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renovación
Dr. Emilio Antonio Núñez Castañeda
INDICE
Introducción
Primera Parte:
Caminos de renovación en la escena eclesiástica contemporánea
Capítulo primero: La renovación católico-romana
Capítulo segundo: La renovación protestante
Segunda Parte:
Caminos de renovación en el Nuevo Testamento
La renovación del creyente en Cristo
Capítulo primero: La nueva vida
Capítulo segundo: La nueva experiencia
Capítulo tercero: La nueva esperanza
Conclusión
DEDICATORIA
De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he
aquí todas son hechas nuevas.
(2a Cor. 5:17)
El título Nuevo Testamento —aunque no es parte del texto divinamente
inspirado— sugiere en sí mismo que nos hallamos frente a una «cosa nueva» que Dios
ha hecho, hace y hará en Cristo, a favor de la Humanidad. Es el Testamento de la
Renovación.
La Encarnación —que presupone la Redención y el Juicio— es una grande y
radical novedad dentro del progreso de la revelación divina en el devenir de la historia.
Es un portento que no tiene precedente y que jamás tendrá igual.
El Evangelio es «buena nueva» (euanguelion) que produce «cosas nuevas» en la
experiencia del individuo y de la humanidad en una renovación eminentemente
cristológica y pneumatológica. Es decir, en una transformación que se da en Cristo y
no aparte de Cristo por el poder del Espíritu de Dios.
Jesús mismo afirmó el carácter novedoso de su ministerio cuando dijo que no había
venido a poner remiendo de paño nuevo en vestido viejo, ni a echar vino nuevo en odres
viejos (Mr. 2:18-22). Así sería de radical su actividad renovadora. Es cierto que su vida
y su obra son cumplimiento de predicciones veterotestamentarias, y que su mensaje tiene
raíces profundas en «la ley, los profetas y los salmos»; pero es en El que alcanza su
significado pleno la revelación de la antigua Alianza. El es la llave que nos abre de par
en par las puertas del misterio de los símbolos, tipos y profecías del Viejo Testamento.
Razón tiene San Pablo para decir que a nosotros nos «han alcanzado los fines de los
siglos» (1a Cor. 10:11). A lo que el apóstol Pedro agrega que nos han sido reveladas
«cosas» que los profetas mismos no pudieron del todo entender y que aun los ángeles
anhelan mirar (1a Ped. 1:10-12).
Todo esto demuestra ya la novedad del Cristo. De ahí que aun cuando El actúa
dentro del contexto paleotestamentario y lo utiliza para comunicar su mensaje, lo
trasciende y lo supera de manera profunda y permanente. Por eso exclama: «Oísteis que
fue dicho a los antiguos... pero yo os digo.» Son estas palabras la proclama soberana e
incuestionable del Rey que viene a inaugurar una nueva era en el mundo.
Hay un «antes» y un «después» de Cristo. Se halla la Encarnación en la frontera de
dos grandes épocas. Es como el despuntar de un nuevo día en la historia de Dios y de los
hombres. La inserción, en esta historia, del Cristo encarnado, muerto, resucitado y
ascendido, ha efectuado un cambio muy hondo en la relación de Dios con la
Humanidad. Existe ahora una nueva revelación de parte del Creador: El nos habla por
medio de su Hijo (Heb. 1:1-3), y una nueva responsabilidad de parte de la creatura hacia
El: creer en el Hijo que ha venido a consumar la redención.
«Oísteis que fue dicho a los antiguos... pero yo os digo.» La renovación en
Cristo llega a los estratos más profundos del ser humano, y alcanza más allá del
individuo creyente, a la comunidad de fe, y a la sociedad en general, y al mundo. Tiene
en cierto sentido dimensiones cósmicas.
En la presente sección nos concretaremos a contentar algunos de los efectos
renovadores del Evangelio en los que han creído en Cristo recibiéndole como el único
Salvador. Para cumplir este propósito seguiremos de cerca los tres aspectos fundamenta-
os de la obra salvífica que viene de Dios: la salvación como una nueva posición y una
nueva posesión en Cristo; la salvación progresiva y práctica en el Poder del Espíritu
Santo, y la salvación final, o sea su consumación en la gloria del Rey venidero. A estos
tres aspectos soteriológicos corresponderán los siguientes temas: el nuevo nacimiento, la
nueva experiencia, y la nueva esperanza. La exposición se limitará a aquellos textos
bíblicos que de una forma más o menos directa tratan de la renovación en Cristo. Se le
dará atención especial a los vocablos palingenesia (regeneración, nuevo nacimiento) y
anakaínosis (renovación).
CAPITULO PRIMERO
LA NUEVA VIDA
El estudio concienzudo y desapasionado del concepto de renovación en el Nuevo
Testamento no puede pasar por alto el importantísimo tema de la regeneración. Es
lástima que hoy día se hable tanto de «renovación espiritual» sin subrayar, y no pocas ve-
ces sin mencionar, la maravillosa obra transformadora que Dios realiza de manera
profunda, radical y permanente, a favor del pecador, en el momento mismo en que éste
por la fe abre su corazón a Cristo. En la Carta a Tito tenemos uno de los textos clave de
la renovación neotestamentaria:
Los ritos de iniciación en las religiones de misterios, las cuales eran bastante
comunes en el mundo greco-romano del primer siglo de nuestra era, tenían cierta
semejanza con el bautismo cristiano. Pero como A. Winkerhauser hace notar, es
imposible demostrar que la idea novotestamentaria del nuevo nacimiento haya venido de
la religión de los misterios. «El contacto no pudo ser más que indirecto, dada la
actitud negativa que el cristianismo siempre ha tenido hacia lo específicamente
pagano.»3 También F. Büchsel asegura que no tenemos que ir a los misterios para
determinar el significado de palingenesia en el Nuevo Testamento.4
El vocablo palingenesía aparece solamente dos veces en los escritos
neotestamentarios: en el pasaje ya citado de Tito 3:5 y en Mateo 19:28, donde se refiere a
la renovación de todas las cosas. Cristo le da al término un significado claramente
escatológico. En el caso de Pablo, la palingenesia es la regeneración del individuo, o sea
la obra divina por medio de la cual se le imparte la nueva vida al que confía en Cristo
como su Salvador.
En el texto de Tito 3:5 las palabras «regeneración» (palingenesia) y «renovación»
(anakaínosis) aparecen juntas para indicar esa obra renovadora inicial y al mismo tiempo
fundamental y permanente que Dios efectúa para beneficio del pecador. Pero el término
palingenesia no se usa en cuanto a la renovación práctica y progresiva del creyente en
Cristo. Esta acción transformadora se expresa por medio de la palabra anakaínosis y de
los verbos anakainóo y ananeóo, que se traducen «renovar». En este sentido, Richard C.
Trench tiene mucha razón al decir que la palingenesia sugiere el nuevo nacimiento, el
paso de las tinieblas a la luz; en tanto que la anakaínosis es el conformarse gradualmente
al nuevo mundo espiritual al cual el creyente ha sido introducido y en el cual ahora
vive y se mueve, o sea la restauración de la imagen divina.5
La regeneración se presenta en el Nuevo Testamento como una resurrección, como
un nuevo nacimiento, como una purificación y como una nueva creación. A la base de
todos estos conceptos se halla el hecho trascendental de que en Cristo el pecador ha
recibido una nueva vida y ha llegado a ser un nuevo hombre en El.
I
Resucitados con Cristo
II
Renacidos en Cristo
No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el
que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel
día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera
demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca
os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad (Mt. 7:21-23).
Según parece, muchos se encontrarán en el infierno con los mismos demonios que
han expulsado aquí en la tierra. Es muy posible creer en milagros, y aun hacerlos, y
todavía perderse para siempre. En verdad, es imperativo nacer otra vez.
Antes de dejar esta reflexión sobre la necesidad del nuevo nacimiento vale la pena
expresar una idea Que es de suma importancia en el contexto de la teología
contemporánea. Es la siguiente: Ser un miembro de la raza humana no basta para
entrar en el reino de Dios. Nicodemo era un hombre, un ser humano, una criatura de
Dios; sin embargo, tenía que nacer otra vez. «Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo
que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que dije: Os es necesario
nacer otra vez.» Aquí no se le da cabida al universalismo, cuyo rostro complaciente vemos
asomarse con tan frecuencia en la teología de vanguardia de católicos y protestantes. El
reino de Dios es incluyente y excluyente. Abarca a todos los que han nacido del Espíritu,
deja fuera a todos los que no han nacido otra vez. «De cierto, de cierto te digo, que el
que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios...; el que no naciere de agua y
del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios.» La universalidad del reino no es el
universalismo que anuncia la salvación de todos los hombres, por la sola razón de que
son humanos, o por cualquier otro motivo de carácter sentimental. A todo hombre le
es necesario nacer otra vez.
... nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su
misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu
Santo.
Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio
potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni
de voluntad de varón, sino de Dios (Jn. 1:12-13).
El apóstol Juan nos enseña que los creyentes en Cristo han sido engendrados no «de
sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios» (Jn. 1:13). En
griego, el verbo que nuestra versión castellana traduce: «son engendrados», es un aoristo
(eguennétesan). Mediante el verbo aoristo el escritor puede contemplar una acción en su
totalidad, como un solo evento, sin tener en cuenta su duración.15 A la luz del contexto en
Jn. 1:12-13 es posible traducir el verbo eguennétesan como un evento ya realizado, o
completo: «fueron engendrados». En relación con el nuevo nacimiento se usa también el
aoristo en Tito 3:5 (ésosen, «nos salvó») y en Santiago 1:18 (apekúesen, «nos hizo nacer»).
Los que creen en el nombre de Cristo ya «fueron engendrados» por la Palabra de verdad
(Stg. 1:18; 1ª Ped. 1:23), en el poder del Espíritu Santo (Tito 3:5). Ya son hijos de Dios.
La certeza de nuestra relación filial con el Padre nos la da el testimonio externo,
objetivo, de la Palabra escrita (Jn. 1:12-13, etc.), y el testimonio interno del Espíritu
Santo: «El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios»
(Rom. 8:16). Con cuánta razón el apóstol Juan exclama:
Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero
sabemos que cuando él se manifieste seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él
es (1ª Jn. 3:2).
A pesar de que no somos todavía lo que debiéramos ser, ni mucho menos lo que
llegaremos a ser, ya somos hijos de Dios. El niño recién nacido ya es hijo de su padre,
aunque no revele todavía los rasgos físicos que ha heredado de él. En realidad, algunos
niños se ven débiles y no muy atractivos al momento de nacer, pero tienen el potencial
para desarrollarse y llegar a ser personas adultas, sanas, fuertes y aun hermosas.
Nosotros estamos en el proceso de crecer, de desarrollar el potencial que hemos recibido de
nuestro Padre que está en los cielos.
Pero aun cuando no hemos sido transformados todavía a la misma imagen y
semejanza de su Hijo Jesucristo, El nos ha elevado ya a la posición de hijos adultos,
con todos los honores y privilegios que corresponden a este rango. Según algunos escritores
esto hacía el noble romano en un acto público de adopción, cuando su hijo alcanzaba
cierta edad. Y San Pablo nos dice que en Cristo hemos recibido la adopción de hijos, y
de ello da testimonio el Espíritu que clama dentro de nosotros: ¡Abba, Padre! (Gal. 4:5-
6). Estamos en la casa del Padre, no como niños, bajo tutores, ni mucho menos como
esclavos, sino como hijos, y si hijos, también herederos con Cristo (Gal. 4:7). El
esclavo «no queda en la casa para siempre». Podían venderlo, o cambiarlo por otro, o
echarlo, o aun darle muerte. El hijo «sí queda para siempre» (Jn. 8:35).
¡Somos hijos del Rey! Y es lástima que pudiendo vivir siempre como príncipes
vivamos a veces, en nuestra vida espiritual y moral, como mendigos. Pero así como en el
famoso relato del príncipe y el mendigo aquél no dejó de ser lo que era por haberse
cubierto temporalmente con las ropas del pobre plebeyo, tampoco nosotros podemos dejar
de ser lo que somos, hijos de Dios. Sin embargo, precisamente porque lo somos y lo
seguiremos siendo, hemos de arrojarnos en los brazos de la misericordia y el poder
divinos para vivir a la altura de nuestra posición en todo tiempo y lugar.
Hemos sido aceptos en el Amado con todos los privilegios, derechos y
responsabilidades de un hijo. Cuando seamos semejantes a El no seremos sus hijos en
mayor grado que ahora, como tampoco somos hoy sus hijos en mayor grado que ayer.
Nuestros hijos en este mundo no lo son en mayor o menor grado Según nos den motivo de
vergüenza o de honra. Siempre son nuestros hijos. La relación filial es inmutable e
indestructible.
En cuanto al Padre Celestial podemos ser hijos obedientes (1ª Ped. 1:14) o
desobedientes. Si le desobedecemos, nos castiga —y esto es señal de que nos ha recibido
como hijos (Heb. 12:1-11)—, pero no nos desecha, no da por cancelada la relación filial.
De otro modo tendríamos que nacer otra vez, y ya hemos dicho que la Escritura habla de un
nuevo nacimiento, no de múltiples nuevos nacimientos en la existencia de un individuo.
Es maravilloso pensar que siendo hijos del padre de la mentira llegamos a ser, en
Cristo, hijos del Padre de la Verdad. De hijos del reino de las tinieblas pasamos a ser
hijos del reino de la luz. Cuando éramos hijos de ira, como todos los demás, El nos llamó
a ser sus hijos para siempre, y la condenación se nos cambió en salvación. Ahora somos
hijos en el Hijo de Dios. ¡Esto es renovación!
Hermanos en Cristo. — El mundo de hoy, como el de siempre —desde el día
cuando Caín le dio muerte a su hermano—, sufre el flagelo de las pasiones que conducen
a los hombres a matarse unos a otros, en tiempos de guerra y en tiempos de «paz».
Frente a este cuadro desgarrador que la Humanidad ofrece, hablar de hermandad puede
parecer ridículo a los que a fuerza de esperar en vano por un cambio en las relaciones
humanas se han hundido en el pesimismo.
Ciertamente, la palabra fraternidad no pasa de ser para millones de seres humanos
un bello adorno retórico: derroche de pirotecnia verbalista en discursos académicos u
oficialistas; artificio homilético en el pulpito cristiano; instrumento demagógico de
mesianismos políticos de última hora.
Mientras tanto, aun aparte del oleaje de violencia que se ha desatado por todas
partes, el hombre contemporáneo culto, refinado y pacífico parece seguir alienándose de
sus semejantes. Especialmente en las grandes urbes —el imperio de la tecnópolis— la bre-
cha entre hombre y hombre va profundizándose, y se da allí la paradoja de personas
que, viviendo en medio de multitudes, sufren de soledad angustiosa, acongojante, como
islas perdidas en un mar humano. Duele el alma cuando se piensa en tantos hombres y
mujeres que mueren como entes ignorados, anónimos, en un rincón de la enorme
metrópolis, donde es muy fácil perder todo sentido de identidad personal.
Cabe también mencionar aquí los efectos alienantes de un orden social injusto que
promueve la explotación del hombre por el hombre y permite actitudes y actos
discriminatorios que niegan abierta o solapadamente los derechos humanos.
Con cuánta razón muchos reconocen que alienarse del prójimo no es una actitud
auténticamente humana; y la frustración y el desengaño en la búsqueda de la
fraternidad no han podido destruir el anhelo íntimo de encontrarla y disfrutarla. Porque
el hombre es hombre le es imposible renunciar del todo a este anhelo. Según el Nuevo
Testamento, la respuesta a esta necesidad tan nuestra, tan humana, se halla en Jesucristo,
quien vino no únicamente a disertar sobre la fraternidad, ni tan sólo a ejemplificarla, sino
a hacerla posible para todos los que creen en El.
El nuevo nacimiento no es puerta de entrada a una vida solitaria. No nos separa de
nuestros semejantes. Es el pecado el que nos ha alienado de ellos. El nuevo nacimiento nos
lleva a vivir en comunidad, haciéndonos miembros de la familia de Dios (Ef. 2:19), una
familia que no tiende a contraerse, a estrecharse dentro de muros infranqueables, sino a
expandirse continuamente, por todos los rumbos, hacia todos los hombres, con el mensaje
de amor fraternal.
Al nacer otra vez podemos ver el reino de Dios, y, lo que es más importante, nos es
dado ver al Dios del reino. Le vemos a El no sólo como nuestro Padre sino también como
el Padre de muchos otros que por ser sus hijos resultan ser nuestros hermanos. No hay
Cristiano que sea hijo único del Padre Celestial. La Paternidad divina en Cristo presupone
la fraternidad humana en El.
Los judíos tenían el concepto de hermandad, pero la limitaban al ámbito de su
propia raza. Desconocían la fraternidad espiritual de los que han nacido otra vez y que
se desborda jubilosa a todos los pueblos del orbe. Tenía que venir el Cristo para que
fuese posible la relación fraternal de alcances universales. En el Sermón del Monte, El
enseñó a las gentes a mirar a Dios como el Padre justo y bondadoso a quien se le puede
llamar «Padre nuestro que estás en los cielos». Al invocarle así el que ora se siente hijo
y, a la vez, hermano. «Padre mío» es testimonio de relación filial; «Padre nuestro» lo es de
relación filial y fraternal.
Los discípulos hubieran podido aceptar el Padrenuestro y repetirlo innumerables
veces sin salir del estrecho círculo de los prejuicios judaicos. Pero aun antes de su muerte
el Maestro les da a entender, por palabra y hecho, que su misión liberadora romperá los
diques del judaísmo y se extenderá al mundo gentil.
Hay un momento solemne cuando El dice: «Porque todo aquel que hace la voluntad
de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, y hermana, y madre» (Mt.
12:50). El va a las regiones de Tiro y de Sidón, le concede a una mujer cananea su
súplica y elogia su fe (Mt. 15:21-28), como había encomiado la de un centurión cuyo
siervo fue sanado milagrosamente. «De cierto os digo, que ni aun en Israel he hallado
tanta fe» (Mt. 8:10). El está dispuesto a pasar por Samaria y relacionarse con aquella
gente de raza mixta que para los judíos era despreciable (Jn. 4). Al describir la misión
del Buen Pastor indica que hay «otras ovejas» que no son «de este redil», pero que son de
El y que habrá de traerlas para que haya un solo rebaño y un solo pastor (Jn. 10). Y
cuando le anuncian que unos griegos desean verle, se conmueve profundamente y habla
del sacrificio que ofrecerá por todos, incluyendo, se sobreentiende, a los gentiles que
andan en busca de El (Jn. 12:20-36). En su oración sumosacerdotal menciona a los que
creerán por el testimonio de los discípulos y le pide al Padre que todos ellos sean uno
en El (Jn. 17).
Después de su resurrección, y antes de su ascensión al cielo, envía a los suyos a
predicar el Evangelio por todo el mundo: en Jerusalén, por toda Judea y Samaria, y hasta
lo último de la tierra (Hech. 1:8).
En el libro de los Hechos, los discípulos siguen llamando «hermanos» a sus
connacionales —sus hermanos «según la carne»—, pero cuando el Evangelio llega a los
gentiles le dan al término adelfós (hermano) su significado netamente cristiano. Judíos y
gentiles han entrado en una nueva hermandad que no tiene su razón de ser en nexos
humanos, así sean éstos familiares, raciales o culturales. Es la fraternidad de los que han
nacido de nuevo, en la energía del Espíritu Santo, en el poder de la Palabra de Dios.
No fue fácil al principio para los discípulos abrirse al mundo gentil. Que llegasen
ellos al punto de llamarle «hermano» a uno que no era hijo de Abraham ni se sometía a la
religión judaica, fue posible solamente por el poder y la gracia de Dios. Pedro necesitó
recibir una visión especial antes de ir a predicar el Evangelio en casa de Cornelio el gentil.
No obstante ser cristiano, Pedro tenía en su corazón prejuicios muy difíciles de arrancar.
Era él un hijo de sus tiempos, moldeado por una cultura que a través de los siglos se
había endurecido en el nacionalismo mezquino y la discriminación racial. Lo peor del caso
era que esta actitud egoísta la habían sacralizado, la Creían aprobada por el Señor, así como
en tiempos recientes hubo quienes intentaran justificar la segregación racial con una
Biblia abierta en la mano.
Pedro no fue rebelde a la visión celestial, entró en la casa de Cornelio y se
regocijó en la obra del Espíritu Santo en medio de los gentiles. Después preguntó a sus
hermanos judíos: «¿Quién era yo que pudiese estorbar a Dios?» (Hech. 11:17).
Los judíos cristianos reunidos en el concilio de Jerusalén le dirigen una carta a «los
hermanos de entre los gentiles» (Hech. 15:23). ¡El primer concilio ecuménico de la Iglesia
les llama «hermanos» a los gentiles que habían creído en el Señor!
El apóstol Pablo, hebreo de hebreos, nunca dejó de amar a sus hermanos judíos —
sus «parientes según la carne» (Rom. 9:1-5)—, pero un nuevo amor había nacido en su
alma, el amor fraternal para todos los creyentes en Cristo, judíos y gentiles, los
«miembros de la familia de Dios» (Ef. 2:19). A los cristianos gentiles que vivían en Filipos,
de Macedonia, les escribe: «Dios me es testigo de cómo os amo a todos vosotros en el
entrañable amor de Jesucristo» (1:8).
Fue también obra de Dios que los gentiles se humillaran ante el Cristo de Nazaret y
les llamaran «hermanos» a los judíos creyentes en El. Las páginas del Antiguo Testamento
y de la historia secular dan testimonio del desprecio que el pueblo escogido de Dios ha
sufrido de parte de las naciones gentiles. El Judío que murió como un malhechor era
piedra de tropiezo en el camino del romano poderoso y del griego amante del saber terrenal.
Ambos podían preguntarse si de los hebreos por ellos despreciados era posible que
viniese «algo de bueno». Pero el milagro se realizó en muchas vidas gentiles, y de los
labios que tan sólo habían pronunciado palabras hirientes en presencia de un judío,
surgió el vocablo «hermano» con un acento de amor cuyo origen no era terrenal. Nacidos
de nuevo en Cristo, el judío y el gentil se encontraron a la sombra del mismo Padre,
fuerte y permanentemente enlazados por el amor hermanable.
La fraternidad cristiana rompe las barreras milenarias del judaísmo y del
gentilismo y se derrama no solamente como el rocío de Hermón que desciende sobre los
montes de Sión, sino también como aquel ungüento cuyo olor llenó toda una casa en
Betania, y salió de ella para esparcirse dondequiera el Evangelio fuese predicado. ¡Y
hasta nosotros ha llegado esta gran bendición! Por haber nacido de nuevo, ahora somos
hijos de Dios y hermanos de los hijos de Dios. ¡Esto es renovación!
El nuevo hombre en Cristo. — Uno de los temas favoritos de nuestra época
revolucionaria es el de la búsqueda del nuevo hombre, el «hombre total» de Karl Marx, o
el «hombre integral» de los líderes socialistas cubanos. Gustavo Gutiérrez, teólogo católico
de vanguardia, nos dice que el objetivo de la liberación es «crear un hombre nuevo».16
El hombre es el centro de interés como razón de ser de la revolución, como causa y
efecto de la acción liberadora. El gran cambio habrá de efectuarse por el hombre y para
el hombre. La meta propuesta es la renovación de la sociedad y la creación de un hombre
nuevo. Será una revolución definitivamente antropocéntrica. El humanismo habrá
alcanzado su hora de mayor gloria.
Cuando menos hay conciencia de que el hombre no es en la actualidad lo que
debiera ser. Se repudia el conformismo diciendo que el hombre está deshumanizado y
esclavizado. Vive en niveles infrahumanos y necesita liberarse y transformarse. Por
supuesto, según la tesis revolucionaria la causa de esta degradación del ser humano
debe buscarse en las estructuras económicas injustas de la sociedad. Los teólogos
«progresistas» —católicos y protestantes— le dan todavía un lugar al pecado en la
explicación de la problemática del hombre contemporáneo, pero, como dice Gutiérrez,
Algunos intérpretes protestantes no ven «una sola gota de agua» en Romanos 6:1-14 y
Colosenses 2:14-16, y enseña que estos pasajes bíblicos tratan únicamente de la
identificación espiritual del creyente con Cristo. Otros, como Cullmann y Jeremías, sí
ven aquí una referencia a la ordenanza bautismal.21
Es evidente que el bautismo de agua es incapaz de producir la realidad espiritual
descrita por Pablo, pero sí puede simbolizar lo que ya ha acontecido en la esfera del
Espíritu. Comentando sobre Romanos 6:3, J. A. Bengel dice: «La mención del bautismo es
muy apropiada en este lugar, porque un adulto, que es digno de recibir el bautismo,
debe haber experimentado estas cosas que el Apóstol ha venido describiendo.»22
Para el Apóstol el surgimiento del hombre nuevo en Cristo es ya un hecho en la
biografía del creyente. Abunda el aoristo en la enseñanza de Pablo sobre la
identificación del creyente con Cristo en su muerte y resurrección: «morimos», «fuimos
bautizados», «nuestro viejo hombre fue crucificado», y también fuimos «resucitados» con
El.
Al identificarnos con El por medio de la fe, su muerte llegó a ser nuestra muerte y
su resurrección nuestra resurrección, y surgimos como hombres nuevos para andar «en
novedad de vida». Este cambio radical se opera en la regeneración, en el nuevo
nacimiento, del cual hemos venido hablando en el presente estudio. Hemos nacido ya como
hombres nuevos en Cristo por el poder regenerador del Espíritu Santo. ¡Esto es renovación!
Así como el niño recién nacido es ya un hombre, aunque todavía no desarrollado, el
nuevo creyente es un niño, pero también un hombre con el potencial que puede
convertirle más tarde en un adulto en Cristo. Según el Apóstol el nuevo hombre no
viene, sino que ya vino, es una realidad en el redimido, y porque ya está presente va
renovándose y creciendo a la imagen del que lo creó. En otras palabras, el creyente en
Cristo es ya un hombre nuevo, en proceso de renovación (Col. 3:10).
«La primera creación no es más que figura o imagen de la nueva creación», dice
Bernard Rey. 23 Lo que somos en Cristo excede en mucho a lo que éramos en Adán.
Aparte de Cristo estábamos alienados del Creador, y como consecuencia de ello nos hallá-
bamos también alejados de nuestros semejantes y éramos extraños a nosotros mismos.
Vivíamos en una condición infrahumana. Pero en el Nuevo Adán hemos encontrado
nuestra verdadera identidad como seres humanos. Es en El que realmente entendemos lo
que significa el haber sido creados a la imagen y semejanza de Dios.
Debemos mencionar también que hemos nacido de nuevo en relación estrecha con
otros seres humanos en el nuevo hombre que en Sí mismo Cristo está forjando. Este es el
aspecto colectivo de la doctrina del nuevo hombre. En Efesios 2:11-22 el Apóstol des-
cribe el hecho portentoso de la reconciliación de judíos y gentiles mediante la cruz. Los
que se hallaban tan distanciados entre sí por barreras raciales, religiosas y culturales,
convergen en Cristo y se ven profundamente unidos como un «nuevo hombre» en El.
Esta es la maravillosa unidad, orgánica y vital, de la iglesia cristiana. En ella se ha
derribado todo muro de separación, y, estrictamente hablando, la eclesía no es un mero
conjunto de hombres enlazados por determinadas convicciones religiosas, sino «un solo y
nuevo hombre» en Cristo (v. 15), «una nueva humanidad».24
Para referirse a esta identificación plena del creyente con el cuerpo de Cristo,
Pablo utiliza también la palabra bautismo en su Primera Carta a los Corintios. De
acuerdo a esta epístola, el bautismo del Espíritu es el acto por el cual la Tercera
Persona de la Trinidad une al creyente con Cristo y con los otros creyentes en un solo
cuerpo que es la Iglesia, en la cual no cuenta ninguna diferencia racial o social (12:13).
El verbo bautizar se halla en el aoristo y puede señalar en este contexto una acción ya
realizada o completa. No dice el Apóstol que «seremos bautizados» (tiempo futuro), ni que
«estamos siendo bautizados» (tiempo presente), sino que «fuimos todos bautizados». No
hay un solo creyente que no haya sido bautizado en el Cuerpo de Cristo.
Todo lo dicho anteriormente sugiere que somos salvados, no al margen de nuestros
semejantes, sino en inquebrantable solidaridad con todos aquellos que por la fe han venido
a la cruz, la cual es puente de unión entre hombre y hombre, porque fundamentalmente lo
es entre el nombre y Dios. Y la fraternidad en Cristo no es esotérica, sino exotérica; no
se encierra en sí misma, se abre generosamente a todos los humanos invitándoles a ser
hombres nuevos en el Nuevo Hombre, Cristo Jesús.
Es de esta manera que el clamor por un «nuevo hombre» halla su respuesta en el
Evangelio. El mundo de hoy busca otras alternativas. Sin embargo, en los intentos
realizados aparte de Cristo para renovar al hombre han fracasado la ciencia, la educación,
la religión, la política y la violencia, en cualquiera de sus manifestaciones. Los métodos
educativos ultramodernos, los más grandes avances en el terreno de la psicología y la
sociología, la concientización y politización de las masas, el cambio radical de las estruc-
turas económico-sociales, la presencia de las armas nucleares y su amenaza de destrucción
universal, la manipulación genética de la raza humana,25 y aun los nuevos programas
teológicos y eclesiásticos de adaptación «cristiana» a las necesidades del hombre
contemporáneo, no pueden crear el «nuevo hombre» anunciado por el Evangelio. «Lo que es
nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles
de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo.»
El «hombre viejo» (palaiós ántropos) viene del nacimiento físico; el «nuevo hombre»
(kainós ántropos) es producto del nacimiento espiritual. Nacer por medio de la fe en
Cristo como un hombre nuevo en el poder del Espíritu, ¡esto es renovación!
III
Purificados en Cristo
Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su
misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu
Santo (Tito 3:5).
Discuten los exegetas si debemos decir «el lavacro de la regeneración» en lugar del
«lavamiento de la regeneración» (véase también Efesios 5:26). Lo cierto es que el
Apóstol nos da a entender que al nacer otra vez, el hombre recibe un lavamiento
interior que le purifica de sus pecados. El bautismo —limpieza exterior— es un símbolo
adecuado de esta obra del Espíritu. Pero es lástima que muchos cristianos pasaran del
mero simbolismo al concepto de «regeneración bautismal» y al extremo de atribuirle al
sacramento cierto poder mágico para solucionar el problema del pecado de origen.26
El apóstol Pedro enseña que el bautismo no quita «las inmundicias de la carne» (1ª
Ped. 3:21). Tampoco cambia el corazón. Simón el mago se había bautizado, mas su
corazón no era recto delante de Dios. Todavía era prisionero del mal. Le hacía falta
arrepentirse, volverse a Cristo en fe (Hech. 8:4-24) y ser regenerado por el Espíritu, nacer
otra vez. Los teólogos católicos postconciliares le dan mucho énfasis a la doctrina de
que el bautismo es «el sacramento que incorpora al cuerpo de Cristo».27 Se entiende que
para muchos protestantes tampoco es aceptable esta idea de que el creyente se incorpora
a Cristo por medio de un sacramento.
No hay base bíblica para la «regeneración bautismal». Pero lo que el bautismo no
logra se realiza en los que por la voluntad divina nacen de nuevo (Jn. 1: 12-13; 3:1-15; 1ª
Ped. 1:3), de simiente incorruptible (1ª Ped. 1:23), en el poder del Espíritu Santo (Jn. 3:6;
Tito 3:5-6). Cristo ha santificado a su Iglesia, «habiéndola purificado en el lavamiento
del agua por la palabra» (Ef. 5:26). El participio griego que se traduce «habiéndola
purificado» (katarísas) es aoristo y puede indicar que esta purificación es un hecho ya
consumado. No es solamente una promesa, o una esperanza, sino una realidad presente en
Cristo para los que creen en El.
Las abluciones ceremoniales del judaísmo no pudieron limpiar el pecado. Nos dice
el escritor de la Carta a los Hebreos que aun «la sangre de los toros y de los machos
cabríos no pueden quitar los pecados» (10:4). Año tras año los que tributaban el culto
levítico tenían que volver al templo y ofrecer sacrificios que eran sólo «la sombra de los
bienes venideros» (Heb. 10:1). Lo que fue imposible bajo la Ley, se vuelve realidad en
Cristo, quien «con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados» (Heb.
10:14). La sangre de Jesucristo «nos limpia de toda maldad» (1ª Jn. 1:7).
Por la vía del nacimiento físico venimos con la marca del pecado a un mundo lleno
de pecado. Nuestro árbol genealógico es el árbol del conocimiento del mal (Gn. 2:17).
David dice: «en pecado me concibió mi madre» (Salmo 51:5). No quiere decir el poeta de
Israel que su madre fuese adúltera o fornicaria, sino que ella y su marido (la concepción
no fue virginal), como seres humanos, descendientes de Adán, no podían dar un fruto
inmaculado. De nuestros padres venimos estigmatizados por el mal (Rom. 5:12-21). En el
Espíritu, nacemos de nuevo perdonados y purificados por la sangre del Cordero de Dios
que quita el pecado del mundo. Por eso el apóstol Pablo escribe: «En quien tenemos
redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia» (Ef. 1:7).
Y a los creyentes de Corinto les asegura: «Y esto erais algunos; mas ya habéis sido
lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor
Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios» (1ª Cor. 6:11). ¡Esto es renovación!
Pablo da como un hecho consumado la purificación del creyente en Cristo. No dice
«seréis lavados», sino «habéis sido lavados». El verbo es aoristo. El creyente ya está
lavado y ha sido trasladado al reino del amado Hijo de Dios (Col. 1:13).
Sin embargo, la posibilidad de pecar existe todavía para los que han sido
purificados en «el lavamiento de la regeneración», aunque el plan divino es que ellos
vivan en santidad. «La voluntad de Dios es vuestra santificación» (1ª Tes. 4:3). El
apóstol Juan dice: «Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis.» Pero como
sabe que también el creyente puede pecar, agrega: «y si alguno hubiere pecado...».
¿Cuál es la solución para el problema del pecado en la vida de los ya regenerados?
Evidentemente la respuesta no es volver a nacer. El que en verdad ha renacido no puede
nacer otra vez. Nacemos una sola vez para entrar en el mundo natural; nacemos una
sola vez para entrar en el reino de Dios. No habla la Escritura de múltiples «nuevos
nacimientos». La respuesta está en el ministerio presente de Cristo a favor de los suyos.
«Y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo»
(1ª Jn. 2:1). El puede abogar por el creyente porque ya ha solucionado en la cruz el
problema del pecado. «Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por
los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (1ª Jn. 2:2). El camino de la
confesión está libre, la puerta del perdón, abierta. «Si confesamos nuestros pecados, él
es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad» (1ª Jn. 1:9).
Por supuesto, el llamado al perdón es también una exhortación a la santidad. Aceptar el
perdón divino, es asumir la responsabilidad de ser santos (1ª Ped. 1:16).
Aparte del problema textual en el versículo 10 del capítulo 13 del Cuarto Evangelio,28
teólogos y predicadores protestantes han visto en las palabras del Maestro allí consignadas
una ilustración sobre el tema que venimos considerando. Cuando Simón Pedro le dice a
Cristo que le lave, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza, El le responde:
«El que está lavado no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio; y vosotros
limpios estáis, aunque no todos.» El creyente ya está «lavado» (lelouménos, literalmente
«bañado todo el cuerpo»), pero puede contaminarse en su trajinar por el mundo y
necesitar entonces lavarse los pies (nípsastai, lavar una parte del cuerpo). Esta
purificación es la que todo hijo de Dios seguirá necesitando mientras siga en su pere-
grinaje al más allá.
IV
Re-creados en Cristo
De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas
pasaron; he aquí todas son hechas nuevas (2ª Cor. 5:17).
Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino
una nueva creación (Gal. 6:15).
El concepto de «nueva creación» (kainé ktisis) abarca todo lo que hemos dicho hasta
aquí sobre los resultados inmediatos de la regeneración. El hecho de recibir una vida
nueva y la purificación de los pecados; el privilegio de entrar en una relación filial de
carácter único con el Padre, y en una fraternidad trans-racial y trans-cultural en el
Cuerpo de Cristo; y el portento de nacer de manera sobrenatural como un hombre nuevo,
todo esto se explica fundamentalmente por el hecho de que en Cristo todo es renovado, o
mejor dicho, re-creado. Su obra salvífica es muchísimo más que un simple reajuste
psicológico, o una mera reforma externa, en el individuo que recibe por la fe el
Evangelio. Se trata de un cambio radical, profundo y permanente.
El primer capítulo del Génesis revela que del caos Dios produjo el cosmos (el orden,
la armonía), y que en medio de la oscuridad El hizo resplandecer su luz. Aparte de Cristo,
el hombre se halla «desordenado y vacío», y rodeado de densas tinieblas (2ª Cor. 4: 3-
6). Necesita oír el fiat lux de Dios, someterse a la palabra originante que viene del
Creador. Dicho de otra manera, le es indispensable una nueva creación, y ésta sólo Dios
puede realizarla.
En su comentario sobre el capítulo tercero de Colosenses, y refiriéndose
particularmente a la expresión «hombre nuevo», H. Conzelmann dice:
A estas palabras pudiera agregarse que si en el principio el hombre fue creado por
Cristo (Jn. 1:3) y en Cristo (Col. 1:16), ahora es re-creado en El a la semejanza de su
muerte y resurrección, e identificado plenamente con El en el Nuevo Hombre que en Sí
mismo El está formando. La primera creación llega a ser una imagen, o un tipo, de la
nueva creación. No hay retroceso, sino progreso, en la obra divina a favor del hombre.
Según el contexto inmediato de 2ª Cor. 5:17, el Apóstol está defendiendo su
ministerio ante aquellos que se gloriaban «en las apariencias y no en el corazón» (v. 12) y
persistían en juzgar a otros «según la carne». Los que así pensaban y actuaban debían
recordar que si Cristo murió por todos, «luego todos murieron» (v. 14). La muerte del
Redentor significa también la crucifixión del «viejo hombre» y de todo aquello en que éste
se gloría. En la cruz, signo de Maldición e ignominia, sufre un golpe muy severo el
orgullo humano. ¡No es de extrañar que el Evangelio fuese roca de escándalo en el
camino de los que pedían milagros y de los que buscaban sabiduría terrenal! El judío y el
gentil tenían que confiar, no en sus propios méritos (raza, religión, cultura), sino en
Aquel que fue clavado como un malhechor al madero maldito. Humillarse hasta ese
extremo les parecía «locura». Pero «a los que se salvan» —dice Pablo—, la palabra de
la cruz es «poder de Dios, y sabiduría de Dios» (1ª Cor. 1:18-24). Como resultado de este
plan de salvación, que para el hombre natural es insensato, nadie puede jactarse en la
presencia divina, y el que se gloría debe gloriarse en el Señor (1ª Cor. 1:25-31).
La resurrección de Cristo viene asimismo a sacudir y destrozar el fundamento de
toda jactancia humana. Los que han muerto con Cristo ya no deben vivir para sí, ni para
aquellas cosas que antes sobreestimaban y les eran motivo de vanagloria, «sino para
aquel que murió y resucitó por ellos» (2ª Cor. 5:14-15). En la vida que el Señor resucitado
les comunica a los suyos hay un sistema de nuevos valores que el no regenerado ignora y
el creyente carnal pasa por alto, sin poder aplicarlos al ámbito de su propia
experiencia. De ahí que se jacten sólo en las apariencias, que vean en otros la cara, la
condición externa (prósopon) y no el corazón (kardía), y en sus relaciones humanas
actúen «según la carne», no de acuerdo a principios netamente cristianos.
Por su parte, el Apóstol declara que él no conoce a nadie «según la carne» (2ª Cor.
5:16). Ya no sigue las normas que al evaluar a otros le guiaban en su antigua vida. Ahora
es el amor de Cristo lo que le constriñe en su relación con los demás. No «conoce» a
nadie a base de raza, condición económico-social, cultura o aparente religiosidad. En el
fariseísmo él se sentía muy orgulloso de su estirpe hebrea y de su extremado celo
religioso. Magnificaba entonces las diferencias entre judíos y gentiles. Pero ahora todo
eso lo estima como pérdida, y aun como basura, por amor de Cristo (Filip. 3:4-11), y tiene
de sus semejantes un nuevo concepto que está muy lejos de ser farisaico. Su óptica no es la
de la carne, sino la del Espíritu.
En la segunda parte de 2ª Cor. 5:16 el Apóstol agrega: «y aun si a Cristo conocimos
según la carne, ya no lo conocemos así». ¿Qué significan estas palabras? Algunos exegetas
opinan que entre los adversarios de Pablo había quienes decían que él no era un apóstol
legítimo porque no había conocido al Señor cuando El estuvo en la tierra. A la vez ellos
quizá se jactaban de haber disfrutado de ese privilegio. En respuesta a tan sutil argumento
el Apóstol estaría afirmando que lo más importante no era haber conocido a Jesús de
Nazaret como el judío hijo de María, el carpintero, el rabino, el taumaturgo, sino a Jesús
el Cristo que murió y fue sepultado, que resucitó y ascendió a los cielos, y que está a la
diestra de la majestad en las alturas. Otros intérpretes prefieren creer que Pablo
sencillamente declara que él ya no conoce a Cristo de acuerdo a las ideas erróneas, car-
nales, que tuvo de El antes de la experiencia en el camino de Damasco. Antes juzgaba a
Cristo «según la carne», ahora lo conoce según el Espíritu.
Este mismo criterio lo aplica a sus semejantes, a quienes tampoco conoce
«según la carne». Lo que le interesa es la «nueva criatura», el nuevo hombre en Cristo
Jesús. Todas aquellas cosas en que el hombre natural basa su orgullo «han pasado; he
aquí todas son hechas nuevas» (2ª Cor. 5:17).
El texto de Gálatas 6:15 arroja más luz sobre esta verdad: «Porque en Cristo Jesús
ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación.» En las iglesias
de Galacia había un gran conflicto entre el cristianismo paulino y la doctrina de los
judaizantes cuyo propósito era mezclar el legalismo farisaico con la gracia de Dios, e
imponer a los cristianos gentiles el cumplimiento del ritual levítico, como un medio de
justificación y santificación. Pablo rechaza todo intento de tergiversar el Evangelio
asegurando que nada vale en Cristo sino la nueva creación.
En el capítulo tercero de la misma epístola a los Gálatas, el Apóstol ha escrito: «...
todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; porque todos los que habéis sido
bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío ni griego; no hay
esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús»
(vs. 26-28). Dios acepta al creyente aparte de toda diferencia de orden natural, social o
cultural. La salvación no se basa en méritos humanos, sino en la libre y soberana gracia
de Dios. El nuevo hombre se forma muy por encima de todo lo que divide a los seres
humanos entre sí; y en la esfera de la gracia no existen sino aquellas diferencias que
Dios ha querido establecer para el cumplimiento de su propósito en la Iglesia y en el
mundo.
Si hemos de gloriarnos en algo perteneciente al pasado, que sea en la cruz de
nuestro Señor Jesucristo, «por quien —dice Pablo— el mundo me es crucificado a mí, y yo
al mundo» (Gal. 5:14). El «viejo hombre» ha muerto y no tenemos que encauzar nuestra
vida de acuerdo a sus ideales ni someternos a sus demandas. Somos una nueva creación,
pertenecemos al nuevo orden de cosas que Cristo ha instaurado. Somos las primicias de
la gran transformación que El vendrá a efectuar en la manifestación de su reino aquí en
el mundo.
A principios de nuestro siglo, James Hasting escribió las siguientes palabras:
I
Renovación interior
... lo que del hombre sale, eso contamina al hombre. Porque de dentro, del
corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones,
los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la
envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro
salen, y contaminan al hombre (Mt. 7:20-23).
Fue también el Maestro quien dijo que «no sólo de pan vivirá el hombre, sino de
toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt. 4:4).
Estos ejemplos bastan para demostrar el énfasis del Nuevo Testamento en la vida
interior. Las citas podrían multiplicarse.
Con el deseo de escaparse de la idea gnóstica de que la materia es mala en sí y que
el cuerpo es cárcel del alma, de la cual ésta debe liberarse, hay pensadores cristianos que
están haciendo hincapié en la unidad del ser humano y abandonando el profundo contraste
que tradicionalmente se ha hecho entre lo espiritual y lo material. Ahora se habla del
«hombre total», y se repudia la expresión «salvar almas», sustituyéndola por la de «salvar
hombres».
Sea bienvenido este noble esfuerzo de recuperar la enseñanza bíblica,
despojándola de todo aditamento filosófico o cultural, en tanto que no salgamos de un
extremo para caer en otro. Decimos esto porque si de una manera errónea la Iglesia ha
venido subrayando solamente lo espiritual con menoscabo de lo material, la tendencia
moderna parece ser la de invertir este orden de valores para darle prioridad a las
necesidades físicas, o materiales, y relegar a segundo o último término el clamor espiritual
del ser humano.
Los pensadores arriba mencionados están expresando verdades doctrinales que la
Iglesia pudo haber recalcado siempre si hubiese sido más diligente en anunciar «todo el
consejo de Dios». Pero los nuevos teólogos corren también el peligro de perder el equilibrio
doctrinal si no se ajustan a la totalidad de la revelación escrita.
El Nuevo Testamento es diáfano en su enseñanza antropológica. Presenta al hombre
como un ser integral, profundamente unificado en todos sus aspectos, en lo físico,
psicológico, espiritual y social. Pasar Por alto uno de estos elementos, o cualquier otro
as-Pecto de lo que es genuinamente humano, es caer £n una antropología que desde el
punto de vista bíblico estaría mutilada. Es más, le guste o no a una época de tan
acentuado materialismo como la nuestra, el Nuevo Testamento enseña que en última
instancia el hombre es lo que es no tanto por los bienes materiales que posee o no posee,
sino por el estado de su vida interior. Este principio bíblico tiene también validez en el
caso del nuevo hombre en Cristo.
Renovación interior por medio del conocimiento
La experiencia renovadora tiene que comenzar por dentro, en el ámbito de la
mente. En Efesios 4:23 el Apóstol dice: «y renovaos en el espíritu de vuestra mente», o sea
en lo más íntimo, en lo más profundo de la mente. El significado de la «mente» (noús) en
este pasaje puede abarcar mucho más que la inteligencia o el entendimiento y referirse al
hombre interior.10 Sería básicamente el mismo caso de Romanos 12:2, donde leemos: «No
os conforméis a este siglo, sino transformaos (metamorfoúste) por medio de la renovación
de vuestro entendimiento (té anakainósei toú noós), para que comprobéis cuál sea la buena
voluntad de Dios, agradable y perfecta.»11 La metamorfosis en la vida espiritual, moral y
social viene como resultado de la renovación (anakaínosis) interna del hombre nuevo en
Cristo.11 Y esta renovación es posible cuando el creyente se presenta por entero como un
sacrificio santo y agradable a Dios.
El texto de Colosenses 3:10 revela que la meta de esta renovación es «el
conocimiento pleno» (no solamente la gnosis de que se jactaban los gnósticos, sino la
epignosis, el conocimiento total). Se sobreentiende que el Apóstol está pensando en el
conocimiento de la gracia de Dios (Col. 1:6), de la voluntad divina (Col. 1:9) y de Dios
mismo (Col. 1:10). El propósito es «alcanzar todas las riquezas de pleno entendimiento, a
fin de conocer el misterio de Dios el Padre, y de Cristo», en quien están escondidos
«todos los tesoros de sabiduría y del conocimiento» (Col. 2:2-3). Frente a la sabiduría
que el creyente puede encontrar en Cristo, el «conocimiento superior» de que el
gnosticismo tanto se vanagloriaba, y que era producto de la mente carnal (Col. 2:18),
resulta rudimentario.
Si el objetivo de la renovación interior es el conocimiento pleno, ella no se llevará
a cabo aparte de la palabra escrita de Dios. Creemos que la Biblia es la Palabra de Dios,
nuestra fuente objetiva de conocimiento espiritual, nuestra máxima autoridad en toda
materia de fe y conducta. Creemos que Dios ha querido revelarnos su voluntad a través de
esta Palabra escrita, y que El no está dando fuera de las Escrituras revelaciones
normativas para su pueblo aquí en la tierra. Por lo tanto, la Escritura y no la experiencia
—no importa cuan gloriosa pueda ésta Parecemos— es la norma de nuestra fe, la única
guía segura y estable para nuestra vida cristiana. Creer Que el Espíritu Santo puede
llevarnos más allá de las Escrituras, y aun en dirección opuesta a ellas, no es bíblico, no
es cristiano. El Espíritu no se contradice menospreciando la Palabra que El mismo
inspiró. Además, sin el ancla firme de las Escrituras estaríamos expuestos al naufragio
en el océano turbulento de nuestras emociones. Por consiguiente, la auténtica renovación
del nuevo hombre tiene que realizarse en conformidad con la Palabra escrita de Dios.
Llama poderosamente la atención que en los pasajes que venimos comentando el
Apóstol no nos exhorta a renovarnos en nuestros sentimientos, no obstante que éstos son
parte de nuestra personalidad y desempeñan un papel muy importante en la experiencia
cristiana. La renovación interior, según Pablo, se efectúa básicamente por vía del
conocimiento. Esto exige autodisciplina, dedicación y perseverancia en el estudio atento,
concienzudo y devoto del Sagrado Texto. Demanda también obediencia a los principios que
las páginas inspiradas por el Espíritu Santo revelan.
La renovación más urgente entre el pueblo evangélico latinoamericano es la que se
basa en el estudio serio y sistemático de las Escrituras con la mira de llenar las
necesidades del creyente en particular y de la Iglesia en general, y de responder
bíblicamente a los problemas acuciantes de nuestro continente.
Renovarse interiormente es mucho más que lograr una gran «experiencia» emotiva en
determinado tiempo y lugar. Es muchísimo más que el ejercicio de un don espectacular.
En cierto modo la renovación práctica y progresiva equivale al crecimiento en la vida
espiritual —el proceso por el cual el niño deja de ser niño para convertirse en un
hombre que seguirá creciendo hasta alcanzar «la estatura de la plenitud en Cristo». El
creyente maduro, el hombre-hombre en Cristo, es aquel que tiene la capacidad de
recibir alimento sólido, de distinguir entre la verdad y el error —a la luz de la Palabra
divina— y de aplicar el conocimiento bíblico adquirido a las diferentes situaciones de su
vida (1ª Cor. 3:1-3; Heb. 5: 11 - 6:3). ¡Esto es renovación!
Según Moule, la expresión «hombre interior» significa en Rom. 7:22; Ef. 3:16 y 2ª
Cor. 4:16 el espíritu humano regenerado, o sea el yo regenerado.14
Evidentemente, en 2ª Cor. 4:16 (el texto que venimos comentando) Pablo da
testimonio de su vida y ministerio como un hombre nuevo en Cristo. El experimentó que
también en las profundidades del dolor es posible renovarse interiormente, contemplando
con los ojos de la fe y la esperanza más allá de las cosas temporales aquellas que son
eternas.
Este camino de renovación, sembrado de guijarros y espinas, no nos parece
atractivo. Es camino angosto, de difícil ascenso, y no hay en él promesa de gloria
terrenal. Preferimos la senda fácil del poder y la alegría. Hablamos mucho en la
actualidad del bautismo de agua, y muchísimo del bautismo del Espíritu, pero muy poco
del bautismo de sufrimiento, el cual Cristo recibió y anunció también para sus discípulos
(Mt. 20:20-28).15
No es extraño que para algunos cristianos la renovación signifique tan sólo el
privilegio de ser poseídos públicamente por la potencia del Espíritu y recibir de El dones
sensacionales que llenen de asombro a la Iglesia y al mundo. Pero hay también discípulos
que a la manera de Pablo han aceptado con gozo la voluntad del Señor, quien ha querido
renovarles interiormente día a día por el sendero de la aflicción.
Hemos de recordar siempre que el sufrimiento es un medio —aunque no el único—
de renovación interior, y que es en la debilidad humana que la potencia de Dios se
perfecciona (2ª Cor. 12:7-10).
II
Renovación externa
Renovación en el hogar
Los círculos que venimos trazando para describir ja renovación práctica y
progresiva del nuevo hornee en Cristo se estrechan de manera concéntrica. Hemos visto
el círculo amplísimo del mundo y el círculo más reducido de la comunidad cristiana. Aho-
ra llegamos al círculo íntimo del hogar, donde, a veces, es mucho más difícil que en
cualquier otro ambiente ser un cristiano renovado.
Según la versión de Reina-Valera (1960), en Efesios 5:21 el Apóstol dice:
«Someteos unos a otros en el temor de Dios.» Pero en el original no hay un imperativo,
sino un participio (jupotassómenoi) que concuerda con los participios de los versículos 19 y
20, traducidos por «hablando», «cantando», «alabando» y «dando gracias». En consecuencia,
el versículo 21 podría también traducirse: «Sometiéndoos unos a otros en el temor de
Dios.»
Esposos y esposas (Ef. 5:22-23). — En algunos manuscritos antiguos, como el
Vaticano (siglo cuarto d. C.) y el papiro Chester Beatty, p46 (cerca del año 200 d. C.), el
versículo 22 carece de verbo. La edición del Nuevo Testamento Griego publicada por las So-
ciedades Bíblicas Unidas en 1966 suprime el verbo y dice literalmente: «Mujeres a vuestros
propios maridos, como al Señor.» Esta lectura podría sugerir que el versículo 22 depende
del 21: «Sujetándoos unos a otros en el temor de Cristo: las mujeres a sus propios maridos,
como al Señor.» Sin embargo, hay también evidencia antigua para el uso del imperativo
en el versículo 22 (por ejemplo, los códices Sinaítico y Alejandrino, las versiones Itala,
Vulgata y Siríaca, etcétera): «Mujeres, sujetaos a vuestros propios maridos como al
Señor.» Y el pasaje paralelo en Colosenses 3:18 incluye el presente imperativo:
jupotásseste («estad sujetas»).
En ambos casos —con verbo o sin él— la estrecha relación entre el estar dispuesto
a sujetarse a otro y la plenitud del Espíritu Santo es evidente. La esposa cristiana, nacida
de nuevo, y llena del Espíritu, se sujeta espontánea y gozosamente a su marido. La
renovación producida por el Pneuma divino llega hasta el santuario del hogar, para
bendición de la familia misma, para un testimonio eficaz a los que no conocen el
Evangelio y, sobre todas las cosas, para la gloria de Dios.
Nótese, en primer lugar, que las esposas son exhortadas a sujetarse; pero no se
exhorta a los esposos a sujetarlas. W. R. Nicholson dice:
El hecho de que la mujer sea exhortada a sujetarse ella misma a su marido indica
que se le reconoce su dignidad de ser humano y su propia capacidad de decisión dentro del
orden divinamente establecido. Si se sujeta a su marido no es porque se vea reducida por
la fuerza a una situación que ella no haya escogido en el pleno uso de sus facultades. El
cristianismo vino a liberar a la mujer de muchas de las limitaciones que el judaísmo le
había impuesto, y a levantarla de la degradación en que el paganismo la había hundido.
En Cristo, la mujer es coheredera de la misma gracia con su marido (1ª Ped. 3:7).
Esto es muy significativo, especialmente si se toma en cuenta que en la
comunidad cristiana primitiva había un buen número de esclavos.24 En Cristo, y en el
seno del hogar por El santificado, aun la esclava deja de serlo para ser partícipe con
su marido de las mismas bendiciones del Evangelio. En el mundo del primer siglo la
enseñanza de Pablo era inevitablemente revolucionaria. Por supuesto, algunas mujeres,
libres o esclavas, podían caer en la tentación de abusar de sus nuevos y grandes
privilegios y traer desprestigio a la obra cristiana. ¡Era tan fácil convertir la libertad en
libertinaje y producir el caos donde debía imperar el orden!
De ahí la necesidad de la exhortación apostólica: «Casadas, estad sujetas a
vuestros maridos.» Pero no hay apoyo aquí para la así llamada «cosificación de la
mujer», ni para el ya célebre «machismo» latinoamericano. Tampoco se justifican en el
Texto Sagrado los excesos de movimientos feministas modernos que en su afán de
liberación corren el peligro de despojar a la mujer de aquellos valores morales y
espirituales que la dignifican y ennoblecen ante la sociedad y, más que todo, ante los ojos
del Creador.
Pablo dice que las casadas deben sujetarse a sus propios maridos «como al Señor».
¿Cómo debemos sujetarnos los cristianos a Dios? No por miedo, o terror, sino por amor.
No por fuerza, sino voluntariamente. No parcialmente, sino con la totalidad de nuestro ser.
En Colosenses 3:18 leemos: «Casadas, estad sujetas a vuestros maridos, como
conviene en el Señor.» El Apóstol exhorta a todos sus lectores, en Efesios 5:10, a
comprobar lo que es agradable a Dios. En su propio caso, la esposa cristiana descubrirá
que a Dios le agrada que ella esté sujeta a su propio marido. Esto es lo conveniente, lo
necesario, desde el punto de vista divino, no porque ella sea inferior al hombre, sino
porque en el hogar, como en el Estado, hay necesidad de un orden que no puede existir
sin el ejercicio de autoridad, la cual no significa despotismo o tiranía.
Ejercer autoridad conlleva gran responsabilidad, y ésta debe asumirla alguien,
pues de otra manera no hay autoridad. En cuanto a la familia, está bíblicamente
determinado que ese alguien sea el esposo, quien resulta así como el más responsable
ante Dios y ante los hombres por la manera en que se conduce su hogar. Su autoridad le
ha sido delegada; no es autónoma, sino teónoma; él tiene que dar cuenta al Señor por el
buen o mal uso que haga de ella. La mujer que ama a su esposo será consciente de la
enorme responsabilidad que él ha contraído, y hará todo lo posible para aliviarle la carga
sujetándose espontáneamente a él, como al Señor, actuando como una verdadera «ayuda
idónea» en la administración del hogar (Prov. 31:10-31).
También dice el Apóstol que «como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las
casadas lo estén a sus maridos en todo» (Ef. 5:24). Según esta misma epístola, el Padre ha
dado a su Hijo Jesucristo «por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su
cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo» (Ef. 1:22-23). La autoridad de
Cristo sobre la Iglesia —«en todo»— y la sujeción de la Iglesia a Cristo —«en todo»—
se presentan como el ejemplo para la relación que se espera que exista entre esposo y
esposa.
La esposa es libre en Cristo —en quien no hay siervo ni libre, ni varón ni mujer
(Gal. 3:28)—, pero la libertad en El no es libertinaje, no es tanto libertad de, como
libertad para. La verdadera libertad exige nuevas y serias responsabilidades a nivel per-
sonal, familiar, eclesial y social. De ahí que muchos tengan miedo de ser libres; no se
atreven a vivir en el ámbito de la decisión personal.
De la enseñanza apostólica puede deducirse que la mujer debe sujetarse a su
marido no sólo por respeto al principio de orden y autoridad, sino también para guardar la
unidad matrimonial. «Porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza
de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador» (Ef. 5:23). Dios no quiso que el
hogar fuese acéfalo, ni bicéfalo. No es un monstruo, sino como un cuerpo viviente, fuerte y
armonioso, cuyos miembros, aunque diferentes unos de otros, se hallan estrechamente
relacionados entre sí para su buen funcionamiento, bajo la sabia dirección de la cabeza.
Pablo dignifica la unión matrimonial al compararla con la que existe entre Cristo (la
Cabeza) y la Iglesia (el Cuerpo). La doctrina de la unidad de la Iglesia, presentada
magistralmente en esta epístola a los Efesios, se ilustra y resplandece en el seno del hogar
cristiano, en las relaciones cotidianas entre esposo y esposa, en el Señor.
Al esposo se le exhorta, no a sujetar a su esposa, sino a amarla como Cristo amó a
su Iglesia. Si la sujeción de la esposa ilustra la de la Iglesia a Cristo, el amor del esposo
debe reflejar el que Jesucristo manifestó a su Iglesia. ¡Mayor ejemplo de amor no podía
darse! El sacrificio de Cristo por su Iglesia fue una entrega de amor, y una entrega total
(Ef. 5: 25-27). En el plano de las relaciones matrimoniales se espera que el amor del
esposo esté dispuesto al sacrificio. Es muy difícil, por no decir imposible, definir el amor;
pero se ha dicho que amar es procurar siempre el bien del ser amado, o buscar que la
gloria de Dios resplandezca en nuestra relación con la persona que amamos. El amor
verdadero se halla diametralmente opuesto al egoísmo (1ª Cor. 13). Este amor es fruto del
Espíritu Santo en la vida que El está llenando (Ef. 5:18) y renovando.
En segundo lugar, el esposo cristiano debe amar a su esposa como a su mismo
cuerpo (Ef. 5:28-3l), así como Cristo ama a su Iglesia, la cual es su Cuerpo. La unión
matrimonial es de tal naturaleza que al amar a su esposa el marido está amándose a si
mismo, porque ella es su cuerpo. Los dos han llegado a ser «una sola carne». Y «nadie
aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo
a la iglesia» (Ef. 5:29). Es decir, le da alimento (ektréfei) y le da calor (tálpei), la abriga,
la defiende de las inclemencias del tiempo, la cuida sin cesar. La palabra que se
traduce «cuida» es la misma que Pablo usa para describir su cuidado por los creyentes
tesalonicenses: «Antes fuimos tiernos entre vosotros, como la nodriza que cuida con ternura
a sus propios hijos» (1ª Tes. 2:7). Mayor es aún la ternura de Cristo en el cuidado de su
Cuerpo en general, y de cada uno de sus miembros en particular (Ef. 5:29-30).
En el versículo 31 el pensamiento se vuelve al relato del Génesis: «Por esto dejará
el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne.»
Nada ni nadie debe interponerse entre el marido y la mujer. La entrega mutua de los
desposados es total, en todos los órdenes de su existencia. El amor al padre y a la
madre debe seguir existiendo, mas no interponiéndose entre los cónyuges. El círculo de las
relaciones matrimoniales es tan sagrado que allí sólo tres personas deben entrar: el
Señor, el esposo y la esposa.
El amor que el Espíritu produce es el secreto para el éxito en el matrimonio. Pero
este amor no nos viene dado de una vez, como un gran depósito que baste para todo el
devenir de nuestra vida matrimonial. Es una bendición que vamos recibiendo y cultivando
en la comunión diaria con el Señor y en las Variadas circunstancias que nos salen al paso
en el hogar. Cultivamos el amor manifestándolo en hechos y no sólo en palabras. No hay
un solo patrón a seguir en esto de expresar el amor a la esposa. Cada pareja es única; cada
hogar es un mundo en sí mismo. Aquí tampoco valen las imitaciones. El amor tiene que ser
genuino, libre, espontáneo —un amor sobrenatural que aflora con toda naturalidad.
Puede ser un beso o una rosa; una pequeña ayuda o un gran servicio; un gesto de
comprensión o una palabra de ánimo, y hasta el consejo sabio, oportuno, puede ser una
muestra de amor. Todo depende de lo que el día trae al hogar.
La verdadera renovación consiste también en un aumento del amor conyugal, y en
el consiguiente abandono de toda actitud negativa de la cual el Espíritu y la Palabra nos
hagan conscientes en nuestra experiencia de esposos. En Colosenses 3:19 Pablo dice:
«Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas.» La palabra «ásperos»
viene del griego pikrós, que también puede significar «rudo», «iracundo», «amargo». La
amargura puede ser del espíritu o del lenguaje (Ef. 4:31; Rom. 3:14). Santiago usa el
vocablo pikrós cuando pregunta: «¿Acaso alguna fuente echa por una misma abertura
agua dulce y amarga?» (3:11), y cuando sugiere que los «celos amargos» son fruto de la
sabiduría terrenal (3:14). El esposo que en verdad ama a su esposa mostrará en su
lenguaje y conducta un espíritu apacible, benigno, misericordioso y per donador. ¡Esto
es renovación!
El Apóstol recapitula sus exhortaciones a los casados diciendo: «Por lo demás, cada
uno de vosotros ame también a su mujer como a sí mismo; y la mujer respete a su
marido» (Ef. 5:33). La desobediencia a este mandato apostólico ha sido la causa de
no pocos problemas en el seno de muchos hogares que profesan ser cristianos. Al faltar el
amor, el respeto mutuo y la sujeción a la autoridad establecida por el Creador, la
familia se edifica sobre la arena, sobre un débil fundamento que se desmorona ante la
avalancha de la adversidad. No pide el Apóstol autoridad sin amor, ni amor sin
autoridad. El amor no es mero sentimentalismo, y la autoridad no es tiranía.
En estos tiempos cuando vemos tantos fracasos matrimoniales en nuestros países
llamados cristianos, cuando la abundancia económica o la opulencia parecen haber
multiplicado el número de divorcios y de niños carentes de un verdadero hogar, cuando
hay muchas almas que sufren en secreto la derrota de su vida conyugal, vale la pena
volver la mirada al diseño divino que el Apóstol expone para el hogar cristiano. Vale
también la pena recordar que la renovación práctica y progresiva en el poder del Espíritu
y de la Palabra es indispensable para que en lugar de fracaso haya victoria en la vida
matrimonial. Ya hemos sugerido que podemos alcanzar esta renovación, presentándonos en
sacrificio vivo a Dios (Rom. 12:1-2), permitiéndole al Espíritu que llene nuestro ser (Ef.
5:18), abandonando las prácticas del viejo hombre que todavía está en nosotros y viviendo
de acuerdo a las normas del hombre nuevo en Cristo Jesús (Rom. 6:1-14; Ef. 4:17-32; Col.
3:5-17).
Padres e hijos (Ef. 6:1-4). — A la relación de esposos y esposas sigue la de padres e
hijos. El Apóstol se dirige a estos últimos asumiendo que forman parte de la
congregación local y que estarán allí para escuchar la lectura de la epístola. Antes de
exhortar a los esposos, Pablo le ha dado mandamiento a las esposas; y antes de hablar de
los deberes de los padres, señala los de los hijos.
A las esposas les dice: «sujetaos» (jupotásseste), a los hijos, «obedeced»
(jupakoúete). Esta misma palabra se usa en la exhortación a los esclavos («obedeced», Ef.
6:5). La frase «en el Señor» señala la esfera y los límites de la obediencia de los hijos
para con sus padres. En Colosenses 3:20 se dice que deben obedecerles «en todo»; pero aquí
en Efesios se determina que ese «todo» se circunscribe a la voluntad del Señor.
El motivo para la obediencia es, en primer lugar, que «esto es justo». Bengel
interpreta que lo es aun según la ley natural.25 Lenski ve que el término evoca la norma de
la justicia divina.26 Blaikie comenta: «Es una obligación que descansa en la naturaleza
misma de las cosas, y no puede cambiar con el espíritu de la época; no se modifica en
ninguna medida por lo que ha dado en llamarse el espíritu de independencia de los
hijos.»27
La segunda razón para que los hijos obedezcan a sus padres es que «esto agrada
al Señor» (Colosenses 3:20). Cuando los hijos andan en la luz (Efesios 5:10) comprueban
que es agradable a Dios que ellos obedezcan a sus padres «en todo».
Obedecer a los padres es justo, es agradable a Dios, y, en tercer lugar, es exigido
por Dios. No es necesario estarse preguntando qué es la voluntad divina en este caso.
Basta con leer el famoso Decálogo, donde El dice: «Honra a tu padre y a tu madre.» Se
honra a los padres obedeciéndoles. Se les ama no de tú a tú, sino con respeto y
obediencia. El mandamiento menciona tanto al padre como a la madre. Respecto a los
hijos ella también tiene autoridad y debe exigir de ellos obediencia.
A la luz de las Escrituras no hay razón para especular si es adecuado o no
demandar de los niños que obedezcan. El orden divinamente establecido es que los hijos
se sujeten y obedezcan a sus padres, «en el Señor». Además, tarde o temprano los niños
tienen que aprender a estar bajo autoridad. Durante toda su vida se verán en la sociedad
bajo leyes, reglamentos u ordenanzas, y el mejor lugar para aprender la obediencia es el
hogar. Y obedecer significa, al fin y al cabo, tanto el hacer unas cosas como el dejar de
hacer otras. Por lo tanto, no es válida la teoría de que para educar correctamente a un
niño nunca hay que decirle «no». Es cierto que ha habido mucho negativismo en la
educación hogareña tradicional; pero también es innegable que Dios usa el «no» en sus
mandamientos, y que en las leyes humanas hay muchos «noes» que el ciudadano tiene que
obedecer. Es preferible que el niño aprenda a enfrentarse con el «no» bajo la autoridad de
sus padres, en la atmósfera segura y apacible de su propio hogar.
«Honra a tu padre y a tu madre, que es el primer mandamiento con promesa; para
que te vaya bien, y seas de larga vida sobre la tierra» (Ef. 6:2-3). Se aprende por temor,
por amor o por el estímulo de una recompensa. Dentro del rigor de su Ley, Dios hace
una promesa para animar a los hijos a tener en alta estima a sus padres. Generalmente
los judíos le daban a esta promesa un sentido material. También es cierto que según la
Ley el hijo «contumaz y rebelde», que no obedecía a la voz de su padre ni a la voz de
su madre, y era glotón y borracho, debía ser muerto a pedradas (Dt. 21:18-21). Este hijo
no era «de larga vida sobre la tierra». Evidentemente, Pablo está interesado no tanto en
los detalles como en el principio de obediencia filial que el quinto mandamiento señala.
Lenski dice que al omitir la referencia directa a la tierra de Canaán, el Apóstol «nos
enseña a distinguir la substancia de la ley moral de su forma antiguotestamentaria».28 Sin
embargo, todavía puede decirse que el hijo que honra a su padre y a su madre tendrá la
bendición del Señor, aunque no viva largos años sobre la tierra.
En cuanto a los padres, la exhortación comienza en términos negativos: «Y
vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos» (Ef. 6:4). Colosenses 3:21 añade:
«para que no se desalienten». Entramos así en el gran tema de la ciencia y el arte de
educar a nuestros propios hijos. Es lástima que la gran mayoría de padres cristianos
hayamos asumido la enorme responsabilidad de establecer un hogar sin estar
debidamente preparados para ello. Aun en nuestros días no todos los aspirantes a la vida
matrimonial se preocupan como debieran por adquirir esa preparación. No basta con
aprender un oficio, o seguir una profesión, que garantice el financiamiento del hogar.
Nuestro éxito o fracaso como esposos y padres depende también de otros recursos que no
se consiguen en el mercado de valores de este mundo.
Necesitamos urgentemente una renovación que venga a transformarnos para
bendición de nuestras familias en nuestra actitud y conducta de esposos y padres. Se
habla mucho hoy día de la crisis del hogar y de la crisis de autoridad paterna. La tan
llevada y traída «brecha de las generaciones» ha llegado a ser, a veces, como una
excusa para el inmovilismo frente a los problemas que confronta el hogar moderno. Se
da por sentado que existe la brecha y que no hay manera de salvarla. Muchos padres
parecen haberse resignado a esperar que el abismo se alargue hasta el día cuando ya no
puedan entenderse en lo más mínimo con el hijo, o la hija, adolescente.
Salta a la vista que los padres y los hijos pertenecen a dos distintas generaciones y,
hasta cierto punto, a dos distintas épocas, especialmente en este siglo de grandes avances
científicos y tecnológicos que resultan en profundos y súbitos cambios culturales. Pero
debemos confesar que en muchos casos somos los padres los que, alejándonos de
nuestros hijos y descuidando su formación espiritual y moral, ahondamos y
ensanchamos la brecha hasta el extremo en que ellos se sienten completamente ajenos a
nosotros. Si desde su infancia hubiéramos comenzado a construir entre ellos y nosotros los
necesarios puentes de comunicación, la brecha no existiría desde el punto de vista de la
relación filial y paternal.
Ante todo, es indispensable obedecer los principios que la Palabra nos enseña
para la educación de nuestros hijos. Uno de estos principios es el de no provocarlos a
ira (Ef. 6:4; Col. 3:21). En ambos pasajes se emplea el presente imperativo para indicar
que el mandamiento debe obedecerse una y otra vez. Tanto el padre como la madre
pueden abusar de su autoridad y ser arbitrarios y hasta crueles con sus hijos. Es posible
también olvidar que el niño y la niña necesitan no sólo rigor, sino también comprensión,
cariño y palabras de ánimo. Con toda facilidad puede desalentarse el hijo que desea
obedecer a sus padres pero los encuentra siempre muy difíciles de complacer,
extremadamente exigentes e injustos en sus demandas, y en todo tiempo propensos a
descubrir el mal y no el bien en los miembros de la familia.
No todos los niños tienen la suficiente fortaleza de carácter para sobreponerse al
trato injusto de sus Padres y no caer en la frustración que puede convertirlos en
inadaptados sociales. Es muy seria la responsabilidad que pesa sobre los padres con res-
pecto a la formación espiritual moral, intelectual y social de sus hijos. Solamente el Señor
puede darnos la sabiduría, la gracia, el amor y el poder necesarios Para salir avantes en
tan delicada empresa. ¡Y pensar que en el seno de la familia edificamos no sólo para el
aquí y el ahora, sino también para la eternidad!
En su parte positiva, el mandamiento apostólico dice: «Sino criadlos en disciplina y
amonestación del Señor» (Ef. 6:4). El verbo «criadlos» viene del griego ektréfo, que ya
hemos encontrado en Efesios 5:29, con referencia al alimento que el hombre le da «a su
propia carne». En Efesios 6:4 tenemos el sentido ético de ektréfo. Es indispensable
alimentar a los hijos materialmente. Esto se da por sentado. El Señor Jesucristo dijo que
aun «siendo malos» los hombres saben dar buenas dádivas a sus hijos (Lc. 11:13).
Sería el colmo que un padre que profesa ser cristiano necesitase ser exhortado a darles
a sus hijos el pan material. La preocupación de Pablo tiene que ver con la tremenda
responsabilidad de formar el carácter del niño. Si es importante que éste crezca
normalmente en lo físico, también lo es, y en mayor medida, que se desarrolle sano y
fuerte en las otras dimensiones de su personalidad.
Para el logro de esa educación integral es menester criar a los hijos «en disciplina
[paideía] y amonestación del Señor». El concepto de disciplina tiene fuerte arraigo
antiguotestamentario. En hebreo, la palabra mûsár puede significar entrenamiento y cas-
tigo, o corrección. Indica la formación del individuo en la obediencia de la Ley, y el
castigo o corrección del que la ha desobedecido, y necesita, por lo tanto, ser restaurado al
bueno camino.29
En el Nuevo Testamento, paideía sugiere un proceso educativo que incluye no sólo
el hecho de instruir, orientar, encauzar y entrenar, sino también el de castigar, o corregir
dolorosamente. Arndt y Gingrich señalan que en la literatura neotestamentaria paideía
significa crianza, instrucción, entrenamiento, especialmente lo que se obtiene por medio
de disciplina y corrección.30 Hebreos 12:4-14 trata de la disciplina (paideía) que viene de
Dios para el bien de sus hijos. Todo este pasaje deja ver que el proceso disciplinario
puede ser al presente causa de dolor o tristeza, pero que después «da fruto apacible de jus-
ticia a los que en ella han sido ejercitados» (v. 11). Según 1ª Corintios 11:32 el creyente
puede ser castigado (paideuómeza) por el Señor. Debido a su gracia El nos enseña
(paideúousa, Tito 2:12); pero también por causa de su amor El nos castiga (paideúei, He-
breos 12:6; Ap. 3:19).
Volviendo a la educación de los hijos en el hogar cristiano, es evidente que no puede
haber verdadera disciplina sin la necesaria corrección. Bauer y otros creen que la
construcción gramatical en Efesios 6:4 permite decir que la disciplina recomendada por el
Apóstol es la que el Señor mismo ejerce (paideía... kuríou) por medio de los padres.31 Lo
cierto es que no se trata simplemente de la instrucción y corrección humanas, sino de la
disciplina que es del Señor. Y si es de El, aun cuando el castigo corporal se considere
necesario, esto no constituye a los padres en verdugos de sus hijos. El propósito del
castigo no es provocar la ira de los niños, sino formarlos en la disciplina y amonestación
del Señor (Prov. 22:6; 23: 13-14; 19:18-19).
Uno de los medios eficaces de que disponemos para educar a los hijos de
acuerdo a la voluntad divina es la Palabra escrita, de la cual dice Pablo que «es útil
para enseñar, para redargüir, para colegir, para instruir [paideían] en justicia, a fin de
que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente Preparado para toda buena obra» (2ª
Tim. 3:16-17). Timoteo podía entender muy bien esta enseñanza apostólica porque él
mismo había sido instruido en las Sagradas Escrituras desde su niñez. La educación
cristiana en el hogar consiste primordialmente en la enseñanza fiel de la Palabra de Dios
(Dt. 6:1-9).
Además, el proceso educativo incluye la «amonestación del Señor» (Ef. 6:4). El
vocablo griego es anoutesía (admonición, amonestación, instrucción, advertencia). El hijo
debe ser enseñado y advertido de los peligros que hay en el camino, y aun reprendido, si
esto fuere necesario. Según Bauer, «la disciplina podría tomarse como la educación por la
acción; y la exhortación como la educación por la palabra».32 Sea como fuere, la paideía y
la anoutesía se hallan a la base de la formación espiritual y moral de los hijos, y nos dan
una pauta a seguir en el cumplimiento del deber paternal.
Era tan importante en la Iglesia Apostólica que los padres cristianos educasen
debidamente a sus hijos, que no podía aspirar al liderato en la congregación ningún
hombre que no gobernase bien su casa, que no tuviese a sus hijos en sujeción con toda ho-
nestidad (1ª Tim. 3:4-5, 12).
Asumir plenamente nuestras responsabilidades de esposos y padres, ¡esto es
renovación!
Amos y esclavos (Ef. 6:5-9). — Los esclavos formaban parte del patrimonio
familiar, y muchos de ellos vivían en contacto diario con sus amos. De ahí que el
Apóstol se refiera a la relación amo-esclavo inmediatamente después de haber hablado de
los deberes matrimoniales, paternales y filiales.
Fundamentalmente son dos las responsabilidades de los esclavos, según Efesios 6:5-
8: obedecer y servir. Colosenses 3:22 enseña lo mismo; y en 1ª Pedro 2:18 se agrega
que deben sujetarse con todo respeto no solamente a los amos «buenos y afables, sino
también a los difíciles de soportar». A los amos se les exhorta a que traten bien a sus
esclavos, recordando que hay un Amo en los cielos, a quien darán cuenta de todos sus
actos (Ef. 6:9; Col. 4:1).
De inmediato puede concluirse que como resultado de la renovación en Cristo el
amo tiene que ser un mejor amo, y el esclavo un mejor esclavo; y ésta sería en verdad una
lección que sin ningún esfuerzo podían obtener los cristianos del primer siglo al leer la
literatura apostólica. No olvidemos que del Señor Jesucristo se dice que siendo rico se
hizo pobre, y, es más, que siendo Dios se hizo carne, y tomó la forma de un esclavo, y
sufrió la muerte de un malhechor —de un marginado social— en la cruz del Calvario. A
los esclavos que son abofeteados por sus amos se les recomienda seguir el ejemplo de
Cristo, quien «cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no
amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente» (1ª Ped. 2: 19-25).
Desde nuestro punto de vista uno de los problemas sociales más agudos de aquellos
tiempos era la esclavitud. En el imperio romano abundaban los esclavos. Se dice que la
ciudad de Roma llegó al extremo de contar entre sus habitantes más esclavos que
libres. Muchos de los esclavos lo eran por nacimiento. Otros eran prisioneros de guerra, o
cautivos de piratas tratantes de esclavos. También podían caer en servidumbre los
infantes abandonados por sus padres. Los culpables de delitos graves eran condenados
a la esclavitud y al trabajo forzado en minas y canteras. Hubo tiempo cuando el que no
podía pagar sus deudas era esclavizado por el acreedor.33
Según las antiguas leyes romanas, el amo tenía el poder de vida y muerte sobre
su esclavo; pero, aun en el siglo I antes de Cristo, los estoicos habían comenzado a influir
en favor de los esclavos. Por supuesto, nunca soñaron los estoicos en abolir la institución
en sí. «Su filosofía tenía por objeto humanizar las relaciones entre los hombres, no
alterar el orden tradicional.»34 Hubo filósofos, como Aristóteles,35 que aceptaron y
justificaron la esclavitud, pues, según ellos, ésta era útil a la sociedad y muchos seres
humanos habían nacido para vivir en servidumbre. No todos los esclavos desempeñaban
oficios de baja categoría. Debido a su talento natural y a su excelente educación algunos
llegaron a ocupar cargos de gran responsabilidad. El paidagogós de Gálatas 3:34 parece
ser el esclavo que lleva al niño de su amo a casa del preceptor o maestro.
Del Nuevo Testamento puede deducirse que muchos de los miembros de la Iglesia
del primer siglo vivían en servidumbre, y que algunos cristianos tenían esclavos. Filemón
era el dueño de Onésimo. Sin embargo, el cristianismo no les pide a los amos que liberen a
sus esclavos, ni mucho menos incita a éstos a sublevarse contra el orden establecido.
Conzelmann dice:
Lo que Pablo parece enseñar es que el esclavo que lo ha sido desde antes de su
conversión a Cristo no debe afanarse en su estado de servidumbre, si no le es posible por
el momento liberarse. Pero si se le presenta la oportunidad de romper sus cadenas, que
lo haga. Al fin y al cabo él ya es un «liberto del Señor» (v. 22). Aun Séneca creía que
la esclavitud era meramente externa, corporal, no del espíritu.40 Según el Nuevo
Testamento, en Cristo el esclavo deja de serlo.
Pablo no santifica, ni mucho menos glorifica, la esclavitud. Esta es un mal, no un
bien para la Humanidad. El consejo apostólico de que cada uno permanezca «en el estado
en que fue hallado» es de tipo general, admite otras posibilidades. Si los solteros y las
viudas pueden cambiar su estado civil (1ª Corintios 7:25-40), no puede negársele al
esclavo el derecho de sacudirse el yugo opresor cuando esto se halle a su alcance. Aun el
reverendo Albert Barnes, quien escribió sus Notas al Nuevo Testamento en el tiempo
cuando el tema de la esclavitud era objeto de dura controversia en los Estados Unidos
de Norteamérica (por los años 1830-1865), dice que Pablo no enseña que se alteren las
condiciones sociales por medio de la violencia, pero que el consejo a los esclavos
significa: «Aprovecha el privilegio si puedes, y sé un hombre libre. Hay desventajas en la
esclavitud, y si puedes escapar de ella, en una manera apropiada, es tu privilegio y tu
deber hacerlo.»41
En nuestro tiempo no hay base bíblica para que un cristiano que sufre alguna
forma de opresión se resigne a permanecer en ella sin a lo menos preguntarse si hay
posibilidades de acabar con su estado abyecto. Había en la antigüedad varias maneras
en que un esclavo podía liberarse. Hoy día no tenemos que aceptar ciegamente la tesis
de que la violencia es el único camino liberador.
Los que hemos sido libertados en Cristo no hemos de esclavizarnos a los hombres
(1ª Cor. 7:23), aun cuando éstos digan que vienen a liberarnos de nuestras cadenas
económico-sociales. Comprados somos por precio, por la sangre del Cordero de Dios
(Juan 1:29; 1ª Cor. 6:18-20; 1ª Ped. 1:18-19). Somos los siervos del Señor.
Pero hay otras lecciones que podemos aprender de la exhortación a los amos y
esclavos. Aunque la esclavitud —a lo menos en su forma antigua— ha desaparecido entre
nosotros, quedan todavía ciertas relaciones laborales en las que el cristiano puede dar
a conocer lo que significa una vida llena del Espíritu.
Por todas partes hay empleados y empleadores, jefes y subalternos, patronos y
obreros. El patrón o jefe puede ser un individuo, o una empresa, o el Estado; pero no hay
lugar en el mundo donde el creyente en Cristo no tenga que ser fiel a las
responsabilidades contraídas en su oficio o profesión. Si se pedía que los esclavos
sirviesen con fidelidad y humildad, a pesar de que para muchos de ellos el estado de
servidumbre no era voluntario, ¡cuánto más habrá de esperarse de los que en este tiempo
gozamos de cierta libertad para escoger el campo de nuestras actividades laborales!
Aquí no estamos hablando de la justicia o injusticia de las estructuras sociales en
las cuales nos movemos. Esto es un tema aparte. Según el Nuevo Testamento, el hecho de
que pertenezcamos a un orden social injusto no es excusa para no trabajar, o para
trabajar mal. Mientras el esclavo no pudiera liberarse, su deber era cumplir fielmente con
sus obligaciones. Bajo cualquier sistema económico-social el cristiano tiene que ser un
buen trabajador.
Uno de los testimonios más gratos que hemos oído es el del patrón no cristiano que
prefiere contratar trabajadores evangélicos, debido a la competencia y sentido de
responsabilidad que éstos despliegan en sus labores. Por otra parte, ha sido muy triste
saber de empresarios evangélicos que no quieren tratar a nivel laboral con sus hermanos
en Cristo, porque ha habido casos en que escudándose en la fe de su patrón el trabajador
evangélico no ha sido fiel en el cumplimiento de sus deberes. El creyente que en verdad
está renovándose es un excelente trabajador. No defrauda a su jefe o patrón. No sirve «al
ojo, como los que quieren agradar a los hombres», sino como siervo de Cristo, «de
corazón, haciendo la voluntad de Dios; sirviendo de buena voluntad, como al Señor y no
a los hombres, sabiendo que el bien que cada uno hiciere, ése recibirá del Señor, sea siervo
o sea libre» (Ef. 6:6-8).
Los jefes o patronos evangélicos tienen que ser diferentes de sus colegas no
cristianos. Su deber es hacer «lo que es justo y recto» con los trabajadores, recordando
que en los cielos hay un Amo para quien no hay acepción de personas (Col. 4:1; Ef. 6:9).
La verdadera renovación opera cambios profundos en las relaciones obrero-patronales.
Causa mucha tristeza ver que un cristiano que dice haber alcanzado la «renovación» no se
empeñe en mejorar las condiciones económicas de sus trabajadores o siga pisoteándoles su
dignidad de seres humanos. El fruto del Espíritu no es la injusticia. Hacer «lo que es
justo y recto» —no simplemente lo que es caritativo o paternalista— con los trabajadores,
¡esto es renovación!
Por lo demás, la iglesia primitiva estaba sujeta al César, y oraba por él, y por
todos los que estaban en eminencia (1ª Tim. 2:1-7).
En la actualidad, el creyente que está auténticamente renovándose es consciente de
su deber de sujetarse al Estado, siempre que éste no se levante en lugar de Dios. Pero
cuando el César exige para sí lo que le pertenece solamente a Dios, el cristiano puede
dirigirle las palabras de los apóstoles Pedro y Juan, pronunciadas ante el concilio de
Jerusalén: «Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios»
(Hech. 4:19).
Lo que hemos venido diciendo en cuanto a la renovación práctica y progresiva del
creyente en Cristo es más que suficiente para demostrar que esta obra del Espíritu Santo
puede abarcar todas las dimensiones y todas las relaciones de la vida cristiana. Ser un
creyente renovado, en él sentido práctico de este término, es muchísimo más que ser un
creyente emocionado o transportado a regiones de profundas experiencias místicas. La
renovación se da en el mundo (y no necesariamente aparte del mundo), en las relaciones
con la comunidad y con el poder civil, en el seno de la familia, en la esfera de la
congregación local. Renovarse es responsabilizarse de la tarea de ser testigos en esos
diferentes círculos de relación, y, en muchos sentidos, es comprometerse a vivir cris-
tianamente en medio de una sociedad que no conoce a Dios.
Y para todas estas cosas, ¿quién es suficiente? Nadie sino El, quien puede
capacitarnos para toda buena obra en Cristo Jesús, cuando le permitimos que asuma el
dominio de todo nuestro ser.
NOTAS AL CAPITULO SEGUNDO DE LA SEGUNDA PARTE
1 «No es necesario considerar estos infinitivos como discurso indirecto haciendo las voces para
imperativos originales. Aunque todo el párrafo implica admonición, Pablo no usa aquí "yo
amonesto", tal como lo hizo en el versículo 1. No pensemos que esto es un llamamiento a los
efesios para que hagan lo que los infinitivos declaran. Ellos han aprendido de Cristo, han oído y han
sido enseñados (tres aoristos históricos), y Pablo ahora declara lo que les ha sido enseñado.» Un
comentario al Nuevo Testamento (México: Publicaciones El Escudo, 1962), VIII, pá g . 4 8 3 .
2 W. S. Plumer, Commentary on Romans (Grand Rapíds Michigan: Kregel Publications, 1971), pág.
277.
3 Op. cit, pág. 484.
4 L. S. Chafer, Grandes temas bíblicos (Barcelona: Publicaciones Portavoz Evangélico, 1972), págs. 237-38.
5 Lenski, op. cit., pág. 485.
8 Bengel, op. cit, II, pág. 73. Otros traducen: «que llegue a ser impotente, inoperante».
7 «Contemplad lo nuevo desde el punto de vista del tiempo, como aquello que ha llegado a existir
recientemente, y esto es neos... Contemplad lo nuevo no según el tiempo, sino según su calidad, y
contrastadlo con aquello que ha estado en servicio, contra lo que ya está gastado por el tiempo, y
esto es kainós.» R. C. Trench, Synonyms of the New Testament (Grand Rapids, Michigan: Wm.
B. Eerdmans Publishing Company, 1960), págs. 219-222.
«Como neos puede ser una antítesis a algo que le precede, así es posible para ananeóo denotar una
actividad renovadora que reemplaza a un estado precedente... Debe distinguirse ananeóo de
anakainóo, así como se diferencia neos de kainós. Ananeóo trata de un nuevo ser en el tiempo,
diferente de una renovación cualitativa.» J. Behm, «néos, ananeóo.» Theological Dictionary of the New
Testament, Gerhard Kittel, editor (Grand Rapids, Michigan: Wm. B. Eerdmans Publishing Company,
1967), IV, págs. 896-901.
8 Xavier León-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica Barcelona: Editorial Herder, 1965), pág. 528.
9 Hoke Smith Jr. desarrolla este tema en su libro titulado El hombre: Una perspectiva bíblica (Buenos
Aires: Cuadernos Certeza, 1972).
Wilhelm Pesch, «Body», Encyclopedia of Biblical Theology ed. J. B. Bauer (Londres: Sheed and Ward,
1970), I, págs. 81-84 En esta misma enciclopedia, Alois Stöger, «Flesh», I, páginas 273-78.
10 Con respecto a la frase «el espíritu de vuestra mente», H. C. G. Moule escribe: «Quiere decir,
prácticamente, "en vuestra vida y facultad espirituales que se dan como pensamiento y
entendimiento", a distinción, por ejemplo, de la emoción. Es muy poco probable que "el espíritu"
sea aquí el Espíritu Santo; tampoco puede indicar el sentido moderno de "sentimiento", o algo
semejante. Es el espíritu humano como el fundamento, por así decirlo, de toda actividad del
"hombre interior", especialmente de aquella actividad que ve y aprehende la verdad.» Ephesians
(Cambridge: at the University Press, 1906), pág. 119.
11 «Se nos invita a una renovación que será no solamente externa o corporal, sino que comenzará en el
centro mismo de nuestra personalidad, en la fuente y raíz mismas de nuestro ser. Hay sabiduría
en esta provisión, la cual se origina en el Autor y Diseñador de nuestro ser, en el Creador que
conoce lo que hay en el hombre. Permitid que el corazón sea renovado, que la fuente sea
purificada, y de ella brotará agua dulce. Que el árbol sea sanado, y dará buen fruto. El Señor
pide el corazón, y sólo el corazón aceptará.» J. Barmby, «Romans», The Pulpit Commentary,
ed. H. D. M. Spence (Grand Rapids, Michigan: Wm. B. Eerdmans Publishing Co., 1950), XVIII,
pág. 351.
12 Bernard Rey, Creados en Cristo Jesús. La nueva creación según San Pablo (Madrid: Ediciones
Fax, 1968), páginas 185-187.
13 Ídem.
14 Op. cit, pág. 97.
15 Por supuesto, en el caso del creyente no significa que sus sufrimientos formen parte del sacrificio
expiatorio en el Calvario. La ofrenda de Cristo fue hecha una sola vez de manera perfecta. No
necesita repetirse ni completarse. Nadie pudo ni puede participar en ella. Heb. 9:23-28; 10:10-14.
16 Con base en el griego sería mejor decir cosmología, pero este término se usa en las ciencias físicas.
Aquí deseamos darle un significado teológico.
17 R. C. Trench, Synonyms of the New Testament (Grand Rapids, Michigan: Wm. B. Eerdmans
Publishing Company, 1960), págs. 213-19.
18 J. A. Bengel, New Testament Word Studies (Grand Rapids, Michigan: Kregel Publications, 1971),
pág. 136.
19 R. C. H. Lenski, La interpretación de las Epístolas de San Pablo (México: Publicaciones El Escudo,
1962), VIII, páginas 497-98.
20 Jacques Duquesne, La izquierda de Cristo (Barcelona: Plaza & Janes, S.A., 1973), pág. 74.
21 A. Edersheim, Sketches of Jewish Social Life in the Days of Christ, pág. 186.
22 Op. cit, pág. 522.
23 Oneness with Christ (Grand Rapids, Michigan: Kregel Publications, 1951), pág. 251.
24 Parece que aun en el primer siglo de nuestra era las leyes romanas no le daban a la unión de un
esclavo y una esclava el carácter formal de matrimonio. Se la consideraba contubernium, y podía
darse por terminada a discreción del amo. Encyclopedia Britannica (Chicago: The University of
Chicago, 1947), XX, págs. 775-76.
25 Op. cit, pág. 417.
26 Op. cit, pág. 556.
27 W. G. Blaikie, «Ephesians», The Pulpit Commentary, H. D. M. Spence y J. S. Exell, editores
(Grand Rapids, Michigan: Wm. B. Eerdmans Publishing Company, 1950), XX, pág. 256.
28 Op. cit, pág. 558.
29 Johannes Gabriel, «Disciplina», Diccionario de Teología Bíblica, J. B. Bauer, editor (Barcelona:
Herder, 1967), páginas 296-97.
30 Johannes B. Bauer, «Disciplina», Diccionario de Teolología Bíblica (Barcelona: Herder, 1967),
págs. 296-97.
31 Ídem.
32 Idem.
33 Drake de Kay, «Slavery», The Encyclopedia Americana (New York: Americana Corporation, 1960),
XXV, págs. 88-89.
34 C. V erlin d en , « Slav e ry (h isto ry o f)» . Th e N ew Cath o li c Encyclopedia (Nueva York: McGraw-Hill
Company, 1966),
XIII, pág. 283.
35 Aristóteles, La política (Madrid: Espasa-Calpe, S.A., 1962), pág. 91.
36 H. Conzelmann, Epístolas de la cautividad (Madrid: Ediciones Fax, 1972), pág. 227.
37 «Slavery (in the Bible», The New Catholic Encyclopedia,XIII , pág. 281.
38 Ch. Biber, «Libertad», Vocabulario Bíblico, J. von Allen, editor (Madrid: Ediciones Marova, S.A.,
1968), págs. 182-85. Bengel sigue esta interpretación y menciona que así lo hacen De Wette, Meyer,
Alford y otros. New Testament Word Studies (Grand Rapids, Michigan: Kregel Publications, 1971), II,
página 202.
39 W. Rees, «Epístolas a los Corintios», Verbum Dei (Barcelona: Herder, 1959), IV, pág. 194.
40 C. Verlinden, op. cit, pág. 283.
41 A. Barnes, Notes on the Old Testament (Grand Rapids, Michigan: Kregel Publications, 1962), pág. 722.
42 Encyclopedia Britannica, XX, pág. 776.
43 Varios autores dan testimonio de que el sentido de lo mesiánico y apocalíptico se hallaba presente en
Israel en aquel entonces. Por ejemplo, Pierre Grelot, «Apocalíptica», Sacramentum Mundi (Barcelona:
Herder, 1972), I, págs. 322-30. John Bright, La historia de Israel (Bilbao: Desclée de Brouwer,
1970), pág. 485. Rudolf Schnackenburg, Reino y reinado de Dios (Madrid Ediciones Fax, 1967),
págs. 51-58.
44 Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación (Salamanca: Sígueme, 1972), págs. 297-309. Oscar
Cullmann, «Dios y el César», Estudios de Teología Bíblica (Madrid: Studium, 1973), págs. 77-
136. Del mismo autor y de la misma editorial: Jesús y los revolucionarios de su tiempo.
45 Cullmann, «Dios y el César», pág. 85. Véase también Joachim Jeremias, Teología del Nuevo
Testamento (Salamanca: Sígueme, 1974), I, págs.. 266-68.
46 Ibid., pág. 128.
CAPITULO TERCERO
LA NUEVA ESPERANZA
Estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la
perfeccionará hasta el día de Jesucristo (Filipenses 1:6).
I
Transformados físicamente
El contexto de estas palabras trata del problema de los judaizantes, los «malos
obreros» que se gloriaban en su cuerpo marcado por la circuncisión y pretendían imponer
este rito mosaico a los creyentes en Cristo (Filip. 3:1-19). Aunque Pablo había sido
circuncidado conforme a las demandas de la Ley, su confianza no estaba «en la carne»,
sino en la promesa de que un día sería transformado físicamente a la semejanza del
cuerpo glorioso del Señor (v. 21).
En segundo lugar, la esperanza en cuanto a la redención de nuestro cuerpo no es
vana porque tenemos la prenda, o sea las arras del Espíritu.
Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en
vosotros, el que levanto de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros
cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros...; y no sólo ella, sino que
también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también
gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro
cuerpo (Rom. 8:11, 23).
Había dos clases de adopción en las familias nobles de los romanos: una
privada y la otra pública. El cristiano ya ha sido recibido en la familia de Dios.
Ya es un hijo. Pero todavía está oculto, y hay quienes ponen en duda su relación filial
con el Padre, o le niegan el título de hijo al cual tiene derecho. Pero el Espíritu de
adopción mora en él. Por lo tanto, el creyente le llama Padre a su Dios, y anhela ser
públicamente manifestado entre los hijos de Dios —sus hermanos— en medio de la
gloria que irradia del trono del Padre Celestial.1
Efesios 1:5 nos dice que fuimos elegidos desde antes de la fundación del mundo
para ser adoptados como hijos de Dios; Gálatas 4:1-7 enseña que esta adopción es ya un
hecho por nuestra unión de fe con Cristo el Señor; Efesios 1:13-14 y Romanos 8:11, 23
revelan que la presencia del Espíritu Santo en nosotros es la garantía de nuestra futura y
gloriosa manifestación entre los hijos de Dios. Es claro que este despliegue de nuestra
filiación con el Padre no se efectuará sin la transformación de nuestro cuerpo. No
seremos manifestados entonces como hijos con cuerpos imperfectos, sino como hijos del
todo perfeccionados. Tal parece ser el sentido escatológico de la adopción en Cristo.
En tercer lugar, la esperanza en cuanto a la redención de nuestro cuerpo no es vana
porque tenemos las primicias de la resurrección de nuestro Salvador. Pudiera decirse que
el primer objetivo de Pablo en 1ª Cor. 15:12-20 no es demostrar la resurrección de Cristo,
sino la de todos los muertos en general, y, en particular, la de todos aquellos que han
dormido en El. Se da como un hecho que Cristo resucitó: «Pero si se predica de Cristo
que resucitó de los muertos, ¿cómo dicen algunos entre vosotros que no hay resurrección
de muertos? Porque si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó... Mas
ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho»
(vs. 12-13, 20). Se sobreentiende que habrá básicamente dos resurrecciones, la una para
vida eterna y la otra para perpetua condenación (Jn. 5:28-29). Pero en 1ª Cor. 15 el
Apóstol está interesado principalmente en la resurrección de los que han confiado en
Jesús, la cual tendrá lugar cuando El venga por su Iglesia (v. 23).
Debido a que Cristo resucitó nosotros también seremos resucitados; y así como El se
levantó de entre los muertos con un cuerpo glorioso, nosotros también tendremos un cuerpo
glorificado. «¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo vendrán?» (1ª Corintios
15:35). Pablo contesta estas preguntas en los versículos 36-50. En la esfera de la
naturaleza Dios da el cuerpo como El quiere (v. 38); de la misma manera en la
resurrección El dará a los suyos un cuerpo que sea adecuado a su reino (v. 50). El cuer-
po de resurrección será incorruptible (vs. 42, 50), glorioso (v. 43), poderoso (v. 43),
espiritual (pneumatikón, vs. 44, 46), celestial (v. 49). La expresión «imagen del celestial»
nos hace recordar las palabras que ya hemos citado de Filipenses 3:20-21. El contraste
entre el primer y el postrer Adán ilustra la gran diferencia entre el cuerpo que hemos
recibido por medio de la raza caída y el cuerpo nuevo y glorioso que surgirá en la
resurrección.
Hasta el versículo 50, Pablo ha indicado cómo resucitarán los muertos y con qué
cuerpo vendrán; pero ¿qué decir en cuanto a los creyentes que no hayan muerto antes
de la parousía del Hijo de Dios? El Apóstol comienza su respuesta diciéndonos que
estamos aquí ante un «misterio»: la revelación de algo que había estado oculto, que no
se dio a conocer a otras generaciones. John F. Walvoord dice que la Palabra «misterio» se
usa para describir «un secreto divino que no se revela en el Antiguo Testamento, Pero sí,
a lo menos hasta cierto punto, en el Nuevo».2 No era un misterio la resurrección de los
muertos, pero sí lo era esto de que un grupo de creyentes serán transformados, sin
pasar por la muerte física, cuando Cristo venga por su Iglesia.
El misterio es que no todos dormiremos, pero todos seremos transformados (v.
51). En 1ª Tes. 4: 13-18 se hace claro que los creyentes que estén sobre la tierra en aquel
día no precederán, en el disfrute de tan glorioso evento, a los que durmieron en Jesús.
Los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego, los que hayan quedado en el mundo
de los vivientes hasta ese entonces serán «arrebatados juntamente con ellos en las
nubes para recibir al Señor en el aire», y así estarán para siempre con El (v. 17). Esto es
lo que se conoce como el arrebatamiento de la Iglesia. No habrá creyente en Cristo que
sea pasado por alto en esta gran renovación final.
La idea de que sólo los creyentes que estén vigilantes esperando al Señor tendrán
parte en el arrebatamiento, y que los demás serán dejados para juicio, carece de base en
las Escrituras. En primer lugar, tanto el pasaje de Primera Tesalonicenses como el de
Primera Corintios enseñan que la totalidad de los redimidos participarán en el arrebata-
miento. La salvación no depende, en ninguno de sus aspectos, de méritos humanos, y la
bendición futura —incluyendo, por supuesto, la glorificación de nuestro cuerpo— es
también un don de la gracia divina. Además, si sólo una parte de la Iglesia fuese tras-
ladada a los cielos, el Cuerpo de Cristo sufriría división. Cristo no llevará a la gloria un
cuerpo incompleto, mutilado, desfigurado. Según la enseñanza del Nuevo Testamento, la
Iglesia es un organismo viviente del cual Cristo es la Cabeza y los cristianos los
miembros. Cristo tiene el propósito de presentarse a Sí mismo una Iglesia gloriosa que no
tenga «ni mancha, ni arruga, ni cosa semejante» (Ef. 5:27). La Iglesia es un edificio cuya
principal piedra del ángulo es Cristo, y las piedras vivas sobre El edificadas son los
cristianos. El Señor conservará la unidad e integridad de este edificio. La Iglesia es una
familia cuyo Padre es Dios, y El sabrá velar por los suyos a fin de que esta familia
vaya unida y completa a disfrutar de la gloria del arrebatamiento. La Iglesia es como
un rebaño, y el Buen Pastor no dejará ni una sola de sus ovejas para juicio en este
mundo.
Se entiende que al hablar de la Iglesia nos referimos al conjunto de los que
realmente han nacido de nuevo en Cristo y han sido, por lo tanto, bautizados por el
Espíritu Santo en un solo cuerpo, el Cuerpo de Cristo (1ª Cor. 12:13). Los que no pasan
de ser meros profesantes no entran en esta consideración. El hecho de no distinguir entre
ambos grupos —los genuinos creyentes y los meros profesantes-— puede resultar en un
entendimiento equivocado de la doctrina que venimos exponiendo.
No puede negarse que la teoría del arrebatamiento parcial se ha dejado ver, aunque
no con este nombre, en ciertas exhortaciones que se hacen desde pulpitos evangélicos en
relación con la segunda venida de Cristo y que pueden dar a los oyentes la idea de que
sólo un número privilegiado de los redimidos tendrá parte en aquel evento. Quizás hemos
querido presentar un gran incentivo para la vida de santidad con el anuncio de que si no
estamos velando y orando, el Señor nos dejará en esta tierra para juicio. Ciertamente la
Iglesia es exhortada a velar y orar (1ª Tes. 5:6; Tito 2:13, etc.). Pero la participación
en el arrebatamiento no depende de méritos humanos —repitámoslo—, sino de la obra de
Cristo a favor de los que creen en El. El verdadero cristiano no es fiel en la santidad y el
servicio para tener parte en el arrebatamiento; al contrario, lo es precisamente porque
está cierto de que Dios, en su gracia, le ha dado ya un glorioso destino.
Si alguien dice: «Puedo vivir como yo quiera, puesto que al fin y al cabo seré
glorificado», está echando con sus mismas palabras una sombra de duda sobre la
realidad de su profesión cristiana. La persona genuinamente convertida no puede entrete-
ner en su mente tal pensamiento, mucho menos expresarlo como un desafío a Dios o
hacerlo la norma de su vida. No olvidemos que el mal uso que algunas mentes desviadas
hagan de la doctrina bíblica del arrebatamiento no destruye el testimonio apostólico
tocante al propósito de Dios para su Iglesia. Según este testimonio, el arrebatamiento
será total, no parcial.
Volviendo al pasaje de Primera Corintios 15:51-53 vemos también que el
arrebatamiento se efectuará «en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final
trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y
nosotros seremos transformados» (v. 52). Dice A. T. Robertson que el término que se
traduce «en un abrir y cerrar de ojos» lo usaban los griegos para referirse, entre otras
cosas, al golpe veloz de un ala, al tremular o vibrar de las cuerdas del arpa, al
parpadear de las estrellas.3 La idea de rapidez es la que recibe énfasis en esta figura de
lenguaje. Si consideramos cuan rápido se cierra y se abre el ojo humano ante un
estímulo externo, ya podemos imaginar la velocidad con que se realizará el evento de la
resurrección de los muertos en Cristo y la transformación de los creyentes que hayan
quedado en este mundo hasta la venida del Señor por su Iglesia. No habrá un proceso
lento y doloroso para la transformación, y tanto los que resuciten como los que sean
transformados recibirán un cuerpo glorificado.
Más allá de las características generales señaladas por este pasaje, no tenemos
revelación directa de la naturaleza y las actividades del cuerpo glorificado. Pero podemos
formarnos una idea de ello si consideramos el cuerpo de resurrección del Señor Jesucristo,
ya que, como hemos visto, seremos transformados a la semejanza del cuerpo de su
gloria (Filip. 3:20-21).
Según Juan 20:17, María Magdalena toca al Maestro resucitado (literalmente, se
abraza a El procurando retenerle). Esto no sería posible de no tener El un cuerpo real.
Mateo 28:9 dice también que las dos mujeres abrazaron los pies de Jesús y lo adoraron.
Los dos discípulos que iban a Emaús vieron al Señor y conversaron con El,
aunque no le reconocieron de inmediato. El evangelista explica que «los ojos de ellos
estaban velados, para que no le conociesen» (Lc. 24:16). Pero cuando llegaron a la aldea
de Emaús, invitaron al Maestro a quedarse con ellos, y le reconocieron en el momento
que El bendijo y repartió el pan. «Mas El desapareció de su vista» (v. 31). Esta
desaparición súbita del Señor no indica que careciese de un cuerpo real, pues todo el
relato indica que sí lo tenía. El caminó con ellos, les habló, se sentó a la mesa, tomó el
pan, lo partió y les dio (v. 30). En realidad ellos no necesitaban más evidencia de la
resurrección de su Maestro.
Los dos discípulos se fueron inmediatamente a Jerusalén, al lugar donde estaban
reunidos los once, y mientras comentaban los extraordinarios sucesos de aquel día,
«Jesús se puso en medio de ellos y les dijo: Paz a vosotros» (Lc. 24:36). Ellos se atemori-
zaron creyendo que «veían espíritu». Entonces el Señor les dio pruebas de la realidad de su
cuerpo resucitado. En primer lugar les dice: «Mirad mis manos y mis pies, que yo
mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo
tengo. Y diciendo esto, les mostró las manos y los pies» (Lc. 24:39-40). La evidencia era
poderosa, pero los discípulos no podían creer lo que sus ojos miraban, tal era el gozo
que les embargaba. Entonces el Maestro les da otra prueba de la realidad de su
resurrección. Pidió algún alimento y comió delante de ellos (Lc. 24:41-43).
De acuerdo al relato del apóstol Juan: «Cuando llegó la noche de aquel mismo
día, el primero de la semana, estando las puertas cerradas en el lugar donde los
discípulos estaban reunidos por miedo de los judíos, vino Jesús, y puesto en medio de
ellos, les dijo: Paz a vosotros» (20:19). Comentando sobre este versículo, Bonnet y
Schroeder dicen: «todas las tentativas hechas para explicar la entrada de Jesús de un
modo natural hacen violencia al texto».4 La narrativa parece indicar que el Cristo
resucitado podía entrar en un cuarto cuyas puertas estuviesen cerradas, como si su
cuerpo se hubiese liberado ya de las limitaciones que impone el espacio. En esta reflexión
no podemos menos que recordar que Jesús pudo ascender corporalmente al cielo (Hech.
1:9).
Con base en todos los pasajes bíblicos aquí considerados podemos concluir que Jesús
tenía un cuerpo de carne y hueso; que este cuerpo podía identificarse como el mismo que
El había ofrecido en la cruz; pero que siendo ya un cuerpo resucitado, había adquirido
ciertas cualidades que le eran muy propias, como la de hallarse libre de limitaciones a que
están sujetos nuestros cuerpos terrenales.
Y tomando como punto de partida lo que sabemos tocante al cuerpo resucitado de
Cristo, es posible decir que nuestro cuerpo glorificado tendrá también carne y huesos,
«y corresponderá en sus características externas a nuestros cuerpos actuales, aunque la
substancia misma difiera de la que ahora forma nuestro ser físico».5 Seremos todavía los
mismos en el sentido de que podremos ser reconocidos por aquellos con quienes hemos
estado en la tierra. Pero tendremos un cuerpo glorioso y poderoso, espiritual y no
natural, celestial y no terrenal.
II
Transformados a la imagen del Señor
El apóstol Juan escribe:
Pero vemos a aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles, a
Jesús, coronado de gloria y de honra, a causa del padecimiento de la muerte,
para que por la gracia de Dios gustase la muerte por todos. Porque convenía
a aquel por cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsis-
ten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por
aflicciones al autor de la salvación de ellos (Heb. 2:9-10).
1 Wm. S. Plumer, Commentary on Romans (Grand Rapids Michigan: Kregel Publications, 1971), pág.
411.
2 John F. Walvoord, The Church in Prophecy (Grand Rapids, Michigan: Zondervan Publishing
House, 1970), pág. 96.
3 A. T. Robertson, Word Pictures in the New Testament (Nashville, Tennessee: The Broadman
Press, 1931), IV, página 198.
4 Luis Bonnet y Alfredo Schroeder, Comentario del Nuevo Testamento (Buenos Aires: Editorial Evangélica
Bautista, 1956;. II, págs. 359-360.
5 Walvoord, op. cit., pág. 103.
LA RENOVACION COSMICA EN CRISTO
Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas.
Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas.
(Apoc. 21:5)
No es necesario profundizar mucho en el estudio de las Sagradas Escrituras para
descubrir que la renovación en Cristo se extiende al individuo creyente y a toda la
creación. James I. Packer tiene sobrada razón al decir que uno de los logros más im-
portantes de la teología de los últimos dos siglos, y quizás en el presente más que en
cualquier otro período anterior, «ha sido el reconocimiento de la dimensión cósmica de la
obra salvífica de Dios, tal como ésta se revela en la Biblia».1
Pero resulta imposible pensar en el alcance cósmico del Evangelio sin darle lugar
en la reflexión teológica al estudio de las últimas cosas, o sea la escatología bíblica. No es
de extrañar, por lo tanto, que en nuestro siglo lo escatológico haya sido objeto de
renovado interés aun entre los teólogos no conservadores.
Emil Brunner, destacado representante de la neo-ortodoxia, aboga por un retorno a
la esperanza evangélica, aunque rechaza las proposiciones bíblicas como fundamento de
esta esperanza y prefiere no comprometerse con la apocalíptica judeo-cristiana, a la
manera «fundamentalista».2 Comentando sobre las ideas de Ernst Käsemann, de la escuela
bultmanniana, Heinz Zahrant dice:
Esta es una regeneración en el sentido propio del término, porque significa una
renovación de todas las cosas visibles, cuando lo antiguo haya pasado y los cielos
y la tierra sean hechos nuevos.7
Según Juan el Evangelista, Cristo «a lo suyo vino, y los suyos no le recibieron» (Jn.
1:11). Y San Pablo explica que aunque permanece en este tiempo «un remanente escogido
por gracia» (Rom. 11:5), el pueblo israelita, en general, tiene puesto un «velo» que le
impide ver la gloria del Evangelio y que sólo Cristo puede quitar (2ª Cor. 3:14-17). Ha
acontecido a Israel un endurecimiento en parte, «hasta que haya entrado la plenitud de los
gentiles» (Rom. 11:25), o sea hasta que se complete el número de gentiles que han de ser
salvos en esta era de la Iglesia. El Cuerpo de Cristo, formado de judíos y gentiles, es
ahora el pueblo del Señor. Pero El no ha desechado a Israel (Rom. 11:1-2). El propósito
divino tocante a este pueblo no se ha cambiado. Los pactos de bendición nacional para
Israel son incondicionales e inviolables. Dios ha jurado por Sí mismo que habrá de
cumplirlos al pie de la letra. «Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de
Dios» (Rom. 11:29).
Una de las grandes doctrinas que se destacan en los capítulos 9-11 de Romanos es
la de la elección divina. De acuerdo a su sabiduría infinita, y en el soberano ejercicio de
su gracia, Dios escogió a Israel entre todas las naciones para que llegase a ser «el pueblo
de su heredad» (Dt. 4:20), no porque fuese «más que todos los pueblos», pues en
realidad era «el más insignificante de todos ellos», sino porque 1o amó y quiso guardar el
pacto que antaño había jurado a los padres, a Abraham, Isaac y Jacob (Dt. 7:6-11). Y
ha sido también una elección de gracia la que ha alcanzado a los gentiles y judíos que
han creído el Evangelio (Rom. 11:5-6, 20, 25, 30-32). Por lo tanto, toda jactancia queda
excluida.
Encontramos también en Romanos 9-11 un gran incentivo para la evangelización
entre los israelíes. El endurecimiento de la nación hebrea no es definitivo, sino
temporal, y —lo que es más importante para nosotros en este tiempo— no es total, sino
«en parte» (Rom. 11:25). Ha quedado «un remanente escogido por gracia» (Rom. 11:5), un
gran número de judíos que están abiertos al testimonio de Cristo, que pueden ser
provocados a celos por la salvación de los gentiles (Rom. 11:11) y responder
positivamente al llamado del Evangelio. El Apóstol no abandonó la esperanza de que se
salvasen «algunos» de sus hermanos según la carne (Rom. 9:1-5; 11:11-14). Este era
uno de los más grandes anhelos de su corazón, uno de los motivos más sentidos en
sus plegarias, y una de las razones más poderosas de sus incansables esfuerzos
misioneros.
De la enseñanza paulina puede deducirse que «la plenitud de los gentiles» no se
alcanzará aparte de la salvación del remanente de Israel «escogido por gracia» para esta
era (Rom. 11:5). Uno de los grandes distintivos de la Iglesia Cristiana es precisamente el
hecho de estar constituida por judíos y gentiles (Ef. 2:11-3:13). Este es el propósito de
Dios para nuestro tiempo: formar el Cuerpo de Cristo, el organismo integrado por judíos
y gentiles, el nuevo hombre, la nueva raza, la nueva humanidad. Sin los judíos salvos
en Cristo la Iglesia estaría incompleta.
Recordemos, además, que actualmente «todos» —judíos y gentiles— «están bajo
pecado» (Rom. 3:9), y que el único camino de salvación, tanto para el judío como para
el gentil, es el Evangelio. A Israel le ha acontecido «endurecimiento en parte», y
procurando establecer su propia justicia, no ha querido sujetarse a la justicia de Dios, la
cual es por la fe en Cristo (Rom. 10:1-13). Pero el Evangelio es el poder de Dios para
salvación a todo aquel que cree, «al judío primeramente, y después al griego» (Ro-
manos 1:16). «Porque no hay diferencia entre judío y griego, pues el mismo que es Señor
de todo, es rico para con todos los que le invocan; porque todo aquel que invocare el
nombre del Señor, será salvo» (Romanos 10:12-13). Mas ¿cómo invocarán «a aquel en el
cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin
haber quien les predice? ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados?» (Rom. 10:14-15).
Estas preguntas que tantas veces hemos repetido para promover la obra misionera
entre los pueblos gentiles se refieren en primer lugar, según el contexto, a la
evangelización de los judíos. Cabe preguntarnos si estamos haciendo todo lo posible —
como individuos y como Iglesia— para alcanzar con las buenas noticias de la salvación
en Cristo al remanente israelita escogido por gracia. Nuestra responsabilidad misionera
hacia este pueblo es ineludible.
Dios ama a su pueblo Israel y ha determinado protegerlo para siempre; pero desde
el principio le ha advertido tocante al castigo de la desobediencia (Lev. 26:14-43; Dt.
4:15-28; 11:26-28; 28:15-68). A través de su historia Israel ha experimentado muchos de
los sufrimientos mencionados en éstos y otros pasajes; sin embargo, según el Señor
Jesucristo, habrá en el futuro «gran tribulación, cuál no ha habido desde el principio
del mundo hasta ahora, ni la habrá» (Mt. 24:21).
No hay razón para no aceptar esta declaración del Maestro sin rodeos, tal como
El la hizo, en su sentido histórico-profético. Hasta el día en que El pronunció estas
palabras no había habido «desde el principio del mundo» (sentido histórico) tribulación
igual a la que El anuncia (sentido profético). Tampoco la ha habido hasta el día de hoy.
En el año 70 de nuestra era, cuando el ejército de Tito destruyó la ciudad de Jerusalén, no
se cumplió lo de «la abominación desoladora de que habló el profeta Daniel» (Mt. 24:15;
Dn. 9:24-27; 11:31; 12:11). Los apóstoles Pablo y Juan contemplan todavía en el horizonte
profético la venida del Desolador (2ª Tes. 2; Ap. 13). Hay otras señales apocalípticas que
tampoco han tenido lugar (Mt. 24:29; Le. 21:25-26), y que según el Señor le
antecederán de manera muy inmediata en su segunda venida (Mt. 24:30; Lc. 21:27).
Además, en las Escrituras se sugiere el alcance mundial de la gran tribulación, lo que
Joachim Jeremías llama «la conflagración mundial (Lc. 12:49), el bautismo cósmico de
pasión (v. 50)».9
Aunque los tremendos juicios de aquellos días caerán sobre todas las naciones,
servirán también de manera muy especial para disciplinar a Israel (Jeremías 30:7; Sof.
1; etc.). Jerusalén llegará a ser de nuevo motivo de contienda en la escena interna-
cional y se verá cercada por las naciones gentiles (Zac. 12:3; 14:2). Habrá gran
mortandad en el pueblo escogido. Ciertamente será un «tiempo de angustia para Jacob».
Pero Dios se valdrá de la tribulación para purificar, como en un crisol, a los hijos de
Israel. Ellos serán fundidos como se funde la plata, y probados como se prueba el oro
(Zac. 13:8-9).
Como en otras épocas de la historia, no faltará un remanente israelita que será
fiel a su Dios. Ellos anunciarán la salvación divina, darán testimonio valiente de que
Jesús de Nazaret es el Cristo, el Señor (Ap. 7:1-8), y verán un gran número de gentiles
convirtiéndose a El (Ap. 7:9-17). Abundarán entonces los mártires, porque la Bestia no
podrá tolerar ninguna oposición a su culto satánico (Ap. 13:7-8; 20:4).
En medio del dolor Israel clamará a Yavé, y El inclinará su oído, en cumplimiento
de lo que prometió por medio de Moisés su siervo:
Se repetirá entonces, en cierto modo, la historia del Éxodo, cuando las plagas de
Jehová caigan implacablemente sobre el opresor, pero esta vez a escala mundial. Y se
escuchará nuevamente de parte de Israel el cántico de redención (Ap. 11:15-19; 14:1-5).
Asimismo acontecerá en aquel tiempo, que Jehová alzará otra vez su mano
para recobrar el remanente de su pueblo que aún quede en Asiría, Egipto,
Patros, Etiopía, Elam, Sinar y Hamat, y en las costas del mar. Y levantará
pendón a las naciones, y juntará los desterrados de Israel, y reunirá los
esparcidos de Judá de los cuatro confines de la tierra (Is. 11:11-12).
Vivo yo, dice Jehová el Señor, que con mano fuerte y brazo extendido, y
enojo derramado, he de reinar sobre vosotros; y os sacaré de entre los
pueblos, y os reuniré de las tierras en que estáis esparcidos, con mano fuerte
y brazo extendido, y enojo derramado; y os traeré al desierto de los pueblos, y
allí litigaré con vosotros cara a cara (Ez. 20:33-35).
Y yo os tomaré de las naciones, y os recogeré de todas las tierras, y os
traeré a vuestro país (Ezequiel 36:24).
Por supuesto, los rebeldes serán juzgados y no entrarán en la tierra prometida (Ez.
20:34-38), así como los que murmuraron y se rebelaron contra Jehová en el desierto,
en tiempo de Moisés, se quedaron fuera de Canaán. Pero la nación como un todo será
restaurada en Palestina. Dice el profeta Amos:
I
La naturaleza del reino mesiánico
Al rebelarse contra el Creador, Satanás le dio origen al reino del pecado. Después
extendió su inicuo dominio a la tierra y a toda la Humanidad por medio de la
desobediencia de nuestros primeros padres, a quienes condujo al mal (Gn. 3; Rom. 5:12-
21). Ha habido, por lo tanto, desde la entrada del pecado en el universo, dos reinos
antagónicos entre sí: el reino de las tinieblas y el reino de la luz admirable. Pero el
dualismo que habla de un conflicto cósmico perenne entre dos poderes iguales, absolutos,
soberanos, se excluye de la revelación bíblica. El príncipe de las tinieblas no es igual a
Dios. Su poder tiene límites que la voluntad divina le impone. Dios tiene la primera y la
última palabra en el tiempo y en la eternidad. El Maligno no puede actuar más allá de
donde le permite hacerlo el Creador (Job 1-2; Lc. 22:31; Mt. 4:1-11; 1ª Jn. 4:4; 1ª Cor.
10:13).
En la actualidad el mundo se encuentra arrullado placenteramente en los
brazos del Engañador (1ª Jn. 5:19), quien ha cegado a los hombres para que no les
resplandezca la luz gloriosa del Evangelio (2ª Cor. 4:4). Satanás es «el príncipe de este
mundo» (Jn. 12:31) y se cree con derecho a decidir la suerte de todos los reinos
terrenales (Mt. 4:8). Pero Dios es el soberano legítimo y no ha dejado de ejercer su
soberanía sobre toda la creación.
La caída de Satanás y el hombre en el pecado no fue una sorpresa para Dios.
Aun antes de la fundación del mundo existía ya en el consejo de la Trinidad un plan
maestro para vindicar la justicia divina, liberar del pecado al hombre y manifestar la
gloria del Creador en la misma escena donde el mal asentaría su imperio. En otras
palabras, éste es un plan soteriológico,12 porque busca salvar al hombre; pero más que
todo es doxológico, porque su finalidad suprema es la de glorificar a Dios en la
manifestación de su soberanía delante de todo lo creado. Pero es asimismo un plan
cristológico, puesto que la Segunda Persona de la Trinidad es el agente directo en la
realización del propósito divino, y, además, es pneumatológico, porque es el Espíritu
quien se encarga de comunicar los beneficios de la obra redentora.
Dios ha determinado manifestar en forma visible aquí en el mundo su reinado de
justicia y paz. El pecado tuvo consecuencias cósmicas. Donde Dios había creado orden,
entró el caos, la rebelión, la muerte. El mal comenzó en las esferas angélicas, se
posesionó del hombre y afectó aun a la Naturaleza. De ahí que «toda la creación gime»
esperando el día de su liberación (Rom. 8:22-23). Todo esto indica que la obra de
restauración debe tener también un alcance cósmico, universal, aunque no universalista.
Se trata mucho más que de liberar al hombre de las fuerzas que le oprimen y le
envilecen en este mundo. En la empresa redentora se hallan comprometidos el honor, la
justicia y la gloria de Dios. Y El se ha propuesto hacer, no solamente un hombre nuevo,
sino también una tierra y un cielo nuevos donde more la justicia (Is. 65:17; 2ª Ped. 3:13).
El propósito de Dios es uno, y al mismo tiempo múltiple; personal, y también colectivo.
Se busca liberar al individuo, pero se tiene en mente además la formación de una
sociedad nueva donde el hombre se humanice verdaderamente en su relación vertical con
Dios y en su relación horizontal con el prójimo.
La esperanza mesiánica tiene que ver con el cielo y con la tierra, con el
individuo y con la sociedad.
Las fuerzas demoníacas se han posesionado del mundo. Satanás tiene que ser
derrotado en su propio terreno. El Mesías hará nuevas todas las cosas, no sólo en el cielo,
sino también en esta tierra que es morada del hombre. La caída fue literal y tuvo efectos
espirituales, morales, sociales y materiales. La obra liberadora será también literal e
incluirá todos los aspectos de la vida humana.
Según el Antiguo Testamento, el reinado del Mesías se extenderá por todo el
mundo y tendrá por capital la ciudad de Jerusalén (Is. 2:1-3; Sal. 2:8; 89:19-37) Is. 11:9;
62:1-7; Dn. 7:13-14; Zac. 14:9). Se efectuarán grandes cambios geológicos, el clima será
siempre favorable, y aumentará la fertilidad del suelo. Habrá abundancia de bienes
materiales. La Naturaleza volverá a ser en todo propicia al hombre. Disminuirá de
manera extraordinaria el poder de la muerte y lo corriente será alcanzar la longevidad,
de tal manera que se considerará a una persona de cien años como si fuese un niño
todavía (Is. 11:6-9; 35; 32:14-20; 65:20-24; Amos 9:13-15; Zac. 14:3-4).
El reino será establecido por el Mesías mismo, quien gobernará personalmente al
mundo con vara de hierro, de acuerdo a las normas de su propia justicia (Sal. 2; Is. 11:3-
5; Ap. 19:15). La justicia social que hoy día tanto anhelamos será entonces una realidad
para todos los hombres y para todas las naciones (Is. 2:4; 9:7; 60:17-18; Miq. 4:2-3).
Reinará la paz: «y martillarán sus espadas para azadones, y sus lanzas para hoces; no
alzará espada nación contra nación, ni se ensayarán más para la guerra. Y se sentará
cada uno debajo de su vid y debajo de su higuera, y no habrá quien los amedrente» (Miq.
4:3-4).
Esta sociedad justa y pacífica será posible debido a las grandes transformaciones
espirituales que el Mesías efectuará "en el mundo. Satanás estará encadenado por mil
años en el abismo (Ap. 20:1-3); en el reino entrarán solamente personas regeneradas;
habrá un derramamiento del Espíritu sobre toda carne (Is. 44:3; 59:21; 61:3; Joel 2:28-
29); el conocimiento de Dios será universal (Jer. 31:33-36; 32:37-44), y todas las
circunstancias serán favorables para que aun los que nazcan durante el milenio puedan
convertirse y servir al Señor.
Puesto que este nuevo orden de cosas será instaurado por el Mesías mismo en su
segunda venida a la tierra, es evidente que no se trata aquí de una evolución religioso-
cultural de la Humanidad, sino de una irrupción del poder divino en el plano de la historia.
En su explicación de la imagen que Nabucodonosor vio en un sueño, el profeta
Daniel dice que hay cinco imperios mundiales; el primero de ellos es el babilónico, y el
último el mesiánico. Los cinco imperios se establecen en la tierra, pero el último es de
origen divino. Una piedra no cortada con mano —es decir, un imperio no humano— cae
repentinamente y hiere a la imagen en sus pies de hierro y barro cocido, y los
desmenuza (Dn. 2:34). Así se establece el imperio que «no será jamás destruido», ni
«será dejado a otro pueblo» (Dn. 2:44). El Señor Jesucristo habló también de su venida
súbita al mundo: «Porque como el relámpago que sale del oriente y se muestra hasta el
occidente, así será también la venida del Hijo del Hombre... Pero del día y la hora
nadie sabe, ni aun los ángeles de los cielos, sino sólo mi Padre» (Mt. 24:27, 36). Y el
apóstol San Pablo advierte: «Porque vosotros sabéis perfectamente que el día del Señor
vendrá así como ladrón en la noche; que cuando digan: Paz y seguridad, entonces vendrá
sobre ellos destrucción repentina, como los dolores a la mujer encinta, y no escaparán»
(1ª Tes. 5:2-3).
II
La realidad del reino mesiánico
¿Habrá en verdad sobre la tierra un reino como el que hemos descrito en los
párrafos anteriores? Esta pregunta nos enfrenta al hecho de que a través de casi veinte
siglos de historia eclesiástica no siempre ha habido unanimidad en la interpretación de
las profecías mesiánicas. A esto se debe que en teología se habla de amilenaristas (que
no aceptan la idea de que habrá un reino milenario en el mundo) y milenaristas o
quiliastas13 (que creen en un milenio literal). Los milenaristas se dividen en
postmílenaristas (que enseñan que Cristo no vendrá antes, sino después del milenio, y que
éste será prácticamente establecido por la Iglesia) y premilenaristas (que sustentan la
doctrina de que el milenio no será instaurado hasta la segunda venida de Cristo al mun-
do).14 Hay otras posiciones teológicas que varían poco o mucho de las aquí mencionadas.
Por ejemplo, algunos parecen creer en una forma futura, terrenal, visible, del reino de
Dios, pero no ven la necesidad de decir que ese reino durará mil años y que todas las
profecías se cumplirán al pie de la letra. Otros se inclinan a identificar el futuro
reino mesiánico con alguna forma de progreso o cambio puramente humano.
No hay evidencia de que los cristianos de los tiempos apostólicos hayan
interpretado el reino futuro del Mesías como un estado ideal, pero metahistórico y
extraterreno, ni que lo hayan reducido a una experiencia mística del cristiano que intenta
alejarse del mundo para no contaminarse del mal. Tampoco identificaron el reino
mesiánico con determinado sistema político-social, ya fuese el partido imperialista de los
herodianos o el movimiento nacionalista y revolucionario de los zelotes. En los Evangelios,
que no fueron de los primeros libros novotestamentarios en escribirse, y en el
Apocalipsis, considerado como el sello de la revelación bíblica, se halla muy palpitante
la esperanza de un reino que será terrenal e intrahis-tórico, a la vez que espiritual y de
origen divino.
La perspectiva apocalíptica comenzó a perderse aun en la iglesia llamada
postapostólica. No pocos cristianos daban la impresión de haberse cansado de esperar
a su Señor, y especialmente en medio de las persecuciones cobró ímpetu la tendencia de
limitar el reino de Dios al estado celestial, ultraterreno. El apocalipticismo fue quedando
relegado a ciertos grupos que eran considerados fanáticos y que estaban marginados de
la Iglesia Universal.
En el siglo IV la Iglesia se convirtió de perseguida en protegida del Imperio
Romano, y dejó de mirar al cielo para deleitarse en las cosas del suelo. La figura del rey
terrenal eclipsó a la del Rey celestial. La esperanza mesiánica sufrió mengua. Las
circunstancias político-sociales influyeron poderosamente en la hermenéutica del reino.
Luego, la teología de Agustín fue determinante para identificar la Iglesia con el
reino. Según el concepto agustiniano, la Ciudad de Dios comenzó con Adán y Abel y
creció a través de los siglos hasta aparecer como sociedad visible en la Iglesia. La ciudad
de Satanás, marcada por el egoísmo, se opone a la Iglesia, pero su destino se halla en
las tinieblas eternas. Agustín abre la puerta para que se identifique la era mesiánica con
la Iglesia visible, la cual llega a ser la meta de la historia en la tierra. El reino de
Dios se extiende por el mundo por medio de la misión y la expansión de la Iglesia
visible. Despues de la era de la Iglesia sólo queda la eternidad. El triunfalismo
jerárquico no se hizo esperar, y no fue difícil creer que siendo la Iglesia visible el reino
de Dios, no podía haber salvación fuera de ella {extra ecclesia nulla salus). La doctrina
agustiniana del reino es la que tradicionalmente ha prevalecido en el catolicismo
latinoamericano. Pero a partir del Vaticano Segundo ha habido un cambio de énfasis en
cuanto a esta enseñanza. Se habla más del reino que no ha venido del todo, pero que
está viniendo, y de una Iglesia peregrina que no ha llegado a su meta, pero que va en
camino.15
Los Reformadores subrayaron, en oposición a la jerarquía católico-romana, el
carácter espiritual e invisible del reino, aunque no perdieron de vista su dimensión
presente, o sea su desarrollo en la historia. Identificaron el reino con la Iglesia invisible.
Fueron los protestantes del ala izquierda de la Reforma los que se esforzaron por
recuperar el concepto apocalíptico del reino. En el caso de los pietistas del protestantismo,
el reino se espiritualiza e individualiza como un estado de paz y gozo que la gracia opera
en el corazón del creyente. La influencia de los teólogos reformados, y de otros grupos
protestantes de los siglos XVI al XVIII, se ha dejado sentir especialmente en las «iglesias
históricas» del protestantismo latinoamericano.
Los protestantes liberales del siglo XIX exaltaron la idea de progreso o evolución
en su concepto del reino. Cargado de gran optimismo, el teólogo liberal cree que la
Humanidad va en ascenso al establecimiento de una sociedad ideal. Esta utopía halla
una de sus mejores y más entusiastas expresiones en el ya célebre «evangelio social».
Sin embargo, en lugar del reino, lo que viene es el infierno de la Primera Guerra
Mundial, y el esquema teológico de los liberales tiene que sufrir cambios muy
significativos.
Entre los escombros del liberalismo se levanta la voz de Karl Barth
proclamando la trascendencia y la soberanía de Dios, la autoridad de la Palabra divina
y la pecaminosidad del hombre. La neo-ortodoxia parece haber ejercido mucha más
influencia que el antiguo liberalismo en el pensamiento teológico latinoamericano. Mas
no puede decirse que «la teología de la Palabra» haya restituido el sentido apocalíptico del
reino. En realidad hay teólogos conservadores que se preguntan si el significado de lo
histórico y escatológico es el mismo en la neo-ortodoxia que en la teología evangélica
tradicional.
Emil Brunner señala el rotundo fracaso de la «fe en el progreso humano» y aboga
por el regreso a la esperanza cristiana, que, según él, no es de ninguna manera la que
abrigó la Edad Media, ni la que sustentó la Reforma. Descarta «la revelación de Dios
en las Escrituras» como fundamento de la esperanza y afirma que la base está en «la
revelación de Dios en Jesucristo». Las proposiciones de la Biblia referentes al futuro
«no sólo aparecen contradictorias sino cargadas de representaciones míticas, que nos
son extrañas, y que han llegado a perder en parte el sentido».16 Al rechazar en esta
forma la revelación objetiva de la Biblia, Brunner no puede escaparse del subjetivismo
escatológico.
Comentando sobre la neo-ortodoxia, Rosemary R. Reuter dice:
Reuter ve, como parte del esfuerzo por recuperar una nueva base para la
esperanza, el humanismo marxista, la Nueva Izquierda, y el diálogo cristiano-
marxista.18
Para los teólogos liberacionistas latinoamericanos la utopía no significa ya
lo irrealizable, lo que no tiene lugar en el plano de las realidades humanas, sino
lo que es posible para el hombre que ha tomado conciencia de su condición de
oprimido y que está dispuesto a liberarse. Según Gustavo Gutiérrez,
Ese reino de Dios se debería llamar más bien, de acuerdo con la Biblia,
«reino de Cristo»; no se identifica con entidad estatal alguna, siempre transitoria, ni
tampoco adecuadamente con la Iglesia en este mundo, la cual es la comunidad de los
que creen en le reino del Dios venidero, que acabará con la historia de este mundo...26
Pero el día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos
pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y
las obras que en ella hay serán quemadas. Puesto que todas estas cosas han de ser
deshechas, ¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir,
esperando y apresurándoos para la venida del día de Dios, en el cual los cielos,
encendiéndose, serán deshechos, y los elementos, siendo quemados, se fundirán! Pero
nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales
mora la justicia (3:10-13).30
En los días de Noé el mundo pereció anegado en agua, «pero los cielos y la tierra
que existen ahora, están reservados por la misma palabra, guardados para el fuego en
el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos» (2ª Ped. 3:6-7).
«He aquí —dice el Señor—, yo hago nuevas todas las cosas» (Ap. 21:5). Habrá una
total renovación física —una nueva creación— y una completa renovación moral y
espiritual. El Engañador de las naciones será lanzado en el lago de fuego y azufre,
donde sufrirá el tormento «día y noche por los siglos de los siglos» (Ap. 20:10). Allí le
acompañarán los rebeldes de todos los pueblos, de todas las razas, de todas las
condiciones sociales, de todos los tiempos (Ap. 20:11-15). Esta será «la muerte
segunda», o sea el hecho de quedar separados eternamente de Dios. En definitiva, el
Bien triunfará sobre el mal. El Señor de cielos y tierra dirá la última palabra en la con-
sumación del drama que ha tenido como escenario, en el correr de los siglos, el
planeta tierra.
Ante la mirada extasiada del profeta aparecen entonces «un cielo nuevo y una
nueva tierra, porque el primer cielo y la primera tierra pasaron» (Apocalipsis 21:1). Dios
levantará su tabernáculo entre los hombres y morará con ellos para siempre. Ellos serán su
pueblo, y El será su Dios. «Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no
habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron»
(Ap. 21:4). El pecado y la maldición no entrarán jamás en la nueva morada de los
hombres.
Surgirá así una nueva creación que no es posible describir por completo en términos
de la vieja creación. El lenguaje humano es insuficiente para comunicar el esplendor, la
belleza, la hermosura, de la «santa ciudad», y más que todo muy pobre para expresar la
bienaventuranza de los que vivirán teniendo como luz perpetua la gloria del Señor (Ap.
21:1 -22:5). No debe extrañarnos que la revelación tocante a los nuevos cielos y la nueva
tierra sea tan escasa. Cuando Pablo fue arrebatado al paraíso, «oyó palabras inefables que
no le es dado al hombre expresar» (2ª Cor. 12:4). Sin duda, Juan el apóstol también vio
cosas que tampoco pueden explicarse del todo en el idioma balbuciente de la
Humanidad.
Al llegar la reina de Saba a Jerusalén y ver toda la sabiduría de Salomón y todo lo
que él había hecho en aquella hermosa ciudad, le dijo al rey:
Mayor sorpresa será la nuestra cuando entremos por las puertas de la nueva
Jerusalén y nos veamos circundados por la gloria del Señor, y escuchemos maravillados al
gran coro de todos los santos, de todas las épocas, entonar el cántico de la redención.
Como la reina de Saba diremos: No se nos había dicho ni aun la mitad. Y
contemplando el espectáculo magnífico e incomparable de los nuevos cielos y la nueva
tierra, donde para siempre morará la justicia, exclamaremos llenos de inmenso júbilo:
¡ESTO ES RENOVACIÓN!
NOTAS A LA RENOVACION COSMICA EN CRISTO
1 «The Way of Salvation», Bibliotheca Sacra (octubre-diciembre 1972), vol. 129, num. 516, pág.
294.
2 Emil Brunner, La esperanza del hombre (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1973), págs. 91, 135-39.
3 Heinz Zahmt, A vueltas con Dios (Zaragoza: Hechos y Dichos, 1973), pág. 308.
4 Jürgen Moltmann, Teología de la esperanza (Salamanca: Editorial Sígueme, 1969).
5 Op. cit, pág. 128.
6 John L. Nuelsen, «Regeneration», The International Standard Bible Encyclopedia (Grand Rapids,
Michigan: Wm. B. Eerdmans Publishing Co., 1949), IV, pág. 2546.
7 Idem.
8 F. Büchsel, «Palingenesía», Theological Dictionary of the New Testament (Grand Rapids, Michigan:
Wm. B. Eerdmans Publishing Co., 1965), I, págs. 686-89.
9 Teología del Nuevo Testamento (Salamanca: Editorial Sígueme, 1974), pág. 154.
10 Herman Kleinknecht y otros, «Basileús, basileía, etc.» Theological Dictionary of the New Testament,
Gerhard Kittel, editor; traducido por G. W. Bromiley (Grand Rapids, Michigan: Wm. B. Eerdmans
Publishing Company, 1965), I, páginas 564-80.
11 Del griego doxa, gloria.
12 Del griego sotería, salvación; soter, salvador.
13 Del griego quilia, mil.
14 En favor de la brevedad la descripción de estas corrientes teológicas se hace aquí en términos muy
generales.
15 «Constitución sobre la Iglesia», Documentos del Segundo Concilio Vaticano.
16 Emil Brunner, La esperanza del hombre (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1973), págs. 31-36.
17 Rosemary R. Reuter, El reino de los extremistas (Buenos Aires: Editorial La Aurora, 1971), pág. 240.
18 Reuter, op. cit., pág. 240.
19 Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación (Salamanca: Editorial Sígueme, 1972), págs. 310-15.
20 Gutié rrez , op. cit , pá gs. 239-240.
21 Hugo Assmann, Teología desde la praxis de la liberación (Salamanca: Ediciones Sigueme, 1973), pág. 24.
22 John Bright, La historia de Israel (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1970), págs. 484-85. Véase también R.
Schnackenburg, Reino y reinado de Dios (Madrid: Ediciones Fax, 1967), páginas 51-58.
23 «Apocalíptica», Sacramentum Mundi (Barcelona: Herder, 1972), I, págs. 322-30.
24 James Stalker, «Kingdom of God (of heaven)», The International Standard Bible Encyclopedia (Grand
Rapids, Michigan: Wm. B. Eerdmans Publishing Co., 1960), III, pág. 1806.
25 The New Bible Dictionary (London: Inter-Varsity Press, 1970), pág. 695.
26 Diccionario Teológico (Barcelona: Editorial Herder, 1966), pág. 614.
27 The New Bible Dictionary, págs. 856-57.
28 En el original de Apocalipsis 1:6 puede leerse reino.
29 Charles C. Ryrie, La Biblia en las noticias de mañana, traducción del inglés (Puebla, México:
Ediciones las Américas, 1969>, pág. 153.
30 Hay exegetas que opinan que la expresión «el día del Señor», o «el día de Dios (de Jehová)»,
puede abarcar todo el período que se extiende desde la gran tribulación hasta la renovación de
todas las cosas, después del reino mesiánico en la tierra. También hay quienes prefieren decir
que este pasaje de 2ª Pedro 3:10-13 se refiere al tiempo milenario.
CONCLUSION
Después de escuchar a lo largo y ancho de nuestro Continente el clamor por una
renovación, quisimos saber lo que ésta significa en las páginas del Nuevo Testamento.
Nuestra primera impresión al acercarnos a esta parte de la Palabra escrita de Dios ha
sido la gran amplitud del tema.
Ante la abundancia de materiales de reflexión que el texto inspirado ofrece, nos
hemos visto obligados a reducirnos a los pasajes más importantes que expresan en
forma directa el concepto de renovación. Pero, aun con estas limitaciones, hemos podido
contemplar una maravillosa obra renovadora que, además de abarcar la experiencia
cristiana, tiene dimensiones cósmicas y eternas.
La renovación del cristiano se efectúa de acuerdo al plan salvífico diseñado en los
consejos de la Trinidad antes de la fundación del mundo. Esta obra, que tiene como su
centro la Persona y obra de Jesucristo, comienza a hacerse efectiva en el individuo
creyente cuando éste es regenerado por el poder del Espíritu Santo y trasladado de la
muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, de la condenación a la salvación en el amado
Hijo de Dios.
Hay un principio (regeneración), una continuación (santificación práctica) y un
clímax (glorificación final) de la obra renovadora. No puede haber auténtica renovación
(anakaínosis) aparte de la regeneración (palingenesía). De ahí que nuestra primera
responsabilidad sea la de preguntarnos si personalmente hemos recibido a Cristo como
nuestro Salvador, si en verdad hemos tenido el encuentro de fe con El.
En cuanto a su nueva posición y sus nuevas posesiones en Cristo, todo creyente está
ya renovado, por cuanto ya ha sido regenerado. Pero con respecto a la vida práctica
cristiana no hay creyente que pueda alcanzar la renovación plena en este mundo. La vida
renovada tiene que estar constantemente renovándose hasta el encuentro con Cristo en
gloria.
Según el Nuevo Testamento, la renovación práctica y progresiva se da a nivel
individual y en la comunión de los hijos de Dios, aun cuando el poder renovador no se
manifieste de manera espectacular. La renovación eclesial tiene que ver no sólo con el
culto público, sino también con la conducta de los que se reúnen para adorar a Dios.
Lo más importante no es la forma en que cantamos y oramos cuando estamos juntos en
la iglesia local, sino la manera en que nos relacionamos con nuestros hermanos dentro y
fuera del lugar de adoración. La renovación práctica y progresiva en el Espíritu es
muchísimo más que una «reunión muy animada» en la que los cristianos alcanzan el
éxtasis y se sienten poseídos por un poder sobrenatural.
Sin embargo, la congregación que experimenta la fuerza renovadora que viene de
lo alto, mantiene la unidad del Espíritu, cultiva ardientemente la comunión con Dios,
permite la libre expresión del amor fraternal, canta y ora con júbilo al Señor y da un
testimonio claro y penetrante del Evangelio. Y todo esto lo hace decentemente y con orden
(1ª Cor. 14:40). La congregación que vive en la perenne renovación que viene del Espíritu
Santo ofrece un ambiente propicio para la conversión de los pecadores y para el
crecimiento espiritual de los que ya son salvos.
La renovación genuina trasciende el ámbito eclesial y se manifiesta en el seno de la
familia, en las relaciones de esposo y esposa, de padres e hijos, y de hermanos con
hermanos. El creyente que en verdad está renovándose asume espontánea y gozosamente
todas sus responsabilidades en el hogar.
Se nos enseña también en el Nuevo Testamento que el «nuevo hombre» va
renovándose continuamente en su relación con «los de afuera», es decir, con los que no
profesan obedecer el Evangelio. La verdadera renovación no se efectúa tan sólo «aparte
del mundo» o «frente al mundo», sino en el mundo, tan necesitado del testimonio cristiano.
El creyente lleno del Espíritu Santo es un testigo poderoso de Cristo en la comunidad
donde vive y lleva a cabo sus actividades cotidianas. Cuando los cristianos primitivos
estaban llenos del Espíritu, «hablaban con denuedo la Palabra de Dios» (Hech. 4:31).
El creyente que sigue el camino de la renovación en el Espíritu, cumple fielmente
con sus deberes ciudadanos. No es indiferente a los problemas de su pueblo. No vive de
espaldas a la sociedad. Por el contrario, según la vocación que tiene en el mundo procura
servir lo mejor posible lo intereses legítimos de su país y, de ser posible, los de la
Humanidad. Es un soñador incurable y un incansable luchador cuando se trata del
bienestar de sus semejantes.
Al mismo tiempo no se deja arrastrar por un falso optimismo en sus ideales de un
mundo mejor; no pierde de vista la realidad del pecado que todavía esclaviza al
hombre, ni pasa por alto el hecho de que, en definitiva, sólo en Cristo hay una respuesta
adecuada para los graves problemas de la Humanidad. La transformación de este mundo
en un reino de justicia y paz para todos los seres humanos no será obra del hombre,
sino de Dios. Es en Cristo que la renovación cósmica llegará a ser una gloriosa realidad.
Pensando en su propio futuro, el cristiano no aparta la mirada del día de su
redención final: el día apoteósico de la renovación personal en Cristo, cuando «seremos
semejantes a él, porque le veremos tal como él es» (1ª Jn. 3:2). Mientras tanto, somos lla-
mados a la esperanza y la santidad —a separarnos de la inmoralidad y del error—, a
crecer en la gracia y el conocimiento de Cristo (2ª Ped. 3:14-18), a servirle tesoneramente
al Señor y al prójimo, a proclamar a tiempo y fuera de tiempo la Palabra de Dios (2ª
Tim. 4:1-8).