su «primogénito». Sin embargo, la figura de lenguaje que
prevalece en el Antiguo Testamento para describir la relación familiar de Jehová con
Israel, no es la de Padre e hijo, sino la de Esposo y esposa (Os. 2). El israelita no ora a
Dios llamándole Padre, sino Señor.
El Antiguo Testamento nos eleva a alturas inconmensurables cuando nos revela en
el Salmo segundo que Dios tiene un Hijo, el Mesías de Israel. A través de los siglos la
Iglesia le ha dado a este pasaje bíblico una interpretación trinitaria. El Rey, se ha dicho,
es la segunda Persona de la Trinidad. Consecuentemente, los credos cristianos han
afirmado que hay un solo Dios, pero que en la unidad de la esencia divina hay tres
Personas distintas en subsistencia: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. «Ado-
ramos a la Unidad en la Trinidad, y a la Trinidad en la Unidad, sin confundir las
Personas, ni dividir la esencia.»
La venida de Cristo al mundo nos lleva más cerca de este misterio trinitario. El
Logos eterno se hace carne, establece su tabernáculo entre los hombres y vive entre
ellos lleno de gracia y de verdad, como el revelador del Padre, a quien nadie ha visto
jamás (Jn. 1:14, 18).
Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios en un sentido único, incomparable (Jn. 3:16; Mt.
3:17). Abraham tuvo varios hijos (Gn. 16:1-4; 25:1-6), pero de Isaac se dice que era «su
unigénito» (monogené, Heb. 11:17). Así el Padre Celestial tiene muchos hijos, pero Cristo es
su Hijo de manera muy especial, única, y, por lo tanto, su Unigénito (monogené, Jn.
3:16). En Juan 20:17 Jesucristo dice: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a
vuestro Dios.» Estrictamente hablando, Cristo no está con nosotros en el mismo nivel de
relación filial con el Padre, aun cuando en su humanidad El viene a ser «en todo
semejante a sus hermanos» (Heb. 2:17). El es el Hijo Amado en quien el Padre tiene su
complacencia (Mt. 3:17), el Dios-Hombre verdadero, quien es una sola cosa con el Padre
(Jn. 10:30), en tal grado que puede decir; «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre»
(Juan 14:9).
En su propio nivel de relación filial con el Padre, los creyentes en Cristo son
también hijos de Dios en un sentido especial, individual, personal, no sólo por creación,
sino también por re-creación. Esto no puede afirmarse de aquellos que no han nacido otra
vez. Joachim Jeremías escribe:

Vemos, además, que la denominación de Dios como «vuestro Padre», y según


la tradición más antigua, Jesús la aplicó únicamente con referencia a sus discípulos,
y nunca a los de fuera. Esto nos enseña que Jesús, en la paternidad de Dios, no vio
nada obvio, ni mucho menos algo que todos los hombres poseyeran en común, sino un
privilegio de sus discípulos, un privilegio del que él habló sólo en la enseñanza a sus
discípulos y únicamente en ocasiones especiales: la paternidad de Dios se da tan
sólo en la esfera de la «basileía» (reino).14

El apóstol Juan nos enseña que los creyentes en Cristo han sido engendrados no «de
sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios» (Jn. 1:13). En
griego, el verbo que nuestra versión castellana traduce: «son engendrados», es un aoristo
(eguennétesan). Mediante el verbo aoristo el escritor puede contemplar una acción en su
totalidad, como un solo evento, sin tener en cuenta su duración.15 A la luz del contexto en
Jn. 1:12-13 es posible traducir el verbo eguennétesan como un evento ya realizado, o
completo: «fueron engendrados». En relación con el nuevo nacimiento se usa también el
aoristo en Tito 3:5 (ésosen, «nos salvó») y en Santiago 1:18 (apekúesen, «nos hizo nacer»).
Los que creen en el nombre de Cristo ya «fueron engendrados» por la Palabra de verdad
(Stg. 1:18; 1ª Ped. 1:23), en el poder del Espíritu Santo (Tito 3:5). Ya son hijos de Dios.
La certeza de nuestra relación filial con el Padre nos la da el testimonio externo,
objetivo, de la Palabra escrita (Jn. 1:12-13, etc.), y el testimonio interno del Espíritu
Santo: «El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios»
(Rom. 8:16). Con cuánta razón el apóstol Juan exclama:
Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero
sabemos que cuando él se manifieste seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él
es (1ª Jn. 3:2).
A pesar de que no somos todavía lo que debiéramos ser, ni mucho menos lo que
llegaremos a ser, ya somos hijos de Dios. El niño recién nacido ya es hijo de su padre,
aunque no revele todavía los rasgos físicos que ha heredado de él. En realidad, algunos
niños se ven débiles y no muy atractivos al momento de nacer, pero tienen el potencial
para desarrollarse y llegar a ser personas adultas, sanas, fuertes y aun hermosas.
Nosotros estamos en el proceso de crecer, de desarrollar el potencial que hemos recibido de
nuestro Padre que está en los cielos.
Pero aun cuando no hemos sido transformados todavía a la misma imagen y
semejanza de su Hijo Jesucristo, El nos ha elevado ya a la posición de hijos adultos,
con todos los honores y privilegios que corresponden a este rango. Según algunos escritores
esto hacía el noble romano en un acto público de adopción, cuando su hijo alcanzaba
cierta edad. Y San Pablo nos dice que en Cristo hemos recibido la adopción de hijos, y
de ello da testimonio el Espíritu que clama dentro de nosotros: ¡Abba, Padre! (Gal. 4:5-
6). Estamos en la casa del Padre, no como niños, bajo tutores, ni mucho menos como
esclavos, sino como hijos, y si hijos, también herederos con Cristo (Gal. 4:7). El
esclavo «no queda en la casa para siempre». Podían venderlo, o cambiarlo por otro, o
echarlo, o aun darle muerte. El hijo «sí queda para siempre» (Jn. 8:35).
¡Somos hijos del Rey! Y es lástima que pudiendo vivir siempre como príncipes
vivamos a veces, en nuestra vida espiritual y moral, como mendigos. Pero así como en el
famoso relato del príncipe y el mendigo aquél no dejó de ser lo que era por haberse
cubierto temporalmente con las ropas del pobre plebeyo, tampoco nosotros podemos dejar
de ser lo que somos, hijos de Dios. Sin embargo, precisamente porque lo somos y lo
seguiremos siendo, hemos de arrojarnos en los brazos de la misericordia y el poder
divinos para vivir a la altura de nuestra posición en todo tiempo y lugar.
Hemos sido aceptos en el Amado con todos los privilegios, derechos y
responsabilidades de un hijo. Cuando seamos semejantes a El no seremos sus hijos en
mayor grado que ahora, como tampoco somos hoy sus hijos en mayor grado que ayer.
Nuestros hijos en este mundo no lo son en mayor o menor grado Según nos den motivo de
vergüenza o de honra. Siempre son nuestros hijos. La relación filial es inmutable e
indestructible.
En cuanto al Padre Celestial podemos ser hijos obedientes (1ª Ped. 1:14) o
desobedientes. Si le desobedecemos, nos castiga —y esto es señal de que nos ha recibido
como hijos (Heb. 12:1-11)—, pero no nos desecha, no da por cancelada la relación filial.
De otro modo tendríamos que nacer otra vez, y ya hemos dicho que la Escritura habla de un
nuevo nacimiento, no de múltiples nuevos nacimientos en la existencia de un individuo.
Es maravilloso pensar que siendo hijos del padre de la mentira llegamos a ser, en
Cristo, hijos del Padre de la Verdad. De hijos del reino de las tinieblas pasamos a ser
hijos del reino de la luz. Cuando éramos hijos de ira, como todos los demás, El nos llamó
a ser sus hijos para siempre, y la condenación se nos cambió en salvación. Ahora somos
hijos en el Hijo de Dios. ¡Esto es renovación!
Hermanos en Cristo. — El mundo de hoy, como el de siempre —desde el día
cuando Caín le dio muerte a su hermano—, sufre el flagelo de las pasiones que conducen
a los hombres a matarse unos a otros, en tiempos de guerra y en tiempos de «paz».
Frente a este cuadro desgarrador que la Humanidad ofrece, hablar de hermandad puede
parecer ridículo a los que a fuerza de esperar en vano por un cambio en las relaciones
humanas se han hundido en el pesimismo.
Ciertamente, la palabra fraternidad no pasa de ser para millones de seres humanos
un bello adorno retórico: derroche de pirotecnia verbalista en discursos académicos u
oficialistas; artificio homilético en el pulpito cristiano; instrumento demagógico de
mesianismos políticos de última hora.
Mientras tanto, aun aparte del oleaje de violencia que se ha desatado por todas
partes, el hombre contemporáneo culto, refinado y pacífico parece seguir alienándose de
sus semejantes. Especialmente en las grandes urbes —el imperio de la tecnópolis— la bre-
cha entre hombre y hombre va profundizándose, y se da allí la paradoja de personas
que, viviendo en medio de multitudes, sufren de soledad angustiosa, acongojante, como
islas perdidas en un mar humano. Duele el alma cuando se piensa en tantos hombres y
mujeres que mueren como entes ignorados, anónimos, en un rincón de la enorme
metrópolis, donde es muy fácil perder todo sentido de identidad personal.
Cabe también mencionar aquí los efectos alienantes de un orden social injusto que
promueve la explotación del hombre por el hombre y permite actitudes y actos
discriminatorios que niegan abierta o solapadamente los derechos humanos.
Con cuánta razón muchos reconocen que alienarse del prójimo no es una actitud
auténticamente humana; y la frustración y el desengaño en la búsqueda de la
fraternidad no han podido destruir el anhelo íntimo de encontrarla y disfrutarla. Porque
el hombre es hombre le es imposible renunciar del todo a este anhelo. Según el Nuevo
Testamento, la respuesta a esta necesidad tan nuestra, tan humana, se halla en Jesucristo,
quien vino no únicamente a disertar sobre la fraternidad, ni tan sólo a ejemplificarla, sino
a hacerla posible para todos los que creen en El.
El nuevo nacimiento no es puerta de entrada a una vida solitaria. No nos separa de
nuestros semejantes. Es el pecado el que nos ha alienado de ellos. El nuevo nacimiento nos
lleva a vivir en comunidad, haciéndonos miembros de la familia de Dios (Ef. 2:19), una
familia que no tiende a contraerse, a estrecharse dentro de muros infranqueables, sino a
expandirse continuamente, por todos los rumbos, hacia todos los hombres, con el mensaje
de amor fraternal.
Al nacer otra vez podemos ver el reino de Dios, y, lo que es más importante, nos es
dado ver al Dios del reino. Le vemos a El no sólo como nuestro Padre sino también como
el Padre de muchos otros que por ser sus hijos resultan ser nuestros hermanos. No hay
Cristiano que sea hijo único del Padre Celestial. La Paternidad divina en Cristo presupone
la fraternidad humana en El.
Los judíos tenían el concepto de hermandad, pero la limitaban al ámbito de su
propia raza. Desconocían la fraternidad espiritual de los que han nacido otra vez y que
se desborda jubilosa a todos los pueblos del orbe. Tenía que venir el Cristo para que
fuese posible la relación fraternal de alcances universales. En el Sermón del Monte, El
enseñó a las gentes a mirar a Dios como el Padre justo y bondadoso a quien se le puede
llamar «Padre nuestro que estás en los cielos». Al invocarle así el que ora se siente hijo
y, a la vez, hermano. «Padre mío» es testimonio de relación filial; «Padre nuestro» lo es de
relación filial y fraternal.
Los discípulos hubieran podido aceptar el Padrenuestro y repetirlo innumerables
veces sin salir del estrecho círculo de los prejuicios judaicos. Pero aun antes de su muerte
el Maestro les da a entender, por palabra y hecho, que su misión liberadora romperá los
diques del judaísmo y se extenderá al mundo gentil.
Hay un momento solemne cuando El dice: «Porque todo aquel que hace la voluntad
de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, y hermana, y madre» (Mt.
12:50). El va a las regiones de Tiro y de Sidón, le concede a una mujer cananea su
súplica y elogia su fe (Mt. 15:21-28), como había encomiado la de un centurión cuyo
siervo fue sanado milagrosamente. «De cierto os digo, que ni aun en Israel he hallado
tanta fe» (Mt. 8:10). El está dispuesto a pasar por Samaria y relacionarse con aquella
gente de raza mixta que para los judíos era despreciable (Jn. 4). Al describir la misión
del Buen Pastor indica que hay «otras ovejas» que no son «de este redil», pero que son de
El y que habrá de traerlas para que haya un solo rebaño y un solo pastor (Jn. 10). Y
cuando le anuncian que unos griegos desean verle, se conmueve profundamente y habla
del sacrificio que ofrecerá por todos, incluyendo, se sobreentiende, a los gentiles que
andan en busca de El (Jn. 12:20-36). En su oración sumosacerdotal menciona a los que
creerán por el testimonio de los discípulos y le pide al Padre que todos ellos sean uno
en El (Jn. 17).
Después de su resurrección, y antes de su ascensión al cielo, envía a los suyos a
predicar el Evangelio por todo el mundo: en Jerusalén, por toda Judea y Samaria, y hasta
lo último de la tierra (Hech. 1:8).
En el libro de los Hechos, los discípulos siguen llamando «hermanos» a sus
connacionales —sus hermanos «según la carne»—, pero cuando el Evangelio llega a los
gentiles le dan al término adelfós (hermano) su significado netamente cristiano. Judíos y
gentiles han entrado en una nueva hermandad que no tiene su razón de ser en nexos
humanos, así sean éstos familiares, raciales o culturales. Es la fraternidad de los que han
nacido de nuevo, en la energía del Espíritu Santo, en el poder de la Palabra de Dios.
No fue fácil al principio para los discípulos abrirse al mundo gentil. Que llegasen
ellos al punto de llamarle «hermano» a uno que no era hijo de Abraham ni se sometía a la
religión judaica, fue posible solamente por el poder y la gracia de Dios. Pedro necesitó
recibir una visión especial antes de ir a predicar el Evangelio en casa de Cornelio el gentil.
No obstante ser cristiano, Pedro tenía en su corazón prejuicios muy difíciles de arrancar.
Era él un hijo de sus tiempos, moldeado por una cultura que a través de los siglos se
había endurecido en el nacionalismo mezquino y la discriminación racial. Lo peor del caso
era que esta actitud egoísta la habían sacralizado, la Creían aprobada por el Señor, así como
en tiempos recientes hubo quienes intentaran justificar la segregación racial con una
Biblia abierta en la mano.
Pedro no fue rebelde a la visión celestial, entró en la casa de Cornelio y se
regocijó en la obra del Espíritu Santo en medio de los gentiles. Después preguntó a sus
hermanos judíos: «¿Quién era yo que pudiese estorbar a Dios?» (Hech. 11:17).
Los judíos cristianos reunidos en el concilio de Jerusalén le dirigen una carta a «los
hermanos de entre los gentiles» (Hech. 15:23). ¡El primer concilio ecuménico de la Iglesia
les llama «hermanos» a los gentiles que habían creído en el Señor!
El apóstol Pablo, hebreo de hebreos, nunca dejó de amar a sus hermanos judíos —
sus «parientes según la carne» (Rom. 9:1-5)—, pero un nuevo amor había nacido en su
alma, el amor fraternal para todos los creyentes en Cristo, judíos y gentiles, los
«miembros de la familia de Dios» (Ef. 2:19). A los cristianos gentiles que vivían en Filipos,
de Macedonia, les escribe: «Dios me es testigo de cómo os amo a todos vosotros en el
entrañable amor de Jesucristo» (1:8).
Fue también obra de Dios que los gentiles se humillaran ante el Cristo de Nazaret y
les llamaran «hermanos» a los judíos creyentes en El. Las páginas del Antiguo Testamento
y de la historia secular dan testimonio del desprecio que el pueblo escogido de Dios ha
sufrido de parte de las naciones gentiles. El Judío que murió como un malhechor era
piedra de tropiezo en el camino del romano poderoso y del griego amante del saber terrenal.
Ambos podían preguntarse si de los hebreos por ellos despreciados era posible que
viniese «algo de bueno». Pero el milagro se realizó en muchas vidas gentiles, y de los
labios que tan sólo habían pronunciado palabras hirientes en presencia de un judío,
surgió el vocablo «hermano» con un acento de amor cuyo origen no era terrenal. Nacidos
de nuevo en Cristo, el judío y el gentil se encontraron a la sombra del mismo Padre,
fuerte y permanentemente enlazados por el amor hermanable.
La fraternidad cristiana rompe las barreras milenarias del judaísmo y del
gentilismo y se derrama no solamente como el rocío de Hermón que desciende sobre los
montes de Sión, sino también como aquel ungüento cuyo olor llenó toda una casa en
Betania, y salió de ella para esparcirse dondequiera el Evangelio fuese predicado. ¡Y
hasta nosotros ha llegado esta gran bendición! Por haber nacido de nuevo, ahora somos
hijos de Dios y hermanos de los hijos de Dios. ¡Esto es renovación!
El nuevo hombre en Cristo. — Uno de los temas favoritos de nuestra época
revolucionaria es el de la búsqueda del nuevo hombre, el «hombre total» de Karl Marx, o
el «hombre integral» de los líderes socialistas cubanos. Gustavo Gutiérrez, teólogo católico
de vanguardia, nos dice que el objetivo de la liberación es «crear un hombre nuevo».16
El hombre es el centro de interés como razón de ser de la revolución, como causa y
efecto de la acción liberadora. El gran cambio habrá de efectuarse por el hombre y para
el hombre. La meta propuesta es la renovación de la sociedad y la creación de un hombre
nuevo. Será una revolución definitivamente antropocéntrica. El humanismo habrá
alcanzado su hora de mayor gloria.
Cuando menos hay conciencia de que el hombre no es en la actualidad lo que
debiera ser. Se repudia el conformismo diciendo que el hombre está deshumanizado y
esclavizado. Vive en niveles infrahumanos y necesita liberarse y transformarse. Por
supuesto, según la tesis revolucionaria la causa de esta degradación del ser humano
debe buscarse en las estructuras económicas injustas de la sociedad. Los teólogos
«progresistas» —católicos y protestantes— le dan todavía un lugar al pecado en la
explicación de la problemática del hombre contemporáneo, pero, como dice Gutiérrez,

... no se trata, en la perspectiva liberadora, del pecado como realidad


individual, privada e intimista, afirmada justo lo necesario para necesitar una
redención «espiritual», que no cuestiona el orden en que vivimos. Se trata del
pecado como hecho social, histórico, ausencia de fraternidad, de amor en las
relaciones entre los hombres, ruptura de amistad con Dios y con los hombres y,
como consecuencia, escisión interior, personal... Las cosas así consideradas, se
redescubren las dimensiones colectivas del pecado... El pecado se da en
estructuras opresoras, en la explotación del hombre por el hombre, en la domi-
nación y esclavitud de pueblos, razas y clases sociales. El pecado surge,
entonces, como la alienación fundamental, como la raíz de una situación de
injusticia y explotación.17

Consecuentemente, la liberación tiene que realizarse también en el terreno


económico, político y social. Es inevitable una ruptura radical con el orden
establecido para comenzar la formación de una nueva sociedad que a la larga
habrá suprimido por completo el sistema clasista y formado un hombre totalmente
nuevo. Esta utopía que mueve al compromiso incondicional y a la acción renovadora no
se basa en mesianismos arcaicos, sino —se dice— en la racionalidad científica, en el
análisis histórico, científico, de la realidad social. No se trata aquí de un humanitarismo,
sino de un humanismo en el sentido más estricto del término —la liberación realizada por,
y para, las masas oprimidas.
El nuevo hombre será producto del hombre, quien por fin siente haberse apoderado
de las riendas del mundo. De siervo se ha convertido, según él, en amo de la creación. No
le teme a la Naturaleza; se ha propuesto domeñarla. No les teme a los poderosos de este
mundo; cree en el triunfo inevitable de la revolución. No le teme a lo sobrenatural; cree
poder explicarlo a la luz de la ciencia moderna. Tampoco le teme a Dios; cree que El ya
no es necesario para dar respuestas en el orden natural, o para justificar la existencia de
una sociedad llena de grandes injusticias sociales. El hombre revolucionario cree entender
todos sus problemas y está convencido de que en su mano está el solucionarlos. Se
renovará a sí mismo, o mejor dicho, se auto-creará a la imagen y semejanza de la
revolución cultural. Sin embargo, la experiencia revolucionaria en lo que va de nuestro
siglo no ha sido muy alentadora tocante al logro de sus altos ideales. Bien hace Paulo
Freiré en recordarnos —en su libro titulado la Pedagogía del oprimido— que el oprimido
de hoy puede llegar a ser el opresor de mañana. Muchos no ven en la liberación otra cosa
que el medio de convertirse en opresores.
P. Blanquart, otro teólogo católico de vanguardia, señala el humanismo como punto
de convergencia para el diálogo católico-marxista. Reconoce que la ideología» cristiana
es teísta y la del marxismo, atea; pero como ambas están interesadas en el hombre
nuevo, pueden llegar a coexistir «en el marco de una misma finalidad humanista, sobre
la base de una misma realidad científica».18
El teólogo conservador subraya la diferencia profunda existente entre el humanismo
marxista y el humanismo bíblico. Pero es lástima que la Iglesia no haya sido siempre
fiel en la enseñanza y práctica de todas sus doctrinas, y que un tema tan auténticamente
cristiano como el del hombre nuevo parezca ser, a ojos de muchos, una creación del
pensamiento marxista. El mundo está oyendo de labios no teístas lo que debió haberse
proclamado siempre en el nombre de Dios.
La Iglesia no solamente guardó silencio en cuanto a la doctrina del hombre nuevo y
sus responsabilidades en el orden social; también se la dejó arrebatar por los ideólogos de
izquierda, y ahora, en el esfuerzo de recuperarla, los teólogos «progresistas», tanto ca-
tólicos como protestantes, parecen estar más influidos por el izquierdismo político que
por las Escrituras. A veces nos dan la impresión de que van a la Biblia solamente en
busca de apoyo para determinada ideología, que ya han aceptado como buena aparte del
juicio de la Palabra de Dios.
Lo poco que sobre este tema se ha dicho recientemente en círculos evangélicos
conservadores es más bien una reacción al pensamiento de izquierda y no un intento
original de explicitar el contenido social de la fe cristiana. La iniciativa en este camp0
no ha sido nuestra, sino de otros.
El tema del hombre nuevo es amplísimo en la teología paulina. En este apartado nos
estamos refiriendo solamente al hecho de que el nuevo hombre es ya una realidad en
Cristo como resultado del nuevo nacimiento. En la sección dedicada a los aspectos
prácticos de la renovación del creyente veremos al hombre nuevo en acción en las
diferentes esferas de su existencia.
Robert Koch tiene razón al decir que «el principio de la nueva creación es
simplemente Cristo como el nuevo hombre» (comp. Ef. 2:15; 4:13).19 Bien conocido es el
contraste que el Nuevo Testamento establece entre Adán, representante del hombre
caído, y Cristo, Cabeza de una nueva raza (Rom. 5:12-21; 1ª Cor. 15:21-22).
Pero debemos abrir nuestra reflexión recordando que Cristo mismo es también
hombre. El Logos se hizo carne y plantó su tabernáculo entre los hombres, «lleno de
gracia y de verdad» (Jn. 1:14). Llegó a ser en todo semejante a sus hermanos los hombres,
aunque sin pecado (Heb. 2:17; Filip. 2:8). Pablo le llama «Jesucristo hombre» (1ª Tim.
2:5). Y Pilato exclama: «¡He aquí el hombre!» (Jn. 19:5). Y bien pudiéramos agregar, el
hombre por excelencia, el Hombre Ideal, el Nuevo Hombre.
Si en Adán el hombre se deshumaniza a causa del Pecado, en Cristo lo humano se
honra y glorifica (Heb. 2:5-18). ¡Cuántas veces al contemplarnos a nosotros mismos y
observar a nuestros semejantes nos hemos decepcionado del ser humano por su bajeza y
egoísmo! Alguien ha dicho que en cuanto más conoce a los hombres más ama a su perro.
También nosotros hemos sentido por momentos «la náusea» frente a la maldad humana.
Pero en el Cristo de Nazaret vemos al hombre «coronado de gloria y de honra» (Heb. 2:9).
Todo lo que se dice en favor de la dignidad del hombre en documentos como el de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos, y todo lo que se ha escrito en millares
y millares de páginas para defender esos derechos, es muy poco si se le compara con la
exaltación que Cristo hace de lo humano al hacerse carne y entrar en la escena de la
historia como Hombre al servicio de los hombres. En la Creación, Dios hace al hombre;
en la Encarnación, El se hace hombre. En la Creación, El hace al hombre a su imagen
y semejanza; en la Encarnación, El se hace semejante al hombre.
Pero El no viene solamente a recuperar, por así decirlo, la dignidad de lo humano,
sino también a darle un nuevo valor, de carácter eterno. En la Encarnación la deidad
asume la naturaleza humana para siempre. La Persona teantrópica ha penetrado los
cielos. Jesucristo, el Dios-Hombre verdadero, ha sido exaltado a la diestra de la majestad
en las alturas (Heb. 1:13; 4:14-16; 6:17-20; 10:12-13).
Además, el Hijo de Dios dignifica lo humano por medio de su obra redentora. El se
hizo verdadero Hombre para re-crear hombres verdaderos. En El y solamente en El llega
el pecador a ser un nuevo hombre, lo que equivale a decir un verdadero hombre. Es en
Cristo donde se hace posible nuestra auténtica humanización, la cual consiste en muchísimo
más que la satisfacción plena de nuestras necesidades básicas materiales y sociales y el
libre acceso a todos los beneficios de la cultura, aunque reconocemos que éstos son
derechos inalienables de todo ser humano y que los cristianos debiéramos ser siempre los
primeros en afirmarlos y defenderlos. Pero, como dijo el Maestro, «no sólo de pan
vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt. 4:4).
Según la Carta a los Hebreos, Cristo participó de carne y sangre no sólo para
demostrarnos lo que significa ser humano en el sentido más elevado de este término, sino
especialmente «para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte,
esto es, al diablo, y librar a los que por el temor de la muerte estaban durante toda la
vida sujetos a servidumbre» (2:14-15). El aguijón de la muerte es el pecado, y éste es el
que hace separación entre el hombre y Dios, y entre hombre y hombre. Al fin y al
cabo lo que deshumaniza al hombre es el pecado. Cristo vino a solucionar este problema
fundamental en la cruz del Calvario. Allí trajo juicio sobre el esclavizador del género
humano (Jn. 12:31; Col. 2:14-15) y sobre el «hombre viejo», el esclavo del pecado.
A la muerte de Cristo siguió el sepulcro y la resurrección, la cual hace posible para
nosotros la nueva vida en El.
Leemos en Efesios 4:24 que el «nuevo hombre» es creado según Dios. Lo mismo se
enseña en Colosenses 3:10. Según Romanos 6:1-14 y Colosenses 2:14-16 esta creación, o
recreación, es resultado de la muerte y resurrección de Cristo. Nos hallamos aquí frente a
una de las verdades más profundas del Nuevo Testamento: la identificación del creyente
con Cristo en su muerte y resurrección.
Debido a que el Apóstol emplea la palabra «bautismo» en los dos últimos pasajes
arriba citados, no pocos exegetas le dan a la enseñanza paulina un significado sacramental.
Los católico-romanos dicen que en el bautismo de agua se realiza la identificación que
Pablo revela. Por ejemplo, Bernard Rey afirma:

Por el bautismo, los cristianos pasan por una muerte semejante a la de


Cristo, son injertados en él y forman con él «un mismo ser»...; en el sacramento el
cristiano hace suyo el mismo acto de Cristo: el hombre viejo y el cuerpo del pecado
mueren en el bautismo porque ya murieron en Cristo en el Calvario...; es, ante
todo, un acontecimiento que ya ha tenido lugar en el bautismo, simulacro de la muerte
de Cristo...20

Algunos intérpretes protestantes no ven «una sola gota de agua» en Romanos 6:1-14 y
Colosenses 2:14-16, y enseña que estos pasajes bíblicos tratan únicamente de la
identificación espiritual del creyente con Cristo. Otros, como Cullmann y Jeremías, sí
ven aquí una referencia a la ordenanza bautismal.21
Es evidente que el bautismo de agua es incapaz de producir la realidad espiritual
descrita por Pablo, pero sí puede simbolizar lo que ya ha acontecido en la esfera del
Espíritu. Comentando sobre Romanos 6:3, J. A. Bengel dice: «La mención del bautismo es
muy apropiada en este lugar, porque un adulto, que es digno de recibir el bautismo,
debe haber experimentado estas cosas que el Apóstol ha venido describiendo.»22
Para el Apóstol el surgimiento del hombre nuevo en Cristo es ya un hecho en la
biografía del creyente. Abunda el aoristo en la enseñanza de Pablo sobre la
identificación del creyente con Cristo en su muerte y resurrección: «morimos», «fuimos
bautizados», «nuestro viejo hombre fue crucificado», y también fuimos «resucitados» con
El.
Al identificarnos con El por medio de la fe, su muerte llegó a ser nuestra muerte y
su resurrección nuestra resurrección, y surgimos como hombres nuevos para andar «en
novedad de vida». Este cambio radical se opera en la regeneración, en el nuevo
nacimiento, del cual hemos venido hablando en el presente estudio. Hemos nacido ya como
hombres nuevos en Cristo por el poder regenerador del Espíritu Santo. ¡Esto es renovación!
Así como el niño recién nacido es ya un hombre, aunque todavía no desarrollado, el
nuevo creyente es un niño, pero también un hombre con el potencial que puede
convertirle más tarde en un adulto en Cristo. Según el Apóstol el nuevo hombre no
viene, sino que ya vino, es una realidad en el redimido, y porque ya está presente va
renovándose y creciendo a la imagen del que lo creó. En otras palabras, el creyente en
Cristo es ya un hombre nuevo, en proceso de renovación (Col. 3:10).
«La primera creación no es más que figura o imagen de la nueva creación», dice
Bernard Rey. 23 Lo que somos en Cristo excede en mucho a lo que éramos en Adán.
Aparte de Cristo estábamos alienados del Creador, y como consecuencia de ello nos hallá-
bamos también alejados de nuestros semejantes y éramos extraños a nosotros mismos.
Vivíamos en una condición infrahumana. Pero en el Nuevo Adán hemos encontrado
nuestra verdadera identidad como seres humanos. Es en El que realmente entendemos lo
que significa el haber sido creados a la imagen y semejanza de Dios.
Debemos mencionar también que hemos nacido de nuevo en relación estrecha con
otros seres humanos en el nuevo hombre que en Sí mismo Cristo está forjando. Este es el
aspecto colectivo de la doctrina del nuevo hombre. En Efesios 2:11-22 el Apóstol des-
cribe el hecho portentoso de la reconciliación de judíos y gentiles mediante la cruz. Los
que se hallaban tan distanciados entre sí por barreras raciales, religiosas y culturales,
convergen en Cristo y se ven profundamente unidos como un «nuevo hombre» en El.
Esta es la maravillosa unidad, orgánica y vital, de la iglesia cristiana. En ella se ha
derribado todo muro de separación, y, estrictamente hablando, la eclesía no es un mero
conjunto de hombres enlazados por determinadas convicciones religiosas, sino «un solo y
nuevo hombre» en Cristo (v. 15), «una nueva humanidad».24
Para referirse a esta identificación plena del creyente con el cuerpo de Cristo,
Pablo utiliza también la palabra bautismo en su Primera Carta a los Corintios. De
acuerdo a esta epístola, el bautismo del Espíritu es el acto por el cual la Tercera
Persona de la Trinidad une al creyente con Cristo y con los otros creyentes en un solo
cuerpo que es la Iglesia, en la cual no cuenta ninguna diferencia racial o social (12:13).
El verbo bautizar se halla en el aoristo y puede señalar en este contexto una acción ya
realizada o completa. No dice el Apóstol que «seremos bautizados» (tiempo futuro), ni que
«estamos siendo bautizados» (tiempo presente), sino que «fuimos todos bautizados». No
hay un solo creyente que no haya sido bautizado en el Cuerpo de Cristo.
Todo lo dicho anteriormente sugiere que somos salvados, no al margen de nuestros
semejantes, sino en inquebrantable solidaridad con todos aquellos que por la fe han venido
a la cruz, la cual es puente de unión entre hombre y hombre, porque fundamentalmente lo
es entre el nombre y Dios. Y la fraternidad en Cristo no es esotérica, sino exotérica; no
se encierra en sí misma, se abre generosamente a todos los humanos invitándoles a ser
hombres nuevos en el Nuevo Hombre, Cristo Jesús.
Es de esta manera que el clamor por un «nuevo hombre» halla su respuesta en el
Evangelio. El mundo de hoy busca otras alternativas. Sin embargo, en los intentos
realizados aparte de Cristo para renovar al hombre han fracasado la ciencia, la educación,
la religión, la política y la violencia, en cualquiera de sus manifestaciones. Los métodos
educativos ultramodernos, los más grandes avances en el terreno de la psicología y la
sociología, la concientización y politización de las masas, el cambio radical de las estruc-
turas económico-sociales, la presencia de las armas nucleares y su amenaza de destrucción
universal, la manipulación genética de la raza humana,25 y aun los nuevos programas
teológicos y eclesiásticos de adaptación «cristiana» a las necesidades del hombre
contemporáneo, no pueden crear el «nuevo hombre» anunciado por el Evangelio. «Lo que es
nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles
de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo.»
El «hombre viejo» (palaiós ántropos) viene del nacimiento físico; el «nuevo hombre»
(kainós ántropos) es producto del nacimiento espiritual. Nacer por medio de la fe en
Cristo como un hombre nuevo en el poder del Espíritu, ¡esto es renovación!

III
Purificados en Cristo

Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su
misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu
Santo (Tito 3:5).

Discuten los exegetas si debemos decir «el lavacro de la regeneración» en lugar del
«lavamiento de la regeneración» (véase también Efesios 5:26). Lo cierto es que el
Apóstol nos da a entender que al nacer otra vez, el hombre recibe un lavamiento
interior que le purifica de sus pecados. El bautismo —limpieza exterior— es un símbolo
adecuado de esta obra del Espíritu. Pero es lástima que muchos cristianos pasaran del
mero simbolismo al concepto de «regeneración bautismal» y al extremo de atribuirle al
sacramento cierto poder mágico para solucionar el problema del pecado de origen.26
El apóstol Pedro enseña que el bautismo no quita «las inmundicias de la carne» (1ª
Ped. 3:21). Tampoco cambia el corazón. Simón el mago se había bautizado, mas su
corazón no era recto delante de Dios. Todavía era prisionero del mal. Le hacía falta
arrepentirse, volverse a Cristo en fe (Hech. 8:4-24) y ser regenerado por el Espíritu, nacer
otra vez. Los teólogos católicos postconciliares le dan mucho énfasis a la doctrina de
que el bautismo es «el sacramento que incorpora al cuerpo de Cristo».27 Se entiende que
para muchos protestantes tampoco es aceptable esta idea de que el creyente se incorpora
a Cristo por medio de un sacramento.
No hay base bíblica para la «regeneración bautismal». Pero lo que el bautismo no
logra se realiza en los que por la voluntad divina nacen de nuevo (Jn. 1: 12-13; 3:1-15; 1ª
Ped. 1:3), de simiente incorruptible (1ª Ped. 1:23), en el poder del Espíritu Santo (Jn. 3:6;
Tito 3:5-6). Cristo ha santificado a su Iglesia, «habiéndola purificado en el lavamiento
del agua por la palabra» (Ef. 5:26). El participio griego que se traduce «habiéndola
purificado» (katarísas) es aoristo y puede indicar que esta purificación es un hecho ya
consumado. No es solamente una promesa, o una esperanza, sino una realidad presente en
Cristo para los que creen en El.
Las abluciones ceremoniales del judaísmo no pudieron limpiar el pecado. Nos dice
el escritor de la Carta a los Hebreos que aun «la sangre de los toros y de los machos
cabríos no pueden quitar los pecados» (10:4). Año tras año los que tributaban el culto
levítico tenían que volver al templo y ofrecer sacrificios que eran sólo «la sombra de los
bienes venideros» (Heb. 10:1). Lo que fue imposible bajo la Ley, se vuelve realidad en
Cristo, quien «con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados» (Heb.
10:14). La sangre de Jesucristo «nos limpia de toda maldad» (1ª Jn. 1:7).
Por la vía del nacimiento físico venimos con la marca del pecado a un mundo lleno
de pecado. Nuestro árbol genealógico es el árbol del conocimiento del mal (Gn. 2:17).
David dice: «en pecado me concibió mi madre» (Salmo 51:5). No quiere decir el poeta de
Israel que su madre fuese adúltera o fornicaria, sino que ella y su marido (la concepción
no fue virginal), como seres humanos, descendientes de Adán, no podían dar un fruto
inmaculado. De nuestros padres venimos estigmatizados por el mal (Rom. 5:12-21). En el
Espíritu, nacemos de nuevo perdonados y purificados por la sangre del Cordero de Dios
que quita el pecado del mundo. Por eso el apóstol Pablo escribe: «En quien tenemos
redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia» (Ef. 1:7).
Y a los creyentes de Corinto les asegura: «Y esto erais algunos; mas ya habéis sido
lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor
Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios» (1ª Cor. 6:11). ¡Esto es renovación!
Pablo da como un hecho consumado la purificación del creyente en Cristo. No dice
«seréis lavados», sino «habéis sido lavados». El verbo es aoristo. El creyente ya está
lavado y ha sido trasladado al reino del amado Hijo de Dios (Col. 1:13).
Sin embargo, la posibilidad de pecar existe todavía para los que han sido
purificados en «el lavamiento de la regeneración», aunque el plan divino es que ellos
vivan en santidad. «La voluntad de Dios es vuestra santificación» (1ª Tes. 4:3). El
apóstol Juan dice: «Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis.» Pero como
sabe que también el creyente puede pecar, agrega: «y si alguno hubiere pecado...».
¿Cuál es la solución para el problema del pecado en la vida de los ya regenerados?
Evidentemente la respuesta no es volver a nacer. El que en verdad ha renacido no puede
nacer otra vez. Nacemos una sola vez para entrar en el mundo natural; nacemos una
sola vez para entrar en el reino de Dios. No habla la Escritura de múltiples «nuevos
nacimientos». La respuesta está en el ministerio presente de Cristo a favor de los suyos.
«Y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo»
(1ª Jn. 2:1). El puede abogar por el creyente porque ya ha solucionado en la cruz el
problema del pecado. «Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por
los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (1ª Jn. 2:2). El camino de la
confesión está libre, la puerta del perdón, abierta. «Si confesamos nuestros pecados, él
es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad» (1ª Jn. 1:9).
Por supuesto, el llamado al perdón es también una exhortación a la santidad. Aceptar el
perdón divino, es asumir la responsabilidad de ser santos (1ª Ped. 1:16).
Aparte del problema textual en el versículo 10 del capítulo 13 del Cuarto Evangelio,28
teólogos y predicadores protestantes han visto en las palabras del Maestro allí consignadas
una ilustración sobre el tema que venimos considerando. Cuando Simón Pedro le dice a
Cristo que le lave, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza, El le responde:
«El que está lavado no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio; y vosotros
limpios estáis, aunque no todos.» El creyente ya está «lavado» (lelouménos, literalmente
«bañado todo el cuerpo»), pero puede contaminarse en su trajinar por el mundo y
necesitar entonces lavarse los pies (nípsastai, lavar una parte del cuerpo). Esta
purificación es la que todo hijo de Dios seguirá necesitando mientras siga en su pere-
grinaje al más allá.

IV
Re-creados en Cristo

De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas
pasaron; he aquí todas son hechas nuevas (2ª Cor. 5:17).
Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino
una nueva creación (Gal. 6:15).
El concepto de «nueva creación» (kainé ktisis) abarca todo lo que hemos dicho hasta
aquí sobre los resultados inmediatos de la regeneración. El hecho de recibir una vida
nueva y la purificación de los pecados; el privilegio de entrar en una relación filial de
carácter único con el Padre, y en una fraternidad trans-racial y trans-cultural en el
Cuerpo de Cristo; y el portento de nacer de manera sobrenatural como un hombre nuevo,
todo esto se explica fundamentalmente por el hecho de que en Cristo todo es renovado, o
mejor dicho, re-creado. Su obra salvífica es muchísimo más que un simple reajuste
psicológico, o una mera reforma externa, en el individuo que recibe por la fe el
Evangelio. Se trata de un cambio radical, profundo y permanente.
El primer capítulo del Génesis revela que del caos Dios produjo el cosmos (el orden,
la armonía), y que en medio de la oscuridad El hizo resplandecer su luz. Aparte de Cristo,
el hombre se halla «desordenado y vacío», y rodeado de densas tinieblas (2ª Cor. 4: 3-
6). Necesita oír el fiat lux de Dios, someterse a la palabra originante que viene del
Creador. Dicho de otra manera, le es indispensable una nueva creación, y ésta sólo Dios
puede realizarla.
En su comentario sobre el capítulo tercero de Colosenses, y refiriéndose
particularmente a la expresión «hombre nuevo», H. Conzelmann dice:

En esta designación queda expresada toda la radicalidad y la totalidad del


cambio... He aquí un circunloquio del concepto de «nueva criatura» (cfr. 2.a Corintios
4:4; 5:17), que afirma cómo nosotros hemos sido reconducidos a la originalidad de
nuestro ser; somos nuevamente ese hombre salido de la mano creadora de Dios. No es
casual que el versículo 10 aluda a la historia de la creación.29

A estas palabras pudiera agregarse que si en el principio el hombre fue creado por
Cristo (Jn. 1:3) y en Cristo (Col. 1:16), ahora es re-creado en El a la semejanza de su
muerte y resurrección, e identificado plenamente con El en el Nuevo Hombre que en Sí
mismo El está formando. La primera creación llega a ser una imagen, o un tipo, de la
nueva creación. No hay retroceso, sino progreso, en la obra divina a favor del hombre.
Según el contexto inmediato de 2ª Cor. 5:17, el Apóstol está defendiendo su
ministerio ante aquellos que se gloriaban «en las apariencias y no en el corazón» (v. 12) y
persistían en juzgar a otros «según la carne». Los que así pensaban y actuaban debían
recordar que si Cristo murió por todos, «luego todos murieron» (v. 14). La muerte del
Redentor significa también la crucifixión del «viejo hombre» y de todo aquello en que éste
se gloría. En la cruz, signo de Maldición e ignominia, sufre un golpe muy severo el
orgullo humano. ¡No es de extrañar que el Evangelio fuese roca de escándalo en el
camino de los que pedían milagros y de los que buscaban sabiduría terrenal! El judío y el
gentil tenían que confiar, no en sus propios méritos (raza, religión, cultura), sino en
Aquel que fue clavado como un malhechor al madero maldito. Humillarse hasta ese
extremo les parecía «locura». Pero «a los que se salvan» —dice Pablo—, la palabra de
la cruz es «poder de Dios, y sabiduría de Dios» (1ª Cor. 1:18-24). Como resultado de este
plan de salvación, que para el hombre natural es insensato, nadie puede jactarse en la
presencia divina, y el que se gloría debe gloriarse en el Señor (1ª Cor. 1:25-31).
La resurrección de Cristo viene asimismo a sacudir y destrozar el fundamento de
toda jactancia humana. Los que han muerto con Cristo ya no deben vivir para sí, ni para
aquellas cosas que antes sobreestimaban y les eran motivo de vanagloria, «sino para
aquel que murió y resucitó por ellos» (2ª Cor. 5:14-15). En la vida que el Señor resucitado
les comunica a los suyos hay un sistema de nuevos valores que el no regenerado ignora y
el creyente carnal pasa por alto, sin poder aplicarlos al ámbito de su propia
experiencia. De ahí que se jacten sólo en las apariencias, que vean en otros la cara, la
condición externa (prósopon) y no el corazón (kardía), y en sus relaciones humanas
actúen «según la carne», no de acuerdo a principios netamente cristianos.
Por su parte, el Apóstol declara que él no conoce a nadie «según la carne» (2ª Cor.
5:16). Ya no sigue las normas que al evaluar a otros le guiaban en su antigua vida. Ahora
es el amor de Cristo lo que le constriñe en su relación con los demás. No «conoce» a
nadie a base de raza, condición económico-social, cultura o aparente religiosidad. En el
fariseísmo él se sentía muy orgulloso de su estirpe hebrea y de su extremado celo
religioso. Magnificaba entonces las diferencias entre judíos y gentiles. Pero ahora todo
eso lo estima como pérdida, y aun como basura, por amor de Cristo (Filip. 3:4-11), y tiene
de sus semejantes un nuevo concepto que está muy lejos de ser farisaico. Su óptica no es la
de la carne, sino la del Espíritu.
En la segunda parte de 2ª Cor. 5:16 el Apóstol agrega: «y aun si a Cristo conocimos
según la carne, ya no lo conocemos así». ¿Qué significan estas palabras? Algunos exegetas
opinan que entre los adversarios de Pablo había quienes decían que él no era un apóstol
legítimo porque no había conocido al Señor cuando El estuvo en la tierra. A la vez ellos
quizá se jactaban de haber disfrutado de ese privilegio. En respuesta a tan sutil argumento
el Apóstol estaría afirmando que lo más importante no era haber conocido a Jesús de
Nazaret como el judío hijo de María, el carpintero, el rabino, el taumaturgo, sino a Jesús
el Cristo que murió y fue sepultado, que resucitó y ascendió a los cielos, y que está a la
diestra de la majestad en las alturas. Otros intérpretes prefieren creer que Pablo
sencillamente declara que él ya no conoce a Cristo de acuerdo a las ideas erróneas, car-
nales, que tuvo de El antes de la experiencia en el camino de Damasco. Antes juzgaba a
Cristo «según la carne», ahora lo conoce según el Espíritu.
Este mismo criterio lo aplica a sus semejantes, a quienes tampoco conoce
«según la carne». Lo que le interesa es la «nueva criatura», el nuevo hombre en Cristo
Jesús. Todas aquellas cosas en que el hombre natural basa su orgullo «han pasado; he
aquí todas son hechas nuevas» (2ª Cor. 5:17).
El texto de Gálatas 6:15 arroja más luz sobre esta verdad: «Porque en Cristo Jesús
ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación.» En las iglesias
de Galacia había un gran conflicto entre el cristianismo paulino y la doctrina de los
judaizantes cuyo propósito era mezclar el legalismo farisaico con la gracia de Dios, e
imponer a los cristianos gentiles el cumplimiento del ritual levítico, como un medio de
justificación y santificación. Pablo rechaza todo intento de tergiversar el Evangelio
asegurando que nada vale en Cristo sino la nueva creación.
En el capítulo tercero de la misma epístola a los Gálatas, el Apóstol ha escrito: «...
todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; porque todos los que habéis sido
bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío ni griego; no hay
esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús»
(vs. 26-28). Dios acepta al creyente aparte de toda diferencia de orden natural, social o
cultural. La salvación no se basa en méritos humanos, sino en la libre y soberana gracia
de Dios. El nuevo hombre se forma muy por encima de todo lo que divide a los seres
humanos entre sí; y en la esfera de la gracia no existen sino aquellas diferencias que
Dios ha querido establecer para el cumplimiento de su propósito en la Iglesia y en el
mundo.
Si hemos de gloriarnos en algo perteneciente al pasado, que sea en la cruz de
nuestro Señor Jesucristo, «por quien —dice Pablo— el mundo me es crucificado a mí, y yo
al mundo» (Gal. 5:14). El «viejo hombre» ha muerto y no tenemos que encauzar nuestra
vida de acuerdo a sus ideales ni someternos a sus demandas. Somos una nueva creación,
pertenecemos al nuevo orden de cosas que Cristo ha instaurado. Somos las primicias de
la gran transformación que El vendrá a efectuar en la manifestación de su reino aquí en
el mundo.
A principios de nuestro siglo, James Hasting escribió las siguientes palabras:

La gran característica del Nuevo Testamento es su demanda de una nueva


creación. Otros sistemas que buscan un cambio de carácter y una transformación
social, insisten en la educación, la reforma o la revolución. El Nuevo Testamento dice
muy poco de estas cosas, pero exige una nueva creación. Nada es suficiente sino un
cambio definitivo en el espíritu del hombre —un cambio tan completo y radical que se
le debe describir como una creación, un acto sobrenatural de la gracia divina que
hace del hombre una nueva criatura, para una vida completamente nueva... Se realiza
un cambio maravilloso que sólo puede compararse con la creación original de todas
las cosas, o con la creación de un nuevo cielo y una nueva tierra cuando el Señor
vuelva aquí a reinar para siempre.30

Esta es la renovación que debemos predicar a nuestros contemporáneos para ser


fieles al contenido del Evangelio. El evangelismo auténtico no puede pasar por alto tan
grave responsabilidad. Es imperativo tener siempre presente que lo que más necesitan
nuestros semejantes es nacer otra vez. Mientras no presentemos esta necesidad y su
respuesta en Cristo, no habremos tocado lo que según las Escrituras es el problema
fundamental del hombre: su estado de culpabilidad y corrupción, y su completa impotencia
espiritual ante la justicia de Dios. Este es el problema del pecado individual que se
proyecta de muchas maneras en la esfera social, pero que debe solucionarse en sus raíces
mismas, en el corazón del hombre.
Toda renovación que no llegue hasta allí, hasta lo más hondo del ser humano, y
no produzca la «nueva criatura» en Cristo, se halla todavía muy lejos de satisfacer la gran
demanda del Maestro a Nicodemo: «Os es necesario nacer otra vez.»
Solamente el Espíritu Santo es capaz de renovar así al pecador: regenerarlo,
purificarlo del pecado, impartirle vida abundante y eterna, convertirlo en un hijo de
Dios, incorporarlo en la fraternidad de los redimidos, hacerlo un nuevo hombre, crearlo de
nuevo en Jesucristo. Que esto es precisamente lo que El ha hecho en los que por la
misericordia divina hemos recibido el Evangelio, creemos haberlo demostrado ampliamente
en toda la sección que estamos aquí concluyendo y que hemos titulado la Nueva Vida.
Con base en la Palabra de Dios podemos decir que ya estamos renovados en
cuanto a nuestra nueva posición y nuestras nuevas posesiones en Cristo. No somos lo que
antes éramos, tampoco somos lo que esperamos ser, pero por la gracia de Dios somos lo
que somos: una nueva creación en Cristo Jesús. ¡Esto es renovación!
NOTAS AL CAPITULO PRIMERO DE LA SEGUNDA PARTE
1
Joachim Jeremías, Epístolas a Timoteo y Tito (Madrid: Ediciones Fax, 1970), pág. 168.
2
Serafín Ausejo, Diccionario de la Biblia (Barcelona: Editorial Herder, 1963), pág. 2126.
3
A. Winkerhauser, El Evangelio según San Juan (Barcelona: Editorial Herder, 1972), pág. 145.
4
F. Büchsel, «Palingenesía», Theological Dictionary of the New Testament (Grand Rapids,
Michigan: Wm. B. Eerdmans Publishing Co., 1965), I, págs. 686-89.
5
Richard C. Trench, Synonyms of the New Testament wand Rapids, Michigan: Wm. B. Eerdmans
Publishing Co., 1960), págs. 65-66.
7 José Grau, Preguntas que exigen respuesta (Barcelona: «iras, S.A.E., 1968), págs. 51-52.
8 Oscar Cullman. La fe y él culto en la iglesia primitiva Madrid: Ediciones Studium, 1971), pág. 236.
9 Op. cit, pág. 168.
10 «Regeneración», Diccionario de Teología Bíblica, J. B. Bauer, editor (Barcelona: Herder, 1967),
pág. 1082.
11 Op. cit, pág. 1667.
12 Op. cit., pág. 169.
13 Op. cit, pág. 144.
14 Barcelona: Publicaciones Portavoz Evangélico, 1972, páginas 61-76.
15 Teología del Nuevo Testamento (Salamanca: Ediciones Sígueme, 1974), pág. 213.
16 En el aoristo, «la acción se concibe como un punto, dándole énfasis ya sea al principio o al final
de dicha acción..., o la acción se concibe como un todo sin tener en cuenta su duración». F.
Blass y A. Debrunner, A Greek Grammar of the New Testament and other Early Christian
Literature, trad, por Robert W. Funk (Chicago: The University of Chicago Press, l873), pág. 166.
17 Teología de la liberación (Salamanca: Ediciones Sígueme, 1972), pág. 243. Por supuesto, para el
marxismo el hombre es «un ser genérico», no el individuo como tal (K. Marx, Le travail aliéné,
1844, Revue Socialiste, febrero de 1847, pág. 161). Y como explica J. M. González Ruiz, «para el
marxismo el hombre interesa sólo en la escala de la especie. La especie humana es a la vez la
naturaleza y la sociedad, una sociedad que tiene su fundamento en la naturaleza, y una naturaleza
que encuentra su desarrollo en la sociedad. Por eso no existe el problema del hombre, sino el
problema de la evolución de la sociedad y un determinismo de la naturaleza» (citado en Notas
sobre la Escatología, Facultad de Teología, Barcelona, 1973).
18 Op. cit, págs. 236-37.
19 P. Blanquart, «Fe Cristiana y Revolución», Teología de la violencia, editores P. Dabezies y A.
Dumas (Salamanca: Sígueme, 1970), págs. 153-54.
20 Robert Koch, «Man in the NT», Encyclopedia of Biblical Theology, editor Johannes B. Bauer
(Londres:Sheed and Ward, 1969). II, pág. 549.
21 Bernard Rey, Creados en Cristo Jesús. La nueva creación según San Pablo (Madrid: Ediciones
Fax, 1968), páginas 126-27.
22 Cullmann, op. cit., pág. 236. Jeremías, op. cit., pág. 169
23 J. A. Bengel, New Testament Word Studies (Grand Rapids, Michigan; Kregel Publications, 1971),
II, pág. 72.
24 Op. cit., pág. 148.
25 D. Martyn Lloyd-Jones, God's Way of Reconciliation (Grand Rapids, Michigan: Baker Book
House, 1972), pág. 216
26 Mucho se está hablando y escribiendo en la actualidad sobre la manipulación genética. Por ejemplo:
Michel Delsol, ¿Pueden crearse seres nuevos? (Bilbao: Ediciones Fher, 1972). Alvin Toffler, El
«shock» del futuro (Barcelona: Plaza & Janés, 1973), págs. 229-319. Para un enfoque evangélico, véase:
Francis A. Schaeffer, Retorno a la libertad y la dignidad, trad, de José Grau (Barcelona: Ediciones
Evangélicas Europeas, 1973), 69 Págs.
27 La versión católica de Franquesa y Solé traduce, en Tito 3:5, «regenerándonos mediante el
bautismo». Sagrada Biblia. Edición Manual (Barcelona: Editorial Regina, S.A., 1968), pág. 1870.
28 A. Hamman, El Bautismo y la Confirmación (Barcelona: Editorial Herder, 1970), pág. 187. Michael
Schmaus, El credo de la Iglesia Católica (Madrid: Ediciones Rialp, S.A., 1970), II, Págs. 376-409.
29 Las palabras «sino los pies» faltan en muchos de los mejores manuscritos griegos y en numerosos
escritos de los Padres primitivos. A. Wirkenhauser, op. cit., págs. 379-380.
30 H. Conzelmann, Epístolas de la cautividad (Madrid: Ediciones Fax, 1972), págs. 220-222.
3l James Hastings, The Great Texts of the Bible (Edinburg: T. & T. Clark, 1916), págs. 171-172.
CAPITULO SEGUNDO
LA NUEVA EXPERIENCIA
La renovación, tal como se ha descrito en la sección anterior, es para el creyente en
Cristo un hecho histórico y una realidad presente, por cuanto llegó a ser suya en el
nuevo nacimiento de una vez y para siempre. De ahí la afirmación de que todo aquel que
verdaderamente ha depositado su fe en el Hijo de Dios está ya renovado. Por otra parte,
el Nuevo Testamento enseña que el creyente en Cristo se halla todavía en proceso de
renovación.
Se explica la paradoja por el hecho de que la renovación tiene también un carácter
progresivo. Es una nueva posición y una nueva posesión en Cristo, y. al mismo tiempo,
una nueva experiencia en todo el camino del vivir cristiano. Al hablar así de la
experiencia renovadora estamos reconociendo de una vez por todas que desde el punto
de vista bíblico lo importante no es experimentar cierto éxtasis místico en
determinado momento —aun cuando el trance vaya acompañado de ciertas
manifestaciones carismáticas—, sino mostrar a lo largo de nuestro Peregrinaje por el
mundo el fruto de la nueva vida que por la fe hemos recibido en Cristo. No en vano
sugiere el Apóstol que la vida cristiana es también un andar, un ir paso a paso por el
camino que la Palabra de Dios nos ha trazado.
Es relativamente fácil ser un creyente renovado en un instante de tremendas
conmociones espirituales, es muy difícil y humanamente imposible serlo día a día, y
momento tras momento, en las múltiples y variadas circunstancias que la vida ofrece. El
Nuevo Testamento no se satisface con nada que sea menos que la renovación práctica en
todas las esferas de la experiencia cristiana.
Desde esta perspectiva bíblica no hay creyente del todo renovado, y nadie puede
afirmar, con base en las Escrituras, que ya alcanzó la renovación de manera plena. Pero
todo creyente debe estar continuamente renovándose en la comunión diaria con Dios, en
el estudio atento y sistemático del Sagrado Texto, en la aplicación rigurosa de los
principios bíblicos a su propia vida, en la relación espontánea y gozosa con sus
hermanos en Cristo, en el testimonio de palabra y hecho ante el mundo, y en el mundo, en
el servicio desinteresado a sus semejantes, en la sujeción incondicional al ministerio del
Espíritu Santo. ¡Esto es renovación!
De los temas tratados en relación con el nuevo nacimiento, el del nuevo hombre nos
ayuda en gran manera a entender el aspecto práctico de la renovación (Ef. 4:5; Col. 3).
En Colosenses 3:9 el Apóstol da a entender que ya nos hemos despojado del «viejo
hombre». Las palabras «habiéndoos despojado» son traducción del participio aoristo
apekdusámenoi. El versículo 10 da también como un hecho que el creyente ya se ha vestido
del «nuevo hombre» (endusámenoi). Otra vez, el participio es aoristo. Pero en este mismo
versículo Pablo dice que el nuevo hombre se va renovando, y el participio que usa es
presente e indica una acción continua (anakainoúmenon).
En el original de Efesios 4:22-24 las palabras traducidas «despojaos» y «vestíos» no
son imperativos, sino aoristos infinitivos (apotéstai y endúsastai); en tanto que «renovaos»
es un presente infinitivo (ananeoústai). Los infinitivos aoristos pueden significar que el
despojarse del «viejo hombre» y el vestirse del «nuevo» son acciones ya completas,
eventos realizados de una vez por todas; mientras que el infinitivo presente sugiere un
renovarse continuo y progresivo. Lenski hace depender estos infinitivos del verbo que se
traduce «fuisteis enseñados» (edidáktete), en el v. 21, y los considera declarativos, esto
es, que ellos están expresando lo que los efesios habían aprendido en Cristo.1
La enseñanza de Efesios y Colosenses coincide plenamente con la del capítulo sexto
de Romanos, donde hemos visto que el viejo hombre ya murió y fue sepultado con
Cristo, y que debido a la resurrección de su Señor al creyente le es posible andar en
novedad de vida. Colosenses 2:12 afirma que ya hemos resucitado con Cristo
(suneguérzete). Hemos surgido a la nueva vida en nuestra identificación con El.
Pero aun cuando el «viejo hombre» fue crucificado y sepultado con Cristo, en la
experiencia diaria le es indispensable al creyente despojarse de ese «viejo hombre» que
pertenece a «la pasada manera de vivir» y vestirse del «nuevo hombre» que fue «creado
según Dios en la justicia y santidad de la verdad» (Ef. 4: 22-24). Dicho de otra manera, el
cristiano no debe vivir conforme a los principios y prácticas del «viejo hombre», sino en la
justicia y santidad del nuevo Véanse Ef. 4:25-5:20; Col. 3:5-17; Rom. 6:1-14.
En cuanto al juicio que se realizó en el Calvario, el «viejo hombre» pertenece al
pasado; el «nuevo hombre», al presente y al futuro. El «viejo hombre» es historia; el
«nuevo nombre», actualidad y esperanza. Pero así como Satanás sigue activo a pesar de
haber sido juzgado en la cruz (Jn. 12:31; Col. 2:14-15), el «viejo hombre» todavía pretende
imponer sus normas, ejercer su dominio en nosotros, como si su imperio no hubiese
terminado legalmente en el Calvario. Desde el punto de vista forénsico, o jurídico, el «viejo
hombre» está muerto; pero moralmente su actividad maligna no ha terminado. Plumer
ilustra los esfuerzos del «viejo hombre» por recuperar su señorío, recordando que después
de la conquista de Palestina por Josué los cananeos le causaron muchos problemas al
pueblo de Israel, pero no eran ya los dueños, los amos, de aquel territorio.2 Lenski afirma
que «el viejo hombre todavía está aferrado a nosotros aun después del rompimiento
decisivo... El viejo hombre es despojado, crucificado; no es convertido, no puede serlo; no
es renovado...».3 L. S. Chafer lo expresa de la siguiente manera:

... mientras el cristiano esté en su cuerpo material retendrá la naturaleza


caída, la cual está inclinada a pecar (Rom. 7:21; 2ª Cor. 4:7; 1ª Jn. 1:8). Las
Escrituras no prometen la erradicación de esta naturaleza, pero sí hay la promesa de
una victoria continua sobre la misma por medio del poder del Espíritu (Gal. 5:16-
23). Esta victoria vendrá a ser una realidad siempre que ella se acepte por
fe y se cumplan los requisitos para el disfrute de una vida llena del
Espíritu.
Nunca se dice que la naturaleza pecaminosa haya muerto ya en el hijo de
Dios. Ciertamente, ella fue crucificada, muerta y sepultada con Cristo; pero
siendo que eso tuvo lugar hace casi dos mil años, la referencia tiene que ser
a un juicio divino ejecutado por Cristo contra esa naturaleza cuando El
murió «al pecado» en la cruz... Todos los creyentes han muerto al pecado en
la muerte de Cristo; pero no todos los creyentes han echado mano de todas las
riquezas de gracia que fueron provistas para ellos por la muerte del Hijo de
Dios. No se nos exhorta a morir experimentalmente o a repetir en nosotros
el acto de su muerte; pero se nos pide sencillamente que nos estimemos como
muertos en verdad al pecado. Esta es la responsabilidad humana (Rom. 6: 1-
14) .4
Aunque el «viejo hombre» sigue activo, ha entrado ya en un proceso de auto-
corrupción. En el original de Efesios 4:22 las palabras traducidas «está viciado»
corresponden a un participio presente, que puede ser de voz media: fteirómenon.
Todo esto significa Que el «viejo hombre» está viciándose, corrompiéndose,
arruinándose a sí mismo.

El tiempo verbal es gráfico. Presenta al viejo hombre como trabajando


tozudamente en su propia ruina y destrucción. La palabra no se refiere a un
progreso de declinación moral, porque el viejo hombre es enteramente
depravado y corrompido desde el principio. La referencia es al versículo 19,
como también lo indica "de acuerdo a las concupiscencias del engaño". En
armonía con (katá) las concupiscencias en las cuales el viejo hombre se solaza,
va penetrando más profundamente en una forma progresiva hasta la ruina y
destrucción eternas. Ciertamente, nosotros y el viejo hombre hemos de ser diferenciados,
porque después de habernos despojado de él, nosotros permanecemos.5

El creyente es exhortado a reconocer siempre que el «viejo hombre» fue


crucificado y sepultado para que el cuerpo del pecado fuese «despojado de su dominio»
(Rom. 6:6),6 «a fin de que no sirvamos más al pecado», sino a Dios (Rom. 6:6, 11-14). No
ha de conducirse, pues, el redimido conforme «a la pasada manera de vivir», sino andar en
«novedad de vida». Debe darle las espaldas al pasado y vivir en el presente con la mirada
puesta en el glorioso futuro.
Ya hemos mencionado que en Efesios 4:23 y Colosenses 3:10 el Apóstol usa el tiempo
presente para referirse a la renovación progresiva del nuevo hombre. En Efesios el verbo es
ananeóo (renovar), y en Colosenses, anakainóo, que también se traduce «renovar», pero
que en cierto sentido es diferente de ananeóo. El adjetivo kainós puede significar lo que
es diferente de lo viejo, y neos, lo que ha llegado a existir o ser recientemente, o sea que no
ha existido antes.7 El «nuevo hombre» es diferente del «viejo hombre» en calidad, y es
una nueva realidad en el plan salvífico de Dios.
Según el Nuevo Testamento, el hombre auténticamente renovado está
constantemente renovándose. «Pablo habla sobre todo de renovación a propósito de la
santificación progresiva de los creyentes.»8 Muy lejos de ser estática, la renovación que trae
el nuevo nacimiento es dinámica, rompe los cauces de lo rutinario, de lo tradicional, del
orden establecido y quizá sacralizado, y se desborda en acción vivificante por todos los
caminos del vivir cristiano. Esta es la renovación que se manifiesta primeramente en el
hombre interior para surgir de allí en novedad de vida, en conducta transformada por el
poder de la Palabra y del Espíritu.

I
Renovación interior

En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre,


que está viciado conforme a los deseos engañosos, y renovaos en el espíritu de
vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y
santidad de la verdad (Ef. 4:22-24).
No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del viejo hombre
con sus hechos, y revestido del nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo
creó se va renovando hasta el conocimiento pleno (Col. 3:9-10).
Sin necesidad de aceptar la dicotomía alma-cuerpo del pensamiento helénico, los
escritores del Nuevo Testamento señalan que el ser humano es mucho más que simple
materia y que su conducta se determina también, de manera muy especial, por lo que él es
interiormente. El hombre es una unidad, y, por lo tanto, expresiones como «alma»,
«carne» y «cuerpo» pueden referirse por separado a la totalidad de su persona.9 Sin
embargo, no puede negarse el énfasis neotestamentario en la vida interior del hombre.

... lo que del hombre sale, eso contamina al hombre. Porque de dentro, del
corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones,
los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la
envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro
salen, y contaminan al hombre (Mt. 7:20-23).

Fue también el Maestro quien dijo que «no sólo de pan vivirá el hombre, sino de
toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt. 4:4).
Estos ejemplos bastan para demostrar el énfasis del Nuevo Testamento en la vida
interior. Las citas podrían multiplicarse.
Con el deseo de escaparse de la idea gnóstica de que la materia es mala en sí y que
el cuerpo es cárcel del alma, de la cual ésta debe liberarse, hay pensadores cristianos que
están haciendo hincapié en la unidad del ser humano y abandonando el profundo contraste
que tradicionalmente se ha hecho entre lo espiritual y lo material. Ahora se habla del
«hombre total», y se repudia la expresión «salvar almas», sustituyéndola por la de «salvar
hombres».
Sea bienvenido este noble esfuerzo de recuperar la enseñanza bíblica,
despojándola de todo aditamento filosófico o cultural, en tanto que no salgamos de un
extremo para caer en otro. Decimos esto porque si de una manera errónea la Iglesia ha
venido subrayando solamente lo espiritual con menoscabo de lo material, la tendencia
moderna parece ser la de invertir este orden de valores para darle prioridad a las
necesidades físicas, o materiales, y relegar a segundo o último término el clamor espiritual
del ser humano.
Los pensadores arriba mencionados están expresando verdades doctrinales que la
Iglesia pudo haber recalcado siempre si hubiese sido más diligente en anunciar «todo el
consejo de Dios». Pero los nuevos teólogos corren también el peligro de perder el equilibrio
doctrinal si no se ajustan a la totalidad de la revelación escrita.
El Nuevo Testamento es diáfano en su enseñanza antropológica. Presenta al hombre
como un ser integral, profundamente unificado en todos sus aspectos, en lo físico,
psicológico, espiritual y social. Pasar Por alto uno de estos elementos, o cualquier otro
as-Pecto de lo que es genuinamente humano, es caer £n una antropología que desde el
punto de vista bíblico estaría mutilada. Es más, le guste o no a una época de tan
acentuado materialismo como la nuestra, el Nuevo Testamento enseña que en última
instancia el hombre es lo que es no tanto por los bienes materiales que posee o no posee,
sino por el estado de su vida interior. Este principio bíblico tiene también validez en el
caso del nuevo hombre en Cristo.
Renovación interior por medio del conocimiento
La experiencia renovadora tiene que comenzar por dentro, en el ámbito de la
mente. En Efesios 4:23 el Apóstol dice: «y renovaos en el espíritu de vuestra mente», o sea
en lo más íntimo, en lo más profundo de la mente. El significado de la «mente» (noús) en
este pasaje puede abarcar mucho más que la inteligencia o el entendimiento y referirse al
hombre interior.10 Sería básicamente el mismo caso de Romanos 12:2, donde leemos: «No
os conforméis a este siglo, sino transformaos (metamorfoúste) por medio de la renovación
de vuestro entendimiento (té anakainósei toú noós), para que comprobéis cuál sea la buena
voluntad de Dios, agradable y perfecta.»11 La metamorfosis en la vida espiritual, moral y
social viene como resultado de la renovación (anakaínosis) interna del hombre nuevo en
Cristo.11 Y esta renovación es posible cuando el creyente se presenta por entero como un
sacrificio santo y agradable a Dios.
El texto de Colosenses 3:10 revela que la meta de esta renovación es «el
conocimiento pleno» (no solamente la gnosis de que se jactaban los gnósticos, sino la
epignosis, el conocimiento total). Se sobreentiende que el Apóstol está pensando en el
conocimiento de la gracia de Dios (Col. 1:6), de la voluntad divina (Col. 1:9) y de Dios
mismo (Col. 1:10). El propósito es «alcanzar todas las riquezas de pleno entendimiento, a
fin de conocer el misterio de Dios el Padre, y de Cristo», en quien están escondidos
«todos los tesoros de sabiduría y del conocimiento» (Col. 2:2-3). Frente a la sabiduría
que el creyente puede encontrar en Cristo, el «conocimiento superior» de que el
gnosticismo tanto se vanagloriaba, y que era producto de la mente carnal (Col. 2:18),
resulta rudimentario.
Si el objetivo de la renovación interior es el conocimiento pleno, ella no se llevará
a cabo aparte de la palabra escrita de Dios. Creemos que la Biblia es la Palabra de Dios,
nuestra fuente objetiva de conocimiento espiritual, nuestra máxima autoridad en toda
materia de fe y conducta. Creemos que Dios ha querido revelarnos su voluntad a través de
esta Palabra escrita, y que El no está dando fuera de las Escrituras revelaciones
normativas para su pueblo aquí en la tierra. Por lo tanto, la Escritura y no la experiencia
—no importa cuan gloriosa pueda ésta Parecemos— es la norma de nuestra fe, la única
guía segura y estable para nuestra vida cristiana. Creer Que el Espíritu Santo puede
llevarnos más allá de las Escrituras, y aun en dirección opuesta a ellas, no es bíblico, no
es cristiano. El Espíritu no se contradice menospreciando la Palabra que El mismo
inspiró. Además, sin el ancla firme de las Escrituras estaríamos expuestos al naufragio
en el océano turbulento de nuestras emociones. Por consiguiente, la auténtica renovación
del nuevo hombre tiene que realizarse en conformidad con la Palabra escrita de Dios.
Llama poderosamente la atención que en los pasajes que venimos comentando el
Apóstol no nos exhorta a renovarnos en nuestros sentimientos, no obstante que éstos son
parte de nuestra personalidad y desempeñan un papel muy importante en la experiencia
cristiana. La renovación interior, según Pablo, se efectúa básicamente por vía del
conocimiento. Esto exige autodisciplina, dedicación y perseverancia en el estudio atento,
concienzudo y devoto del Sagrado Texto. Demanda también obediencia a los principios que
las páginas inspiradas por el Espíritu Santo revelan.
La renovación más urgente entre el pueblo evangélico latinoamericano es la que se
basa en el estudio serio y sistemático de las Escrituras con la mira de llenar las
necesidades del creyente en particular y de la Iglesia en general, y de responder
bíblicamente a los problemas acuciantes de nuestro continente.
Renovarse interiormente es mucho más que lograr una gran «experiencia» emotiva en
determinado tiempo y lugar. Es muchísimo más que el ejercicio de un don espectacular.
En cierto modo la renovación práctica y progresiva equivale al crecimiento en la vida
espiritual —el proceso por el cual el niño deja de ser niño para convertirse en un
hombre que seguirá creciendo hasta alcanzar «la estatura de la plenitud en Cristo». El
creyente maduro, el hombre-hombre en Cristo, es aquel que tiene la capacidad de
recibir alimento sólido, de distinguir entre la verdad y el error —a la luz de la Palabra
divina— y de aplicar el conocimiento bíblico adquirido a las diferentes situaciones de su
vida (1ª Cor. 3:1-3; Heb. 5: 11 - 6:3). ¡Esto es renovación!

Renovación interior en medio del sufrimiento

Por tanto, no desmayamos; antes aunque este nuestro hombre exterior se va


desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día (2.a Corintios 4:16).

El verbo anakainóo se usa también en este versículo en tiempo presente


(anakainoútai) para expresar la idea de renovación como un proceso de la experiencia del
siervo de Dios. Esta renovación —nos dice el Apóstol— se efectúa en medio del sufrimiento.
Hay oposición al mensaje (2ª Cor. 4:1-6) y al mensajero (2ª Cor. 4:7-12). Pero la misma
tribulación que desgasta en lo físico al siervo de Jesucristo produce en él «un cada vez
más excelente y eterno peso de gloria» (4:17). De manera hermosa Pablo contrasta la
decadencia del hombre exterior con la renovación del hombre interior, la tribulación con
la gloria, lo leve del sufrimiento con el excelente y eterno peso de gloria, lo que se ve
con lo que no se ve, lo temporal o momentáneo con lo eterno.
Según el contexto, el «hombre exterior» es el vaso de barro, la «carne mortal»,
el «tabernáculo», la «morada terrestre», «el cuerpo» (2ª Cor. 4:7-11; 5:1, 4, 8). Los
muchos sufrimientos en el ministerio han dejado huellas imborrables en el «hombre exte-
rior». Pablo se siente agobiado físicamente; pero tiene varios motivos para regocijarse
en lo espiritual. Por ejemplo: 1) la esperanza de la resurrección (4:14); 2) la seguridad
de que posee en Dios «una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos», para el caso
de que llegue a vivir hasta el tiempo de la transformación (5:1; 1ª Cor. 15:51-54), y 3) el
Privilegio de su renovación interior (4:16).
Bernard Rey señala que hay diferencia entre el «hombre interior» y el «nuevo
hombre»; ve en este último primeramente a Cristo, y, por vía de consecuencia, al cristiano
unido al cuerpo de Cristo. El «hombre interior —dice— designa al hombre en cuanto ser
consciente en sus aspiraciones más profundas», pero de suyo es una realidad que se halla
disponible para el bien o para el mal.12 Sin embargo, Rey asegura que el «hombre nuevo»
asocia en alguna forma al hombre interior de la nueva era, y concluye:

En 2ª Cor. 4:16 y en Ef. 3:16, la fórmula «hombre interior» designa al hombre


renovado por el Espíritu, y es justo reconocer que este aspecto se repite en Col. 3:10: el
hombre nuevo que se renueva para llegar al conocimiento, es ciertamente el hombre
interior de la nueva era, animado por el dinamismo del Espíritu.13

Según Moule, la expresión «hombre interior» significa en Rom. 7:22; Ef. 3:16 y 2ª
Cor. 4:16 el espíritu humano regenerado, o sea el yo regenerado.14
Evidentemente, en 2ª Cor. 4:16 (el texto que venimos comentando) Pablo da
testimonio de su vida y ministerio como un hombre nuevo en Cristo. El experimentó que
también en las profundidades del dolor es posible renovarse interiormente, contemplando
con los ojos de la fe y la esperanza más allá de las cosas temporales aquellas que son
eternas.
Este camino de renovación, sembrado de guijarros y espinas, no nos parece
atractivo. Es camino angosto, de difícil ascenso, y no hay en él promesa de gloria
terrenal. Preferimos la senda fácil del poder y la alegría. Hablamos mucho en la
actualidad del bautismo de agua, y muchísimo del bautismo del Espíritu, pero muy poco
del bautismo de sufrimiento, el cual Cristo recibió y anunció también para sus discípulos
(Mt. 20:20-28).15
No es extraño que para algunos cristianos la renovación signifique tan sólo el
privilegio de ser poseídos públicamente por la potencia del Espíritu y recibir de El dones
sensacionales que llenen de asombro a la Iglesia y al mundo. Pero hay también discípulos
que a la manera de Pablo han aceptado con gozo la voluntad del Señor, quien ha querido
renovarles interiormente día a día por el sendero de la aflicción.
Hemos de recordar siempre que el sufrimiento es un medio —aunque no el único—
de renovación interior, y que es en la debilidad humana que la potencia de Dios se
perfecciona (2ª Cor. 12:7-10).

II
Renovación externa

(LA CONDUCTA DEL NUEVO HOMBRE)

Hemos venido estudiando a grandes rasgos la renovación que el Espíritu Santo


produce en el creyente en Cristo. Hasta este punto solamente nos hemos asolado al
portento de la regeneración (palingenesía) y hemos logrado percibir siquiera algunos
destellos de la renovación que el hombre nuevo experimenta en las profundidades de su
ser.
Pero, como lo hemos sugerido tantas veces en estas páginas, la renovación en
Cristo no se detiene en el plano de las relaciones interpersonales y subjetivas del hombre
con Dios, ni se reduce a lo que Pablo ha llamado «el hombre interior». Comienza, eso sí,
en lo más íntimo del ser humano, en las raíces mismas de la personalidad; mas una
vez que el corazón ha sido cambiado, la conducta no puede quedar inalterable. El
Evangelio —ha dicho un predicador— limpia al hombre por dentro y por fuera.
Una lectura somera del Nuevo Testamento basta para descubrir que los hagiógrafos
le dan muy poca atención a las «experiencias» interiores del creyente, pero se extienden al
escribir sobre la doctrina y la conducta cristianas. Doctrina y conducta forman un binomio
muy característico de la literatura novotesmentaria.
El nuevo hombre se renueva día a día no solamente en el recogimiento interior,
en el replegarse a sí mismo o en la reflexión solitaria sobre las verdades bíblicas; se
renueva también en la acción, involucrándose personalmente en la vida con todas sus
angustias y alegrías, asumiendo responsabilidades familiares, sociales y eclesiales,
comprometiéndose sin reservas en la noble tarea de servir a sus semejantes. Este es, en
general, el cuadro que Efesios y Colosenses nos ofrecen de la renovación práctica y
progresiva del nuevo hombre.
Renovación en la iglesia y en el mundo
Tanto en Efesios como en Colosenses, los versículos que hablan directamente de la
renovación práctica y progresiva del nuevo hombre tienen como contexto inmediato una
enseñanza relacionada con la vida cristiana en comunidad. En Colosenses 3:5-9 el Apóstol
menciona algunas prácticas que por pertenecer al «viejo hombre» deben dejarse de una
vez por todas en la koinonía de los hijos de Dios. Es indispensable un despojarse de lo
antiguo y un vestirse de lo nuevo en Cristo Jesús.
Son características del nuevo hombre la misericordia, la benignidad, la humildad, la
mansedumbre, la paciencia, la longanimidad, el espíritu perdonador, el amor, la
inclinación a la paz, y la gratitud (Col. 3:10-17). La renovación auténtica se manifiesta
en estas virtudes que son fruto del Espíritu divino. Aquí no hay complejo de superioridad
en las cosas espirituales, ni intento de producir confusión, ni división, en el Cuerpo de
Cristo. El espíritu cismático brilla por su ausencia. Al contrario, los creyentes renovados
se esfuerzan por mantener la unidad a la que por la gracia del Señor han sido
llamados (Col. 3:11, 15).
Para el cultivo de esta unidad es indispensable que los miembros del Cuerpo estén
llenos de la Palabra de Dios, a fin de que puedan enseñarse y exhortarse los unos a los otros
en toda sabiduría (Col. 3:16). En Efesios 4:29, Pablo escribe: «Ninguna palabra corrompida
salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar
gracia a los oyentes.»
En la sección sobre el nuevo nacimiento establecimos que el creyente en Cristo ha
nacido de nuevo en el seno de la familia de Dios. Tiene, por lo tanto, que crecer al lado
de sus hermanos, a la sombra de un mismo padre, el Padre Celestial. Esta relación
comunitaria puede, a veces, parecer muy difícil y hasta imposible de sobrellevar, pero
siempre es indispensable para el crecimiento espiritual de los hijos de Dios. Los cristianos
estamos unidos en Cristo por vínculos indestructibles. No podemos dejar de ser hijos de
nuestros padres terrenales, mucho menos podríamos dejar de ser hijos de nuestro Padre
Celestial, y, consecuentemente, tampoco es posible romper los lazos que nos atan
fuertemente a nuestros hermanos en Cristo. Somos hombres nuevos en el Nuevo Hombre,
en quien «no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni
libre, sino que Cristo es el todo, y en todos» (Colosenses 3:11).
Somos llamados a renovarnos en la comunidad de los redimidos y en la relación
con aquellos que no conocen el Evangelio. En ningún momento sugiere el Apóstol que a
fin de renovarse el nuevo hombre tenga que abandonar el mundo para convertirse en un
eremita. El Nuevo Testamento no exhorta al creyente a huir de sus deberes familiares y
sociales en la soledad de un claustro. Tampoco se justifica en las Escrituras la existencia
de ghettos evangélicos, colonias misioneras o grupos exclusivos marginados de la
sociedad. El nuevo hombre tiene que vivir en el mundo, como un miembro de la
comunidad, en contacto diario con otros seres humanos.
Es claro que su conducta ha de manifestar de algún modo la naturaleza celestial de
su vocación. A lo menos cinco veces exhorta Pablo a sus lectores efesios a que anden
como es digno de un hijo de Dios (4:1, 17; 5:1, 8, 10). Pero es muy interesante notar
que esta exhortación viene en un contexto que habla no solamente de la escena eclesial,
sino también del mundo gentil. Debían los creyentes andar dignamente en la congregación
de los santos y en la comunidad de los no salvos. No había otra manera de penetrar la
esfera gentil sino por medio de la presencia en ella de los que habían nacido otra
vez.
Cuando la Iglesia se apartó de la enseñanza bíblica surgió el malentendido
teológico y eclesiástico en cuanto a la relación del cristiano con el mundo. En la escena
protestante se han dado casos que van desde un puritanismo a veces ridículo hasta un
secularismo que no ve diferencia alguna entre la Iglesia y el mundo.
Hoy día se habla de «verticalismo» —el énfasis desmedido en la relación con Dios en
un plano puramente espiritual, extramundano—y «horizontalismo»: la reacción al
«verticalismo», con interés unilateral, intramundano, en la relación del creyente con su pró-
jimo. A la luz del Nuevo Testamento esta antítesis sale sobrando. El nuevo hombre tiene
que renovarse en todas sus dimensiones —crecer hacia Dios y hacia otros seres humanos.
El exagerado dualismo cristiano-mundo que en muchos lugares ha llevado a la Iglesia
Evangélica latinoamericana a batirse en retirada de la escena social, puede ser ascético, y
hasta maniqueo, pero no cristiano. Tampoco es bíblico el secularismo que trata de
mundanizar a la Iglesia y sacralizar lo mundano.
Debemos preguntarnos si no hemos subrayado en demasía el dualismo Iglesia-
mundo. Nuestros textos de oro parecen haber sido Rom. 12:2; 1ª Jn. 2:15-17 y Stg. 4:4, y
nuestros himnos favoritos, aquellos que dicen «el mundo no es mi hogar», «aparte del
mundo, Señor, me retiro», y «voy al cielo, soy peregrino». En realidad estos textos e
himnos dan sólo un aspecto de la mundología16 bíblica. Falta mencionar, por ejemplo, que
tocante a la relación cristiano-mundo la enseñanza más completa, en un solo pasaje
bíblico, es la del capítulo 17 de San Juan, donde, en el texto griego, el Señor Jesucristo
usa dieciocho veces la palabra cosmos (mundo).
Originalmente esta palabra parece haber significado «adorno» (como en 1ª Ped. 3:3),
luego orden o arreglo, o la belleza que resulta del orden o arreglo; después, todo el
mundo material, en cuanto a su orden y belleza, y finalmente los cielos y la tierra, y el
hombre que habita este planeta. En el Nuevo Testamento el cosmos puede significar: 1) el
mundo físico (Mt. 13:35; Jn. 17:5; 21:25; Rom. 1:25, etc.); 2) la Humanidad misma, la
suma total de seres humanos (Jn. 1:29; 3:16; 2ª Cor. 5:19; 3) la escena social en que el
hombre vive y actúa (Jn. 16:21; 1ª Cor. 14:10; Ef. 2:2; 1ª Jn. 3:17); 4) los que están
alienados de Dios y son enemigos de El en malas obras (1ª Corintios 1:20-21; 2ª Cor. 7:10;
Stg. 4:4). También aparece en el Nuevo Testamento la palabra aión, traducida «siglo» en
nuestra versión castellana. Su significado puede ser del orden físico —con énfasis en el
templo— (Lc. 20:35; Mt. 10:30; Ef. 2:7; 1.a Corintios 10:11) o del orden ético (Gal. 1:4; 2ª
Cor. 4:4; Rom. 12:2; Ef. 2:2).17
En la oración sumosacerdotal Cristo usa el vocablo cosmos en su sentido físico,
antropológico y ético. Es «del mundo» (ek tou cosmou) que el Padre le ha dado a Cristo los
discípulos, quienes debido a su vocación celestial, aunque no han dejado el planeta tierra ni
la escena social, han salido del grupo de los que no conocen al Padre, son los que han
creído en el Hijo de Dios. Por lo tanto, el mundo los aborrece (v. 14), así como aborrece
al Maestro a quien ellos siguen (Jn. 15:18-21). El conflicto entre el discípulo de Cristo y
el mundo llega a ser inevitable.
Los seguidores de Cristo ya no son del mundo (v. 14). Han dejado de pertenecer
al sistema que se halla drogado por el maligno (1ª Jn. 5:19). Son de Dios. Pero están en el
mundo (v. 11), y allí quiere el Maestro que estén. «No ruego que los quites del mundo, sino
que los guardes del mal.» El «mundo» denota aquí mucho más que el globo terráqueo. Es
en el ámbito del mundo que no conoce a Dios, en la escena misma donde se desarrolla el
drama de la vida humana, frecuentemente con perfiles de tragedia, de dolor y lágrimas,
donde tienen que ser guardados del mal. Los discípulos son enviados al mundo, así como
Cristo fue enviado al mundo, a vivir entre los hombres, a compartir con ellos su existencia.
No son enviados los creyentes en compartir con ellos su existencia. No son enviados los
creyentes en Cristo a encerrarse en una fortaleza de religiosidad que les proteja del
mundo, sino a participar en cierto modo de la existencia de otros seres humanos y a
comunicar su fe por palabra y obra en el seno mismo de la sociedad.
Venimos del mundo y no somos ya del mundo, pero estamos en el mundo y somos
enviados al mundo, a pesar de que seamos aborrecidos por el mundo. Algunos verán en
esta enseñanza una paradoja. Habrá quienes la expliquen en sentido dialéctico. Otros
usarán sencillamente la palabra tensión. ¿No podría tan sólo decirse que éste es otro
ejemplo del maravilloso equilibrio que Cristo guardó siempre en su doctrina y conducta?
¿Y no es este el equilibrio que nosotros estamos tan propensos a perder? Constantemente
corremos el riesgo de caer o bien en el extremo del espiritualismo, o en el del
secularismo.
El apóstol Pablo no cayó en ninguno de estos extremos. No exhorta a sus lectores a
huir del mundo; Pero tampoco les induce a que se mezclen con el mundo pasando por alto
la diferencia entre lo terrenal y lo celestial. Es posible que, guiados por nuestro sincero
anhelo de mantener la pureza doctrinal y moral de la Iglesia, le hayamos dado énfasis a la
separación, pero no a la relación bíblica que debe existir entre el cristiano y el mundo.
Generalmente hemos hecho hincapié en la antítesis Iglesia-mundo y olvidado el carácter
paradójico del cristianismo. No hemos aprendido a vivir en el estado de tensión que
muchas veces el discipulado nos impone —el de vivir como ciudadanos de dos mundos en el
mundo de las realidades cotidianas.
Como resultado de este énfasis unilateral no siempre hemos podido desarrollar o
ejercitar nuestra fe en el ambiente conflictivo del mundo. Nuestra tendencia ha sido, en
general, la de refugiarnos en la seguridad de nuestra capilla evangélica, de espaldas a lo
que ocurre en la sociedad. Olvidamos que cuando el cristiano no ha crecido espiritualmente
en medio de las fuerzas antagónicas del mundo, cuando no ha experimentado lo que
significa estar «como una oveja en medio de lobos» (Mt. 10:16), se siente indefenso e
impotente cuando le toca salir del aprisco y actuar en un ambiente que le es desconocido
y hostil, o cuando le llega una voz que no es la del Buen Pastor.
Cabe preguntarnos si una de las razones por las que algunos protestantes
latinoamericanos se hallan tan desconcertados ante las ideologías acristianas, o
anticristianas, que circulan en nuestro continente no es su falta de crecimiento cívico a la
sombra del Evangelio.
El Apóstol propugna el desarrollo integral del hombre nuevo, quien es también un
ciudadano de este mundo, con serias responsabilidades de tipo terrenal, en atención de las
cuales tiene que relacionarse «con los fornicarios de este mundo, o con los avaros, o
con los ladrones, o con los idólatras», pues de otra manera le sería necesario «salir del
mundo» (1ª Corintios 5:10). Pero aun cuando el nuevo hombre está renovándose en el
mundo, tiene que ser diferente del mundo.
No hay lugar en la literatura paulina, ni en otras partes del Nuevo Testamento, para
la teología encarnacionista que recalca la identificación pero no la separación entre el
cristiano y el mundo. La idea de que debemos encarnarnos como Cristo lo hizo, o que El
sigue encarnándose en el mundo por medio de sus seguidores no es bíblica. La
encarnación de Cristo es un caso único. Siendo El Dios se hizo hombre; siendo El
divino asumió la naturaleza humana, se humanizó; pero nosotros ya somos humanos y no
somos divinos. Su encarnación no es un proceso inacabado, sino un hecho que se
consumó de una vez y para siempre hace casi dos mil años. El no está llegando a ser
Dios-Hombre; ya es Dios-Hombre verdadero. Es cierto que El plantó su tabernáculo entre
los hombres y se asoció con «justos» e injustos, dando lugar a que sus enemigos dijesen:
«Este a los pecadores recibe y con ellos come.» Pero si su identificación con el mundo
fue profunda, su separación no lo fue menos. El anduvo entre sus contemporáneos «lleno
de gracia y de verdad». Su vida inmaculada fue reprensión y consuelo, denuncia y
promesa, reto y esperanza.
Para el apóstol Pablo es absolutamente necesario que el cristiano sea diferente del
mundo. De ahí su ruego en Romanos 12:1-2. El redimido debe presentar la totalidad de
su ser como una ofrenda que habrá de consumirse en la presencia de Dios. Pero
acercarnos a El es, al mismo tiempo, alejarse de aquello que no es de su agrado. Por
consiguiente, en el original hay una conjunción entre el versículo primero y el segundo:
«... que presentéis vuestros cuerpos... y no os conforméis a este siglo, sino
transformaos... Para que comprobéis...» La palabra traducida «siglo» es aioni, que en este
caso significa la presente era caracterizada por el pecado. El verbo «conforméis» viene de
un vocablo que se traduce «moda», «forma» o «apariencia». El creyente no debe
someterse a las costumbres o prácticas, a la manera de vivir o la mentalidad «del
presente siglo malo» (Gal. 1:4). Su vida no ha de tener la apariencia de este mundo.
En contraposición al conformarse tenemos el transformarse. En griego, el verbo es
metamorfouste e indica un cambio de forma (morfé). Tenemos aquí el origen de
nuestra palabra castellana metamorfosis. Si el término squema, que entra en la
formación del verbo «conforméis» (susquematízeste), sugiere la forma o apariencia
exterior, metamorfoo puede indicar en este contexto un cambio interior, profundo, y
completo del ser. «La apariencia externa —dice Bengel— ha de estar en armonía con la
forma interior.»18
El nuevo hombre en proceso de renovación no se ajusta al patrón del mundo.
Pertenece a una categoría especial. Es peculiar, o raro, en muchos respectos para sus
semejantes. Con toda facilidad se le puede llamar excéntrico, o loco, porque su mentalidad
es diferente a la del presente aión, o era. En cierto sentido, el nuevo hombre en Cristo
viene a meter caos (desorden) en el cosmos (orden) social; trastroca los valores mundanos,
exalta los que son eternos. Renovarse significa también diferenciarse de aquellos que no
conocen el Evangelio.
Sin duda estos conceptos venían a conturbar nuestro ánimo, y aun a disgustarnos.
¿Quién desea hoy parecer excéntrico ante sus semejantes? La gran mayoría de
cristianos preferimos no diferenciarnos mucho de los demás. A veces racionalizamos esta
preferencia diciendo que deseamos ganarlos para Cristo. Posiblemente a esto se deba
que no estamos ganándolos. No ven en qué consistiría «el cambio» si nosotros los
cristianos nos esforzamos tanto por parecemos a ellos. Se sobreentiende que no
estamos sugiriendo que el éxito de nuestra misión dependerá de adoptar maneras
ridículas de vestir y actuar.
El ejemplo del Señor Jesucristo viene en nuestra ayuda. Nunca vemos en los
Evangelios que El pierda su dignidad y majestad. No obstante que su manera de
conducirse entre los hombres es muy humana, muy de esta tierra, ellos no pueden verle
y oírle sin sentir que la gloria de Dios les circunda.
En los capítulos 4 y 5 de Efesios hay cuatro exhortaciones positivas y una negativa
tocante a la manera en que el creyente debe andar en el mundo y en la comunidad de
los santos.
1) «Que andéis como es digno de la vocación (kléseos) con que fuisteis
llamados (eklézete)» (4:1). Viene esta exhortación directamente después de haberse
expuesto magistralmente en los capítulos 1-3 la doctrina de la Iglesia (ekklesía). La
«vocación»
es, por lo tanto, el llamado a salir del ámbito de la incredulidad y la enemistad con
Dios a la comunión de los que han aceptado la voluntad divina revelada en el
Evangelio. Es el llamamiento a formar parte del Cuerpo de Cristo, donde no hay judío
ni gentil, ni siervo ni libre, ni hombre ni mujer, pues todos son uno en El y para El.
Habiendo recibido esta vocación divina, los cristianos tienen el deber ineludible de
andar como es digno de ella, en el seno de la Iglesia y en el mundo. Aceptar el llamado
de Dios en Cristo es identificarse con su pueblo y, de manera inevitable, diferenciarse
de aquellos que no obedecen el Evangelio.
2) «Que no andéis como los otros gentiles» (4:17). Ellos andan en la vanidad de su
mente entenebrecida, ajenos a la vida de Dios y siguiendo los impulsos de su corazón
impuro. Es necesario vivir entre ellos, pero no como ellos. Los lectores de la epístola
anduvieron en otro tiempo «siguiendo la corriente de este mundo» (Ef. 2:2), pero ya
han conocido la verdad que está en Jesús y han sido transformados por El (4.20-24). En
cuanto a su nueva posición en Cristo ya son una «nueva creación». Se han despojado del
«viejo hombre» y vestido el «nuevo» (vs. 22-24; Col. 3:9-10). Pero en su conducta diaria
han de continuar renovándose. De esta doctrina ya hemos hablado basándonos en los
verbos originales. Renovarse práctica y progresivamente significa también el abandono
de ciertos pecados que el Apóstol señala en términos inequívocos. Por ejemplo, la
mentira (v. 25), la ira (vs. 26-27), el robo (v. 27), el lenguaje corrupto (v. 29), la amargura
(v. 31), la maledicencia, y toda malicia (v. 31).
De enorme importancia para el testimonio del cristiano en la iglesia y en el mundo
es la exhortación del capítulo 4:28 en cuanto al trabajo manual. En 1ª Tesalonicenses
4:11-12 Pablo escribe: «y que procuréis tener tranquilidad, y ocuparos en vuestros
negocios, y trabajar con vuestras manos de la manera que os hemos mandado, a fin de
que os conduzcáis honradamente para con los de afuera, y no tengáis necesidad de nada».
Parece que algunos de los cristianos habían malentendido el mensaje de la segunda
venida de Cristo. Creyendo que esperar al Señor significaba abandonar las ocupaciones
ordinarias de la vida, estaban siempre inquietos, yendo de un lado a otro, entremetiéndose
en asuntos ajenos y viviendo como parásitos del trabajo de otros, so pretexto del amor
fraternal y de la caridad cristiana. Pablo les exhorta con firmeza a que vivan
tranquilamente, que se ocupen de sus propios negocios y que se ganen el pan con sus
propias manos.
En nuestro texto de Efesios 4:28 el Apóstol enseña que el cristiano debe trabajar
no solamente para no ser un parásito de la comunidad, ni mucho menos un ladrón, sino
también para tener qué compartir con el que padece necesidad. En lugar de apropiarse
de lo ajeno, debe trabajar para ayudar a otros. Lenski opina que «el robar o hurtar
incluye aquí todas las formas de conseguir algo por vías indebidas», y que el mandato
era necesario porque muchos de los cristianos eran esclavos «y los esclavos paganos no
consideraban que obraban mal al defraudar a sus amos».19 En 2ª Tesalonicenses 3:10 Pablo
dice terminantemente que «si alguno no quiere trabajar, tampoco coma».
Todos estos textos, y otros que podríamos citar del Antiguo y del Nuevo
Testamento, ponen de relieve el elevado concepto que las Escrituras tienen del trabajo
manual y, puede decirse, de toda clase de trabajo. En el judaísmo no era vergonzoso
trabajar con las manos. Saulo de Tarso había aprendido a trabajar como un artesano, y su
oficio de hacer tiendas le sirvió de mucho en el desempeño de sus labores misioneras. Los
tesalonicenses le habían visto trabajar noche y día (1ª Tes. 2:9). Jesús de Nazaret era un
carpintero. Sin duda El tenía las manos callosas por el uso continuo de las herramientas
de su oficio.
En contraste con los judíos, los griegos y romanos se inclinaban a considerar el
trabajo manual como la ocupación propia de esclavos. Desafortunadamente, en la iglesia
medieval se introdujo el concepto de que el trabajo es un castigo por el pecado
original, o que puede usarse como una expiación o mortificación para el bien de la vida
cristiana. Uno de los grandes triunfos de la Reforma del siglo XVI fue reivindicar el
trabajo, señalando su carácter sagrado. En su Sermón sobre las buenas obras (1520),
Martín Lutero afirma que toda vocación es sagrada delante de Dios. Por su parte la
Iglesia Católica Romana ha sido lenta en su formulación de una teología bíblica del
trabajo. No fue sino hasta en las encíclicas de los papas modernos que comenzó a ver en
el trabajo, no simplemente una expiación, sino un medio por el cual el hombre puede
realizarse como individuo y como miembro de la sociedad.20
De las Cartas a los Tesalonicenses podemos deducir que los seguidores de Cristo no
tenían que dejarse dominar por el concepto greco-romano del trabajo manual, ni tomar la
promesa de la segunda venida de Cristo como una excusa para dejar de trabajar. A
mediados del primer siglo de nuestra era, Pablo estaba ya enseñando la utilidad y
dignidad del trabajo. No proclamaba el regreso de Cristo con el fin de que sus oyentes se
convirtiesen «en soñadores apocalípticos, entregados a la discusión de puntos oscuros y
minuciosos de la profecía, sin interesarse en el cumplimiento de sus deberes
cotidianos».21
El nuevo hombre se renueva continuamente trabajando, ganándose el pan con el
sudor de su frente. ¡Esto es renovación! Para San Pablo la renovación es muchísimo
más que una experiencia profundamente emotiva; es la santificación práctica: separarse
del mal y hacer el bien; es no contristar al Espíritu Santo por causa del pecado no
confesado en nuestra vida (Ef. 4:30); es manifestar en todo tiempo y hacia toda persona
una actitud apacible, benigna, misericordiosa y perdonadora (Ef. 4:32); es no andar «como
los otros gentiles».
3) «Y andad en amor» (Ef. 5:2). Hay exegetas que ven aquí el amor del
creyente hacia Dios, no necesariamente el amor al prójimo. El contexto no parece
apoyarles. Además, el apóstol Juan afirma: «Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a
su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo
puede amar a Dios a quien no ha visto?» (1ª Jn. 4:20-21). Y el Señor Jesucristo enseña
que el amor a Dios va de la mano con el amor al prójimo (Mt. 22:32-40; comp. Rom. 13:
9-10). Es privilegio del cristiano amar a Dios, a los hermanos en la fe, y a todos los
hombres. En la escena de este mundo el amor a Dios se hace tangible en el amor al
prójimo. Las gentes no tienen gran interés en nuestras experiencias místicas y profundas
del amor a Dios, ni en nuestras definiciones teológicamente correctas del amor. Lo que
desean ver en nuestra vida pública y privada es el fruto del amor. Cristo no disertó
largamente sobre el significado del amor, pero vivió éste hasta lo sumo, al servicio de
todos nosotros.
Una cosa es rechazar la manera de vida de los gentiles, y otra muy distinta no
amarlos como seres humanos por quienes también Cristo murió. Renovarse es también
amar a todos nuestros semejantes, y amarlos es respetar su dignidad de criaturas de Dios,
acercarnos a ellos sin hacer acepción de personas, sin prejuicios raciales, sociales o
culturales, sin complejos de superioridad espiritual, sin actitudes paternalistas o
proteccionistas, sin el intento de manipularlos para edificar nuestro ego, sin el propósito
de servirnos de ellos, sino de servirles con humildad, con un sentir auténticamente
cristiano. «Andad en amor», en el amor que no busca lo suyo, que es fruto del Espíritu
Santo, y se expresa en la entrega total, sin reservas, al servicio de los demás, «como
también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios
en olor fragante» (Ef. 5:2). Todo el contexto de este versículo nos enseña que debemos
imitar a Dios (Ef. 5:1) en su entrega de amor.
Por supuesto, el amor no es un mero sentimentalismo desprovisto de contenido
ético. El sendero del amor no pasa por los dominios de la inmundicia moral (Ef. 5:3-5).
Amar no equivale a condonar el pecado. El reino de Cristo y de Dios se halla
diametralmente opuesto al imperio del mal (Ef. 5:5).
4) «Andad como hijos de luz» (Ef. 5:8). La antítesis luz y tinieblas es insoslayable
para aquellos que han sido librados de la potestad de Satanás y trasladados al reino del
amado Hijo de Dios (Col. 1:13). «Porque en otro tiempo erais tinieblas, mas ahora sois
luz en el Señor; andad como hijos de luz» (Efesios 5:8). Ya el Maestro había dicho:
«Vosotros sois la luz del mundo...; así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para
que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt.
5:14-16). Y a los creyentes filipenses Pablo les escribe: «para que seáis irreprensibles y
sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en
medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo» (2:15).
Hay «hijos de desobediencia» (Ef. 2:2; 5:6) —los que están «en tinieblas» (1ª Tes.
5:4)— y hay «hijos de luz» (Ef. 5:8). Y ¿qué comunión tiene la luz con las tinieblas? (2ª
Cor. 6:14). Por lo tanto, Pablo dice: «No seáis, pues, partícipes con ellos» (Ef. 5:7). No
os asociéis con ellos en su pecado, no seáis sus cómplices dándoles vuestro apoyo en su
impura manera de vivir. No olvidéis que sobre ellos descansa la ira de Dios. El
concepto de separación cristiana nos sale de nuevo al encuentro, como si estuviese a
cada vuelta del camino indicando el peligro que constantemente acecha al pueblo del
Señor.
Según el Apóstol, somos llamados a vivir de acuerdo a lo que ya somos en Cristo:
hijos de luz. El versículo 9 de Efesios 5 es parentético. Varios manuscritos importantes
tienen la variante «luz» en lugar de «Espíritu». «Porque el fruto de la luz es en toda
bondad, justicia y verdad.» La luz y la vida son inseparables (Jn. 1:4). Y, por cuanto es
vida, la luz lleva fruto de bondad, justicia y verdad. Se ofrece en estas tres palabras
una fórmula para el éxito de la relación del cristiano con el mundo. La justicia es
equilibrada por la bondad, y estas dos van acompañadas por la verdad, que en este caso
puede significar la realidad moral y espiritual, la veracidad en contraposición al engaño
o la mentira, la realidad que se opone a la falsedad. Muy grande es el clamor de nuestro
tiempo por la justicia a nivel individual, social e internacional; pero no menos grande es
la sed de bondad y verdad en los corazones. La naturaleza misma del ser humano pide a
gritos estas virtudes que son el fruto de la luz, y la Luz es Cristo.
Si el versículo 9 es parentético, el hilo del discurso sigue del versículo 8 al 10:
«Andad como hijos de luz, comprobando lo que es agradable al Señor.» En griego, la
palabra «comprobando» es el participio presente (dokimázontes) del verbo dokimázo, el
cual aparece también en Romanos 12:1-2 y significa «poner a prueba» para determinar si
lo que se examina es legítimo o falso. Lenski indica que este verbo «se usa en la prueba de
los metales para ver si son legítimos, o en las monedas para ver si son falsas, o en las
medidas para conocer su exactitud».22
El creyente es «luz en el Señor», tiene la guía del Espíritu y la Palabra, y puede, por
lo tanto, mantear una actitud crítica ante el mundo. Efesios 5:6 dice: «Nadie os
engañe con palabras vanas.» No hay razón para que el nuevo hombre se deje seducir por
«los que para engañar emplean con astucia las artimañas del error» (Ef. 4:14). Pero el
objetivo principal del examen aquí sugerido es el de conocer «lo que es agradable al
Señor». Según Romanos 12:1-2, este conocimiento viene cuando el redimido presenta todo
su ser en sacrificio a Dios, y, lejos de conformarse al mundo, se transforma a partir de la
renovación interior.
Al andar en la luz el creyente discierne no tan sólo lo que es agradable a Dios
sino también lo que a El le desagrada. Es posible, entonces, optar, a plena luz, entre la
voluntad divina y la voluntad humana. Pero más que una opción lo que Efesios 5:11
demanda es obediencia incondicional al mandato de Dios: «Y no participéis en las obras
infructuosas de las tinieblas, sino más bien reprendedlas.» A la raíz del verbo
«participéis» se halla el concepto de koinonía, «participación», «comunión». Habiendo ex-
hortado Pablo a sus lectores a no asociarse con los hijos de desobediencia (Ef. 5:6-7),
ahora les dice que no deben tener parte en sus malas obras. El fruto de la luz es la
bondad, la justicia y la verdad; las obras de las tinieblas son infructuosas. El contraste
no podía ser expresado con mayor fuerza. No hay comunión (koinonía) entre la luz y las
tinieblas (2ª Corintios 6:14).
Pero no basta con separarse de las obras pecaminosas; es imperativo redargüirlas.
Los hijos de luz son llamados a ejercer una actitud crítica frente al mundo; a separarse
del pecado y reprender las obras infructuosas de las tinieblas. La renuncia y la denuncia
deben ir juntas en la actitud del redimido ante el pecado del mundo. La palabra griega
traducida «reprendedlas» viene de elegko. Este mismo verbo se encuentra en Juan 8:46
(«¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?») y en Juan 16:8, donde el Señor
Jesucristo anuncia que el Espíritu Santo convencerá al mundo de pecado, de justicia y de
juicio.
El plan de Dios para sus hijos no es que éstos se refugien en la santidad personal sin
preocuparse del mal que corroe las entrañas del hombre y la sociedad. Si el cristiano
está en verdad renovándose en el mundo, sentirá como un desgarramiento interior por
el mal que allí impera. Dondequiera que vaya verá que fuera de su círculo de luz se
amontonan las tinieblas; tomará conciencia del pecado que en sus múltiples formas
encadena a los individuos y a las diferentes estructuras sociales, y sentirá el deseo de hacer
algo en el nombre del Señor en pro de la liberación de los cautivos del mal.
La injusticia se expande por el mundo con gran poder opresor. Todavía hay mucha
explotación del hombre por el hombre. Este no quiere entender que se autoesclaviza
cuando pone bajo servidumbre a otro hombre, que cuando degrada a su prójimo se degrada
a sí mismo. Día a día sube al cielo el grito angustioso de los niños hambrientos, de las
niñas prostitutas, de los ancianos abandonados, de los inválidos reducidos a la mendicidad
callejera, de los pueblos débiles estrujados por los poderosos. El silencio del cristiano y
de la Iglesia frente a éstos y otros males es culpable, como lo es también, y en mayor
grado, el silencio ante el pecado de los pecados: la incredulidad tocante al Hijo de Dios.
«De pecado, por cuanto no creen en mí» (Jn. 16:9).
Carecemos, en nosotros mismos, del poder que trae a los hombres bajo
convicción de pecado; pero el Espíritu Santo puede utilizar nuestra proclama de la
Palabra para redargüir las conciencias más endurecidas en el mal. No debe haber
denuncia del pecado aparte del anuncio de la redención individual en Cristo.
5) «Mirad, pues, con diligencia cómo andéis, no como necios sino como
sabios...» (Ef. 5:15-17). Los «necios» son aquellos a quienes les hace falta sabiduría
(asofoi), en contraste con los «sabios», o sofoi. Se sobreentiende que en este contexto se
trata de la capacidad de andar según la luz que se haya recibido; es más un asunto de
conducta (peripateite) que de conocimiento teórico, por muy grande que éste sea. La
diferencia que se establece aquí entre el «sabio» y el «necio» (o insensato) nos hace
evocar el contenido del libro de Proverbios.
El sabio compra, redime (exagorázo) la oportunidad, y la aprovecha dando testimonio
de la luz en palabra y obra. En Colosenses 4:5 leemos: «Andad sabiamente para con los de
afuera, redimiendo el tiempo.» Evidentemente estas palabras se refieren al andar del
cristiano en el mundo.
El tiempo o era presente tiene un carácter especial, es un kairós, y no simplemente
un kronos, desde el punto de vista divino; es un tiempo de oportunidad, pero también de
maldad. Las tinieblas se van haciendo más densas, y es urgente que el cristiano deje
resplandecer su luz. «La noche viene, cuando nadie puede trabajar» (Jn. 9:4). De ahí que
también Pablo exhorte a su discípulo Timoteo a predicar a tiempo y fuera de tiempo, pues
la maldad y la incredulidad aumentarán en el mundo (2ª Tim. 4:1-5).
Además, el creyente es exhortado a ser sabio tocante a la voluntad de Dios, para
conformarse a ella. De hecho, esta voluntad incluye la santificación práctica, el separarse
del mal. Por consiguiente, Pablo agrega: «No os embriaguéis con vino, en lo cual hay
disolución; antes bien sed llenos del Espíritu» (Efesios 5:18). La embriaguez es una de las
obras infructuosas de las tinieblas que el cristiano debe evitar y reprender. En lugar de
intoxicarse con vino debe dejarse llenar por el Espíritu de Dios. El contraste entre la
embriaguez con vino y la plenitud del Espíritu se ve también en el caso de Juan el
Bautisa (Lc. 1:15) y en el de los discípulos, el día de Pentecostés (Hech. 2:1-15).
El verbo traducido «sed llenos» (pleroúste) es un imperativo del tiempo presente. La
voz es pasiva. Literalmente podría traducirse: «sed continuamente llenados por el Espíritu».
Es un mandato, no una sugerencia, ni mucho menos una súplica. La experiencia de la
plenitud del Espíritu debe ser continua en la vida del creyente, quien no puede llenarse
a sí mismo del Espíritu sino permitir que El haga una realidad esa plenitud.
Ser llenos del Espíritu significa estar bajo su dominio, permitir que El sea el
soberano en todos los aspectos de nuestra vida. Alguien ha dicho que la plenitud del
Espíritu no significa que nosotros recibamos una porción mayor de su Persona —puesto
que El ya ha venido a morar personalmente en nosotros—, sino que El toma posesión de
todo nuestro ser. No se trata de recibir más de la Persona del Espíritu, sino de
entregarle toda nuestra persona a El.
La plenitud del Espíritu no debe confundirse con su bautismo, por el cual fuimos
incorporados definitivamente en Cristo al creer en El (1ª Cor. 12:13; Gal. 3:27), ni con el
hecho de que El mora de manera Permanente en nosotros (Rom. 8:9; 1ª Cor. 6:19). El
bautismo del Espíritu es ya una realidad para todo auténtico cristiano, y no se basa en
nuestra experiencia, aunque nos introduce en una nueva y gloriosa experiencia al
identificarnos con Cristo como miembros de su Cuerpo que es la Iglesia. No siempre posee
el creyente la plenitud del Espíritu, y ésta es una experiencia que puede repetirse (Hech.
2:4; 4:31). El bautismo del Espíritu es de carácter permanente, en cuanto a que somos
miembros del Cuerpo de Cristo para siempre. Por lo tanto, no tenemos que ser
rebautizados en El.
La plenitud del Espíritu nos da el secreto de la renovación genuina, y práctica, en
todas las relaciones y actividades de nuestra vida. Se consigue esta plenitud cuando nos
sometemos a El, renunciando a todo aquello que puede contristarlo (Ef. 4:30) o apagarlo (1ª
Tes. 5:19). Se trata de un acto de fe en las promesas de la Palabra escrita, de una
obediencia al mandato divino: «sed llenos del Espíritu».
La plenitud del Espíritu puede realizarse en nosotros estando a solas, o en la
comunión de los redimidos. Los discípulos fueron llenos del Espíritu mientras oraban juntos
en el aposento alto (Hech. 2), y cuando estaban reunidos clamando a Dios, debido a la
oposición que se había desatado contra su pueblo (Hech. 4). En el texto que estamos
considerando, Ef. 5:18-20, tenemos también una escena eclesial. La exhortación a cantar
con gracia «en vuestros corazones al Señor con salmos e himnos y cánticos espirituales»,
se halla estrechamente relacionada con la vida comunitaria (Col. 3:16). El texto de Efesios
5: 19-20 dice: «hablando entre vosotros con salmos, con himnos y cánticos espirituales,
cantando y alabando al Señor en vuestros corazones, dando siempre gracias por todo al
Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo». Lo más importante es que estas
expresiones de alabanza y acción de gracias son el resultado directo de la plenitud del
Espíritu Santo. Cuando los creyentes estaban llenos del Espíritu hablaban entre ellos con
salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en sus corazones,
o sea desde lo más profundo de su ser.
No había llegado el tiempo del ceremonial frío y rutinario que se introdujo en la
iglesia medieval y caracteriza a muchas iglesias en la actualidad, sin despertar ningún
entusiasmo en el alma de las masas latinoamericanas. La renovación producida por el
Espíritu de Dios rompe los diques del formalismo eclesiástico y se derrama en la
adoración espontánea y gozosa al Señor. Hay entonces júbilo en los corazones, regocijo
en los espíritus, oraciones fervorosas —inteligentes e inteligibles—, testimonios que honran
a la fe cristiana, mensajes de la Palabra predicados con poder de lo alto, cánticos de
victoria que glorifican a Dios. Y todo esto sucede, no en la energía de la carne, sino en el
poder, y bajo el dominio, del Espíritu. No existen allí abusos que traigan afrenta al
Evangelio, pues todo se hace «decentemente y con orden» (1ª Cor. 14:40).
Es muy interesante notar que cuando el Apóstol señala en Efesios 5:19-20 los
resultados inmediatos de la plenitud del Espíritu no menciona la manifestación de dones
espectaculares. En el capítulo 12 de Romanos, que también trata de la renovación del cre-
yente en el contexto de la iglesia local, hay mención de carismas del Espíritu (vs. 4-8),
pero no de aquellos de carácter espectacular, con excepción del don de profecía, si
queremos incluirlo en ese grupo especial. Además de este carisma, se enumeran el don de
servir, el de enseñar, el de exhortar, el de repartir, el de presidir, el de hacer
misericordia. Sin entrar en un análisis del movimiento carismático —lo cual demandaría
más tiempo y espacio—, baste decir que según el Nuevo Testamento no son necesarios, ni
mucho menos indispensables, los dones espectaculares Para experimentar la renovación
que viene del Espíritu de Dios. Aun en el libro de los Hechos —donde tenemos más historia
que doctrina— se sugiere que había ocasiones cuando la plenitud del Espíritu Santo no iba
acompañada del don de lenguas o algún otro don espectacular (Hech. 4:31).
Volviendo al capítulo 12 de Romanos vale la pena hacer hincapié en lo que ya
hemos mencionado, es decir, que también en este pasaje se ve que la renovación tiene
sus consecuencias en la relación del creyente con la asamblea local (vs. 1-16). Como
resultado de su renovación interior, el redimido conoce la voluntad de Dios y se conoce
mejor a sí mismo, tiene un concepto adecuado de su persona (v. 3) y se contempla, no
alienado de sus hermanos en la fe, sino como un miembro del Cuerpo de Cristo (vs. 3-5).
Pensando de sí con cordura reconoce que no carece él de dones espirituales, pero que
tampoco tiene todos los carismas que el Espíritu haya querido suministrar. «Un cuerpo
tiene muchos miembros, pero no todos los miembros tienen la misma función» (v. 4). Esta
enseñanza es un antídoto contra el desánimo y contra el orgullo.
El cristiano renovado no se exalta a sí mismo por causa de algún don, ni mira como
«creyentes de segunda categoría» a los hermanos que carecen del carisma, o carismas, que
él posee. No utiliza el asunto de los dones para promover disensión, sino para cultivar la
unidad del pueblo del Señor. Es consciente de que los dones han sido impartidos para la
edificación, no para la división del Cuerpo de Cristo. No asume la actitud del que parece
creer: «Yo soy mejor que tú porque tengo tal don.» Al mismo tiempo reconoce que es
posible poseer un don y no utilizarlo para la gloria de Dios y bendición de su pueblo, o no
ejercitarlo en el espíritu que el Apóstol recomienda (vs. 6-8).
Fruto de la renovación que el Espíritu produce en los hijos de Dios es el amor
fraternal (vs. 9-16). Este amor debe ser sin fingimiento y expresarse de manera muy
concreta en obras que sean de beneficio para la comunidad cristiana. El cristiano
renovado se goza con los que se gozan, y llora con los Que lloran. Se identifica con el
dolor y la alegría de sus hermanos; pero también comparte para las necesidades de los
santos y practica la hospitalidad (v. 13). Surge de nuevo el concepto de koinonía; esta
vez como un participio presente (koinonoúntes), traducido por la palabra
«compartiendo».
Practicar la koinonía es mucho más que congregarse con los hermanos para cantar,
leer, orar, ofrendar y oír la Palabra; es mucho más que reunirse para un banquete o un
momento social; es mucho más que darle palmadas de ánimo en la espalda al hermano
que pasa por dificultades económicas; significa también ayudar a los que están en
necesidad, y ser hospitalarios. La koinonía significa recibir y dar, compartir lo nuestro
con los demás. Si aun al enemigo debemos darle de comer y beber (Romanos 12:20),
mayor es nuestra responsabilidad hacia el hermano que se halla necesitado. De la
comunidad cristiana primitiva en Jerusalén se dice que «no había entre ellos ningún
necesitado», porque «se repartía a cada uno según su necesidad» (Hech. 4:34-35). Que el
programa de asistencia social continuó en la Iglesia Apostólica es evidente no sólo en el
libro de los Hechos, sino también en la sección epistolar del Nuevo Testamento. «Así que —
dice Pablo—, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la
familia de la fe» (Gal. 6:10). ¡Esto es renovación!

Renovación en el hogar
Los círculos que venimos trazando para describir ja renovación práctica y
progresiva del nuevo hornee en Cristo se estrechan de manera concéntrica. Hemos visto
el círculo amplísimo del mundo y el círculo más reducido de la comunidad cristiana. Aho-
ra llegamos al círculo íntimo del hogar, donde, a veces, es mucho más difícil que en
cualquier otro ambiente ser un cristiano renovado.
Según la versión de Reina-Valera (1960), en Efesios 5:21 el Apóstol dice:
«Someteos unos a otros en el temor de Dios.» Pero en el original no hay un imperativo,
sino un participio (jupotassómenoi) que concuerda con los participios de los versículos 19 y
20, traducidos por «hablando», «cantando», «alabando» y «dando gracias». En consecuencia,
el versículo 21 podría también traducirse: «Sometiéndoos unos a otros en el temor de
Dios.»
Esposos y esposas (Ef. 5:22-23). — En algunos manuscritos antiguos, como el
Vaticano (siglo cuarto d. C.) y el papiro Chester Beatty, p46 (cerca del año 200 d. C.), el
versículo 22 carece de verbo. La edición del Nuevo Testamento Griego publicada por las So-
ciedades Bíblicas Unidas en 1966 suprime el verbo y dice literalmente: «Mujeres a vuestros
propios maridos, como al Señor.» Esta lectura podría sugerir que el versículo 22 depende
del 21: «Sujetándoos unos a otros en el temor de Cristo: las mujeres a sus propios maridos,
como al Señor.» Sin embargo, hay también evidencia antigua para el uso del imperativo
en el versículo 22 (por ejemplo, los códices Sinaítico y Alejandrino, las versiones Itala,
Vulgata y Siríaca, etcétera): «Mujeres, sujetaos a vuestros propios maridos como al
Señor.» Y el pasaje paralelo en Colosenses 3:18 incluye el presente imperativo:
jupotásseste («estad sujetas»).
En ambos casos —con verbo o sin él— la estrecha relación entre el estar dispuesto
a sujetarse a otro y la plenitud del Espíritu Santo es evidente. La esposa cristiana, nacida
de nuevo, y llena del Espíritu, se sujeta espontánea y gozosamente a su marido. La
renovación producida por el Pneuma divino llega hasta el santuario del hogar, para
bendición de la familia misma, para un testimonio eficaz a los que no conocen el
Evangelio y, sobre todas las cosas, para la gloria de Dios.
Nótese, en primer lugar, que las esposas son exhortadas a sujetarse; pero no se
exhorta a los esposos a sujetarlas. W. R. Nicholson dice:

Se menciona aquí el deber de sujetarse, pero no la prerrogativa de mando.


Pablo no tiene el propósito de implementar prerrogativas, pues éstas no necesitan ser
implementadas. Tampoco es su propósito exaltar o magnificar al marido sobre la
esposa. Reconoce la autoridad de aquel, pero no dice una sola palabra que pueda
tener el efecto de exagerar la propia estima del marido con respecto a su mujer.23

El hecho de que la mujer sea exhortada a sujetarse ella misma a su marido indica
que se le reconoce su dignidad de ser humano y su propia capacidad de decisión dentro del
orden divinamente establecido. Si se sujeta a su marido no es porque se vea reducida por
la fuerza a una situación que ella no haya escogido en el pleno uso de sus facultades. El
cristianismo vino a liberar a la mujer de muchas de las limitaciones que el judaísmo le
había impuesto, y a levantarla de la degradación en que el paganismo la había hundido.
En Cristo, la mujer es coheredera de la misma gracia con su marido (1ª Ped. 3:7).
Esto es muy significativo, especialmente si se toma en cuenta que en la
comunidad cristiana primitiva había un buen número de esclavos.24 En Cristo, y en el
seno del hogar por El santificado, aun la esclava deja de serlo para ser partícipe con
su marido de las mismas bendiciones del Evangelio. En el mundo del primer siglo la
enseñanza de Pablo era inevitablemente revolucionaria. Por supuesto, algunas mujeres,
libres o esclavas, podían caer en la tentación de abusar de sus nuevos y grandes
privilegios y traer desprestigio a la obra cristiana. ¡Era tan fácil convertir la libertad en
libertinaje y producir el caos donde debía imperar el orden!
De ahí la necesidad de la exhortación apostólica: «Casadas, estad sujetas a
vuestros maridos.» Pero no hay apoyo aquí para la así llamada «cosificación de la
mujer», ni para el ya célebre «machismo» latinoamericano. Tampoco se justifican en el
Texto Sagrado los excesos de movimientos feministas modernos que en su afán de
liberación corren el peligro de despojar a la mujer de aquellos valores morales y
espirituales que la dignifican y ennoblecen ante la sociedad y, más que todo, ante los ojos
del Creador.
Pablo dice que las casadas deben sujetarse a sus propios maridos «como al Señor».
¿Cómo debemos sujetarnos los cristianos a Dios? No por miedo, o terror, sino por amor.
No por fuerza, sino voluntariamente. No parcialmente, sino con la totalidad de nuestro ser.
En Colosenses 3:18 leemos: «Casadas, estad sujetas a vuestros maridos, como
conviene en el Señor.» El Apóstol exhorta a todos sus lectores, en Efesios 5:10, a
comprobar lo que es agradable a Dios. En su propio caso, la esposa cristiana descubrirá
que a Dios le agrada que ella esté sujeta a su propio marido. Esto es lo conveniente, lo
necesario, desde el punto de vista divino, no porque ella sea inferior al hombre, sino
porque en el hogar, como en el Estado, hay necesidad de un orden que no puede existir
sin el ejercicio de autoridad, la cual no significa despotismo o tiranía.
Ejercer autoridad conlleva gran responsabilidad, y ésta debe asumirla alguien,
pues de otra manera no hay autoridad. En cuanto a la familia, está bíblicamente
determinado que ese alguien sea el esposo, quien resulta así como el más responsable
ante Dios y ante los hombres por la manera en que se conduce su hogar. Su autoridad le
ha sido delegada; no es autónoma, sino teónoma; él tiene que dar cuenta al Señor por el
buen o mal uso que haga de ella. La mujer que ama a su esposo será consciente de la
enorme responsabilidad que él ha contraído, y hará todo lo posible para aliviarle la carga
sujetándose espontáneamente a él, como al Señor, actuando como una verdadera «ayuda
idónea» en la administración del hogar (Prov. 31:10-31).
También dice el Apóstol que «como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las
casadas lo estén a sus maridos en todo» (Ef. 5:24). Según esta misma epístola, el Padre ha
dado a su Hijo Jesucristo «por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su
cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo» (Ef. 1:22-23). La autoridad de
Cristo sobre la Iglesia —«en todo»— y la sujeción de la Iglesia a Cristo —«en todo»—
se presentan como el ejemplo para la relación que se espera que exista entre esposo y
esposa.
La esposa es libre en Cristo —en quien no hay siervo ni libre, ni varón ni mujer
(Gal. 3:28)—, pero la libertad en El no es libertinaje, no es tanto libertad de, como
libertad para. La verdadera libertad exige nuevas y serias responsabilidades a nivel per-
sonal, familiar, eclesial y social. De ahí que muchos tengan miedo de ser libres; no se
atreven a vivir en el ámbito de la decisión personal.
De la enseñanza apostólica puede deducirse que la mujer debe sujetarse a su
marido no sólo por respeto al principio de orden y autoridad, sino también para guardar la
unidad matrimonial. «Porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza
de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador» (Ef. 5:23). Dios no quiso que el
hogar fuese acéfalo, ni bicéfalo. No es un monstruo, sino como un cuerpo viviente, fuerte y
armonioso, cuyos miembros, aunque diferentes unos de otros, se hallan estrechamente
relacionados entre sí para su buen funcionamiento, bajo la sabia dirección de la cabeza.
Pablo dignifica la unión matrimonial al compararla con la que existe entre Cristo (la
Cabeza) y la Iglesia (el Cuerpo). La doctrina de la unidad de la Iglesia, presentada
magistralmente en esta epístola a los Efesios, se ilustra y resplandece en el seno del hogar
cristiano, en las relaciones cotidianas entre esposo y esposa, en el Señor.
Al esposo se le exhorta, no a sujetar a su esposa, sino a amarla como Cristo amó a
su Iglesia. Si la sujeción de la esposa ilustra la de la Iglesia a Cristo, el amor del esposo
debe reflejar el que Jesucristo manifestó a su Iglesia. ¡Mayor ejemplo de amor no podía
darse! El sacrificio de Cristo por su Iglesia fue una entrega de amor, y una entrega total
(Ef. 5: 25-27). En el plano de las relaciones matrimoniales se espera que el amor del
esposo esté dispuesto al sacrificio. Es muy difícil, por no decir imposible, definir el amor;
pero se ha dicho que amar es procurar siempre el bien del ser amado, o buscar que la
gloria de Dios resplandezca en nuestra relación con la persona que amamos. El amor
verdadero se halla diametralmente opuesto al egoísmo (1ª Cor. 13). Este amor es fruto del
Espíritu Santo en la vida que El está llenando (Ef. 5:18) y renovando.
En segundo lugar, el esposo cristiano debe amar a su esposa como a su mismo
cuerpo (Ef. 5:28-3l), así como Cristo ama a su Iglesia, la cual es su Cuerpo. La unión
matrimonial es de tal naturaleza que al amar a su esposa el marido está amándose a si
mismo, porque ella es su cuerpo. Los dos han llegado a ser «una sola carne». Y «nadie
aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo
a la iglesia» (Ef. 5:29). Es decir, le da alimento (ektréfei) y le da calor (tálpei), la abriga,
la defiende de las inclemencias del tiempo, la cuida sin cesar. La palabra que se
traduce «cuida» es la misma que Pablo usa para describir su cuidado por los creyentes
tesalonicenses: «Antes fuimos tiernos entre vosotros, como la nodriza que cuida con ternura
a sus propios hijos» (1ª Tes. 2:7). Mayor es aún la ternura de Cristo en el cuidado de su
Cuerpo en general, y de cada uno de sus miembros en particular (Ef. 5:29-30).
En el versículo 31 el pensamiento se vuelve al relato del Génesis: «Por esto dejará
el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne.»
Nada ni nadie debe interponerse entre el marido y la mujer. La entrega mutua de los
desposados es total, en todos los órdenes de su existencia. El amor al padre y a la
madre debe seguir existiendo, mas no interponiéndose entre los cónyuges. El círculo de las
relaciones matrimoniales es tan sagrado que allí sólo tres personas deben entrar: el
Señor, el esposo y la esposa.
El amor que el Espíritu produce es el secreto para el éxito en el matrimonio. Pero
este amor no nos viene dado de una vez, como un gran depósito que baste para todo el
devenir de nuestra vida matrimonial. Es una bendición que vamos recibiendo y cultivando
en la comunión diaria con el Señor y en las Variadas circunstancias que nos salen al paso
en el hogar. Cultivamos el amor manifestándolo en hechos y no sólo en palabras. No hay
un solo patrón a seguir en esto de expresar el amor a la esposa. Cada pareja es única; cada
hogar es un mundo en sí mismo. Aquí tampoco valen las imitaciones. El amor tiene que ser
genuino, libre, espontáneo —un amor sobrenatural que aflora con toda naturalidad.
Puede ser un beso o una rosa; una pequeña ayuda o un gran servicio; un gesto de
comprensión o una palabra de ánimo, y hasta el consejo sabio, oportuno, puede ser una
muestra de amor. Todo depende de lo que el día trae al hogar.
La verdadera renovación consiste también en un aumento del amor conyugal, y en
el consiguiente abandono de toda actitud negativa de la cual el Espíritu y la Palabra nos
hagan conscientes en nuestra experiencia de esposos. En Colosenses 3:19 Pablo dice:
«Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas.» La palabra «ásperos»
viene del griego pikrós, que también puede significar «rudo», «iracundo», «amargo». La
amargura puede ser del espíritu o del lenguaje (Ef. 4:31; Rom. 3:14). Santiago usa el
vocablo pikrós cuando pregunta: «¿Acaso alguna fuente echa por una misma abertura
agua dulce y amarga?» (3:11), y cuando sugiere que los «celos amargos» son fruto de la
sabiduría terrenal (3:14). El esposo que en verdad ama a su esposa mostrará en su
lenguaje y conducta un espíritu apacible, benigno, misericordioso y per donador. ¡Esto
es renovación!
El Apóstol recapitula sus exhortaciones a los casados diciendo: «Por lo demás, cada
uno de vosotros ame también a su mujer como a sí mismo; y la mujer respete a su
marido» (Ef. 5:33). La desobediencia a este mandato apostólico ha sido la causa de
no pocos problemas en el seno de muchos hogares que profesan ser cristianos. Al faltar el
amor, el respeto mutuo y la sujeción a la autoridad establecida por el Creador, la
familia se edifica sobre la arena, sobre un débil fundamento que se desmorona ante la
avalancha de la adversidad. No pide el Apóstol autoridad sin amor, ni amor sin
autoridad. El amor no es mero sentimentalismo, y la autoridad no es tiranía.
En estos tiempos cuando vemos tantos fracasos matrimoniales en nuestros países
llamados cristianos, cuando la abundancia económica o la opulencia parecen haber
multiplicado el número de divorcios y de niños carentes de un verdadero hogar, cuando
hay muchas almas que sufren en secreto la derrota de su vida conyugal, vale la pena
volver la mirada al diseño divino que el Apóstol expone para el hogar cristiano. Vale
también la pena recordar que la renovación práctica y progresiva en el poder del Espíritu
y de la Palabra es indispensable para que en lugar de fracaso haya victoria en la vida
matrimonial. Ya hemos sugerido que podemos alcanzar esta renovación, presentándonos en
sacrificio vivo a Dios (Rom. 12:1-2), permitiéndole al Espíritu que llene nuestro ser (Ef.
5:18), abandonando las prácticas del viejo hombre que todavía está en nosotros y viviendo
de acuerdo a las normas del hombre nuevo en Cristo Jesús (Rom. 6:1-14; Ef. 4:17-32; Col.
3:5-17).
Padres e hijos (Ef. 6:1-4). — A la relación de esposos y esposas sigue la de padres e
hijos. El Apóstol se dirige a estos últimos asumiendo que forman parte de la
congregación local y que estarán allí para escuchar la lectura de la epístola. Antes de
exhortar a los esposos, Pablo le ha dado mandamiento a las esposas; y antes de hablar de
los deberes de los padres, señala los de los hijos.
A las esposas les dice: «sujetaos» (jupotásseste), a los hijos, «obedeced»
(jupakoúete). Esta misma palabra se usa en la exhortación a los esclavos («obedeced», Ef.
6:5). La frase «en el Señor» señala la esfera y los límites de la obediencia de los hijos
para con sus padres. En Colosenses 3:20 se dice que deben obedecerles «en todo»; pero aquí
en Efesios se determina que ese «todo» se circunscribe a la voluntad del Señor.
El motivo para la obediencia es, en primer lugar, que «esto es justo». Bengel
interpreta que lo es aun según la ley natural.25 Lenski ve que el término evoca la norma de
la justicia divina.26 Blaikie comenta: «Es una obligación que descansa en la naturaleza
misma de las cosas, y no puede cambiar con el espíritu de la época; no se modifica en
ninguna medida por lo que ha dado en llamarse el espíritu de independencia de los
hijos.»27
La segunda razón para que los hijos obedezcan a sus padres es que «esto agrada
al Señor» (Colosenses 3:20). Cuando los hijos andan en la luz (Efesios 5:10) comprueban
que es agradable a Dios que ellos obedezcan a sus padres «en todo».
Obedecer a los padres es justo, es agradable a Dios, y, en tercer lugar, es exigido
por Dios. No es necesario estarse preguntando qué es la voluntad divina en este caso.
Basta con leer el famoso Decálogo, donde El dice: «Honra a tu padre y a tu madre.» Se
honra a los padres obedeciéndoles. Se les ama no de tú a tú, sino con respeto y
obediencia. El mandamiento menciona tanto al padre como a la madre. Respecto a los
hijos ella también tiene autoridad y debe exigir de ellos obediencia.
A la luz de las Escrituras no hay razón para especular si es adecuado o no
demandar de los niños que obedezcan. El orden divinamente establecido es que los hijos
se sujeten y obedezcan a sus padres, «en el Señor». Además, tarde o temprano los niños
tienen que aprender a estar bajo autoridad. Durante toda su vida se verán en la sociedad
bajo leyes, reglamentos u ordenanzas, y el mejor lugar para aprender la obediencia es el
hogar. Y obedecer significa, al fin y al cabo, tanto el hacer unas cosas como el dejar de
hacer otras. Por lo tanto, no es válida la teoría de que para educar correctamente a un
niño nunca hay que decirle «no». Es cierto que ha habido mucho negativismo en la
educación hogareña tradicional; pero también es innegable que Dios usa el «no» en sus
mandamientos, y que en las leyes humanas hay muchos «noes» que el ciudadano tiene que
obedecer. Es preferible que el niño aprenda a enfrentarse con el «no» bajo la autoridad de
sus padres, en la atmósfera segura y apacible de su propio hogar.
«Honra a tu padre y a tu madre, que es el primer mandamiento con promesa; para
que te vaya bien, y seas de larga vida sobre la tierra» (Ef. 6:2-3). Se aprende por temor,
por amor o por el estímulo de una recompensa. Dentro del rigor de su Ley, Dios hace
una promesa para animar a los hijos a tener en alta estima a sus padres. Generalmente
los judíos le daban a esta promesa un sentido material. También es cierto que según la
Ley el hijo «contumaz y rebelde», que no obedecía a la voz de su padre ni a la voz de
su madre, y era glotón y borracho, debía ser muerto a pedradas (Dt. 21:18-21). Este hijo
no era «de larga vida sobre la tierra». Evidentemente, Pablo está interesado no tanto en
los detalles como en el principio de obediencia filial que el quinto mandamiento señala.
Lenski dice que al omitir la referencia directa a la tierra de Canaán, el Apóstol «nos
enseña a distinguir la substancia de la ley moral de su forma antiguotestamentaria».28 Sin
embargo, todavía puede decirse que el hijo que honra a su padre y a su madre tendrá la
bendición del Señor, aunque no viva largos años sobre la tierra.
En cuanto a los padres, la exhortación comienza en términos negativos: «Y
vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos» (Ef. 6:4). Colosenses 3:21 añade:
«para que no se desalienten». Entramos así en el gran tema de la ciencia y el arte de
educar a nuestros propios hijos. Es lástima que la gran mayoría de padres cristianos
hayamos asumido la enorme responsabilidad de establecer un hogar sin estar
debidamente preparados para ello. Aun en nuestros días no todos los aspirantes a la vida
matrimonial se preocupan como debieran por adquirir esa preparación. No basta con
aprender un oficio, o seguir una profesión, que garantice el financiamiento del hogar.
Nuestro éxito o fracaso como esposos y padres depende también de otros recursos que no
se consiguen en el mercado de valores de este mundo.
Necesitamos urgentemente una renovación que venga a transformarnos para
bendición de nuestras familias en nuestra actitud y conducta de esposos y padres. Se
habla mucho hoy día de la crisis del hogar y de la crisis de autoridad paterna. La tan
llevada y traída «brecha de las generaciones» ha llegado a ser, a veces, como una
excusa para el inmovilismo frente a los problemas que confronta el hogar moderno. Se
da por sentado que existe la brecha y que no hay manera de salvarla. Muchos padres
parecen haberse resignado a esperar que el abismo se alargue hasta el día cuando ya no
puedan entenderse en lo más mínimo con el hijo, o la hija, adolescente.
Salta a la vista que los padres y los hijos pertenecen a dos distintas generaciones y,
hasta cierto punto, a dos distintas épocas, especialmente en este siglo de grandes avances
científicos y tecnológicos que resultan en profundos y súbitos cambios culturales. Pero
debemos confesar que en muchos casos somos los padres los que, alejándonos de
nuestros hijos y descuidando su formación espiritual y moral, ahondamos y
ensanchamos la brecha hasta el extremo en que ellos se sienten completamente ajenos a
nosotros. Si desde su infancia hubiéramos comenzado a construir entre ellos y nosotros los
necesarios puentes de comunicación, la brecha no existiría desde el punto de vista de la
relación filial y paternal.
Ante todo, es indispensable obedecer los principios que la Palabra nos enseña
para la educación de nuestros hijos. Uno de estos principios es el de no provocarlos a
ira (Ef. 6:4; Col. 3:21). En ambos pasajes se emplea el presente imperativo para indicar
que el mandamiento debe obedecerse una y otra vez. Tanto el padre como la madre
pueden abusar de su autoridad y ser arbitrarios y hasta crueles con sus hijos. Es posible
también olvidar que el niño y la niña necesitan no sólo rigor, sino también comprensión,
cariño y palabras de ánimo. Con toda facilidad puede desalentarse el hijo que desea
obedecer a sus padres pero los encuentra siempre muy difíciles de complacer,
extremadamente exigentes e injustos en sus demandas, y en todo tiempo propensos a
descubrir el mal y no el bien en los miembros de la familia.
No todos los niños tienen la suficiente fortaleza de carácter para sobreponerse al
trato injusto de sus Padres y no caer en la frustración que puede convertirlos en
inadaptados sociales. Es muy seria la responsabilidad que pesa sobre los padres con res-
pecto a la formación espiritual moral, intelectual y social de sus hijos. Solamente el Señor
puede darnos la sabiduría, la gracia, el amor y el poder necesarios Para salir avantes en
tan delicada empresa. ¡Y pensar que en el seno de la familia edificamos no sólo para el
aquí y el ahora, sino también para la eternidad!
En su parte positiva, el mandamiento apostólico dice: «Sino criadlos en disciplina y
amonestación del Señor» (Ef. 6:4). El verbo «criadlos» viene del griego ektréfo, que ya
hemos encontrado en Efesios 5:29, con referencia al alimento que el hombre le da «a su
propia carne». En Efesios 6:4 tenemos el sentido ético de ektréfo. Es indispensable
alimentar a los hijos materialmente. Esto se da por sentado. El Señor Jesucristo dijo que
aun «siendo malos» los hombres saben dar buenas dádivas a sus hijos (Lc. 11:13).
Sería el colmo que un padre que profesa ser cristiano necesitase ser exhortado a darles
a sus hijos el pan material. La preocupación de Pablo tiene que ver con la tremenda
responsabilidad de formar el carácter del niño. Si es importante que éste crezca
normalmente en lo físico, también lo es, y en mayor medida, que se desarrolle sano y
fuerte en las otras dimensiones de su personalidad.
Para el logro de esa educación integral es menester criar a los hijos «en disciplina
[paideía] y amonestación del Señor». El concepto de disciplina tiene fuerte arraigo
antiguotestamentario. En hebreo, la palabra mûsár puede significar entrenamiento y cas-
tigo, o corrección. Indica la formación del individuo en la obediencia de la Ley, y el
castigo o corrección del que la ha desobedecido, y necesita, por lo tanto, ser restaurado al
bueno camino.29
En el Nuevo Testamento, paideía sugiere un proceso educativo que incluye no sólo
el hecho de instruir, orientar, encauzar y entrenar, sino también el de castigar, o corregir
dolorosamente. Arndt y Gingrich señalan que en la literatura neotestamentaria paideía
significa crianza, instrucción, entrenamiento, especialmente lo que se obtiene por medio
de disciplina y corrección.30 Hebreos 12:4-14 trata de la disciplina (paideía) que viene de
Dios para el bien de sus hijos. Todo este pasaje deja ver que el proceso disciplinario
puede ser al presente causa de dolor o tristeza, pero que después «da fruto apacible de jus-
ticia a los que en ella han sido ejercitados» (v. 11). Según 1ª Corintios 11:32 el creyente
puede ser castigado (paideuómeza) por el Señor. Debido a su gracia El nos enseña
(paideúousa, Tito 2:12); pero también por causa de su amor El nos castiga (paideúei, He-
breos 12:6; Ap. 3:19).
Volviendo a la educación de los hijos en el hogar cristiano, es evidente que no puede
haber verdadera disciplina sin la necesaria corrección. Bauer y otros creen que la
construcción gramatical en Efesios 6:4 permite decir que la disciplina recomendada por el
Apóstol es la que el Señor mismo ejerce (paideía... kuríou) por medio de los padres.31 Lo
cierto es que no se trata simplemente de la instrucción y corrección humanas, sino de la
disciplina que es del Señor. Y si es de El, aun cuando el castigo corporal se considere
necesario, esto no constituye a los padres en verdugos de sus hijos. El propósito del
castigo no es provocar la ira de los niños, sino formarlos en la disciplina y amonestación
del Señor (Prov. 22:6; 23: 13-14; 19:18-19).
Uno de los medios eficaces de que disponemos para educar a los hijos de
acuerdo a la voluntad divina es la Palabra escrita, de la cual dice Pablo que «es útil
para enseñar, para redargüir, para colegir, para instruir [paideían] en justicia, a fin de
que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente Preparado para toda buena obra» (2ª
Tim. 3:16-17). Timoteo podía entender muy bien esta enseñanza apostólica porque él
mismo había sido instruido en las Sagradas Escrituras desde su niñez. La educación
cristiana en el hogar consiste primordialmente en la enseñanza fiel de la Palabra de Dios
(Dt. 6:1-9).
Además, el proceso educativo incluye la «amonestación del Señor» (Ef. 6:4). El
vocablo griego es anoutesía (admonición, amonestación, instrucción, advertencia). El hijo
debe ser enseñado y advertido de los peligros que hay en el camino, y aun reprendido, si
esto fuere necesario. Según Bauer, «la disciplina podría tomarse como la educación por la
acción; y la exhortación como la educación por la palabra».32 Sea como fuere, la paideía y
la anoutesía se hallan a la base de la formación espiritual y moral de los hijos, y nos dan
una pauta a seguir en el cumplimiento del deber paternal.
Era tan importante en la Iglesia Apostólica que los padres cristianos educasen
debidamente a sus hijos, que no podía aspirar al liderato en la congregación ningún
hombre que no gobernase bien su casa, que no tuviese a sus hijos en sujeción con toda ho-
nestidad (1ª Tim. 3:4-5, 12).
Asumir plenamente nuestras responsabilidades de esposos y padres, ¡esto es
renovación!
Amos y esclavos (Ef. 6:5-9). — Los esclavos formaban parte del patrimonio
familiar, y muchos de ellos vivían en contacto diario con sus amos. De ahí que el
Apóstol se refiera a la relación amo-esclavo inmediatamente después de haber hablado de
los deberes matrimoniales, paternales y filiales.
Fundamentalmente son dos las responsabilidades de los esclavos, según Efesios 6:5-
8: obedecer y servir. Colosenses 3:22 enseña lo mismo; y en 1ª Pedro 2:18 se agrega
que deben sujetarse con todo respeto no solamente a los amos «buenos y afables, sino
también a los difíciles de soportar». A los amos se les exhorta a que traten bien a sus
esclavos, recordando que hay un Amo en los cielos, a quien darán cuenta de todos sus
actos (Ef. 6:9; Col. 4:1).
De inmediato puede concluirse que como resultado de la renovación en Cristo el
amo tiene que ser un mejor amo, y el esclavo un mejor esclavo; y ésta sería en verdad una
lección que sin ningún esfuerzo podían obtener los cristianos del primer siglo al leer la
literatura apostólica. No olvidemos que del Señor Jesucristo se dice que siendo rico se
hizo pobre, y, es más, que siendo Dios se hizo carne, y tomó la forma de un esclavo, y
sufrió la muerte de un malhechor —de un marginado social— en la cruz del Calvario. A
los esclavos que son abofeteados por sus amos se les recomienda seguir el ejemplo de
Cristo, quien «cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no
amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente» (1ª Ped. 2: 19-25).
Desde nuestro punto de vista uno de los problemas sociales más agudos de aquellos
tiempos era la esclavitud. En el imperio romano abundaban los esclavos. Se dice que la
ciudad de Roma llegó al extremo de contar entre sus habitantes más esclavos que
libres. Muchos de los esclavos lo eran por nacimiento. Otros eran prisioneros de guerra, o
cautivos de piratas tratantes de esclavos. También podían caer en servidumbre los
infantes abandonados por sus padres. Los culpables de delitos graves eran condenados
a la esclavitud y al trabajo forzado en minas y canteras. Hubo tiempo cuando el que no
podía pagar sus deudas era esclavizado por el acreedor.33
Según las antiguas leyes romanas, el amo tenía el poder de vida y muerte sobre
su esclavo; pero, aun en el siglo I antes de Cristo, los estoicos habían comenzado a influir
en favor de los esclavos. Por supuesto, nunca soñaron los estoicos en abolir la institución
en sí. «Su filosofía tenía por objeto humanizar las relaciones entre los hombres, no
alterar el orden tradicional.»34 Hubo filósofos, como Aristóteles,35 que aceptaron y
justificaron la esclavitud, pues, según ellos, ésta era útil a la sociedad y muchos seres
humanos habían nacido para vivir en servidumbre. No todos los esclavos desempeñaban
oficios de baja categoría. Debido a su talento natural y a su excelente educación algunos
llegaron a ocupar cargos de gran responsabilidad. El paidagogós de Gálatas 3:34 parece
ser el esclavo que lleva al niño de su amo a casa del preceptor o maestro.
Del Nuevo Testamento puede deducirse que muchos de los miembros de la Iglesia
del primer siglo vivían en servidumbre, y que algunos cristianos tenían esclavos. Filemón
era el dueño de Onésimo. Sin embargo, el cristianismo no les pide a los amos que liberen a
sus esclavos, ni mucho menos incita a éstos a sublevarse contra el orden establecido.
Conzelmann dice:

... la institución de la esclavitud no es discutida ni atacada. La cristiandad


primitiva no conoce ningún problema de la esclavitud, sino la supresión de diferencias
en la Iglesia... No se toca el ordenamiento social. No se esboza programa alguno de
liberación de esclavos. Ni siquiera se solicita de los amos cristianos la manumisión
de aquellos esclavos suyos que pertenecieran también a la cristiandad. No se
transporta la libertad del hombre cristiano a una libertad de tipo político-
social, pues no existe una correspondencia directa entre justificación y Dere-
cho. Las diferencias existentes en el mundo resultan irrelevantes para la fe, y
dentro de la Iglesia han sido ya objetivamente abolidas en Cristo. Así que
los esclavos están obligados precisamente a cumplir su «profesión».36

H. C. Franco se expresa básicamente de la misma manera:

La actitud del Nuevo Testamento hacia la institución de la esclavitud era


primordialmente religiosa, no social. Cristo y sus apóstoles no dan una nueva
legislación que se oponga al sistema de esclavitud imperante, pero predicaron
principios que lógicamente conducirían a su abolición... Los apóstoles no bus-
caban cambios inmediatos en las instituciones sociales: su mensaje era religioso
y tenía el objetivo primordial de hacer que sus conversos fuesen obedientes a
la revelación de Dios en Cristo (Ef. 6:5-9; Col. 3:22; 1ª Ped. 2:18). No
obstante, en el NT se ponen los fundamentos para una lenta pero efectiva
revolución social que eventualmente causaría la abolición de la esclavitud en
los países cristianos.37

Aparentemente, el Cristo de Pablo no había venido a liberar a los cautivos


(Lc. 4:18-19), a lo menos no en la forma que muchos hubiesen esperado. Es
necesario tener en cuenta que el cristianismo se hallaba en constante peligro de ser
confundido con el movimiento zelote, o con cualquier otro grupo subversivo. Este
es un peligro que también a nosotros nos acosa. Pero no debemos pasar por alto que
en las enseñanzas de Cristo hay como un fermento de hondas transformaciones sociales.
Los principios que hablan de la dignidad del ser humano, de la justicia, la misericordia, la
paz, la igualdad, la libertad y la fraternidad no han dejado de repercutir en la conciencia
de nuestra civilización durante casi dos mil años, y, directa o indirectamente, han
producido cambios sociales para bendición de la Humanidad.
En la apologética cristiana sacamos a relucir con frecuencia el argumento de que las
enseñanzas de Cristo han influido para el bien de la cultura occidental y de todo el mundo
contemporáneo. Citamos ejemplos concretos de esta influencia, tales como la
reivindicación de los derechos de la mujer y el niño, la abolición de la esclavitud y la
incorporación de principios cristianos en el ideario de grandes movimientos de
transformación social. Hemos repetido hasta el cansancio que la ciencia moderna surgió
y floreció en el contexto cristiano. En otras palabras, creemos que la doctrina de Cristo ha
ejercitado cierta influencia en el devenir histórico de nuestros pueblos y en las estructuras
de la sociedad humana. Creemos que de una manera u otra la primera venida del
Libertador cambió el rumbo de la historia.
Pero, debido al temor de ser llamados «horizontalistas», o, lo que es peor,
«izquierdistas», nos retraemos de preguntar si esos mismos principios cristianos que
produjeron tan saludables efectos entre los hombres de generaciones pasadas no deberían
influir también en nuestro tiempo en pro de la liberación económico-social. Nos retraemos
de preguntar si seguiremos resignándonos a contemplar que otros proclamen a su manera
las verdades cristianas que nosotros, los que profesamos seguir al Cristo viviente,
debemos anunciar en el poder de su Palabra y de su Espíritu. Es innegable que
algunas banderas liberadoras que nosotros hemos dejado caer en el camino otros las han
levantado, no en nombre de Dios, sino, a veces, en contra de Dios.
Por otra parte, es imperativo recordar que aun los cambios sociales inspirados a
veces en los principios cristianos no han solucionado por sí mismos el problema espiritual
del hombre. Por ejemplo, la abolición de la esclavitud en el mundo occidental no
significó el rompimiento de las cadenas del pecado en el corazón de los que sufrieron
tan vergonzoso yugo, ni en el de aquellos que los habían oprimido. Cristo dijo que todos
los males salen del corazón del hombre, y que éste tiene que nacer otra vez.
También en la enseñanza paulina había simientes de libertad que a su debido
tiempo germinarían y darían fruto abundante. Por ejemplo, la idea de que tanto el libre
como el siervo son esclavos del Señor, y la afirmación rotunda de que en Cristo no hay
esclavo ni libre, no podrían menos que despertar el sentido de la dignidad del ser
humano y la convicción de que todos los hombres son iguales en la presencia de Dios.
La carta a Filemón abunda en palabras liberadoras. Dentro del marco de la más refinada
cortesía cristiana, este documento tiene enorme potencial abolicionista. Siguiendo los
pasos del Maestro en cuanto a la problemática social, Pablo no equivocó el camino.
El pasaje de 1ª Cor. 7:20-24 es de difícil traducción e interpretación, pero puede
emitir bastante luz sobre el problema que nos ocupa. Según A. Biber, la traducción correcta
del versículo 21b sería: «Incluso cuando puedas hacerte libre, permanece más bien
esclavo.»38 Más razonable parece ser el concepto de W. Rees tocante a este texto:

Mejor tomado como paréntesis («pero si puedes conseguir tu libertad, tómala»).


Otros opinan que San Pablo aconseja que permanezca en su condición de esclavo,
aunque pueda emanciparse. Esta parece ser una exigencia irracional, pues el deseo
de libertad es innato en el hombre y la esclavitud puede constituir un obstáculo para
la práctica de la religión.39

Lo que Pablo parece enseñar es que el esclavo que lo ha sido desde antes de su
conversión a Cristo no debe afanarse en su estado de servidumbre, si no le es posible por
el momento liberarse. Pero si se le presenta la oportunidad de romper sus cadenas, que
lo haga. Al fin y al cabo él ya es un «liberto del Señor» (v. 22). Aun Séneca creía que
la esclavitud era meramente externa, corporal, no del espíritu.40 Según el Nuevo
Testamento, en Cristo el esclavo deja de serlo.
Pablo no santifica, ni mucho menos glorifica, la esclavitud. Esta es un mal, no un
bien para la Humanidad. El consejo apostólico de que cada uno permanezca «en el estado
en que fue hallado» es de tipo general, admite otras posibilidades. Si los solteros y las
viudas pueden cambiar su estado civil (1ª Corintios 7:25-40), no puede negársele al
esclavo el derecho de sacudirse el yugo opresor cuando esto se halle a su alcance. Aun el
reverendo Albert Barnes, quien escribió sus Notas al Nuevo Testamento en el tiempo
cuando el tema de la esclavitud era objeto de dura controversia en los Estados Unidos
de Norteamérica (por los años 1830-1865), dice que Pablo no enseña que se alteren las
condiciones sociales por medio de la violencia, pero que el consejo a los esclavos
significa: «Aprovecha el privilegio si puedes, y sé un hombre libre. Hay desventajas en la
esclavitud, y si puedes escapar de ella, en una manera apropiada, es tu privilegio y tu
deber hacerlo.»41
En nuestro tiempo no hay base bíblica para que un cristiano que sufre alguna
forma de opresión se resigne a permanecer en ella sin a lo menos preguntarse si hay
posibilidades de acabar con su estado abyecto. Había en la antigüedad varias maneras
en que un esclavo podía liberarse. Hoy día no tenemos que aceptar ciegamente la tesis
de que la violencia es el único camino liberador.
Los que hemos sido libertados en Cristo no hemos de esclavizarnos a los hombres
(1ª Cor. 7:23), aun cuando éstos digan que vienen a liberarnos de nuestras cadenas
económico-sociales. Comprados somos por precio, por la sangre del Cordero de Dios
(Juan 1:29; 1ª Cor. 6:18-20; 1ª Ped. 1:18-19). Somos los siervos del Señor.
Pero hay otras lecciones que podemos aprender de la exhortación a los amos y
esclavos. Aunque la esclavitud —a lo menos en su forma antigua— ha desaparecido entre
nosotros, quedan todavía ciertas relaciones laborales en las que el cristiano puede dar
a conocer lo que significa una vida llena del Espíritu.
Por todas partes hay empleados y empleadores, jefes y subalternos, patronos y
obreros. El patrón o jefe puede ser un individuo, o una empresa, o el Estado; pero no hay
lugar en el mundo donde el creyente en Cristo no tenga que ser fiel a las
responsabilidades contraídas en su oficio o profesión. Si se pedía que los esclavos
sirviesen con fidelidad y humildad, a pesar de que para muchos de ellos el estado de
servidumbre no era voluntario, ¡cuánto más habrá de esperarse de los que en este tiempo
gozamos de cierta libertad para escoger el campo de nuestras actividades laborales!
Aquí no estamos hablando de la justicia o injusticia de las estructuras sociales en
las cuales nos movemos. Esto es un tema aparte. Según el Nuevo Testamento, el hecho de
que pertenezcamos a un orden social injusto no es excusa para no trabajar, o para
trabajar mal. Mientras el esclavo no pudiera liberarse, su deber era cumplir fielmente con
sus obligaciones. Bajo cualquier sistema económico-social el cristiano tiene que ser un
buen trabajador.
Uno de los testimonios más gratos que hemos oído es el del patrón no cristiano que
prefiere contratar trabajadores evangélicos, debido a la competencia y sentido de
responsabilidad que éstos despliegan en sus labores. Por otra parte, ha sido muy triste
saber de empresarios evangélicos que no quieren tratar a nivel laboral con sus hermanos
en Cristo, porque ha habido casos en que escudándose en la fe de su patrón el trabajador
evangélico no ha sido fiel en el cumplimiento de sus deberes. El creyente que en verdad
está renovándose es un excelente trabajador. No defrauda a su jefe o patrón. No sirve «al
ojo, como los que quieren agradar a los hombres», sino como siervo de Cristo, «de
corazón, haciendo la voluntad de Dios; sirviendo de buena voluntad, como al Señor y no
a los hombres, sabiendo que el bien que cada uno hiciere, ése recibirá del Señor, sea siervo
o sea libre» (Ef. 6:6-8).
Los jefes o patronos evangélicos tienen que ser diferentes de sus colegas no
cristianos. Su deber es hacer «lo que es justo y recto» con los trabajadores, recordando
que en los cielos hay un Amo para quien no hay acepción de personas (Col. 4:1; Ef. 6:9).
La verdadera renovación opera cambios profundos en las relaciones obrero-patronales.
Causa mucha tristeza ver que un cristiano que dice haber alcanzado la «renovación» no se
empeñe en mejorar las condiciones económicas de sus trabajadores o siga pisoteándoles su
dignidad de seres humanos. El fruto del Espíritu no es la injusticia. Hacer «lo que es
justo y recto» —no simplemente lo que es caritativo o paternalista— con los trabajadores,
¡esto es renovación!

Renovación en la esfera cívica


Los pasajes de Efesios y Colosenses que tratan de la renovación práctica y
progresiva del nuevo hombre en Cristo no mencionan el gobierno civil; a lo menos no lo
hacen en forma directa. En el apartado que dedicamos a la renovación del cristiano en el
mundo pudimos habernos referido a la relación de la Iglesia con el Estado, pero no
quisimos interrumpir en las epístolas ya mencionadas el desarrollo del pensamiento
apostólico. Ahora el tema se impone como resultado de lo que hemos dicho sobre la
esclavitud en el imperio romano. Si esta institución tenía el amparo de las leyes del César,
todo esfuerzo abolicionista podía ser considerado como un acto subversivo del orden
establecido. La existencia de un número tan grande de esclavos constituía una perenne
amenaza de insurrección. Por lo tanto, «había leyes muy severas contra esto, introducidas
en tiempo de César Augusto, y una legislación más completa en tiempo de Nerón».42
En el capítulo 13 de la Carta a los Romanos, el Apóstol instruye a sus lectores en
cuanto a la actitud que deben asumir frente al Estado. Esta instrucción tiene como
contexto previo los mandamientos que siguen a la gran exhortación de Romanos 12:1-2.
Dicho de otra manera, nos hallamos aquí situados en un contexto de renovación. El
creyente renovado ejerce debidamente sus dones en la comunión de los santos (12:3-8),
practica el amor fraternal (12:9-16), les hace el bien y no el mal a sus enemigos (12:14, 17-
21) y se somete a «las autoridades superiores» (13:1-7).
La enseñanza del apóstol Pedro sobre los deberes ciudadanos del hombre nuevo en
Cristo es básicamente la misma de Pablo (1ª Ped. 2:11-17). Pero es interesante notar que
Pedro antepone a las exhortaciones dirigidas a los esclavos (vs. 18-25) el mandamiento
tocante a la sujeción que el cristiano le debe al Estado.
El asunto de la obediencia civil de parte del creyente en Cristo ha sido objeto de
mucha controversia. El capítulo 13 de Romanos ha sido explicado de diferentes maneras,
y, por supuesto, cada exegeta cree haber captado la interpretación verdadera. Lo cierto
es que ni Cristo ni sus apóstoles (incluyendo a Pablo) fueron anárquicos frente al
Estado.
Jesús de Nazaret se presentó como el Libertador de Israel (Lc. 4:18-19), el Mesías
prometido, y dio evidencias de que en verdad lo era. Sus credenciales eran auténticas. No
era necesario esperar a «otro» (Mt. 11:4-5). Mas para desconcierto de los que anhelaban
ser inmediatamente liberados en lo político y social, Cristo no actuó como el Mesías
triunfante, no hizo el llamado a la sublevación general contra el poder de los gentiles.43
Debemos tener muy en cuenta que en ese entonces Palestina se hallaba dentro de
la órbita del Imperio Romano. Cada día los habitantes de Jerusalén podían ver por las
calles de la ciudad santa a la soldadesca gentil. El pueblo israelita era víctima del
imperialismo y del colonialismo. Las masas estaban como ovejas sin pastor. Sobraba quien
las despojase, faltaba quien las apacentase y las defendiese de sus explotadores. Los
males que acarreaba la pobreza eran muchos. La esclavitud era no solamente protegida
por las leyes, sino también justificada por la costumbre. Los políticos militantes —
herodianos, saduceos— se habían corrompido al servicio de intereses bastardos. Los
guerrilleros zelotes eran como una banda de desesperados que no habían logrado
aglutinar a toda la nación en una lucha armada que de todos modos resultaría estéril
frente al poderío militar de los romanos. Las estructuras económicas, sociales y políticas
gritaban por un cambio profundo, radical. El ambiente parecía ser muy propicio para un
levantamiento popular, y la multitud en Galilea buscó a Jesús con el intento de
proclamarle Rey. Pero El, siendo consciente del propósito inmediato de su misión y de
las consecuencias políticas de lo que el pueblo le proponía, se negó a levantar el es-
tandarte de la rebelión contra el Imperio.
¡Qué Mesías tan extraño es éste! Aun llega al extremo de no oponerse al pago del
tributo a César. No cambia las estructuras injustas de la sociedad. No quita los tronos de
los poderosos, ni exalta a los humildes al poder real; no colma de bienes a los pobres, ni
despoja a los ricos (Lc. 1:52-53). Los poderes demónicos de este mundo parecen
aplastarle en las horas tenebrosas del Calvario. Es cierto que El se levanta al tercer día
de entre los muertos, pero asciende al cielo y deja el escenario terrenal en las mismas
condiciones miserables en que lo encontró al venir a morar entre los hombres. No ha
liberado a su pueblo del poder opresor. ¡Las legiones del César no están vencidas!
Hay quienes insisten en que Jesús fue un político, comprometido con la causa de la
liberación económico-social de los desheredados. Dicen que su nacimiento tuvo un
significado político (lo que explicaría la reacción violenta de Herodes); que sus enseñanzas
fueron un desafío a las estructuras del poder político y religioso; que su actitud de crítica
al orden establecido y la presencia de a lo menos un zelote entre sus discípulos le
identificaron con la guerrilla palestinense, y que su muerte tuvo un motivo político,
puesto que el título en la cruz le señalaba como «el rey de los judíos».44
Todas estas afirmaciones merecen un estudio aparte. Por ahora baste decir que no
es posible probar, con base en el Nuevo Testamento, que Cristo haya incitado a las
masas a subvertir violentamente el orden político-social de su tiempo. Cullmann dice que
Cristo no considera al Estado «como una donación divina última; pero, por otra parte, lo
acepta, y rechaza radicalmente toda tentativa de derribarlo».45
Sin embargo, es indispensable tener presente que Cristo no dice que Dios y el César
están en un plano de igualdad. El César no se halla a la par de Dios, ni mucho menos
arriba de Dios, sino debajo de El. Su autoridad le viene «de arriba» (Jn. 19:11). Tam-
poco ordena Cristo que se le dé al César lo que es de Dios; y si el César recibe una
parte es porque el Rey de reyes y Señor de señores así lo ha determinado.
El apóstol Pablo no se subleva contra el Estado. Tampoco cree que éste sea divino
en sí mismo, aunque le confiere cierta dignidad por haber sido «ordenado» por Dios. Pero
precisamente debido a este origen el poder civil no es autónomo con respecto al Creador,
y, consecuentemente, el cristiano le debe obediencia al Estado mientras éste no demande
para sí aquello que le pertenece a Dios. Llegó el día cuando muchos cristianos tuvieron
que elegir entre adorar al César o sufrir el martirio.

El culto al emperador era el punto en el que el Estado romano traspasaba los


límites, al erigirse, por así decirlo, en institución divina, con el intento de dominar
también sobre las almas de sus súbditos...; el culto al emperador era el punto en el
que se daba, de una manera particularmente evidente, esta extralimitación, este
salirse fuera del «orden».46

Por lo demás, la iglesia primitiva estaba sujeta al César, y oraba por él, y por
todos los que estaban en eminencia (1ª Tim. 2:1-7).
En la actualidad, el creyente que está auténticamente renovándose es consciente de
su deber de sujetarse al Estado, siempre que éste no se levante en lugar de Dios. Pero
cuando el César exige para sí lo que le pertenece solamente a Dios, el cristiano puede
dirigirle las palabras de los apóstoles Pedro y Juan, pronunciadas ante el concilio de
Jerusalén: «Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios»
(Hech. 4:19).
Lo que hemos venido diciendo en cuanto a la renovación práctica y progresiva del
creyente en Cristo es más que suficiente para demostrar que esta obra del Espíritu Santo
puede abarcar todas las dimensiones y todas las relaciones de la vida cristiana. Ser un
creyente renovado, en él sentido práctico de este término, es muchísimo más que ser un
creyente emocionado o transportado a regiones de profundas experiencias místicas. La
renovación se da en el mundo (y no necesariamente aparte del mundo), en las relaciones
con la comunidad y con el poder civil, en el seno de la familia, en la esfera de la
congregación local. Renovarse es responsabilizarse de la tarea de ser testigos en esos
diferentes círculos de relación, y, en muchos sentidos, es comprometerse a vivir cris-
tianamente en medio de una sociedad que no conoce a Dios.
Y para todas estas cosas, ¿quién es suficiente? Nadie sino El, quien puede
capacitarnos para toda buena obra en Cristo Jesús, cuando le permitimos que asuma el
dominio de todo nuestro ser.
NOTAS AL CAPITULO SEGUNDO DE LA SEGUNDA PARTE

1 «No es necesario considerar estos infinitivos como discurso indirecto haciendo las voces para
imperativos originales. Aunque todo el párrafo implica admonición, Pablo no usa aquí "yo
amonesto", tal como lo hizo en el versículo 1. No pensemos que esto es un llamamiento a los
efesios para que hagan lo que los infinitivos declaran. Ellos han aprendido de Cristo, han oído y han
sido enseñados (tres aoristos históricos), y Pablo ahora declara lo que les ha sido enseñado.» Un
comentario al Nuevo Testamento (México: Publicaciones El Escudo, 1962), VIII, pá g . 4 8 3 .
2 W. S. Plumer, Commentary on Romans (Grand Rapíds Michigan: Kregel Publications, 1971), pág.
277.
3 Op. cit, pág. 484.
4 L. S. Chafer, Grandes temas bíblicos (Barcelona: Publicaciones Portavoz Evangélico, 1972), págs. 237-38.
5 Lenski, op. cit., pág. 485.
8 Bengel, op. cit, II, pág. 73. Otros traducen: «que llegue a ser impotente, inoperante».
7 «Contemplad lo nuevo desde el punto de vista del tiempo, como aquello que ha llegado a existir
recientemente, y esto es neos... Contemplad lo nuevo no según el tiempo, sino según su calidad, y
contrastadlo con aquello que ha estado en servicio, contra lo que ya está gastado por el tiempo, y
esto es kainós.» R. C. Trench, Synonyms of the New Testament (Grand Rapids, Michigan: Wm.
B. Eerdmans Publishing Company, 1960), págs. 219-222.
«Como neos puede ser una antítesis a algo que le precede, así es posible para ananeóo denotar una
actividad renovadora que reemplaza a un estado precedente... Debe distinguirse ananeóo de
anakainóo, así como se diferencia neos de kainós. Ananeóo trata de un nuevo ser en el tiempo,
diferente de una renovación cualitativa.» J. Behm, «néos, ananeóo.» Theological Dictionary of the New
Testament, Gerhard Kittel, editor (Grand Rapids, Michigan: Wm. B. Eerdmans Publishing Company,
1967), IV, págs. 896-901.
8 Xavier León-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica Barcelona: Editorial Herder, 1965), pág. 528.
9 Hoke Smith Jr. desarrolla este tema en su libro titulado El hombre: Una perspectiva bíblica (Buenos
Aires: Cuadernos Certeza, 1972).
Wilhelm Pesch, «Body», Encyclopedia of Biblical Theology ed. J. B. Bauer (Londres: Sheed and Ward,
1970), I, págs. 81-84 En esta misma enciclopedia, Alois Stöger, «Flesh», I, páginas 273-78.
10 Con respecto a la frase «el espíritu de vuestra mente», H. C. G. Moule escribe: «Quiere decir,
prácticamente, "en vuestra vida y facultad espirituales que se dan como pensamiento y
entendimiento", a distinción, por ejemplo, de la emoción. Es muy poco probable que "el espíritu"
sea aquí el Espíritu Santo; tampoco puede indicar el sentido moderno de "sentimiento", o algo
semejante. Es el espíritu humano como el fundamento, por así decirlo, de toda actividad del
"hombre interior", especialmente de aquella actividad que ve y aprehende la verdad.» Ephesians
(Cambridge: at the University Press, 1906), pág. 119.
11 «Se nos invita a una renovación que será no solamente externa o corporal, sino que comenzará en el
centro mismo de nuestra personalidad, en la fuente y raíz mismas de nuestro ser. Hay sabiduría
en esta provisión, la cual se origina en el Autor y Diseñador de nuestro ser, en el Creador que
conoce lo que hay en el hombre. Permitid que el corazón sea renovado, que la fuente sea
purificada, y de ella brotará agua dulce. Que el árbol sea sanado, y dará buen fruto. El Señor
pide el corazón, y sólo el corazón aceptará.» J. Barmby, «Romans», The Pulpit Commentary,
ed. H. D. M. Spence (Grand Rapids, Michigan: Wm. B. Eerdmans Publishing Co., 1950), XVIII,
pág. 351.
12 Bernard Rey, Creados en Cristo Jesús. La nueva creación según San Pablo (Madrid: Ediciones
Fax, 1968), páginas 185-187.
13 Ídem.
14 Op. cit, pág. 97.
15 Por supuesto, en el caso del creyente no significa que sus sufrimientos formen parte del sacrificio
expiatorio en el Calvario. La ofrenda de Cristo fue hecha una sola vez de manera perfecta. No
necesita repetirse ni completarse. Nadie pudo ni puede participar en ella. Heb. 9:23-28; 10:10-14.
16 Con base en el griego sería mejor decir cosmología, pero este término se usa en las ciencias físicas.
Aquí deseamos darle un significado teológico.
17 R. C. Trench, Synonyms of the New Testament (Grand Rapids, Michigan: Wm. B. Eerdmans
Publishing Company, 1960), págs. 213-19.
18 J. A. Bengel, New Testament Word Studies (Grand Rapids, Michigan: Kregel Publications, 1971),
pág. 136.
19 R. C. H. Lenski, La interpretación de las Epístolas de San Pablo (México: Publicaciones El Escudo,
1962), VIII, páginas 497-98.
20 Jacques Duquesne, La izquierda de Cristo (Barcelona: Plaza & Janes, S.A., 1973), pág. 74.
21 A. Edersheim, Sketches of Jewish Social Life in the Days of Christ, pág. 186.
22 Op. cit, pág. 522.
23 Oneness with Christ (Grand Rapids, Michigan: Kregel Publications, 1951), pág. 251.
24 Parece que aun en el primer siglo de nuestra era las leyes romanas no le daban a la unión de un
esclavo y una esclava el carácter formal de matrimonio. Se la consideraba contubernium, y podía
darse por terminada a discreción del amo. Encyclopedia Britannica (Chicago: The University of
Chicago, 1947), XX, págs. 775-76.
25 Op. cit, pág. 417.
26 Op. cit, pág. 556.
27 W. G. Blaikie, «Ephesians», The Pulpit Commentary, H. D. M. Spence y J. S. Exell, editores
(Grand Rapids, Michigan: Wm. B. Eerdmans Publishing Company, 1950), XX, pág. 256.
28 Op. cit, pág. 558.
29 Johannes Gabriel, «Disciplina», Diccionario de Teología Bíblica, J. B. Bauer, editor (Barcelona:
Herder, 1967), páginas 296-97.
30 Johannes B. Bauer, «Disciplina», Diccionario de Teolología Bíblica (Barcelona: Herder, 1967),
págs. 296-97.
31 Ídem.
32 Idem.
33 Drake de Kay, «Slavery», The Encyclopedia Americana (New York: Americana Corporation, 1960),
XXV, págs. 88-89.
34 C. V erlin d en , « Slav e ry (h isto ry o f)» . Th e N ew Cath o li c Encyclopedia (Nueva York: McGraw-Hill
Company, 1966),
XIII, pág. 283.
35 Aristóteles, La política (Madrid: Espasa-Calpe, S.A., 1962), pág. 91.
36 H. Conzelmann, Epístolas de la cautividad (Madrid: Ediciones Fax, 1972), pág. 227.
37 «Slavery (in the Bible», The New Catholic Encyclopedia,XIII , pág. 281.
38 Ch. Biber, «Libertad», Vocabulario Bíblico, J. von Allen, editor (Madrid: Ediciones Marova, S.A.,
1968), págs. 182-85. Bengel sigue esta interpretación y menciona que así lo hacen De Wette, Meyer,
Alford y otros. New Testament Word Studies (Grand Rapids, Michigan: Kregel Publications, 1971), II,
página 202.
39 W. Rees, «Epístolas a los Corintios», Verbum Dei (Barcelona: Herder, 1959), IV, pág. 194.
40 C. Verlinden, op. cit, pág. 283.
41 A. Barnes, Notes on the Old Testament (Grand Rapids, Michigan: Kregel Publications, 1962), pág. 722.
42 Encyclopedia Britannica, XX, pág. 776.

43 Varios autores dan testimonio de que el sentido de lo mesiánico y apocalíptico se hallaba presente en
Israel en aquel entonces. Por ejemplo, Pierre Grelot, «Apocalíptica», Sacramentum Mundi (Barcelona:
Herder, 1972), I, págs. 322-30. John Bright, La historia de Israel (Bilbao: Desclée de Brouwer,
1970), pág. 485. Rudolf Schnackenburg, Reino y reinado de Dios (Madrid Ediciones Fax, 1967),
págs. 51-58.
44 Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación (Salamanca: Sígueme, 1972), págs. 297-309. Oscar
Cullmann, «Dios y el César», Estudios de Teología Bíblica (Madrid: Studium, 1973), págs. 77-
136. Del mismo autor y de la misma editorial: Jesús y los revolucionarios de su tiempo.
45 Cullmann, «Dios y el César», pág. 85. Véase también Joachim Jeremias, Teología del Nuevo
Testamento (Salamanca: Sígueme, 1974), I, págs.. 266-68.
46 Ibid., pág. 128.
CAPITULO TERCERO
LA NUEVA ESPERANZA
Estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la
perfeccionará hasta el día de Jesucristo (Filipenses 1:6).

La regeneración significa no sólo un cambio profundo, radical y permanente en la


persona que confía en Jesucristo, sino también el principio de una transformación
práctica y progresiva en la vida del regenerado. Y este proceso de cambio, que tiene su
comienzo y su continuidad en Cristo, alcanzará también su clímax en El.
Estamos en espera de la gran consumación, la cual tendrá lugar en el día de
Jesucristo (Filip. 1:6,11), o sea el día cuando El aparezca para glorificarse «en sus
santos» (2ª Tes. 1:10), en su Cuerpo, que es la Iglesia.

I
Transformados físicamente

Hemos mencionado ya que la obra transformadora en Cristo incluye la totalidad de


nuestro ser —espíritu, alma y cuerpo—. Desde el primer momento de Muestra salvación
alcanzamos una nueva posición y una nueva posesión de Cristo, y nuestro cuerpo mismo
llegó a ser el templo de su Espíritu (1ª Cor. 6:19). Es cierto que así como nuestra vieja
naturaleza adámica no ha sido transformada, ni mucho menos erradicada, y estamos
expuestos constantemente al flagelo de la tentación y el pecado, nuestro cuerpo tampoco ha
sido todavía libertado de la amenaza de la enfermedad y de la muerte. Por lo tanto,
«nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos
dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo» (Rom.
8:23).
Esta esperanza no es vana. Tenemos, en primer lugar, las promesas de la Palabra de
Dios. Por ejemplo, en Filipenses 3:21 leemos:

Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al


Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación
nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el
cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas.

El contexto de estas palabras trata del problema de los judaizantes, los «malos
obreros» que se gloriaban en su cuerpo marcado por la circuncisión y pretendían imponer
este rito mosaico a los creyentes en Cristo (Filip. 3:1-19). Aunque Pablo había sido
circuncidado conforme a las demandas de la Ley, su confianza no estaba «en la carne»,
sino en la promesa de que un día sería transformado físicamente a la semejanza del
cuerpo glorioso del Señor (v. 21).
En segundo lugar, la esperanza en cuanto a la redención de nuestro cuerpo no es
vana porque tenemos la prenda, o sea las arras del Espíritu.
Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en
vosotros, el que levanto de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros
cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros...; y no sólo ella, sino que
también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también
gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro
cuerpo (Rom. 8:11, 23).

La presencia del Espíritu Santo en nosotros es también como el anticipo, no sólo de


nuestra futura bienaventuranza espiritual, sino también de la liberación de nuestro cuerpo.
En Romanos 8:23 el Apóstol da a entender que la adopción (juiotesían) es nuestra
redención física. En páginas anteriores hemos dejado establecido, con base en las
Escrituras, que ya somos hijos de Dios, y que El nos ha recibido, o adoptado, como
hijos adultos. Tal es la enseñanza de Gal. 4:1-7; Rom. 8:15 y Ef. 1:5. Evidentemente estos
textos hablan de una adopción que abarca muchísimo más que la glorificación de nuestro
cuerpo.
Pero así como la adopción en su sentido fundamental significa que en Cristo Jesús
tenemos ya la posición de hijos adultos —con todos los deberes, derechos y privilegios
que esto encierra—, la adopción del cuerpo nos da a entender que un día seremos
recibidos públicamente por el Padre ya perfeccionados por El y para El en Cristo. Plumer
dice:

Había dos clases de adopción en las familias nobles de los romanos: una
privada y la otra pública. El cristiano ya ha sido recibido en la familia de Dios.
Ya es un hijo. Pero todavía está oculto, y hay quienes ponen en duda su relación filial
con el Padre, o le niegan el título de hijo al cual tiene derecho. Pero el Espíritu de
adopción mora en él. Por lo tanto, el creyente le llama Padre a su Dios, y anhela ser
públicamente manifestado entre los hijos de Dios —sus hermanos— en medio de la
gloria que irradia del trono del Padre Celestial.1

Efesios 1:5 nos dice que fuimos elegidos desde antes de la fundación del mundo
para ser adoptados como hijos de Dios; Gálatas 4:1-7 enseña que esta adopción es ya un
hecho por nuestra unión de fe con Cristo el Señor; Efesios 1:13-14 y Romanos 8:11, 23
revelan que la presencia del Espíritu Santo en nosotros es la garantía de nuestra futura y
gloriosa manifestación entre los hijos de Dios. Es claro que este despliegue de nuestra
filiación con el Padre no se efectuará sin la transformación de nuestro cuerpo. No
seremos manifestados entonces como hijos con cuerpos imperfectos, sino como hijos del
todo perfeccionados. Tal parece ser el sentido escatológico de la adopción en Cristo.
En tercer lugar, la esperanza en cuanto a la redención de nuestro cuerpo no es vana
porque tenemos las primicias de la resurrección de nuestro Salvador. Pudiera decirse que
el primer objetivo de Pablo en 1ª Cor. 15:12-20 no es demostrar la resurrección de Cristo,
sino la de todos los muertos en general, y, en particular, la de todos aquellos que han
dormido en El. Se da como un hecho que Cristo resucitó: «Pero si se predica de Cristo
que resucitó de los muertos, ¿cómo dicen algunos entre vosotros que no hay resurrección
de muertos? Porque si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó... Mas
ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho»
(vs. 12-13, 20). Se sobreentiende que habrá básicamente dos resurrecciones, la una para
vida eterna y la otra para perpetua condenación (Jn. 5:28-29). Pero en 1ª Cor. 15 el
Apóstol está interesado principalmente en la resurrección de los que han confiado en
Jesús, la cual tendrá lugar cuando El venga por su Iglesia (v. 23).
Debido a que Cristo resucitó nosotros también seremos resucitados; y así como El se
levantó de entre los muertos con un cuerpo glorioso, nosotros también tendremos un cuerpo
glorificado. «¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo vendrán?» (1ª Corintios
15:35). Pablo contesta estas preguntas en los versículos 36-50. En la esfera de la
naturaleza Dios da el cuerpo como El quiere (v. 38); de la misma manera en la
resurrección El dará a los suyos un cuerpo que sea adecuado a su reino (v. 50). El cuer-
po de resurrección será incorruptible (vs. 42, 50), glorioso (v. 43), poderoso (v. 43),
espiritual (pneumatikón, vs. 44, 46), celestial (v. 49). La expresión «imagen del celestial»
nos hace recordar las palabras que ya hemos citado de Filipenses 3:20-21. El contraste
entre el primer y el postrer Adán ilustra la gran diferencia entre el cuerpo que hemos
recibido por medio de la raza caída y el cuerpo nuevo y glorioso que surgirá en la
resurrección.
Hasta el versículo 50, Pablo ha indicado cómo resucitarán los muertos y con qué
cuerpo vendrán; pero ¿qué decir en cuanto a los creyentes que no hayan muerto antes
de la parousía del Hijo de Dios? El Apóstol comienza su respuesta diciéndonos que
estamos aquí ante un «misterio»: la revelación de algo que había estado oculto, que no
se dio a conocer a otras generaciones. John F. Walvoord dice que la Palabra «misterio» se
usa para describir «un secreto divino que no se revela en el Antiguo Testamento, Pero sí,
a lo menos hasta cierto punto, en el Nuevo».2 No era un misterio la resurrección de los
muertos, pero sí lo era esto de que un grupo de creyentes serán transformados, sin
pasar por la muerte física, cuando Cristo venga por su Iglesia.
El misterio es que no todos dormiremos, pero todos seremos transformados (v.
51). En 1ª Tes. 4: 13-18 se hace claro que los creyentes que estén sobre la tierra en aquel
día no precederán, en el disfrute de tan glorioso evento, a los que durmieron en Jesús.
Los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego, los que hayan quedado en el mundo
de los vivientes hasta ese entonces serán «arrebatados juntamente con ellos en las
nubes para recibir al Señor en el aire», y así estarán para siempre con El (v. 17). Esto es
lo que se conoce como el arrebatamiento de la Iglesia. No habrá creyente en Cristo que
sea pasado por alto en esta gran renovación final.
La idea de que sólo los creyentes que estén vigilantes esperando al Señor tendrán
parte en el arrebatamiento, y que los demás serán dejados para juicio, carece de base en
las Escrituras. En primer lugar, tanto el pasaje de Primera Tesalonicenses como el de
Primera Corintios enseñan que la totalidad de los redimidos participarán en el arrebata-
miento. La salvación no depende, en ninguno de sus aspectos, de méritos humanos, y la
bendición futura —incluyendo, por supuesto, la glorificación de nuestro cuerpo— es
también un don de la gracia divina. Además, si sólo una parte de la Iglesia fuese tras-
ladada a los cielos, el Cuerpo de Cristo sufriría división. Cristo no llevará a la gloria un
cuerpo incompleto, mutilado, desfigurado. Según la enseñanza del Nuevo Testamento, la
Iglesia es un organismo viviente del cual Cristo es la Cabeza y los cristianos los
miembros. Cristo tiene el propósito de presentarse a Sí mismo una Iglesia gloriosa que no
tenga «ni mancha, ni arruga, ni cosa semejante» (Ef. 5:27). La Iglesia es un edificio cuya
principal piedra del ángulo es Cristo, y las piedras vivas sobre El edificadas son los
cristianos. El Señor conservará la unidad e integridad de este edificio. La Iglesia es una
familia cuyo Padre es Dios, y El sabrá velar por los suyos a fin de que esta familia
vaya unida y completa a disfrutar de la gloria del arrebatamiento. La Iglesia es como
un rebaño, y el Buen Pastor no dejará ni una sola de sus ovejas para juicio en este
mundo.
Se entiende que al hablar de la Iglesia nos referimos al conjunto de los que
realmente han nacido de nuevo en Cristo y han sido, por lo tanto, bautizados por el
Espíritu Santo en un solo cuerpo, el Cuerpo de Cristo (1ª Cor. 12:13). Los que no pasan
de ser meros profesantes no entran en esta consideración. El hecho de no distinguir entre
ambos grupos —los genuinos creyentes y los meros profesantes-— puede resultar en un
entendimiento equivocado de la doctrina que venimos exponiendo.
No puede negarse que la teoría del arrebatamiento parcial se ha dejado ver, aunque
no con este nombre, en ciertas exhortaciones que se hacen desde pulpitos evangélicos en
relación con la segunda venida de Cristo y que pueden dar a los oyentes la idea de que
sólo un número privilegiado de los redimidos tendrá parte en aquel evento. Quizás hemos
querido presentar un gran incentivo para la vida de santidad con el anuncio de que si no
estamos velando y orando, el Señor nos dejará en esta tierra para juicio. Ciertamente la
Iglesia es exhortada a velar y orar (1ª Tes. 5:6; Tito 2:13, etc.). Pero la participación
en el arrebatamiento no depende de méritos humanos —repitámoslo—, sino de la obra de
Cristo a favor de los que creen en El. El verdadero cristiano no es fiel en la santidad y el
servicio para tener parte en el arrebatamiento; al contrario, lo es precisamente porque
está cierto de que Dios, en su gracia, le ha dado ya un glorioso destino.
Si alguien dice: «Puedo vivir como yo quiera, puesto que al fin y al cabo seré
glorificado», está echando con sus mismas palabras una sombra de duda sobre la
realidad de su profesión cristiana. La persona genuinamente convertida no puede entrete-
ner en su mente tal pensamiento, mucho menos expresarlo como un desafío a Dios o
hacerlo la norma de su vida. No olvidemos que el mal uso que algunas mentes desviadas
hagan de la doctrina bíblica del arrebatamiento no destruye el testimonio apostólico
tocante al propósito de Dios para su Iglesia. Según este testimonio, el arrebatamiento
será total, no parcial.
Volviendo al pasaje de Primera Corintios 15:51-53 vemos también que el
arrebatamiento se efectuará «en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final
trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y
nosotros seremos transformados» (v. 52). Dice A. T. Robertson que el término que se
traduce «en un abrir y cerrar de ojos» lo usaban los griegos para referirse, entre otras
cosas, al golpe veloz de un ala, al tremular o vibrar de las cuerdas del arpa, al
parpadear de las estrellas.3 La idea de rapidez es la que recibe énfasis en esta figura de
lenguaje. Si consideramos cuan rápido se cierra y se abre el ojo humano ante un
estímulo externo, ya podemos imaginar la velocidad con que se realizará el evento de la
resurrección de los muertos en Cristo y la transformación de los creyentes que hayan
quedado en este mundo hasta la venida del Señor por su Iglesia. No habrá un proceso
lento y doloroso para la transformación, y tanto los que resuciten como los que sean
transformados recibirán un cuerpo glorificado.
Más allá de las características generales señaladas por este pasaje, no tenemos
revelación directa de la naturaleza y las actividades del cuerpo glorificado. Pero podemos
formarnos una idea de ello si consideramos el cuerpo de resurrección del Señor Jesucristo,
ya que, como hemos visto, seremos transformados a la semejanza del cuerpo de su
gloria (Filip. 3:20-21).
Según Juan 20:17, María Magdalena toca al Maestro resucitado (literalmente, se
abraza a El procurando retenerle). Esto no sería posible de no tener El un cuerpo real.
Mateo 28:9 dice también que las dos mujeres abrazaron los pies de Jesús y lo adoraron.
Los dos discípulos que iban a Emaús vieron al Señor y conversaron con El,
aunque no le reconocieron de inmediato. El evangelista explica que «los ojos de ellos
estaban velados, para que no le conociesen» (Lc. 24:16). Pero cuando llegaron a la aldea
de Emaús, invitaron al Maestro a quedarse con ellos, y le reconocieron en el momento
que El bendijo y repartió el pan. «Mas El desapareció de su vista» (v. 31). Esta
desaparición súbita del Señor no indica que careciese de un cuerpo real, pues todo el
relato indica que sí lo tenía. El caminó con ellos, les habló, se sentó a la mesa, tomó el
pan, lo partió y les dio (v. 30). En realidad ellos no necesitaban más evidencia de la
resurrección de su Maestro.
Los dos discípulos se fueron inmediatamente a Jerusalén, al lugar donde estaban
reunidos los once, y mientras comentaban los extraordinarios sucesos de aquel día,
«Jesús se puso en medio de ellos y les dijo: Paz a vosotros» (Lc. 24:36). Ellos se atemori-
zaron creyendo que «veían espíritu». Entonces el Señor les dio pruebas de la realidad de su
cuerpo resucitado. En primer lugar les dice: «Mirad mis manos y mis pies, que yo
mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo
tengo. Y diciendo esto, les mostró las manos y los pies» (Lc. 24:39-40). La evidencia era
poderosa, pero los discípulos no podían creer lo que sus ojos miraban, tal era el gozo
que les embargaba. Entonces el Maestro les da otra prueba de la realidad de su
resurrección. Pidió algún alimento y comió delante de ellos (Lc. 24:41-43).
De acuerdo al relato del apóstol Juan: «Cuando llegó la noche de aquel mismo
día, el primero de la semana, estando las puertas cerradas en el lugar donde los
discípulos estaban reunidos por miedo de los judíos, vino Jesús, y puesto en medio de
ellos, les dijo: Paz a vosotros» (20:19). Comentando sobre este versículo, Bonnet y
Schroeder dicen: «todas las tentativas hechas para explicar la entrada de Jesús de un
modo natural hacen violencia al texto».4 La narrativa parece indicar que el Cristo
resucitado podía entrar en un cuarto cuyas puertas estuviesen cerradas, como si su
cuerpo se hubiese liberado ya de las limitaciones que impone el espacio. En esta reflexión
no podemos menos que recordar que Jesús pudo ascender corporalmente al cielo (Hech.
1:9).
Con base en todos los pasajes bíblicos aquí considerados podemos concluir que Jesús
tenía un cuerpo de carne y hueso; que este cuerpo podía identificarse como el mismo que
El había ofrecido en la cruz; pero que siendo ya un cuerpo resucitado, había adquirido
ciertas cualidades que le eran muy propias, como la de hallarse libre de limitaciones a que
están sujetos nuestros cuerpos terrenales.
Y tomando como punto de partida lo que sabemos tocante al cuerpo resucitado de
Cristo, es posible decir que nuestro cuerpo glorificado tendrá también carne y huesos,
«y corresponderá en sus características externas a nuestros cuerpos actuales, aunque la
substancia misma difiera de la que ahora forma nuestro ser físico».5 Seremos todavía los
mismos en el sentido de que podremos ser reconocidos por aquellos con quienes hemos
estado en la tierra. Pero tendremos un cuerpo glorioso y poderoso, espiritual y no
natural, celestial y no terrenal.

II
Transformados a la imagen del Señor
El apóstol Juan escribe:

Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos


de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque
le veremos tal como él es» (1ª Jn. 3:2).

Nuestra transformación a la imagen de Cristo significa mucho más que la


glorificación de nuestro cuerpo para ser «semejante al cuerpo de la gloria suya» (Filip.
3:21). «Seremos semejantes a él.» Esta gran renovación ha comenzado ya en nosotros, y
está en proceso en nosotros. Leemos en 2ª Corintios 3:18:

Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la


gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como
por el Espíritu del Señor.

El contexto de estas palabras, en 2ª Corintios 3, señala grandes contrastes entre el


ministro del antiguo pacto, Moisés, y los ministros del Evangelio, especialmente en lo
que toca a la gloria de ambas economías. Si hubo gloria en el rostro de Moisés, es de
esperarse que en el ministerio de justificación haya también gloria, y ésta tiene que ser
permanente —no transitoria como la del gran caudillo del Éxodo (vs. 7, 11, 13)—, y
mucho más abundante y eminente que la gloria de la antigua alianza (vs. 9-10).
Moisés «ponía un velo sobre su rostro para que los hijos de Israel no fijaran la
vista en el fin de aquello que había de ser abolido» (v. 13). Nosotros, en cambio, dice el
Apóstol, «habiéndosenos quitado el velo», o teniendo el rostro sin velo (tal es el sig-
nificado de anakalúpto, vs. 14, 18), estamos mirando como en un espejo la gloria del
Señor. Es decir, en el espejo del Evangelio, o de la Palabra escrita, puesto que todavía no
estamos viéndole a El como esperamos verlo un día.
Pero el hecho de estar contemplando su gloria reflejada en su Palabra nos está
transformando (el verbo se halla en el presente de indicativo) «de gloria en gloria —¿de
un grado a otro de gloria?— en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor». Ya
hemos encontrado el verbo metamorfóo en Romanos 12:2. Se emplea también este verbo
en el relato de la transfiguración del Señor (Mt. 17:2; Mr. 9:2). Los israelitas no podían
ver la gloria reflejada en el rostro de Moisés, ni mucho menos ser transformados por
ella. En el caudillo mismo el reflejo de la gloria divina no fue permanente. Pero
nosotros si podemos contemplar y reflejar ante los hombres la gloria del Señor, puesto
que no hay un velo en nuestro rostro. Además, estamos siendo transformados de gloria
en gloria en la misma imagen de nuestro Salvador. La palabra «imagen» (eikona) significa
«semejanza», «representación», «imagen exacta», y aparece también en Romanos 8:29,
donde se dice que hemos sido predestinados para ser «hechos conformes a la imagen
de su Hijo». Esta es la meta final de la gran renovación que El está realizando en
nosotros para su propia gloria. Desde antes de la fundación del mundo Dios determinó
imprimir en nosotros la imagen de su amado Hijo. Seremos semejantes a El, porque le
veremos como El es. ¡Esto es renovación!
Debido al portento de la creación hemos recibido la imagen y semejanza de Dios
(Gn. 1:27; 5:1). La imago Dei consiste en aquellas cualidades por las cuales todo ser
humano refleja en cierto modo la personalidad de su Creador. Pero esta imagen ha sido
seriamente afectada por la Caída. De ahí que aunque el hombre sigue siendo hombre
(Stg. 3:9; 1ª Corintios 11:7), lo es en condición de pecado, en la profunda miseria de su
naturaleza enferma y culpable. A los que por la libre y soberana gracia de Dios
hemos confiado en Jesucristo, el Espíritu Santo nos ha regenerado y nos sigue
renovando. La naturaleza caída no ha sido erradicada de nosotros; pero se nos ha dado
una nueva naturaleza destinada a manifestarse un día en plenitud, a la semejanza del
Hijo de Dios.
No seremos restaurados a la imagen del primer Adán —tal como éste era antes
de su caída en el pecado—, sino transformados a la imagen del postrer Adán. Mucho
más que restauración es re-creación la que se efectúa en Cristo. No es un retorno a Adán,
sino un ascenso hacia Cristo. La historia de la redención no es cíclica, sino lineal y
ascendente. En el Hijo de Dios se revela muchísimo más de lo que Adán pudo haber
sido y no fue. Estamos aquí frente al auténtico Nuevo Hombre, el Hombre Ideal, el Hom-
bre por excelencia, el Dios-Hombre verdadero. En El lo genuinamente humano es
vindicado y exaltado para la gloria de Dios. Cristo es la Cabeza de la Nueva
Humanidad.

Pero vemos a aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles, a
Jesús, coronado de gloria y de honra, a causa del padecimiento de la muerte,
para que por la gracia de Dios gustase la muerte por todos. Porque convenía
a aquel por cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsis-
ten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por
aflicciones al autor de la salvación de ellos (Heb. 2:9-10).

El nuevo hombre en Cristo será semejante a Cristo. ¡Esto es renovación! Esta


es la verdadera y definitiva humanización del hombre ahora deshumanizado por
el mal que lleva muy dentro de sí mismo y por el mal que le rodea en un mundo
lleno de injusticia y de enemistad contra Dios.
NOTAS AL CAPITULO TERCERO DE LA SEGUNDA PARTE

1 Wm. S. Plumer, Commentary on Romans (Grand Rapids Michigan: Kregel Publications, 1971), pág.
411.
2 John F. Walvoord, The Church in Prophecy (Grand Rapids, Michigan: Zondervan Publishing
House, 1970), pág. 96.
3 A. T. Robertson, Word Pictures in the New Testament (Nashville, Tennessee: The Broadman
Press, 1931), IV, página 198.
4 Luis Bonnet y Alfredo Schroeder, Comentario del Nuevo Testamento (Buenos Aires: Editorial Evangélica
Bautista, 1956;. II, págs. 359-360.
5 Walvoord, op. cit., pág. 103.
LA RENOVACION COSMICA EN CRISTO
Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas.
Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas.
(Apoc. 21:5)
No es necesario profundizar mucho en el estudio de las Sagradas Escrituras para
descubrir que la renovación en Cristo se extiende al individuo creyente y a toda la
creación. James I. Packer tiene sobrada razón al decir que uno de los logros más im-
portantes de la teología de los últimos dos siglos, y quizás en el presente más que en
cualquier otro período anterior, «ha sido el reconocimiento de la dimensión cósmica de la
obra salvífica de Dios, tal como ésta se revela en la Biblia».1
Pero resulta imposible pensar en el alcance cósmico del Evangelio sin darle lugar
en la reflexión teológica al estudio de las últimas cosas, o sea la escatología bíblica. No es
de extrañar, por lo tanto, que en nuestro siglo lo escatológico haya sido objeto de
renovado interés aun entre los teólogos no conservadores.
Emil Brunner, destacado representante de la neo-ortodoxia, aboga por un retorno a
la esperanza evangélica, aunque rechaza las proposiciones bíblicas como fundamento de
esta esperanza y prefiere no comprometerse con la apocalíptica judeo-cristiana, a la
manera «fundamentalista».2 Comentando sobre las ideas de Ernst Käsemann, de la escuela
bultmanniana, Heinz Zahrant dice:

Al dar cabida también al acontecimiento pascual junto al Jesús histórico en la


formación del kerigma primitivo, Käsemann consigue igualmente mayor cabida para la
dimensión cósmica de la redención divina... Dios quiere restablecer sus derechos
en su creación; su actuación no afecta sólo a cada hombre, sino al mundo
entero...; estas ideas aparecen ahora de nuevo en el discípulo de Bultmann,
Ernst Käsemann. Al mismo tiempo, la «apocalíptica», hasta ahora casi sólo
despreciada como doctrina de la retribución del judaísmo tardío, adquiere para
él una nueva significación teológica y se convierte en la «madre de toda
teología cristiana». De esto es de lo que se discute hoy en teología.
Apocalíptica o antropología, ésta es la cuestión.3

Lejos de menguar, el interés por lo escatológico parece ir en aumento. No es


causa de sorpresa que una de las obras más influyentes de nuestra época sea la
Teología de la esperanza, de Jürgen Moltmann.4 El tema del reino de Dios es uno de los
más estudiados hoy por teólogos católicos y protestantes. A ello se han visto obligados,
en gran parte, por ideologías para-eclesiásticas e intra-eclesiásticas que procuran
identificarse de alguna manera con el basileías tou theou (el reino de Dios) de la
revelación bíblica.
Muy atrás van quedando los tiempos cuando el creyente evangélico se veía tentado
a sonrojarse al hablar del «fin del mundo» y otros temas proféticos ante los intelectuales.
Los avances de la ciencia misma han venido a subrayar, en cierto modo, la validez del
contenido escatológico cristiano. Por ejemplo, pensadores no evangélicos se pregunta:
si de acuerdo a la segunda ley de la termodinámica la cantidad de energía disponible para
su conversión en trabajo decrece constantemente, ¿no significará esto la «muerte» del
mundo? En nuestro tiempo ha dejado de creerse en la eternidad de la materia. Brunner
menciona que «si el siglo XIX enseñó la infinitud del espacio y del tiempo, el siglo XX, por
el contrario, la finitud».5 Es posible afirmar que el mundo y la historia han tenido
principio, y tendrán fin.
Además, la fe en el progreso humano se ve de nuevo ensombrecida por la
desesperanza que la civilización misma engendra. Valiéndose de la ciencia y la
tecnología el hombre ha producido los instrumentos de su propia destrucción, y vive
constantemente bajo el signo del temor, sin poder hallar en sí mismo la fórmula que le
garantice un futuro tranquilo-y feliz. Ha llegado la hora de reavivar la auténtica
esperanza cristiana, de vivir cara al futuro, bajo la luz de la Palabra inspirada de Dios.
La renovación en Cristo es mensaje de esperanza para la Humanidad.
CAPITULO PRIMERO
LA RESTAURACION DE ISRAEL
Y Jesús les dijo: De cierto os digo que en la regeneración, cuando el Hijo del
Hombre se siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido también os
sentaréis sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel (Mt. 19:28).

La palabra palingenesía aparece solamente dos veces en el Nuevo Testamento: en


el texto de San Mateo, arriba citado, y en Tito 3:5, donde Pablo la utiliza para referirse
a la regeneración individual.
Los estoicos empleaban el término palingenesía para hablar de la renovación del
mundo. Filón la usó con relación a la restauración del individuo a la vida, y también
en cuanto a la reconstitución del mundo después del diluvio. Josefo dice que el regreso del
pueblo judío después del exilio babilónico fue como una palingenesía.6 Para los
israelitas, en general, la palingenesía había indicado primordialmente la restauración de
todas las cosas, la apokatástasis de Hechos 3:21.

Esta es una regeneración en el sentido propio del término, porque significa una
renovación de todas las cosas visibles, cuando lo antiguo haya pasado y los cielos
y la tierra sean hechos nuevos.7

Büchsel señala que, en contraste con los estoicos, en el judaísmo el concepto de


palingenesía tiene un nuevo contenido religioso y moral.8
En Mateo 19:28 la «regeneración» es definitivamente escatológica. Pedro le ha
preguntado al Maestro qué recompensa tendrán ellos, los discípulos, por haberlo dejado
todo para seguirle a El (v. 27). La respuesta indica que en la palingenesía futura el Hijo
del Hombre se sentará en el trono de su gloria, rodeado de sus discípulos, sentados en
doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel. El cuadro que se nos ofrece aquí
es no solamente escatológico, sino también mesiánico y judaico.
Los «tiempos de refrigerio» y de «la restauración de todas las cosas» (Hech. 3:19-
21) se hallan, en el programa divino, indisolublemente unidos a la regeneración nacional de
Israel. La justicia y la paz universales no se establecerán aparte de la restauración
espiritual, moral y político-social del pueblo escogido de Dios. De ahí que hayamos
comenzado por la palingenesía judaica en nuestro intento de bosquejar la renovación
cósmica en Cristo.

«Vosotros seréis mi especial tesoro»


(Éxodo 19:5)

Muy acertada es la afirmación de que el pueblo judío es una profecía viviente y


milagro moderno. No es posible repetir aquí la historia de todos los infortunios que los
hijos de Abraham, Isaac y Jacob han sufrido en el correr de los siglos. Despojados y
deportados por los asirios y babilonios, humillados por los sirios y los romanos,
perseguidos por la Europa medieval y destinados al exterminio por la Alemania nazi, no
han desaparecido de la familia humana, ni perdido su identidad nacional, y siguen
ocupando un lugar prominente en el desarrollo de los eventos mundiales. Sin pasar por alto
las explicaciones histórico-sociales que pueden dársele al fenómeno judío, es necesario
tener muy en cuenta lo que las Escrituras enseñan tocante al cuidado de Dios por este
pueblo, que es su pueblo en un sentido muy especial.
En el pacto con Abraham, Dios garantizó la prosperidad y la permanencia de la
nación judía (Génesis 12:2-3; 13:14-16; 15:4-21; 17:4-8). Ciertamente en el Pentateuco
se anticipa que toda una generación de israelitas puede pecar contra Jehová —como en
efecto ha sucedido tantas veces en la historia de este pueblo—, y se anuncia el castigo
que los rebeldes sufrirán (Dt. 28:15-68). Pero no se dice que el pacto eterno e
incondicional del Señor será anulado. Dios no abandona a su pueblo, aun cuando éste le
abandone a El. «Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia»
(Jer. 31:3).
En medio de las más grandes desgracias nacionales, incluyendo la apostasía, los
israelitas piadosos pueden invocar al Dios de sus padres basando su ruego en los pactos
y promesas de tiempos antiguos (Neh. 1:5-11; Dn. 9:4-19; Jer. 14:19-22), y El les oye y
los libera porque Israel es su «especial tesoro sobre todos los pueblos» (Ex. 19:5), y lo
guarda «como a la niña de su ojo» (Dt. 32:10), en fidelidad a sus pactos, los cuales no
pueden ser quebrantados. «Porque cuando Dios hizo la promesa a Abraham, no
pudiendo jurar por otro mayor, juró por sí mismo, diciendo: De cierto te bendeciré con
abundancia y te multiplicaré grandemente» (Heb. 6:13-14; Gn. 22:15-18).

«No ha desechado Dios a su pueblo»


(Rom. 11:2)

Según Juan el Evangelista, Cristo «a lo suyo vino, y los suyos no le recibieron» (Jn.
1:11). Y San Pablo explica que aunque permanece en este tiempo «un remanente escogido
por gracia» (Rom. 11:5), el pueblo israelita, en general, tiene puesto un «velo» que le
impide ver la gloria del Evangelio y que sólo Cristo puede quitar (2ª Cor. 3:14-17). Ha
acontecido a Israel un endurecimiento en parte, «hasta que haya entrado la plenitud de los
gentiles» (Rom. 11:25), o sea hasta que se complete el número de gentiles que han de ser
salvos en esta era de la Iglesia. El Cuerpo de Cristo, formado de judíos y gentiles, es
ahora el pueblo del Señor. Pero El no ha desechado a Israel (Rom. 11:1-2). El propósito
divino tocante a este pueblo no se ha cambiado. Los pactos de bendición nacional para
Israel son incondicionales e inviolables. Dios ha jurado por Sí mismo que habrá de
cumplirlos al pie de la letra. «Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de
Dios» (Rom. 11:29).
Una de las grandes doctrinas que se destacan en los capítulos 9-11 de Romanos es
la de la elección divina. De acuerdo a su sabiduría infinita, y en el soberano ejercicio de
su gracia, Dios escogió a Israel entre todas las naciones para que llegase a ser «el pueblo
de su heredad» (Dt. 4:20), no porque fuese «más que todos los pueblos», pues en
realidad era «el más insignificante de todos ellos», sino porque 1o amó y quiso guardar el
pacto que antaño había jurado a los padres, a Abraham, Isaac y Jacob (Dt. 7:6-11). Y
ha sido también una elección de gracia la que ha alcanzado a los gentiles y judíos que
han creído el Evangelio (Rom. 11:5-6, 20, 25, 30-32). Por lo tanto, toda jactancia queda
excluida.
Encontramos también en Romanos 9-11 un gran incentivo para la evangelización
entre los israelíes. El endurecimiento de la nación hebrea no es definitivo, sino
temporal, y —lo que es más importante para nosotros en este tiempo— no es total, sino
«en parte» (Rom. 11:25). Ha quedado «un remanente escogido por gracia» (Rom. 11:5), un
gran número de judíos que están abiertos al testimonio de Cristo, que pueden ser
provocados a celos por la salvación de los gentiles (Rom. 11:11) y responder
positivamente al llamado del Evangelio. El Apóstol no abandonó la esperanza de que se
salvasen «algunos» de sus hermanos según la carne (Rom. 9:1-5; 11:11-14). Este era
uno de los más grandes anhelos de su corazón, uno de los motivos más sentidos en
sus plegarias, y una de las razones más poderosas de sus incansables esfuerzos
misioneros.
De la enseñanza paulina puede deducirse que «la plenitud de los gentiles» no se
alcanzará aparte de la salvación del remanente de Israel «escogido por gracia» para esta
era (Rom. 11:5). Uno de los grandes distintivos de la Iglesia Cristiana es precisamente el
hecho de estar constituida por judíos y gentiles (Ef. 2:11-3:13). Este es el propósito de
Dios para nuestro tiempo: formar el Cuerpo de Cristo, el organismo integrado por judíos
y gentiles, el nuevo hombre, la nueva raza, la nueva humanidad. Sin los judíos salvos
en Cristo la Iglesia estaría incompleta.
Recordemos, además, que actualmente «todos» —judíos y gentiles— «están bajo
pecado» (Rom. 3:9), y que el único camino de salvación, tanto para el judío como para
el gentil, es el Evangelio. A Israel le ha acontecido «endurecimiento en parte», y
procurando establecer su propia justicia, no ha querido sujetarse a la justicia de Dios, la
cual es por la fe en Cristo (Rom. 10:1-13). Pero el Evangelio es el poder de Dios para
salvación a todo aquel que cree, «al judío primeramente, y después al griego» (Ro-
manos 1:16). «Porque no hay diferencia entre judío y griego, pues el mismo que es Señor
de todo, es rico para con todos los que le invocan; porque todo aquel que invocare el
nombre del Señor, será salvo» (Romanos 10:12-13). Mas ¿cómo invocarán «a aquel en el
cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin
haber quien les predice? ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados?» (Rom. 10:14-15).
Estas preguntas que tantas veces hemos repetido para promover la obra misionera
entre los pueblos gentiles se refieren en primer lugar, según el contexto, a la
evangelización de los judíos. Cabe preguntarnos si estamos haciendo todo lo posible —
como individuos y como Iglesia— para alcanzar con las buenas noticias de la salvación
en Cristo al remanente israelita escogido por gracia. Nuestra responsabilidad misionera
hacia este pueblo es ineludible.

«Tiempo de angustia para Jacob»


(Jer. 30:7)

Dios ama a su pueblo Israel y ha determinado protegerlo para siempre; pero desde
el principio le ha advertido tocante al castigo de la desobediencia (Lev. 26:14-43; Dt.
4:15-28; 11:26-28; 28:15-68). A través de su historia Israel ha experimentado muchos de
los sufrimientos mencionados en éstos y otros pasajes; sin embargo, según el Señor
Jesucristo, habrá en el futuro «gran tribulación, cuál no ha habido desde el principio
del mundo hasta ahora, ni la habrá» (Mt. 24:21).
No hay razón para no aceptar esta declaración del Maestro sin rodeos, tal como
El la hizo, en su sentido histórico-profético. Hasta el día en que El pronunció estas
palabras no había habido «desde el principio del mundo» (sentido histórico) tribulación
igual a la que El anuncia (sentido profético). Tampoco la ha habido hasta el día de hoy.
En el año 70 de nuestra era, cuando el ejército de Tito destruyó la ciudad de Jerusalén, no
se cumplió lo de «la abominación desoladora de que habló el profeta Daniel» (Mt. 24:15;
Dn. 9:24-27; 11:31; 12:11). Los apóstoles Pablo y Juan contemplan todavía en el horizonte
profético la venida del Desolador (2ª Tes. 2; Ap. 13). Hay otras señales apocalípticas que
tampoco han tenido lugar (Mt. 24:29; Le. 21:25-26), y que según el Señor le
antecederán de manera muy inmediata en su segunda venida (Mt. 24:30; Lc. 21:27).
Además, en las Escrituras se sugiere el alcance mundial de la gran tribulación, lo que
Joachim Jeremías llama «la conflagración mundial (Lc. 12:49), el bautismo cósmico de
pasión (v. 50)».9
Aunque los tremendos juicios de aquellos días caerán sobre todas las naciones,
servirán también de manera muy especial para disciplinar a Israel (Jeremías 30:7; Sof.
1; etc.). Jerusalén llegará a ser de nuevo motivo de contienda en la escena interna-
cional y se verá cercada por las naciones gentiles (Zac. 12:3; 14:2). Habrá gran
mortandad en el pueblo escogido. Ciertamente será un «tiempo de angustia para Jacob».
Pero Dios se valdrá de la tribulación para purificar, como en un crisol, a los hijos de
Israel. Ellos serán fundidos como se funde la plata, y probados como se prueba el oro
(Zac. 13:8-9).
Como en otras épocas de la historia, no faltará un remanente israelita que será
fiel a su Dios. Ellos anunciarán la salvación divina, darán testimonio valiente de que
Jesús de Nazaret es el Cristo, el Señor (Ap. 7:1-8), y verán un gran número de gentiles
convirtiéndose a El (Ap. 7:9-17). Abundarán entonces los mártires, porque la Bestia no
podrá tolerar ninguna oposición a su culto satánico (Ap. 13:7-8; 20:4).
En medio del dolor Israel clamará a Yavé, y El inclinará su oído, en cumplimiento
de lo que prometió por medio de Moisés su siervo:

Mas si desde allí buscares a Jehová tu Dios, lo hallarás, si lo buscares de todo


tu corazón y de toda tu alma. Cuando estuvieres en angustia, y te alcanzaren todas
estas cosas, si en los postreros días te volvieres a Jehová tu Dios, y oyeres su voz;
porque Dios misericordioso es Jehová tu Dios; no te dejará, ni te destruirá, ni se
olvidará del pacto que les juró a tus padres (Dt. 4:29-31).

Se repetirá entonces, en cierto modo, la historia del Éxodo, cuando las plagas de
Jehová caigan implacablemente sobre el opresor, pero esta vez a escala mundial. Y se
escuchará nuevamente de parte de Israel el cántico de redención (Ap. 11:15-19; 14:1-5).

«Y luego todo Israel será salvo»


(Rom. 11:26)

La gran tribulación terminará con el regreso de Cristo a la tierra. El derrotará a


los ejércitos reunidos en Armagedón y destruirá el imperio de la Bestia y del Falso
Profeta (Ap. 19:11-21). Será entonces que se efectuará la liberación de Israel, al llegar a
su fin «los tiempos de los gentiles (Lc. 21:24), o sea el largo período del dominio gentil
sobre Jerusalén (Dn. 2:31-45, 7:1-28).
En relación con su segunda venida al mundo, Cristo menciona el cumplimiento
de las promesas divinas tocante al regreso del pueblo israelita a Palestina:

Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo; y entonces


lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre
viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria. Y enviará sus
ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro
vientos, desde un extremo del cielo hasta otro (Mt. 24:30-31).

En el Antiguo Testamento leemos:

Asimismo acontecerá en aquel tiempo, que Jehová alzará otra vez su mano
para recobrar el remanente de su pueblo que aún quede en Asiría, Egipto,
Patros, Etiopía, Elam, Sinar y Hamat, y en las costas del mar. Y levantará
pendón a las naciones, y juntará los desterrados de Israel, y reunirá los
esparcidos de Judá de los cuatro confines de la tierra (Is. 11:11-12).
Vivo yo, dice Jehová el Señor, que con mano fuerte y brazo extendido, y
enojo derramado, he de reinar sobre vosotros; y os sacaré de entre los
pueblos, y os reuniré de las tierras en que estáis esparcidos, con mano fuerte
y brazo extendido, y enojo derramado; y os traeré al desierto de los pueblos, y
allí litigaré con vosotros cara a cara (Ez. 20:33-35).
Y yo os tomaré de las naciones, y os recogeré de todas las tierras, y os
traeré a vuestro país (Ezequiel 36:24).

Este regreso futuro de Israel se efectuará no tanto por determinación humana


como por iniciativa divina: el Señor enviará sus ángeles a reunir sus escogidos de
los cuatro confines de la tierra; y los israelitas volverán al lugar de sus ancestros,
no en el poder de la carne, sino en el del Espíritu; no en incredulidad —como
muchos de ellos lo están haciendo al presente—, sino en fe: fe en el Hijo de
Dios.
Cuando el apóstol Pablo dice que «todo Israel será salvo» (Rom. 11:26), se refiere a
los israelitas que estarán sobre la tierra en aquel entonces y que se lamentarán al
contemplar «a quien traspasaron» (Zacarías 12:10; Mt. 24:30). Ese será el día del arrepen-
timiento nacional de Israel, y «habrá gran llanto en Jerusalén... y la tierra lamentará»
(Zac. 12:11-12). «Pero cuando se conviertan al Señor —dice San Pablo— el velo se
quitará» (2ª Cor. 3:16).
Dios les perdonará y purificará de todos sus pecados, y les dará «un corazón de
carne», según El lo ha prometido en su nuevo pacto.

Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras


inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nuevo, y pondré
espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os
daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis
en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra (Ez. 36: 25-27).

Por supuesto, los rebeldes serán juzgados y no entrarán en la tierra prometida (Ez.
20:34-38), así como los que murmuraron y se rebelaron contra Jehová en el desierto,
en tiempo de Moisés, se quedaron fuera de Canaán. Pero la nación como un todo será
restaurada en Palestina. Dice el profeta Amos:

En aquel día yo levantaré el tabernáculo caído de David, y cerraré sus


portillos y levantaré sus ruinas, y lo edificaré como en el tiempo pasado; para que
aquellos sobre los cuales es invocado mi nombre posean el resto de Edom, y a todas
las naciones, dice Jehová que hace esto... Y traeré del cautiverio a mi pueblo Israel, y
edificarán ellos las ciudades asoladas, y las habitarán; plantarán viñas, y beberán el
vino de ellas, y harán huertos, y comerán el fruto de ellos. Pues los plantaré sobre
su tierra, y nunca más serán arrancados de su tierra que yo les di, ha dicho
Jehová Dios tuyo (Am. 9: 11-15).

Según esta profecía, y otras semejantes, Israel poseerá definitivamente la tierra


prometida a los patriarcas y será victorioso sobre todos sus enemigos (Joel 3:1-15; Zac.
12:3-9). Se sugiere, además, que cuando el Mesías venga de nuevo a la tierra a establecer
su reinado universal de justicia y paz, Israel será cabeza y no cola de todos los pueblos
(Dt. 28:13; Joel 3:16-21; Miq. 4:1-3). Los israelitas justos que han muerto a través de las
edades resucitarán juntamente con los mártires de la gran tribulación para disfrutar del
reino milenario (Dn. 12:1-3; Ap. 20:4-6).
Si nos es difícil creer en el cumplimiento literal de estas profecías, será bueno
recordar que en los días del Antiguo Testamento muchos pudieron haber dudado que las
predicciones tocantes a la primera venida del Mesías al mundo se cumplieran al pie de
la letra. No sería fácil para mucha gente del tiempo de Miqueas, por ejemplo, creer que
el Cristo nacería en la aldea de Belén; como tampoco lo es para millones de nuestros
contemporáneos aceptar que El regresará a Jerusalén. Sin embargo, la Palabra que se
cumplió literalmente en el pasado así se cumplirá también en el futuro.
La presencia de Israel entre las naciones es como un recordatorio constante a todos
los hombres de que el Señor no ha invalidado sus promesas al pueblo judío, ni
cambiado su propósito de instaurar un día su reino en el mundo por medio de «aquel
varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos» (Hech.
17:31).
CAPITULO SEGUNDO
EL REINO MESIANICO
Al juicio de Israel (Mt. 25:14-30) y de los gentiles que estén sobre la tierra en aquel
entonces (Mt. 25: 31-46) seguirá de inmediato el reinado del Mesías, quien se sentará en
«el trono de su gloria» (Mt. 19:28) y efectuará una renovación profunda, de vastos al-
cances en todo el mundo. Será en ese tiempo cuando por fin se realizarán los ideales de
justicia y paz, de fraternidad y libertad, de prosperidad y felicidad, para todos los
humanos. La utopía, por la cual tanto ha suspirado el hombre a través de su historia de
siglos y milenios cargados de grandes angustias y sinsabores, dejará de serlo bajo el
gobierno sabio, pacífico y justiciero del Cristo de Dios. El reino mesiánico traerá una
auténtica renovación en todos los órdenes de la existencia humana, a nivel mundial.
La idea del reino se halla hondamente arraigada en el Antiguo Testamento. El
término hebreo malkuth y la palabra griega basileía expresan básicamente el mismo
concepto cuando se trata del reino de Dios.10
Este reino tiene dimensiones universales y eternas, pero el origen de su revelación,
en el devenir de la historia bíblica, es hebreo, no griego. Es evidente que en las
Escrituras el término reino tiene más de un significado. Puede referirse a los reinos de
este mundo, al reino de Satanás, al reino universal y eterno de Dios, al reino espiritual en
el cual entran los que nacen de nuevo, y también de manera muy específica al futuro
reino del Mesías aquí en la tierra.
El reino universal y eterno de Dios significa fundamentalmente el ejercicio de la
soberanía divina sobre toda la creación, sobre la totalidad del tiempo y el espacio,
sobre todos los universos, sobre todos los seres, visibles o invisibles para nosotros los
humanos.

Tuya es, oh Jehová, la magnificencia y el poder, la gloria, la victoria y el


honor; porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, oh
Jehová, es el reino, y tú eres excelso sobre todos. Las riquezas y la gloria proceden de ti,
y tú dominas sobre todo; en tu mano está la fuerza y el poder, y en tu mano el
hacer grande y el dar poder a todos (1º Crón. 29:11-12).

El no ha abandonado su creación; no se ha alejado de su mundo. El domina sobre


todos los seres, sobre todas las cosas, aun aquellas que para el hombre se hallan muy
lejanas: «Jehová estableció en los cielos su trono, y su reino domina sobre todos» (Sal.
103:19; comp. Sal. 139:7-10). Este dominio es eterno, no tiene fin. Yavé es «el Dios
verdadero; él es el Dios vivo y Rey eterno» (Jer. 10:10), y su reino «de todos los siglos,
y su señorío en todas las generaciones» (Salmo 145:13).
El reino universal y eterno de Dios se manifiesta también en actos providenciales.
Jehová preserva y gobierna su creación. El les da sustento a todas sus criaturas,
manifestando así su poder sobre la Naturaleza: «Todos ellos esperan en ti, para que les
des su comida a su tiempo» (Sal. 104:27). En el Nuevo Testamento, Jesús dice: «Para que
seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y
buenos, y que hace llover sobre justos e injustos» (Mt. 5:45). Básicamente Pablo enseña
esta misma verdad ante el populacho de Listra (Hech. 14:15-17) y ante los filósofos
atenienses, a quienes les dice que Dios es quien «da a todos vida y aliento y todas las
cosas» (Hech. 17:25).
Dios es el Señor de la historia e interviene continuamente en el acontecer humano.
El es trascendente e inmanente. Su presencia en el mundo no es esporádica o casual. Es
cierto que en determinados momentos ha habido lo que quisiéramos llamar «invasiones»
extraordinarias de la Deidad en el curso de los eventos terrenales, como sucedió en el
Éxodo y en la Encarnación; aunque en realidad Dios no invade el mundo, ya que éste
es suyo, le pertenece por derecho de creación y redención. También registra la historia
períodos en los que el «hasta cuando» de los santos parecía quedarse indefinidamente sin
respuesta (Sal. 79:5; Hab. 1:2). Pero en todo tiempo y en toda circunstancia El ha
estado activo tras el velo de su providencia. «El muda los tiempos y las edades, quita
reyes y pone reyes; da la sabiduría a los sabios y la ciencia a los entendidos» (Dn.
4:21).
En el ejercicio de su dominio universal, El puede valerse de ciertos individuos o
pueblos como instrumentos de su justicia y de su ira (por ej., Asiría, Is. 10:5-15;
Babilonia, Jer. 25:9; Ciro, Is. 44:28 - 45:4), o como agentes para el cumplimiento de su
propósito soberano de bendecir a la Humanidad (por ej., Abraham, Moisés, Pablo).
En relación con el tema del gobierno providencial de Dios, los teólogos de la
Reforma hablan de la gracia común, según la cual Dios restringe el mal y promueve
el bienestar de todas sus criaturas con el fin de glorificar su Nombre. Al fin y al cabo
la gloria de Dios es el fin más elevado que El persigue en la manifestación de su
soberanía. Su propósito es sobre todas las cosas doxológico.11
A través de la historia Dios no ha querido quedarse sin representantes de su reino
en el seno de la Humanidad. Tal era su propósito en el caso de Adán, de los patriarcas, de
los jueces, de los sacerdotes, de los reyes y profetas y de toda la nación de Israel.
Según el plan divino, la teocracia israelita tenía por finalidad reflejar ante las naciones la
soberanía de Dios. La nación falló tristemente en el cumplimiento de su deber teocrático,
pero nunca faltó un remanente fiel que se sometía gozosa y espontáneamente a la voluntad
de Jehová. En la actualidad somos nosotros, los cristianos, los llamados a proclamar el
reino de Dios (Hech. 20:25), a trabajar por el reino de Dios (Col. 4:11) y, si fuere
necesario, a sufrir por el reino de Dios (2.a Tes. 1:5). Por la gracia de Dios estamos en el
reino de su amado Hijo (Col. 1:13; Jn. 3:1-15) y somos reyes y sacerdotes para la gloria de
El (Apocalipsis 1:6; 1ª Ped. 2:9). Es por medio del testimonio de la Iglesia como un todo,
y del cristiano en particular, que el mundo puede ver hoy lo que significa someterse a la
voluntad soberana de Dios.
En cuanto al futuro reino mesiánico, que por el momento es el centro de nuestro
interés en este estudio de la renovación cósmica en Cristo, vale la pena considerar, entre
otras cosas, por qué es necesario que venga dicho reino, cuáles son sus características,
cuáles las promesas que garantizan su venida y cuáles las interpretaciones que ha
recibido desde los tiempos del Antiguo Testamento hasta nuestros días.

I
La naturaleza del reino mesiánico

Al rebelarse contra el Creador, Satanás le dio origen al reino del pecado. Después
extendió su inicuo dominio a la tierra y a toda la Humanidad por medio de la
desobediencia de nuestros primeros padres, a quienes condujo al mal (Gn. 3; Rom. 5:12-
21). Ha habido, por lo tanto, desde la entrada del pecado en el universo, dos reinos
antagónicos entre sí: el reino de las tinieblas y el reino de la luz admirable. Pero el
dualismo que habla de un conflicto cósmico perenne entre dos poderes iguales, absolutos,
soberanos, se excluye de la revelación bíblica. El príncipe de las tinieblas no es igual a
Dios. Su poder tiene límites que la voluntad divina le impone. Dios tiene la primera y la
última palabra en el tiempo y en la eternidad. El Maligno no puede actuar más allá de
donde le permite hacerlo el Creador (Job 1-2; Lc. 22:31; Mt. 4:1-11; 1ª Jn. 4:4; 1ª Cor.
10:13).
En la actualidad el mundo se encuentra arrullado placenteramente en los
brazos del Engañador (1ª Jn. 5:19), quien ha cegado a los hombres para que no les
resplandezca la luz gloriosa del Evangelio (2ª Cor. 4:4). Satanás es «el príncipe de este
mundo» (Jn. 12:31) y se cree con derecho a decidir la suerte de todos los reinos
terrenales (Mt. 4:8). Pero Dios es el soberano legítimo y no ha dejado de ejercer su
soberanía sobre toda la creación.
La caída de Satanás y el hombre en el pecado no fue una sorpresa para Dios.
Aun antes de la fundación del mundo existía ya en el consejo de la Trinidad un plan
maestro para vindicar la justicia divina, liberar del pecado al hombre y manifestar la
gloria del Creador en la misma escena donde el mal asentaría su imperio. En otras
palabras, éste es un plan soteriológico,12 porque busca salvar al hombre; pero más que
todo es doxológico, porque su finalidad suprema es la de glorificar a Dios en la
manifestación de su soberanía delante de todo lo creado. Pero es asimismo un plan
cristológico, puesto que la Segunda Persona de la Trinidad es el agente directo en la
realización del propósito divino, y, además, es pneumatológico, porque es el Espíritu
quien se encarga de comunicar los beneficios de la obra redentora.
Dios ha determinado manifestar en forma visible aquí en el mundo su reinado de
justicia y paz. El pecado tuvo consecuencias cósmicas. Donde Dios había creado orden,
entró el caos, la rebelión, la muerte. El mal comenzó en las esferas angélicas, se
posesionó del hombre y afectó aun a la Naturaleza. De ahí que «toda la creación gime»
esperando el día de su liberación (Rom. 8:22-23). Todo esto indica que la obra de
restauración debe tener también un alcance cósmico, universal, aunque no universalista.
Se trata mucho más que de liberar al hombre de las fuerzas que le oprimen y le
envilecen en este mundo. En la empresa redentora se hallan comprometidos el honor, la
justicia y la gloria de Dios. Y El se ha propuesto hacer, no solamente un hombre nuevo,
sino también una tierra y un cielo nuevos donde more la justicia (Is. 65:17; 2ª Ped. 3:13).
El propósito de Dios es uno, y al mismo tiempo múltiple; personal, y también colectivo.
Se busca liberar al individuo, pero se tiene en mente además la formación de una
sociedad nueva donde el hombre se humanice verdaderamente en su relación vertical con
Dios y en su relación horizontal con el prójimo.
La esperanza mesiánica tiene que ver con el cielo y con la tierra, con el
individuo y con la sociedad.
Las fuerzas demoníacas se han posesionado del mundo. Satanás tiene que ser
derrotado en su propio terreno. El Mesías hará nuevas todas las cosas, no sólo en el cielo,
sino también en esta tierra que es morada del hombre. La caída fue literal y tuvo efectos
espirituales, morales, sociales y materiales. La obra liberadora será también literal e
incluirá todos los aspectos de la vida humana.
Según el Antiguo Testamento, el reinado del Mesías se extenderá por todo el
mundo y tendrá por capital la ciudad de Jerusalén (Is. 2:1-3; Sal. 2:8; 89:19-37) Is. 11:9;
62:1-7; Dn. 7:13-14; Zac. 14:9). Se efectuarán grandes cambios geológicos, el clima será
siempre favorable, y aumentará la fertilidad del suelo. Habrá abundancia de bienes
materiales. La Naturaleza volverá a ser en todo propicia al hombre. Disminuirá de
manera extraordinaria el poder de la muerte y lo corriente será alcanzar la longevidad,
de tal manera que se considerará a una persona de cien años como si fuese un niño
todavía (Is. 11:6-9; 35; 32:14-20; 65:20-24; Amos 9:13-15; Zac. 14:3-4).
El reino será establecido por el Mesías mismo, quien gobernará personalmente al
mundo con vara de hierro, de acuerdo a las normas de su propia justicia (Sal. 2; Is. 11:3-
5; Ap. 19:15). La justicia social que hoy día tanto anhelamos será entonces una realidad
para todos los hombres y para todas las naciones (Is. 2:4; 9:7; 60:17-18; Miq. 4:2-3).
Reinará la paz: «y martillarán sus espadas para azadones, y sus lanzas para hoces; no
alzará espada nación contra nación, ni se ensayarán más para la guerra. Y se sentará
cada uno debajo de su vid y debajo de su higuera, y no habrá quien los amedrente» (Miq.
4:3-4).
Esta sociedad justa y pacífica será posible debido a las grandes transformaciones
espirituales que el Mesías efectuará "en el mundo. Satanás estará encadenado por mil
años en el abismo (Ap. 20:1-3); en el reino entrarán solamente personas regeneradas;
habrá un derramamiento del Espíritu sobre toda carne (Is. 44:3; 59:21; 61:3; Joel 2:28-
29); el conocimiento de Dios será universal (Jer. 31:33-36; 32:37-44), y todas las
circunstancias serán favorables para que aun los que nazcan durante el milenio puedan
convertirse y servir al Señor.
Puesto que este nuevo orden de cosas será instaurado por el Mesías mismo en su
segunda venida a la tierra, es evidente que no se trata aquí de una evolución religioso-
cultural de la Humanidad, sino de una irrupción del poder divino en el plano de la historia.
En su explicación de la imagen que Nabucodonosor vio en un sueño, el profeta
Daniel dice que hay cinco imperios mundiales; el primero de ellos es el babilónico, y el
último el mesiánico. Los cinco imperios se establecen en la tierra, pero el último es de
origen divino. Una piedra no cortada con mano —es decir, un imperio no humano— cae
repentinamente y hiere a la imagen en sus pies de hierro y barro cocido, y los
desmenuza (Dn. 2:34). Así se establece el imperio que «no será jamás destruido», ni
«será dejado a otro pueblo» (Dn. 2:44). El Señor Jesucristo habló también de su venida
súbita al mundo: «Porque como el relámpago que sale del oriente y se muestra hasta el
occidente, así será también la venida del Hijo del Hombre... Pero del día y la hora
nadie sabe, ni aun los ángeles de los cielos, sino sólo mi Padre» (Mt. 24:27, 36). Y el
apóstol San Pablo advierte: «Porque vosotros sabéis perfectamente que el día del Señor
vendrá así como ladrón en la noche; que cuando digan: Paz y seguridad, entonces vendrá
sobre ellos destrucción repentina, como los dolores a la mujer encinta, y no escaparán»
(1ª Tes. 5:2-3).

II
La realidad del reino mesiánico

¿Habrá en verdad sobre la tierra un reino como el que hemos descrito en los
párrafos anteriores? Esta pregunta nos enfrenta al hecho de que a través de casi veinte
siglos de historia eclesiástica no siempre ha habido unanimidad en la interpretación de
las profecías mesiánicas. A esto se debe que en teología se habla de amilenaristas (que
no aceptan la idea de que habrá un reino milenario en el mundo) y milenaristas o
quiliastas13 (que creen en un milenio literal). Los milenaristas se dividen en
postmílenaristas (que enseñan que Cristo no vendrá antes, sino después del milenio, y que
éste será prácticamente establecido por la Iglesia) y premilenaristas (que sustentan la
doctrina de que el milenio no será instaurado hasta la segunda venida de Cristo al mun-
do).14 Hay otras posiciones teológicas que varían poco o mucho de las aquí mencionadas.
Por ejemplo, algunos parecen creer en una forma futura, terrenal, visible, del reino de
Dios, pero no ven la necesidad de decir que ese reino durará mil años y que todas las
profecías se cumplirán al pie de la letra. Otros se inclinan a identificar el futuro
reino mesiánico con alguna forma de progreso o cambio puramente humano.
No hay evidencia de que los cristianos de los tiempos apostólicos hayan
interpretado el reino futuro del Mesías como un estado ideal, pero metahistórico y
extraterreno, ni que lo hayan reducido a una experiencia mística del cristiano que intenta
alejarse del mundo para no contaminarse del mal. Tampoco identificaron el reino
mesiánico con determinado sistema político-social, ya fuese el partido imperialista de los
herodianos o el movimiento nacionalista y revolucionario de los zelotes. En los Evangelios,
que no fueron de los primeros libros novotestamentarios en escribirse, y en el
Apocalipsis, considerado como el sello de la revelación bíblica, se halla muy palpitante
la esperanza de un reino que será terrenal e intrahis-tórico, a la vez que espiritual y de
origen divino.
La perspectiva apocalíptica comenzó a perderse aun en la iglesia llamada
postapostólica. No pocos cristianos daban la impresión de haberse cansado de esperar
a su Señor, y especialmente en medio de las persecuciones cobró ímpetu la tendencia de
limitar el reino de Dios al estado celestial, ultraterreno. El apocalipticismo fue quedando
relegado a ciertos grupos que eran considerados fanáticos y que estaban marginados de
la Iglesia Universal.
En el siglo IV la Iglesia se convirtió de perseguida en protegida del Imperio
Romano, y dejó de mirar al cielo para deleitarse en las cosas del suelo. La figura del rey
terrenal eclipsó a la del Rey celestial. La esperanza mesiánica sufrió mengua. Las
circunstancias político-sociales influyeron poderosamente en la hermenéutica del reino.
Luego, la teología de Agustín fue determinante para identificar la Iglesia con el
reino. Según el concepto agustiniano, la Ciudad de Dios comenzó con Adán y Abel y
creció a través de los siglos hasta aparecer como sociedad visible en la Iglesia. La ciudad
de Satanás, marcada por el egoísmo, se opone a la Iglesia, pero su destino se halla en
las tinieblas eternas. Agustín abre la puerta para que se identifique la era mesiánica con
la Iglesia visible, la cual llega a ser la meta de la historia en la tierra. El reino de
Dios se extiende por el mundo por medio de la misión y la expansión de la Iglesia
visible. Despues de la era de la Iglesia sólo queda la eternidad. El triunfalismo
jerárquico no se hizo esperar, y no fue difícil creer que siendo la Iglesia visible el reino
de Dios, no podía haber salvación fuera de ella {extra ecclesia nulla salus). La doctrina
agustiniana del reino es la que tradicionalmente ha prevalecido en el catolicismo
latinoamericano. Pero a partir del Vaticano Segundo ha habido un cambio de énfasis en
cuanto a esta enseñanza. Se habla más del reino que no ha venido del todo, pero que
está viniendo, y de una Iglesia peregrina que no ha llegado a su meta, pero que va en
camino.15
Los Reformadores subrayaron, en oposición a la jerarquía católico-romana, el
carácter espiritual e invisible del reino, aunque no perdieron de vista su dimensión
presente, o sea su desarrollo en la historia. Identificaron el reino con la Iglesia invisible.
Fueron los protestantes del ala izquierda de la Reforma los que se esforzaron por
recuperar el concepto apocalíptico del reino. En el caso de los pietistas del protestantismo,
el reino se espiritualiza e individualiza como un estado de paz y gozo que la gracia opera
en el corazón del creyente. La influencia de los teólogos reformados, y de otros grupos
protestantes de los siglos XVI al XVIII, se ha dejado sentir especialmente en las «iglesias
históricas» del protestantismo latinoamericano.
Los protestantes liberales del siglo XIX exaltaron la idea de progreso o evolución
en su concepto del reino. Cargado de gran optimismo, el teólogo liberal cree que la
Humanidad va en ascenso al establecimiento de una sociedad ideal. Esta utopía halla
una de sus mejores y más entusiastas expresiones en el ya célebre «evangelio social».
Sin embargo, en lugar del reino, lo que viene es el infierno de la Primera Guerra
Mundial, y el esquema teológico de los liberales tiene que sufrir cambios muy
significativos.
Entre los escombros del liberalismo se levanta la voz de Karl Barth
proclamando la trascendencia y la soberanía de Dios, la autoridad de la Palabra divina
y la pecaminosidad del hombre. La neo-ortodoxia parece haber ejercido mucha más
influencia que el antiguo liberalismo en el pensamiento teológico latinoamericano. Mas
no puede decirse que «la teología de la Palabra» haya restituido el sentido apocalíptico del
reino. En realidad hay teólogos conservadores que se preguntan si el significado de lo
histórico y escatológico es el mismo en la neo-ortodoxia que en la teología evangélica
tradicional.
Emil Brunner señala el rotundo fracaso de la «fe en el progreso humano» y aboga
por el regreso a la esperanza cristiana, que, según él, no es de ninguna manera la que
abrigó la Edad Media, ni la que sustentó la Reforma. Descarta «la revelación de Dios
en las Escrituras» como fundamento de la esperanza y afirma que la base está en «la
revelación de Dios en Jesucristo». Las proposiciones de la Biblia referentes al futuro
«no sólo aparecen contradictorias sino cargadas de representaciones míticas, que nos
son extrañas, y que han llegado a perder en parte el sentido».16 Al rechazar en esta
forma la revelación objetiva de la Biblia, Brunner no puede escaparse del subjetivismo
escatológico.
Comentando sobre la neo-ortodoxia, Rosemary R. Reuter dice:

La teología de crisis insistió sobre la naturaleza radicalmente trascendente de


los dos polos de Dios y el Reino... Este concepto del Reino como fuente de crisis
pero nunca de cumplimiento, erosionó gradualmente el nervio de la expectación
social... Cuando desaparece esa fe en la imposible posibilidad de un verdadero
reino en un verdadero futuro, se esfuma también la fe en la capacidad del
hombre para cambiar su situación.17

Reuter ve, como parte del esfuerzo por recuperar una nueva base para la
esperanza, el humanismo marxista, la Nueva Izquierda, y el diálogo cristiano-
marxista.18
Para los teólogos liberacionistas latinoamericanos la utopía no significa ya
lo irrealizable, lo que no tiene lugar en el plano de las realidades humanas, sino
lo que es posible para el hombre que ha tomado conciencia de su condición de
oprimido y que está dispuesto a liberarse. Según Gustavo Gutiérrez,

El pensamiento utópico asume, según la intención inicial, su calidad


subversiva y movilizadora de la historia...; la ideología no proporciona un
conocimiento adecuado y científico de la realidad; más bien, la enmascara...
La utopía, en cambio, conduce a un conocimiento auténtico y científico de la
realidad y a una praxis transformadora de lo existente... La utopía, en efecto,
se halla al nivel de revolución cultural que intenta forjar un nuevo tipo de
hombre.19

Que el énfasis de los teólogos liberacionistas cae en la acción inmediata para


el cambio de las estructuras sociales injustas por un orden más humano es obvio;
sin embargo, ellos también sugieren que hay un «todavía no» del reino, la gran
consumación de la obra liberadora que viene como un don de Dios.

El crecimiento del reino es un proceso que se da históricamente en la


liberación, en tanto que ésta significa una mayor realización del hombre, la
condición de una sociedad nueva, pero no se agota en ella; realizándose en
hechos históricos liberadores, denuncia sus límites y ambigüedades, anuncia su
cumplimiento pleno y lo impulsa efectivamente a la comunión total. No estamos
ante una identificación. Sin acontecimientos históricos liberadores no hay un
crecimiento del reino, pero el proceso de liberación no habrá vencido las
raíces mismas de la opresión, de la explotación del hombre por hombre, sino
con el advenimiento del reino, que es ante todo un don.20

Por supuesto, hay en el liberacionismo muchas cosas con las cuales el


teólogo conservador no puede estar de acuerdo. Por ejemplo, el punto de partida
de la teología de la liberación no es la Biblia, sino el análisis económico-socio-
político de la situación infrahumana en que viven millones de personas en el mundo.
Además, después de negar que el lenguaje liberador haya surgido
espontáneamente en el seno del reformismo postconciliar, Hugo Assmann dice:

El lenguaje de las izquierdas revolucionarias, el vocabulario marxista del


«nuevo marxismo» latinoamericano discrepante del reformismo de los partidos
comunistas de línea moscovita, el lenguaje del movimiento estudiantil, todo eso
influyó más o menos directamente. Cierta influencia, presumiblemente más
indirecta para la América Latina, provino de H. Mar-cuse (Un ensayo sobre la
liberación) y de encuentros internacionales sobre la «dialéctica de la liberación».21

Hay, por lo tanto, en los escritos liberacionistas un fuerte acento antropocéntrico


que nos habla más del reino del hombre que del reino de Dios, y una tendencia muy
marcada a caer en el reduccionismo económico en su análisis de la problemática latino-
americana. El énfasis está en el pecado de «las estructuras opresoras», no en el pecado
individual, ni en la necesidad de regeneración personal, ni en la realidad de las fuerzas
demónicas que operan en el mundo.
Con todo, la teología de la liberación es un ejemplo notable del reciente giro
escatológico en el pensamiento católico y protestante, y una prueba más de que
nuestros contemporáneos, al igual que los hombres de todos los tiempos, anhelan una
nueva era de justicia, paz y felicidad. La utopía sigue cautivando mentes y corazones en
medio de una civilización que pareciera bastarse a sí misma, de espaldas a Dios.
Habiendo sido hecho a la imagen y semejanza del Creador, el hombre es capaz de sentir
hondamente su propia miseria, de clamar por su liberación y de esperar un mundo
mejor. A este clamor de la Humanidad responden las Escrituras con la promesa de la
renovación personal y cósmica en Jesucristo. Vale la pena, pues, volvernos a la Biblia
misma en busca de pruebas de que el reino terrenal del Mesías será una realidad.

Lo evidencia en el Antiguo Testamento


Génesis 3:15 es como el alborear de la profecía cristológica. Se anticipan allí, de
manera concisa, «los sufrimientos de Cristo y las glorias que vendrían tras ellos» (1ª Ped.
1:11). El así llamado proto-evangelio es un cuadro magnífico del Cristo sufriente (herido
en el calcañar) y del Cristo triunfante (aplasta la cabeza de la serpiente). Pero esta
profecía no podía cumplirse a menos que el Hijo de Dios participase de carne y sangre,
como todos los humanos. Su línea de ascendencia terrenal tenía que prepararse. Por lo
tanto, Dios escogió a Set, en cuyo tiempo los hombres comenzaron a invocar el nombre
de Jehová. Descendiente suyo fue Enoc, a quien puede llamársele, cronológicamente, el
primero de los profetas, y quien contempló al Mesías en la gloria de su segunda
venida para establecer su reino (Judas 14-15). Entre los descendientes de Set, escogió
Dios a Sem, hijo de Noé, y de los descendientes de Sem fue llamado Abraham para ser
el progenitor de la nación hebrea y padre de todos los creyentes.
Con Abraham Dios hace un pacto que sirve de base a los demás convenios que El
establece con el pueblo israelita. Según el libro de Génesis, el pacto con Abraham
incluye promesas personales para este patriarca, promesas nacionales para Israel y
promesas universales. Las promesas nacionales se refieren a una simiente numerosa
(Gn. 12:2; 13:16; 15:5) y a una tierra que los descendientes de Abraham poseerán a
perpetuidad (Gn. 17:7-8; 13:15-17). En Génesis 17:6 también se le promete a
Abraham que de él saldrán reyes, lo que implica el establecimiento de una dinastía de
la cual vendrá el Ungido, el Libertador.
Cuando se le confirma a Abraham el pacto se demuestra que éste es incondicional
(Gn. 15). Su cumplimiento depende de Dios, no del hombre (sólo Jehová pasa entre los
animales divididos, que son el símbolo del pacto, Gn. 15:17). Yaveh ha jurado por Sí
mismo; El se ha comprometido a cumplir sus promesas (Heb. 6:13-20). Además, El afirma
que su pacto es perpetuo (Gn. 17:7). La infidelidad de muchos israelitas a través de la
historia no ha hecho nula la fidelidad de Dios hacia su pueblo (Rom. 3:3). El permanece
fiel; no puede negarse a Sí mismo (2ª Timoteo 2:13).
Se sobreentiende, asimismo, que el cumplimiento del pacto será literal. Abraham
no lo entendió de otra manera. De haberse tratado solamente de una promesa espiritual
el patriarca no hubiera visto su edad avanzada, y la de su mujer, como un obstáculo para
el cumplimiento de lo que Dios le había prometido. Pero creyó que tendría
descendencia física, a pesar de las circunstancias. Creyó que la tierra prometida no era
el cielo, sino la Canaán terrenal. Lo mismo puede decirse en cuanto a los reyes que
descenderían de él. Serían hombres de carne y hueso, miembros de una dinastía que
reinaría sobre Israel, y sobre el mundo, en la persona del Mesías.
Los descendientes de Abraham también creyeron que el pacto se cumpliría
literalmente. Al bendecir a Judá, Jacob exclamó: «No será quitado el cetro a Judá, ni el
legislador de entre sus pies, hasta que venga Siloh; y a él se congregarán los pueblos»
(Génesis 49:10). De acuerdo a esta predicción, el Mesías, el Legislador, el Libertador,
vendrá de la tribu de Judá. El círculo de elección divina para la ascendencia humana del
Mesías se va estrechando. Siglos después se le revela a David que de su familia ha de
venir el Ungido de Jehová, el Cristo: «Y será afirmada tu casa y tu reino para siempre
delante de tu rostro, y tu trono será estable eternamente» (2º Samuel 7:16). David creyó
la promesa de Yaveh, tomándola al pie de la letra. En su mensaje del día de
Pentecostés el apóstol Pedro dijo: «Varones hermanos, se os puede decir libremente del
patriarca David, que murió y fue sepultado, y su sepulcro está con nosotros hasta el día
de hoy. Pero siendo profeta, y sabiendo que con juramento Dios le había jurado que de
su descendencia, en cuanto a la carne, levantaría al Cristo para que se sentase en su trono,
viéndolo antes, habló de la resurrección de Cristo, que su alma no fue dejada en el
Hades, ni su carne vio corrupción» (Hech. 2:29-31).
Que los israelitas no creyeron que los reinados gloriosos de David y Salomón
hubiesen cumplido todas las grandes promesas de los pactos que Dios hizo con Abraham y
David, se ve claramente en el mensaje de los profetas. Ellos miraban siempre hacia el
futuro, y veían ensancharse el horizonte de la revelación a la luz de la esperanza
mesiánica. Seguían esperando por el Hijo de David que sería el Señor de David.
El fracaso de la monarquía en Israel y Judá confirmaría en la mente y en el
corazón del remanente fiel que la justicia y la paz no podrían venir por medio de
esfuerzos humanos. El Rey ideal no sería otro sino el Señor. Israel había fallado al
salirse del programa divino y pedir de inmediato un rey para imitar a las naciones
gentiles. Se olvidó de que Jehová era su Rey (1º Sam. 8:7). Y por sobre los fracasos de
la monarquía, que ya no era ni siquiera un pequeño anticipo de las glorias mesiánicas, los
israelitas devotos levantaron la mirada llena de esperanza hacia el cumplimiento de los
antiguos pactos. Los salmistas y profetas expresaron el anhelo de muchos corazones por
una era mejor y, guiados por el Espíritu, ampliaron la revelación tocante al nuevo orden
que el Mesías vendría a establecer.
Al escribirse el último libro del Antiguo Testamento queda un remanente de
israelitas fieles, saturados de esperanza. Están sometidos a un poder gentil, pero por fe
contemplan el día de su total liberación. Basan su confianza, no en un sistema político-
social de hechura humana, sino en el advenimiento del Ungido de Jehová. La persona
del Mesías es su esperanza de gloria.

La evidencia en el Nuevo Testamento


Casi cinco siglos de dominio gentil en Palestina no lograron extinguir la
llama de la esperanza mesiánica en el corazón del pueblo judío. Al contrario,
parecían haberla intensificado. John Bright escribe:

Pero puesto que la esperanza de Israel no había tenido su origen en la


monarquía, tampoco desapareció con ella... El judaísmo conservaba su
esperanza futura y, al mismo tiempo, la intensificaba, no esperando ya un
desenvolvimiento fuera de la situación presente, sino más bien un cambio
radical y la inserción en el presente de un futuro nuevo y diferente... Y, por
supuesto, continuaba siendo fuerte en los tiempos neotestamentarios la
esperanza de un Mesías político... En realidad, en la literatura apocalíptica la
figura del Mesías tendía a confundirse con la de un libertador celestial que
vendría en los últimos tiempos.22

Con respecto al género apocalíptico, cultivado en el período llamado de «los


cuatrocientos años de silencio», Pierre Grelot afirma:

La apocalíptica judía había nacido durante la crisis macabea en los


círculos de los jadiseos, y gozó de gran estima en ese período. Los esenios
cultivaron la apocalíptica; las cuevas de Qumram nos han proporcionado
manuscritos del libro de Henok, de Jub y de otras obras desconocidas hasta
ahora. Seguramente la corriente farisea al principio no rechazó la apocalíptica.
En el NT se modificó sensiblemente la perspectiva escatológica... Pero la
esperanza sigue estando dirigida hacia una revelación última, en la que las
realidades celestiales descenderán a la tierra.23

Encontramos evidencia de la esperanza mesiánica en el Magnificat de María, en el


cántico de Zacarías y en la bendición que pronuncia el justo y piadoso Simeón (Le. 1-3).
Estas tres expresiones de alabanza revelan mucho de lo que pensaban y sentían los israe-
litas que esperaban «la consolación de Israel». No tenían ellos la menor duda en cuanto al
cumplimiento fiel de los pactos de Jehová, y esperaban, no simplemente un reino
espiritual que se manifestaría en las almas creyentes, sino también el reino visible que
el Ungido del Señor vendría a establecer en el mundo. Tal es el reino que anunciaron Juan
el Bautista, Cristo y sus discípulos a las ovejas perdidas de la casa de Israel (Mt. 10:3,
4, 10). Al escuchar este mensaje los israelitas no podrían pensar en otro reino sino en
aquel que se les había prometido en el Antiguo Testamento.
Que muchos judíos creían que el reino de Dios era sólo comida y bebida (Rom.
14:17), liberación política (Mt. 27:39-44; Jn. 6:14-15) y poder temporal (Lc. 22:24-30; Mt.
20:20), no puede negarse. Aun los discípulos de Cristo cayeron en este error. El mismo era
consciente de esta tendencia materialista de sus contemporáneos; pero de ninguna manera
negó el carácter literal y terrenal de la promesa mesiánica. Hizo hincapié en la
espiritualidad del reino, pero no lo espiritualizó hasta reducirlo a una experiencia mística
o a un estado paradisíaco allá en el cielo. Se ha dicho que Jesús y los judíos de su tiempo
usaban la expresión «el reino de Dios», pero que ellos le daban énfasis a las palabras «el
reino», en tanto que El subraya «de Dios».24
Jesús dice que en su Persona el reino se ha acercado, y da pruebas abundantes de
ello (Mt. 4:17; 11:1-6; 12:28; Lc. 17:20-21). Pero al mismo tiempo enseña que el reino es
todavía futuro y que es necesario orar por su venida (Mt. 6:10). En el Sermón Profético
(Mt. 24) El indica, empleando el lenguaje apocalíptico de Daniel, que el reino está por
venir, y al celebrar la última cena con sus discípulos afirma: «No beberé más del fruto
de la vid hasta que el reino de Dios venga» (Lc. 22:17).
Aunque El es el Ungido, el Mesías prometido, no estableció el reino en la forma que
lo habían descrito los profetas. Esto causó gran desilusión en los que esperaban que El
actuaría de inmediato en el plano político y social como el Libertador de Israel. Roma
quedaba en pie; Jerusalén seguía en manos de los gentiles; la injusticia prevalecía en la
tierra; Israel no estaba a la cabeza de todos los pueblos. Ante Pilato, Cristo dijo que El
había nacido para ser Rey, pero advirtió que su reino no era de este mundo (Jn.
18:36-37), es decir, que El sería Rey, pero no a la manera de los hombres. Su reino
sería terrenal, pero no se originaría en el mundo ni seguiría la pauta de los reinos
mundanales.
Mientras tanto, no había venido El como el Mesías triunfante, sino como el Mesías
sufriente. Le correspondía escoger la cruz y no el trono, porque era necesario que se
cumpliese la Escritura en cuanto a los padecimientos del Hijo de Dios (Lc. 24:44-46). A la
corona debía preceder la cruz. Así lo habían predicho la Ley, los profetas y los Salmos.
Así tenía que cumplirse.
La cruz no es un elemento sorpresivo en la vida y el ministerio de Cristo; tampoco
es una medida de emergencia ante el repudio que El sufre de parte de los suyos (Jn.
1:11). La cruz se halla en el centro del plan redentor. Cristo es el Cordero destinado al
sacrificio e inmolado desde antes de la fundación del mundo (1ª Ped. 1:20; Ap. 13:8). Y,
en obediencia a la voluntad de su Padre, El vino para ofrecerse en sacrificio por
nuestros pecados (Heb. 10:5-10; Mt. 20:28).
Aun los discípulos no habían percibido estas verdades, no obstante las profecías del
Antiguo Testamento (Salmo 2; Is. 52-53; etc.) y las claras advertencias que el Maestro les
había hecho tocante a que era necesario que el Hijo del Hombre muriese a manos de sus
enemigos y resucitase al tercer día (Mateo 16:21; 17:22-23; 20:17-19). El tuvo que abrirles
el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras (Lc. 24:45).
La presencia del Cristo vencedor del sepulcro levantó el ánimo de los discípulos, y
en el día de la Ascensión le preguntaron: «¿Restaurarás el reino a Israel en este tiempo?»
(Hech. 1:6). La esperanza mesiánica persistía en estos auténticos israelitas. De haberse
establecido el reino davídico en los días del ministerio de Cristo esta pregunta saldría
sobrando. Ellos esperaban el reino visible, tangible, de los pactos antiguotestamentarios.
Cristo no les respondió por cobijar tal esperanza. Tampoco les dijo que fuese en vano
suspirar por un reino terrenal. Las promesas divinas no habían perdido su vigencia, y El
mismo las había confirmado al hablarles a sus discípulos del reino que está por venir (Mt.
19:27; Lc. 22:29-30).
Por lo tanto, en respuesta a la pregunta de ellos se limita a decirles que no les
toca conocer lo que Dios no ha querido revelar. El tiempo de la restitución del reino es
una de «las cosas secretas» que pertenecen a Jehová (Dt. 29:29; Mt. 24:36). Al mismo
tiempo les asigna una tarea de gran magnitud: la evangelización del mundo. Luego,
asciende a la diestra del Padre sin haber instaurado el reino mesiánico. Sin embargo,
dos ángeles anuncian de inmediato que El volverá (Hech. 1:11). Será entonces cuando se
establecerá el reino anunciado por los profetas y esperado por los fieles de muchas
generaciones. Se abre así otro compás de espera, otro paréntesis de esperanza.
Cristo no establece el reino davídico, pero después de su ascensión se produce en
el cumplimiento de los propósitos divinos una realidad que no tiene precedente en la
historia de Israel y el mundo. Nace la Iglesia Cristiana en respuesta al dicho profético de
Cristo: «Edificaré mi iglesia» (Mt. 16:18). El misterio que en otras generaciones no se dio
a conocer a los hijos de los hombres —explica Pablo— ahora se ha revelado por el Espíritu
(Ef. 3:1-7). La pared de separación entre el judío y el gentil ha caído. Surge un «nuevo
hombre» en la escena. El judío y el gentil forman ahora un solo cuerpo en Cristo (Ef. 2:11-
22). Tal es el misterio de la Iglesia. La unidad mística, orgánica, del judío y el gentil en
un solo Cuerpo es ajena al Antiguo Testamento.
Hay continuidad entre la Iglesia e Israel en cuanto a que «la salvación viene de los
judíos» (Jn. 4:22); pero a la luz de Romanos 9-11 y de todos los pactos y promesas
antiguotestamentarios, no sería bíblico decir que la Iglesia es el reino, que en ella se
agota el programa de Dios para este mundo, y que Israel ha sido desechado para
siempre. En la actualidad parece haber consenso entre teólogos católicos y protestantes
con respecto a que la Iglesia no es equivalente al reino. Según el New Bible Dictionary,

El reino es toda la actividad redentora de Dios en Cristo, en este mundo; la


Iglesia es la asamblea de aquellos que pertenecen a Jesucristo. Quizás uno pudiera
hablar de dos círculos concéntricos, de los cuales la Iglesia es el más pequeño y el
reino el más grande, mientras que Cristo está al centro de ambos...25

Los teólogos católico-romanos Karl Rahner y Herbert Vorgrimler dicen:

Ese reino de Dios se debería llamar más bien, de acuerdo con la Biblia,
«reino de Cristo»; no se identifica con entidad estatal alguna, siempre transitoria, ni
tampoco adecuadamente con la Iglesia en este mundo, la cual es la comunidad de los
que creen en le reino del Dios venidero, que acabará con la historia de este mundo...26

Los Documentos del Segundo Concilio Vaticano también establecen cierta


diferencia entre la Iglesia y el reino venidero.
Pero ¿qué sucede con el reino en la nueva era que se inaugura en el día de
Pentecostés? Uno de los pasajes bíblicos que nos ayudan a contestar esta pregunta es el
capítulo 13 del Evangelio según San Mateo. El Señor Jesucristo dice que las parábolas
allí presentadas revelan «el misterio del reino de los cielos». No es necesario establecer
una diferencia entre «el reino de Dios» y «el reino de los cielos». Ambas expresiones se
usan de manera intercambiable en los Evangelios. Por lo tanto, puede decirse que
Cristo está refiriéndose al reino de Dios.
La palabra «misterio», en su acepción bíblica, denota una verdad que ha sido
secreta, desconocida, hasta el momento de su revelación de parte de Dios.27 Los discípulos
habían sido iniciados por su Maestro en el misterio del reino de los cielos. Ahora bien, el
reino eterno o universal de Dios no era un misterio; tampoco lo era el reino mesiánico.
Tanto el uno como el otro se hallan ampliamente revelados en el Antiguo Testamento.
Aun el estudio superficial de las parábolas de Mateo 13 indica que éstas no pueden
referirse al Cuerpo de Cristo, el cual lo integran solamente los que han renacido por el
poder de la Palabra y del Espíritu. No hay una mezcla de trigo y cizaña, de peces bue-
nos y malos, en la así llamada Iglesia invisible. Si aceptamos, como lo hizo el pueblo
israelita y Cristo mismo, la descripción que se hace del futuro reino mesiánico en el
Antiguo Testamento, tampoco podemos interpretar estas parábolas como una referencia
a dicho reino. ¿No es más razonable la idea de que Mateo 13 nos revela la forma que el
reino de Dios asume aquí en la tierra en este tiempo que es como un largo intervalo
entre el ascenso de Cristo a la gloria y su regreso al mundo para establecer el reino de
los pactos antiguotestamentarios?
Es innegable que Dios ha estado reinando durante estos dos milenios de historia y
que El no se ha quedado sin testigos de su soberanía en este mundo. El reino universal
que hemos descrito antes sigue en pie. Es de carácter eterno. Dios es «el Rey de los
siglos, inmortal, invisible» (1ª Tim. 1:17), y de Cristo se dice que El es «el Soberano de
los reyes de la tierra» (Ap. 1:5). El reina ya y reinará (Sal. 110:1; Dn. 7:13; Lc. 22:27-
30; Heb. 1:13).
Como resultado de la Encarnación y sus consecuencias el reino de Dios adquiere
nuevas dimensiones en esta tierra. La historia no puede ya ser lo mismo que era antes
del pesebre, de la cruz y de la tumba vacía. Se ha inaugurado la era del Espíritu Santo, y
de una manera muy especial el reino de Dios ha llegado a nosotros.
Jesucristo enseña que es posible entrar en el reino de Dios (Jn. 3:1-15; Mt. 18:1-5).
San Pablo dice que los creyentes en Cristo han sido libertados de la potestad de las
tinieblas y trasladados al reino del amado Hijo de Dios (Col. 1:13). El Apóstol predicaba
«el reino de Dios» (Hech. 20:25). Había cristianos que le ayudaban «en el reino de Dios»
(Col. 4:11); y a los tesalonicenses les dice que están padeciendo «por el reino de Dios» (2ª
Tes. 1:5). Al mismo tiempo, Pablo advierte que «el reino de Dios no es comida ni bebida,
sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo» (Romanos 14:17), y «poder» de Dios (1ª
Cor. 4:20).
Aunque las profecías tocante al reino terrenal no se cumplen en la Iglesia, los
cristianos pertenecen al reino de Dios. Es más, se les llama reyes28 y sacerdotes (Ap. 1:6;
1ª Ped. 2:9). La Iglesia no es el reino futuro del Mesías, pero sí se halla en el reino de
Dios (Col. 1:13), es llamada a proclamar el reino de Dios (Hech. 20:25), a servir al
reino de Dios (Col. 4:11), a vivir como es digno del reino de Dios (Ef. 5:5) y a sufrir, si
fuere necesario, por el reino de Dios (2ª Tes. 1:5; Ap. 1:9). Pero la Iglesia no es el reino
venidero de Dios.
Para entender la doctrina del reino en el Nuevo Testamento es también
indispensable tener muy en cuenta la actitud de la Iglesia Apostólica hacia las promesas
mesiánicas. Después de oír la respuesta del Maestro a la pregunta que le habían
formulado en cuanto al tiempo de la restitución del reino (Hechos 1:6), y después de
haber recibido el Espíritu Santo en Pentecostés (Hech. 2), los discípulos se interesan
primordialmente por desarrollar el programa de evangelización que El les había
asignado (Hechos 1:8; Mt. 28:18-20; Lc. 24:45-49). Son alentados más que nunca por una
fe escatológica. No espiritualizan las promesas mesiánicas del Antiguo Testamento (He-
chos 2:18-26; 3:18-21). Anhelan la venida del reino mesiánico, pero siendo conscientes de
que éste no puede establecerse en la ausencia del Maestro, no procuran instaurarlo ellos
mismos, a base de esfuerzos puramente humanos. Esperan el reino como una intervención
cósmica de Dios (Mt. 24:26-51) que derrotará definitivamente los poderes del mal e
implantará el bien para todos los hombres.
El reino visible, tangible, del Mesías —que algunos teólogos llaman el reino en su
culminación aquí en la tierra— era para aquellos discípulos una esperanza, una realidad
futura que a lo menos en sus elementos espirituales la comunidad cristiana parecía de
algún modo anticipar. Por ejemplo, los cristianos se sometían al señorío de Cristo,
proclamaban su soberanía y, en la práctica del amor fraternal, prefiguraban lo que será
la hermandad de todos los hombres en el reino que está por venir.
El Nuevo Testamento se cierra con la profecía del Apocalipsis, donde se
demuestra que para los cristianos del primer siglo el reino en su forma mesiánica,
terrenal, era todavía futuro. Las grandes profecías antiguotestamentarias de la victoria
final del Mesías se cumplen en los tremendos eventos apocalípticos que tienen como
escenario el planeta tierra. La mayor parte del libro tiene que ver con este mundo, con la
culminación de nuestro tiempo y de nuestra historia. Dios dice allí la última palabra.
En realidad, el Apocalipsis es también como un libro de apertura hacia un nuevo
período de esperanza mesiánica. Este período se ha prolongado por casi dos mil años y
no sabemos hasta cuándo se extenderá el tiempo de espera. Por supuesto, nosotros los
cristianos no esperamos tanto el Reino como al Rey. Pero somos su Iglesia, la cual en
cierto sentido es como el anticipo de la bendición mesiánica que vendrá a la Humanidad.
Ya lo hemos sugerido al principio de esta reflexión sobre el reino en las Escrituras: en el
pasado, Dios quiso mostrar su soberanía en la vida de los patriarcas, de los jueces, de
los sacerdotes, de los reyes, de los profetas y de todo su pueblo Israel. Y El quiere
manifestar hoy su voluntad soberana en la vida de su Iglesia y en la experiencia personal
de cada uno de sus hijos. La comunidad cristiana tiene que ilustrar en su fe y en su
vida lo que acontecerá en todo el mundo cuando el Mesías instaure su reino terrenal: el
abundante conocimiento de la Palabra divina, la plenitud del Espíritu, la pureza moral, la
adoración espontánea y gozosa al Señor, la obediencia a sus preceptos, la fidelidad a
sus propósitos, el libre espíritu de servicio al prójimo, el amor fraternal.
Nosotros somos, además, llamados a ser heraldos del reino mesiánico, a proclamar
la consumación del programa de Dios en la historia. ¡Es lástima que nos resignemos a que
sean grupos como los «testigos de Jehová» los que hablen tanto, a su manera, del reino
futuro del Mesías, mientras nosotros no subrayamos como debiéramos las promesas
divinas de un mundo mejor! ¡Es lástima que nos avergoncemos de presentar el plan
divino para la palingenesia futura del mundo, en tanto que los revolucionarios hablan
llenos de convicción, sin titubeos, del paraíso terrenal que ellos esperan establecer!
Las profecías mesiánicas son parte esencial del mensaje bíblico de renovación. No
debemos omitirlas en nuestra proclama si en verdad estamos dispuestos a predicar «todo
el consejo de Dios».
CAPITULO TERCERO
LA RENOVACION DE TODAS LAS COSAS
Según la visión que el apóstol Juan recibe en Patmos, al final de mil años de reinado
mesiánico Satanás sale de su prisión y otra vez logra engañar a las naciones e
incitarlas a guerrear contra Dios (Ap. 20:7-8). En cierto modo la historia del capítulo 3
del Génesis se repite. No obstante las condiciones ideales que prevalecerán en la tierra,
la gran mayoría de los humanos se rebelarán contra el Mesías, prestando oídos al
mensaje del Tentador.
Es evidente que no todos los que nacerán durante el milenio y disfruten de las
abundantes bendiciones mesiánicas se convertirán de corazón a Dios. Entre las nuevas
generaciones habrá muchos que serán como tierra abonada por el descontento y la
ambición para recibir la simiente del Maligno. De ahí surgirá la última gran rebelión
contra la voluntad divina. Charles C. Ryrie dice que Dios «habrá probado que un
ambiente perfecto, tal como lo proveyó el milenio en el área física, económica y social,
no logra cambiar los corazones de los hombres. Mejoramiento no equivale a conversión».29
Como en todas las épocas, habrá entonces un remanente fiel a Dios. En
Apocalipsis 20:9 se habla del «campamento de los santos y la ciudad amada».
Nuevamente Jerusalén ocupará el centro de la atención mundial. Hacia ella se dirigirán
los ejércitos rebeldes —numerosos como la arena del mar (Apocalipsis 20:8)— para
luchar contra el Rey de reyes y Señor de señores. Humanamente será imposible contener
la avalancha de pueblos sublevados contra la autoridad mesiánica. La rebelión será de
proporciones mundiales. Sin embargo, una vez más se cumplirán las palabras del profeta
Isaías: «Vendrá el enemigo como río, mas el Espíritu de Jehová levantará bandera contra
él» (59:19).
Según la visión apocalíptica, los enemigos suben sobre la anchura de la tierra y
rodean el campamento de los santos y la ciudad amada; pero entonces desciende fuego
del cielo y los consume. Parece que es en ese tiempo cuando viene la gran catástrofe
predicha por el apóstol Pedro en su Segunda Epístola:

Pero el día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos
pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y
las obras que en ella hay serán quemadas. Puesto que todas estas cosas han de ser
deshechas, ¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir,
esperando y apresurándoos para la venida del día de Dios, en el cual los cielos,
encendiéndose, serán deshechos, y los elementos, siendo quemados, se fundirán! Pero
nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales
mora la justicia (3:10-13).30

En los días de Noé el mundo pereció anegado en agua, «pero los cielos y la tierra
que existen ahora, están reservados por la misma palabra, guardados para el fuego en
el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos» (2ª Ped. 3:6-7).
«He aquí —dice el Señor—, yo hago nuevas todas las cosas» (Ap. 21:5). Habrá una
total renovación física —una nueva creación— y una completa renovación moral y
espiritual. El Engañador de las naciones será lanzado en el lago de fuego y azufre,
donde sufrirá el tormento «día y noche por los siglos de los siglos» (Ap. 20:10). Allí le
acompañarán los rebeldes de todos los pueblos, de todas las razas, de todas las
condiciones sociales, de todos los tiempos (Ap. 20:11-15). Esta será «la muerte
segunda», o sea el hecho de quedar separados eternamente de Dios. En definitiva, el
Bien triunfará sobre el mal. El Señor de cielos y tierra dirá la última palabra en la con-
sumación del drama que ha tenido como escenario, en el correr de los siglos, el
planeta tierra.
Ante la mirada extasiada del profeta aparecen entonces «un cielo nuevo y una
nueva tierra, porque el primer cielo y la primera tierra pasaron» (Apocalipsis 21:1). Dios
levantará su tabernáculo entre los hombres y morará con ellos para siempre. Ellos serán su
pueblo, y El será su Dios. «Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no
habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron»
(Ap. 21:4). El pecado y la maldición no entrarán jamás en la nueva morada de los
hombres.
Surgirá así una nueva creación que no es posible describir por completo en términos
de la vieja creación. El lenguaje humano es insuficiente para comunicar el esplendor, la
belleza, la hermosura, de la «santa ciudad», y más que todo muy pobre para expresar la
bienaventuranza de los que vivirán teniendo como luz perpetua la gloria del Señor (Ap.
21:1 -22:5). No debe extrañarnos que la revelación tocante a los nuevos cielos y la nueva
tierra sea tan escasa. Cuando Pablo fue arrebatado al paraíso, «oyó palabras inefables que
no le es dado al hombre expresar» (2ª Cor. 12:4). Sin duda, Juan el apóstol también vio
cosas que tampoco pueden explicarse del todo en el idioma balbuciente de la
Humanidad.
Al llegar la reina de Saba a Jerusalén y ver toda la sabiduría de Salomón y todo lo
que él había hecho en aquella hermosa ciudad, le dijo al rey:

Verdad es lo que oí en mi tierra de tus cosas y de tu sabiduría; pero yo no lo


creía, hasta que he venido, y mis ojos han visto que ni aun se me dijo la mitad; es
mayor tu sabiduría y bien, que la fama que yo había oído (1º Reyes 10:6-7).

Mayor sorpresa será la nuestra cuando entremos por las puertas de la nueva
Jerusalén y nos veamos circundados por la gloria del Señor, y escuchemos maravillados al
gran coro de todos los santos, de todas las épocas, entonar el cántico de la redención.
Como la reina de Saba diremos: No se nos había dicho ni aun la mitad. Y
contemplando el espectáculo magnífico e incomparable de los nuevos cielos y la nueva
tierra, donde para siempre morará la justicia, exclamaremos llenos de inmenso júbilo:
¡ESTO ES RENOVACIÓN!
NOTAS A LA RENOVACION COSMICA EN CRISTO

1 «The Way of Salvation», Bibliotheca Sacra (octubre-diciembre 1972), vol. 129, num. 516, pág.
294.
2 Emil Brunner, La esperanza del hombre (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1973), págs. 91, 135-39.
3 Heinz Zahmt, A vueltas con Dios (Zaragoza: Hechos y Dichos, 1973), pág. 308.
4 Jürgen Moltmann, Teología de la esperanza (Salamanca: Editorial Sígueme, 1969).
5 Op. cit, pág. 128.
6 John L. Nuelsen, «Regeneration», The International Standard Bible Encyclopedia (Grand Rapids,
Michigan: Wm. B. Eerdmans Publishing Co., 1949), IV, pág. 2546.
7 Idem.
8 F. Büchsel, «Palingenesía», Theological Dictionary of the New Testament (Grand Rapids, Michigan:
Wm. B. Eerdmans Publishing Co., 1965), I, págs. 686-89.
9 Teología del Nuevo Testamento (Salamanca: Editorial Sígueme, 1974), pág. 154.
10 Herman Kleinknecht y otros, «Basileús, basileía, etc.» Theological Dictionary of the New Testament,
Gerhard Kittel, editor; traducido por G. W. Bromiley (Grand Rapids, Michigan: Wm. B. Eerdmans
Publishing Company, 1965), I, páginas 564-80.
11 Del griego doxa, gloria.
12 Del griego sotería, salvación; soter, salvador.
13 Del griego quilia, mil.
14 En favor de la brevedad la descripción de estas corrientes teológicas se hace aquí en términos muy
generales.
15 «Constitución sobre la Iglesia», Documentos del Segundo Concilio Vaticano.
16 Emil Brunner, La esperanza del hombre (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1973), págs. 31-36.
17 Rosemary R. Reuter, El reino de los extremistas (Buenos Aires: Editorial La Aurora, 1971), pág. 240.
18 Reuter, op. cit., pág. 240.
19 Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación (Salamanca: Editorial Sígueme, 1972), págs. 310-15.
20 Gutié rrez , op. cit , pá gs. 239-240.
21 Hugo Assmann, Teología desde la praxis de la liberación (Salamanca: Ediciones Sigueme, 1973), pág. 24.
22 John Bright, La historia de Israel (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1970), págs. 484-85. Véase también R.
Schnackenburg, Reino y reinado de Dios (Madrid: Ediciones Fax, 1967), páginas 51-58.
23 «Apocalíptica», Sacramentum Mundi (Barcelona: Herder, 1972), I, págs. 322-30.

24 James Stalker, «Kingdom of God (of heaven)», The International Standard Bible Encyclopedia (Grand
Rapids, Michigan: Wm. B. Eerdmans Publishing Co., 1960), III, pág. 1806.
25 The New Bible Dictionary (London: Inter-Varsity Press, 1970), pág. 695.
26 Diccionario Teológico (Barcelona: Editorial Herder, 1966), pág. 614.
27 The New Bible Dictionary, págs. 856-57.
28 En el original de Apocalipsis 1:6 puede leerse reino.
29 Charles C. Ryrie, La Biblia en las noticias de mañana, traducción del inglés (Puebla, México:
Ediciones las Américas, 1969>, pág. 153.
30 Hay exegetas que opinan que la expresión «el día del Señor», o «el día de Dios (de Jehová)»,
puede abarcar todo el período que se extiende desde la gran tribulación hasta la renovación de
todas las cosas, después del reino mesiánico en la tierra. También hay quienes prefieren decir
que este pasaje de 2ª Pedro 3:10-13 se refiere al tiempo milenario.
CONCLUSION
Después de escuchar a lo largo y ancho de nuestro Continente el clamor por una
renovación, quisimos saber lo que ésta significa en las páginas del Nuevo Testamento.
Nuestra primera impresión al acercarnos a esta parte de la Palabra escrita de Dios ha
sido la gran amplitud del tema.
Ante la abundancia de materiales de reflexión que el texto inspirado ofrece, nos
hemos visto obligados a reducirnos a los pasajes más importantes que expresan en
forma directa el concepto de renovación. Pero, aun con estas limitaciones, hemos podido
contemplar una maravillosa obra renovadora que, además de abarcar la experiencia
cristiana, tiene dimensiones cósmicas y eternas.
La renovación del cristiano se efectúa de acuerdo al plan salvífico diseñado en los
consejos de la Trinidad antes de la fundación del mundo. Esta obra, que tiene como su
centro la Persona y obra de Jesucristo, comienza a hacerse efectiva en el individuo
creyente cuando éste es regenerado por el poder del Espíritu Santo y trasladado de la
muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, de la condenación a la salvación en el amado
Hijo de Dios.
Hay un principio (regeneración), una continuación (santificación práctica) y un
clímax (glorificación final) de la obra renovadora. No puede haber auténtica renovación
(anakaínosis) aparte de la regeneración (palingenesía). De ahí que nuestra primera
responsabilidad sea la de preguntarnos si personalmente hemos recibido a Cristo como
nuestro Salvador, si en verdad hemos tenido el encuentro de fe con El.
En cuanto a su nueva posición y sus nuevas posesiones en Cristo, todo creyente está
ya renovado, por cuanto ya ha sido regenerado. Pero con respecto a la vida práctica
cristiana no hay creyente que pueda alcanzar la renovación plena en este mundo. La vida
renovada tiene que estar constantemente renovándose hasta el encuentro con Cristo en
gloria.
Según el Nuevo Testamento, la renovación práctica y progresiva se da a nivel
individual y en la comunión de los hijos de Dios, aun cuando el poder renovador no se
manifieste de manera espectacular. La renovación eclesial tiene que ver no sólo con el
culto público, sino también con la conducta de los que se reúnen para adorar a Dios.
Lo más importante no es la forma en que cantamos y oramos cuando estamos juntos en
la iglesia local, sino la manera en que nos relacionamos con nuestros hermanos dentro y
fuera del lugar de adoración. La renovación práctica y progresiva en el Espíritu es
muchísimo más que una «reunión muy animada» en la que los cristianos alcanzan el
éxtasis y se sienten poseídos por un poder sobrenatural.
Sin embargo, la congregación que experimenta la fuerza renovadora que viene de
lo alto, mantiene la unidad del Espíritu, cultiva ardientemente la comunión con Dios,
permite la libre expresión del amor fraternal, canta y ora con júbilo al Señor y da un
testimonio claro y penetrante del Evangelio. Y todo esto lo hace decentemente y con orden
(1ª Cor. 14:40). La congregación que vive en la perenne renovación que viene del Espíritu
Santo ofrece un ambiente propicio para la conversión de los pecadores y para el
crecimiento espiritual de los que ya son salvos.
La renovación genuina trasciende el ámbito eclesial y se manifiesta en el seno de la
familia, en las relaciones de esposo y esposa, de padres e hijos, y de hermanos con
hermanos. El creyente que en verdad está renovándose asume espontánea y gozosamente
todas sus responsabilidades en el hogar.
Se nos enseña también en el Nuevo Testamento que el «nuevo hombre» va
renovándose continuamente en su relación con «los de afuera», es decir, con los que no
profesan obedecer el Evangelio. La verdadera renovación no se efectúa tan sólo «aparte
del mundo» o «frente al mundo», sino en el mundo, tan necesitado del testimonio cristiano.
El creyente lleno del Espíritu Santo es un testigo poderoso de Cristo en la comunidad
donde vive y lleva a cabo sus actividades cotidianas. Cuando los cristianos primitivos
estaban llenos del Espíritu, «hablaban con denuedo la Palabra de Dios» (Hech. 4:31).
El creyente que sigue el camino de la renovación en el Espíritu, cumple fielmente
con sus deberes ciudadanos. No es indiferente a los problemas de su pueblo. No vive de
espaldas a la sociedad. Por el contrario, según la vocación que tiene en el mundo procura
servir lo mejor posible lo intereses legítimos de su país y, de ser posible, los de la
Humanidad. Es un soñador incurable y un incansable luchador cuando se trata del
bienestar de sus semejantes.
Al mismo tiempo no se deja arrastrar por un falso optimismo en sus ideales de un
mundo mejor; no pierde de vista la realidad del pecado que todavía esclaviza al
hombre, ni pasa por alto el hecho de que, en definitiva, sólo en Cristo hay una respuesta
adecuada para los graves problemas de la Humanidad. La transformación de este mundo
en un reino de justicia y paz para todos los seres humanos no será obra del hombre,
sino de Dios. Es en Cristo que la renovación cósmica llegará a ser una gloriosa realidad.
Pensando en su propio futuro, el cristiano no aparta la mirada del día de su
redención final: el día apoteósico de la renovación personal en Cristo, cuando «seremos
semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1ª Jn. 3:2). Mientras tanto, somos lla-
mados a la esperanza y la santidad —a separarnos de la inmoralidad y del error—, a
crecer en la gracia y el conocimiento de Cristo (2ª Ped. 3:14-18), a servirle tesoneramente
al Señor y al prójimo, a proclamar a tiempo y fuera de tiempo la Palabra de Dios (2ª
Tim. 4:1-8).

Castelldefels (Barcelona) 31 de mayo de 1974

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