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El placer en la trampa de la modernidad

Fabrizio Andreella

Hedonismo y deseo postmoderno

Es opinión común –casi un dogma axiomático- que vivimos en una sociedad hedonista.
Hay quien lo señala para denunciarlo como veneno moral y social, y quien lo hace para
aclamar la emancipación colectiva de un mal hipócrita, percibida como máscara y
vanguardia del control social.

Sin embargo, el convencimiento de que el bien y el fin supremo del ser humano es el placer
no parece corresponder con una vida que lo alcance con facilidad. Entonces, ¿una
psicología hedonista puede resultar en una sociedad que no sabe gozar, que no sabe
disfrutar plenamente de las delicias de la vida? Para contestar esta pregunta hay que
adentrarse en el bosque de la sociedad postmoderna y avistar y distinguir las fisuras del
deseo, la excitación y el placer que ahí se esconden.

Hoy en día satisfacer todo ese deseo es una invitación cultural, una norma social que casi se
vuelve una obligación individual. A primera vista, esta parece una conquista libertaria. Se
trata en realidad de una concesión consolatoria y reparadora, una Jauja que remedia el gran
fracaso de la postmodernidad; la incapacidad, después de la caída de los grandes mitos del
siglo XX, de imaginar una narración épica compartida, un futuro colectivo y un bien
común. Gobernado por la visión económica y tecnológica, el mundo actual se encuentra sin
un mito que abra un horizonte que sea más amplio que la mirada individual. Mas esta
definición mitológica, esta grieta en la sonrisa beige del maniquí postmoderno, tiene precio;
la ofrenda a todo individuo de una gran cantidad de fantasías y apetitos que, por no nacer
realmente del sujeto, cohesionan el tejido social, orientando a las masas en la misma
dirección del supuesto desarrollo. Los deseos individuales son entonces la indemnización
por el abandono de una esperanza colectiva.

De ser efectiva, esta autonomía del deseo sería un valor importante, porque no puede existir
ninguna sociedad sana si el sueño de sus integrantes no tiene oportunidad de realizarse. El
problema es que muy a menudo el deseo que el individuo postmoderno persigue no es
verdaderamente suyo. No es la forma que adquiere su alma al encontrar el mundo real, sino
un reflejo despersonalizador que crean los medios masivos. Los deseos personales se tornan
así orgánicos de los intereses de quienes los orientan. Tal vez por eso hoy en día el derecho
a satisfacerlos es percibido como sinónimo de libertad y democracia, un fetiche ideológico
que no se puede ni siquiera analizar sin ser tachados de aves de mal agüero.

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La búsqueda de la felicidad aparece oficialmente por primera vez en la historia occidental
como un derecho en el preámbulo de la Declaración de Independencia de los Estados
Unidos (1776). En el camino, este maravilloso, aunque utópico concepto ha llegado hoy a
coincidir casi con la mera satisfacción del deseo material. Cuando un meme como éste logra
repararse bajo la sombrilla de conceptos nobles e incuestionables como libertad y
democracia, puede difundirse sin la necesidad de legitimarse y defenderse de la crítica
social.

La industrialización del deseo

Para la sociedad del capitalismo avanzado (condenada al crecimiento económido


incesante), el ambiente ideal para alojar al consumidor es muy emocional, poco proclive a
la reflexión y en continua transformación. La prueba y el resultado es la neofilia, la fiebre
por el último modelo de cada cosa, que nos caracteriza. Publicidad-compra-consumo es la
ruta habitual de la emoción anhelante para el individuo postmoderno, que reconoce sus
deseos primariamente por medio del espejo del mercado. Desgraciadamente, este sistema –
concebido para acelerar y sustentar el flujo de las mercancías- se ha vuelto un aparato
psicológico al que se recurre no solamente en la relación económica, pragmática o
utilitarista con los objetos, sino también el mundo material e íntimo.

En este contexto, el deseo se reduce a un anhelo intenso y frágil a la vez, una carencia
esperanzada que se llama excitación. En el túnel de espejos multiplicadores que caracteriza
la alucinación consumista, la raíz primordial del deseo postmoderno –extenuado bajo el
peso de evanescentes espejos seductores en continua proliferación- es la excitación, que no
surge tanto del placer ambicionado como del deseo de repetir la experiencia de excitación.
Si hoy la excitación es el verdadero objeto del deseo es porque la realidad se vuelve
siempre más líquida, impalpable, abstracta y las emociones y las sensaciones, hechizadas
por el sistema de los medios, se han tornado mercancías muy cotizadas.

Radiografía de la excitación

La excitación es la cuerda tensa del arco que lanza la flecha del deseo al blanco del placer.
Por eso se puede decir que la excitación busca y, al mismo tiempo, es la concentración del
ímpetu anhelante que, al relacionarse con el objeto del deseo, se carga como un resorte.
Instrumento del deseo y anuncio del placer, en la vida sexual y sensual la excitación es un
ingrediente sabroso del juego erótico que puede prorrogar hasta el fin su plazo. Sin
embargo, esta extensión artificial ha invadido todos los aspectos de la vida individual y
social, y la excitación ya no es solamente una ola de intensidad excepcional en el pacífico
mar de la vida, sino la vibración adictiva común a toda experiencia.

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El deseo busca un límite para aplacarse, para alcanzar la terminación de su carrera, la meta
que libera la tensión. Entonces la sociedad no limits en la cual vivimos y que nos ha
acostumbrado a lo excepcional, es el terreno más fértil para el deseo interminable, donde la
pertinacia se vuelve insatisfacción, ya que el deseo postmoderno no se apaga por sociedad
sino por agotamiento. Esta situación se debe al hecho de que el capitalismo avanzado ha
reconocido en la condición psíquica excitada el mecanismo propulsor del consumo masivo
de mercancías, y utiliza los medios de comunicación como comadronas que vigilan el
nacimiento de la excitación y como niñeras que cuidan su crecimiento. Así que la sociedad
posmoderna es casi constantemente una sociedad excitada. No se trata solamente de un
inocente culto a la satisfacción de las pulsiones individuales. Los ritos tribales de la afición
en el futbol, el fisgoneo del telespectador de notas rojas, la fantasía del consumidor de
pornografía y el delirio de omnipotencia del cocainómano denuncian la presencia de ira y
morbosidad en dosis siempre mayores de intensidad emocional en la excitación
contemporánea.

La identidad postmoderna no aguanta el aburrimiento por eso adora la excitación. Este


disgusto por el tedio parecería una virtud moral y una apología de la vida vivida con
plenitud si no fuera evidente que la dependencia de la excitación contemporánea estimula el
hábito de nuestros sentidos a dosis siempre mayores de intensidad emocional desmesurada.
Con y sin el bolsillo lleno a la mano, tratamos de conseguirla, en escaparates y pantallas de
todo tipo, y resulta difícil evitar la comparación con la tolerancia del toxicómano a la droga
que lo obliga a aumentar su dosis. Estoicos, epicúreos y escépticos, que veneraban la
ataraxia, o sea la imperturbabilidad frente a los acontecimientos y el control de las pasiones,
hoy parecen enigmáticos intrusos en la historia de la civilización occidental

El placer y el hábito de la excitación

En una condición de verdadero placer, el sujeto no necesita más de lo que está gozando y
así se emancipa del mercado. Por lo tanto, cuando dice que quiere clientes felices, la
máquina del consumo miente, pero no cuando dice que los quiere excitados. El modelo
psicológico perfecto para la economía de mercado masivo es entonces el deseo no
plenamente satisfecho, o sea la atención anhelante de la excitación, el deseo que nunca se
transforma enteramente en aquel placer que hace autónomo al sujeto que goza. Sólo así el
consumidor se torna un perfecto engranaje de la máquina, orgánico al crecimiento perpetuo
del consumo. Lo que puede desinflamar la proliferación descontrolada del deseo mercantil
artificialmente alimentado es solamente el placer asumido como actitud de independencia e
integridad. La seducción cuantitativa que el mercado pone en escena puede ser neutralizada
aprendiendo a vivir el placer con la libertad que ofrece la emancipación del futuro.
Viviendo en el presente, el placer libera el deseo de la esclavitud del futuro.

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El ser anhelante no conoce el tiempo presente y la separación es la condición que lo empuja
hacia la unión. A decir verdad, no conoce nunca el objeto que lo atormenta y deleita, ya
que, cuando lo tiene enfrente, el deseo se torna en placer. Al contrario del deseo, el placer
no tiene miedo, es por definición irresponsable y no busca más de lo que se encuentra en el
instante en que lo goza. Mas a los ojos de Occidente, el placer tiene un vicio irreparable que
el deseo no sufre: encuentra en sí mismo su principio y su rin, no concibe una realidad
separada, no concibe una realidad separada ni percibe una ausencia atormentadora. Esta
falta de trascendencia está en contra de toda la historia del dualismo occidental que,
alimentando una tensión incesante hacia el futuro, provoca una consecuencia psicológica
muy elocuente: deseamos mucho más de lo que gozamos.

Las trampas del deseo

Ahora es más fácil entender porque el deseo es aceptado como motor de la realización
personal, mientras que el placer, más allá de las palabras del cuento oficial, es visto como
una experiencia fil, egoísta, superficial, encerrada en la pocilga de los instintos y, sobre
todo, improductiva, porque gozar significa traicionar la tarea productiva del ser humano
eludir sus responsabilidades sociales.

Sin embargo, en años de apasionada rebeldía ideológica se pensó que el deseo, liberado
podría abrir la celda del sujeto oprimido por los “biopoderes”. En realidad, la condición
postmoderna revela que, en la sociedad del consumo organizado por el mercado, el deseo es
un arma para que el sujeto se oprima a sí mismo con una cadena de caprichos y
dependencias que lo vuelven el verdadero producto del mercado: el ser anhelante que la
comunicación masiva vende al mundo económico y político como capacitado consumidor
de ilusiones.

Es un hecho que vivimos dentro de un flujo constante de deseo. Esta persistencia le ha


quitado al deseo los rasgos que lo hacían fuerte y rozagante: la novedad, el asombro, la
singularidad, la eventualidad. Ahogado en su misma demasía y confundido por la velocidad
del consumo, el deseo ya no puede aterrizar y apagarse en él. La costumbre de desear
asedia incluso el momento del placer, volviéndolo insatisfactorio muy rápidamente para
abrir camino a otro deseo. En el fondo, no son los objetos del deseo lo que nos atrae, sino el
hecho de consumirlos y poder así empezar a desear otra vez. Por eso la realidad parece ser
un llano donde el deseo vaga sin dirección como un caballo desbocado, y el placer una
huida necesaria de esta pesadumbre. La experiencia del placer que procede de esta situación
es algo muy fugaz, una chispa fulminante como un orgasmo animal exclusivamente
fisiológico. Sea como sea,

La identidad entre el deseo y el placer

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Desde esta perspectiva, el placer sin capricho es revolucionario y libertario, mientras que el
deseo es conservador y esclavizaste. Pero, ¿puede existir el placer sin el deseo? Es una
pregunta fascinante y difícil cuya respuesta excede este espacio. Sin embargo, se puede
plantear sólo si reconocemos que el hedonismo de la sociedad postmoderna es una gran
mentira. Palabras, promesas y fantasías que circulan en un tejido social hecho de muchas
libertades tristes.

El deseo es uno de los ingredientes básicos para la construcción de la identidad. Al


contrario, el placer en su cima -artístico, orgásmico, material o místico– acerca al individuo
a su extinción, anulando la diferencia entre sujeto y objeto que lo sustenta. ¿Y si fuera esta
la característica del placer que el individuo occidental rechaza en su inconsciente? Sea
como sea, este momento histórico de crisis es un buen tiempo para que el deseo se inmole y
libere el placer.

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